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REVISTA LITERARIA DE FANTASÍA HERÓICA

SUPLEMENTO ESPECIAL
PÉPLUM
La presente es EN PORTADA
una producción

REVISTA LITERARIA DE FANTASÍA HERÓICA

Eme - De
Consejo Editorial
Director General
y Editor en jefe
Paulo César Ramírez Villaseñor
SUPLEMENTO ESPECIAL
PÉPLUM

Corrección Editorial
Araceli Rodríguez “QR: Péplum Cover”

Araceli Rodríguez
Carta Editorial
Paulo César Ramírez Villaseñor
TW: @VonMarmalade

Diseño Editorial y Recursos


Maquetación
Araceli Rodríguez

Quinta Raza número 3 2020, es una publicación del colectivo artístico Eme-De, Guadalajara, Jalisco, México.
Página electrónica de la revista: https://www.facebook.com/Revista.Quinta.Raza/
Dirección electrónica: revista.quintaraza@gmail.com
Instagram: https://www.instagram.com/quintaraza/
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la presente, sin previa autorización de Eme-De, Abril de 2020. Las fotografías e ilustraciones que aparecen en
el presente volumen (excepto donde se indica) son propiedad de sus respectivos autores y son usadas con
fines ilustrativos y en ningún momento se pretende atentar contra los derechos de autor o ninguna otra ley
correspondiente.


ÍNDICE
Carta Editorial Paulo César Ramírez Villaseñor 4

Pergaminos Libros y códices


Péplum, Espada y Sandalia Artículo Editorial 5

La Mañana de Troya Pedro Paunero 8

La Aldea de Hierro Marco A. Rocha 12

En el Camino a Eridú Guillermo Moreno 21

El Último bautizo de Juan César Raziel Lucio 33

Oscuridad y Cenizas J. R. Del Río 42

Sine Missione Daniel Abrego 56

El Shophet de los Danitas Paulo César Ramírez Villaseñor 64

Maciste y los Condenados Bartolomé Pagano 71


CARTA
EDITORIAL
E
l periodo del año que acaba de iniciar siempre me ha parecido particularmente
llamativo. Ya sea por los brillantes colores en los huevos de pascua decorados, ya
sea por el recordatorio del éxodo israelita desde Egipto o por la conmemoración de
la crucifixión y resurrección de Jesús, que los cristianos de todo el mundo tienen en
cuenta.

Cuando niño no entendía por qué la semana santa a veces era en marzo y otras en abril.
Tampoco entendía ese afán de las televisoras en programar peliculas como los Diez Man-
damientos, Ben Hur, Jesús de Nazareth, Quo Vadis? O la terrorifica Marcelino, pan y vino
(pasaron algunos años para que superara el miedo que me provocaba esa pelicula, pero
esos son otros asuntos y no ahondaré en ello) Ya de adolescente y habiendo entendiendo
cosas de religión un poco mejor, así como tras ver peliculas como Furia de Titanes y leer un
poco de mitología griega, empecé a tomarle el gusto a esas historias del cine colosal.

Para cuando los responsables que estamos detrás de esta publicación, decidimos que
queríamos salir con una revista literaria que se enfocara en la fantasía heroica, tomamos
en cuenta muy especialmente aquella fantasía que surge en las raíces culturales de diversas
civilizaciones y pueblos. Pero nuestra búsqueda es más allá de la estética o la apariencia,
pues queremos salir de este estado en el que se ha quedado la fantasía, como si solo fuese
posible hablar de dragones, elfos y enanos, buscamos escapar del yugo y las plagas de los
clichés, peregrinar si es necesario entre el candente desierto hasta alcanzar un remanso en
una tierra nueva, la cual podamos identificar como nuestra o al menos ser parte de ella.

Hoy, allá afuera, en el mundo existe una incertidumbre como hacía mucho no la había, un
momento sin precedentes. No voy a decir que sigue porque no lo sé. No tengo idea de
como vamos a salir de esto ni que tantos cambios tendrá el mundo, únicamente, como autor,
no puedo mas que sentarme a escribir e intentar aportar mi granito de arena, haciendo lo
único que sé hacer: contar historias y reunir a otros que también saber hacerlo.Bajo ese
entendido, les dejamos pues este especial de Espada y Sandalia, también conocido como
Péplum, para que tengan una lectura en estos días de guardar y de guardarse.

Paulo César Ramírez Villaseñor.


PERGAMINOS, LIBROS Y CÓDICES

PÉPLUM
Espada y Sandalia

E
l término péplum fue sacado de una túnica sin mangas atada en los hombros, un
vestuario muy común en las películas de Espada y Sandalia. Acuñado por el crítico
Jacques Ciclier en la edición de mayo de 1962 de la revista Cahiers Du Cinéma,
se refiere a los filmes cuya trama se desarrolla en la antigüedad, siendo sus es-
cenarios principales el Antiguo Testamento, Mesopotamia, Egipto, Grecia o su Mitología
(Incluye el llamado “Ciclo Troyano”), la Época Paleocristiana, y Roma, aunque más que pre-
sentarnos contextos rígidos o históricos, estos son más un pretexto que sirve de escenario
de fondo para contar una historia.

En el cine bien se puede hablar de tres momentos de la Espada y Sandalia, el proto-pléplum


con películas como Cabiria (1914), Intolerancia (1916) o Quo Vadis (1922) que marcaron
los antecedentes para lo que seguiría, que es la época dorada, con la aparición del género
como tal en 1958, con la película Hércules y su reafirmación al año siguiente con la secuela
Hércules encadenado, hasta alcanzar su decadencia en 1964 con su última película Com-
bate de gigantes, en donde aparecen héroes tales como Hércules, Sansón, Maciste y Ursus,
los cuatros personajes más representativos del
género. Por último tendríamos lo que podem-
os llamar péplum moderno con películas como
Gladiador (2000), El rey Escorpión (2002), Troya
(2004), Alejandro Magno (2004), 300 (2007) y los
remakes de Ben-Hur (2016) y Furia de Titanes (2010),
eso sin contar las varias películas de Hércules que salieron en
2014, o las series de TV, como Jason y los Argonautas (Hallmark
2000), Roma (BBC/HBO 2005), Hispania, la leyenda (Antena 3,
2010) o Spartacus (Starz 2010).

Más allá del escenario en el que se sitúe, el péplum tiene algu-


nas características bastante fáciles de identificar: Aquí sobresale


la figura del héroe, el cual es un ser prácticamente perfecto, que lucha defendiendo los
ideales más nobles, generalmente utilizando la fuerza descomunal. Igual de importante es
el antagonista, ya que mientras el héroe no tiene defectos, el villano es un ser que no solo
ostenta el poder, sino que está totalmente corrompido por su ambición y maldad. Tiende
a ser común que las acciones del protagonista se conviertan en un ejemplo a seguir para el
pueblo que, finalmente, se suma a la lucha en contra de su opresor. Siguiendo por esa mis-
ma línea, esa es la razón por la que el Imperio Romano, que simboliza la decadencia moral
y la falta de principios, suele aparecer como una especie de personaje más, casi
siempre con un papel antagónico.

Quizá eso explique la razón del éxito de la vertiente religiosa del péplum,
con los primeros cristianos, cuyos principios morales eran “limpios y bue-
nos”, siendo perseguidos y torturados por la perfidia romana, convirtien-
do a muchos de ellos en mártires, dando historias de verdad-
eras epopeyas humanas. Aunque en realidad, el gran éxito
esencial del péplum fue la presencia de un héroe que se viera
apto para las secuencias de combate y acción en general.

Entre otros de los tópicos del género podemos ver algunas esce-
nas de lucha con animales salvajes, una danza de bellas mujeres y muy
posiblemente, una batalla multitudinaria. Con esa mezcla, se obtiene lo
imprescindible para entender el tremendo éxito del género.

Tomar los elementos del péplum cinematográfico y llevarlo a la literatura resultaría un


ejercicio relativamente simple: héroes corpulentos, sensuales bailarinas, deidades venga-
tivas, emperadores tiránicos, espadas y sandalias...pero al mismo tiempo nos permite ex-
plorar nuevos terrenos, pudiendo tomar en cuenta nuestra realidad y los temas de actuali-
dad. Por ejemplo, podríamos tener un péplum en el Antiguo Testamento protagonizado
por una Judit bien entrenada en el uso de la espada, que efectivamente no requiere de
ningún hombre que la rescate o le indique qué tiene que hacer. Alguna historia en el Egipto
Kushita, representando a las minorías negras con los faraones nubios, no vendría nada mal,
mientras que la Antigua Grecia con su Mitología me hace pensar en una historia de los Ar-
gonautas, en donde podríamos incluir la relación homoerótica entre Hércules
y su escudero Hilas, el hombre trans de nombre Céne y a la cazadora Atalanta
como el arquetipo de la mujer fuerte, por mencionar apenas unos pocos
miembros de la tripulación del Argos. Incluso puedo pensar en una
historia de la Época Paleocristiana en donde un zelote se encargue
de frenar el acoso callejero, castigando a los acosadores por adúl-
teros según lo dicho en Mateo 5:28. En fin, que el péplum como
género nos ofrece un terreno para historias clásicas o modernas,
según gustos e intereses, sin que con ello perdamos la
épica del héroe o heroína, la fuerza de la espada y la
pisada firme de la sandalia.

¡Ave Péplum!


La Mañana
de Troya

Pedro Paunero


La Mañana de
Troya

E
n lo alto, Ilión aún parecía inexpugnable y varias hogueras ardían sobre la amplia
extensión del campo enrojecido. Alguien había dado la orden de recoger todos
los cuerpos de las amazonas y ponerlos juntos sobre un promontorio. Los aqueos
podían, de esta forma, contemplar la belleza absoluta de estas mujeres, caídas to-
das, pero envueltas en gloria y sangre como corresponde a los seres que avanzan sin te-
mor a su destino. Evandra tenía los ojos azules pero no podía mirar el cielo que reflejaban.
Podarces se acercó y con dos dedos que temblaban bajó sus párpados, por un instante se
congeló en la mañana calurosa, un ave giraba en las nubes y en la curva superficie del ojo
de la muerta. Luego se llevó el dedo a su propio ojo y dejó caer una lágrima a la arena.

—¡De unos ojos de mujer a un ojo de hombre que llora! ¿Te has de convertir, a la vez, en
mujer o es que amas insensatamente, Podarces? —Gritó el cojo y enano Tersites —¡Y tú,
Aquiles, una vez clavada a tu lanza miraste los ojos verdes de la reina y casi caes al suelo!
¿Te has de transformar en el cojo Tersites, a quién no toleran la sinceridad de sus palabras?
La pasión, pues, será tu pérdida.

El corazón de Aquiles sufrió una como picadura de insecto y recordó a Briseida pero no
podía dejar de pensar, también, en el sobrecogimiento que la belleza de Pentesilea le cau-
saba. Tenía algo de diosa y mucho de humana. Su olor era como de fuentes salvajes en el
desierto. Fuentes deseadas tras mucho caminar y tras mucho hacer la guerra. Después fue
como un rayo en el cielo despejado. Un momento antes el sarnoso Tersites estaba vivo y al
siguiente yacía clavado a la arena por la lanza del hijo de Tetis. Y así habló el pélida:

—Separen el cuerpo de Pentesilea a quien habré de sepultar con mis propias manos.

Miró las orillas del Escamandro y también lloró. Después miró hacia Ilión y se recom-
puso.

—Todos hemos sido heridos no sólo por lanzas sino por los dardos de Eros, el más astuto
y juerguista de los dioses. Ese demonio alado… —El pélida cerró el puño —. Tú lo sabes,


Meríones amigo mío, campeón del lanzamiento de jabalina pero perdedor ante sus agui-
jones.

Habló entonces Meríones el cretense, quien también había amado a Helena.

—¿Qué es más fácil de conquistar, Aquiles, el corazón de una mujer o una ciudad?

Aquiles no lo pensó mucho. Señaló Ilión y gritó en la mañana agitada:

—¡Mirad Troya y recordad a Helena! Entregó su corazón fácilmente a Paris pero nos
ha costado diez años tomar la ciudad tras cuyos muros se esconde y se acuesta en lecho
ajeno.

Se acercó entonces Áyax el Menor quien había dado muerte a Derinoe.

—Contemplad a la mujer cuya vida he tomado. Derinoe la de ojos grises como atardecer
de invierno. Su cuerpo es tan deseable aún en la muerte como bajo el sol brillando en la
batalla. Era ágil como cervato. Suaves las curvas de sus caderas y tan brava como las aguas
que lamen las Rocas Giras.

Hizo un intento de tocarle un pecho, se inclinó para eso, apenas, pero se contuvo.

—Aquiles, Príncipe de los Mirmidones, tú lo has dicho, por Eros o la inquieta Afrodita,
todos hemos de caer.

A lo lejos sonaban los martillos, los cepillos suavizaban la madera y la forma de un caballo
comenzaba a levantarse. Odiseo se acercaba, pasando encima de los muertos.

—¡Aquiles! —llamó.

Todos miraron y fueron a su encuentro menos Áyax que recorría el cuerpo de la ama-
zona con los ojos. Se inclinó, acarició el pecho frío y bello como escultura de Citera y subió
la mano después a su cara. Suspiró y miró el mar desplegarse en un reborde de espuma
que crepitaba como vestido de novia y tuvo uno como presentimiento; luego la certeza le
cubrió la cara y se tocó el sexo.

—La culpa no fue de Helena… —Susurró y echó a caminar por la arena.

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SOBRE EL AUTOR

Pedro
Paunero

Tuxpan, Veracruz, (México)


Biólogo terrestre, activista en el área de la ecología, divulgador
científico y durante un tiempo blogger para la Fundación Bertels-
mann de Alemania.

Como narrador, cuentista y ensayista ha publicado novela, cuento,


cuento antalogado y diversos ensayos sobre cine. Algunos de sus
cuentos y ensayos han sido traducidos al catalán, inglés y francés y
ha sido publicado en Australia, Alemania, Francia, Argentina, Cuba,
Colombia y España.

Ha ganado dos veces el primer lugar del Premio “Tirant lo Blanc”


del Orfeó Catalá de la Ciudad de México y el Premio Miguel Barnet
que otorga la Facultad de Letras Españolas de la Universidad
Veracruzana.

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La Aldea de Hierro

Marco A. Rocha

12
La Aldea de Hierro

L
os hombres del mar llegaron en barcos cruzando el Mediterráneo y trajeron la des-
gracia a la aldea donde vivía Abasi. Eran altos, de cráneos redondos y ojos azules.
Habían asesinado a la mayoría de los varones para quedarse con las mujeres, las
granjas y el ganado. Los pocos que habían dejado vivir eran esclavos que dormían
a la intemperie en corrales junto con los animales. Si alguno intentaba escapar o hacer
alguna clase de alboroto, era asesinado sin piedad para que nadie más intentara hacer lo
mismo.

Esa noche bajo las estrellas, Abasi no podía conciliar el sueño. Algo rondaba en su
mente.

—¿Sigues despierto, Hanif? —susurró.

—No dejo de escucharte rodar entre la paja —respondió sin abrir los ojos.

—Existe un metal que puede partir sus escudos y yelmos de bronce. Unos artesanos del
oriente me enseñaron cómo trabajarlo.

Hanif se giró hacia Abasi entre la oscuridad.

—Pero un material así de poderoso debe ser muy escaso ¿no es así?.

—No, de hecho es muy abundante, pero es difícil de extraer. Se requiere mucha habilidad.

—¿Y dónde conseguiremos un artesano con tal pericia?

—Ya lo he conseguido —Abasi sonrió orgulloso—. Experimentaba con él antes de que


los hombres del mar llegaran. Lo mantuve en secreto para que el metal no cayera en sus
manos.

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—No lo sé, suena muy arriesgado.

—Sí, lo es, pero sabes la verdad, cuando se acaben la cosecha no les seremos de utilidad.
Nos matarán a todos y debemos alzarnos y luchar antes de que eso pase.

Hanif abrió los ojos para ver las estrellas sobre él. Era mucho más joven y extrañaba el
refugio de un techo y una cama. Decidan lo que decidan la vida no volverá a ser la misma.

—Esta bien, te ayudaré.

—Gracias, amigo mío, necesitaremos la ayuda de alguien más.

—¿Por qué no hablas con Kosei por la mañana? Si él nos ayuda, los demás lo apoyaran.

Los amigos permanecieron despiertos un rato sin decir una palabra. La libertad tendría
un gran riesgo, pero el precio de no hacer nada era peor.

Al amanecer los varones de la aldea se levantaron al sonido de la campana. Tomaron


cada quien su canasta antes de dirigirse a los campos de trigo en una sola fila. Los hombres
del mar eran pocos, pero tenían armas y equipo. Todos ellos estaban desarmados.

Abasi se adelantó entre los demás para ponerse en la fila detrás de Kosei.

—Tenemos un plan, podemos alzarnos contra ellos y volver a ser libres.

—Ten cuidado con lo que dices o haces —susurró Kosei mirando al frente—. Nos puede
costar la vida.

—Igual que cuando terminemos de recolectar la cosecha nos mataran a todos. Ya no


seremos de utilidad para ellos.

Kosei dio varios pasos en silencio asegurándose que ningún guardia los escuchara.

—Habla —ordenó.

—Tengo un material con el que podemos fabricar armas que pueden partir sus escudos y
sus yelmos. Es un metal tan fuerte que parte espadas de bronce en dos, lo he visto. Experi-
mentaba con él en un horno que fabriqué en la montaña donde abunda el material —guardó
silencio por un momento—. Hanif me ayudará, pero necesito al menos a alguien más.

—La vida de todos estaría en peligro si los descubren.

— Bakari no hubiera querido ver a nuestro pueblo así.

Kosei apretó el puño. Maldijo a Abasi por mencionar a su padre, pero odiaba más a los
hombres del mar por haberlo asesinado.

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—Hablaré con Zuberi, es fuerte, será de utilidad. Los demás nos encargaremos de traba-
jar lo suficiente para que no se note su ausencia. Y no olvides que, si los atrapan, la prioridad
será la mayoría.

—Estoy dispuesto a tomar el riesgo.

Abasi, Hanif y Zuberi durmieron cerca esa noche, descansaron lo más que pudieron como
si al día siguiente fueran a una guerra. Por la mañana se formaron al final de la fila hasta
llegar a los campos de trigo y, bajo la cobertura de las espigas, ocultaron sus canastas y se
escabulleron para tomar una vereda río arriba rodeando la montaña hasta el lugar donde
Abasi había fabricado el horno. Estaban lo suficientemente lejos para trabajar sin que alguien
en la aldea se diera cuenta.

El artesano había guardado sus herramientas en un hoyo cubierto con tierra y piel de
ternera. Sacó un hacha, un martillo y una pequeña pala.

—Primero junten leña y acomódenla ahí —señaló con el martillo un área plana en el
suelo—. Hay que formar un círculo, de las ramas más pequeñas a las más grandes.

Zuberi lo miró sin comprender por qué era necesario acumular tanta leña.

—¿Acaso haremos una gran fogata? Nos descubrirán.

—Debemos preparar la leña para que genere más calor —respondió entregándole el
hacha.

Se pusieron manos a la obra siguiendo las instrucciones de Abasi. Hanif cavó una zanja
en donde hicieron lodo trayendo agua del arroyo en bolsas de cuero. Apilaron los maderos
que Zuberi recolectaba en un área plana. La temporada les favorecía ya que había mucha
leña seca. Cuando la madera estaba finalmente apilada, la cubrieron con hojas y lodo de-
jando algunos huecos por los lados y en la cima. Al final encendieron fuego a través de una
abertura debajo del montículo y por varias horas la madera ardió. Cuando por fin la madera
se había transformado en carbón Abasi usó una vara larga para asentar la tierra.

—Ya casi es hora de regresar —mañana estará frío y podremos trabajar.

—Pero si hoy no hicimos ni una sola arma —exclamó Zuberi sin soltar el hacha.

—Este metal es tan duro que con leña ordinaria no se puede conseguir el calor suficiente.
Mañana comenzaremos con el verdadero trabajo.

Los tres regresaron por el mismo lugar, se adentraron el los campos y recogieron sus
canastas las cuales habían sido llenadas por sus compañeros para que pudieran vaciarlas al
final del día sin levantar sospechas.

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A la mañana siguiente repitieron la rutina. Abasi usó la pala para remover el lodo y ex-
traer el carbón del interior. Lo sostuvo frente a sus compañeros con una sonrisa y manchas
negras en su cara.

—Ha quedado perfecto, comencemos de inmediato.

Hanif y Zuberi examinaron el pedazo de madera ennegrecido.

—No entiendo cómo es que esa leña quemada va a hacer más fuego —respondió el
fornido Zuberi tomando el trozo de carbón y un simple apretón fue suficiente para que se
desmorone en sus manos.

—Yo tampoco lo creía, pero les mostrare.

Se acercó al horno y desenterró una bolsa grande de cuero, retiró la tierra y extrajo unas
barras cortas y planas de metal. Las golpeó una contra otra para comprobar que eran duras
y pesadas.

—¿Es todo lo que tienes? —Hanif tomó una de las barras con mucho cuidado, como si
fuera un material frágil.

—Si, es todo lo que tengo —dijo—. Es difícil de extraer y no tendremos tiempo de con-
seguir más. Fabricaremos lanzas y hachas para hacerlo rendir.

Encendieron la rudimentaria forja que estaba hecha en un hoyo en el suelo. Pusieron el


carbón en el horno y después de encender el fuego Hanif alzaba y bajaba el fuelle de cuero
para que el aire alimentara las brasas a través de un canal. Abasi ponía atención al carbón
esperando a que tuviera el color adecuado para ver que el metal estuviera listo. Lo extrajo
usando un par de varas gruesas y golpeándolo constantemente contra una roca lisa usando
su martillo hasta darle la forma de una rudimentaria hacha. Zuberi se encargaba de afilar las
hojas y les ponía los mangos. Trabajaron sin parar tanto que por las noches no podían evitar
escuchar el ruido del martillo golpeando contra el metal. En un día podían fabricar un hacha
y en uno productivo lograban hacer también una lanza.

Por desgracia, cada vez era más difícil mantener oculta su ausencia en los campos. Kosei
evitaba hacer comentarios por la noche. Abasi no podía evitar sentir la mirada impaciente
del resto de sus compañeros al recibir su tazón de comida. Los hombres del mar estaban
metiendo presión.

Un día se separaron del grupo como de costumbre y antes de tomar la vereda rumbo al
arroyo se frenaron en seco al darse cuenta que alguien los seguía. Se miraron entre ellos y
asintieron sin decir nada. Había que tomar una decisión que afectaría las vidas de los miem-
bros restantes de su aldea.

Abasi fue el primero en correr tras el guardia seguido de inmediato por sus compañeros.
Cuando le fue imposible escapar se dio la vuelta, desenvainó su espada de bronce y la puso

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en alto. Hanif lo derribó recibiendo un golpe en la cabeza. Zuberi le inmovilizó el brazo
aferrándose de él. Gritaba cosas en su lengua, no estaban seguros si los insultaba o pedía
ayuda.

—Haz que se calle —dijo Zuberi entrecerrando los dientes.

Abasi miró a sus amigos sometiendo al hombre del mar. Estaba seguro de su decisión, no
había vuelta atrás, no contaba con que fuera tan difícil. Para los hombres del mar fue muy
sencillo asesinar a su gente para obtener lo que querían. Sin preguntar ni negociar, solo
llegaron, mataron y esclavizaron. Los odiaba y les temía. Su mano le temblaba al levantar el
arma que el guardia había soltado durante el forcejeo. Dejó caer el filo sobre su cráneo y lo
hizo varias veces hasta dejarlo inerte. La espada cayó en la arena y Abasi se llevo las callosas
manos a la cabeza. Había fabricado muchas armas, pero nunca había usado una. El silencio
prevaleció durante largos segundos.

—Yo regresaré a advertir a los demás —Hanif se atrevió a romper el silencio—. Ustedes
escondan el cuerpo y traigan todas las armas que puedan.

—No hay suficientes armas para todos —respondió el artesano alejando la mirada de el
cadáver.

—Será suficiente, después de esto sabrán que no tuvimos miedo y que no volveremos a
temer.

Abasi seguía temblando y no se atrevió a contradecir a su amigo, pero tenía razón en que
los hombres del mar tomarían represalias y algunas armas eran mejor que ninguna. El joven
se apresuró a regresar a los campos. Zuberi levantó el cadáver sin ayuda y junto con Abasi
fueron por las armas.

Dejaron el cuerpo del guardia oculto en el lugar donde trabajaron sin parar durante días.
Recogieron todas las armas terminadas y las envolvieron en piel. Alcanzaban para poco
menos de la mitad, el resto tendría que arreglárselas con lo que encontraran a la mano. Cor-
rieron con todas sus fuerzas de regreso a los campos, ya debían haber notado la ausencia
del guardia y comenzarían a interrogarlos. Hanif les consiguió todo el tiempo que pudo.

Llegaron justo al momento en que estaban siendo llamados. Era apenas medio día, no
era buena señal. Escondieron las armas entre los arbustos Tomaron las canastas y casi sin
aliento lograron formarse.

Abasi buscó a Hanif y el joven le lanzó una mirada de preocupación al ver que el jefe de
los hombres del mar llegó acompañado de una escolta armada con lanzas y escudos. Usaba
una capa hecha con piel de un animal exótico, una espada y un yelmo de bronce sobre una
barba descolorida. Comenzó a bramar un discurso en su lengua mientras recorría la fila. Un
traductor interpretaba sus palabras para que todos pudieran entender.

—El gran Langaro dice que uno de sus oficiales no se ha reportado y exige que quien
sepa algo hable de inmediato.

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La fila de trabajadores se quedó inmóvil mirando hacia el horizonte. El sol bronceaba sus
frentes. Langaro perdía la paciencia y continuó con su discurso.

—El gran Langaro dice que no cometan el error de tomarlo por tonto.

El jefe siguió recorriendo la fila examinando a cada uno hasta llegar con Hanif y al ver la
sangre seca en el golpe de su cabeza. Lo agarró del cabello arrastrándolo al frente. Abasi
sintió su sangre hervir. El sudor empapaba sus párpados y luchaba por mantener los ojos
abiertos. Quería hacer algo por su amigo, pero la barrera formada por guardias se lo im-
pidió. Estaban dispuestos a ejecutarlos sin piedad si hacían un movimiento en falso. El jefe
le dijo unas palabras al joven.

—El gran Langaro dice que es tu última oportunidad.

Hanif apretó los dientes y cerró los ojos sabía que su simple mirada a sus amigos podía
delatarlo. Lo último que sintió fue el bronce atravesando su abdomen y la caliente sangre
brotando de su cuerpo sin parar. El jefe blandió su espada ensangrentada frente a sus com-
pañeros.

—El gran Langaro dice que esta sangre está en sus manos —el intérprete repetía las pa-
labras casi al mismo tiempo—. Nadie tendrá alimento este día y quiere los campos de trigo
limpios esta semana. La próxima vez que abusen de su caridad, la sangre de todo ustedes
lloverá sobre su aldea.

