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Jean-Paul Sartre

Freud. Un guión
Alianza Editorial
Traducción de
M¡ , i <.oncepción García-Lomas Pradera
Jean-Paul Sartre
}.

Freud
Un guión

Prólogo de J.-B. Pontalis

Alianza Editorial
T ítu lo original:
Le scénario Freud

© Éditions GallimarJ, París, 1984, para


e l texto de Sartre y e l prólogo
© Ed. cast.: Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1985
Calle Milán, 38; ® 200 00 45
ISBN: 84-206-3154-X
' Depósito legal:-M. 12. ¡48-1985
Im preso en Closas-Orcoyen, S. L. P olígono Igarsa
Paraeuellos d el ]arama (Madrid)
Printed in Spain
Indice

9 Prefacio, por J.-B. Pontalis

25 PRIMI'.RA VKRSION (1959)


27 Primera parte

1 17 Segunda parte
233 Tercera parte
361 APKNDICli. Sinopsis (1958)

049668(0
V

!
Prefacio

Guión Freud, guión Sartre

Recuerdo que Sartre trabajó en el guión de Freud de Huston.


Georges Perec
J e me souviem, 1980

C ir c u n st a n c ia s

En el transcurso de! año 1958, el realizador americano John Huston


pide a Jean Paul Sartre que escriba un guión sobre Freud, más exacta­
mente y según una tradición bastante hollywoodiense, sobre la época
«heroica» del descubrimiento, esa época dura en la que Freud renuncia a
la hipnosis e inventa progresivamente, dolorosamente, el psicoanálisis1.
«La idea fundamental, la de Freud aventurero, es mía», dirá más tarde
1luston. «Quería concentrarme en ese episodio como si se tratara de una
intriga policiaca»2. Sartre acepta enseguida la proposición: la suma que le

1 Según Huston, que ya había dirigido A puerta cerrada para el teatro, en Nueva York,
c-n i-l año 1946, y que pensaba llevar a la pantalla El diabloy Dios, Sartre era el «autor ideal»,
«conocía a fondo la obra de Freud y sabría tratarla con suavidad y lucidez» (An open book,
Vaybrama, 1980; trad. francesa: John Huston, por John Huston, ed. Pygmalion, 1982, p.
:?75).
2 Entrevista de Robert Benayoun ajohn Huston, Positif, núm. 70, junio de 1965.

9
ofrecen es importante, dicen, y necesita dinero. Por tanto, se trata de
un trabajo circunstancial, un trabajo por encargo e incluso «alimenticio»,
pero que muy pronto lo cautivará y al que se consagrará durante algunos
meses con tanto placer como pasión. Al final de 1958, Sartre envía a
Huston una sinopsis de 95 páginas mecanografiadas a doble espacio y
que se titula simplemente «Freud». Se le acepta este «primer trabajo» que
está fechado el 15 de diciembre. Al año siguiente escribe el guión. Ya se
sabe la continuación o por lo menos se cuenta generalmente de este
modo: el director pide a Sartre ciertas modificaciones y cortes; Sartre
hace concesiones, suprime, modifica y después se cansa. Finalmente los
profesionales del cine, Charles Kaufmann y Wolfgang Reinhardt, allega­
dos de Huston, transforman y reducen considerablemente el guión y
Sartre exige que su nombre no figure en la ficha técnica. La película se
rueda en 1961 y al año siguiente se exhibe en las pantallas bajo el título
de Freud, que pronto se transforma en el atractivo de Freud, the Secret
Passion (en francés Désirs inavoués). No tiene apenas éxito. Montgomery
Clift interpreta el papel de Freud3; con su singular fisonomía, con su
rostro a la vez puro y desfigurado, con su mirada clara casi alucinada4,
con su interpretación constantemente patética, ese gran actor acentúa
los rasgos atormentados, la tensión y el sufrimiento de su personaje. A
pesar de —algunos dirán: a causa de— esta interpretación, la película,
según varias opiniones, no se libra del ridículo ni de la exageración.
En la historia de este guión puede reconocerse un comportamiento
muy propio de Sartre. Al principio se trata de un simple encargo. Luego
acomete el trabajo con alegría; un trabajo con el que se apasiona y que a
su vez lo cautiva, pero más como un juego, como un reto, que como una
obra. No hay en él ninguna preocupación realista por la medida. Si se
hubiera aceptado el guión original tal como era («gordo como mi mus­
lo», diría Huston), habría resultado una película de alrededor de siete ho­
ras de duración («se puede hacer una película de cuatro horas si se trata
de “Ben Hur”, pero el público de Texas no soportaría cuatro horas de
complejos», diría Sartre)5. Finalmente, renuncia voluntaria a todo dere­

* Huston cuenta en su autobiografía que pensó contratar a Marylin Monroe para hacer
el papel de Cecily que finalmente interpretó Susannah York al oponerse Anna Freud a ese
proyecto. Montgomery Clift y Marylin Monroe habían protagonizado juntos la anterior pelí­
cula de Huston The Misfits (Les Desaxés, 1960).
4 Según su biógrafo, padecía, en esa época, una catarata doble.
-s Entrevista con Kenneth Tynan. The Observer, 18 y 25 de junio de 1961, parcialmente
reproducida en francés en Un théátre de situations, Jean Paul Sartre, Gallimard, col. «Idées»,
1973.

10
cho de «paternidad», y desinterés total en cuanto al resultado final. ¿Lle­
gó a ver Sartre la película?
De hecho, y según nos reveló nuestra investigación, las cosas se desa­
rrollaron de manera un poco más complicada y aún mási«sartriana». Des­
pués de que Huston recibiera el guión terminado e hiciera las objeciones
cuyo exacto contenido no conocemos, Sartre se pone de nuevo a traba­
jar, vuelve a abrir el taller; pero en vez de escribir un guión más corto,
como se le había pedido, ¡lo escribe aún más largo! Por supuesto, corta
numerosas secuencias, incluso elimina algunos personajes que ocupaban
un lugar importante en la primera versión, principalmente a Fliess, el
amigo berlinés de Freud, pero añade nuevas escenas, nuevos personajes,
amplía las explicaciones teóricas y didácticas y finalmente escribe otro
guión. Parece seguro, según los manuscritos y las transcripciones meca­
nografiadas que hemos podido consultar gracias a la amabilidad irrepro­
chable de Arlette El-Kaim-Sartre, que no termina del todo esta segunda
versión. Sin embargo, sin duda alguna, Huston la recibe; varias secuen­
cias que sólo figuran en esta versión (por ejemplo, «el sueño de la mon­
taña») se repiten más o menos simplificadas en la película.
¿Qué pasó exactamente entre Sartre y Huston? Falta una informa­
ción precisa, pero disponemos de los testimonios de los dos interesados que
resulta divertido comparar. En octubre de 1959, Sartre pasa algunas se­
manas en la casa que Huston posee, en St. Clerans, Irlanda, para, en prin­
cipio, trabajar en el guión. Remitimos al lector a la carta, alegre y feroz,
que desde allí le envía a Simone de Beauvoir6. ¡Es una delicia! Citemos
solamente lo siguiente: «¡Qué asunto! ¡Oh! ¡Qué asunto! ¡Qué fuga de
ideas! Todo el mundo tiene sus complejos, que van desde el masoquismo
hasta la ferocidad. No creas, sin embargo, que estamos en el infierno,
más bien en un enorme cementerio. Todo el mundo está muerto y con
sus complejos congelados. Aquí hay muy poca vida, muy poca, muy
poca.» Y más adelante: «Huston ha dicho una frase peregrina cuando ha­
blaba de su “inconsciente” a propósito de Freud: “En el mío no hay na­
da”, pero su tono denotaba este sentido: no hay ya nada, ni siquiera
viejos deseos inconfesables. Una enorme laguna. Ya te puedes imaginar
lo fácil que es hacerle trabajar. Huye del pensamiento porque le entriste­
ce. Nos reunimos todos en una salita, todos hablamos, y luego, de repen­
te, en plena discusión, desaparece. Podemos darnos por contentos si le
volvemos a ver antes de comer o de cenar.»

6 Cfr. Lettres au Castor, Gallimard, 1983, vol. 2, p. 358.

11
Huston, por su lado, guarda un recuerdo más amargo de esa misma
temporada: «Nunca he trabajado con nadie tan testarudo y categórico
como Sartre. Es imposible sostener una conversación con él. Es imposi­
ble interrumpirle. Sin tomar aliento, me ahogaba en un torrente de pala­
bras (...). A veces, agotado por el esfuerzo, tenía que salir de la habitación.
El murmullo de su voz me seguía un rato y cuando volvía, ni siquiera se
había dado cuenta de mi ausencia»7. Por otra parte, en el capítulo de su
autobiografía dedicado a la película Freud, la amargura se trasluce en
cada página y las observaciones desagradables no perdonan a nadie: ni
a colaboradores, ni a intérpretes. Después de la proyección de un cortome­
traje (Let There Re Ligbt), que había realizado en 1945 sobre el tratamiento
por hipnosis de los neuróticos traumáticos de guerra, Huston, durante la
estancia en St. Clerans, ¡intenta hipnotizar a Sartre! Fracaso total, «hay
individuos reacios» deduce Huston8. .

M an uscrito s

Problema para el editor. ¿Qué textos debe seleccionar? Suponiendo


que Sartre hubiera consentido, en vida, que se publicara su guión ¿qué
versión habría elegido? Quizás —¿quién sabe?— hubiera presentado un
nuevo refrito sensiblemente diferente de las dos primeras versiones. A
Sartre no le gustaba copiarse. Tenemos una prueba, entre otras miles:
cuando intenta refundir el criticado guión empieza por utilizar el primer
manuscrito, suprimiendo aquí y añadiendo allá; modifica un diálogo so­
bre el margen derecho, hace comentarios o precisa las indicaciones de
lugares y gestos sobre el margen izquierdo. Pero muy pronto deja de uti­
lizar el texto mecanografiado y se van acumulando nuevas cuartillas del
famoso papel cuadriculado.
Habríamos podido publicar, como solución editorial, todo lo que
llegó a nuestras manos. A saber:
1. La sinopsis, cuyos diferentes ejemplares consultados son pare­
cidos.

7 Merece ia pena leer el capítulo entero a pesar de su tono persistentemente amargo. Pa­
rece seguro que el tema de la película influyó en indo esle asnillo y más aún durante el roda­
je, si se da crédito al relato detallado de Roben La ( »uardia en su biografía de Montgomery
Clift, Avon Books, 1978, cap. IX, «Pasiones set retas» v de vas! adoras...
s Op. cit., p. 276.

12
2. El guión entregado a Huston en 1959 (que de ahora en adelante
llamaremos versión I).
3. El nuevo guión, cuyo manuscrito, a nuestra disposición, está lle­
no de lagunas e inconcluso (versión II).
4. Diversos fragmentos que se han encontrado.
Esta solución tenía la ventaja de hacer accesible al lector todo el ma­
terial recopilado actualmente. Y digo actualmente, pues nada nos asegu­
ra que algún día no se pueda disponer de otros fragmentos o de otras
formas del guión. Incluso se puede asegurar lo contrario. En efecto, se
sabe que a Sartre le importaba un comino el destino de sus manuscritos
y que los distribuía generosamente o los extraviaba o incluso permitía
que éste o aquélla los acapararan. Además, todos los que conocen, aun­
que sea de lejos como yo, el mundo de la industria cinematográfica, saben
que un guión, desde el momento en que se concibe hasta el momento en
que se realiza, pasa por toda una serie de etapas y refundiciones y que se
le modifica a capricho de las exigencias del productor, del realizador y
hasta de los intérpretes, exigencias a las que el autor, por las buenas o
por las malas, tiene que suscribirse. En esas condiciones es muy difícil
—imposible cuando la edición es postuma— decidir lo que constituye la
versión auténtica, el texto original. Por otra parte, al tratarse de un
guión donde el autor tiene la obligación de indicar los movimientos, los
sentimientos y los decorados, mientras espera la imagen, ¿puede ha­
blarse de un texto?
Nos pareció también que si publicábamos todo en montón, sólo con­
seguiríamos desanimar al lector de buena voluntad, al presentarle, por
una parte, un enorme volumen (éste ya no es delgado...) y al enfrentarle,
pot> otra, con una serie de documentos dispersos y muy repetitivos. En
fin, en el estado actual de la edición de las obras de Sartre, hubiera sido
abusivo, según nuestra opinión, pretender elevar a la eminente situación
de «edición erudita» con su aparato crítico e inventario de las variantes,
una obra que el autor consideraba, sin duda alguna, como menor.
No se encontrará, pues, aquí una edición erudita del «guión de
Freud». Dejemos que los especialistas de Sartre se encarguen, más tarde,
de establecerlo así, si lo juzgan necesario. Por nuestra parte hemos elegi­
do deliberadamente una opción menos ambiciosa pero que esperamos
justificada.
Hemos conservado como texto fundamental la versión I. De este
modo el guión no tiene lagunas (paginación seguida al no faltar nin­
guna hoja) y está completo (consta de la palabra fin ). Se puede estable­

13
r

cer sin gran riesgo la hipótesis de que si Huston y sus colaboradores no


lo hubieran criticado, Sartre no hubiera ido más lejos: su «producto», una
vez entregado, se habría convertido en otra cosa. A este guión, publica­
do aquí por primera vez, adjuntamos cierto número de secuencias de la
versión IIV. En este punto, no nos libramos de la arbitrariedad de toda
antología. El criterio para la elección fue el siguiente: eliminación de las
secuencias que ya no figuraban, aunque fuera de una forma bastante di­
ferente, en la versión I; selección de las escenas que nos parecieron más
fuertes o más demostrativas del cambio de estilo que se produjo de una
versión a otra. Al fin de que el lector pueda hacerse una idea relativamente
precisa de la diferencia entre las dos versiones, presentamos en un apén­
dice un breve cuadro comparativo*. Igualmente se puede encontrar en
un apéndice la sipnosis de 1958 que nos descubre que, aunque Sartre ha­
bía encontrado su hilo conductor, no cesó de retorcerlo para que sirviera
a sus propósitos.

F uentes

¿Cuáles fueron las «fuentes» de Sartre? A veces, las casualidades de la


edición hacen bien las cosas. Precisamente en 1958 aparece, traducido al
francés, el primer volumen de la gran biografía de Fréud escrita por
Ernest Jones; este volumen se refiere al período que interesa a Huston y
a Sartre y que concierne al «joven Freud», y se termina con la publica­
ción de La interpretación de los sueños, inmediatamente después de la muer­
te del padre10. Dos años antes se habían publicado, bajo el título de El
nacimiento del psicoanálisis, las cartas que se encontraron de Freud a Wib
helm Fliess y los manuscritos adjuntos a la correspondencia, que supo­
nen una revelación, incluso para los especialistas. Resulta muy difícil va­
lorar, veinticinco años después y tras la multiplicación hasta el exceso de
estudios y testimonios sobre Freud, la cantidad de informaciones nuevas
que estos documentos esenciales aportaron. Hasta entonces se ignoraba

9 En 1981 se publicaron extensos pasajes de esta versión en «Obliques» a cargo de Mi-


chel Sicard (Sartre et les Arts, pp. 93-136).
* Iin esta edición se han omitido los extractos de la segunda versión, que aparecen en la
edición original y el cuadro compara! ivo cuya inclusión justifica J.-B. Portalis. (Nota del Edi­
tor español.)
10 Posiblemente cometa un error al invocar las casualidades de la edición. En efecto,
es muy probable que la biografía de Jones que apareció en Estados Unidos en 1953 diera a
Huston la idea de hacer una película sobre l ;rcud.

14
casi todo de la persona de Freud, porque él mismo Jo había deseado así
desde el principio, ya que quería «hacerles la tarea ardua a sus futuros
biógrafos», como decía con una mezcla de ironía y orgullo. Pero me pa­
rece que lo que realmente deseaba era confundir su destino con el de la
«causa» psicoanalítica. Temía, y desde luego con razón, que las verdades
de la ciencia que él había fundado y que consideraba singulares y univer­
sales a la vez, se vieran comprometidas, una vez que se revelaran los de­
terminantes personales, familiares y culturales que habían hecho posible
su descubrimiento. Ahora bien, aunque en cierto sentido se trató de una
biografía «oficial» edificada por un guardián de la ortodoxia y discípulo
vigilante (incluso las sombras tienen la finalidad de hacer resaltar la luz
del protagonista), Jones aporta sobre el hombre Freud unos datos hasta
entonces insospechados11. En cuanto a la correspondencia con Fliess,
demuestra, entre otras cosas, la intensidad del vínculo que unió a los dos
hombres y sobre todo a Freud con Fliess; sin esa pasión, sin esa trans-
rencia aún innominada ¿habría nacido algún día el psicoanálisis?
Nadie duda de que estas lecturas transformaron radicalmente la ima­
gen que Sartre tenía de Freud. Le mostraron una personalidad contra­
dictoria, violenta y contenida en permanente lucha con ella misma y con
su medio, testaruda y desgarrada, y presentaban la invención del psicoa­
nálisis como el producto de un largo trabajo realizado en sí mismo y so­
bre todo —lo que valía mucho más a los ojos de Sartre— co n tr a sí
mismo, con sus caminos, sus atolladeros y sus retrocesos12. En fin, esas
lecturas permitieron que Sartre viera en la sucesión de hipótesis elabora­
das y en la modificación a veces drástica de la teoría (pensemos en el
abandono de la teoría de la seducción) algo completamente distinto de un
ejercicio puramente intelectual o al resultado empírico de una compara­
ción minuciosa de los hechos, sino más bien el mecanismo de una cura
en la que Freud, lo mismo que los neuróticos que trataba como podía, y
solamente como podía, era lo que estaba en juego. Freud, médico y en­
fermo, casi a pesar suyo, habría descubierto el psicoanálisis —el método
y sus propósitos— para curarse a sí mismo, para resolver sus propios
conflictos. El Freud que ese año se revela ante Sartre anuncia su «idiota
11 La parcialidad a veces vengadora de Jones se revela sobre todo cuando los «rivales»
entran en escena con la constitución del «movimiento». Pero, en conjunto, se puede dar cré­
dito al primer volumen que describe los años de formación de Freud. La «horda» no existía
aún y no había un padre primitivo ni unos hermanos enemigos.
12 Había que mostrar a Freud no cuando sus teorías ya lo habían hecho famoso, sino en
la época en que, hacia los treinta años, se equivocaba completamente, cuando sus ideas lo
habían conducido a un callejón sin salida y sin esperanza.

15
de la familia»; la neurosis y la creación son aliados, y lo son porque la
neurosis es ya una creación, aunque privada, privada de sentido para su
autor, porque está escrita en un lenguaje cuya clave no posee (y ¿cómo
sería posible abrir una caja cuya llave está en el interior?). Neurosis y
creación: tema de disertación mientras se confrontan unas entidades,
pero también un camino que hay que explorar constantemente en su
«universal singular», camino que en todo caso Sartre explota sin cesar,
desde Baudelaire a Flaubert pasando por Saint Genet y Las Palabras.
La idea que anteriormente tenía Sartre de Freud —la de un jefe de
una escuela doctrinaria, de cortos alcances, filósofo mediocre cuyos con­
ceptos no resisten el examen, y bien sabe Dios que el de Sartre puede ser
devastador—, esa idea, decíamos, se desmorona. Y a Sartre le producía
un enorme placer el hecho de ver sus ideas trastornadas, a condición
de que fuera él quien sacara las conclusiones. Todos los rasgos de Freud,
su intransigencia, lo que en él hay de intratable cuando se trata de ceder
con respecto a lo que exige la verdad, su tenaz oposición a la medicina
y a la psiquiatría que imperan allí donde sólo pueden hacer alarde de sus
títulos, el antisemitismo solapado del que es objeto, su soledad, o mejor
dicho, lo que tiene que vivir como soledad, su pobreza también y su gran
desprecio por los honores, seducen a Sartre. En cierto sentido se recono­
ce en ellos. Apostaría incluso que es capaz de perdonar a Freud su pa­
sión exclusiva por Martha, sus tenebrosos celos, él que escribió «no se
puede pedir a la vez agradar y amar»13.
Recuerdo haberle oído decir con deleite, mientras leía el libro de Jo­
nes: «Pero oigan, su Freud era neurótico hasta la médula.» Por eso puede
comprender, si no admitir, unas nociones que, anteriormente y como el
filósofo cartesiano que aún seguía siendo y más de lo que creía, había he­
cho pedazos, tales como la del pensamiento inconsciente y la de la repre­
sión. Según un testigo, Sartre decía hablando de Huston: «Lo más mo­
lesto de él es que no cree en el inconsciente.» ¿Se trata de un interesante
cambio o de una proyección desconocida? Como lector del guión me in­
clino por la primera hipótesis, ya que me parece indiscutible que Sartre
supo hacer perceptible, y por lo tanto que primero fuera perceptible para
él, cierto número de fenómenos cuya justificación no bastaría con la no­
ción de mala fe que durante mucho tiempo había sostenido para «ir en
contra» de Freud.

n Las Palabras.

16
Otra cosa debió de ayudarle a modificar así sus primitivos puntos de
vista; su interés por la histeria, que se mantuvo a lo largo de su obra. Ese
interés, que llegaba incluso a la fascinación, encuentra en Sartre, según
mi opinión, un doble motivo. Sqhemos que es imposible una coinciden­
cia absoluta con uno mismo y que por consiguiente todos somos a c t o ­
r e s , pero ¿por qué el histérico(a) lo es más que otros? Por otra parte, la
histeria plantea un problema irritante a una filosofía de la libertad.
¿Cómo es posible que una libertad, que en principio se supone desarrai­
gada, pueda dejarse cautivar por lo imaginario hasta perderse en ello en
cuerpo y alma? Puede concebirse que durante breves momentos y en
condiciones particulares (sueño, emoción) se convierta, como decía el
«joven» Sartre, en conciencia «imaginante» o «mágica», pero ¿cómo com­
prender que una existencia esté enteramente animada por lo imaginario
sin poder jamás recuperarse? Por lo tanto ¿qué es un histérico, una vez
descartadas las hipótesis de la simulación y del traumatismo? En cierto
sentido a Sartre le parecía menos extraña la locura, ya que veía en ella
una forma de lucidez retorcida pero superior (pensemos en el personaje
de La habitación, o en Franz de Los secuestrados de Altona). De ahí la salida de
tono que un día soltó: «Considero a los locos como a unos mentirosos.»
Pero ¿pueden acaso considerarse los trastornos histéricos como menti­
ras, sobre todo cuando atacan a las funciones vitales (ceguera, anorexia,
parálisis, astasia-abasia, asma) como era el caso en las pacientes tratadas
por Breuer y Freud? El psicoanalista calificaba de misterioso el salto de lo
psíquico a lo somático. Pero es aún mucho más misterioso para el filóso­
fo el salto de la conciencia a la inercia. ¿Cómo diablos la transparencia
puede «elegir» la opacidad? ¿Cómo un actor agente puede caer (de-caer)
en la pasividad original?14.
Cabe señalar que en esta ocasión son sobre todo los casos de histeria
los que llaman la atención de Sartre y más especialmente los casos de
histeria femenina. Desde luego, la época que se contemplaba se prestaba
a esa elección, pero se nota la simpatía de Sartre hacia esas mujeres con
líos (en las dos acepciones de la palabra), hacia esas vienesas nerviosas y
llenas de fantasmas que con un mismo movimiento atraen, desafían y se
burlan del hombre-médico envarado por su traje domingero y por una
ciencia que quiere sin fallo. Sin duda, Sartre, que nunca ocultó que prefe­
ría la compañía de las mujeres a la de los hombres, hubiera apreciado, si

14 Cfr. en E l idiota de la familia las páginas que Sartre dedica a lo que él llama «el compro­
miso histérico».

17
las hubiese conocido, las palabras de Lacan (cito de memoria): «En toda
mujer hay algo de extraviado... Y en todo hombre algo de ridículo.» En
efecto, en este guión, con cuánta facilidad pone Sartre en evidencia el ri­
dículo y odioso masculino. Sólo se salva Freud, sin duda porque Sartre
percibió en él, aunque fuera un excelente marido y un buen padre de fa­
milia, algo femenino, ya que fue el primero que supo escuchar a las mu­
jeres —y no para seducirlas, sino para que pudieran hablar de sus sufri­
mientos y de su placer. Con el reconocimiento de la bisexualidad, la lí­
nea divisoria masculino/femenino no es ya lo que era.
Pero volvamos a nuestras fuentes: Jones, pues, en primer lugar y las
cartas a Fliess, los Estudios sobre la histeria y el caso Dora de Cinco psicoa­
nálisis, para sacar de todo ello material clínico y extraer unas figuras he­
terogéneas; y finalmente una lectura, que imagino bastante superficial,
de La interpretación de los sueños, para tomar, como modelo algunos sueños
de Freud. Podemos añadir, a título anecdótico, que con el fin de ilustrar
el paso de Freud por La Salpétriére, Sartre reúne algunas informaciones
sobre Charcot gracias a una lectora intermediaria. Las personas serias o
tristes —con frecuencia son las mismas— convendrán en que su trabajo
de documentación no fue considerable ni muy preciso. Sea. Pero en pri­
mer lugar, el propósito de Sartre no era hacer una película rigurosamen­
te conforme con la realidad de los hechos; encontraremos pruebas de
ello en cada una de estas páginas y ésa fue la razón por la que inmediata­
mente renunciamos al absurdo proyecto de indicar con unas notas, para
el caso de que algún crédulo lector confundiera este guión con un docu­
mento histórico, las modificaciones que Sartre hizo de dicha realidad.
Además, las invenciones de Sartre tienen a veces tanta fuerza que inclu­
so aquel que cree conocer al dedillo la saga freudiana, desconfía de su
memoria y se apresura a consultar su biblioteca, preocupado por verifi­
car el hecho y por descubrir la deformación y la pura invención, antes de
convertirse en aún más freudiano y de reconocer que al ser el recuerdo y
la ficción imposibles de separar, el problema de lo verdadero y de lo fal­
so deja de plantearse. Pienso, por ejemplo, en la escena del peluquero (3.a
parte, versión 1, pp. 319-321), o en el asombroso retrato del doctor Meynert
(2.-1parte, versión 1, pp. 139-143). ¡Más verdad que la verdad misma! El len-
je común lo dice bien: «¿De dónde ha sacado esto? Se diría que él estaba
ahí.» Más tarde Sartre «inventará» del mismo modo a los padres y la in­
fancia de Flaubert. Podría decirse que se entrenó con su Freud.
En fin —-y aquí de nuevo estaría justificada una comparación con El
idiota de la fam ilia—, el proyecto de Sartre aspiraba a una perspectiva «to­

18
tal» que quizás encontró su plena realización en Flaubert. La tentativa
grandiosa y, mucho me temo, totalmente insensata, de saber y sobre
todo de comprender todo de un hombre —tentativa que se demuestra
explícitamente en este «tratado»— es seguramente una antigua apuesta
de Sartre (un reto a Dios, que se le convertirá a su vez en una «pasión
inútil»). Me inclinaría a creer que el Freud hizo posible el Flaubert. Con
El idiota de la fam ilia la apuesta está (casi) hecha. Con el guión, la apuesta
sigue en pie en la misma medida en que fracasa, porque Sartre pretende
coger muchos hilos a la vez, sin soltar ninguno. De hecho, para esa su
perspectiva total hubiera necesitado miles y miles de páginas para hacer
inteligible el conjuntó del Freud-judío y el Freud-burgués, el Freud-hijo y
el Freud-Fliess, el Freud neurólogo y el Freud-«neurótico», el Freud civi­
lizador y el Freud pulsional, el Freud de la «Viena de fin de siglo» y el
Freud sin fronteras... Sobre todo ¿cómo hacer visible la realidad psíquica
que es el único objeto del psicoanálisis? La r e a l id a d psíquica —y no el
«psiquismo», ese vientre fláccido— formada por una red de representa­
ciones como los nervios con sus sinapsis y los rieles con sus sistemas de
agujas, sometida a ciertas leyes y gobernada por ciertos mecanismos. La
dificultad estriba en que a la pregunta abrupta y obsesiva de Sartre «¿qué
se puede saber de un hombre?» —pregunta que no es la suya—- el
psicoanálisis sólo puede aportar una respuesta decepcionante: que no es
«nada», sino «lo que el hombre ha sabido siempre». Primero y quizás úni­
co obstáculo: la amnesia. En cuanto a la desaparición de la amnesia, pue­
de decirse que consiste, no en exhumar, como un arqueólogo, los recuer­
dos enterrados, sino en permitir a la memoria hacer suyo lo que nunca
fue. En el psicoanálisis, el a co n t ecim ie n t o no es una reminiscencia de
lo vivido.

El v ín c u l o de pa t e r n id a d

¿Quién no recuerda esta fórmula de Las Palabras: «El buen padre no


existe, es la regla; que no se les reproche a los hombres, sino al vínculo de
paternidad, que está podrido.» Sin embargo, Sartre va a disponer su guión
alrededor de este vínculo, según una visión bastante clásica para noso­
tros pero sin duda nueva para él: Freud enfrentado con la figura de su
padre, recorriendo sin tregua, con sus maestros Brucke, Meynert y
Breuer ese trayecto del afecto, del rechazo y de la ruptura y volviendo a
encontrar continuamente en sus enfermos ya sea el padre seductor (Ce-
cily), ya sea el padre castrador (Karl), hasta la liberación final que, con la

19
muerte de Jakob, le convierte en padre del psicoanálisis. Probablemente
Sartre, que se deseaba a sí mismo sin padre y que incluso en su trabajo
de escritor se negaba a considerarse como «padre de su obra», encontró
en ese destino del joven Freud unas razones para, si no destruir, al me­
nos quebrantar su convicción. Al centrar, como lo hace aquí, la búsqueda
y el descubrimiento freudiano en la relación con el padre15, demuestra,
al mismo tiempo, que esa relación no está necesariamente condenada a
la alternancia agotadora de la sumisión y de la rebeldía, a la oposición ta­
jante de la pasividad y del acto puro; quizás incluso se da cuenta de que al
querer prescindir de padre se corre el peligro de sólo ser, durante toda la
vida, un hijo de las palabras... La ventaja y la desventaja de las palabras
es que sólo se unen entre ellas. Aquel que se niega a recibir y a transmi­
tir, tendrá siempre el temor de ser un falsificador, un ser verbal, un fa­
bricante de gestos.
No creo —el lector juzgará— que Sartre proponga con su guión una
«interpretación» personal, original, de Freud. Por el contrario, me gusta­
ría creer que Freud, aún cuando como en este caso se vea recortado a
grandes rasgos («recorte» cinematográfico obliga) ha in terpretad o a
Sartre. Es un hecho que, después de su relación con Freud, Sartre co­
mienza una autobiografía de la que por el momento sólo conocemos el
título (Jean sans terre, Jean sans pere...). De este proyecto, una vez más,
incompleto, se derivan Las Palabras y luego, por una vía más indirecta,
El idiota de la familia. Recuerdo que para llevar a cabo la autobiografía,
que se estaba convirtiendo en un «autoanálisis», Sartre decidió anotar
sus sueños, él, el hombre del día, y pasar unos tests proyectivos, él, el
hombre del «proyecto». Consideró incluso, aunque en realidad sólo du­
rante el rato que duró una muy breve conversación, comenzar un análi­
sis, ¿Qué representaba para él el psicoanálisis? Un instrumento de cono­
cimientos útil, indispensable sin duda, pero un instrumento del que
conseguiría apropiarse una vez que se lo propusiera. ¿Transferencia? ¡No
sé lo que es! La transferencia, es decir, la necesidad de dirigirse a un des­
tinatario desconocido en esas señas, definitivamente ausente y casi im­
posible de encontrar, para permitir que venga a uno lo desconocido.
Sin querer forzar la nota, se puede aventurar la hipótesis de que el
guión sobre Freud fue también para Sartre un t eatro de F reud donde
interpretó su papel (nunca menosprecia a Freud, sino que expone honra­
damente sus primeras concepciones) y que, aunque al principio lo consi­

l=i ¡K1 padre! ¡Siempre el padre!

20
derara como una diversión en comparación con el trabajo al que iba a
consagrarse en cuerpo y alma —La Crítica, El idiota—, terminó divirtién­
dolo por su propio programa. Quizás, durante un tiempo, consintió en
considerarse, como todos nosotros, hijo de Freud, aunque riéndose para
sus adentros. Pero un hijo infatigable y totalmente decidido a no llevar a
cuestas durante demasiado tiempo a ese Anquises.

¿Y si l a c o sa p sic o a n a l ít ic a r e c h a z a r a l a im a g e n ?

Una vez en su vida, Freud tuvo la ocasión, él también, de dejarse se­


ducir por el cine, por el proyecto, desde luego tentador, de poner en
imágenes el psicoanálisis. En 1925, Karl Abraham, el buen discípulo, le
incita a aceptar una proposición seria: «El proyecto, le escribe, se aco­
moda al espíritu de nuestro tiempo y sin duda alguna llegará a realizar­
se.» Freud, de entrada, se muestra reticente. El argumento tradicional «si
esto no se hace con nosotros, lo harán sin nosotros incompetentes y
será mucho peor», no influye en él. Abraham insiste. Freud se enfada y
dice que se le está coaccionando16. El motivo en el que funda su negati­
va es de orden teórico, es una cuestión de principios y se apoya en la
esencia misma de la cosa. Freud lo formula así: «Mi principal objeción
radica en que no me parece posible hacer de nuestras abstracciones una
presentación plástica que tenga algún valor17. No sé puede pretender
que demos nuestro beneplácito a algo insípido (...) el breve ejemplo que
me menciona usted, la presentación de la represión por el medio indirec­
to de mi comparación de Worcester18 parecerá más ridículo que instruc­
tivo.»
¿Qué entiende exactamente Freud en este caso por «abstracción»?
¿Las grandes instancias tópicas, el yo, el ello y el superyó? ¿Las operacio­
nes psíquicas como la represión y la proyección? Sí, pero creo que habría

16 Finalmente se rueda la película con la colaboración de Abraham y de Sachs, pero sin


la de Freud: Gemheimnisse einer seele (Secretos de un alma), realizada por Pabst. Sobre este episo­
dio, ver la Correspondence Freud-Abraham, Gallimard, 1960, especialmente las pp. 388-391, así
como el estudio «Chambre á part» (en Nouvelle Revue de Psychoanalyse, núm. 29, 1984) de Pa-
trtck Lacoste, que me hizo recordar el intercambio de cartas al que me estoy refiriendo.
17 ¿Qué le hubiera dicho Freud a Einsenstein, que soñaba con rodar una película sobre
/:/ capital,?
18 Se trata de una comparación enunciada por Freud en una de las conferencias que pro­
nunció en 1909 en Worcester (las «Cinco Lecciones»), entre el deseo reprimido que insiste
i-n volver a un personaje intruso del tipo: «se le pone en la puerta y entra por la ventana».

21
que ampliar el alcance de la palabra —y por lo tanto de la objeción— al
conjunto de la «cosa» psicoanalítica: la imagen no puede reflejar nada de
la vida mental sin que sea una falsificación. El fin de la no-aceptación
que enfrenta a Freud y a Abraham sólo expresaría un fin de no-
aceptación primordial: la imagen no acepta al inconsciente.
¿Por qué un sueño le parece al que sueña como una proyección de
imágenes, incluso como una película que se desarrolla en una pantalla y
de la que él sería el espectador?19. Sí, ¿por qué un sueño, una vez que se
transcribe al cine, deja de ser un sueño, aun cuando sucede que toda una
película llamada realista puede percibirse como onírica'1
Existe en esto una paradoja. En un sentido, el psicoanálisis liberó lo
imaginario, extendió el dominio de lo visible más allá del campo de la
percepción y marcó con su influencia tanto la vida personal como colec­
tiva: sueños, ensueños, fantasmas, escenas visuales, teatro privado y ciu­
dades ideales de los visionarios nos acompañan sin cesar. Pero, en otro
sentido, el psicoanálisis desacreditó ese visible al destituirlo de esa situa­
ción a la que aspiraba: el inconsciente, como el ser de los filósofos, no se
deja v e r . Veamos un ejemplo: Cuando Freud separa, con el análisis, los
diferentes procedimientos del trabajo del sueño —condensación, despla­
zamiento, sobredeterminación, elaboración secundaria— encuentra uno
al que llama darstellbarkeit, que consiste en la necesidad en la que se
encuentra el que sueña, ante la imposibilidad en que lo sitúa el sueño de
recurrir a la actividad motriz, de representar en imágenes visuales, de
«alucinar» su ívunscb, su deseo inconsciente20. Esta coacción sólo se le
impone al sueño, y sólo a él, y no se encuentra en otras formaciones del
inconsciente como el síntoma o el acto fallido. Dicho de otro modo, la
imagen es menos expresión que figuración, presen tació n p l á s t ic a ,
como dice Freud en su respuesta a Abraham antes citada. Ahora bien, el
cine, como el sueño, está condenado a ésa forma de presentación (dars-
tellung): todo lo que el guionista inscribe en palabras en el margen iz­
quierdo de sus cuartillas —gestos, movimientos, emociones, entonacio­

14 Confusión, mejor que lapsus, que el que relata un sueño comete con frecuencia: «Fin
ese momento de la película...» Véanse también los trabajos de Bertrán Lewis sobre «la pan­
talla del sueño».
20 lista coacción puede ser causa de largos rodeos de la imagen para que el mensaje lle­
gue. Por ejemplo, para tener la seguridad de que la palabra «corto», con toda su carga se­
mántica y sus referencias sexuales, pueda atravesar el umbral de la conciencia, tendrá que vi­
sualizarse bajo las formas de imágenes de «corta de árboles», de «cortijo», de «cortina»; un
personaje se llamará Sr. Cortado... En este caso, la insistencia sólo aparecerá en el «relato»
del sueño, que es lo único que se presta a la interpretación.

22
nes, descripciones de lugares, de objetos, etc.— debe, idealmente, con­
vertirse en imagen. De otro modo, no será de ningún provecho. La
«presentación plástica», la figurabilidad, de ser una simple condición se
convierte en ley. Lo «no-figurativo» (las «abstracciones») se somete en­
tonces a lo «figurativo»: todo debe, de forma desapercibida, recaer en la
imagen. Todo lo que hace la investigación analítica, es decir, el funcio­
namiento escalonado de la pulsión y de aquello en lo que ésta delega sus
poderes: afectos y signos, casi siempre puntuales, «insignificantes» fuera
de contexto y fuera de texto. La pulsión actúa y al final de sus operacio­
nes de pensamiento, a t r a v ie sa la imagen; hace signo, pero no ima­
gen. Por eso se producen tantas incomprensiones, entre las cuales
el relativo fracaso del «cine psicoanalítico» es sólo una manifestación,
por lo demás benigna. La confusión no se aclarará —¿es necesario que
se aclare?— aun cuando se haya dicho y demostrado cien veces que la
cosa sexual freudiana no se reduce a las cosas del sexo y que vive de esa
diferencia; que el Edipo no es lo que nos vincula al padre o a la madre;
que el horror al incesto nace de una representación insoportable y no de
una prescripción social.
El autor del guión que se leerá seguidamente no se libró de esa con­
fusión. Me parece que si hubiera sido más libre con respecto al «género»
que se le impuso, hubiese conseguido proyectar, por decirlo así, m ás in­
consciente. Sorprendentemente, lo siento más freudiano cuando dirige,
con su osadía y su eficacia de dramaturgo, las relaciones pasionales entre
sus personajes que durante sus incursiones forzadas en la fantasmagoría
de Cecily o en unos sueños cuyo simbolismo edípico —pero sólo el sim­
bolismo, nunca el singular recorrido de las «representaciones» electi­
vas— salta a los ojos.
Una última observación: es posible que la aparición del guión de Sar­
tre en una colección como «El psicoanálisis en su historia» produzca ex-
trañeza. Una colección que hasta ahora servía para acoger documentos
sin revisar o minuciosas investigaciones cuya principal preocupación era
la veracidad. Sin embargo, la presente publicación es un verdadero docu­
mento. Una importante obra que se suma al historial de las relaciones de
Sartre con Freud. Ahora bien, indiscutiblemente, la larga y compleja his­
toria de esas relaciones forma parte, a la vez, de la historia de Sartre y de
la del psicoanálisis (por lo menos en Francia, donde no existe nadie que
no haya tenido que definirse con respecto a Freud). Esa historia pertene­
ce a la historia de las ideas y, por lo tanto, a la nuestra.
J.-B. P o n t alis .

23
Prim era versión
( 1959)
i
Primera parte

( 1)

SEPTIEMBRE DE 1885.

Las siete de la mañana. El pasillo de un hospital. La luz (mecheros de gas tipo A ucr) se
aliaga; p o r ¡as ventanas se filtra algo de claridad. Una gran puerta da a una sala que se vis­
lumbra vagamente; el hospital se despierta; unas enfermeras se afanan a l fondo de la sala; re­
hacen las curas y atienden y lavan a los enfermos ( únicamente mujeres). La sala, deteriorada,
alumbrada p or luz de gas, tiene un aspecto siniestro. Encima de la puerta hay un letrero: Sala
de Oftalmología. Servicio del doctor Heinz,
Dos camilleros aparecen en el pasillo llevando en una camilla a una anciana con los ojos
tan fijos que parece ciega. Se detienen ante la puerta y dejan la camilla en el suelo para tomar
aliento. Los dos son entrados en añosy con el bigote ya canoso. Se secan ¡afrente.
Una enfermera —cuarenta años, rasgos duros, gafas— se acerca desde el interior de la
sala y aparece en la puerta. Mira a la anciana y a los camilleros con expresión desabrida y
apremiante. Los camilleros bajan los ojos con una resignación anticipada.
La enfermera mira a la enferma.
L a e n f e r m e r a : ¿Qué le pasa?
La reconoce.
¡Otra vez! ¡Ah, no!
P rimer c a m il l e r o : Pero ¿qué quiere usted que hagamos con ella?
L a e n f e r m e r a : Ya se lo he dicho a ustedes: sala de psiquiatría.

27
Se toca la frente.
Es esto lo que marcha mal.
S egundo c a m il l e r o : No la quieren.
La en ferm era : ¿Los psiquiatras?
S egundo c a m il l e r o : Dicen que no tiene nada.
La en ferm era : Pues entonces mándenla a su casa.
La anciana se incorpora un poco. Parece acorralada.
La en fer m a : Soy ciega.
Habla sin dirigirse a nadie.
La en ferm era (risa seca y desagradable): ¡Ya me gustaría a mí ver tan
bien como usted, buena mujer! (A los camilleros.) El doctor Heinz la
examinó ayer: todos los órganos están sanos; es una comedianta, eso
es todo.
P rimer c a m il l e r o : Comedianta o no, pesa lo suyo. Hay camas en
su sala.
I m enfermera les cierra la puerta en las narices. Se miran confusos.
S egun d o c a m ille r o (a la anciana): ¡Q ué pesada! ¿No podrías ser cie­
ga de verdad?
La a n c ia n a (monótona): Soy ciega.
El prim er camillero la mira y decide bruscamente llamar de nuevo con los nudillos. La
puerta se vuelve a abrir y aparece la enfermera, furiosa.
La en fer m er a : Les he dicho....
I.os ve viejos y cansados y se compadece de ellos.
P rimer ca m ille r o (con voz lastimera): Llevamos dos horas cargando
con ella.
L a en ferm era : Diríjanse al doctor Freud. Es él quien se ocupa de la
administración en ausencia del profesor Scholz.
P rimer c a m ille r o : ¿Dónde está?
La en fer m er a : Supongo que en su habitación. Es la número 120,
en la Sección de Neurología.
S egun d o cam iller o (tristemente): ¡Está lejos!

La enfermera se encoge de hombros y les cierra la puerta en las narices p or segunda vez.
El prim er camillero se rasca la cabeza.
P rimer c a m ille r o (a la anciana): Podrías ir andando ¿no?
L a a n c i a n a (asustada): ¡No!
P r im e r c a m i l l e r o (desanimado): ¡Es verdad! ¡Para colmo tiene una
p iern a m ala!
S eg u n d o c a m ille r o (en el mismo tono): Una pierna... ¡Que te crees tú
eso!
L a a n c i a n a (gritando): ¡Soy paralítica!
P rimer ca m il l e r o : ¡Y yo soy un lisiado!

Se escupen en las manos y levantan de nuevo la camilla. Otro pasillo. Una puerta con un
número: 120. Empieza a clarear. Una espesa humareda se filtra p or debajo de la puerta.
Aparecen los camilleros, derrengados p or su pesada carga. Dejan la camilla en el suelo. El
prim er camillero se seca la frente. El segundo empieza a toser. El prim er camillero lo mira con
sorpresa y resopla.
P rim er c a m il l e r o : ¡Oye!, ¡hay fuego!
Miran a su alrededor y ven el humo que sale de la habitación. El segundo camillero llama
a la puerta. Nadie contesta. Se vuelve hacia su compañero con cara de interrogación.
P rim er c a m il l e r o : Llama más fu erte.

El segundo camillero llama másfuerte.


Se ve una habitación bastante amplia pero muy miserable. Una cama de hierro, deshecha
(del mismo tipo que las camas de ¡os enfermos), una palangana y una ja rra sobre una repisa,
una estantería cargada de libros de medicina, y un escritorio. Una maleta abierta, cerca de la
cama; una maleta cerrada y otra abierta (llena de trajes y de ropa interior).
En medio de la habitación, una estufa de hierro con un tubo muy largo que atraviesa el te­
cho. Un hombre, de espaldas y en cuclillas, está cerca de la estufa, de donde salen torbellinos de
humo.
En el suelo, a su lado, fajos de papeles y de cuadernos que coge metódicamente para meter­
los en la estufa donde se van quemando. La ventana está herméticamente cerrada y las persia­
nas bajadas. Sólo las llamas que salen de la estufa iluminan la habitación.
Por fin, Freud oye que llaman a la puerta, se levanta y va hacia ella. Vemos que está fu ­
mando un cigarro.
Freud: veintinueve años, barba espesa y negra, cejas gruesas, hermosos ojos sombríos y du­
ros, hundidos en las órbitas. Expresión embrutecida, como si se acabara de despertar. Rostro
tiznado p or las cenizas; las manos, aunque cuidadas, también están tiznadas. Está completa­
mente vestido. Su aspecto es aseado pero pobre.
Va hacia la puerta, da la vuelta a la llave y abre e l cerrojo. Los camilleros aparecen entre
el humo. Los dos tosen.
Miran a Freud con asombro. Freud sale de su embotamientoy los contempla con una ex­
presión dura e impenetrable.
P r im e r c a m i l l e r o (como disculpándose): Creíamos que había fuego.
F r e u d : N o, n o hay fuego.

29
S e g u n d o c a m i l l e r o : ¿N o?
F reud (irónicoy seco): No.

Hace ademán de cerrar la puerta. Los camilleros le señalan la enferma con aire su­
plicante.
¡Ah! Es la histérica, ¿qué pasa?
P rimer c a m ille r o : Nadie la quiere.
F reud : N o lo dudo.

Tira su cigarro y se acerca a la histérica, que lo mira fascinada.


La a n c ia n a : Soy ciega.
Freud se acerca y le mira los ojos.
F reud (con dulzura): No, señora. Usted .no ve, pero no es ciega.
Aparta la manta de la anciana, que está vestida con un camisón. La pierna izquierda
está paralítica. Ijts dedos están muy juntos y como doblados hacia la planta del pie. Palpa la
pierna sin que la enferma dé muestras de notarlo. Se incorpora y tapa de nuevo con la manta
las piernas de la enferma.
Llévenla a la sala de neurología. Hay una cama libre.
S e cu n d o c a m il l e r o : El profesor Meynert ha prohibido...
F reud : Iré a hablar con él dentro de un raro. ¡Vaya!

Cierra la puerta, se dirige hacia la estufa, se agacha y reanuda su extraña tarea con una
especie de rabia enconada.

( 2)

Hl mismo hospital. Otro pasillo, igualmente deteriorado. [,as paredes están abombadas,
llenas de ampollas y de grietas; del techo se desprenden trozos de yeso. Pocas ventanas. Empie­
za a clarear. Un grupo de estudiantes está delante de una puerta. (Levitas, chisteras. Otros,
los internos o médicos que viven en el hospital, llevan batas. Casi todos tienen barba. Edad me­
dia: de veinticinco a treinta años.)
Algarabía.
En la puerta (que está cerrada) hay un letrero: «Sala de Neurología. Servicio del Profe­
sor Meynert. La clase del profesor Meynert se imparte los lunes, miércoles, jueves y sábados a
las 7,15.»
Los camilleros, cayéndose de cansancio, aparecen en el pasillo llevando a la anciana histé­
rica. Los estudiantes se pegan a la pared para dejarles pasar. Uno de los camilleros llama a
la puerta. Antes han dejado la camilla en el suelo. Los estudiantes miran a la anciana con cu­
riosidad.

30
Un est u d ian t e : ¿Qué le pasa?
Los camilleras se encogen de hombros.
La a n c ia n a : Soy ciega.
La puerta se abre. Los camilleros cogen de nuevo la camilla y entran.
Un estud ian te (con autoridad, a los otros): Lesión del nervio óptico. O
de los centros ópticos del cerebro.
La puerta se cierra. En ese instante aparece en la otra punta del pasillo el profesor Mey-
nert. Unos cincuenta años.
Los estudiantes se callan. Silencio respetuoso. Muy joven de aspecto. E l rostro hermoso
pero surcado de arrugas. Lm barba larga y pelirroja. Lleva chistera, guantes negros, levita,
cuello duro postizo muy alto, corbata de plastrón, chaleco de fantasía. Se apoya ligeramente en un
bastón con empuñadura redonda.
Los estudiantes se inmovilizan en una actitud respetuosa. Los que llevan sombrero se des­
cubren. Meynert, muy majestuoso, muy seguro de s í mismo, se quita la chistera con desenvoltu­
ra y se la pone de nuevo en seguida. Lleva guantes.

M eyn er t : Señores...
La puerta se abre. Se ve la sala de neurología (sección de mujeres). Enfermeros y enfer­
meras esperan, firm es, entre las camas.

¡Entremos!
La enfermera jefe se adelanta hacia él, que la saluda alargándole dos dedos de la mano
izquierda. La enfermera lo seguirá a una distancia respetuosa.
Meynert entra, sin quitarse el sombrero. La sala es larga, triste y casi oscura. No hay luz
artificial. Un poco de sol entra por dos ventanas que están abiertas.
E l grupo de estudiantes, en general pobremente vestidos, de modales desmañados y sin
ninguna gracia especial, sigue respetuosamente ( :omo un cuerpo de baile de un ballet) a ese
personaje elegante que anda casi bailando ( i pesar de su cojera o quizás a causa de ella) y que se
parece más a un prim er bailarín que a un profesor de medicina.
Otros enfermeros y enfermeras están de p ie entre las camas, casi firmes, ellos también.
Meynert señala con su bastón a las enfermas que lo miran, sentadas en sus camas (las que
pueden). De vez en cuando golpea ligeramente con la punta del bastón el larguero de hierro de
las camas.
Se detiene un momento delante de las dos primeras enfermas. Una de ellas (es una mujer
joven) le saluda. Meynert la mira sin responder a su saludo.
La Buenos días, señor profesor.
en fe r m a :
¿Cómo te encuentras?
M ey n e r t :
La en fe r m a : Igual que siempre.

