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(Archivo)
EL UNIVERSAL
Alma en pena errando por caminos polvorientos de la provincia, aquel joven flacuchento,
vestido de liquiliqui verde oliva, descabezaba un camaroncito en la Samurai que sus
amigos le habían obsequiado, en el trayecto entre un pueblo y otro, para apenas descender
del vehículo treparse en el techo del vehículo y desde la plaza de cualquier mercado,
discursear a cuatro o cinco curiosos bostezantes sobre la justicia social, el combate a la
corrupción, la Asamblea Nacional Constituyente y la lucha de clases.
No obstante, esa gigantesca ola que lo catapultaría hasta el Palacio de Miraflores, luego de
un triunfo clamoroso, no se había formado en las convicciones democráticas del pueblo
venezolano. Tanto los sectores populares, como la clase media y las élites dirigentes no le
abrieron el camino al poder por la súbita mesura que adoptó su mensaje, sus virtudes
cívicas o su sorpresiva conversión democrática. Era cierto que la toma del poder por las
armas no seducía a las masas como una propuesta atractiva, rechazada casi instintivamente,
tal y como lo demostraba la indiferencia con que se acogía su discurso. Pero también lo era
que nunca habría habido un 6 de diciembre de 1998 sin un 4 de febrero de 1992.
De manera que si la gran mayoría hubiese rechazado un Chávez triunfante al frente de una
revolución sangrienta (todas deben serlo), no tuvo problema para convertirlo (en la derrota)
en héroe nacional, antítesis de todo lo que representaba un sistema agotado y sumido en la
decadencia, luego de observarlo, con la boca abierta, cómo se echaba sobre las hombros la
responsabilidad de la violenta asonada y advertía que si no se había triunfado eso era "por
ahora". En 30 segundos de televisión Chávez echó por tierra 40 años de democracia
representativa y valores, principios, convicciones e instituciones democráticas, tejidas
durante largos años, volaron en mil pedazos a partir de aquel mensaje de rendición que
lucía como todo lo contrario.
De allí en adelante el país entró en la onda golpista y de las condenas al golpe el mudable
talante de los políticos pasó a instalarse en una corriente de opinión, hasta el momento
subyacente, que no sólo justificaba el intento por liquidar la democracia, sino que lo
aplaudía frenéticamente. De un día para otro el grupo de golpistas se convertía en objeto de
culto, auténticas estrellas de rock, en este caso, en su versión heavy metal, ciegamente
idolatradas por sus fans. Y así, el jefe de la insurrección a quien, en cualquier otro país, se
le habría considerado como el autor de un delito grave que demandaba castigo ejemplar, se
hizo personaje célebre.
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HUGO CHÁVEZ 1954-2013