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I.

LOS IMPERIOS DEL SIGLO XVI

Mohamed II conquista Constantinopla en 1453 y se convierte con ello en el heredero


de los emperadores de Bizancio, como sus sucesores Selim y Solimán el Magnífico;
Carlos V despierta los fantasmas de la Roma imperial y los proyecta fuera de Europa.
Estos grandes espacios unificados, estos «imperios» suscitan grandes adversarios: Francisco
I no acepta el predominio de los Habsburgo; Persia no acepta la preponderancia
otomana. Imperio otomano del siglo XV o del XVI, imperio de Carlos V de los años 1520
o de los años 1550: no representan la misma realidad, ni las mismas ideas, ni las
mismas aspiraciones. El joven Carlos, que llega al poder, quiere suscitar una
resurrección: resucitar la vieja idea del Sacro Imperio Romano, que había sobrevivido
penosamente, durante siglos, en aquella forma de «anarquía monárquica» que fue el
Imperio Romano Germánico. Carlos V representa, verdaderamente, el último de los
grandes soberanos medievales; claros signos de ello son: su miedo, su obsesión de la
muerte, su angustia religiosa, su inclinación a las órdenes caballerescas y a todo lo que
es pompa y apariencia. en 1556 dejará la corona imperial a Fernando I (1556-1564),
mientras su hijo Felipe II (1556-1598) no será más que rey de España. El gran sueño
imperial se desvanece. Rey de España, tendrá también una política europea que,
después de 1559, consistirá esencialmente en la conservación de los dominios de la
corona española (en Italia y en Flandes) y en una política de firmeza religiosa. Firmeza
frente a la herejía protestante y frente al mundo musulmán.

l imperio turco, que entre el final del siglo XIV y el del XV alcanza sus dimensiones
máximas en EuropaLos imperios tienen necesidad de dinero, de mucho dinero, para las
flotas, los ejércitos, la administración, la corte, la guerra, la paz. España encontrará su
gran recurso en las minas americanas, pero el hecho no es tan sencillo como podría
parecer a primera vista

Hasta aquí hemos visto tres clases de imperio: el soñado por el soñador Carlos V, que
se propone la reconstitución de un viejo ideal destinado a morir para siempre; el otro,
también de Carlos V, imperio hispánico que nace con él y que tendrá tres siglos de
vida y que hará escuela a nivel mundial. Y por último, el imperio turco, que es el
ejemplo de la madurez perfecta: carente ya del impulso de la juventud, pero todavía sin
la esclerosis de la vejez.

II. HACIA LOS ESTADOS MODERNOS

Pero al margen de tales leyendas lo cierto es que estos imperios contribuyeron


poderosamente a construir la unidad del mundo

durante las primeras fases de la crisis del feudalismo, se había producido también un
cierto movimiento de liberación política de los burgueses e incluso de los campesinos.
Pero, en general, a partir de finales del siglo XV, esta liberación política se ve
comprometida porque el estado, en su lucha contra las autonomías feudales, no puede
hacer [264] causa común con otras formas de autonomía, sino que tiene que luchar
contra todas. Y si en los momentos de extrema tensión social ha de elegir un aliado, es
inevitable (inevitable, claro está, dentro de la óptica de aquel tiempo) que éste sea la
clase nobiliaria, o, en todo caso, una burguesía que deja de serlo para convertirse
también en nobleza. Y en muchas ocasiones, precisamente por estas «alianzas» no llegó
a realizarse la reforma interna del estado.. Nos limitaremos a presentar dos casos-límite,
captándolos en su momento de ruptura, de explosión: la guerra de los campesinos en
Alemania y los movimientos de los comuneros y las germanías en España. Según las tesis
de Gunther Franz la causa de las revueltas campesinas en Alemania no estriba en una
situación de miseria, sino, más bien, en la descomposición de un régimen social.
Campesinos quisieron sublevarce en nombre de la religión luterana pero Lutero no acepta ser
el líder de esas revueltas. En 1520 y 1521, Segovia, Toledo, Guadalajara, Madrid, Ávila,
Burgos, Valladolid y otras ciudades se sublevan también. ¿Qué piden aquellos rebeldes
que, además, son burgueses? En primer lugar, que el rey viva en España, que se case
pronto y —sin decirlo explícitamente, pero dejándolo sobrentender claramente— con una
princesa portuguesa, a fin de realizar la unidad ibérica. Además, reducción de impuestos,
derecho a llevar armas... Pero la revuelta no es contra el rey, ni contra el estado; es
una revuelta «nacional», de la «nación» española, contra los grandes —extranjeros en su
mayoría— de la corte de Carlos V. Nos parece que estos ejemplos, a pesar de las
indudables diferencias que es fácil encontrar entre guerra de los campesinos, de una
parte, y comuneros y germanías, de otra, muestran con suficiente claridad, además de las
rigurosas exigencias del poder central, los límites de la formación del estado moderno,
que se manifiesta, ciertamente, en mil aspectos, pero que todavía no ha alcanzado una
completa madurez de estructuras. Pero son necesarias también otras condiciones para
que el Estado se establezca. En primer lugar, es preciso que llegue a alcanzar una cierta
entidad territorial. Donde llega a ser un «imperio» o a integrarse a un imperio, las
cosas son fáciles. Pero hay otros casos a tener en cuenta: las extraordinarias ciudades
que habían constituido el motor, no sólo económico, de la vida de la Edad Media, ¿qué
posibilidades tienen ahora? Las ciudades hanseáticas, o Venecia, o Génova, ¿cómo
pueden convertirse en un estado moderno? Que en ellas pueden manifestarse
movimientos de altísimo nivel cultural, ¿cómo dudarlo? Que el placer de vivir en ellas, a
finales del XV y durante el XVI, sea mayor que en ciudades de vida ruda, como Londres
o París, es igualmente cierto. Que en ellas pueden encontrarse grandes personalidades,
con grandes fortunas, ¿cómo negarlo? Pero tales ciudades están condenadas ya, aunque
a veces, aprovechando coyunturas favorables, puedan alcanzar un nuevo respiro.
Tratemos ahora de presentar, rápidamente, algún caso de estado-ciudad. Y empecemos
por el que se ofrece con luz más favorable: Venecia. Fastuosa, rica, ligada por los
negocios con el Oriente Medio y vuelta también hacia la Alemania meridional, la ciudad
del Adriático es, en cierto modo, un ejemplo límite, porque, como hemos visto en el
capítulo 2, ha logrado una cierta entidad territorial, ocupando una extensión de tierra
suficientemente amplia. Al nacer el mundo moderno, para que un estado pueda llamarse
verdaderamente moderno, es decir, capaz de enfrentarse con el futuro, necesita los
siguientes factores fundamentales: a)una cierta entidad territorial; b)el establecimiento de
un poder central suficientemente fuerte; c)supresión o, al menos, drástica reducción del
antiguo poder feudal; d)la creación de una infraestructura suficientemente sólida:
burocracia, finanzas, ejército, diplomacia.

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