31
Meynert mueve la cabeza y reanuda su marcha. La tercera enferma es una mujer de unos
cuarenta años. Tiene la mandíbula inferior desviada hacia la derecha. Está dormida. Meynert
golpea con la punta de su bastón el larguero de hierro de la cama.
M eyn er t :Mastoiditis doble. Intervención quirúrgica. En el trans­
curso de la trepanación se tocó el nervio óptico. Lo vimos ayer. He­
mos recurrido a los masajes; tengo intención de aplicar un trata­
miento con electricidad.
Reanuda su marcha. La enferma, que se ha despertado p or ¡os golpes del bastón, le sigue
con los ojos.
M e yn er t : Nada nuevo hoy. Salvo una hcmipléjica... (A la enfermera.)
¿La hospitalizaron ayer?
La enfermera asiente con la cabezo respetuosamente.
Bien. Vamos a examinarla.

Reanuda su marcha. Algunos pasos más allá los camilleros, quefinalmente han deposita­
do a la anciana ciega sobre una cama, esperan firmes, muy tiesos, uno a cada lado de la cama.
Meynert se detiene y mira a la enferma.
¿Una nueva entrada?
Los dos enfermeros se miran muy inquietos.
P rimer enferm ero : Viene... del servicio psiquiátrico.
Meynert, autoritario y desagradable.
M eyn ert : ¿Y bien?, ¿qué hace aquí?
Silencio de los enfermeros.
Llévensela de nuevo.
Golpea la cama con el bastón.
¿Cuántas veces tengo que decirlo? Cada uno en su lugar. No tene­
mos suficientes camas.
P rimer enfermero (con voz lastimera): Es que...

Meynert lofulmina con la mirada.


M eyn ert : ¿Q ué?
P rimer enfermero : El doctor Mannheim no la quiere.
M eyn er t : ¿Por qué razón ?
P rimer c a m il l e r o : Dice que es una hi... una hi...

32
Meynert cambia de cara. Rojo de ira y con los ojos echando chispas.
M ey n e r t : ¿Una histérica? No queremos eso aquí.
L a a n c ia n a : Soy ciega.
M e y n e r t : ¿Le h an exam in ad o los ojos?
P rim er c a m il l e r o : Sí. No tiene nada.
L a a n c i a n a (con angustia): Soy ciega.
(Murmullo entre los estudiantes.)
M e yn er t : Usted es una mentirosa, mi querida señora. Una come-
dianta. Usted ve como todo el mundo y me está haciendo perder el
tiempo.
La a n c i a n a : Soy ciega, y paralítica de una pierna...
Freud acaba de entrar p or la puerta que se había quedado abierta y se apresura a llegar
junto a Meynert. Sigue con la cara manchada de hollín y con las manos tiznadas. En el mo­
mento en que se reúne con el grupo de estudiantes, que se apartan con respeto para dejarle sitio,
Meynert se vuelve hacia la enfermera-jefe y le pregunta con una autoridad soberana y un des­
precio aplastante:
M e yn er t : ¿Q uién ha sido el im b écil que la ha tra íd o a m i se rvicio ?

La enfermera lo mira sin atreverse a responder y mira a Freud que p or fin se acerca a
Meynert. Freud tiene un aspecto sombrío y recibe en plena cara las últimas palabras de Mey­
nert. Sin embargo, responde con un poco de ironía y mucha dulzura:
F reu d : El imbécil soy yo, señor.

Meynert lo mira desconcertado. De repente se echa a reír.


M eyn ert (amistosamente): Hubiera debido figurármelo. Discúlpeme,
Freud: las' palabras fueron más lejos que mi pensamiento.
La ira le embarga de nuevo poco a poco, pero se ve claramente que trata de dominarse.
Nunca comprenderé por qué le interesan las histéricas. (Con violen­
cia.) Sabe usted muy bien que son unas simuladoras.
Freud, afable pero obstinado, dice con un profundo respeto:
I'reud : No sé n ada, señor, no sé nada aún.

Meynert, tajante:
M e yn er t : L o sabe p o rq u e y o se lo digo.

A los abatidos camilleros:


Llévensela.
P rimer c a m il l e r o : ¿Adonde?
M eyn er t : Eso no es de m i incum bencia.

Se vuelve hacia los aterrados estudiantesy señala una cama alfondo de la sala.
M eyn er t : Vamos a v e r a mi hemipléjica.
El grupo reanuda la marcha. Meynert coge p o r el brazo a Freud para borrar la penosa
impresión que su violencia ha producido en é l Le habla en voz baja:
¿Se va por fin mañana?
F reud :Sí, señor.

En ese momento se oyen unos penetrantes gritos. Los estudiantes se vuelven. Meynert y
Freud también. La anciana ciega está luchando contra los dos camilleros. Gritos, sobresaltos
violentos. Aparta las sábanas con furia, abomba el vientre y mueve las piernas convulsi­
vamente.
M eynert (autoritario y brusco): Señores, esta mañana daré una lec­
ción sobre la histeria.
Vuelve sobre sus pasos seguido de Freud, de la enfermera y de los estudiantes. Se detiene
ante la cama de la anciana. A los camilleros:
Suéltenla.
Los psiquiatras distinguen dos clases de enfermedades mentales: las
psicosis y las neurosis. Las primeras son las más graves. Se caracteri­
zan por unos profundos trastornos que afectan a la personalidad de
los enfermos y a su sentido de la realidad; su origen debe investigar­
se en los centros cerebrales. Las neurosis sólo afectan a los senti­
mientos -como la neurastenia o la neurosis de angustia- o a las con­
ductas -como la neurosis de obsesión.
Señala con la punta del bastón a la anciana, que sigue debatiéndose en todas las di­
recciones.
En cuanto a la histeria, de la que están viendo ustedes un hermoso
ejemplo, se ha tratado inútilmente de meterla en una u otra catego­
ría. En realidad esta supuesta enfermedad no existe. Con una neuro­
sis de obsesión, es v e r d a d que el enfermo está obsesionado; con una
neurastenia, el enfermo sufre ve r d a d e r am e n te de ansiedad. Aquí todo
es falso, todo es mentira.
Alarga su bastón y toca levemente las dos piernas de la anciana enferma.
¿Una pierna paralítica? ¿Cuál es?

34
Risas de los estudiantes. La anciana continúa moviéndose; sus gestos revelan todos un mis­
mo sentido: terror, rechazo, compasión, súplica, etc.
¿Crisis epiléptica?, ¿crisis epileptiforme? (Se ríe.) Los epilépticos esti­
ran sus miembros en todas las direcciones. En la epilepsia se obser­
van sacudidas clónicas, breves, con oscilaciones cortas.
Imita con la mano enguantada las sacudidas clónicas.
¿Dónde están?, ¿dónde están? Están viendo ustedes a una mala actriz
cuyos movimientos son todos intencionados.
Imita muy discretamente los movimientos de la anciana; los estudiantes miran ora a M ey­
nert ora a la anciana y se ríen. Los movimientos de Meynert se acentúan ligeramente, como si
fuera a perder el control de un momento a otro. Se da cuentay se detiene a tiempo. A los cami­
lleros:
Sujétenla. No, solamente la cabeza.
A los estudiantes:
Una cerilla.
Un estudiante rebusca en sus bolsillos y con una solicitud casi servil, le ofrece a Meynert
una cerilla. Este deja su bastón sobre la cama contiguay se quita los guantes con calma. A l es­
tudiante:
¡Pero encendida, hombre!
E l estudiante enciende la cerilla.
( Con el tono de un profesor que está ciando una clase.) ¿Qué ven ustedes?
Los ojos de la anciana: las pupilas se contraen con la luz.
Voz de de un est u d ian t e : Sus pupilas; se con traen .
<tOFF»
M eynert: ¿Creen ustedes que un ciego presentaría esa contracción
de las pupilas bajo la acción de la luz?
Muchos estudiantes responden a la vez.
Los estud ian tes : No.
M ey n e r t : La causa está vista. Basta, abuela, no nos engaña.

La anciana se calma poco a poco. Ya no se mueve, pero su pierna izquierda a l quedarse


de nuevo inmóvil recobra su aspecto de contracción paralítica.
¡Ah, no! ¡No siga!
El camisón, levantado hasta la rodilla, permite comprobarlo. Meynert triunfa.

35
Y bien, Freud. ¿Sabe usted ahora lo que es una simuladora?
Freud duda. Todas las miradas están fijas en él. Se siente dominado p or una mezcla de
ira y de timidez Finalmente habla con una voz aún respetuosa pero en la que empieza a p e r ­
cibirse la ira.
F re u d : Señor, ¿me permite usted?
Meynert lo mira fingiendo estupor, para intimidarle. Freud sigue hablando con cortesía,
pero se adivina en él una gran obstinación.
Ayer estudié yo mismo a esta enferma, en el servicio de psiquiatría.
Se acerca a un estudiante que lleva en la corbata un alfiler de oro. Le quita el alfiler con
una sonrisa:
Permítame.
Se acerca a una mesita situada entre las dos hileras de camas. Sobre la mesa hay un infier­
nillo encendido y encima de él un hervidor lleno de agua. Q uita el hervidor y calienta la punta del
alfiler con la llama, para esterilizarlo. Meynert y los estudiantes lo miran con curiosidad.
Meynert frunce el ceño.
Freud vuelve cerca de la enferma con el alfiler. Le habla con voz casi bajay persuasiva:

F reud : Señora, señora, se va usted a quedar aquí, estoy seguro de


que el profesor Meynert se lo permitirá.
Lm enferma se relaja un poco. Tiene los ojos completamente abiertos pero continúanfijos.
Observen su rostro.
Freud coge p or el pie la pierna «paralítica» y la levanta. Todo el cuerpo se levanta al
mismo tiempo. El rostro permanece indiferente.
M eyn ert : Una prueba más: con una parálisis auténtica, no se po­
dría levantar el cuerpo al levantar el miembro paralítico.
F reud : Por supuesto, señor.

Pincha a la enferma en la pantorrilla con e l alfiler del estudiante. Primero muy ligera­
mente, después muyfuerte, y finalmente clava el alfiler y lo suelta. E l rostro de la enferma p er­
manece totalmente tranquilo. Su cuerpo está inmóvil.
No hay reacción.
Saca el alfiler, coloca la pierna de la enferma sobre la cam ay va hacia la mesita para lim ­
p ia r el alfiler con un algodón.
F reu d : N o siente nada. Anestesia del miembro que cree que está pa­
ralítico.
Esteriliza de nuevo e l alfiler; se lo da a l estudiante y vuelve a poner el hervidor sobre el
infiernillo. E l estudiante contempla perplejo el alfiler y , lleno de asco, lo pincha en el revés de su
tbaqueta en lugar de ponérselo en la corbata.
Todas las miradas están fijas en Meynert, que consigue contenerse e incluso sonreír.
M e yn ert(como buen perdedor): Bravo, Freud. (A los otros.) Esta expe­
riencia demuestra que la enferma presenta una hemianestesia leve,
muy probablemente a consecuencia de unos trastornos de la circula­
ción coronaria.
Va a coger sus guantes y su bastón a la cama donde los dejó.
Eso es la verdad. La humilde verdad, señores. En cuanto a lo demás,
esta anciana no es ni paralítica ni ciega. Su verdadera enfermedad es
la mentira, como se lo acabo de probar a ustedes. (A la enfermera.)
Que se quede aquí. La examinaré.
Sonrisas de alivio de los camilleros.
Vamos a ver a la hemipléjica.
ji? aleja. Freud hace ademán de seguirle, pero Meynert lo detiene amistosamente.
M e yn er t : Márchese, Freud. Se va usted mañana y debe de tener mil
cosas que hacer. (Amablemente.) Y además, a usted, que ya es profe­
sor, no tengo nada que enseñarle.
Freud, de pronto emocionado pero conteniéndose:
F r e u d : Me hubiera gustado darle las gracias.
M e yn er t : Dentro de media hora estaré enel laboratorio. Venga si
tiene tiempo; tengo que hacerle una proposición.
Freud se inclinay se va. E l rostro de Meynert se endurece ligeramente mientras contempla
,/ su ayudante que sale de la sala. Luego se vuelve y se dirige hacia la cama de la hemipléjica
irguido de los estudiantes.
Plano de los camilleros que recogen la camilla. El prim er camillero hace un gesto con la
mam a la enferma.
P rimer c a m il l e r o : Hagamos las paces y que Dios te bendiga.
La andana, agotada y con la boca torcida p or un rictus de dolor, tiene la mirada fija y
vacía.
S e g un d o c a m ille r o (mirando a la anciana con rencor): No digas eso.
Es una posesa.
E l segundo camillero hace un gesto como para conjurar a l demonio. Se alejan.

37
(3 )

Un laboratorio (Anatomía del sistema nervioso) en el mismo hospital. Es una sala lim­
p ia y llena de luz. Estudiantes y médicos (con batas) están agrupados alrededor de distintas
mesas. Sobre cada una de esas mesas (además de diferentes accesorios: instrumentos, placas de
cristal, probetas, etc.) hay un microscopio.
Freud está inclinado sobre uno de ellos y examina la preparación de dos estudiantes que
están detrás de él y parecen extranjeros.

F reu d : Esto empieza bien.


Se incorpora y los mira con simpatía.
¡Buena suerte!
Uno de los estudiantes —un muchacho alto y rubio con aspecto de irlandés— sonríe a
Freud.

E l e s t u d i a n t e : Más su erte ten d ríam os si le v o lv ié ra m o s a v e r p ro n ­


to.
F reud : Nos volveremos a ver al principio del próximo año; sólo
tengo una beca de tres meses.
E l e s t u d i a n t e : Ya h ab rem os v u e lto a Boston.
F r eu d : ¿Tan pronto?
E l estud ian te : Cuando usted no este ya aquí, lo único que haremos
será perder el tiempo. Para eso más vale volver a casa para la Navi­
dad.
S egundo estud ian te : Doctor Freud, suceda lo que me suceda más
adelante, siempre condideraré un honor haber trabajado con usted.
E l portero del hospital, que había entrado desde hacía y a un rato, da vueltas alrededor
del grupo sin atreverse a abordar a Freud.
Freud y los estudiantes se estrechan la mano. E l portero se acerca.

E l p o r t e r o : Está aquí su novia que dice que tiene una cita con us­
ted.
F r eu d : ¿Dónde está?

E l portero señala hacia la ventana.


E l p o r t e r o : En el patio.
Freud se acerca a la ventana. (El laboratorio está en el segundo piso.) Abajo, en el patio,
ve a una joven con una sombrilla y un gran sombrero de paja.

38
F r e u d : Dígale que por favor me espere un momento; tengo una cita
con el profesor Meynert.
Meynert acaba de entrar. Todo el mundo se vuelve a mirarle. E l se descubre con un mag­
nánimo gesto.
M eynert: Buenos días, señores.
Busca a Freud con la mirada. Freud va hacia él. Meynert le coge del brazoy se lo lleva.
Estaremos mejor en mi despacho.
A lfondo del laboratorio hay una puerta, «Despacho del profesor Meynert». Meynert saca
una llave del bolsillo, abre la puerta e invita a Freud a pasar delante de él.
Freud entra en una habitación confortable y bien iluminada. Una gran mesa cargada de
libros, una biblioteca cerrada con cristales y unas butacas. Se sorprende ligeramente a l ver una
bandeja con una garrafita de aguardiente y un vasito. La bandeja está encima del escritorio,
bien a la vista.
Meynert, que no ha visto la bandeja, entra con soltura y señala a Freud una silla enfrente
del escritorio. A l sentarse fren te a él en un sillón de cuero, ve la bandeja y la garrafita. Un
momento de turbación. Meynert duda un instante y luego tranquilamente empuja hacia un
lado la bandeja. Freud empieza a hablar.

F re u d : Señor, quisiera agradecerle...


Freud habla amistosamente. Meynert permanece majestuoso e impenetrable. Niega con
un gesto.
M eyn e r t : No m e agradezca nada: no voté por usted.
Freud quiere hablar. Gesto majestuoso de Meynert. En ese momento Meynert es aún due­
ño de si mismo. Sus expresionesy sus movimientos Son comedidos.

Usted ha' obtenido la beca gracias a Brücke. Sin embargo, le conside­


ro a usted mi discípulo y el mejor de mis ayudantes y estoy profun­
damente convencido de que se merece esa recompensa. Voté que no
porque va usted a hacer una locura.
Al pronunciar la palabra locura, empieza a buscar, tanteando con la mano, la garrafita.
Se reprime a tiempoy empieza a hurgarse la barba (gesto de Moisés de Miguel Angel.)
En Berlín hay fisiólogos eminentes. En Londres también.
Ireu d se pone rígido, pero sigue siendo extremadamente cortés. Simplemente su rostro se
ha ensombrecido. Su actitud se ha vuelto desafiante.
¿Y adonde va usted? ¡A París! Para asistir a las clases de un charla­
tán.

39
La mano de Meynert vuelve a buscar el vasito, lo coge y empieza a ju ga r con él. Freud
quiere hablar. La mano se aparta de la barba para tenderse hacia él, majestuosa, e imponerle
silencio.
¡Un charlatán, Freud! ¿Qué es la coroidal?
F re u d : Una pequeña ramificación de la carótida interna.
M eyn er t : Perfecto. Pues bien, Charcot lo ignora.

Coge una revista de la mesa y se la tira a Freud.


M eyn er t : Lea esto y se dará cuenta de que no la conoce.
La mano vuelve a la barbay hurga entre el pelo pelirrojo.
¡Y ése es su futuro maestro!
Nuevo tic: la mano se aparta de vez en cuando de la barba y el índice izquierdo golpea el
lado izquierdo de la nariz.

Un charlatán que trata las neurosis con hipnotismo.


Freud muy cortésmente.
F reu d : N o todas, señor: só lo la histeria.

Se calla, estupefacto del inesperado resultado que producen sus palabras. A l resonar la
palabra histeria, la mam izquierda se aparta bruscamente de la nariz,
M eyn er t : Una charlatanería más.
La mano coge —con soltura pero sin que Meynert parezta darse cuenta— la garrafita y
sirve con decisión el aguardiente en el vasito. Vuelve a dejar la garrafita y levanta e l vaso
mientras que Meynert habla. Pero todo esto afecta tan poco a l rostro majestuoso de Meynert
(éste ni siquiera miró su mano cuando servía el alcohol, aunque sólo fu era para controlar la
operación) que se diría que esa mano está totalmente separada de la persona del profesor.
Con gran autoridad:

M eyn er t :Esa en ferm ed a d de la que está usted hab lan d o n o existe.


Los estudiantes de Charcot recogen mujerzuelas por la calle y las en­
vían a La Salpétriére para que tengan una «gran crisis». Es el hazmerreír
del cuerpo médico.
Se bebe de un trago el vasito de aguardiente.
¡El hipnotismo! Un número de café-teatro.
Deja el vaso. Se golpea la nariz con el índice izquierdo.
Pienso que su trabajo del año pasado sobre la anatomía del cerebelo

40
ha hecho avanzar a la ciencia. ¡Y ahora el hipnotismo! ¡Qué degrada­
ción! Ya no cree usted en la fisiología.
Freud: un simple gesto con la cabeza para indicar que sigue creyendo en ella.
¿Y en eso? ¿Ya no cree usted en eso?
Meynert señala un cartel colgado en la pared del fondo e impreso en letras muy gruesas.
«El organismo viviente es una parte del mundofísico; está constituido por unos sistemas de
átomos movidos p o r fu e r a s de atracción y de repulsión, según e l principio de la conservación de
la energía.»
Muy sincero:
Ese es mi Credo.
Freud responde brevemente, cortés y seco:
F r e u d : Y o c re o en la ciencia.
M e yn ert (señalando el cartel): La Ciencia es eso.
Meynert se sirve un vasito de aguardiente, pero acto seguido lo vierte de nuevo en la garra-
fita y coloca las dos manos extendidas sobre su carpeta. Con un movimiento de cabezfl señala el
cartel.
F reud : Es la experiencia y la Razón.
Meynert se sirve sin vacilacióny bebe.
M e yn er t : Puede que Charcot sea la experiencia, pero desde luego
no la Razón.
Bebey se sirve de nuevo.
Si las enfermedades mentales le interesan, vaya a estudiar psiquiatría
a Berlín.
Freud está hipnotizado por las manos de Meynert. Para vencer esa fascinación se mira
sus propias manos que están aún manchadas de hollín.
F reud : Quisiera...
Disculpándose:
¡Oh! Perdón.
He... he quemado unos papeles esta mañana.
M eyn ert (con indiferenáa): N o im p orta. P e ro si a u sted le m olesta...

Señala con la cabeza un lavabo que está a la izquierda, contra la pared. Freud se levanta
y va a lavarse las manos. Mientras está de espaldas sin ver a Meynert recobra el valor necesa­
rio para hablar.

41
M eynert aprovecha que F reud no lo ve para servirse un tercer vasito que bebe fu r ti­
vamente.
La psiquiatría está aún en pañales. Quizás algún día pueda cu­
F reu d :
rarse la locura actuando directamente sobre las células del cerebro.
Pero aún no hemos llegado a eso. Hay en nosotros unas fuerzas que
hoy por hoy no son reducibles a las fuerzas físicas.
Señala e l cartel:
Me ahogo si tengo que sujetarme a eso.
Con una especie de rabia:
Quisiera...
Tiene miedo a mostrarse violento, aparta Ins. ojos d el cartel y se mira las manos, que se
está enjabonando vigorosamente.
Quisiera lavarme.
M eynert se sobresalta.
M e yn ert (estupefacto): ¿Q u é?

¡ ;rend se estremece )' luego prosigue con una voz M it. W. m i natural.
F r eu d : 1le dicho que quisiera conocerme.
Se seca las manos con una toalla.
M e y n e r t : ¿Para qué? (U n a p a u sa .) Usted es médico y no puede
perder el tiempo. ¿Para qué necesitaría yo conocerme? Yo estudio el
sistema nervioso y no mis estados de ánimo.
N umerosos y rápidos tics d e la m am izquierda.
Además, ya me conozco: Soy tan claro como el agua de
M e yn er t :
un manantial.
F reud vuelve y se sienta. M ira a M eynert con una especie de ira desolada. Con cortesía y
sin la menor ironía, le dice:
F r eu d : Tiene usted mucha suerte, señor.
M e yn er t : Si usted no se comprende ¿creeque los histéricos le ense­
ñarán lo que usted es?
F r eu d : ¿Por qué no?
M eyn er t : ¿Qué relación puede haber entre un profesor de la Facul­
tad y el viejo desecho de esta mañana?
F re u d : N o lo sé.

Meynert coloca las manos extendidas sobre la mesa y recobra toda su autoridad.
Dejemos ese tema. Esto es lo que yo le propongo: necesi­
M e yn er t :
to descansar. Si renuncia usted a esa beca, haré que le nombren mi
suplente; a partir de mañana dará usted en mi lugar un curso de ana­
tomía del cerebro.
Freud parece profundamente conmovido por esa proposición.
Reflexione. Dentro de diez años será usted el profesor Freud y se
sentará usted ante este escritorio.
Freud, con un verdadero impulso de agradecimiento:
F r e u d : Se... se lo agradezco mucho.
M eynert (glacial): ¿Y qué con testa?
F reud (sinceramente): No... no merezco...
Meynert rechaza la objeción con un gesto de la mano.
M e yn ert (con el mismo tono): ¿Y adem ás?
F reud (con una especie de pasión): Necesito ir allí...

Meynert se levanta. Muy seco.


Muy bien. Si cambia usted de opinión, avíseme. Y si pre­
M eyn e r t :
fiere marcharse ¡hasta pronto!
Estrecha la mano de Freud y le conduce hasta la puerta sin cojear. Cuando Freud sale,
Meynert cierra la puerta con llave y echa el cerrojo. Luego vuelve al escritorio cojeando pronun­
ciadamente, se sirve un buen trago de aguardiente y se lo bebe de pie. Su rostro refleja el abati­
mientoy su mirada que se siente acorralado.

( 4)

Freud en el patio. Está buscando a Martha. El patio está vacíoy Freud se impacienta.
Freud: ¡Señor Muller!
E l portero abre la puerta de la portería.
¿Dónde está la joven...?
E l portero señala con el dedo el segundo piso. Freud vuelve a entrar rápidamente en <
hospital.

43
Las escaleras. Freud las sube corriendo.
Un pasillo. Freud, a l ir hacia su habitación, tropieza con un cubo de basura, se para en
secoy lo mira; está lleno de papeles convertidos en cenizasy de cuadernos medio quemados. Pa­
rece preocupado, coge un cuaderno, lo abre y comprueba que algunas palabras son aún legibles.
Coge el cuboy después de tirar en él el cuaderno, se lo lleva a su habitación.
Nueva sorpresa: la puerta de la habitación 120 está abierta y par las ventanas, abiertas
también de p a r en par, la luz entra a raudales. Es una hermosa mañana de otoño.
La habitación —que vimos llena de basura, de cenizas y de humo— está completamente
limpia; la estufa está apagada.
Una joven, con una bata de Freud demasiado grande para ella, está barriendo cerca de la
ventana. Su sombrero y su sombrilla están sobre la cama. Martha no es verdaderamente gua­
pa, pero s i muy agraciada. Tiene el cabello negro, unos ojos preciosos y un aire form al aunque
impulsivoy alegre.
Freud la mira, sorprendido y contento, y luego la coge en brazos impetuosamente, ¡a levan­
ta, la vuelve a poner en el suelo y le llena la cara de besos. Ella se deja, riéndose, pero se apar­
ta hábilmente cuando Freud pretende besarla en la boca. '
De repente Freud se para, la mira con un poco de desconfianza y se aparta de ella.

F reud : ¿Q u e estás h acien d o aquí con esa escoba?


M a r t h a : ¿Y tú con ese cu b o de basuras?
F r eu d : N os habíam os citad o en el patio.
M a r t h a : Sí, pero tenías que haber sido más puntual.
Freud es brusco y desconfiado; Martha le hace frente con ternura pero burlándose de él
cordialmente.
F re u d (suspicaz): ¿Quién te ha enseñado el camino? ¿Quién te ha
abierto la puerta?
M a r t h a : Un hombre encantador.

Freud frunce el ceño. Ella se echa a reír.


¡El p o rte ro !

Freud, con severidad:


F r eu d : M artha, n o debes e n tra r en la habitación de un h om b re, aun­
que ese h om b re sea tu n ovio.

De repente se echa a reír. Una risa brutaly tajante, irónica, sin alegría.
F reu d : ¿Y la bata? ¿Te la ha prestado el portero?
Martha se quita la bata con ademanes de coquetería despechada y aparece con un traje
modesto pero elegantey de buen gusto.
M arth a: ¿Te gusto más así?
Freud se precipita de nuevo hacia ella y la besa con pasión. Martha le empuja y se
aparta.
Déjame respirar.
Señala el cubo de basuras.
¿Quisiste prender fuego al hospital?
Freud mira el cuboy se ensombrece de nuevo.
F reud : Quemé unos papeles.
M a r t h a : ¿Qué papeles?
F reud : Todos.
M a r t h a (de repente furiosa): ¿M is cartas?
F r e u d (muy serio para burlarse de ella): Eso lo primero.
Martha no tiene tiempo de protestar porque Freud va hacia la maleta abierta y saca un
fa jo de cartas.
Me llevo tus cartas.
M a r t h a : ¿Y tu diario?

Freud se inclina sobre el cubo de basuras y saca de él unos cuadernos casi totalmente car­
bonizados.
F reud : Aquí está.
Se incorpora riéndose.
Catorce años de diario íntimo. Anotaba en él hasta mis sueños noc­
turnos.
Tira de nuevo los cuadernos en e l cubo de basuras.
Ya no tengo pasado. Martha, te vas a casar con un hombre despoja­
do de todo.
M a r t h a : ¡Vaya!
F re u d : T u n o v io n o tien e m ás recu erd o s que un n iñ o de pecho.

Y adopta, por broma, una postura presuntuosa.


M a r t h a : M i novio es un negro. Adoro los negros, pero ya que me
voy a casar con un blanco, quiero que siga siendo blanco.
Moja una toalla en ¡a palangana.
Ven aquí.
Le limpia vigorosamente.

45
¿Qué diría tu madre si fueras a despedirte en ese estado?
Mientras ie frota, señala con la mano izquierda el cubo de basuras.
¿Qué mosca te ha picado?
F r eu d : M e v o y y q u iero b o rra r tod o. N o h ay que dejar rastro s n u n ­
ca.
M a r t h a : E n ton ces ¡b ó rra m e a mí!
F reud : ¿A ti?, tú eres mi porvenir.

La besa. Ella se aparta.


M a r t h a : N o dilapides tu p o rve n ir.

Coge su sombrero y se lo pone delante del espejo que está encima del lavabo. Y con un alfi­
ler de sombrero entre los dientes dice:
¿Qué es lo que quieres borrar? ¿Has matado a alguien? ¿Has tenido
amantes?
Quitándose e l alfiler:
¡Contesta! ¿Has tenido amantes?
Freud, muy sincero:
F r eu d : Sabes m uy bien que no.
M a r t h a : ¿Entonces? No tienes nada que ocultar.
Freud está bromeando, pero con un fondo de profunda convicción.
F reud :Quiero dar trabajo a mis futuros biógrafos. Llorarán lágri­
mas de sangre.
Martha se está mirando en el espejo y de pronto oye el ruido de una explosión (o casi).
Se vuelve y ve a Freud que, bruscamente, ha empapado de petróleo los papeles del cubo de
basuras, los ha metido en la estufa y ha quemado todo.
M a rth a (indignada): ¿Q u é estás haciendo?

Freud se echa a reír con una expresión ligeramente enloquecida.


F r eu d : ¡Cenizas! ¡Cenizas! ¡Sólo encontrarán cenizas!
Martha, indignada, lo coge del brazoy lo arrastra fu era de la habitación.
Freud coge al salir su sombreroy la sigue dócilmente.

46
EL PATIO

Martha y Freud lo cruz/tny atraviesan el pórtico del hospital.


M artha (continuando la conversación, se ríe, pero en el fondo está irritada):
En primer lugar, tú no vas a tener biógrafos.
F reud : Sí.
M a r t h a : N o.
F reud (con una sonrisa que disimula mal su profunda seriedad): L o s g ra n ­
des h om b res tien en siem pre biógrafos.
M arth a: Tú n o n ecesitas ser un g ran h o m b re p orq u e yo te quiero.

Freud se ríe con ternura, pero no sin amargura.

EN LA CALLE

Caminan uno a l lado del otro, muy correctos, sin cogerse d el brazo.
No hablan. A l cabo de un rato Freud saca su cigarrera del bolsilloy una caja de cerillas.
Martha se da cuenta y le da un golpecito en el brazo con la empuñadura de su sombrilla.
Freud se sobresalta.
F reud : Perdona.
Se guarda la cigarrera en el bolsillo.
Estoy... nervioso.
Martha lo mira interrogativamente.
Meynert me censura que me vaya...
Ella se cierra. Se ve claramente que ese viaje le disgusta.
M arth a (muy seca): Yo tam bién te lo censuro.
Freud se ríe sin querer comprenderla.
F reud : Tú lo haces p o rq u e m e quieres.
(Se ensombrece.)
La calle está desierta.
Pero creo que él ya no me quiere.
Un silencio. Bruscamente, recobra el dominio de s í mismo, sonríe y hace un gesto a un coche
de alquiler que pasa.

47
E l cochero no ha visto el gesto de Freud.
M a r t h a (estupefacta): ¡Estás loco!
F r e u d : N o, soy rico.

Hace sonar las monedas en su bolsilloy saca una bolsa con monedas de oro.
M a r t h a : ¿E s el p ro d u c to de u n rob o?
F reu d : E s el importe de mi beca; lo cobré ayer, 2.000 florines.
E l coche de alquiler se acerca.
Freud hace un gesto a l cochero.
¡Cochero!
M arth a (indignada): Tu beca es para París. Apenas te bastará para
vivir.
F re u d : Pero por lo menos puedo gastarme un kreutzer.
M arth a: Nada en absoluto.
E l coche se ha parado delante de ellos. Martha tira de Freud con firmez/¡.
A l cochero:
Ha sido un error.
E l cochero se encoge de hombros, azota a l caballoy el coche sigue su camino.
Freud lo mira con melancolía.
F reud (riéndose de s í mismo): ¡Para una vez que tengo dinero!
M arth a: ¿Tus padres nos esperan a comer?
Freud asiente con un gesto.
Bueno, pues iremos paseando por el Ring.

EL RING

Un edificio en construcción. Martha lo contempla con admiración. En la fachada y en le­


tras muy gruesas, pone: «SKATIN - Inauguración el 10 de noviembre.»
M arth a: ¡Qué bien!
A Freud, que la mira frunciendo el ceño:
Podré patinar.
Freud, furioso, tira de ella cogiéndola del brazo. Ella se resiste.
F reud: Tú no vendrás a patinar.

48
M a r t h a : ¡P e ro si n o estarás aquí!
F r e u d : Precisamente por eso.
M a r t h a : ¡Me tienes harta! Me voy a aburrir.
F reud : No quiero que ningún hombre te coja en sus brazos.
M a r t h a (con m al humor): Pues entonces no te vayas.
F reud (con muy mala intención): Si tú me lo pides, n o me iré. ¿Me lo
pides?
Martha no responde, pero se nota que está un poco resentida con él.
Ya lo ves, yo podría sacrificar mi carrera por ti, pero tú no sacrificas
por mí ni la más pequeña diversión. Júrame que no vendrás a pati­
nar.
M a r t h a : No quiero jurar absolutamente nada.

Le vuelve la espalda. Están enfurruñados y caminan en silencio entre los transeúntes, que
cada vez son más numerosos.
Una aglomeración ante un vendedor ambulante. En el suelo se mueven dos minúsculos lu­
chadores de cartón. Están unidos p o r las muñecas y parece que se mueven solos.
Martha se para y los mira divertida. Se oyen débilmente unas voces más lejanas.
Voces en « o ff » (bastante confusas): Pidan el Protocolo de Sión, Las
mil y una historias judías.
Compren la historia del Judío y el Cerdo.
Freud no oye esas voces; contempla a los dos luchadores con un aspecto tan sombrío que re­
sulta casi cómico.
Le irrita el interés de Martha p or esos personajillos de cartón. A l mismo tiempo, quiere
reconciliarse con ella.
Lj¡ roza el brazo torpemente y trata de cogerle la mano. Pero Martha permanece in­
sensible.
Finalmente, Freud explica con voz conciliadora:
F reud : H ay un tru co. E l ch arlatán los está sujetando con la p u n ta de
un hilo y la o tra la tiene un com pinche.

Pero sólo consigue irritarla más.


M arth a: Cállate; ya lo veremos.
Freud fin ge creerse perdonado, pero no engaña a su novia que descubre, bajo esas locuaces
explicaciones, su deseo —p or celos— de DESENCANTAR el espectáculo.
F re u d : Debe de ser fino como un pelo. Espera, voy a buscar al com­
pinche. Se le debe de reconocer por su fisonomía que expresará que
oculta algo.

49
Mira los rostros de los transeúntes; son caras vulgares pero más o menos «relajadas» y con
expresionesfrancas o serias.
F reud (desanimado): Da la sensación de que todos ocultan algo.
De pronto, descubre un rostro que le llama la atención.
A lguien a su izquierda parece in i e r p r e t a r hl M P H t.d e mirón inocente.
Allí está. A la izquierda. Se ha metido las manos en los bolsillos para
que no se le vea moverlas.
M a r t h a (furiosa) : Déjame.

Freud la mira con sorpresa.


Siempre lo estropeas todo.
Pero él lo estropea más aún porque insiste:
F r eu d : P e ro m íralo.
M a r t h a : ¡Explicar!
¡Explicar! Siempre estás buscando razones para
todo, pero yo simplemente me estoy divirtiendo. Déjame tranquila.
En realidad, está desilusionada, pero como sigue enfurruñada, fin ge que se abisma con éx­
tasis en la contemplación de los hombrecillos de cartón.
Freud, desconcertado, ocioso, se aleja un poco de la aglomeración; los que van llegando lo
empujan y de pronto se encuentra en medio de otra aglomeración. Otro vendedor ambulante
vende libelos y canciones.
E l ven d ed or a m b u la n t e : Compren el Protocolo de Sión. La forma
en que los judíos quieren apoderarse del universo. Endecha del niño
devorado por un rabino. Compren la historia del Judío y el Cerdo.
Se muestra totalmente indiferente a lo que está haciendo. Sólo piensa en vender y ni siquie­
ra comprende lo que está diciendo.
Freud contempla a los mirones. I m s mismos rostros a la vez curiososy herméticos que en el
otro grupo. Sin embargo Freud palidece de ira. Sus ojos echan chispas y cierra los puños.
En ese momento un hombre gordinflón y jovial lo empuja para abrirse paso hacia el char­
latán.
Lleva una moneda en la mano.
El g o r d in fló n : Deme la historia del Judío y el Cerdo.
El charlatán le da uno de los libros que tiene en la manoy el gordinflón le da la moneda.
Freud, asqueado, vuelve la espalda a los mirones. Sale de la aglomeración y se detiene
para buscar con los ojos a Martha. Pero el gordinflón sale también del grupo.
Abre el librito y lee — riéndose anticipadamente— la historia del Judio y el Cerdo, lo
que le hace empujar a Freud p or segunda vez. Freud se sobresalta y lo mira. Le reconoce y se
da cuenta de lo que está leyendo.

50
Con los ojos echando chispas, le arranca el libeloy lo destroza en m il pedaws.
E l gordinflón no comprende nada de lo que pasa y mira a Freud con aire despistado.
Freud lo mira de hito en hitoy le dice con un desprecio aplastante:
F reud : ¡Im bécil! y

Los curiosos se vuelven a mirar.


Una mano lo agarra del bragp. Martha lo arrastra hacia atrás con energía.
Se vuelve, furioso, la reconoce y se deja llevar.
Ella lo empuja y antes de que pueda darse cuenta de nada, se encuentra sentado en un co­
che de alquiler que se pone en marcha inmediatamente.
M a r t h a : Stu rm g asse n ú m e ro 66.

Casi todos los curiosos les están mirando, pero el coche se aleja.
F reud (con ironía): ¡Pero Martha! ¡Estás dilapidando mi poco dinero!
M a r t h a : Estás demasiado nervioso esta mañana. Prefiero ence­
rrarte.
¡Detesto los escándalos!
El coche (una calesa descubierta) avanza lentamente a lo largo del Ring.
F reud (sincero): ¡Yo también!
M a r t h a : Q uizás. P e ro los p ro vo c a s sin cesar.

Martha lo mira con una gran ternura algo burlona.


Estás tan loco como tus enfermos.
En efecto, Freud tiene aspecto de loco; está indignado, rígido y sombrío, y con el pelo des­
greñado.
Sin embargo, ese pobre hombre no tenía aspecto de malvado.
F re u d : L o crees así porque era gordinflón. ¿Sabes lo que había com­
prado?
Martha se encoge de hombros.
M a r t h a : Pasaba por ahí por casualidad y quiso enterarse... El asun­
to no tenía importancia.
Freud dice con tanta fuerza y autoridad que se comprende que ha reflexionado detenida­
mente sus palabras:
F re u d : Todo es importante. Y nada sucede por casualidad.

51
EL RING
Los novios, mientras hablan, ven desfilar los cafés, los edificios y sobre todo la gente. M ili­
tares, mujeres hermosasy apuestos caballeros con levita.
Mira.
Con autoridad.
El enemigo.
Martha se sobresalta y mira a todos esos elegantes personajes que se pavonean unos delan­
te de los otros y que no tienen en absoluto un aspectoferoz.
Cuando llegue el momento nos acosarán sin compasión
F r eu d : y
nos degollarán. Si les dejamos.
Martha está nerviosa, inquieta, pero está acostumbrada a ceder cuando Freud habla con
tanta autoridad.
M a r t h a : ¿Quién? ¿Tú y yo?
F r eu d : Tú, yo y los otros. Nosotros, los judíos.
Plano de la gente vista desde el coche.
Se oye la voz de Freud.
Voz en « ofi » de F reud : N o dejes nada detrás de ti. Todo lo que los
goys * descubran de nuestras vidas, lo utilizarán contra nosotros.
Martha vuelve a su tema favorito.
M a r t h a : Si lo crees así, no llames la atención. Limítate a ser un mé­
dico como todo el mundo, no trates de que te conozcan.
F red (sombrío): Un judío no puede permitirse ser como todo el mun­
do.
M a r t h a : ¿Por qué?
F reu d : Porque todo el mundo significa los goys. Si los judíos no
prueban que están entre los mejores, dirán que son los peores.
El coche se interna en una calle bastante pobre y muy populosa.
Unos chiquillos juegan en la calle y miran el coche con asombro.
F reud (con alivio): ¿Ya hemos llegado a casa?
Uno de los chiquillos corre detrás del coche y quiere agarrarse a él. Martha lo amenaza
con la mano, sonriendo.

* Para un hebreo, pueblo no judío. (N. de la T.)

52
Ese barrio pobre es una especie de ghetto.
Muchos judíos delante de tiendas judías (letreros en yiddish).
Cuando yo tenía la edad de ese chiquillo, llamaba a los goys los ro­
manos; nosotros, los judíos, éramos los cartagineses. Encontré una
estampa en un libro que me dieron de premio que representaba a
Amílcar, el hombre de Cartago, haciéndole jurar a su hijo Aníbal que
se vengaría de Roma. La arranqué y la guardé.
Aníbal soy yo.
M a r t h a (irónica): ¿Y tu padre era Amílcar?

Lasfacciones de Freud se crispan con una mueca voluntariosa.


F reud (con más fuerza que convicción): Sí.
M a r t h a (sigue con su tono burlón): ¡El m ás b on d adoso de los hom bres!
¿Y te hizo ju ra r que lo ven garías?
E l rostro de Freud se ensombrece aún más. Su expresión es tanto m ásfirm e y voluntario­
sa cuanto que es consciente de que está mintiendo.
A pesar de la autoridad de su voz, sus palabras suenan a falso.
F reud :Que nos vengaríamos. Sí. Convirtiéndome en el mejor médi­
co de Viena.
Martha lo mira estupefacta.
M arth a: Nunca me lo habías dicho.
F reud : Y a sabes que me cuesta mucho hablar de mí.

(S)

E l coche se detiene ante un gran caserón de aspecto miserable. Una casa con muchas vi­
viendasy que parece un cuartel. Ropa tendida en las ventanas. Delante del portal una chiqui­
llería vocinglera.
Freud levanta la cabeza instintivamente. Una mujer de cincuenta años, alta y aún muy
hermosa, está asomada a una ventana del prim er piso. Saluda a Freud con un gesto cariñoso
no exento de coquetería. Lleva puesto un chal cubriendo sus hermosos brazos. El rostro de
Freud se transforma: expresa una pasión profunda y contenida.
La madre y el hijo intercambian una larga y muda sonrisa. Por prim era vez se tiene la
impresión de que Freud se encuentra a gusto en el momentoy en el lugar mismo donde está.
Incluso se olvida de pagar a l cochero, que lo mira con sorpresa. Martha se da cuenta y
aprovecha la ocasión para hacerlo ella, deslizándole un kreutzer en la mano.
Luego, tira de Freud agarrándole d el brazoy lo espabila.

53
M a r t h a : ¡V en!

E l descansillo del prim er piso.


Varias puertas, bastante miserables. Un chiquillo sucio y lleno de costras está sentado en
los escalones. Una mujer lava su ropa interior en un grifo que parece común a todo el piso.
Pero una de las puertas está abierta y la madre de Freud espera, radiante, a su hijo
acompañado de su novia.
Freud y Martha suben —casi corriendo— ¡os últimos peldaños. Martha evita a l niño
que está sentado en ellosy abraza cariñosamente a su futura suegra.
Freud la sigue. No abraza a su madre, le coge la mano y se la besa. Luego, levanta la ca­
beza y le sonríe.
F r eu d : M am á...

Su actitud es totalmente diferente a la que adoptó con Martha (pasión, celos, violencia).
Parece un amante más que su hijo. Pero un amante discreto y ceremonioso.
Entre ella y él se siente una íntima y profunda armonía que nunca se expresa con pa la ­
bras y apenas con gestos.
La sonrisa de la madre es grave y preocupada.
¿Qué pasa? ¿Está enfermo mi padre?
La m a d r e : No. Entra, Martha.
Se aparta. Entran todos en un vestíbulo minúsculo. La madre cierra ia puerta. Están los
tres en penumbra.
La m a d r e : Sigmund, te lo cuento porque el padre no te lo va a con­
tar. Estamos con el agua al cuello. Ese negocio de las telas...
E l rostro de Freud se endurece.
¿Qué pasa?
F r eu d :
La m adre: Tu padre decidió finalmente asociarse con Gerstem.
F reud : Le dije cien veces...
La m ad r e (con autoridad): Tenía sus razones. ¡Sigmund recuerda!
(como recitando un proverbio): Lo que el padre hace, siempre está bien
hecho.
Una pausa.
La industria de la lana está en crisis. Se han declarado en quiebra.
F reu d : ¿C uándo?

La madre habla con verdadera nobleza. En ningún momento da la impresión de que trata
de disculpar a l padre. Autoritaria y firm e, parece que piensa, p or el contrario, que un padre
jam ás necesita disculpas ante sus hijos.
La m adre: El mes pasado.

54
F re u d : ¿Por qué no se me informó?
La m a d re : Sabíamos que ibas a marcharte.
Freud está dominado.
Comprendo. El padre nunca tuvo suerte.
F reud :
La Ahora tenemos que hacer frente a las deudas y no hemos,
m a d re :
conseguido dinero.
Freud le coge la mano y se la aprieta.
F reud (cariñosamente): No tengas miedo, mamá. Haré lo necesario.
(Ella quiere hablar, pero Freud le pone un dedo en los labios.) Lo demás, ya
me lo dirá mi padre.
Freud entra casi bruscamente en la habitación contigua donde está Jakob Freud ( 'm hom­
bre de más de setenta años) que parece más viejo de lo que es. Es un hombre muy bondadoso y
está algo debilitado mentalmente.
(Quizás fuera conveniente que el mismo actor interpretara los dos papeles, no para hacer
resaltar las semejanzas, sino las diferencias.)
Está sentado en un sillón.
J ako b : ¡Hijo mío!
Quiere levantarse, realmentefeliz de ver a su hijo. E l hijo se precipita para impedírselo.
¡Abrázame!
Freud lo abraza torpe y azarado. E l anciano es tierno como una mujer.
Buenos días, Martha. Buenos días, feliz Martha.
Martha se acerca para besar a l padre, sonriéndole con ternura.
M a r t h a : ,¿Por qué feliz?...
J a k o b : Porque vas a tener el
mejor de los maridos: el profesor Freud.
Su pobre padre vendía lana y él es un sabio.

Freud escucha, rígido y sombrío. E l anciano sigue parloteando. Lo que resulta sorpren­
dente es su gran dulzMra unida a esa profunda tristeza de los ancianos. Sigmundy Martha se
sientan a su lado.
La madre permanece de pie.
Sentaos los dos.
Freud está rígido y mudo. Muy respetuoso. Pero es evidente que no le agrada la admira­
ción muy sincera del padre.
Escucha esto, Martha.

55
Cuando mi Sigmund tenía ocho años, vi un día al padre del pequeño
Menuhin regañando a su hijo.
F re u d : Ya se lo has contado, papá.
J a k o b : Si os lo he contado ya, sabréis lo que le dije: «H ay más inteli­
gencia en un dedo del pie de mi Sigmund que en toda mi persona y
me respeta tanto como si y o fuera el gran rabino...»
Freud espera el fin al de la historia y luego, con gravedad, le pregunta:
F reu d : Padre...
A l fondo de la habitación, la madre inmóvil los contempla, con expresión preocupada.
¿Tenéis problemas?
Jakob a la madre, en tono de reproche:
J a k o b : Tenías que haberle dejado que se marchara tranquilo.
L a m a d re : No, es mi hijo, si él no comparte mis problemas ¿quién lo
hará?
En la exigencia de la madre con respecto a Freud, se debe percibir una pasión mucho más
fu erte que en el tierno parloteo del padre.
F reu d : Tenéis un vencimiento.
El padre está abrumado y no responde. La madre contesta con el mismo tono rotundo y
sin concesiones con que ha hablado desde el principio.
L a m a d re : El lunes.
F reud : ¿Cuánto?
L a m a d re : D os m il gulden.
Freud saca de su bolsillo la bolsa con las monedas de oro.
M a r t h a (preocupada): Pero Sigmund, es...
E l p a d re : ¿Qué pasa?
Freud lanza a Martha una mirada severa.
F r eu d : Nada, padre, nada.
Martha se vuelve hacia la madre.
L a m a d re : Martha (una pausa), ¿es lo que le han dado para vivir en
París?
Martha asiente con un gesto. El padre se hunde en el sillón con el rostro descompuesto.
Danos la mitad de lo que tienes. Ya nos arreglaremos.

56

l_____________________
F reu d : Os lo voy a dar todo. Todo.
Coge la bolsa y las pilas de monedas de oroy lo deposita todo sobre la mesa.
Quinientos, mil, dos mil.
M a r t h a : Pero te están diciendo que...
L a m a d re : Déjale. Si no nos diera todo no se lo perdonaría.
M a r t h a (desesperada): Es el dinero de su viaje.

La madre no responde. Freud, con gestos maníacos, amontona las monedas de oro sobre la
mesa. Bruscamente, e l padre rompe a llorar.
J akob: ¡Soy un inútil! ¡Un inútil! No he sabido ganar el pan de mis
hijos y ahora mis hijos tienen que alimentarme.
Fuertes sollozos seniles. Freud no quiere mirar a su padre. Permanece clavado en su silla
(que había ladeado para amontonar las monedas de oro sobre la mesa) rígido y demudado. De
pronto, empieza a hablar, inventándoselo todo a medida que lo hace, y con una falsa y forzada
alegría.
F re u d : Pero si no me supone ningún trastorno, ninguno en absolu­
to.
Se vuelve un poco mientras habla.
Voy a dar clases en París. Me lo han prometido y tendré el doble de
dinero de lo que necesito para vivir.
E l padre sigue llorando. Freud alarga la mam como para ponerla sobre su cabeza (como
se hace con un niño que llora) pero la retira bruscamente, horrorizadoy rígido de nuevo. Largo
silencio. Una mano se apoya sobre su hombro; levanta la cabeza y ve a su madre de pie a su
lado sonriendo. Una hermosa sonrisa de amor, serena y agradecida. Freud se tranquiliza un
poco y sonríe a su vez. E l padre se ha serenado. Martha se inclina haáa él.
M arth a: A la mesa, padre.
Le ayuda a levantarse, fak ob lo hace con dificultad. Mientras se dirige a la mesa, le p re­
gunta a su hijo que se aparta para dejarlo pasar:
(casi humildemente): ¿Sigues con la idea de irte m añana?
J ak o b
F reud (alegremente): Por supuesto. Mañana por la mañana a las ocho
y cinco.

57
(6)

Por la tarde. Freud y Martha salen de la casa de los padres. Caminan en silencio. Freud
parece irritado y nervioso. La calle desemboca en una placita desierta. Llegan a ella y Martha,
también sombría, mira a Freud con preocupación.
F reud (estalla bruscamente): Habéis ganado. No me voy.
Estupor y cólera de Martha.
M arth a (con vozneutra): ¿Quién ha ganado?
F r eu d : ¡Todos vosotros! Tú querías que me quedara aquí ¿no?
Martha no responde, pero se nota que está profundamente herida.

