Está en la página 1de 14

DAVID FRIEDMAN

EL ORDEN
DEL DERECHO
LA RELACIÓN ENTRE LA ECONOMÍA
YEL DERECHO Y SU IMPORTANCIA

I NNI
SFREE
Introducción
Mi propósito
existiera un hombre en el mundo, tendría muchos problemas,
Si solo

aunque ninguno de ellos fuera de naturaleza legal. Añadir a un se-


gundo poblador haría surgir la posibilidad de conflicto. Ambos po-
drían tratar de recoger la misma manzana o cazar al mismo ciervo.
El recurso más obvio sería la violencia, si bien no es un remedio
especialmente útil, pues puede volver a reducir nuestro pequeño
mundo a una sola persona o quizás a ninguna. Un método mejor,
utilizado por todas las sociedades humanas conocidas, es establecer
un sistema de normas legales explícito o implícito, es decir, una forma
razonablemente pacífica de determinar, cuando las voluntades entran
en conflicto, quién logra qué y qué ocurre cuando no es así.
Las normas legales con las que estamos familiarizados en mayor
medida son leyes creadas por cuerpos legislativos cuyo cumpli-
miento vigila el sistema judicial y la policía. Sin embargo, en nuestra
sociedad, una gran parte del derecho no es producto de asambleas
legislativas, sino de jueces condicionados por precedentes pasados
que determinan su dictamen en casos futuros; gran parte de su im-
posición se lleva a cabo mediante grupos privados, como víctimas de
hechos que producen responsabilidad extracontractual o sus letrados,
en lugar de cuerpos de seguridad; y un buen número de conjuntos
normativos adoptan la forma de normas privadas, en lugar de leyes,
que se imponen también de manera privada[1].
Si nosremontamos atrás en el tiempo y el espacio, encontraremos
mayor diversidad de fuentes normativas legales y modos de imposi-
ción. Si tomamos en consideración los sistemas jurídicos de todas las
épocas y lugares, la producción e imposición de las normas legales
de los Estados Unidos de este siglo constituyen sencillamente un mo-
delo, es decir, uno de los muchos métodos posibles para resolver el
conflicto humano. Uno de los muchos sistemas legales posibles. Esta
obra se centra sobre todo en los dos últimos siglos del derecho anglo-
americano, no porque sea más importante que cualquier otro, sino
debido a que su autor, la mayoría de sus lectores y un gran número
de investigadores e ideas a los que hace referencia, conocen mejor
este sistema que la normativa jurídica de la Grecia homérica, Papúa
Nueva Guinea, la Islandia del periodo de las sagas o el condado de
Shasta (California)[21. No obstante, las ideas que cito son tan relevan-
tes para estos sistemas como para el norteamericano, como veremos
al analizar brevemente algunos de ellos en el capítulo 17.
Existen muchas maneras de examinar un sistema jurídico, entre
ellas la perspectiva de un historiador jurídico, la visión de un filósofo
legal o el interés de un abogado por producir argumentos que los
jueces acepten o contratos que puedan ejecutar. Este libro lo ha escrito
un economista. Mi enfoque consiste en tratar de comprender los sis-
temas de normas legales observando las consecuencias que producen
en un mundo donde los individuos racionales modulan sus acciones
en base a las normas existentes.
Si bien este no es el único planteamiento posible, se trata de un
encuadre con una aplicación muy general. Las normas legales exis-
ten, al menos muchas de ellas, para cambiar el comportamiento de
las personas a las que afectan. Existen límites de velocidad porque
desearíamos que la gente condujera más despacio. La norma legal
que establece que una ambigüedad dentro de un contrato deberá ser
interpretada con perjuicio para la parte que lo redactó demuestra una
preterencia por contratos escritos minuciosamente.
El enfoque económico funciona en dos direcciones. Al partir de un
objetivo, presenta un modo de evaluar las normas legales o determi-
nar lo bien encaminadas que están para lograr dicho fin. Partiendo
de una norma legal o, mejor dicho, de un sistema de normas legales,
ofrece un modo de entenderlo, de averiguar el objetivo que pretende
conseguir.
La premisa central de la economía es la racionalidad, una conducta
que se entiende mejor en términos de las metas que intenta lograr.
Una segunda premisa de este libro señala que los sistemas de nor
mas jurídicas, o al menos grandes ámbitos de estos, tienen sentido,
es decir, se
pueden considerar instrumentos con fines concretos. El
supuesto de la racionalidad no se cuestionará aquí, si bien existe una
amplia literatura sobre el tema cuya vertiente más interesante, según
mi opinión, son las obras más recientes de la psicología evolutiva[3].
En cuanto a la segunda premisa, será cuestionada repetidamente.
Una de las discusiones de este libro hace referencia al grado en
que las normas legales que obedecemos pueden considerarse instru-
mentos especificamente diseñados para lograr el fin concreto al que
más comúnmente se adscribe el análisis económico del derecho: la
eficiencia. En el capítulo 19 resumo las pruebas que me llevarán a una
conclusión contradictoria.

