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CAPÍTULO IX
1. La ley civil
El cristiano vive su vida de hijo de Dios en Cristo junto con otros
cristianos y con otros hombres en el seno de la sociedad civil, que hoy está
políticamente organizada como Estado. La vida social posee un importante
significado moral y presenta exigencias específicas que, según la ley de la
Encarnación y teniendo en cuenta sus modalidades propias, entran a formar
parte del seguimiento de Cristo. La teología moral tiene, por tanto, que
ocuparse de ella1.
La dimensión política de la vida moral cristiana es materia de gran complejidad,
sobre la cual existe una interminable bibliografía. Es objeto de estudio de una parte de
la teología moral conocida como doctrina social de la Iglesia 2. La teología moral
fundamental se ocupa de algunos aspectos generales de este ámbito, que son la base
necesaria para ulteriores profundizaciones.
les dijo: Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Y se
admiraban de él»3. La respuesta de Jesús parece poner mayor énfasis en la
necesidad de dar «a Dios lo que es de Dios», pero sin duda contiene también
una indicación general sobre el comportamiento que hay que asumir en
relación a la autoridad política. Los deberes hacia Dios no se oponen a los
deberes hacia el Estado: quien da a Dios lo que es de Dios puede sin
contradicción dar al César lo que es del César, pero ciertamente sin
idolatrarlo.
Schnackenburg esquematiza este pasaje en cuatro puntos: «a) Jesús no otorga al
emperador (o al Estado) la aureola de un “por la gracia de Dios”, pero reconoce sus
derechos y pide a los súbditos obediencia. b) En su ámbito específico, el Estado tiene
una misión propia como poder de orden y disposición; este poder de ordenación debe
ponerse al servicio del bien común (economía, seguridad). c) Pero, al subrayar la
supremacía de los deberes frente a Dios, expresa Jesús ciertas reservas respecto del
poder del Estado: no puede atentar contra el honor de Dios, ni estar en contradicción
con los preceptos divinos. d) Jesús no destaca expresamente la limitación y la
caducidad del Estado, pero sabe muy bien que depende de la voluntad y del poder de
Dios»4.
7 Cfr. Tt 3, 1.
8 Cfr. 1 Tm 2, 1-2.
9 «Estad sujetos, por el Señor, a toda institución humana: lo mismo al emperador, como
soberano, que a los gobernadores, como enviados por él para castigar a los malhechores y
honrar a los que obran el bien. Porque ésta es la voluntad de Dios: que haciendo el bien
hagáis enmudecer la ignorancia de los insensatos: como hombres libres y no como quienes
convierten la libertad en pretexto para la maldad, sino como siervos de Dios. Tened
consideración con todos, amad a los hermanos, temed a Dios, honrad al emperador» (1 P
2, 13-17).
10 Cfr. Ap 13, 16-17.
11 Cfr. Ap 13, 2; 17, 7-14.
12 Cfr. Ap 14, 6-8.
13 R. SCHNACKENBURG, El mensaje moral del Nuevo Testamento, cit., vol. I, p. 312.
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17 «Bonum commune civitatis et bonum singulare unius personae non differunt solum
secundum multum et paucum, sed secundum formalem differentiam: alia est enim ratio
boni communis et boni singularis» (S.Th., II-II, q. 58, a. 7 ad 2).
18 Cfr. S.Th., I-II, q. 95, a. 2.
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ley divina ordena los hombres hacia Dios, en la vida presente y en la futura» 19.
De ahí se sigue que el ámbito de la ley civil es más restringido que el de la
ley moral20, ya que las competencias de aquella están limitadas por su
finalidad: el bien común político. Ningún acto moralmente malo puede ser
mandado por la ley civil, y ningún acto moralmente necesario puede ser
prohibido; pero no todo lo que es bueno desde el punto de vista moral puede
ser regulado civilmente ni todo lo que es moralmente malo puede ser
coercitivamente prohibido, sino solo aquello que es de algún modo relevante
para el bien común de la sociedad.
libertad, se puede encontrar en: F. OCÁRIZ, Naturaleza, Gracia y Gloria, Eunsa, Pamplona
2000, pp. 299-317.
31
Este es el ejemplo que pone Santo Tomás (S.Th., II-II, q. 10, a. 11) citando a
San Agustín (De ordine 2, 4, 12: CCL 29, 114). Téngase presente, sin embargo, que el
bien común no tolera la lesión de sus componentes esenciales: no pueden ser
legalmente tolerados, por ejemplo, los atentados contra los derechos fundamentales de
la persona, como son el aborto, la eutanasia, la discriminación racial y otros
semejantes.
