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LOS NEGROS JINETES

DE LA MUERTE
Solomon Kane
Robert E. Howard

El ahorcado preguntó al carroñero cuervo, y


este le contestó: «De negro visten los
hombres que cabalgan con la Muerte bajo el
cielo de medianoche, y negros son sus
corceles, grises sus cráneos y siniestras sus
letales miradas.
Pues al entregar su hálito a la vieja y gris
Muerte, ya no pueden morir».
I
Solomon kane tiró de las riendas de su corcel
y este se detuvo. Ningún sonido rompía la
tranquilidad de cementerio de la sombría
foresta que se alzaba poderosa ante él, pero
sentía que algo se acercaba por el sendero
cubierto de sombras.
Aquel lugar era extraño y espectral. Los
inmensos árboles se apoyaban unos contra
otros, como gigantes taciturnos, y sus ramas
se entrecruzaban, ocultando la luz. La pálida
luz de la luna se volvía gris al filtrarse a
través de ellos. El sendero que serpenteaba
entre los árboles llegaba a asemejarse a un
camino impreciso que atravesase el país de
las sombras.
Mientras Solomon Kane hacía un alto para
coger una de sus pistolas, un jinete apareció
por aquel camino, galopando velozmente. El
negro caballo era increíblemente gigantesco
en aquella luz gris, y lo montaba un jinete
igual de gigantesco, que iba muy echado
hacia delante. Un sombrero flexible velaba
sus ojos y una enorme capa oscura ondeaba
sobre sus hombros.
Solomon Kane tiró de las riendas para dejar
paso al apresurado jinete. Por ser el sendero
tan angosto y apretujarse tanto los árboles
en sus márgenes, vio que no lo conseguiría a
menos que el jinete se detuviese y le diese
tiempo a encontrar un lugar abierto. Pero
eso era, justamente, lo que aquel extraño no
tenía intenciones de hacer.
Caballo y jinete avanzaban impetuosamente,
fundidos en un objeto negro e informe,
como algún monstruo fabuloso; ya se
encontraban sólo a pocos pasos del perplejo
Kane, quien podía distinguir el destello de
unos ojos ardientes entre las sombras
creadas por el sombrero de ala baja y la capa
que su dueño mantenía en alto para cubrirse
el rostro. Cuando el inglés vio el brillo de una
espada disparó a quemarropa hacia aquel
rostro. Una ráfaga de aire helado le envolvió,
como la onda de un río helado. Caballo y
jinete cayeron a tierra, mientras el caballo
negro y su jinete les pasaban por encima.
Kane se puso en pie, ileso pero lleno de ira, y
examinó su cabalgadura. El animal
relinchaba y temblaba, tras levantarse del
suelo. Con los ollares dilatados, no se movía;
también había resultado ileso. Kane no podía
comprenderlo…
¿Habían pasado por encima… o a través de
ellos?
En aquella misteriosa Selva Negra, preñada
de antiguos misterios, todo era posible. Y
como el puritano había sido testigo de
misterios inexplicables y de portentos sin
cuento, capaces de helar la sangre al más
valiente, comenzó a pensar que el jinete y su
caballo sólo podrían ser de naturaleza
espectral. Su mano derecha se dirigió, de
manera refleja, hacia la otra pistola de gran
calibre que aún seguía en el fajín de seda
verde que ceñía su cintura. Recogió la pistola
descargada, que descansaba en el suelo,
acarició su cabalgadura, que ya parecía
haberse calmado, y montó en ella.
Siguió aquel sendero durante poco más de
una hora, rodeado por el ominoso ulular de
los búhos y el roce de animales y de cosas
que se arrastraban por el suelo, bajo la
espesa bóveda arbórea impenetrable a los
plateados rayos de la luna.
Finalmente, unas luces mortecinas en la
lejanía le indicaron que se iba acercando a
un lugar habitado por el hombre.