F r e u d : Bueno, pues alégrate. Meynert me ofrece dar clases en su lu­


gar. Voy a aceptar, ¿qué te parece?
M a r t h a (muy seca): H az lo que quieras.

Freud da algunos pasos con esfuerzo y luego se deja caer en un banco. Está pálido y respi­
ra con dificultad. Martha va hacia él, sin prisa, dividida entre su propia irritación y la in­
quietud que le inspira el estado de su novio.

F r eu d : E s la sentencia del Cielo. Se acabó. Prohibido tocar el Arbol


de la Ciencia. Perfecto. No lo tocaré. Seré un cualquiera, como un
goy. No habrá biógrafos. Ni uno siquiera. Por lo menos eso habré
ganado.
De repente, preocupado.
Habrá que devolver el dinero a la Universidad. Meynert mediará y
me concederán plazos.
La coge por la muñeca con violencia.

_ r Tendremos hijos, Martha, muchos hijos. Pero nunca lloraré delante


de ellos. Ni lo pienses. Un padre es la Ley, Moisés. (Riéndose.) ¡Y si
Moisés llora!
Se domina.
Frío y cortés, habla confirm eza pero sin creer en lo que dice.
Hay que disculpar a mi padre, Martha. Antes era fuerte y severo.
Esto es en lo que los romanos lo han convertido.
M a r t h a (indignada): N o necesitas disculpar a tu padre ante mí. Es

58
un hombre bueno, yo lo respeto y tendría mucha suerte si te convir­
tieras en lo que es él.
Freud se levanta bruscamente.
F reud (con violencia): ¡Jamás seré como él, jamás! Peor para ti si es a
él a quien prefieres (se domina una vez más). Yo no tengo la culpa. No
he tenido juventud. Con veintinueve años ya debería sostener a mi
familia, pero trabajo doce horas al día y aún contraigo deudas para
poder vivir.
Una pausa.
No comprendes nada: n ec esit aba ir allí.
Martha, roja de ira, se levanta a su vez
M artha (furiosa): ¡Pues bien, vete! ¡Vete de una vez! Tienes el bille­
te.
F re u d : Sí, v o y a d e v o lv e rlo .
M a r t h a (siguefuriosa): ¿Por qué?
F reud : ¿De qué v iv iría ? No tengo un céntimo.
M a r t h a : De cualquier cosa.

Freud reflexiona un momento y toma una decisión.


F reud :Tienes razón. Me colocaré de criado. ¿Sabías que mi herma­
na estuvo colocada de criada para todo? Sí, Rosa. Durante dos años.
Y mandaba su salario a la familia. El hermano de una criada puede
muy bien ser lacayo.
Se tranquiliza un poco. Se acerca a Martha como para estrecharla entre sus brazos.
F reud : Martha, amor mío...
Martha retrocede con los ojos brillantes de ira.
M a r t h a : ¡Déjame tranquila! (Riéndose.) Y no me vuelvas con el
cuento de que prefieres mi dedo meñique a toda la Ciencia.
Freud mira malhumorado y despechado. Martha se domina.
(Fríamente): Tengo que volver a casa. No me acompañes.
F re u d : ¿Irás a la estación?
M a r t h a : No lo sé. Ya veremos.

Se marcha sin que Freud trate de retenerla.


Se queda solo, perdido en sus pensamientos y luego, maquinalmente, saca del bolsillo una

59
cigarrera, coge un cigarro y lo enciende. Con la primera bocanada de humo empieza a toser.
Continúa fumando y tosiendo, pero se aprieta la mano izquierda contra el corazón y se
deja caer en el banco donde estaban los dos antes; parece que se encuentra mal, pero sigue f u ­
mando con ansia.

(7 )
La puerta de entrada de un hermoso piso, en la segunda planta de una casa señorial.
M artha está llamando a la puerta. Un criado viene a abrir.
M a r t h a : Q uisiera hablar con la señora Breuer.
E l c r ia d o : Buenas tardes, señorita Bernays. Lo siento mucho, pero
la señora ha salido.
Un silencio.
M a r t h a : Entonces pregunte al doctor B reuer si puede concederm e
unos minutos.
E l c r ia d o : El doctor ha salido con la señora. V olverán esta noche
después de cenar.
Martha parece muy contrariada por ese contratiempo.
M a r t h a : ¡Después de cenar! (U na pau sa .) Bueno, ¿querría usted de­
cir a la señora B reuer que vendré por la noche?

(8)

Algo se esfuerza en salir del cubo de basuras. No se distingue ¡o que es, pero se adivina
un hormigueo amenazador y repugnante.
En un asiento que hay detrás, una placa de piedra (semejante a las tablas de la Ley)
está colocada en equilibrio. De repente, cae sobre la tapa del cubo de basuras, que se cierra.
Todo desaparece. Oscuridad.
Bruscamente, la habitación se ilumina. Freud está acostado en su cama, vestido con levita.
.Se levanta, coge su chistera y su bastón y se pone unaflo r en el ojal.
Con ese atuendo, se parece al elegante profesor Meynert. Pero aunque, inesperadamente,
empieza a cojear de la misma manera, nadie puede dudar de que no sea Freud en persona.
Cruza la habitación, abre la puerta que da directamente a l R in gy sale. El Ring está to­
talmente desierto, envuelto en una luz cruda y helada. En cada puerta hay un cubo de basuras.
Cuando Freud pasa p or delante de cada uno de ellos, la tapadera se levanta un poco y vuelve
a caer con un ruido sordo. En uno de ellos, una rata asoma el hocico.
Un hombre, vestido de militar, camina solo p or el Ring. Se va acercando a Freud. Están
a punto de cruzarse.

60
(Ruidos en «off» de mucha gente.) í •
U na v o z estentórea (dominando a las otras): Aquí está el Empera­
dor.
El padre de la Patria.
El Padre Eterno.
M u c h a s vo c e s (pero más débiles y confusas):
El Eterno femenino.
La Pareja Eterna.
Freud se vuelve bruscamente.
F reud (con un alarido): ¡No!
Un soldado cartaginés que se parece a Aníbal (tal como lo vimos en el grabado) apunta
cuidadosamente a l Emperador con su ballesta. Su expresión es brutaly malvada.
La flecha sale disparada.
(M ásfuerte): ¡No!
Todo se apaga.
Freud enciende la vela. Está en camisóny con una expresión llena de ansiedad. Sale de la
cama, hurga en su maleta, coge un cuaderno blancoy un lápiz, mira su relojy empieza a escri­
bir:
«Noche del 15 al 16 de septiembre del 85.
He soñado con el emperador Franciscofosé.»

Seis de la mañana. Es de noche. El andén de una gran estación vacía. Muy lejos, en otro
andén, algunos viajeros esperan un tren. El tren llega muy iluminado. Los viajeros se suben en
los compartimentos. Un silbido. El tren arranca y se va.
Durante ese tiempo, un empleado pasa p or el prim er andén empujando una carretilla.
Encuentra a un hombre pálido y nervioso, sentado en un banco entre dos atiborradas maletas.
Es Freud. Está fumando un cigarro y tosiendo.
E l e m p le a d o : ¿Qué está usted haciendo ahí?
F reud : Estoy esperando el tren.
E l empleado señala la vía vacíay el reloj de la estación que marca las seis.
E l e m p le a d o : Le aconsejo que se eche. Tiene usted para rato.
Freud tose.

61
E l e m p le a d o : El cigarro de la mañana ¿eh?, eso puede m atar a un
hombre.
F reu d (irónico): ¡Pardiez! Eso es lo que le da sabor.
El empleado se aleja. Freud se queda solo. Parece que se encuentra mal. Saca su reloj, lo
pone sobre sus rodillas y se toma el pulso. Vuelve a meter el reloj en el bolsillo del chaleco y
hace el ademán de llevarse de nuevo el cigarro a la boca. Una mano le roz# la manga. Se vuelve
bruscamente: es Martha.
Freud se levanta, tira su cigarroy abraza a su novia impetuosamente.
Freud: ¡Martha!
Ellaforcejea riéndose:
¡Qué alegría!
M a r t h a : ¡No quiero! Hueles a tabaco..
F r eu d : ¿Quién te ha dado esta idea maravillosa?
M a r t h a : ¿Cuál?
F r eu d : La de venir tan temprano.
M a r t h a : Tú. Cuanto más largo es el viaje, con más anticipación lle­
gas.
F r eu d : ¡N o te quejes! Antes, cuando salía de viaje tenía miedo a mo­
rirme; ahora tengo miedo de perder el tren. Es un progreso.
Se sienta bruscamente, muy pálido. Trata de reírse.
M arth a(muypreocupada): ¿Qué te pasa?
F reud(riéndose con esfuerzo): Bueno, tengo aún un poco de miedo a
morirme.
Martha se sienta a su ladoy lo mira.
M arth a: Hace un momento te estabas tomando el pulso.
Freud pretende negarlo.
Te he visto. ¿Por qué?
Freud no responde. Respira con ahogo; se nota que no puede hablar.
¿Es el corazón?
Freud asiente con la cabeza. Si, es el corazón.
Martha se levanta. Freud la retiene cogiéndole la mano.
F reud (con esfuerzo): ¿Adonde v as?
M arth a: Hay un médico de servicio en esta estación.

62
Pero él la sigue reteniendo.
No te irás si no te ve un médico.
F reud (bruscamente): ¡Martha! ¡No me atormentes!
Ella lo mira con sorpresa.
Los médicos no pueden hacer nada.
Martha intenta hablar.
F re u d :¡Chuist!
El corazón está bien. El mal está en otra parte.
M a r t h a (furiosa): Sí. ¡Aquí!

Pone el dedo índice en lafrente de Freud, que somie algo aliviado.


F reud (sonriendo): Exactamente. Ahí.
La obliga a sentarse de nuevo a su ladoy la abras#.
Espera.
Quédate así, contra mí.
Me haces mucho bien.
Sólo tú puedes curarme.
Como una promesa.
¡Tú me curarás!
Un rato después. Ha amanecido. Un tren de cercanías acaba de llegar por otra vía. La
gente se baja ágily apresuradamente. El reloj marca las siete.
Freud respira con másfacilidad. Sigue sujetando a Martha contra él. No lejos de allí, un
barrendero está llenando un cubo de basuras del mismo tipo que los del sueño.
F r e u d : Quería decirte... con respecto a ayer... perdóname
M a r t h a (con ternura): Hace tiempo que te he perdonado.

Le besa.
F re u d : Escucha. No estoy loco, pero me siento... insólito.
El barrendero pone la tapadera al cubo de basuras y se lo lleva. Freud se señala a sí
mismo.
Una tapadera. Y debajo, no sé qué hay...
M a r t h a (burlona): Demonios.
F reud : Quizás. En todo caso, unas fuerzas. Si la tapadera se levanta­
ra... Ayer, ya no podía controlarme; hubiera hecho saltar la tierra,
incluidos tú y yo.

63
M arth a (poniéndose seria, preocupada): ¿Por qué eres así?
F r eu d : N o lo sé. L a pobreza', quizás.

Le acaricia la mejilla con ternura. Con un poco de ironía:


O un noviazgo demasiado largo. Cuando vuelva nos casaremos y
todo cambiará.
Martha parece que espera ese cambio sin creer mucho en él. Freud, confirmeza:
Te juro que todo cambiará.
Un poco más tarde.
El tren se estáformando ante ellos. Freud sube con Martha a un vagón de tercera, llevan­
do sus pesadas maletas, y pone una de ellas en la redecillay la otra señalando su sitio.
#
F reu d : ¿M e guardas re n c o r porqu e m e vo y?
M a r t h a : No, si me quieres.
F reu d : Te quiero más que a nada.
Las siete cuarentay cinco.
Martha le coge de la manoy le obliga a bajar.
¿Qué haces? Tenemos veinte minutos.

Pero ella se vuelve hacia la puerta de entraday mira a lagente que va llegandoy que em­
pieza a subir a los vagones.
Te estoy diciendo que te quiero y tú miras a la gente.
Martha sigue mirando. Freud la estrecha contra él pero ella vuelve la cabezay busca en­
tre el gentío.
M arth a: Tengo una cita.
F reu d : ¡M artha!
M a r t h a : ¿P o r qué n o ? M e dejas sola.
F reu d : N o debes b ro m ear...

Martha se aparta y hace una seña a un hombre de alta estatura, de una discreta elegan­
cia, cuarenta años —cabellos y barba castaños—, de inteligente expresión, algo escéptica pero
muy bondadosa, que busca de vagón en vagón.
¡Breuer!
Freud corre hacia Breuer con una alegría manifiesta. Pero como siempre, al llegar a él se
pone rígidoy dice como a pesar suyo:
F reu d : ¡Se ha molestado en venir a despedirme!

64
Al ver a Freud, el semblante de Breuer se ilumina. Le estrecha la mano con verdadera
efusión. Luego, con una autoridad amable pero real dice:
B reuer : He v e n id o p ara eso, lo p rim ero.

Tiene un paquete en la manoy se lo alarga.


Y también para...
Freud retrocedey su rostro se ensombrece.
F reud (con una especie de miedo): ¡No!
B reuer : Escúcheme, Freud. Sé que se va usted sin un céntimo. Es
usted joven y encontrará fácilmente un empleo, pero si tiene que tra­
bajar diez horas al día para ganarse la vida perderá usted el beneficio
de la beca y de las lecciones de Charcot.
F re u d : Y a le debo a usted m ucho.
B reuer (sonriendo): Pues me deberá usted 2.000 guldens más.
Freud duda.
Freud, usted se va a París en misión oficial. Su deber es aceptar este
dinero. Acéptelo como si viniera de un hermano mayor o de su pa­
dre. Me lo devolverá cuando pueda.
Al oír las palabras «como si viniera de su padre», el rostro de Freud se ilumina. Se
relaja.
F re u d : Acepto.

Mira a Breuer en silencio pero con un cariño profundo.


Bruscamente, se echa a reír.
¿Sabe usted que me voy con la maldición de Meynert?
¡El hijo pródigo! ¡El hijo maldito!
Y estrechando la mano de Breuer:
Pues bien, el hijo cambia de padre.
Con una emoción contenida:
Gracias.
B reuer (turbado, muy deprisa): Les dejo. Martha, a Mathilde le gusta­
ría verla. Venga cuando quiera.
Freud le sigue con los ojos mientras se aleja, con una especie de ternura serenay respetuo­
sa. Luego se vuelvey se acerca a Martha.
F re u d : ¿C óm o sabía...?

3 65
Martha sonríe.
Freud: ¿Tú se lo dijiste?
Ella se echa a reír en su cara. Por un momento parece que Freud se va a enfadar. Luego
sonríe.
Me alegro. Este viaje no te gusta y sin embargo eres tú quien
F reu d :
me da la oportunidad de hacerlo. Te quiero.
Lanza una última ojeada hacia Breuery su rostro se ensombrece ligeramente.
A pesar de todo, me hubiera gustado más que hubiese venido sim­
plemente para estrecharme la mano.
Silbido.
Voz en « o ff»: Munich, Basilea, París, viajeros al tren.
Freud se vuelve hacia Martha.
F r e u d : ¿Pensarás en m í?
M a r t h a : Todo el tiempo, ¿y tú?
F r eu d : Todo el tiempo.
M a r t h a : ¿También durante las lecciones de Charcot? ¡Mentiroso!
F r e u d : Incluso durante las lecciones de Charcot. No irás a patinar,
¿verdad?
M arth a (ligeramente irritada): T e he dicho que no.
F reu d : ¿Me lo juras?
M a r t h a : ¡M e tienes harta!

Nuevos silbidos.
Voz en « o ff »: ¡Viajeros al tren, viajeros al tren!
El tren arranca.
F r e u d : Si no me lo juras, el tren se irá sin mí.
M a r t h a (al ver que el tren arranca): ¡Corre! ¡Corre! Sí, sí, te lo juro,
pero corre. ¡Vas a perderlo!
Freud corre a lo largo del tren, que va tomando velocidad, y sube en un compartimento de
cola.

66
(10)

PARIS - ENERO DE 1886.


Una habitación miserable de un hotel. Freud se dispone a salir y guarda un manuscrito
dentro de una de sus maletas; cierra, tanto una como otra maleta, con dos llavecitas de un ma­
nojo de llaves que se guarda después en el bolsillo. Saca un cigarro de su cigarrera, lo corta con
los dientes, lo enciende, sale y cierra la puerta de su habitación con una llave que luego se mete
ett el bolsillo.
La patrona en la caja del hotel. Mira a Freud sin simpatía. A su lado, barriendo, un
mozo del hotel.
L a p a t r o n a : ¡Señor Freud!
Freud, que se encaminaba hacia la puerta, se vuelve.
Tenga la amabilidad de poner su llave en el casillero cuando salga.
Freud duda.
Se lo he pedido ya diez veces por lo menos.
Freud saca a regañadientes la llave del bolsilloy la pone en el casillero. La patrona le si-
gue con los ojos.
Al mozo:

L a p a t r o n a : ¿Qué tendrá en sus maletas?


E l m ozo (aburrido): No tengo ni idea. Las cierra con candado.
La patrona mira con desprecio la espalda de Freud, que sale del hotel.
L a p a t r o n a : No tiene un céntimo y es tan desconfiado como un
rico.
Una calle de París. Alfondo, el hospital. Desde lejos se puede leer en gruesas letras dora­
das: Flospital de La Salpétriére.
Algunos jóvenes, estudiantes y médicos, se apresuran bajo la nieve. En parias casas —a
derecha e izquierda— se lee la palabra «Hotel». Son hoteles miserables.
A la entrada de cada uno de ellos, un poco hacia atrás, para guarecerse de la nieve, se ven
algunas mujeres pobremente vestidas, pero al clásico estilo llamativo de las prostitutas. Rostros
¡inmaturamente envejecidos, en general bastante feos pero exageradamente maquillados. Son­
ríeny hacen señas a los estudiantes e incluso los llaman.
Estos, que no parecen en absoluto molestos, bromean con ellas al pasar, cogiéndolas por la
cintura y riéndose, pero sin detenerse. Uno de ellos, sin embargo, cae en la tentación. Al abor­
darle una de esas mujerzjielas un poco menosfea que las otras, duda un momentoy luego entra
con ella en el hotel.
Freud aparece, con un cigarro apagado en la boca. Tiene el aspecto de estar aterido bajo su

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ligero gabán. En lugar de tomar el camino directo —la calle que acabamos de ver— se mete
por la calle de al lado que, evidentemente, va por otra dirección.
Apenas ha caminado algunos pasos por esa calle (calle de viviendasy de tiendas, sin nin­
gún «hotel de citas») cuando un joven inglés, vestido con ropas confortablesy de mucho abrigo,
sale bruscamente de un soportal bajo el que se guarecíay le pone la mano sobre el hombro.
Freud se sobresalta como si creyera ser el blanco de las proposiciones de una prostituta,
pero al reconocer al inglés, que le alarga la mano con unafranca actitud, sonríe.
W il k ie : Buenos días, doctor Freud. Le estaba esperando. Permítame
decirle lo mucho que le aprecio.
F r e u d : Buenos días, señor Wilkie.

Prosiguen su camino. Freud responde con ironía a las palabras de Wilkie. Es evidente
qué lo encuentra ridículo, pero que siente simpatía hacia él. Sin embargo, permanece distantey
reservado.
F r e u d : M e alegro m uch o de que usted m e aprecie, p ero n o sé si lo
m erezco.
W il k ie : Se lo merece, doctor Freud, porque es usted el único que da
el mismo rodeo que yo.
¿No le gustan las prostitutas, doctor?
F reud (distantepero sincero): No especialm ente.
W ilk ie : Mi padre siempre me decía: La lujuria es el Infierno. ¿Está
usted de acuerdo?
F reud (sonriendo): Sí, si coloca usted el Infierno en este mundo.
W ilkie : En este mundo y en el otro. El Cielo es nuestro destino.

Caminan un rato en silencio. Freud tienefrío. Está tiritando. Wilkie se da cuenta.


W ilk ie : Doctor Freud, usted tiene frío.
Freud se sobresaltay mira a Wilkie con una expresión distante.
F r eu d : N o , señor.

Wilkie hace un gesto amplio señalando los alrededores.


W ilkie (con reprobación): Está n evan d o .
Freud sigue en una actitud reservaday casi imperceptiblemente irónica.
F reu d : Sí.
W ilkie (de modo confidencial): Detesto París.
F reu d : ¡Ah!
Ironía más acentuada.
Al cabo de un momento (caminan uno al lado del otro) Wilkie saca las manos enguanta­

ba
das de los bolsillos de su pellica forrada y da palmadas con irritación. Freud lo mira con el
rabillo del ojo.
F reud (imitando el tono de Wilkie): Señor Wilkie, está usted furioso.
W ilkie : Sí, señor.
Estoy furioso porque voy a perder el tiempo.
Esta mañana el profesor Charcot va a hipnotizar a unas histéricas.
Ahora bien, yo no creo ni en la histeria ni en el hipnotismo.
F r e u d : En ese caso ¿por qué asiste a sus clases?
W ilkie : Doctor Freud, eso es lo que yo me pregunto.

Flan cruzado el patio del hospital y entran en un gran edificio. El vestíbulo —triste y
sombrío.
Soy hijo de un pastor protestante y quiero curar a los hombres por el
amor de Dios.
Algunos grupos de estudiantes. Freud y Wilkie se detienen y se sacuden los pies y los
abrigos.
Wilkie (bruscamente, después de un silencio): Vi a unos hipnotizadores en
Manchester. Estaba todo amañado.
Freud se quita de los labios el cigarro apagadoy lo tira.
F re u d : Todo está siempre amañado, señor Wilkie.
Wilkie lo mira a su vez con desconfianza. Un amigo suyo le tira del brazo. Wilkie se
vuelve.
W ilkie (a su amigo): ¡Daugin!
Freud aprovecha la ocasión para alejarse con una expresión irónica y satisfecha, casi ale­
gre. Se adentra maquinalmente por un pasillo y con aire visiblemente distraído saca un cigarro
de su cigarrera y lo enciende pensativamente. En seguida empieza a toser. Cuanto más fuma,
más tosey más colorado se pone.
Un hombrecillo calvo y rechoncho sale de una habitación que da al pasillo (un letrero:
«Consulta del Doctor Charcot»), lo mira con expresión divertiday le da una palmadita en el
brazo.
C h a r c o t : N o se puede fu m a r aquí, señor.

Freud se sobresalta al reconocer a Charcot.


F re u d (tosiendo): ¡Oh!, p erd ón .
Charcot lo mira sonriendo.
C harcot: Tose usted como un condenado. ¿Cuántos cigarros al día?

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Freud se siente comunicativoy confiado.
F r eu d : Pues... (avergonzado) vein ticin co.

No sabe qué hacer con su cigarro.


C h a r c o t : ¡Desgraciado! (unapausa). ¿Por qué?
F r eu d : No lo sé. Es como un ansia que se apodera de mí.
C h a r c o t : Y que se le agarra a la garganta. ¿Fue usted quien me escri­
bió para pedirme una entrevista?
F r eu d : Sí, fui yo.

Rígido y dando un taconazo.


Doctor Sigmund Freud.
Charcot señala el despacho de donde acaba de salir,
C h arcot: Venga a verme después de mi clase.
Se aleja. Freud le ve entrar en un aula que da al mismo pasillo, un poco más lejos.
Mira su cigarro con indecisión. Hace ademán de tirarlo pero cambia de opinión, lo apaga
contra la pared y lo vuelve a meter en la cigarrera.
Entra a su vez en el aula (que es exactamente igual a la delfamoso cuadro Charcot en
La Salpétriére).

(11)

Todo el mundo está de pie.


Muchos estudiantes. Charcot también está de pie. Una mesa con dos botellas. Dos sillasy
un catre de tijera contra las dos grandes ventanas delfondo.
Freud se coloca en primera fila. Wilkiey su compañero Daugin entran a su vezy se colo­
can a su lado.
Charcot se pasea por el aula mientras habla. Muy seguro de sí mismo, muy a sus anchas
y muy comediante.
C h arcot: El martes pasado les hablé de los síntomas clásicos de la
histeria: parálisis, o para emplear una palabra que prefiero, contrac­
ciones, hemianestesias, pequeños y grandes ataques, etc. No pode­
mos profundizar más en ese campo sin recurrir a un procedimiento
de investigación muy antiguo pero que se utiliza desde hace muy
poco tiempo en las ciencias positivas. Me estoy refiriendo al hipno­
tismo. En efecto, la experiencia nos demuestra que los histéricos son
particularmente sensibles a la sugestión y que se les puede sumir en
la hipnosis muy fácilmente.

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Unos internosy unos enfermeros introducen en el aula a dos enfermas.
Una es una mujerjoven que presenta una contracción del brazo derecho (dobladoy apre­
tado contra su pecho), y la otra es una anciana que se parece a la ciega de Viena; camina con
dificultad apoyándose en unas muletas (parálisis histérica de la pierna izquierda).
Unay otra parecen asustadasy desvalidas. Charcot las señala con un pomposo gesto (du­
rante toda la escena siguiente parecerá un prestidigitador) mientras ellas se acercan a él.
C h a r c o t : Estos son dos espléndidos casos.
Jeanne y Paulette.
Sonríe a las dos mujeres.
Una sonrisa de ogro.
Tiéndase usted, Jeanne.
Dos de sus ayudantes acuestan a la anciana en el catre.
Siéntese, Paulette.
La mujer se sienta en una de las dos sillas que un ayudante acaba de colocar en medio del
aula.
Charcot se dirige primero hacia Paulette.
(falsamente paternal):
C h a rco t
Bueno, Paulette, ¿qué es lo que marcha mal?
P a u l e t t e : M i brazo.

Lo muestra.
C h a r c o t : C ierre los ojos.

La enferma los cierra. Charcot hace un guiño de complicidad a su auditorioy pellizca con
fuerza el brazo contraído.
¿Qué le he hecho?
P a u l e t t e (con los ojos cerrados): Nada.

Charcot guiña el ojo de nuevo.


C h a r c o t : C o n tra cció n del brazo d erech o co n hem ianestesia. C lási­
co, clásico.

Se dirige haciafeanne.
¿Y a usted qué le pasa, abuela?
Se inclina sobre el catre.
J e a n n e (llorosa): L a pierna.
C h a r c o t : ¿D esd e cuán d o?
J e a n n e : 1880.
C h a r c o t (deprisay con indiferencia): Seis años.
¡Perfecto, perfecto!
Vamos a ver eso.
Levanta la bata de la enferma hasta medio muslo. Jeanne no lleva medias. La pierna iz­
quierda es igual a la de la anciana histérica de Viena.
Charcot la palpa y explica.
Fuerte contracción de los músculos aductores del muslo. Articula­
ciones rígidas. El miembro inferior parece una barra inflexible.
Levanta la pierna izquierda por el pie. La pelvis se levanta.
Vean ustedes.
Suelta la pierna.
C harcot: Síntoma histérico que no se encuentra casi nunca en las
parálisis orgánicas.
Enderezo enérgicamente la punta del pie izquierdo. La pierna izquierda entera empieza
a temblar. Suelta el pie de Jeanne. El temblor continúa mucho tiempo después de que. los
miembros hayan vuelto a su primera posición.
(Riéndose.): ¡Clásico, clásico!
Mira hacia su auditorio. Freud estáfascinado. El inglés parece profundamente asqueado.
Daugin se divierte; se cree en el teatro. Los oyentes reaccionan intensamente de una forma o de
otra.
Mis colaboradores van a sumir a estas dos mujeres en estado de hip­
nosis.
Dos médicos se dirigen hacia feanne y otros dos hacia Paulette. En los dos grupos, uno de
los ayudantes sostiene detrás de su espalda una lámpara de petróleo encendida, parecida a una
linterna. Pero la parte delantera de cada una de las dos ¡internas es totalmente opaca, salvo un
minúsculo y redondo agujero que dejafdtrar la luz.
U n m éd ico (aJeanne): Mire aquí. Hay algo que brilla. Mire bien.
El médico se inclina sobrefeanne.
Un médico delante de Paulette muestra la linterna.

O tro m éd ico : Paulette, mire usted fijamente el punto brillante.


Paulette se sobresalta.
¡Vamos!

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Paulette mira dócilmente.
Charcot se pasea de un lado a otro con las manos detrás de la espalda.
¡Va usted a dorm irse!
Charcot se planta delante del corpulento inglés (Wilkie) y lo examina de abajo arriba.
Wilkie lo mira a su vez de arriba abajo con una mirada desengañada y hace una mueca
de asco.
¡Duérmase, duérmase!
Paulette, dócil, se duerme con los ojos totalmente abiertos, y un poco rígida.
Voz en « off » del m edico (que había a Jeanne):
Jeanne, está usted dormida, dormida.
Freud observa apasionadamente a cada una de las dos enfermas. Su mirada va de una a
otra como si estuviera contemplando un partido de tenis.
Charcot vuelve la espalda a Wilkie, se acerca a Paulettey la mira a los ojosfijamente.
C h a r c o t : E sta está dorm ida.

(A los ayudantes que están alrededor de la otra):


¿Y aquélla?
Una pausa, luego los ayudantes que están inclinados sobrefeanne se incorporan.
Un ayudante: Ya está.
Charcot reanuda su marcha.
C harcot (tono propio de un profesor hablando desde su cátedra): El estado
en que se en cu e n tra n n u estras dos en ferm as p o d ría d efin irse com o
de so n am b u lism o p ro vo ca d o .
Son sensibles a todas las sugestiones.
¡Atención!
Se acerca a Paulette sonriendo, con una actitud muy «de ilusionista». Se coloca detrás de
ellay la llama:
¡Paulette, Paulette!
La enferma se estremece.
P a u l e t t e : ¿Q ué?
C h a r c o t : Está curada, Paulette, está curada.
(Muy comediante. Fingiendo estupor.)
¡Su brazo derecho!... ¡Se mueve! Trate de moverlo.

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Paulette mueve el brazo izquierdo.
Ése no; el otro.
Paulette mueve la mano izquierda y se la mira. Poco a poco su brazo derecho se va rela­
jando y ella observa los movimientos de la mano izquierda y los i m i t a con la mano derecha.
(Durante esta escena):
V oces en « off » de los a y u d a n t e s (que se están ocupando de Jeanne):
¡Jeanne! ¡Jeanne! Está curada...
Está curada...
Está curada...
Poco a poco, los movimientos de la mano derecha se vuelven másflexibles.
Finalmente, los dos brazos se mueven al mismo tiempo.
Charchot deja a Paulette y se dirige hacia Jeanne, que sigue echada en el catre.
C h arcot: (autoritarioy casi ridículo en su actitud de comicastro): ¡Leván­
tate y anda!
Jeanne se sienta en el catre con dificultadj luego, ayudada por los ayudantes, se levanta y
se sostiene en pie sin muletas.
¡Anda! ¡Anda!
Jeanne se dirige tambaleándose hacia la silla cerca de Paulettey más que sentarse se deja
caer en ella.
Paulette continúa haciendo con las dos manos unos extraños movimientos queparecen conjuros
mágicos.
Primer efecto de la sugestión: supresión de los síntomas histéricos.
Ni que decir tiene que el hipnotismo es importante cuando se trata
de parálisis orgánicas.
Señalando a las dos enfermas.
Segundo efecto: Por medio de la sugestión, inducimos a las enfermas
a que reproduzcan sus grandes crisis.
Se acerca aJeanne.
¡Jeanne! ¡Jeanne!
Se ve aJeanne que parece oír sin ver.
Voz en « o ff » de un a y u d a n t e : ¡Paulette! ¡Paulette!
Charcot se inclina sobreJeanney le susurra las palabras al oído.
C harcot: ¡Pobre Jeanne! Vas a tener un ataque.
Voz en « o ff »: ¡La crisis, Paulette! ¡La crisis!
C h a r c o t : ¡Jeanne! ¡Cuidado! Ten cuidado, es una crisis. ¡Ten cuida­
do!
Jeanne se levanta y empieza a andar. Remeda con violenciay torpeza el temor; el rechazo
y la ira.
(Con un poco de cinismo):
¡A la una!
Voz (en «off» que susurra): Paulette. ¡Pobre Paulette!
Charcot sigue a la anciana Jeanne que da vueltas en redondo y, muy comediante, imita sus
posturas más significativas, exagerándolas.

Esta no va a hablar.
Mímica emotiva - miedo —irritación —rechazo.
Sigue imitándola.
(Risa en «off» de Paulette.)
En ese instante se oye una carcajada de mujer.
Esa carcajada, primero brevey entrecortada, va creciendo hasta volverse incoercibley casi
dolorosa.
El rostro de Charcot se ilumina.
¡A las dos!
Cruza el aula, abandonando aJeanne que empieza a pataleary a mover violentamente los
brazos, para volver con Paulette.
(riéndose como si le hicieran cosquillas): No, señor Paul, ¡no!,
P a u le t te
¡no!, ¡no haga eso! ¡Ja!, ¡ja! ¡Tengo muchas cosquillas!
Se retuerce como si le estuvieran haciendo cosquillas.
¡No, Robert! No me volverás a dejar sola con tu amigo.
Charcot parece indiferente e irritado.
C harcot: El c o n ten id o del d elirio n o tiene n in g u n a im portancia.

Freud —que escuchaba apasionadamente— se sobresalta al oír esas palabrasy frunce el


ceño.
Charcot, aunque atento a su auditorio, nota esa resistenciay dirigiéndose especialmente a
Freud dice:
La prueba es que se puede cambiar a voluntad el curso de sus pensa­
mientos.

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Se acerca a la mesa, coge una botella de agua de Colonia, la destapa y aspira el olor con
satisfacción.
Con expresión de alegría:
Agua de Colonia.
Con un gesto rápido y ágil lanz/i algunas gotas a Wilkie, que resopla con cara de asco:
luego, haciendo una pirueta, se acerca a Paulette que se retuerce de risa, esquivando por los pe­
los a la anciana que sigue dando vueltas dentro del círculo de los oyentesy que mueve los brazos
en el aire imitando una especie de baile.
Pone la botella destapada bajo la nariz de la enferma. Paulette deja de reír, empiezxi a
hacer melindres y:
P a u le t te : Tiene usted un jardín muy oloroso. Todas las mañanas el
caballo en el parque. Mi padre en su yegua y yo en mi «poney». Las
glicinas eran adorables.
Mientras Paulette habla, Charcot hace una seña.
Un ayudante le trae la otra botella y la destapa.
Charcot la huele.
C h a r c o t : Sulfuro de carb on o.

Guiño burlón al auditorio.


Cambia bruscamente la botellay pone la segunda bajo la nariz de Paulette, entregando el
frasco de agua de Colonia al ayudante, que se lo lleva.
P au let te (con repugnancia): ¡Asqueroso! Le digo que están podridos.
Como todo lo que toca la señora. Son ratas reventadas. Prometí a mi
padre que no me suicidaría.
Charcot hace una señal. Un ayudante saca de un estuche unas gafas rojas que enseña al
públicoy que luego coloca sobre la nariz de Paulette. Esta empieza a gritar.
P a u le t te : ¡Mi padre no es rojo! El niño no podría vivir. Ha sangra­
do, sangra, sangra. Mis manos lo han podrido.
El ayudante le quita rápidamente las gafasy Charcot retira la botella de sulfuro de car­
bonoy la pone sobre la mesa.
Peroya Paulette empieza a retorcerse en la silla con movimientos espasmáticos de los bra-
7.0s y de las manos como para alejar una visión.
Charcot la mira, apoyado en la mesa.
feanne pasa por delante de él. girando sobre sí misma pero tranquila.
Charcot no le presta ninguna atención; está mirando a Paulette, frío y acechante como un
científico en un laboratorio.
C harcot: Jeanne está reaccionando mal esta mañana. Pero miren a
Paulette, señores. Vamos a presenciar la gran crisis.

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Paulette se tira al suelo.
Empieza a proferir alaridos y mueve violentamente los brazasy las piernas en todas las
direcciones.
Tira las dos sillas. Dos ayudantes se precipitan para evitar que se hiera.
Charcot los detiene con un gesto.
C h a r c o t : Déjenla. (A l público): No va a herirse. Los histéricos se
hieren rara vez durante sus ataques, es lo que permite diferenciar a
primera vista la crisis de histeria de la crisis epiléptica.
Se acerca a Paulettey le pone las manos sobre lafrente.
(Voz persuasiva): La crisis ha terminado, Paulette. Ha terminado.
Paulette se tranquiliza poco a poco.
(La misma voz): ¡De pie!
Levante las sillas.
Paulette obedece.
Siéntese.
Paulette se sienta.
Charcot atrapa aJeanne cuando pasa por delante de él y la conduce a la silla vacía.
¡Jeanne, siéntese! ¡Vamos, siéntese!
Jeanne se sienta.
Las dos enfermas están una al lado de la otra, como al principio de la escena, con los ojos
abiertosyfijos. Parecen agotadas.
Charcot se vuelve hacia el auditorio.
¡Señor Daugin! En una primera fase, la sugestión hipnótica ha hecho
desaparecer las contracciones histéricas. ¿Dónde las tenía Paulette?
D a u g in : En el brazo derecho.

Daugin dobla el brazo para imitar la contracción.


C harcot: ¿Y Jeanne?
D a u g in :En la pierna izquierda.
Señala su propia pierna con el dedo índice de la mano izquierda.
C h arcot: Miren atentamente.
Le da aJeanne un ligero golpe en el hombro derecho. Jeanne se estremecey su brazo se do­
blay se contrae.
En un sujeto nervioso y especialmente predispuesto, ese ligero trau­

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matismo basta para producir una sensación de entumecimiento y un
amago de parálisis en toda la extensión del miembro.
Se dirige hacia Paulettey la golpea en el musloy en la pantorrilla.
Por el mecanismo de la autosugestión, esa parálisis rudimentaria se
convierte en una parálisis real.
El fenómeno sucede en el centro de las operaciones psíquicas, en la
corteza cerebral. La idea de movimiento es ya un movimiento en
vías de ejecución; la idea de la ausencia de movimiento, si es fuerte,
es ya la parálisis motriz realizada.
Pueden llamar ustedes a esta parálisis ideal o psíquica; es todo lo que
ustedes quieran salvo imaginaria.
Con una actitud de prestidigitador satisfecho:
Paulette y Jeanne han intercambiado sus contracciones.
Daugin, que hacía un rato seguía la experiencia boquiabierto y con la misma pasión que
si estuviera presenciando un espectáculo de variedades, empieza a aplaudir.
Se da cuenta de lo que hace, se sonroja y se mete las manos en los bolsillos. Pero ya Char­
cot lo ha fulminado con la mirada.
C h arcot: (soberbio y convencido. Muy digno): ¿Dónde se cree usted que
está, señor? Esto es Ciencia.
A sus ayudantes:
Llévense a las enfermas.
Jeanne se levanta sin dificultad: le entregan las muletas a Paulette. La levantan y camina
apoyándose en ellas.
Mientras que las dos enfermas cruzan el aula:
Las parálisis psíquicas que se producen por hipnotismo, son el resul­
tado de un sueño que hemos provocado. Sueño intenso que, en cier­
ta medida, se realiza.
Lo que el hipnotizador hace, puede deshacerlo. Mis ayudantes van a
despertar a nuestras amigas. De este modo las librarán de los males
que yo les he infligido. Desgraciadamente volverán a sufrir aquellos
que ellas mismas se infligen. Paulette perderá el movimiento del bra­
zo derecho en el mismo momento en que recupere el de su pierna iz­
quierda. En cuanto a Jeanne, le sucederá a la inversa.
El hipnotismo puede reproducir los síntomas, pero no curarlos.
Al auditorio:

78
C harcot: La clase ha terminado. ¿Alguna pregunta?
Mira a su alrededor.
Freud parece estusiasmado —como la mayoría de los oyentes— el inglés Wilkie sigue
con cara de asco. Charcot, molesto, se le acerca.
Parece que todo esto le repugna, señor.
El semblante de Wilkie refleja obstinación.
W ilkie : Son unas mentirosas.
Se exalta un poco.
...Unas simuladoras.
...Unas comediantas.
...Todo es falso.
Charcot señala una de las sillas vacías.

C h arcot: ¿Quiere usted una contraprueba? Doctor Freud ¿quiere


usted sentarse en una de esas sillas?
Freud, a pesar de su respeto, hace un arisco movimiento de retroceso.
F reud (con firm eza): No.
Charcot se acerca a Freud y lo mira a los ojos.
C h arcot: Bien. (Una pausa.) Por lo demás, seguramente no sería
posible dormirle. (A todos.) No hay que pensar que todo el mundo es
sensible a la sugestión. (Bruscamente, se lansp sobre Wilkie como un
rayo):
Usted, señor, usted es sugestionable.
W ilkie (débilmente): No.
C h a r c o t : Vaya a sentarse.

Wilkie parece aterradoy fascinado.


Charcot le coge de la mano, le sienta en una sillay se aleja de él.
¡Berryer!
Uno de los ayudantes se acerca a Wilkie. Lleva una linterna encendida (la parte delan­
tera opaca, punto brillante).
B e r ryer (a Wilkie): Mire el punto brillante.
W i lk i e : N o.
Pero lo mira inmediatamente.
B er ryer (con voz monótona): Duerma. Está usted dormido.
Berryer, estupefacto, a Charcot:
iYa está! ¡Sin decir ni ay! ¡Como un pichón!
Silencio tenso en el auditorio. Freud está tan absorto que saca, maquinalmente, su
cigarrera.
Charcot alarga el agua de Colonia a Berryer, que pone el frasco bajo la nariz del inglés.
W ilkie : ¡Mamá!
Berryer separa el frasco.
Todo el mundo se echa a reír, incluso Charcot, menos Freud. Charcot se acerca a Wilkie.
C harcot (finge que reflexiona): ¿Q ué se podría hacer para convencer­
le? (Hace como que encuentra lo que buscaba.) Voy a darle una orden que
tendrá que obedecer cuando se despierte.
Se acerca a Wilkie.
¿Fuma usted?
Wilkie le responde sin verle.
W ilkie : Nunca.
C h a r c o t : ¿Por qué?
W ilkie (casi mecánicamente): El tabaco es una p la n ta in m u n d a y el
h u m o m e da tos.
C harcot: Cuando se despierte, irá usted derecho hasta el doctor
Freud, le pedirá usted un cigarro y lo encenderá. ¡Berryer!
Se aleja y se dirige hacia Freud mientras Berryer despierta a Wilkie. Charcot se ríe en
las barbas de Freud, que sonríe con expresión de azoramiento.
(A Freud): ¡Un cigarro menos! Por lo menos eso habrán ganado sus
bronquios.
Wilkie, ya despierto, solo, sentado en la silla, mira al auditorio con estupor.
Se levantay busca a Freud con la mirada, luego se dirige hacia él sin vacilar.
W ilkie : Doctor Freud.
Parece sorprendido. Se pasa la mano por lafrente con cara de despistado.
W il k ie :Quisiera un cigarro.
F r eu d : ¿Va usted a fumar aquí? ¿Delante del profesor Charcot?
Wilkie se vuelve con estupor, mira a Charcot y luego de nuevo a Freud.
W ilkie (con una expresión de asombroy de obstinación a la vez): Sí.

80
Charcot asiente con la cabeza.
C h arcot (bonachón) : Se lo permito, señor.
El inglés coge con estupor el cigarro que le alarga Freudy va a ponérselo en la boca al re­
vés. Freud se lo quita, lo enciendey se lo da.
El inglésfuma y tose, igual que Freud hacía anteriormente.
Charcot se acerca.
¿Está usted fumando? ¡Pero si le da tos! Desgraciado. (Muy amable­
mente, como a Freud anteriormente.) ¿Por qué fuma?
W ilk ie : No lo sé. Es un ansia que se ha apoderado de mí.
C h a r c o t (como a Freud): ¿Y que se le ha agarrado a la garganta?
El inglés tose.
Charcot mira a Freud sonriendo.
Se vuelve hacia Wilkie.
(A Wilkie): Tire ese cigarro.
W ilkie : E s m ás fu erte que yo.
C h a r c o t : Tire el cigarro, señor. Le hemos dormido y le he ordenado
que fumara.
Wilkie tira el cigarro con iray horror.
Todo el auditorio estalla en carcajadas mientras Wilkie lo pisotea.
W ilkie : ¡Ufl
Charcot se ríe a su vez.
Gesto exagerado de prestidigitador para presentar a Wilkie a la compañía.
C h arcot: ¡Vean, señores!

(12)

UN PASILLO
Freud pasea de una lado a otro delante de la puerta cerrada de la consulta de Charcot.
Los estudiantes circulan por delante de él, riéndose.
Wilkie pasa a su ladoy lo deja atrás, pero vuelve sobre sus pasos.
Le tiende la manoy espera con solemnidad.
W ilkie (decididoy solemne): Doctor Freud, ¡adiós!
Freud, absorto en sus pensamientos, le escucha distraídamentey le da un rápido apretón
de manos.

81
F r e u d : Hasta mañana.
W i lk i e : N o, le estoy diciendo ¡adiós! Vuelvo a Manchester.
Corno la primera vez, sin levantar la cabeza:
F re u d (con un repentino interés): ¿Por qué?
W i lk i e : Soy hijo de un pastor protestante y quiero curar a los hom­
bres.
F re u d : ¿Entonces?
W i lk i e : Si el hipnotismo
es una comedia estoy perdiendo el tiempo.
Si es cosa del diablo estoy perdiendo mi alma.
Quiere arrastrarle afuera.
¿Por qué se queda aquí? ¡Venga!
F reud : Estoy esperando al profesor Charcot.
W ilkie : ¡Cuidado con el Diablo!

Se va con una expresión indignada que oculta su terror.


Freud lo mira pensativamentey saca, distraído, del bolsillo, su cigarrera.
La abre y saca un cigarro.
En el momento en que se lo lleva a los labios, un enfermero que pasa le da un golpeáto en
el brazo (como Charcot).
El enfermero (siguiendo su camino): ¡Prohibido fumar!
Freud se sobresalta.
F r eu d : ¡Oh! Perdón.
Mira el cigarra am asombro, casi con estupor.
Luego, con los ojos entornados, esboza una sonrisa como si la vista del cigarro entre sus de­
dos le sugiriera alga.
Mientras tanto, Charcot ha abierto la puerta de su despacho y lo está miranda.

EN EL DESPACHO DE CHARCOT
Charcot está sentado en un confortable sillón.
Escucha a Freud, que habla con entusiasmo, aunque como siempre muy sobrio en sus ma­
nifestaciones —-y un poco rígido—, y que se ha sentado muy derecho en su silla, sin quitarse el
abrigo.
L o esperaba todo de usted, señor, y no me ha decepcionado.
F reu d :
Me ha descubierto usted un mundo.
Ahora... ahora podré trabajar.
La ex presión de F reud es de confianza y p a rece m ás jOl'fiN que en las escenas p rece­
dentes.

82
Charcot le escucha con una sonrisa; halagado pero escéptico.
C harcot : ¡Un mundo! ¿Cuál?
— » F re u d : Wilkie creía que tenía ganas de fumar. Y no era verdad. Co­
gió un cigarro porque usted se lo había ordenado. ¿Y yo? ¿Acaso sé
yo por qué fumo? Creo que porque me apetece, pero ¿qué se oculta
detrás de esa apetencia...?, ¿qué motivo secreto?, ¿qué orden?, ¿qué hay
detrás de todas las a p e t e n c ia s y de todos los temores ? Un mundo in­
visible. ( jertas fuerzas.
Charcot, al principio benévolo y protector, se asusta un poco.
C h arcot (asustado): No corra tanto, señor, no corra tanto.
F reud : Pero, señor profesor, es evidente. Usted ha tenido la idea
—y permítame decirlo— genial de reproducir los síntomas de la his­
teria con la sugestión. Eso prueba que las enfermas los producen al
sugestionarse ellas mismas, dominadas por unos recuerdos, unas
ideas y unos sentimientos que han olvidado o que siempre ignora­
ron.
C h a r c o t : No sé nada. Ninguna experiencia nos permite afirmarlo.

Por una vez, Freud se deja llevar por su entusiasmo, se levanta y camina de un lado a
otro de la habitación.
Charcot lo mira con estupor y un poco de irritación.
F reud :Desde luego que sí, señor. Su experiencia de esta mañana.
Nuestros motivos conscientes no son los verdaderos. Yo llego siem­
pre a la estación con dos horas de adelanto. Pretendo convencerme
de que tengo miedo de perder el tren, pero es falso. Hay algo más.
Un miedo más profundo, del que no soy consciente o no quiero ser­
lo...
De repente se da cuenta de su agitacióny mira indeciso a Charcot. Tiene miedo. Su rostro
se vuelve impenetrabley recobra su actitud sombríay dura.
Un silencio.
Discúlpeme.
Se sienta de nuevo en ¡a silla enfrente de Charcot, que está atónito.
Muy correcto, pero completamente encerrado en sí mismo al haber perdido todo contacto
con Charcot.
F re u d : He venido a pedirle que me autorice a traducir sus obras al
alemán.

83
VIENA - OCTUBRE DE 1886
EN CASA DE LOS FREUD. Algunos días después de la boda. Todavía es de
día, pero está empezando a anochecer.
Un comedor bastante grande. Dos ventanas. Escasos muebles y modestos. Parecen un poco
perdidos en esa amplia habitación.
Sobre la mesa, la cubertería, la vajilla y la cristalería. Martha está contando las piezas
(cuchillos, tenedores, platos, vasos; regalos de boda en general) y los va guardando en los cajones
del aparador o en las alacenas.
(Martillazos en «off».)
La voz en «off» de Freud parece caer del cielo.
Voz en « off » de F reud : Creo que ni él mismo comprendía el senti­
do de su experiencia. Puesto que Wilkie le obedeció después de des­
pertarse, se puede curar por medio del hipnotismo.
La voz prosigue, con naturalidad, la conversación que tuvo lugar algunos meses atrás y
que ponefin a la escena precedente.
Martha, muy pronto convenciday muy atareada, está trasladando una pila de platos.
F r eu d : ¿Me oyes?
M a r t h a : Sí.
F r e u d (autoritario): ¡Martha!
Martha levanta los ojos y aparece Freud subido en una escalera, con un cuadro en una
manoy un martillo y clavos en la otra.
Se dispone a colgar en la pared un grabado que representa el juramento de Aníbal; tiene
un aspecto joven y alegre, lleno de fuerza y de vida. Martha le gasta bromas pero ella también
está radiante. Lafelicidad le sienta bien.
(Reproche risueño.) ¿Has tomado un piso para poner en él a tu marido
o un marido para ponerlo en tu piso? ¡Escúchame!
Tira el martillo al suelo.
M a rth a (con un sobresalto): ¡Te estoy escuchando!
Freud baja despacio de la escalera para recoger el martillo. Luego se coloca delante de
Martha (que tiene aún la pila de platos en las manos) y le impide avanzar hacia la alacena.
F reu d (tomando, en broma, una actitud severa): Se puede curar por me­
dio del hipnotismo.
M a r t h a (riéndose): ¿Ordenando a los enfermos que recobren la sa­
lud?
F r e u d : Exactamente.

84
M a r t h a : ¿E so es lo que vas a decirles en tu co n feren cia de esta tar­
de?
F r e u d : Sí.

Martha trata de avanzar, pero Freud se lo impide siguiendo con la broma.


