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DE LA MUERTE
Solomon Kane
Robert E. Howard
II
Cuando Solomon Kane se despertó, el sol
comenzaba a ponerse tras el horizonte y su
luz teñía de oro el interior de la gran sala. Se
había quedado dormido encima de la mesa,
después de ultimar los preparativos con el
hospedero tuerto, que se reducían,
básicamente, a lo siguiente: debía internarse
en la espesura de la Selva Negra y localizar
unas ruinas, lo que quedaba de un templo
erigido por los Negros Jinetes de la Muerte a
las innominadas deidades que habían
escuchado su llamada. Una vez allí, esperar a
que la luna se tiñese de rojo —su insólito
aliado no había sido más explícito
— y, entonces, atacar a sus espectrales
enemigos, que a partir de aquel momento
perderían su intangibilidad y serían capaces
de apreciar en su justo valor el aplastante
impacto de una gruesa bala de plomo o el
frío helado de unos cuantos palmos de acero
bien templado.
Se levantó, debatiéndose entre las brumas
del sueño. El fuego del hogar aún seguía
ardiendo, pero de su hospedero no se veía ni
rastro. Comprobó que llevaba al cinto todas
sus armas, se caló el sombrero, cubrió sus
hombros con la larga capa, cogió el
mosquete que seguía donde lo dejase horas
antes, y salió fuera.
El otoño comenzaba a insinuarse entre los
últimos días del verano. Una fría brisa
agitaba las hojas de los árboles y su
murmullo recorría todo el bosque,
haciéndolo estremecer. Aquello, que a
cualquiera le habría parecido un signo de
mal agüero, sólo suscitó una mueca lobuna
en Kane. Sin perder tiempo en conjeturas, se
dirigió a los establos y ensilló su caballo,
después de lo cual colocó su mosquete en el
arzón. La enorme cabalgadura del posadero
había desaparecido. Sacó el caballo de la
cuadra, llevándolo de las bridas, y montó en
él, dirigiéndose al trote hacia la dirección
que le había indicado su reciente aliado. Al ir
a doblar un recodo del camino se detuvo
para echar un vistazo a la posada… pero ya
no la vio. El claro del bosque donde antes se
levantaba aparecía cubierto de una niebla
espesa e innatural. Un soplo de aire helado
aventó aquella niebla y, momentos después,
en aquel lugar ya no hubo nada.
El caballo relinchó, inquieto, y Kane reprimió
la palabrota que pugnaba por salir de sus
labios, entrechocando los dientes, lo que en
él equivalía a un improperio.
Una milla antes del lugar donde debía
levantarse lo que quedaba del impío templo
antiguo, detuvo su cabalgadura y se apartó
del sendero que había estado siguiendo
hasta entonces, adentrándose en la
espesura. Dejó su caballo al pie de una
encina milenaria, tan peculiar que podía
distinguirse a lo lejos, y, con el mosquete
listo, avanzó con mucha precaución hacia su
objetivo. Observó la luna. Velada por unas
nubes de aspecto malsano, aparecía pálida y
surcada de estrías rojizas. Supuso que los
encantamientos del hechicero debían de
haber comenzado.
En aquel momento se levantó un fuerte
viento. Una ráfaga más violenta que las
demás, que a punto estuvo de arrancarle el
sombrero, llevó hasta sus oídos una
cantinela bárbara. Guiándose por ella, y
avanzando de árbol en árbol, no tardó en
llegar a las inmediaciones de una depresión,
cubierta de árboles raquíticos y renegridos.
Un espectáculo atroz se ofreció a su mirada.
A unas doscientas yardas, un corro de
sombras negras —no individuos vestidos de
oscuro, sino sombras más densas que las
mismísimas sombras— bailaban alrededor
de un enorme altar, iluminado por una gran
profusión de antorchas, que se levantaba
entre dos altos monolitos. Y sobre aquel
altar se encontraba una mujer desnuda.
Kane echó un vistazo a la luna y observó que
aún no estaba roja. Era evidente que las
sombras se disponían a celebrar un sacrificio.
La joven comenzó a gritar
desesperadamente. A pesar de las
advertencias del posadero, Kane había
comenzado a acariciar la idea de efectuar un
ataque por sorpresa con el mosquete y las
pistolas para cortar las ligaduras de la joven
y emprender con ella la huida. Un sonido
furtivo a su espalda le obligó a volverse. Una
de aquellas sombras, enorme y siniestra, se
abalanzaba sobre él, espada en mano.
Apenas tuvo tiempo de echarse a un lado y
desenvainar su estoque. La hoja de su
atacante rozó su hombro izquierdo, pero él
consiguió parar su segundo embate. Como
Kane era un experto espadachín, cuya hoja
había abonado generosamente los suelos de
medio mundo, fue arrinconando poco a poco
a su contrincante hasta un árbol cercano.
Aquella cosa era tremendamente parecida a
un muñeco de trapo negro y no parecía
tener rostro. Sólo unas llameantes manchas
rojas ocupaban el lugar donde debieran
haber estado sus ojos.
