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Movimientos sociales populares: formas de lo político en la hegemonía

progresista
Equipo docente Centro de Formación Popular con Organizaciones Sociales,
Servicio Central de Extensión, UdelaR1.

Resumen
En el año 2005, con el ascenso del Frente Amplio al gobierno, se abre en el país un
escenario nuevo para los movimientos y organizaciones populares. Si el proceso político
social desde los 60´ se caracterizaba por la disputa de estos con los clásicos partidos de
la derecha con el apoyo del FA, su llegada al gobierno abrirá un escenario complejo y
confuso. Por un lado, las mejoras materiales concretas para los y las trabajadoras por
influencia de un ciclo económico en ascenso, por otro, la inexistencia de señales que
confirmaren transformaciones más profundas, dejaron a los movimientos con escaso
margen de maniobra. Se plantea así el desafió de ir mas allá de lo delineado por el
gobierno, con el que se tiene lazos históricos y que llegó al poder marcado por la
antesala de la lucha contra el neoliberalismo que los propios movimientos y
organizaciones protagonizaron.
Nos proponemos reflexionar las formas políticas de lo popular y sus prácticas en el
marco de la nueva hegemonía progresista. La noción de hegemonía nos permite poner
énfasis en la producción de consensos, ya que “no es la anulación del conflicto sino,
más bien el establecimiento de un lenguaje y un campo de posibilidades para el
conflicto” (Grimson, 2011:46). La hegemonía progresista instala así un lenguaje
específico, delinea los límites de cómo debe darse el conflicto y cristaliza ciertos
horizontes de imaginación política.
Falero (2008) plantea que se construye un consenso donde lo posible es aquello
garantizado por el gobierno, perdiendo así legitimidad la movilización popular y toda
reivindicación que traspase estos límites. La iniciativa de lo político se centra en el polo
gobernante, pasivizando la acción de los sectores populares (Modonesi, 2010) y a las
vez institucionalizando cada vez más el conflicto social. Este rasgo de la hegemonía se
configura en la capilaridad de lo territorial de la mano de las políticas sociales
focalizadas en alianzas con las Organizaciones No Gubernamentales (ONGs)

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María Noel Sosa, Mariana Menéndez, Mariana Fry, Lucia Elizalde y Diego Castro.
Se avanza en la consolidación en el movimiento popular de una forma liberal de la
política (Gutiérrez, 1998) que no sólo marcará su relacionamiento con el gobierno, sino
sus propias prácticas políticas. Esta forma liberal, sostenida en la separación entre
representados y representantes, autonomiza al representante expropiando la capacidad
de decidir y ejecutar materialmente aquellas decisiones del colectivo.
No obstante, es posible advertir a la interna del movimiento popular practicas que se
contraponen a esta forma hegemónica de concebir lo político, que ancladas en su
tradición histórica se acercan a una forma comunitaria o popular de la política
(Gutiérrez, 1998). Es decir, que conciben la función de representación como modo de
dar curso a la voluntad común, y que se esfuerzan en construir acuerdos entre sujetos
concretos, priorizando la horizontalidad para decidir lo que a todos afecta y generando
condiciones de posibilidad para el despliegue de la imaginación política.
Movimientos sociales populares: formas de lo político en la hegemonía progresista

