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EL RETRATO OVAL.

EDGAR ALLAN POE


El castillo en el cual mi criado se le había ocurrido penetrar a la fuerza en vez de
permitirme, malhadadamente herido como estaba, de pasar una noche al ras, era uno de
esos edificios mezcla de grandeza y de melancolía que durante tanto tiempo levantaron sus
altivas frentes en medio de los Apeninos, tanto en la realidad como en la imaginación de
Mistress Radcliffe. Según toda apariencia, el castillo había sido recientemente abandonado,
aunque temporariamente. Nos instalamos en una de las habitaciones más pequeñas y menos
suntuosamente amuebladas. Estaba situada en una torre aislada del resto del edificio. Su
decorado era rico, pero antiguo y sumamente deteriorado. Los muros estaban cubiertos de
tapicerías y adornados con numerosos trofeos heráldicos de toda clase, y de ellos pendían
un número verdaderamente prodigioso de pinturas modernas, ricas de estilo, encerradas en
sendos marcos dorados, de gusto arabesco. Me produjeron profundo interés, y quizá mi
incipiente delirio fue la causa, aquellos cuadros colgados no solamente en las paredes
principales, sino también en una porción de rincones que la arquitectura caprichosa del
castillo hacía inevitable; hice a Pedro cerrar los pesados postigos del salón, pues ya era hora
avanzada, encender un gran candelabro de muchos brazos colocado al lado de mi cabecera,
y abrir completamente las cortinas de negro terciopelo, guarnecidas de festones, que
rodeaban el lecho. Quíselo así para poder, al menos, si no reconciliaba el sueño, distraerme
alternativamente entre la contemplación de estas pinturas y la lectura de un pequeño
volumen que había encontrado sobre la almohada, en que se criticaban y analizaban.
Leí largo tiempo; contemplé las pinturas religiosas devotamente; las horas huyeron, rápidas
y silenciosas, y llegó la media noche. La posición del candelabro me molestaba, y
extendiendo la mano con dificultad para no turbar el sueño de mi criado, lo coloqué de
modo que arrojase la luz de lleno sobre el libro.
Pero este movimiento produjo un efecto completamente inesperado. La luz de sus
numerosas bujías dio de pleno en un nicho del salón que una de las columnas del lecho
había hasta entonces cubierto con una sombra profunda. Vi envuelto en viva luz un cuadro
que hasta entonces no advirtiera. Era el retrato de una joven ya formada, casi mujer. Lo
contemplé rápidamente y cerré los ojos. ¿Por qué? No me lo expliqué al principio; pero, en
tanto que mis ojos permanecieron cerrados, analicé rápidamente el motivo que me los hacía
cerrar. Era un movimiento involuntario para ganar tiempo y recapacitar, para asegurarme de
que mi vista no me había engañado, para calmar y preparar mi espíritu a una contemplación
más fría y más serena. Al cabo de algunos momentos, miré de nuevo el lienzo fijamente.
No era posible dudar, aun cuando lo hubiese querido; porque el primer rayo de luz al caer
sobre el lienzo, había desvanecido el estupor delirante de que mis sentidos se hallaban
poseídos, haciéndome volver repentinamente a la realidad de la vida.
El cuadro representaba, como ya he dicho, a una joven. se trataba sencillamente de un
retrato de medio cuerpo, todo en este estilo que se llama, en lenguaje técnico, estilo de
viñeta; había en él mucho de la manera de pintar de Sully en sus cabezas favoritas. Los
brazos, el seno y las puntas de sus radiantes cabellos, pendíanse en la sombra vaga, pero
profunda, que servía de fondo a la imagen. El marco era oval, magníficamente dorado, y de
un bello estilo morisco. Tal vez no fuese ni la ejecución de la obra, ni la excepcional
belleza de su fisonomía lo que me impresionó tan repentina y profundamente. No podía
creer que mi imaginación, al salir de su delirio, hubiese tomado la cabeza por la de una
persona viva. Empero, los detalles del dibujo, el estilo de viñeta y el aspecto del marco, no
me permitieron dudar ni un solo instante. Abismado en estas reflexiones, permanecí una
hora entera con los ojos fijos en el retrato. Aquella inexplicable expresión de realidad y
vida que al principio me hiciera estremecer, acabó por subyugarme. Lleno de terror y
respeto, volví el candelabro a su primera posición, y habiendo así apartado de mi vista la
causa de mi profunda agitación, me apoderé ansiosamente del volumen que contenía la
historia y descripción de los cuadros. Busqué inmediatamente el número correspondiente al
que marcaba el retrato oval, y leí la extraña y singular historia siguiente:
“Era una joven de peregrina belleza, tan graciosa como amable, que en mal hora amó al
pintor y se desposó con él. Él tenía un carácter apasionado, estudioso y austero, y había
puesto en el arte sus amores; ella, joven, de rarísima belleza, toda luz y sonrisas, con la
alegría de un cervatillo, amándolo todo, no odiando más que el arte, que era su rival, no
temiendo más que la paleta, los pinceles y demás instrumentos importunos que le
arrebataban el amor de su adorado. Terrible impresión causó a la dama oír al pintor hablar
del deseo de retratarla. Mas era humilde y sumisa, y sentóse pacientemente, durante largas
semanas, en la sombría y alta habitación de la torre, donde la luz se filtraba sobre el pálido
lienzo solamente por el cielo raso. El artista cifraba su gloria en su obra, que avanzaba de
hora en hora, de día en día. Y era un hombre vehemente, extraño, pensativo y que se perdía
en mil ensueños; tanto que no veía que la luz que penetraba tan lúgubremente en esta torre
aislada secaba la salud y los encantos de su mujer, que se consumía para todos excepto para
él. Ella, no obstante, sonreía más y más, porque veía que el pintor, que disfrutaba de gran
fama, experimentaba un vivo y ardiente placer en su tarea, y trabajaba noche y día para
trasladar al lienzo la imagen de la que tanto amaba, la cual de día en día tornábase más
débil y desanimada. Y, en verdad, los que contemplaban el retrato, comentaban en voz baja
su semejanza maravillosa, prueba palpable del genio del pintor, y del profundo amor que su
modelo le inspiraba. Pero, al fin, cuando el trabajo tocaba a su término, no se permitió a
nadie entrar en la torre; porque el pintor había llegado a enloquecer por el ardor con que
tomaba su trabajo, y levantaba los ojos rara vez del lienzo, ni aun para mirar el rostro de su
esposa. Y no podía ver que los colores que extendía sobre el lienzo borrábanse de las
mejillas de la que tenía sentada a su lado. Y cuando muchas semanas hubieron transcurrido,
y no restaba por hacer más que una cosa muy pequeña, sólo dar un toque sobre la boca y
otro sobre los ojos, el alma de la dama palpitó aún, como la llama de una lámpara que está
próxima a extinguirse. Y entonces el pintor dio los toques, y durante un instante quedó en
éxtasis ante el trabajo que había ejecutado. Pero un minuto después, estremeciéndose,
palideció intensamente herido por el terror, y gritó con voz terrible: “¡En verdad, esta es
la vida misma!” Se volvió bruscamente para mirar a su bien amada: ¡Estaba muerta¡”