M arth a (muy escépticay burlona): ¿Y con eso vas a conseguir pacien­
tes?
F r e u d : Conseguiré muchísimos.
M a r t h a : ¡D éjam e pasar! M e estás h aciendo p erd er el tiem po.
F reud: Te hago una apuesta.
Pone el martillo sobre la mesa. Martha aprovecha para intentar pasar, pero Freud se
vuelvey j a con las manos libres la retiene por los hombrosy vuelve a colocarse delante de ella.
(Con una solemnidad fingida.) ¿Conoces al doctor Sigmund Freud, espe­
cialista en enfermedades nerviosas y mentales?
M a r t h a (siguiendo la broma): Le conozco demasiado. Es mi marido.
F re u d : Estamos a 15 de octubre de 1886. ¿Cuántos enfermos tiene
el doctor Freud?
M a r t h a : Ni uno.
F re u d : D e n tro de un añ o, el 15 de octu b re de 1887, te n d ré cincuen ­
ta.
M a r t h a : ¿Al día?
F reud (reflexionando): Es un poco demasiado. Digamos que a la se­
mana. ¿Hacemos una apuesta? Si pierdo te regalo un collar de oro.
M a r t h a : Si pierdes no tendrás ni un céntimo para comprármelo.
F r e u d : Ganaré. Escúchame atentamente.
M a r t h a : Déjame pasar.

Desde hace un rato, Martha da muestras de cansancio. Sus brazos no aguantan más el
peso de la pila de platos.
Déjame pasar o suelto los platos.
Freud los coge, impertérrito, y los coloca sobre la mesa.
Freud: Martha, el doctor Sigmund Freud va a pronunciar...
Saca su reloj del bolsilloy mira la hora.
...dentro de una hora, una conferencia en la Sociedad Médica, ante
los más ilustres médicos. Hablará sobre los histéricos varones y pro­
pondrá una nueva terapia.
De aquí a dos horas, saludará en medio de las aclamaciones, ¿me

85
oyes?, he dicho a-cla-ma-cio-nes. Mañana el eco de su triunfo habrá
recorrido la ciudad. Pasado mañana los enfermos se agolparán en su
consulta.
M a r t h a (irónica): Y al día siguiente los periódicos publicarán en pri­
mera página que el doctor Freud ha empleado el hipnotismo para cu­
rar doce piernas rotas y tres fracturas de pelvis.
Se burla de él, pera es evidente que sabe muy bien lo que él quiere decir.
F re u d (siguiendo con la broma): N o has co m p re n d id o nada.

Hace como si abandonara la partida, se sube de nuevo a la escalera y empieza a clavar un


clavo.
Son las neurosis las que se tratan con el hipnotismo. Hay enfermos
que tienen crisis de angustia sin una razón aparente. Están atormen­
tados por unas fuerzas psíquicas de las que no son conscientes. Se
trata de provocar en ellos, por medio de la sugestión, unas fuerzas
contrarias, aunque igualmente inconscientes, para neutralizar las pri­
meras.
Martha, irritada, da una patada en el suelo. Freud se calla, se vuelve y la mira desde lo
alto de la escalera.
M a r t h a (realmente irritada): ¡Lo estaba esperando! ¡Sólo tienes esa
palabra en la boca!
F reu d : ¿Q u é palabra?
M a rth a (medio irónica, medio desagradable): En todo caso te advierto
que si alguna vez me pongo enferma no trates de curarme por medio
de la sugestión.
Yo soy una mujer honrada y no tengo inconsciente.

Freud se baja de la escalera; ha colgado un cuadro y hace como si lomirara,con mucha


calma, para ver si está derecho. Silba con aire indiferentey divertido.
Martha estáfuriosa aunque sigue muy alegre.
¿Me oyes?
Freud le responde sin dejar de mirar el cuadro.
F r e u d (con una calma irónica e indiferente): Si lo tuvieras,no serías
consciente de tenerlo.
Saca, maquinalmente, su cigarrera del bolsillo. Martha le pega en los dedos.
M arth a: ¡Otra vez! Si quieres fumar, vete a tu despacho.

86
Freud se da cuenta, de repente, de que tiene la cigarrera en las manosy se ¡aguarda pre­
cipitadamente en el bolsillo.
Ya lo ves, tú sí que eres un inconsciente. Ni siquiera sabías que que­
rías fumar, ¿qué placer encuentras en eso? Es repugnante, huele mal
y quema todo.
Con tono de broma, pero inquisitivo:
¿Qué se oculta ahí debajo?
F re u d : No lo sé.
M a r t h a (bromeando) :Ya lo ves. Yo sé siempre lo que hago.
F reud (bromeando): ¿Siempre?
M a r t h a (bromeando): Siempre.
F reud (bromeando): ¿Y tu asco al tabaco? Me pregunto si no será una
neurosis.
M a r t h a (bromeando): ¿De verdad? ¿Y lo que tú me gustas?

Freud sigue bromeando, pero una profunda convicción asoma bajo La comedia.
F reud (bromeando): ¡Eso sí que es una neurosis grave! ¡Tienes que es­
tar loca para quererme!
Martha se planta delante de él, muy decidida, y lo mira desafiándole.
Bajo sus palabras se percibe una especie de reto sexual. Pero seguimos en el terreno del
juego.

M a r t h a : ¡Bueno, pues cúrame! ¡Venga, cúrame! Trata de hipnoti­


zarme un poco.
Se miran a los ojos. Freud aparta la mirada el primero; está verdaderamente turbado.
F reud (con una especie de sequedad que debe parecer inexplicable): No se
hipnotiza a la propia mujer. Es un tratamiento, no un juego de socie­
dad.
M a r t h a (provocativa): ¿No se la hipnotiza? ¿De verdad? Entonces
¿qué se hace con ella?

Freud está muy turbado. Martha está cotitra él y espera.


F re u d : ¿Quieres saberlo?, ¿quieres saberlo?
La estrecha entre sus brazos. Por primera vez, sentimos que la desea. Su pasión —antes
del viaje a París—parecía más violentay más autoritaria que propiamente sexual.
Llaman a la puerta. Freud se separa de Martha.
Va hacia la puerta.

87
Es Breuer; viene a buscarme.
Al salir, con alegríay con un tono de complicidad sexual:
Esta noche vas a saber lo que tengo intención de hacer contigo.
Martha se ha serenado.

(14)

EN EL CUPÉ DE BREUER
Coche elegante, cochero de libreay chistera. Breuer y Freud charlan entre ellos.
Breuer mira a Freud con mucho afecto. Freud está animado, alegre y con un poco de an­
siedad. Los dos estánfumando. Breuer ha encendido un cigarrillo turco. Freud aspira precipi­
tadamente de su cigarro.
B reuer (paternal y ligeramente preocupado): Tendrá usted un público
difícil. No lo ataque ele frente.
Breuer insiste.
La Sociedad Médica es bastante conservadora y además sus antiguos
profesores estarán ahí. Si piensan que les está usted aleccionando...
F r eu d : Tendré cuidado con las susceptibilidades.

Breuer lo contempla con un escepticismo risueño y cierta preocupación.


(Amistosamente.) Lo prometo.
(C onfirm en.) Pero no haré ninguna concesión.
Breuer mueve la cabeza.
B reuer : Eso es lo que me preocupa.
F reud : Cuando se dice la verdad hay que llegar hasta el final.
Breuer mueve la cabeza.
B reuer : La verdad...
F reud (agresivo e inquieto): B reu e r ¿n o he con segu id o co n v en c erle ?

Breuer duda.
Freud le presiona:
Su opinión es la única que cuenta para mí.
B reuer (eludiendo la pregunta): En todo caso, no me opongo, en prin­
cipio, a la terapia por medio del hipnotismo.
Sólo que, comprenda, la Verdad...
Le sonríe con expresión de afecto pero desengañada.
Existen a l g u n a s verdades; corren por todas partes como lagartos y no
estoy muy seguro de que concuerden unas con otras. Para conseguir
una —una muy pequeñita—, toda una vida no sería demasiado tiem­
po.
Freud le sonríe a su vez. Pero es evidente que esas consideraciones son demasiado ajenas a
él como para convencerle. Por otra parte, Breuer renuncia a discutir, tanto por discreción como
por una total convicción de su impotencia.
(Después de un suspiro); ¡En fin! Trate de ser prudente.

(15)

LA SOCIEDAD MÉDICA
Un anfiteatro. En el estrado un presidente, un secretarioy Freud que está leyendo su ma­
nuscrito.
Ni una mujer entre los asistentes —que son muy numerosos.
En la segunda jila, Meynert. Un poco más arriba, Breuer. Auditorio serio (la edad me­
dia está cerca de los cincuenta años); rostros taciturnos de personas de una gran instrucción.
Muchos monóculos. Todo el mundo lleva barba.
Freud está de pie delante de una mesa cubierta con un tapete verde. Garrafa de agua,
vaso. Termina su lectura con un tono de agresividad que, aunque es involuntaria, resulta sor­
prendente para el auditorio.
De todas maneras, todos esos hombres entrados en años, o por lo menos muy maduros, de­
ben encontrar desagradable la autoridad de un hombre tan joven. No hay simpatía entre el
oradory el público, aunque este último permanezca serioy profundamente atento.
F reud: Esas observaciones clínicas, que el mismo doctor Charcot
efectuó en un centenar de enfermos varones, permiten rechazar defi­
nitivamente una tesis que he oído defender con demasiada frecuen­
cia en los medios médicos de Viena, según la cual, la histeria sólo se
manifiesta en las mujeres y es el resultado de trastornos ováricos.
Mientras Freud habla, Meynert escucha, impenetrable, sin dejar de tirarse de la barba
con la mano izquierda.
Breue' lanzofurtivas miradas a derecha e izquierda, espiando la reacción delpúblico. El
resto del tiempo escucha con atención mientras sonríe un poco para animar a Freud —que por
otra parte no necesita que le den ánimos.
F reud: Ni qué decir tiene que, después de esas experiencias magis­
trales, ya no es posible albergar la menor duda sobre la realidad neu­

89
rótica del comportamiento histérico. La histeria tiene derecho de
ciudadanía entre las enfermedades mentales y cualesquiera que sean
los méritos de ciertas brillantes inteligencias, hay que invitarlas res­
petuosamente a inclinarse ante la Experiencia; la histeria no es una
simulación de enfermedad, ni siquiera una enfermedad de simula­
ción. Se caracteriza, a causa de sus síntomas somáticos, por una
cierta c o m p l a c e n c i a d e l c u e r p o que procura a los conflictos psí­
quicos una salida corporal.
Esta sugestibilidad —que diferencia a la histeria de todas las otras
psiconeurosis— me ha permitido demostrarles hasta qué punto los
métodos terapéuticos en vigor son ineficaces.
Con un desprecio obviamente ofensivo.
Una histeria no se cura con masajes, duchas y un tratamiento de
electricidad. Y para terminar, ruego que se me permita expresar el
deseo de que se recurra, al fin, al hipnotismo y que se aproveche la
extrema sugestibilidad de los enfermos, para liberarlos, por medio de
la sugestión, de los males que esos enfermos han introducido en sí
mismos por la autosugestión.
Freud ha terminado. Se inclina. Débiles aplausos, que cesan, la mayor parte, casi inme­
diatamente; únicamente Breuer sigue aplaudiendo. Meynert no aplaude. Ha puesto las manos,
bien a la vista, sobre el respaldo de la butaca vacía que está delante de él.
Freud parece azorado. No sabe si debe sentarse o permanecer de pie. Gana tiempo guar­
dando sus cuartillas en su cartera. Lista operación se realiza en medio de un profundo silencio.
Después de agotar todos sus recursos, hace ademán de sentarse, pero el presidente de la asam­
blea se lo impide.
E l p r e s i d e n t e (glacial): Doctor Freud, le doy las gracias por su con­
ferencia. Pero estoy seguro de que nuestros colegas desean hacerle
algunas observaciones.
¿Quién pide la palabra?
Tres médicos levantan el dedo.
(Escribiendo.)
Doctor Rosenthal.
Doctor Bomberg.
Doctor Stein.
Meynert habla sin levantar el dedo. Es evidente que reina en esa asamblea.
M eynert: Yo añadiré algunas palabras.

90
El presidente (escribiendo): Doctor Meynert.
(Una pausa.)
El doctor Rosenthal tiene la palabra.
El doctor Rosenthal se levanta.
Sé que, en estas cuestiones, comparto la opi­
D o ct o r R o sen t h al :
nión de mi eminente colega.
Señala a Meynert.
Y estoy convencido de que él expresará mejor que yo lo que tenía la
intención de decir.
Renuncio a la palabra.
El doctor Steiny el doctor Bomberg se levantan.
S tein y B om berg : Estamos de acuerdo con el doctor Rosenthal.
E l p r e s id e n te : ¿Renuncian ustedes a la palabra en favor del doctor
Meynert?
Los tres médicos : S í.

Se sientan de nuevoy el público aplaude. Meynert se agarra con las dos manos al respaldo
de la butaca vacia, pero no se levanta. Empiezo a hablar con autoridady con una acerba iro­
nía.
M e y n e r t : Agradezco a mis colegas su confianza. Trataré de ser dig­
no de ella. En este honor que me hacen, veo sobre todo una ventaja:
terminaremos antes. En efecto, no creo —y lo siento— que la con­
ferencia del doctor Freud merezca ocupar nuestra atención durante
mucho tiempo.

Todos los rostros se vuelven hacia Meynert. Cuando bromea, sus colegas se ríen, con una
risafácil no exenta de servilismo. Unicamente Breuer parece desolado e indignado.
En su exposición he encontrado muchas ideas nuevas y muchas
ideas verdaderas. Desgraciadamente las ideas verdaderas no son nue­
vas y las nuevas no son verdaderas.
Freud, de pie, impasibley sombrío, escucha la reprimenda sin rechistar.
Es verdad, por ejemplo, que ciertos enfermos presentan unos tras­
tornos nerviosos análogos a los que describe nuestro colega. Pero,
en este caso, apelo a aquellos de entre mis colegas que tienen mi
edad o algunos años más que yo: ¿Acaso esos síntomas no eran co-

91
nocidos desde hacía ya mucho tiempo, en la época en que cruzamos
por primera vez el umbral de la Facultad de Medicina?
Por el contrario, lo que es nuevo es que el doctor Freud ha reunido a
la fuerza todos esos síntomas para dar un contenido a esa fabulosa
enfermedad que él llama histeria.
Todos sabemos, mis queridos colegas, que un enfermo, después de
un traumatismo violento —por ejemplo, un accidente de tren—puede
presentar, pasajeramente, cualquiera de esos síntomas. El choque
emocional, el miedo, provocan lesiones nerviosas de tan extremada
finura que escapan aún a nuestros microscopios. Pero esos trastor­
nos —que desaparecen rápidamente— , hemianopsia, sordera psíqui­
c a , ataques epileptiformcs, delirio alucinador e i n c l u s o parálisis, están
dentro del campo de la neurología y se presentan en general como
consecuencia de los accesos de confusión mental consecutivos al ac­
cidente.
No creo necesario seguir discutiendo. Nunca he conocido a un histé­
rico varón, señores, pero tengo que confesar que —si la histeria es
una enfermedad— no he tenido la suerte de nuestro joven orador y
tampoco he conocido a histéricas hembras, a menos que llamemos
con ese nombre a esas desgraciadas que tratan de llamar la atención
de los médicos con mentiras y absurdas comedias. La histeria no
existe.

Aplausos. Unicamente Breuer no aplaude.

Y para terminar, unas palabras más. No pongo en duda la existencia


del hipnotismo, muy al contrario. Pero considero al hipnotizador y al
hipnotizado como a una pareja de enfermos en la que el más grave­
mente aquejado no es éste último. Y compadezco a los colegas que,
quizás por altruismo, se rebajan hasta interpretar el papel de niñeras.
Señores y queridos colegas, volvamos a nuestra profesión, la más
hermosa de las profesiones. Mientras nuestras investigaciones en el
campo de la fisiología no nos revelen nuevas propiedades del sistema
nervioso, limitémonos a los métodos ya experimentados. Masajes,
baños, electricidad. Esos tratamientos harán sonreír a nuestro joven
colega y, sin embargo, la experiencia nos demuestra que no existe
curación posible fuera de ellos. Seamos pacientes y sobre todo sea­
mos modestos; es el primer deber de los médicos y de los científicos.
Fuertes aplausos. El presidente se vuelve hacia Freud.

92
E l p r e s id e n t e : Doctor Freud, ¿desea usted responder al doctor
Meynert?
Freud ha recobrado el rostro sombrío queja le conocíamos antes de su viaje a París.
F r e u d (con voz dura y firm e): El doctor Meynert ha condenado sin
discutir. Ni siquiera se ha dignado presentar una objeción de carácter
científico. En estas condiciones, no tengo nada que responderle. Y
como su edad y sus grandes méritos me imponen el deber de respe­
tarle, prefiero callarme.
Coge bruscamente su cartera y se marcha sin saludar por una pequeña puerta situada de­
trás del estrado, al fondo de la sala.
Ante esa despedida precipitada, muchos rostros sonríen, y una leve carcajada recorre la
sala mientras los oyentes se levantan. Algunos van hacia Meynert alargando la mano con una
actitud de entusiasmada aprobación.
Algarabía alrededor de Meynert.
V o ces :
— Le ha puesto usted en su sitio.
—Un Don Nadie que pretende dar lecciones a su maestro.
— Ese mocoso..., etc., etc.
Meynert estrecha las manos, impasible, un poco condescendiente; sólo responde con una
sonrisa un poco indiferente.
Detrás de Meynert, dos médicos discuten entre ellos.
P r im e r m éd ico: Qué quiere usted. ¡Es un judío!
S e g u n d o m éd ico (agradablemente escandalizado): ¡Oh!
P r im e r m éd ico: Pero yo no soy antisemita. Sólo digo que hay que
ser judío para ir a buscar a París unas teorías que todo el mundo co­
noce en Viena y que se abandonaron hace mucho tiempo.
S e g u n d o m éd ico (moviendo tristemente la cabeza): ¡Ya, ya! Esa gente
no tiene patria.

(16)

POR LA NOCHE. UNA CALLE DESIERTA


Preud camina solo, con los ojos echando chispas, profundamente irritado. Vi fumando un
cigarro.
En la misma calle, una prostituta que hace la carrera.
Se acerca a Freud.

93
Freud la ve veniry cruz# para evitarla. Apenas ha llegado a la otra acera, cuando una
mujer sale de la oscuridady le coge del brazo.
La pr ostitu t a :¿Vienes?
F reud (sintiéndose ultrajado): ¡No!
Se separa de ella con un salto de medio lado, recobra su actitud digna y severay mira ha­
cia adelante apresurando el paso.
No tiene suerte: Cada cincuenta metrosy bajo los reverberos, hay una prostituta que espe­
ra a los clientes. Una especie de locura (ligera) se apodera de Freud. Y al ver que una de las
mujeres se dirige hacia él, se dispone a entrar en un café que acaba de divisar. Pero en el mo­
mento en que va a empujar la puerta vidriera un rostro risueño y grotesco de prostituta se pega
al cristal ( il otro lado de la puerta) y le sonríe guiñándole un ojo de una forma repugnante.
Freud retrocede bruscamente, renuncia a su proyecto y reanuda su marcha, pero se da cuenta
de que la prostituta que le acechaba está sólo a diez, metros de él, guiñándole el ojo como antes.
Freud se vuelve con angustia. Poco le falta para emprender ¡a huida. En ese instante un
cupé se detiene a su lado contra la acera y Freud se sobresalta al oír ¡a voz de Breuer.
Voz e n « o f f » d e B r e u e r : ¡Freud!

Breuer se asoma a la portezuela del cupé.


B reuer : ¡Suba! ¡Suba ya! Llevo una hora buscándole. ¿Por qué ha
venido por este camino?
Freud, después de dudarlo un momento, sube al coche. Se sienta al lado de Breuer. Es
evidente que se siente aliviado; está agradecido y se nota su agradecimiento. Pero ha recobrado
su aspecto sombrío y todas sus inhibiciones: le cuesta ciwi w/c. m.U:.
De vez en cuando su rostro se ilumina, pero cuando habla de sufracaso se vuelve de nuevo
impenetrable.
En el coche de Breuer.
F reud (sentándose a l lado de Breuer): Quería volver a casa a pie.
Un gesto señalando a las prostitutas. Con mal humor:
Había olvidado que todas estas calles están imposibles por la noche.
Se lo agradezco.

Desde la acera, una mujer le hace una seña. Freud levanta el cristal de la portezuela con
un gesto brusco e impulsivo. Después, lamentándolo, se vuelve hacia Breuer.
Discúlpeme. Quizás prefiera usted que entre el aire.
Voy a bajar el o tro cristal.
B reuer :

Breuer le sonríe. El humo del cigarro de Freud ha invadido el coche.


Un momento de silencio. Breuer se vuelve con un gesto paternal hacia Freud.

94
Meynert me pareció muy desagradable.
Freudfuma y no responde. Sin desanimarse por ello, Breuer continúa hablando.
B reuer : Había cosas excelentes en su exposición.
Freud lanza una bocanada de humo. Expulsa el humo hacia la ventanilla abierta agi­
tando la mano. Pero con ese gesto parece que quiere expulsar el recuerdo desagradable de la
conferencia. Trata de sonreír.
F r e u d (con voz contenida más que serena): No hay peor sordo que el que
no quiere oír.
B r e u e r (con dulzura): Me temo que los predispuso contra usted des­
de el principio.
Freud se encoge de hombros.
Le aconsejé que fuera prudente.
Freud lo mira sonriendo más abiertamente.
F reud :Y yo seguí su consejo: fui manso como un cordero.
La resistencia no viene de ahí.

(Una pausa.)
Soy judío. Eso es todo.
B r e u e r (indignado): ¿Qué está usted diciendo? También yo soy judío
y nunca he sentido ninguna hostilidad ni por parte de mis colegas ni
por parte de mis enfermos.
FI1 antisemitismo es cosa de la gente inculta, de las clases bajas.
Freud escucha con desasosiego.
Breuer reanuda con dulzura:
No se ponga en contra de mí; estoy de su lado.
F re u d(con una especie de rencor): Usted no tiene fe en mí. No más que
los otros.
B reuer : No tengo fe t o d a v ía en su teoría. Pero tengo fe en usted.

Al oír estas palabras, Freud se relaja un poco. Mira a Breuer con una profunda ternura,
casifemenina, que contrasta deforma extraña con su durezA anterior.
Hay que proporcionarle a usted los medios de confirmar sus ideas
con las experiencias.
Hay enfermos que yo no puedo tratar; la psiquiatría y la neurología
son impotentes. Usted los atenderá. Serán sus primeros pacientes.

95
Quizás los cure usted. En todo caso, dado el punto al que han llega­
do, no se expone usted a perjudicarles.
Saca una libreta de apuntesy un lápiz del bolsillo. Garabatea una dirección en una de las
páginas, la arrancay se la da a Freud.
Hace algunos días renuncié a atender a éste. Esta es su dirección.
Vaya mañana por la mañana. Avisaré a su padre.
Freud coge la dirección con evidente agradecimiento. La lee atentamentey se la guarda en
el bolsillo. Su rostro se endurece de pronto y mira hacia adelante. La ira se apodera de nuevo
de él.
Breuer lo contempla con preocupación.
¿Qué pasa?
B re u e r:
F re u d(con voz contenida); Nada. Pero si a usted n o le importa iré a
verle por la tarde. Mañana por la mañana tengo que tener una expli­
cación con Meynert.
Una pausa. Su rostro cambia de nuevoy se vuelve hacia Breuer. Su expresión es la de un
niño confiado y un poco azorado.
¿Podría usted prestarme quinientos gulden? Nos ha costado muy
caro poner el piso y no tengo ni un solo paciente.

(17)

EN EL DESPACHO DE MEYNERT (EN SU DOMICILIO)

AL DÍA SIGUI EN 1 E POR LA MAÑANA. Habitación amplia y clara,


amueblada con mucho gusto, lis evidente que Meynert es muy rico.
Meynert está sentado ante un hermoso y gran escritorioy a sus espaldas, en una especie de
hornacina, hay una reproducción reducida (de escayola blanca) del Moisés de Miguel Angel.
Meynert bebe con rabia vaso tras vaso de aguardiente. Freud está de pie, frente a él. Está
hablandoy su voz expresa una cólera contenida, pero ha vuelto la cabezo hacia la ventana y
evita mirar a su interlocutor.
F re u d (prosiguiendo un diálogo que parece empezado hace ya rato): Siempre
he sentido por usted un gran respeto, señor, y no merecí que me in­
sultara usted en público.
M e y n e r t (brutalmente): No dije ni la mitad de lo que pensaba.

Freud, claramente herido, hace un doloroso esfuerzo para recobrar la dignidad que se le
discute.

96
F reud :Soy un hombre de ciencia, señor. No me atrevería a darme
ese nombre si no me lo hubiera dado usted mismo en otro tiempo.
He trabajado diez años con usted y con Brücke; usted el año pasado
me estimaba lo bastante como para ofrecerme una cátedra.
Meynert está dominado por todos sus tics. Ni siquiera trata de disimularlos.
Aunque usted piense que estoy en un error, creo que tengo derecho
a cierta consideración.
M e yn er t (brutal): ¡No!

Se levanta y se coloca detrás de su sillóny delante de la estatua de Moisés.


Freud —que evita la mirada de Meynert— sefascina mirando la estatua;ya sólo ve esa
majestuosayferoz cabeza de escayola, sin pupilasy que parece condenarle.
Voz en « o ff » de M eyn er t : ¡Es usted un desertor!
Por primera vez, ciego de ira, Freud se atreve a mirar a la cara a Meynert. Una sonrisa
malévola tuerce la hermosay sinuosa boca del profesor.
¡Usted rechazó mi oferta! Prefirió usted a Charcot que a mí. La po­
breza de los científicos le da miedo y prefiere usted la charlatanería y
el Dinero.
Freud parece estupefacto.
Freud: ¿El Dinero?
Con ira:
Míreme, señor. Y mírese usted.
M e y n e r t : ¿Qué puede probar eso? Y o soy rico porque mi padre te­
nía fortuna; pero como científico, soy pobre.
¡Usted, Freud, morirá millonario!
El escándalo paga.
F reud (herido): No permitiré que diga eso, señor. No permitiré
que lo diga. Soy un médico honrado.
M e y n e r t : Un médico honrado trata de curar a sus pacientes.
F re u d : N o hago o tra cosa.
M e yn er t : ¿Curarlos?, ¿usted?, ¿por medio del hipnotismo?

Da la vuelta al escritorio cojeando pronunciadamente. Se acerca a Freud, que instintiva­


mente retrocede.
Se planta delante de él con el vaso de aguardiente en la mano izquierda.
Imita a un oficial dando órdenes:
Cuando yo dé la orden, ¡dormid todos! Los ciegos ¡firmes! ¡Orden a

4 97
las escamas de que se caigan de vuestros ojos! Los paralíticos, media
vuelta a la derecha. ¡Adelante!, ¡marchen!, uno, dos, uno, dos.
Lanza una carcajada.
¡Será usted un dictador! El rey de la neurosis.
Deja de reírse, bebe y luego acercándose a Freud le empuja poniéndole el dedo índice sobre
el pecho. Bruscamente:
¿Y si les gustara su enfermedad?
¿Sabe usted lo que es una neurosis?
Un medio de vida.
Los mataría usted.
p'reud sonríe con mucha amargura.
I'RKUD (con dureza): Si sólo soy un charlatán, no podré hacerles mu­
cho daño.
M eyn ert : Sólo es usted un charlatán, pero se convertirá en un cri­
minal.
El hipnotismo es una violación. Tiranizará usted a sus enfermos. Si
yo tuviera que escoger, preferiría cien veces, mil veces, la locura a la
esclavitud.
7’ics. Parpadeos. Freud lo mira con sorpresa y desconfianza, casi con horror. Un silencio.
M eyn ert : ¡Cómo le gustaría a usted que yo estuviera enfermo! ¡Una
hermosa y pequeña histeria a lo Charcot! ¡Cómo atendería usted a su
viejo profesor!
( Casi con pena.)
¡No hay suerte! Estoy sano como una manzana.
Camina cojeando por la habitación.
¡Pobres neuróticos! ¡Quién sabe lo que les va usted a meter en la ca­
beza!
F reud : N o m eteré nada. Q u itaré las locuras que ellos m etieron .
Meynert se detiene bruscamentey le observa.
M eyn ert :¿Cómo?
F reud :En estado de hipnosis se h a b l a . Conoceré las razones de sus
angustias y de todos sus trastornos...
Se calla, interrumpido por una carcajada.

98
M e yn ert (riéndose): ¡La curación por la luz! (Hará usted que amanez­
ca en nuestras pobres almas oscuras y nuestros vampiros emprende­
rán el vuelo al canto del gallo!
Se acerca a un estante de la biblioteca, donde están colocadas unas cajas de caramelos como
las que se venden en las confiterías (una estampa en color sobre la tapay lazps de colores sua­
ves). Hay alrededor de una docena. Los estantes de arriba y de abajo están totalmente llenos
de libros científicos.
Meynert coge una caja (la ha escogido cuidadosamente).
M e yn ert : ¡Mire!
Abre la caja. Freud descubre con estupor un hormigueo de insectos horribles (miriápodos,
arácnidos;y entre éstos, algunos escorpiones).
¡Encantadoras bestezuelas! ¡Pobrecitas, qué monas son! Esta es la
prueba del sol.
(Una pausa.)
Y bien, Freud, ¿acaso la luz mata a los vampiros?
V oz en « o ff » de M ey n e r t : Creo más bien que los resucita.

Se ve cómo los insectos, que al principio estaban atontados, empiezan a moverse. Pronto
habrá un hormigueo insoportable.
M e yn er t : Si la caja se quedara abierta, saldrían, correrían por todas
partes y la habitación se llenaría de bichos.
Meynert mira a los insectos con complacencia. Clon un papirotazo,mete de nuevo en la caja
a uno de ellos, que estaba trepando por uno de los lados internos.
Un escorpión ha conseguido escaparse y está inmóvil sobre la caja de al lado. Meynert
lo ve.
Divertido:
M e yn er t : ¡Eh! El escorp ión .
Coge unas pinzas que están sobre el mismo estante y mete el insecto en la caja. Dice mien­
tras la cierra:
¡Volved a las tinieblas!
Se vuelve hacia Freudy se da cuenta del estupor que ha provocado. Recobra su seriedad y
dice con una seca autoridad.
Esos animales sirven para mis experiencias.
¡Vamos, Freud! Deje a la noche lo que pertenece a la noche. Para
sondear a las almas sin corromperse, se necesitaría la pureza de los
ángeles.

99
Sus ojos brillan con una expresión malvada; sabe que va a herir a Freud en su punto más
sensible. De nuevo le golpea el pecho con el dedo índice.
¿Está usted seguro de estar sano?
Freud lo mira con una profunda tristeza mezílada de ira, pero responde sinceramente.
F reud : N o .

Meynert exulta.
M eyn ert : ¡Ahí está! Irá usted a la caza de los monstruos que se
ocultan en los demás y lo que descubrirá usted será sus propios vam­
piros.
Vuelve a su escritorio y se sirve otro vaso. Freud lo mira con dureza. Finalmente, su ira
le da valor para hablar. Pero se le ahoga ¡a voz; le asusta lo que va a decir.
F reud : Y o n o bebo.

Meynert se vuelve, asombrado.


M eyn er t : Ya lo sé, ¿y qué?

Meynert se dispone a beber.


F reud (la misma voz): Si llegara a cazar los vampiros de un alcohóli­
co, estoy seguro de que no se parecerían a los míos.
Meynert le escucha, comprende la alusión y lanza el vaso contra la pared en un arrebato
de ira. Luego va hacia Freud, majestuoso y terrible.
M eynert (con voz fuerte): Freud, usted ha querido insultarme.
Estánfrente afrente.
Un silencio.
Le perdono ¿y sabe por qué? Porque hace mucho tiempo que le estoy
observando.
Freud quiere hablar, pero Meynert le interrumpe.
¡Hace mucho tiempo! Y tengo la certeza de que está usted abocado a
padecer una neurosis. Usted no bebe, ¡oh, no!, tendría usted demasia­
do miedo a abandonarse. ¿Qué podría usted decir en un momento de
embriaguez?, ¿qué dejaría usted escapar? Le conozco desde hace diez
años y no ha cambiado usted; siempre está sombrío y tenso y es as­
cético y reservado. Comprendo que la locura de los demás le atraiga;
cree que puede olvidar la suya y la vuelve a encontrar en ellos. De­
téngase si aún está a tiempo. Perderá la razón en el empeño.
Empieza a andar de nuevo. Ya casi no cojea.
Lo que usted necesita es precisamente lo contrario: un trabajo claro
y preciso, riguroso y objetivo. Le voy a dar una oportunidad; retrác­
tese públicamente de sus imbéciles teorías y vuelva a trabajar conmi­
go: anatomía, histología, fisiología, ahí está su salvación. ¿De acuer­
do?
Freud ha conseguido dominarse. Habla con voz respetuosa pero glacial.
F reud :El doctor Breuer ha tenido a bien confiarme uno de sus en­
ferm a. Voy a ir a verle hoy mismo y lo trataré con hipnotismo.
Meynert se ha situado de nuevo detrás de su escritorio (delante de la estatua de Moisés).
M e y n e rt: Perfecto.
Una pausa. Con voz cortantey fría insiste en el «señor» (para advertir que Freudya no
es médico).
Señor Freud, ya no es usted de los nuestros. En esas con­
M e yn e r t :
diciones le prohíbo el acceso a mi laboratorio y al hospital donde yo
ejerzo.
Freud lo mira con expresión de acoso, pero se recobra inmediatamente.
F reud (con voz serena): Está bien. Hasta la vista, señor profesor.
M e yn er t : Adiós.

Freud se inclinay sale.

(18)

UN SALÓN. ES UNA HABITACIÓN AMPLIA


Y AUSTERA, CASI V ACIA. En una butaca un hombre muy anciano, totalmente ves­
tido de negro, ascético. No lleva barba. Bigote blanco, rasgos demacrados. Tiene una manta so­
bre las rodillas. Está pálidoy nervioso.
Se oye llamar a la puerta. Su nerviosismo aumenta pero su rostro permanece inmóvil y
frío. Un criado abre la puerta.
El c r ia d o : El doctor Freud.
Freud entra. El anciano le saluda con un movimiento de cabeza.
E l a n c ia n o : Buenos días, doctor, disculpe que no me levante. Es-

1 01
toy clavado en esta butaca con un ataque de reúma articular. Siénte­
se.
Freud saludaj se sienta enfrente del anciano.
E l a n c ia n o : E s usted m uy joven.
Gesto de Freud.
No se enfade. Sólo estoy comprobando que mi hijo es mayor que us­
ted. No tiene importancia.
AIira a Freud con atención.
Pero tiene usted autoridad.
Le muestra una carta abierta que está sobre una mesita al alcance de su mam.
Mi amigo Breuer me dice en su carta que usted emplea un método
nuevo.
F reud : Nuevo no. Quisiera intentar...
E l a n c ia n o : No importa.
Mueve la cabeza tristemente.
Mi hijo es un enfermo grave. Parece que se trata de una neurosis ob­
sesiva. Pruebe su método.
Personalmente pienso que no va usted a curarle, pero no puede per­
judicarle; es incurable.
f'reud sonríe con un poco de amargura.
F r eu d : ¿Q ue edad tiene?
IÍL a n c i a n o : Cerca de cuarenta años.
F reu d : ¿Cuándo empezaron los primeros trastornos?
E l a n c ia n o : Veamos... Mi mujer murió en 1880. 1.a enfermedad se
declaró seis meses más tarde, en febrero de 1881.
Hace seis años que no ha salido de su habitación.
F reud : ¿Se encierra en ella?

El anciano coge una llave que está sobre una repisay se la enseña a Freud.
E l a n c ia n o : Nos exige que le encerremos.
Freud se levanta.
F reud : Q u isiera v erlo .

El anciano llama a un timbre.

1 02
(Se oye un timbrazo.)
Aparece un criado.
E l a n c ia n o : Lleve al doctor a la habitación del señorito Charles.
Eí anciano alarga la llave.
El criado la coge en silencio; se dirige hacia una puerta que está al fondo de la habitación.
Freud le sigue.
Doctor Freud, me gustaría verle de nuevo un momento, antes de
que se marche.

(19)

UNA HABITACION MUY GRANDE QUE SIRVE


DE DESPAC! 1() Y DE DORMITORIO. Contrasta con la que Freud acaba de
abandonar por el discreto y seguro gusto con que ha elegido el mobiliario ( rococó alemán).
Una inmensa biblioteca cerrada con cristales. Alfondo de la habitación, lo más lejos posi­
ble de la ventana, un hombre de unos cuarenta años, vestido de negro pero con elegancia, está
acurrucado contra la pared, sentado en un pequeño taburete de cocina cuya rusticidad resulta
insólita en contraste con el lujo de los otros muebles.
Físico agradable. El rostro sería casi hermoso si el enfermo no tuviera esa expresión de
acoso. Cruzay descruzo los brazps con nerviosismo. Sus piernas parecen amarradas por una
cuerda roja muy fina que se enrolla a ellas.
(LJna llave que gira. Ruido en «off» de una puerta que se abre.)
Voz en «o ff » del c r ia d o : El doctor Freud.
El enfermo ni siquiera reacciona. Freud se acerca a él, coge una sillay se sienta.
E l c r ia d o : Cuando el doctor desee salir, sólo tiene que llamar al
timbre.
Freud mira al enfermo en silencio.
(Ruido en «off» de una puerta que se cierra y de una llave que gira.)
La actitud de Freud es serenay bondadosa, cordial y atenta. Su nerviosismo ha desapare­
cido. Su autoridad (muy acentuada en la escena precedente) está compensada con una verdade­
ra dulzura. Es un médico ejerciendo su profesión, y un profesional de una gran competencia.
Este hombre —que tiene tanta dificultad para comunicarse con los «normales»—
simpatiza inmediatamente con sus enfermos.

103
Charles hace un violento esfuerzo para dominarse. Saluda con la cabeza. Su expresión de
acoso se transforma en una de verdadera cortesía, que no consigue ocultar su profunda tristeza.
C h a rle s (presentándose): Charles von Schroeh.
F r eu d : Doctor Sigmund Freud.
C h a r le s : Disculpe a mi padre, doctor. Le ha molestado en vano.
Freud mira la cuerda roja sin responder.
Mi padre me adora, ¿sabe usted?, y prefiere creer que estoy loco.
No estoy loco, soy un malvado. Estoy podrido hasta el fondo del
alma.
Silencio de Freud; escucha sin decir una palabra y con una actitud atenta y cordial.
¿No cree usted en el Mal?
F reud : Sí.
C h a r l e s : ¿Y en el D iab lo?
F r eu d : N o .
C h a r le s : Y o tampoco. En principio.
Su rostro refleja abatimiento y vuelve a aparecer la expresión de acoso. Cruza y descruza
los brazos.
Freud se levanta, mira las piernas de Charlesy toca la cuerda que se enrolla a ellas.
F reud : ¿Q ué es esto?
Charles masculla desabridamente, sin mirarle.
C h a r l e s: Ya lo ve usted. Una cuerda de seguridad.
Una pausa. Se relaja un poco.
Me proteje.
F r eu d : ¿D e quién?
C h a r l e s (sin responder directamente): No d eb e salir.
F re u d : No p u ed e usted hacerlo. Le encierran.
C h a r l e s (mascullando): Hay una ventana.

Freud no da muestras de reaccionar. Mira la cuerda.


F reud (después de un silencio): ¿D ó n d e están los nudos?
C h a rle s (mascullando deprisa): En la espalda.

Se encorva un poco. Freud, inclinado sobre él, ve los nudos (unos lazos muy fáciles de
desatar).
F reud : ¿P o r qué?
C h a r le s : Así son más difíciles de desatar.

104
F re u d : ¿Q uién los ha hecho?
C h a r l e s : Y o.
F r e u d : ¿Quién los v a a d esatar?
C h a r l e s: Y o.
F r e u d : ¿Cuándo?
C h a r le s : Esta noche. Cuando las calles estén desiertas.
Freud desata los nudos con la punta de los dedos. El enfermo no parece darse cuenta.
F r e u d : Si n o estu vie ra usted atado ¿qué pasaría?
C h a r l e s : Saldría.
F r e u d : ¿Y qué?

Desliza lentamente la cuerda por las piernas de Charles.


C h a rle s (mascullando mecánicamente de igualform a): Mataría.
F re u d : ¿A quién?
C h a r l e s : A cualquiera.
F re u d : Cuando el criado le trae la cena ¿tiene usted deseos de matar­
le?
C h a r l e s: No.
F r e u d : ¿Por qué?
C h a r l e s : Porque le conozco.
F r e u d : ¿Tiene que ser un desconocido?
C h a r le s (con voz mecánica): Un transeúnte. Afuera. En la calle.
La cuerda cae a los pies de Charles. Freud la señala.
Mire.
F re u d :
Está usted libre, señor von Schroeh.
Charles mira la cuerday empieza a temblar.
¿Qué va usted a hacer?
Un silencio. Charles se levanta. Da algunos pasos hacia la ventana. Freud ni siquiera se
ha vuelto. Espera.
El rostro de Charles está descompuestoy de repente refleja una especie de odio. Freud es­
pera.
Charles parece luchar contra sí mismo. De pronto, da media vuelta y regresa hacia
Freud, que le está dando la espalda, y va a sentarse de nuevo en el taburete. Parece sorprendi­
do e inquieto, pero un poco relajado.
Freud recoge la cuerda roja, la enrollay se la guarda en el bolsillo.
F reud: Démela, señor, ya ve usted que no la necesita.
Siento mucho decirle que nunca matará usted a nadie.

105
Charles le escucha con desconfianza pero con cortesía.
C h a r l e s: Me gustaría creerle, doctor. Pero, desgraciadamente, me
conozco.
Una pausa. Se agarra la nuca con la mam izquierda como si quisiera inclinarla.
Me viene de repente. Por la nuca. Y veo rojo.
(Mascullando casi ininteligiblemente.)
Soy el Mal.
(Breve silencio.)
F r eu d : ¿Ha oído usted hablar de la terapia hipnótica?
C h a rle s (con indiferencia): Sí, al doctor Breuer.

Ya no mira a su interlocutor y aprieta las piernas una contra otra como si aún las tuviera
atadas.
F reud : ¿Consentiría usted someterse a ella? Pero sobre todo no es­
pere una curación milagrosa. El tratamiento puede durar meses.
C h a r l e s : ¿Me dormirá usted? Y durante el sueño ¿me meterá usted
el Bien en la cabeza a martillazos?
No lo creo. El Mal se comerá al Bien.
Una pausa.

Inténtelo, a pesar de todo. Me gustaría tanto dormir.


Freud le coge del brazo y lo conduce hasta el diván, donde lo sienta. Charles parece
subyugado desde que tiene la esperanza de dormir. Por las palabras que murmura, se nota su
total consentimiento.
Si pudiera no volver a despertarme.

Freud apoya su índice derecho en la nariz de Charles, entre los dos ojos.
F r eu d : M ire m i dedo.

Charles mira el dedo de Freud. Estrabismo convergente.


( Con una convicción comunicativa.)
Dormirá.
Se va usted a dormir.
Charles se abandona con confianza.
¡Duérmase!
Su rostro expresaya un total abandono.

106 .
¡Duérmase!
(Voz insinuante y dulce):
Ya se está durmiendo.
Ya está dormido.
Los ojos de Charles se vuelven hacia adentro. Ahora tiene los ojos en blancoy se deja caer
hacia atrás. Freud lo sostiene y le ayuda a tenderse en el diván, donde permanece echado con
los ojos cerradosy los brazos extendidosy pegados al cuerpo. Su respiración es tranquila.
Freud coge una silla, la lleva cerca de la camay se sienta con una sonrisa de triunfo. Des­
pués de un momento de silencio:
¿Me oye usted?
Charles responde sin abrir tos ojos.
C h a r le s : Sí.
F re u d : Está usted en la calle.
Charles se pone rígido.
F reu d : ¿Me oye? Está en la calle entre los transeúntes.
Fuerte agitación de Charles que, sin abrir los ojos, levanta las dos manos y esbozo unos
gestos de conjuro.
C h a r l e s : L lé ve m e o tra v ez a casa, se lo suplico.
F reu d : ¿Por qué?
C h a r le s : Siento deseos de matar.
F r eu d : ¿A quién?
C h a r l e s : N o lo sé. A la gente que pasa.
F r eu d : ¿A los hombres o a las mujeres?
C h a r le s : A la gente.
F r eu d : ¿Por qué?
(Balbuceo ininteligible de Charles.)
F r eu d : ¿Por qué?
C h a r le s : Están afuera.
F r e u d : ¿Cómo están vestidos?
C h a r l e s : N o los veo.
F reu d : ¿En ab solu to?
C h a r l e s : En absoluto.
F reu d : Puede que no haya nadie.
C h a r le s : Hay gente. Lo sé. ¡Se lo
suplico! ¡Se lo suplico! Quiero vol­
ver a mi casa. Le digo que voy a matar.
F reu d : ¿Cómo?

107
Charles, desorientado, se serena de prontoy repite la pregunta.
C h a r l e s : ¿Cómo?
F re u d : ¿Con qué arma?
C h a r l e s : ¡No tengo armas!
i F r eu d : Entonces ¿con las manos?
C h a r l e s : ¡Qué horror!

(Risita nerviosa.)
No podría. Tengo manos de mujer.
No ha conocido nunca a sus futuras víctimas. No sabe ni su
F re u d :
edad, ni su sexo. Ahora mismo se está paseando en medio de ellas y
no consigue verlas; lleva ya seis años imaginándose que quiere come­
ter un crimen y ni una vez se ha preguntado cómo se las arreglaría
para hacerlo.
Está usted en su habitación, señor von Schroeh. Acostado en su
cama. No tiene ningún deseo de matar.
Tiene usted miedo de tener ese deseo.
(Un silencio muy breve.)
Y desea usted tener miedo.
( Con autoridad): Ya no tendrá usted miedo. Se lo prohíbo. ¿Me oye?
C h a r l e s : Sí.
F reud : ¿Me va a obedecer?
C h a r l e s : Sí.
F re u d : ¡Levántese!

Charles se levanta.
Freud le roza los párpados.
Vaya a la ventana.
Charles se crispa. Trata de rebelarse.
Freud le golpea ligeramente con el índice entre los omoplatos.
¡Vaya!
Charles va hasta la ventana.
¡Mire a las personas que pasan!
Charles las mira como alucinado.
Son de carne y hueso y todas tienen un rostro. Nunca más pensará
usted en matarlas, se lo prohíbo.

108
Charles sigue mirando a los transeúntes; su rostro se ilumina y sus labios esbozan una
sonrisa.
Y luego, de pronto, sus rasgos se convulsionan; hace un gran gesto patéticoy, si Freud no
llega a sostenerlo, hubiera caído al suelo.
Freud lo sujeta confuerza y lo lleva a la cama.
En el momento en que Charles cae en ella, empieza a retorcerse con violentas convulsiones.
(Alaridos de Charles.)
Freud intenta calmarlo apretándole la frente con las manosy en parte lo consigue; los so­
bresaltos se vuelven menos violentos, pero parece que Charles se encuentra muy mal.
Freud, estupefacto, se sienta en una silla a la cabecera del enfermo.
F reud (entre dientes y con un estupor abrumado): No comprendo nada.
( Una pausa.) ¿Qué le pasa? ¡Responda!
De pronto, Charles empieza a hablar. De vez en cuando su voz se transforma en un bal­
buceo, pero la mayor parte del tiempo conserva su violenciay sufuerza.
Tiene los ojos abiertosyfijos.
C h a r l e s : Era el mal menor.
F r e u d : ¿Cuál era el mal menor?
C h a r l e s : La gente de fuera. Cada
vez que tenía deseos de estrangu­
larle, me ponía a pensar intensamente que quería matar a los tran­
seúntes.
Ya no lo pensaré jamás. Lo he jurado. Ya sólo pensaré en él.
Freud, de pronto apasionado, se inclina hacia adelante.
(Balbuceos ininteligibles.)
F re u d : ¿Quién es é l ? Responda, se lo ordeno.
C h a r le s (riéndose): Alguien de dentro.

Charles parece alucinado. Levanta los brazos con las manos crispadas. Después lasjunta
y las aprieta una contra otra.
C h arle s:Mis manos me guían, tiran de mí y yo las sigo; está en su
butaca, llego por detrás, las manos se cierran y eso cruje.
No. Tengo mi cuerda roja, la deslizo bajo su barba. Está dormido.
Es el hilo para cortar el cuello.
Freud ha comprendido.
Parece preocupado. Intenta poner la mano sobre lafrente de Charles, pero ésteforcejea y le
empuja.
F r e u d : Basta por hoy.
C h a r l e s : Déjeme hablar. Le d igo que soy el Mal.

109
(Con el tono imperativo del hombre que dicta una Ley):
A los parricidas se les cortarán las manos y se les decapitará.
Al oír esas palabras, Freud retrocede bruscamente. Ya ni siquiera trata de despertar a
Charles o de hacerle callar; escucha con una especie de terror.
Encuentran sospechosa mi presencia en la tierra. Yo soy el mons­
truo.
Dios prohíbe al hijo despreciar a su padre.
Miren su boca bajo el bigote blanco. Es la boca de un pusilánime.
(Voz de Charles en «off»): ¡Otra vez! ¡Te estoy viendo!
(A un interlocutor que puede ser Freud):
¡Llora como un niño!
Freud ha palidecido. Está sentado muy erguido y rígido. Ya ni siquiera trata de desper­
tar a Charles.
(Dirigiéndose a su padre a quien ve en una alucinación):
¡No tienes derecho!
Honrarás a tu padre y a tu madre.
Freud está sudando. Las gotas de sudor le resbalan por lafrente.
Siempre honré a mi madre y tú la mataste de pena.
¡No llores! Si Dios quiere que yo te respete, dame los medios para
respetarte.
(A l interlocutor invisible):
Es un viejo puerco, señor. Le estrangulo porque ya no puedo más.
Más vale matar que despreciar.
Charles crispa las manos una contra otra.
Freud, muy pálido y muy sombrío, consigue recobrarse. Pone la mano derecha sobre la
frente de Charles con una mezcla de autoridad y de repulsión.
F reud (imperiosamente): ¡Cállese inmediatamente!
Charles quiere hablar.
Está usted diciendo tonterías.
Tonterías, ¿me oye?
¡Cálmese!
¡Cálmese!
Olvide todo.

110
Le ordeno que no piense más en ello.
No piense más en ello.
Nunca jamás.
¿Me oye?
Charles se tranquilizo un poco.
C h a rle s (Balbuceos ininteligibles).
No se sabe si Freud está él mismo convencido de lo que dice o si quiere convencer a su en­
fermo.
F reud (con autoridad): ¡Usted nunca ha despreciado a su padre! ¡Nun­
ca pensó en matarle!
No hay, en toda la tierra, ni un solo hijo lo suficientemente desnatu­
ralizado como para no respetar a sus padres.
Charles se ha relajado. Cierra los ojosy extiende los brazos a lo largo de sus costados.
Su respiración se vuelve regular, aunque un poco demasiado profunda aún. Freud le da
masajes en lafrentey en la nuca.
Despierte.
Despierte.
Un momento de espera.
Charles entreabre los ojos.
Está usted despierto.
Freud se aleja bruscamente de Charles (como si hasta ese momento hubiera estado lu­
chando contra el ascoy una vez realizada su labor no pudiera contenerse más).
Al retroceder, tira la silla que ocupaba hacia un momento.
Charles se sienta y lo mira con sorpresa. Freud ha recobrado su rostro sombríoy duro, y
mira al enfermo con hostilidad.
Charles mira la habitacióny la reconoce.
(medio afirmando, medio interrogando): Usted es el doctor
C h a rle s
Freud.
¿Qué me ha hecho usted?
Freud no responde.
Charles se da cuenta de que está sentado en su cama.
Quería usted dormirme ¿lo ha...?
Gesto afirmativo de Freud.
¿Qué he dicho?

