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Entramos por una puerta de metal de casi tres metros de altura, rígida, rechinante, sumamente
tenebrosa. Mis ojos tuvieron que luchar contra la poca luz que había y con el temor de
encontrar algo desagradable. Se escuchaban gritos, golpes y por ratos algunas risas
escandalosas. Caminábamos tomados de la mano, sintiendo el miedo del otro y a la vez
pasando el propio miedo a otra mano más. Sentí movimientos lentos y acompasados, que
hacían saber cómo se siente el horror, el frío, la soledad acompañada por el vacío de la poca
existencia que se va difuminando entre el tiempo y el espacio, sentí una mano perdiendo la
poca vida que aún nos quedaba.
Tras haber caminado un par de metros la luz fue iluminando nuestras pupilas y entonces
vimos algo que ya sabíamos, pero que al mismo tiempo se presentaba como algo nuevo, algo
que en un principio carecía de existencia material y que ahora estaba allí, frente a nuestras
pupilas. Mi padre, al igual que los padres de todos los demás, digo de los “niños con sueños
y fantasías”, nos habían metido al curso que desde hace años se daba que nos preparaba para
el lugar más inhóspito de la tierra. Un curso para poder quitar las ilusiones, los sueños y las
fantasías que de alguna manera se originaban en nuestros cerebros. No todos los niños nacían
con esta dificultad, había niños que tenían la fortuna de haber nacido ya sin sueños, fantasías
e ilusiones, completamente preparados para la vida en sociedad institucionalizada. No era
nuestro caso. Nosotros habíamos nacido con una porción extra de cerebro donde se
originaban este tipo de dificultades y que resultaba necesario extraer para poder vivir en la
época actual. Para eso era el curso, te preparaba para tener la fortaleza y sobrevivir al
“Criadero”.
Dos tipos altos, de aproximadamente dos metros y medio eran los encargados de quitarnos
la ropa. Conforme íbamos avanzando, con una habilidad que jamás había visto nos
arrancaban los trapos que usábamos dejando nuestros cuerpos al desnudo. Posteriormente
introducían sus dedos en nuestro trasero para buscar algún tipo de arma que pudiéramos estar
guardando. Se habían dado casos en los que algunos chicos aún con miedo y sin la fortaleza
adecuada introducían navajas a través de su trasero para matar todo aquello que se les pusiera
enfrente. Llegó mi turno y sentí una sensación que jamás había sentido, miré mi cuerpo y
tuve vergüenza pues mi parte genital se había puesto erecta. Temí que me arrancaran el
miembro por aquella insolencia que había cometido. No fue el caso.
Una vez terminada la pasarela nos dejaron solos, desnudos y con el miembro erecto. También
se encontraba con nosotros el sexo femenino. Desconcertados y avergonzados algunos
comenzaron a cubrirse los genitales y los pechos, pero pronto fueron penetrados por algunas
balas que salían de las altas torres. Los demás comenzamos a caminar y a conocer el lugar.
Olfateamos los rincones y tocamos la paja, los muros, los utensilios. Luego sonó una alarma
fuertemente y una puerta que se encontraba al fondo de aquel lugar se abrió lentamente.
Corrimos hacia ella y una vez que estábamos del otro lado la puerta se cerró de golpe. Frente
a nosotros se encontraban unos hombres obesos, con palos de madera en mano, una especie
de mandil color blanco y con grandes sonrisas. Comenzaron a golpearnos sin parar. Recibí
golpes en la nuca, en las piernas y en el miembro hasta que perdí la conciencia. Cuando
desperté aquellos hombres se habían retirado, algunos cuerpos estaban sobre el suelo ya sin
vida y los que aún respirábamos apenas si teníamos fuerza para levantarnos. Eso sí, desde
ese momento nuestros genitales ya no nos causaron vergüenza pues habían quedado
destrozados.
Pasado un par de horas pudimos volver a caminar y comenzamos a dar vueltas en círculo sin
saber la razón. Nos mirábamos aún con compasión y un poco de ternura. Sentíamos el dolor
del otro y eso era un indicador fatal. La alarma volvió a sonar y hombres con el rostro tapado
y guantes color negro se acercaron a alimentarnos a la fuerza. Nos dieron los desechos que
la sociedad dejaba, el excremento y el vómito. Algunos no soportaron comer aquello y lo que
temía sucedió al fin: comenzaron a hablar, exigir y dar argumentos de la injusticia que
cometían. Como una ráfaga de luz una cantidad exorbitante de hombres salieron de quién
sabe dónde. Nos cercaron y nos pusieron de rodillas. Sujetaron a aquellos que habían
cometido la locura de hablar y frente a nuestros ojos los torturaron, apedrearon e introdujeron
diversos objetos por sus miembros lastimados. El horror nunca antes había sido tan frío. No
duró más de un minuto aquella escena.
Sentí la mirada de aquella gente y mi cuerpo se paralizo. Tuve miedo, pavor. Sin darme
cuenta me había orinado encima, sin embargo, no era el único. Todos se habían orinado
encima, algunos inclusive habían vomitado. Volvimos a comer aquello que nos daban ya sin
hacer gestos de asco y repugnancia.
Llegada la noche nos bañaron a chorro. Con unas mangueras bastante grandes nos lanzaron
agua helada hasta que estuvimos temblando y tosiendo sin cesar. Aquella noche fue la única
que dormimos pegados, abrazando al otro para poder calentarnos. Los días siguientes
tuvimos que irnos apartando hasta dormir solos y debido a ello varios murieron. Pronto el
odio, el deseo y la venganza se apoderaron de nosotros. Comenzamos a herirnos. Por mi parte
tomé algunas lanzas que nos aventaban y comencé a introducirlas en los ojos, el pecho, las
piernas e incluso en los miembros de mis compañeros. Mordí las orejas y los pezones de
varios hombres y mujeres. La sangre ahora estaba pintando aquel lugar de una manera
exagerada, siniestra. Deje de tener compasión, ilusiones y esperanza. Deseaba ver morir a
todos, tan solo sentir sus pupilas sobre mi cuerpo me producía rabia, coraje. La existencia se
había transformado en un simple pasar el tiempo. Ya no era, nunca había sido realmente.
