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Ética
1
Düsseldorf, 1922. Realizó sus estudios universitarios en Bonn, donde fue discípulo de Erich Rothacker y
condiscípulo de J. Habermas, con quien ha seguido trabajando de manera permanente. Hizo su
habilitación en Maguncia, con Gerhard Funke. Ha sido profesor en las universidades de Kiel, Saarbrücken
y Frankfurt, en la que es actualmente emérito. Su pensamiento ha estado influido por diversas fuentes: la
hermenéutica de la línea de Dilthey (a través de su maestro Rothacker) y la de Heidegger; la
fenomenología de Husserl, la filosofía lingüística de Peirce, Wittgenstein, Austin, Searle y otros; la
Escuela de Frankfurt, la Escuela de Erlangen, Max Weber, Karl Popper, Lawrence Kohlberg y algunos
clásicos como Leibniz, Hegel y, fundamentalmente, Kant. Sus investigaciones recorren también diferentes
campos como la filosofía del lenguaje o la teoría de la racionalidad, aunque se ha orientado cada vez más
al campo de la ética.
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Düsseldorf, 1929. Estudió en Göttingen y en Bonn, doctorándose con una tesis sobre Schelling. Es
asistente de Theodor W. Adorno de 1956 a 1959 en el Instituto de Investigación Social de Frankfurt.
Profesor en Heidelberg de 1961 a 1964, profesor titular de Sociología y Filosofía en Frankfurt de 1964 a
1971, dirige a partir de este último año el Instituto Max Planck de Starnberg, volviendo a Frankfurt en
¡983. Tomada en su conjunto, la obra de Habermas es de difícil acceso. Su temática es tanto sociológica
como filosófica, científica y política. Estuvo influido por el Heidegger de Ser y Tiempo y los jóvenes
hegelianos, el Lúkacs de Historia y conciencia de clase. Lee a Marx y los sociólogos del conocimiento, los
textos de Bloch, Benjamin, Marcuse y, naturalmente a Horkheimer y Adorno. Por sus estudios de
Sociología entra en contacto con trabajos sobre comunicación de masas y socilaización política, y con la
obra de Durkheim, Weber y Parsons. Se interesa también por la hermenéutica de Gadamer, la filosofía
del lenguaje y la teoría analítica de la ciencia. Todo ello, incluido el programa de Chomsky, la teoría de la
acción lingüística de Austin sistematizada por Searle, lo conducen a la idea de una pragmática universal
desarrollada ampliamente en su obra Teoría de la Acción Comunicativa.
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Sin embargo, asumir una decisión en estos términos, ciertamente, puede culminar en
un agravamiento de la crisis, de consecuencias totalmente insospechadas. Por lo
mismo, la alternativa parece evidente: sólo la posibilidad de llegar a una
fundamentación filosófica última (philosophischen Letzbegründung) de los principios
morales de una ética de la responsabilidad solidaria podría garantizarle a la humanidad
presente y futura una supervivencia auténticamente humana. Ahora bien, ello no
significa la proposición de unos axiomas inmodificables, desde los cuales se
desprenden ciertas normas morales específicas que nos permitan enfrentar el desafío;
así como tampoco el descubrimiento de unos principios formales básicos, capaces de
soportar diversos contenidos y que podrían tornarse peligrosamente vigentes
dependiendo de quienes los esgrimieran. Ni mucho menos —una fundamentación
filosófica última como ésta que mencionamos— implica el planteamiento de unas
valoraciones fuertes, vinculadas sólo a una particular y determinada moralidad. Más
bien, de lo que se trata es de que la ética, a partir de la misma teoría, pueda dar razón
de las opciones y valoraciones morales que los hombres viven, de manera diversa,
cotidiana y efectivamente en su propio mundo vital, evitando con ello que estas
afirmaciones y preferencias sean vividas como dogmas inargumentables que conducen
ineluctablemente a la arbitrariedad y al subjetivismo 3.
moderno, pero, a la vez, trajo consigo los fenómenos del relativismo y el escepticismo
en materias de moralidad que son característicos y definitorios del modo de vida actual 4.