Cuando Kane lanzó la estocada final, aquella
cosa emitió una risotada espeluznante, capaz
de helar la sangre en las venas a quien la
oyese. La hoja de Kane, que habría debido
abrir su tórax en dos, pareció hundirse en un
abismo sin fondo, al no encontrar
resistencia. Un abismo que absorbió toda su
fuerza vital dejando su brazo derecho
entumecido. Echándose rápidamente hacia
atrás, Kane empuñó con la mano izquierda
una de sus pistolas y envió su mensaje de
plomo a la oscura forma.
Pero la bala tampoco tuvo éxito donde había
fracasado la espada. Una nueva carcajada y
Kane sintió el contacto o de unas manos frías
que tocaban su carne y le arrebataban la
escasa fuerza que le quedaba. Después, la
negrura le estrechó entre sus brazos.
III
En mitad de la noche, Kane recobró el
sentido. Siempre sobre aviso, como un lobo,
entreabrió levemente un solo ojo, para no
dar a entender que estaba consciente.
Las sombras aún seguían dando vueltas
alrededor del altar, entonando su obsesiva
melopea. Ningún sonido brotaba de los
labios de la joven. Pensó que ya había sido
sacrificada. No, rectificó, entonces no habría
tenido sentido que aún prosiguiesen con sus
cánticos. Debía tratarse de algún ritual
complejo que precisaba mucho tiempo.
Posiblemente su irrupción había obligado a
las sombras a repetirlo desde el principio.
Eran una docena. Además de las ocho que
daban vueltas alrededor del altar en sentido
contrario de las agujas del reloj, había otras
cuatro que le vigilaban.
Le habían atado de pies y manos a uno de los
monolitos, tras despojarle de su casaca y de
sus armas, que podía ver tiradas cerca del
altar. La luna seguía teniendo su aspecto
siniestro, como si una garra gigantesca la
hubiese arañado salvajemente, dejando en
ella la sangrienta impronta de sus fuertes
uñas; pero nadie habría podido decir que su
color era rojo. Su amigo el mago debía de
haberse dado por vencido.
Cualquier otro hombre en su misma
situación sólo se habría preocupado de rezar
y de encomendar su alma al Todopoderoso.
Sin embargo, el puritano no perdió la calma.
Sabía que alguna Potencia había dirigido sus
pasos hacia la posada fantasmal para acabar
con aquellas abominaciones. Teniendo la
razón de su parte, sabía que la ayuda no
tardaría en llegar. Lo único que le
preocupaba era no comprender cómo unos
entes inmateriales podían tocar a los seres
materiales. Entonces se acordó del fantasma
que años atrás vagara por los páramos de
Torkertown, que cobraba vida con el odio
que sentía por los hombres. Algo parecido
debía ocurrirles a aquellas sombras, con la
diferencia de que estas habían tenido quince
siglos para progresar en su odio.
Miró a la joven. Era poco más que una niña e
iba a ser sacrificada salvajemente.
Su cuerpo de formas generosas, cuya cabeza
y extremidades ocupaban los cinco vértices
de un pentáculo, no parecía haber sido
sometido a ninguna vejación, aparte de la
sufrida al arrancarle las ropas.
Tanteó discretamente sus ligaduras. Eran
resistentes. Quizá con un poco de tiempo
pudiese desgastarlas al frotarlas contra el
rugoso granito del monolito, pero aquel
movimiento atraería la atención de sus
captores.
Una sombra se acercó hasta él, como si
adivinase sus pensamientos. Desenvainó la
espada de factura antigua que llevaba al
cinto y con ella recorrió los miembros de
Kane, como si su punta escribiese en su
cuerpo un mensaje de sangre. Aquello no
inmutó al inglés, que siguió mirando
fijamente a la sombra. Esta, al ver que no
conseguía asustar a aquel individuo
indomable, que se debatía en sus ligaduras
en un esfuerzo por librarse de ellas, se dirigió
hacia la joven, y comenzó a repetir sobre su
seno desnudo la misma operación. La
muchacha, despierta por tan infame caricia,
comenzó a chillar. Kane se unió a sus gritos
con unas blasfemias espantosas que
prometían a aquella cosa fuegos peores que
los del Infierno si conseguía ponerle la mano
encima.
Una risa sofocada escapó de la sombra, que
guardó la espada y se echó hacia atrás,
aterrorizada. Pero su espanto no se debía a
los improperios de Kane, sino al siseo de sus
compañeros, que habían cesado en sus
cánticos y miraban hacia la luna.
¡Una luna roja derramaba su sangrienta luz
sobre el cielo surcado de nubes! Las sombras
acababan de comprender que se
encontraban en acción magias poderosas,
capaces de devolverles a la Muerte y al
olvido.
Entonces, la luna se oscureció. Una ráfaga de
aire helado azotó el lugar y comenzó a caer
una sutil e innatural nevisca. Algo comenzó a
bajar por uno de los monolitos, no aquel
donde se encontraba Kane, posiblemente la
abominación tutelar de las sombras, que
precisaba de tan larga invocación para
manifestarse. Fue deslizándose poco a poco
por el monolito y, tras unos momentos de
titubeo, comenzó a dirigirse hacia el altar.
