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Tema 7. El reinado de Isabel II (1843-1868).

1.- Principales características políticas del reinado de Isabel II


El largo reinado de Isabel II supuso la definitiva estabilización del sistema liberal en
España, aunque con muchas limitaciones e inestabilidades. A pesar de los múltiples
problemas, el reinado de Isabel II presenta unas características comunes que se
mantienen prácticamente invariables durante veinticinco años:

• Permanencia de un régimen de monarquía liberal de tendencia


conservadora, cuya plasmación será la Constitución moderada de 1845, en
vigor durante todo el periodo excepto algunos meses en 1856, cuando fue
parcialmente modificada. La Constitución creaba un régimen a la medida de la
oligarquía y de los sectores más pudientes, con un sufragio muy restringido y un
sistema bicameral que limitaba las reformas y que restringía las libertades
individuales y colectivas.

• Apoyo incondicional de la reina a los sectores más conservadores,


alineándose claramente con los moderados. Desde 1863 ese alineamiento, y la
incapacidad de la reina para conectar con la realidad del país, provocaron el
alejamiento progresivo respecto a su pueblo y la caída final de la monarquía en
1868.

• Presencia permanente de militares en los asuntos políticos, bien como


dirigentes (Narváez, Espartero, O’Donnell), bien en un segundo plano de no
menor importancia (Prim, Serrano,…). Su presencia en la política se debía a la
creencia popular de que un militar al frente del ejecutivo garantizaba mucho
mejor un gobierno fuerte y el mantenimiento del orden. Además, no hay que
olvidar la tendencia de moderados y progresistas a recurrir al pronunciamiento
militar para acceder al gobierno, no respetando el sistema parlamentario, y por
ende aumentando la inestabilidad del régimen.

• Presencia exclusiva en la vida parlamentaria de partidos burgueses. En


efecto, hasta la década de los ’50 predominan los moderados y los progresistas,
y a partir de entonces aparecen otros grupos como la Unión Liberal o el Partido
Demócrata. Al margen de la vida parlamentaria quedaban los republicanos
(ilegales). Veámoslos más detenidamente:

 Partido moderado: representaba básicamente los intereses de los


grandes propietarios, y especialmente de los terratenientes. Así, su base
social es muy heterogénea (terratenientes, grandes banqueros,
comerciantes, industriales, altos funcionarios,…). Defienden los
principios del llamado liberalismo doctrinario, como por ejemplo:
soberanía nacional compartida (el rey y las Cortes), bicameralismo
(existencia de una Cámara Alta o Senado donde estarían representados
los altos cargos del país, y que actuaría como contrapeso de las
decisiones de la Cámara Baja), sufragio censitario restringido (sólo los
más ricos o cultos están capacitados para votar), Estado confesional
(católico en nuestro caso), política económica proteccionista, control de
los ayuntamientos por el gobierno central (el rey elegiría a los alcaldes),

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desconfianza en el liberalismo popular,… El régimen isabelino se
apoyará fundamentalmente en este grupo político. Su líder más
carismático será el general Narváez. No contarán, normalmente, con el
apoyo del pueblo.

La heterogeneidad interna del moderantismo se puso de relieve desde


el propio debate constitucional en las Cortes de 1844. Frente al grupo
encabezado por Narváez, Pedro José Pidal y Alejandro Mon, dentro del
partido se fueron formando dos grupos de opinión muy distantes entre
sí:

a. Los “viluministas”: liderados por el marqués de Viluma,


constituyeron el ala más reaccionaria del moderantismo.
Deseaban retroceder a un sistema de cartas otorgada similar al
Estatuto Real, defendían el matrimonio de la reina con el
heredero carlista y la reconciliación con la Iglesia mediante la
condena explícita de la desamortización. Tuvieron mejor acogida
por parte de la Corona que por sus propios compañeros
moderados que, en varias ocasiones, vetaron la posibilidad de que
formasen gobierno.

b. Los “puritanos”: liderados por Joaquín F. Pacheco, se situaron


en el extremo opuesto. Abogaban por la permanencia de la
Constitución de 1837, corregida con leyes orgánicas, y por la
reconciliación con los progresistas. Su defensa de la tolerancia y
de la legalidad en el ejercicio del poder les valió este
sobrenombre. Inspirarían posteriormente a la Unión Liberal.