Sus fallos

Un sistema normativo legal no es exclusivamente, ni quizás prin-


cipalmente, producto de un diseño humano deliberado. En gran
medida, representa el resultado espontáneo de un gran número de
decisiones individuales, tomadas por legisladores que negocian dis-
posiciones particulares del derecho o jueces que intentan encontrar
y justificar sus veredictos en casos concretos. Por lo tanto, es posible
que un sistema de estas características carezca de objetivos discerni-
bles. No podemos garantizar la comprensión total de un sistema de
leyes particular dado que no hay garantía de que, en efecto, tenga
sentido. Los seres humanos hemos nacido con un motor excepcional
para distinguir patrones. Es tan efectivo que no solo nos permite dis-
cernir pautas que ni siquiera el mejor de los ordenadores sería capaz
de apreciar, sino que también podemos distinguir modelos que no
existen. Una de las preguntas que debería hacerse el lector, especial-
mente al final del libro, es en qué grado la economía halla orden en el
derecho y en qué grado lo impone.
Una objeción al enfoque económico que intenta comprender la ló-
gica del derecho apunta a la posibilidad de que este no tenga ningún
tipo de lógica discernible. Otra objeción bastante diferente sostiene
que, si bien el derecho sigue una lógica, esta no concierne (o al menos
no debería) a la eficiencia económica, sino a la justicia. Castigamos a
los criminales no, o al menos no exclusivamente, porque sus conse-
cuencias sean bienintencionadas, sino porque lo merecen. EXigimos
al autor de un hecho dañoso con base extracontractual que restituya
a su víctima no como incentivo para que otras personas decidan no

actuar de esta manera, sino porque aquel que cometió el daño debe
pagar por él. Precisamente por ese motivo solemos insistir en que
nuestro hijo o hija ordene su habitación.
Tengo dos respuestas para este convincente argumento. Primero,
la justicia no informa adecuadamente el derecho debido a que es
sorprendentemente irrelevante para un gran número de cuestiones
legales y porque no contamos con una teoría apropiada que deter-
mine los factores que convierten una ley en justa o injusta. Nuestras
instituciones jurídicas son, en gran medida, consecuencia en lugar de
causa: creemos que las normas son justas simplemente porque nos
hemos criado con ellas.
En segundo lugar, en muchos casos, aunque probablemente no en
todos, las normas que obedecemos porque consideramos justas son,
de hecho, eficientes. Para aclarar este argumento, he decidido ignorar
por completo las cuestiones que tienen que ver con la justicia en este
análisis. Al medir el grado en que las normas jurídicas satisfacen los
intereses de todo el mundo, y juzgándolas según corresponde, con-
sidero que el deseo de conservar mi propiedad y la voluntad de un
ladrón de arrebatármela se sitúan en un mismo plano. Pese a ello,
como veremos, bastantes elementos de la justicia (por ejemplo, las
leyes antirrobo o exigir pulcritud a personas desordenadas) no son lo
que parecen. Esto, desde mi punto de vista, es interesante.