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32
Hch 5, 29. Cfr. I. DURANY, Objeciones de conciencia, Inst. Martín de
Azpilicueta, Pamplona 1998.
33
Catecismo, nn. 2254-2256.
difícil dar reglas generales. Por una parte, si según el sentir común son leyes
injustas, no obligan en conciencia; por otra parte, la ley es siempre un
principio de orden necesario para la vida social, y su desobediencia, aun
cuando no sea completamente injustificada, puede fácilmente convertirse en
un principio de anarquía, de injusticia y quizá incluso de violencia. Se
impone, por tanto, una atenta y responsable valoración de la situación, de los
pros y contras, antes de tomar una decisión.
realizar un mismo valor de fondo, los fieles laicos actúan libremente según su
conciencia35.
También debe recordarse, especialmente a los fieles laicos, que es un deber
moral participar en la vida política, teniendo en cuenta la situación personal: «Para
animar cristianamente el orden temporal –en el sentido señalado de servir a la persona
y a la sociedad– los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de la participación
en la “política”; es decir, de la multiforme y variada acción económica, social,
legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e
institucionalmente el bien común. [...] Todos y cada uno tienen el derecho y el deber
de participar en la política, si bien con diversidad y complementariedad de formas,
niveles, tareas y responsabilidades»36. La actuación eficaz de este derecho y deber de
participación requiere formación y competencia: «Es absolutamente indispensable –
sobre todo para los fieles laicos comprometidos de diversos modos en el campo social
y político– un conocimiento más exacto de la doctrina social de la Iglesia»37.
donde está el Espíritu de Dios, allí hay libertad» (SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa,
cit., n. 184).
47
Cfr. PABLO VI, Carta ap. Octogesima adveniens, 14-V-1971, n. 50; CIC, can. 227.
48
«El cristiano que descuida sus deberes temporales, descuida sus deberes con el
prójimo, e incluso con el mismo Dios y pone en peligro su salvación eterna» (Gaudium
et spes, n. 43).
49
Cfr. Ef 4, 15.
50
Véase la valoración crítica de esta idea contenida en la Enc. Centesimus annus, n.
46. identidad, sin darse cuenta de que esta actitud comporta una cierta doblez, y es poco
leal sea hacia las propias convicciones sea hacia los mismos interlocutores.
Ante estas alternativas, el cristiano debe mostrar con su comportamiento público
la compatibilidad de la firmeza en las verdades de fe o de moral con la máxima
caridad. «El amor a las almas, por Dios, nos hace querer a todos, comprender,
disculpar, perdonar... Debemos tener un amor que cubra la multitud de las deficiencias
de las miserias humanas. Debemos tener una caridad maravillosa, “veritatem facientes
in caritate”, defendiendo la verdad, sin herir»42. El diálogo, la colaboración y la caridad
con quienes piensan diversamente es siempre posible. Se trata de distinguir con
claridad la relación íntima de la conciencia personal con la verdad, de la relación entre
personas: la primera debe estar presidida por el poder normativo de la verdad; la
segunda, por la justicia, por la caridad y por las exigencias inalienables de la dignidad
de la persona. Así como la firme adhesión a la verdad no es plenamente cristiana si no
va unida al respeto leal y amable hacia quienes no la comparten, así el respeto de los
otros no es una auténtica virtud ética si se convierte en confusionismo, en doblez o en
renuncia por motivos tácticos a la propia identidad. La realización práctica y concreta
de este equilibrio es parte importante de la animación cristiana de la vida social.
2. La ley eclesiástica
En el bautismo hemos sido engendrados como hijos de Dios en el seno
de la Iglesia. Por la gracia bautismal nos convertimos en miembros de Cristo
y miembros de su cuerpo, que es la Iglesia 43. La Iglesia custodia y dispensa
los medios necesarios para el desarrollo de la vida moral cristiana hasta la
consecución de la santidad. Entre estos medios se incluyen las leyes de la
Iglesia o leyes eclesiásticas.