Luego se retiró seguido por la escolta y el intérprete. Abasi se acercó para intentar hacer
algo por Hanif, ya era tarde, la espada de Langaro había sido certera. Apretó la mano de su
amigo cuando el aliento se escapaba de su cuerpo. El resto de los aldeanos que atestigua-
ban la escena sintiéndose afortunados de no haber sido ellos quienes yacían en la arena. El
artesano se puso de pie y caminó frente a Kosei.

—Trajimos las armas, luchemos. Por Hanif, por tu padre.

—No Abasi. Eso no podrá ser.

—¿Vas a dejar que su sangre se derrame inútilmente? —dijo acercándose y sosteniendo


la mirada—. Bakari ya estaría preparándose para la batalla.

Al escuchar el nombre de su padre Kosei le dio un golpe y lo empujó haciéndolo caer.


Zuberi se puso en medio de los dos para impedir que la riña continué.

—Tú no sabes lo que mi padre hubiera hecho —lo señaló con el dedo—. Deshazte de
esas armas, que no voy a arriesgar la vida de nadie más. Debemos regresar hay mucho tra-
bajo por hacer.

Todos se retiraron menos Zuberi que le extendió la mano a Abasi para ayudarle a pon-
erse de pie, pero este rechazó la ayuda y sin más insistencia siguió a los otros.

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Por la noche, después de que los guardias aumentaran la vigilancia para forzarlos a tra-
bajar más aprisa, nadie le dirigía la palabra a Abasi, ni siquiera lo miraban a los ojos y guarda-
ban silencio ante su presencia. Siempre que cerraba los ojos veía la imagen del cuerpo de
Hanif y del guardia que había asesinado. Había sido responsable de sus muertes, una por su
propia mano y la otra por consecuencia de sus actos. Se levantó en medio de la noche y se
escabullo al lugar donde había escondido las armas. Buscó entre la maleza a la luz de la luna
llena, las cargó entre la oscuridad y las llevó a donde sus compañeros dormían. El ruido ya
había despertado a Kosei cuando dejó caer los paquetes apilados. Extrajo de uno de ellos
una espada y sostuvo el mango en dirección a él.

—Fue la primera que fabriqué cuando aprendí a usar este metal. Era mi intención re-
galársela a mi buen amigo Bakari. Él no puede usarla para liberar a su gente, pero tú sí
puedes.

Kosei miraba a Abasi postrado ante él. Los demás también se habían despertado y espe-
raban una respuesta de quien consideraban su líder. Finalmente empuñó la espada.

—Ya hemos tenido suficientes abusos. Vamos a luchar.

Abasi y Kosei repartieron las armas. Los que no recibieron usaron las canastas de mimbre
como escudos. Avanzaron hacia las casas de adobe. Los hombres del mar no esperaban ser
atacados. El factor sorpresa fue crucial. Combatieron a la guardia que patrullaba la vereda.
El cuerno se hizo sonar para alertar a los demás antes de que las armas partieran sus yel-
mos. Quienes iban desarmados cambiaban las canastas por las armas y escudos que queda-
ban atrás y se agruparon para retomar la aldea.

Antes de poner un pie en la calle la defensa estaba lista. Sus enemigos estaban mejor
armados, pero el terreno era su hogar. Las hachas y lanzas de hierro penetraron sus escu-
dos de bronce. Los hombres del mar no comprendían el poder de tales armas, comenzaban
a retroceder. Las flechas silbaron y los aldeanos comenzaron a caer. se desbandaron para
reagruparse bajo cubierta.

Todo parecía perdido, los hombres del mar estarían preparados para un contraataque.
Abasi esperó la orden de Kosei junto con los pocos que quedaban. Preferían morir luchando
que vivir bajo el yugo. Apenas su líder levantó la espada, escucharon gritos de mujeres que
atacaban usando jarrones y piedras, con sus propias manos si era necesario. Algunas de las
jóvenes esperaban hijos de los hombres del mar, y preferían la muerte a criar a sus bastar-
dos. La aldea entera estaba luchando.

Abasi corrió al lado de su gente, sus amigos lo protegían y él a ellos. Fueron por los ar-
queros. El metal sonó en las calles manchadas de sangre. Zuberi asistió a una mujer que
forcejeaba con un guardia. Le arrancó el yelmo y dejó caer su hacha en la cabeza. Kosei
buscó a Langaro en medio de la lucha.

Lo vio forcejeando con una jovencita aferrada a su pierna. No tuvo piedad de clavar su
espada y hacerla a un lado a patadas. El arma de Kosei impactó contra el bronce de Langaro
que de inmediato respondió a la agresión. Los ataques del nuevo líder de la aldea dete-

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rioraban rápidamente la espada de su oponente dejando los golpes marcados y doblando
el bronce. El jefe de los hombres del mar estaba sorprendido, pero no estaba dispuesto a
rendirse. Chocaron espadas una vez más. Kosei debía usar ambas manos para igualar la
fuerza de Langaro. Entonces el guerrero aprovechó para desenfundar un cuchillo oculto
bajo su capa de piel y lo clavó entre las costillas de Kosei. Poco a poco fue perdiendo fuerza
hasta que su espada cayó en la arena. El gran Langaro la levantó triunfal. Se sintió invencible
sosteniendo un arma tan poderosa.

Abasi se dio cuenta muy tarde de lo ocurrido y embistió contra Langaro sosteniendo una
lanza. Apuntó al corazón, pero se clavó en el hombro. De un corte partió el mango y tiró los
añicos al suelo. Presionó su herida con una mano y blandió la espada contra Abasi. El arte-
sano esquivo los ataques. El primer bando que mostrara señales de fatiga sería derrotado.
Ese día Abasi se había convertido en guerrero y no había sido por las armas que fabricó que
ahora estaban en su contra.

Zuberi llegó a asistirlo. Tenía un hacha en cada mano y le dio una a Abasi. Los hombres
del mar estaban casi derrotados, pero su jefe se negaba a dar la orden de retirada. Langaro
lanzaba estocadas desesperadas al ser flanqueado. Abasi se cubrió de la estocada. Zuberi
tomó la oportunidad para atacar la pierna y la rodilla del jefe tocó al suelo. Abasi golpeó la
espada para hacerlo caer y fue rematado por el filo del hacha. El resto de los hombres del
mar escapaban de regreso a sus barcos. Llorarían la sangre derramada, lamentarían las pér-
didas y ahora la aldea descansaría libre gracias al hierro que se había forjado en cada uno
de sus espíritus.

SOBRE EL AUTOR

MarcoA. Rocha

Marco A. Rocha es un autor regiomontano de relatos de fantasía


y ciencia ficción. Ha escrito artículos y reseñas sobre juegos de rol y
colaboró como corrector en la creación del juego Tiamat; La doncella de
la vida. Publicado por editorial eter en el 2008.

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En el Camino a
Eridu

Guillermo Moreno

21
En el Camino a
Eridu

E
l calor de la tarde fue cediendo ante el fresco viento del oeste. Los habitantes del
poblado fortificado de Dinwaz aprovecharon el cambio de temperatura. Como si se
trataran de hormigas corrían de un lado a otro, la noche estaba por caer y con ella
vendrían una serie de horrores que era preferible evitar.

El viento cambió de repente y comenzó a soplar en dirección opuesta, mientras dos


figuras entraban por la puerta occidental. Un hombre alto envuelto en una capa, seguido
de una figura menuda, que de lejos parecía una jovencita. Nadie reparó en ellos. En cambio,
había un drama que se desarrollaba cerca de aquella puerta. Un hombre de aspecto salvaje,
tan ancho como un buey, con una cabellera apelmazada y cochambrosa tiraba del brazo de
una hermosa jovencita. Era evidente que el hombre tenía la fuerza suficiente para arrastrar
a la chica hasta su tienda, pero no quería resolver el conflicto de esa manera. El salvaje es-
taba disfrutando del espectáculo, de las risas que le regalaban el coro de malvivientes que
lo rodeaba y del llanto de un anciano que se oponía al rapto de la doncella.

El forastero dio un paso hacia aquel drama, pero fue detenido por la gentil mano de su
compañero, que aún estaba montado sobre el burro.

—No es nuestro asunto. —La figura encaró a su compañero, el albornoz se deslizo con
suavidad, dejando a la vista un egregio rostro. Rasgos cincelados, una cabellera rizada, tan
oscura como la noche, una barba muy bien cuidada y ojos café que ardían con fuerza debajo
de unas frondosas cejas.

—De nada sirve detener a los tiranos, si dejamos que este tipo de mal impere.

—Es un mal menor. —replicó la otra figura. En su voz se podía escuchar, con claridad, el
cansancio.

—Ni mayor, ni menor. Es simplemente mal y debe ser detenido.

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—Está bien Almelkar, haz tu trabajo.

Almelkar sonrió y dejó caer su capa, quedando al descubierto un cuerpo atlético prote-
gido por una sencilla armadura de cuero. Se ajustó los brazaletes del bronce y se encaminó
con paso decidido hacia el espectáculo.

—Vamos muñequita —decía, muy divertido el grandulón—. Te divertirás un rato, no lo


pasaras tan mal. Luego, si quieres, podrás seguir gozando con ellos. Mejor nosotros, que
los sátiros.

La chica retrocedió poniendo todo su peso y empeño, pero no fue capaz de hacer que el
agarré de aquella mole cediera un poco. El hombre se carcajeó, le lanzó unos cuantos besos
y fue coreado por el resto.

—Piensa en tu pobre padre. Le ahorraras el pago del impuesto. —Con la mano libre trató
de arrancarle el velo a la jovencita, que gritó con más fuerza.

Almelkar miró alrededor. La indecisión y el miedo se podían ver en el rostro de todos


los hombres que asistían a ese espectáculo. Algunos se retiraban con cautela tratando de
escudar a sus hijos para que no se volviese atractivos para aquella banda.

—¡ES SUFICIENTE! —La imperiosa orden de Almelkar resonó por toda la calle. Los ban-
didos se detuvieron, el rostro avergonzado de la muchedumbre mutó. El anciano y la joven-
cita dejaron de llorar—. Suéltala.

El bandido sonrió a la vez que empujaba a la chica al suelo. El anciano, que hasta ese
momento se hallaba en el piso, se acercó a ella con gran rapidez y la acunó. Había fuerza
en esos nervudos brazos, si aquel hombretón decidía emprenderla de nuevo contra la chica
encontraría difícil arrancarla de los protectores miembros del anciano.

—¿Quién lo ordena? —El hombretón giro sonriente hacia el recién llegado —Nadie le
dice a Ahirom que hacer. Ahirom hace lo que le place.

Almelkar observó cómo los secuaces se iban desplazando alrededor Ahirom. Era evidente
la intención de resguardar a su jefe. Giró el cuello, relajó los músculos y avanzó con calma.
Se detuvo unos cuantos metros para ajustarse los brazaletes de nuevo. Suspiró. Durante un
momento deseó poder quitárselos, no le molestaban pero le recordaban la maldición que
pesaba sobre él.

—No tengo, por costumbre, el darle mi nombre a los abusadores. Pero, creo que en
este caso sería conveniente hacer una excepción —Se detuvo frente Ahirom y sonrió—. Me
conocen como Almelkar de Tyro.

Ahirom volteó, buscaba una respuesta o confirmación de parte de sus secuaces. Los
bandidos se encogieron de hombros. El gigantón se carcajeó e imitó el gesto. Avanzó con
decisión hacia Almelkar.

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—Eso lo hace más interesante. —El suelo tembló ante el avance del hombre que le sacaba
apenas uno o dos palmos al guerrero de Tyro. Ahirom alzó un brazo tan grueso como un
tronco que terminaba en un puño más duro que una piedra. Para Almelkar aquel ataque
fue sencillo, se agachó con rapidez. Con un rugido Ahirom volvió a atacar, con la gracia de
una mariposa su adversario esquivó el puñetazo. Aquello enfureció al bandido, que decidió
arremeter con más fuerza, pero su contrincante era más rápido. En cuestión de un
parpadeo, Almelkar desaparecía de una zona para aparecer en otra.

Ahirom decidió dejar de perder el tiempo y se lanzó hacia adelante con la intención de
agarrar al hombre con ambos brazos. Almelkar aumentó su velocidad. El bandido no fue
capaz de abrazar a su adversario y, como puso mucho de su peso en la acometida, perdió
el equilibrio. Dio unos saltitos para evitar dar de bruces en el suelo. Aquello lo dejó indefen-
so. Almelkar aprovechó la situación. Lanzó dos veloces ganchos a las costillas del hombre.
Fueron rápidos como la picada del escorpión. El bandido resopló como un buey y perdió
aún más el equilibrio. Almelkar no dudó, lanzó un recto a la cabeza del hombre con toda
su fuerza. Lo huesos crujieron, la sangre manó como un surtidor y Ahirom, que ya había
perdido el equilibrio cayó al suelo levantando un nube de polvo.

Los secuaces lanzaron un grito de horror. Los mirones aullaron sorprendidos. El bronce
silbó al ser desenvainado. Al asentarse el polvo, fue evidente que Ahirom estaba muerto.
Almelkar se preparó para pelear contra aquellas hienas. No tuvo que voltear para saber que
su compañero se había bajado del burro para ayudarlo.

—Yo solo quería tomarme algo y descansar los pies.

—¿Cómo que descansar los pies? —inquirió Almelkar —Si no te has bajado del burro
durante todo el viaje.

—Bueno, me duele el culo… Es válido también ¿O no?— la pregunta retórica del acom-
pañante fue dirigida al público. Almelkar resopló, Batnoam siempre hacia lo mismo.
Al jovenzuelo no le bastaba con ser esbelto, bien parecido, barbilampiño y poseer un
cabello castaño rojizo que caía, de forma natural, en bucles sobre sus hombros. Aquel joven
sacerdote de Adonis, siempre tenía que ser el centro de atención.

—Apresta el arco y cierra el pico, muchacho.

—Arrgh ¡por mi madre! Lo que tiene que escuchar uno. — respondió, pero obedeció.

—Tu madre estaría de acuerdo conmigo. Igual que tu padre y su padre antes que él, y el
padre del padre de tu padre, que resulta soy yo.

Batnoam resopló, no le gustaba que Almelkar sacara a relucir ese tema cada vez que
podía. La gente comenzó a dispersarse, era evidente que la sangre correría y solo los más
morbosos estaban dispuestos a correr el riesgo de ser daño colateral.

—¡ALTO! —La orden llegó desde un punto detrás de los secuaces del ahora fallecido
Ahirom—. Todo el mundo guarde sus armas. —Los matones obedecieron, mientras se
hacían a un lado para dejar pasar un hombre.

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Aquel individuo era alto y nervudo, de piel tostada por el sol, su cabello era lacio y ralo,
de un blanco brillante. La nariz era aguileña y los ojos estaban hundidos. Almelkar pensó,
durante unos segundos, que estaba frente a un cadáver salido de las arenas del desierto. A
pesar de tan peculiar aspecto, aquel hombre caminaba con seguridad, destilando autoridad
a cada paso.

—Loado seas, Almelkar de Tyro. Mi nombre es Anaximandro de aquí y de muchos lugares


—dijo con calma—. Atempera tu fuero interno, te lo ruego por el bien de todos nosotros.

—Por su acento yo diría que es de Micenas. —comentó Batnoam, quien se había colo-
cado a la derecha de su bisabuelo. Almelkar bajó los puños.

—Ofrezco disculpas por lo ocurrido a tu hombre…

—No importa —lo interrumpió Anaximandro—. Yo debí, hace mucho, de haberle puesto
coto a su villanía. Se lo tiene bien merecido. —respondió con una solemnidad que convenció
a todos, menos a Batnoam.

—Entonces, que no haya mala sangre entre nosotros.

—Así será —replicó Anaximandro, con un gesto de la mano ordenó una retirada a sus
hombres—. Hasta una próxima vez, espero que sea en mejores condiciones. —Batnoam fue
capaz de percibir un brillo lobuno en aquellos ojos hundidos.

La retirada de los mercenarios fue como un balde de agua fría para los mirones. En poco
tiempo, la calle quedó despejada. Y Almelkar decidió ponerse en movimiento, pero fue in-
terceptado por el anciano y la joven.

—Muchas gracias —dijo este con cierta timidez—. En el poblado solo hay una posada, si
van allí se encontraran con esa gente.

— ¡Vaya predicamento! —respondió Batnoam.

—Pero pueden venir con nosotros —continuó el señor mayor —, es lo menos que puedo
hacer por vosotros —Almelkar y Batnoam asintieron, al fin y al cabo aquella invitación era
preferible a otra pelea—, entonces está decidido.

Moab resultó ser un antiguo hacendado venido a menos. Su tienda era espaciosa, a pesar
de estar poblada por un montón de niños, que se asombraron ante el porte y tamaño de los
fenicios. La mayoría de aquellos rapaces, según Moab, eran huérfanos que había acogido
en el trayecto entre Nippur y Dinwaz. Mientras que la chica, resultó ser su primogénita,
además del único familiar sanguíneo que le quedaba. También había uno que otro criado,
pero no se dejaron ver.

Batnoam y Almelkar fueron tratados muy bien, aunque el ágape fue exiguo, a pesar
de haberlo completado con algunas raciones propias. Aun así, el joven sacerdote estaba
más que feliz por dormir bajo un techo y estar sentado en algo cómodo. Al principio la

25
conversación fue tímida y pobre, pero con el paso de los minutos fue mejorando. Moab,
como muchos de los que se hallaban en aquel pueblo, había huido de Nippur cuando está
fue asaltada por un ejército de salvajes que estaban coludidos con los recién instalados
sacerdotes de Dionisio.

—Por alguna extraña razón, cuando aquellos brutos nos sitiaron, los sacerdotes, otrora
alegres y pacíficos, se volvieron unos demonios —dijo el anciano entre sorbo de té—. Algu-
nos dicen que los salvajes son remanentes de los ejércitos con el que Dionisio fue a combatir
a los indios. Entre ellos hay ménades y sátiros.

—Esos ejércitos eran pacíficos. Borrachos, sátiros y otros malvivientes. Lo más peligroso
eran las ménades. En gran medida porque ellas son muy venáticas y volubles, difícilmente
podrían ser soldados y conspiradores. —comentó Batnoam.

—Algo le pasó a Dionisio en oriente —replicó Moab—, eso o perdió el control de su


gente. Las malas lenguas dicen, que ahora está sitiando Ecbatana. Que ha retado al mis-
mísimo Mitra.

—Eso sería un suicidio —respondió Almelkar—, aún para un Dios.

—Los hijos son reflejos de la crianza que dan los padres —Almelkar resopló ante ese co-
mentario, mientras que Batnoam sonreía con picardía por el comentario del anciano—. De
la misma manera, los devotos de un Dios son reflejo de este.

—Entonces, ¿usted cree que Dionisio se ha vuelto… más indómito de lo normal?— inquirió
el joven sacerdote de Adonis.

—No lo creo. Lo sé. Quienes atacaron mi ciudad eran sus devotos. Quienes atacan este
poblado noche tras noche, son devotos de Dionisio. Esa es la razón por la que el griego y
sus bandidos están aquí. Y como nos defienden de esos peligros, creen que puede abusar
de nosotros.

— ¿Qué hizo el Señor Ninurta y los otros Annunakis?— preguntó Almelkar, sin dejar de
tomar nota de lo dicho por Moab.

—Mi Señor lucha con ahínco, pero algo protege a los salvajes. Y su número crece cada
día. La locura de Dionisio afecta a los más jóvenes, en especial a las muchachas. Las ménades
hacen algo, que altera el espíritu de las jóvenes a su alcance. Eso sin contar el temor que
infunden en los soldados porque desmiembran y consumen la carne de los muertos.

—No conocía esa faceta…

—Pues así es, mi señor Batnoam. Los salvajes, que visten con pieles de cabra y portan
sus cuernos, también lo hacen. — Moab hablaba con mucha vehemencia, pero Almelkar no
halló mentira en aquel hombre.

—Eso me preocupa… en demasía —respondió Batnoam mientras se señalaba el torso—.


Esta obra no está hecha para paladares pedestres.

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Almelkar lanzó una torva mirada a su bisnieto, luego tomó algo de té. Moab se carcajeó
con fuerza durante un buen rato.

—Según lo que usted dice, viejo. Dionisio fue bien recibido en las ciudades de Caldea.
Cosa curiosa, tomando en cuenta que los annunakis son de naturaleza territorial y para-
noica.

—Supongo que, para ellos, el Dios de Frigia era inocuo. — replicó Moab.

—Sin duda, pero ahora deben estar arrepentidos. El precio de la gentileza fue muy alto
¿Cree usted que el Señor Ninurta pueda contra ellos?— preguntó Almelkar. El anciano se
puso pálido como la luna.

—Mi señor… No. Es poco probable que mi Señor sea derrotado.

Almelkar recordó la tarea que tenía que llevar a cabo. A través de un sueño, Melkart,
su Dios y ancestro, lo conminaba a peregrinar hasta Eridu y ponerse al servicio de una
causa mayor. Eso, en términos sencillo, implicaba ponerse al servicio del Señor Enki, el más
tolerante y comprensivo entre las divinidades sureñas. En un principio pensó que era una
orden extraña, los annunakis era muy celosos de sus tierras y pueblos. Por su parte, los
dioses de Tyro y Sidón no eran la excepción. Así que ir y presentarse ante cualquiera de
estos Dioses era buscarse, cuando menos, problemas o una muerte segura. Ahora, después
de escuchar el relato de Moab, comprendía las razones detrás de una orden que había
tomado, sin duda alguna, por suicida.

Batnoam lo golpeó con fuerza en el hombro, sacándolo de sus ensoñaciones. Volteó


hacia el descarado bisnieto, pensaba reprenderlo, cuando observó el miedo en su rostro. Le
preguntó que ocurrió y este le pidió que prestara atención. Los niños estaban abrazados
con la chica y Moab se había puesto de pie. En ese momento, Almelkar pudo escuchar el
lamento.

Afuera el cielo se había oscurecido, como si alguien hubiese arrojado una mortaja sobre
el sol. Una potente brisa comenzó a soplar desde el este, trayendo con ella un horrible
alarido. El luchador sintió como se le erizaban todos los vellos del cuerpo. Aquel era el
lamento de una viuda, el llanto desgarrado de un espectro, el aullido de aquel que conoce
al dolor por primera vez.

—Faltaba mucho para el anochecer. —dijo con calma. Luego se chupó los dientes con
fuerza para distraer la mente del dolor, miró sus brazaletes, los muy malditos brillaban con
fuerza.

—Algo ha pasado con el sol. —Batnoam lo siguió. El joven estaba frotándose los brazos,
en efecto la temperatura había caído muy rápido.

—El Dios del Sol. —masculló Almelkar.

—El Dios de los Medo tenia entre su me al sol. Un Dios solar ha muerto. —agregó Moab
con lágrimas en los ojos.

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—Batnoam, prepara tus pertrechos, revisa al borrico; esta noche será larga y peligrosa.
—Sin decir nada más, Almelkar entró de nuevo en la tienda, con la certeza de que muchos
no verían el amanecer.

Cuando la oscuridad se desvaneció, ya era de noche, el cielo estaba estrellado y la luna en


la misma fase. Quienes no habían vuelto a la normalidad eran los pobladores de Dinwaz. Los
pueblerinos se habían encerrado en las casas y tiendas, mientras que las milicias se habían
apostado en las murallas. Almelkar dejó el burro a resguardo con Moab y luego partió a las
murallas a ver que asistencia podía ofrecer, Batnoam, de mala gana, lo siguió.

Los hombres de la muralla estaban preocupados, iban de un lado a otro preparando


todo. El viento había aminorado su fuerza, pero el frio seguía en aumento. Por su parte, los
lamentos menguaron hasta volverse un murmullo, algo tan delicado como el grillar de los
saltamontes. Almelkar buscó a alguien que estuviese a cargo, en cambio encontró a Anaxi-
mandro poniendo orden, el micénico temía un ataque. Cuando se percató de su presencia,
el griego no hizo nada más que asentir, Almelkar sabía que el griego, muy en el fondo, ardía
de deseo, anhelaba vengar a Ahirom, pero no era el momento.

Los incursores no se hicieron esperar, aparecieron de la nada. Un buen contingente de


criaturas salidas de la más calenturienta imaginación. Almelkar había oído hablar de ellos,
pero en toda su larga vida no había tenido el placer de cruzarse con ninguno. Los sátiros,
en líneas generales, eran criaturas esquivas y peligrosas, pero no se les tenía por agresivas,
al menos no tanto como para que llegasen a invadir una ciudad. Los sátiros, se decía, eran
unos buenos para nada. Pero, aun así, allí estaban. Se movían con soltura por la oscuridad,
armados con mazas de piedra y bastones coronados con lo que parecían ser piñas.

Almelkar preparó su arco y flechas, el buen Batnoam hizo lo mismo. Esperaron la señal
de Anaximandro. No se hizo esperar. Esta fue clara y sencilla, en poco tiempo un enjam-
bre de dardos voló raudo hacia los incursores. Sátiros y hombre salvajes cayeron por igual.
Algunos comenzaron a gritar y balar, corriendo de un lado a otro, mientras que el resto se
mantuvo en la carrera. Almelkar volvió a cargar y a disparar según las órdenes del micénico.
Más salvajes cayeron, pero no se detuvo el avance. En poco tiempo, los sátiros chocaban
contra la muralla. Al fenicio y su bisnieto les asombró ver como algunos usaban sus cabezas
como arietes, ignorando la lluvia de flechas. Otros comenzaron a escalar, mientras un con-
tingente atacaba con hondas, lo que obligó a algunos soldados a resguardarse.

La lluvia de piedras terminó con un potente alarido seguido del sonido de flautas y tam-
bores. Cuando los defensores levantaron las cabezas por sobre los escudos, observaron,
más allá del alcance de sus arcos: dos pebeteros, alrededor de ellos saltaban y danzaban
sátiros tocando tambores y caramillos. En medio se hallaba una mujer, vestía una túnica
descolorida y como complemento llevaba la piel de un tigre sobre los hombros. Su cabeza es-
taba coronada con parras y sostenía en sus manos un bastón. Alzó la herramienta y golpeó
el piso con fuerza, en respuesta salieron de la nada un grupo de mujeres vestidas de la mis-
ma forma, con una salvedad: sus túnicas estaban manchadas de sangre fresca. La primera
mujer volvió a golpear el suelo y su sequito comenzó una frenética danza.
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El guerrero fenicio buscó a su bisnieto con la mirada. Batnoam estaban tan asombra-
do como él, tan pálido que parecía un muerto. Sus brazaletes comenzaron a calentarse y
Almelkar temió lo que estaba por ocurrir. A los pies de la primera sacerdotisa, se colocó un
hombre vestido con pieles de cabra sin curtir. En medio de gritos y salmodias la ménade
impuso sus manos sobre aquel hombre. El salvaje cayó al suelo en medio de espasmos,
mientras que la piel de la cabra cobraba vida y comenzaba a extenderse por el cuerpo de
aquel maldito, hasta cubrirlo por completo. Los cuernos surgieron de frente en medio de un
intempestivo baño de sangre. Los brazaletes se calentaron mucho más. Todo eso ocurrió a
medida que el hombre gritaba como un poseso. En cuestión de un pestañeo, aquel salvaje
se había transformado en un sátiro. Uno, que comenzó a crecer.