111
F reu d : Nada.
Charles habla con dulzura. Está deseando manifestar su gratitud.
C h a r l e s : M e sien to m ejor ¿sabe?

(Una pausa.)
Se levanta y camina hacia la ventana. Mira a los transeúntes. Vuelve con una sonrisa
asombrada. Freud, inmóvily taciturno, ni siquiera lo mira.
¿Estoy curado?
F re u d (brutalmente): No.
C h a r l e s (con una especie de confianza) : Ya sé. Usted me dijo que la cura
sería larga.
¿Cuándo volverá usted, doctor?
Freud va a llamar a un timbre que se encuentra a la derecha de la cama (entre la cama y
la puerta).
(Un silencio.)
Al cabo de un momento, se oyen pasos precipitados.
F re u d (muy seco, muy distante): No lo sé.
El criado da la vuelta a la llave. La puerta se abre.
Charles mira al criado con alegría.
C h a r le s (alegremente): Estoy mejor, Máxime.
Hasta pronto, doctor.
F r e u d (escueto, apenas correcto): Hasta la vista, señor.

Salen.
C h a r le s (mientras ellos se van): Estoy mejor. No es necesario ence­
rrarme.
En el pasillo. El criado vacila ante la puerta.
F r e u d (con una violencia apenas contenida, como si quisiera que Charles de­
sapareciera para siempre): ¡Con dos vueltas! ¡Con dos vueltas!
El criado, atónito, introduce la llave en la cerradura.
Se sigue oyendo el ruido de la llave al girar, mientras vemos de nuevo al padre de Charles,
inmóvil, y con expresión dura. Parece que no ha cambiado de postura desde que le dejamos.
Voz en « off » de M á x im e : El doctor Freud.

112
(20)

El anciano mira a Freud con una mesóla de escepticismoy de esperanza.


E l a n c ia n o : Siéntese, d octor.
F reud (nerviosoy tenso): Gracias, señor; no vale la pena. Desgraciada­
mente tengo mucha prisa.
E l a n c ia n o : ¿Y bien?
F r e u d : Señor, ¿su hijo le quiere?
E l a n c i a n o (asombrado): Naturalmente.
F re u d : ¿Le demuestra mucha deferencia?
E l a n c i a n o (con convicción): Es el m ás resp etu oso de m is hijos.
F reud: Desde que está enfermo, ¿lo ve usted con frecuencia?
El : Cuando mis reumatismos me dejan tranquilo, paso to­
a n c ia n o

das las tardes con él.


A medida que el señor von Schroeh responde a sus preguntas, Freud se va relajando,
Alfinal de este interrogatorio, su irritación ha desaparecido, pero permanece sombrío.
F reud: ¿Tiene confianza en usted?
¿Le cuenta sus obsesiones?
E l a n c ia n o : Me lo cuenta todo.
Luego, se pasa la mano por lafrente, con una especie de embotamiento.
F r e u d : Señor, su hijo es reacio al hipnotismo.
EIl a n c ia n o : No ha podido usted dormirle.
F reud:Sí, pero sólo he conseguido sumirle en un absurdo delirio sin
ninguna relación con sus verdaderas preocupaciones.
El anciano lo mira sorprendido.
(Un silencio.)
Freud, con la mirada perdida, parece en estado de hipnosis.
Prosigue, con una voz lejana, como para sí mismo.
F reud: ¿Y si la personalidad del hipnotizador se apoderara de pron­
to de los enfermos hipnotizados?
Les traspasaríamos nuestros vampiros.
Se despierta bruscamente, pero permanece taciturno e impresionado.
( Con voz normal):
Honradamente, señor, no puedo hacer nada por su hijo.

113
(21)

Ese mismo día, en casa de los Freud. Está anocheciendo. Un quinqué colocado sobre la
mesa ilumina el comedor.
Martha está cosiendo, sentada cerca del quinqué. Levanta la cabeza: Freud acaba de en­
trar. Martha deja su labor, va hacia él y se le cuelga del cuello alegremente.
El la besa maquinalmente. Martha retrocede sorprendida, lo contempla atentamente y se
da cuenta de su aire distraído.
M a r t h a : ¿Q ué te pasa?

Freud le sonríe con una sonrisa forzada que no consigue disimular su profundo ensimis­
mamiento.
¿Es Meynert?
Freud hace un gesto rápido con la cabeza que Martha toma p or una afirmación.
'I'e dije que n o te pusieras furioso.

Freud no responde, l i a vuelto los ojos y contempla el grabado que colgó en la pared
(Amilcar y Aníbal).
M a r t h a : ¿O s habéis en fad ad o?

( Con seguridad.)
¡Ya se arreglará! No es posible que no se arregle.
Freud sigue sin responder. Se dirige hacia la puerta del fondo, apartando suavemente a
Martha.
¡Me das miedo! ¿Qué buscas?
F reud : Un taburete.
M a r t h a : ¿Para qué?
F reud : Para darte una sorpresa.
M arth a (sigue asustada): Bueno, bueno. Voy a buscarlo yo m ism a.
Sale rápidamente. Freud se queda solo y mete la mano en el bolsillo de su chaqueta. Saca
su cigarrera. La cuerda roja que amarraba las piernas de Charles se ha enganchado en la ci­
garrera. La saca del bolsillo y la mira con sorpresa y luego con una especie de horror. Se dirige
hacia la ventana, la abre y tira a la calle la cuerda y la ck.ARRHRA.
A l oír los pasos de Martha, cierra rápidamente la ventana, se vuelve y se apoya contra
ella fingiendo indiferencia.
Una vozfuriosa sube de la calle. Se la oye mal
Voz e n « o ff »: ¿Quién ha tirado esto? Podrían tener más cuidado allí
arriba ¿no?

I 14
Martha entra trayendo el taburete.
M a r t h a (indignada y estupefacta): Has tirado algo a la calle. ¿Estás
loco? ¿Qué has tirado?
F reud (humor negro): El arm a del crim en.
M a r t h a : ¿Q ué?

Freud le coge el taburete de las manos y lo coloca bajo el grabado.


Una cuerda.
F reud :
¡Martha, la sorpresa! Mira atentamente.
Se sube al taburete, descuelga el grabado y lo tira al suelo. Ruido de cristales rotos.
M arth a (casi aterrada): ¡Para! ¡Te estoy diciendo que me das miedo!
Freud, subido al taburete y con un énfasis voluntariamente cómico, que trata de disimular
su desesperación:

F re u d : M arth a, los cartagin eses se rin d iero n sin com batir.


¡Vivan los romanos!
fíaja del taburete y la coge entre sus brazos.
¡Yo no era Aníbal! ¡Figúrate!
Un silencio. Martha lo mira, levanta la mano y le acaricia tímidamente la mejilla.
M a r t h a (con m ucha tern u ra ): ¿Estás
triste?
F reud (sonriendo, pero impenetrable):
Mi madre sí que v a a estar triste.
Cuando yo estaba aún en la cuna, ya se imaginaba que sería primer
ministro.
Esto te va a gustar, Martha: abandono el hipnotismo.
Con una fingida alegría:
Prescribiremos baños, masajes y sobre todo e-lec-tri-ci-dad.
M a r t h a : Pero ¿por qué?
F reud : Esto no está aún a punto. Le hice decir a mi enfermo unas
tonterías tan grandes como él.
( Con horror.)
Era repugnante.
Con la mismafingida alegría, pero con esfuerzo:
Renuncio a todo; me doy ese lujo de goy: ser un cualquiera.
Tú serás la mujer de un médico de barrio.

115
Martha le habla con una gran ternura.
Pero el tono alegre de Freud la ha engañadoy no se imagina el VERDADERO HORROR que él
siente a l abandonar sus ambiciones.
M a r t h a : Y o seré tu m ujer, te c o n v ie rta s en lo que te co n viertas.
Y prefiero los médicos de barrio a los especialistas. Sigmund, un
gran hombre ¡debe de sentirse tan solo! ¿Qué sería de mí? La esposa
del ilustre doctor Freud.
(Fingiendo que se estremece.)
Brr... La gloria es fría. Eso debe de matar el amor.
Freud la estrecha entre sus brazos. Martha, con la cabeza apoyada en el hombro de
Freud, no ve su rostro, que mientras él habla adquiere una expresión dolorida y temerosa, casi
alucinada.
F reud : La gloria ha nacido m uerta.
Ya no tengo nada.
Acaricia e l cabello de Martha dulcemente. Pero más que un gesto de ternura... es un ar­
did para impedirle que levante la cabeza.
T e n d r á s q u e s e r t o d o p a r a m í.

Sigue acariciando la cabeza de Martha, pero sin mirarla.


Está rígido y tensoy su mirada se pierde en el vacio.
Poco a poco su expresión de sufrimiento desaparece y recobra su aspecto sombrío, duro y
reservado.
Algo acaba de morir dentro de él.
Repite con una voz cambiada, como para s i mismo:
Todo.

116
Segunda parte

( 1)

1892 - SEIS AÑOS DESPUES


LA CONSULTA DEL DOCTOR FREUD

Más tarde veremos que está amueblada con un escritorio lleno de papeles y de libros, con
cierto número de sillas sin un estilo definido y con un diván colocado contra la pared, enfrente
del escritorio.
Además, un biombo desplegado tapa una parte de la pared de la izquierda, enfrente de la
ventana. Delante de ésta, una extraña silla unida p or unos hilos a unos enchufes más parece
un instrumento de suplicio medieval que un aparato terapéutico — recuerda vagamente a la
«silla eléctrica» usada en Estados Unidos para las ejecuciones.
De momento sólo vemos a l doctor Freud que está fumando un cigarro con una mueca de
profundo hastío.
Se ha colocado encima del diván y adivinamos que está realizando un trabajo manual.
Pero no mira lo que hace.
Su mirada está clavada en la pared de la izquierda, a la altura de un hombre.
La cámara nos muestra alfin sus brazos y los puños duros de la camisa. Las manos que
salen de esos puños están dando masajes, a través de unas toallas de felpa, en los riñones, las
nalgasy los muslos de una persona acostada boca abajo en el diván.
Es una muchacha joven y guapa, de rostro agradabley un poco cómico.
Está completamente desnuda bajo las toallas, pero conserva puestas las medias.
Sus brazos extendidos a lo largo de sus costados, descansan sobre el diván.

117
Su rostro relajado, con expresión de abandono, parece indicar que las sesiones de masaje le
resultan muy agradables.
F r eu d : Un momento, por favor.
Va a sacudir la ceniza del cigarro en un cenicero colocado sobre un pequeño velador, cerca
del diván.
Vuelve a ponerse el cigarro en la boca, pero al aspirar comprueba que está apagado. Ij>
pone en el cenicero ctm un gesto de fastidio.
Deseaba continuar el masaje, pero ese leve incidente ha bastado para hacerle cambiar de
opinión.
F r e u d : Ya es suficiente. Vístase.
D o r a (con aire inocente): Los masajes son cada vez más cortos.
F re u d (irritado): Claro que no.
Se vuelve de espaldas y va hacia la ventana.
D o ra ( voz en «off»): lis lo ú n ico que me sienta bien.

Freud está sombrío y gruñón.


F reu d : N o proteste.

Se oye que Dora se levanta y se va detrás del biombo.


Freud se acerca a una silla y la mira; Dora ha colocado su sombrilla contra ella; sobre el
asiento ha puesto su bolso y un libro.
Freud mira el título del libro y frunce el ceño.
¿Qué significa este libro?
Voz e n « o ff » d e D o r a : «Madamc Bovary»,
F re u d : F so ya lo veo , p e ro ¿para qué lo quiere?
D o r a (voz en «off»): ¿Para qué se puede querer un libro? Lo estoy
leyendo.
F reu d : N o seguirá leyéndolo.
D o r a : ¿Q ué?

Freud va hacia su escritorio am el libro en la mano. Dora saca la cabeza y la mitad del
cuerpo; está en combinación.
Freud no la ve; mete el libro en un cajón que cierra con llave.
F reu d : E s repugnante.

Dora sale de su escondite en combinación. Da una patada en e l suelo.


D ora: ¡Me pone usted nerviosa!
Freud se ha vuelto maquinalmente y la mira con el ceñofruncido. Está escandalizado pero
nada turbado.

118
F reud (con autoridad): ¿No le da vergüenza? Lee usted novelas fran­
cesas y se atreve a presentarse ante mí con esa facha. Tenga cuidado,
hija mía, si sigue así no se curará jamás.
La muchacha, aterrada, vuelve a meterse detrás del biombo.
Freud se dirige a la silla eléctrica y la enchufa.
Las patas de la silla son de vidrio.
Coge una especie de cepillo redondo que está en la punta de uno de los hilosy lo conecta a
la corriente. El cepillo crepita y echa chispas. Al oír el ruido, Dora sale rápidamente de detrás
del biombo, esta vez completamente vestida.
D o r a : ¡N o ! ¡E so no!

Freud se vuelve hacia ellafingiendo una sorpresa indignada.


F reud : ¿Por qué?
D o ra (ya sumisa): Odio su máquina; se lo he dicho cien veces.
Freud va a buscarla y la conduce con dulzura, perofirmemente, a la silla eléctrica.

F reud (sigue sombrío pero un poco más amable); Sabe perfectamente que
no le voy a hacer daño.
D o r a : Pero también sé que me da miedo.
F r e u d : El m ied o es saludable.

La sienta en la silla. Le coloca las piernas de forma que estén apoyadas en un estribo ais­
lante y se las sujeta con una correa. Luego le extiende los brazos sobre los brazos de la silla.
Ya está.
Coge el cepillo eléctrico que empieza a crepitar y se lo pasa por la cara y por la nuca.
Dora está asustada.
Freud le habla con dulzura, como a un niño.
La electroterapia le sienta mejor que los masajes.
Ella no se atreve a hablar, pero con un leve gesto niega esa conclusión.
Freud prosigue confirmeza:
Sus obsesiones son menos agobiantes. Incluso algunas han desapare­
cido.
Dora, muy rígida, se arriesga a hablar, pero lo hace muy deprisa.
D o r a : Otras han vuelto.
F r e u d : ¡Dora, está mintiendo! Sabe perfectamente que está mejor.
Freud pasa concienzudamente el cepillo por el cuerpo de la paciente.

119
Y además, ese famoso tic...
La imita: es una mueca que le levanta la comisura izquierda de los labios, le tuerce la
mejilla hacia la orejay le cierra un ojo.
Hace ya tres semanas que no lo tiene.
Dora tiene una expresión malévola.
No puede usted decir lo contrario.
(de mala gana): No.
D o ra

Una pausa. Se siente más tranquila desde que nota el cepillo lejos de la cara.
Bruscamente:
Q u isiera que m e hip n otizaran .

El rostro de Freud se endurece súbitamente. Se incorpora y se queda con el cepillo en la


mano, sin acercarlo a Dora.

F r eu d : ¿Q ué?

Dora, a su vez, está seriay enfurruñada.


D o r a : P arece que eso cura.
F reu d : ¿Q uién le ha co n ta d o esas ton terías?
D o r a : T o d o el m un d o habla de ello.
F reud : ¿Y si todo el mundo dijera que la Tierra es un huevo de aves­
truz, usted se lo creería?
Corta la corrientey los contactos y se agacha para quitar las correas que la sujetan.

Los hipnotizadores son unos charlatanes.


es eso lo que dice el doctor Breuer.
D o r a : No

Se levanta.
F r eu d : ¿Breuer?
D ora: Todos los días hipnotiza a una amiga de mi prima.
Freud se echa a reír abiertamente.
F reud :¡Breuer! ¡A buena parte viene usted a decir eso! Breuer es mi
mejor amigo, conozco a sus pacientes y puedo asegurarle que no
pierde el tiempo hipnotizándoles.
Llaman a la puerta delfondo. Responde sin volverse:
¡Sí!

120
A Dora, mientras Martha entra:
Es Martha. Viene a saludarla. Le he dicho que estaba usted curada,
pero sólo cree lo que ve.

Martha se dirige hacia Dora. Se dan un beso.


M a r t h a : ¿Cómo estás, Dora? (Señalando a Freud con una ironía afectuo­
sa): ¿Es verdad que este hombre te ha curado?
D o ra : Totalmente, Martha.
De pronto, hace la mueca que Freud imitaba anteriormente.
( Con cara de ser una calamidad.)
Bueno, casi totalmente.
Freud estáfurioso. Coge a Dora por el bram
F reud : iLo está haciendo adrede!
Dora hace de nuevo su «tic».
D o ra (desolada): ¡Oh, no!, doctor. No lo estoy haciendo adrede,
de ningún modo.
Freud empuja a Dora hacia la puerta con precipitación.
F reu d (apresuradamente): Y a veremos eso el martes próximo. La es­
pero a las cinco.
Dora, resistiéndose un poco, grita a Martha desde la puerta.
D o r a : Hasta la vista, Martha; ven a casa mañana; ya casi no te veo.
M a r t h a (afectuosamente): Adiós, querida. Trataré de tener un rato li­
bre.
Freud ha abierto la puerta. Se aparta para dejar pasar a Dora.
D ora: Hasta el martes...
Hace la mueca que por un momento le impide hablary prosigue:
...doctor.
Freudy Martha se quedan solos. Freud parece irritadoy sombrío. Se dirige hacia Mar­
tha, que está delante de la silla, y alpasar da una patada al aparato.

121
M arth a (asombrada): ¿Qué pasa?

Freud masculla sin mirarla.


F r eu d : P o r nada en el m u n d o se debería aten d er a las am igas de la
p ro p ia m ujer.

Ordena de mal humor las toallas que están sobre el diván, hace un montón con ellas y las
coloca satrc una silla. Se agacha y recoge dos toallas que Dora tiró al suelo al levantarse.
Ni siquiera dobla las toallas.
HI o tro día m e r o t ó una.
M artha (estupefacta): ¿ Q u é ?
F rhud: Que me rotó una.
M a r t h a : ¿Por q u é ?
F r k u d : No tengo n i idea. Niñerías.

(,'oloca las toallas en la silla y se incorpora.


Un caso clásico: neurosis obsesiva. Ideas fijas. Fobias. Impulsiones.
Está en vías de curación.
Mira su reloj.
Tenemos que ir a vestirnos, si no llegaremos tarde otra vez. (Se dirige
hacia la p u erta y Martha le sigue.)

EN UNA PEQUEÑA HABITACION INFANTIL

La pequeña Mathilde —cinco años— estájugando a los pies de su cama con una muñeca.
Freud y Martha, de fue y con la cabeza inclinada hacia ella, la miran con ternura.
La niña levanta la cabezay les sonríe. Martha a su vez le sonríe tiernamente. Freud lo
mismo, pero sus ojos permanecen sombríos. La niña, confiada, feliz de que la miren, sigue ju­
gando con la muñeca —está desnudándola para después volver a vestir el cuerpecito desnudo,
de porcelana, con un precioso abrigo rojo. La sonrisa de Freud desaparece; recobra su rostro
sombríoy prematuramente envejecido, fís evidente que está pensando en otra cosa. Sin apenas
poner atención en lo que hace, se mete el dedo derecho en la nariz
Al principio, Martha no se da cuenta, pero Mathilde que ha levantado los ojos se echa a
reír.
M a t h il d e : ¡Papá se está metiendo el dedo en la nariz!
Martha mira con irritación a Freud y le da un golpecito en el braza. Freud parece con­
trariado, pero se saca el dedo de la narizy se mete la mano en el bolsillo.

122
M a r t h a (a Mathilde): Lo hace para burlarse de ti. Uno no debe me­
terse el dedo en la nariz. Ni en la boca; está prohibido.
M at h ild e : ¿Por qué está prohibido?
F reud (autoritarioy desagradable): ¡Porque es una porquería!

ALGUNOS MINUTOS MAS TARDE


EL DORMITORIO DE LOS FREUD

Martha se está peinando delante de un espejo.


Freud, en mangas de camisa —una camisa con pechera almidonada— trata de sujetar
los puños duros con unos gemelos de oro.
Ya ha conseguido sujetar el puño derecho, pero con el puño izquierdo tiene dificultades.
Finalmente, se le escapa el gemelo y cae al suelo, rodando por debajo de la cama. Freud se aga­
cha furioso. Mira debajo de la cama y no lo encuentra. Se incorpora muy irritado. Martha lo
mira por el espejo y ve su rostro contraído, pero no dice nada.
Estamos viendo: A Martha de espaldas poniéndose unas horquillas, el espejoy, reflejada
en él, la imagen de Martha; detrás de ella, la de Freud.
Voz en « off » de F r eu d : Ve tú sola a casa de los Breuer.
Después de esta frase definitiva, Martha, frunciendo el ceño con sorpresa y con los brazos
levantados pero inmóviles, mira a su marido en silencio pero con preocupación.
Dilcs que me avisaron para ir a ver a un enfermo.
Martha no responde.
¿Me estás oyendo?
Martha se vuelve y lo mira con una serenidad que a duras penas disimula una profunda
preocupación.
M a r t h a : ¿Q u é te pasa? ¿Es por el gemelo?
Freud se encoge de hombros.
Martha se levanta, va hacia él y examina la situación como sifuera un general inspeccio­
nando unfuturo ca<npo de batalla. Mira hacia el suelo, se agacha, recoge el gemelo de debajo de
la mesilla de nochey se lo tiende a Sigmund, que lo coge sin que por eso cambie su expresión de
enfado.
M a r t h a (habla con ternura, pero se nota que es una prueba para saber el es­
tado de ánimo de Sigmund): Dame un beso por mi trabajo.
Freud la besa en lafrente amablemente.
Martha no es la causa de su ira.

123
Sigue distraído; su beso tiene algo de maquinal.
F reu d(sin poner mucha atención): G racias, a m o r m ío.
M arth a (imitándole): Gracias amor mío... Gracias amor mío...
(Bruscamente) ¿Dónde estás?
Freud despierta de repente y la mira con sorpresa, un poco avergonzado.
F reu d : ¿Q ue dónde estoy? ¿Dónde quieres que esté?

Y trata de nuevo de meter el gemelo en el ojal.


Empieza a ponerse nervioso y en ese momento Martha le coge suavemente el puño izquier­
doy lo hace ella. Freud la mira.
¡Ya está! Manos de hada; justo lo que hace falta para hacer experi­
mentos.
Martha lo mira sin comprender.
Sí, en un laboratorio. Yo tenía manos de mantequilla.
Riendo desagradablemente:
Buen teórico, pero mal práctico.
De todo modos, mis manos ya no importan. Hace seis años que
Meynert me las cortó.
Porfin el puño queda sujeto a la camisa.
A propósito, se está muriendo.
Martha se estremece y levanta la cabeza. Lo mira por primera vez sin irritación desde el
principio de la escena, demostrando una verdadera y preocupada comprensión.
M a r t h a : ¡Meynert! Pero qué...
F r eu d : A n g in a de pecho.
M a r t h a : ¿Te da pena?

Freud se separa de ella y va a coger su chaqueta.


F reu d : ¡M e im p o rta un bledo! M e odia; m e hizo to d o el m al que
pudo.

Mira al vacío con la mano apoyada en el cuello de su chaqueta que está en el respaldo de
una silla.
Bruscamente:
Se va a morir sin que nos hayamos vuelto a ver.
Martha lo mira, pero por prudencia no dice nada.

124
Era un gran hombre ¿sabes? Un verdadero gran hombre.
Risa amarga.
Debe de estar muy asombrado de morirse; ¡se creía Dios Padre!
Martha separa con dulztira la mano de Freud para poder coger la chaqueta, la coge y se
la tiende a Freud para que se la ponga.
F r e u d : ¿Q ué?

Ve que Martha le tiende la chaqueta.


No te molestes. No voy a ir a cenar a casa de los Breuer.
M a r t h a : ¿Estás loco? ¡Los quieres muchísimo! Su casa es el único
sitio en donde estás a gusto.
F reud : Cuando están solos, sí. Pero han invitado a un imbécil.
M a r t h a : ¿A quién?
F reud : A cierto doctor Fliess que no he visto en mi vida.
M a r t h a : Si no lo has visto en tu vida ¿cómo sabes que es un imbé­
cil?
F reud : Porque ha venido de Berlín para asistir a mis clases. ¿Puedes
comprender eso? Un médico de Berlín, un hombre de mi edad... pa­
rece incluso que le va muy bien allí.
M a r t h a : ¿Y qué?

Freud con violencia:


no puedo enseñarle nada! ¡Nada! ¡Nada! Soy un fruto re­
F reud : ¡Y o
seco, no puedo enseñar nada a nadie y los que van a escucharme son
unos cretinos.
Cruz# la habitación.
Ella le sigue con la chaqueta.
M a r t h a : Si viene por ti, razón de m ás para ir a esa cena.
F reud (con violencia pero sin maldad): ¡Ah! ¡N o com p ren des nada!

Se vuelve hacia ellay se mete el dedo en la nariz mirándola con una expresión de vague­
dad casi imbécil.
Tengo los nervios de punta.
¡Masajes! ¡Electroterapia! ¡Electroterapia! ¡Masajes! ¡Y ni un cénti­
mo!
Voy a abandonar la Medicina. Tanto da vender paño.
M a r t h a (con ternura): Me juraste que serías feliz...

125
F reud (con un risa seca, casi insultante): ¿Feliz?
M arth a (con tristeza): Sí, cuando viviéramos juntos.
Freud está conmovido. Le pone las manos sobre los hombrosy la mira con un cariño pro­
fundo.
F re u d : iPobre amor mío! Te estoy arruinando la vida. ¡Ah! ¡Nunca
hubiera debido casarme contigo!
Martha retrocede un paso, profundamente herida.
Freud avanza hacia ella y le explica:
Un fracasado no puede casarse.
Le coge la chaqueta de las manos y se la pone.
Perdóname. Hs a causa de Meynert. Citando supe que estaba enfer­
mo, todos los recuerdos resucitaron.
¡Illa le sonríe con un poco de tristeza y vuelve hacia el espejo.
De pronto Freud se impacienta:
Pero bueno ¿estás arreglada?
Alartha se pone el sombrero y se lo sujeta a la cabeza con unos alfileres.
Date prisa. Detesto llegar el último.

FN I.A 11AlilTAC I( >N I )l LOS NIÑOS. Mathilde está de pie. Oye abrirse
una puerta )’ se precipita corriendo al vestíbulo.
Freudy Alartha van a salir. Freud lleva chaqué, pantalón rayado y chistera. Levanta a
Mathilde a pulso y la estrecha con fuerza entre sus brazas. A Alartha:
F reud (señalando a Mathilde): Fsto es lo único que he hecho bien en
la vida.
M arth a (con una sonrisa irritada): ¡Y ni siquiera eso! Yo te ayudé mu­
cho.
Le coge a la niña de los brazos y la besa. La pone en el suelo y Freud abre la puerta.
Salen.
Mientras se cierra la puerta, se oye la voz, en «off» de Alartha.
V oz en « o ff » de M a r t h a : N o te habrás o lv id a d o las llaves ¿no?

Mathilde, una vez sola, va por el pasillo hasta elfinal. Entra en la cocina. Una criadajo ­
ven está sentada ante una mesa blanca de madera. Está comiendo. Mathilde se acerca.
L a p e q u e ñ a M a t h i ld e : Oye, ¿adonde vais?
La c r ia d a : A casa de tu madrina.

126
Se oye llamar a la puerta. Un timbrazo imperiosoy prolongado. La joven criada mira a
Mathilde un poco preocupada.
La pequeña M a t h il d e : Será papá que se ha olvidado las llaves.
La criada se levantay se limpia la boca con el delantal.
La c r ia d a : No puede ser. Es en la puerta de servicio.
En la puerta de servicio. La criada acaba de abrirla. Un hombre de librea está en el
umbral.
El c r ia d o : ¿El doctor Freud vive aquí?
La c r ia d a : Sí, pero acaba de salir.
El c r ia d o : El doctor Meynert quiere verlo.
La c r ia d a : ¿F>s un enfermo?
El c r ia d o : No, e s un m é d i c o .

(3)

EN UN SIMON DESCUBIERTO

Es una hermosa tarde de verano. El matrimonio Freud, ambos muy rígidosy silenciosos,
en el asiento de atrás del simón.
Calles elegantes. Un carro tirado por dos caballos cruza la calle principal delante del si­
món. Un caballo resbala y se desploma. El carretero baja del carro y trata de levantar al ca­
ballo.
Al detenerse bruscamente el simón, Martha sale disparada hacia atrás. Ahoga un grito y
sus ojos se llenan de lágrimas.
Freud no se ha inmutado a pesar de la sacudida, pero se vuelve hacia Marthay la mira
preocupado. Ella se recupera en seguida.
M artha: Ha sido la sacudida. No me la esperaba.
Freud le coge la mano sin dejar de mirarla. Ella se esfuerza en sonreír, pero dos lágrimas
que estaban suspendidas en sus pestañas ruedan por sus mejillas.
¡Ya ves! Yo también tengo mis nervios.
Desde hace un momento, un hombre de gran estatura (de alrededor de treinta años) da
vueltas por la acera de la derecha, buscando una placa que le indique el nombre de la calle. Su
aspecto es muy elegante y tiene un hermoso rostro demoníaco (barba y cabello negros, grandes
ojos brillantes y autoritarios, boca pequeña y roja, con una mueca de desprecio —en realidad
esa mueca se debe a la estructura del rostro más que a la expresión mímica). Lleva un bastón
con empuñadura de oroy guantes de piel de gamuza gris perla.

127
Su búsqueda resulta inútil. Se acerca al simón, que se ha parado contra la acera, se incli­
nay se quita el sombrero. Es el doctor Fliess. Da un taconazp. Su movimiento de cabes# tiene
algo de preciso y de mecánico; en su esbeltoy delgado cuerpo que podría parecer lleno de brío, se
aprecia una especie de rigidez prusiana.
Señora, señor, disculpen. ¿Podrían indicarme dónde está la
F liess :
Nathangasse?
F reu d : ¿Q u é n ú m ero?
F liess : El 15.

Martha lo mira como sofocada y aprovecha el momento en que Fliess inclina la cabeza
para secarse furtivamente las dos lágrimas. Freud se muestra muy amable y desacostumbra­
damente solicito.
F reu d : Entonces es a la izquierda: la cuarta calle después de ésta.
Fliess levanta la cabeza y da un taconazo.
F liess : Se lo agradezco muchísimo.
Da una media vuelta casi marcial. Freud le sigue con los ojos, divertido y cautivado.
F reud (a Martha): ¡Q ué ap ariencia tan extra o rd in a ria !
M arth a: Tiene la expresión de un demonio. Y además le detesto:
me ha visto llorar.
F reud (con cierto respeto): Es un prusiano.

El carretero ha levantado a latigazos el caballo que se había desplomado. La carreta se va


y el simón se pone de nuevo en movimiento.
M arth a: Desde luego, es tan tieso como el palo de una escoba.
(De repente):
¡Un prusiano! Y va al número 15 de la Nathangasse, como nosotros.
¡Con tal de que no sea el invitado de los Breuer!
El simón adelanta a Fliess en el momento en que éste se dispone a cruzar la calle. Nueva­
mente Fliess se quita el sombrero y Freud hace lo mismoy le sonríe abiertamente. Freud se
vuelve hacia Martha poniéndose de nuevo el sombrero.
F re u d : ¡Qué va! ¡No tendré esa suerte!

EN CASA DE LOS BREUER


Un gran salón señorialy confortable, perofeo. La ventana está abierta. Mathilde Breuer,
una mujer bastante guapa de unos treinta años de edad, está asomada a la ventana. Una don­
cella espera de pie, cerca de la puerta vidriera que da alpasillo.

128
Mathilde se vuelvey visiblemente disgustada va hacia la doncella. Mathilde es bajita, re-
gordeta y llena de viveza; es encantadora y alegre, pero en este momento su rostro expresa
preocupacióny su voz resuena desagradablemente.
M a th ild e B reuer : Aquí están. ¿Está usted segura de que el señor
no está en su consulta?
La d o n c e l l a : Vengo de allí, señora.
M ath ild e B reuer : ¿Y en la salita? ¿Ha ido usted?

Mathilde coge un abanico que está sobre un velador, lo abre y se abanica con nerviosismo.
¡Qué pesadez! Hubiera podido...
(Llaman a la puerta.)
Vaya a abrir.
La doncella sale. Mathilde se abanica, va hacia el espejo, se arregla el peinadoy modifica
la expresión de su rostro. *
Marthay Freud entran. Mathilde sonríey besa a Martha en las mejillas.
M a t h il d e : Hola querida, hola Sigmund.
Muy deprisa.
Joseph es incorregible. Le dije que fuera puntual. Pero naturalmente,
aún no ha regresado.
1:1 rostro de Freud se ha iluminado al entrar en el salón. Se nota que le gusta la casa de
los Breuer y que se encuentra a gusto en ella.
F reud (amablemente): ¡Vamos, Mathilde! ¡Entre médicos!
Mathilde es normalmente locuaz, pero mucho más cuando está irritada. Mientras se aba­
nica, habla haciendo pequeñosy nerviosos gestos, encantadoresy amanerados.
Si sólo se tratara de ustedes dos que son como de la fa­
M a t h il d e :
milia... pero está ese señor Fliess a quien no conozco. Esa gente de
Berlín es siempre tan susceptible...
(Muy irritada): ¡Me había prometido ser puntual! Después de todo, es
su invitado.
(En el mismo tono): Martha, querida ¿quiere un abanico? ¡Hace tanto
calor! Estamos todos nerviosos; es la tormenta.
(Ruido en «off» de un coche en la calle.)
¡Ahí está!
Se incorpora de una manera tan apresurada que no se justifican por un simple retraso de
Breuer. .
(El ruido del coche va decreciendo.)

129
5
No.
Es insoportable.
F reud (irritado): Pero Mathilde, se habrá entretenido con algún en­
fermo; eso sucede todos los días.
M athilde :: Tiene razón, todos los días. Pero es una enferma quien lo
ha entretenido. Y siempre la misma. Ya sabe usted, esa Kórtner.
F reud (estupefacto): ¿Kórtner? No, no sé nada.
M a t h il d e : ¡Claro que sí! Usted conoce a todos sus pacientes. Ya
sabe, la Cecily. Ahora la visita dos veces al día. Parece (risita seca)
que es un caso maravilloso.
¡•'retid se pune pálido y su rostro se endurece.
F reud (muy seco): ¿Dos veces al día? ¿Cecily Kórtner? No la conozco.
Una especie de turbación y de inquietud se apodera de tos tres personajes.
M a th ild e (estupefacta): ¡Vamos, pero si le cuenta a usted todo!
F reud (en el mismo tono): I labrá que pensar que no es así.
M a t h ild e (después de un silencio): ¡No le ha hablado de ella!

Parece más abatida aún que asombrada.


C.ierra su abanico con un eesto seco y lo tira sobre el velador.
¡Bueno, pues peor para los dos!
I 'reud no responde. Permanece en el sillón, con el ceño fruncido, y ni siquiera trata de ocul­
tar su contrariedad.
(Se oye en «off» que llaman a la puerta.)
M a t h ild e : ¡Naturalmente, ya llegó el invitado!
Un criado abre la puerta.
El c r ia d o : El d o c to r Fliess.
Se aparta para dejar pasar a Fliess, que entra y se inclina cada vez más demoníaco y
prusiano.
Mathilde se levanta y le tiende la mam.
M a t h il d e : ¿Que tal, doctor?
Fliess da un taconazo, se inclinay le besa la mano.
F u e s s : Mis respetos, señora.
M a t h ild e : Mi m arid o se ha retrasad o aten d ien d o a u n a de sus pa­
cientes...

130
(4)

EN UNA AMPLIA HABITACION QUE SIRVE


DE «LIVING ROOM» A CECILY Y QUE
SE DESCRIBIRA MAS ADELANTE
Por el momento, está anocheciendo y la habitación está casi en penumbra. Breuer está
sentado cerca de la cama de Cecily.
Breuer (levantándose): ¡Bueno, Cecily! Hemos hecho un buen trabajo.
Apenas podemos distinguir el rostro y los rubios cabellos de Cecily. lis bizca (estrabismo
convergente). Sus brazos descansan sobre la manta.
C e c il y (con voz débil): ¿Se va ?

Sus manos se agitan a derecha e izquierda y parecen correr sobre la cama.


B reuer: ¡Cecily! Tranquilícese. Volvere mañana por la mañana.
Cecily da muestras de una agitación creciente.
C e c il y : Y hasta m añ an a n o h ab rá nada ¡N a d a !

limpieza a toser con una tos seca y desgarradora.


(Accesos de tos.)
Entre acceso y acceso.
¡Y tengo que pasar esta noche con el temor de abrir los ojos...! Si los
abro, veo a la muerte.
Torpemente busca a tientas la mano de Breuer que está sobre la suya. Breuer adivina su
deseo y le tiende su mano (sic). Ella la cogey la levanta hasta sus ojos. Con una especie de pa­
sión:
Ciérremelos. Ordéneme que no los abra hasta mañana.
Breuer vacila, luego se inclina sobre ese bello rostro desfigurado por el estrabismo. Con
mucha ternura y autoridad:
B reuer: Cierre los ojos, Cecily.
Le cierra los dos ojos con los pulgares. Los otros dedos se extienden sobre las sienes de Ce­
cily.
B reuer: No los abra hasta mañana.
C e c il y : Usted me los a b r i r á .

131
(Tos.)
Breuer no responde; Cecily se agita. Apremiante:
Dígame que vendrá usted a abrírmelos. Mañana por la mañana, con
sus dos pulgares. Si no, no dormiré.
(Acceso de tos.)
B r eu er : Le abriré los ojos. Duerma, Cecily.
(E l acceso de tos se corta en seco.)
Durante esta corta escena, debe tenerse la sensación de que estas dos personas —enferma y
médico—forman una pareja unida con mucha más fuerza que las parejas ordinarias de esa
clase, y que de una manera singular la enferma es quien provoca en su médico unas órdenes a
las que ella ansia obedecer.
Breuer parece tener una gran autoridad sobre la enferma y al mismo tiempo se le rinde
con una tierna debilidad.
Sin embargo, el deseo de Cecily («Ciérreme los ojos») no es un simple capricho de enamo­
rada y no debe parecer únicamente eso; y esto es lo que debe parecer, la repentina in­
vención de un enfermo que tiene miedo a una noche en vela y que encuentra el medio para tran­
quilizarse.
Cecily se recuesta sobre la almohada, tranquila, con los ojos cerrados y una vaga sonrisa en
los labios.
Breuer se aleja de puntillas, coge su chistera que está sobre una silla, abre la puerta vi­
driera y sale. Se le ve en un parque, apresurándose a subir a su cupé que le está esperando de­
lante de la puerta.
B reuer (al cochero): A casa, Karl. ¡Deprisa, deprisa! Voy con tres
cuartos de hora de retraso.

(5 )

EN EL SALON DE LOS BREUER

Las dos mujeres están sentadas y hablan entre ellas.


Voz e n « o f f » d e l a s d o s m u j e r e s : No, no, es muy barato.
Es una cretona y se pueden tapizar las paredes con una sola pieza...
Se oyen las palabras de su conversación cuando se hace un silencio entre Freudy Fliess.
Mathildey Martha tienen un abanico cada una y se abanican mientras charlan.
Freud y Fliess están hablando en el hueco de una ventana. Muy rara vez se vuelve Fliess
completamente hacia Freud; se diría que está contemplando el edificio de enfrente. Pero cuando
quiere afirmar o convencer• mira a su interlocutor, menos para observarlo que para fascinarlo.

132
En esos momentos, el brillo de sus grandes ojos parece casi insoportable.
Freud está nervioso, agitadoy sigue sombrío; de vez en cuando se asoma al balcón con la
esperanza de ver llegar el cupé de Breuer (cada vez que pasa un coche, lo que es relativamente
poco frecuente en ese «barrio residencial»). Pero al mismo tiempo se nota que Fliess le subyuga
e intimida.
Le habla con una dulzura y una amabilidad que hasta ahora sólo reservaba para Breuer
y Charcoty le escucha con pasión. De vez en cuando, dominado de nuevo por su tic, se mete el
dedo índice en la nariz.
F reud (con una amabilidad casi servil, pero la severidad que demuestra para
consigo mismo es totalmente sincera y con profundas raíces): No puedo llegar
a comprender que un hombre de su valía, un especialista de Berlín,
se haya molestado en asistir a mis lecciones. Ya sabe que no soy ni
siquiera catedrático, sólo profesor adjunto.
F liess (amable pero distante): Si he v en id o p o r usted, es porque su
rep u tación llegó hasta mí.
F re u d : K n señ o an ato m ía del cereb ro; cualquiera puede h acerlo m e­
jo r que yo.
F liess : Usted sabe muy bien que no. Los viejos fósiles que se ocupan
de esto recortan el cerebro en miles de pequeños compartimentos.
Ciada uno corresponde a uno de nuestros gestos, a una de nuestras
sensaciones, a una de nuestras palabras. Usted es uno de los únicos
en Fu ropa y enseña que esos pequeños compartimentos no exis­
ten y que todo es una cuestión de conexiones y de movimiento.

Freud baja la cabeza para disimular una sonrisa de satisfacción casi infantil.
F liess : Le v o y a c o n fia r un secreto.

Fliess se vuelve bruscamente hacia Freud y lo mirafijamente.


Ya se lo habrá dicho Breuer: soy otorrinolaringólogo y he podido
aislar una neurosis. La neurosis nasal, si quiere usted llamíu-la así.
Existe una conexión nerviosa de la nariz con todos los otros órga­
nos.

Freud escucha intensamente y se olvida hasta de meterse el dedo en la nariz,


Al insensibilizar la región nasal, he hecho desaparecer ciertos tras­
tornos intestinales. Naturalmente esos trastornos reaparecen cuando
la nariz recupera su sensibilidad normal.
Un coche pasa por la calle. Freud, a pesar del apasionado interés que demuestra, no pue­
de contenersey lanza una ojeada a la calle. Un cupé de dos caballos pasa y desaparece.

133
Fliess, irritado por ese momento de distracción, pone la mano en el hombro de Freud y le
dice con mucha autoridad.
F liess : Escúcheme, amigo mío.
Freud se vuelve hacia él, subyugado.
Podría ir aún más lejos si conociera más a fondo la neurología. Usted
puede ayudarme.
F reud : Y o n o soy...

Vuelve a meterse el dedo en la nariz.


Yo no soy...
F liess (sin escucharle): l odo está relacionado, Freud. La nariz y los
nervios de la nariz sólo son una conexión.
) ’ hundiendo su terrorífica mirada en los ojos de Freucl:
l odo está bajo el dominio del sexo.
F reud :¿Del sexo?
Freud hace un gesto de sorpresa y se saca precipitadamente el (ledo de la nariz.
Mientras está hablando, un coche se detiene bajo la ventana, pero esta vez Freud está de­
masiado abstraído para prestarle atención.
F liess : El d esa rro llo b iológ ico del in d ivid u o se o p era bajo el co n tro l
y la d irección de sus órg a n o s sexuales.
( Con énfasis):
Lo sé, pero no puedo probarlo. Usted me ayudará.

Freud está totalmente desconcertado. Su rostro, de ordinario tan duro, parece dulcificado
por una especie de ansiedad.
Quisiera ayudarle...
F r eu d :
( Una pausa.)
1lace falta tanto valor para atreverse a volver a discutir...
(Una pausa. Sombríamente): Me falta ese valor.
La puerta del salón se abre bruscamente. Entra Breuer, disimulando su confusión bajo
una azoradajovialidad.
B reuer (desde la puerta): Mis queridos amigos, les pido perdón de ro­
dillas pero sé que soy imperdonable.
M a t h ild e (secamente): En efecto, imperdonable.

Breuer se inclinay besa la mano a Martha.

134-
B reuer (a Martha): ¿Imperdonable?
M a r t h a (afectuosamente): Imperdonable pero le perdonamos.
Fliess y Freud se acercan a Breuer. Fliess indiferente y cordial\ Freud irritadoy sombrío.
B reuer : Fliess y Freud saben lo que son las obligaciones profesiona
les.
Una enferma me ha retenido.
F liess : lis o s son los in co n ven ie n te s de la profesión .

Freud se calla; su silencio y el rostro de piedra con que se enfrenta a las sonrisas de
Breuer muestran su decidida intención de manifestar su disgusto.
M ath ild e .: B ueno, pasem os ya a la m esa. Si n o , se v a a quem ar
todo.

Las dos mujeres se levantan. Mathilde está entre Freud y Breuer.


(A Breuer): ¿Cómo es posible que nunca hayas hablado a Freud de tu
Cecily?
El rostro de Breuer se descompone ligeramente. Mira con expresión de timidez a Freud,
que sigue irritado.
Mathilde se aleja de ellos para cogerse del brazo de Fliess mientras la doncella abre las
dos hojas de la puerta del comedor.

EN EL COMEDOR, MOMENTOS DESPUES

Los comensales están sentados alrededor de una mesa redonda, en el siguiente orden: Ma­
thilde; a la derecha de Mathilde, Fliess; a la derecha de Fliess, Martha; a la derecha de Mar­
tha, Breuer, que se encuentra asi al lado de Freud. Este cierra el círculo, está a la izquierda de
Mathilde. Un criado sirve un rodaballo.
Breuer, muy molesto a pesar de la gran soltura de sus modales, se dirige a Fliess impasi­
ble, pero habla en realidad para Freud.
B reuer (riendo): Ya se puede usted imaginar que nunca se me ha
ocurrido ocultar a Freud alguna de mis enfermas; no tenemos secre­
tos el uno para el otro.
Se vuelve hacia Freud buscando su aprobación, pero Freud se vuelve hacia el criado que le
tiende lafuentey se sime, evitando una respuesta.
Martha mira a Freud irritada y molesta. Está esperando una respuesta que no llega.
Enrojeciendo ligeramente, se vuelve a medias hacia Fliessy dice sonriendo.

135
M a r t h a : ¡N o hay secretos! ¡Nunca hay secretos! El doctor Breuer es
el hermano mayor de mi marido; Mathilde es mi hermana. Le he
puesto su nombre a mi hijita.
Mathilde escucha con irritación; se vuelve a su vez hacia Fliessy dice alegremente.
M a t h il d e : N o , no hay secretos. Salvo uno: la misteriosa Cecily. Jo-
seph la trata desde hace año y medio.
Un silencio. Freud come sin levantar los ojos. Breuer, en un tono que continúa siendo jo­
vial, prosigue con unafalsa naturalidad.
B reuer : Cecily no tiene nada de misteriosa. Es un caso extraordina­
rio, eso es todo.
Se vuelve hacia Freud.
Tan extraordinario que no quería hablarle a usted de él antes de la
curación. Tenía miedo de equivocarme.
Freud, que sigue sombrío, no responde. Breuer se dirige a Fliess.
¿Qué pensaría usted de una enferma que inventa ella misma la tera­
pia que le conviene?
F liess : Que es de una inteligencia poco común.
B reuer (con una especie de fatuidad): ¡Poco común! ¡Sí, poco común!

Proclama su convicción con una mezcla de ingenua suficienciay de admiración.


Yo sólo he sido un instrumento. Aún hoy me resulta difícil creerlo.
Felizmente, los resultados están ahí.
/h a pausa. Mira de reojo a Freud, que ha dejado de comery que mira hacia elfrente.
Era un magnífico caso de histeria. Como los que se leen en los li­
bros. Contracciones de los miembros inferiores, anestesias, paresias,
trastornos de la vista y el oído, neuralgias, tos, elocución difícil; mi
enferma lo tuvo todo.
F liess (divertido): ¡Una evadida de La Salpétriére!
B reuer (contrariado): Las mujeres de La Salpétriére apenas sabían
leer. Esta joven pertenece a la mejor sociedad, su cultura no tiene
igual y tiene todas las cualidades.
F liess : ¿Qué terapia ha inventado?

Al hablar, Breuer se ha animado; se olvida de Freudy se nota que el tema le apasiona.


B reuer : Simplemente ha. vuelto a inventar el hipnotismo adaptándo­
lo a su enfermedad.
Freud se sobresalta. Con la punta de los dedos golpea su tenedor; que produce un tintineo
al chochar contra su plato. Por primera vez se vuelve hacia Breuer. Sus ojos brillan defuror.
¿El h ip n otism o?
F reud :
¿Entonces es verdad?
Breuer lo mira con estupor.
No quise creerlo.
Ante el asombro de Breuer, añade con un profundo disgusto:
La pequeña Dora Wassermann me contó que usted hipnotizaba a
una de sus enfermas. Me reí de ella en su propia cara.
Empiezan a temblarle las manos.
Hace seis años, cuando volví de París con todas esas quimeras en la
cabeza, usted no me defendió, Breuer; usted permitió que Meynert
me aplastara como a un gusano... y tuvo usted razón.
Las dos mujeres le escuchan aterradas. Breuer ha palidecido. Sólo Fliess, divertido aun­
que no en exceso, no pierde su sangre fría ni su apetito; el criado circula ofreciendo rodaballo
por segunda vez; todo el mundo rehúsa con un gesto seco y maquinal, salvo Fliess que se sirve
de nuevo discreta pero copiosamente. Escucha con tranquilidad y bebe vino blanco. Nada de
todo esto denota mala educación, sino simplemente una gran indiferencia.

F reud : ¡Yo me equivocaba! ¡Yo me equivocaba! Y hoy es usted, us­


ted a quien respeto como a un padre, el que cae en esas charlatane­
rías.
B reuer (con dulzura): Escuche, Freud.