Los destinatarios

Este libro está destinado tipos diferentes de lectores. El primero


a tres
es el hombre corriente con inteligencia proverbial; alguien que se
interesa por saber más acerca del derecho y la economía y lo que
estas disciplinas tienen en común entre ellas, con su persona y con el
mundo en el que vive, y lee este libro por los mismos motivos que yo
leo El gen egoísta o La reina roja. El segundo es el profesional jurídico
que desea ampliar sus conocimientos sobre el enfoque económico
aplicado a este campo. El tercero es el estudiante, seguramente de
una facultad de económicas o escuela de derecho, que lee este libro
porque su profesor se lo recomendó y, espero, no sea la única razón
para hacerlo.
2
Eficiencia

LAS NORMAS LEGALES AFECTAN a muchas personas de muchas


formas diferentes. En una sociedad tan grande y compleja como la
nuestra, podemos tener la certeza casi absoluta de que aprobar o
derogar una ley perjudicará y beneficiaráalgunas personas, por
a

mucho que alguna no merezca el perjuicio o beneficio. Entonces,


cómo decidir el contenido del derecho?
Podríamos aprobar las leyes que mejor sirvan a nuestros intereses,
es decir, que permitan a la gente alcanzar los resultados que persi-
guen. Este postulado plantea un problema obvio: cómo agregamos
a las personas? Si una ley beneficia a algunos y perjudica a otros,

como sucede con la mayoría de ellas, cómo decidimos si el efecto


neto supone pérdidaso ganancias, costes o beneficios? Cómo pode-
mos colocar una tarta que contiene todo lo que le ocurre a cada ser
humano sobre la faz de Tierra, o en un solo país, en una balanza para
calcular su tamaño?

I. Una tarta enorme con todos nosotros dentro


Hace poco más de 100 años, un economista llamado Alfred Marshall
propuso una solución[12]. No es un remedio excepcional, si bien se
trata de una alternativa mejor que cualquier otra concebida hasta
el momento. Como resultado, los economistas, tanto en escuelas de
derecho como facultades de economía, siguen empleándola, a veces
oculta en otras interpretaciones y justificaciones posteriores y, bajo mi
punto de vista, menos satisfactorias.
El argumento de Marshall parte de la consideración de un cambio:
la imposición o abolición de un arancel, una revisión del código fiscal,

un desplazamiento del derecho extracontractual desde la responsabi-


lidad objetiva a la subjetiva. Esta alteración beneficia a algunas per-
sonas y perjudica a otras. En principio, se podría medir la magnitud
de sus efectos preguntando a cada persona afectada cuánto pagaría,
si fuese necesario, para aprobarla (si el cambio la benefició) o descar-
tarla (si la perjudicó). Si la suma es positiva y las ganancias totales
fueron mayores que las pérdidas, describiríamos el cambio como una
mejora económica; si, por el contrario, es negativa, se trataría de un
empeoramiento. No obstante, debemos prestar atención a ciertos as-
pectos de esta forma de evaluar cambios.
En primer lugar, aceptamos el juicio propio de cada persona con
respecto al valor de algo que la afecta. Si estimamos el efecto de
la legalización de las drogas sobre los heroinómanos, trataríamos de

averiguar el beneficio que ellos creen obtener (cuánto pagaría cada


adicto, si fuera necesario, para que la heroína fuese legal) sin con-
siderar nuestra opinión al respecto. En segundo lugar, comparamos
los efectos sobre personas diferentes utilizando una moneda como
unidad de medida; en lugar de como forma de pago, como medida
común de valor, una manera de uniformizar costes y beneficios.

II. Cómo agregar a las personas

Preguntar a las personas sobre estas cuestiones es un experimento


imaginario, no solo porque no se cabo, sino porque, en tal caso,
lleva a

no cabría esperar que contaran la verdad. Si alguien nos preguntara


cuánto deseamos algo, la respuesta racional quizás nos lleve a exage-
rar su valor, esperando que el entrevistador nos lo suministre.
Obtenemos la información relevante mediante la observación de
su comportamiento, comprobando cuánto está dispuesta la gente.
pagar para conseguir ciertos bienes o servicios, y realizamos deduc-
ciones de estas observaciones. Creo que los heroinómanos estarían
dispuestos a pagar grandes sumas para legalizar la heroína porque
he observado las cantidades que desembolsan para conseguirla de
manera ilegal. El término del economista para este razonamiento es
preferencia revelada». Las preferencias se revelan a través de las
elecciones que tomamos.
Si bien esta manera de estimar el efecto neto de una norma legal
sobre una población de cientos de millones de personas puede ser
confusa, consideremos esta aplicación aparentemente sencilla del en-
foque de Marshall:

Mary tiene una manzana y John quiere una. La fruta tiene un valor de 50
céntimos para ella, lo que significa que le es indiferente poseer la man-
zana o venderla por 50 céntimos. Para él vale 1 dólar, y acaba comprán-
dola por 75 céntimos.

