Está en la página 1de 19

Nota: el texto que sigue es la transcripción apenas corregida de una exposición con

forma de clase o de charla, como suele decirse. Regala, creo, con algunas de las
usuales consonancias del género (si así puede llamárselo) y otras tantas de sus
cacofonías, ripios y afasias.

¿Qué se sabe en la Literatura? Crítica, Saberes y Experiencia. *

Miguel Dalmaroni

Antes que nada quiero agradecer al grupo Andamios por la invitación. Es un


gusto para mí estar de nuevo en Santa Fe con algunos amigos y otros que lo serán desde
hoy.
A partir de ese título que Silvana Santucci me cuenta que en algún momento
tenía el ciclo (Ciencia, Investigación y Sociedad) me pidieron un título para la charla de
hoy, y yo propuse rápidamente una pregunta: ¿Qué se sabe en la Literatura? Crítica,
Saberes y Experiencia. Es una pregunta que, espero pueda verse, tiene bastante que ver
con la opción que subraya Analía Gerbaudo cuando plantea la productividad o la
confianza en lo que ella llama el trabajo de la divulgación con la filosofía en el campo
de la discusión universitaria y en relación con los espacios en donde se supone que
deberíamos enseñar literatura.
Entonces, a partir de ese título me interesaba proponer, si Uds. quieren de un
modo algo bipolar o esquemático, que hay dos modos de pensar una relación del
conocimiento con la literatura: lo que podríamos llamar el modo de la distancia y, por
otro lado, el modo del contacto o incluso el modo de la sumersión, en el sentido de
sumergirse.
El modo de la distancia es algo así como un nombre que yo le pongo a un lugar
común según el cual la noción misma de “crítica” está articulada precisamente con la
toma de distancia, con un imperativo casi moral que insta a tomar distancia. No me
refiero a una toma de distancia respecto de los lugares comunes, de las ideas prefijadas
o los preconceptos acerca de la cosa, sino a la toma de distancia respecto de la cosa

*
Leído en el Panel - Debate “Ciencias Sociales e Investigación”, "Colectivo Andamios", Centro de
Estudiantes de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe, y
librería "Palabras andantes", 18 de mayo de 2008.

1
misma, digamos por ahora, en este caso, la literatura. Este lugar común suele estar
asociado a la idea de que la literatura es un “objeto de conocimiento”.
Voy a ir introduciendo, digamos, como exergos de café, cosas que diría si
estuviéramos tomando un café, es decir en el tono de una máxima irresponsabilidad.
La idea de que la literatura puede convertirse en un objeto de conocimiento, para
mí, es una especie de atrocidad. Yo sospecho además, aunque no estoy muy actualizado
en las discusiones epistemológicas, que ese es un presupuesto epistemológicamente
anacrónico ya en el propio campo de las teorías del conocimiento. Además, a veces, no
sé si siempre, es un presupuesto que descansa en uno de los prejuicios peor demostrados
que conozco: el que dice que el ejercicio de la inteligencia, del análisis, de la duda, del
principio de contradicción, debe ubicarse en las antípodas del compromiso. Se esté
comprometido con la cosa a través de la adhesión o a través de la hostilidad. Pero lo que
me interesa subrayar es que ese sentido común, digamos, el modo de la distancia, tuvo
un cierto prestigio en el campo de la crítica literaria universitaria, por lo menos, hasta
hace un tiempo.
Según ese modo de la distancia, la crítica literaria sería un saber acerca de un
objeto, o peor, una “ciencia” cuyo objeto es la literatura.
En cambio, según el modo del contacto o la sumersión, la crítica literaria sería
un saber en la literatura y por lo tanto, en rigor, un no-saber, algo así como un des- saber
o una fuga de lo que pudiera saberse.
Ahí yo sigo una figura que me gusta mucho, una figura vallejiana, que usa la
poeta argentina María Negroni, cuando ella dice que “la poesía es una epistemología del
no saber”. Yo diría entonces que la crítica que sabe lo que sabe en la literatura es una
sumersión en esa epistemología del no- saber. Por lo tanto carece de objeto o lo va
perdiendo en el curso del ejercicio de la crítica y consiste más bien en un decir o un
escribir en la efectuación de un acontecimiento.
Cuando se ha tomado distancia, cuando el que ejerce la crítica se puso fuera de
la efectuación del acontecimiento, no hay crítica. Hay crítica cuando uno mismo, devino
eso que, perturbándolo, lo sacó de sí, lo puso en experiencia, en ocurrencia artística.
Cuando uno, usando una figura de Blanchot, ha sido “des-obrado” por la obra”,
digamos, puesto por la obra fuera de lo que en uno habían obrado la cultura, la
civilización, el orden del mundo, el orden del discurso. Dicho de otro modo, cuando uno
ha sido empujado fuera de las fronteras de “Sujeto”, una palabra que yo uso sin el
artículo y entre comillas, porque me parece que hay que pensarla como el nombre, para

2
decirlo rápido, de una patraña fundamentalista en torno de la cual se organiza lo que
conocemos como modernidad y, entre otras cosas, la posibilidad de lo que conocemos o
lo que conocíamos hasta no hace mucho como moral de la ciencia o más bien como
moral cientificista.
El modo de la distancia, es decir, el saber acerca de la literatura ha permitido,
por supuesto, saber o advertir algunas cosas que de ningún modo son inútiles. Yo diría
que el saber de la literatura permitió, nos ha permitido saber, dos cosas: por una parte,
qué han sido la literatura y el arte para la historia, para la sociedad, para la cultura o para
la civilización. Qué papel, qué función cumplió la literatura como una actividad social
identificable, qué identidades sociales o históricas configuró, qué roles y posiciones
sociales e instituciones giraron en torno de la literatura como noción cultural.
Y por otro lado, el modo de la distancia o el saber acerca de la literatura, permite
saber en qué estado queda el orden del discurso una vez que la literatura lo perturba de
algún modo. Saber qué hace la literatura con la lengua. Por ejemplo qué le hizo la
escritura de Borges al castellano con que se encontró, o qué hace la literatura con las
matrices sociales de la narración con las que se encuentra. Ahora, ese es un tipo de saber
que se puede usar no sólo para la literatura sino para otras prácticas. Es un tipo de saber
que es útil para conocer la cultura, digamos, uno se puede preguntar de una manera
semejante qué le hizo Internet a la lengua social o qué le hizo la telenovela a la
narratividad social. Quiero decir entonces, que se trata ahí de un saber que podríamos,
para decirlo rápido, caracterizar como un saber técnico o descriptivo acerca de las
formas o de la literatura como máquina o artefacto.
En cambio, lo que llamo provisoriamente, con esa metáfora natatoria, el modo de
la sumersión, es decir, el saber en la literatura, sería un saber autocontradictorio en tanto
tal, porque es un saber que quiere saberse ya no-sabido. La crítica sabe ahí y tienta decir
o escribir el saber de lo no-sabido. Todo lo que alcanzamos a saber es que algo en o con
el texto ocurre, y que eso que ocurre, que llamamos literatura, es ajeno a todo régimen
de lo social y al régimen de lo identificable.
Como digo, por supuesto que son dos formas, la dos son dos modos productivos
de saber. Con el primero, hay narratología, hay retórica, hay poética en el sentido en
que se usó durante casi todo el siglo XX, en el sentido de Jakobson, es decir, hay
poética en el sentido de teoría de la lengua poética y hay historia cultural, historia
social, intelectual de la literatura en tanto institución, en tanto práctica social en
circulación e incorporada, enseñable y funcional. Con el segundo, con el saber en, hay