Las estrellas parpadeaban con mayor
lentitud y comenzaban a desvanecerse bajo
un cielo que comenzaba a teñirse por
Oriente de un leve tono púrpura, cuando
Solomon Kane llegó a la posada, que se
levantaba en medio de un gran claro. El
edificio era alto. Aunque sólo tuviese tres
plantas, algo inusual en aquel tipo de
construcciones, parecía aún más alto, como
si se elevase hacia las inmensidades del cielo,
en medio de la noche. Un cartel anunciaba
su nombre en alemán, escrito en letras
góticas de plata sobre fondo negro: El
Fresno.
Todo estaba en calma. A Kane le extrañó
observar en las cuatro vertientes del techo
de la posada una especie de gárgolas o
dragones orientados según los cuatro puntos
cardinales, que rezumaban una intensa aura
de paganismo.
Nadie había salido a recibirle. Inspeccionó el
lugar hasta dar con una cuadra, y acomodó
en ella su caballo, después de desensillarlo y
echarse a la espalda el pesado mosquete que
llevaba en el arzón. La cuadra estaba
totalmente vacía a excepción de un enorme
garañón negro, el animal más grande de
todos los que Kane hubiera visto en su vida,
que pareció salir de su sueño y mirarle con
unos grandes ojos. Al inglés le pareció que
no eran los de un caballo normal y que
chispeaban con un destello burlón. Pero el
cansancio y un viaje agitado suelen jugar
malas pasadas a una imaginación exaltada,
sobre todo como la de Kane. Salió de la
cuadra, abrió la puerta principal de la posada
y penetró en su interior. Le extrañó que no
estuviese cerrada por dentro con tranca o
cerrojo, ya que aquella comarca era
frecuentada por todo tipo de chusma:
ladrones, mercenarios, sacerdotes
renegados o prófugos.
Tras recorrer un corto pasillo, llegó a una
vasta habitación interior, iluminada por un
gran fuego central. Sobre una mesa de
madera, de factura tosca, humeaba un
guisado de carne. Se acercó a ella atraído por
el olor. Una hogaza de pan negro y una jarra
de vino completaban el menú. Dejó al
alcance de su mano el mosquete, se sentó
ante aquel inesperado refrigerio y comenzó
a comer, sin quitarse sombrero ni capa.
Su voracidad de lobo iba acorde con su
rostro demacrado y saturnal, pálido y tétrico,
en el que sólo el helado resplandor de unos
profundos ojos azules, que miraban con la
lejanía que da el haber contemplado cosas
que no son de este mundo, aportaba un
toque de vida.
Unas sobrias vestiduras oscuras, bastante
ceñidas al cuerpo, y un sombrero de ala
ancha sin ningún tipo de adornos, del que
había acabado por despojarse mientras
comía, al igual que de su negra capa,
completaban su retrato. El de un puritano,
sin lugar a dudas; pero también el de un
guerrero, como delataban su largo estoque
toledano, el puñal y las letales pistolas que
llevaba a la cintura.
El fuego se agitó en el hogar, a pesar de la
falta de viento, y Kane sintió que no estaba
solo. Ya había pensado antes en ello, pues
alguien debía haberle visto llegar y preparar
lo que estaba comiendo, a pesar de que aún
no se hubiese dado a conocer.
Las sombras parecieron espesarse en una
mesa próxima a la suya, y entonces Kane
contempló una figura alta. Se embozaba con
la amplísima capa de color azul oscuro que
ocultaba todo su cuerpo; un sombrero de ala
ancha sumía su rostro en la tiniebla, y en la
mano derecha empuñaba con fuerza una
especie de bastón largo y grueso, que
parecía el astil de una lanza.
—Sé bienvenido, extranjero —dijo aquel
hombre, con una profunda voz de bajo,
extrañamente musical.
—¿Sois el posadero? —preguntó Kane,
incómodo por el hecho de que el otro le
hubiese estado contemplando mientras
cenaba, sin que él se percatase.
—Podría decirse que sí, en cierto modo —el
resplandor del fuego suscitó un brillo
plateado en su rostro—. Te vi venir y pensé
que un vagabundo como tú tendría hambre.