LA MUJER DEL BOTICARIO. ANTON CHEJOV


 pequeña ciudad de B***, compuesta de dos o tres calles torcidas, duerme con sueño
profundo. El aire, quieto, está lleno de silencio. Solo a lo lejos, en algún lugar seguramente
fuera de la ciudad, suena el débil y ronco tenor del ladrido de un perro. El amanecer está
próximo.
Hace tiempo que todo duerme. Tan solo la joven esposa del boticario Chernomordik,
propietario de la botica del lugar, está despierta. Tres veces se ha echado sobre la cama;
pero, sin saber por qué, el sueño huye tercamente de ella. Sentada, en camisón, junto a la
ventana abierta, mira a la calle. Tiene una sensación de ahogo, está aburrida y siente tal
desazón que hasta quisiera llorar. ¿Por qué…? No sabría decirlo, pero un nudo en la
garganta la oprime constantemente… Detrás de ella, unos pasos más allá y vuelto contra la
pared, ronca plácidamente el propio Chernomordik. Una pulga glotona se ha adherido a la
ventanilla de su nariz, pero no la siente y hasta sonríe, porque está soñando con que toda la
ciudad tose y no cesa de comprarleGotas del rey de Dinamarca. ¡Ni con pinchazos, ni con
cañonazos, ni con caricias, podría despertárselo!
La botica está situada al extremo de la ciudad, por lo que la boticaria alcanza a ver el límite
del campo. Así, pues, ve palidecer la parte este del cielo, luego la ve ponerse roja, como por
causa de un gran incendio. Inesperadamente, por detrás de los lejanos arbustos, asoma
tímidamente una luna grande, de ancha y rojiza faz. En general, la luna, cuando sale de
detrás de los arbustos, no se sabe por qué, está muy azarada. De repente, en medio del
silencio nocturno, resuenan unos pasos y un tintineo de espuelas. Se oyen voces.
“Son oficiales que vuelven de casa del policía y van a su campamento”, piensa la mujer del
boticario.
Poco después, en efecto, surgen dos figuras vestidas de uniforme militar blanco. Una es
grande y gruesa; otra, más pequeña y delgada. Con un andar perezoso y acompasado, pasan
despacio junto a la verja, conversando en voz alta sobre algo. Al acercarse a la botica,
ambas figuras retrasan aún más el paso y miran a las ventanas.
-Huele a botica -dice el oficial delgado-. ¡Claro…, como que es una botica…! ¡Ah…!
¡Ahora que me acuerdo… la semana pasada estuve aquí a comprar aceite de ricino! Aquí es
donde hay un boticario con una cara agria y una quijada de asno. ¡Vaya quijada…! Con una
como ésa, exactamente, venció Sansón a los filisteos.
-Si… -dice con voz de bajo el gordo-. Ahora la botica está dormida… La boticaria estará
también dormida… Aquí, Obtesov, hay una boticaria muy guapa.
-La he visto. Me gusta mucho. Diga, doctor: ¿podrá querer a ese de la quijada? ¿Será
posible?
-No. Seguramente no lo quiere -suspira el doctor con expresión de lástima hacia el
boticario-. ¡Ahora, guapita…, estarás dormida detrás de esa ventana…! ¿No crees,
Obtesov? Estará con la boquita entreabierta, tendrá calor y sacará un piececito. Seguro que
el tonto boticario no entiende de belleza. Para él, probablemente, una mujer y una botella de
lejía es lo mismo.
-Oiga, doctor… -dice el oficial, parándose- ¿ Y si entráramos en la botica a comprar algo?
Puede que viéramos a la boticaria.
-¡Qué ocurrencia! ¿Por la noche?
-¿Y qué…? También por la noche tienen obligación de despachar. Anda, amigo… Vamos.
-Como quieras.
La boticaria, escondida tras los visillos, oye un fuerte campanillazo y, con una mirada a su
marido, que continúa roncando y sonriendo dulcemente, se echa encima un vestido, mete
los pies desnudos en los zapatos y corre a la botica.
A través de la puerta de cristal, se distinguen dos sombras. La boticaria aviva la luz de la
lámpara y corre hacia la puerta para abrirla. Ya no se siente aburrida ni desazonada, ya no
tiene ganas de llorar, y sólo el corazón le late con fuerza. El médico, gordiflón, y el delgado
Obtesov entran en la botica. Ahora ya puede verlos bien. El gordo y tripudo médico tiene la
tez tostada y es barbudo y torpe de movimientos. Al más pequeño de éstos le cruje su