3
crítica, hay eso para lo que yo preferiría reservar la noción de crítica. Por supuesto, no
ignoro que toda una tradición que de ningún modo desprecio, la tradición de la razón o
de la luz, acuñó una noción iluminista de “crítica”; pero creo que es erróneo hasta
suponer que esa noción iluminista de crítica impone una toma de distancia que suprime
el contacto o, peor, lo prohibe. Un ejemplo obvio: toda la “luz” que los textos de Marx
echaron sobre la burguesía, sobre el capital o sobre la propiedad privada es impensable
sin la fascinación visceral, sin ese compromiso corporal y anímico fervoroso que la
prosa mordaz, injuriosa y física de Marx despliega sin parar. Si algo le pasa al sujeto de
la enunciación de los textos de Marx, es que los monstruos de la era burguesa lo
atraviesan, lo ahogan, lo perturban, lo sacan de sí. Y al respecto es muy iluminador ver
un caso aparentemente contrario, el de Freud, que –sumergido en la cosa- resulta a
veces casi cómico en sus modos de enmascarar sus pasiones con retóricas de la distancia
descriptiva de la ciencia: es muy difícil creerle (esa retórica es una trampa cazabobos,
funciona y hasta se deja ver como eso).
Para volver menos hermética la distinción, para comenzar a explicarla (o bien
para oscurecerla ya de modo definitivo) organicé dos itinerarios para cada uno de estos
modos. Me parece que el modo de la distancia tuvo un itinerario que pasó por dos
momentos (estoy pensando sobre todo en el siglo XX). El primer momento, sería el
momento cientificista o teoricista, que tiene algún contacto con lo que Analía
[Gerbaudo] llamó “lingüisticismo”; y un segundo momento, sería el momento sacrílego
de este modo de la distancia, que tiene dos versiones: la politicista y la comunicológica.
Con eso me refiero sobre todo a lo que conocemos como la crítica de la literatura
pensada como institución de eficacia, como institución funcional, es decir como
“discurso”: el sacrilegio es politicista cuando pone el acento en el conflicto (las
corrientes que acentúan la relación de la literatura con la dominación cultural, o que la
ven como canon); es comunicológico cuando pone el acento en el intercambio, en el
entendimiento, en el consenso.

El momento cientificista o teoricista es precisamente el momento en el que se


instala, como un imperativo que casi nadie discute en el campo de los estudios
literarios, la pretensión de cientificidad. La idea de que la literatura podía convertirse en
tema de una ciencia, es decir, en objeto de un conocimiento universalmente fiable o de
criterios de fiabilidad universalmente sancionables, compartibles. Es el momento

4
histórico de invención de la teoría literaria en un sentido estrecho (o estricto, para no ser
tan panfletario).
En fin, el momento en que la ciencia gana terreno como moral de la lectura
universitaria del arte durante el siglo XX (coincidiría cronológicamente con lo que
Hobsbawm llama el siglo XX corto). Es decir, esto empieza más o menos alrededor de
la primera guerra, con hitos, con textos que son lugares comunes: El arte como
procedimiento, ese texto del formalista ruso Víctor Schklovsky, que es de 1917 y a la
vez, con el Curso de Lingüística General de Ferdinand de Saussure.
Este momento teoricista declina entre mediados y fines de los años ´60, digamos
para identificarlo en la obra de Barthes, entre El efecto de realidad y La lección
inaugural; si ustedes quieren, el centro ahí tal vez esté en S/Z, en cuya primera página
Barthes dice: bueno, en trabajos anteriores yo intentaba organizar un modelo general
para explicar todos los relatos. Ahí Barthes está aludiendo a uno de sus textos, el mas
cientificista, que es la “Introducción al análisis estructural de los relatos” en la que dice:
voy a analizar las novelas de Fleming sobre James Bond para inferir un modelo
hipotético-deductivo que justamente sirva para analizar cualesquiera de los relatos que
en el mundo han sido. Es decir, un modelo científico en tanto es una especie de ley o
diagrama general que vale para todos los casos imaginables, para toda la empiria,
digamos.
Esta orientación está representada en convicciones como las que planteaba
Jakobson en ese célebre texto titulado Lingüística y Poética, que no casualmente se
publicó por primera vez en 1960 por el Instituto Tecnológico de Massachussets que,
como ustedes saben, es una de las universidades más poderosas del planeta. Ese texto es
muy interesante para pensar eso, porque en la primera página lo que dice Jakobson
(escribe ese texto para leerlo en un congreso) es que celebra que los congresos
científicos no tengan nada que ver con los congresos políticos, que sean sustancialmente
diferentes que los congresos políticos. En ese texto Jakobson dice: “desgraciadamente la
confusión terminológica entre estudios literarios y crítica es una tentación para el
estudioso de la literatura; ningún manifiesto que esgrima los gustos y opiniones
particulares de un crítico, puede funcionar como un sucedáneo de un análisis científico
objetivo del arte”.
La era de la teoría, la era del fetichismo cientificista, estuvo marcada por dos
circunstancias conocidas: por un lado, el imperialismo de la semiótica y, por otro, la
orientación formalista. El imperialismo de la semiótica consistió en una expansión