Yo también he viajado mucho y sé lo
agradable que resulta encontrar un buen
fuego y un plato caliente.
—Os lo agradezco, señor.
Kane se sintió incómodo. Aquel hombre le
tuteaba y, sin embargo, no lo hacía a la
manera de un individuo vulgar, sino como un
gran rey que se dirige a uno de sus súbditos.
Por más que se esforzaba en penetrar la
sombra que le cubría el rostro, no conseguía
ver sus ojos. Intentando olvidar su
desasosiego, se decidió a hacerle una
pregunta.
—¿Cómo supisteis que no era un bandido?
En caso de necesidad, sólo podríais haber
contado con el único huésped que albergáis,
aparte de mí.
—¡Ah, veo que has entrado en las
caballerizas! No, el caballo que viste es mío.
Es un viejo animal, pero aún se conserva tan
fuerte como el primer día. Galopa tan
deprisa que a muchos les parece que tiene
ocho patas —sonrió, como si acabase de
hacer una broma—. Pocos son los viajeros
que acuden a esta posada, pero siempre son
gente de honor.
—Sois demasiado confiado para los tiempos
que corren —sonrió Kane.
—No lo creas —dijo su interlocutor, agitando
la gruesa vara.
A Kane le pareció escuchar el rugido de un
trueno lejano, y las llamas del hogar se
movieron inquietas.
—Por favor, sigue cenando. ¿Qué te parece
mi vino? Es de una cosecha bastante antigua.
—Es excelente, noble amigo. Fuerte y con
regusto final a miel.
—Te reconfortará. Tiene unas hierbas que ya
no se encuentran en Europa —y sonrió
enigmáticamente.
Entonces, como es lo usual a esas horas,
comenzaron a hablar de la situación actual
del mundo, de los conflictos religiosos, de la
enemistad entre los hombres, de la injusticia
y del honor.
—El bien y la justicia no son patrimonio de
una única religión —dijo aquel extraño
posadero—. Es lamentable que los hombres
discutan y se maten por pequeñas
diferencias, estando de acuerdo en lo
esencial. De ello sólo vendrá guerra, hambre
y atraso. Llegará un día en que Europa
deplore haber olvidado sus raíces y haber
derramado su sangre, perdiéndose en lo
accesorio y lo fútil. Entonces sí que se
pondrá para siempre el sol.
Le hablaba a un convencido. El empeño de
Kane por luchar contra la injusticia le venía
de su apreciación filosófica de la vida. Sólo
merecía la pena lo auténtico, lo demás era
superfluo. Por eso era tan parco en el vestir,
por eso atacaba la hipocresía y por eso
defendía la justicia y la razón. El hombre
comenzaba a hacerse civilizado, algo que
repugnaba a la espléndida fiera que era
Kane. El instinto y su razón le decían que no
tardaría en llegar el tiempo en que las
guerras se jugarían como si fuesen un juego
de naipes, propio de villanos; que una bolsa
repleta de dinero valdría más que un brazo
esforzado y un corazón ardiente, y que el
oficio de caballero sería algo ridículo o
reducido a la ficción.
La conversación derivó por otros derroteros,
y Kane habló de su encuentro con el extraño
jinete. El posadero sonrió enigmáticamente.
—Esta región es rica en sucesos extraños —
dijo—. La mayor parte de ellos han de ser
atribuidos a los Negros Jinetes de la Muerte.
