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La leyenda de las gemelas

Les preparó el almuerzo y salieron a la calle apresuradas. Como cada día,


llevaba a sus hijas gemelas al colegio. Caminaban tarareando una canción y
cogidas de la mano cuando el teléfono sonó desde su bolso. Era del trabajo.
Respondió rápidamente y su interlocutor le pidió que acudiera de inmediato
a la oficina. Había ocurrido algo grave, así que decidió que las niñas
continuaran solas; conocían bien el camino. Las besó en la frente y
emprendió la ruta de vuelta. Solo dio veinte pasos. A sus espaldas, el ruido
de un fuerte golpe seguido de un frenazo hizo que volteara la cabeza con una
expresión de horror en el rostro. Los cuerpos de las dos pequeñas yacían
inertes bajo un camión. Todavía estaban cogidas de la mano.

La mujer se sumió en una profunda depresión de la que consiguió salir con


un nuevo embarazo. Por ironía del destino, en su vientre estaban cobrando
vida dos niñas gemelas. Cuando dio a luz, el asombroso parecido con sus
hijas fallecidas sorprendió a más de un vecino. A medida que las pequeñas
crecían, la madre se volvió más y más protectora. Le aterrorizaba la idea de
que pudiera perderlas. Un día, de camino al colegio, las hermanas se
adelantaron y corrían ante la atenta mirada de la mujer. En cuanto pusieron
un pie en el asfalto, una férrea mano las detuvo con brusquedad. Entre
sollozos desconsolados, su madre les rogó que no cruzaran nunca sin su
permiso. “No pensábamos en hacerlo. Ya nos atropellaron una vez, mamá.
No volverá a ocurrir”.

Desde entonces, algunos viajeros aseguran que al pasar por ese tramo unas
interferencias se cuelan en la radio y se oye una misteriosa melodía: el
tarareo de unas niñas.

El clásico: La chica de la curva


Existen diferentes versiones, pero todas ellas tienen un denominador común:
una joven enfundada en un vestido blanco. Cuenta la leyenda que un padre
de familia volvía del trabajo a casa por la carretera de las Costas del Garraf.
Era una noche lluviosa, el frío empañaba el parabrisas y el cansancio
empujaba sus párpados hacia abajo. A medida que avanzaba por la carretera,
las gotas golpeaban con más violencia los cristales de su coche, que perdía
estabilidad en el serpenteante trazado del asfalto.

El hombre agudizó los sentidos y redujo la marcha. En ese mismo instante,


los faros del vehículo iluminaron la figura de una chica que, empapada por la
lluvia, esperaba inmóvil a que algún conductor se apiadara de ella y la
llevara a su destino. Sin dudarlo ni un momento, frenó en seco y la invitó a
subir. Ella aceptó de inmediato, y mientras se sentaba en el lugar del
copiloto, el chofer se fijó en su vestimenta. Llevaba un vestido blanco de
algodón arrugado y manchado de barro. Por su pelo enmarañado, parecía que
llevaba un buen rato esperando.

Reanudó el viaje y empezaron una distendida conversación en la que la chica


esquivó en varias ocasiones la historia de cómo había llegado hasta aquel
lugar. Hasta que llegó el momento idóneo. Con una voz fría y cortante, le
pidió que redujera la velocidad hasta casi detener el vehículo. “Es una curva
muy cerrada”, le advirtió. El hombre siguió su consejo y, cuando vio lo
peligroso que podría haber sido, le dio las gracias. Ella, con voz cortante y
fría, le espetó: “No me lo agradezcas, es mi misión. En esa curva me maté yo
hace más de 25 años. Era una noche como ésta.” Un escalofrío recorrió la
espalda del hombre y erizó su piel. Cuando giró la vista hacia el copiloto, la
joven ya no estaba. El asiento, sin embargo, seguía húmedo.

Esta escena se ha repetido en otros lugares de España, como en Mallorca o


Bàscara (Girona).

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