Mary ya no tiene la manzana, pero ha obtenido 75 céntimos, 25

céntimos más que antes, puesto que la pieza de fruta solo valía 50
céntimos para ella. John ya no posee sus 75 céntimos, pero tiene la
manzana y obtiene 25 céntimos de beneficio, puesto que la fruta valía
1 dólar para él. Ambos han logrado beneficios; su ganancia neta es de
50 céntimos. La transferencia ha supuesto una mejora.
Lo seguiría siendo, y por la misma cantidad, si John, negociador
astuto, se las hubiera arreglado para conseguir la manzana por 50
céntimos: él gana 50 céntimos, ella no obtiene nada y la ganancia neta
vuelve a ser de 50 céntimos. Lo mismo sucedería si Mary negociara
mejor y vendiera la manzana por 1 dólar, el valor total de John.
Se trataría igualmente de una mejora, y de nuevo por la misma
cantidad, si John robara la manzana (gratis) o Mary la perdiera y
si

John la encontrara. Mary pierde 50 céntimos, John obtiene 1 dólar y


la ganancia neta es de 50 céntimos. Todos estos casos ilustran una
asignación eficiente de la fruta: a John, quien la valora más que Mary.
Difieren en la distribución asociada del beneficio: la suma de dinero
con la que John y Mary acaban.
Puesto que calculamos el valor en dólares, es fácil confundir
«ganar valor» con «conseguir dinero». Empero, consideremos nues-
tro ejemplo. La cantidad total de dinero nunca varía, simplemente lo
desplazamos de una persona otra. La cantidad total de bienes tam-
a

poco, ya que nuestro análisis acaba cuando John obtiene la manzana


pero antes de que se la coma. Sin embargo, el valor total aumenta
en 50 céntimos, ya que la misma pieza de fruta tiene más valor para
John que para Mary. Cambiar el dinero de manos no altera el valor
total. Un dólar equivale a la misma cantidad de dólares para todo el
mundo: una unidad.
Expandamos ahora el análisis aplicando el enfoque de Marshall a

una norma legal en lugar de a una transacción (John compra la man-


zana de Mary), por ejemplo, la libertad de intercambio: quienquiera
que posea una manzana es libre de venderla o no en cualquier tér-
mino aceptado por ambas partes.
En nuestro mundo de dos personas, el resultado sería eficiente. Si
la manzana vale más para John que para Mary, este la comprará; si
la manzana vale más para Mary, no la venderá. Sucedería lo mismo
si John fuese eldueño de la fruta. En cada caso, acabamos con el
resultado que presenta el valor total más alto, que sería el resultado
eficiente, de ahí que la libertad de intercambio sea la norma eficiente.
Ahora incluyamos a una tercera parte, Anne, una clienta alterna-
tiva para Mary.
Primero, supongamos que a Anne le chiflan las manzanas y está
dispuesta pagar hasta 1,50 dólares por ella. Anne mejora la oferta
a

de John y se lleva la pieza. La manzana ha cambiado de mano, de


alguien que la valoraba en 50 céntimos otro que la valora en 1,50
a

dólares, por un beneficio neto de 1 dólar. Su distribución entre Mary


y Anne dependerá de lo buena negociadora que sea cada una. Este
constituye un resultado mejor que los 50 céntimos de John o no obte-
ner beneficio alguno en caso de no venderla. La libertad de intercam-
bio sigue siendo eficiente
A continuación, supongamos que a Anne no le gustan mucho las
manzanas y solo está dispuesta a pagar 75 céntimos. Esta vez, John
mejora la oferta de Anne y obtiene la pieza de fruta. La ganancia
neta es de 50 céntimos, superior al resultado que obtendríamos si la
manzana fuera a parar a manos de Anne (75 céntimos) o se la quedara
Mary (de nuevo, cero).
Considerando estos ejemplos, deberíamos llegar a la conclusión de
que la libertad de intercambio es la norma legal eficiente en nuestro
pequeño mundo de tres personas y una manzana. Con independen-
cia de nuestro cálculo sobre el valor que cada uno otorga a la man-