Con cierta dificultad el sátiro se puso de pie y baló. En respuesta muchos defensores
aullaron. El terror era palpable. Anaximandro grito en respuesta, arengaba a sus hombres
para que se mantuvieran en la muralla, pero la gran mayoría salió corriendo. Otro balido
llamó la atención de Almelkar, quien supo lo que iba a pasar: El sátiro gigante embestiría las
puertas del poblado.

—Batnoam, ponte a resguardo. —ordenó mientras desenvainaba su espada. El bronce


siseó al salir. El arma estaba afilada y tenía una punta aguda. Almelkar escuchó un gruñido
a su derecha, allí estaba Anaximandro presto la pelea. El suelo tembló. El sátiro ya había
iniciado la carrera, mientras que el resto se apartaba para no ser aplastados.

El golpe fue, cuando menos, igual que un terremoto. Las murallas crujieron y se vinieron
abajó. El polvo voló en todas las direcciones y las rocas también. Aquel tronido fue amor-
tiguado por los gritos de alegría del resto de los sátiros. Almelkar no lo pensó dos veces
y con una carrerilla cogió impulso. La fortuna le sonrió, pues en su trayecto aéreo no fue
alcanzado por piedra u objeto alguno. En cambio, aterrizó en la espalda de la bestia. Estaba
lejos de la base del cuello. El sátiro, consciente de que algo había caído sobre él, se debatía
con fuerza, trataba, sin mucho éxito, de dar con el hombre. Almelkar agarró una buena
cantidad de hirsuto pelo, allí, aferrado como una gigantesca garrapata comenzó a escalar,
usando la espada para apoyarse. Cada puñalada era un aullido que helaba su sangre.

El fenicio no se preocupó de nada más, poco le importaba los sátiros que entraban por
las brechas, pues sabía que allí, en alguna parte estaba su bisnieto haciendo su trabajo.
También algo le decía que Anaximandro estaba arrimando el hombro. Hizo un acopió de
voluntad y terminó el recorrido. Encontró la base del cuello, el bronce ya estaba ahíto de la
roja sangre. Se preparaba para dar el golpe letal, pero la fortuna decidió mirar a otro lado.
La mano del sátiro lo alcanzó. El golpe fue suficiente para sacarle el aire de los pulmones,
Almelkar comenzó a ver chispitas de colores. Se aferró con fuerza al pelo de aquella bestia.
Era una gigantesca garrapata. Alzó la espada y cuando se preparaba para dar el golpe final,
el sátiro lo alcanzó de nuevo.

Esta vez perdió el sentido por unos segundos, pero eso fue suficiente para que lo despe-
garan de la espalda. Cuando volvió en sí, se encontraba en la gigantesca mano de la bestia.
Se aferró al pulgar. La espada había desaparecido, así que tendría que usar su fuerza. Ob-
servó los dorados ojos de la bestia, el morro a mitad de camino entre el hombre y la cabra.
La boca llena de dientes afilados y la roja lengua que amenazaban con engullirlo. La bestia

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lo alzó y Almelkar supo, que aquel maldito guarro, lo dejaría caer dentro de su boca. Dos
saetas silbaron, una impacto en la mejilla de la bestia, la otra en el rabillo del ojo. El sátiro
aulló de dolor y bajó el brazo, su intensión ahora era arrojarlo lo más lejos posible.

—¡Mierda! —masculló Almelkar, a quien el calor de los brazaletes le impedía caer presa
del pánico. De nuevo, como si se tratara de una maléfica garrapata, comenzó a escapar por
el brazo. El arco volvió a tañer y el fenicio daba las gracias a Baal Hamod porque su nieto
había extendido su familia. « El muchacho tiene sus manías, pero vale la pena ».

Llegó al hombro y saltó hecho una furia contras el rostro del gigantesco sátiro. Golpeó
con fuerza en el ojo. La viscosidad del globo ocular casi lo hace vomitar, pero Almelkar se
controló. Arremetió con la velocidad del rayo y la fuerza que otorga la desesperación. El ojo
estalló. El sátiro aulló y comenzó a dar vueltas. Se llevó las manos al ojo, sin éxito. Almelkar
se encontraba ya entre los cuernos. Los tomó con fuerza y usó su peso para jalar. Aquella
potencia, más la pérdida del equilibrio hizo que el sátiro cayera de espaldas.

El suelo tembló y una nube de polvo se elevó por los cielos. Batnoam, que se había que-
dado sin flechas se bajó del techo donde se había atrincherado. La calle estaba alfombrada
con los cuerpos de sus víctimas. El sacerdote de Adonis había mantenido a raya a los sátiros
que habían osado internarse por la brecha. El micénico, por su parte, había hecho mucho
más.

Se movió con cautela, entre los cadáveres. Temía, por encima de todo, pisar sangre
y caer al suelo. Se imaginó cubierto de barro y sangre de cabra, le entraron escalofríos.
Recogió una lanza y se encamino hacia el gigante caído. Esperaba, con todo su corazón,
que Almelkar no hubiese sufrido daño alguno.

—Ese maldito está loco —comentó Anaximandro, pálido y con los ojos muy abiertos.
Muchos hombres, después de ver como Almelkar tiraba al suelo a la bestia, habían vuelto a
las murallas. De una u otra forma, la moral había vuelto al juego—. Pensaba desquitarme,
pero si ese perro sobrevive, le invitaré un barril de cerveza.

Batnoam no sabía que decir. Se detuvo a escuchar los quejidos del gigantesco sátiro. Este
comenzó a patalear con fuerza. El sacerdote de Adonis retrocedió unos pasos con la lanza
presta. Se alzó una nube de polvo y sangre, la pesadilla del joven se hacía realidad. Cuando
todo aquello se asentó vio como una figura surgía de la nube.

Almelkar estaba bañado en sangre y demás heces. Iba armado con una tosca hacha. Sonreía,
sus perlados dientes brillaban con fuerza, mientras que en sus ojos café los destellos de la
locura eran evidentes.

—Por un momento pensé que moriría —giró hacia el cadáver—. Era duro, de verdad lo
era. Pero, no muy inteligente. Necesito un trago, así sea de agua.

—Creo que aún tenemos trabajo. —Batnoam señaló hacia el campo. Almelkar asintió
y se volteó, pero cuando el resto de los sátiros lo vieron, huyeron despavoridos. El éxtasis
dionisiaco, que les embargaba hacía poco, se había disuelto. Los pebeteros ya no ardían, no
había música, ni danza, ni gritos, las ménades habían abandonado el campo de batalla.

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—Las jodimos bien jodidas —Almelkar se percató de la presencia de Anaximandro—. Por
fin ¿Qué va a pasar entre nosotros?

—Hágase la paz entre nos —respondió Anaximandro. Aún pálido—. Ni ahíto de vino pelearía
contigo. No después de esto.

— ¿Qué pasará con el pueblo?— inquirió Batnoam.

—Cuando esto se sepa… y créeme que muchos ya deben estar enterados, la gente saldrá
corriendo.

— ¿Entregaran el pueblo a los sátiros? —preguntó Almelkar.

—Yo no pienso defender este pedazo de barro. Lo que me pagaron no cubre el tener que
enfrentarse a estás mierdas. Por alguna razón —miró con detenimiento al gigantesco feni-
cio—, hoy decidieron usar brujería. Se me hace que eso se volverá una costumbre.

—Yo creo que se debe a lo que pasó en Oriente. —Amelkar levantó la vista a los cielos,
las estrellas y la luna seguían en su lugar.

—Una vez que todo el mundo se vaya, prenderé fuego a la ciudad. No dejaré nada para
ellos.

—Me parece algo extremo. —Batnoam buscó apoyo en Almelkar.

—Dejar tierra arrasada a las espaldas no es mala idea —agregó el guerrero—. No tendrán
mucho que comer.

—Sí, quemaré a sus muertos y a los nuestros. Sí, joven sacerdote, esas cosas se comen a
sus muertos —Anaximandro sonrió y se alejó de aquel par —¿Qué harán ustedes?

—Seguir en nuestro peregrinaje a Eridu. Allí debe estar la clave de todo esto —Almelkar
miró a su bisnieto—. Vamos muchacho, hay mucho que andar y a mí me duele todo. Esta
vez el burro será mío.

—No es justo, mira todas bajas que cause.

—Aquel bicho cuenta por todos estos. —Almelkar arrojó el hacha y comenzó a buscar su
espada—. Si doy con la espada antes de que tus estés listo, yo iré en burro durante todo el
trayecto. Así que muévete, chaval.

Batnoam soltó la lanza, pensó en su arco y flecha. Ya los buscaría después, en aquel mo-
mento lo importante era hacerse con el burro… el camino a Eridu era largo… y ¡Vaya que
sería un largo trayecto!

—Esto es mejor que morir de viejo en un templo… —se dijo el joven sacerdote, mientras
recordaba que su destino estaba escrito: el moriría emulando a su Dios. Pero eso era otra
historia.

31
SOBRE EL AUTOR

GUILLERMO
MORENO

(Petare, 1983) Venezolano.

De formación politólogo, egresado de la Universidad Central de Venezuela. Inicia


su periplo en la escritura a través de su blog personal: La Antesala Al Portal Oscuro
y participando en diversas antologías pulps. Amante de la literatura fantástica, en
especial la Espada y Brujería.

Como escritor destaca por su ágil narrativa y su versatilidad al abordar diferentes


géneros literarios, que pueden ir desde la fantasía más inusual, pasando por la ciencia
ficción y llegando a abordar historias con elementos policiacos.

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El Último Bautizo
de Juan

César Raziel Lucio

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El Último Bautizo
de Juan

E
l sol de primavera cae a plomo y arranca destellos rielantes de las aguas del río
Jordán. Los reflejos se extienden hacia tierra firme, como relámpagos despedidos
de una superficie terrosa y polvorienta; un claro entre vides y olivos. Una figura
menuda cubierta por una capa parda y con la faz oculta, zigzaguea frente a dos
gigantes armados con sendas spatas. Por los suelos yacen otros tres cuerpos exánimes. Sus
armas variopintas los delatan como salteadores. El cuerpo esbelto gira sobre sí y reparte
tajos y golpes ante sus atacantes. Ejecuta ante ellos una danza taimada, mortal. De entre
los pliegues del manto, una mano fugaz saca, hora un kidon que cercena cruento, hora una
lanza corta que perfora los cuerpos. Uno cae con la hoja de lanza atravesando la base de la
mandíbula; el otro, desangrándose con las vísceras por los suelos. Y la figura menuda eje-
cuta unos últimos pases para recoger sus armas desperdigadas en el campo, mientras las
olas del río Jordán refulgen bajo el sol de mediodía. Cinco armas de cinco cuerpos caídos.

Instantes después, una anciana marchita sale trabajosamente de entre los matorrales
para acercarse a quien ha luchado con tanto denuedo y bizarría. Acallando un resuello,
las manos gráciles del guerrero descorren una raída capucha. Una gruesa trenza de ca-
bello negro cae, enmarcando un rostro tos-
tado, aunque virginal; hermoso pese a la con-
gestión de la batalla.
Spata: Espada
—Hija, no puedo creer lo que has logrado,
lo que has hecho por mí. Verdaderamente
Kidon: Espada corta similar a
la mano del Señor está contigo. Me salvaste
la gladius romana, usada por
a mí y a mi humilde parcela de estos barba-
milicias de Galilea y Palestina.
janes, pero me temo que vendrán más. ¿de
verdad no quieres quedarte un tiempo junto
Gazám: Una palabra en hebreo
a esta pobre viuda? ¿No me dirás al menos tu
nombre? antiguo que tiene dos signifi-
cados: el de “oruga” o “cortar,
Una carcajada socarrona la interrumpe en podar”.
seco.

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—Nada más lejos de la verdad, madrecita. Mi mano está guiada por los demonios, y por
eso parto ahora mismo. Me pide sangre, y si no la satisfago pronto, no respondo por mis actos.
No quiero que cunda la voz de que Gazám se alimenta de la sangre de viejas resecas.

La anciana, demudada de espanto, ve cómo la joven revuelve el gran saco que lleva a
cuestas. Lo que ve la hace caer por tierra, desmayada de terror.

Ese día más tarde, a punto de que el sol se oculte, Gaz llena el pellejo con agua del manantial
cercano a la cueva que usa como refugio. Se rie al recordar la cara de la vieja. Seguro el
desmayo no ha sido grave, pero no puede dejar que se corra la voz de una bandolera bien-
hechora. Se ha fraguado una reputación y debe mantenerla. Continuamente se pregunta
“¿qué gano con esta vida?”. Un respiro de satisfacción y libertad le sirve de respuesta. Jamás
volvería a la corte, a sus superficialidades, a ser un objeto de deseo y moneda de trueque.
Crispa las manos al pensar en su pasado, pero recupera la sonrisa al recordar a todos los
bandoleros y abusadores que ha abatido, y en cómo ha eludido por varios años a las patrullas
que la perseguían. En su vida anterior, lo máximo a lo que podía aspirar era a bailar frente a
su padre, el rey. Ahora tiene fuerza, la gracilidad de la danza trocada en mortal certeza, el
ansia de enfrentarse a hombres poderosos y malvados y verlos tirados por tierra. Carga con
siete trofeos para recordarle lo que es estar viva, siete armas confiables y excelentes que
había arrebatado a sus presas a lo largo de sus años de fugitiva.

—Y claro, tengo también esto —, se dice mientras toca el gran saco que tiene a cuestas,
con una mezcla de resignación e incertidumbre. Cree oír un murmullo proveniente de dentro.

Asuntos más mundanos le hacen fruncir el


ceño. Pronto comenzará el estiaje, y le vale
estar preparada para viajar rumbo al Mar de
Caligae: Calzado militar us- Galilea, donde al menos podría conseguir pes-
ado casi exclusivamente por cado en los meses más difíciles. Aprovecharía
los soldados romanos. Su con- una última festividad sabatina para saquear
strucción con tiras delgadas de bandoleros incautos; abundaban entre Hazor
cuero, suelas de cuero y piel, y Chorazin. Mientras se quita las caligae para
y tachones de metal las hacía descansar sus pies en el agua, recuerda la úl-
ligeras, duraderas y útiles en tima guarnición romana que había atacado, y
caminatas y batallas prolonga- disfruta la idea de volver a asaltar un grupo de
das. aquellos opresores.

No lejos de ahí, en una humilde choza rodeada


de olivos, la anciana recibe visitas inesperadas.

—Entonces, madrecita, ¿dice que ella sola venció a cinco bandidos?.

La anciana asiente con la cabeza. Temblando visiblemente mientras intenta llevarse a los
labios resecos un tarro con infusión de mirto.

—¿Por casualidad era una joven de cabello azabache, ojos entornados, con aire aris-
tocrático? —, dijo una profunda voz masculina.

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La vieja apenas alcanza a emitir un murmullo afirmativo.

—¿Había algo más? —, inquirió el hombre, oculto tras las sombras del dintel.

Con la mirada aterrada, gime:

—Estaba poseída, cargaba un horrible saco, ¡con una cabeza cortada! —Cruzando el
portal, aparece frente a ella un hombre alto, musculoso, con algo de canas y sonrisa cruel.
—¡Abbad Galgal, el verdugo real!—, exclama la abuela. —N-n-no sabía que n-nuestro señor
te-tetrarca t-tenía interés en lo que a-aquí pasa — tartajea.

El visitante se acerca como para abrazar a la ancianita. La sonrisa de Abbad Galgal se


amplía, siniestra.

—Y no tenías porqué saberlo, safta—, susurra el hombre mientras desliza el filo curvo de
una falcata a través del abdomen de la vieja. —Estás a solo unos pasos, princesa. Pronto te
veré— dice Abbad Galgal para sí. Y sale de la puerta seguido de sus matones.

Los sueños de la joven son inquietos, como le sucedía desde el pasado Purim. Vestida por
completo, se revuelve sobre el suelo rocoso de la caverna, incapaz de despertar. Veíase a
ella misma en la que hace años fuera su hab-
itación. Frente a sí, sobre una bandeja de pla-
ta, yace una cabeza hirsuta, sobre un charco
de sangre que sigue fresca pese a que ya son
tres día desde la ejecución. Alguna vez aquel Abbad Galgal: “Esclavo de la
hombre le inspiró un ardiente deseo y un fu- rueda”, en arameo.
nesto despecho. Pero todo placer sensual la
había abandonado en el momento en que, Safta: “Abuelita” en hebreo.
ciega de poder, había besado la testa recién
decapitada por un capricho suyo y de su ma- Purim: Festividad judía celebrada
dre. El mundo se revolvió alrededor, y la llevó anualmente en conmemoración
al momento en que bailó frente a su padre, del milagro relatado en el libro de
en que vio el deseo incestuoso flagrante en Ester
sus ojos. Escuchaba la voz del decapitado
aferrada a su mente después de haber to-
cado sus labios. Le hablaba del futuro, y eso
la había salvado incontables veces. Vio al pro-
feta sumergido en el Jordán, crismando a una multitud de seguidores, en donde cada uno
tomó el rostro de ella misma…

—¡Corre insensata, corre ya, que los perros del tetrarca te acechan!— retumba la voz en
la caverna, mientras ella se levanta de un salto y toma su panoplia y su gran y pesado saco.

La voz del decapitado aún retumba en sus sesos. Pugna por acallar el corazón desbocado
sin delatarse. El sonido del Jordán, al fondo oculta las ruidos más leves. A la luz de la luna,
detrás de un escondite improvisado entre zarzas, reconoce ya a los seis que la siguen, cuatro

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con breves antorchas. Están Hosa e Ibu, con sus hondas preparadas, y Jehalil y Macah con
venablos, más dos soldados jóvenes. Les ha dado esquinazo antes, pero nunca a todos juntos.
Una nueva partida de enviados del gobernante, su padre. Ella coloca rocas de río en su
honda y se prepara a correr. Algo le dice que esta noche es la definitiva para terminar con
esa persecución de años.

Respira rápido una, dos veces, y sale a la carrera mientras lanza una rama en dirección
opuesta. Atrae la atención de los más jóvenes, que no ven venir los dos proyectiles que les
abren la testa. Con el sonido de un jarro lleno al romperse, los sesos se desparraman y los
cuatro veteranos dan la alarma. Gaz recarga la honda y alcanza a lanzar sobre Ibu antes de
que Hosa se plante frente a ella. Un ardor sube por su esófago y cree que está a punto de de-
volver. Su mente se llena de imágenes de esa danza en que se desprendió de sus ropas ante
su padre, ante invitados de países ignotos. Las nieblas de los velos de los que se despojó en-
tonces le nublan el entendimiento casi por completo. Lo único que le queda es una fibra ira-
cunda de la que pende su alma. Y de ahí se aferra para agacharse y girar sobre sí con el recule
de la honda mientras descubre la kidon de su cintura y la clava frenética entre las costillas
de su atacante. Antes de que caiga el cuerpo,
la joven ya está saltando para alejarse de la
acción. Se queda instantes detrás de unas
rocas al tiempo que lanza bolsas compactas Plumbatae: Dardos cortos
llenas de ceniza para ganar unos segundos. (unos 30 cm de longitud) que
Se revuelve como un joven sauce bajo la furia tenían una cabeza metálica
de un viento invisible. Sus brazos son corre- puntiaguda y un contrapeso de
osos como ramas y se extienden chicoteando plomo para acrecentar el impacto.
mientras lanza certera dos plumbatae, que
revientan el rostro de un adversario más. No Khopesh: Sable de hoja curva,
hay marcha atrás, ni a dónde huir. El trance muy usado en la zona entre
prosigue mientras se cala la capucha y corre Caanán y Egipto en el Mundo
a encarar a los que traen venablos. En la car- Antiguo.
rera arroja su propia lanza, que pasa silbando
justo lo suficiente para sacar de equilibrio a
Jehalil. Ella aprovecha para estamparle una
gran roca en el rostro, mientras se arroja al
suelo y da un giro demencial. Siente el gran khopesh que carga en su espalda, aquel que se
quedó como trofeo del mercenario hitita que casi la viola.

Macah la mira fijamente, con esos ojos de hielo que antes la desnudaran en la corte en
cualquier descuido. Ella sabe que puede jugar con la frustración de aquel que nunca iba a
poder poseerla. Las piernas de Gaz están en carne viva y su garganta y pulmones queman
más que el sol del desierto. No lo ha advertido, pero está llena de espinas de zarza, y sangra
por una docena de cortes. Solo presta atención a esos ojos que la indignan. Son como un
fuelle para esa furia que la consume. Obliga a su cuerpo a detenerse, para luego contonear
sus caderas al ritmo imaginario de una flauta y un par de crótalos. En su mente se funden
el presente y el salón del trono. El impulso inexplicable de tomar la cabeza decapitada y
escapar de todo, y aferrarse a ella durante estaciones y años. Los ojos helados de Macah
y los fervorosos de su padre son los mismos, y la cabeza del profeta decapitado la aturde
gritando

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—¡Tómame!

Sabe que el movimiento de sus pechos generosos le da un instante, y transfiere el ritmo


a la hoja curvada que ahora empuña. La lanza corta se antoja un borrón lento en el aire
cuando trata de interponerse entre el hombre y el filo del sable, pero la suerte está echada.
Con un gorgoteo, Macah se lleva las manos al cuello, sin poder detener la hemorragia. Un
rictus malsano en sus labios groseros delata que disfrutó la última vista.

La cólera de Gazám desaparece conforme respira. Se postra junto a unos matorrales,


extenuada mirando hacia el Jordán, cuyas aguas no dejan de fluir. El gran saco a sus espaldas
pesa como una montaña, siente que palpita, como si la cabeza de Juan el Bautista quisiera
arrastrala hacia allá. Desde que huyó del palacio, el río la ha atraído hacía él, y la voz del
Profeta no deja de repetir en su mente “Jordán”. Pero Gaz ha evitado con denuedo siquiera
tocar una gota del afluente. Esta noche es diferente. Se mira la manos y las piernas ensan-
grentadas; el burdo manto que la cubre está lleno de sesos, polvo, saliva. Cada extremidad
la tortura. Nunca se había esforzado así. Pero siente que todo puede terminar una vez que
se sumerja en las aguas del gran raudal. Con sus labios, trémulos de extenuación, alcanza a
pronunciar “Jordán” antes de que la voz desgarrada del Profeta le repita

—¡Tómame y sumérgete!

Con el rabillo del ojo alcanza a otear una sombra; sus hombros doloridos apenas le dan
para quitarse el saco de la espalda e interponerse entre su pecho y el filo asesino. La hoja
de la falcata se clava en el saco, apenas salvando a la joven, que yace de espaldas, cimbrada
por el impacto. El cruel rostro de Abbad Galgal se revela con la escasa luz de las estrellas;
había acechado esperando el desenlace de la lucha. Con un giro de muñeca, el hombretón
lanza el saco a un lado. Su contenido se esparce sobre la tierra, y la cabeza derrama la san-
gre, permanentemente fresca, entre el atacante y la muchacha. La sonrisa del que se sabe
vencedor aflora en los labios de Abbad.

—Te juré por mi sangre que serías mía, princesa Salomé. Te deseé desde que olfateé tu
aroma núbil en el palacio de Séforis. Te odié cuando vi tu inclinación por el profeta, y más
cuando te supe dispuesta a bailar ante tu padre. Pero ahora estás aquí, a merced única-
mente de mi voluntad.

Gaz se sabe indefensa. Tiene los brazos entumecidos, las piernas ardiendo. Con un dolor
que casi la paraliza, se incorpora sobre los codos y trata de arrastrarse hacia el río.

—Así que por fin saliste de tu cajón, perro —, le increpa la joven.

—Salgo cuando me place, y tomo lo que quiero. Y ahora te tengo para mí.

Un atisbo de esperanza se cuela en la mente de la joven.

—Pensé que venías con órdenes de llevarme ante Herodes, mi padre. Mi tío Filipo me
desea como su consorte, ¿qué puedes ofrecerme tú que él no pueda darme?

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La sonrisa de Abbad se torna más cruel.

—¿Y cómo sabes que regresaré a palacio, piensas que entregaré mi botín? Nunca per-
donaré tus desaires. Cuando te entregué la cabeza de El Bautista sobre la bandeja y la
besaste, frente a toda la corte, me juré hacer miserable el resto de tu vida. He tenido años
para planearlo. Serás la pieza que derrumbe el poder de Herodes, y yo reinaré en su lugar,
mientras que tú serás menos que mi esclava, que mi perra, y te haré mía incluso aunque te
dé muerte

Con el poco vigor que le quedaba, Gaz se hincó

—¡Prefiero que me decapiten a que siquiera te me acerques, desgraciado!

—¡Serás mía a toda costa! —ruge el hombre, mientras se abalanza sobre la joven. La
levanta en vilo y la arroja de espaldas, sobre el suelo pedregoso. El cuerpo de Gaz se des-
madeja con el tremendo impactó, y casi queda desnucada al chocar con una roca afilada

El barbaján se ensaña con los harapos, los rasga y deja al descubierto el sensual cuerpo
que había hecho enloquecer al mismo Herodes Antipas. Y Gaz, como nunca antes en toda
su vida, siente pavor. Sus ojos nublados de llanto y dolor no alcanzan a ver más allá de su
atacante; con sus brazos extendidos trata de alcanzar alguna rama o una roca.

—¡Salomé!—, escucha la voz de la cabeza muerta, —¡tómame, y sumérgete en la aguas


del Jordán!—. A su mente vienen los recuerdos de esos años de huida, los esfuerzos de sus
padres por mantener las apariencias, sus correrías incansables haciendo víctimas a salt-
eadores y romanos abusivos, a mercenarios y usureros, siguiendo un impulso que no en-
tendía. No puede terminar así. El cuerpo se le rasga de dolor al sentir que Abbad forcejea
por arrancarle los últimos retazos de tela, que la muerde y la golpea en cada palmo de piel
desnuda. La voz del Profeta se hace una con las aguas del Jordán, el río que ha lavado las
vidas pasadas de innumerables almas, y en un último y supremo esfuerzo, estira al máximo
su brazo derecho. Contra toda esperanza, encuentra la hirsuta cabellera del hombre al que
pidió dar muerte. La toma con toda la furia que le es posible y la estrella contra la cabeza del
ejecutor, justo en el momento en que este la gira para ver la fuente de esa última resistencia.
La cabeza cortada choca de lleno en la nariz del atacante; un crujido y un chorro de sangre
siguen al impacto. El ejecutor aúlla de dolor y frustración, y se enfurece como nunca antes,
dispuesto a todo para conseguir lo que desea. Gaz se incorpora y corre como puede hacia
el río, salvando en instantes los metros que la separan. Abbad la sigue hecho un demonio,
dando traspiés, pero decidido a tomar a Salomé-Gazám a como dé lugar. Ella, con la cabeza
aún en la mano, se detiene al borde de la corriente. Desnuda, doliente, indefensa, se gira
casi cuando el verdugo caía sobre ella, y alcanza a levantar la cabeza de Juan el Bautista
como un escudo. El ejecutor se detiene, saboreando esos últimos instantes de persecución,
cuando la cabeza de Juan abre la boca. Palabras inundan el aire, muchos balbuceos, en idiomas
desconocidos o en lenguas de Galiela, claramente hablando del Jordán, de la redención, de
los dioses de los ancestros, de la cábala y los números sagrados, de la perfección e imperfección,
de la venganza, de la paz, del fuego y el agua. Gaz se ve a sí misma cuando era Salomé,
cuando huyó enloquecida del palacio, cuando trastocó los siete velos por armas para luchar
y deshacerse del ansia de matar.