Desde los tiempos apostólicos hasta nuestros días, los Apóstoles y sus
sucesores han promulgado leyes y decretos referentes a la vida moral y a la
actividad eclesial (sacramentos, liturgia, apostolado, etc.) de los bautizados en
la Iglesia Católica o en ella admitidos 44. El ejercicio de tal potestad legislativa
tiene un claro fundamento dogmático, atestiguado por la Sagrada Escritura 45,
Por una parte, la ley eclesiástica ordena según justicia la vida de los
creyentes en la Iglesia, y así muchas leyes eclesiásticas se refieren a
verdaderos deberes y verdaderos derechos, es decir, a comportamientos que
son debidos o garantizados según justicia y que constituyen, por ende,
relaciones jurídicas en sentido propio. «Existirá diversidad de opiniones sobre
cuál sea el carácter específico de esta juridicidad de las normas canónicas,
pero no hay duda de que se está frente a un verdadero derecho. Y esto, no
solamente porque el ordenamiento canónico, en obediencia a la voluntad de
Cristo, aplica el principio fundamental de la justicia de reconocer y atribuir “a
cada uno lo suyo” (“unicuique suum”) en la comunidad eclesial, sino también
porque lo hace con normas que cumplen la triple exigencia técnica de
generalidad, estabilidad y obligatoriedad»70. Con esta afirmación no se
propone ninguna reducción “juridicista”, porque se trata siempre de la
dimensión jurídica de los bienes salvíficos y eclesiales71.
A título simplemente ilustrativo proponemos algunos ejemplos: el párroco tiene
el deber en justicia de aplicar la Misa por el pueblo que le ha sido confiado cada
domingo y fiesta que en su diócesis es de precepto72; es derecho del Ordinario del lugar
nombrar o aprobar los profesores de religión o, si es el caso, de exigir que sean
depuestos73; cuando el sacerdote ha aceptado un estipendio para la celebración de la
Misa, tiene el deber en justicia de aplicarla por la intención del oferente74; todos los
que por oficio tienen cura de las almas, están obligados a proveer que sean escuchadas
las confesiones de los fieles a ellos confiados, que razonablemente lo piden 75; cuando
hay una necesidad urgente el mismo deber atañe a todos los confesores con las debidas
licencias, y en caso de peligro de muerte a cualquier sacerdote 76; es un derecho de cada
fiel escoger libremente el confesor que prefiera 86; los fieles tienen el derecho de
manifestar a los pastores de la Iglesia las propias necesidades, sobre todo espirituales,
69 Catecismo, n. 2040.
70 J. HERRANZ, Sobre la renovación y eficacia del Derecho canónico, cit., p. 453.
71 Cfr. C. J. ERRÁZURIZ, Verità e giustizia, legge e coscienza nella Chiesa: il diritto
canonico alla luce dell’enciclica «Veritatis splendor», «Ius Ecclesiae» 7 (1995) 277-292,
especialmente p. 286.
72 Cfr. CIC, can. 534, 1.
73 Cfr. CIC, can. 805.
74 Cfr. CIC, cann. 945 ss.
75 Cfr. CIC, can. 986, 1.
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y los propios deseos77. También las leyes procesales responden muchas veces a
fundamentales exigencias de equidad. Hay que notar, en fin, que la constitución
jerárquica dada por Cristo a la Iglesia confiere a esta una estructura jurídica básica, de
la cual proceden diversos deberes y derechos: necesidad del mandato pontificio para la
ordenación de un obispo; necesidad de que los decretos del concilio ecuménico sean
aprobados por el Romano Pontífice, etc.
quien sin culpa ignoraba violar una ley90. Contrariamente a cuanto sucede en muchos
ordenamientos civiles, han de retenerse como invalidantes o inhabilitantes solo
aquellas leyes en las cuales se establece expresamente que el acto es nulo o la persona
inhábil91, y así puede suceder que un acto (por ejemplo, recepción o administración de
un Sacramento) sea realizado ilícitamente pero válidamente. La ignorancia o el error
acerca de las leyes invalidantes e inhabilitantes no impiden el efecto de las mismas,
mientras no se haya establecido expresamente otra cosa92.
89 Cfr. CIC, can. 11. En cambio, la ley de la abstinencia de carne los días de penitencia
vige después de los 14 años de edad, y a la del ayuno están obligados quienes han
cumplido los 18 años y no han alcanzado los 59 (cfr. CIC, cann. 97 y 1252).
90 Cfr. CIC, can. 1323, 1-2.
91 Cfr. CIC, can. 10.
92 Cfr. CIC, can. 15, 1.