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Pero mi corazón está golpeando y mi pulso late

Una historia de amor


Por Patricia Suárez

Tiempo actual
Dos hombres vestidos de trajes parecidos.
Sentados en banquetas altas, de espaldas al público.

Ernesto, 60 años
Gabriel, 46/50 años

ERNESTO
Cuando yo era chico no existía Papá Noel. Estaba el Niño Dios, eso sí. Pueden reírse de mí. Pueden
hacerlo, de verdad, no me ofendo. Vino desde Francia, no sé cuándo llegó; pero lo leí en una
revista: en 1951, los católicos y los luteranos hicieron una quema de Papá Noel. Traía ideas
paganas, hoy dirían ideas comerciales. Lo colgaron en la reja de la iglesia y lo hicieron arder. Fue
en Dijon; Dijon de donde viene la mostaza que nos gusta más.
Después dijeron que Papá Noel es un invento de la Coca cola porque tiene los colores de la Coca
cola. Pero lo real es que vino de Francia porque si hubiera venido de Estados Unidos, o no sé, de
Inglaterra, lo llamaríamos Santa Claus, como ellos lo llaman.
Un día, porque a mi mamá y mi tía les importaba un pito lo que opinaban en la iglesia de si había
que alabar al niñito Dios o a Papá Noel, me hicieron disfrazar de papá noel. Yo tenía nueve, capaz
que diez años; era el mayor de los cuatro hermanos. Me dijo mi mamá, muy clarito: A las doce de la
noche, la vecina te hace pasar por su balcón y vos tocás el ventanal nuestro. Yo los llamo a los
chicos, les grito: “Miren, miren, chicos. Vino Papá Noel; a ver quién se portó bien este año ¡que les
trae los regalos!”.
Me acuerdo de esa noche como si fuera hoy.
El calor que me daba la barba de algodón y el traje que me había cosido mi tía.
Yo no puedo creer que mis hermanos no se dieran cuenta que era yo.
Que Papá Noel no existe, que era yo.
Pero no se dieron cuenta o se hicieron los distraídos, no sé. Para recibir los regalos.
Yo no recibí ninguno, me acuerdo, porque yo era Papá noel.
Pero no me importó nada no recibir regalos.
Ginny se llama la mujer que conocí, fue en el verano; el verano pasado.
Hace de eso un año.
Yo nunca pensé que me iba enamorar, por eso lo dejé pasar.
A veces, es cuestión dejar las cosas pasar.
Y lo dejé pasar, lo dejé pasar, aunque yo amara a Ginny.
¿Por qué no?, ¿quién dijo que eso estaba mal?
GABRIEL
¿Quién dijo que eso estaba mal?
Un día me levanté y me habían dado el cargo en la oficina.
Estaba el mensaje en el contestador; decia que me habían dado el cargo.
Yo hasta ese entonces me dedicaba al violín, no tenía otra cosa que el violín.
Hacía mucho que no tenía otra cosa que el violín, había empezado a tocar de chico y seguí tocando
toda la vida. Una vez, una vez tuve la oportunidad de entrar a una orquesta de cámara.
Profesionalmente, digo. Tenía que dar la audición, pero me cagué en las patas.
No es que haya llegado hasta la puerta del Conservatorio y me volví; es que directamente no fui.
Me limitaba a dar clases particulares; vivía mal y corría la coneja. El arte paga muy mal.
A veces, hasta hace unos años, sacaba el violín y tocaba como un loco.
Es mi vicio, lo debo tener cansado a Ernesto con el violín.
Contándole del violín.
Pobre Ernesto.
Mi madre murió de cáncer de pulmón; primero hacía una dieta, habia dejado de comer harinas,
porque la engordaban. Después pasó unos meses cuidando a una amiga de cáncer, que falleció.
Después, de pronto, ella comenzó a adelgazar, se puso flaca como un palo y todos, yo, creímos que
al fin la dieta le estaba dando resultado. Pero resultó que tenía cáncer de pulmón, en un pulmón y en
el otro pulmón. No le salía decir una palabra cuando le dieron el diagnóstico; nada más nos miraba,
a mí me miraba y de vez en cuando largaba que era una cosa bien extraña, porque el cáncer no es
contagioso. No sabíamos, no supo que lo pasó.
Con mi papá no se hablaba.
Era así.