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—No es tu hora de morir, Salomé, es tu hora de transformación. El deseo en ti se ha
consumido, la furia en ti se ha apagado. Yo te bautizo con agua, y tu te has bautizado con
sangre— Y las palabras del Profeta decapitado conjuran las aguas del Jordán, que transmu-
tan la sangre derramada en agua purificadora, y la furia ciega en muerte justa. El río arrastra
el cuerpo de la joven que había sido Salomé, y una mendiga, una pastora, una fugitiva, que
tomó el nombre de Gazám para cebarse sobre bandoleros y abusivos. Y el Jordán también
tomó a Abbad Galgal, y solo queda pensar que lo arrojó a lo más profundo de su cauce. La
corriente del río arropa a Salomé y la transporta segura, cruzando por días el mar de Galilea
y más allá, a las mismas playas del Mar Muerto, mientras las fuerzas del agua y el sol la resta-
blecen.

Una columna de humo se eleva por sobre las copas de los olivos centenarios. Sale de un
fogón dentro de una casa de adobe en Betania, un punto estratégico que sirve para viajeros
que entran o salen de Jerusalén. La ciudad se mantiene quieta, invadida por una tensa calma
después de la triple crucifixión de hacía unos días. La estancia está llena, pero cada quien
se enfrasca en sus asuntos. El ánimo general sólo se presta a rumores dichos por lo bajo. En
la esquina más alejada de la puerta, una joven oculta su gruesa trenza de cabello azabache
en una capucha marrón. Bajo una amplia capa de tela basta la capa consigue ocultar las
cicatrices de sus piernas torneadas. Un pocillo de barro con agua simple acompaña el pan
ázimo y el plato de sopa de verduras que están sobre la mesa, frente a ella. En la entrada, un
viajero se dirige rápidamente a la barra que sirve para despachar. Con un gesto, la dueña le
indica la mesa de la chica. El hombre, sin más aviso, se acerca y le pregunta
—¿Bautizada?

La joven entorna sus ojos, bajo densas y rizadas pestañas. Con una mano oculta aferra la
empuñadura de una arma. Asiente con la cabeza.

—Pirrpirraa —, dice. El hombre duda.

—¿Quién te bautizó?—, increpa. Pirrpirraa: “Mariposa”,


en arameo.
—Juan —responde secamente la mujer. El viajero
se acerca, procurando que nadie lo escuche.

—Entonces me puedes ayudar, Salomé —. Una mirada inquisitiva, aunque furiosa, le


hace continuar. —Hay un hombre justo que fue hecho preso después de las crucifixiones
en el Gólgota. Somos varios los que queremos liberarlo. Era allegado de la familia de Juan El
Profeta. ¿Nos puedes ayudar? —La mujer se echa hacia atrás en el asiento, sopesando ideas
que escapan a su interlocutor, y sin más aviso se levanta, con paso vivo hacia la puerta. El
hombre sorprendido batalla para alcanzar la figura menuda que se adelantó.

—¿A quién hay que sacar? —le pregunta Pirr ya en el camino.

—José de Arimatea —, le dice el hombre.

Y conteniendo una sonrisa ansiosa, la mujer que había nacido princesa y vivido como
fugitiva, acelera el paso.
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SOBRE EL AUTOR

César Raziel Lucio

Caminé en el campo desde niño: recorrí matorrales, cerros y huertas en mi región


natal de la mano de mis abuelos y mis padres. También desde entonces, los libros me
han impactado: al descubrir la literatura fantástica con “Las mil y una noches” y “20
mil leguas de viaje submarino” no tenía idea de la vorágine que se avecinaba. Frente
a mí desfilaron obras de Dostoyevski, Hesse, Vargas Llosa, Asimov, Poul Anderson,
Tolkien, Tad Williams y muchos más, de género vario.

Pienso que apenas comencé el periplo: siempre pugno por no dejar que la emo-
ción de la lectura se pierda ante las distracciones. Creo firmemente en que cualquier
persona no analfabeta debe aspirar a cumplir el círculo: leer-disfrutar-escribir para
contar algo-disfrutar de nuevo. Vivo de la investigación y los bichos, pues trabajo en
conocer algunos bosques de México y su fauna, pero leer me motiva a buscar más
cosas, y por eso a veces escribo, principalmente relatos de corte fantástico. Indago
sobre obras de ciencia ficción de las edades de oro y de plata e historia medieval, y
también un poco prehispánica.

Disfruto muchísimo el relato corto, y me entusiasman las biografías de gente como


Truman Capote, Juan José Arreola o Paco Tario.

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Oscuridad
y cenizas

J. R. Del Río

42
Oscuridad
y Cenizas

M
i nombre es Shankar de Cartago. No soy un buen hombre, nunca lo he sido;
en mi accidentada vida fui pirata, bandolero, remero en las galeras romanas
—como consecuencia de las dos anteriores— y gladiador. Allí se esperaba que
acabasen mis días, derramando mi sangre sobre la arena para el regocijo de
la muchedumbre insaciable. Pero parece que tengo el cuero muy duro, y se me da bien
eludir a la muerte, casi tanto como administrarla. Así sucedió que, habiendo dado cuenta
de suficientes rivales, cuando mis victorias se contaban ya por decenas, se me concedió
finalmente la libertad.

Era un hombre libre, que había pasado los mejores años de su vida combatiendo, y, no
sabiendo hacer otra cosa, me convertí en lo que todavía soy. Un mercenario, un arma de
alquiler; un maestro de la alquimia de transformar la sangre en oro, estando siempre de por
medio el filo de mi hacha, o de mis puñales. Ya lo dije, no soy un buen hombre; supongo que
así es como me hicieron los dioses.

Los dioses. En mi juventud adoré a Tanit, la consorte de Baal, protectora de mi ciudad


natal, así como a Astarté, la luna, a la que los babilonios conocen como Istar, cuyas sacerdo-
tisas danzan desnudas durante las hierogamias, y copulan ferozmente en los templos como
una forma de comulgar con su diosa. En mis viajes conocí a Amón, frente al que se postran
los hombres de la tierra del papiro; también a Marte, a quien elevan plegarias los legionarios
antes de entrar en batalla.

Los años no sólo han añadido arrugas a mi rostro, sino también arrojado guijarros al
interior de mi alma; ya no creo en los dioses, jamás vi portento alguno emanar de sus si-
lenciosos rostros de piedra. No creo en ellos, pero confieso que les temo, y que no osaría
pisotear sus sombras.

Hoy, sin embargo, he asistido a un portento. Un portento terrible, que me dejó conver-
tido en este despojo que veis. Aún tiemblan mis manos, mientras arrastran de nuevo hasta
mis labios el pellejo de vino. Mientras bebo con desesperación, sin conseguir emborracharme,

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tratando de embotar mis sentidos, de acallar el grito de horror con el que me tortura mi ser,
y que pugna por abrirse paso hasta mi garganta. A mi lado, mi compañero de borrachera
llora, y yo me esfuerzo por no imitarlo. Y su lamento, un gañido desconsolado, llena mis oídos,
a medida que la oscuridad se extiende sobre la tierra. Un viento helado arrastra ceniza y
tierra gris, y yo recuerdo cómo comenzó todo…

—Por allí. —Señalé allá donde me indicaba el rastro, que era escaso pero suficiente para
un baqueano como el que les habla. Desde lo alto de su montura, el centurión frunció el
ceño. Con escepticismo ante mis virtudes, y también con desprecio por ese bárbaro moreno,
de pelos largos, que se inclinaba sobre la tierra como un perro de caza.

—¿Estás seguro, mercenario? Llevamos días vagando por estas condenadas colinas…

—Ellos conocen el terreno tan bien como yo, y mucho mejor que tú, romano —enfaticé,
mirándole a los ojos (algo que detestaba) —. Pero el rastro señala hacia esas colinas, y es
reciente. Si nos damos prisa…

—¿Y cómo sé que no nos estás llevando a una trampa, mercenario? —observó el oficial
romano, arrugando todavía más el ceño bajo la cimera del casco empenachado—. Vendes
tus servicios a cambio de oro, ¿cómo sé que los bandoleros no te han comprado?

Escupí a un lado, peligrosamente cerca de las patas de su caballo. Después le sonreí,


aunque quienes me conocen dicen que mi sonrisa tiene poco de agradable; es más parecida
a un mastín que enseña los dientes antes de morder.

—La bolsa del César es más honda, su oro tintinea más y brilla mejor. Nada tienes que
temer de mí, romano —le aseguré, y él se lo tomó como el insulto que en verdad era.

—¿Temer? —repitió, ultrajado, en lo que su sudorosa faz palidecía.

—El cartaginés nos ha servido otras veces, centurión. Siempre cumple bien, y se gana
su paga —intervino un legionario bajo y nervudo, de extremidades cortas y piel quemada
por el sol. Flavio, soldado veterano al que conozco desde hace tiempo. No tanto como para
considerarlo mi amigo, aunque hemos dado muerte a los mismos enemigos, nos hemos
emborrachado en los mismos tugurios y follado a las mismas putas. Supongo que todo eso
debe significar algo.

—Si él dice que hacia allá fueron los forajidos, yo le creo —insistió, a lo que el centurión
se frotó su barbilla lampiña con aire dubitativo.

—Muy bien —concluyó, al cabo de unos momentos de abstracción. Y, extendiendo un


brazo hacia las colinas que yo acababa de señalar, dio la orden que estábamos esperando—:
¡En marcha!

Érase esto en Galilea, al norte de Jerusalén, capital de la provincia romana de Judea.


Largos días llevábamos ya tras el rastro de esos fugitivos, de esos bandoleros que habían

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asolado los caminos de la región, haciendo presa de viajeros y caravanas, robando, saque-
ando y matando. Yo me erigí en guía de la expedición, pues conozco los senderos del monte
y del desierto, así como las mentes y los corazones de los hombres que viven de la rapiña;
no en vano fui uno de ellos. El centurión tenía órdenes del prefecto de Judea, que a su vez
Flavio repitió para mí: la banda debía ser aniquilada, pero su cabecilla, capturado con vida.
Para ser juzgado y ejecutado públicamente en Jerusalén, para que su cuerpo crucificado
colgara como ejemplo, así como advertencia para el resto de los hombres.

Yo conocía al hombre, al líder de esa banda de chacales humanos. Lo suficiente como


para saber lo duro de la faena de prenderlo vivo.

—¿Qué crees, Shankar? ¿Ya casi los tenemos? —preguntó Flavio, que marchaba unos
pasos por detrás de mí, lo suficientemente cerca como para poder intercambiar palabras en
voz baja. No advertí en su timbre ansiedad o entusiasmo, propio de soldados más jóvenes
en las vísperas de un enfrentamiento. Tan sólo cansancio, y añoranza por placeres tan mun-
danos como un baño caliente, una vasija de vino y una mujer; placeres que deberían esperar
hasta verse completada la misión.

—Estamos cerca —gruñí, mis dedos acariciando el gastado mango del hacha—. Están
fatigados, y han agotado sus provisiones. No tardarán en lanzársenos al cuello, como lobos
famélicos.

Transitábamos una especie de senda natural, que discurría entre escabrosas paredes
de piedra. Arriba, el sol era un disco de fuego que recalentaba nuestras pieles y también la
tierra que pisábamos, agrietada y resquebrajada por cientos, por miles de soles así. Era el
momento del día en que se encumbraba en lo más alto del cielo, desde donde ardía en toda
su gloria y por poco hacía desaparecer las sombras, convirtiéndolas en motas pequeñas y
sin forma.

Sopló una suave brisa desde las colinas. Una pequeña bendición para los legionarios, que
la recibieron con sonrisas, algunos incluso entornado los ojos para beneficiarse mejor de su
caricia. Por mi parte, arrugué la nariz ante el tufo a piel de cabra sin curtir, a cuero y a sudor
rancio, y supe que los teníamos encima.

—¡Atentos! —grité, al tiempo que comenzaban a llovernos las primeras piedras, desde lo
alto de una de las murallas naturales.

Muchos de ellos habían sido pastores antes de convertirse en bandidos, y manejaban la


honda con soltura. Algo que uno de los legionarios experimentó en carne propia, cuando
la primera pedrada estremeció su casco, derribándolo y obligándolo a permanecer acurru-
cado detrás de su escudo. Contra el que se estrellaron varias piedras más, hasta provocar
un burdo tamborileo que se prolongó por toda la garganta.

Las órdenes del centurión fueron veloces y precisas, y no tardaron en volar las jabalinas
en dirección contraria. Acribillando a dos de los lanzadores de piedras, mientras el resto
corría a refugiarse detrás de los roquedales.

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Al mismo tiempo que, del otro lado de la senda, el grueso de los bandidos descendía en
tropel, cargando con furia contra nosotros. Hombres hediondos y bestiales, que blandían
lanzas, hachas y mazas, que se nos fueron encima gritando como posesos.

Pero no se mata con gritos a un enemigo, como pudo comprobar el primero de ellos,
cuya lanzada evité con un movimiento lateral, y cuya cabeza mandé volando por los aires
con un mandoble de mi hacha, impulsada por una erupción de sangre.

Eran muchos, más de los que había calculado al seguir el rastro, pues nos superaban en
una proporción mayor a dos a uno. Sin embargo, si hay una virtud que tengo que alabar a
los romanos, más allá de sus muchos defectos, en su disciplina en el combate. Su disciplina
y la férrea, letal eficacia que surge de ella.

Los vi, como otras veces, componer un muro de escudos para protegerse de la carga
inicial, una suerte de rompeolas contra el que se estrelló aquella marejada humana y malo-
liente. Después los vi avanzar marcando el paso, convertidos en una fortaleza móvil, eriza-
da de puntas de lanza. Mataban con movimientos mecánicos, sin pasión ni furia; las lanzas
atravesaban los cuerpos a los que luego pisoteaban, dejándolos atrás para seguir con los
próximos.

Yo aproveché para trotar ladera arriba, en busca de los lanzadores de piedras restantes.
Los sorprendí arrastrándose por detrás de unas estribaciones, en pos de nuevos proyectiles
para arrojar sobre mis camaradas de ocasión. Salté sobre el primero, y partí en dos su cabe-
za de un hachazo. Pero el otro, viendo que mi hoja había quedado estancada entre los ojos
de su compañero, aprovechó para abalanzarse sobre mí. Era fornido, y pudo derribarme;
varias veces rodamos por tierra, con las manos de mi rival estrujando mi garganta y las mías
clavadas en su rostro, arañando la piel en busca de los ojos.

Golpeó mi cabeza contra algo duro y mi visión, borrosa ya por la falta de aire, estalló en
un millar de agujas de luz blanca. A través de las cuales vislumbré al bandido, encumbrado
triunfal sobre mí, todavía estrangulándome con una de sus manazas en tanto la otra bus-
caba algo con qué completar la faena. Lo halló, en la forma de una pesada piedra que alzó
por encima de su cabeza, listo para dejarla caer sobre la mía y reducirla a pulpa. Recordé
mi puñal, y dejé de luchar para hacerme con él. El filo abandonó la vaina con un siseo, re-
lampagueó una vez al sol antes de desaparecer en el vientre del que iba a ser mi verdugo.
Lo retorcí con saña, después tiré hacia arriba. Abriéndolo como a un pez, bañándome en
su sangre, que brotó a raudales. Al cabo de unos instantes me incorporé, tambaleándome
como un borracho, golpeado y sucio de sangre ajena.

Recuperé mi hacha de un tirón, con un pie sobre el cadáver en el que había ido a alojarse.
Para cuando descendí, de regreso a la senda, ya todo había terminado. Los bandoleros
yacían sobre la tierra ensangrentada, traspasados por las lanzas o destripados por las cortas
espadas de los romanos. Todos, con excepción de su cabecilla, al que ya el centurión había
ordenado amarrar a la grupa de su caballo, para poder presumir de su captura a nuestro
regreso a Jerusalén.

Me acerqué a él. Era gigantesco, más alto que cualquiera de nosotros. A través de las
pieles con las que se cubría pude ver su cuerpo colosal, sucio de sangre y polvo. A sus pies

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quedaba la brutal cachiporra de piedra y bronce, con la que había provocado más de un
herido hasta su captura.

Su mirada encontró la mía, su gran cabeza asintió quedamente al reconocerme.

—Cartaginés —me dijo. Su voz era gutural, como si no se hubiese concebido para pro-
nunciar las lenguas de los hombres.

—Tiempo sin vernos, Barrabás —le dije, devolviéndole el saludo.

—Tengo que admitir que estoy algo decepcionado —le confesé a Barrabás. Habían ceñido
sus muñecas a un grueso madero que le cruzaba la espalda, y de esas mismas ligaduras
tiraba el caballo del centurión, obligándolo a avanzar a trompicones. Tambaleándose por
momentos, pero jamás cayendo. Los ojos del forajido se fijaron en mí, desde la maraña de
pelos, barba y cicatrices que era su rostro.

—¿Decepcionado, cartaginés? ¿Por qué?

—No creí que lográramos capturarte con vida. Estaba convencido de que lucharías hasta
morir. —Hablábamos en arameo, al resguardo de los oídos de los legionarios. Barrabás me
regaló una sonrisa de dientes negros y podridos.

—No tengo intenciones de morir aún.

Escupí hacia un lado y me rasqué el pescuezo. Volví a mirarlo a la cara.

—La muerte es lo que te espera a nuestro regreso, Barrabás. Y no será agradable: cla-
varán tus manos y pies a una cruz, y te dejarán allí colgado. —Me encogí de hombros—. Si
me lo preguntas, yo habría escogido morir luchando.

Pero la sonrisa permaneció en el rostro bestial, inmutable a mis promesas de tormento.

—No moriré, cartaginés.

—La suerte ha sido generosa contigo, asesino —le dije, sin insultarlo—. Pero esta vez, ha
llegado tu fin.

—No moriré. ¿Sabes cómo lo sé? En las montañas, me encontré con una mujer anciana y
sabia, una bruja. Ella predijo todo esto: me dijo que iban a capturarme, y que no moriría.

Enarqué las cejas con desconfianza. Si hay algo a lo que temo más que a los dioses, es a
la brujería. Nada bueno puede salir de comulgar con según qué poderes.

—¿Eso te dijo la bruja?

El asesino cabeceó despacio. Una piedra en el camino lo hizo tropezar, trastabilló unos
pasos y recuperó de inmediato el equilibrio.

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—Sí, cartaginés. Eso me dijo… ¡antes de que aplastara su pequeña cabeza entre mis
manos! —Y echó a reír, una carcajada maligna, estentórea, que resonó por todo el paso y
espantó a las aves, que se alejaron aleteando. Algunos legionarios intercambiaron miradas
temerosas, tal vez lamentando no poder hacer lo mismo.

Entramos en Jerusalén por la puerta de Damasco, cuando el sol descendía tras las coli-
nas, dejando trazas sangrientas en el cielo. Sucios, cansados y hambrientos, ninguno de los
legionarios pudo percibir la tensión que se mascaba en el ambiente. Una esencia dulzona,
como de podredumbre, que advertí desde que nos internamos en sus blancas calles, con los
barbudos judíos apartándose de nuestro paso, cuchicheando entre ellos con aire sombrío.
Barrabás aspiró una honda bocanada de ese aire viciado y sonrió.

—¿Lo sientes, cartaginés? —preguntó, mirándome—. El caos, el miedo… como una tor-
menta flotando sobre nuestras cabezas.

Adelante, al final de la calle, se erigía la Fortaleza Antonia con sus cuatro torres rectan-
gulares, el símbolo de la presencia romana en Judea. Cerca de ella se alzaba el Templo de
Jerusalén.

Para decepción del centurión, pocos aclamaron nuestra triunfal llegada. No pudo impor-
tarme menos; con mi bolsa llena de monedas, me separé del grupo y torcí hacia el sur.

—Nos vemos más tarde —me despedí de Flavio, pues su cohorte seguía rumbo a la For-
taleza. Él me correspondió con un gesto de la mano, mientras yo me alejaba en dirección
al mercado. El oro romano quemaba dentro de mi bolsa, ansioso por tomar la forma de
distintos placeres.

—Isis te colme de bendiciones —pronunció el viejo Bal, el egipcio encantador de serpi-


entes, en cuanto oyó caer mi moneda dentro del cazo de barro en el que recoge sus limo-
snas. Es un anciano pequeño y encorvado, cuya barba del color de la nieve contrasta con
su piel oscura, mucho más que la mía. Las arrugas de su rostro son profundas como surcos
de arado y sus ojos, alguna vez de un negro brillante, ahora aparecen pálidos, lechosos, ve-
lados por una ceguera casi total. Tiene su puesto sobre una pequeña estera, bajo un toldo
del mercado, junto a la entrada de mi burdel favorito.

—Guárdate tus bendiciones, viejo chivo —me burlé, sentándome en el suelo, junto a
él—. Y bebe conmigo.

—¿Shankar? Condenado truhán, ¿desde cuándo tienes dinero? —Lanzó una risa que sacó
a relucir los dientes, todavía más blancos que su barba. Yo deposité el pellejo de vino en sus
manos, después de darle un largo trago.

—Desde hoy. Ten, bebe.


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—Me pregunto a cuántos hombres has matado por esas monedas…

—A algunos —le respondí, con un encogimiento de hombros—. ¿Ello supone un problema


para beber de mi vino?

Por respuesta, el egipcio empinó el pellejo hasta el fondo. Yo se lo dejé, y me puse en pie.

—¿No te quedas conmigo?

—Tengo cosas que hacer, viejo —le dije, volteando para entrar en el burdel. Estaba de
muy buen humor, y la ominosa sensación que me golpeó al cruzar las puertas de la ciudad
había desaparecido casi por completo. Sin embargo, lo que dijo el egipcio a continuación la
hizo regresar:

—Algo flota en el ambiente, esta noche.

Me detuve sobre mis pasos, tan bruscamente que debí apoyarme en la pared. Y no había
bebido lo suficiente para estar borracho.

—¿De qué hablas, Bal?

—¿No lo sientes, Shankar? —Alzó sus ojos ciegos al cielo, al manto de estrellas que per-
foraban la negrura nocturna—. Yo alguna vez fui un adivino, un sabio que estudiaba las
estrellas. Y, aunque ni mi vista ni mi mente son las que eran entonces, aún pueden leer y
desentrañar algunos símbolos. Y estos me dicen…

—¿Qué te dicen, viejo? —Mi voz tembló involuntariamente, y me avergoncé por ello. El
viejo no me prestó atención, absorto como estaba en el cielo, y en sus propias palabras.

—Algo terrible pasará. Oscuridad y cenizas, eso es lo que dicen los símbolos.

—Bébete el vino y trata de dormir un poco.


Le di la espalda y entré por fin en el burdel, deseoso de un baño y una noche con Nineram,
la persa. Eso acabaría de sacarme el polvo y la sangre del cuerpo, y los pensamientos oscuros
de la cabeza.

Y así fue, al menos por unas horas.

No supe cuánto tiempo dormí, pero al abrir los ojos me encontré con el cuarto invadido
por la claridad del día. Esta se filtraba por los resquicios de la ventana, pero no había sido
la culpable de mi despertar, sino el tumulto que parecía sacudir la calle con su cacofonía de
voces y pisadas.

¿Qué demonios estaba pasando allá afuera? Busqué con la mirada a Nineram, y la en-
contré deslizándose fuera del lecho que habíamos compartido. Por un instante me recreé

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en su flexible desnudez, mientras iba de la cama a la ventana. Entonces la abrió, y el sol me
apuñaló sin piedad los ojos.

—¡Por todos los dioses, mujer! —protesté, escudándome con los brazos. Pero la atención
de Nineram estaba atada a lo que sucedía abajo, más allá de la ventana. Sólo le oí decir:

—¡El maestro!

Y, recogiendo su túnica y sandalias, se vistió para salir del cuarto. Yo tardé bastante más
en seguirla, y en darle alcance. Y lo hice cuando ya era parte de la multitud que llenaba las
calles.

—Ahora. —La así con fuerza del brazo, para obligarla a volverse a mí—. Vas a decirme
qué está sucediendo.

—Han detenido al maestro —me explicó, con ojos vidriosos. Yo no la solté.

—¿De qué maestro hablas?

—Él habla del amor a todos los hombres… de la piedad del Señor y de la nueva vida que
espera en el Paraíso más allá de la muerte. ¿Qué crimen puede haber en ello, Shankar?

No le respondí, y la dejé ir. La vi sumarse a la procesión que marchaba por la calle del
mercado, con rumbo a la Fortaleza Antonia, que era donde —no tardaría en enterarme—
estaba siendo juzgado este profeta. Escupí al suelo, molesto. ¿Un profeta? ¡Judea está llena
de ellos! Das vuelta una piedra en Jerusalén y los profetas salen de debajo, como insectos.
¿Por qué tanto revuelo por un solo hombre?

Acuciada mi curiosidad, me sumé a la multitud. Por el camino hasta la Fortaleza, fui es-
cuchando otros rumores acerca de este hombre, de este profeta. Al parecer se trataba de
un nazareno, que se titulaba a sí mismo el Hijo de Dios, y se le atribuían varios milagros.
Perro viejo como soy, torcí el gesto con incredulidad ante estas historias; demasiados char-
latanes había conocido a lo largo de mi vida, demasiados embustes que se hacen pasar por
milagros, algunos de lo más ingeniosos. Supe, también, que este mismo hombre era quien
había expulsado a los cambistas y comerciantes del Templo a latigazos, lo que me provocó
una sonrisa. Al menos por eso, el nazareno contaba con mi simpatía.

Ahora la multitud se agolpaba ante el fuerte, mantenida a raya por una formación com-
pleta de legionarios, listos para hacerla retroceder a golpes de lanza y escudo. Entre estos
últimos, reconocí a Flavio. A base de empellones y codazos, logré adelantarme hasta él.

—Las chicas del burdel me preguntaron por ti —le dije, risueño—. Les diré que estás
ocupado.

—¡Y tanto! —se lamentó, sudando a chorros bajo el casco y la armadura—. Parece que el
cerdo de Herodes hizo arrestar anoche al predicador… ¡y esto ha sido un manicomio desde
entonces!

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—Entonces es un asunto de judíos, ¿qué tenéis que ver los romanos en ello?

—Quieren ejecutarlo, y sólo el prefecto tiene la autoridad para dar esa orden.

—¿Ejecutarlo? —repetí, incrédulo, casi gritando para hacerme oír por encima del bullicio
creciente de la muchedumbre—. ¿A un predicador? ¿Qué delito ha cometido?

Flavio meneó la cabeza, y comprendí que entendía tanto del asunto como yo. O sea,
nada.

