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FUMIGAR CON GLIFOSATO, UN DESASTRE SOCIAL Y AMBIENTAL

4 abr. 2015 - Por: María Elvira Samper

La reciente decisión de la OMS de clasificar el glifosato como “probablemente


cancerígeno” reactivó la polémica sobre las fumigaciones para erradicar cultivos ilícitos.
Un riesgo adicional a los daños que el uso intensivo del herbicida puede causar en la salud
humana, que han sido ampliamente documentados pero no tenidos en cuenta a la hora de
las decisiones por cuenta de los compromisos del Plan Colombia con la política antidrogas
de los Estados Unidos.
Este resurgir del debate coincide con mi lectura del libro Costos económicos y sociales del
conflicto en Colombia (U. de los Andes, 2014), con un capítulo que viene al caso como
anillo al dedo, Consecuencias de la aspersión aérea en la salud: evidencia desde el caso
colombiano, de los profesores Adriana Camacho y Daniel Mejía, que abunda en
información sobre los costos sociales de una estrategia que ha demostrado ser inane frente a
su objetivo: reducir los cultivos de coca.

Según Camacho y Mejía, de las estrategias antidrogas del Plan Colombia —erradicación
manual, control de precursores químicos y fumigación aérea—, esta última ha sido la más
extensamente usada y a la que más recursos han destinado los gobiernos, pero su
efectividad es muy baja o nula, pues el glifosato acaba con las hojas de coca pero no impide
que las semillas germinen. Por el contrario, sus costos sociales son muy altos:
desplazamiento de la población y efectos negativos en la salud humana —enfermedades de
la piel, de los ojos, respiratorias, endocrinas y abortos—, que se traducen en menor calidad
y expectativa de vida, y en reducción de la productividad en general. Además tiene
consecuencias negativas para el medio ambiente: contamina las aguas, contribuye a la
deforestación, disminuye la disponibilidad de alimentos y afecta la fauna. Dato adicional:
en 2001 la Comisión Europea clasificó el glifosato como “tóxico para los organismos
acuáticos” y como un producto que puede “acarrear efectos nefastos para el ambiente en el
largo plazo”.

No sobra recordar que las fumigaciones en la frontera con Ecuador le costaron al país una
demanda ante la Corte Internacional de La Haya en marzo de 2008, justo cuando estaban
rotas las relaciones con el gobierno Uribe por el bombardeo al campamento de Raúl Reyes.
Una demanda de la que Ecuador desistió en 2013 como resultado de un acuerdo en el que,
en forma tácita, Colombia hace un mea culpa por los daños causados (ofreció US$15
millones como compensación) y reconoce el carácter nocivo del glifosato en la salud
humana y el medio ambiente.

Hecho este reconocimiento, ¿por qué insistir en las fumigaciones en territorio nacional? La
Corte Constitucional ha dicho que en caso de duda por posibles daños a la salud y al medio
ambiente, conviene aplicar el principio de precaución y suspender la fumigación. Según
Camacho y Mejía, Colombia es el único país del mundo que fumiga con glifosato los
cultivos ilícitos, mientras que otros países la suspendieron por “los altos costos sociales que
genera sobre el medio ambiente y la salud de los pobladores de las zonas expuestas, y la
pérdida de confianza en las instituciones del Estado que causa este tipo de estrategia” (p.
119). Repito: ¿por qué insistir en las fumigaciones con glifosato si por donde se las mire
son un desastre?
¿Qué dicen Minambiente y Minsalud y la ANLA, encargada de autorizar el uso y la
comercialización del herbicida? La polémica —vieja ya— está de nuevo a flor de piel con
un ingrediente adicional: la posibilidad de que el glifosato sea carcinógeno.
El Espectador
 

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