zana, la norma prescribe que esta acabará en manos de la persona que


más la valora, maximizando así la ganancia neta.
Este es un pequeño ejemplo de un mundo muy diminuto, pero
sirve para ilustrar el funcionamiento del enfoque de Marshall en la
práctica. Las cifras eran conjeturas sobre el valor de la manzana para
cada uno, pero el argumento no. El razonamiento no supone que,
como Anne valora más la manzana, la norma es eficiente, sino que, si
Anne valora más la
manzana, la obtendrá, lo que es eficiente; pero si
John es quien más la valora, será él quien la consiga, lo que también
es eficiente.
Los argumentos sobre la eficiencia de las normas legales rara vez
se apoyan en información del mundo real que nos muestre el valor de
los bienes para diferentes personas. Normalmente intentamos incluir
todas las valoraciones posibles, o al menos plausibles, y buscamos la
norma legal que funcione para todas ellas (la libertad de intercambio
en nuestro ejemplo). Cuando esto se torna imposible, llegamos a con-
clusiones débiles: si la mayoría de la gente.. entonces la norma X es
más eficiente, pero si..
Este sencillo ejemplo también ilustra otro punto importante: el
dinero, aunque conveniente para las partes que realizan y negocian
transacciones, no es central para la economía. Podríamos haber lle-
gado a la misma conclusión, a expensas de extender nuestro análisis
en una o dos páginas más, con un mundo donde el dinero nunca se
hubiera inventado. Mary tiene una manzana, John una rebanada de
pan y Anne una pera. Los tres emplean cuchillos para realizar el inter-
cambio. No necesitan efectivo.

IlL. Es siempre la eficiencia algo deseable?

El enfoque de Marshall para definir la eficiencia económica tiene dos


grandes virtudes:
1. A veces habilita respuestas a preguntas como «2cuándo y
por qué es la responsabilidad objetiva eficiente en el derecho extra-
contractual?» o «cuál es el castigo eficiente para un delito determi-
nado?».

2 Aunque «eficiente» no
su significado
sinónimo de «deseable» o «debería»,
es
lo suficiente como para que las
se aproxima respuestas
a preguntas como «zqué es eficiente?» y «zqué deberíamos hacer?»
sean al menos relevantes entre ellas, si bien no necesariamente idén-
ticas.
Dicho de otra manera, lo que Marshall considera «más eficiente» se
asemeja a lo que la gente califica como «mejor» y, además, es mucho
más preciso y se aplica más fácilmente. Parecerse, no obstante, no
equivale a identificarse, como mi hijo de seis años podría fácilmente
demostrar visitando una licorería con mi carné de identidad. Antes
de dar por válido el concepto de eficiencia económica, merece la pena
señalar sus limitaciones:
1. Asume que lo único relevante son las consecuencias. De esta
manera, descarta la posibilidad de valorar normas legales mediante
otros criterios no consecuentes, como la justicia.
Imaginemos a un sheriff que observa a una multitud a punto de
linchar a tres sospechosos de asesinato que son inocentes. Decide
solucionar el problema proclamando (espuriamente) que tiene prue-
bas en contra de uno de ellos y acaba con su vida de un disparo.
Si lo juzgamos según sus consecuencias, asumiendo que no existía
otra solución posible, parece una mejora inequívoca (de dos vidas).
Sin embargo, muchos de nosotros guardaríamos reservas morales con
respecto a la actitud del sheriff.
mas aprendidas que producen un resultado eficiente, es decir, leyes
que, de alguna manera, hemos asimilado. Si esta es una imagen ade-
cuada de la justicia, el lector lo tendrá que decidir por él mismo.
Cabe la posibilidad de que definir el valor según nuestras acciones
no siempre produzca la respuesta acertada, pero resulta complicado
recurrir a otra forma mejor. Si el valor que otorgo a un bien no está
delimitado por mi forma de actuar, deberá determinarse, por razones
operacionales (para controlar las consecuencias), según las acciones
de otra persona. Mientras la estatua de la justicia siga anclada firme
mente en su pedestal en lugar de descender y tomar las riendas, las
acciones de las personas constituyen el único instrumento disponible
para mover el mundo. El único problema será, por tanto, encontrar
a «otra persona» que, por un lado, conozca nuestros intereses mejor

