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Hacia una ética feminista comunitaria en la investigación social 1

E. Antonio De Moya

Consejo Presidencial del Sida (Copresida)

polisintesis@gmail.com

Resumen

Se plantea la necesidad de desarrollar una epistemología y una ética que definan la agenda de la investigación

y guíen la acción social de los próximos años. A través de ella, se busca transformar gradualmente los

prejuicios sociales ancestrales dominicanos más perniciosos. Se revisan los intentos hacia la construcción de

una psicología comunitaria feminista que vaya más allá de la evitación del daño. El posmodernismo feminista

busca avanzar el proyecto emancipatorio de la ciencia moderna, que fomenta la igualdad discursiva, la

apertura, la inclusividad, y la colaboración investigador-investigado. Se propone continuar elaborando una

perspectiva insular para promover el desarrollo socioeconómico y cultural de la isla Quisqueya, entendida

como una unidad geológica y ecológica. Se definen cinco prejuicios sociales que actúan de manera

inconsciente en el colectivo dominicano: el generismo, el nacionalismo, el racismo, el sexismo y el clasismo.

Se propone la existencia de tres tipos de racismo criollo: trigueño, mulato e indio o moreno, basados más en la

textura del pelo y en el aroma de la piel que en su pigmentación. La agenda de investigación-acción debe

abordar como temas clave los prejuicios ancestrales de la sociedad dominicana.

Palabras clave: Epistemología, ética, psicología comunitaria feminista, prejuicios ancestrales, transformación

social

Abstract
1
Versión revisada del artículo publicado por el Centro de Estudios de Género. (2012). “Miradas
desencadenantes: Construcción de conocimientos para la igualdad.” Santo Domingo: Intec.
There is a need to develop an epistemology and ethics that define the research agenda and guide social action

in the upcoming years. Their aim is to seek to gradually transform the most pernicious Dominican ancestral

social prejudices. Attempts at constructing a feminist community psychology that goes beyond harm

reduction are reviewed. Postmodern feminism purports to advance the liberation project of modern science,

which promotes discursive equality, openness, inclusiveness, and researcher-researched collaboration. We

propose to continue developing an insular outlook for economic and cultural development of the island

Quisqueya, understood as a geological and ecological unit. Gender-oriented, nationalist, racist, sexist and

classist social prejudices unconsciously acting in the Dominican community are defined. The existence of

three types of creole racism (trigueño, mulatto, and indian or moreno), is proposed. These are based more on

hair texture and aroma in skin rather than on pigmentation. The action-research agenda should address key

issues such as the ancestral prejudices of Dominican society.

Keywords: Epistemology, ethics, feminist community psychology, ancestral prejudices, social transformation

En este ensayo se exponen las siguientes proposiciones básicas: 1) existe la necesidad de

desarrollar una epistemología y una ética de la investigación social basada en los

planteamientos posmodernos del feminismo; 2) las ideas anarquistas seminales de Paul

Feyerabend podrían servir de fundamento a dicha empresa; 3) algunos planteamientos del

feminismo global poscolonial se encaminan ya en esa dirección; 4) la “perspectiva insular”

es una instancia concreta de un intento vigente en la República Dominicana de aplicar tal

enfoque; y 5) la agenda de investigación social urgente debe incluir el estado de conciencia,

las prácticas y la transformación gradual de prejuicios sociales ancestrales tales como el

generismo2, el nacionalismo, el racismo, el sexismo y el clasismo, trabas que nos han


2
Con la diferenciación de los conceptos “sexismo” y “generismo” intentamos distinguir, por un lado, las
relaciones de poder entre los sexos, considerados analíticamente como dicotómicos --aunque probablemente
el sexo sea tan único como la huella dactilar o la pupila--, y por otro, las relaciones de poder dentro de esos
sexos dicotomizados.
detenido en el tiempo como pueblo.

Se afirma que en los últimos años ha habido poco progreso hacia la construcción de una

psicología comunitaria que integre plenamente una perspectiva feminista (Bond & Mulvey,

2000; Cosgrove & McHugh, 2000). Autoras como Anderson (2004) se han preguntado si

las teorías feministas poscoloniales podrían proveer una erudición inclusiva que avanzara

nuestra comprensión del sufrimiento humano y abriera sendas a la curación. Paradis

(2000), por su parte, propone que una ética feminista de la investigación debe ir más allá de

la evitación del daño, hacia la inversión en el bienestar de las personas y comunidades

marginadas.

