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Relato1 Lima La Horrible
Relato1 Lima La Horrible
Me sentía solo, extrañaba a los abuelos, a la Mamaé, al tío Lucho, a mis amigos de
Piura. Y me aburría, encerrado, sin saber qué hacer. A poco de llegar, mis padres me
matricularon en el colegio de La Salle, en el sexto de primaria, pero las clases sólo
comenzarían en abril y estábamos en enero. ¿Me iba a pasar todo el verano
enclaustrado, viendo, de tanto en tanto, el traqueteante tranvía a San Miguel? A la
vuelta, en una casita idéntica a la nuestra, vivían el tío César con la tía Orieli y sus hijos
Eduardo, Pepe y Jorge. Los dos primeros eran algo mayores que yo y Jorge de mi edad.
Fueron cariñosos conmigo y se esforzaron por hacerme sentir de la familia, llevándome
una noche a un chifa de la calle Capón —la primera vez que probé la comida chino-
peruana— y, mis primos, al fútbol. Recuerdo mucho la visita al viejo estadio de la calle
José Díaz, a las graderías de popular, a ver el clásico Alianza Lima-Universitario de
Deportes. Eduardo y Jorge eran hinchas del Alianza y Pepe de la U y yo me hice
también, como éste, fanático del equipo crema, y pronto tuve, en mi dormitorio,
fotografías de sus cracks: el espectacular arquero Garagate, el defensor y capitán Da
Silva, la saeta rubia, Toto Terry, y, sobre todo, el famosísimo Lolo Fernández, gran
centro delantero, caballero de la cancha y goleador. Mis primos tenían un barrio, amigos
con quienes se reunían frente a su casa a conversar y a patear pelota y hacer tiros al
arco, y me llamaban a jugar con ellos.
Pero nunca llegué a integrarme a su barrio, en parte porque, a diferencia de mis primos,
que podían salir a la calle en cualquier momento y recibir amigos en su casa, a mí eso
me estaba prohibido. Y, en parte porque, aunque el tío César y la tía Orieli, así como
Eduardo, Pepe y Jorge siempre hicieron gestos para que me acercara, yo me mantuve
distante. Porque ellos eran la familia de ese señor, no mi familia. Al poco tiempo de estar
en Magdalena, una noche, a la hora de la comida, me eché a llorar. Cuando mi padre
preguntó qué me ocurría, le dije que extrañaba a los abuelos y que quería regresar a
Piura.
Ésa fue la primera vez que me riñó. Sin golpearme, pero alzando la voz de una manera
que me asustó, y mirándome con una mirada fija que desde esa noche aprendí a asociar
con sus rabias. Hasta entonces yo le había tenido celos, porque me había robado a mi
mamá, pero desde ese día empecé a tenerle miedo. Me mandó a la cama y poco
después, ya acostado, lo oí, reprochando a mi madre haberme educado como un niñito
caprichoso y diciendo cosas durísimas contra la familia Llosa.
Desde entonces, cada vez que estábamos solos, empecé a atormentar a mi madre por
haberme traído a vivir con él, exigiéndole que nos escapáramos a Piura. Ella trataba de
calmarme, que tuviera paciencia, que hiciera esfuerzos para ganarme el cariño de mi
papá, pues él me notaba hostil y eso lo resentía. Yo le contestaba a gritos que a mí ese
señor no me importaba, que no loquería ni lo querría nunca, pues a quien quería era a
mis tíos y a mis abuelos.