que nosotros mismos y, por otro, en la que podamos confiar para su


consecución.
La última crítica a la eficiencia, que ignora el hecho de que una
unidad monetaria vale más para algunas personas que para otras, es
posiblemente la más seria. Marshall argumentó que la mayoría de
las cuestiones económicas suponen costes y beneficios para grupos
de personas grandes y heterogéneos, por lo que las diferencias en el
valor individual del dinero (diferencias en la «utilidad marginal de
la renta» en el idioma de la economía) probablemente se compensen
entre ellas.
A primera vista, este argumento parece inaplicable al derecho. Se
cree generalmente que ciertas normas legales favorecen a ricos y otras
a pobres, en cuyo caso juzgar las normas por sus efectos sobre el valor
monetario podría dar un resultado diferente a su valoración sobre,
digamos, la felicidad total. Sin embargo, las primeras impresiones son
siempre engañosas. Una de las lecciones que aprenderemos del aná-
--
lisis económico del derecho señala que no es fácil utilizar las normas
riqueza,----.
legales generales para redistribuir la **. pues las leyes «prorri-
cOS» y «propobres» normalmente no son ni lo uno ni lo otro.
Analizamos un ejemplo de este razonamiento en el capítulo ante-
rior, en el contexto de la garantía irrenunciable de habitabilidad, una
doctrina que mucha gente, incluidos jueces, considera una forma de
favorecer a los inquilinos pobres a expensas de sus caseros. Cambiar
uno de los términos del contrato en favor de un arrendatario puede
beneficiar a este, pero si las normas legales alteran constantemente
un término para proteger a una de las partes, las demás cláusulas se
transformarán para compensar dicha modificación. Desde la perspec-
tiva retrospectiva de un único caso, la redistribución de una parte a la
otra es evidentemente una opción; desde la perspectiva prospectiva
del efecto que produce una norma legal sobre las acciones de las par-
tes afectadas, puede que no lo sea.
Consideremos un ejemplo extremo: una ley que «favorece» a inqui-
linos pobres impidiendo que un propietario pueda ejecutar alguno
de los términos del contrato en su contra. Como consecuencia de
dicha norma, pocos alquilarán pisos a personas con ínfimos recursos,
puesto que no tiene sentido alquilar un apartamento si luego no pue-
des cobrar la renta.
Este no es un argumento completamente imaginario. Se corres-
ponde razonablemente bien a la teoría del siglo XVII con respecto
a la protección de las mujeres. Las mujeres casadas no podían, en
la mayoría de contextos, firmar contratos vinculantes, por lo que les
estaba vetada su participación en un gran número de actividades
económicas[13]. El abandono de esta doctrina en el curso del siglo
XIX fue una mejora para las mujeres y los hombres que querían hacer
negocios con ellas. Si, como estos ejemplos sugieren, la mayoría de
las cuestiones legales suponen la eficiencia antes que la redistribución
de la renta, diseñar el derecho con la expectativa de maximizar la
primera será una buena forma, aunque imperfecta, de maximizar la
felicidad.
Un argumento alternativo en defensa del derecho eficiente señala
que, si bien las normas legales se pueden utilizar para redistribuir,
existen instrumentos más apropiados para este fin, como los impues-
tos[141. En tal caso, parece sensato emplear el sistema legal para ma-

ximizar el tamaño de la tarta y permitir que los cuerpos legislativos y


la agencia fiscal se encarguen de repartirla.
Mi conclusión es que la eficiencia, definida en el sentido de Mars-
hall, nos proporciona una aproximación útil, aunque imperfecta, para
valorar las normas legales y sus resultados. Puede que sea conve-
niente adoptar dicha conclusión como hipótesis de trabajo mientras
lee este libro para luego abandonarla con total libertad al finalizarlo.
Hasta ahora he defendido que la eficiencia económica es un criterio
normativo, es decir, una forma de decidir el contenido del derecho (lo
que antes describí como la tercera y más controvertida aspiración del
análisis económico del derecho). En el contexto de las dos primeras
propuestas (entender el efecto de las normas legales y por qué exis-
ten), las objeciones que he analizado son en gran medida irrelevantes.
Las consecuencias de las leyes están determinadas no por lo que la
gente debería valorar, sino por lo que realmente valora, puesto que
ello condiciona sus acciones. Además, en relación a la maquinaria que
genera el derecho, el valor monetario es más relevante que el valor
medido en alguna otra unidad abstracta de felicidad. Una unidad pe-
cuniaria de un hombre rico tiene el mismo peso a la hora de contratar
a un abogado o sobornar a un legislador que la de una persona pobre,