ERNESTO
Era así.
El director de la empresa la presentó. La anunció como Gin McEnroe, una pelirroja muy flaca y
alta, más alta que yo y eso que yo tengo lo mío en altura. Era de huesos grandes y piel transparente,
la nariz con una curva, que no la afeaba del todo; le daba un aire de pájaro.
Pero no, no era bonita.
Ninguno de los que trabajan conmigo dijo que era bonita.
Era simpática; cuando fue el cumpleaños del director supo ser divertida.
Hablaba muy despacio, muy lento. Bajo y lento, eso podía ser agotador.
Gin, se hacía llamar. Como la bebida.
Yo que nunca he bebido una gota.

GABRIEL
Nunca bebí una gota de alcohol; eso es algo en común que tenemos con Ernesto.
Es raro; hoy todo el mundo toma un montón.
Es más fácil coincidir con alguien que no come carne que con alguien que no toma alcohol.
Cuando lo conocí a Ernesto yo era el nuevo en la empresa; igual estaba en otra sección.
Fue él el que me anunció que me habían dado el cargo.
Me presenté al día siguiente; me habían prestado un traje blanco de etiqueta. Me lo prestó el oboe
de la Sinfónica que era amigo mío. Me daba un aire de James Bond. Totalmente inadecuado para el
trabajo de oficina. Pero nadie pronunció palabra; todos muy respetuosos en la oficina.
Si cotillean es para adentro, en sus casas, con sus mujeres o con sus hombres.
Nunca supimos cómo decir que viviamos juntos.
Tal vez hasta hubiéramos podido hacer una fiesta, porque no había una predisposición homófoba en
el trabajo. No sé si alguien hubiera venido a esa fiesta, soy sincero. Pero lo podríamos haber
intentado.
Igual, tarde o temprano se enteraron.
Esas cosas se saben.
Ninguno comentó nada, que ni dónde viven, ni quién cocina o si compran comida en la rotisería.
Menos que menos intimidades o chistes de mal gusto; pero nunca nos invitaron a ver con ellos una
final de la Copa Libertadores o del Mundial. Eso es cosa de otra clase de hombres, parecían decir.
Tampoco sé si hubierámos ido a ver un partido con ellos, no. Igual, me hubiera gustado. Que me
inviten e ir, claro que sí, me habría gustado.
Todo siguió tan igual desde que Ernie y yo estamos juntos, que yo nunca supe si había un enorme
muro entre ellos, los de la oficina y yo, o si no había ninguno, nada, ni una piedrita y yo me lo
estaba imaginando todo.
Había tenido amantes, claro, yo.
En el subte, en las noches de los parques, en los zaguanes, en los recodos bajo la autopista.
Y he recibido palizas por culpa de esas noches, cientos de palizas.
Pero no sé qué duele más, si la paliza o el desamor.
Estos dos dedos me los rompió de un pisotón un bravucón. Un tipo que se llevó mi plata, y el
pantalón para humillarme. ¿Para qué quería un jean viejo y enlodado? ¿Para qué le podía servir? Lo
siento; sé que a Ernesto no le gusta que cuente estas cosas.
Cree que me hacen mal cuando las recuerdo, que me hacen sentir que soy vulnerable.
Que soy un blanco fácil.
Pero estos dedos me dieron pena, pobres dedos.
Porque ya no toco el violín como antes; estos dos dedos rotos se me enciman.
Me pongo muy triste cuando lo pienso y siento pena de mí mismo.
¿Está mal sentir pena de uno mismo?
Sócrates decía algo como eso, ¿verdad? Que la autoconmiseración es el peor de los vicios. Que
detiene la velocidad del mundo. Que hace que pare de girar y siga su curso. Pero a veces tengo
ganas de llorar por mí, por todas las veces que no pude llorar y debí aguantarme.
A veces me gustaría que el mundo se pare un poco.
No le debo nada a nadie.
Puede que esté de rodillas.
Puede que esté volando entre dos trapecios.
ERNESTO
Puede que haya volado entre dos trapecios, cuando la conocí.
Porque sabía que en un trapecio siempre estaba Gaby y me sostenía.
Porque era ser Papá Noel aquella noche delante de mis hermanos, y ellos llenos y yo vacío; alegre y
vacío.
Dije las palabras que debía decir cuando Gaby lo supo, cuando se enteró. ¡Por Dios que cuando
Gaby se enteró Gin ya no existía! Había vuelto a su Australia, a su Sidney, a sus historias de
canguros y de koalas. A sus prácticas de karate, a su marido y sus hijos. Pero ya no existía más, no
más para mí. Gaby la encontró en el teléfono; no sé por qué no borré su foto del teléfono.
Supongo que porque la amaba, porque estaba enamorado de ella.
Dije las palabras adecuadas, dije: Estoy arrepentido, dije: Nunca pensé que podía hacerte daño.
Una mentira y una verdad, y cuando uno dice una mentira y una verdad mezcladas, ese cóctel… ése
cóctel es mortal. Porque la verdad es que nunca pensé que podía hacerle daño algo que nació sin
futuro, que nació del deseo de pasear tomado del brazo por las galerías de la calle Florida con una
mujer. Con una mujer. La mentira es que no estoy arrepentido.
¿Por qué tengo que arrepentirme de desear?