Es una antigua historia del tiempo de los
romanos. No me extenderé en detalles. Te
bastará saber que un antiguo guerrero,
Gundericus, desesperado al no poder
detener el empuje de Roma, hizo un pacto
con las potencias del Mal. A cambio de su
alma, las legiones no entrarían en sus
dominios, en donde nos encontramos, que
forman parte de la Selva Negra. En efecto,
las águilas romanas jamás pudieron
conquistarlos. Extrañas fiebres, muertes
repentinas, accesos de locura, grietas y
despeñaderos que se abrían donde instantes
antes el suelo era firme… lo impidieron. Pero
cuando Gundericus y los suyos —que vestían
de negro, lo mismo que tú, aunque por otros
motivos— murieron, los seres infames de
más allá de este mundo, a quienes habían
invocado en su ayuda, bebieron sus almas y
ocuparon sus cuerpos. Desde entonces,
asolan la región al anochecer, bajo la forma
de espectros de negrura. Contra ellos nada
pudieron Ases ni Jotuns… ni pueden.
»Sólo un héroe de ánimo esforzado sería
capaz de vencerlos si aprovechase la
oportunidad que se ofrece una vez cada mil
años. Cuando mañana la impía y lejana
estrella de donde vinieron las abominaciones
que ahora animan sus sombras entre en
conjunción con la nebulosa que gobierna sus
destinos, y Marte, el planeta de Tyr,
aparezca sobre el horizonte… entonces —su
único ojo brilló con un fuego que parecía
horadar el Destino— unos signos apropiados
hechos en el cielo, y una espada sin tacha
que desate su furor en la tierra, podrán
devolverlas a los abismos del Tiempo y del
Espacio de donde surgieron.
El posadero, o mago, pues Kane ya no ponía
en duda que su llegada a aquella posada de
la Selva Negra fuese el resultado de alguna
potente magia, hizo una pausa.
El inglés observó el resplandor azulado que
parecía manar de su único ojo, y ya no le
cupo duda alguna de que en aquel lugar
operaban extrañas magias, cuando su
interlocutor se limitó a comentar, como si
hubiese leído su pensamiento:
—Lo perdí hace mucho tiempo, cuando
intentaba conseguir la sabiduría… cosas de
juventud —y sonrió misteriosamente. Las
llamas del hogar se agitaron cuando
selevantó y se sentó al lado de Kane.
Sólo entonces, el puritano fue consciente de
su enorme tamaño. Parecía medir más de
ocho pies. Su rostro, cubierto de barba
blanca, aunque de edad indefinida, aparecía
surcado por el parche negro que cubría su
ojo derecho. Pero el fulgor que ardía en el
izquierdo habría bastado para iluminar por
completo hasta las más sombrías salas del
Infierno.
Kane fue consciente de todo aquello de
manera fugaz, como en un ensueño,
mientras se preguntaba si aquel individuo
era mago… o todo él era pura magia.
Realmente sus poderes excedían en mucho a
los del célebre John Dee, a quien había visto
en una ocasión, el mago y astrólogo personal
de la tiránica reina Isabel. Y mientras estaba
pensando si no sería alguna manifestación
diabólica, y aquella posada un antro infernal,
fue consciente de que aquella larga
conversación tenía lugar en inglés.
—Hace tiempo, mucho tiempo… tus
antepasados se hallaban en muy buenas
relaciones conmigo. No te extrañe, por
tanto, que hable bien tu lengua, Solomon
Kane.
—¿Cómo puedes saber mi nombre —
exclamó el puritano—, a menos que seas
nigromante o hechicero? En verdad, desde
que entré en esta posada, todo lo que oigo y
veo se halla impregnado con los relentes de
Satanás.
—¿Estás pensando que soy el Diablo? ¿Crees
que, si lo fuera, tu corazón habría saltado de
gozo ante la perspectiva del glorioso
combate que te ofrezco? ¿Después de luchar
tantas veces contra el mal aún no has
aprendido a conocerlo? Decídete de una vez,
¿me ayudarás a librar a esta tierra del mal
que la aflije? ¿Cumplirás tu voto de defender
a los débiles?
«Sabe hasta eso», se dijo Kane, atónito.
Realmente, jamás pensaba nada dos veces.