por lo que, si los resultados están determinados por algún tipo de


valor neto, el monetario parece el mejor candidato.

IV. Alternativas a Marshall, o alfombras donde esconder


el polvo
Los economistas modernos intentan menudo sortear algunos de los
a

problemas implícitos en el enfoque de Marshall empleando la defi-


nición de mejora económica del economista italiano Vilfredo Pareto.
Este eludió el problema de compensar ganancias de unos con pérdi-
das de otros definiendo una mejora como un cambio que beneficia a

algunos y no perjudica a nadie.


Por desgracia, esta aproximación elimina, además del problema,
su solución. Consideremos de nuevo nuestro pequeño mundo. Mien-
tras haya dos personas, la libertad de intercambio es eficiente, en
términos de Marshall (beneficios netos) o Pareto (algún beneficio,
ninguna pérdida). Por cualquier precio entre 50 céntimos y 1 dólar,
Mary y John salen ganando.
Sin embargo, traigamos a Anne y sus 75 céntimos de vuelta.
Esta propone, desde el principio de solidaridad de sexo, una nueva
norma: las mujeres solo pueden comerciar con otras mujeres. Pasar
de la solidaridad de sexo al libre intercambio produce una ganancia
neta según el criterio de Marshal, pues significa que John, en lugar
de Anne, se llevará la manzana y, además, vale más para él. Empero,
perjudica a Anne, por lo que no es una mejora según el economista
italiano.
El problema con la teoría de Pareto se agudiza a medida que
sumamos a unos cuantos cientos de millones de personas más. En
una sociedad tan compleja, es indudablemente improbable que un
cambio en las normas legales produzca solo beneficios. Ni siquiera el
partidario más acérrimo del libre comercio (un servidor, por ejemplo)
negaría que la abolición de los aranceles perjudica a algunas perso-
nas. Si queremos llevar a cabo una valoración general de los efectos
de estos cambios, nos tropezaremos con el problema de contrarrestar
ganancias con pérdidas, un problema que Marshall soluciona, aun-
que de manera imperfecta, y Pareto solo elude. Será, por tanto, la
aproximación de Marshall a la definición de una mejora económica y
la eficiencia de las normas legales la que emplearé en esta obra y otros

economistas normalmente aplican, lo admitan o no.


Los lectores interesados en una discusión más detallada de estas
cuestiones pueden consultar otros de mis volúmenes, incluido uno
colgado en mi página web[15. Con suerte, los argumentos que
he presentado al respecto logran demostrar a los lectores con cono-

cimientos económicos por qué considero que el enfoque de Pareto,


además de una versión más elaborada de Hicks y Kaldor, elude más
que soluciona el problema de valorar los cambios que afectan de
forma diferente a muchas personas.

Una clara justificación del laissez-faire

El debate sugiere, hasta este punto, una solución simple para crear
normas legales eficientes: propiedad privada más libre intercambio.
Todo pertenece a alguien; todos somos libres de comprar o vender en
cualesquiera términos aceptables para comprador y vendedor.
Nuestra generalización para incluir el cultivo de manzanas, así
como para comerciar con ellas, es pues inequívoca. Un bien nuevo
pertenece a aquel que lo produjo. Por tanto, si el coste de producir un
bien (el coste agregado de todos los insumos necesarios) es inferior al
valor más alto que alguien le otorga, será rentable comprar los insu-
mos, producir el bien y venderlo al mejor postor. No solo todos los
bienes se asignarán a su uso óptimo (el que ofrezca mayor valor), sino
que se producirán solo si su valor más alto es superior al coste que
asume quienquiera que los produzca más fácilmente.

También podría gustarte