En el año 2005, con el ascenso del FA al gobierno, se abre en el país un escenario nuevo
para los movimientos y organizaciones populares. Si el proceso político social desde los
60´ se caracterizaba por la disputa de éstos con los clásicos partidos de la derecha con el
apoyo del FA, su llegada al gobierno abrirá un escenario complejo y confuso.
Este punto de inflexión, puede comprenderse al analizar no sólo la coyuntura en que se
arriba al gobierno progresista, sino el proceso histórico de construcción de las
organizaciones populares, y su relación con el FA.
Respecto al proceso histórico los últimos tres ciclos de lucha (Tarrow, 1994) en nuestro
país se forjan en una articulación compleja entre las fuerzas políticas del FA y las
organizaciones populares. Su propio proceso de surgimiento esta anclado en una historia
común, la lucha de los años 60, y se plasman en la organización del Congreso del
Pueblo (1964), la unificación sindical en la CNT (1965), la creación de FUCVAM
(1970) y la unificación de la izquierda política (1971). Desde este surgimiento conjunto
comparten un programa y un accionar, que con matices y diferencias, han implicado una
fuerte articulación. En los últimos tres ciclos de lucha en el Uruguay (Falero, 2008),
estas organizaciones junto a la FEUU estarán presentes, compartirán también una
construcción de sentidos comunes de resistencia al modelo neoliberal y de un proyecto
que, aunque heterogéneo y con conflictos, los engloba.
Con respecto a la coyuntura de lucha que antecede la victoria electoral, vale destacar la
forma de resolución de la crisis del modelo en el año 2002. En este caso la política
económica se vio abiertamente deslegitimada, pero no así el modelo de dominación
política. Aunque los partidos históricos de la derecha fueron duramente cuestionados, no
se tuvo igual proceder con el régimen democrático representativo. Esta es una diferencia
fundamental con las experiencias argentina y boliviana, en las que la crisis económica
deviene en importantes desbordes desde lo popular y en un fuerte cuestionamiento al
modelo de democracia representativa como única forma de organizar lo político.
América Latina misma, se caracteriza por democracias liberal - procedimentales más
bien formales y procedimentales sin procesos reales de participación de las grandes
mayorías, asentadas en burguesías que no han sido necesariamente democráticas, “un
régimen político que, en sociedades divididas en clases como las nuestras, es también y
sobre todo, una forma de dominación social de clase” (Ansaldi, 2009:202). En Uruguay,
sin embargo, la crisis del 2002 como efecto de las políticas neoliberales se canalizo por
la vía institucional fuertemente respaldada por acuerdos interpartidarios y sin desbordes
sociales significativos.
Para habilitar procesos de comprensión sobre las luchas sociales y los movimientos que
las encarnan es imprescindible comprender el contexto en las que estas acciones se
despliegan. El concepto de hegemonía, acuñado por Gramsci, nos permite dar cuenta de
una distinción entre dominación, como coerción directa sobre todo en tiempos de crisis,
y hegemonía, como proceso mediante el cual un grupo social ejerce una dominación
sobre el resto de la sociedad, no sólo en lo político o económico sino en un conjunto de
prácticas y expectativas en relación con la totalidad de la vida social (Williams, 2000).
Esta perspectiva nos permite poner énfasis en los consensos relativos que se construyen
en un determinado momento, aunque es preciso reafirmar que la hegemonía es
constantemente recreada y será también resistida y desafiada.
Es decir, no implica la inexistencia de conflictos “más bien el establecimiento de un
lenguaje y un campo de posibilidades para el conflicto” (Grimson, 2011:46). La
hegemonía neoliberal instaló un lenguaje específico para el conflicto y delimitó lo que
era posible, lo imposible y lo impensado. La hegemonía progresista construye otros
consensos, delimita también un lenguaje, delinea los límites de cómo debe darse el
conflicto y la lucha social y cristaliza ciertos horizontes de deseo y de imaginación
política. Podemos observar entre ambas continuidades y rupturas, respecto a las
dimensiones económicas, políticas, sociales y culturales.
Para constituirse como tal, la hegemonía progresista “(…) necesitó construir un discurso
binario y dicotómico, donde lo que había en la vereda de enfrente al gobierno era la
derecha partidaria, inhabilitando y estigmatizando otras críticas y rupturas” (Castro,
Elizalde, Menéndez & Sosa, 2014:162). De la mano de este discurso se genera un
consenso, lo posible será sólo aquello garantizado por el gobierno y toda movilización
o reclamo popular que desborde estos límites sera fuertemente deslegitimado. En este
marco Falero (2008) sugería dos escenarios posibles para la lucha social, el de
adaptación y el de desacoplamiento. Entendiendo el primero como “construcción de
derechos, constantemente negociado” (Falero, 2008: 238) y el segundo como aquel en el
“que se está dispuesto a construir formas sistemáticas de desobediencia frente al
consenso propuesto” (Falero, 2008: 239). Al actuar en una campo y un lenguaje
regulado por otro donde prima el posibilismo, si las organizaciones sociales históricas o
nuevos agrupamientos no desbordan el consenso instalado, será extremadamente
dificultoso para los sectores populares conquistar nuevos derechos (Falero, 2008).
Como dijimos si la iniciativa de lo político queda centrada en el polo gobernante pierde
protagonismo y se pasiviza (Modonesi, 2010) las acciones de los sectores populares y
sus organizaciones.

