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El tamaño de mi esperanza
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Moro 24.10.13
Título original: El tamaño de mi esperanza
Jorge Luis Borges, 1926
Y aquí va otro:
El ciego te espera
las más de las noches sentado
a la puerta. Calla y escucha. Borrosas
memorias de cosas lejanas
evoca en silencio, de cosas
de cuando sus ojos tenían mañanas,
de cuando era joven la novia ¡quién sabe!
El alma de la estrofa trascrita no está en el renglón final; está en
el penúltimo, y sospecho que Carriego la ubicó allí para no ser
enfático. En otra composición anterior intitulada El alma del suburbio
ya había esquiciado el mismo sujeto, y es hermoso comparar su
traza primeriza (cuadro realista hecho de observaciones minúsculas)
con la definitiva, grave y enternecida fiesta donde convoca los
símbolos predilectos de su arte: la costurerita que dio aquel mal
paso, la luna, el ciego.
Son todos ellos símbolos tristes. Son desanimadores del vivir y
no alentadores. Hoy es costumbre suponer que la inapetencia vital y
la acobardada queja tristona son lo esencial arrabalero. Yo creo que
no. No bastan algunos desperezos de bandoneón para
convencerme, ni alguna cuita acanallada de malevos sentimentales
y de prostitutas más o menos arrepentidas. Una cosa es el tango
actual, hecho a fuerza de pintoresquismo y de trabajosa jerga
lunfarda, y otra fueron los tangos viejos, hechos de puro descaro, de
pura sinvergüencería, de pura felicidad del valor. Aquéllos fueron la
voz genuina del compadrito: éstos (música y letra) son la ficción de
los incrédulos de la compadrada, de los que la causalizan y
desengañan. Los tangos primordiales: El caburé, El cuzquito, El
flete, El apache argentino, Una noche de garufa y Hotel Victoria aún
atestiguan la valentía chocarrera del arrabal. Letra y música se
ayudaban. Del tango Don Juan, el taita del barrio recuerdo estos
versos malos y bravucones:
Y otra:
Soy de la plaza e Lorea
donde llueve y no gotea;
a mí no me asustan sombras
ni bultos que se menean.
Señores, escuchenmén:
Tuve una vez un potrillo
que de un lao era rosillo
y del otro lao, también.
Orillas de un arroyito,
vide dos toros bebiendo.
Uno era coloradito
y el otro salió corriendo.
En la orilla de la mar
suspiraba una carreta
y en el suspiro decía:
esperate que están cuartiando.
Paraná Guasú
yo soy tuyo, tuyo desde que nací
y mis cantos están
cantados para ti.
Paraná Guasú
si amor con amor se paga
el día en que yo me muera
tú me cantarás a mí.
Mi caballo al galope
va dejando una siembra de pisadas sin cuento…
Oliverio Girondo, Calcomanías
Es innegable que la eficacia de Girondo me asusta. Desde los
arrabales de mi verso he llegado a su obra, desde ese largo verso
mío donde hay puestas de sol y vereditas y una vaga niña que es
clara junto a una balaustrada celeste. Lo he mirado tan hábil, tan
apto para desgajarse de un tranvía en plena largada y para renacer
sano y salvo entre una amenaza de claxon y un apartarse de
transeúntes, que me he sentido provinciano junto a él. Antes de
empezar estas líneas, he debido asomarme al patio y cerciorarme,
en busca de ánimo, de que su cielo rectangular y la luna siempre
estaban conmigo.
Girondo es un violento. Mira largamente las cosas y de golpe les
tira un manotón. Luego, las estruja, las guarda. No hay aventura en
ello, pues el golpe nunca se frustra. A lo largo de las cincuenta
páginas de su libro, he atestiguado la inevitabilidad implacable de su
afanosa puntería. Sus procedimientos son muchos, pero hay dos o
tres predilectos que quiero destacar. Sé que esas trazas son
instintivas en él, pero pretendo inteligirlas.
Girondo impone a las pasiones del ánimo una manifestación
visual e inmediata; afán que da cierta pobreza a su estilo (pobreza
heroica y voluntaria, entiéndase bien) pero que le consigue relieve.
La antecedencia de ese método parece estar en la caricatura y
señaladamente en los dibujos animados del biógrafo. Copiaré un par
de ejemplos:
Qué lindo,
vengan a ver qué lindo:
en medio de la calle ha caído una estrella; y un hombre
enmascarado
por ver qué tiene adentro se está quemando en ella
Vengan a ver qué lindo:
en medio de la calle ha caído una estrella;
y la gente, asombrada,
le ha formado una rueda
para verla morir entre sus deslumbrantes
boqueadas celestes.
Estoy frente a un prodigio
—a ver quién me lo niega—
en medio de la calle
ha caído una estrella.
J. L. B.
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