—No lo sé, Shankar, pero sí sé que Herodes y Caifás están presionando al prefecto desde
el amanecer para que dicte la sentencia. Él les dijo que no puede ordenar una ejecución bajo
cargos de blasfemia, así que los han cambiado a los de sedición.

—Sedición… —rumié. Sabía que los judíos profetizaban la llegada de un Mesías, un hijo
de Dios que los liberaría del yugo de la opresión—. ¿Temen, acaso, una revuelta?

Flavio volvió a negar con la cabeza.

—Hasta donde sé, este hombre nunca habló de combate. Sólo de amor, tanto a amigos
como a enemigos… ¡es una locura!

Di un vistazo a mi alrededor. La multitud hervía y se agitaba, como las aguas del mar
durante una tempestad. Y surgió un grito en arameo, que de inmediato fue coreado por
muchas gargantas:

—¡Crucifícalo! —rugía esa multitud vociferante, de ojos inyectados en sangre y rostros


congestionados. ¿Cómo podía un solo hombre inspirar tanto temor, tanto odio?

Sacaron al prisionero a la vista de la multitud, que enloqueció todavía más, obligando a


los legionarios a hacer uso de sus escudos. Como al pasar, dejé inconsciente de un codazo
a un gañán que intentó adelantarme a empujones. Alcé luego la vista, a la forma delgada,
casi etérea del prisionero, de pie sobre la terraza, recortado frente al sol de la mañana. Lo
sujetaban dos robustos legionarios. Tras ellos, venía el prefecto en persona, Poncio Pilato.

Bajo sus órdenes, vi cómo los romanos azotaban al nazareno, cómo le colocaban una
corona de espinas y lo envolvían en un manto real, para ridiculizarlo. Nada de eso bastó para
aplacar a la multitud, que seguía repitiendo el sempiterno grito:

—¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!

El prefecto parecía cansado y ojeroso, como un hombre muy enfermo. Comprendí que
no quería dar esa orden, para lo que apeló a un último recurso. A una orden suya, pronunciada
entre susurros, los legionarios trajeron a otro prisionero. Este emergió al sol, balanceándose
pesadamente como una bestia peluda y brutal, cargada de cadenas. Por un momento, la
multitud enmudeció al reconocerle. Y yo también.

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—¡Hoy es día de gracia y se otorgará el perdón a un prisionero! —anunció Poncio Pilato,
aprovechando el súbito silencio—. ¡Yo os dejaré elegir al que deberá ser liberado!

—¡Joder, pero si es Barrabás! —murmuré mirando a Flavio, que lucía tan sorprendido
como yo—. ¿No pensará indultar a ese animal?

—El prefecto está desesperado, pero es también un hombre astuto. No quiere ejecutar
al predicador, y sabe que todos temen a Barrabás.

La voz de Poncio Pilato volvió a tronar desde lo alto de la terraza:

—¡He aquí a Barrabás, el salteador, el asesino, el maldito! ¿Quién de los dos debe ser liberado,
quién ha cometido el menor de los crímenes? ¡Elegid ahora!

Nunca olvidaré el alarido que le respondió, que aún hace eco en las paredes de mi memoria,
como alimento para futuras pesadillas.

—¡Barrabás! ¡Libera a Barrabás!

Pilato se tambaleó hacia atrás, como si hubiera sido abofeteado, y pareció a punto de
caer. Se equilibró, atónito y pálido como la cera.

—¡Locos! ¿Preferís al criminal?

Y la multitud repitió, como una reafirmación de su sed de sangre, de su locura:

—¡Libera a Barrabás!

Hubo un momento en que la mirada del asesino se cruzó con la mía, y vi, en el brillo de
sus ojos, la sonrisa del que sabe. Un escalofrío me recorrió la espalda al recordar sus proféti-
cas palabras.

Pilato estaba lívido. Dio un paso adelante, con el puño en alto.

—¡Así sea, entonces, y que el peso de este crimen caiga sobre todos vosotros! —Señaló,
acusador, a la muchedumbre delirante, para después sumergir sus manos en la jofaina de
agua que traía un esclavo—. ¡Yo lavo mis manos de la sangre de este hombre!

La multitud se enardeció aún más, al punto de que sus gritos parecieron hacer retem-
blar a Jerusalén hasta sus cimientos. Frente a mí, Flavio, ese legionario duro como el cuero
hervido, veterano de incontables campañas, me confesó en un susurro:

—Tengo miedo, Shankar.

No supe qué responderle. Tan sólo di un paso al costado, para evitar pisar la alargada
sombra del nazareno, que el sol proyectaba desde la terraza mientras esperaba la cruz.

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Fue llevado junto con otros dos prisioneros, los tres doblados bajo el peso inhumano de
las cruces, en angustioso desfile por la calle. Flavio integraba la escolta. Por alguna razón,
me le mantuve a la par. A nuestro alrededor, se oían los insultos y las carcajadas de la muche-
dumbre. Patanes aullantes, ebrios de odio.

—¡Te rendimos homenaje, oh, rey de los judíos!

—¡Permítenos besar tus pies!

—¡Aquí está mi tributo! —chilló otro, acercándose a la carrera con una piedra en la mano.
Flavio lo interceptó con un puñetazo certero, al centro del rostro, y el rufián se desplomó
como un árbol recién talado.

Hubo otras intentonas, pero los escudos y los golpes de los legionarios bastaron para
disuadirlos. Yo mismo atrapé a uno de esos energúmenos entre mis brazos, alzándolo en
volandas para arrojarlo encima de sus secuaces. Y un Flavio al que desconocí se encaró a la
multitud y, blandiendo su espada, les gritó:

—¡El que intente tocar al condenado está muerto! ¿Me oís, cabrones carniceros? ¡Lo ma-
taré yo mismo, igual que a un perro!

Lentamente, las voces en derredor se fueron acallando. En parte fue peor, pues ahora
sólo podía oírse el retumbar de la pesada cruz arrastrándose sobre las piedras. ¿Cómo era
posible que un predicador de amor despertara tanto odio, tanta furia?

Un quejido me heló la sangre, seguido del ruido de carne y madera estrellándose contra
el suelo. Restalló un látigo, alguien dijo que el prisionero no podía cargar más con la cruz.
Aun no comprendo por qué lo hice, ni siquiera conservo el recuerdo de haber tomado esa
decisión. Sólo me descubrí allí, junto al prisionero ensangrentado, colocando parte de la
cruz sobre mis hombros mientras Flavio lo ayudaba a incorporarse. Bajo esa maraña de pelo
erizado de espinas, vi moverse los labios. Susurraba las mismas palabras, una y otra vez:

—Padre, perdónalos, no saben lo que hacen…

Y de tal modo cruzamos las puertas y salimos de la ciudad. El monte Gólgota era un trazo
oscuro contra un cielo que se volvía gris. Finalmente, habíamos llegado. Los legionarios
tenían sus instrucciones, y retumbaron los martillos, sobre la carne y la madera. Fueron izadas
las cruces, y allí quedaron: tres siluetas terribles, cuyas sombras volví a evitar. Vi a Flavio
retirarse con paso tambaleante, el rostro transfigurado en una máscara de horror.

—¿Qué hemos hecho? —balbuceó al pasar por mi lado, de regreso a la ciudad. Por el
camino fue dejando caer el casco, la lanza y el escudo.

Yo permanecí allí, sentado sobre las piedras. Viendo agonizar al condenado, mientras
colgaba lánguido de la cruz, todavía suplicando el perdón de los cielos para sus verdugos.

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—Ten, Shankar. Lo necesitas. —Me volví, sorprendido, encontrándome al viejo Bal, sen-
tado junto a mí. Me tendió el pellejo de vino de la noche anterior, que había tenido el detalle
de rellenar.

Bebí un largo trago, pues mi boca sabía a polvo, algo que el vino no hizo gran cosa por
disipar. Le devolví el pellejo y el egipcio también le rindió honores.

—Yo… ya conocía a ese hombre, al nazareno. ¿Sabes, Shankar?

—¿De qué hablas, viejo loco?

El odre siguió pasando de manos, ambos bebimos por turno, y hablamos. Noté que Bal
tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Yo… yo lo vi cuando era tan sólo un recién nacido, hace muchos años. Su llegada estaba
escrita en las estrellas, fue en Belén…

Le arranqué el pellejo de vino de las manos y lo obligué a verme a los ojos. El cielo seguía
oscureciéndose, un viento helado y espectral sopló sobre el monte, aullando como un millar
de almas en pena.

—¿De qué demonios hablas, Bal?

Pero él me sujetó por los hombros, con un vigor del que nunca lo hubiera creído capaz.
Sus ojos ya no eran los de un anciano ciego, sino que brillaban, vivaces, clavados en los
míos. Y me dijo:

—¡Mi nombre es Baltasar!

Tras lo que rompió a llorar desconsolado, como un niño, mientras el viento hacía crujir la
tierra, arrastrando cenizas, y las tinieblas se extendían velozmente sobre nosotros. El sol no
era más que un disco negro, bajo el que el condenado exhaló su último aliento.

Ya la multitud ha huido colina abajo del Gólgota, profiriendo alaridos, cayendo sobre las
rocas, locos de espanto. Conscientes, tal vez, de lo que han hecho. Yo sigo aquí, en com-
pañía de Bal, que ahora parece que se llama Baltasar; el sigue llorando, yo sigo intentando
emborracharme.

Mi nombre es Shankar de Cartago, y hoy he asistido a un portento. He visto morir al hijo


de Dios, sacrificado por aquellos a los que pretendía salvar. He visto a los hombres conde-
narse a sí mismos por este crimen, y he visto todo lo que nos queda de su mensaje de amor
infinito, mientras su divina sangre se derrama y cae como un arroyo por la cruz. Oscuridad
y cenizas, eso es todo cuanto merecemos.

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SOBRE EL AUTOR

J. R. Del Río

Nacido en la ciudad de Bahía Blanca, Argentina, en Diciembre de 1977, Jorge Del


Río ha sido desde siempre un ávido lector de cómics, novelas de distintos géneros
y consumidor de cine de acción y aventuras. Habiendo aprendido a leer y a escribir
desde una muy temprana edad, para él el paso a la escritura fue una transición tan
lógica como inevitable. Cita, entre sus influencias creativas, elementos tan dispares
como son las novelas de aventuras de Emilio Salgari, los comics de Frank Miller y las
películas de “directo a VHS” de la Cannon Films.

Inició su andadura literaria entre finales del 2014 y principios del 2015 cuando,
tras publicar dos relatos de terror en la revista digital argentina “Axxon”, comenzara
a colaborar con la editorial Pulpture en distintas antologías: de espada y brujería, terror,
ciencia ficción y hasta romántica. Con ellos también ha publicado una novelettede
samuráis “La sombra del escorpión en la tormenta” y una novela de aventuras, “El
doctor Omega y las joyas de la Eternidad”. A lo largo del 2016 publicó tres novelas
digitales por entregas con la editorial Ronin Literario: “Muñecas para matar”, “Largo
camino a Redención” y “Ninja”. Desde el 2017 a la actualidad lleva publicadas cuatro
novelas bajo el sello independiente Arachne, dos thrillers sobrenaturales (“Natividad
de sangre” y “La noche del jaguar” y dos historias de acción y artes marciales (“Cacería
humana en San Francisco” y “El culto secreto”), así como una novela de terror «Alucina»
con la editorial Wave Books. Además de escribir, otra de sus aficiones es la práctica
de artes marciales, siendo cinturón negro de karate e instructor de kickboxing.

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Sine Missione

Daniel Abrego

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Sine Missione

Leptis Magna, 66 d.C

D
icen que los juegos de hoy prometen ser inolvidables. Marius, el gladiador libre,
enfrenta el que podría ser su último combate en la arena; según los apostadores
del centro de la ciudad, solo hay dos posibilidades: la primera es que Marius gane
y anuncie su retiro del circo, y la segunda es que sus rivales lo echen fuera de la
Arena Magna con los “pies por delante”.

O el retiro o la muerte. Nada más.

El combate de hoy es una variante del espectáculo que no solemos ver con frecuencia
aquí en Leptis Magna. La contienda será “Sine Missione”, es decir, a muerte. No existirá
la posibilidad de rendición, ni el alto al combate por parte del árbitro. Tampoco existirá
oportunidad alguna de que el sufete le perdone la vida al gladiador caído en nombre del
Emperador.

No. Aquí Marius se jugará el todo por el todo… es por eso que nadie quiere perderse esta
pelea.

Las calles de la ciudad están atestadas y apenas se puede caminar. No importa. No pienso
perderme este espectáculo sin precedentes. Ya he visto luchar a Marius antes, pero nunca
de esta forma: en esta ocasión sus rivales no serán peleles tracios ni famélicos griegos. No,
esta vez tendrá que medirse ante dos auténticos héroes del “ludus” de nuestra ciudad: Hélix,
el celta que alega haber sido un rey en tierras lejanas, y Africus, el númida de un solo ojo que
no conoce la piedad ni el perdón.

El tumulto me ha arrastrado hasta las puertas de la arena, ¡hoy estoy de suerte! Bastarán
unos pasos y unos cuantos empujones más para hacerme un buen lugar en las gradas de
la mitad del estadio. Además, por si fuera poco, no habrá que esperar mucho tiempo por
el evento principal, pues lo organizadores han decido abrir con la pelea estelar en esta
ocasión.

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¡Si! ¡No podría haber sido más bendecido! No tendré que ver aburridas cacerías de ani-
males temerosos, ni combates entre mujeres sármatas, ni tampoco ejecuciones de pobres
diablos que de seguro el único crimen que cometieron fue estar en el lugar equivocado en
un momento desafortunado.

No puedo evitar frotarme las manos, el combate iniciará en cualquier momento y yo ya


he conseguido colarme en los asientos que dan hacia el centro de la arena.

¿Qué esperan para hacer sonar las trompetas? ¿Por qué no salen ya los gladiadores para
adornar con su sangre este bendito suelo?

Un estruendo apoteósico rompe los incesantes murmullos de la multitud. El eco de las


trompetas llama la atención del populacho y atrae todas las miradas (incluyendo la mía, por
supuesto) hacía el balcón en el que se levanta el maestro de los juegos, ese brillante artista
que con su aguerrida y florida prosa dará inicio al evento de eventos, a la más grande de las
luchas, al combate entre Marius y los campeones del “Ludus Africanus”.

—¡Sea este un excelso día! ¡Sea en honor del magnífico Cesar y el séquito de celebri-
dades que siempre le acompañan! ¡Hoy es el día de los días! La fecha que toda Leptis Magna
estaba esperando. La hora en que Marius, el invicto romano, enfrentará su destino en las
lejanas tierras africanas. ¡Aplaudan al campeón de Roma! ¡Al favorito del Emperador! ¡Reci-
ban con una ola de aplausos al imponente MAAAAAAARIIIIIIUUUUUUUS!

El grito de la plebe no se hace esperar. Todos nos desgarramos las gargantas alabando
e insultando al campeón por igual. No es tan importante a quién le vayas, sino más bien
cuánta sangre será la derramada.

De pronto las enormes puertas del anfiteatro se abren de par de par y la colosal figura de
Marius hace su aparición. Es un sujeto formidable, de una estatura bastante inusual para ser
romano y unos músculos gigantescos que parecen estar hechos de roca sólida. Es un gladiador
de tipo “murmillo”, con casco de visera y los ojos cubiertos, protecciones en brazos y piernas,
y un ligero peto con correa cruzándole el pecho. Está armado con una pesada espada corta,
una “gladius”, su eterna compañera de mil batallas e igual número de victorias.

Aun a sabiendas de que él está en la arena y no puede hacernos daños, cesamos con los
insultos y callamos un momento para poder adorarlo. Cuando el silencio es sepulcral y los
ánimos están contenidos, el maestro de los juegos vuelve a tomar la palabra:

—Y para enfrentarlo, venido de tierras remotas atestadas de barbaros y violencia, tenemos


a Hélix, ¡El Celta del gancho en lugar de mano!

Tras Marius, ingresa en la arena una figura desgarbada de cabello muy largo y piel blanca
tostada. Lleva la cabeza cubierta con un casco plateado que luce una pequeña cornamenta.
Ostenta orgulloso en la mano derecha una enorme lanza, y en la izquierda, donde el garfio
retorcido brilla con el sol, se posa un pequeño escudo con grabados griegos. El hombro
derecho va cubierto hasta la muñeca, y un par de grebas que cubren sus rodillas terminan
la curiosa indumentaria. No cabe duda, es un hoplomachus…

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—Y acompañándolo…—agrega el anunciador con un tono de voz poco más que sini-
estro.— ¡AAAAAAAFRIIIIIICUUUUUS! ¡El númida imbatible que no conoce el perdón! Todos
sus encuentros han terminado con la muerte de sus adversarios, así que, ¿será Marius el
primero en salir con vida de una pelea con el africano?

El de la piel oscura hace su entrada triunfal en la arena de Leptis Magna. Un parche negro
de piel le recorre el rostro de lado a lado, y una sonrisa socarrona ilumina su faz. En la mano
derecha lleva una red gigantesca y en la izquierda un tridente de nulo brillo pero extrema
peligrosidad. La armadura de sus piernas le cubre hasta los muslos, y la de sus brazos ter-
mina en el inicio de cada hombro, sujetándose por sendas correas de piel que le cruzan el
pecho con dos líneas paralelas.

El griterío vuelve a inundar el circo. Todos estamos ávidos de sangre, ya nos queremos
más palabras ni preámbulos, solo deseamos ver a los gladiadores batirse en furioso duelo,
empuñando sus armas con violencia desmedida y agitándolas con gran maestría frente a
su rival…

—¡Que inicien los juegos! — grita el maestro de ceremonias para dar inicio a la contienda.

Esta vez los gladiadores no saludan a nadie antes de morir. En un combate “Sine Missione”
nadie quiere recordar que la muerte es más que una posibilidad, ya que es de hecho, una
terrible realidad…

Sin siquiera intentar descifrar la defensa de su rival, Africus se lanza de lleno a pelear
contra Marius. Empuña su tridente con gran habilidad y deja escapar tres furiosos golpes
sobre la humanidad del romano. Pero Marius no es ningún novato, y con gran habilidad
salta hacía atrás escapando con relativa facilidad del embate enemigo.

Sin embargo, Hélix ya lo está esperando atrás; una furiosa patada en la espalda hace que
Marius trastabille hacia el frente, quedando a merced del temible africano.

Con grácil maestría e insospechada velocidad, el de la piel oscura arroja su red sobre el
confundido romano. El murmillo tropieza con ella y cae al suelo acompañado de un sonido
seco y una nube de polvo. La multitud lo abuchea, pues sabe que su muerte es inminente.
Una carcajada se deja escuchar en el recinto. Es Africus, quién goza con el sufrimiento de su
rival, y se prepara para dar la estocada que le quite la vida al campeón romano.

Sin aguardar ni un momento más, el númida alza su tridente y lo deja caer con furia sobre
el abatido romano. Mas el arma traidora no aterriza sobre la carne de su enemigo. Las
tres puntas se clavan en el suelo, y una polvareda obliga al africano a cerrar los ojos por un
instante.

Envuelto en la red, Marius consigue rodar hacia su contrincante, arrollándolo con in-
creíble fuerza. Africus muerde el polvo de la arena mientras el romano yace al otro lado,
cortando la red con su gladius. Una vez en pie, el campeón de Roma corre hacia su enemigo
y le propina un par de tremendos puntapiés en las costillas.

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¡Por fin! Las primeras gotas de sangre adornan la arena. Tras un par de par de dolorosos
espasmos productos de las furiosas patadas, Africus escupe la sangre que no deseaba ver:
la suya.

Marius recoge los restos de la red y emprende la carrera nuevamente, esta vez hacia Hélix.
El celta planta los pies en la tierra, preparándose para el embate del romano, pero este nunca
llega. En cambio, una nube de polvo se aproxima hacia el a gran velocidad, obligándolo a
cubrirse instintivamente con el brazo del garfio.

¡Jajaja! ¡El romano no es un campeón invicto por nada! En lugar de usar la red para intentar
atrapar a su rival, la ha utilizado para remover la arena del ruedo, envolviendo a su rival en
una cortina de polvo que lo deja ver… ¡Sí que es un hombre de recursos!

Una tercia de poderosos puñetazos descienden sobre el rostro de Hélix y su alguna vez
inmaculado casco de cornamenta cae estrepitosamente al suelo. Marius no se anda con
juegos, y lo ha dejado ver en estos primeros ataques.

¡La afición se vuelve loca! Marius agradece con los brazos “en jarras” y se da una vuelta
lenta sobre su propio eje para que el público pueda admirarlo.

Africus y Hélix se ponen de pie. La plebe los abuchea, pero luego los anima para que
tomen venganza por la humillación que los hizo pasar el romano. Los aludidos se limpian
la sangre del rostro y levantan sus armas con presteza, avisando con ello a Marius que el
segundo asalto está a punto de comenzar…

El romano se lanza al ataque e impacta un furioso golpe con su gladius sobre el pequeño
escudo del hoplomachus celta. Luego se hace a un lado con gran agilidad para esquivar un
golpe de lanza y rueda lejos de sus encolerizados rivales, levantando nuevamente al público
de su asiento.

¡Pero que batalla tan memorable!

Harto de la atención que recibe el romano, Africus deja escapar un alarido de guerra
impresionante y arroja con todas sus fuerzas el tridente hacia la dirección de su rival. El
campeón del pueblo de Roma se cubre exitosamente del impacto con la protección de su
brazo derecho, pero dicha acción le impide percatarse de que el africano ya ha corrido hacia
él con los puños en alto.

Un violento embate lo devuelve a la dura realidad: su casco es golpeado hasta el cansan-


cio por un colérico númida que desea venganza con cada fibra de su ser por la humillación
sufrida previamente. El casco con forma de pez del murmillo comienza a sufrir algunas
abolladuras, pero no así su ánimo; tras los primeros impactos, se recompone y comienza a
devolver los golpes cortesía del africano.

Un airado intercambio de puñetazos se da cita en la arena de Leptis Magna, mientras los


espectadores contemplamos con fruición la violencia que se nos está regalando. ¡Por todos
los dioses, esta tarde es maravillosa!

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Visiblemente enfadado por haber sido relegado de la contienda, Hélix corre hacia la ma-
raña de brazos y manos para formar parte también de la pelea. Cuando se encuentra a solo
unos pasos de los aguerridos contendientes, pega un salto descomunal y embiste con todas
sus fuerzas al distraído Marius… aunque Africus también se lleva un golpe, está claro que ha
sacado la mejor parte del rabioso embate celta.

Una vez más Marius se halla en el suelo, aunque en está ocasión ya se le puede ver visible-
mente herido; hay sangre escurriéndole por el cuello y cojea de la pierna derecha. Esta vez
Africus y Hélix son vitoreados, aunque no por mucho tiempo; a través de un impresionante
despliegue de habilidad, Marius esgrime su espada con furia y hace un profundo corte en
el pecho del africano, para después cortar de tajo el inútil brazo con garfio del orgulloso
celta…

Los desgarradores gritos de dolor son opacados por el estruendoso clamor del público,
que celebra con fervor los magistrales movimientos de Marius.

Sin embargo, el favorito del emperador actúa de forma extraña ante la ovación. En esta
ocasión no celebra, solo empuña su gladius con fuerza y mantiene la otra mano desocu-
pada, en clara señal de alerta, esperando un poco probable contraataque de sus rivales.

Hélix solo atina a sujetarse el muñón sangrante con fuerza, y Africus trata en vano de
recuperarse del corte en su pecho provocado por el romano. Sin embargo, Marius no baja
la guardia; ¿será que el romano ha perdido la razón?

¡Nooooo! ¡Que grande es el campeón invicto! ¡Sabía lo que pasaría a continuación!

Aun con el dolor a cuestas por haber perdido la mano, Hélix se lanza al ataque como un
poseso; con fieras estocadas busca herir a como sea al renqueante Marius, quién se limita
a esquivar los embates haciéndose hacia atrás, bloqueando de vez en cuando los impactos
más decididos con su gladius.

Pronto Africus se suma al ataque, y con cada golpe de su tridente busca herir las piernas del
romano, a sabiendas de que si logra debilitar sus extremidades inferiores, limitara sus movi-
mientos, y tarde o temprano quedará a merced del loco celta y su endemoniada lanza.

Presa de un violento ataque de Hélix, Marius pierde su gladius… la brillante espada se es-
trella en el suelo arenoso ante la mirada atónita de su dueño, que en esta ocasión siente que
la diosa de muerte lo acecha de cerca… sin dar tiempo a la reacción de su enemigo, Africus
clava su tridente entre las placas que protegen el muslo izquierdo del romano. La sangre
brota en chorros tras el impacto, y los plebeyos se vuelven (bueno, nos volvemos) locos…

¡Muerte al campeón invicto! Se oye en las gradas, mientras Marius yace hincado en la
arena, con la mirada anclada en el suelo, ajena al clamor del público.

Los papeles se han invertido, y ahora es el romano quien está a la merced de sus enemi-
gos. Este parece ser el fin de su brillante carrera, y aunque el hecho de perder a tan buen

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gladiador me entristece, debo reconocer que es un final digno de una estrella. Se apagará
con la misma intensidad que con la surgió: inmerso en una brillante e infinita luz…

Hélix se aproxima para dar el golpe final, sujeta firmemente su lanza con la única mano
que le queda y la encaja en la garganta del campeón… ¿Garganta? ¿Acaso dije “garganta”?
¡Jajaja! ¡No! ¡Por todos los dioses, Marius!

La enorme pica de hoplomachus de Hélix queda atrapada en la axila del mañoso romano,
que tras sujetarla, se la arrebata al sorprendido celta, quién no da crédito a lo que sus ojos
están viendo… el favorito del Emperador se ha puesto en pie nuevamente, y con un giro
espectacular clava la colosal lanza en el corazón del hoplomachus.

¡La multitud ruge de emoción!

Temeroso de enfrentar el mismo destino, Africus opta por encarar al romano en un com-
bate de lanza contra lanza. Sin esperar a que su adversario tome la iniciativa, el númida
agita su tridente frente al rostro rival. Marius se mueve muy lentamente, y una de las esto-
cadas del retarius alcanza a herirle en el brazo izquierdo.

Ver chorrear la sangre de su rival lo envalentona, y comienza a atacar con mayor fre-
cuencia, lanzado estocadas a diestra y siniestra, obligando a su contrincante a retroceder
cada vez más.

Africus se nota cansado del juego de la persecución, y alza su tridente para llevar a cabo
su ataque final. Marius lo mira de reojo, y antes de que el númida ataque, da una marometa
hacia atrás. Su gladius perdida está muy cerca, la toma nuevamente y rueda en forma lat-
eral para aparecer a la derecha de Africus.

Luego, aprovechando la confusión de su rival, le patea la pierna izquierda haciéndolo


estrellarse en el suelo. El tridente de Africus cae en medio de un golpe seco que apenas y
levanta arena.

Ahora el africano está desarmado. Marius rueda hacía él. El de la piel oscura intenta ponerse
en pie, pero cuando lo hace, solo puede ver que todo da vueltas ante sus ojos, y que nada
parece tener sentido…

¡Marius lo ha decapitado!