uniforme y le brota el sudor en el rostro. El oficial es de tez rosada y sin bigote, afeminado
y flexible como una fusta inglesa.
-¿Qué desean ustedes? -pregunta la boticaria, ajustándose el vestido.
-Denos… quince kopeks de pastillas de menta.
La boticaria, sin apresurarse, coge del estante un frasco de cristal y empieza a pesar las
pastillas. Los compradores, sin pestañear, miran su espalda. El médico entorna los ojos
como un gato satisfecho, mientras el teniente permanece muy serio.
-Es la primera vez que veo a una señora despachando en una botica -dice el médico.
-¡Qué tiene de particular! -contesta la boticaria mirando de soslayo el rosado rostro de
Obtesov-. Mi marido no tiene ayudantes, por lo que siempre lo ayudo yo.
-¡Claro…! Tiene usted una botiquita muy bonita… ¡Y qué cantidad de frascos distintos..!
¿No le da miedo moverse entre venenos…? ¡ Brrr…!
La boticaria pega el paquetito y se lo entrega al médico. Obtesov saca los quince kopeks.
Trascurre medio minuto en silencio… Los dos hombres se miran, dan un paso hacia la
puerta y se miran otra vez.
-Deme diez kopeks de sosa -dice el médico.
La boticaria, otra vez con gesto perezoso y sin vida, extiende la mano hacia el estante.
-¿No tendría usted aquí, en la botica, algo…? -masculla Obtesov haciendo un movimiento
con los dedos-. Algo… que resultara como un símbolo de algún líquido vivificante…? Por
ejemplo, agua de seltz. ¿Tiene usted agua de seltz?
-Si, tengo -contesta la boticaria.
-¡Bravo…! ¡No es usted una mujer! ¡Es usted un hada…! ¿Podría darnos tres botellas…?
-La boticaria pega apresurada el paquete de sosa y desaparece en la oscuridad, tras de la
puerta.
-¡Un fruto como éste no se encontraría ni en la isla de Madeira! ¿No le parece? Pero
escuche… ¿no oye usted un ronquido? Es el propio señor boticario, que duerme.
Pasa un minuto, la boticaria vuelve y deposita cinco botellas sobre el mostrador. Como
acaba de bajar a la cueva, está encendida y algo agitada.
-¡Chis! -dice Obtesov cuando al abrir las botellas deja caer el sacacorchos-. No haga tanto
ruido, que se va a despertar su marido.
-¿Y qué importa que se despierte?
-Es que estará dormido tan tranquilamente… soñando con usted… ¡A su salud! ¡Bah…!
-dice con su voz de bajo el médico, después de eructar y de beber agua de seltz-. ¡Eso de
los maridos es una historia tan aburrida…! Lo mejor que podrían hacer es estar siempre
dormidos. ¡Oh, si a esta agua se le hubiera podido añadir un poco de vino tinto!
-¡Qué cosas tiene! -ríe la boticaria.
-Sería magnífico. ¡Qué lástima que en las boticas no se venda nada basado en alcohol!
Deberían, sin embargo, vender el vino como medicamento. Y vinum gallicum rubrum…,
¿tiene usted?
-Sí, lo tenemos.
-Muy bien; pues tráiganoslo, ¡qué diablo…! ¡Tráigalo!
-¿Cuánto quieren?
-¡Cuantum satis! Empecemos por echar una onza de él en el agua, y luego veremos. ¿No es
verdad? Primero con agua, y después,per se.
-El médico y Obtesov se sientan al lado del mostrador, se quitan los gorros y se ponen a
beber vino tinto.
-¡Hay que confesar que es malísimo! ¡Que es un vinum malissimum!
-Pero con una presencia así… parece un néctar.
-¡Es usted maravillosa, señora! Le beso la mano con el pensamiento.
-Yo hubiera dado mucho por poder hacerlo no con el pensamiento -dice Obtesov-. ¡Palabra
de honor que hubiera dado la vida!
-¡Déjese de tonterías! -dice la señora Chernomordik, sofocándose y poniendo cara seria.
-Pero ¡qué coqueta es usted…! -ríe despacio el médico, mirándola con picardía-. Sus ojitos
disparan ¡pif!, ¡paf!, y tenemos que felicitarla por su victoria, porque nosotros somos los
conquistados.
La boticaria mira los rostros sonrosados, escucha su charla y no tarda en animarse a su vez.
¡Oh…! Ya está alegre, ya toma parte en la conversación, ríe y coquetea, y por fin después
de hacerse rogar mucho de los compradores, bebe dos onzas de vino tinto.
-Ustedes, señores oficiales, deberían venir más a menudo a la ciudad desde el campamento
-dice-, porque esto, si no, es de un aburrimiento atroz. ¡Yo me muero de aburrimiento!
-Lo creo -se espanta el médico-. ¡Una niña tan bonita! ¡Una maravilla así de la naturaleza, y