Era un hombre de acción y no entraba en su
modo de ser el reflexionar obsesivamente
sobre el mismo tema. Aquel nigromante, o lo
que fuese, era sincero. Los conceptos de
magia blanca y negra no estaban claros en su
mente, pero si una magia era capaz de
acabar con el mal… entonces, ¡por San
Jorge!, era lícita. Por otra parte, dejando
aparte el aura de misterio con que se
envolvía, había algo en aquel hombre que le
infundía respeto y confianza, como si le
conociese de siempre. Además, no sería la
primera vez, y seguro que no la última, que
por obedecer los impulsos de su corazón se
lanzaba de lleno a la aventura.
—De acuerdo, ¿qué debo hacer? —dijo,
chasqueando los dientes.

II
Cuando Solomon Kane se despertó, el sol
comenzaba a ponerse tras el horizonte y su
luz teñía de oro el interior de la gran sala. Se
había quedado dormido encima de la mesa,
después de ultimar los preparativos con el
hospedero tuerto, que se reducían,
básicamente, a lo siguiente: debía internarse
en la espesura de la Selva Negra y localizar
unas ruinas, lo que quedaba de un templo
erigido por los Negros Jinetes de la Muerte a
las innominadas deidades que habían
escuchado su llamada. Una vez allí, esperar a
que la luna se tiñese de rojo —su insólito
aliado no había sido más explícito
— y, entonces, atacar a sus espectrales
enemigos, que a partir de aquel momento
perderían su intangibilidad y serían capaces
de apreciar en su justo valor el aplastante
impacto de una gruesa bala de plomo o el
frío helado de unos cuantos palmos de acero
bien templado.
Se levantó, debatiéndose entre las brumas
del sueño. El fuego del hogar aún seguía
ardiendo, pero de su hospedero no se veía ni
rastro. Comprobó que llevaba al cinto todas
sus armas, se caló el sombrero, cubrió sus
hombros con la larga capa, cogió el
mosquete que seguía donde lo dejase horas
antes, y salió fuera.
El otoño comenzaba a insinuarse entre los
últimos días del verano. Una fría brisa
agitaba las hojas de los árboles y su
murmullo recorría todo el bosque,
haciéndolo estremecer. Aquello, que a
cualquiera le habría parecido un signo de
mal agüero, sólo suscitó una mueca lobuna
en Kane. Sin perder tiempo en conjeturas, se
dirigió a los establos y ensilló su caballo,
después de lo cual colocó su mosquete en el
arzón. La enorme cabalgadura del posadero
había desaparecido. Sacó el caballo de la
cuadra, llevándolo de las bridas, y montó en
él, dirigiéndose al trote hacia la dirección
que le había indicado su reciente aliado. Al ir
a doblar un recodo del camino se detuvo
para echar un vistazo a la posada… pero ya
no la vio. El claro del bosque donde antes se
levantaba aparecía cubierto de una niebla
espesa e innatural. Un soplo de aire helado
aventó aquella niebla y, momentos después,
en aquel lugar ya no hubo nada.
El caballo relinchó, inquieto, y Kane reprimió
la palabrota que pugnaba por salir de sus
labios, entrechocando los dientes, lo que en
él equivalía a un improperio.
Una milla antes del lugar donde debía
levantarse lo que quedaba del impío templo
antiguo, detuvo su cabalgadura y se apartó
del sendero que había estado siguiendo
hasta entonces, adentrándose en la
espesura. Dejó su caballo al pie de una
encina milenaria, tan peculiar que podía
distinguirse a lo lejos, y, con el mosquete
listo, avanzó con mucha precaución hacia su
objetivo. Observó la luna. Velada por unas
nubes de aspecto malsano, aparecía pálida y
surcada de estrías rojizas. Supuso que los
encantamientos del hechicero debían de
haber comenzado.
En aquel momento se levantó un fuerte
viento. Una ráfaga más violenta que las
demás, que a punto estuvo de arrancarle el
sombrero, llevó hasta sus oídos una
cantinela bárbara. Guiándose por ella, y
avanzando de árbol en árbol, no tardó en
llegar a las inmediaciones de una depresión,
cubierta de árboles raquíticos y renegridos.
