Está en la página 1de 6

El nacimiento del mito

(Archivo)
EL UNIVERSAL
Alma en pena errando por caminos polvorientos de la provincia, aquel joven flacuchento,
vestido de liquiliqui verde oliva,  descabezaba un camaroncito en la Samurai que sus
amigos le habían obsequiado, en el trayecto entre un pueblo y otro, para apenas descender
del vehículo treparse en el techo del vehículo y desde la plaza de cualquier mercado,
discursear a cuatro o cinco curiosos bostezantes sobre la justicia social, el combate a la
corrupción, la Asamblea Nacional Constituyente y la lucha de clases.

Hugo Chávez predicaba en  el desierto,  su discurso no emocionaba a nadie y parecía


condenado a repetir el tránsito hacia el ostracismo y el olvido de los viejos revolucionarios
venezolanos, los guerrilleros de los 60, reacios a batirse en retirada y renegar de la lucha
armada. Hasta que un día apareció Luis Miquilena y consciente de la aureola casi mística
que envolvía a su bisoño pupilo desde el 4F, lo convenció de girar en U, dejar atrás el sino
de los fracasados y tomar el camino democrático para la toma del poder.

Era el renacimiento del ex golpista a punto de derrumbarse en el anonimato. Hechas las


rectificaciones de método y asumiendo un lenguaje expurgado de latiguillos marxistas, así
como de las referencias a la violencia, el personaje se repotenciaba en un líder que sacaría
al país de la profunda crisis moral, política y económica que lo estaba consumiendo.
Chávez fue visto por la derecha  como el militar que venía a poner orden, combatir el delito
y liquidar la corrupción. Desde la izquierda  se le consideraba el gran reivindicador de los
oprimidos. Para los progresistas era el gestor de una nueva era fundada en la regeneración
del  sistema político desde sus propias raíces. Los reaccionarios, nostálgicos, incluso del
perezjimenismo, lo sentían  como el liquidador del viejo sistema bipartidista. La clase
media como el constructor de una Venezuela manejada con mano firme, capaz de reducir el
delito y el caos. Pero la verdadera magia, la conexión infalible ocurría allá abajo, en el
abigarramiento de una base social que deliraba ante su discurso hiperbólico y comenzaba a
recobrar la fe perdida.  

Chávez complacía todos los gustos. Su venezolanidad llanota y descomplicada agradaba


tanto a mujeres como hombres y el arquetipo se trocaba en prototipo por obra de su
identificación con las grandes mayorías. No representaba un modelo imposible de
reproducir entre el común sino al venezolano típico, surgido de las propias "gargantas del
pueblo", decía él, que gobernaría para los oprimidos al margen de los grupos de presión, de
los traficantes de poder y de los intereses malsanos,  impulsado por una sola voluntad: la
suya propia.

No obstante, esa gigantesca ola que lo catapultaría hasta el Palacio de Miraflores, luego de
un triunfo clamoroso, no se había formado en las convicciones democráticas del pueblo
venezolano. Tanto los sectores populares, como la clase media y las élites dirigentes no le
abrieron el camino al poder por la súbita mesura que adoptó su mensaje, sus virtudes
cívicas o su sorpresiva conversión democrática. Era cierto que la toma del poder por las
armas no seducía a las masas como una propuesta atractiva, rechazada casi instintivamente,
tal y como lo demostraba la indiferencia con que se acogía su discurso. Pero también lo era
que nunca habría habido un 6 de diciembre de 1998 sin un 4 de febrero de 1992.

Si el golpe del 4F hubiera triunfado, lo que habría sobrevenido, en caso de concretarse lo


estipulado en los documentos elaborados por el teórico del golpe, Kléber Ramírez, era un
régimen totalitario de izquierda que liquidaría todas las instituciones "burguesas" y el
fusilamiento, previo sumarísimo juicio, de todos aquellos que se considerasen corruptos.
Por fortuna para el futuro de Chávez, la intentona fracasó desde el punto de vista militar y
fue una minoría la que se enteró de los propósitos de los golpistas, aunque quienes leyeron
los borradores de los decretos, los olvidaron rápidamente.

De manera que si la gran mayoría hubiese rechazado un Chávez triunfante al frente de una
revolución sangrienta (todas deben serlo), no tuvo problema para convertirlo (en la derrota) 
en héroe nacional, antítesis de todo lo que representaba un sistema agotado y sumido en la
decadencia, luego de observarlo, con la boca abierta, cómo  se echaba sobre las hombros la
responsabilidad de la violenta asonada y advertía que si no se había triunfado eso era "por
ahora". En 30 segundos de televisión Chávez echó por tierra 40 años de democracia
representativa y valores, principios, convicciones e instituciones democráticas, tejidas
durante largos años,  volaron en mil pedazos a partir de aquel mensaje de rendición que
lucía como todo lo contrario.

La derrota militar se convertía en incuestionable victoria política y al día siguiente del


golpe, cuyo saldo sangriento se mantuvo como dato secundario, el expresidentes Rafael
Caldera colaba en el Congreso de la República una reflexión que  se interpretó como
justificación del golpe, pero que definiría su futuro político inmediato, así como el del país
y el de Chávez a mediano plazo: "Es difícil pedirle al pueblo que se inmole por la libertad y
la democracia cuando piensa que la libertad y la democracia no son capaces de darle de
comer".

De allí en adelante el país entró en la onda golpista y de las condenas al golpe el mudable
talante de los políticos pasó a instalarse en una corriente de opinión, hasta el momento
subyacente, que no sólo justificaba el  intento por liquidar la democracia, sino que lo
aplaudía frenéticamente. De un día para otro el grupo de golpistas se convertía en objeto de
culto, auténticas estrellas de rock, en este caso, en su versión  heavy metal,  ciegamente
idolatradas por sus fans. Y así, el jefe de la insurrección a quien, en cualquier otro país, se
le habría considerado como el autor de un delito grave que demandaba castigo ejemplar, se
hizo personaje célebre.

Recluido primero en el Cuartel San Carlos y luego en la prisión de Yare, frente a su


calabozo se formaban grandes colas, conformada por todo tipo de venezolanos (desde
políticos tradicionales hasta ancianitas que le llevaban un estampita religiosa o académicos
y periodistas fascinado por "la fuerza telúrica" del personaje) para rendir culto al nuevo
semidios del Olimpo venezolano. Así se tejió la leyenda, así sucumbió la experiencia
democrática venezolana y así se definió el camino por el cual Hugo Chávez avanzaría hasta
la toma del poder siete años después.

El nacimiento del mito


Compartir
HUGO CHÁVEZ 1954-2013

El nacimiento del mito

Compartir
HUGO CHÁVEZ 1954-2013

El nacimiento del mito


Compartir
HUGO CHÁVEZ 1954-2013

El nacimiento del mito

También podría gustarte