Su cabeza vuela por los aires, con los ojos bien abiertos y llenos de incredulidad, pues le
resulta inconcebible que la batalla haya terminado de esa forma…

¡El público se pone de pie! Los aplausos no se hacen esperar. La algarabía de la plebe se
desborda como un rio durante una tormenta.

¡Marius! ¡Marius! ¡Marius!

El campeón recibe la ovación de pie, se quita el caso y sonríe…

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Luego se le doblan las rodillas… cae al suelo y aterriza con el rostro en la arena. Su sangre
comienza a brotar de su costado, justo del lado con el que atrapó la pica de Hélix.

Realmente nunca evitó el ataque, solo lo recibió con otra parte de su cuerpo. ¡Siempre
estuvo herido! ¡Combatió y venció con media vida en su maltrecho cuerpo!

La multitud calla de repente. Ya no hay vencedor, así que ya no hay necesidad de aplausos.

Un extraño personaje de cuerpo menudo ingresa en la arena por la misma puerta por la
que hace un rato arribaron los gladiadores. Ostenta una máscara negra con agujeros en los
ojos, y en la mano carga tres ganchos de hierro con cadenas. Pacientemente clava cada uno
de ellos en los cuerpos inertes de los gladiadores, y luego los arrastra hasta el anfiteatro,
donde desaparece casi tan silenciosamente como apareció.

La arena, manchada de sangre, vuelve a estar libre, y el clamor de la plebe se deja escu-
char nuevamente.

¡Si! No hay nada que lamentar, el pasado ya ha quedado atrás, ¡Que pasen los nuevos
gladiadores! ¡Ya estamos listos para otra emocionante batalla!

SOBRE EL AUTOR

Daniel Abrego
Jorge Daniel Abrego Valdés (Ciudad de México, 28 de Octubre de 1983), escritor
mexicano independiente, con una licenciatura en Mercadotecnia y una maestría en
Dirección de Proyectos.

Maneja él mismo sus redes sociales bajo el seudónimo de “Viento del Sur”. En Fa-
cebook puedes encontrar su página de cuentos en Facebook.com/loscuentosdevien-
todelsur. Tanto en Twitter como Instagram puedes seguirlo en viento_del_sur1.

Algunos de sus libros autopublicados: Cherub, Purga Digital, Lore: la niña del balón y
las antologías “Los cuentos de Viento del Sur”.

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El Shophet de los
Danitas

Paulo César Ramírez Villaseñor

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El Shophet
de los Danitas

A
conteció que era el séptimo día del banquete de bodas en la ciudad de Timnat.

Las mujeres bailaban a ritmos de los tambores, contoneándose con el mismo


misterio y peligrosidad con el que se mueve un leopardo para atacar, sin que con
ello los movimientos dejen de causar interés. Los tañidos de las liras rebotaban en las paredes de
la sala, colándose después en la acústica, creando un ambiente envolvente en cada choque
de onda. Ríos de vino habían fluido durante toda la semana a través de prácticamente todas
las copas de los presentes, a excepción de la copa del novio, quien se había mantenido sobrio
durante todas las festividades, bebiendo únicamente agua.

Un joven mensajero arribó entonces a la finca, cruzó el umbral de la puerta corriendo, sin
que nadie le detuviera el paso ya que los guardias dormían la borrachera en el suelo desde
hacía ya varias horas. En cuanto estuvo en la sala donde se encontraban los celebrantes
gritó:

—¡Shama’un, necesitamos tu ayuda!

—¡No molestes al Shophet, idumeo!— le dijo un hombre que se encontraba, más o menos
cercano del muchacho.

—Déjalo que hable, Simeón—respondió el novio—¿Qué ocurre muchacho? ¿Quienes


necesitan mi ayuda y sobre qué asuntos? pero antes, toma. Bebe un poco de agua—dijo
extendiendo su copa.

El joven tomó la copa sin pensárselo hasta saciar su sed, luego se dirigió al Shophet
mirándolo directamente a los ojos.

—Mi nombre es Hadad y soy un mensajero que viene desde la ciudad de Laquis. El
Shophet de Judá me ha dicho, ve hasta la ciudad de Zora y pídele a Shama’un su ayuda.
Cuando me dirigía hacia allá y pasé por la ciudad filistea de Ecrón, escuché el rumor de que
el Shophet de los Danitas se casaba con una mujer filistea en la ciudad de Timnat y por esa
razón, heme aquí.

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—¿Y qué tipo de ayuda, exactamente, puede querer Judá de mí?

—Se trata de un refaita que tiene asolados los caminos y deambula a lo largo de la
Shefelá— respondió el mensajero.

—¿Un refaita, dices?—preguntó interesado el Shophet.

Hadad movió la cabeza afirmando, antes de hablar:

—Se hace llamar Ledalot, hijo de Aimán.

—Iré contigo, Hadad. Guíame al último lugar de Shefelá en donde vieron a Ledalot—
afirmó el Shophet, al tiempo que parecía alistarse para partir.

—¡Pero, Sansón, acabas de casarte!—dijo Simeón, al ver como el líder de los danitas
comenzaba a dirigirse rumbo a la salida de la finca.

—Tú cuidarás de mi esposa, amigo. Dile que fui a arreglar un asunto de mi pueblo, pero
que regresaré en cuanto pueda con un regalo —respondió Sansón con una sonrisa y acomo-
dando su abundante cabellera tejida y enredada en forma de tubos, que asemejaban raíces
de árboles, tan característica en él desde hacía años.

Partieron pues Sansón y Hadad desde Timnat con rumbo a Shefelá.

Sansón averiguó en el camino que aunque Hadad era nativo de Idumea, llevaba algunos
meses sirviendo como mensajero en Judá. El muchacho le contó que por su paso por Ecrón,
también se enteró de que el nombre del líder de los danitas empezaba a hacerse famoso
por Filistea, al grado de que los Seneritas de la ciudades de Asdod y Ascalón habían enviado
proclamas de advertencia al resto de las pentápolis.

—¿Sabes tú, Hadad, lo que opina el Sener de Ecrón de mí?—cuestionó Sansón.

—No, no lo sé—respondió el idumeo, encogiéndose de hombros—pero podría averi-


guarlo, aunque me llevaría probablemente unos días, Shama’un.

—No es mala idea—dijo Sansón, sonriendo— Ve tú a Ecrón y averígualo, yo pasaré de


largo e iré directamente hasta Shefelá a buscar al refaita. Nos encontraremos de nuevo en
Timnat, en donde me dirás todo lo que averiguaste. Hasta entonces, Shalom alejem, Hadad.

—Wa aláikum as-salam wa rahmatul-lah, Shama’un—respondió Hadad.

Ambos se separaron pues, siguiendo cada cual su camino, hasta que Sansón alcanzó
una llanura que parecía ser de pastoreo, la cual tenía alrededor una arbolada de enormes
sicómoros tan altos y gruesos que ensombrecían casi la mitad de la planicie. Como estaba
por caer la tarde, decidió que aquella zona podía ser un buen lugar para levantar un campa-
mento, por lo que fue a hacerse de leña.

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Mientras recogía algunos maderos para poder encender una fogata, le pareció escuchar
un ruido, el cual no pudo identificar del todo. Para cuando supo que era aquello que lo había
originado, ya se encontraba demasiado cerca. En apenas unos instantes un par de fauces
intentaron morder a Sansón, que solo atinó a dar un paso hacia atrás para inmediatamente
después, realizar un movimiento lateral más a modo de instinto natural que en forma ra-
zonada, logrando con ello que ambos ataques fallaran miserablemente.

En cuanto el danita pudo, fijó su vista en aquello que lo atacaba. Nunca antes sus ojos
habían visto criatura semejante ni sus oídos escuchado de su existencia. Aquella bestia era
casi del tamaño de un chacal, con una larga cola serpentina que agitaba de un lado a otro
y en cuya punta se encendía una flamígera luz. Pero lo más aterrador era que aquel de-
moníaco ser poseía dos cabezas de aspecto canino, muy similares a la de un zorro pero que
mostraban unos colmillos más afilados que los de los leones.

La bestia atacó de nuevo, esta vez embistiendo mientras lanzaba furiosos mordiscos, por
lo que Sansón repitió la maniobra defensiva. Un paso atrás, movimiento lateral, solo que la
criatura en esta ocasión dio un giro inesperado y la llameante cola se le acercó latigueando
de forma en extremo peligrosa hacia su rostro. Los ojos del danita alcanzaron a percatarse
entonces de que la cola de aquella infernal criatura estaba cubierta de escamas tan negras
como la pez, mientras que la flama de su punta brillaba en colores naranjas, amarillos y ro-
jos, tan rojos como el pelaje que le cubría el cuerpo y ambas cabezas. Sansón únicamente
atinó a llevarse las manos al rostro, intentando bloquear el golpe inminente.

El ataque chocó en contra de las muñecas y los antebrazos del hombre, para luego dar
paso a que el fuego tocara la carne. A pesar de percibir la brasa ardiente, Sansón reaccionó
de inmediato y tomando a la terrible bestia de la cola, la hizo girar siete veces por encima
de su cabeza, lanzándola en dirección de unas rocas. El infernal animal chilló de dolor con
una de sus cabezas al tiempo que aullaba de rabia con la otra, incorporándose como pudo
para volver a atacar, pero ya no tuvo la oportunidad.

El danita ya se había aproximado y tomando uno de los maderos que había recogido para
la fogata, arremetió a palos en contra de aquel engendro de dos cabezas, hasta que ya no
se movió más y la flama de su cola se extinguió, al igual como se extinguen las luces de las
lámparas de aceite de un altar o las estrellas se apagan ante la majestuosidad de la salida
del sol.

Esa noche, Sansón encendió la fogata y una vez que hubo amarrado de las cuatro patas y
los dos hocicos a la bestia, elevó una pequeña plegaria y se tendió a dormir bajo el estrellado
cielo de la Shefelá.

Hacía mucho tiempo que algunos de los refaitas vivían en Filistea, sobre todo los descen-
dientes de Anac, pues los Seneritas de cada una de las pentápolis habían decretado que se
honrara a toda su progenie, orden que cumplían a la perfección, en especial en las ciudades
de Gat y Gaza, en donde solían ser más abundantes, pues era ahí en donde disfrutaban de
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los banquetes, el vino y las mujeres que los locales ofrecían. Sin embargo, Ledalot, el cual
era hijo de Aimán y este a su vez hijo de Anac, solía evitar las ciudades y deambular más por
los montes y las planicies, ya que era dueño de varias cabezas de re’em, una espectacular
bestia similar a un caballo pero de proporciones enormes y en cuya frente sobresalía un
poderoso cuerno, así como de un fiero can, al que llamaba Nehshef y el cual tenía dos ca-
bezas.

El sol pintaba sus dorados rayos apenas, cuando entre las colinas, Ledalot ya estaba
puesto de pie y andando el camino en búsqueda de su perro, pues aunque el animal solía
alejarse durante varias horas de su amo, siempre solía regresar todas las noches para dormir
echado a los pies de su dueño. Sin embargo esta vez no había sido así, por lo que el refaita
bajó a la llanura casi seguro de encontrarlo ahí. Y entonces lo vio; tirado entre los pastos,
amarrado de las cuatro patas y los dos hocicos, pero también pudo percibir al musculoso
hombre de largos y gruesos cabellos, tan similares a las raíces de un árbol, piel bronceada
al sol y que parecía estar recogiendo una especie de pequeño campamento. «Un danita»
pensó el refaita y la sangre corrió por el enorme y fornido cuerpo de Ledalot. Sus músculos
se tensaron y su mirada se centró en el hombre de la larga y gruesa cabellera. Entonces
comenzó a caminar. Primero un paso, luego el otro, hasta que empezó a acelerar su andar
dando enormes zancadas con sus largas piernas.

Para cuando Sansón lo vio, no pudo dejar de admirarse ante lo impresionante de su


estatura, pues Ledalot alcanzaba los casi cinco codos y medio de altura. Verlo correr, to-
talmente enfurecido y en dirección hacia él, era una visión que solo los valientes podían
soportar.

La tierra se removió por completo cuando un árbol fue arrancado desde su raíz por las
tremendas manazas del gigante. Varios frutos del sicómoro volaron por los aires cuando el
refaita atacó a Sansón con la abundante copa, mientras sostenía el árbol del grueso tronco.
Esta vez el danita no pudo hacer nada para evitar el golpe. Docenas de ramas azotaron su
cuerpo, arañando su rostro. Aquel tremendo impacto arrojó al hombre varios metros ha-
cia atrás, dejándolo en el suelo. Cualquier soldado común, o incluso un guerrero de élite,
habría quedado rendido ante semejante leñazo. Pero Sansón no era un soldado común; ni
siquiera era como los soldados de élite, que ante él se veían como humildes campesinos,
si se trataba de compararlos en resistencia o fuerza. No. El danita tenía algo especial, algo
que no cualquier miembro de las tribus de Israel recibía. Gracias a que desde niño había sido
nazareado, un ritual exclusivo en donde se seguía un régimen específico de prohibiciones y
mandatos, lo que le había permitido a Sansón encontrar la gracia ante los ojos de Hashem.

Ledalot nunca esperó que su adversario fuera a levantarse de aquel golpe, por lo que fue
toda una sorpresa cuando Sansón le arrebató el tronco del sicómoro de las propias manos.
Tomado con la guardia totalmente baja, el refaita recibió un par de cachiporrazos, el primero
golpeó directo en su pecho, lo que le rompió un par de costillas, mientras que el segundo
fue a dar sobre su rostro, causándole una tremebunda herida debida a aquel ramalazo. Un
tercer golpe por parte de Sansón intentaba acabar de una buena vez con Ledalot, pero el
gigante alcanzó a reaccionar, deteniendo con sus enormes manos un pedazo del árbol. Am-
bos combatientes forcejearon pretendiendo dejar al otro sin el sicómoro, pero ni siquiera el
grueso tronco pudo resistir semejante castigo, partiéndose en dos.

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—¡Mataste a Nehshef y morirás por eso!—gritó Ledalot al tiempo que arrojaba lo más
lejos posible la copa del árbol, que era la parte con la que se había quedado el refaita.

Sansón entendió que el gigante se refería al monstruoso perro infernal, aunque él sabía a
la perfección que a la bestia solo la había golpeado hasta dejarla inconsciente.

—No eres tú quien decide quien muere o quien vive, refaita. Si he cometido un crimen,
antes de morir, he de merecer un juicio—habló Sansón, aún sin soltar la parte del tronco
que había conservado tras el forcejeo.

Ledalot soltó un puñetazo como respuesta. Algo crujió, haciendo que el gigante sonriera,
pero era demasiado pronto para ello, pues el danita había colocado el madero a forma de
escudo. Cuando el tronco se hizo añicos ante el golpe de Ledalot, Sansón pensó que era
momento de dar por terminado aquel combate. Dejó caer cualquier rastro del sicómoro
que aún pudiera quedar entre sus manos para lanzar varios puñetazos que se estrellaron en
el pecho y rostro del gigante, el cual no pudo hacer nada para evitarlo. La sangre del hijo
de Aimán manó en más de alguna ocasión ante el brutal ataque hecho por el musculoso
hombre; hasta que en un golpe final, en donde Sansón juntó ambas manos, Ledalot, hijo de
Aimán, hijo de Anac, cayó, con sus más de dos metros y medio de estatura, sobre la llanura
de Shefelá. No hubo testigo alguno de esta hazaña, pero ni los israelitas, ni los judíos fueron
molestados más por ningún gigante, ni supieron en mucho tiempo de alguno.

Y fue así entonces que Sansón regresó a la ciudad de Timnat, en donde se encontraría
con Hadad y, muy seguramente, con una nueva aventura.

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SOBRE EL AUTOR

Paulo César
Ramírez
Villaseñor

(Guadalajara, México) Amante de los cómics, los juegos de rol, la historia y la ficción
especulativa en general.

Fue Director de la revista digital de retrofuturismo “El Investigador”, en donde escribió


varios artículos de la temática.

Cinco han sido las compilaciones en las que fungió como co-antólogo, “Ácronos
Antología Steampunk” números del 1 al 4 (Tyrannosaurus Books) y “Steampunk
Writers Around The World Vol. 1” (Luna Press Publishing, 2017) apareciendo en ellas
algunos relatos suyos, junto a los de otros escritores. Cuenta con dos publicaciones
en solitario; “Reward: el ojo del diablo” (NeoNauta, 2014) y “Escuadrón Cinco: con-
tra la terrible orden de los Thelemitas” (Wave Books, 2018).

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Maciste
y los Condenados

Bartolomeo Pagano

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Maciste
y los Condenados

M
e llamo Ariadna. Sí, como la princesa que guió a Teseo a través del laberinto del
Minotauro, y que luego este dejó abandonada en una isla, para desposarse con
Fedra, su hermana menor. Los mitos antiguos no suelen tener un final feliz;
díganmelo a mí, que los conozco demasiado bien.

Soy arqueóloga, al igual que mi padre; también soy la curadora del ala del Museo Británi-
co dedicada al Antiguo Egipto. A mis veintinueve años, mi vida transcurre entre jeroglíficos
y tabletas de arcilla, esculpidas por hombres que el paso de los milenios ha convertido en
polvo. Entre nombres como Seti, Ramsés y Akenatón, entre sucesos ocurridos hace tanto
tiempo que los hechos se confunden con la leyenda.

Aquí, me digo mientras recorro los salones solitarios, flanqueados por momias y más-
caras de oro, que me contemplan con ojos muertos, desde del interior de sus vitrinas, el
pasado cobra vida. Puedo oírlo susurrar, a través del eco de mis propias pisadas, contán-
dome al oído historias de amores y de odios, de coraje y mezquindad; dramas tan humanos
que cuesta creer que nos separe de ellos una inmensidad de tiempo.

Como este fragmento de muralla, recientemente descubierto en un pequeño templo al


norte de Sudán, mandado a erigir por Ramsés II durante la cúspide de su reinado. En él, se
narra un evento ocurrido durante la larga guerra entre Egipto y Hatti, el imperio de los fero-
ces hititas, por el dominio estratégico de Siria y el control que este suponía sobre el comercio
del Mediterráneo Oriental. Se trata de un hecho menor, una escaramuza sin apenas valor
táctico, como la defensa de una ciudad. Sin embargo, el faraón consideró oportuno dejar
registro de ella… ¿por qué?

Me acomodo las gafas frente a ese enigma tallado en piedra de hace más de tres mil
años. Tengo la cafetera llena y toda la noche por delante… es hora de ponerse a trabajar.

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La ciudad se llamaba Mukharram. Sus puertas permanecían abiertas, mientras los
campesinos, acicateados por la soldadesca, se afanaban por conducir todo el ganado y cargar
con todo el grano tras la protección de sus murallas.

—¡De prisa! —Tronó la voz de un oficial, junto con el restallar de un látigo que agitó por
encima de su cabeza, desde su montura—. ¡De prisa, gusanos, o por Baal que os desollaré
vivos!

Vencido por el cansancio, y el peso del cesto que acarreaba sobre su espalda, un joven
labriego trastabilló y cayó de bruces, derramando todo el grano sobre la tierra. Apretó los
dientes sin atreverse a volver la vista, a sabiendas del cruel azote que estaba a punto de
abrir sus carnes. Y que, sin embargo, nunca llegó. Volteó lentamente, para encontrarse con
el látigo detenido a medio palmo de sus hombros, sujeto por la mano de un gigante.

Desde su montura, el oficial parpadeó, tan sorprendido como el joven campesino por la
aparición de ese coloso embozado, que acababa de atrapar su látigo al vuelo, privándole del
justo escarmiento que se disponía a ejecutar.

—¿Cómo osas…? —farfulló, tironeando para liberar su látigo, sin conseguirlo.

—Si lo lastimas, demorará aún más —fue todo cuanto dijo el recién llegado, cuyo rostro
permanecía oculto bajo la sombra de la capucha. Dueño de una voz gruesa, de poderoso
timbre, hablaba la lengua local con un marcado acento foráneo.

—¿Estás dispuesto a recibir los azotes por él, extranjero? —Los ojos del oficial echaban
chispas por debajo del casco. Sintió sobre sí el peso de las miradas de sus hombres, y soltó
las riendas del caballo para dar un vigoroso tirón a dos manos, con el que recuperar su
instrumento de castigo. Fue como intentar derribar una columna de piedra, y al gigante
le bastó con sólo una mano para arrancarlo de la montura y derribarlo con gran estrépito
sobre la tierra.

Desde el suelo, tragando sangre del labio partido junto con la hiel de la vergüenza, el
oficial gritó:

—¡Soldados, prendedlo!

Seis de ellos le rodearon, las puntas de las lanzas relampagueando al sol de la mañana.
Ninguno se atrevió a acercarse más que eso, pues, aunque no llevaba armas a la vista, el
recién llegado era varias cabezas más alto que cualquiera de ellos, y bajo el manto que lo
cubría se adivinaba la complexión de un toro.

—Has cometido un grave error, extranjero —anunció el oficial, regalándole una son-
risa ensangrentada mientras levantaba su magullada, polvorienta humanidad del suelo—.
Ahora serás conducido ante las autoridades.

—Justamente —replicó él, inmóvil como un ídolo de piedra, los brazos cruzados por de-
lante del enorme pecho—. Llevadme con vuestro rey, él me espera.

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—¿Qué? —La misma expresión de pasmo del oficial recorrió los rostros de los soldados,
e incluso de los campesinos que se habían detenido para contemplar el incidente. Entonces
el gigante dejó caer la capucha, revelando un rostro regio, de espesa cabellera negra y
poblada barba. La tez quemada por el sol de los caminos, los ojos, oscuros y desafiantes,
capaces de sostenerle la mirada a un dios.

—Avisad que Maciste ha llegado.

Mukharram era una más de tantas ciudades que poblaban el país del Sham: con sus blancas
murallas, su mercado, su templo en honor a Baal y su palacio real, no era ni más pobre ni
más próspera que las demás. Sin embargo, el miedo flotaba sobre ella, revoloteaba como
una bandada de pájaros de negro plumaje, sobre un horizonte oscurecido por la cercanía
de la guerra.

Esa fue la impresión que se llevó Maciste de sus calles y de sus ciudadanos, mientras era
conducido por los soldados en dirección al palacio.
Lo recibió un guerrero de nombre Xarnat, que resultó ser el general de los ejércitos de la
ciudad. No era un hombre especialmente alto ni especialmente joven, pero los años seguían
sin doblegar su espalda, y las cicatrices que exhibía en sus antebrazos, así como la que surcaba
su calva hasta la frente, contaban una historia digna de respetarse.

—Te doy la bienvenida, divino Maciste —le dijo, estirándose para estrechar su brazo. Él
observó que portaba dos espadas sobre el hombro, a la usanza de los elamitas—. Su Majestad
ordenó que dispongas de un baño caliente y alimentos.

—Tiene mi gratitud por eso, pero preferiría verle de inmediato.

Xarnat se acercó un poco más, para decirle en voz más baja, y tono ligeramente socarrón:

—Su Majestad prefiere que no acudas en su presencia apestando a sudor y mierda de


caballo, como lo haces ahora.

El héroe no pudo evitar sonreír.

—Sea, general. Aceptaré ese baño.

Se despojó del manto, del peto de cuero endurecido en aceite y del cinturón con las
armas, lo mismo que de las sandalias, los brazaletes e incluso del calzón de tela. Desnudo,
Maciste sumergió el poderoso cuerpo en la poza de agua caliente y perfumada, en la que
flotaban pétalos de flores. Remojó también su cabellera y cerró los ojos, entregándose al
placentero masaje del agua sobre su piel. Se rindió ante su efecto letárgico, y, por unos mo-
mentos, su mente flotó a la deriva entre el sueño y la vigilia, paseándose por los recuerdos
recientes. Pensó en su promesa realizada a ese amigo casi hermano de la juventud, ese
príncipe aventurero con quien compartiera campaña en tierra de los cananeos, y también
en la selvática Kush.

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“Si alguna vez me necesitas, allí estaré” prometió entonces, ebrios ambos de vino y de
sangre enemiga, a ese muchacho indómito que aún no era el soberano del mayor imperio
sobre la tierra. Y ahora, tantos años después, Ramsés II lo convocaba para que honrara su
promesa.

El eco de un alarido, proveniente de algún rincón del palacio, lo espabiló con un sobre-
salto. Maciste se enderezó bruscamente, tomando súbita consciencia del ahora.

—¿Qué…? —preguntó en voz alta, a la vez que un nuevo quejido, más débil, se dejaba oír
por los corredores. Un lamento prolongado, desolador.

—Un herido, que agoniza —le respondió la voz de una mujer, cuyo grácil contorno se
hizo visible en la entrada de la recámara, bajo la trémula luz de una antorcha—. Y que
pronto abandonará este mundo.

Maciste la vio avanzar a través del serpenteante vapor que inundaba la estancia, movién-
dose como una aparición sobre sus desnudos pies de bailarina. Llevaba tobillos y brazos
adornados con brillantes ajorcas, cubría su cuerpo con una vaporosa túnica, y una melena
renegrida se derramaba sobre sus hombros como una cascada de sombras, cayendo a los
lados de un rostro ovalado. Portaba una bandeja con una vasija de vino, carne, queso y
dátiles, que se inclinó para depositar junto al borde de la poza.

—¿Un prisionero? —preguntó, en lo que la esclava escanciaba el vino en una copa. Esos
gritos parecían provenir de alguien sometido a un terrible tormento, pero ella negó con la
cabeza.

—Un rey. Bebe, divino Maciste. —La joven le tendió la copa, con una larga sonrisa bajo
sus ojos, rasgados y felinos. La humedad y el vapor hacían que la túnica se adhiriera a las
firmes redondeces de su cuerpo, pero él se fijó en otros detalles. Como el oro y las joyas que
brillaban en las ajorcas, o la perfecta palidez de su piel, blanqueada por los baños de leche.
Preguntó, tras aceptar de la copa que se le ofrecía y beber largamente de ella:

—¿Vuestro hermano, Alteza?

“Mukharram la gobierna un joven rey de nombre Kartakas” le había dicho Ramsés, al


ponerlo al corriente de los asuntos de la región a la que viajaría. “Que a su vez tiene una
hermana, una muchacha llamada Yazura, quien, según se cuenta, es comparable a Isis
en belleza. Ella ha sido prometida a uno de mis hermanos, lo que, como sabrás, coloca a
Mukharram bajo la protección de Egipto. Pero al mismo tiempo, nos brinda dominio sobre
una zona desde donde podemos cortar el avance de los hititas hacia el mar.”

—Eres astuto —observó ella, contemplándolo con renovado interés, mientras se sentaba
sobre la piedra húmeda. Maciste encogió los masivos hombros y se puso a dar cuenta de la
comida.

—Vuestro aspecto no es el de una esclava. ¿Qué le ocurrió a Su Majestad?

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—Resultó… gravemente herido durante una insurrección. Nuestros sacerdotes sólo son
capaces de mitigar su dolor, todo lo posible, hasta el inevitable final.

—¿Una insurrección?

Yazura, la reina, cabeceó, tendiéndose junto al borde de la poza. Se movía con la flexible
lentitud de un gato, y de igual modo deslizó una mano dentro del agua, poniéndose a dibujar
círculos con ella sobre la superficie.