en un rincón tan recóndito! ¡Qué maravillosamente bien lo dijo Griboedov! “¡Al rincón
recóndito! ¡Al Saratov…!” Ya es hora, sin embargo, de que nos marchemos. Encantados de
haberla conocido…, encantadísimos… ¿Qué le debemos?
La boticaria alza los ojos al techo y mueve los labios durante largo rato.
-Doce rublos y cuarenta y ocho kopeks -dice.
Obtesov saca del bolsillo una gruesa cartera, revuelve durante largo tiempo un fajo de
billetes y paga.
-Su marido estará durmiendo tranquilamente… estará soñando… -balbucea al despedirse,
mientras estrecha la mano de la boticaria.
-No me gusta oír tonterías.
-¿Tonterías? Al contrario… Éstas no son tonterías… Hasta el mismo Shakespeare decía:
“Bienaventurado aquel que de joven fue joven…”
-¡Suelte mi mano!
Por fin, los compradores, tras larga charla, besan la mano de la boticaria e indecisos, como
si se dejaran algo olvidado, salen de la botica. Ella corre a su dormitorio y se sienta junto a
la ventana. Ve cómo el teniente y el doctor, al salir de la botica, recorren perezosamente
unos veinte pasos. Los ve pararse y ponerse a hablar de algo en voz baja. ¿De qué? Su
corazón late, le laten las sienes también… ¿Por qué…? Ella misma no lo sabe. Su corazón
palpita fuertemente, como si lo que hablaran aquellos dos en voz baja fuera a decidir su
suerte. Al cabo de unos minutos el médico se separa de Obtesov y se aleja, mientras que
Obtesov vuelve. Una y otra vez pasa por delante de la botica… Tan pronto se detiene junto
a la puerta como echa a andar otra vez. Por fin, suena el discreto tintineo de la campanilla.
La boticaria oye de pronto la voz de su marido, que dice:
-¿Qué…? ¿Quién está ahí? Están llamando. ¿Es que no oyes…? ¡Qué desorden!
Se levanta, se pone la bata y, tambaleándose todavía de sueño y con las zapatillas en
chancletas, se dirige a la botica.
-¿Qué es? ¿ Qué quiere usted? pregunta a Obtesov.
-Deme…, deme quince kopeks de pastillas de menta.
Respirando ruidosamente, bostezando, quedándose dormido al andar y dándose con las
rodillas en el mostrador, el boticario se empina hacia el estante y coge el frasco…
Unos minutos después la boticaria ve salir a Obtesov de la botica, le ve dar algunos pasos y
arrojar al camino lleno de polvo las pastillas de menta. Desde una esquina, el doctor le sale
al encuentro. Al encontrarse, ambos gesticulan y desaparecen en la bruma matinal.
-¡Oh, qué desgraciada soy! -dice la boticaria, mirando con enojo a su marido, que se
desviste rápidamente para volver a echar a dormir-. ¡Que desgraciada soy! -repite.
Y de repente rompe a llorar con amargas lágrimas Y nadie… nadie sabe…
-Me he dejado olvidados quince kopeks en el mostrador -masculla el boticario, arropándose
en la manta-. Haz el favor de guardarlos en la mesa.
Y al punto se queda dormido.
BORGES Y YO. Jorge Luis Borges
El otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me
demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de
Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un
diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo
XVII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas
preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería
exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir para que Borges
pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha
logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo
bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás,
yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y solo algún instante de mí podrá
sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa
costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar
en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en
Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en
muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme
de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero
esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras
cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro. No sé cuál
de los dos escribe esta página.