Las sombras se calmaron, regocijándose con
el sacrificio que acrecentaría sus fuerzas, y
parecieron olvidarse de la luna roja. La joven
comenzó a gritar. Kane tensionó todos los
músculos de su cuerpo en un intento de
romper sus cuerdas, mientras los chillidos de
la joven parecían centuplicar sus fuerzas.
Espumeando de rabia, con la mirada
llameante, sus cuerdas cedieron cuando sólo
unas yardas separaban el cuerpo de la joven
de la tambaleante viscosidad que, lenta pero
inexorablemente, se acercaba a ella. Arrancó
de un tirón las ligaduras de sus pies. Tenía el
cuerpo cubierto por el sudor del esfuerzo y
por la sangre que había hecho brotar el
sadismo de la sombra, cuando le hirió con su
espada. Como un torbellino, se abalanzó
hacia el altar. Basculando sobre la pierna
izquierda, lanzó una violenta patada con la
derecha al supuesto rostro de la sombra que
estaba más cerca de él, aplastándolo con un
crujido espantoso. Casi al mismo tiempo,
dejándose llevar por su impulso, caía
rodando al suelo, se apoderaba del
mosquete y enviaba su mensaje de humo y
muerte a la primera sombra que se le ponía
a tiro, que se desplomó con un sonido de
fuelle, como si se deshinchase. Con la
celeridad del lobo y la elasticidad de la
pantera, el puritano cogió su estoque con la
mano derecha y el puñal con la izquierda.
Cuando apenas había comenzado a cortar las
ligaduras de la joven, las sombras le
rodearon, amenazándole con sus aceros, por
lo que apenas pudo liberarla y hacer frente a
sus atacantes al mismo tiempo. En cuanto lo
consiguió, la cubrió con sus anchas espaldas
mientras iba despachando, uno tras otro,
aquellos espectros que se disolvían en el aire
con una llamarada fría a medida que los
espíritus que los animaban abandonaban sus
tétricas envolturas.
Tropezó y cayó al suelo, encima de la joven.
En su furia se había olvidado de la mayor
abominación de todas, que ya estaba casi
encima de él, y comenzaba a lamer sus
botas. Entre un chisporroteo infernal, los
ácidos comenzaron a corroer el cuero.
Por más que intentó librarse de aquella cosa
repugnante que quería devorarle, no lo
consiguió.
—¡Echa a correr! ¡Sálvate! —gritó a la joven
desnuda, mientras pensaba si tendría tiempo
de cortar sus botas con el puñal.
Pero la muchacha no le contestó. Se había
desmayado, ya fuese por el choque contra el
suelo o por tantos sobresaltos. En el preciso
momento en que Kane sentía que aquella
abominación tiraba de él, y pensaba que iba
a morir, un relámpago azulado, que le dejó
ciego unos instantes, cayó del cielo y le
liberó. Al igual que ocurriera antes con las
sombras, el monstruo se disolvió en una
llamarada desprovista de calor.
Levantó los ojos al cielo. La luna había vuelto
a ser normal. El firmamento nocturno
aparecía tachonado de estrellas rutilantes. Al
mirar hacia el lugar de donde proviniera el
relámpago le pareció ver una figura enorme
rodeada de un aura azulada, la de un
hombre, ni joven ni viejo, que se envolvía en
un amplio manto azul oscuro y se cubría con
un enorme sombrero de ala ancha. Y a pesar
de que intentase ocultar la parte superior de
su rostro barbado, Kane pudo ver que un
parche negro le tapaba el ojo derecho. Agitó
la poderosa lanza de madera de fresno que
asía con uno de sus brazos, la cual había
mantenido apuntada hacia abajo, y
desapareció.
***
Kane se volvió hacia la joven, la cubrió con su
capa, que se encontraba con el resto de sus
demás pertenencias, y la cogió en brazos.
Ella abrió los ojos, le rodeó el cuello con sus
brazos y le miró, extrañada.
—No tengas miedo —dijo el inglés, con una
sonrisa que intentaba vencer el cansancio de
la batalla—. Ya terminó todo. ¿Cómo te
llamas?
—Ilse, buen caballero. Y vos, ¿cómo os
llamáis? ¿De dónde venís? —a la luz de las
llameantes antorchas, sus ojos azules
parecieron reflejarse en los de Kane.
—Solomon Kane es mi nombre, y vengo de
cualquier parte, pues soy un hombre sin
tierra —dijo, y una punzada de nostalgia se
le clavó en el corazón, al sentir sobre su
cuello los tibios brazos de la joven.
Con su preciada carga en brazos, el puritano
recorrió en pocos minutos la distancia que
los separaba de su corcel, que le esperaba
fielmente en el lugar donde lo dejara, junto a
la gran encina.
Subiéndose a la silla, alzó a la joven del suelo
y la sentó delante de él. El caballo, que
necesitaba un poco de ejercicio, apenas se
hizo de rogar para ponerse al trote.
Por Oriente, la aurora comenzaba a insinuar
sus rosados dedos. Sobre sus cabezas, el
lejano galopar de un caballo pareció
perderse en la inmensidad de los cielos.