Mercado de la necesidad e institucionalización de lo popular


Un aspecto clave para entender la configuración de la nueva hegemonía progresista es la
forma en que ésta se expresa en el territorio, articulando un conjunto de discursos,
prácticas e instituciones sociales que contribuyen a producir y reproducir el actual
consenso dominante. El modo en que éste institucionaliza la participación popular que
se desarrolla a nivel territorial delimita lo que se puede exigir y el método para
disputarlo, despolitizando la organización popular para transformarla en mera gestora de
prestaciones sociales individualizadas. Este proceso no se inaugura con el progresismo,
pero sí se profundiza en este contexto.
Con el advenimiento de la nueva hegemonía progresista, asistimos a una
territorialización de las políticas públicas sociales, a través de la creación de un conjunto
de entidades localizadas2 en los barrios que contribuyen en la ejecución de la política
social y que a su vez crean nuevos espacios de participación ciudadana. De este modo,
se refuerza la presencia del estado en el territorio, desde su brazo de asistencia y control
social. Por otro lado, en este período se profundiza la tendencia a la tercerización de la
política pública social, a través de la proliferación de convenios con ONG que ejecutan
una enorme proporción de los recursos públicos y que a su vez son quienes gestionan
los espacios de participación promovidos desde la institucionalidad. Finalmente, estos
procesos se complementan con la descentralización política, basada en la idea de
generar nuevos niveles de gobierno que involucren participación ciudadana. En este
proyecto, la gobernabilidad (la capacidad del gobierno para llevar adelante sus

Entre ellas, pueden mencionarse las oficinas territoriales del Mides, los Socat o las mesas locales

para la convivencia y la seguridad ciudadana impulsadas por el Ministerio del Interior (Pérez, 2011).
decisiones) se asienta en la conformación de redes socio gubernamentales que se espera
que oficien de círculo virtuoso entre la sociedad y el estado (Pérez, 2011).
Las ONG surgen de la mano del neoliberalismo y el consenso de Washington, en un
contexto de repliegue del estado de sus funciones sociales. Son parte de lo que algunos
llaman “tercer sector”, ya que surgen de lo privado pero intervienen en la resolución de
asuntos públicos (Sarachu, 1999).
Las ONG no surgen como tales, sino que se originan del devenir de experiencias de
base de militantes sociales, políticos y religiosos, junto con técnicos y profesionales, de
los años 60. En los años 70 y 80 se multiplican estas experiencias barriales bajo el
régimen militar, constituyendo espacios de resistencia ya que eran un lugar de encuentro
no censurado. Hasta aquí son espacios que se sostienen con participación de base y
voluntariado y cierto financiamiento del exterior, principalmente a partir del aporte de
exiliados políticos. No obstante cabe señalar que las ONG no son un actor homogéneo,
sino que hay una importante variedad de situaciones. Mientras algunos grupos
permanecieron en su modo original, otros modificaron su estructura interna, se
formalizaron, sacaron personería jurídica y firmaron convenios con el estado. Con esto
asumen un nuevo rol, crecen económicamente, empiezan a establecer relaciones
laborales y se transforman en gestoras de la política social (Villareal y Santandreu,
1999)
En 1990 el Frente Amplio accede al gobierno municipal de Montevideo y empieza con
ello el proceso de descentralización. Este proceso encontró en las ONG un aliado
fundamental e implico los barrios la institucionalización de varias iniciativas populares,
que pasaron a ser gestionadas por ONG. Con el crecimiento de nuevas políticas sociales
de alcance nacional y municipal, se contratan técnicos pero los y las vecinas continúan
participando aunque de manera orientada, controlada, dirigida. Incluso alejándose y
desapropiándose de lo que ellos mismos habían construido.
Complementariamente, en los últimos años asistimos a un cambio de comportamiento
de las ONG, mediante el cual se modifican los marcos legales, los financiamientos, los
objetivos, el tamaño y alcance, vinculado a esto último a la incorporación o crecimiento
de personal rentado, estableciéndose jerarquías, diferenciación de roles y concentración
poder. Se transforman en gestores de la política social y en administradores de un
enorme caudal de fondos públicos. Se crea entonces un mercado de la necesidad, donde
las ONG compiten por recursos con lógicas de mercado (licitaciones, competencia),
bajo la idea de atender necesidades sociales, manejando millones de pesos. La división
del trabajo implica que los pocos que dirigen captan los recursos, mientras que los
cientos de trabajadores en territorio lo hacen bajo condiciones sumamente precarias.
Esta forma promovida por el progresismo tiene profundas consecuencias sobre el tejido
social y las posibilidades de organización popular autónoma. En primer lugar,
institucionaliza la participación: ésta se estructura a partir de canales institucionales
definidos desde la esfera estatal, tanto en el plano de la decisión política como en el
plano de la resolución de necesidades colectivas. En segundo lugar, individualiza la
resolución de necesidades: el sujeto ya no es un colectivo sino el ciudadano beneficiario
de prestaciones públicas que se gestionan de modo individual. De este modo se
reproduce el individualismo y la desorganización. Además, prefigura los métodos para
la resolución de necesidades, legitimando la idea de que para obtener algo hay que pedir
al técnico o negociar con el político local, en vez de apostar a la organización colectiva
y a la conquista de derechos. En estos nuevos espacios se genera un predominio y
dominio de los técnicos y por tanto de la lógica de la tecnocracia por sobre la política
(Pérez, 2011).
En este esquema, la participación aparece como condición para la eficiencia de las
políticas públicas y por lo tanto como garantía de gobernabilidad. Como en cualquier
dinámica de participación promovida desde la institucionalidad, los límites están
establecidos de antemano cuando se regulan los temas y el orden de cosas que se
pueden decidir, así como también los métodos para resolver necesidades colectivas. De
este modo, estas redes socio gubernamentales crean una “ilusión de la participación”,
que sí bien en ocasiones resuelve problemas concretos a la vez contribuye a legitimar el
orden de cosas existente.