En nuestro país, Rivera (2004) ha señalado que un enfoque bioético deberá siempre

buscar soluciones a los problemas que identifica, por lo que la bioética debe ser

experimental y propositiva, no solo descriptiva, analítica o crítica. Recientemente he

propuesto (De Moya, 2003) que nos encontramos ante la urgencia de hacer un

replanteamiento radical de la espiritualidad, donde se parta de la premisa de que la

Divinidad es una sola, en tanto que los dioses y diosas, sus nombres, rostros y géneros, son

productos histórico-sociales y geográficos. Muchos supuestos de la nueva perspectiva

interreligiosa apuntan en esa misma dirección, donde la inmensa diversidad de los cultos

desarrollados por cada sistema de creencias metafísicas son meras interpretaciones del

mismo fenómeno trascendental.

En busca de nuevos paradigmas


En los últimos años se ha planteado la deseabilidad de reinventar una epistemología ética

–“epistética” --preferimos llamarla por ahora-- de la investigación de la interacción

humana, que suponga nuevos abordajes metodológicos y nuevas acciones transformadoras

de parte de quienes investigan. Pionero de este pensamiento revolucionario es Paul Kart

Feyerabend (1924-1994), quien plantea lo que se conoce hoy como “anarquismo

epistemológico”. Éste debía desarrollar una doble dimensión para la investigación, donde

los principios metodológicos y epistemológicos fueran inseparables de los principios éticos

y políticos (Feyerabend, 2000, citado por Facuse, 2003).

Feyerabend manifiesta críticamente que el anhelo de armonía en la ciencia expresa la

necesidad de instalar un discurso dominante para ocultar la diversidad de expresiones de

una cultura. En realidad, la ciencia es una creación de seres humanos concretos que viven

en una época determinada, cuya producción está cargada de valoraciones y juicios de valor

aceptados por la elite científica. El saber científico, en consecuencia, es el resultado de

condiciones históricas específicas.

De ahí que Feyerabend considere que todos los métodos son bienvenidos, tanto los

racionales como los irracionales. No existe una única manera de interpretar los hechos.

Asimismo, hay que incorporar la dimensión subjetiva al análisis de los procesos de

construcción del conocimiento, e inventar teorías que sean inconsistentes con el punto de

vista hegemónico comúnmente aceptado.

Principios de una ética feminista


Hacia finales del siglo XX, la pensadora feminista hindú U. Narayan (1989) desafía la

sensibilidad crítica del movimiento internacional de mujeres, al afirmar amargamente que

el mutismo subordinado de éstas no estaba enraizado únicamente en contentarse con la

esclavitud, sino en su inhabilidad para conceptualizar la injusticia a la que están sometidas.

A partir de ese momento, diversas autoras del mundo occidental han avanzado nuevas ideas

y perspectivas que buscan superar tal estado de cosas en la condición de las mujeres.

Myers-Avis & Turner (1996), por ejemplo, han desarrollado lo que han denominado

“posmodernismo feminista,” particularmente en el mundo anglosajón, aunque su

planteamiento no es tan diferente al de las feministas de otras culturas, que parten de la

perspectiva de avanzar el proyecto emancipatorio de la ciencia moderna. Estas autoras

hacen énfasis en una visión auto-reflexiva y crítica de las propias teorías y presupuestos

feministas. Se cuestionan sobre cómo los significados culturales dominantes y opresivos de

género pueden ser reforzados (y reproducidos o replicados) en la teoría, el adiestramiento,

la supervisión, la práctica, la investigación, las publicaciones y las mismas organizaciones

de mujeres.

Este enfoque entiende que las directrices para generar conocimiento son resultado de

intereses históricos específicos. En consecuencia, las preguntas deben girar en torno a la

creación y el mantenimiento de los desequilibrios de poder y la opresión en las relaciones

sociales. Los principales asuntos de interés, de acuerdo con esta perspectiva, son el

silencio, la invisibilidad y la marginalización de grupos sociales, con la meta de “hacer

visible lo invisible,” y arrojar luz sobre las posibles alternativas. El criterio fundamental es

dar voz a las personas y grupos excluidos o silenciados.


De manera similar, Hoagland (1988) propone una “ética lésbica,” y Jaggar (1998)

avanza la noción de una “ética feminista comunitaria global”. Los valores centrales de

ambas autoras son la igualdad discursiva, la apertura y la inclusividad, siguiendo de cerca

los planteamientos críticos de Jurgen Habermas. Jaggar añade que el énfasis debe ser

puesto en escuchar, en la amistad personal, en las respuestas a las emociones y en el interés

en las desigualdades de poder. Distingue entre “intereses de género prácticos”, que

emergen de las situaciones de las vidas cotidianas concretas de las mujeres, e “intereses de

género estratégicos, aquellos que resultan necesarios para superar la subordinación.