Un espectáculo atroz se ofreció a su mirada.
A unas doscientas yardas, un corro de
sombras negras —no individuos vestidos de
oscuro, sino sombras más densas que las
mismísimas sombras— bailaban alrededor
de un enorme altar, iluminado por una gran
profusión de antorchas, que se levantaba
entre dos altos monolitos. Y sobre aquel
altar se encontraba una mujer desnuda.
Kane echó un vistazo a la luna y observó que
aún no estaba roja. Era evidente que las
sombras se disponían a celebrar un sacrificio.
La joven comenzó a gritar
desesperadamente. A pesar de las
advertencias del posadero, Kane había
comenzado a acariciar la idea de efectuar un
ataque por sorpresa con el mosquete y las
pistolas para cortar las ligaduras de la joven
y emprender con ella la huida. Un sonido
furtivo a su espalda le obligó a volverse. Una
de aquellas sombras, enorme y siniestra, se
abalanzaba sobre él, espada en mano.
Apenas tuvo tiempo de echarse a un lado y
desenvainar su estoque. La hoja de su
atacante rozó su hombro izquierdo, pero él
consiguió parar su segundo embate. Como
Kane era un experto espadachín, cuya hoja
había abonado generosamente los suelos de
medio mundo, fue arrinconando poco a poco
a su contrincante hasta un árbol cercano.
Aquella cosa era tremendamente parecida a
un muñeco de trapo negro y no parecía
tener rostro. Sólo unas llameantes manchas
rojas ocupaban el lugar donde debieran
haber estado sus ojos.
Cuando Kane lanzó la estocada final, aquella
cosa emitió una risotada espeluznante, capaz
de helar la sangre en las venas a quien la
oyese. La hoja de Kane, que habría debido
abrir su tórax en dos, pareció hundirse en un
abismo sin fondo, al no encontrar
resistencia. Un abismo que absorbió toda su
fuerza vital dejando su brazo derecho
entumecido. Echándose rápidamente hacia
atrás, Kane empuñó con la mano izquierda
una de sus pistolas y envió su mensaje de
plomo a la oscura forma.
Pero la bala tampoco tuvo éxito donde había
fracasado la espada. Una nueva carcajada y
Kane sintió el contacto o de unas manos frías
que tocaban su carne y le arrebataban la
escasa fuerza que le quedaba. Después, la
negrura le estrechó entre sus brazos.

III
En mitad de la noche, Kane recobró el
sentido. Siempre sobre aviso, como un lobo,
entreabrió levemente un solo ojo, para no
dar a entender que estaba consciente.
Las sombras aún seguían dando vueltas
alrededor del altar, entonando su obsesiva
melopea. Ningún sonido brotaba de los
labios de la joven. Pensó que ya había sido
sacrificada. No, rectificó, entonces no habría
tenido sentido que aún prosiguiesen con sus
cánticos. Debía tratarse de algún ritual
complejo que precisaba mucho tiempo.
Posiblemente su irrupción había obligado a
las sombras a repetirlo desde el principio.
Eran una docena. Además de las ocho que
daban vueltas alrededor del altar en sentido
contrario de las agujas del reloj, había otras
cuatro que le vigilaban.
Le habían atado de pies y manos a uno de los
monolitos, tras despojarle de su casaca y de
sus armas, que podía ver tiradas cerca del
altar. La luna seguía teniendo su aspecto
siniestro, como si una garra gigantesca la
hubiese arañado salvajemente, dejando en
ella la sangrienta impronta de sus fuertes
uñas; pero nadie habría podido decir que su
color era rojo. Su amigo el mago debía de
haberse dado por vencido.
Cualquier otro hombre en su misma
situación sólo se habría preocupado de rezar
y de encomendar su alma al Todopoderoso.
Sin embargo, el puritano no perdió la calma.