 Partido progresista: base social heterogénea (clases medias urbanas,


pequeños comerciantes,…). Defienden los principios del llamado
liberalismo progresista, como por ejemplo: soberanía nacional,
unicameralismo (si no tienen más remedio aceptan la existencia del
bicameralismo, pero con un Senado también electivo), sufragio menos
censitario, Estado aconfesional (separación Iglesia-Estado, libertad de
cultos), poderes locales elegidos por el pueblo, librecambismo, desarrollo
de los derechos individuales (pero no de los colectivos, pues temían las
revueltas populares)… Su líder más destacado será el general Espartero.

 Partido Demócrata (1849): partido antidinástico que tiene su origen en


las minorías extremistas del progresismo, muy críticas con la debilidad
oficial del partido frente a la política dictatorial de Narváez tras los
sucesos de 1848, y que posteriormente avanzará hacia formas
republicanas y socialistas. Defensores del sufragio universal, de la
soberanía nacional, de los ayuntamientos electivos, de los juicios con
jurado, amplias libertades civiles, tolerancia religiosa,… Sus principales
apoyos los encontrarán entre la pequeña burguesía y las clases populares
urbanas.

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 Unión Liberal (1856): partido “de centro” formado por la parte más
progresista del partido moderado y los progresistas menos radicales.
Estará dirigida por el general O’Donnell. En la práctica están bastante
cerca de las medidas moderadas, aunque sin tanto autoritarismo.

• Exclusión de la gran mayoría del país de las decisiones políticas, que además
vio cómo el régimen liberal degradaba continuamente sus condiciones de vida.
Frente a esta situación, el gobierno sólo respondió reprimiendo violentamente
las protestas y huelgas, prohibiendo las asociaciones, persiguiendo a los líderes
obreros,… No es de extrañar que las ideas socialistas fueran calando en el
proletariado configurando el movimiento obrero, sobre todo en los años finales
del reinado.

2.- La Década Moderada. La Constitución de 1845


Tras la marcha al exilio de Espartero, el gobierno provisional encabezado por el general
Narváez decide no organizar una nueva regencia y anticipar la mayoría de edad de
Isabel II, que comienza a reinar a finales de 1843 con tan solo trece años. Con unas
Cortes de mayoría moderada, el nuevo jefe de gobierno, González Bravo, emprendió
una política claramente regresiva: disolución de las Milicias, restablecimiento de la Ley
Municipal de 1840 (depuración de progresistas de los ayuntamientos), detención de
líderes progresistas, cierre de clubes y periódicos de izquierdas,… El ejército aplastó
dos intentos de sublevación militar en Cartagena y Alicante. El 1 de mayo de 1844 la
Reina, influenciada por los moderados, nombró presidente de gobierno al general
Narváez, líder indiscutible de los moderados, quien en los primeros meses de su
mandato continuó con la línea de control absoluto del país.

Con la llegada de Narváez al poder se inicia la llamada Década Moderada (1844-


54), durante la cual hubo un total de dieciséis gobiernos. La etapa se caracterizó por la
política centralizadora del país que pusieron en práctica los moderados a través de una
serie de medidas entre las que destacan las siguientes:

• Creación de la Guardia Civil (1844): cuerpo militar disciplinado y bien


organizado encargado de la salvaguarda de la propiedad y de mantener el orden
en el campo. Creada por el duque de Ahumada, representaba el contrapunto de
la Milicia Nacional, instrumento básicamente progresista y urbano.

• Reforma de la Hacienda pública (1845): el ministro Alejandro Mon intentó


acabar con el desbarajuste hacendístico y la deuda pública refundiendo la
multiplicidad de impuestos existentes en cuatro tan sólo. La reforma fracasará al
permitir que la mayoría de los impuestos recayesen sobre las clases populares y
no sobre los grandes propietarios.

• Reorganización de la Instrucción Pública (1845): obra del ministro Pedro


Pidal, por la que el Estado asumía la obligación de la enseñanza.

