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Jesús y la Eucaristía

La Eucaristía es el regalo más hermoso que Jesús nos dejó en la tierra. ¿Qué hubiera
sido de nuestra vida sin esta presencia silenciosa, vigilante y amorosa de Dios en los
Sagrarios de las iglesias? ¿Cómo caminar por los senderos de este mundo sin este
Alimento espiritual? La Eucaristía es el misterio de un Dios que quiso quedarse entre
nosotros como Amigo íntimo, como Compañero inseparable. Las delicias de este Dios
es estar con los hijos de los hombres. Ahí en la Eucaristía Dios se reviste con el velo de
sencillez, de humildad, del anonadamiento, para que nadie pueda decir que es
demasiado grande como para acercarse a Él. ¿Quién será capaz de despreciar este
inmenso y postremo esfuerzo del Corazón de Jesús para ganarse al hombre?
La Eucaristía ha sido el mayor regalo que Cristo nos dio antes de volver al Padre. En la
Eucaristía, Cristo está con su presencia real, personal y sustancial. En la Eucaristía
Cristo se sacrifica por cada uno de nosotros. En la Eucaristía, Cristo se hace comida y
banquete para todos los hombres. En la Eucaristía, Cristo quiso que se perpetuara hasta
el final de los tiempos el memorial de su pasión, muerte y resurrección, a través de los
sacerdotes.
En la Eucaristía no solamente recibimos la gracia, sino el Manantial y la Fuente misma
de donde brota. Todos los sacramentos se ordenan a la Sagrada Eucaristía y la tienen
como centro [1]. Oculto bajo los accidentes de pan, Jesús espera que nos acerquemos
con frecuencia a recibirle: el banquete , nos dice, está preparado (cf. Lc 14, 15ss).
¿Qué significa la Eucaristía para Cristo y la Iglesia?
Cristo había entablado una amistad muy honda con sus apóstoles, hasta el punto de
abrirles los tesoros de su corazón. Ahora tenía que dejarlos y volver al Padre, pero
quiere también quedarse con ellos. Y revolviendo, revolviendo en su corazón saca de él
este maravilloso regalo de la Eucaristía: su presencia real, personal y sustancial en el
mundo, bajo las especies de pan y vino. En la Eucaristía se da una conversión del pan y
del vino en el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Cristo. Esta conversión se realiza
por la Palabra de Cristo y por la acción del Espíritu Santo. Y es llamada
transubstanciación. Cristo está todo entero presente en cada una de las especies y todo
entero, en cada una de sus partes.
Se queda en la Eucaristía como Alimento. Al vernos hambrientos y fatigados, tuvo
compasión de nosotros y nos sacia. ¿Quién no necesita el Pan de vida eterna? Cristo se
queda como pan sencillo, humilde, asequible para estar al alcance de todos. Nadie queda
excluido del banquete sagrado. A todos invita, a todos llama. Comiendo ese pan, nos
hacemos uno con Él, nos unimos íntimamente a Él. Sólo nos pide el traje de fiesta, el
alma limpia. La Comunión exige la conciencia de no estar en pecado grave; en caso
contrario, se debe recibir el Sacramento de la Reconciliación.
La Eucaristía es Memorial de la Pasión de Jesús, para que siempre recordemos que
Cristo murió en la Cruz para salvarnos de la esclavitud del demonio, del pecado y de la
muerte eterna.
En cada Eucaristía Jesús vuelve a dar su vida por nosotros, para salvarnos. La Eucaristía
es el Sacrificio de la Cruz, que se hace presente sacramentalmente, no de manera
cruenta -derramando la sangre física-, como el primer Viernes Santo, sino de modo
incruento, pero no por eso menos real. Nos reconcilia con su Padre. Establece una nueva
Alianza entre Dios y el hombre. Y esta Alianza no será momentánea, sino perdurable.