GABRIEL
¿Por qué tengo que arrepentirme de desear?
Fue lo último que le oí decir mientras lleno de ira subí a lo alto del ropero, saqué el violín que
llevaba años arrumbado desde que me rompieron los dedos. Por un instante pensé en ponerme a
tocar ahí mismo, las cuerdas desafinadas, dolorosas, el ritmo roto de mis falanges. Qué cuerda se
había roto en mí mismo en todos estos años y con esa mujer, Gin, qué cuerda me estaba rompiendo
él.
Era, es, el amor de mi vida y me engaña con una mujer.
Por eso, bajé el violín del ropero y lo partí contra mi pierna.
Lo destrocé. No quiero saber nada más del violín.
No sé si quiero saber más de Ernesto.
No sé si quiero saber más de mí.
Todo eso fue hace un mes, dos, tres; el día que usé su teléfono para pedir pizza.
Nunca hay que usar el teléfono de la persona amada para pedir pizza.
Puede que yo esté de rodillas, suplicando.
Pero yo creo que estoy de pie, preguntando.

ERNESTO
Me paro y pregunto: ¿por qué tengo que dar excusas?
Me acosté con Gin porque me acosté con Gin porque me gustó lo que me contó de Australia y
porque cada peca en su piel blanca era una isla de Oceanía. Porque aprendía inglés cuando estaba en
la cama con ella; en serio, me enseñaba inglés.
Porque con ella yo era un yo sin futuro.
Yo era yo.
Cuando íbamos a un hotel, si ella usaba tacos altos y los techos eran bajos… vivía dándose golpes
en la cabeza, la pobre, y me decia, me contaba, que las mujeres inglesas eran, son, las más altas del
planeta. Que ella era inglesa, no ella propiamente, sino la madre o el padre de Gin eran ingleses y
emigraron a Australia.
Me mostró las fotografías de los hijo, cuando estábamos en la cama.
Tres hijos tenía, tiene. Era linda cuando hablaba de su familia.
Uno a veces tiene sexo por hacerse compañía.
Cada lágrima que lloré después…
Cada lágrima que lloré después…
Cada lágrima que lloramos después, los dos.

GABRIEL
Cada lágrima que lloré a escondidas.
Era una salutación de Navidad, ponía Feliz Navidad.
Feliz Navidad, Gin.
No le ponía Te extraño. Ni le mandaba el código de un pasaje a Sidney.
Ni concertaba una videollamada, ni zoom, ni Google Meet. No, nada de eso.
Pero lo supe en cuanto la vi.
A veces cuando uno ama demasiado a alguien se vuelve adivino.
Qué lástima a veces que el amor nos vuelva adivinos.
Quizás afuera están ardiendo las calles o la gente haya desaparecido.
Quizás haya más gente muriéndose de un virus y yo lloro por amor, como un desesperado.
Desesperado de amor, ¿sabe lo que es eso?