• Constitución de 1845: en teoría una reforma de la de 1837, es en realidad un


nuevo texto que estuvo en vigor, salvo algunos meses de 1856, hasta 1869.
Dividida en 80 artículos y 13 Títulos, establece definitivamente el concepto de
soberanía compartida entre las Cortes y la Corona (ambos ostentan el poder

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legislativo); Se recortan las libertades y derechos (debían ser concretados
mediante leyes, las cuales tendieron a limitarlos); exclusividad de la religión
católica, con el compromiso del Estado de mantener el culto y clero; se mantiene
el sufragio restringido; se suprime la Milicia Nacional; el rey adquiere más
poder que en la Constitución de 1837, pues posee la iniciativa legislativa,
nombra y separa ministros, puede disolver el Congreso (con la obligación de
volver a convocarlo en tres meses), y además pasa a ser el único que designa a
los senadores (cargo vitalicio, son elegidos de entre los miembros de la nobleza
mayores de 30 años y con altos ingresos, o bien generales, dignidades
eclesiásticas, miembros de la Administración y personas acaudaladas. El Senado
serviría de freno a posibles reformas radicales del Congreso, y aparte adquiere
funciones judiciales pues es la única instancia apta para juzgar a los ministros y
a los propios senadores). En cuanto a los poderes locales, lo más significativo es
que los alcaldes y presidentes de Diputación serán nombrados por el rey, por lo
que los ayuntamientos perderán su autonomía.

• Ley Electoral de 1846: completará la estructura política constitucional,


beneficiando al partido moderado y a la oligarquía. A partir de ahora la unidad
electoral será el distrito, no la provincia. Se reducirá el número de electores (sólo
el 1% de la población).

• Código Penal (1851): compendio legal de las distintas leyes penales refundidas
ahora en un solo corpus aplicable a todos los ciudadanos del territorio nacional.

• Concordato con la Santa Sede (1851): firmado por el gobierno de Bravo


Murillo, sentaba las bases contractuales de las relaciones Iglesia-Estado,
deterioradas desde la desamortización de Mendizábal. El Vaticano acepta las
ventas de bienes desamortizados ya realizadas y se reconoce diplomáticamente a
la monarquía isabelina (hasta entonces se había dudado entre apoyarla a ella o al
pretendiente carlista), y a cambio el Estado español restituía a la Iglesia el resto
de sus bienes no vendidos, se establecía una dotación económica para culto y
clero, y se reservaba para los religiosos la supervisión de la educación y de la
moral. El Concordato también regulaba la jurisdicción eclesiástica y la
intervención del Estado en los nombramientos de la jerarquía eclesiástica.

• Reorganización de la Administración para reforzar el centralismo, a través


del fortalecimiento de la figura de los gobernadores civiles y militares, así como
de las Diputaciones, figuras al servicio de la Administración central para el
control más estrecho de las provincias.

Desde el principio, Narváez tuvo que hacer frente con mano dura a los grupos
opositores a su régimen, tanto desde dentro de su propio partido como exteriores. En los
primeros años de la Década el mayor problema fue el matrimonio de la reina,
finalmente casada con su primo Francisco de Asís, matrimonio de conveniencia
política que fue un desastre para ambos. Otro conflicto importante fue la llamada II
Guerra Carlista (1847-49) o “guerra dels matiners”. En 1846, tras fracasar el intento
de casar a la reina con el pretendiente carlista (el duque de Montemolín, primogénito de
don Carlos), se produjo una insurrección en Cataluña que apenas encontró respaldo
popular, aunque durante tres años las partidas guerrilleras permanecieron activas en la

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región gracias al apoyo del campesinado. Por su parte, los progresistas recurrieron de
forma esporádica a los pronunciamientos, que fueron sofocados sin dificultad.

Entre 1847 y 1851 se desarrolla el llamado “gobierno largo de Narváez” o la


“dictadura moderada de Narváez”, etapa en la que el país va a vivir, como en el resto
de Europa, una ola de levantamientos, manifestaciones y protestas revolucionarias que
coinciden con las “revoluciones burguesas de 1848”. En el caso español se debieron
más a la crisis económica que sufría el país que a motivaciones políticas, si bien es
cierto que progresistas, republicanos y carlistas estuvieron detrás de muchas de estas
revueltas. La respuesta de Narváez fue pedir y obtener plenos poderes de las Cortes,
suspender las garantías constitucionales y emprender una durísima represión en las
calles que incluso afectó al Ejército, en cuyo seno empezaron a renacer las opiniones
progresistas.