Ellos tampoco, ahora solo se mostraban ante mi como una masa de carne y huesos e inclusive
cuando me miraban se reducían a químicos y polvo.
De todos los que habíamos llegado al Criadero solo quedábamos tres. Una mujer con los
senos destrozados, cubierta de costras y sangre ya vieja; el otro era un tipo con el miembro
lleno de costras y coágulos. Quizá yo era el que se encontraba más lastimado, sin una pierna
y apenas con un ojo aún intacto. No importaba.
Allí curaron mis heridas, me alimentaron con comida y me dejaron descansar. Después de
unos días me dieron la noticia de que no podía regresar a la sociedad, pues me había
convertido en alguien peligroso. Desde entonces trabajo en el Criadero, esperando a las
nuevas generaciones e ideando nuevas estrategias para terminar con la mayoría, pues la regla
es que solo sobreviva uno, aquel que ocupara mi lugar cuando yo muera.
Días de lluvia.
A los quince años trabaje en un rastro matando pollos. El señor Huerta que era dueño del
lugar creía que no tenía la vocación para ello y mucho menos la fuerza. Recuerdo aún su
rostro lleno de drama y desdén cuando le pedí trabajo. Me miró directamente a los ojos,
dibujo una media sonrisa sobre su rostro, tomo un pollo y le torció el pescuezo. Rápido, ágil
y rítmico. Creo que él también recuerda aún mi rostro de perversión cuando lo hizo. Sin
pensarlo tomé a otro ingenuo pollo y le torcí el pescuezo en un tiempo mucho más breve que
él. Entonces sin decirme palabra alguna me dio el trabajo.
A mis padres nunca les agrado el trabajo que tenía, lo consideraban una especie de paso hacia
el infierno o hacia quién sabe dónde. El punto era que les daba miedo que trabajara en el
rastro, lo que nunca les dio miedo fue el dinero que les daba cada fin de semana. A veces
estaba manchado de sangre o traía pedazos de órganos, pero nada grave. Pronto mi madre
comenzó a mirarme de una manera extraña, terrible, como si me desconociera. Aquello no
me importaba, aunque si me incomodaba verla, por lo que comencé a trabajar más tiempo en
el rastro. Pronto me la vivía allí días completos o semanas enteras. Aquello trajo ganancias
al lugar y a mi bolsillo. Pronto pude comprarle a mi madre algunas cosas que soñaba desde
hace mucho como ropa, alimento más sano, aparatos electrónicos y más. A mi padre lo
mantenía feliz comprándole sus cigarros. Debo decir que fueron los años más productivos de
mi vida.
Recuerdo que existían pollos, sobre todo los más grandes de edad, que me resultaba
escalofriante matarlos. Tenían en sus ojos un brillo seductor, como si supieran el placer con
el que hacía aquella acción. En ellos me tardaba más tiempo, ya que me pasaba un buen rato
mirándolos y reflexionando en si hacia bien o no. Esos días, en lo que debía matar a los pollos
más grandes, de brillo en los ojos, eran días de lluvia. Siempre terminaba llorando. Al final
terminaba despojándolos de su vida, pero el proceso era más doloroso. Era bueno, realmente
bueno en lo que hacía.
Después de haber tomado experiencia, el señor Huerta me llevo con pollos aún más grandes.
Esos pollos sí se defendían, tenían carácter, aunque realmente no podían hacer mucho pues
estaban desnutridos. Aprendí nuevas técnicas, nuevos movimientos y adquirí una agilidad
que ni yo mismo puedo expresar. Llegaba, miraba a los pollos directamente a los ojos, tomaba
un cuchillo o una navaja y comenzaba a desplumarlos y a cortarles el pescuezo. Así, sin
pensarlo mucho. Después de varias horas terminaba y tenía que limpiar el lugar pues la sangre
terminaba manchando las paredes y la paja. Sin embargo, a pesar de que la experiencia me
había enseñado técnicas más precisas y rápidas seguían siendo días de lluvia.
El señor Huerta era un ser raro, extremadamente raro. No lo digo por el tipo de trabajo que
tenía, pues era muy común en esos entonces. Lo raro de él era los nombres o más bien la
forma en la que se dirigía a las cosas, por ejemplo, le llamaba perros a sus hijos y pollos a la
gente que matábamos. Cuando los ahorcábamos hasta dejarlos asfixiados él decía que era
“torcer el pescuezo”. Nunca lo contradije y de hecho se me pego su forma de hablar. Pero
eso no quita que el señor Huerta era un ser extremadamente raro.
Matar pollos o más bien gente, fue un trabajo que realicé por más de diez años hasta que tuve
problemas con el señor Huerta. Un día me pidió que matara unos pollos ya viejos, que le
habían llegado el día anterior. La idea realmente no me gustó mucho pues imaginé mis manos
en el cuello de los ancianos y la forma tan gelatinosa en cómo se moverían pidiendo
esperanza, y debo decir que me dio asco. Insistió por más de una hora y accedí. Cuando me
llevo a ver a los pollos me topé con que eran mis padres. Miré al señor Huerta directamente
a los ojos y le dije que aquello sería la último que haría, que debía pagarme más y darme una
liquidación. Accedió. Aquel día también fue día de lluvia.