5
prolongada del modelo lingüístico. Se había vuelto evidente que Saussure había logrado
para la lingüística algunas condiciones de cientificidad: recortar un objeto y elaborar un
método; entonces el modelo lingüístico garantizaba cientificidad. El propio Saussure,
como sabemos, decía que la lingüística es una primera parcela de una especie de árbol o
de gran ciencia de los signos, es decir, él mismo pedía que se hiciese con el resto de las
prácticas culturales lo mismo que él había hecho con la lengua. Y esa expansión fue la
semiótica hasta los años ´60 -´70, que alcanzó no solo a la crítica literaria sino al
territorio entero de las ciencias sociales. Para identificar un momento de saturación,
Levi-Strauss. Describir los sistemas de parentesco, o la relación de las comunidades con
la gastronomía, según el modelo fonológico de Trubetzkoy.
La otra marca del modo teoricista fue la orientación formalista, que consistió en
adoptar, me parece, la respuesta del modelo lingüístico para la pregunta por la
“literaturidad”. La “literaturidad” era una noción vacía pero que nombraba aquello que
supuestamente hacía de un texto, un texto literario, la pregunta por la especificidad de la
literatura. Es decir, la pregunta fundante de la crítica literaria para el modo teoricista era
la pregunta que Boris Eichembaun (otro de los formalistas) había hecho en el título de
su análisis de un relato de Gogol:¿ Cómo está hecho El Capote de Gogol?
Voy adelantando que me encuentro entre quienes pensamos más bien que la
pregunta que hay que dirigirle a la literatura es, en cambio, ¿por qué está hecho de ese
modo y por qué a la vez, hecho de ese modo, me hace lo que me hace?
Bueno, voy a derrapar ahora en algunos ejemplos, digamos (con ejemplos uno
siempre derrapa, porque la literatura te hace derrapar).
Primer ejemplo: voy a leer dos textos. El primer texto diría esto: “el arpa se veía
silenciosa y cubierta de polvo en el ángulo oscuro del salón, tal vez olvidada de su
dueño”. El segundo texto, obviamente, es el que dice en cambio: “Del salón en un
ángulo oscuro / de su dueño tal vez olvidada / silenciosa y cubierta de polvo /veíase el
arpa”. ¿Qué diría la orientación formalista? ¿Qué propondría respecto del segundo de
los textos? Diría que el segundo de los textos es un texto literario por el modo en que
está hecho, en este caso digamos por la forma de su sintaxis. Lo que propondría en
cambio una crítica de la sumersión sería, primero, que la forma es un resultado, si Uds.
quieren, un resultado del evento de la escritura y en la lectura, digamos, una
testificación y un territorio de efectuación, en el que algo que nunca es idéntico vuelve a
ocurrir. Y en segundo lugar, la pregunta crítica debería decir, en cambio, ¿qué produce
ese resultado?, ¿de qué o de quién sale eso?, o ¿qué clase de perturbación o de voluntad

6
de trastorno afecta al sujeto que escribe eso, que escribe así, que da vueltas la cosa de
ese modo?
- Otro ejemplo: todos recordamos el comienzo de la Odisea: un grupo de
cortesanos y parientes adulones revolotea alrededor de Zeus (que es una especie de
erotómano, un violador reincidente e impune, un patrón cuasi-fachista). La más astuta
de los que lo están adulando es una de sus hijas, Atenea, esa virgen neurótica que, para
colmo, le nació de la cabeza porque el tipo se tragó a la madre embarazada y que le
dice, igual que los otros: Por supuesto, Zeus, guay de quienes desobedezcan tus
dictámenes. Pero inmediatamente le pide que le levante una prohibición “porque a mí el
corazón se me parte pensando en Ulises”. Entonces el otro le responde: bueno, esta
bien, andá. Para colmo de males, para ir en auxilio de Telémaco y de su padre, Atenea
se trasviste. Pues bien: ¿a quién podría ocurrírsele que lo que hace de este texto un texto
literario, lo distintivo, lo relevante, lo diferencial de ese texto es la forma?, ¿qué quiere
decir, ahí, “lo que hace de este texto un texto literario es la forma”?
Tercer ejemplo: Nadie nada nunca, la novela de Juan José Saer, comienza con
esta frase : “No hay, al principio, nada. Nada” (repite esa frase 11 veces, a medida que
va comenzando cada parte de la novela). Como sabemos, ese comienzo es una negación
de los dos comienzos de la Biblia: el comienzo del Génesis, “en el principio creó Dios
los cielos y la tierra”, y del comienzo del evangelio de Juan “En el principio era el
Verbo”. Por supuesto que se trata de un procedimiento; pero eso -que se trata de un
procedimiento- es lo menos que se puede decir de un comienzo de novela como ese.
Diríamos, por lo menos, ese comienzo es la condensación de un desafío radical
contra las bases de uno de los más poderosos órdenes del mundo u órdenes de discurso
(digamos, la bíblica cristiana). Entonces lo que hay que preguntar ahí, ante el comienzo
de Nadie nada nunca, no es cómo está hecho, cuál es ese procedimiento, sino qué se
efectúa en esa configuración, por qué y por quién. En la gramática de ese comienzo:
“No hay, al principio, nada. Nada”, no hay una forma sino lo que yo llamo la
materialización verbalmente cursada de una experiencia para la cual, antes del texto de
Saer, no había lengua ni sujeto. Es decir, para la cual no había un decir culturalmente
disponible. No se trata de que eso se pudiese decir de otra forma. Se trata de que lo que
hace Saer, la efectuación, o para decirlo con sus términos, el objeto que produce cuando
escribe ese comienzo y esa novela, no estaba. Para decirlo más simplemente: no existía
antes de Nadie nada nunca.