Para Jaggar, la articulación de los intereses femeninos requiere una lengua y ésta, a su

vez, requiere una comunidad. Por tanto, la creación de un nuevo lenguaje es por definición

un proyecto colectivo. Este lenguaje es un constructo público y su ausencia es una

debilidad colectiva, no personal. Esto implica que el discurso personal es, por tanto, un

discurso público. Para esta autora, desde afuera, los científicos e investigadores

masculinos: 1) pueden querer avanzar sus reputaciones profesionales siendo reconocidos

como expertos en algunos grupos de mujeres marginalizadas; 2) pueden disfrutar

“posando” como rescatadores de mujeres victimizadas; o 3) pueden, en el mejor de los

casos, ocuparse realmente del bienestar de las mujeres sobre cuyas vidas hablan.

Jaggar (1998) continúa diciéndonos que las discusiones empíricas siempre están

imbuidas de poder, lo que influye sobre quién participa y quién no, quién habla y quién

escucha, quién es escuchado y quién es ignorado, qué temas se tratan y qué temas no se

tratan, qué se cuestiona y qué se da por sentado, aun hasta si ocurre o no la discusión.
Como alternativa plantea la reinvención y la reimaginación de comunidades de

investigación-acción como una tarea política en los ámbitos local, nacional y mundial para

las feministas.

Sobre los métodos

En términos metodológicos, estas y otras autoras despliegan nuevas formas de abordaje

dentro de la llamada “revolución social tranquila” de la investigación cualitativa en las

ciencias sociales en las últimas décadas (Denzim & Lincoln, 2000). Así, Myers-Avis &

Turner (1996) se adentran en el tema de la urgencia de fomentar una relación de respeto y

de colaboración entre las personas en el rol de investigador o de participante. Buscan, de

esta manera, desmitificar el rol de la persona que investiga y representar el significado de

los participantes más que el de los investigadores con base en datos que reconozcan y

respeten el impacto del contexto histórico y social.

Mulvey, Terenzio, Hill, Bond, Huygens, Hamerton y Cahill (2000), por su parte,

sostienen que las historias de vida, como herramienta, ilustran el potencial que ofrecen los

métodos narrativos y los procesos participativos para desafiar las desigualdades y alentar la

justicia social. Campbell y Wasco (2000), de manera similar, caracterizan el proceso de

investigación feminista de la siguiente manera: 1) las metodologías se encuentran en

expansión; 2) la conexión de las mujeres con la recolección grupal de datos va en aumento;

3) se fortalece la interacción solidaria entre la persona investigadora y la investigada, 4) se

profundiza la reflexión sobre las emociones; y 5) se reconocen las experiencias vividas por

las mujeres como fuentes legítimas de conocimiento.


Es necesario profundizar sobre cómo estas formas de hacer ciencia se diferencian de las

tradicionales. En este sentido, se ha escrito bastante sobre la participación del equipo de

investigación, incluidas las personas participantes, donde todos son tanto sujetos como

objetos de la acción investigativa. Se ha debatido también la necesidad de la participación

activa y decisiva en todas y cada una de las fases del proceso, desde la definición inicial del

problema de investigación, el diseño de los métodos a seguir, la construcción de la “caja de

herramientas”, el acopio, análisis, interpretación y validación de los datos, la redacción de

formas originales y novedosas de comunicar los resultados, hasta la “devolución” de los

mismos a las personas interesadas. Igualmente, se propone un acercamiento

desprejuiciado, empático y respetuoso hacia las personas investigadas. Este proceso tiene

como finalidad un compromiso con transformar, no la realidad en general, sino esa realidad

en particular. Vista así, la investigación es inseparable del intento ético por transformar la

situación bajo estudio.

Una instancia concreta de aplicación

En los últimos años hemos intentado introducir algunos de estos planteamientos

epistémicos y éticos dentro de nuestro pensamiento y acción investigativa. Un ejemplo

conceptual que he propuesto es la “perspectiva insular” –“Una Isla, Un Pueblo” (De Moya,

2005a). La isla no es sólo una realidad ecológica sino también una unidad geológica

planetaria que data de millones de años. Sin embargo, la ideología que ha dominado el

discurso político de la clase gobernante en nuestro país, ha escindido artificialmente un

territorio, ha dividido un pueblo en dos de la manera más mezquina con base en querellas
puntuales que no tienen más de dos o tres siglos de existencia. De esta manera han

imposibilitado un diálogo constructivo que nos dispare al futuro como población anclada en

una isla.

