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El régimen

Si hubiera que caracterizar al régimen político colombiano con un adjetivo, sería el


de mezquino. Se trata de un sistema que antepone los intereses de la clase política,
sin importar si es de izquierda, derecha o de centro, a los intereses de quienes
aseguran representar.

Un indicador, al compararlo internacionalmente, retrata la magnitud de la


mezquindad. El coeficiente de Gini mide el grado de concentración de la riqueza en
una sociedad. Va de 0 a 1. Cuanto más cercano a 1, peor desigualdad. Los países
más desarrollados, a excepción de EE. UU., tienen un Gini en el rango de 0,25 a
0,35, mientras que los latinoamericanos oscilan alrededor del 0,5.

Colombia es campeona en desigualdad, con un Gini cercano al 0,6. Pero lo más


grave es que luego de que el Estado cobra impuestos a los ricos y los redistribuye
entre toda la sociedad, una de sus funciones básicas, el Gini a duras penas baja de
0,58 a 0,53. Para dar una idea de esta incapacidad redistributiva, basta decir que
los países europeos de la Ocde lo reducen de 0,48 a 0,28 al incluir impuestos y
transferencias (Steiner y Cañas, ‘Tributación y equidad en Colombia’,2013).

Lo que se deduce, entonces, es la existencia de una clase rentista en el Estado.


Funcionarios, políticos y contratistas utilizan las instituciones estatales para
distribuir los recursos públicos entre gente rica. O, si se quiere ser más crudo, para
apropiarse ellos de una parte de la riqueza que el resto de los colombianos
producen.

Aunque en realidad no es un despojo a todos los colombianos. No todos los que


deberían pagan impuestos. Los contribuyentes son solo 3.500 empresas del millón
legalmente constituidas; y apenas 7 millones de trabajadores, pues alrededor de un
60 por ciento de la mano de obra es informal, no cotizan seguridad social ni pagan
impuestos.

En otras palabras, es un régimen en el que menos de la mitad de la población


económicamente activa sostiene al Estado y donde, además, una minoría se
apropia de gran parte de esta riqueza a costa del gasto público en desarrollo y alivio
de la pobreza.

Ahora, con la firma de la paz, el debate no debería ser solo sobre el esfuerzo fiscal
para la inclusión de las sociedades más afectadas por el conflicto. Igual de
importante debería ser la discusión sobre cómo se va a comprometer la dirigencia
política para que estos recursos no se despilfarren en corrupción y, de paso,
agudicen una inequidad que ya es escandalosa.

Gustavo Duncan
www.eltiempo.com | 15 de junio de 2016

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