La princesita preñada. Triunfo Arciniegas

Ya principió el alboroto de las campanas, ya parió la princesita, la misma que se había perdido.
Nadie daba razón, nadie daba con ella. Hasta que de la nada apareció y el príncipe y habló con el
rey largo rato y se fue a buscarla en su brioso corcel de espuma. La encontró en la cueva del dragón,
mató al dragón y se la trajo, gordita y rosadita, porque el dragón le daba de comer, le daba
vitaminas, la abrigaba entre sus piernas.

Venía encantada jubilosa, en las nubes, como si no se percatara de las flores que arrojábamos a su
paso, de los gritos de bienvenida, de la envidia de las muchachas.

El príncipe reventaba de orgullo, imagínense la hazaña, y él solito, con su espada y nada más. Pero
no se casó con ella: La princesita estaba preñada. El rey se enojó, se emputó en serio, tan viejo y
todo, y el príncipe desapareció antes de que le desaparecieran la cabeza.

Se le vio muy triste en el bar de Osiris, sumergido en el vaso de cerveza, pero se largó a tiempo,
una noche de esas, en el brioso corcel de la estrella negra en la frente. Ya no tan esbelto, tan
radiante, tan invencible. Yo misma lo vi: borracho, vomitado, frente a la catedral en ruinas y bajo
una corona de polillas, se le veía la princesita en los ojos. Lamentaba la suerte del dragón viejo y
enamorado, que apenas opuso resistencia y recibió la muerte como otra herida de amor.