—Una revuelta de prisioneros, que ya fue sofocada. Los sobrevivientes llenan nueva-
mente las mazmorras, a la espera de su ejecución. ¿Así que el rey – dios de Egipto te envía
en nuestro auxilio?

Maciste hizo una mueca, cogió un puñado de dátiles y los apuró con otro trago de vino.
¡Qué extraño le resultaba pensar en Ramsés en esos términos!

—Me envía para ayudar. Una tropa de hititas está en camino, y he venido a colaborar con
las defensas de la ciudad.
—Ah, sí… ¡Maciste, el héroe legendario! —canturreó, y la sonrisa convirtió en mofa a su
proclama—. Dicen que eres más fuerte que diez hombres, y que por tus venas corre la sangre
de Heracles, el mayor héroe de los helenos.

—Es cierto que soy fuerte. Pero no puedo trazar mi linaje en el tiempo como vosotros,
reyes y reinas.

—Ah, pero, ¿cómo negar tu ascendencia divina? —Yazura alargó el brazo para acariciarle
los cabellos; recorrió con sus dedos los endurecidos rasgos del gigante, ocultos por la barba—.
¡Si eres hermoso como un dios!

—Entiendo que Su Alteza está prometida…

Ella bufó y puso los ojos en blanco, como una chiquilla díscola que es recordada de sus
quehaceres.

—Sí, a algún egipcio rico y gordo, cuyo nombre ni siquiera conozco. Un acuerdo de mi
querido hermano, que me vendió como a una yegua de buena raza.

—Un acuerdo para salvar vuestra ciudad, Alteza —acotó Maciste—. Tenéis de un lado a
los egipcios, del otro a los hititas; los segundos harían arder Mukharram hasta sus cimientos,
tras pasar a todos sus habitantes por la espada. Los primeros, sólo os anexarían como parte
de sus territorios.

—El menor de dos males —concluyó la reina, torciendo el gesto. Luego, con la misma
gracia felina, se arrodilló junto a él. Exhibiendo sin tapujos la tensa turgencia de sus senos,
visibles bajo la tela húmeda—. Pero, además de reina, soy mujer, hermoso Maciste. Y una
mujer necesita ser amada.

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La barba del gigante se abrió en dos para dar paso a una blanca, franca sonrisa.

—No seré yo quien ponga en peligro vuestro pacto con Egipto.

Ella se estiró todo lo que pudo, hasta rozar con sus labios el rostro de Maciste, que no dio
señales de corresponderle.

—Entonces, como reina… os lo ordeno.

El gigante se echó a reír, apartándola con gentileza.

—Su Alteza aún es muy joven, pero con el tiempo aprenderá la diferencia entre una reina
y una mujer.

A mitad de camino entre la confusión y la ira, ella preguntó:

—¿Cuál es esa diferencia de la que hablas?

—Una verdadera mujer no ordena que la amen… una verdadera mujer enamora.

La faz de Yazura enrojeció, después se tornó lívida en cuestión de segundos. Se puso en


pie y se marchó por donde había venido. Antes de salir le dijo, sin volverse:

—Coordinarás cada una de tus acciones con Xarnat, a partir de ahora sólo hablarás con
él. Está claro que prefieres la compañía de los hombres y sus espadas.

Maciste volvió a reír.

—El rey ha muerto —Fueron las primeras palabras que dijo Xarnat, al encontrarse con él
en los jardines del palacio, bajo la sombra de las palmeras.

—Entiendo que sus heridas eran graves…

—Fue castrado —informó, cortante, el general—. Los dioses me perdonen, fue lo mejor.
Para él, y para todos nosotros. ¿Qué habría sido de Mukharram, con un rey incapaz de dejar
descendencia? Esta noche se llevarán a cabo los funerales.

Maciste asintió, en silencio. Xarnat cambió de tema.

—¿Tendremos refuerzos de parte de nuestros nuevos aliados?

—Sí, pero no de inmediato, me temo. Hay una fuerza en camino, comandada por Mehet
Bar, pero se encuentran a, cuando menos, cinco soles de distancia.

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El general suspiró, dejando caer los hombros. Su cuerpo todo pareció empequeñecer y
hasta las líneas de su rostro se acentuaron, para mostrar por primera vez el semblante de
un hombre viejo, y cansado.

—El ejército hitita se encuentra a tres —soltó por fin, con la calmada resignación del
condenado que está en paz con su destino—. Y nuestras fuerzas son insuficientes para
contenerlos.

—¿Estás seguro de eso?

Xarnat asintió.

—Mis exploradores regresaron esta mañana, horas antes de tu llegada. Dijeron que la
tierra temblaba bajo sus carros de combate, que el horizonte se encendía con el reflejo de
sus escudos y lanzas. No hay manera de que la ciudad aguante dos días enteros contra una
fuerza semejante.

—Podríamos enviar una pequeña fuerza de avanzada, emboscarlos a mitad de camino, ir


mermando sus números… —Cada una de sus sugerencias se estrelló con la adusta negativa
del general.

—No, Maciste. No tengo hombres como para permitirme sacrificarlos en una misión
suicida como esa. Si yo fuera el rey, te liberaría ahora mismo de tus obligaciones para con
Mukharram. Para que, al menos tú, puedas marcharte.

—Mis obligaciones no son con tu ciudad, general. Sino con un viejo amigo.

Pasos a la carrera interrumpieron la conversación. Los de un joven guardia, sudoroso en


su armadura bajo un sol de mediodía. Se les acercó con un entrechocar de armas, y, parán-
dose firme frente a Xarnat, anunció:

—General, un hombre demanda hablar con vos. Dice que es urgente.

—Traedlo, pues, en mi presencia.

El guardia pareció dudar.

—Es que… se trata de uno de los condenados a muerte, general.

Las mazmorras apestaban a orina y a heces, al sudor de cuerpos hacinados y a deses-


peración, que flotaba en el lóbrego ambiente. El submundo de los condenados, a cuyas
profundidades descendió Maciste, precedido por el general Xarnat y por el guardia que lo
había mandado llamar.

—Ah, general. Veo que al menos conserváis parte de vuestra prudencia. —El hombre
del otro lado de los barrotes era nervudo, de rostro enérgico. Aunque desgreñado y sucio,

78
llevaba la casta guerrera incrustada en el porte, y eso era todo cuanto necesitaba para mos-
trar su verdadera naturaleza—. La suficiente, al menos, para acudir a mi llamado.

—Maciste, él es Karras. Supo ser uno de mis lugartenientes, jefe de cien en el ejército de
la ciudad. Hasta que un incidente lo colocó donde lo veis ahora.

Maciste contempló al hombre de pies a cabeza. Brazos fuertes, manos encallecidas por
el uso constante de las armas. Mirada limpia, de aquellos que no rehúyen de decir lo que
piensan, ni de acompañar con acciones sus palabras. Preguntó:

—¿Qué incidente?

El prisionero chasqueó sonoramente la lengua, quitándole hierro al asunto.

—Una simple disputa entre soldados, que pasó a mayores. Tengo poca tolerancia a los
insultos.

—Le abrió la garganta a Orestes, otro oficial —aclaró el general, para, en voz muy baja,
añadir—: Uno de los… favoritos de la reina.

—El pobre de Orestes, con sus rizos perfumados, poco pudo hacer contra mi espada
—dijo Karras, sin alardear, sólo estableciendo un hecho. Pero Xarnat le espetó, acusador:

—No fue ese tu único crimen, Karras. ¿Quién fue la mente detrás de la revuelta, quién
organizó a los reclusos e intentó hacerse con el control de la ciudad?

El aludido se encogió de hombros con falsa inocencia.

—Bueno, menos tolerancia tengo a ser sentenciado a muerte. Tenía que hacer algo al
respecto, ¿no lo creéis?

—¿Por qué has requerido mi presencia? Habla pronto, tengo asuntos que atender.

—Lo sé, general. Los hititas están cerca, y las fuerzas de nuestros nuevos aliados todavía
están lejos. Y quizá yo pueda suministraros los refuerzos que tanto necesitáis.

—¿Vos? ¿Cómo? —preguntó Xarnat. Aunque Maciste creyó saber la respuesta, y no se


equivocó.

—Aquí, general. —El prisionero abarcó, con un amplio gesto, las mazmorras que los
rodeaban. En cuyas celdas aguardaban los condenados a muerte, una sucesión de rostros
torvos que se adivinaban en la penumbra—. Mis nuevos compañeros y yo seremos vuestros
refuerzos.

El general abrió los ojos de par en par. Dijo, escandalizado:

—¿Una fuerza de condenados a muerte? ¿De renegados, de ladrones y asesinos?

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—De hombres que nada tienen que perder —lo corrigió Karras, a lo que Maciste acotó:

—General, los mendigos no tienen derecho a ser exigentes. Y eso es lo que somos en
este momento.

Detrás de los barrotes, Karras sonreía.

Eran casi un centenar los hombres que esa tarde fueron conducidos, desde la oscuridad
de las mazmorras hasta el patio de la guarnición. Hediondos a encierro, parpadeaban en-
candilados por el sol, después de tantos días privados de él. Marcaban el paso sus cadenas,
un lastimoso tañido contra la piedra. Maciste pidió ver a los cabecillas de la revuelta, aquellos a
quienes los reclusos tenían en mayor estima y cuyas órdenes no serían cuestionadas. Junto
con Karras, se adelantaron cuatro figuras. El gigante se paseó frente a ellas, mientras el
general lo observaba todo, unos pasos más atrás. Un anillo de guardias los cercaba,
empuñando escudos y lanzas. Demasiado bien conocían la peligrosidad de aquellos hombres.

—¿Cuál es tu nombre? —Se trataba de un hombrecillo de mirada huidiza, mejillas chupadas


y manos inquietas.

—Balto, mi señor —respondió con voz untuosa, no exenta de un deje de sorna—. Soy
una víctima de las circunstancias.

—Explícate.

—Se me condenó por robo y asesinato, siendo el segundo apenas una triste consecuen-
cia del primero. ¡Ay, si tan sólo se dejaran robar sin oponer resistencia!

Pasó al siguiente. Este era bajo y robusto, incluso algo gordo, pero era una gordura de
piedra. Maciste percibió el vigor bajo la engañosa barriga de ese hombre, de barba rizada y
mirada inquietante. Ojos de pez, que parecían no parpadear nunca.

—Soy Absalóm —se presentó. Maciste asintió.

—Un hebreo. —Reparó en las profundas cicatrices que se entrecruzaban sobre la amplia
espalda—. ¿Eras esclavo de los egipcios?

—Me escapé. —El hebreo alzó las muñecas engrilletadas—. Y ahora vuelvo a estar entre
cadenas.

—¿Por qué?

—Robé para comer, maté para defenderme.

El siguiente era un auténtico coloso, aún más grande que el propio Maciste. De extremi-
dades largas y manos enormes, su poderosa complexión le recordó a los simios gigantes

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del lejano Kush, una imagen que el áspero vello que recubría la mayor parte del corpachón
ayudaba a reforzar. Obsequió a Maciste una sonrisa bestial, de dientes mellados.

—Uros es el más fuerte —sentenció, en una voz que menos tenía de humana que de
gruñido animal—. Uros no obedece a nadie.

Maciste sonrió de medio lado, pensativo.

—¿Obedecerías a alguien más fuerte que tú?

—¡Uros es el más fuerte! —repitió, como un mantra. Y partió, como prueba, la cadena
que apresaba sus muñecas. Los eslabones saltaron por los aires, la bestia humana se encaró
a Maciste con los brazos abiertos, las manazas vueltas un par de garras, listas para triturar
todo aquello que encontrasen.

—Atrás —pidió Maciste a los guardias, que amagaron con intervenir. El general lo reforzó
con una orden:

—¡Que nadie intervenga!

—¡Uros es el más fuerte! —Ese fue su grito de guerra, al abalanzarse en una embestida
que Maciste, más rápido que él, eludió dando un paso al costado. Respondió con un golpe,
con el puño izquierdo en el costado de la cara, a la manera del pugilato heleno. Vio estremecerse
la gran cabeza, lo vio escupir sangre antes de volver a lanzarse a la carga al grito desaforado
de:

—¡Uros mata! —Una vez más, Maciste evitó el agarre de esos brazos, que fácilmente
podían hacer pedazos a un hombre corriente, contraatacando con dos golpes de puño
en sucesión. El primero aplastó la nariz del grandullón, provocando una doble erupción
de sangre; el segundo impactó en la barbilla y lo hizo rodar por tierra. Sin darle tiempo a
reaccionar, Maciste, que también estaba versado en otras artes de lucha de los helenos,
como el temible Pankration, se colocó detrás de Uros y cogió uno de sus enormes brazos,
que retorció sin piedad hasta oír crujir el espinazo. Uros chilló, pataleó y, finalmente, se
rindió. Una carcajada siguió al final del combate.

—¡Parece que, después de todo, no eras el más fuerte, Uros! —Maciste se volvió hacia el
último condenado de la fila… que resultó ser una mujer. Alta, de cabellos como el fuego y
cuerpo digno de un atleta: largas, elásticas piernas de corredora, brazos fibrosos, capaces
de tensar el arco más grueso, hombros redondeados por la espada, el escudo y la lanza. El
héroe sonrió, plantándose ante ella.

—Una amazona.

Ella le sostuvo la mirada, la barbilla alzada en eterno desafío.

—Soy Cassia, de la tribu de la reina Hipólita.

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—Estás lejos de tu gente. ¿Cómo acabaste aquí?

—Se la detuvo por saqueo y pillaje —aclaró el general, a lo que la amazona sonrió. Fue un
gesto terrible, como el de una fiera que exhibe la dentadura antes de matar.

—Siempre he tomado lo que quise.

—Unas palabras, Maciste —llamó el general, y él se acercó para escucharlo—. Pienso que
no deberíamos liberarla —dijo en voz muy baja, mirando de reojo a la amazona, que seguía
sonriendo, retadora. El héroe lo miró como si se hubiera vuelto loco.

—¿Bromeas, general? ¡Es una amazona! Una de ellas vale por al menos seis de tus guerreros.

—Sí, pero justamente ella… —Xarnat le susurró algo al oído. Maciste asintió y regresó
con Cassia.

—Me dicen que tú asesinaste al rey.

Los ojos de la mujer, de un verde amarillento, relampaguearon como los de un tigre al


acecho.

—Yo sólo le corté las pelotas, pero no lamento su muerte.

—¿Por qué lo hiciste, Cassia? ¿Por qué aprovechaste el levantamiento para colarte en sus
aposentos y… mutilarlo?

—Porque, rey o no rey, ese cerdo me mancilló. Y ningún hombre toca a una hija de Artemisa
sin pagar el precio.

—Ya veo. —Maciste retrocedió dos pasos, los suficientes para englobar al grupo con su
mirada, así como para dejarse ver por todos ellos. Elevando la voz, pronunció—: ¡Conde-
nados! Ayer, languidecíais en vuestras celdas, os pudríais en vida aguardando la muerte.
Hoy, os ofrezco una alternativa: luchar junto a mí, contra los hititas, y así recuperar vuestra
libertad.

—¡Los hititas son más de un millar! —gritó uno de ellos, al que pronto se sumaron
otros:

—¡Moriremos!

—¡Nos haremos matar por la misma ciudad que nos condenó!

Maciste inclinó la cabeza, como sopesando las posibilidades.

—Así es: los hititas son más y están mejor equipados. Y sí, es muy probable que muchos
de vosotros, o todos, halléis la muerte bajo el bronce de sus lanzas y sus hachas. Pero, ¿qué
preferís? ¿La muerte de un guerrero, de cara al enemigo, o la muerte de un reo a manos del

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verdugo? Hace algún tiempo arriesgasteis vuestras vidas en busca de la libertad. ¿No estáis
dispuestos a volver a intentarlo? Responderéis a quienes fueron vuestros líderes, y ellos a
mí. ¿Estáis de acuerdo? —Maciste recorrió con la mirada los rostros de los cinco que enca-
bezaban la procesión de condenados. Karras asintió, silencioso y solemne. Balto, el ladrón y
asesino, se frotó la barbilla, haciendo cálculos.

—Bueno, los hititas suelen llevar adornos de oro… y nada nos impide saquear los cuerpos,
¿verdad?

Absalóm, el hebreo, se encogió de hombros.

—Estoy en paz con Dios; si he de morir, que así sea. Pero prefiero hacerlo como un hombre
libre.

Con un chasquido de huesos, Uros devolvió la nariz rota a su lugar y dijo, con la sonrisa
de un niño en el cuerpo de una bestia:

—Uros mata.

Miró por último a Cassia, la amazona, que se limitó a decir:

—¿Hace falta preguntar?

El héroe asintió, complacido.

—Me alegra oír eso. Seréis aseados y bien alimentados. Esta noche dormiréis bajo vigi-
lancia, pero en la comodidad de la guarnición. Por la mañana, partiréis conmigo.

—Espera un momento, Maciste —protestó el general—. No te imaginas lo peligrosos que


son estos rufianes, ¿y vas a permitirles pasar la noche fuera de las mazmorras?

—Ninguno intentará nada esta noche, general —le aseguró Karras—. Respondo por ellos
con mi vida, y también con mi honor.

Maciste asintió.

—Eso es, para mí, garantía suficiente.

Partieron al día siguiente, cuando el alba se vislumbraba apenas, como una línea dorada
sobre el horizonte. La mayoría marchaba, pobremente armados, con las lanzas, espadas
y retazos de armadura de los que habían podido prescindir las tropas regulares. De los
líderes, Balto prefirió viajar muy ligero, y no llevaba más que una espada corta y un cinto
lleno de cuchillos. Absalóm portaba escudo y lanza, y se cubría con un casco metálico y
peto de cuero, mientras que Uros, al no conseguir armadura que se amoldara a su cuerpo
de gigante, se contentó con volver a vestir su viejo manto de piel de lobo, y a empuñar su
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descomunal maza con cabeza de bronce, cubierta de pinchos. Al frente iban a caballo Ma-
ciste, Karras y Cassia, el primero ciñendo espada a la cintura y un hacha sujeta a los arreos,
junto con un par de venablos, el segundo luciendo nuevamente sus armas de oficial: lanza,
escudo redondo y espada corta. La amazona llevaba un arco, una aljaba cargada de flechas
y una espada.

Marcharon durante toda una jornada sin apenas detenerse, sólo lo justo y necesario para
comer. El crepúsculo pintaba el cielo con trazos violáceos cuando Cassia, trepada en lo alto
de unas rocas para escudriñar el terreno, anunció:

—Los veo.

En la distancia, los fuegos relampagueaban en la creciente oscuridad. Se alzaban asimismo


las tiendas, para dar forma al campamento. Asomado junto a la guerrera amazona, Karras
entornó los ojos por debajo de la mano que los escudaba contra las últimas luces del día.

—¿Qué opinas? —preguntó Maciste, que en muy corto tiempo había aprendido a valorar
al soldado caído en desgracia.

—Una avanzadilla. Tropas de a pie, enviadas para sondear el terreno.

El héroe se frotó, pensativo, la barba, provocando un áspero sonido de roce.

—Es una buena oportunidad para sorprenderlos.

Karras no se mostró tan seguro.

—¿No es demasiado pronto para hacer saber al enemigo de nuestra presencia?

—El miedo puede ser un arma más poderosa que la sorpresa —le respondió, sonriendo
con astucia.

La noche se enseñoreó en el árido paraje, extendiendo su manto de tinieblas sobre la


tierra requemada por el sol, que aún conservaba parte de su calor. Arropados en este manto,
los hombres avanzaron. Pegados al terreno como grandes gatos, resguardándose tras mato-
jos y roquedales que los protegían del ojo alerta de los centinelas.

Cantó una vez el arco de Cassia, un tañido de muerte que perforó una garganta y envió
a un hitita al olvido, incapaz de pronunciar el más leve de los suspiros. Cayó Balto sobre la
espalda de otro, sus puñales entrando y saliendo del cuerpo con precisión experta, sin dejar
el menor hálito de vida. Así fueron cayendo los centinelas, en un silencio absoluto, estran-
gulados, apuñalados o degollados por los incursores, que tiñeron de sangre la noche. La
matanza siguió en el campamento, con varios enemigos muertos en sus tiendas, sin llegar a
despertar. No eran muertes limpias, pero, como Maciste no dejaba de recordarse, la guerra
tampoco lo era.

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Al final, uno consiguió dar la alarma, pero fue demasiado tarde. Los bravos guerreros
de Hatti se esforzaron por montar una defensa cuando ya lo tenían todo en su contra: los
números y la moral. Como chacales acorralando a los leones, así los fueron cercando los
atacantes. Presionados por Karras por un flanco y el propio Maciste por el otro, no tardaron
en romper filas e intentar batirse en desbandada.

—¡Uno vivo! —gritó Maciste, que partió en dos a un hitita de un golpe de hacha y arrojó
un venablo contra la espalda de otro que se daba a la fuga—. ¡Coged a uno vivo!

Fue Cassia la encargada de cumplir su orden. Ella y una flecha que, disparada con maestría,
describió una parábola por encima del campamento, para caer sobre la pierna de uno de los
hititas fugitivos y dejarlo clavado al suelo.

—¡Uros tiene a uno vivo! —se ufanó el susodicho, levantando del suelo a un guerrero
al que había reducido a un despojo de pulpa ensangrentada y gemebunda. El desdichado
exhaló su último aliento y quedó colgando inerte, Apoyado en su lanza, Absalóm lo miró
de soslayo.

—Creo que ese ya no está vivo, amigo.

Con un mohín de desilusión, Uros lo dejó caer.

—Tienes razón. ¿Por qué se mueren tan fácilmente?

—Bueno, para empezar, porque le hundiste el cráneo. ¿Eso que se le escapa por ahí es el
cerebro?

El ataque había sido todo un éxito. Los cuerpos de alrededor de una treintena de hititas
yacían esparcidos entre los restos del campamento. Con excepción de un único sobreviviente,
quien, cojeando, fue llevado en presencia de Maciste. El hombre de piel aceitunada y nariz
ganchuda, como todos los de su raza, miró al héroe a los ojos, sin dar muestras de miedo o
de dolor.

—Tortúrame todo lo que quieras, que nada obtendréis de mí —dijo, desafiante. Pero
Maciste sonrió.

—No habrá torturas. Te daré comida y agua para que puedas regresar con los tuyos.

El hitita torció el gesto con desconfianza.

—¿Por qué harías eso tú, mi enemigo?

—Porque quiero que vayas con tu general, y le digas que Maciste está aquí. Y que lucha
por la defensa de Mukharram.

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El sol brillaba alto en el cielo cuando las huestes de Muttawakil, general de los hititas,
llegaron al lugar donde había tenido lugar la matanza. Los recibió el inconfundible, dulzón
hedor de la carroña, proveniente de los cuerpos apilados frente a ellos. Grandes moscas
verdes se arracimaban sobre los cadáveres, lo mismo que los chacales, que se acercaban
para tironear con sus dientes, llevándose bocados de humanidad. Arriba aleteaban los buitres,
en círculos cada vez más bajos.

Hubo una conmoción en la primera fila de hombres, que se acercaron para espantar a los
carroñeros y reconocer a los cadáveres. Desde su imponente carro de guerra, Muttawakil
preguntó:

—¿Qué sucede?

Y uno de sus oficiales le respondió, mal disimulando el espanto que se le escapaba por
los ojos:

—Faltan las cabezas, mi señor. Todas ellas.

Las encontraron varios metros más allá, cada una atravesada en una estaca, para com-
poner una muralla de horrores. De ojos muertos, de carne picoteada por los pájaros. Y, aún
más allá, ellos. Una fila de hombres desastrados, mal armados y peor formados, encabe-
zados por dos jinetes. Uno de ellos, un verdadero gigante, alzó al caballo sobre sus patas
traseras y los saludó blandiendo una gran hacha. Muttawakil arrugó el ceño.

—Ese debe ser Maciste —murmuró para sí, en tanto sus guerreros, confiados de su supe-
rioridad, rompían en burlas y bravatas frente a tan mermado grupo.

—¡Son apenas un puñado, mi señor! —exclamó el oficial, su miedo reemplazado por el


fervor guerrero, propio de los suyos—. ¿Doy la orden de cargar?

—¡Espera! —Muttawakil alzó una mano, la duda pintada en su rostro de halcón. Sus ojos
clavados en la figura del héroe que, haciendo cabriolas con su caballo, no dejaba de desafiarle.

Maciste volvió a encabritar el corcel, hizo girar el hacha por encima de su cabeza. Junto
a él, un inquieto Karras preguntó:

—¿Qué les ocurre, por qué no cargan?

—Dudan, y es normal. Pero no dejarán pasar esta oportunidad, no después de lo que


hicimos con sus hombres. —Y, alzando su vozarrón por encima de la cacofonía de gritos,
prorrumpió en una sarta de maldiciones e insultos en la lengua de Hatti, a cual más soez.

Frente a ellos, a algo más de un tiro de flecha, los enemigos se impacientaban. El sol re-
lampagueaba en sus escudos y las puntas de sus lanzas, los caballos bufaban y apisonaban
la tierra bajo sus cascos poderosos, ansiosos por tirar de los magníficos carros de guerra. Y
por fin, con un ademán, Muttawakil dio la orden:

86
—Primera línea: ¡cargad!

El avance del ejército hizo temblar la tierra; esta se estremeció bajo el hollar de las san-
dalias, de los cascos, de las ruedas de sus carros. Devorando a pasos agigantados las distancias
que los separaban del enemigo. Que aguardaba, con una indolencia que era sólo aparente.

—¡Por Mitra! —oyó gemir Maciste a uno de los hombres, apretado hombro con hombro
con los demás—. ¡Son demasiados!

—¡Esperad! —ordenó él, mientras las fuerzas enemigas crecían ante los ojos de todos,
en tamaño y en imponencia. Y el miedo se iba propagando entre los suyos como una lla-
marada.

—¡Van a arrasarnos! —chilló otro. Otro más comenzó a orar. Karras se paseó al trote por
delante, de un lado al otro de la precaria formación.

—¡Obedeced, o juro que yo mismo daré muerte al que rompa filas!


Ya estaban cerca, muy cerca. Tanto que podían distinguir con claridad los feroces rostros
barbudos y morenos bajo los cascos de bronce, así como el brillo de los ojos inyectados en
sangre. Sólo entonces aulló Maciste la orden que todos estaban esperando:

—¡Retirada!

Con esto, tanto él como Karras volvieron grupas y partieron al galope, abriéndose en
direcciones opuestas. Lo mismo hicieron los hombres, que echaron a correr siguiendo un
recorrido cuidadosamente trazado.

Los carros llegaron unos momentos después, derribando la empalizada de cabezas hu-
manas, sin advertir el suelo sembrado con paja, ni aquello que esta ocultaba. De tal modo
tropezaron con la primera fila de zanjas excavadas durante la noche. Y con la segunda, y
la tercera. Hubo relinchos de dolor y guerreros arrojados por los aires, al volcarse sus carros.
Incapaces de refrenar su impulso, buena parte de la infantería también se precipitó al
interior de estas trampas.