El desgaste político de Narváez le llevó a dimitir, siendo sustituido como jefe de


gobierno por el ultraconservador Juan Bravo Murillo, en cuyo corto gobierno (1851-
52) se va a producir la descomposición del partido moderado. Bravo Murillo presentó
un amplio programa de reformas administrativas y un proyecto de revisión de la
Constitución de 1845 con los que pretendía modernizar la Administración y, sobre todo,
someter definitivamente el Parlamento al gobierno, reformando las atribuciones del
ejecutivo hasta unos extremos que significaban la práctica eliminación de la vida
parlamentaria (se podría gobernar por decreto y suspender indefinidamente las Cortes,
por ejemplo).

La dureza de las propuestas de Bravo Murillo consiguió unir en su contra a todos los
grupos del moderantismo, además de los escasos diputados progresistas. Ante la
avalancha de críticas y protestas a la reina, Bravo Murillo tuvo que dimitir. Desde
entonces se agudizó la descomposición interna del moderantismo, con la sucesión de
varios gobiernos cada vez más ineficaces y aislados que no hicieron más que aumentar
el descontento popular ante la corrupción y las intrigas políticas de los gobernantes. El
recuerdo de la represión de 1848 alentó a los progresistas y demócratas a unir sus
fuerzas para recurrir una vez más al pronunciamiento militar frente al gobierno de
Sartorius, que a fines de 1853 había disuelto las Cortes y gobernaba de forma
dictatorial.

3.- El Bienio Progresista (1854-56)


El retroceso político de finales de la década moderada provocó la repulsa incluso desde
dentro del propio partido moderado, apoyado por algunos militares. Todo ello se reflejó
en el pronunciamiento del general O´Donnell en Vicálvaro (la “Vicalvarada”, en junio
de 1854), fracasado en un principio, pero que tras la publicación del Manifiesto de
Manzanares logró conseguir un respaldo popular masivo que provocó la revolución de
julio. El Manifiesto, redactado por el joven abogado Antonio Cánovas del Castillo,
prometía un estricto cumplimiento de la Constitución, el respeto a la Corona, cambios
en la Ley electoral y de Imprenta, la reducción de impuestos y la restauración de la
Milicia Nacional. El documento terminaba haciendo un llamamiento a la formación de
Juntas locales y provinciales frente a la autoridad del gobierno.

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La extensión e intensidad del movimiento revolucionario, apoyado por numerosos jefes
militares (Serrano, Dulce,…), abarcó a ciudades tan importantes como Madrid,
Barcelona, Valencia y Zaragoza, lo que propició la formación de una coalición de
moderados, progresistas y sectores moderados del partido demócrata con el objetivo de
encauzar la revolución y forzar la voluntad de la Reina, que se vio obligada a formar un
gobierno progresista encabezado de nuevo por Espartero y con el apoyo de O’Donnell
como ministro de Guerra.

En las elecciones a Cortes Constituyentes convocadas en otoño apareció una nueva


fuerza política, la Unión Liberal, partido con vocación de centro que aglutinaba a los
moderados más aperturistas y a los progresistas más próximos al moderantismo,
temerosos de los planteamientos radicales de progresistas y demócratas. Dirigido por el
general O’Donnell y otros, como Joaquín María López o Posada Herrera.

El primer objetivo de la coalición gubernamental consistió en restaurar el orden


público, desarmar a las Juntas revolucionarias y despojar al movimiento de sus
connotaciones más radicales de reivindicación social. Aparte, fundamental fue la
recuperación de instituciones y normas de la etapa progresista anterior, como la Ley de
Milicias, la Ley Municipal, democratización de los poderes locales y provinciales,
libertad de imprenta,… A pesar de ello, la política desarrollada por la coalición
favorecía sobre todo a la burguesía y a las clases medias urbanas, lo que desde el
principio provocó la hostilidad de toda la oposición y de amplios sectores populares, así
como la división del propio progresismo, lo que a la postre favoreció que el nuevo
régimen fuese demasiado inestable.

A pesar del corto mandato, el gobierno de Espartero desarrolló una intensa labor
legislativa destinada, fundamentalmente, a sentar las bases de la modernización
económica del país. Entre las principales medidas podemos destacar:

• Ley de Desamortización (1/V/1855): obra de Pascual Madoz, reanudó el


proceso desamortizador iniciado por Mendizábal, tocándole el turno ahora a las
propiedades rústicas y urbanas de los ayuntamientos, del Estado y de la Iglesia.