Sólo pide que yo tienda mi mano y acepte esa Alianza. Pero el hombre puede romper
esa Alianza y volver a traicionar a Jesús.
No sólo la Eucaristía es Sacrificio de Cristo, sino también es sacrificio de la Iglesia
porque al sacrificio de Cristo se une el sacrificio de todos los fieles: sufrimientos,
oraciones, trabajos y fatigas. Toda la Iglesia se une a la ofrenda y a la intercesión de
Cristo.
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También la Eucaristía es sacrificio de acción de gracias al Padre, por el que la Iglesia
expresa su reconocimiento a Dios por todos los beneficios, por todo lo que ha realizado
mediante la creación, la redención y la santificación. En la Eucaristía la Iglesia canta la
gloria de Dios, en nombre de toda la creación.
Este Cristo en forma de pan, se queda en el Sagrario para ser nuestro Amigo y
Compañero. Podemos hablarle, como hacían sus discípulos, y contarle lo que nos
ilusiona y nos preocupa. Jamás encontraremos un oyente tan atento, tan bien dispuesto
para lo que le contamos o pedimos. “Aquí es Cristo en persona quien acoge al hombre,
maltratado por las asperezas del camino, y lo conforta con el calor de su comprensión y
de su amor. En la Eucaristía hallan su plena actuación las dulcísimas palabras: Venid a
Mí, todos los que estáis cansados y cargados, que Yo os aliviaré (Mt 11, 28). Ese alivio
personal y profundo, que constituye la razón última de toda nuestra fatiga por los
caminos del mundo, lo podemos encontrar -al menos como participación y
pregustación- en ese Pan divino que Cristo nos ofrece en la mesa eucarística” (Juan
Pablo II, 9-VII-1980).
¿Qué nos exige la Eucaristía?
San Francisco de Sales nos dice lo siguiente: “Si los mundanos te preguntan por qué
comulgas con tanta frecuencia, diles que lo haces para aprender a amar a Dios, para
purificarte de tus imperfecciones, para consolarte en tus aflicciones, para apoyarte en tus
debilidades...diles que son dos las clases de personas que han de comulgar con
frecuencia: las perfectas porque, estando bien dispuestas, faltarían si no se acercasen al
manantial y a la fuente de perfección, y las imperfectas, precisamente para que puedan
aspirar a ella; las fuertes para no enflaquecer, y las débiles para robustecerse; las
enfermas para sanar, y las que gozan de salud para no caer enfermas; y tú, como
imperfecta, débil y enferma, tienes necesidad de unirte con frecuencia con tu
Perfección, con tu Fuerza y con tu Médico... Diles que quienes no están muy atareados
han de comulgar con frecuencia porque tienen tiempo para ello, y quienes tienen mucho
trabajo también, porque lo necesitan, pues quienes trabajan mucho y andan cargados de
penas han de tomar manjares sólidos y frecuentes. Diles que recibes el Santísimo
Sacramento para aprender a recibirlo bien, porque no se hace bien lo que no se hace con
frecuencia” (Introducción a la vida devota, II, 21).
¿Cómo debemos acercarnos a la Eucaristía? ¿Qué nos exige?
Primero, la fe. La Eucaristía es un misterio de fe: Cristo se esconde en ese pan que ven
nuestros ojos, que saborea nuestro gusto, que tocan nuestras manos. Pero ahí está Jesús,
en Cuerpo, Alma, Divinidad. “No te preguntes si esto es verdad -nos dirá santo Tomás-,
sino acoge más bien con fe las palabras del Señor porque Él, que es la Verdad, no
miente” (Summa Theologica III, 75, 1).
Después, la humildad para reconocernos hambrientos y necesitados de este Pan de vida
eterna. Quien está ahíto y lleno de los manjares terrenos, díficilmente tendrá hambre de
este manjar celestial. “Todo lo tenemos en Cristo; todo es Cristo para nosotros. Si
quieres curar tus heridas, Él es médico. Si estás ardiendo de fiebre, Él es manantial. Si
estás oprimido por la iniquidad, Él es justicia. Si tienes necesidad de ayuda, Él es vigor.