Sabía que alguna Potencia había dirigido sus
pasos hacia la posada fantasmal para acabar
con aquellas abominaciones. Teniendo la
razón de su parte, sabía que la ayuda no
tardaría en llegar. Lo único que le
preocupaba era no comprender cómo unos
entes inmateriales podían tocar a los seres
materiales. Entonces se acordó del fantasma
que años atrás vagara por los páramos de
Torkertown, que cobraba vida con el odio
que sentía por los hombres. Algo parecido
debía ocurrirles a aquellas sombras, con la
diferencia de que estas habían tenido quince
siglos para progresar en su odio.
Miró a la joven. Era poco más que una niña e
iba a ser sacrificada salvajemente.
Su cuerpo de formas generosas, cuya cabeza
y extremidades ocupaban los cinco vértices
de un pentáculo, no parecía haber sido
sometido a ninguna vejación, aparte de la
sufrida al arrancarle las ropas.
Tanteó discretamente sus ligaduras. Eran
resistentes. Quizá con un poco de tiempo
pudiese desgastarlas al frotarlas contra el
rugoso granito del monolito, pero aquel
movimiento atraería la atención de sus
captores.
Una sombra se acercó hasta él, como si
adivinase sus pensamientos. Desenvainó la
espada de factura antigua que llevaba al
cinto y con ella recorrió los miembros de
Kane, como si su punta escribiese en su
cuerpo un mensaje de sangre. Aquello no
inmutó al inglés, que siguió mirando
fijamente a la sombra. Esta, al ver que no
conseguía asustar a aquel individuo
indomable, que se debatía en sus ligaduras
en un esfuerzo por librarse de ellas, se dirigió
hacia la joven, y comenzó a repetir sobre su
seno desnudo la misma operación. La
muchacha, despierta por tan infame caricia,
comenzó a chillar. Kane se unió a sus gritos
con unas blasfemias espantosas que
prometían a aquella cosa fuegos peores que
los del Infierno si conseguía ponerle la mano
encima.
Una risa sofocada escapó de la sombra, que
guardó la espada y se echó hacia atrás,
aterrorizada. Pero su espanto no se debía a
los improperios de Kane, sino al siseo de sus
compañeros, que habían cesado en sus
cánticos y miraban hacia la luna.
¡Una luna roja derramaba su sangrienta luz
sobre el cielo surcado de nubes! Las sombras
acababan de comprender que se
encontraban en acción magias poderosas,
capaces de devolverles a la Muerte y al
olvido.
Entonces, la luna se oscureció. Una ráfaga de
aire helado azotó el lugar y comenzó a caer
una sutil e innatural nevisca. Algo comenzó a
bajar por uno de los monolitos, no aquel
donde se encontraba Kane, posiblemente la
abominación tutelar de las sombras, que
precisaba de tan larga invocación para
manifestarse. Fue deslizándose poco a poco
por el monolito y, tras unos momentos de
titubeo, comenzó a dirigirse hacia el altar.
Las sombras se calmaron, regocijándose con
el sacrificio que acrecentaría sus fuerzas, y
parecieron olvidarse de la luna roja. La joven
comenzó a gritar. Kane tensionó todos los
músculos de su cuerpo en un intento de
romper sus cuerdas, mientras los chillidos de
la joven parecían centuplicar sus fuerzas.
Espumeando de rabia, con la mirada
llameante, sus cuerdas cedieron cuando sólo
unas yardas separaban el cuerpo de la joven
de la tambaleante viscosidad que, lenta pero
inexorablemente, se acercaba a ella. Arrancó
de un tirón las ligaduras de sus pies. Tenía el
cuerpo cubierto por el sudor del esfuerzo y
por la sangre que había hecho brotar el
sadismo de la sombra, cuando le hirió con su
espada. Como un torbellino, se abalanzó
hacia el altar. Basculando sobre la pierna
izquierda, lanzó una violenta patada con la
derecha al supuesto rostro de la sombra que
estaba más cerca de él, aplastándolo con un
crujido espantoso. Casi al mismo tiempo,
dejándose llevar por su impulso, caía
rodando al suelo, se apoderaba del
mosquete y enviaba su mensaje de humo y
muerte a la primera sombra que se le ponía
a tiro, que se desplomó con un sonido de
fuelle, como si se deshinchase. Con la
celeridad del lobo y la elasticidad de la
pantera, el puritano cogió su estoque con la
mano derecha y el puñal con la izquierda.