Formas de lo político en las organizaciones populares

Este conjunto de discursos y prácticas refuerzan además una forma de concebir lo


político, contribuyendo reproducir y consolidar en el movimientos una forma liberal de
la política (Gutiérrez, 1998) que no sólo marcará su relacionamiento con el gobierno,
sino sus propias prácticas políticas. Esta forma liberal, sostenida en la separación entre
representados y representantes, autonomiza al representante expropiando la capacidad
de decidir y ejecutar materialmente aquellas decisiones del colectivo.
Entendemos que el concepto de forma liberal de la política puede ayudarnos a
comprender algunas características de la cultura política hegemónica tanto en la
sociedad como en los movimientos sociales. Según Gutiérrez (1998), en esta cultura
política el individuo ocupa un lugar central, funciona en torno a la delegación de la toma
de decisiones de los asuntos de interés colectivo, se asienta en una lógica de
jerarquización (donde los representantes se convierten en el sujeto real) que es a la vez
excluyente y no permite otras formas de democracia.
Por el contrario, en las revueltas populares se visualiza de forma más clara la existencia
de una forma comunal o comunitaria de la política (Raquel, 1998), que presenta
características diferentes: el nosotros es el fundamento de la vida colectiva y de las
organizaciones sociales, no hay delegación del poder, éste permanece sujeto a las
decisiones y el control del colectivo. La capacidad destituyente es el reaseguro del
colectivo como modo de regulación interna.
Ambas lógicas son también contradictorias en lo que se relaciona con el funcionamiento
de la sociedad: mientras la forma liberal/representativa de la política es funcional a la
acumulación de capital, la forma comunitaria popular está centrada en la reproducción
de la vida y los cuidados; la primera busca el progreso material y la segunda es
conservadora en el sentido de cuidar los bienes comunes existentes.
En los movimientos y organizaciones populares coexisten ambas lógicas, aunque la
forma liberal es la hegemónica. En particular, observamos la autonomización de los
representantes de los colectivos que los eligieron, la individualización de la
participación y de la representación, y la dificultad para que las bases controlen o
ejerzan algún papel destituyente si lo consideran necesario. En el terreno
medioambiental y en relación a las mujeres y el patriarcado, es quizá donde más
claramente puede percibirse la incapacidad de esta forma de la política de trabajar en la
reproducción de la vida, ya que las demandas que enarbola no son contradictorias con la
acumulación capitalista.
Esta situación no se presenta necesariamente como intencionalidad, determinada
conscientemente, planificada ex-profeso, sino más bien como un saber hacer o saber
reproducir una forma liberal de lo político.
Otro elemento distintivo son los escasos espacios orgánicos para la deliberación,
instancias necesarias e imprescindibles para la toma de decisión posterior. La mayoría
de las veces se piensa que estos espacios son las asambleas, pero tanto en el ámbito
sindical como barrial la dinámica en algunas experiencias la dinámica tiende a tornarse
anti-deliberativa. Ya sea por las agrupaciones o corrientes de opinión, los voceros, uno o
dos, esgrimen los argumentos principales y el resto acompaña, vota, con mayor o menor
apropiación del debate, pero básicamente no participa activamente de la deliberación .
Esta situación, repetida en cada toma de decisión refuerza una cultura política liberal.
No obstante, es posible advertir a la interna del movimiento popular prácticas que se