7
Ahí me parece que una cosa interesante es que la concepción del arte de Saer se
toca, en ese punto, con algunos de los ensayos más deslumbrantes de Susan Sontag.
Sobre todo de la Susan Sontag combativa de los ´60, la de Contra la interpretación,
que dice: lo que importa del arte es que es una cosa que está ahí, que antes no estaba, y
que nos hace algo, digamos, y que nunca terminamos de saber bien qué es eso que nos
hace.
Cuarto ejemplo: el soneto de Quevedo que dice “Cerrar podrá mis ojos la
postrera/ sombra que me llevare el blanco día” y que cierra con “serán cenizas, mas
tendrá sentido/ polvo serán, mas polvo enamorado”. Si dijésemos que lo que nos hace
ese soneto de Quevedo nos lo hace por la forma, deberíamos razonar la literaturidad del
soneto ignorando el lugar que tiene en el texto nada menos que la compulsión por
suprimir la discrepancia entre amor y mortalidad. Si yo digo que lo que me hace el texto
me lo hace por el modo en el que está escrito, dejo afuera esa cuestión, dejo afuera que
el texto trabaja con la compulsión por suprimir esa discrepancia entre amor, entre deseo,
entre eternidad para el amor, y mortalidad. Nada menos ¿no?

Un último ejemplo. En textos como La metamorfosis de Kafka o Esperando a


Godot de Beckett, encuentro la oportunidad de ilustrar algo así como una ecuación, una
hipótesis útil para revisar la orientación formalista. Estos textos (aunque podríamos
también armar un repertorio con otras obras) son textos caracterizados por una
desproporción constitutiva. ¿Cuál es la desproporción? Diría: mínimo de artificio,
máximo de perturbación. ¿Qué es La metamorfosis? Un relato realista-costumbrista,
plano, en el que lo único que se sale de madre es que al principio del relato Gregorio
Samsa se despierta convertido en una cucaracha. Mínimo de procedimiento, mínimo de
artificio, máximo de perturbación (o máximo de artisticidad, si se quiere).
Esperando a Godot o La Metamorfosis, como invención de forma son textos
pobrísimos. Entonces, digo, para Jakobson literarios son los textos… (lo estoy
caricaturizando un poco a Jakobson, que no era tan estúpido y ahora inmediatamente lo
voy a reivindicar un poco); digamos, para los que fuimos lectores escolares de Jakobson
o fuimos lectores de lo peor de Jakobson, literarios son, en esa perspectiva, los textos en
que se vuelve predominante lo que él llama el principio de la función poética, que
estaría también en frases del uso pragmático de la lengua (“el tonto de Antonio”, “I like
Ike” esos ejemplos de aliteración en donde aparece la función poética en el lenguaje

8
cotidiano o pragmático). De manera que si uno sigue esa línea, la literatura parece ser
uno de los predios de lo decible.
En cambio, para escritores como Kafka o Beckett, para ellos o para lo que nos
pasa con sus textos, pareciera que se trata exactamente de lo inverso. Es decir mientras
la forma, el artificio o el estilo son sonoramente decibles, en cambio, la literatura sucede
en esa especie de no lugar que adviene cuando se ha huido de lo decible a causa de una
compulsión de experiencia.
A mi me gusta ilustrar eso con una cita de Benjamin. Ustedes recordarán ese
célebre texto de Walter Benjamín donde está una de sus frases más citadas: es el texto
sobre Julien Green que dice que “arte significa cepillar la realidad a contrapelo”.
Inmediatamente antes de eso, Benjamín señala que el virtuosismo o la sofisticación del
estilo o el trabajo de las formas, de ningún modo salvaguardan de la trivialidad de la
experiencia; que lo que hace importante una obra de arte es su capacidad para penetrar
hasta el fondo de las cosas. Para, dice, proceder del estrato metafísico fundamental de la
realidad.
Muchos artistas imaginaron el arte en esos términos, digamos en términos
“minimalistas”, que uno puede leer en La Metamorfosis, en Esperando a Godot, en esta
lectura que hace Benjamín de las novelas de Julien Green (mínimo de invención formal,
máximo de efectuación de experiencia). Ahí, no puedo sino pensar en los pintores que
le gustaban a Saer: Rothko, Malevich, digamos los pintores que perseguían el cero de la
forma.
En un libro extraordinario que se llama Lo que vemos. Lo que nos mira, el
crítico de arte Georges Didi- Huberman, narra una historia que yo creo debe ser mas o
menos conocida en la historia del arte contemporáneo, narra cómo Tony Smith, un
escultor y arquitecto minimalista norteamericano, hizo la escultura que tituló “Die”,
cómo fue en concreto la hechura de esa obra. Tony Smith se la pasó pensando, se la
pasó buscando y un día levantó el tubo del teléfono, llamó al taller y les dijo: mándenme
un cubo de contrachapado negro de 1,85 x 1,85 x1,85. Vinieron los tipos, le trajeron el
cubo, lo bajaron, lo plantó en el jardín y le puso “Die” de título, “muere” (o “dado”). El
maximalismo del minimalismo, digamos. Un mínimo de forma, casi nada de forma
digamos, dejándose arrastrar por la compulsión de una perturbación extrema y
provocándola. Es un elemento parecido al tipo de artista que inventa Saer con Héctor, el
pintor suprematista que en La Mayor pinta una tela toda blanca, que intenta expresar la
mera verticalidad de lo visible.

