Está en la página 1de 3

Una Argentina peronista

En las elecciones presidenciales de octubre del año 2019, un 48,24% del electorado votó por
el candidato del Partido Justicialista (que en esa ocasión concurrió a las elecciones con el
nombre de Frente de Todos, una coalición de peronistas en cuyo vértice se ubica la
expresidenta Cristina Kirchner) derrotando al candidato de la coalición entonces gobernante
y presidente en ejercicio Mauricio Macri, que obtuvo en esa elección 40,28% de los votos. Un
verdadero récord para un oficialismo derrotado en la Argentina (Angeloz, 37%; Eduardo
Duhalde 38,28%). No se computan aquellas donde tuvo lugar una segunda vuelta (2015) o
donde un ballotage debería haber tenido lugar (2003) porque no son comparables los
resultados.
En pocas palabras, el frente electoral
enhebrado por el talento de la expresidenta y
representado en la formalidad de las cosas
por Alberto Fernández y ella misma derroto
con nitidez al entonces presidente, pero no lo
hizo por una distancia que pudiera evocar
otras elecciones donde esa diferencia fue aún
más concluyente (1989, 1999) para llevar
una cuenta restringida a las elecciones que
tuvieron lugar desde el regreso de la
democracia en 1983.
Podríamos decir, en base a la serie de
elecciones presidenciales que han tenido
lugar desde 1983 hasta el presente y en base
a la diferente capacidad para sobrevivir con
éxito el enorme desafío de gobernar un país
que ha sido históricamente mal gobernado,
tanto por civiles como por militares, que el
peronismo es la fuerza política preponderante
de la política argentina. Gobierna la mayor
parte del tiempo con suerte dispar y es un
factor determinante (pero no uno excluyente)
de la suerte política de aquellos que tienen que
gobernar cuando les toca en suerte. Pero el
peronismo no es una fuerza política
excluyente. No es la única fuerza política.
Cada vez resulta más evidente el tipo de
coalición electoral que el peronismo ha venido a representar en la Argentina, que presenta
tanto continuidades como discontinuidades con el tipo de base electoral característica de
otras encarnaciones de esa fuerza sobre las que vale la pena llamar la atención. El modo en
que procede mi argumento es el siguiente: qué tipo de país seria la Argentina si fuera,
efectivamente, una Argentina total y absolutamente peronista como muchas veces han
cantado en sus actos los simpatizantes del actual partido del gobierno. En otras palabras, si
tuviera la oportunidad de librarse de la presencia de esa parte molesta del país que no rinde
tributo a sus íconos de ayer y de hoy (Perón, Evita, la juventud maravillosa, Néstor Kirchner,
Cristina Fernández) ¿Qué tipo de país sería esa Argentina?
Con 12,9 millones de habitantes, la Argentina peronista tendría un tamaño parecido a países
como Sudán del Sur, Ruanda, Guinea, Burundi o Benín. Con una población distribuida
mayoritariamente entre las provincias de Formosa, Catamarca, San Juan, La Rioja, Santa
Cruz, Chubut más los grandes aglomeramientos urbanos como el Gran Rosario y los
populosos distritos de La Matanza, Lanús, Moreno, Merlo o distritos semejantes del Gran
Buenos Aires, las posibilidades de la economía de la Argentina peronista estarían
circunscriptas a las industrias extractivas (petróleo, gas, minería), al trabajo informal y al
empleo público. Sin embargo, la economía de la Argentina peronista todavía tendría que
resolver la demanda de subsidios de los grandes grupos de pobladores (votantes
inconmovibles del oficialismo desde 1983 hasta la fecha) que esperan que el estado provea
alimentos, entretenimiento, fútbol gratis, telefonía celular. Eso sería compatible con las
compras de alimentos del ministerio del ramo (curiosamente llamado de “desarrollo social”)
y un tipo de actividad empresarial de gente como Tinelli, Moyano, Sigman, Vila o Manzano.
Naturalmente, siendo su base productiva el sector extractivo, la telefonía celular y los
entretenimientos televisivos la Argentina peronista enfrentaría recurrentes crisis de su cuenta
corriente que, ante la imposibilidad de generar divisas para importar, obligaría al gobierno a
aumentar el peso de la carga tributaria en las empresas de servicios y la minería. A esa altura
de los acontecimientos, por su parte, la petrolera estatal YPF tendría más niveles gerenciales
que equipo de exploración, su productividad caería en picada como ha sido el caso de otras
empresas estatales de hidrocarburos (como PDVSA por ejemplo) y, por lo tanto, más que ser
parte de la solución, aportando divisas, serían parte del problema agravando la situación.
De manera bastante razonable, las autoridades pedirían a los únicos ciudadanos de la
Argentina peronista un esfuerzo adicional: fuera de las changas que eventualmente serían las
únicas fuentes de actividad económica de legiones de vecinos subsidiados de La Matanza,
Formosa, Santiago del Estero o Catamarca que no tienen empleos en el sector extractivo o
del entretenimiento, por citar algunas pujantes industrias características, serían los
empleados estatales, judiciales y docentes universitarios. El aumento de la presión tributaria
sobre esos ciudadanos (habida cuenta que Sigman, Manzano y Vila residirían en el exterior
habiendo transformado a sus empresas en fideicomisos ciegos y Tinelli tendría para esa época
domicilio fiscal en Bahamas). Muy probablemente, el malestar crecería en vastos sectores del
empleo público, la judicatura, el Conicet y el staff jerárquico de las universidades. De todos
modos, esos sectores no tendrían vuelta atrás: su compromiso militante con la instauración
de la Argentina peronista les haría imposible criticar esos aspectos no deseados del gobierno
sin ser confundidos ellos mismos con gorilas, neoliberales o vendepatrias. En un alarde de la
imaginación, el gobierno popular aceptaría que, a cambio de soportar la asfixiante carga
tributaria, esos grupos accedieran a trabajar 1 o 2 veces por semana para compensar tan
incómoda situación de deterioro de sus ingresos, situación agudizada por una inflación anual
superior al 300% generada por la necesidad de financiar la actividad del gobierno popular.
Es verdad que todo eso podría solucionarse si se admitiera un período de “ajuste neoliberal”
(Manzano y Vila serían muy favorables a esa perspectiva naturalmente), ajuste del gasto
previsional (ya no quedarían para esa época piedras ni fuentes por romper en la Plaza de los
dos Congresos) y solicitud de créditos externos a algunos países amigos de Argentina
(Venezuela, Ecuador, Nicaragua o, con algo de suerte, México). Pero eso requeriría que
alguna persona hiciera las veces de opositor y, en algún sentido, de chivo expiatorio de tantos
errores acumulados, algo que contradice la propia idea de una Argentina libre de gorilas.
Mientras el país se hundiría en la pobreza y en la desesperanza, sin embargo, todavía habría
espacio para que en el sistema universitario, tanto estatal como privado, los estudiantes
pudieran aprender un nuevo modo de escribir con la letra “e” al final de ciertas palabras,
reemplazando la expresión “que” por la fonéticamente más precisa “ke” o incluso “k”, y donde
los jóvenes se socializaran en la lealtad a la bandera multicolor, los grupos originarios que
queman parroquias, descansos o propiedades en la Patagonia y pidieran por la aparición con
vida de Santiago Maldonado, víctima de las piedras de la gendarmería neoliberal. No es difícil
erigir una Argentina peronista. El problema es que tal vez ni los peronistas estén convencidos
de las “ventajas” de esa utopía peronista: no tendrían a quien echarle la culpa del resultado.

También podría gustarte