• Ley General de Ferrocarriles (VI/1855): por la que el Estado se convertía en


el principal impulsor de la construcción del tendido ferroviario, hasta ahora
prácticamente inexistente. Las ventajas fiscales, las subvenciones y la protección
del gobierno permitieron impulsar la construcción acelerada de vías y
estaciones, para lo que tuvo que recurrir a la importación de capitales, técnicos y
tecnología, sobre todo francesa, lo que a la larga no favoreció a la industria
española y sí a los especuladores bursátiles, que se enriquecieron con las
acciones ferroviarias.

• Ley de Bancos y Sociedades de Crédito (I/1856): el objetivo era conseguir una


organización bancaria moderna que sirviera para canalizar los abundantes
capitales extranjeros que comenzaban a fluir a España, fundamentalmente en el
sector ferroviario. Gracias a las exenciones fiscales y a la libertad de
movimientos, surgieron sociedades de crédito y bancos industriales, comerciales
y de emisión por todo el país.

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• Constitución “no nata” de 1856: aunque no llegó a entrar en vigor (aprobada
en 1855, su puesta en vigor fue aplazándose ante la agitación política que
inundaba el país. O’Donnell decretó la anulación del proyecto en el otoño de
1856, confirmando la validez de la Constitución de 1845, que no había llegado a
ser derogada), es importante por cuanto contiene los principios políticos
característicos del Partido Progresista. En ella se establecía el principio de la
soberanía nacional. Declaración de derechos individuales detallada y precisa,
con especial énfasis en la libertad de imprenta y en la libertad religiosa. Se
limitan los poderes de la Corona y del gobierno, que pasan a estar estrechamente
controlados por las Cortes. Los Ayuntamientos y Diputaciones pasan a ser
electivos, se restablece la Milicia Nacional, las Cortes eran más autónomas y el
Senado sería elegido por el pueblo, que ve ampliado el censo electoral a los
niveles de 1837. Se proclamaba la igualdad ante la ley, ante el servicio militar y
ante los empleos públicos.

A pesar de esta amplia labor legislativa, una de las claves del fracaso del Bienio fue
el permanente clima de conflictividad social vivido. Las causas fueron múltiples: la
epidemia de cólera de 1854, el alza de precios del trigo causada por la guerra de Crimea,
las malas cosechas, las tensiones entre obreros y patronos en las fábricas y, sobre todo,
el incumplimiento por parte del gobierno de las promesas hechas al inicio del periodo.
Los enfrentamientos callejeros fueron especialmente graves en Barcelona. Se presentó
una Ley de Trabajo que reducía la jornada laboral a los niños, permitía las asociaciones
obreras que no sobrepasaran los 500 miembros y establecía, para resolver conflictos
laborales, unos jurados formados sólo por patronos. La ley fue rechazada por
demócratas y republicanos, que empezaron a aglutinar a los grupos obreros, por lo que
la conflictividad siguió creciendo.

En los primeros meses de 1856 se sucedieron violentos motines en el campo


castellano y en las principales ciudades del país, con incendios de fincas y fábricas, cada
vez reprimidos con una mayor brutalidad por el Ejército y la Guardia Civil. El gobierno
perdió el apoyo de las Cortes y muchos diputados progresistas se pasaron a la Unión
Liberal. La Reina acabó aceptando la dimisión de Espartero y encargó formar gobierno
a O’Donnell. Los grupos radicales interpretaron el cambio como un auténtico golpe
palaciego, por lo que sacaron las Milicias a la calle para oponerse al gobierno. Pero el
intento de rebelión popular fue duramente reprimido por el ejército dirigido por el
general Serrano, quien llegó incluso a bombardear el Congreso de los Diputados. La
rendición de los sublevados puso punto y final al Bienio.

4.- La hegemonía de la Unión Liberal (1856-68)

4.1- El Bienio Moderado (1856-58)


Tras un breve periodo de gobierno de O’Donnell, que sirvió para poner fin al proyecto
de Constitución y reprimir las revueltas que estallaron en Madrid y Barcelona, en
octubre la Reina encargó formar gobierno a Narváez (1856-58), el político favorito de
la Reina. Durante estos dos años se puso en práctica un programa de gobierno
conservador que restablecía el régimen de 1845, contando sólo con el apoyo de la
Corona.