9
No obstante, la era de la teoría tiene algunos momentos de esplendor,
obviamente. Un momento de esplendor autodestructivo, porque cuando la forma se lee
fuera del formalismo, empieza a ser leída como la boca de entrada, la señal, la
testificación o el borde del acontecimiento. Algunos momentos de la escritura de
Barthes, algunos momentos de la obra crítica de Kristeva, aun en los momentos en que
Kristeva coquetea de manera más… uno diría kitsch, merengue, mersa, con la moral
cientificista. Digamos, el encuentro fatal de la crítica literaria con el psicoanálisis,
momentos en que el teoricismo resbala en sumersión, derrapa en un cierto compromiso
que ya no controla. Cuando digo compromiso no pienso tanto en la idea sartreana de
compromiso, sino en el uso de la palabra cuando se dice que un tumor compromete,
digamos, el hígado. O en las Mitologías de Barthes, ese es un caso interesante. Ese libro
es uno de los más saussureanos de Barthes. En uno de los prólogos que le agrega más
adelante Barthes dice que escribió ese libro cuando acababa de leer a Saussure. Y ahí
todo el tiempo despunta el analista y el crítico que se vuelve lector de literatura y
escritor. Por ejemplo, hay una mitología ahí que se titula “Los romanos en el cine”,
donde Barthes se pregunta por qué los romanos de las películas norteamericanas
siempre llevan flequillo. Significa lisa y llanamente la “romanidad”, la evidencia
arbitraria, convencional, y por lo tanto simbólicamente violenta por parte del que
construye el signo arbitrario, de que estamos en la Roma de antaño. Bueno, ahí Barthes
en el final de la mitología, despotrica, aprovechando el descubrimiento saussureano de
la arbitrariedad, contra las convenciones de efecto naturalizador o de efecto político de
la cultura de masas, eso que él llama la moral del signo bastardo, que sería el signo que,
arbitrario, se hace pasar por natural; y entonces dice que habría que reemplazarla por
dos extremos: la pura artificialidad, un lenguaje que sea como el álgebra, es decir que
no pueda de ningún modo ocultar su artificialidad sino más bien exhibirla todo el
tiempo. O, en el otro extremo, un lenguaje completamente motivado, único cada vez,
capaz de nombrar este momento y solo éste, en que toco esta mesa y solo ésta; un signo
capaz de suprimir la fantasmagoría de los universales, que anulan la experiencia y la
reemplazan por una moneda de cambio. Es decir, de lo que está hablando Barthes ahí es
de la poesía. Está repitiendo el poema de Alejandra Pizarnik, que todos hemos repetido
hasta el hartazgo y sin embargo aguanta, resiste, el poema 13 de Árbol de Diana que
dice: “explicar con palabras de este mundo / que partió de mí un barco llevándome”.
Encontrar un signo no ya que “diga” sino que actúe esa experiencia única, irrepetible,
indecible. El poema no dice “ay! si yo pudiera explicar con palabras de este mundo…”,

10
no dice “cómo quisiera…”. No, sólo dice: “explicar con palabras de este mundo / que
partió de mí un barco llevándome”. Bueno, ahí en “Los Romanos en el cine”, Barthes
termina introduciendo lo mismo que se lee en esa consigna de Pizarnik: el sueño
insomne e imposible de la poesía moderna.
Hay otra Mitología de Barthes que se titula “Nautilus y el barco ebrio”, donde
opone a Julio Verne con el poema de Rimbaud “El barco ebrio”. Mientras en las novelas
de Verne ve la construcción de una poética de la caverna en la que el sujeto sabe todo
porque llena todos los espacios, en cambio en “El barco ebrio” ya no hay sujetos,
porque el que está ebrio es el barco, que navega a la deriva en una especie de poética de
la exploración sin destino, una poética de la exploración que-no-se-sabe-porque-no hay-
sujeto y que no sabe a dónde va, que va a ninguna parte.
Y ahora podemos ir al rescate del Jakobson menos atrapado en la moral
cientificista, porque en ese mismo texto Lingüística y poética advierte en un momento
sobre las consecuencias menos banales o más cataclísmicas del descubrimiento
saussureano de la arbitrariedad: Jakobson dice en un momento que eso que llama la
función poética promociona la patentización de los signos y, entonces, profundiza la
dicotomía fundamental entre signos y objetos. Es decir que Jakobson alcanza a ver que
lo relevante de la literatura no residiría tanto en el procedimiento sino en sus efectos de
disolución y de perturbación de nuestros órdenes del mundo. En la medida en que, dice
Jakobson, lo que la función poética nos obliga a ver (a diferencia de lo que sucede en el
uso social del discurso) es la disimetría, el hiato, el vacío, entre nuestros órdenes de
discurso y la experiencia. Ahí, Jakobson ve algo parecido a lo que pocos años después
va a escribir Foucault en el prefacio a “Las palabras y las cosas”. Foucault empieza
diciendo que su libro nació de un texto de Borges, de su lectura de “El idioma analítico
de John Wilkins”, el cuento en que aparece la clasificación de los animales de una
enciclopedia china que los presenta en orden alfabético según “pertenecientes al
emperador”, “que acaban de romper el jarrón”, “que de lejos parecen moscas”,
“incluidos en esta clasificación”, etc. Lo que dice Foucault ahí es que, precisamente, la
literatura es el lugar donde el lenguaje se ha abandonado a sí mismo y nos obliga a ver
su inconsistencia para dar cuenta de lo que en el texto sucede, o nos sucede.

Lo que he llamado el modo de la distancia tiene históricamente ese primer


momento cientificista, y un segundo momento sacrílego, que corresponde precisamente

11
a la declinación de la fe cientificista y a su abandono, no solo en el campo de los
estudios literarios.
Estoy pensando en el momento en que más o menos coinciden Foucault y la
teoría de los paradigmas de Kuhn, en ese libro titulado La estructura de las
revoluciones científicas, donde Kuhn dice que salvo el momento donde aparece una
anomalía, que es algo así como una resistencia de lo material a los compromisos
políticos de los científicos, el conocimiento científico es una construcción, una
construcción arbitraria respecto de supuestos patrones de fiabilidad del saber en cuanto
tal. Ahí ustedes saben que hay una coincidencia histórica con la idea foucaultiana de la
“episteme” como una invención que periódicamente es reemplazada por otra, una
invención cultural a través de la cual construimos mundo; una idea parecida a lo que el
mismo Foucault llamará “orden del discurso”. Es algo así como el momento
pragmático, contextualista, relativista del campo de las ciencias sociales. Es el momento
donde se escriben libros como El antropólogo como autor de Clifford Geertz, que
plantea que la ciencia antropológica no es nada más que un tipo de enunciación. Es
decir es una textualidad fundada en una especie de enunciado matriz que dice: yo estuve
ahí y ahora estoy aquí para contarlo. Es un tipo de relato, un tipo de literatura. Hay ahí
una especie de fenómeno de literaturización de las ciencias sociales, es decir los
cientistas sociales (los etnógrafos, los historiógrafos, los sociólogos) se vuelven críticos
literarios, adoptan las convicciones del giro lingüístico: lo que tenemos y lo que
hacemos, se dicen, son modos de hablar, las ciencias son hablas y por lo tanto, el mejor
modo de autoexaminarlas es utilizar la experiencia o los instrumentos de la crítica
literaria. Cuando, en lugar de adoptar una perspectiva consensualista, se adopta una
postura conflictivista, ese es, a su vez, un momento fuertemente politicista: una de las
convicciones que empiezan a acompañar al relativismo del giro lingüístico es la idea, a
veces más o menos nietzscheana, de que reemplazamos un modo de hablar por otro o
disputamos entre modos de hablar a causa de una motivación que nietzscheanamente
sería la voluntad de poder, o el instinto de apropiación y conquista.
Entonces ahí, entre otras cosas, lo que se da en el campo de los estudios
literarios es un abandono de la teoría, o por lo menos, un abandono de lo que la noción
de teoría representa como convicción epistemológica. La idea de teoría en el sentido
clásico suponía que era posible construir un conocimiento más o menos universal, no
atado a la mera contingencia del sujeto que lo produce, es decir, más o menos científico.