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Ante la cuestión de la racionalidad de la acción social, Weber establece una tipología de la acción,
inscrita en el marco del proceso occidental de racionalización según la cual se puede hablar de: 1. Acción
racional-teleológica, caracterizada por el ajustamiento de medios a fines. Los agentes eligen sus metas
sobre el trasfondo de un horizonte claramente articulado y tienen en cuenta las consecuencias a la hora
de elegir los medios apropiados. Este tipo de acciones constituye el paradigma de la racionalidad y la
base del progreso en la racionalización, y de 2. Acción racional-axiológica, a través de las cuales los
agentes eligen los fines y los medios con independencia de las consecuencias que puedan seguirse. Los
eligen sólo porque están convencidos del valor intrínseco de un modo de actuación determinado. Ahora,
en el curso del desarrollo del proceso occidental de racionalización son las acciones racional-teleológicas
las que se extienden paulatinamente a todos los ámbitos culturales y sociales, mientras que las imágenes
mítico-religiosas del mundo que sirven de fundamento a las acciones racional-axiológicas retroceden
ostensiblemente. En el orden axiológico triunfa el politeísmo, puesto que ya no podemos decir que nos
encontremos en sociedades que se identifiquen en base a una imagen unitaria del mundo. En el orden
racional, en cambio, se impone progresivamente un solo modelo de racionalidad —la propia de la acción
racional-teleológica— con lo cual impera el monoteísmo racional. Politeísmo axiológico y monoteísmo
racional, entonces, son las dos caras de un mismo proceso: el proceso occidental de racionalización, que
es, a la vez, el proceso de desencantamiento (Entzauberung).
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El principio "U" es descrito por Habermas de la siguiente manera: "Toda norma válida ha de satisfacer la
condición de que las consecuencias y efectos secundarios que se derivan, previsiblemente, de su
aceptación general para la satisfacción de los intereses de cada particular, pueda ser aceptada
libremente por cada afectado". Cfr. HABERMAS, Jürgen. «Conciencia moral y acción comunicativa».
Península. Barcelona. 1991.
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La filosofía de Apel se podría definir como una “pragmática trascendental del lenguaje” 6.
Tal denominación está referida al carácter de «intermediación» (Vermittlung) entre la
filosofía trascendental kantiana y ciertos logros de la filosofía analítica con que Apel
pretende caracterizar su propósito de producir la «transformación semiótica de la
filosofía trascendental», como él mismo lo señala 7. Dicha transformación obedece al
hecho de que, por una parte, se mantiene el criterio metodológico de la reflexión acerca
de las «condiciones de posibilidad» (como quería Kant), pero, por otra, se las ubica en
el plano del lenguaje y, particularmente, en la dimensión pragmática de éste; es decir,
en el nivel de las relaciones entre los signos lingüísticos y los usuarios e intérpretes de
los mismos.
Apel piensa que tanto en el problema del conocimiento como en el problema moral, lo
verdaderamente importante es alcanzar la posibilidad de establecer una
fundamentación racional, pues ello conduce a garantizar una validez de carácter
intersubjetiva, ya sea para los conocimientos o para las normas. Apel busca superar la
solución característica de la filosofía trascendental que se valió del mero recurso a las
«evidencias de conciencia» para asegurar la validez; evidencias que, aunque
necesarias, resultan sin embargo insuficientes. Se debe partir del hecho —supone Apel
— de que todo conocimiento que busque asegurar objetividad —es decir, validez
intersubjetiva— tiene que estar formulado lingüísticamente y tiene que poder ser,
además, defendido por medio de argumentos que también sean formulados
lingüísticamente. La idea dominante de tal planteamiento tiene que ver con el hecho de
que, para que una validez objetiva —entendiendo la objetividad como intersubjetividad
— pueda quedar asegurada, es preciso superar el «solipsismo metódico» característico
de la filosofía que se extiende desde Descartes a Husserl. De tal modo, al superar este
recurso metodológico propio del trascendentalismo clásico se supera, a la vez, la
concepción monológica de la razón, y se la sustituye por una concepción dialógica de la
misma. De esta manera queda de hecho determinado un principio formal procedimental
mediante el cual debe garantizarse la igualdad de derechos de todos los participantes
del discurso en cuanto representantes de diferentes intereses, como también, su igual
responsabilidad en el planteamiento y la resolución de todos los problemas que se
tienen que discutir. Y es que, si los problemas éticos socialmente relevantes tienen en
absoluto alguna solución, las soluciones concretas, referidas a las diferentes
situaciones, tiene que alcanzarse, conforme a la ética discursiva, mediante discursos
6
Cfr. APEL, Karl-Otto. «Transformación de la filosofía». Taurus. Madrid. 1985. Trad. de Adela Cortina y
otros.
7
En este sentido su planteamiento se inscribe en vecindad con el denominado “giro lingüístico” de la
filosofía contemporánea; o sea, se inserta en el registro del desplazamiento del «paradigma de la
conciencia» en favor del «paradigma del lenguaje».