ERNESTO
Desesperado de amor estaba y no sabía cómo calmarlo.
Cuando me preguntó quién era, le conté: Gin.
Cuando me preguntó si la amaba, le dije que sí.
Que se ponga en pie acá mismo el que sepa en cada caso cuándo es mejor la mentira que la verdad,
cuándo la verdad no es brutalidad pura, cuándo la mentira no es un estilete que se hunde en el riñón
y… Sí, la amé los días que la conocí acá; después ella se fue y ya no supe más de ella, ni ella de mí.
No hubo un plan, no tengo un plan.
No tengo una hipoteca; puede que esté de rodillas.
Pero no le debo nada a nadie; puede que tenga cinco o veinte años por delante.
Puede que tenga un futuro a tu lado de sólo quince minutos y son oro cada uno de esos quince
malditos minutos; de esos quince benditos minutos.
Cuando yo era chico los hombres no amaban a los otros hombres.
Los hombres no tenían sexo con otros hombres.
Pero yo sabía cómo se me erizaba la piel y con quién. Sabía que estaba mal. Pero el deseo es así, el
amor es así. A los sesenta años no estoy seguro de saber de si el deseo es una cosa y el amor es otra,
sino son la misma, las dos caras de la misma moneda y una moneda que fue acuñada tan mal…

GABRIEL
Tan mal, que le escribí una carta a ella.
Una carta no, un email, largo. En francés, porque yo no hablo inglés.
Pero ella no me contestó nunca, porque ella no habla francés.
Eso es lo que comprendo.
Que no me respondió el email a la hora, ni al día siguiente cuando se suponía que ya lo debía haber
leído, ni a la semana sigueinte cuando podía haber meditado en mis palabras, ni al mes, cuando ya
le daría lo mismo quién era yo y qué carajo le ponía en un email que parecía la carta de un
restaurante.
Me voy, le dije.

ERNESTO
Me voy, le dije.

GABRIEL
Mañana es lunes y puede que empiece algo distinto.
La semana que viene es año nuevo y puede que sea distinto.
Puede que el próximo minuto sea distinto, por amor de dios.
Porque mi corazón sigue latiendo, mi corazón no pierde el ritmo.

ERNESTO
Mi corazón no pierde el ritmo, le dije.
Adiós, amigo mío, que el amor parece esta marea y nosotros estamos los dos en la escollera
desconociendo los horarios, los horarios en que sube y baja el agua.
Me gustaba, nos gustaba, ir a la playa y dar largas caminatas.
Adiós, amigo mío.

GABRIEL
Adiós, amigo mío.
Me fui con una valija y un bolso.
Cerré la puerta tras de mí y recordé una melodía que tocaba en el violín.
Puedo tararearla sin olvidar ni una nota; es una melodía bastante larga.
Yo también me fui a acostar con una mujer a los dieciséis años. Me llevaron los amigos. Era una
especie de cabaret y en el cabaret había un ciego que tocaba esa canción en el acordeón. Había
mujeres que bailaban desnudas esa canción; yo traté de aprenderme la canción de memoria porque
me parecía hermosa. Y me pregunté, me preguntaba, ¿cómo es que tiene sexo una mujer?
¿Qué diferencia hay cuando ama un hombre o cuando ama una mujer?
¿Hay diferencias?
Pero no entré al cuarto de la mujer cuando me tocó a mí.
Me quedé toda la noche tomando cerveza sin alcohol y escuchando al ciego…
Me contó una historia, una historia muy larga de cómo había perdido la vista.
Me quedé dormido en el cabaret y cuando desperté era más allá del amanecer.
Me habían robado la billetera, me habian regalado una canción.
La mujer que atendía el último turno se ofreció a acercarme a mi casa.
Tenía un Citroen y se llamaba Paula; igual nadie la llamaba Paula ahí dentro. Era Keyla.
Si yo volvía alguna vez al cabaret a buscarla tenía que pregunar por Keyla, me dijo.
El coche hacía unos ruidos raros cuando ella manejaba y los frenos no funcionaban muy bien.
Nunca volví a buscarla.

ERNESTO
Nunca volví a buscarla porque aunque la amé, no la seguí amando.
¿Quién dijo que no se puede amar por un minuto?
¿Quién dijo que no se puede amar toda una vida?

GABRIEL
Quién dijo que no se puede amar toda una vida?

ERNESTO:
Quién dijo que no se puede amar toda una vida?
Abrí la puerta y estaba todavía ahí Gaby, cantando su canción.
Abrí porque mi corazón corcovea cuando oye su voz, y mi pulso late.

GABRIEL:
Porque mi corazón golpea y mi pulso late.
No hubo más después; no hubo más que decir, y lo que había que decir…
Lo que teníamos para decir, lo vinimos a decir a esta sesión.
Nos dirá usted, doctor, cuánto le debemos.

ERNESTO:
Me dirá usted, doctor, cuánto le debo.

Fin.

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