12
El abandono de la teoría se combina con lo que María Teresa Gramuglio llama
la crítica de la literatura, es decir, desaparece o declina la crítica literaria y lo que se
empieza a construir es una crítica de la literatura entendida como un dispositivo cultural
de dominación.
Hay un momento en que esto, en los lugares comunes de nuestra biblioteca, es
muy claro. Pienso en el libro de Terry Eagleton de 1983, Una introducción a la teoría
literaria. ¿Qué dice Eagleton en el primer capítulo?: examinemos la noción de literatura
según una mirada epistemológica más o menos convencional y abstracta, es decir, según
un examen científico. ¿Qué es la literatura, entonces? Nada, la literatura no existe,
porque no hay manera de definirla, de recortarla, de distinguirla como objeto. La única
manera de distinguirla es saber que se trata de un invento social, histórico, el curso de
cuyas transformaciones es datable; el invento de una compartimentación del discurso
que se hace pasar por natural en función de determinados propósitos. Entonces, en el
último capítulo, Eagleton plantea que si la literatura no existe debemos resolver a qué
dedicarnos los críticos literarios; la respuesta de Eagleton, que veinte años después ya
no tiene nada de llamativo y sí bastante de deprimente, es que nos dediquemos a una
crítica de las prácticas discursivas. Bueno, eso a mi modo de ver es también atroz y es
fatal. Eagleton no es el único crítico literario del que hemos aprendido mucho, por otra
parte, como con Jakobson; pero son críticos que construyeron esta convicción según la
cual la literatura es un discurso, una variante del discurso, una idea que considero uno
de los más severos errores filosóficos y una de las más patéticas negociaciones con las
morales sociales de la utilidad en que los estudios literarios cayeron en las últimas
décadas. Fue una convicción que, hay que reconocerlo, tuvo su efecto profiláctico:
sirvió para abandonar la concepción cultual, veneracional, de las “bellas letras” o
“bellas artes”, pero a cambio pagó el precio de negar una forma material de la
experiencia (yo creo, en cambio, que “literatura” o “arte” siguen siendo útiles para
nombrar la experiencia en su sentido de acontecimiento, algo que –como el sueño o el
sexo, pongamos por caso- no tiene nombre, no puede ser hablado por la cultura). A esto
voy a volver en breve. Retomo ahora lo que introduje con la cita de Eagleton: después
de que se instala esa convicción (la literatura no existe, es una práctica discursiva más)
vienen los años de la politización de la crítica americana, no solo norteamericana sino
también latinoamericana. El momento de emergencia de los estudios culturales, de los
estudios post-coloniales, los estudios subalternistas.

13
Los mejores ejemplos que yo conozco de eso están, en el campo internacional,
en la obra de Edward Said. ¿Qué dice Said, cuál es su tesis principal? Por lo menos la
alta literatura inglesa, dice Said, fue un dispositivo eficacísimo para producir, mantener
o reproducir la ideología imperial británica. Entonces ahí, el problema que uno tiene es
lo que esa tesis no explica. Esa tesis por cierto puede explicar algo de lo que todavía son
capaces de hacernos las novelas de Jean Austen o Cumbres borrascosas. Pero eso que
esa tesis explica no es la literatura; por el contrario, es lo que esas novelas tienen de
reproducción o de producción de la ideología dominante, o de ciertos valores de las
ideologías dominantes en el momento en que se escribieron, valores que todavía se
superponen o se parecen o son más o menos los mismos valores (o dis-valores) de las
ideologías dominantes que nos atraviesan. Pero lo que pensamos algunos es que ahí no
está la literatura de Austen o de Cumbres borrascosas.
Hay por supuesto, y nosotros tenemos que manejarla, una noción civil de
literatura, una cierta noción sociológica de la literatura. La literatura es una
compartimentación de las prácticas culturales con las cuales la civilización o los
itinerarios de la dominación social o como quieran llamarle, hace algo en el mundo
social. El problema es que si agotamos ahí la noción de literatura nos perdemos lo
mejor. Es decir, nos perdemos la artisticidad de la literatura.
Entonces, lo que yo creo es que hay que mantener, a la vez que esta noción
cultural, una noción artística de la literatura. A mi modo de ver, las contribuciones que
ayudan a pensarla, y a sumergirnos en una noción de literatura como esa, vienen más
bien de la filosofía que de la lingüística.
Said es interesante además porque es un lector sofisticado, no es que lee así por
sus propias limitaciones, porque no podría leer de otro modo. No: Said organizó un
programa poderosísimo y de alto impacto en el campo de la crítica literaria y de la
enseñanza universitaria de la literatura, bajo la convicción de que es políticamente
preferible no atribuir propiedades de fuga, libertarias o autocontradictorias a la alta
literatura de la era burguesa. Si lo tenemos a Franz Fanon, mejor reservar para él las
potencialidades indóciles, emancipatorias, destartalantes o disyuntivas; sabemos que
Fanon no era una chica inglesa de la aristocracia provinciana como Jean Austen, es
decir: Fanon nos tranquiliza políticamente. El problema es que ahí uno se pierde de leer
en el “canon” lo mismo que Said quiere reservar para los escritores de identidad política
clara, progresista, antiimperialista; uno se pierde de leer eso en los pespuntes
auntocontradictorios en los que la subjetividad de quien está ahí circulando se desujeta.