5
En este contexto establece una ética del discurso (Diskursethik)8. En ella se hace
posible una «fundamentación última» (Letzbegründung) de la moral, entendida como la
explicitación de aquellos principios que resultan ser de validez irrebasable
(Nichthintergebahrkeit) para cualquier argumentante, puesto que pueden ser
«reconstruidos» mediante una «reflexión trascendental» sobre las condiciones de
posibilidad de la argumentación. De lo que se trataría, sería de hacer explícito aquello
que está necesariamente presupuesto cada vez que se argumenta y que, por lo mismo,
no puede ser cuestionado argumentativamente. Entre tales presupuestos se encuentra
el de una «comunidad ideal de argumentación», que se refiere al conjunto de
condiciones ideales en las cuales el diálogo entre argumentantes siempre conducirá al
consenso. Porque la formulación lingüística de conocimientos o argumentos supone a
priori intérpretes de los signos usados en la formulación; incluso más, presupone una
«síntesis trascendental de la interpretación»; es decir, la homogeneidad, el consenso en
la interpretación de todos los intérpretes posibles. Pues, si se trata de una
argumentación, ella presupone, ya en el propio acto de su formulación, una «comunidad
de argumentación», que abarca a todo argumentante posible. Y como la «pragmática
trascendental del lenguaje» indaga, reflexivamente, las condiciones de posibilidad de
toda argumentación, una condición básica que debe ser reconocida como tal es
precisamente la existencia de una comunidad de argumentación. Pero, a la vez, toda
argumentación es una forma de comunicación. Por eso, debemos pensar que el
concepto de argumentación está subsumido en el de comunicación, que, por cierto,
abarca también numerosas otras formas que, aunque siendo lingüísticas también, no
son precisamente argumentativas.
Ello conduce a suponer entonces que sólo la argumentación permite hacer una defensa
racional de un determinado conocimiento; pero la argumentación misma presupone, por
su parte, y ante todo, una «comunidad de comunicación», que no se limita a
determinados interlocutores, sino que es ilimitada, ya que se extiende a todo
interlocutor posible o imaginable. Hay que pensar, en consecuencia, que esta
«comunidad ilimitada de comunicación» está supuesta —«anticipada
contrafácticamente» nos dirá Apel— en todo discurso argumentativo que pretende tener
sentido. Cualquier cuestionamiento de estos presupuestos equivaldría a la comisión de
una «autocontradicción performativa»; es decir, a una contradicción entre el contenido
semántico de lo que se dice y lo que está necesariamente presupuesto en el acto de
8
Cfr. APEL, Karl-Otto. «Teoría de la verdad y Ética del discurso». Paidós. Barcelona. 1991.
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representan (es decir, que no depongan sus intereses sin más), pero sin renunciar al
reconocimiento de la validez que ostenta aquello que está exigido por la norma básica
(es decir, sin recurso a la coacción o la violencia, en ninguna de sus modalidades, para
establecer la validez de sus prerrogativas). Dicho principio establece la obligación de
procurar la realización a largo plazo de la «comunidad ideal de comunicación»; es decir,
de hacer posible que se produzca un estrechamiento de la distancia entre ésta y la
«comunidad real de comunicación». La ética del discurso está basada en esta
comunidad ideal de comunicación, que es aquella que aún no es, pero a la que
aspiramos como horizonte de posibilidad y dónde ya no tengan preponderancia
fenómenos como el dominio, la manipulación, el engaño o el particularismo, todos ellos
presentes en la comunidad real de comunicación. Es decir, se trata de producir la
sustitución progresiva y paulatina de la modalidad de racionalidad estratégico-
instrumental que caracteriza la interacción en la comunidad real, por otra modalidad de
la racionalidad, la de carácter consensual-comunicativo que define a la comunidad
ideal. Ello implica que la admisión de recursos estratégicos muestre claramente una
tendencia a disminuir, y que existan —sin sobrepasar lo necesario— siempre y cuando
vayan asociados al esfuerzo por lograr tanta formación efectiva de consenso como
resulte posible. Lo que no podemos evitar, piensa Apel, es la necesidad de mediar la
racionalidad consensual comunicativa de la ética del discurso con la racionalidad
estratégica en las conversaciones reales. Para encontrar en las situaciones concretas la
mediación razonable, es decir, responsable, entre la racionalidad consensual
comunicativa y la racionalidad estratégica, no es suficiente con poner en juego un
principio atemporal y en esta medida abstracto de autoafirmación estratégica y de
management de situaciones de crisis.
Apel cree que una poderosa razón ha obstaculizado el desarrollo de una conciencia de
este tipo, razón que está representada por una fatal complementación producida
durante el siglo XX entre el liberalismo de las democracias occidentales y los sistemas
de inspiración marxista-leninista. Pues, en ambos modelos, una particular visión de la
ciencia acabó por cerrar la posibilidad de que se fundamentara una ética de carácter
racional y universal. Con ello se vio impedido el hecho de que la razón práctica pudiera
responsabilizarse del estado del mundo y se atendiera a las consecuencias derivadas
del carácter asumido por el progreso científico-técnico. En el mundo occidental, esto
quedó reflejado en la consolidación de una división del trabajo filosófico entre un
cientificismo-positivista, por una parte, que otorgó validez y garantía de racionalidad
exclusivamente al discurso sobre hechos, excluyendo de sus fronteras al discurso sobre
normas, con lo cual legitimó una modalidad de racionalidad neutra, descomprometida,
para los asuntos concernientes a la esfera de la vida pública; y, por otra, un
subjetivismo-decisionista, que vincula las decisiones éticas nada más que al ámbito
privado, a la existencia individual de los sujetos, a sus decisiones personales en
conciencia, donde no tienen cabida las referencias a la razón pues las opciones
provienen principalmente de su emocionalidad y por lo mismo no resulta posible el
establecimiento de normas que resulten vinculantes para todos. Esta efectiva
complementación entre un cientificismo objetivista y un existencialismo subjetivista es lo
que finalmente —a juicio de Apel— no ha permitido el surgimiento o el desarrollo de
una ética de la responsabilidad solidaria 9.