Freud no mira a Breuer; porque a pesar de su ira se siente intimidado. Por el contrario,
Breuer; ante la violencia de Freud, ha recuperado su serenidad y su sangre fría. Mira a
Freud afectuosamentey sin la menor irritación.
F reud : ¡El hipnotismo no cura! ¡No es una terapia, es un número de
café teatro! Charcot conseguía que durante la hipnosis desaparecie­
ran las contracciones. ¡Y qué! Volvían a aparecer al despertarse los
enfermos.
B reuer : Sin duda tiene usted razón, Freud. Y además en 1887 yo no
creía en el hipnotismo. Sabe usted muy bien que sólo creo en la ex­
periencia.
F reu d : ¿Y la experiencia le exige emplear la sugestión?
B reuer : Sí, pero no es cuestión de tratar directamente los síntomas.
Los charlatanes son aquellos que dicen a una histérica paralítica:

137
«Levántate y anda.»
F re u d (sin perder su agresividad): ¿Pero entonces?
B reuer : Cuando Cecily está en estado de hipnosis habla de sus des­
gracias y recuerda cómo aparecieron los síntomas. Y cada vez que
revive en su memoria las circunstancias de la aparición de dichos
síntomas...
F lie s s (muy interesado): ¿Desaparecen?
B r eu er : Sí. 1 loy en día han desaparecido casi todos.
F r e u d (con una especie de repugnancia asustada): ¿Le hace usted hablar
sobre ella misma?
Freud está demudado y te tiemblan las manos; habla sin la menor violencia, pero a costa
de un enorme esfuerzo.
Fntonces está usted transformando su neurosis en psicosis. Su enfer­
ma morirá en un manicomio.
Se dirige a Fliess hablando con voz entrecortada.
I lace siete años renuncié al método del sueño provocado ¿sabe por
qué? Porque un obseso en estado de hipnosis me contó que quería
matar a su padre. Por supuesto, un padre al que adoraba. ¡Esos des­
graciados cuentan cualquier locura! ¿Y si esas locuras se les quedaran
grabadas en la mente? Si ese pobre iml>écil que deliraba en un di­
ván... ¿si se persuadiera de que tenía vocación de parricida? ¡Se re­
mueve el fango para nada!
Un criado entray se dirige hacia Breuer.
E l c r i a d o : En el vestíbulo hay un hombre que pregunta por el doc­
tor Freud. Dice que le ha buscado por tollas partes.
Freud mira al criado con mal humor.
Freud: ¡Que me dejen en paz! (Una pausa) ¿De parte de quién?
El c r ia d o: Disculpe, ¿cómo d i c e ?
F reud : ¿Quién le envía?
E l c r ia d o : El p ro fe s o r Meynert.
Freud se levanta bruscamente.
F r e u d (con esfuerzo): ¿Qué quiere?
E l c r ia d o : El profesor Meynert quiere verle. Parece que es urgente.
Todo el mundo mira a Freud, que está lívido, con el rostro contraídoy los ojos agranda­
dos. Permanece un instante mudo e impresionado, luego se domina, se inclina ante Mathilde y
se esfuerza por sonreír.

138
F reud: A todos nos llega la hora, Mathilde. (Una pausa.) Por favor,
sigan cenando sin esperarme.
Sale. Los comensales se miran preocupados.
Martha parece casi aterrada. Da vueltas entre sus dedos a una bolita de miga de pan.
Breuer la mira y le dice con dulzura:
B reuer: Si Meynert va a morir, es mejor que se vuelvan a ver.
Martha le mira.
M arth a: No sé si es m ejor o p eor, p ero esto y segura de que algo v a
a cam biar.
M at h ild e : ¿Q u é, querida?

Martha mira al vacío.


M a r t h a : E so me estoy preguntando... Quizás no volvamos a ser fe­
lices jamás.

(6 )

LA HABITACION DE MEYNERT
Lujo y algo del mal gusto alemán de la época. Pero de todasformas, la iluminación es de­
masiado mortecina para que se puedan distinguir los muebles.
Un quinqué colocado sobre una mesita redonda permite ver solamente una cama prepara­
da para recibir al enfermo y no lejos de la cama un gran sillón de aspecto confortable donde
aquél está sentado.
Meynert ha envejecido mucho; las arrugas que surcaban su rostro se han acentuadoy tiene
el pelo y la barba totalmente canosos. Pero su envejecimiento choca menos que su palidez de
cera.
Incluso sus manos están blancas hasta las uñas. Lleva puesta una batay debajo de ella un
camisón.
Apoya la ‘abeza sobre una almohada y una manta le cubre las piernas. Los pies —que
por otra parte están ocultos bajo la manta— descansan sobre una banqueta de la que sólo se
ven las patas.
Unicamente la mirada de Meynert no ha perdido nada de su dureza y de su fuerza. El
enfermo tenía los ojos cerrados, pero de repente los abre y su mirada ■ —llena de inteligencia
pero un poco angustiada— escudriña en la penumbra.
Con voz voluntariamente baja dice:
M eynert: ¿Freud?

139
No espera la respuesta.
...Acérquese.
Freud se acerca.
Está casi tan pálido como Meynert j sus ojos expresan la misma dures#. Meynert hace
un débilgesto con la mano para señalar una silla.
Freud se sienta.
Venga más cerca de mí; me prohíben hablar alto.
Freud lleva la silla cerca de Meynert.
M eyn ert : ¿Sigue usted buscando histéricos varones?
Al recordar la conferencia de 1N87 y la ruptura entre ellos dos, Freudfrunce el ceño y
niega con la cabeza casi imperceptiblemente. Meynert comprende ese gesto.
¡Qué lástima! Hubiera podido presentarle un hermoso caso.
Freud, estupefacto y desconfiado, adivina anticipadamente la respuesta a la pregunta que
va aformular.
F reu d : ¿Q uién?

Meynert recupera su sonrisa amarga e irónica y dice con naturalidad y casi con orgullo:
M eyn ert : Y o .

Freud no responde.
Mira a Meynert y en su rostro se mezclan el asombro y una comprensión repentina y pro­
funda, y también —aunque no tan claramente-—una especie de satisfacción.
Meynert prosigue, con una especie de sombrío orgullo:
He reconocido los síntomas antes que Charcot; me pagaban para
eso; los he tenido todos.
Aún más orgulloso:

Todos. Nadie se enteró.


Freud habla con dureza; su resentimiento no se ha mitigado.
F reud : ¿Sabía usted eso cu an d o m e expulsó de su lab o ra to rio ?
M e yn er t : L o sabía desde hacía v e in te años.
F reud : Usted me llamó farsante y charlatán.
M eyn ert : Ya conoce la historia de Noé: un hijo no debe descubrir
la desnudez de su padre.
Le mira sin ternura ni pesar. Con un tono de afirmación:

140
Usted era mi hijo espiritual.
Freud, con el mismo tono, pero además con un matiz de tristeza:
Sí. Y usted me maldijo. Usted arruinó mi vida. Yo era un
F re u d :
científico, no un médico. La medicina me repugna; no me gusta tor­
turar a las personas con el pretexto de que están enfermas.
(Una pausa.)
Hace ya seis años que no me dedico a la investigación sino que tor­
turo a unos neuróticos que no puedo curar.
Meynert se ríe débilmente.
M e yn er t : ¿Electroterapia, baños y masajes?
Frf.ud (con amargura): Masajes, baños y electroterapia.
Meynert se ríe un poco másfuerte.
M e y n e rt: E so es igual que la carabina de Ambrosio.
Duroy con los ojos echando chispas:
No sirve de nada.
F re u d : Lo sé. Y sin embargo no prescribo otra cosa.

Meynert, con una sonrisa aún más irónica:

M e yn er t : En to d o caso, eso n o perjudica a nadie.


F re u d : Ni eso siquiera.
(Una pausa.)
¿A quién llam aría usted ch arlatán ? ¿Al jo v en que cr e ía sin ceram en te
en las virtu d es del h ip n o tism o o al h om b re de ah o ra que prescrib e
un tra ta m ien to en el que n o cree?

Meynert ha cerrado los ojosy no responde.


Freud lo mira con creciente inquietud.
Al cabo de un momento se levanta sin ruido e intenta acercarse al enfermo.
Meynert le oyey habla sin abrir los ojos.
M e y n e r t : Siéntese de nuevo. No me estoy durmiendo, me concen­
tro. Estoy muy débil. Tengo que hablarle. No me interrumpa.
Alprincipio habla con los ojos cerrados, pero al cabo de un rato los abre.
Los neuróticos forman una hermandad. Rara vez se conocen, pero
se reconocen. Al primer golpe de vista. Una sola regla: el silencio.
Las personas normales son nuestros enemigos.

141
Yo he guardado el secreto... durante toda mi vida; incluso conmigo
mismo; me he negado a conocerme.
Abre los ojos y mira a Freud intensamente.
Usted pertenece a la hermandad, Freud. O le falta poco... Le odié
porque quería usted traicionar... Cometí un error.
(Una pausa.)
Mi vida ha sitio sólo una comedia. He perdido el tiempo en ocultar
la verdad . Me co n t e n ía .
Resultado: muero en el orgullo. Y en la ignorancia.
Sonrisa amarga.
-p Un sabio debe sa b e r , ¿no? Yo no sé quién soy. No fui yo quien vivió
mi vida; fue otro.
(.ierra de nuevo tos ojos, t'reud parece conmovido. Se inclina y tímidamente pone su mano
sobre la pálida mano del enfermo, que descansa sobre el brazo del sillón.
Meynert vuelve a abrir los ojos. Se le ve agotado, pero por primera vez desde el principio
de la película mira a Freud con una especie de afecto.
Con una voz más apresurada y más débil:
Rompa el silencio. Traiciónenos. Encuentre el secreto. Muéstrelo a
la luz del día aunque tenga que revelar el suyo.
1labra que rebuscar lejos y profundamente. Fn el fango.
A! oír estas últimas palabras, Freud retira su mam c inicia un movimiento de retroceso.
¿No lo sabía?
F reud (lentamente): ¿Fn el fango? Sí. Lo sabía.
M e yn ert : ¿Le da miedo?
F reud : Sí... Y o ... n o soy un ángel.
M eyn er t : M ejor. L os ángeles n o com p ren d en a los hom bres.

Fl rostro de l'reud ha cambiado; aún está sombrío, pero sus ojos brillan.
F reud : Y si n o fu era capaz...
M e yn e r t : Si usted no lo es, nadie lo será.

Un silencio. Levanta un poco la voz


Hace seis años que tasca usted el freno... Láncese; está en su carác­
ter. No retroceda ante nada. Si le faltan las fuerzas, haga un pacto
con el Diablo.
Más bajo pero con una ardiente convicción.

142
Sería hermoso arriesgarse a ir al infierno para que todo el mundo pu­
diera vivir a la luz del cielo.
Se incorpora a medias y su almohada se desliza y cae. Freud se levanta y la coloca en su
sitio.
Meynert se recuesta de nuevo.
Yo he perdido por falta de valor. Ahora le toca a usted jugar. Adiós.
Respira por la boca con un ligero estertor. Su aspecto es de abatimientoy dolor. Sus ojos
están abiertos y fijos y repite en voz muy baja, como para si mismo:
Perdido.
Freud lo mira un momento con ojos inexpresivos.
Meynert ni siquiera pareceya consciente de su presencia.
Freud adelanta la mano tímidamente y toca con la punta de los dedos la pálida mano del
moribundo. Se vuelve y sale sin hacer ruido.

EL COMEDOR DE LOS BREUER


Los comensales esperan el regreso de Freud ante los platos vacíos.
Im conversación continúa entre Fliess y Mathilde, cortada por largos silencios.
Rreuer y Martha están callados; el primero parece a disgustoy la segunda angustiada y
nerviosa.
M a t h il d e : Y esa alameda en medio del Tiergarten ¿cómo se llama?
¡Es tan bella!
F liess : La Siegesallee.
M a t h il d e : ¡Ah!

Una pausa.
F liess : No tenemos nada que valga su Ring...
M a t h il d e : El Ring es hermoso. Pero he visto las gaviotas por enci­
ma del Spree.
F liess (ausente): Las gaviotas. Ah, sí... pero ustedes tienen el Danu­
bio.
Un silencio. Dan las diez. Martha se estremece.
M a r t h a : ¡Mathilde, son las diez! Se lo ruego, ordene que sirvan la
cena. (Esforzándose p or sonreír): Por nuestra culpa el doctor Fliess
tendrá una mala opinión de la hospitalidad vienesa.

143
F liess : Señora, por favor...
Llaman a la puerta imperiosamente.
B reuer : Ahí está.
No es
M a t h il d e : su forma de llamar.
Martha se levanta bruscamente y sin cambiar de lugar echa una ojeada a través de la
puerta de cristales.
M a rth a (aliviada, casi alegre): ¡Es él! ¡Es él!
Todo el mundo se vuelve hacia la puerta de entrada.
Breuer, inquieto, dice a media voz, como para sí mismo.
B reuer : Me pregunto qué han podido decirse.
La puerta se abre.
Freud entra.
Parece conmovido, casi agotado. Al mismo tiempo se nota que un cambio notable se ha
operado en él; algo en su interior se ha liberado y parece casi alegre.
M a rth a y B re u e r (casi al mismo tiempo): ¿Cómo está?
Freud se sienta en su lugar y coge la servilleta.
F r e u d (habla con una especie de naturalidad casi ingenua, como si estuviera
más allá del dolor que siente): No hay esperanza. Kn mi opinión, es una
cuestión de horas.
Mira a los comensales sin verles. Dice maquinalmente:
¿Me han esperado?
Y de pronto, fijando su mirada en Fliess, con una especie de entusiasmo ardiente y conte­
nido:
Fjs un hombre extraordinario.
Mathilde hace una señal al criado. Este sale y vuelve con un asado de carne que irá pre­
sentando a los comensales durante la escena siguiente.
Todos se sirven.
Freud mira al vacío y en este momento casi sonríe.
M a rth a (más preocupada que curiosa): ¿Qué te ha dicho?
Freud hace un gesto como ignorando la pregunta y se calla. El criado ha servido a las dos
mujeresy a Fliessy se inclina sobre Freud que no lo ve.
El criado permanece inclinado tratando de llamar la atención de Freud.
Martha señala ¡apuente a Freud:

144
¡Sigmund!
Freud sale de su ensimismamiento, mira lafuente con expresión de sorpresa y rehúsa con
un gesto.
F re u d : ¡Ah!... No, gracias.
El criado va a servir a Breuer. Hay un momento de silencioy luego Freud se vuelve brus­
camente hacia Breuer con una expresión cordialy respetuosa.
Breuer, me gustaría ver a su Cecily.
Breuer se muestra disgustado y molesto.
Freud no parece darse cuenta.
Lléveme con usted en su próxima visita.
M a t h il d e (irónicamente): La próxima visita será mañana por la ma­
ñana ¡no lo dude!
Freud prosigue con pasión:
F reud: ¡Lléveme!
B reuer : Pero usted dijo...
F re u d : Tonterías. Le pido disculpas.
B reuer : No sé si puedo... sin prepararla.
M ath ild e (riéndose): Está encantada. (A Martha): Esa muchacha
sólo ve por sus ojos.
B r e u er : Es un tratamiento delicado...
M a th ild e (sigue riéndose): Un dúo ¿comprende usted? La enferma se
muestra reacia con un trío.
B reuer : ¡Muy bien!

Breuer lansa a Mathilde una mirada hostil e irritada.


Toma rápidamente una decisión.
(Dirigiéndose a Freud en tono bastante seco):
Venga a recogerme aquí mañana a las diez. Creo que podré hacerle
asistir a la desaparición de dos síntomas complementarios: sordera
psíquica y estrabismo convergente. Le aseguro que no olvidará usted
esa experiencia.
(A Fliess, con una risa forzada):
¿Podría pedirle que se uniera a nosotros cuando estemos allí? No es­
toy muy seguro de que la tos de Cecily sea histérica y me gustaría
que le examinara usted la garganta.
F liess : Por supuesto; trataré de quedar libre a esa hora.

145
Ya vemos que el trío se convierte en cuarteto. Cuantos
M a t h il d e :
más locos haya, más se ríe uno. (A Martha): Pero tenga mucho cui­
dado, Martha; ¡esa mujer es temible! Parece que es una hechicera.
M a r t h a (tranquilamente): No tengo miedo.

Freud se echa a reír.


M a t h il d e : Es usted muy con fiad a; la admiro.
Freud sigue con esa expresión extraviada que tenía cuando entró en la habitación.
F reud :No tiene ningún mérito, Mathilde; ¿quién podría ser lo bas­
tante loco como para creer que atraigo la atención de las mujeres?
(Señalando a Martha): Todavía me estoy preguntando por qué ésta se
casó conmigo.

Se vuelve hacia Breuer y mientras habla le contempla con una afectuosa y profunda admi­
ración.
Esc es el marido al que hay que vigilar. Mathilde, si yo fuera usted lo
encerraría bajo llave; este hombre es demasiado guapo y apuesto
como para no robar el corazón de todas sus pacientes.
Todo el mundo se ríe y Mathilde másfuerte que los demás. Martha da un grito.
M arth a: ¿Qué le ha pasado?

Señala la mano izquierda de Mathilde que sangra abundantemente por unos profundos
cortes en tres de los dedos.
M a t h ii . de (mira riéndose a Freud y a lireuer): ¿A mí? nada.
(Baja la mirada hacia su mano y lanza un débilgrito, casi un suspiro.)
Se pone blanca como el papel y habla con esfuerzo y con una voz totalmente cambiada.
¡Qué tontería! I le cogido el cuchillo por la hoja.
Martha se levanta inmediatamente y le rodea los hombros con el brazo.
M arth a (con ternura): Venga conmigo, Mathilde, venga en seguida.
Se la lleva. Los tres hombres se han levantado. Martha les hace un gesto como para decli­
nar su ayuda.
No, no necesitamos a los señores y sobre todo si son médicos. Hasta
ahora.
dos mujeres salen. Mathilde está a punto de desmayarse. Martha la sostiene.
/m s
Cuando la puerta se cierra, Breuer suelta una risitafalsa.

146
B reuer : ¡Pero bueno! Esta es la cena de los contratiempos.
Los dos invitados no le responden; permanecen de pie y vueltos hacia la puerta de cristales.
Al ver la seriedad de Freud y su ceñofruncido, Breuer cambia de tonoy añade gravemen­
te, señalando la puerta:
Un poco de neurastenia; nada serio. No es bueno para una pareja no
tener hijos después de diez años de matrimonio.

(8 )

LA MAÑANA SIGUIENTE, HACIA LAS NUEVE

En la calesa de Breuer.
Es una hermosa mañana de junio. I,a calesa atraviesa un barrio de las afueras,
primero pobre y luego residencial: villas y jardines.
Breuer habla con un tono sereno y objetivo. Es evidente que ha terminado por resignarse a
esta visita engrupo.
Freud escucha con la mayor atención.
Fliess está más relajado.
De vez en cuando mira a Breuer, pero nunca se sabe si le está escuchando, y sus terriblesy
ardientes ojosjamás dan la sensación de estar M/K.l.vpo.
B re u e r (continuando una conversación empezada hacía largo rato): Los pri­
meros trastornos se remontan a la muerte de su padre. Estaba enfer­
mo del corazón y se desplomó en plena calle. Ella lo adoraba. Ya se
pueden imaginar el efecto de choque. Un traumatismo, en su sentido
más literal.
F r e u d : ¿Qué 1^ pasó?
B r e u e r : De todo, ya se lo dije. Incluso tuvo alucinaciones horribles.
Pero hemos eliminado los síntomas uno a uno.
Freud saca su cigarrera y coge un agarro maquinalmente.
Freud: ¿Cómo?
En el momento en que Breuer se dispone a responder, Fliess se da cuenta de que Freud va
afumar un cigarro.
Vuelve hacia él unos ojos severos. Parece interesado por primera vez,.
F lie s s (autoritariamente): Fuma usted demasiado.
Freud se sobresalta; duda un momentoy acaba por responder amistosamente.

147
F reud : Tiene usted razón.
F liess (con el mismo tono): Debería usted renunciar a los cigarros de la
mañana por lo menos. Son... terribles.
Freudfrunce ei ceño, duda y termina guardando el cigarro en la cigarrera y ésta en el bol­
sillo.
Actúa asi más por cortesía que por verdadera sumisión. Breuer mira la escena con un
asombro divertido.
B reuer (a Fliess): ¡Bravo! Hace seis años que trato de convencerle y
usted lo consigue a la primera.
Fliess se limita a sonreír con un ligero matiz de fatuidad. Freud, algo molesto, se vuelve
hacia Breuer.
F reud : ¿Y bien?, ¿ese método?
B reuer : Desde los primeros meses de la cura comprobé que la en­
ferma se sumía en un estado parecido a los que se provocan por me­
dio de la sugestión. F.n esa... autohipnosis, evoca los recuerdos y
cuenta todo lo que puede ayudarla. Por ejemplo, los acontecimientos
que acompañaron o provocaron la aparición de un síntoma histérico.
Cuando se despierta yo le recuerdo todo lo que me ha dicho y el sín­
toma desaparece.
F reud : ¿ Y ya n o v u e lv e m ás?
B reuer : Algunos han vuelto, pero porque ella no lo había contado
todo. Por la tarde está distraída y cansada. I lay que tener mucha pa­
ciencia.
Un silencio. Los tres hombres reflexionan.
La calesa avaroji por una carretera ancha bordeada de villas.
Breuer enciende, pensativamente, un cigarrillo can boquilla dorada.
Piso me dio la idea de volver todas las mañanas e hipnotizarla yo
mismo. Le pido que concentre su pensamiento en el síntoma que le
preocupa y cuyo motivo no ha conseguido encontrar.
F reud : ¿Habla?
B reuer : Con mucha facilidad. Se purifica; persigue a los malos re­
cuerdos agazapados en los rincones oscuros. ¿Sabe usted cómo llama
ella a eso? «La limpieza del cerebro.»
(Se ríe con complacencia.)
La calesa entra, por una verja abierta, en un parque; césped, bosquecillos, un estanque; al
fondo una hermosa villa de un solo piso. Una escalinata de tres peldaños conduce a la puerta
de entrada.
Hemos llegado.

148
(9)

MOMENTOS DESPUES

En la escalinata les está esperando una mujer de unos cuarenta años, de porte austero y
vestida de oscuro. Ha debido de ser muy bellay lo sería aún si nofuera por ¡a severidad y la
dureza de sufisonomía.
Breuer aparece, sube los escalonesy le besa la mano.
B r e u e r (presentaciones): El doctor Fliess, un laringólogo eminente
que tiene a bien examinar a nuestra Cecily.
Fliess besa la mano de la señora Kórtner.
El doctor Freud, mi mejor amigo.
Freud se inclina ligeramente y estrecha la mano que se le tiende.
La se ñ o r a K ó rtner: Entren, señores.
Entran en una gran habitación llena de luz; no hay muebles *. Buen gusto, pero una
especie de puritanismo. Una gran chimenea, paredes desnudas, una mesa redonday alrededor
de la mesa unas sillas antiguas, bonitaspero * de madera.
Al entrar ellos detrás de la señora Kórtner, ésta se vuelve hacia Breuer que la sigue.
(Fliess va detrás de Breuery Freud cierra la marcha.)
Cecily me preocupa. Está despierta, pero dice que no puede abrir los
ojos.
B r e u e r (sonriendo): Le prometí abrírselos yo mismo.

Señala a Fliess.
El doctor Fliess tendrá la amabilidad de esperar aquí. Tres personas
serían demasiadas a la cabecera de la enferma. La examinará cuando
yo la haya visitado. Venga, Freud.
Entran en la habitación contigua.

LA HABITACIÓN DE CECILY
Es la misma que vimos la víspera por la tarde. Las persianas están abiertas.
Esta habitación, mucho más pequeña que el vestíbulo que la precede, está amueblada con

* Sic en el o rig in al. (N. de la T.)

149
muy buen gusto (siglo XVIII). Es la habitación de una joven presumida y sensible. Espejos,
coquetas, sillones, y a lo largo de las paredes estanterías llenas de libros. La cama está hechay
recubierta de pieles blancas.
Cecily está vestida. Traje claro. El cabello rubio peinado con esmero (recogido en una
trenza). Está descansando en un diván con dos almohadones bajo la cabeza y una manta cu­
briéndole las piernas. Hace una labor de punto, pero sus ojos están cerrados con obstinación.
Al entrar, Rreuer dice en voz baja a Freud con una especie de éxtasis que apenas trata
de disimular.
B reuer (con voz. lenta y baja): Es herm osa.
Freud mira con ojos duros y penetrantes a la joven enferma. No responde. Es evidente que
la belleza de Cecily no le interesa.
Una levísima sonrisa tiembla en ¡os labios de Cecily, como si ésta hubiera oído la frase,
pronunciada, sin embargo, en voz muy baja y muy lejos de ella.
Rreuer hace una señal a 1'retid para que permanezca donde está y él se acerca a Cecily.
La sonrisa de la enferma se acentúa.

C e c il y (alegremente): Buenos días, doctor.


B r euer : ¿Me ha oído?
C e c il y : l le reco n o c id o el ruido de sus pasos.
Breuer está a la cabecera de la enferma. Desde el principio hasta el final de la escena le
hablará con voz tierna, apasionada pero contenida y dará muestras de una enorme dulzura,
como si fuera profundamente sensible a la fragilidad de la joven.
Señalando sus ojos con el dedo, Cecily añade:
La pobre mamá ha querido vestirme, pero ya lo ve: he cumplido mi
palabra.
Ahora tiene usted que cumplir la suya.
Con un énfasis un poco burlón:
Doctor Joseph Breuer, devuélvame la luz.
Breuer se inclina y apoya los pulgares sobre los párpados de Cecily. Ella abre los ojos y
vemos —igual que la víspera— que está aquejada de un estrabismo convergente.
Se incorpora un poco, coge ¡a mano de Breuery, sujetándola con sus dos manos,se la acerca
a sus ojos.
B r euer : ¿Q ué hace usted?
C e c il y : Quiero ver su mano.
Sólo veo a muy corta distancia. Es una
mano muy grande, muy grande.
Lanza una especie de grito ahogado.
¡Enorme!

150
Hace un movimiento de rechazo y empuja la mano apartándola de ella. Ataque de tos.
Breuer le pone la mano en la cabezay la tos se calma.
Cecily dice con una voz aún entrecortada por la tos:
Tiene que curarme los ojos.
B reuer : N o tenga miedo, Cecily. Vamos a intentarlo. Hoy mismo.
C e c il y : ¿Me v a a lim p iar el cerebro?
B reuer : Desde luego.
C e c il y : 1Adelante con la limpieza!

Breuer hace un gesto a Freud para que se acerque. Freud se adelanta confuertes pasos
—se nota que hace ruido deliberadamente. A pesar de ese ruido de pasos, Cecily parece igno­
rar su presencia.
Freud se inclina. Rreuer le hace una señal para que hable.
F r e u d : M is resp etos, señorita.

Cecily no responde.
Yo también soy médico. Mi gran amigo, el doctor Breuer, ha tenido
a bien p erm itirm e que le acom pañe.

Cecily, con gran dificultad, deja su labor de punto sobre un velador cercano al diván. Su
estrabismo convergente le impide localizar exactamente los objetos. Su mano busca a tientas en
el vacío, toca el veladory suelta la labor, que cae al suelo.
Breuer se precipita, recoge la labor y la coloca sobre el velador. Coge la mano de Cecily
que sigue buscando a tientas en el vacíoy la coloca sobre el diván.
C e c il y (encantada): ¡Ha recogido usted mi labor!
Cecily —continúa ignorando a Freud— sonríe a Breuer sin mirarle.
¡Qué amable es usted! ¡Gracias!
Freud, como al acecho y demostrando un gran interés, mira a Breuer tanto como a Cecily.
Sus ojos van de uno a otro como si estuviera descubriendo un extrañoy profundo vínculo entre
ellos dos.
B r e u er : Cecily, n o ha saludado usted al doctor Freud.
C e c il y : ¿Hay alguien aquí?
B reuer : Sí, un amigo mío que me gustaría presentarle.
C e c il y (disgustada): ¡Ah!
(Una pausa.)
¿Cómo se llama?
F reud (en voz alta y clara): El doctor Sigmund Freud.

El rostro de Cecily permanece inexpresivo. La enferma espera una respuesta.

151
B r e u e r (en voz bastante baja): El doctor Sigmund Freud.
C e c i l y (repitiendo dócilmente): El doctor Sigmund Freud.
Sin mucha amabilidad:
Discúlpeme, doctor Freud, estoy sorda y casi ciega. (Rápida y seca­
mente): No veo en qué puedo interesarle.
B r e u e r (impetuosamente): ¡Cecily! No está sorda, puesto que me oye a
mí.
C e c ily (encogiéndose de hombros): Por supuesto que le oigo. Y también
oigo a la pobre mamá.
I Ina pausa. Dirigiéndose a sí misma una sonrisa:
No es lo mismo.
Breuer sonríe también, sin apenas disimular su satisfacción. Se inclina sobre ella y le pone
el dedo índice entre los ojos.
B reuer : M ire mi dedo.
C e c il y : E s lo ú nico que veo.
B reuer : Va usted a d orm irse.
Freud va a buscar dos sillas y las acerca al diván. Se sienta en una de ellas y mira a
Breuer de arriba abajo. Breuer habla como un amante más que como un médico. Suaviza su
autoridad con la ternura, Cecily se agita un poco.
Duerma, se lo ruego.
A Cecily le cuesta dormirse.
C e c il y : N o está usted solo. Eso me molesta.
B reuer : Cecily, no se preocupe usted por nada. Duerma.
lilla se agita aún un poco, El insiste. Autoritario. Como un hombre que se sabe amado.
I l á g a l o POR MÍ.
C e c il y : ¿P o r usted?

Cierra los ojos y sonríe.


Freudfrunce el ceño. Es evidente que le disgusta ese contacto demasiado íntimo del médico
y de su paciente, pero eso no disminuye el interés apasionado que la experiencia despierta en él
Cecily ya se ha dormido. Tiene los ojos cerradosy respira sosegadamente.

152
EN LA GRAN HABITACION CONTIGUA

Fliess está sentado en una silla de madera. La señora Kortner también está sentada al
otro lado de la mesa.
Tanto uno como otro están rígidos y casi hostiles. Los dos tienen los rasgos duros, como
hermosas máscaras de terribles ojos.
;| Fliess parece nervioso por la espera.Tamborilea sobre la mesa con la mano izquierda. Un
Í reloj da las horas. Los dos se sobresaltany se vuelven: son las diez de la mañana.
’ EN EL CU ARTO DE CECILY. Breuer saca su relojy mira la hora.Dice entre
f dientes:
1 B reuer : E s el m om ento.

< Se inclina hacia Cecily.


¡Cecily!
Abra los ojos.
Cecily abre los ojos. Un silencio. Luego, Breuer la interroga:
¿Cuándo aparecieron los trastornos de la vista?
No lo sé.
C e c il y :

Habla con una voz ronca. Sin gestosy con un semblante inexpresivo.
Hace mucho tiempo. Van y vienen.
B reuer : ¿Y la sordera?
C e c il y : Lo mismo. Cuando veo mal, oigo mal.
B reuer : Pero, sin embargo, tuvo que haber unprincipio.
C e c il y : Sí.
B reuer : ¿Cuándo?
Se inclina sobre ellay espera.
C e c il y : Déme la mano. Para ayudarme.
Breuer le coge la mano.
Un día me desperté: estaba sorda y medio ciega.
B reuer : ¿Q ué había pasado?
C e c il y : ¿Cuándo?
B reuer : Inmediatamente antes.
C e c il y : Nada. Yo estaba durmiendo.

Hace un esfuerzo para evocar un recuerdo.


¡Ah! Había tomado somníferos.

153
B reuer : ¿Por qué?
Cecily parece asombrada de la pregunta.
C ecii . y : Pues porque no podía dormir.
B reuer : ¿Qué se lo im pedía?
C e c il y : ¿Usted podría dormir la víspera del entierro de su padre?
B reuer : Por tanto, los trastornos aparecieron el día del entierro.

Un breve silencio. Cecily parece estupefacta.


C e c il y : ¡Anda!... Sí.
B reuer : ¿Fue usted a la iglesia?
C e c il y : N o .
B reuer : ¿Y al cem en terio?
C e c il y : N o podía.
B reuer : ¿Deseaba usted ir?
C e c ily (con impaciencia): Ya le dije que era a mi padre a quien ente­
rraban.
B reuer : P ero usted n o fue.
C e c il y : N o m e fue posible.
B reuer : ¿Por qué razón?
C e c il y : Por... por... (con tono de desesperación): Ya no veía nada.
B reuer : ¿Qué había sucedido la víspera?
C e c il y : Nada, lira un martes. Permanecí al lado del ataúd.
B reuer : ¿Y el lunes?
C e c il y : Fue el día que trajeron su cuerpo.
B reuer (asombrado): ¿F1 lunes? Debe estar equivocada, Cecily; no se
entierra tan pronto a las personas.
C e c il y (con obstinación): El lunes trajeron su cuerpo.
B reuer : Se lo ruego, pequeña, evoque sus recuerdos. El lunes su pa­
dre sufre un ataque en plena calle y traen aquí su cuerpo; el martes
reposa ya en su ataúd y el miércoles se le entierra.

Cecily llora silenciosamente. Las lágrimas resbalan por sus mejillas.


Breuer parece profundamente conmovido.
Responda, Cecily, no llore...

Con evidente nerviosismo:


No llore, no llore.

154
Una lágrima moja aún la mejilla de Cecily. Breuer alarga la manoy la seca con la punta
del dedo índice.
Freud mira a Breuer con desazón, luego aparta de él los ojos rápidamentey vuelve a mi­
rar a Cecily.
Esta se relaja un poco al sentir sobre su mejilla la leve caricia del dedo de Breuer. Dice
bruscamente pero sin entonación:
C e c il y : N o m u rió el lunes.
Sufrió el ataque durante la noche del sábado al domingo.
B r e u e r (estupefacto): ¿Q u é?

Ojeada significativa de Breuer a Freud.


Liso no me lo había dicho usted nunca.
Cecily empieza a mover las manosy cierra los ojos.
C e c il y : Ya no me acordaba.
Breuer le coge la mano y se la aprieta mientras sigue interrogándola.
B reuer : ¿Qué pasó desde el sábado hasta el lunes? ¿Qué hicieron
con el cuerpo?
C e c il y : Se quedó allí.
B reuer : ¿Dónde?
C e c il y : En... en... el hospital.
B reuer : ¿En el hospital? ¿Por qué?

Ella no responde. Freud se inclina y la mira con ansiedad.


C e c il y : Porque mi madre no estaba en Viena.
B reu er : ¿Dónde estaba?
C e c il y : En Graz. En casa de su hermano.
B reuer : ¿Y usted?
C e c il y : En casa. Completamente sola.

Sólo se ve su cabeza y la almohada. Repite:


Completamente sola.
Abre ¡os ojosy se levanta. Es la misma habitación, pero las cortinas están cerradas. La
lámpara de ¡a mesilla de noche está encendida.

( 10)

Freudy Breuer han desaparecidoy las sillas que ocupaban están en su lugar de siempre.
Cecily, a la que vemos de cuerpo entero, tiene ahora los ojos normales; el estrabismo convergente

155
ha desaparecido totalmente. Está en camisón. Coge apresuradamente una bata y se la pone, se
ata el cinturón, se calza unas zapatillas y coge la lámpara.
Voz en « oef » de C e c il y : Era más de medianoche. Creí que iban a
derribar la puerta.
Toda la escena se rodará con un perfecto realismo (exactamente como las escenas preceden­
tes.) Simplemente, sólo oiremos las voces en «off» de Cecily y de Breuer. Ni un ruido.
Cecily se dirige hacia la puerta de su habitación, la abre, pasa al vestíbuloy se acerca a la
puerta de entrada. Actitud de escuchar.
B re u e r (voz. en «off»): ¿Quién era?

Plano de la escalinata. Claro de luna. Dos policías están golpeando los postigos.
Ahora vemos, al otro lado de la puerta, a (,ecily que se apresura a correr los cerrojos y a
abrir primero la puerta y luego los postigos.

C e c il y : ¿C óm o?
B reuer: ¿Quién g o l p e a b a ?
C e c ily ( voz en «off»): U n os m édicos.

Al abrirse los postigos, t emos a dos hombres —pellizas, barba larga— que se indinan
con exquisita cortesía, sosteniendo sus chisteras en la mano.
C e c il y (voz en «off»): Venían a avisarme.
Cecily oye lo que dicen (sus bocas se mueven pero ni un sonido sale de sus labios) y sus ojos
se agrandan; se pone la mano delante de la boca y se tambalea.
I m s hombres se precipitan para sostenerla y l a llevan despacio hacia un cupé descubierto
tirado por dos caballos. Toda esta escena será interpretada por los actores sin ninguna exage­
ración, pero debe parecer un j>oco convencional y anticuada.
Cecily se instala en el asiento de atrás y los dos médicos en el de delante, con sus chisteras
sobre las rodillas. El cochero azota a los dos caballos, que parten a gran velocidad.
Aquí aún, nada debe parecer /: i/.ro, propiamente dicho, pero en el realismo mismo de
la escena algo debe parecer insólito (cw/miuat), por ejemplo: el hecho de ver a esa
hermosa joven, con su pelo rubio suelto, sentada, en bata y camisón, enfrente de esos dos barbu­
dos.
También el hecho de que los dos caballos partan muy deprisa (lo que en un sentido es nor­
mal —ya que se trata de un caso de urgencia— pero, al mismo tiempo, puede chocar porque
dan más bien la impresión de que se trata de la salida de una carrera de breaks).
Cecily, echada hacia atrás, silenciosa, está bellísima, páliday trágica.
F - 'r e u d (v o z en «off»): ¿Unos médicos?
La imagen explota literalmentey volvemos a la habitación.
Generalmente envían a los encargados o a los enfermeros.

1 56
Cecily, con los ojos abiertos, no parece ni siquiera oírle.
Breuer suelta la mam de Cecilyy con un gesto brusco, casi violento —que contrasta con su
conducta habitual— impone silencio a Freud. Este, intimidado, no insiste más.
Breuer vuelve a coger la mano de Cecily.
B reuer (con du lcirá ): Continúe, pequeña, continúe.
C e c il y : Llegamos al hospital después de medianoche.
Un pasillo. En las paredes unos frescos que representan escenas de la mitología: Venus
saliendo de las olas (imitación de un cuadro de Botticelli), Dánae y la lluvia de oro (imi­
tación de Tizjano), La primavera (Botticelli). A derecha e izquierda unas estatuas de escayola
(mujeres medio desnudas sosteniendo el techo).
Unas puertas (pequeñas pero suntuosas, buena madera de roble labrada, picaportes de
bronce). Encima de cada puerta, un letrero: Sala de Oftalmología, Sala de Neurología, etc.
Ningún ruido, salvo el de una orquesta que interpreta un vals vienes.
C e c il y : E staban to ca n d o m úsica para los en ferm os.

Cecily, entre los dos médicos que se han puesto de nuevo sus chisteras, camina apresurada­
mente por el pasillo.
¡Ya me acuerdo!
Había un agujero en la alfombra y por poco me caigo.
Vemos que el suelo está alfombrado con una moqueta roja, sucia y llena de agujeros. La
zapatilla derecha de Cecily se engancha al tejido deshilachado que bordea un agujero. Da un
paso en falso y se le sale la zapatilla. Recobra el equilibrio. Un médico se arrodillay le tiende
la zapatilla. La música va subiendo de tonoy se convierte en una música chabacana.
¡No podía soportarla!
Voz en « off » de B reuer : «‘Q u é?
C e c il y : La m úsica.
(Seca.) No se tocan valses cuando hay difuntos.
A su derecha, una puerta se abre bruscamente.
Los dos médicos se colocan a derecha e izquierda de la puerta y le indican que pase mien­
tras se inclinan. Cecily entra en una pequeña habitación con las paredes tapizadas de seda.
En el techo (bajo), un fresco que representa a las profetisas de Miguel Angel (Sixtina).
Lasfiguras se agrupan alrededor de una araña (iluminación de gas, abalorios). El tono de ¡a
música crece. En las cuatro esquinas de la habitación, una estatua greco-romana decapitada.
Entramos. Era una habitación muy especial. Por todas par­
C e c il y :
tes había estatuas. Las enfermeras tiritaban, tenían la carne de galli­
na.
Descubrimos, alrededor de una cama cuyo ocupante ocultan a nuestra vista, a unas mu­
jeres en camisón corto sobre el que se han puesto apresuradamente unas batas de enfermera que

157
ni siquiera se han ocupado de abrocharse. Están muy maquilladas, pero sus rostros son duros
y severos. Llevan el pelo estirado hacia atrás.
B reuer (asombrado): ¿L a carn e de gallina? ¿P o r qué?
Era tarde, debieron de sacarlas de la cama como a mí. Lle­
C e c il y :
vaban el camisón bajo la bata.

Una de las enfermeras se vuelve y va hacia Cecily.


Es absurdo.
La enfermera está en camisón. Va hacia Cecily y le señala la cama.
C e c il y : E s absurdo. I labia una que ni siquiera llevab a bata.

Plano de Cecily que mira a la enfermera (invisible) con estupor.


Debo de equivocarme ele recuerdo.
La enfermera aparece de nuevo vestida con una bata completamente abrochada. Cofia de
enfermera, rostro severo y sin maquillar.
Coge a Cecily de la mano y la lleva hacia la cama.
Voz e n «ohE» d e C e c i l y (completamente cambiada, algo chabacana): ¡Va­
mos monadas! ¡Largaos!
B r e u e r (estupefacto): ¿Q ué?
C e c ily : Era lo que ella decía.

Las mujeres se apartan de la cama, lis una cama de hierro como las que hemos visto en la
sala de neurología en ¡a primera parte.
I !ti hombre, de quien al principio sólo vemos los pies y los bajos del pantalón. La mirada
va subiendo a lo largo de sus piernas. 1istá vestido de frac, con condecoraciones. No vemos su
rostro.
Vi a mi padre en una cama del hospital. Abandonado por todos.
Como un perro.
(Serenamente):
Su cabeza era una calavera.
Seguimos sin ver el rostro del hombre.

B reuer : ¿U na calavera?
C e c il y : Sí, com o la de los esqueletos. D ebía de ser una m áscara. En
los hospitales se la p on en a los m uertos ¿no?
B reuer : D eb ió de ser m uy d o lo ro so para usted.
C ecily (sigue tranquila): Muy d oloroso .

158
Cecily se arrodilla llorando a la cabecera del cadáver. Le coge la mano y la aprieta contra
su rostro. 1
C e c il y (con serenidad); P a ra n o v e rla m e lancé sobre su m ano.
De repente apasionada:
Sólo veía sus dedos, sus grandes dedos que yo adoraba.
La cubre de besos. Mira, desde muy cerca y apasionadamente, el pulgar de esa mano.
Vemos su rostro de frente y en primer plano. Está mirando ese dedo y sus ojos, at
converger hacia el pulgar que aprieta sus labios y su nariz, reproduce el estrabismo
anterior.

( 11)

UN LA HABITACION
Cecily tendida en la cama (estrabismo convergente de los ojos). Freud y Breuer. Ojeada
elocuente de Breuer a Freud que significa: « Ya estamos.»
B reuer : Los siguientes días, vio usted de nuevo la calavera.
Sí, cuando velaba junto al ataúd. Y la mañana del entierro,
C e c il y :
cuando me desperté.
B reuer : Y cada vez que la ve, piensa usted de puevo en la mano de
su padre y se imagina que la está mirando de cerca.
Cecily ha cerrado otra vez los ojos.
C e c il y : Sí. Recuerdo... El día del entierro me desperté sobresaltada.
Vi la calavera. Justo encima de mí. E inmediatamente empecé a biz­
quear. Ya no veo nada si no es a muy corta distancia.
B reuer (con dulzura): Eso es todo, Cecily, eso es todo. La limpieza
del cerebro ha terminado. Como vio usted la calavera a cierta distan­
cia, empezó a bizquear con los dos ojos, como cuando se mira de
cerca.
C e c il y : Sí, para defenderme.
B reuer (con ternura): Se terminó Cecily, se terminó.
Va usted a abrir los ojos y a recuperar su hermosa mirada de antes.
Cecily se agita.
Abra los ojos, nunca volverá a bizquear.
Cecily abre los ojos. El estrabismo convergente no ha sufrido ningún cambio.

159
Con despecho, pero casi susurrando:
¡Ah!
Hace, un gesto de nerviosismo y se vuelve hacia Freud. Se muestra confuso y a la vez un
poco agresivo, como alguien que acabara defallar unjuego de manos.
B reuer (voz susurrante): Hay que tener mucha paciencia.
El éxito no es automático.
Freud no responde.
Parece perplejo y sumido en sus reflexiones.
Voy a despertarla.
Freud se sobresalta.
F reud : Permítame hacerle algunas preguntas.
B reuer (de mala gana): No conseguirá sacar ya nada más de ella.
Además estas sesiones cansan. No hay que abusar.
Se vuelve hacia Freud que parece realmente apasionado. Breuer lo mira un instante y
parece comprender la importancia que J'reud atribuye a ese interrogatorio.
(Ion un gesto desabrido y resignado:
¡Bueno! Sea breve.
Freud, sin levantarse de su silla, se indina sobre la enferma.
F reud : (inclinado hacia Cecily y con una voz ahogada por la timidez):
¡Cecily!
Filia no da muestras de haberle oído. Másfuerte:
¡Cecily!
Una pausa. Freud se echa hacia'atrás recostándose en su silla con una especie de despecho.
Breuer sonríe con una velada satisfacción.
B reuer : Sólo me oye a mí, ya se lo he dicho.
Freud recobra la esperanza y sus ardientes ojos se vuelven hacia Breuer.
F reud : Pídale que me oiga. Y que me responda.
B reuer (recobrando su autoridad): Freud, usted no
ha practicado nunca
este método y no conoce suficientemente a la enferma... Nos expo­
nemos mucho.
Un silencio.
F reud (con impaciencia): Seré prudente.

160
B re u e r : Dígame sus preguntas y las haré yo mismo.
F re u d : Por favor, déjeme a mí. Quisiera un contacto directo.
Breuer se inclina hacia Cecily, insinuante y a la vez autoritario:
B r euer : Cecily, mi amigo el doctor Freud va a interrogarla.
C e c il y : U sted sabe que n o v o y a oírle.
B reuer (apremiante): Le oirá, Cecily. Le pido que le oiga. Y tiene que
responderle.
C e c il y : Bien.

Breuer se echa hacia atrás e invita a Freud a empezar.


Freud se inclina hacia adelante.
Breuer contempla la escena con una especie de malevolencia. Se nota que vigila a Freud,
dispuesto a intervenir a la menor equivocación.
Freud: Cecily, cuénteme otra vez lo que sucedió la noche del sábado
al domingo. Hvoquc sus recuerdos.
Llamaron a la puerta y usted fue a abrir.
Se ve de nuevo a Cecily en bata, delante de la puerta de entrada cerrada con cerrojo.
Cecily descorre el cerrojo, abre la puerta y se dispone a abrir los postigos como lo hemos
visto anteriormente.
Voz en « o ff » de F r e u d : Abrió y ¿qué vio usted?
Pero en el momento en que Cecily va a abrir los postigosy, por consiguiente, a ver a sus vi­
sitantes, la voz de Freud la inmoviliza:
¡No son médicos, Cecily! ¡Seguro que no son médicos! Los médicos
de guardia no abandonan el hospital ni un momento.
Entonces ¿quién?
Bruscamente:
¿No serían policías?
Con un movimiento brusco, Cecily abre los postigos; los dos policías que habíamos vislum­
brado están ante la puerta.
Parece que se sienten violentos, pero se conducen con groseríay sin ninguna educación.
¡Responda, Cecily! ¡Responda!
Los policías hablan con una brutalidad que trata de parecer cortes. Cecily les escucha, pá­
lida de preocupacióny de pena.
Se vuelvey se va, dejando la puerta vidriera abierta.
Voz en « o ff » de C e c il y : N o sé. No lo recuerdo.
Los policías se quedan en la escalinata.

161
F re u d (voz en «off»): Los médicos le habrían dejado tiempo para ves­
tirse.
Cecily vuelve completamente vestida pero sin sombrero. Lleva un traje de chaqueta. Mira
a los policías con ira e indignación y sale; ellos la siguen.
Voz en « off » de C e c il y : Me... rne vestí.
F reud : ¿La esperaba una calesa?
C e c il y : Sí, de dos caballos.
F reud : Fn toda Viena 110 hay ni un médico que tenga una calesa de
dos caballos.
Un coche espera en el jardín, pero es un vulgar coche celular. Por supuesto, tirado ¡Mírelos ca
bailas.
Antes de entrar, (.ecily hace un movimiento de retroceso, luego entra, seguida orgullosa
mente ¡>or los dos policías.
Voz kn «oí r » d e C e c ily : Dios mío... (suspira con angustia).
Volvemos , \ l a iia h ii a ció n .
Breuer pone la mano en el hombro de Ireud y lo empuja hacia atrás.
B reuer : ¡La está usted cansando! Por algunos detalles contradicto­
rios no va usted a...
F'reud (indignado): ¡Detalles!
B reuer (perentorio): A veces se contradice. No tiene importancia. La
conozco mejor que usted.
Mira a Freud con la ira celosa de un amante.
I reud, intimidado, se calla a regañadientes. Breuer se inclina sobre Cecily para desper­
tarla.
¡Cecily!
De pronto, Cecilyforcejea, empiezan a temblar/e las manos y su rostro se contrae.
C ecily (furiosa): ¡Déjeme! ¡Déjeme! ¡Me ha ofendido!
Miradafuriosa de Breuer a Freud.
«¡Ya ve lo que ha hecho»!
Freud, inclinado él también sobre la enferma ni siquiera se da cuenta.
Pero Cecily continúa hablando y Breuer, estupefacto, renuncia a despertarla.
Mi padre había muerto y usted me ha hecho subir a un coche de la
policía, como una ladrona.
¡Miente! Mi padre es un pilar del Imperio, un hombre de la mayor
moralidad; ¡el Emperador le ha felicitado!

162
UNA CALLE OSCURA

Una casa —persianas cerradas herméticamente. Farol rojo encima de la puerta.


Esta se abre. En la acera, dos policías hacen guardia.
El coche celular se para delante de la puerta. Cecily sale de él, erguiday orgulloso, con los
ojos echando chispas.
El ataque le dio en la calle, en plena actividad. ¡Murió de
C e c il y :
agotamiento! De agotamiento.
Voy al hospital a reconocer el cadáver de mi padre. Es el hospital, le
digo que es el hospital.
Cecily etitra. lis un burdel. A la derecha, una gran puerta da a una espaciosa habitación
que está desierta *: el salón del burdel.
En medio de la habitación, un diván circular. Espejos en todas las paredes; alfondo del
salón, un violinistay un pianista de pie en un estrado tocan, en sordina, un vals vienés.
11nos policías, sentados a una mesa, beben el coñac de la casa, mientras les escuchan.
Los policías indican el camino a Cecily; ella sube por una escalera y se mete por un
pasillo.
La escalera y el pasillo están alfombrados con la misma moqueta del pasillo del hospital
en el primer relato.
F r e u d ( voz en «off»): ¿Música en un hospital? ¿Música después de me­
dianoche?
Pero la moqueta está mucho más sucia. Agujeros, manchas y arrugas.
La estaban tocando en el salón de la planta baja. Para insul­
C e c il y :
tar a mi padre.
Las paredes están cubiertas de pinturas burdamente ejecutadas que representan mujeres
desnudas.
A derecha e izquierda, unas puertas con letreros como en el primer relato;pero en estos le­
treros hay nombres escritos: Lily - Daisy —Concha —Francette (un nombre sobre cada puer­
ta).
I'odo está silencioso, pero se oye el vals vienés que, mal que bien (más bien mal que bien),
toca el desafinado piano acompañando al mal violín.
De repente, Cecily, que camina recto hacia adelante y parece no ver nada, pasa ante una
puerta abierta. ,
En el umbral, e inmóvil, hay una mujer rubia que se le parece mucho. Lleva puestos el ca­
misóny la bata que Cecily llevaba en el primer relato.
Cuando Cecily pasa por delante de ella, la mujer hace una mueca mostrando su boca des­
dentada.
* Sic en el original. (N. de la 1).

163
Voz en « off » de F r eu d : Hábleme de las enfermeras.
Cecily tropieza (como en el primer relato) pero de terror. Un poco más lejos los policías
que la acompañan la invitan a entrar en una pequeña habitación baja de techo (la habitación
de una de las prostitutas).
Voz en « o ff » de C e c il y (con violencia): Eran putas.
Voz en « o ff » de B r euer : ¡Cecily!