14
Jean Austen se desdice porque no puede soportar los límites a que está constreñida la
subjetividad en el modelo social al que pertenece. Entonces deja que suceda, que le
suceda la literatura, que la literatura ponga a esa subjetividad fuera de sí. También en
Austen, también en la literatura firmada por autores de las “elites”, y no sólo en la de los
autores deliberadamente libertarios, el viejo topo cava la tierra. No adopto esta
perspectiva única ni principalmente porque me parezca políticamente preferible, pero
parece obvio que esta perspectiva, menos dual o menos maniquea, resulta políticamente
preferible. Que abre algo así como una teoría de lo emancipatorio más compleja y
menos calculada, menos calculable.
En el campo de la crítica latinoamericana el sacrilegio politicista funciona
claramente en el libro de Ángel Rama La ciudad letrada. En 1960, en el semanario
“Marcha”, Rama había organizado el programa político de la construcción de la
literatura en el continente. Tenemos una serie de buenas obras, decía Rama, pero con
eso no basta, necesitamos además un conjunto de escritores que se conviertan en
intelectuales y que construyan con eso algo así como un servicio social cultural en torno
de un acontecimiento central: la Revolución Cubana. Que es algo así como la clave de
bóveda de una transformación cultural e irrefrenable.
Poco antes de morir, Rama escribe los borradores de La ciudad letrada donde,
en cambio, los intelectuales, los letrados y la literatura que escribían esos letrados en el
curso de la historia de la modernización de América Latina, es una serie de dispositivos
de dominación cultural. Es decir, la literatura es lo que se enseña, es lo que escriben los
letrados, una élite cultural más o menos nueva (depende del momento en que se la tome)
y lo que enseñan otros letrados, o sea los profesores de literatura, para reproducir una
serie de valores, predisposiciones y creencias que tienen cierta funcionalidad, que son
funcionales al modelo social dominante (o más bien a la hegemonía, digamos).
Por ejemplo: entre la generación del ´37 y los letrados en vías de
profesionalización del 900, esas élites, le atribuyeron o de hecho le dieron a la literatura
esa función en la construcción de una identidad nacional. Para mí, este es un problema
tanto del momento cientificista como del momento sacrílego; digo sacrílego porque el
punto de partida de los estudios culturales en esta versión que he contado, es una crítica
ideológica de las “bellas letras”, de la sacralización de la literatura y el arte que se
identifica con esta noción de “bellas letras” o “bellas artes”.

15
Tanto el modelo teoricista como el politicismo sacrílego, decía, comparten esta
idea de que la literatura es un discurso. Ahí es interesante el final del manual de
Eagleton que está ya más acá de la convicción científicista y la ha criticado, y que sin
embargo mantiene la idea de que tenemos un objeto, digamos, que son las prácticas
discursivas. Lo que la cultura de la civilización llama literatura, lo que hemos llamado
literatura es una de esas prácticas discursivas. Y a mí me parece que en cambio puede
ser por lo menos más interesante (seguro más divertido) pensar que la literatura,
condenada a trabajar la materia verbal y con su carga de discursividad social, no es sin
embargo un discurso. Empecé a pensar esto hace bastante, cuando encontré un texto de
Karlheinz Stierle, un alemán que viene de la Estética de la Recepción, un texto del ´77
que salió en la revista Poétique; es un texto bastante foucaultiano, que se titula
Identidad del discurso y transgresión lírica. Stierle dice ahí que el problema para
definir la lírica es que no es un género, más bien la lírica es un anti-discurso, un camino
de puesta en fuga de las identidades discursivas. A mí me gustaría proseguir esa idea de
Stierle para pensar que literatura es más que un antidiscurso, es algo así como un des-
discurso, o una práctica que ocurre entre el anti-discurso y el des-discurso. Barthes
decía: una práctica (una traza, una materiación) que dentro de la lengua combate a la
lengua. Que la pone fuera de sí desde su interior (para usar una fórmula de, creo, Saer y
de Alberto Giordano).
Hay una frase de John Berger, un novelista y crítico de arte inglés que en una
entrevista dice: “Escribo que para que eso, que está del otro lado, ajeno a las palabras,
pueda hacerse presente”. Entonces mi propuesta, es que mientras el discurso es
funcional, hermenéutico y reparador (el discurso social o el discurso a secas digamos),
mientras el efecto del discurso es sustraernos la experiencia y devolvernos al mundo y a
sus nombres, la literatura en cambio es disfuncional o afuncional y su efecto es
sustraernos del mundo y de sus nombres y dejarnos suspendidos en el umbral del
acontecimiento.
El discurso, digamos, es una terapéutica paranoica, está todo el tiempo colmando
las faltas, suturando la herida, reparando la grieta.
Susan Sontag dice: “la imaginación está todo el tiempo llenando todas las
fisuras”. En cambio la literatura sería patógena, porque en lugar de curar la herida, la
abre, se aloja en ella y la deja abierta ocupándola. Deja que sobrevenga un estado en que
la experiencia resta o sobra. Berger entrevé que hay literatura, porque si hay
experiencia, si algo pasa, siempre faltan palabras y estamos ante lo que no tiene nombre.

16
Raymond Williams, que fue un socialista radical estrechamente vinculado con el
corpus marxista, y cuyo materialismo filosófico parece difícil poner en dudas, fue muy
claro. Se pasó toda la vida tratando de definir la noción de experiencia, vinculándola
con una “cualidad de presencia” de lo impresentado, emergencia de lo indisponible.
Williams no ignora que la literatura y el arte pudieron haber sido distinguidos por la
burguesía como un dispositivo de compartimentación de los discursos funcional a
ciertos propósitos de dominación. Pero además la idea que tiene Williams es que, aun si
eso no hubiese sucedido, la literatura y el arte hubiesen sido culturalmente distinguidos
porque los sujetos históricos advertimos que, en el momento en que despunta, en ese
presente, en ese instante que es la pura efimeridad en que despunta, despunta algo que
no está articulado, algo de lo que no disponemos, que no puede ser dicho por los
lenguajes, por las constelaciones de sentido: aparece lo inaparecido.
En 1979, Williams se presta a una larga entrevista con los jóvenes de la New Left
Rewiew, que eran ya un poco post-althuserianos pero que habían sido althusserianos
duros, y para quienes, por lo tanto, la noción de experiencia era un anatema, como lo era
para Althusser, era el predio de la ideología, la experiencia era una patraña de la
ideología. Entonces, sin embargo, los jóvenes de la New Left le hacen ese prolongado
reportaje a Williams en el que uno y otros se tienen mucha paciencia, es un intercambio
intelectual realmente admirable que salió en un libro, Politics and Letters, de 1979.
Entonces lo apuran a Williams y le dicen: ¿usted qué quiere decir con esto de
experiencia?, no se entiende, “experiencia”, “emergente”, “cualidad de presencia”;
entonces Williams les responde que hay que buscar una palabra para eso, y en un
momento les dice: “para eso que no está articulado, no es completamente confortable en
silencios diversos que, sin embargo, no son usualmente muy silenciosos”. Bueno,
¿saben que pasa? les dice Williams, es que yo "no tengo una palabra para nombrar
eso". Entonces, me parece muy interesante que un teórico de la literatura que insistió
toda la vida en su procedencia modesta (Williams es un hijo de ferroviarios del límite
entre Gales e Inglaterra y que estudió en Cambridge), que se mantuvo toda la vida en
contacto con experiencias artísticas, que trabajó en teatro, en cine y que hizo un intento
monumental por repensar el corpus marxista desde la teoría literaria, diga claramente
que el problema consiste en que, sujetos a los sistemas culturales, sujetos a la lengua, no
tenemos una palabra para nombrar eso que acontece en el arte. Eso que “sobra” respecto
de lo social dado, dicho, creído y sabido; eso que, por tanto, le falta a lo social, lo que le
falta a “Sujeto”, el lugar donde “Sujeto” ya no habla y se ha ausentado. Desde la