ejecución de las iniciativas de ética aplicada que actualmente se requieren (y que están
ya en muchos casos en marcha), se ha llegado a presuponer tácitamente un concepto
de responsabilidad que es diferente del tradicional. Apel parte, además, de la
consideración de que el concepto de responsabilidad que efectivamente se presupone
no puede fundamentarse estrictamente por medio de una ética racional tradicional
(como la kantiana) que parta de la autarquía del sujeto individual, o de la relación
sujeto-objeto del conocimiento (como lo pretende el cientificismo positivista). Propone,
en consecuencia, que solamente de una transformación de la ética filosófica —en el
sentido de una ética de la comunicación o de una ética discursiva— se podría esperar
la fundamentación requerida, tanto del actual concepto de responsabilidad como
también de la norma fundamental de la justicia que le subyace. Y es que la concepción
tradicional de la responsabilidad como imputable al mero individuo ya no puede hacerse
cargo de los severos problemas del mundo contemporáneo.
Apel continúa preguntándose si, por ejemplo, en el caso de los científicos y técnicos
que últimamente trabajan en proyectos de ética en las ciencias, se podría decir que, al
comienzo –cuando podrían haber estado solos con sus iniciativas-, lo hacían o no bajo
la premisa de imponerse a sí mismos una responsabilidad que les sería imputable
individualmente después.
Lo cierto es que hombres como éstos nunca están solos en una situación en la que
(como individuos singulares en una determinada institución) tengan que asumir
personalmente la responsabilidad por las nuevas consecuencias de las actividades
humanas que han descubierto. Pues, se parte, desde el principio, del hecho de que no
existe en absoluto una responsabilidad imputable individualmente; aunque, al mismo
tiempo, ellos y todos los que son convocados para prestar ayuda, consejo y
colaboración, llevan por naturaleza una corresponsabilidad potencial susceptible de ser
activada y movilizada por las explosivas consecuencias y subconsecuencias que suelen
presentar hoy las actividades colectivas. Por lo tanto, si bien es cierto que pueden
presuponer la existencia de una solidaridad de la responsabilidad humana que los libera
desde un comienzo de la sobreexigencia de sobrellevar solos una responsabilidad
metafísica insoportable, no pueden por ello dispensarse de una corresponsabilidad
solidaria por los nuevos riesgos que se puedan descubrir y por las instituciones que
puedan crearse para tal fin.
En cierto sentido se puede afirmar que hoy las reglas procedimentales de juego de la
ética discursiva de la corresponsabilidad están ya reconocidas a lo ancho del mundo,
de modo que nadie pondría en entredicho la obligatoriedad de tales reglas, o dejaría de
reclamar la pretensión de haberlas cumplido; esto es así por lo menos en los estados
democráticos, pero también a nivel internacional a través de los medios.
Apel piensa en los miles de conversaciones y conferencias que tienen lugar casi
diariamente en todos los niveles del sistema social, en las que se discuten problemas
nacionales e internacionales bajo el presupuesto de lo que se trata es precisamente de
hacer valer mediante argumentos racionales y libres de toda violencia los intereses de
todos los afectados. Estos discursos buscan averiguar las consecuencias y
subconsecuencias de nuestras actividades colectivas y a aprobar resoluciones,
contratos y agreements prácticamente relevantes. En la medida en que estas
conversaciones tienen que conducir a resultados prácticamente relevantes, efectivos,
ante todo política y económicamente, en esa misma medida tendrán también el carácter
de negociaciones, y por tanto, de interacciones de tipo estratégico. No obstante esto
debe quedar claro lo siguiente : con la expresión simbólica de las mil conversaciones
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Apel alude al único medio en el que y a través del cual puede desplegarse,
efectivamente en la actualidad, la organización ético-discursiva de la
corresponsabilidad. Estas conversaciones representan la alternativa realista frente a la
impotencia de las personas singulares ante las nuevas responsabilidades por las
consecuencias futuras de nuestras actividades colectivas en la ciencia, la técnica, la
economía y la política.