La perspectiva insular propone anteponer el concepto de Compartheid al de Apartheidí3.

Este enfoque sostiene que el nacionalismo es el mayor obstáculo al incremento del Índice

de Desarrollo Humano en la isla. Personas de Haití y de República Dominicana tenemos

múltiples ancestros de las culturas indígenas, europeas y africanas, y por tanto compartimos

la hermandad de padre y madre, o de uno de ellos. La mera distinción discursiva política

entre ambas naciones atenta contra una inteligencia que busca restañar heridas, cicatrizar

fronteras, desarrollar pueblos. Los problemas de Haití no serán resueltos por los

dominicanos, dicen unos cuantos. Los problemas de Quisqueya serán resueltos por los

Quisqueyanos, decimos nosotros. Pretender alcanzar los Objetivos de Desarrollo del

Milenio para 2015 como país, no como isla, por ejemplo, es absurdo y auto-derrotista por

definición.

La agenda primordial: Contradicciones sociopolíticas criollas

Los cinco principales prejuicios sociales autóctonos son: el generismo, el nacionalismo, el

racismo, el sexismo y el clasismo. Todos ellos se basan en la percepción de características

con las cuales nace cada persona, pero éstas son tratadas como si fueran producto de la libre

elección de cada quien: ser mujer, sumisa, negra, pobre y haitiana, por ejemplo, es algo que

3
El principio básico del Apartheid es la segregación de grupos poblacionales, principalmente en base en
consideraciones raciales, nacionales, étnicas, o religiosas. El principio básico del Compartheid sería la
integración de estos grupos.
se supone la persona escoge por su voluntad y por lo que debe responder.

En un peculiar conjunto, estos preconceptos nos identifican colectivamente como

dominicanos y dominicanas. En ese sentido, todos somos generistas, nacionalistas, racistas,

sexistas y clasistas. Debemos empezar a libramos de estos prejuicios, empezando por

reconocer su presencia medular e inconsciente en nosotros mismos. Mientras acusemos al

otro de manifestar estos conjuntos de actitudes sin reconocerlos en nuestra acción cotidiana,

probablemente estaremos arando en el desierto.

Por generismo entendemos la creencia de que el género y la orientación sexual son

relevantes para la valoración personal, es decir, que ser más hombre o mujer que alguien de

su propio sexo es mejor que ser menos hombre o mujer que tal persona.

Por nacionalismo definimos la creencia de que el país de nacimiento propio o de los

padres debe ser relevante para la consideración que recibe la persona; o en otras palabras,

que se vale más o menos por el lugar donde se nació o nacieron sus padres.

Por racismo significamos el preconcepto de que alguna característica de un grupo de

personas --tal como el color de su piel, principalmente para la cultura europea-- esté

asociada directamente con su carácter, con su moralidad o con su forma de ser. No

obstante, otras características del grupo, ya sean biológicas, como la textura del pelo, o

culturales, como el aroma corporal o la pronunciación de palabras, también podrían servir

para “incriminar” a sus miembros como un “tipo” de persona.


Por sexismo queremos apuntar a la creencia de que el sexo de una persona es relevante

para su dignidad y para el respeto que se merece; esto quiere decir, por ejemplo, que una

persona puede creer que ser varón es mejor que ser mujer.

Finalmente, por clasismo identificamos la creencia de que la extracción social de la

persona es relevante para su posicionamiento como ser humano, es decir, que se vale por lo

que se tiene, no por lo que se es.

Los prejuicios sociales dominicanos a principios del siglo XXI

En una tesis doctoral sobre la institución del “tigueraje” en una comunidad rural

dominicana, Christian Krohn-Hansen (1996) afirma que los dos principales problemas de

legitimación social del varón dominicano son la masculinidad y la no-haitianidad. Ser

confundido con una mujer o con un nacional haitiano es visto por la generalidad de los

hombres como una afrenta personal grave, a la cual ha de darse una respuesta inmediata y

contundente. Este dato apunta a dos de los prejuicios medulares a los cuales nos hemos

referido: el generismo y el nacionalismo.