Si temes la muerte, Él es la vida. Si deseas el cielo, Él es el camino. Si refugio de las
tinieblas, Él es la Luz. Si buscas manjar, Él es alimento” (San Ambrosio, Sobre la
virginidad, 16, 99). Comulguemos con hambre, con apetito espiritual.
Tenemos que acercarnos, también, con el alma limpia de pecado grave. El alma en
gracia es el traje de fiesta que pedía Jesús (cf. Mt 22, 11). “No asista, pues, ningún Judas
-dirá san Juan Crisóstomo-. Si alguno no es discípulo, retírese: no se admite a los tales a
la Sagrada Mesa ... Ningún inhumano se acerque, ningún cruel y sin compasión,
ninguno en absoluto que esté manchado. Esto os lo digo a vosotros, los que comulgáis,
y a vosotros, los que administráis la comunión. Porque es preciso hablaros también a
vosotros para que distribuyáis estos dones con mucha diligencia. No se os reserva
pequeño castigo si, sabedores de la maldad de alguno, le permitís participar en esta
mesa. ¡Aunque sea jefe militar, aunque sea prefecto, aunque sea el mismo que se ciñe la
diadema, si se acerca indignamente, apártale; mayor potestad tienes que él! (Homilía
sobre san Mateo, 82). San Pablo también es bien claro: “Porque quien come y bebe
indignamente del Señor, su condenación se come y se bebe” (1 Co 11, 29). Y
concretamente la Iglesia ha enseñado siempre con claridad que “nadie debe acercarse a
la Comunión con conciencia de pecado mortal, por muy contrito que le parezca estar,
sin preceder la Confesión sacramental” (Concilio de Trento, Sesión XIII, cap. 7, c).
Dice san Juan Crisóstomo: “Si te acercas bien purificado, recibes gran beneficio, si te
acercas manchado de culpa (de pecado grave) te haces acreedor a la pena y al castigo
eterno. Porque con tus culpas le vuelves a crucificar” (Homilía Evangelio de san Juan
45).
Junto a estas disposiciones interiores, están las disposiciones externas: ayuno prescrito
por la Iglesia, es decir, no comer nada una hora antes de comulgar, a excepción de agua,
el modo digno de vestir, las posturas respetuosas. Nos acercamos a Dios tres veces
Santo. El santo Cura de Ars, dentro de su sencillez, decía a sus fieles: “Digo también
que debemos presentarnos con vestidos decentes; no pretendo que sean trajes ni adornos
ricos, mas tampoco deben ser descuidados y estropeados: a menos que no tengáis otro
vestido, habéis de presentaros limpios y aseados. Algunos no tienen con qué cambiarse;
otros no se cambian por negligencia. Los primeros en nada faltan, ya que no es suya la
culpa; pero los otros obran mal, ya que en ellos es una falta de respeto a Jesús, que con
tanto placer entra en su corazón. Habéis de venir bien peinados, con el rostro y las
manos limpias” (Sermón sobre la Comunión).
Finalmente, el desagravio a la Sagrada Eucaristía. Jesús se queda en el Sagrario para
que le consolemos y le desagraviemos por los pecados cometidos contra este espléndido
Sacramento, con profanaciones, sacrilegios, indiferencias, desprecios, rutinas y
distracciones. Hay que tratarlo bien a Jesús Eucaristía. En una ocasión entró un
sacerdote anciano a una Iglesia y un joven sacerdote celebraba la misa un poco rápido y
distraído. El anciano sacerdote se acercó al Altar y le susurró al oído al joven sacerdote:
“Tratádmelo bien, tratádmelo bien. Es Hijo de buena Madre”. El Cuerpo de Cristo
presente en la Hostia Sagrada hay que tratarlo con mucho respeto.

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