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En medio de una recesión económica que provocó un empobrecimiento generalizado de
la población, el gobierno reprimió duramente las protestas y prohibió de nuevo las
asociaciones obreras. En materia legal se desarrolló una importante legislación
financiera, se multiplicó la moneda en circulación y se continuó la política de obras
públicas y construcciones ferroviarias para reactivar la economía. También se organizó
la estadística del Estado y en 1857 se organizó el primer censo. El mismo año se aprobó
la Ley de Instrucción Pública o Ley Moyano, que intentaba paliar los bajos niveles
educativos de la sociedad española (estableció el sistema educativo vigente en nuestro
país hasta bien entrado el s. XX). También es de destacar la Ley de Imprenta.

El talante conservador y represivo de Narváez, sin embargo, acabó minando el


escaso apoyo que tenía en las Cortes. Una vez sofocados los brotes de violencia, en julio
de 1858 la Reina optó por llamar al general O’Donnell, dando así lugar a la etapa de
Unión Liberal.

4.2- El proyecto de Unión Liberal (1858-63)


Los unionistas, bajo la jefatura del general O’Donnell (un hombre algo más abierto que
Narváez en sus planteamientos, pero tan autoritario como él en la práctica), lograron la
estabilidad gubernamental más larga de la primera mitad del s. XIX, con un programa
de gobierno que quiso responder a una triple problemática: aislar políticamente a los
sectores más reaccionarios del régimen anterior, ofrecer vías de participación legales al
progresismo para evitar el recurso a la violencia extraparlamentaria, y estabilizar el
régimen liberal para evitar revueltas sociales y el extremismo de demócratas y
republicanos. Con todo, el gobierno de la Unión Liberal fue incapaz de seguir una línea
política clara, preocupándose fundamentalmente del mantenimiento del orden en el país.

El “gobierno largo” de O’Donnell (1858-63) se caracterizó en política interior por


un cierto reformismo, aunque sin contar con demócratas y republicanos (uno de los
objetivos de los unionistas fue asegurarse mayorías cómodas en las Cortes para
gobernar sin oposición, lo cual fue conseguido mediante el control de las listas
electorales, el uso de la propaganda y la presión de los caciques del partido en las
provincias. Este sistema, llevado a cabo por el ministro de Gobernación, Posada
Herrera, supone un primer ensayo del caciquismo y del amaño de las elecciones que
caracterizaría al sistema de la Restauración a partir de 1874). Se modificó la
Constitución de 1845 dándole un sentido más liberal, se amplió el sufragio y se
procedió a una tímida descentralización administrativa. También fue una época
caracterizada por un gran progreso material favorecido por la afluencia de capitales
extranjeros, la continuación de las obras ferroviarias, la aparición y crecimiento de las
sociedades de crédito y de los bancos, una nueva expansión de la industria textil
catalana, el surgimiento de los primeros altos hornos en Vizcaya y Asturias, y la
continuación de la desamortización tras llegar a un acuerdo con la Iglesia. El problema
fue que esta prosperidad no benefició a las clases populares, produciéndose varios focos
de conflictividad:

• Levantamiento campesino de Andalucía: tiene su origen en el descontento que


produjeron las desamortizaciones de Madoz, sumado al descontento por el
sistema de reclutamiento y los impuestos. La violenta represión de la Guardia
Civil radicalizó aún más la postura de los campesinos, hasta provocar los
sucesos de Utrera, Arahal y Loja (1861), donde miles de campesinos en armas
pusieron temporalmente en peligro al gobierno unionista (sin embargo, la falta

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de un programa revolucionario y del apoyo de los partidos progresista,
demócrata o republicano, dieron al traste con la revuelta).

• Levantamiento carlista: el desembarco del conde de Montemolín junto al


general Ortega en San Carlos de la Rápita (Tarragona) pretendía provocar un
levantamiento general carlista, pero la rápida intervención del Gobierno lo
impidió. El pretendiente carlista fue obligado a firmar la renuncia al trono a
cambio de su puesta en libertad, compromiso del que se desdijo nada más
traspasar la frontera.