El generismo, entendido como que la persona vale en función de una jerarquía de poder

dentro de cada uno de los dos sexos tradicionales, es una de las fuentes más insidiosas de

estigmatización y discriminación de personas en nuestra sociedad. Ser tenido como menos

masculino, en el caso del hombre, o menos femenina, en el caso de la mujer, es motivo

suficiente como para estar supeditado y ser considerado inferior a quien acuse un nivel

hormonal o histriónico mayor que el de estas personas.


En el mundo femenino dominicano no se han realizado estudios sobre cómo mujeres

más y menos femeninas se tratan entre sí. El trato asignado a mujeres lesbianas o a mujeres

virilizadas es otro ejemplo de información que necesitamos urgentemente.

El nacionalismo o dar importancia al lugar de nacimiento para la percepción y el trato

que se da a una persona es particularmente relevante en el caso de los ciudadanos haitianos.

Traigo esto a colación porque la sociedad dominicana se ha caracterizado desde que

tenemos historia registrada por niveles bastante altos de lo que podríamos llamar xenofilia

o aceptación de las personas extranjeras, particularmente cuando estas no son caribeñas ni

africanas. En la construcción del antihaitianismo, es difícil separar la contribución de una

supuesta aversión histórica hacia lo haitiano de la contribución del racismo propiamente

dicho.

Esto nos trae al importante tema del racismo. Este es un tópico difícil y controversial,

principalmente porque cuando se estudia, se hace a partir de parámetros irrelevantes, de

sociedades diferentes, para definir nuestro propio racismo. El racismo dominicano deberá

ser analizado a partir de una comprensión de las tres principales raíces etnogenéticas de

nuestra población mezclada. El concepto de sincretismo, definido como la unión de dos

contra un tercero, parece excepcionalmente útil para entender el fenómeno.

Aunque nuestro conglomerado se caracteriza por el mestizaje generalizado de grupos

amerindios, europeos y africanos, nuestra historia oficial ha pretendido excluir

políticamente -y en buena medida lo ha logrado- de la existencia al primero de nuestros


componentes. De acuerdo con esa historia oficial, hace cinco siglos que desaparecimos o

por lo menos hemos vivido ocultos en nuestros continuadores, mezcla de europeos y

africanos. Se ha insistido así, en que somos una “comunidad mulata”, compuesta por

descendientes extranjeros dihíbridos afro-europeos. La realidad parece ser algo más

compleja porque somos más bien trihíbridos etnogenéticos: taínos-euro-africanos. Somos

por tanto los primeros productos históricos del experimento social por excelencia de la

Premodernidad: la mezcla biológica sin precedentes de las multiformes poblaciones de los

tres continentes del llamado mundo occidental, América, Europa y África, a partir de

finales del siglo XV y principios del XVI.

Ese trípode cultural nunca ha sido internalizado colectivamente como nuestro principal

rasgo identitario. Siempre nos han inculcado, en el mejor de los casos, que tenemos dos de

las tres raíces y, como consecuencia, hemos negado la tercera, cualquiera que ésta sea. Sin

embargo, esas tres raíces se han fundido en una sola. De ahí que haya propuesto (De Moya,

2007) que probablemente tengamos no uno, sino tres racismos sincréticos, producto de la

coalición de cada dos elementos, con la exclusión del tercero. Así, el primer racismo

podemos llamarlo “trigueño” (la unión del amerindio con el europeo, en contra del

africano) --más característico de la clase dominante--; al segundo racismo lo denominamos

“mulato” (la unión del europeo con el africano, en contra del amerindio) --más

característico de la clase media--; y al tercero, lo calificamos de racismo “indio” o

“moreno” (la unión del amerindio con el africano, en contra del europeo) --más

característico de la clase popular. He postulado además que estos racismos son

inconscientes y están basados más en la textura del pelo y en el aroma de la piel que en su

pigmentación.
Como señalamos anteriormente, muchos niegan la mera posibilidad de que exista

racismo en una sociedad donde la gran mayoría de la población tiene rasgos africanos,

donde el color de la piel es más oscuro que en otros continentes. Lo que planteamos, no

obstante, es que en lugar del color de la piel, los atributos que usamos para segregar o

discriminar inconscientemente a seres humanos son el olor de su cuerpo --despectivamente

llamado “grajo”-- y la textura de su pelo --llamado equívocamente “pelo malo”.

Voy a detenerme poco en lo que denomino sexismo, a pesar de su importancia. Hay

alguna evidencia de que el sexismo crudo, el machismo tradicional, la creencia de que los

sexos definen el valor de la persona, ha retrocedido en nuestra sociedad en los últimos años.