Yo misma oí el rumor de los cascos de plata. Y era cierto: bien preñada estaba. La vimos en los
jardines reales, retozando, cantando y arrojando piedrecitas al espejo del estanque de los cisnes.
Estaba porque ya parió, un dragoncito, señores, el heredero del reino, un dragoncito.

Caperucita Roja. Triunfo Arciniegas.

Ese día encontré en el bosque la flor más linda de mi vida. Yo, que siempre he sido de
buenos sentimientos y terrible admirador de la belleza, no me creí digno de ella y busqué a
alguien para ofrecérsela. Fui por aquí, fui por allá, hasta que tropecé con la niña que le
decían Caperucita Roja. La conocía pero nunca había tenido la ocasión de acercarme. La
había visto pasar hacia la escuela con sus compañeros desde finales de abril. Tan locos, tan
traviesos, siempre en una nube de polvo, nunca se detuvieron a conversar conmigo, ni
siquiera me hicieron un adiós con la mano. Qué niña más graciosa. Se dejaba caer las
medias a los tobillos y una mariposa ataba su cola de caballo. Me quedaba oyendo su risa
entre los árboles. Le escribí una carta y la encontré sin abrir días después, cubierta de
polvo, en el mismo árbol y atravesada por el mismo alfiler. Una vez vi que le tiraba la cola
a un perro para divertirse. En otra ocasión apedreaba los murciélagos del campanario. La
última vez llevaba de la oreja un conejo gris que nadie volvió a ver.
Detuve la bicicleta y desmonté. La saludé con respeto y alegría. Ella hizo con el chicle un globo tan
grande como el mundo, lo estalló con la uña y se lo comió todo. Me rasqué detrás de la oreja,
pateé una piedrecita, respiré profundo, siempre con la flor escondida. Caperucita me miró de
arriba abajo y respondió a mi saludo sin dejar de masticar.

– ¿Qué se te ofrece? ¿Eres el lobo feroz?

Me quedé mudo. Sí era el lobo pero no feroz. Y sólo pretendía regalarle una flor recién cortada. Se
la mostré de súbito, como por arte de magia. No esperaba que me aplaudiera como a los magos
que sacan conejos del sombrero, pero tampoco ese gesto de fastidio. Titubeando, le dije:

– Quiero regalarte una flor, niña linda.

– ¿Esa flor? No veo por qué.

– Está llena de belleza –dije, lleno de emoción.

– No veo la belleza –dijo Caperucita–. Es una flor como cualquier otra.

Sacó el chicle y lo estiró. Luego lo volvió una pelotita y lo regresó a la boca. Se fue sin despedirse.
Me sentí herido, profundamente herido por su desprecio. Tanto, que se me soltaron las lágrimas.
Subí a la bicicleta y le di alcance.

– Mira mi reguero de lágrimas.


– ¿Te caíste? –dijo–. Corre a un hospital.

– No me caí.

– Así parece porque no te veo las heridas.

– Las heridas están en mi corazón –dije.

– Eres un imbécil.

Escupió el chicle con la violencia de una bala.

Volvió a alejarse sin despedirse.

Sentí que el polvo era mi pecho, traspasado por la bala de chicle, y el río de la sangre se estiraba
hasta alcanzar una niña que ya no se veía por ninguna parte. No tuve valor para subir a la bicicleta.
Me quedé toda la tarde sentado en la pena. Sin darme cuenta, uno tras otro, le arranqué los
pétalos a la flor. Me arrimé al campanario abandonado pero no encontré consuelo entre los
murciélagos, que se alejaron al anochecer. Atrapé una pulga en mi barriga, la destripé con rabia y
esparcí al viento los pedazos. Empujando la bicicleta, con el peso del desprecio en los huesos y el
corazón más desmigajado que una hoja seca pisoteada por cien caballos, fui hasta el pueblo y me
tomé unas cervezas. "Bonito disfraz", me dijeron unos borrachos, y quisieron probárselo. Esa
noche había fuegos artificiales. Todos estaban de fiesta. Vi a Caperucita con sus padres debajo del
samán del parque. Se comía un inmenso helado de chocolate y era descaradamente feliz. Me alejé
como alma que lleva el diablo.

Volví a ver a Caperucita unos días después en el camino del bosque.