A lo largo de todo el s. XIX España había carecido de una política exterior seria, por
cuanto que la pérdida de las colonias en América y la continua inestabilidad tanto del
absolutismo como del liberalismo provocaban que los distintos gobiernos se
preocuparan más de los asuntos internos. Ante la falta de objetivos claros y la escasa
capacidad de los diplomáticos españoles, las potencias extranjeras no tuvieron dificultad
para manejar nuestra acción exterior según sus intereses. El gobierno de la Unión
Liberal pretendió llevar a cabo una política exterior de prestigio cuyo objetivo
esencial era desviar la atención de los españoles de los problemas internos y exaltar la
conciencia patriótica, y ello en un momento de pleno auge del nacionalismo y del
imperialismo en Europa, y todo ello mediante la creación de una flota moderna y la
realización de intervenciones militares exteriores, las cuales contaron siempre con el
apoyo de las Cortes, la prensa y buena parte de la opinión pública.

La primera intervención en el extranjero se realizó de forma conjunta con Francia y


se dirigió hacia la Cochinchina (1858-63), expedición de castigo justificada por el
asesinato de algunos misioneros españoles en Ammann, pero que en el fondo respondía
a la intención francesa de hacerse con el control colonial del Sureste asiático. La
expedición cumplió sus objetivos y Francia se instaló en Saigón, pero España no tuvo
ningún tipo de compensación por haber prestado a los franceses sus bases en las
Filipinas.

Poco después se declaró la guerra a Marruecos (1859-60), tomando como pretexto


la destrucción en Melilla de establecimientos españoles, pero que en realidad respondía
a un intento de expansión colonial por el norte de África. Los españoles mandaron un
gran contingente militar hacia Tetuán y Tánger, derrotando a los marroquíes en el valle
de Castillejos y en Wad-Ras (1860). La amenaza de una intervención británica, que no
quería permitir la expansión española cerca del Estrecho, obligó a aceptar un acuerdo de
paz. Por la Paz de Tetuán, el Sultán se comprometía a pagar una indemnización de
guerra, quedando Tetuán como prenda de pago, reconocía el derecho español a asentarse
en Sidi-Ifni, y permitía una ampliación de las plazas de Ceuta y Melilla.

La tercera expedición tuvo como destino México, colaborando en 1862 con el


ejército expedicionario enviado por franceses y británicos para castigar el impago de la
deuda por parte del gobierno revolucionario de Juárez. Los franceses mostraron su
intención de derrocar al gobierno mejicano y poner en su lugar al archiduque
Maximiliano de Austria, ante lo cual el general Prim decidió retirar sus tropas. Esta
decisión provocó la ruptura de relaciones diplomáticas con Francia y el enfado de
O’Donnell, que tuvo que aceptar la situación (la posterior derrota francesa y el
fusilamiento de Maximiliano acabaron por dar la razón a Prim).

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Otras dos expediciones exteriores fueron la fallida recuperación de la colonia de Santo
Domingo en 1861, que hubo que cancelar ante las presiones internacionales, y la guerra
contra Perú y Chile, que terminó en 1866 sin resultados positivos.

En general, la actuación exterior española de estos años no hizo más que confirmar
la débil posición internacional de España. Tampoco se consiguió, tal y como pretendía
el gobierno, enardecer el espíritu patriótico de los españoles, salvo en la intervención en
Marruecos, y en cambio esta política de prestigio acabó por desgastar la figura de
O’Donnell, principal responsable de la misma.

4.3- La crisis final del reinado de Isabel II


Hacia finales de 1862 el gobierno unionista empezaba a estar desacreditado. Los
progresistas, ante la evidencia de que el sistema electoral y la postura de la Reina no les
permitiría acceder al poder (aparte de que se estaban quedando sin espacio político ante
la fuerza de unionistas, demócratas y republicanos), se habían retraído de la vida
parlamentaria. Los moderados habían renovado sus fuerzas con el rearme político e
ideológico del moderantismo más reaccionario liderado por el movimiento neocatólico
de Cándido Nocedal. La Unión Liberal se descomponía ante la falta de objetivos
políticos y el desgaste que suponía el ejercicio del poder. Demócratas, republicanos y
una parte importante del progresismo comenzaban a reclamar desde la prensa y
mediante la acción conspirativa un cambio de régimen, poniendo en cuestión a la propia
Reina.