En qué medida las afirmaciones verbales sobre la mayor liberalidad de los hombres son

avaladas por sus acciones, es algo que debemos investigar más profundamente. Sin

embargo, el sexismo “estructural,” el que impregna los mundos familiar, laboral y político,

ése no parece haberse transformado mucho.

El más inconsciente, y probablemente más primitivo --tal vez ancestral-- tipo de

prejuicio social es el de clase. Es sostenible afirmar tentativamente que la estratificación

social dominicana funciona como una dictadura de clase. Si esto es cierto, probablemente

podríamos rastrear este prejuicio a través de la historia reciente de la esclavitud hasta algo

aún más remoto, como es la noción de un estrato o clase trabajadora-servidora, las

naborias, en el mismo mundo taíno. Esto no parece haber variado significativamente con

los siglos.
Lo que particularmente llama la atención, cuando interactúan personas de clase social

diferente, como la dueña de la casa en la clase media y la trabajadora en el servicio

doméstico, es que la primera dispensa a la segunda, con toda naturalidad, un trato de no-

persona, hablando de ella, frente a ella, como si esta no estuviera presente, como si no

escuchara, como si no sintiera, como si fuera “una cosa”.

Hacia una nueva senda

Feyerabend (2000, citado por Facuse, 2003), con su programa de investigación busca la

democratización de la ciencia e intenta multiplicar y utilizar muchos puntos de vista, teorías

y metodologías diferentes. La teoría anarquista busca así devolver a la ciencia una función

transformadora de la realidad, perdida a causa de la relación de la ciencia con los poderes.

Feyerabend afirma que necesitamos un mundo soñado para descubrir los rasgos del mundo

real en que queremos habitar.

Se ha intentado reducir el estigma y la discriminación que se cree que son generalizados

hacia personas que viven con VIH y sida en nuestro país. Sin embargo, cuando se trata de

parientes cercanos con la infección, más del 88% de los estudiantes universitarios dice estar

dispuesto a cuidarlos si fuere necesario (De Moya, Suero, Céspedes y Jiménez, 2004).

Entonces, si en realidad las actitudes negativas no parecen deberse a la mera presencia

de una enfermedad demonizada socialmente, ¿a qué podemos atribuir que estas personas

sean tratadas como parias, como intocables, como apestados? ¿Por qué, como decía uno de

ellos, se les pretende suspender de la especie humana? La respuesta está, seguramente, en


los prejuicios sociales que acabamos de analizar. En un trabajo reciente (De Moya, 2005b)

he sostenido lo siguiente:

No se discrimina a alguien solo por ser VIH positivo. Se le discrimina por ser

pobre, negro, feo, sucio, maloliente, alcohólico, drogadicto, homosexual o

prostituta, por definición social, sospechoso, malo, corrupto, traicionero, ladrón e

indigno de confianza, o sea, todo lo que uno quisiera no ser, junto. Así, el VIH y

sida es la madre de todos los estigmas como un imán, como un hoyo negro, atrae,

reúne y resume todo lo abyecto, todo lo “Otro”, todo lo que se pretende no ser.

Estamos trabajando, un puñado de profesionales que queremos llevar estos principios

epistémicos y éticos a la práctica cotidiana para desarrollar un sistema gratuito de

consejería y pruebas voluntarias de VIH y sida, apoyado y promovido por las

organizaciones comunitarias de base. Para ello, en 2004 desatamos una “epidemia” de

murales comunitarios en Herrera y Los Alcarrizos con la consigna “Somos Familia, Hazte

la Prueba,” a fin de contener la transmisión intrafamiliar del virus. Asimismo, tratamos de

hacer valer el derecho de esas organizaciones a tener sus propios consejeros adiestrados,

moradores de la comunidad que sienten el impacto de la epidemia en carne propia. Y

finalmente, propugnamos por la formación de grupos de auto-apoyo compuestos por

personas que viven con VIH y sida y sus confidentes.

En conclusión, es preciso desarrollar una epistemología y una ética basadas en principios

feministas comunitarios posmodernos para intentar transformar la realidad y tornarla menos

injusta y caótica. La agenda de investigación para las próximas dos décadas deberá abordar
como temas clave los prejuicios ancestrales e inconscientes de la sociedad dominicana. Los

índices nacionales de desarrollo humano solo se incrementarán cuando se empiece a reducir

estos prejuicios. Mientras la población de la isla no aborde como un colectivo crítico-

reflexivo las carencias y prioridades de su hábitat común estará condenada a seguir su

negación, depredación y abandono.

Referencias

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