17
perspectiva política de Williams eso es algo así como un argumento optimista, es algo
así como una testificación de que indefectiblemente la realidad social cambia, se mueve,
porque en la experiencia despunta, emerge la configuración de una incomodidad, de una
disimetría, de un atasco, de una omisión de la que no puede dar cuenta el sistema de
sentidos que se nos impone, nos encarcela y nos quiere hacer creer que estamos
viviendo lo que sabemos o pensamos, que estamos viviendo lo ya pensado, lo ya
articulado, lo decible. La noción de “experiencia presente” de Williams, que es una
teoría del arte y de la literatura, apunta a esos momentos o promontorios en que la
experiencia ocurre, se materializa en la práctica artística y por la realidad material en
que funciona el arte: esos momentos en que se materializa lo radicalmente exterior a
todo. Eso es muy próximo a lo que Alain Badiou dice cuando explica la noción de
“acontecimiento”: no es un concepto ni una definición, acontecimiento es “la
nominación poética de un suplemento indecidible, un azar, un incalculable”. Algo que,
en tanto se presenta, no puede ser previsto y por tanto no está pensado ni dicho, es decir
no tiene nombre, no tiene signo. Por consiguiente, dice Badiou, para nominar el
acontecimiento hay que abrevar en el vacío de sentido, de la carencia de significaciones
establecidas, hay por consiguiente que poetizar, y el nombre poético del acontecimiento
es lo que nos lanza fuera de nosotros mismos.
Bueno, esa es una teoría de la literatura, por supuesto que no es una teoría
especificista de la literatura, porque lo que yo trato de plantear es que en la literatura, en
el arte y seguramente en otras experiencias (de las que puedo hablar poco porque las he
pensado menos) sucede algo que no pertenece al orden de la comunicación, que no
pertenece al orden del discurso y que se escapa de los regímenes de la representación o
por lo menos los hostiliza. Y me parece muy relevante que Badiou diga: eso no puede
ser conceptualizado, podemos nominarlo, y solo podemos nominarlo poéticamente. Ahí
lo que está diciendo Badiou es que hay un territorio, el territorio de lo que en efecto
ocurre, que solo podemos pensar, teorizar o filosofar por vía poética.
Para terminar, me gustaría insinuar una biblioteca. Nunca sabemos bien qué es
eso que ocurre y se presenta, eso que está ahí, nunca sabemos qué es el acontecimiento.
Pero el acontecimiento es algo así como aquello en lo que los artistas modernos
insistieron, en una biblioteca o un arco que va del poema que abre “Las flores del mal”
de Baudelaire a la parrafada de Tomatis contra “el hombre común” en Lo imborrable.
Ese poema inicial de Baudelaires… que es una especie de… ¿qué es ese primer poema?
Un estercolero al final del cual Baudelaire habla en segunda persona y le dice al lector:

18
vos sos igual que yo, vos sos esto que yo estoy poniendo. A mí me gusta cerrar el arco
antidiscursivo que veo abierto en ese primer poema de “Las flores del mal”, con esa
parrafada de Tomatis acerca del hombre común. Se acuerdan que está criticando a
Walter Bueno, ese novelista dictatorial que habla por televisión a favor del gran público
y del hombre común, y entonces Tomatis dice que no tiene nada contra el hombre
común, salvo que si uno escarba un poco enseguida encuentra el estercolero, es decir,
lo que está escondido. Y agrega que lo que tiene que hacer un novelista, un artista, no es
hablarle al hombre común; por el contrario, “lo que el hombre común guarda del modo
más oscuro y cuidadoso, al abrigo de toda indiscreción, alimentándolo con insistencia
periódica y del modo más compulsivo, sin escrúpulo ni compasión ni consigo mismo ni
con el prójimo, hay que sacarlo a la luz del día y ponerlo sobre el tapete para que, de
manejo sombrío se vuelva, bien a la vista, evidencia cegadora”. La figura es interesante
porque es autocontradictoria, es un oxímoron que controla la tentación iluminista,
controla la tentación de pensar que, cuando nos da lo real, la literatura nos revela la
verdad de lo real: en efecto, en la frase de Saer no se nos habla de una evidencia sin
más, ni de una evidencia iluminadora (como sería de esperar), sino de una evidencia
que nos ciega. Como si Tomatis repitiese la frase de Negroni: “la poesía es una
epistemología del no saber”.
Obviamente en los textos no sabemos qué es eso que la literatura muestra, que
está al abrigo, que está escondido, como no lo saben los colastiné de El Entenado. No
saben qué es eso a lo que dan rienda suelta en la orgía cíclica, colectivamente,
suprimiendo la subjetividad a la que están atados la mayor parte del tiempo. Y no
pueden hablarlo, y tienen una palabra para des-hablarlo, "def-ghi", una palabra que de
ningún modo es “discurso”, sino una sarta de marcas, caligrafemas (ahí Saer hace un
chiste con la clasificación borgiana de los animales de la enciclopedia china, que va en
orden alfabético, e inventa una palabra colastiné mordiendo al azar un fragmento del
orden del alfabeto, de la D a la I). Def-ghi, una materia vocal y visual, una no-palabra
que significa cualquier cosa y todas las cosas y no significa nada: como el arte, nomás
ocurre y hace un real.

19

También podría gustarte