La pérdida de confianza de la Corona en la persona de O’Donnell, salpicado por un


escándalo de corrupción en su familia, obligó al general a dimitir en marzo de 1863.
Tras dos gabinetes de transición, en septiembre de 1864 los moderados de Narváez
volvieron a formar gobierno. Narváez seguía siendo partidario de la mano dura, lo que
abrió el proceso que daría al traste con la monarquía. En ese proceso fue decisiva la
crisis económica y el agravamiento consiguiente de la situación social y política. Los
primeros síntomas de crisis se produjeron ya en 1864 cuando comenzaron a detenerse
las construcciones ferroviarias, se restringieron las inversiones extranjeras, cayeron los
precios,… A esta recesión contribuyeron dos causas esenciales: el déficit de las
empresas ferroviarias (que no recuperaban el dinero invertido) y la falta de algodón
(debido a la Guerra de Secesión estadounidense, lo que hizo caer la producción textil
catalana). Todos los sectores económicos entraron en crisis. El crack europeo de la
Bolsa terminó por arruinar a muchos pequeños inversores.

A esta situación vino a sumarse el clima de descontento político generalizado por la


falta de soluciones propuestas por los distintos gobiernos y la actitud represiva de
Narváez y O’Donnell. Ello comenzó en 1864 en el ámbito universitario, donde desde
hacía tiempo algunos catedráticos venían protestando por las ideas demasiado
aperturistas y anticlericales que otros profesores, los llamados krausistas (hombres que
defendían un talante tolerante y abierto frente a la enseñanza dogmática que se venía
impartiendo), transmitían en sus clases. A finales de año se prohibió por ley enseñar
ideas contrarias a la religión católica, la monarquía hereditaria y la Constitución vigente.
Catedráticos como Castelar o Salmerón criticaron esta postura en los periódicos
progresistas por atentar contra la libertad de cátedra. La polémica creció cuando al año
siguiente el gobierno decidió vender parte del Patrimonio nacional para cubrir parte del
déficit estatal, resarciendo a la Reina con parte de los ingresos obtenidos. Castelar
escribió un durísimo artículo denunciando la ilegalidad e irregularidad de estos hechos,

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ante lo cual el gobierno pidió al rector, Montalbán, que le retirara su cátedra. Como éste
se negó, dimitió. Los estudiantes pidieron permiso para realizar una serenata de apoyo
al rector, pero la manifestación produjo un grave enfrentamiento entre estudiantes y
fuerzas del orden que causó varios muertos y cientos de heridos. Las protestas por la
matanza de la noche de San Daniel (IV/1865) se generalizaron y acabaron por
desacreditar al gobierno de Narváez.

La Reina se ve obligada a llamar de nuevo a O’Donnell para formar gobierno.


Intenta llevar a cabo una política de concordia con los progresistas (cada vez más
retraídos de la vida política), lo que no evita que se mantengan las protestas y el
descontento popular. En enero se produjo un intento de pronunciamiento del general
Prim, ya por entonces líder indiscutible de los progresistas, en Villarejo de Salvarés. El
golpe fracasó, pero Prim consiguió huir para seguir conspirando desde París. La crisis
política también llega a los cuarteles, donde en VI/1866 se sublevan los sargentos del
cuartel de San Gil en Madrid, levantamiento sofocado brutalmente por las tropas de
O’Donnell y Serrano.

A tan dura acción siguió una ola de protestas por todo el país. Ante esta situación la
reina vuelve a llamar a Narváez, que impone una política represiva (censura de prensa,
detenciones preventivas, cierre de las Cortes, deportaciones,…). El régimen se siente
acorralado y falto de apoyos, a lo que hay que unir la muerte de las principales figuras
del unionismo (O’Donnell, 1867) y del moderantismo (Narváez, 1868) sin que hubieran
otras figuras políticas de su nivel.

Debido al deterioro de la situación, todos los sectores opositores (demócratas,


progresistas y republicanos, fundamentalmente) se fueron poniendo de acuerdo en la
necesidad de poner punto final al sistema. En el Pacto de Ostende (VIII/1866) se
comprometían a derribar a la monarquía, nombrar una Asamblea constituyente elegida
por sufragio universal y refundar el Estado sobre unas bases diferentes. Un año más
tarde, con el apoyo de los republicanos federales (llamados entonces “socialistas”),
reafirmaron el pacto acordando que mediante sufragio universal se decidiría
posteriormente si se proclamaría una república o una nueva monarquía. Ese mismo año,
tras la muerte de O’Donnell, la propia Unión Liberal, convencidos sus miembros de la
inviabilidad del gobierno represivo de Narváez y del hundimiento inevitable de la
monarquía isabelina, se sumó al pacto.

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