contraponen a esta forma hegemónica, que ancladas en su tradición histórica se acercan
a una forma comunitaria o popular de la política. Es decir, que conciben la función de
representación como modo de dar curso a la voluntad común, y que se esfuerzan en
construir acuerdos entre sujetos concretos, priorizando la horizontalidad para decidir lo
que a todos afecta y generando condiciones de posibilidad para el despliegue de la
imaginación política, tejiendo una trama de múltiples espacios deliberativos en busca de
la posición común, lugares para rumiar los temas. En algunos casos los espacios de
formación están cumpliendo este rol frente a la imposibilidad de que la asamblea lo
haga, tironeada por dinámicas más próximas a la confrontación que por la búsqueda de
acuerdos.
En Uruguay la forma comunal de la política se manifiesta en experiencias locales o en
coyunturas de potente irrupción de la acción colectiva. Entre las primeras, sería
necesario destacar el campamento de Itacumbú que dio origen a UTAA, en Bella Unión,
donde se formó una suerte de “comunidad de peludos” que durante un tiempo fue el eje
aglutinador del movimiento (González Sierra, 1994).
En el movimiento sindical han sido los conflictos los que han permitido que se exprese
abiertamente la forma política popular latente, en particular en gremios como la
construcción durante la década del 90, donde se aglutinaban en torno a asambleas o
ollas comunes en los lugares de trabajo, siguiendo una larga tradición del movimiento
obrero. El movimiento contra la impunidad (Delgado, 2000) en su despligue de lucha
entre 1986-1989 y las ocupaciones liceales de 1996 (Zibechi, 1997) fueron otros
momentos en los que las decisiones partieron de los colectivos y no se eligieron
representantes permanentes sino voceros o delegados mandatados para coordinar las
decisiones.
Pese las numerosas experiencias en las que ha sido posible superar la forma liberal de la
política, ésta se mantiene en un lugar hegemónico ya que los modos populares de hacer
no han conseguido trascender las coyunturas y lo local para instalarse como sentido
común de las organizaciones sociales populares.
La modalidad en que se salda la crisis de 2002, sin cuestionamientos a la lógica de
dominación política en tanto forma liberal, sumada al proceso de territorialización
posterior vinculado a las políticas públicas focalizadas, conforman -entre otros
elemento- rasgos particulares del vínculo entre gobierno y los sectores populares
organizados en la denominada hegemonía progresista. Las debilidades internas propias
y un contexto complejo y adverso por demás son parte de los elementos que
caracterizan el estado de las luchas sociales en Uruguay. Esto no implica la inexistencia
de conflictos. En los trabajadores formales, vinculados a salarios y condiciones de
trabajo, se dan en el marco de las instancias institucionalmente prefijadas, consejos de
salarios y negociación colectiva. En los sectores informales y menos organizados una
red de “apoyo” territorial que a la vez que es apropiada para la subsistencia, mantiene
los esfuerzos individuales y colectivos en lógicas políticas burocratizadas y mediadas
por gestores institucionales.
Sin embargo, también hay conflictos que son más o menos visibles, que de tanto en
tanto irrumpen. Así, el desafío para los movimientos y organizaciones continua
planteado en la necesidad de mayor protagonismo popular en la resolución de los
problemas cotidianos. En ensayar y potenciar otras formas de lo político mas allá de los
limites establecidos, inaugurando nuevos horizontes de imaginación política.
Referencias

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