La imagen estalla. Nos encontramos de nuevo en el cuarto de Cecily con Breuer y Freud.
Breuer parece trastornado.
B reuer : ¡Cecily! ¡Pequeña! ¡Pequeña... mía! No puede...
lista vez es I reud quien con una expresión tímida e implorante, le coloca la mano en el
hombro para imponerle silencio. Breuer, pálido y nervioso, se echa hacia atrás.
C e c il y : I labia seis al pie de su cama y algunos policías.
De repente nos encontramos de nuevo en la habitación de la prostituta.
I .as odié.

Mujeres alrededor de la cama. Son las mismas que hemos visto en el primer relato disfra­
zadas de enfermeras.
Todas llevan puesta una bata parecida a la de Cecily, sobre un camisón igual al que ella
llevaba en el primer relato. Todas menos una, la sexta, que lleva sólo un camisón transparente
y sin mangas.
Las mujeres miran a Cecily sin pronunciar ni una palabra, pero con una expresión agre­
siva y malvada. Cecily las mira desafiante y despreciativa. De repente ve a la mujerzftela que
está en camisón.
C e c il y : Vi a la que lo había m atado.

La chica —una morena ordinaria y rolliza, con un pecho enorme y unos brazos gordos j
prietos saliendo de su camisón sin mangas— es la prueba viviente de los gustos un poco vulga­
res del señor Kiirtner.
Aunque habitualmente debe ser despreocupada y alegre, en este momento está muy fasti­
diada. Dos policías, uno de ellos de paisano, están a su lado.
F reud (voz en «off»): ¿Cómo lo había matado?
La mujer evita la mirada de Cecily, pero ésta la devora con los ojos con una especie defas­
cinación desesperada.
Voz de C e c il y (en «off»): ¿Cómo? ¿Cómo? ¿Acaso puedo saber yo lo
que hacen esas mujeres?
(Con un extraño tono, casi de celos):
Murió en sus brazos.

164
El policía de paisano se adelanta. Las mujeres se apartan. Vemos medio cuerpo del cadá­
ver que está sobre la cama. Está desnudo. Alguien le ha echado una manta sobre el vientre, ta­
pándole apenas el sexo.
Con unfondo de música vienesa, el policía hablay oímos:
El po licía (con voz potente): Señorita Kórtner ¿reconoce usted a su
padre?
Cecily, muy pálida, se acerca a la cama. No se atreve a mirar el rostro de su padre. Un
silencio.
Luego, se fuerza a lanzarle una ojeada y vemos, a la vez que ella, el rostro de un hombre
de unos cincuenta años, que debió de ser muy guapo (bigotey barba rubios, con algunas canas),
pero que está desfigurado por una mueca estática casi obscena.
La boca está entreabiertay torcida hacia abajo, dejando ver dos dientes de oro. En la cara
y en lafrente hay rastros, muy visibles, de lápiz de labios, que dan a ese semblante aún conges­
tionado un aspecto ridículo y siniestro.
Cecily parece al borde de un ataque de nervios.
Voz en « o ff » de C e c il y : ¡Lo reconocí! ¡Lo reconocí! Tenía lápiz de
labios en las mejillas...
De repente se derrumba, cae de rodillasy coge la mano de su padre. La besa, mira el pul­
gar desde muy cercay empieza a bizquear como en la primera escena.
Cogí su mano, su gran mano que adoraba. Es lo único que vi, de lo
único que me acordé. Me cogía con sus fuertes manos y me levanta­
ba del suelo.
Solloza, con la cabeza inclinada sobre la mano de su padre.
Sus manos...
Sus manos...
Sigue inclinada sobre la mano inerte.
Voz en « o ff » de B r euer : ¡Basta! ¡Cecily! ¡Despierte! ¡Despierte!
(La voz sube de tono):
¡Despierte! ¡Se lo ordeno!
La imagen explota. Nos encontramos de nuevo en la habitación.
Freudy Briuer están a la cabecera de Cecily, que está agotada, con los ojos cerrados y to­
talmente entregada.
C e c il y (con voz normal): Estoy despierta doctor. Pero ¡qué cansancio!
¿Q u é he dicho?

Breuer duda un momentoy luego casi avergonzadoy evitando la mirada de Freud, dice:

165
B re u e r : Nada.
Freud parece loen de rabia.
F r eu d : ¡Cecily!
C e c il y : ¿Q ue?

Breuer parece furioso y aterrado, pero se resigna a lo inevitable.


F reu d : ¿A h o ra m e oye?
C ecily (divertida pero sin sorpresa): ¡A n d a! ¡Sí!
F reu d : N os ha co n ta d o usted que su pad re m u rió en una casa de pu­
tas.
Cecily se incorpora violentamente. Abre los ojos. listan normales.
C e c il y (con violencia): ¡Váyase!
F reud : Puede verme, Cecily.
Cecily lo mira de frente.
C ecily (fría y dura): Sí, y le estoy oyen do. Salga de aquí.
Freud no parece muy turbado. Se levanta como si fuera a marcharse mientras le dice con
mucha dalzura:
F reud : C ecily, está usted curada.
C e c il y (con una especie de rabia): ¡Curada! ¡Ja, ja, ja! ¡Curada!
Ungolpe de tos la sacude brutalmente: se dobla hacia adelante en el diván.
Breuer —que mira la escena de pie (él también se ha levantada) apretando con susfuertes
manos el respaldo de la silla en la que estaba sentado— se vuelve hacia Freud y le dice con
una autoridad llena de mala fe:
B reuer : Creo que es mejor que se retire. Voy a tratar de arreglar
esto.

Parece que quiere condenar a I;reud por su intervención y al mismo tiempo, por cortesía,
ocultarle esa condena.
( l os en «off» de Cecily.)
F reud (un poco seco): ¿Qué es lo que hay que arreglar? F1 síntoma ha
desaparecido.
B reuer (indignado): ¿Y esta tos? ¿No la oye usted?
(Una pausa.)
Por favor, déjenos solos.
Freud, dolido, inclina la cabeza y se dirige hacia la puerta. Mientras sale, continúa oyendo
los tiernos susurros de Breuer.

166
Voz en « o ff » de B r euer : ¡Cecily! ¡Por favor, tranquilícese!
Al cerrar la puerta, Freud ve, de lejos, a Breuer inclinado sobre Cecily, que tose aún. Le
ha apoyado la mano en la frente y se nota que, bajo esa dulce presión, Cecily se relaja un poco.
Freud se encuentra de nuevo en el vestíbulo; la madre y Fliess siguenfrente afrente; Fliess
tamborilea sobre la mesa.
Freud se sienta al lado de Fliess que lo mira con alivio. Intercambian una sonrisa de en ­
tendimiento.
F reud: Pronto le tocará a usted.
Fliess se agacha, coge su estuche de laringólogo (un maletín de cuero negro) y quiere po­
nerlo sobre la mesa. Im madre de Cecily le detiene con un gesto perentorio.
Fa señora K órtner : ¡Por favor!
Sobre la mesa, delante de la señora Kórtner, hay un tapetito redondo. Lo desliza hacia
Fliess, que comprende y coloca el maletín sobre él.
La puerta de la habitación se abre como si hubiera un vendaval y Breuer sale contrariado
y nervioso. Se vuelve hacia la señora Kórtner y le habla con mucho respeto pero autoritaria­
mente.
B reuer : Cecily está muy nerviosa esta mañana. Sólo usted puede
tranquilizarla. Tiene que permanecer a su lado. No la deje ni un ins­
tante. Volveré a última hora de la tarde.
Se vuelve hacia Fliess.
(A Fliess): Fo siento, mi querido F’liess, pero está en tal estado que
no podrá usted examinarla.
( Con una jovialidad forzuda):
Otra vez será.
Fliess responde con un movimiento de cabeza, pero sin disimular su contrariedad.
Todo el mundo se levanta. Breuer duda un momento y luego se aparta llevándose a
la madre.
Durante su breve coloquio —que no oímos— Fliess y Freud intercambian algunas
palabras.
F liess : ¿K1 sín tom a?
F re u d : Va ve y oye.
F liess : Entonces el método es bueno.
F reud: Sí, pero hay que profundizarlo mucho más.

167
( 12)

LA CALESA. Los tres hombres se suben a ella y se sientan en silencio. El coche sepone en
marcha. Breuer y Freud se han sentado uno al lado del otro y Fliess enfrente de ellos. Una
pausa.
Breuer se dirige a Freud dé mala gana. Se nota que está disgustado pero su deber profe­
sional de médico y de científico le obliga a hablar.
B r kuer : La señora Kórtner ha confirmado su hipótesis, Freud. El
padre de Cecily murió en un burdel. La policía cometió la imperdo­
nable grosería de llevar allí a la muchacha para que lo identificara.
l.os ojos de /retid brillan, pero no responde.
I'liess j>arece interesado.
F liess : ¿Entonces?
B reuer : 1 '.so
es todo. Desde ese momento su cuerpo se ha negado a
ver y a oír. Estoy preocupado. Me pregunto si habremos hecho bien
en tocar ese punto.
F liess : Han desaparecido los síntomas, ¿no?
B reuer : ¿Y qué? ¿Y si volvieran? ¿Y si se presentaran otros?

(Ion un tono objetivo, pero en realidad para preocupar a [ :reud.


I la querido matarse varias veces.
F reu d : La limpieza del cerebro debe hacerse con método. Cuanta
más suciedad haya, más habrá que limpiar.
B reuer : ¡P e ro n o con esa brutalidad!
F reud: Se nos resistía.
(A Fliess): Ni siquiera se acordaba de que había visto el cadáver.
Fueron necesarios dos interrogatorios para que el recuerdo subiera a
la superficie.
B reuer : ¡Una muchacha de diecinueve años que encuentra a su pa­
dre desnudo y muerto rodeado de prostitutas! Si usted cree que esa
situación no reúne todas las circunstancias de un traumatismo psí­
quico...
F r eu d : De un traumatismo, sí. Pero ¿por qué olvidó lo sucedido?
B reuer : ¡Cuántos accidentados olvidan las circunstancias de su acci­
dente!
P’ r eu d : Las o lvid a n , p ero n o las deform an.
(A Fliess): Cecily se ocultaba la verdad. El estrabismo de ambos ojos
se producía para no ver ese cadáver manchado y esas mujeres de

168
vida alegre, y la sordera psíquica para no oír el violín que tocaba val­
ses. Cecily... reprim ía su recuerdo; y su cuerpo era su cómplice.
B reuer : Bueno. Ella lo r e prim ía , como usted dice; por tanto, le re­
sultaba insoportable.
F reud : P o r supuesto.
B reuer : ¿Había que recordárselo a la fuerza?
F reud : Es su m étod o ¿n o?
B reuer : No. Me niego a violar su alma. Yo creo que es legítimo que
una criatura de veinte años quiera respetar a su padre y haga todos
los esfuerzos posibles para olvidar esa muerte vergonzosa. ¿Quiere
usted saber lo que en el fondo pienso? La admiro.
F reud : Admírela todo lo que quiera, pero curémosla; es nuestro pri­
mer deber.
B reuer : ¿Y usted cree que la va a curar infligiéndole esa terrible hu­
millación? Sólo le ha hecho daño.
F reud : ¡Breuer!

Hace un violento esfuerzo para dominarse.


Su método es genial; ¡cura por medio de la verdad! Pero entonces
hagamos la luz de una manera total; sin ninguna compasión.
B reuer : Siento haberle traído. Usted deforma todo: elobjetivo y los
medios para alcanzarlo. Yo estaba dejando que actuaran unasfuerzas
suaves, insinuantes, y usted golpea brutalmente.
Freud olvida hasta su ira: mira fijamente hacia adelante; se nota que está desenredando
con esfuerzo la madeja de sus ideas, pero que, sin embargo, empieza a vislumbrar una nueva
verdad.
F reud : Las fuerzas suaves... ¿qué conseguirían?
En Cecily, nada es suave.
Nada es tierno...
B reuer : ¡Usted no sabe nada al respecto!
( Con un tono más personal de lo que él mismo desearía):
Yo conozco su ternura.
El tono de Breuer choca a Freudy responde con dureza:
F reud (extrañado): ¡Usted conoce la suya propia! ¡Es la suya la que
usted encuentra en ella!
Luego, vuelve a sus reflexiones.
Cecily es un campo de batalla. Donde se lucha; se lucha día y no­
che...

169
I

Habla sin mirar a nadie.


Cuando la escuchaba... tenía la sensación...
De pronto iluminado:
Breuer, no es a su padre a quien defiende, sino a sí misma.
Breuer le escucha con una estupefacción indignada.
B re u e r (con un grito): ¿Q ué?
F r e u d : lisa s m ujeres m ed io desnudas... ese h o m b re desnudo... esas
p in tu ras obscenas... B reu er, C ecily se sintió turbada.

Mientras habla, una orquesta invisible (numerosos músicos tocando con talento) reanuda
el vals del burdel.

B re u e r:¿Turbada? ¿Fn su cuerpo? ¿Cuando le estaban mostrando el


cadáver de su padre? ¿Turbada por esa sórdida caricatura del amor?
Se echa a reír:
I reud, no le reconozco. Usted era, a mis ojos, el hombre más austero
que había conocido. Más puritano que un clérigo. Aún recuerdo el
día en que, aturullado, saltó usted a mi cupé para escapar de las soli­
citaciones de una mujer de vida alegre. Y hoy pretende usted que
una joven virgen puede sentir la atracción sexual del vicio.
Freud parece desconcertado. Las últimas palabras de Rreuer le han herido profundamen­
te. Mueve ¡a cabeza a derecha e izquierda como para escapar de sus pensamientos. Luego,
como si pidiera socorro, mira a Fliess.
liste se ha abstenido de intervenir en la conversación par simple cortesía, pero no se ha
perdido ni una palabra. (litando tropieza con la mirada de I reud, no hace ni un gesto ni dice
nada. Pero sonríe abiertamente en seña! de aprobación.
) Freud, sin dejar de mirarle y como fascinado por esos grandes y ardientes ojos, murmu­
ra en voz baja y grave:
F r eu d : U n a atracción m ezclada de h o rro r... u na atracción a causa
del h o rro r... M e p reguntaba...

Bruscamente, sin dejar de mirar a Fliess, como si extrajera de él su valor, añade con una
voz másfuertey mejor timbrada:
Todas las neurosis tienen un origen sexual.
La sonrisa de Fliess se hace más amplia. Tiene una expresión verdaderamente demoniaca.
Breuer se sobresalta. Con una acrecentada violencia.
B reuer : ¡Primera noticia!

170
Ha descubierto la sonrisa de Fliess y le disgusta la complicidad que de pronto une a
Fliess y a Freud.
Ya veo que se ha convertido usted en el discípulo de nuestro amigo
Fliess: el sexo está en todas partes, incluso en la nariz.
Finge que se mete el dedo en la nariz, evidentemente por alusión al tic de Freud —que
por otra parte no se ha manifestado desde la víspera—■,pero que ha debido observar desde
hace tiempo. Freud no responde, intimidado por la ira de Breuer, pero frunce el ceño; no mira
a nadie; se calla, sombríoy encorvado hacia adelante mientras dura la reprimenda de Breuer.
B reuer : Sólo que en este caso, no tiene usted suerte. Hace un año y
medio que conozco a Cecily y que la visito dos veces al día, y ni uno
solo de sus gestos y palabras, ni siquiera en estado de hipnosis, ha re­
velado la menor preocupación carnal. Lo ignora todo sobre el amor
y no piensa en él jamás. Sólo le conozco una preocupación: socorrer
a los indigentes. E incluso le diría, ahora que lo pienso, que su desa­
rrollo sexual me parece un poco retrasado. Sin duda a causa de la
neurosis.
Se ríe con ira, frotándose las manos.
Ni un solo pretendiente. Ni siquiera el clásico primito. ¡Nadie! ¡Ja, ja!
¡Nadie! La carne duerme.
Mis queridos colegas, éstos son los peligros de la generalización.
Al cochero:
Pare aquí, Frantz.
FUcochero tira de las riendas y la calesa se detiene al borde de la acera.
Más afable, dirigiéndose a Freud:
Voy a visitar al anciano Dessoir, su estado me preocupa. Hasta la
vista, Fliess; hasta pronto, Freud.
Salta ágilmente de la calesa. Hace un gesto con la mano.
Frantz, lleve a los señores adonde ellos deseen.

(13)

Freud habla al cochero con voz natural.


F reu d : A la Facultad de Medicina.
Freud se dirige a Fliess sin mirarle:

171
Es la hora de mi clase. Venga conmigo.
La calesa se pone en movimiento. En ese momento Breuer está entrando en el edificio que
habla indicado. Fliess va a sentarse al lado de Freud (en el sitio que Breuer ha dejado). La
calesa sigue avanzando.
Freud, con los ojosfijos, dividido entre las reflexiones que le suscita el método catártico y el
resentimiento que experimenta por la conducta de Breuer hacia él, permanece silencioso e incli­
nado hacia adelante.
Al cabo de un momento, oye la voz grave y sarcástica de Fliess.
F liess (con una especie defuego): ¡Bravo!
Freud se vuelve sobresaltado y mira el rostro de Fliess, que sigue siendo terrorífico, pero
que quiere ser alentador.
(A la larga, nos daremos cuenta de que el rostro tan permanentemente hermoso y diabóli­
co de Fliess contiene algo de estático y ligeramente cómico por la constancia misma de su terro­
rífica belleza.)
F liess (repitiendo confuerza la fra se de Freud):
«Todas las neurosis tienen un origen sexual.»
Pues claro.
¡Bravo!
Freud, que no se esperaba ningunafelicitación, mira a Fliess con estupor. Responde con
una verdadera buenafe, y sobre todo con mucha timidez (a causa de la importancia misma de
la idea que se está discutiendo).
■ Ni siquiera sé por qué he dicho eso.
F reu d :
La idea me vino allí. En la habitación. Algo estaba en juego. Algo
sexual.
Bruscamente:
Breuer me horrorizaba. Su expresión era demasiado dulce... tan pa­
ternal...
Recuerda la escena y parece fascinado por ello. Está celoso.
La pequeña y él... eran una pareja.
Con una ironía discreta:
Quizá su método exija llegar a eso.
Con una especie de furor:
¡Ignorante! ¡Inocente! Se deja engañar.
¿Sabe usted lo que ella dijo en estado de hipnosis? «¡Eran putas!» ¡Y
con qué expresión!

172
Se tranquilizay toma una actitud tímiday profundamente socarrona. Mirando de soslayo
a Fliess:
Es una impresión dolorosa: nada más. Breuer tiene razón: no se pue­
de generalizar.
F liess : A l p rin cipio hay que generalizar.
Me fijé en Breuer; está celoso de su idea. Si usted no se defiende, lo
molerá a palos.
Freud se asusta y recobra el respeto que Breuer le inspira. Su rostro cambia.
F reud : Le d eb o tod o...

Fliess, tocándose lafrente:


F liess : Menos esto .
N o es su padre; n o tiene d erech o a rep rend erle.

Al oír «no es su padre», Freud hace una mueca casi imperceptible.


Repitiendo ta fra se de Freud:
«Todas las neurosis tienen un origen sexual.»
Estoy totalmente de acuerdo con usted.
F reud : N o ten g o ni el m ás p eq u eñ o indicio de u n a prueba.
F liess : Ya me lo imagino.

Freud le mira estupefacto.


Usted y yo somos de la misma especie.
La de los visionarios.
La calesa se detiene delante de la Facultad. Los estudiantes entran y salen sin cesar por
las enormes puertas abiertas de par en par.
Freudy Fliess bajan de la calesay cruzan el patio. Freud, seguido de Fliess, da un rodeo
para evitar a la gente y se dirige hacia una pequeña puerta lateral, evidentemente reservada
para los profesores. Mientras camina, le pregunta a Fliess sin mirarle.

F reud : ¿Quiénes son los visionarios?


F liess (con gran fuerza): Son las personas
que tienen ideas antes de
poseer los medios para verificarlas. Debe de haber en ellos unas
fuerzas ocultas.
Entran, avanzan por un pasillo y penetran, por una puerta baja, en una salita contigua
al gran anfiteatroy reservada para los profesores.
Está amueblada con una mesa, dos sillas, una biblioteca cerrada con cristalesy un peque­
ño lavabo, y encima de éste, un espejo salpicado de manchas rojizas.
Freud cierra la puerta con cuidado y con un gesto que debe parecer insólito da una vuelta
a la llave. Le dice a Fliess en voz casi baja:
F r eu d : U sted , usted es un visionario. Yo no. Sólo soy un mal inves­
tigador.
Fliess rechaza esta objeción con un ¡¡esto autoritario, imperioso.
F liess : A un v isio n ario se le reco n o ce en seguida.
F reud : ¿Por que?
1 ’liess : Por sus ojos.

Señalando los ojos de Freud:


Los suyos ven lejos, (lomo los míos. Freud, usted se ha puesto en
marcha. No deje que las timideces de Breuer le detengan, lodo es
sexualidad: desde los volcanes hasta las estrellas, pasando por los
animales y los hombres. F1 sexo: eso es lo que crea el mundo y lo
que lo dirige; la naturaleza es una exul>erante fecundidad.
Saca su reloj y ¡o mira.
Ya es la hora tic su clase.
Freud señala una puerta a Fliess.
F reud : Sí. Venga |x>r aquí. Tendrá un sitio en primera fila.
F liess : C on seg uiré establecer que el h om b re obed ece hasta en sus
m en ores gestos a los grandes ritm o s sexuales d el u n iverso.

Fliess se dirige hacia la puerta; con la mano en el picaporte, se vuelve:


Usted me ayudará, Freud. Usted me ayudará.
Sale. Freud, subyugado por un instante, se recobra. Abre la biblioteca y coge un gran vo­
lumen de anatomía; lo hojea y encuentra, entre dos páginas, algunas notas manuscritas. Con
ellas en la mano se dirige a su vez hacia la puerta, pero cambia de opinión, se acerca al lavabo
y durante un rato se mira los ojos, duros y brillantes, reflejados en el espejo.

(14)

LiL MARTES SIGUIENTE EN LA CONSULTA DE FREUD (tal


como la describimos al principio de esta segunda parte). Dora acaba de entrar.
Se quita el sombreroy lo coloca en una silla cerca del diván. El hacer este gesto, la obliga a
volverse hacia la ventana.

174
D ora:¡Anda!
Ya no está aquí.
Freud, sentado en su escritorio, termina de escribir. Levanta ta cabeza.
Freud inocentemente:
F reud : ¿Q ué?

Dora señala el sitio de la «silla eléctrica» que, en efecto, ha desaparecido.


D o r a : La máquina de los martirios.
F reud : M e im agin o que estará co n ten ta ¿no?
D o r a: N o.

Parece preocupada y mira por todas partes.


Cuando usted la ha quitado es porque ha encontrado algo mejor.
Freud se echa a reír. Ella le saca la lengua.
¡Torturador!
Después de pronunciar esas palabras, se dirige muy dignamente a desnudarse detrás del
biombo.
Freud se ha levantado. La detiene con una palabra.

F reud : N o .

Dora se queda inmóvil, estupefacta.


D o r a : ¿1 lo y n o hay m asajes?
F reud : No.

Dora, furiosa, da una patada en el suelo.


D o r a : Le he dicho que me sentaban muy bien. A usted lo único que
le gusta es llevarme la contraria.
Vuelve al diván y se sienta, desconsolada.
¡Fsto va muy mal, doctor!

Rompe en llanto.
¡Muy mal, muy mal!
F reu d : ¿Q ué pasa ahora?

Freud tiene una expresión divertida y misteriosa, como si preparara una buena jugada.
Escuchay toma nota de lo que ella dice, pero es evidente que, en lo profundo de su pensamiento,
está en otra parte.

175
D o r a (llorando): ¡Es h o rrib le! Y a n o puedo... e n tra r en una tienda.
F reud (medio en serio, medio en broma): Es una su erte para sus padres,
D o ra , porque es usted m uy gastadora.
D o ra (dando una patada en el suelo): No bromee. Detesto que lo haga.
Le estoy diciendo que me da miedo entrar en las tiendas.
Freud se acerca a ella.
¿Miedo? ¿Por qué?
F r eu d :
D ora: Nolo sé. Ayer tenía que hacer unas compras y me volví sin
comprar nada.
('.uando pon ía la m an o en el p icaporte de una p u erta, se m e encogía
el corazón y m e m archaba. T enía que m archarm e.
F re u d : ¿E s la p rim era vez que le pasa?
D o ra (con impaciencia): ¡Claro que no! ¡Me ha pasado cien veces!
F re u d : ¿Desde cuándo?
D o r a : Desde hace cuatro años.
F reu d : ¿P o r qué n o m e lo había usted con tad o?
D ora: Porque va y viene. Es algo que me pasa y me deja de pasar.
No pensé que podría interesarle.
F r eu d : Me interesa todo.
D o r a : Nadie lo creería al oírle reírse de mis desgracias.
Se levanta bruscamente.
No quiero que se rían de mí. Nunca más.
l'reud va hacia ella, le pone las manos sobre los hombros y la obliga a sentarse de nuevo.
F reu d : Cuando quiere usted entrar en una tienda ¿le da miedo que
se rían de usted? ¿Eso es lo que la detiene?
D o r a : Sí.
I reud: ¿Sucedió eso alguna vez?
D o r a : ¿Que se rieran de mí? Naturalmente; todavía oigo sus risas.
F reud : ¿Las risas de quién?
D o r a : Eran varios. Unos dependientes. Fue culpa mía. Yo tenía
quince años y mi madre había salido. Me puse uno de sus vestidos y
me pinté los labios.
F reu d : ¿Y qué más?

Dora remeda irónicamente su actitud de entonces.


D o r a : E so es tod o. M e creía guapísim a. U n a g ra n señora. E n tré en
una co n fitería p ara co m p ra r caram elos.
F reud : Y los dependientes se rieron de usted.
D o r a : ¡Se lo puede imaginar! ¡Con esa facha!

Esconde la cara entre las manos. Con un tono sinceroy trágico:


¡Me doy horror!
Freud le separa las manos con dulzura.
F reud : ¿Porque se disfrazó usted de señora?
Dora lo mira.
¿A los quince años?
D o r a (confirm eza): Sí.
F reud : E so no tiene ninguna importancia, Dora.
D o r a : No.
Dora se ha dado cuenta ella misma de que el motivo invocado no era suficiente. Parece es­
tupefacta. Con un asombro preocupado:
No, evidentemente.
Una pausa. Freud se pasea por la consulta. Caminayfum a mientras habla.
F reud : Tenía usted razón, Dora. El doctor Breuer trata a una de sus
pacientes con el hipnotismo.
D o r a : ¿Lo ve usted?

Dora cambia defisonomía; se levanta muy contenta de haber tenido razón.


Usted siempre empieza por decirme que miento.
Freud vuelve hacia ella.
F reud (sin hacer caso de la interrupción): Los resultados son exce­
lentes.
Habla con dulzura, pero su mirada resulta inquietante.
Es un método nuevo.
Dora hace un movimiento de retroceso y, de resultas, cae sentada en el diván.
D o ra (con ansiedad): No quiero.
Freud se acerca más a ella. La domina desde toda su estatura.
F reud : ¿Qué es lo que no quiere, Dora?
D o r a : N o q u iero que m e h ip n oticen.
F reud (fingiendo asombro): E l o tro día lo exigía usted m ism a.

177
Dora se desliza hacia un lado, se levanta bruscamente e intenta marcharse. Freud la re­
tiene.
D o ra: Parece que se vuelve uno loco con eso, que da dolores de ca­
beza y que se dice cualquier cosa cuando se está dormido.
F r e u d : ¡O h , no! Cualquier cosa no.

I.a lleva de nuevo al diván.


Usted sabe que yo quiero curarla.
D ora: Y o no sé nada. Para usted sólo soy un juguete. Le sirvo para
sus experimentos exactamente igual que una pobre rana.
Permite que 1'retid la siente en el diván.
No me siento bien. Empezaremos la próxima vez.
Ireud se ha inclinado sobre ella. La empuja ligeramente por los hombros fiara obligarla a
tenderse. Dora lo mira con una expresión provocativa y temerosa al mismo tiempo.
¿Eso le agradaría?
I reud sonríe sin responder.
Con una especie de abandono quejumbroso.
Pues bien, coja a su pobre rana; quítele el cerebro si eso puede servir
a la ciencia.
Cede a la presión de las manos de Ireud y se tiende sobre el diván.

(15)

EN El.COMEDOR DE IREUD. La doncella está poniendo la mesa, lintra


Martha.
M a r t h a : T res cu b iertos, M inna. El d o c to r Fliess se queda a cenar.
M ín n a : B ien, señora.
M a r t h a : ¿El señor sigue en su consulta?
M in n a : Sí, señora.
M a r t h a : ¿Con la señorita Dora?

La doncella asiente con la cabeza.


M a r t h a : L o que d u ra eso.

De pronto, Martha ve, colgado en la pared, el grabado que representa a Amilcar j


Aníbal.

178
¡Oh!
La doncella, que estaba inclinada sobre el cajón del armario, levanta la cabera.
El grabado. No estaba ahí. ¿Quién lo ha vuelto a poner?
La doncella mira el grabado sin comprender el nerviosismo de su señora.
Minna: Ha sido el señor. Me pidió el taburete justo después de co­
mer.
Martha mira el grabado con ira.
M arth a (con una voz voluntariamente inexpresiva): Bien, bien, bien.
Perfecto.
Ya tranquila, sigue mirando, sin que ningún gesto revele su emoción, pero sus ojos están
llenos de lágrimas.
( Carcajadas en «off».)
(De varias personas.)

( 16)

Las carcajadas empiezan con el plano de Martha mirando el grabado.


Una confitería. Unos dependientes (tres muchachos detrás de unos mostradores cargados
de tarros de caramelos) se están riendo a carcajadas.
Uno de ellos se retuerce de risa, el otro se golpea los muslos. Sus gestos, en si mismos, no
serían en absoluto exagerados si, por ejemplo, los dependientes se encontraran en una reunión
dejóvenes y se estuvieran burlando de uno de sus compañeros.
Voz e n « o f f » d e D o r a (dominando las risas): Ya le he dicho que se
estaban riendo. Eso es todo.
Lo único extraño procede de la situación. Una mujer de unos cincuenta años, de aspecto
imponente y severo —evidentemente la patrona— los mira, sin compartir su hilaridad, pero
sin condenarla.
Toda esta escena sin importancia es contemplada por uña persona invisible de estatura
bastante alta (Dora tiene quince años).
F re u d : ¿C on u n a risa b u rlo n a ? ¿In solen te?

Los jóvenes dependientes continúan risueños, pero ya no se les oye. Aquí también la cosa
puedey debe parecer normal; sencillamente, se han tranquilizado.
D ora: Peor. Me daba miedo.

179
La patrona, que sigue muy seria entre dos tarros, se ha vuelto hacia Dora ( ’.s decir, hacia
el objetivo) y la mira. No se ríe pero, sin embargo, se oye una risa que parece venir de ella.
Es una risa (en «off») extraña, un poco jadeante, casi bobalicona, con un ligerisimo tem­
blor. Es la risa nn u n a s o l a p i : r .\ o n a .
Voz en de F reud (simultánea a la risa): ¿Miedo o vergüenza?
« off »
D ora en « o f f » ): Las dos cosas.
(v o z
F reu d : ¿Por qué le daba miedo?
Una risa no tiene nada de terrible.
D o r a : Pista sí.

Los mostradores se levantan bruscamente como si los estuviera contemplando una persona
de muy baja estatura (un enano o un niño). Los dependientes han desaparecido.
La cámara (como una mirada inquieta) se vuelve hacia la puerta (que también se ve des­
de muy abajo) y este movimiento nos permite descubrir que la tienda ha cambiado de aspecto.
Sigue siendo una confitería, pero más pequeña, más sombríay más pobre.
La mirada de la cámara vuelve a inmovilizarse ev el lugar de donde sale la risa. Entre
dos grandes tarros de caramelos, aparece la cabeza de un anciano (calvoy con un vulgar bigote
blanco): es él quien se está riendo. Quiere inspirar confianza. Su boca sonríe y trata de parecer
bondadoso. Pero sus ojos fijos —que miran hacia la cámara—- tienen la expresión de un ma­
niaco y le dan un aspecto inquietante, cruel y casi malvado.

D ora: Y o tenía seis años. HI viejo decía que quería darme un cara­
melo.
El viejo da la vuelta al mostrador.
listaba paralizada. Dio la vuelta al mostrador.
De pronto, todos los ruidos resurgen: los pasos del anciano, su respiración algojadeante, el
ruido que produce al chocar con un tarro al pasar, y para terminar su voz.
Hl viejo : ¿Tienes miedo? ¿Tienes miedo? ¡Qué tonta eres! ¿Tienes
miedo de un viejo y bondadoso abuelito?
Mientras habla, sale de detrás del mostrador y se dirige al lugar donde se encuentra
Dora.

Te daré caramelos. Todos los que quieras. Un cucurucho lleno.


Se agacha hacia la invisible Dora.
(Grito de terror de un niño [«off»].)
Voz en « off » de F r eu d : ¡Dora! ¡Dora! ¡Despierte! ¡Se acabó!
La escena se inmoviliza; el viejo permanece en la misma posición: los brazas tendidos y
arrodillándose. Es unafotografía.

180
¡Despierte! Le ordeno que se despierte.
La escena desaparece. En la consulta del doctor Freud: Dora al abrir los ojos ve a Freud
inclinado sobre ella.
D o r a (con un profundo alivio): ¡Es usted! ¡Es usted!
¿Qué me ha sucedido?
F reud : Me ha contado un recuerdo. Tenía usted seis años y entró en
una tienda...
Freud se levanta. Dora se incorpora.
D ora (interrumpiéndole): ¡Cállese! (Una pausa.) Me acuerdo de todo.
El se reía...
Se sientan los dosfrente afrente. Ella en el divány él en una silla.
F reud : ¿L o había olvid a d o ?
D ora (enérgicamente): Por supuesto que lo había olvidado. ¡No pensa­
ría usted que me iba a acordar de esa... porquería!
F reud : Y la otra historia ¿es verdadera?
Ella lo mira asombrada.
La que le sucedió a usted a los quince años. Los dependientes que se
reían...
D o r a : También es verdadera.
F reud : ¿Y es la que usted recordaba?
D o r a : Sí, porque la otra es demasiado...

Cesto como rechazando e l recuerdo.


F reud : ¿Pero era la otra la que tenía importancia?
D o r a : Quizá. No lo sé. Cuando pensaba en los dependientes oía la
risa del viejo.
Un silencio.
F re u d : Venga.
Va hacia la ventanay la abre. Dora le sigue.
F re u d : V a 'u ste d a h acerm e un regalo.

Le señala una tienda.


Cuando salga de aquí, entrará usted en esa tienda y me comprará
unos cigarros.
Me los traerá usted el lunes a las cinco.

181
LA CALLE, CINCO MINUTOS DESPUES

Dora ante la tienda. Pasa por delante del escaparate, se acerca a la puerta, duda un poco,
se vuelve y mira el edificio (del otro lado de la calzada) donde se encuentra el piso de Freud.
Freud sigue en la ventana. Dora le sonríe y entra en la tienda.

(17)

KN KLSALON DI i LOS LRHUD

Fliess, Freud y Martha están sentados en unos sillones alrededor de una mesa con licores.
Freud no bebe. I'iiess sostiene en sus manos, calentándolo con ellas, un pequeño vaso. De vez en
cuando, bebe con evidente sensualidad. I'reud lo mira risueño. Martha se muestra muy amable
pero con un algo un poco forzado en su tono y en sus modales.
i'reud mete la mano en el bolsillo de su chaqueta para sacar su cigarrera. Cambia de opi­
nión, saca la mano del bolsillo )' la coloca sobre la mesa, con una expresión infantil de falsa ino­
cencia.
Martha, que lo ha visto con el rabillo del ojo, se echa a reír.
Martha: Doctor i 'iiess, mire a mi marido y fíjese que cara más com­
pungida tiene.
Fliess vuelve hacia Ireud sus grandes y asombrados ojos.
En efecto. ¿Pero por qué?
F liess :
M arth a: Porque no se atreve a fumar delante de usted.
I'reud se ríe a su vez,feliz J complaciente.
¡Caramba, es verdad! Bien dicho, Martha. Me da miedo que
F reu d :
me regañen.
Fliess sonríe con cierta fatuidad; en el fondo de sí mismo encuentra la cosa completamente
natural.
Martha está un poco irritada al ver la admiración rayana en el temor que Freud siente
por Fliess.
F liess : Me alegro, señora. El miedo es saludable.
Martha,, con los ojos brillantes defalsa alegría y con cierto sadismo:
M arth a: Es la primera vez...
Le felicito.
Si usted pudiera valerse de su influencia para prohibirle fumar...

182
F liess : Pero señora, no olvide que soy su alumno.
Freud ríe francamente; le divierte mucho que ese hombre superior haya venido de Berlín
para asistir a sus clases.
(Gravemente): Le prohibiré el tabaco cuando tenga la certeza de que
me obedecerá.
Deja sobre el velador su vaso vacío. Martha se levanta para servirle coñac.
Sólo una gota. Gracias, mi querida señora.
Coge el vaso. El reloj que está sobre la chimenea da las horas. Se vuelve a mirarlo: son las
once.
Se hace tarde. Ya saben que trabajo principalmente por la noche.
F reud : Como yo.

Un silencio. Martha se ha vuelto a sentar; Fliess bebe a sorbos, con los ojos entornados.
Freud se atreve, al fin, aformular la pregunta que evidentemente le está atormentando desde el
principio de la velada.
F reud : ¿1 la vuelto usted a ver a Cecily?
F liess : lis ta m añ an a le exam in é la garganta.
F reud : ¿Breuer estaba presente?
F liess : Por supuesto.
Yo creía que ya no iba a visitarla.
F riíud :
Va todos los días. El dice que está completamente curada,
F liess :
pero yo no estoy muy convencido de ello.
Bebe un sorbo.
Ni mucho menos.
Bebe un sorbo.
Desde luego la garganta está irritada, pero es a causa de la tos.
Mucho me extrañaría que no se tratara de un síntoma histérico.
Martha se calla pero está enfadada; no le gusta que se hable mal de Breuer. Sus ojos in­
quietos van de Fliess a Freud.
F reud : ¿N o le ha v u e lto a h ab lar de m i... hipótesis?
F liess : No'ha dicho ni una palabra sobre ella; se podría
creer que la
ha olvidado. Esta mañana me hablaba de la nieve, del armiño y de
otras cosas además, todas ellas a cual más blanca.
Fliess habla con ironíay con voz secaj desagradable.

183
F re u d : ¿A propósito de Cecily?
F liess : Sí. Freud, debería usted explicarse francamente con él.
El rostro de Freud se ensombrece. Además, le disgusta la animosidad de Fliess hacia
Breuer. Trata de defenderle.
F reud: Me resulta muy violento. Siempre le he considerado mi
maestro. Usted sabe que es un hombre de valía.
F liess : ¡Por supuesto! ¡Por supuesto!

Fliess ni siquiera intenta disimular que se muestra de acuerdo por pura cortesía.
Mucho me temo que esté cometiendo un grave error de diagnóstico.
Con un ligero e involuntario tono cómico de conspirador.
K1 caso es totalmente claro; usted y yo sabemos de qué se trata, pero
él parece tan seguro de sí mismo... está convencido de que cono­
ce a su enferma a fondo.
Con una velada autoridad:
Dígale que quiere verla de nuevo.
F re u d : ¡Oh! No, no tenemos unas relaciones de... tanta confianza.
l.o tomaría muy mal.
El interés de Fliess decae inmediatamente.
F liess (con indiferencia): ¡Lástima!
Se levanta bruscamente, muy prusiano, muy rígido. A Martha:
Ya es la hora. Le ruego que me disculpe, señora.
Taconazo, besamanos.
A continuación, Freud le dice, afectuoso y casi tierno.
F r eu d : 1lasta mañana, Fliess.

( 18)

El mismo salón algunos minutos después. La criada ordena la alacena de los licoresy re­
coge los vasos. Una nube de humoflota por encima de ella.
Voz en « off » de M a r t h a : No me gusta tu Fliess.
Voz en « off » de F reud : ¡Bah!

Lo vemos sentado en un sillón; por primera vez desde el principio de la película —y tam-

184
bien por última— parece relajado e incluso en actitud de abandono. Se ha recostado en el
sillón, con las piernas estiradas; se ha quitado la corbata y desabrochado el cuello duro. Está
fumándose un agarro plácidamente.
Con voz conciliadora y sin la menor intención de herir a Martha:
Dices eso porque te ha visto llorar.
Martha está de pie; mira a la criada con intención.
M a r t h a (muy deprisa): Está bien, Minna. Ya lavará los platos maña­
na por la mañana. Váyase a dormir.
Im criada mira a Freud extasiada.
(Nerviosa): ¿Me oye?
La criada desaparece.
Esa chica me pone nerviosa. Te mira con ojos de cordero degollado.
Apuesto a que está enamorada de ti.
Freud se limita a encogerse de hombros; le tienen sin cuidado los sentimientos de la criada.
Expulsa una bocanada de humo, hace un «aro» y se entretiene siguiéndolo con los ojos.
Te digo que no le gusta Breuer. Eso se nota.
F reu d : ¿A quién?
M a r t h a : A ese Fliess. M e da miedo. Delante de él te comportas
como un niño pequeño.
Trata de herirlo, esperando una reacción de orgullo. Freud sonríe amablemente.
F reu d : Pues sí, Martha, como un niño pequeño.
Martha camina de un lado a otro, nerviosa.
M a r t h a : M e p re g u n to qué le en cu entras.
F rf.ud : ¿Y si te sentaras un rato? Ven a mi lado.
Ella le sonríe ligeramentey se sienta en el brazo de su sillón.
M arth a (volviendo a su pregunta): ¿Y bien?
F reud : Nada, tú ya lo has visto. Es un hombre.
M a r t h a : ,¿Y B reu e r n o lo es?
F reud : Breuer es un vienés. Inteligente, agudo, pero escéptico.
(Con una especie de respeto): Fliess es un prusiano.
M a r t h a : Y tiene todo el aspecto. Más tieso que un ajo...
F reud : Tieso pero duro. Un militar. Ya has visto sus ojos.
M a r t h a : Sí.

185
F reud : Nunca los he visto más hermosos. (Con convicción, pero también
con malicia): Deberías haberte casado con él.
M a r t h a : ¡Qué horror!
F reu d : Tendrías un marido viril, fuerte y fascinante.

Martha se inclina sobre él, medio burlona, medio tierna, y le acaricia la barba.

M arth a: F,1 que tengo m e fascina más, cuando se lo propone. Para


mí, tiene los ojos más hermosos del mundo. Cuando se digne mirar a
I'iiess de frente, los grandes ojos de éste estallarán como el cristal.
I'reud le sonríe pero ni siquiera parece comprender esta tímida exhortación a que sea
consciente de su propia valia.
Frkiid: Fstás loca... Mira, Fliess... es un aventurero.
Marth a: ¿Y tú en cu en tras eso bien?
Freud: Sí, sin aventureros no hay ciencia. F1 mundo les pertenece.
Quizás me dé la fuerza de convertirme en uno de ellos.
//d terminado su cigarro. Martha abre las ventanos.
Marth a: Ni siquiera es capaz de impedirte que fumes. Fste salón
apesta.
I'reud se levanta.
F reud : I lasta ahora.
M artha: No t r a b a j e s d u r a n t e m u c h o tie m p o .

I'reud la besa en la frente. Hila añade con indiferencia.


¿Qué ha pasado con Dora? Se ha quedado casi una hora.
¡•’reud se encoge de hombros sin responder.
¿La has hipnotizado?
Sí.
F reu d :

Irónicoy algo celoso (mientras que todas las alusiones a Fliess le dejaban insensible):
Deberías estar contenta: es el método de tu Breuer.
M a r t h a : Si estás aplicando su método ¿por qué dice Fliess que no
estás de acuerdo con él?
F reud (sonriendo): Se trata de un detalle. Una tontería.

Va a marcharse, pero Martha lo retiene con dulzura.


M arth a: ¿Y Dora?

186
Freud le responde —un poco de mala gana, aunque sigue sonriendo.
F reud : ¿E h?
M a r t h a : ¿E l m étod o le sienta bien?
F reu d : Habrá que verlo.
M a r t h a : ¿Qué efectos produce eso?
F reud (ambiguo): Y a verem o s, ya verem os.

Freud la aparta suavemente y se dirige hacia la puerta. En el momento en que pone la


mano sobre el picaporte, Martha, temerosa de que se vaya sin haberle dicho toda, deja escapar
el verdadero motivo de su inquietud.
M a r t h a : E sta ta rd e he v isto a tu m adre.

Freud se vuelve bruscamente. Su rostro se ha endurecido. Parece inquieto y escucha con


atención.
¿Sabías que tu padre no está nada bien?
Freud la mirafijamente, sin hablar ni cambiar de expresión.
Ultimamente le haces muy poco caso.
l'reud tuerce la cara con una mueca desagradable. No está aún irritado pero, por prime­
ra vez en esta escena, recobra el sombrío y tenso rostro que le conocemos desde el principio de la
segunda parte.
F reud (tenso): ¿Yo? ¿Quién lo ha dicho? ¿Mamá?
M a r t h a : T u madre, sí. Pero yo lo pensaba desde hacía tiempo.
F reu d : ¿Q ué te ha dicho?

Freud baja los ojos en actitud culpable.


M a r t h a : Ha dicho: «Yo sigo viendo a mi hijo porque tengo piernas
y puedo venir aquí, pero papá ya no puede levantarse de su sillón y
hace más de un mes que Sigmund no ha ido a verlo.»

Freud dice ■—muy deprisa— como un niño amonestado que jura no volver afaltar para
que le dejen en paz;
F reu d : Iré a casa de m is p adres m añ an a p o r la m añana. T e lo p ro ­
m eto.

Se dispone Asalir, pero Martha cruza rápidamente la sala y se coloca entre la puerta y él.
M a r t h a : T u m ad re n o tien e con fian za en el m édico que lo atiende.

Freud, con voz serenay segura, que disimula una creciente irritación:

187
F r eu d : E s un médico de primer orden. Los parientes de los enfer­
mos no confían nunca en nosotros.
M a r t h a : Atiéndelo tú.
F reud : ¿Atender a quién? ¿A mi padre?
M a r t h a : ¿Por qué no? Tú fuiste quien le operó cuando tenía glau-
coma.
F reud : N o es lo mismo... Birnenschatz lo atiende desde hace seis
años; no se le roba la clientela a un colega.
Martha, muy seca y hablando muy deprisa (se nota su amistad por Breuer y al mismo
tiempo una sombra de celos).
M arth a: ¡Sin embargo, tú estás tratando de robarle a Breuer la
suya!
F r eu d : ¿ Y o ?
Marth a: Sí, Cecily; Fliess te incita a robársela.
F reud: No has comprendido nada.
lilla quiere hablar pero él la interrumpe. Muy deprisa.
Tengo trabajo, Martha. Mañana por la mañana iré a ver a mi padre y
te prometo que lo examinaré. Hasta ahora.
¡M besa en lafrente con prisa y sale.
Martha permanece inmóvil, insegura, y se adivina que presiente vagamente las desgracias
que amenazan su hogar.

( 19)

LAS DOS DE LA MADRUGADA

En su consulta, Freud escribe, sentado ante su escritorio. Se ha quitado la chaqueta y el


cuello, pero no el chaleco.
Voz en «OFF» de F reud (escribiendo): Las neurosis son mecanismos
patológicos de defensa contra un recuerdo intolerable que quiere im­
ponerse en la consciencia. Los síntomas neuróticos tienen por finali­
dad encubrir ese recuerdo. El enfermo se aferra a los síntomas deli­
rantes y ama su delirio como se ama a sí mismo. Pero si se consigue
que descubra lo que se está ocultando y ve a plena luz la escena olvi­
dada, la represión resulta inútil y el síntoma desaparece. Las repre­
sentaciones de origen sexual...

188
Se interrumpe, parece buscary deja de escribir.
Su trabajo nocturno ha terminado. Se siente demasiado cansado para proseguirlo. Abre
un cajóny guarda cuidadosamente su manuscrito en él; coge una llave del bolsillo de su chaque­
ta, cierra el cajón con ellay la mete de nuevo en el bolsillo.
Se levanta, va hacia ¡a ventana y acodándose en el balcón, mira el cielo. Luego, baja los
ojos. En la calle, delante de la tienda donde Dora entró, una prostituta hace la carrera. Freud
la vey cierra la ventana casi inmediatamente (sin prisa ni emoción, sin que nada indique que
la presencia de esa mujerzuela sea la causa de su gesto).
En la calle, la prostituta levanta maquinalmente la cabezay ve que se cierra la ventanay
luego se apaga la luz. Continúa su marcha con indiferencia.
La habitación de Freud. Martha está acostada y dormida. Freud, en camisón, se dirige
hacia la cama. Lleva un candelabro con una vela encendida en la mano derecha, y con la iz­
quierda tapa la llama para no despertar a su mujer. (Martha ocupa el lado izquierdo —con
relación al espectador— de la cama de matrimonio.)
Freud sopla la velay se desliza en el lado derecho. Martha se queja un poco en sueñosy se
aparta más hacia la izquierda. Freud da vueltas en la cama (podemos distinguir sus movi­
mientos en la penumbray la cama chirría). Luego, se queda inmóvil, acostado boca arriba.
En la calle, la prostituta continúa su paseo incansablemente. Pasa un coche de alquiler
(calesa descubierta). Un hombre corpulento, de unos cincuenta años (flor en el ojal) da una or­
den al cochero.
(Ruido en «off» de una voz inteligible.)
El coche se para ante la prostituta. El hombre le sonríe. Ella duday luego sube. El coche
arranca y se aleja. Ahora, la calle está desierta.
Un compartimento de tren. Tercera clase. Freud está sentado, vestido de enfermero (bata
y garro blanco). Tiene un aspecto joven y sumiso. Frente a él, recostado en el asiento, un ancia­
no muy bien vestido.
Su pierna izquierda está extendida sobre el asiento, con el pie envuelto en algodón y ven­
das (es enorme, como el pie de un gotoso). La otra pierna está medio extendida pero con el pie
(normal y calzado con un botín negro) apoyado en el suelo del compartimento.
Tiene el rostro de Breuer, pero con el peloy la barba blancos. La boca abiertay la mandí­
bula inferior colgando. Es evidente que el anciano está chocho. Ni una maleta en la redecilla.
La puerta que da al pasillo está cerraday las cortinas echadas.
Si el marco de la escena parece de carácter onírico, es únicamente porque resulta demasia­
do nítido, iluminado por una luz blancay cruda con un algo imperceptiblemente abstracto que
procede de su extrema p u r e z a y d e la ausencia, muy acusada, de todos los accesorios pro­
pios de un viaje en tren.
Freud y el anciano permanecen durante un momento silenciosos e inmóviles; podría pen­
sarse que se está contemplando unafotografía si no se distinguiera, por la ventana, un desfile de
formas imprecisas, que revelan la velocidad del tren.
De pronto, Breuer se echa a reír. Su risa es exactamente igual que la del vendedor de ca­
ramelos (en el relato de Dora). Freud sigue totalmente inmóvil. Breuer se tranquiliza. Vuelve
los ojos hacia Freudy dicefarfullando:

189
B reuer :... quisiera... caram elos.

Freud le responde con una voz completamente infantil (un muchacho de doce años).
F reud : Sí, papá.
Se vuelve hacia la derecha y vemos, al mismo tiempo que él, un bacín (forma clásica, de
cristal) lleno de caramelos. Foco más o menos, su forma —perfectamente identificable— se
parece a uno de los tarros que vimos durante el relato de Dora y contiene los mismos caramelos.
(Solícitamente): Espera un segundo.
Se levanta, coge el bacín, se asoma a la ventanilla abierta y lo vacía en el exterior.
Afuera, todas las formas han desaparecido; se diría que el tren avanza envuelto en la
bruma (de hecho, es siempre el mismo esquema: Freud no / .i/ .-k ,/ .y . i. en su sueño, un pai
saje exterior. Fn los sueños que reproducimos aquí, únicamente se verán los accesorios indis­
pensables. )' aún más: el que sueña ¡os va descubriendo a medida que tos necesita).
Cuando el tarro está completamente vacio, Freud se vuelve hacia el anciano enfermo y se lo
presenta como un bacín.
¡Ancla!
Se queda estupefacto.
)" vemos, un instante después que él, que el anciano ha desaparecido. Un su lugar, sentado
rígidamente frente a Freud y con un casco terminado en punta, aparece Fliess, vestido de oficial
prusiano y apoyando las manos en la empuñadura de su sable.
F liess : Que los viejos ent¡erren a los viejos. Y que los muertos cui­
den de los muertos.
(Imperioso y solemne): ¡( )cúpate de ( '.ecily, cabo!
F reud :Bien, mi comandante.