Entonces, a una señal de Karras, empezaron a volar los venablos y las flechas. Los
primeros, de parte de los hombres que habían huido y que ahora, desde una distancia pru-
dente, asaeteaban al enemigo indefenso. Las segundas, desde lo alto de un promontorio,
provenientes del arco de Cassia y de un grupo de arqueros seleccionados, que hicieron
blanco sobre hombres y bestias mientras estos luchaban por trepar fuera de las zanjas.

Y eso no fue todo. Uno de los oficiales, que arrastraba penosamente su cuerpo frac-
turado para sacarlo de debajo de uno de los caballos, percibió un olor familiar.

—Pero… ¿aceite?

Desde su montura, Maciste alzó el puño en dirección al promontorio, de donde surgió


una nueva andanada. Pero esta vez, las flechas volaban encendidas, para caer sobre el pasto

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reseco empapado en aceite, que estalló en una sola, monstruosa llamarada. Muchos hom-
bres perecieron en ese holocausto infernal. Hubo alaridos de dolor, de horror y también de
triunfo, estos en el bando de los condenados. Quienes, una vez cumplido su cometido, se
replegaron ordenadamente del campo de batalla. Si es que podía llamarse batalla a decenas
de cuerpos acribillados y achicharrados, sin que llegara a haber combate.

De pie en su carro de guerra, el más grande y majestuoso de todo el ejército, Muttawakil


ordenó a sus tropas retroceder y reagruparse. Miraba, con furia contenida pero también
con admiración por su enemigo, los restos humeantes de lo que había sido su vanguardia.

—Bien jugado, Maciste —se dijo, en voz baja—. Pero el mismo truco no funcionará dos
veces conmigo.

—Este será el lugar. —Se detuvieron en un desfiladero que habían atravesado el día ante-
rior. De paredes rocosas antecedidas por una escarpada cuesta, era paso obligado para lle-
gar a la ciudad. Y un lugar la mar de incómodo para el desplazamiento de un gran ejército.

Maciste asintió, valorando una vez más el buen hacer de Karras.

—Es perfecto. Sus carros no podrán cargar contra nosotros desde allí abajo, y no les quedará
más que enviar a la infantería.

—¡Y Uros les estará esperando! —celebró el gigantón, agitando en el aire su maza.

—Eres un buen estratega —dijo Cassia. Y miró a Karras de un modo como Maciste no le
había visto mirar a ningún otro hombre—. Habrías sido un digno oponente.

—O un buen aliado —apostilló él, con una media sonrisa asomando a sus labios. Pero ella
le volvió la espalda en un revuelo de cabellos rojos.

—Las amazonas no se alían con los hombres.

Maciste rio entre dientes y meneó despacio la cabeza. Siguió a Karras hasta el punto más
alto del desfiladero: una estribación rocosa desde donde se dominaba todo el terreno en
varios tiros de flecha a la redonda.

—Creo que le gustas —le dijo. El otro soltó una risita.

—¿Quieres decir, porque aún no me ha traspasado con una de sus flechas?

—Viniendo de una amazona, es buena señal. Te lo dice alguien que ha luchado junto a
ellas y en su contra.

—Has llevado una vida extraordinaria, Maciste.

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El héroe se encogió de hombros.

—Una vida que nunca busqué.

—¿Acaso querrías otra cosa?

La mirada del gigante se perdió en lontananza. El sol se hundía en el horizonte, dejando


proféticas trazas de sangre sobre el firmamento. Más abajo, ardía un océano de fuego in-
terminable, con los postreros rayos del ocaso brillando sobre los cascos y las lanzas. Aquí y
allá surgían las columnas de humo, de las muchas hogueras que ardían en el campamento
de los hititas. El viento que sopló desde el oeste arrastró consigo olor a hierro, a bosta de
caballo y a carne asada. Así como el eco distante de las bárbaras canciones de los hombres
de Hatti, los guerreros más feroces del mundo conocido.

—Una parcela de tierra en mi Etruria natal, un rebaño de cabras, una cabaña y una buena
mujer a mi lado, que me dé algunos hijos para alegrar nuestros días —Maciste lo pronunció
en voz muy baja, como un encantamiento que temía pudiera romperse de ser escuchado—.
Pero los Dioses tenían otros designios para mí.

—Los Dioses pueden ser crueles.

—Y a su imagen y semejanza fuimos hechos.

—Hoy ya no atacarán.

—No, han preferido reagruparse y recuperarse del mal trago que les hemos convidado.
Pero mañana… caerán sobre nosotros con todas sus fuerzas.

Karras asintió, bajó la vista al corazón del desfiladero. Donde también se levantaba un
campamento, insignificante en comparación, y comenzaban a distribuirse las guardias.
Aseguró, con el orgullo propio de un padre por sus hijos:

—Resistiremos.

El nuevo día comenzó con redoble de tambores y ulular de cuernos, y más de mil guerreros
lanzándose al ataque. Pero era difícil combatir en pendiente, y los defensores sacaron el
máximo provecho. Encabezados por Cassia, los arqueros dejaron caer una lluvia de flechas
que los fue acribillando a lo largo del tortuoso ascenso. Después entraban en juego las
lanzas, una de las cuales, empuñada por el hebreo Absalóm, mató a más que ninguna. El
antiguo esclavo de los egipcios mantuvo su posición durante horas, el escudo al frente y la
lanza entrando y saliendo de los cuerpos. Hasta que su bronce se tornó opaco, pringoso de
sangre y entrañas.

Los ataques se sucedieron a lo largo de todo el día. Las fuerzas hititas eran como el mar que
rompe contra las rocas, y retrocede para juntar fuerzas, y estrellarse en una ola aún mayor.
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Del mismo modo lo hicieron aquellos guerreros de pesados cascos de bronce y rostros
de aves de presa, que cargaban con las picas por delante, lanzándose a la muerte con un
grito en los labios, intentando abrir camino para los que venían detrás.

Y que, poco a poco, lo iban consiguiendo. Cuando, al final del día, al alargarse una vez
más las sombras sobre la tierra, los hititas retrocedieron sin haber logrado conquistar el
desfiladero, Maciste reparó en la terrible cantidad de bajas sufridas.

—Uno de nosotros por cada cinco de ellos —observó, fijándose en los cuerpos esparci-
dos entre las rocas. La amazona sonrió, aguerrida, impaciente por otro día de batalla.

—No es un mal número.

—Lo es, en el largo plazo —intervino Karras, cuya analítica mente de oficial no dejaba de
hacer cálculos—. Es un número que ellos pueden permitirse, por mucho más tiempo que
nosotros.

Cassia arrebató el pellejo de vino de manos de Uros, le dio un largo trago y, lo arrojó en
manos de Karras.

—¿Acaso quieres vivir para siempre? —se burló, antes de volver a darle la espalda. Él y
Maciste intercambiaron una mirada.

Los cuerpos de los caídos fueron arrastrados y despeñados, sin importar si se trataba
de aliados o enemigos. No había tiempo para honrar a los muertos, cuando la prioridad era
conservar la vida. Balto se apuntó como voluntario para esta tarea, ocasión que aprovechó
para despojar a los hititas de anillos, pendientes y demás objetos de valor, una tarea a la
que se abocó con tal ahínco que lo llevó a amputar dedos y orejas, con tal de apropiarse de
sus adornos.

Arrodillado sobre el suelo pedregoso, Absalóm oraba en silencio. Maciste lo observó


desde una respetuosa distancia. Sabía que su pueblo adoraba a un único Dios, algo que a
él se le antojaba un verdadero disparate; ¿cómo podía un solo Dios hacerse responsable de
las tormentas, las cosechas, los cielos, los mares, la vida y la muerte? Era algo que jamás
llegaría a comprender.

El segundo día fue una repetición del primero, con los hititas arrojándose cuesta arriba
como un torrente sin fin de lanzas y escudos, para ser rechazados una y otra, y otra vez.
Pero cada acometida se cobraba su precio en sangre, uno que se volvía cada vez mayor con-
forme el número de los condenados mermaba y comenzaba a haber cada vez más huecos
entre sus filas.

—¡No les dejen avanzar! —El hacha de Maciste, vuelta una extensión de su hercúleo brazo,
subía y bajaba sin pausa, partiendo escudos, hendiendo cascos y cráneos, cercenando
extremidades que volaban por los aires. Cerca de él, quebrada su lanza tras empalar un
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cuerpo de parte a parte, Karras seguía provocando estragos con su espada. Clavándola de
abajo a arriba, apuñalando con ella vientres y gargantas.

El atardecer volvió a encontrarlos, jadeantes y exhaustos, sucios de todas las sangres,


rodeados por un número creciente de cuerpos sin vida. Hititas y condenados, hermanados
por la muerte, esa gran igualadora, que a muchos los había sorprendido trenzados en un
postrero abrazo. La sangre encharcaba el suelo bajo sus sandalias, y muchos de los hombres
se tendieron ahí mismo, sobre sus propios escudos, vencidos por la extenuación. Maciste
y Karras volvieron a encontrarse en la cúspide del risco, tácitamente designado como su
punto de reunión.

—Ya somos menos de cincuenta —informó el soldado, con la parquedad que lo carac-
terizaba—. No podremos resistir otro día más así.

—Que se enciendan los fuegos, que los hombres coman y se organicen las guardias —fue
la respuesta de Maciste, que mantenía la mirada fija en el campamento enemigo—. Mostré-
mosles a esos cabrones que seguimos aquí. Que estamos vivos.

—Es una locura. —Las llamas pintaban trazos de sombra sobre el alargado rostro de
Balto, rellenando los huecos de sus mejillas—. Todos vamos a morir, y lo sabéis.
—Todos moriremos —reflexionó Absalóm. El hebreo pasaba del vino y demás bebidas
espirituosas, y sólo bebía agua—. Eso es un hecho tan seguro como que mañana saldrá el
sol.

—A Uros no le importa morir, mientras pueda matar —dijo este, que tironeaba con los
dientes para despojar a un hueso de cordero de sus últimos vestigios de carne. Del otro lado
de la fogata, Balto se impacientó.

—¡Ese es el asunto, enorme y estúpido buey! Si mueres, no podrás seguir matando…


¡bah! ¿Para qué me molesto contigo? —Devolvió su atención a Absalóm—. Pero tú… tú eres
un sujeto inteligente. El más inteligente de toda esta panda, después de mí, claro. Marché-
monos, tú y yo. He recolectado algunas ganancias…

—Saqueado cadáveres, querrás decir.

—Como sea. Lo importante es que podremos subsistir lo suficiente para llegar hasta
el mar, y, una vez allí, embarcarnos, lejos de todo este infierno. Las naves de mercaderes
siempre tienen un lugar para hombres de mente ágil y habilidad con las armas… hombres
como nosotros.

El hebreo ladeó la cabeza al final del grueso cuello, en actitud contemplativa. Al cabo de
unos momentos de silencio, dijo:

—Si me marchara ahora, volvería a ser un fugitivo. Y estoy cansado de huir.

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El ladrón y asesino desorbitó los ojos, sin dar crédito a lo que acababa de oír.

—Si te quedas aquí, morirás. ¡Al igual que todos!

—Si tal es la voluntad de Dios, moriré aquí o donde sea. —El hebreo esbozó una tenue
sonrisa, arropado en la simpleza aplastante de su lógica—. Pero tú puedes hacer lo que
desees, amigo.

—¡Pues claro que lo haré! —Poniéndose en pie, el hombrecillo se alejó de la fogata y


caminó entre los cuerpos durmientes de sus compañeros, dirigiéndose al lugar en donde
había ocultado sus ganancias de dos días de rapiñar cuerpos. Dijo para sí, mientras se ponía
a escarbar—: Locos, están todos jodidamente locos. Pero yo no, yo me marcharé y… —Se
detuvo abruptamente, dejó de excavar y volvió a cubrir el hoyo con piedras y más tierra.
Después, meneando la cabeza, caminó hasta encontrar un buen lugar donde dormir y allí
se tendió, con una amarga sonrisa en los labios.

—Locos, estamos todos jodidamente locos —fue lo último que masculló, antes de de-
jarse vencer por el sueño.

El tercer día empezó tal como los dos anteriores. Las cargas de la infantería hitita se
fueron sucediendo, para luego replegarse cuesta abajo, perseguidos por las flechas y los
venablos de los condenados. Sólo que ahora, enfrentados a un número cada vez menor de
defensores, sus escaramuzas se prolongaban en el tiempo, permitiéndoles adentrarse más
y más en el desfiladero. Y provocar, en consecuencia, un mayor número de bajas.

Una de ellas fue la de Absalóm, que se desplomó, empalado en dos lanzas.

—Hágase la voluntad de Dios —llegó a pronunciar, antes de nublársele los ojos y partir,
al encuentro con su Creador.

Balto fue el siguiente en caer. El hombrecito reemplazó su codicia por el oro por una sed
de sangre sin límites, que lo llevó a batirse en lo más encarnizado de la refriega. Chillaba
como un poseso, luchaba con un puñal en cada mano, con los que seccionó tendones y
acuchilló ojos, colándose por los resquicios de las armaduras. Hasta que el hacha de dos
filos de un oficial hitita lo sorprendió al final de un revés. Rodaron por el suelo cabeza y
cuerpo; más tarde algunos jurarían que, antes de caer, el cuerpo decapitado de Balto llegó a
arrojar el puñal, con el que dio muerte a su propio matador. Y es que, en la muerte, el ladrón
y asesino se cubrió de una gloria de la que nunca había gozado en vida.

—¡Vienen por detrás! —Maciste oyó el grito, y se volvió para encontrarse con la terrible
revelación. Aprovechando que su escaso número sólo les permitía presentar batalla en un
frente, un grupo de hititas, despojados de sus armaduras y armados tan sólo con espadas,
habían conseguido escalar por una de las paredes del desfiladero, y ahora cargaban contra
su desprotegida retaguardia.

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Hubo aullidos de sorpresa y de muerte. La estratagema de los hombres de Hatti fue la
punta de una lanza que se hincó en el flanco de los condenados, hiriéndolos mortalmente.
Pero que acabó por toparse con un inesperado escudo, en la gigantesca forma de Uros,
quien, a golpes de maza, abrió una senda de destrucción entre los atacantes. Los cuerpos
volaban para estrellarse, quebrados, contra las rocas; las cabezas estallaban como frutos
maduros. Y el coloso seguía avanzando, al grito interminable de:

—¡Uros mata, Uros mata! —Y de tal modo gritaba, y mataba, y reía y volvía a matar.
Mientras el bronce enemigo tajeaba su cuerpo, se clavaba en él, incapaz de detenerlo.

—Uros… mata… —repitió, al límite de sus fuerzas, con los enemigos rodeándole como un
enjambre de hojas afiladas, que sajaban una y otra vez sus carnes.

—Pequeños insectos… no me hacen… ni cosquillas… —En algún momento perdió la


maza, pero se bastó y sobró con sus manos desnudas, con las que rompió cuellos y espaldas,
y hundió cráneos a base de golpes. Finalmente, bañado en sangre propia y ajena, Uros
embistió como un toro, en un último ataque que se llevó por delante a varios enemigos,
arrastrándolos más allá de las rocas y despeñándose, junto con ellos, hasta su final.

La caída del gigante también había servido para derribar a otros escaladores, pero había
más que seguían intentándolo. Semidesnudos, con las espadas cruzadas sobre la espalda,
trepando como arañas por la pared de roca. Maciste y Cassia acudieron para impedirlo. La
amazona descargó sobre ellos una lluvia de flechas, mientras que el héroe, haciendo acopio
de su legendaria fuerza, se puso a empujar un enorme peñasco. Crujió la piedra, se hincharon
los músculos del divino Maciste, al punto de que sus venas parecieron al borde de estallar.
Finalmente, el peñasco se desprendió, junto con muchas otras rocas; una verdadera avalan-
cha que arrasó con los hititas y les quitó las ganas de volver a intentarlo.

—¡Retroceden! —se desgañitó Karras, desde la entrada del desfiladero. Ensangrentado


y sucio, enflaquecido hasta el hueso, su rostro era poco más que una calavera, en la que
brillaban los ojos alucinados. De un golpe de espada partió las flechas enemigas que erizaban
su escudo, y volvió a gritar—: ¡Loados sean los Dioses, retroceden!

Maciste se asombró al caer en la cuenta de que anochecía. Habían pasado todo la jor-
nada combatiendo, y los hititas volvían a replegarse, de regreso a sus tiendas.

—Un día más —murmuró, atónito—. Tenemos un día más…

—¿Quieres saber cuántos somos? —Una vez más, la reunión en lo más alto del risco,
entre el héroe legendario y el oficial convertido en condenado a muerte. A Maciste le bastó
con dar un vistazo abajo, al puñado de hombres en que se había convertido su tropa. Ahora,
un solo fuego era suficiente para todos.

—¿Menos de veinte? —aventuró, sin ponerse a contar las sombras reunidas en torno a
las llamas.
93
—Contándote a ti, a mí y a Cassia, catorce —fue la respuesta de Karras.

—Y hablando de ella… —Maciste miró más allá de él, hasta un rincón alejado del desfila-
dero. Karras siguió su mirada, para encontrarse con el resplandor de una pequeña fogata,
que ardía al reparo de un círculo de rocas. Desde allí, ella los observaba, mientras el viento
nocturno arremolinaba su melena del color de la sangre.

—Te está esperando —dijo el héroe—. Y pienso que deberías ir.

Karras se sonrojó hasta la raíz del pelo. A él le pareció gracioso verlo reaccionar de ese
modo, como un joven pastor enamorado.

—Pero, pero… mañana… —se puso a balbucear. Maciste lo interrumpió.

—Mañana estaremos todos muertos, razón de más para que vayas con ella —sentenció,
tajante. Y, dándole un suave empujón, lo envió en su dirección—. ¡Ve!

Y Karras rodeó en silencio el campamento, y acudió a ella. Y allí, entre las rocas, junto al
fuego, las palabras se volvieron superfluas, lo mismo que las ropas, y los cuerpos se acopla-
ron en una danza tan antigua como la misma humanidad.

El cuarto día en el desfiladero despertó a un amanecer de masacre. El aire estaba denso,


impregnado del hedor de la carroña, del festín para buitres, chacales y hormigas carniceras
que se amontonaba sobre las rocas. Pilas y pilas de cadáveres en descomposición, esparci-
dos entre restos de armas y armaduras. Silencioso, putrefacto testimonio de la lucha deses-
perada que allí se llevaba a cabo, de la demente resistencia de unos condenados, que, ya
sin esperanzas de victoria, tan sólo se esforzaban por aplazar todo lo posible el momento
de su ejecución. Apenas una fila de ellos aguardaba en la entrada, al final de la empinada
cuesta. Y a su cabeza, imponente como un dios, Maciste alzó su hacha y gritó a los hititas
que trepaban, inagotables y listos para el exterminio:

—¡Venid, hombres de Hatti! ¡Venid, que aquí os espera Maciste!

Y fueron, y ellos los recibieron. Y los mataron, una, diez, y más veces los fueron matando
conforme ellos iban llegando. Ya mataban sin entusiasmo, con la ciega dedicación de los
matarifes. Y el arco de Cassia tañía, solitario, su canción de muerte, sin errar jamás el blan-
co. La amazona disparaba no allí donde estaba el enemigo, sino donde iba a encontrarse al
final del tiro. Y sus flechas perforaban cabezas y cuellos, atravesaban corazones y enviaban
a los hititas en presencia de sus dioses. Hasta que una lanza, arrojada con más suerte que
destreza, encontró el camino hasta ella y, aunque se ladeó en el último instante, no pudo
evitar que su filo le desgarrara, al pasar, la garganta.

Cayó la amazona, la vida escapándosele por los vasos seccionados, junto con un manantial
inacabable de sangre. Karras consiguió llegar hasta su lado cuando sus ojos, muy abiertos,
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reflejaban sin ver, vueltos hacia el país de los muertos. El soldado besó la frente de la mujer,
cerró sus ojos e hizo una promesa:

—No te irás a los dominios oscuros sola. —Y la dejó, para regresar al combate con reno-
vados bríos, repartiendo tajos a diestra y siniestra con su espada, tinta en sangre hasta la
empuñadura.

Cuando, tras perder a más de un centenar de guerreros, los hititas volvieron a retroceder,
ya sólo dos hombres permanecían en pie sobre el desfiladero. Dos espectros astrosos, más
muertos que vivos, que se miraron, sin poder creer que aún respiraban.

—Se acabó —gruñó Maciste. Su deuda para con su viejo amigo estaba pagada; sólo es-
peraba haber comprado el tiempo suficiente para asegurar la supervivencia de Mukharram
y sus habitantes.

—Sí… se acabó… —dijo Karras, antes de desplomarse. Sólo entonces reveló la herida que
se había filtrado por el lateral de su coraza, de la que manaba oscura sangre en abundancia.
Inclinado sobre él, Maciste sujetó su cabeza.

—Has luchado como un verdadero titán —lo alabó, mientras que, con su último aliento,
Karras farfullaba:

—Dile a mi padre… dile… que lo siento…

—Cualquiera haya sido tu falta, ya te has redimido, frente a los hombres y los Dioses —le
aseguró el héroe, después cayó en la cuenta de que le hablaba a un muerto.

Arrastrando los pies, Maciste caminó hasta la entrada del desfiladero. Allá abajo, los hititas
se preparaban para la acometida final. Y, aún más allá, desde el más suntuoso de todos los
carros de guerra, un general se maravillaba por el despliegue de coraje que tenía lugar ante
sus ojos.

—Soberbio —pronunció Muttawakil, emocionado hasta llegar a las lágrimas. Y envidioso,


por qué no, del destino heroico, del glorioso sacrificio de todos aquellos hombres.

Y fue entonces cuando un rugido como el del trueno traspasó el aire húmedo de la tarde,
como si los mismos Dioses, atraídos por tan ingente derramamiento de sangre, se hubieran
asomado para contemplar el final de aquel drama. Y la tierra retembló, como si los gigantes
ancestrales, los Titanes, despertasen para ser testigos de la caída del héroe. Mas no fueron
dioses ni gigantes los que surgieron en el horizonte, perfilados bajo un sol que arrancaba
destellos de sus lanzas, de sus escudos y corazas doradas. Y desde donde estaba, allá en
lo alto, Maciste vio la polvareda que envolvía a la caballería lanzada a la carga, así como la
tempestad de flechas que oscurecieron momentáneamente el cielo, para caer como una
cellisca de muerte sobre los sorprendidos hititas. Y los carros tirados por caballos. Y las
espadas de filos curvos del país del Nilo. Y comprendió, en lo que las fuerzas de Mehet
Bar avanzaban como una maquinaria inmensa e invencible, y las huestes de Muttawakil,
exhaustas, huían en desbandada.

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Era el quinto día desde su llegada a Mukharram, los refuerzos egipcios habían llegado.
La ciudad estaba a salvo, pero él no bajó para unirse a la persecución y posterior matanza
de los enemigos. Su batalla, y la de sus hombres —sus condenados, esa magnífica tropa de
rufianes, de ladrones, asesinos y renegados— ya había concluido.

Regresaron triunfales a Mukharram, cuyas murallas cruzaron con gran pompa, recibidos
por vítores y lluvias de pétalos de flores. Maciste entró cargando con el cuerpo de Karras,
al que llevaba encumbrado sobre la espalda, tendido encima de su escudo, como corre-
spondía a los héroes caídos en batalla. Y del mismo modo se acercó a Xarnat, que acudió
raudo a su encuentro.

—Lo conseguisteis —dijo el viejo general. Lucía menos feliz que desilusionado, tal vez
porque su corazón de guerrero anhelaba en secreto el luchar, y morir, en defensa de su ciudad.
Maciste asintió, colocando frente a él el cuerpo de aquel que, en tan sólo unos días, se había
convertido en más que un amigo, en un hermano de armas.

—Necesito encontrar a su padre, general —le dijo—. Tengo que transmitirle sus últimas
palabras.

Pero los ojos de Xarnat se llenaron de lágrimas. Y dijo, por primera vez con voz trémula:

—No necesito escuchar tales palabras, divino Maciste. Me basta con saber que, a pesar
de su arrogancia y rebeldía, mi hijo supo morir como un soldado. Y eso es todo cuanto im-
porta.

El héroe cabeceó y le dio la espalda, dejándolo con su dolor y con su orgullo. Y de tal
modo abandonó la ciudad de Mukharram, marchándose por donde había venido. No se
quedó para las festividades de la victoria, ni las que seguirían a estas, para celebrar los es-
ponsales de la reina Yazura con uno de los hermanos menores del faraón.

“Mi promesa está cumplida, viejo amigo” pensó mientras, desde la distancia, veía ondear
los estandartes egipcios por encima de las murallas de Mukharram. “Y tú, cuídate mucho.
Porque, sin importar lo que digan tus sacerdotes, no eres ningún dios: eres un hombre en
un trono. Y a demasiados de esos he renunciado yo, como para saber que no son más que
una maldición empedrada en oro.”

La luz del amanecer se filtra por el pequeño tragaluz del despacho. Yo me quito las gafas y
me doy masaje en los párpados, para aliviar mi vista cansada. Mi cafetera está vacía y frente
a mí, en la pantalla del ordenador, la traducción de los jeroglíficos hallados en el fragmento
de muro está completa. Una crónica de guerra y matanza, pero también de lealtad y sacri-
ficio. De humanidad. Tanto que, en lo que duró su lectura, sus protagonistas se volvieron

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tan cercanos que olvidé, una vez más, el insondable océano de siglos que nos separa. Y que
ahora, al recordarlo, me llena de un extraño vacío que anida en mi pecho, una sensación
demasiado parecida a la tristeza. Será que, más allá de las edades de la Historia, del valor de
un guerrero, la soledad de una reina o las penurias de un esclavo, se encierra en todos ellos
una única verdad, desnuda e inmaculada: el ser humano.

“Sirva esto de homenaje, en memoria de los hombres que ofrendaron sus vidas para salvar
a una ciudad que los había condenado. Así lo dicta Ramsés II, hijo de los Dioses, Señor del
Alto y Bajo Egipto.”

SOBRE EL AUTOR

Bartolomeo
Pagano

Estibador en el puerto de Génova, accedió al estrellato cinematográfico gracias


a su interpretación del personaje de Maciste en el péplum Cabiria del director pia-
montés Giovanni Pastrone, para el que fue designado gracias a su poderoso físico.

Fue por este papel, que representó en numerosas películas bajo la dirección de
Pastrone, Bartolomeo Pagano se convirtió en un conocido actor internacional que
realizó películas que cosecharon un notable éxito, además de en Italia, en Alemania
y Francia, hasta el punto de que a Douglas Fairbanks en sus principios se le llamó
el Maciste americano. Pagano desempeñó habitualmente el papel de héroe, valiente
forzudo y gigante bueno. Para el fascismo emergente que exaltaba lo heroico,
Maciste era el símbolo de superhombre a quien imitar. Bartolomeo Pagano, enfermo
de artrosis reumatoide, se retiró en 1926 acabando sus días en silla de ruedas.

El autor argentino, Jorge Rubén Del Río, decidió usar como seudónimo para este
relato el nombre del actor a manera de homenaje.

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