Cuando apenas había comenzado a cortar las
ligaduras de la joven, las sombras le
rodearon, amenazándole con sus aceros, por
lo que apenas pudo liberarla y hacer frente a
sus atacantes al mismo tiempo. En cuanto lo
consiguió, la cubrió con sus anchas espaldas
mientras iba despachando, uno tras otro,
aquellos espectros que se disolvían en el aire
con una llamarada fría a medida que los
espíritus que los animaban abandonaban sus
tétricas envolturas.
Tropezó y cayó al suelo, encima de la joven.
En su furia se había olvidado de la mayor
abominación de todas, que ya estaba casi
encima de él, y comenzaba a lamer sus
botas. Entre un chisporroteo infernal, los
ácidos comenzaron a corroer el cuero.
Por más que intentó librarse de aquella cosa
repugnante que quería devorarle, no lo
consiguió.
—¡Echa a correr! ¡Sálvate! —gritó a la joven
desnuda, mientras pensaba si tendría tiempo
de cortar sus botas con el puñal.
Pero la muchacha no le contestó. Se había
desmayado, ya fuese por el choque contra el
suelo o por tantos sobresaltos. En el preciso
momento en que Kane sentía que aquella
abominación tiraba de él, y pensaba que iba
a morir, un relámpago azulado, que le dejó
ciego unos instantes, cayó del cielo y le
liberó. Al igual que ocurriera antes con las
sombras, el monstruo se disolvió en una
llamarada desprovista de calor.
Levantó los ojos al cielo. La luna había vuelto
a ser normal. El firmamento nocturno
aparecía tachonado de estrellas rutilantes. Al
mirar hacia el lugar de donde proviniera el
relámpago le pareció ver una figura enorme
rodeada de un aura azulada, la de un
hombre, ni joven ni viejo, que se envolvía en
un amplio manto azul oscuro y se cubría con
un enorme sombrero de ala ancha. Y a pesar
de que intentase ocultar la parte superior de
su rostro barbado, Kane pudo ver que un
parche negro le tapaba el ojo derecho. Agitó
la poderosa lanza de madera de fresno que
asía con uno de sus brazos, la cual había
mantenido apuntada hacia abajo, y
desapareció.
***
Kane se volvió hacia la joven, la cubrió con su
capa, que se encontraba con el resto de sus
demás pertenencias, y la cogió en brazos.
Ella abrió los ojos, le rodeó el cuello con sus
brazos y le miró, extrañada.
—No tengas miedo —dijo el inglés, con una
sonrisa que intentaba vencer el cansancio de
la batalla—. Ya terminó todo. ¿Cómo te
llamas?
—Ilse, buen caballero. Y vos, ¿cómo os
llamáis? ¿De dónde venís? —a la luz de las
llameantes antorchas, sus ojos azules
parecieron reflejarse en los de Kane.
—Solomon Kane es mi nombre, y vengo de
cualquier parte, pues soy un hombre sin
tierra —dijo, y una punzada de nostalgia se
le clavó en el corazón, al sentir sobre su
cuello los tibios brazos de la joven.
Con su preciada carga en brazos, el puritano
recorrió en pocos minutos la distancia que
los separaba de su corcel, que le esperaba
fielmente en el lugar donde lo dejara, junto a
la gran encina.
Subiéndose a la silla, alzó a la joven del suelo
y la sentó delante de él. El caballo, que
necesitaba un poco de ejercicio, apenas se
hizo de rogar para ponerse al trote.
Por Oriente, la aurora comenzaba a insinuar
sus rosados dedos. Sobre sus cabezas, el
lejano galopar de un caballo pareció
perderse en la inmensidad de los cielos.

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