– ¿Vas a la escuela? –le pregunté, y en seguida caí en la cuenta de que nadie asiste a clases con
sandalias plateadas, blusa ombliguera y faldita de juguete.

– Estoy de vacaciones –dijo–. ¿O te parece que éste es el uniforme?

El viento vino de lejos y se anidó en su ombligo.

– ¿Y qué llevas en el canasto?

– Un rico pastel para mi abuelita.

– ¿Quieres probar?

Casi me desmayo de la emoción. Caperucita me ofrecía su pastel. ¿Qué debía hacer? ¿Aceptar o
decirle que acababa de almorzar? Si aceptaba pasaría por ansioso y maleducado: era un pastel
para la abuela. Pero si rechazaba la invitación, heriría a Caperucita y jamás volvería a dirigirme la
palabra. Me parecía tan amable, tan bella. Dije que sí.

– Corta un pedazo.

Me prestó su navaja y con gran cuidado aparté una tajada. La comí con delicadeza, con educación.
Quería hacerle ver que tenía maneras refinadas, que no era un lobo cualquiera. El pastel no estaba
muy sabroso, pero no se lo dije para no ofenderla. Tan pronto terminé sentí algo raro en el
estómago, como una punzada que subía y se transformaba en ardor en el corazón.
– Es un experimento –dijo Caperucita–. Lo llevaba para probarlo con mi abuelita pero tú apareciste
primero. Avísame si te mueres.

Y me dejó tirado en el camino, quejándome.

Así era ella, Caperucita Roja, tan bella y tan perversa. Casi no le perdono su travesura. Demoré
mucho para perdonarla: tres días. Volví al camino del bosque y juro que se alegró de verme.

– La receta funciona –dijo–. Voy a venderla.

Y con toda generosidad me contó el secreto: polvo de huesos de murciélago y picos de golondrina.
Y algunas hierbas cuyo nombre desconocía. Lo demás todo el mundo lo sabe: mantequilla, harina,
huevos y azúcar en las debidas proporciones. Dijo también que la acompañara a casa de su
abuelita porque necesitaba de mí un favor muy especial. Batí la cola todo el camino. El corazón me
sonaba como una locomotora. Ante la extrañeza de Caperucita, expliqué que estaba en
tratamiento para que me instalaran un silenciador. Corrimos. El sudor inundó su ombligo,
redondito y profundo, la perfección del universo. Tan pronto llegamos a la casa y pulsó el timbre,
me dijo:

Cómete a la abuela.

Abrí tamaños ojos.

– Vamos, hazlo ahora que tienes la oportunidad.

No podía creerlo.

Le pregunté por qué.

– Es una abuela rica –explicó–. Y tengo afán de heredar.

No tuve otra salida. Todo el mundo sabe eso. Pero quiero que se sepa que lo hice por amor.
Caperucita dijo que fue por hambre. La policía se lo creyó y anda detrás de mí para abrirme la
barriga, sacarme a la abuela, llenarme de piedras y arrojarme al río, y que nunca se vuelva a saber
de mí.

Quiero aclarar otros asuntos ahora que tengo su atención, señores. Caperucita dijo que me
pusiera las ropas de su abuela y lo hice sin pensar. No veía muy bien con esos anteojos. La niña me
llevó de la mano al bosque para jugar y allí se me escapó y empezó a pedir auxilio. Por eso me
vieron vestido de abuela. No quería comerme a Caperucita, como ella gritaba. Tampoco me gusta
vestirme de mujer, mis debilidades no llegan hasta allá. Siempre estoy vestido de lobo.

Es su palabra contra la mía. ¿Y quién no le cree a Caperucita? Sólo soy el lobo de la historia.

Aparte de la policía, señores, nadie quiere saber de mí.

Ni siquiera Caperucita Roja. Ahora más que nunca soy el lobo del bosque, solitario y perdido,
envenenado por la flor del desprecio. Nunca le conté a Caperucita la indigestión de una semana
que me produjo su abuela. Nunca tendré otra oportunidad. Ahora es una niña muy rica, siempre
va en moto o en auto, y es difícil alcanzarla en mi destartalada bicicleta. Es difícil, inútil y peligroso.
El otro día dijo que si la seguía molestando haría conmigo un abrigo de piel de lobo y me enseñó el
resplandor de la navaja. Me da miedo. La creo muy capaz de cumplir su promesa.

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