POR LA MAÑANA, EN LA IIABITACION DE FREUD

Martha está aún en la cama. Las ventanas y las persianas están abiertas. Im chaqueta
de Freud está en el respaldo de una silla.
Se oye la voz de Freud que está terminando de arreglarse en el cuarto de baño.
Voz en « off » DE F reud (empalmando con la última réplica): Vendré a
almorzar.
Martha, adormilada, entreabre los ojos.
M arth a: ¿Vas a ir a casa de tu padre?
F r eu d : Más tard e, si ten g o tiem po.
Entra en la habitación en mangas de camisay se pone la chaqueta.
M a r t h a : ¡Son las siete de la m añ an a, Sigmund! Si no es para ir a
casa de tu padre, no comprendo por qué te levantas tan temprano.
Freud ya se ha puesto la chaqueta. Se acerca a la cama y besa a Martha en las dos
mejillas.
F rkud :Tengo que hablar con Breuer. Quiero pescarle en su casa an­
tes de que se vaya a hacer sus visitas.
Llega a la puerta.
M a r t h a : M e habías p ro m etid o exa m in a r a tu padre.
I-'reud(sonriendo pero categórico): De todos modos, no voy a atenderle
yo mismo. Le respeto demasiado para convertirme en su enfermero.
Sale. Martha —que se ha incorporado— permanece sentada un momento y luego, con una
especie de resignación desconsolada, se deja caer de nuevo hacia atrás, cierra los ojos, pero al
molestarle la luz del día, termina escondiendo la cabezfl bajo las mantas.

(20 )

EN EL COMEDOR DE LOS BREUER,


ALGUNOS MINUTOS MAS TARDE

Breuer está sentado enfrente de Mathilde. Está preparado para salir —como siempre,
majestuoso y bien arreglado. Mathilde lleva un vestido de casa.
Están desayunando: café y pan tostado. Mathilde mira a Breuer fijamente con una mezfla
de resentimientoy de amor. Trata en vano de llamar la atención de su marido.
Breuer está ausente, con la mirada fija, sumido en una meditación silenciosa. Mira la
hora (en su reloj, que ha sacado del bolsillo del chaleco donde lo guarda de nuevo inmediata­
mente), duda un instante y luego, casi maquinalmente, coge la gran cafetera de porcelana que
está en medio de la mesay se sirve una última taya de café.
Mathilde se sobresalta.
M a t h il d e : Me podrías haber preguntado si me apetecía.
Breuer le sonríe afectuosamente, un poco avergonzado.
BREUER:'Discúlpame, estaba distraído.

Se inclina por encima de la mesa para servir el café a Mathilde, pero ésta pone la mano
sobre su taza.
M a t h il d e : N o q u iero, gracias.

19 1
Breuer deja la cafetera encima de la mesa con un poco de despecho.
B reuer : ¿Qué te pasa?
M a t h il d e : ¿Y a ti?

Mathilde mira a Breuer, que sostiene su mirada. Parece molesto.


Tú, que eres la cortesía personificada, te sirves en mi presencia como
si yo no existiera.
No pareces tú mismo.
B r e u e r (tratando de sonreír): No irás a condenarme por un simple ol­
vido.
M a t h i ld e : ¡Sí! Porque es a mf a quien quieres olvidar.
B r e u e r (sinceramente indignado): ¡Estás loca!
M a t h i l d e (con una ironía muy dura): ¡C)h! ¡Desde luego no me deseas
la muerte! Pero si yo fuera muy muy feliz en cualquier lugar, menos
donde tú estás... ¡te convendría mucho!
B r e u e r (irritado): ¡Mathilde!

Un criado abre la puerta de cristales.


E l c r ia d o : til d o c to r i reu d p regu n ta si los señ ores pueden reci­
birle.
B reuer (encantado de poder escapar de una explicación borrascosa): ¡Por su­
puesto! Que entre.

Mathilde está muy disgustada pero se domina en seguida y sonríe alegremente.


I'reud entra. Breuer se levanta y le invita solícitamente a sentarse. Mathilde le tiende la
mano con una sonrisa coqueta yfeliz,
M at h il d e : T o m a rá un café ¿no?
(A l criado): Una taza para el señor Freud.
Freud coge la mano de Mathilde y se la lleva a los labios, pero ya Breuer le ha cogido por
los hombros y sentado en una silla.
Freud —que entró con paso decidido— parece muy asombrado de ser el objeto de esas
efusivas demostraciones.
El criado ha puesto una taza delante de Freud y Breuer le sirve café.
B reuer :Me alegra verle, Freud. Y tan temprano; va a ser un día
afortunado.
Freud, para detener a Breuer que le está llenando la taza hasta el borde:
F reud (muy deprisa): ¡Gracias! ¡Gracias!

192
Breuer deja la cafeteray mira a Freud alegremente.
B re u er : ¡Q ué buena cara!

Se vuelve hacia Mathilde.


¿No crees que tiene buen aspecto?
M a t h i l d e (mintiendo): Nunca le he visto mejor. Martha le cuida
bien, Freud. Espero que aprecie su suerte.
F r e u d (afectuoso pero algo asombrado): Breuer tiene también muy buen
aspecto.
M a t h i l d e (riéndose con una alegría un poco exagerada): ¡Ah, sí! ¡Todo el
mundo tiene buen aspecto! Joseph está como una rosa.
Sólo que él no sabe apreciar su suerte.
Breuer, al ver que la conversación amenaz/i con tomar mal cariz, se apresura a cambiar
de tema.
B reuer : ¿Quería usted hablar conmigo?
M a t h il d e : ¡Vamos! Espera un momento, ¡déjale tomarse el café!
A Freud:
Tómeselo tranquilamente, Freud.
(Freud quiere hablar):
¡Tómeselo!
Freud, nervioso, se toma la taz# entera. La deja sobre la mesa y dice con un tono un poco
demasiado ceremonioso que disimula la avidez de su deseo:
F r e u d : Vengo a pedirle un favor.
B r e u e r (alegremente): ¡Concedido de antemano!
F re u d : Lléveme a casa de Cecily.
Un silencio. Mathilde palidece. Mira a Breuer con ojos llenos de rabiay aprieta los la­
bios. Breuer parece azoradoyfurioso. Porfin responde, mirándose las uñas.
B re u e r (con un tono que la turbación convierte en casi desagradable): ¡Pero
si ya no he vuelto a verla! ¡Está curada!
Freud parece sorprendidoy responde con aire ingenuo —sin que podamos estar completa­
mente seguros de que no es consciente de estar metiendo la pata— con ese tono muy particular
de los indiscretos: mezcla de inspiracióny de mala idea:
F r e u d : ¿Cómo? Pero si Fliess me ha dicho que ha ido usted...
M a t h i l d e (con tono brusco y apresurado): ¿A su casa? ¿Cuándo?
F r e u d (reamando inocencia): Ayer, sin ir más lejos.

7 193
Mathilde, loca de rabia, se vuelve hacia Breuer.
M a t h il d e : ¡Me has mentido!
Breuer estáfurioso contra Freud, pero sobre todo parece muyfastidiado.
B re u e r (protesta sincera pero poco enérgica): ¡Vamos, Mathilde!
Mathilde no cede.
M a t h i l d e (torrente de palabras): Usted que la ha visto Freud, podrá
decírmelo: ¿qué tiene esa mujer que me ha robado a mi marido?

Ahora le toca a Freud, que está aterrado, bajar la cabeza con cara de calamidad. Desde
luego no contaba con que fuera a desencadenarse esta violencia.
B r e u e r (con un poco más de autoridad): ¡M athilde!
M a t h i l d e (muy deprisa; sigue furiosa): ¡Me lo ha
robado! El se aburre
conmigo y sólo piensa en ella; ya no estamos nunca solos, esa mu­
chacha está entre los dos. ¡Todo el tiempo! ¡Todo el tiempo!
Esta explosión de furor ha transformado a Mathilde; parece mayor, pero lo peor de todo:
su encanto ha dado paso a una violencia casi vulgar. Habla sin ni siquiera saber lo que está
diciendo, y a pesar de que su sufrimiento es auténtico, la exageración da a sus palabras cierto
matiz, cómico.
Pero te prevengo, Joseph, no conseguirás nada de mí. Ni divorcio,
ni separación de cuerpos. Tendrás que matarme, es muy sencillo ¡y
me pregunto si no terminarás haciéndolo! Usted es testigo, Freud,
usted me está oyendo: su amigo acabará matándome.

Breuer se queda atónito al descubrir los celos de Mathilde y, mientras ella habla, él la
mira como si la viera por primera vez.
Mathilde lo mira también, roja de ira. Freud aprovecha ese momento de silencio, durante
el cual ni Breuer ni Mathilde se ocupan de él, para tratar de desaparecer «a lafrancesa».
Empuja despacio la silla, se levanta sin hacer ruidoy da unos pasos hacia la puerta. Pero
Breuer, recobrando su autoridad, lo deja clavado en su sitio llamándole en tono imperioso.
B reuer : ¡Freud!
De nuevo muy amable:
Por favor, vuelva a sentarse.
Mirando a Mathilde con severidad:
Siento mucho que Mathilde haya juzgado conveniente darle este la­
mentable espectáculo.

19 4
Freud vuelve, muy violento, pero permanece de pie detrás de su silla.
Soy yo quien siente...
F re u d :
B reuer : ¡Por favor! Me hubiera gustado tenerle al margen de esta
historia, pero, puesto que ya está usted involucrado, tiene que que­
darse para, ahora, oír mis explicaciones.
Mathilde se siente agotada por su explosión de furor. Ahora, avergonzada, con las meji­
llas enrojecidas, mira su taza con expresión sombría e indolente.
B reuer : Lo ignoraba todo sobre los celos de Mathilde. Si por lo me­
nos ella me hubiera hablado...
(A Mathilde): Sin embargo tú eres hija de médico. Deberías saber lo
que sentimos cuando la naturaleza nos da la ocasión de estudiar un
caso que se sale de lo común.

Habla con franquea, sinceramente. Su malafe está muy profunda, demasiado como para
poder descubrirla.
(Se ríe) ¡Celosa! ¡Pobrecita mía! Si tú supieras...
Mathilde —a pesar de lo que piensa— está avergonzada de haber mostrado sus senti­
mientos. Ahora está en inferioridad de condiciones, únicamente por haber cometido lo que, en
aquella época, una señora ama de casa hubiera calificado defalta grave.
Pero su actitud enfurruñada permite que Breuer coloque su discursito. Se ha levantadoya,
y los dos hombres, de pie, detrás de sus sillas, miran a Mathilde como si fueran jueces.
B reuer : ¡Freud! Dígale que Cecily me produce un interés estricta­
mente profesional.
Querida mía, lo que me agrada de ella es el método que la ha curado.

Un silencio. Mathilde no responde, pero sigue muy pálida y tensa y con los ojos bajos.
Breuer la miray toma una decisión.
B reuer : ¿Quieres que te lo pruebe? ¡Vámonos a Venecia!
Mathilde, estupefacta, levanta los ojosy lo mira incrédula. Breuer repite con naturalidad:
Vámonos a Venecia. Adelantemos la fecha de las vacaciones. Si
Freud me hace el favor de vigilar por mí a algunos enfermos que me
preocupan un poco...
Necesito-tres días para poner en orden mis asuntos. Puedes coger los
billetes para el jueves.
Esta vez, el rostro de Mathilde se ilumina.
M a t h il d e : ¡A Venecia!

195
Naturalmente, prorrumpe en sollozos. Breuer da la vuelta a la mesay la mima como a
una niña.
B reuer : ¡Vamos! ¡Vamos! ¿Estás contenta, por lo menos?

Mathilde, con la cara entre las manosy los hombros sacudidos por los sollozos, asiente con
un gesto.
Breuer le dice, acariciándole la nuca, muy paternal:
¡No quiero más lágrimas!
Me rindo ante tus locuras para cortar el mal de rafe.
Cecily está curada.
Nunca más me hablarás de ella ¿me lo prometes?
lilla asiente con la cabeza y contiene sus lágrimas.
Breuer añade, sin darle importancia:
Pasaré por su casa esta mañana para despedirme de ella, pero no de-
líes ponerte celosa; Freud me acompañará.
Mathilde se vuelvey lo mira con inquietud.
M a t h ild e : ¿Puedo, «de verdad», cog er los billetes?
B r e u e r (paternal): Pues claro, pequeña, esta misma mañana.
M a t h il d e : ¡Qué feliz soy!
Se levanta, se vuelve y le echa los brazos al cuello. El la aparta con dulzura.
B reuer : ¡Bueno! ¡Bueno! Vámonos inmediatamente, Freud. Puesto
que está usted aquí, voy a hacer la ronda tic mis enfermos y le pre­
sentaré a aquellos de los que debe hacerse cargo.
Mathilde se vuelve hacia Freud y le tiende la mano con una sonrisa de disculpa.
Freud —acto insólito para nosotros que conocemos su brusquedad, y también para
Mathilde— se inclina sobre esa manoy se la besa.
Breuer, nervioso, se lo lleva.
Salen; el criado Ies tiende sus sombreros.
En el rellano de la escalera, antes de bajar, Breuer coge a Freud del brazpy le dice confi­
dencialmente —entre hombres:
Pienso que los celos son un síntoma neurótico.
(21)

EN CASA DE CECILY, las puertas de cristales que dan aljardín están abiertas
de par en par.
Cecily está sentada ante su tocador, muy bella y con un aspecto totalmente normal.
Un joven alto, de unos veinte años —también muy guapo, de aspecto italiano, pelo muy
negro, ojos negros— está de pie a su lado. Está vestido con un blusón de trabajoy lleva en la
mano un gran sombrero de paja.
(Ruido en «off» de una calesa que se detiene.)
Cecily le habla amablemente pero como a un criado. Es evidente que no siente ninguna
atracción hacia él.
C e c i ly : ¿M e p ro m ete que n o tos ahogará?
E l j o v e n (respetuosam en teSí, señorita.
Al ruido de la calesa, la expresión de Cecily se vuelve imperceptiblemente maliciosay as­
tuta. Hace durar la conversación para que Breuer la encuentre con el joven.

C e c il y : M e q uedaré con dos y d aré los o tro s a m is amigas.

En ese instante, Breuery Freud aparecen por la puerta de cristales; se han bajado de la
calesay dirigido directamente a la habitación de Cecily.
Breuer mira aljoven con una atención asombraday un poco hostil.
Cecily, al oír crujir la gravilla bajo los pies de los dos hombres, se levanta sin prisa y se
vuelve hacia eljardín. Con un tono naturaly casi indiferente:
¡Buenos días, doctor!
Va hacia ellos. Está vestida con un amplio vestido de casa que disimula sus formas.
Anda con cierta torpeisa. Al ver a Freud, su rostro se ilumina.
Buenos días, doctor Freud. Me alegro mucho de volverle a ver.
Se vuelve hacia eljoveny dice con indiferencia.
Adiós, Hans, hasta pronto.
Hans se inclina. ■
H a n s: Adiós, señorita.
Eljoven sale 'por la puerta que da al vestíbulo.
Cuando la puerta se cierra, Breuer mira a Cecily con una expresión seriay taciturna.
B reuer : ¿Quién es?
C e c il y : El hijo del jardinero.

197
B r eu er : ¿Q ué estaba h aciend o aquí?

Cecily responde con naturalidad pero con una mirada un poco socarrona. Se nota que se está
divirtiendo.
C e c il y : Usted quería que frecuentara gente de m i edad.
B reuer (secamente): De su edad y de su condición.
Cecily sonríe.
Tranquilícese, doctor; la perra va a parir
C e c il y : y le estaba pidien­
do a 1lans que no ahogara a los cachorros.
Se le ríe en sus barbas.
Sólo se trataba de eso. Siéntense, por favor.
Se dirige hacia el centro de la habitación. Breuer observa que, sobre una mesa, hay dos bo-
titas de niño, de tejido de punto, y una labor sin terminar de la misma lana —las agujas es­
tán atín clavadas en la labor.
B r eu er : ¿Qué es esto?
C e c il y : Ropa de niño.
B reuer : ¿ lis ta usted h aciendo una lab or de p u n to ?
C e c il y : Sí, para una de mis amigas que está esperando un niño.
Un silencio. Se sientan. Breuer parece violento y sombrío.
B reuer (con una especie de solemnidad): Cecily, está usted curada.
Cecily, sonriente y con total naturalidad:
Pues claro.
C e c il y :
B reuer (sonriendo paternalmente): He venido para despedirme de us­
ted, pequeña; ya no necesita mis servicios.
C e c il y (con una dulzura que no promete nada bueno): Le v o lv e ré a v e r,
d octor.
B r euer : Naturalmente, Cecily. Seguramente tendremos ocasión de
volvernos a ver.
C e c il y : ¿Cuándo?
B reuer : Más adelante. Mi mujer y yo vamos el jueves a Venecia.
C e c ily (tomando nota de la fecha): ¿El jueves próximo? Muy bien. (Con
una amabilidad muy mundana): ¡Venecia! ¿Es una especie de segundo
viaje de novios?
Breuer, de pronto, parece furioso, como si hubiera hecho un esfuerzo demasiado grande
para dominarsey se abandonara, al sentirse al límite de susfuerzas.

198
v B reuer : ¿Un viaje de novios? ¿Después de siete años de matrimo­
nio? Es usted demasiado mayor para decir esas tonterías, Cecily, y
demasiado joven para hablar de matrimonio.
C e c i l y (cada vez más socarrona): ¿Demasiado joven? Pero doctor, ten­
go veinte años y gracias a usted me casaré este año.
Breuer, cada vez más a disgusto, se seca el surdor que le resbala por lafrente.
B r e u e r (con voz temblorosa): Cásese, pequeña, y sea feliz. Se lo deseo
con todo mi corazón.
Se levanta bruscamente para marcharse.
C e c ily(muy deprisa, con un asombro indefenso y sincero, pero con la misma
dulzura de antes): ¿Usted tiene corazón?
Breuerfrunce el ceño.
(gravemente): Cecily.
B re u e r
(riéndose): Estoy diciendo tonterías, doctor. Sé muy bien con
C e c ily
cuánto desvelo me ha atendido.
Se vuelve hacia el doctor Freud; con una dulzura llena de veneno:
Doctor Freud, me alegro de que el doctor Breuer haya tenido la ex­
trema delicadeza de traerle aquí.
Le tiende la mano, efusivay casi tierna.
Tenía miedo de no poder darle las gracias.
Freud, inclinándose y con un tono bastante secoy distante:
F re u d : Yo no he hecho nada, señorita.
C e c il y : ¡Usted me ha curado, doctor! El doctor Breuer descubrió el
método, pero usted lo aplicó.
Freud está sinceramente indignado.
Mira a Cecily con ira y a Breuer con un preocupado afecto.
Empieza unafrase, con irritación, pero Breuer le interrumpe.
F reud: Creo que es usted muy ingrata, señorita. Yo soy un modesto
discípulo.
Breuer levanta la mano para interrumpirle.
Sigue sonriendo, pero en el fondo de sí mismo se siente herido. Habla secamente; no está re­
sentido contra Cecily sino contra Freud.
B reuer : Después hablaremos de nuestros méritos recíprocos. Los

199
médicos no tienen orgullo, señorita Cecily; para ellos lo importante
es la curación. Venga de donde venga.
Se vuelve hacia Freud. Cecily se acerca a Breuer con un poco de coquetería y le presenta la
frente.
B reuer : ¡Vámonos!
C e c il y : ¡No me da un beso!
Breuer la mira con ojos tristes y tiernos.
Duda y por fin le da un beso.
Cecily se vuelve hacia Freud con la intención evidente de presentarle la frente.
Pero Freud ha visto el rostro de Breuer y se muestra decepcionado (por la actitud de su
maestro), triste (por ver sufrir a Breuer) yfurioso —contra Cecily.
Frunce el ceño y lanza a Cecily una mirada que la obliga a retroceder.
F reud: Adiós, señorita.
Se vuelve de espaldas y se dirige a zancadas hacia la puerta de cristales.
Breuer le sigue. Cecily empieza a toser.
(Tos en «off» de Cecily.)
Ya sólo vemos las espaldas de los dos hombres. Se diría que es una desbandada.
Voz en « off » de C e c il y (entrecortada p or la tos): ¡B uen viaje, d octor!
¡B uen viaje!

ANTF LA ESCALINATA

Los dos hombres se suben a la calesa precipitadamente.


Se oyen aún, a lo lejos, los ataques de tos.
(Tos en «off», lejana pero muy clara, de Cecily)
B re u e r (al cochero): Avenida del Parque, 12. ¡Deprisa!
calesa sale deljardín.
Se oye la verja que se cierra detrás de ella.
Breuer se incorpora, se vuelvey mira la villa que se aleja y desaparece al primer recodo.
Se recuesta de nuevo en el asiento al lado de Freud que, mientras tanto, con los ojosfijos y
duros, ha encendido un cigarro.
B reuer :Esto es lo que pasa. Aparecen, se ocupa uno de ellos, desa­
parecen y adiós: no se les vuelve a ver jamás.

200
Freud sale de su ensueño y lo mira con tal extrañen que Breuer no puede por menos de
reírse.
F r e u d : ¿Q u ién?
B r e u e r (sonriéndoseen sus barbas): ¿Dónde está usted? Estoy hablando
de nuestros enfermos.
F r e u d (indiferentey distraído): ¡Ah! Sí...
B r e u e r (afirmando más que interrogando): Está cu rada ¿n o?
F r e u d (preocupado): Esa tos...
B r e u e r : ¡Un solo ataque! (Con rencor): Estos últimos días ni siquiera
tosía ya. Son las drogas de Fliess las que le han puesto la garganta en
carne viva.
Freudfuma su cigarro sin responder.
(Definitivo): Se acabó. Borrón y cuenta nueva.
Un silencio. l*a calesa tuerce hacia una calle bordeada de edificios altosy nuevos.

(22)

EL JUEVES POR LA MAÑANA


Son las nueve.
Un hermosoy soleado día.
Hay dos coches parados delante de la casa de los Breuer. La doncella y el criado de los
Breuer amontona unas maletas en uno de ellos (un simón descubierto, el SECUNDO coche).
Delante del otro Breuer, Mathilde, Freud y Martha charlan animadamente mientras
Mathilde vigila el simón que contiene su equipaje.
Todo el mundo parece muy alegre.
M a r t h a : Vais a tener
un tiempo magnífico.
M a t h ild e : M i tía me
ha escrito que está lloviendo en las montañas,
pero en Milán hace más calor que en verano.
Se aparta un momentoy va hacia los criados.
Señalando la última maleta:
No. En ésa va mi estuche de tocador. Colóquenla al lado del coche­
ro.
Los criados obedecen. El cochero coge la maleta con precaucióny la coloca a su lado. A los
criados:

201
Adiós, Marie...
Adiós, Heinz...
Los c r ia d o s (a l unísono): Buen viaje, señora, buen viaje.
Mathilde vuelve junto a Breuer y los Freud.
M at h il d e : Ya es la hora.
A los Freud:
¿Nos acompañan?
F re u d : Naturalmente.
¡Cuánto tiene que quererlos! Tiene
M a r t h a (riéndose, a los B reu er):
un horror físico a las estaciones y a los viajes.
Todos se ríen. Freud, relujado, ríe también con los otros.
F re u d : ¿Quién no tiene su pequeña neurosis? (M ás serio):
Se vuelve hacia Breuer:
¿Sabe usted lo que me encantaría escribir? Una psicopatología de la
vida cotidiana. Demostraría que los normales son unos locos cuya
neurosis ha tomado un buen camino.
Breuer escucha cortésmente j>ero sin entusiasmo.
Mathilde interviene con energía.
M a t h i l d e (am istosam ente au toritaria): Bueno, bueno, ya se lo contará
cuando volvamos. No quiero que nos haga usted perder el tren.
Suba, Martha.
Martha sube a la calesa. ISI simón de las maletas adelanta a la calesa, que sigue parada.
(Sin inquietud; p o r sim ple precaución):
Joseph ¿tienes los billetes?
B r e u e r (m aquinalm ente): Sí.

Saca su cartera, seguro de encontrar en ella los billetes, pero no están allí. Vuelve a meter
la cartera en el bolsillo y se registra metódicamente —bolsillos exteriores e interiores de la cha­
queta, bolsillos del chaleco y del pantalón.
No.
M a t h i l d e (estupefacta): No es posible; busca bien, tú nunca olvidas
nada.
Breuer se registra dócilmente p or segunda vez.
Levanta la tira de cuero que le cubre el forro, en el interior de su chistera. Gesto de
impotencia.

202
E l rostro de Mathilde enrojece de ira.
¡Es el colmo!
B reuer (a Mathilde): Sube al coche. Me los he dejado en un cajón de
mi escritorio, estoy seguro. Los estoy viendo.
Hace ademán de entrar en la casa.
M a th ild e (seca e imperiosa): ¡Tú no!

Les explica a todos:


Cuando se sale de la casa para ir de viaje, de ninguna manera se pue­
de volver antes de la partida.
B reuer : Pero ¿por qué?
M a t h ild e : Porque da m ala suerte.

L'reud, con un celo muy espontáneo:


I'r e u d : Déjelo, Breuer, yo voy.
Breuer, a pesar de sus sonrisas, no es ya el mismo cuando habla con Freud.
B reuer (ironía un poco desagradable): Freud, ¡usted!, un materialista, un
ateo ¿se pliega a las supersticiones de mi mujer?
L'reud no parece darse cuenta de ese cambio.
L'reud (alegremente): Cuando se es ateo, no hay más remedio que ser
supersticioso, si no ¿qué quedaría?
M a t h ild e : ¡Gracias, Freud!
M a r t h a (a Breuer): ¡D éjele que vaya!
B reuer : ¡Bueno, bueno!

Saca un manojo de llaves y le enseña una a Freud.


...El primer cajón de la derecha.
Freud coge las llaves y corre hacia la casa.
(A Mathilde, confalsa indignación):
¿No te da vergüenza?
M a r t h a : ¡Déjela ya!... Esto es un verdadero viaje de novios. No va
usted a contrariar a su mujer desde el principio.
A l oír las palabras «viaje de novios», el rostro de Breuer se ensombrece. Un silencio.
En el despacho de Breuer, Freud abre el cajón indicado. Saca un fajo de papeles y busca
los billetes. Por fin los encuentra; Breuer los había puesto en una pequeña cartera de documen­
tos que contiene además unafotografía: la de Cecily.

203
Recoge apresuradamente los papeles, los mete de nuevo en el cajón que cierra con llave y
sale del piso.
Baja rápidamente las escaleras.

EN LA CALLE, DELANTE DEL EDIFICIO

Cuando Freud sale de la casa, e l panorama ha cambiado.


Detrás de la calesa, hay una pesada ambulancia tirada p or dos caballos.
Breuer, delante de ella, habla con un enfermero.
Las dos mujeres están sentadas en la calesa, muy derechasy silenciosas.
Martha está pálida de angustia; Mathilde, rígida, con los ojos echando chispas de odio y
de ira, parece incluso más allá de la desesperación, en una especie de locura de alegría.
Freud, estupefacto, se acerca a la calesa.
F r eu d : ¿Qué pasa?

Martha no responde.
Freud las mira.
(Con insistencia): Pero ¿qué pasa?
M a t h i l d e (riéndose): Nada, Freud, luna travesura! Cecily está dando
a luz.
F reud (con el más profundo estupor): ¿Qué?
Mathilde se ríe sin responder. Martha señala a Breuer con un movimiento de cabeza.
M a rth a : Ve con él. Y no le dejes solo.
Freud.\ apresuradamente, se reúne con Breuer que está demudado y con las facciones con­
traídas.
La puerta de la ambulancia está abierta.
Breuer; sin asombrarse p or su presencia, le indica que suba a ella.
Freud entra en la ambulancia y Breuer le sigue inmediatamente.
Se sientan en un estrecho asiento —enfrente de una camilla vacía— reservado para los
enfermeros.
Durante ese tiempo, el enfermero se ha subido al pescante y está sentado al lado del
cochero.
La ambulancia parte, con los dos caballos a l galope.
(23)

EN LA AMBULANCIA

F reu d y Breuer están silenciosos. Breuer suda y se seca la frente.


A l cabo de un momento Breuer empieza a hablar con voz entrecortada, intercalando silen­
cios. Parece abrumado por la noticia.
Aparentemente, los dolores empezaron esta mañana.
B r e u er :
La llevaron a la clínica de Saint-Etienne. Quiere verme.
Se echa a reir sin cordialidad.
Ya puede estar contento: usted tenía razón. ¡El sexo! Yo creía que
era virgen y mientras tanto...
Freud lo mira estupefacto.
F r e u d : Pero al fin y al cabo... usted... usted no podía ignorarlo, ya
que la auscultaba.
B re u e r: No lo hacía de un año a esta parte. No le gustaba que la to­
cara.
(Se ríe.)
Yo pensaba que era por pudor.
Se vuelve hacia Freud con violenciay le pregunta, sem i-trágicoy semi-cómico:
¿Embarazada de quién? ¡Cualquiera lo sabe!... Ese muchacho, el otro
día, ese jardinero...
Confuror:
Me he dejado engañar por una puta.

EN UN PASILLO DE LA CLINICA,
CERCA DE UNA PUERTA CERRADA

Se oyen los característicos alaridos de una mujer dando a luz,


(Voz en «off» de Cecily gritando.)
Un médico, una comadronay la madre de Cecily.
Están esperando a Breuer en silencio. La madre de Cecily no demuestra ninguna emoción.
Simplemente su rostro se ha endurecido aún más. Se oyen pasos en el pasillo.

205
La señ ora K ó rtn er : ¡Al fin!
Breuer y Freud aparecen; vienen casi corriendo. A l divisar a la señora Kórtner, Freud se
quita el sombrero, pero Breuer está tan alterado que olvida hacerlo.
B reuer (sin aliento): ¿Qué le pasa?

La señora Kórtner, sin decir una palabra, señala al médico y a la comadrona (sentido del
gesto: «ellos le informarán mejor que yo»).
Breuer se vuelve hacia ellos y los mira lleno de turbación; el médico y la comadrona p are­
cen muy sorprendidos p or la emoción que demuestra.
K l to c ó lo g o (presentándose): Doctor Pfarrer.
B reukr (deprisa y distraídamente): Encantado. (Prosigue); ¿Qué ha pa­
sado?
D o c t o r P f a r r e r : La joven es completamente virgen, pero ha debi­
do de tener un embarazo nervioso durante los últimos meses.
(Sonriendo):
Y como tiene perseverancia en sus ideas, hoy tiene un parto ner­
vioso.
Breuer le escucha con estupor. Luego se dirige hacia la puerta y la abre. A todos,
incluido Freud:
B reuer : N o , ¡quédense aquí!

E ntray cierra la puerta.


Cecily está en la cama. Tiene los ojos cerrados, grita y hay momentos en queforcejea.
Dos enfermeras la vigilan. Breuer las despide con un imperioso tmmimiento de cabeza. Sa­
len sin hacer ruido.
Breuer se sienta a la cabecera de Cecily, en una silla que anteriormente ocupaba una de
las enfermeras.

¡Cecily!
Ella abre los ojos y sonríe.
C e c il y : ¿Eres tú? Dame la mano.
Breuer, trastornado, le coge la mam. Cecily se contrae y luego cae de nuevo en la cama.
(Grito muyfuerte. Se calla un momento, agotada.)
¿Eres feliz? Es un chico, estoy segura.
B reuer : Escúcheme...

Cecily lo mira con un asombro que pronto desaparece a causa de una nueva oleada
de dolor.

206
(Nuevo grito de Cecily.)
Luego con voz de agotamiento.
¿Qué nombre le pondremos, querido?
Vuelve a caer en la cama.

EN EL PASILLO

Ha pasado media hora. El tocólogo pasea de un lado a otro.


Las enfermeras y la comadrona están un poco más lejos. F reudy la señora Kórtner, inmóviles,
rígidos y tan duros e l uno como la otra, esperan sin mirarse. Cecily y a no grita.
Por fin sale Breuer, agotado, sudando. Cierra la puerta detrás de él, con precaución. Se
dirige hacia F reudy la señora Kdrtner que le esperan en silencio.
B reuer (a la madre): Está dorm ida.
(Una pausa) En estado de hipnosis ha reconocido que no estaba em­
barazada.
La señora Kórtner sigue callada.
(Molesto p or ese silencio):
Todo está arreglado. Déjela dos o tres días en la clínica y luego pue­
de llevársela a casa.
La señora Kórtner asiente sin palabras, con una rígida inflexión de la cabevw.
Breuer la mira, desconcertado, se inclina profundamente ante ella y da media vuelta. A
Freud.
Venga, Freud.
Afuera, la ambulancia espera delante de la puerta. E l enfermero se acerca a Breuer.
E l e n fe rm e ro : ¡Doctor! (Breuer se vuelve) Podemos llevarle a casa.
Breuer, descompuesto, niega con un gesto.
B r euer : Gracias. Volveremos a pie.

(24)

F reu d y Breuer caminan charlando p or las soleadasy casi desiertas calles.


B reuer no se ha puesto la chistera. Camina junto a F reu d y se seca el sudor de la frente.
Un largo silencio.

207
Freud lanza tímidas y preocupadas miradas en dirección a Breuer pero no se atreve a in­
terrogarle.
Llegan a un cruce. Breuer quiere continuar todo recto y cruz/i la calzada. Freud le coge
respetuosamente del brazoy le obliga a torcer a la derecha.
Breuer se deja conducir dócilmente.
¡Ah! Sí...
Algunos pasos más. Con un abatimiento sincero y como para s í mismo.
Soy un criminal.
L'reud lo mira con estupor, fíreuer explica, esta vez volviéndose hacia él:
Se creía embarazada de mí.
tiste método es diabólico.
¡No tenemos derecho!
Freud lo mira interrogativamente. Breuer se explica:
til hombre no está capacitado para ser todopoderoso.
Cecily me obedecía. Yo tenía todos los poderes sobre ella,
tiste es el resultado.
Caminan en silencio.
fíreuer mira a lo lejos, defrente, con los ojosfijos:
(iuando la conocí era la inocencia personificada, se lo juro.
F rkud (como para s i mismo): La inocencia... me pregunto si eso exis­
te...
B reuer (de repente irritado): Si usted la hubiera visto hace un año, no
se lo preguntaría usted.
Con un profundo pesar.
No sabía nada, era pura como la nieve.
Meynert tenía razón; hay cosas, en el fondo de nosotros mismos, que
no tenemos derecho a tocar.
Freud se sobresalta.
¿Meynert? ¡Pero si ahora dice lo contrario!
F re u d :
B reuer :Porque se va a morir. Ya no le interesa el asunto.
(Ruido en «off» de un coche.)
(No de un caballo, sino del chirrido de las ruedas.)
Se vuelve; es un viejo simón cerrado, con un anciano cochero.
Mira su reloj.

208
Tomaré el otro tren.
Freud no da crédito a sus oídos.
F reud: ¿Eh?
Breuer hace una seña a l cochero, que tira de las riendas.
B reuer (explicando): El tren de la tarde.
E l coche se para junto a ellos. Breuer invita a Freud a subir, pero éste no sube. Mira a
Breuer con indignación.
F r e u d : N o v a usted a...
B reuer : ¿Marcharme? Por supuesto que sí. Cuanto más lejos, mejor.
F r e u d : Pero Cecily...
B reuer : Está curada.
F r e u d : Y a v e usted que no.

Breuer se miente a s í mismo;finge serenidad pero está profundamente trastornado.


B r e u e r : Es la ú ltim a crisis.
Si me quedo, sólo podría hacerle daño. Si me voy, me olvidará.
Freud, con el estupor y la indignación, ha perdido toda su timidez,
F reud (con fuerza): ¡Curada! Mientras usted curaba sus contracciones
y sus trastornos visuales, ella, tranquilamente, tenía un embarazo
nervioso y es de usted de quien se creía encinta. Está más enferma
que nunca; ¡no puede usted abandonarla!
Breuer enrojece. E l tono de Freud le ha disgustado.
B reuer (muy seco): Sin embargo, es lo que voy a hacer.
Q uiere subir a l simón. Freud le retiene p or la manga.
F r e u d : ¡Breuer! Usted es médico; su deber es...
B reuer : Sé mejor que usted cuál es mi deber.

Se dirige de nuevo hacia F reu dy dice confuerza mientras el cochero los mira asombrado.
(Casi gritando):
Yo la enamoré ¿comprende?
F r e u d : Ella se enam oró de usted. Seguramente porque ya se sentía
turbada.
Usted no tiene la culpa.
B reuer : ¡Pardiez!
(Una pausa.)

209
Sería demasiado cómodo.
Sigue hablando apasionadamente pero con una especie de nostalgia.
Era fría. Era pura... ¿Sabe usted lo que creo? El hipnotismo es un
medio de seducción.
Si mañana mis colegas exigieran mi exclusión del Colegio de Médi­
cos, no tendría nada que objetar.
Estupor creciente del cochero.
Rreuer estalla. Se acusa pero por su tono y por sus gestos se diría que es a Freud a quien
está inculpando.
La he manchado, Freud, la he manchado con prácticas imbéciles y
criminales. Me he deshonrado.
Mientras habla, apoya su dedo índice extendido contra el pecho de su interlocutor.
¡Un médico que seduce a sus pacientes! ¡LJn falso médico!
La ciudad entera se reirá de mí.
(ion una voz neutra, casi extenuado:
Tengo que marcharme.
Abre la pórtenmela del simón y sube, l'jen d no lo retiene. Cierra la porten/tela. Por la
ventanilla abierta, vemos que se sienta. El cochero se dispone a fustigar a sus caballos.
! ;reud lo detiene:
F reud (alcochero): ¡Un momento!
Se acerca a la ventanilla. Rreuer está sentado en el asiento, abatido y con los ojos
entontados.
(A Rreuer, tímidamente): Si me escribe usted una nota para la señora
Kórtner, podría atender a Cecily durante su ausencia.
La indignación de Rreuer es tal, que literalmente su cabeza sale disparada por ¡a venta­
nilla.
Freud retrocede un paso, t i l rostro mfurecido de Breuer aparece p or la ventanilla abierta.
Sus ojos echan chispas.
B reuer (con una gran violencia y , por prim era vez desde que le conocemos, con
la imperiosa autoridad de un tirano): ¡Jamás!
¡Conozco sus teorías, mi pobre Freud! Conozco sus hermosas teorías
sobre el sexo.
Me robará usted mi método ¡y Dios sabe para qué usos!
Meterá usted infamias en la cabeza de esa pobre muchacha y la con­
vertirá usted en una loca de atar.
Recalcando las palabras:
Escúcheme bien, Freud: le prohíbo ocuparse de ella. ¿Comprendido?
F reud (con voz cortante, dividido entre la h a y la timidez): Sí.

Freud retrocede un paso y hace una seña al cochero para quefustigue al caballo.
( Con una ironía triste):
¡Buen viaje!
HI simón se pune en movimiento. Freud, inmóvil, furioso y consternado, se queda mirándolo
hasta que desaparece.

(25)

UN ANFITEATRO EN LA FACULTAD DE MEDICINA

La clase acaba de terminar. Los últimos estudiantes salen por la puerta del fondo, situa­
da detrás de las gradas más altas. La cámara les sigue un momentoy luego enfoca la sala.
Desde arriba vemos al profesor en su cátedra (es Fretid que está guardando unos pape­
les en su cartera), y en primera Jila, de espaldas y aún sentado, a un alumno muy ancho de
hombros y que, incluso de lejos, parece mucho mayor que los muchachos —todos con barba—
que están abandonando la sala: es I'iiess.
Ahora estamos ante !a cátedra. Fliess se ha levantado y está hablando con Freud mirán­
dolo desde abajo. Freud también se ha puesto de pie.
Fliess tiene una sonrisa sardónica y Freud una expresión amarga y sombría; acepta las
bromas de Fliess sobre Breuer e incluso se adhiere a ellas —de mala gana— pero no sonríe.
I l.mss (con una ironía malintencionada): ¿Y cómo está nuestro Don
Juan?
F reud (disgustado): ¡Bah!
(Una pausa.)
Mi mujer acaba de recibir una carta de Mathilde.
(Con amargura):
Rebosan de felicidad.
Cierra su cartera y baja de la tarima (un solo peldaño). Ahora está a l mismo nivel que
Fliess. Este lo mira venir con sus grandes y diabólicos ojos. Ha entablado la conversación con
una intención determinada, y eso se nota.
F liess (con el mismo tono): ¿Hace buen tiempo en Venecia?
F reud (ironía triste): Muy bueno.
F liess (bruscamente): ¿Y qué es de Cecily durante este tiempo? ¿Le
han puesto ya la camisa de fuerza?

211
F r eu d : N o sé nada de ella.
Sin embargo, sería una buena idea encadenar a los enfermos
F liess :
para que los médicos pudieran irse de vacaciones.
Se acerca a Freud.
¿Entonces no la ha vuelto a ver usted?
F reud (nervioso): Ya le he dicho que Breuer me lo prohibió...
F liess : ¿Y qué?
F r e u d : Es s u paciente.
F liess (brutal): Entonces, si Breuer no está aquí, que sus pacientes
revienten, ¿no?
F reud (secoy decidido): No voy a quitarle su clientela.
F liess : N o es su paciente, es su am ante.

Freud, molesto, hace un esfuerzo para defender a su maestro.


F reud : Dejemos eso, Fliess. Breuer no tiene la culpa. (Se ríe.) Ese
hombre es demasiado atractivo. Hace ya casi dos mesesque estoy
aplicando su método a mis enfermas y le puedo jurar que no están
enamoradas de mí.
Se ensombrece a pesar suyo.
Lo que le reprocho es que haya huido.
Tiene los ojosfijos, con la mirada en la lejanía.
(Con dureza): Huir, retroceder; no puedo aceptarlo. Sobre todo de un
judío.
( Con un tono medio en serio, medio en broma):
En la guerra, yo moriría luchando.

Un silencio. Fliess pone la mano sobre el hombro de Freud para obligarle a que le mire.
F liess : Freud, Cecily es un caso excepcional. Puede servirnos...
F reud (asombrado): S e r vir n o s . ..
F liess : Me parecería inadmisible que se perdiera para la Ciencia.
Suelta el hombro de Freud y empieza a pasear de un lado a otro bordeando la tarima.
Le necesito. Usted es el único que puede ayudarme en mis investiga­
ciones. Estoy llegando a la meta.
Con una convicción profunda pero no sin pedantería, lo que le da una expresión de soledad
y casi de extravío.

212
La veo. Sí. He visto la verdad. Voy a revolucionar la biología. Mis
teorías están establecidas: queda probarlas. Es lo más fácil. Sobre
todo si usted coopera conmigo.
Freud le sigue con los ojos mientras va y viene.
F reud (un poco asombrado): ¿Qué teorías?
F liess : Ya se lo contaré todo, no tema. Pero será una verdadera ini­
ciación.
(Riéndose para disimular su profunda seriedad):
¡Haremos el pacto de la sangre! ¡Sólo descubriré mis secretos a un
hermano! Tendremos que repartirnos el trabajo.
Sube a la tarima sin ni siquiera darse cuenta.
Y la recorre mientras habla.
Freud, fascinado, se sienta en una de las gradas. Fliess, después de algunas idas y veni­
das, terminará p or detenerse detrás de la cátedra y hablará de pie, mirando a Freud de arri­
ba abajo.
La sexualidad, Freud. Todo está ahí. Se quedará usted asombrado
cuando le comunique mi descubrimiento.
Por el momento, hay que encontrar a Cecily.
F re u d : Pero qué relación...
F liess : Cecily es una prueba. Lo sé.
(Con un tono áspero y de una dureza casi inhumana):
Habrá que presionarla sin descanso hasta que nos revele su secreto.
Imperiosamente y señalando a Freud con el dedo extendido por encima de la cátedra:
Vayamos a ver a Cecily. De todas maneras tengo que volver a su
casa, ya que no se le ha curado la garganta.
Con insistencia:
¡Vayamos a verla! No tiene usted derecho a retrasar los progresos
del conocimiento para no herir la susceptibilidad de Breuer.
Freud se levanta pero no responde. Mantiene la cabeza bajay una actitud obstinada.
Fliess lo mira y le lanza esta flecha envenenada, con voz moderada, casi dulce:
¡Pero bueno! ¡Si está celoso!
Freud levanta la cabeza y se vuelve hacia Fliess con ansiedad.
F reud (con voz alterada): ¿Le dio a usted esa impresión...?
F liess : E stá m ás cla ro que el agua. A esa clase de buenas p ersonas
les gusta m o strarse generosas co n los aprendices p o rq u e eso p ro p o r­

213
ciona una buena opinión de uno mismo a cambio de muy poco es­
fuerzo.
Pero si ei aprendiz liega a maestro... pobre de él.
F reud (abstraído): Algunas veces me ha parecido notar...

Ahora es Freud quien pasea a lo largo de la tarima con una expresión distraída y malévola,
pero sobre todo triste.
Ya no mira a f 7liess; está indagando dentro de si mismo.
Mire usted, Miess, las personas corno yo necesitan proporcionarse ti­
ranos. No sé por qué.
F1 mío era Breuer.
Le obedecía como un niño.
Sombrío y rencoroso:
Pero no le perdonaré ni una debilidad.
¿1 istá usted seguro de que está celoso?
I'lif .ss: lis o salta a lo s ojos.
Por supuesto, en este momento I'reud no está descubriendo nada. I'iiess i oh \/i i lo que
¡ relid no se atrevía a confesarse.
1'RiiUD (sincero y aterrado): ¿De mí? ¿De mí que no soy nadie?
¡Le admiraba tanto...!
Una pausa. . I su vez, Freud está comido por los celos. Con un tono venenoso, como si se
estuviera vengando de su Idolo a l entregarle a tas burlas de Fliess:
F r k u d : ¿Sabe usted que e s t á enamorado?
I u t ss: ¿De Cecily?
1 'rhud : Por supuesto. No sé muy bien quién de los dos ha seducido al
otro. Me siento violento con esta historia desde el primer día.
Se inclinaba sobre ella, le hablaba con voz almibarada, se secaba la
frente sin cesar...
Fliess no clice una palabra. Flscucha y sonríe porque sabe perfectamente que Freud está
picando el am^am 1m trampa funciona bien.
Parecía un sátiro. Entre ellos todo era se x u a l .
I so tue lo que me dio la idea.
(Brusca decisión):
¡Vamos a ver a Cecily!
}' mientras pronuncia estas últimas palabras Freud sube, a su vez, a la tarima y se pone
al mismo nivel que Fliess.

214
(26 )

EN UN SIMON DESCUBIERTO
Los arrabales de Vierta cerca de la villa de Cecily. Fliess, arrellanado en el asien­
to, habla.
Freud, inclinado hacia adelante, con los ojos fijos y una expresión preocupada, no
responde.
Es imposible saber si está atento o atormentado por la decisión que ha tomado.
F liess: He llegado a la conclusión de que todo individuo es macho y
hembra a la vez. Es lo que yo llamo la bisexualidad. Naturalmente,
hay un sexo que domina; el otro está encarcelado, oculto, pero su de­
sarrollo fisiológico continúa.
Usted es un hombre, Freud, un hombre viril, y sin embargo —como
les sucede a todos los hombres— una parte de su constitución es fe­
menina. Y su vida, como la mía, está condicionada por unos fenó­
menos periódicos en relación con nuestra constitución bisexual.
Unos ritmos...
E l coche se interna en la calle bordeada de villas que conduce a la casa de Cecily. Freud se
estremece y se incorpora. Fliess, furioso p o r la interrupción, lo fnira sin cordialidad.
No me está escuchando.
Freud, erguido, mira la verja de la villa, a lo lejos.
¿Qué pasa?
F reud (entre dientes): No deb ería haber...
F liess (furioso): ¿Q ué?
F reud (a disgusto, con tristeza): Breuer no me lo perdonará.
F liess : Bueno ¿y qué?
¿Para qué le necesita usted ya? El ha creado el método y usted lo ha
perfeccionado; ahora es suyo.
E l coche se para. Freud salta a l suelo el primero.
(Irritado p o r el silencio de Freud):
¡Usted me dijo que no retrocedía jamás!
F r e u d : Y no retrocedo. Vamos.

Llama a la gran verja. No hay respuesta.


Después de un momento de espera, Fliess se dirige hacia una pequeña puerta lateraly la
abre.

215
Entra y Freud le sigue. Pueden ver la villa a lo lejos. Todas las persianas están cerradas.
Parece abandonada.
Alguien avanza hacia ellos. Es el hijo del jardinero. Lleva un gran sombrero de paja. Su
actitud respetuosa se ha convertido en una especie de insolencia.
F liess : ¿La señora Kórtner?
E l hijo d el ja r d in e r o : Se ha m archado.
F liess : ¿Y su hija?
El También.
hijo d el ja r d in e r o :
F reud :¿Cuándo volverán?
E l hijo d kl ja r d in e r o : Nunca.
(Una pausa.)
La villa está en venta.
F lie ss: ¿A dónde se les puede escribir?
E l jo v e n : No han dejado señas.
F liess : Bien.

Es el primero en dar media vuelta y subir al simón. Freud no le sigue inmediatamente.


Eljoven cierra la puerta y Freud permanece un momento con la cara pegada a ella.
F liess (v o z en « o f f » ): ¿Y bien, Freud?
Freud da media vuelta y se dirige hacia el simón.
Su rostro se ilumina. Dice mientras se sienta:
F re u d (con un tono frívolo e irónico que disimula una real satisfacción): Y
bien, Fliess, esto es una señal del Destino, ¿no?
La calesa se pone de nuevo en movimiento.

(27)

LA CONSULTA DE FREUD

Algunas horas después, a l caer la tarde.


I :reud está sentado cerca del diván, donde Dora, en estado de hipnosis, está hablando.
Freud la escuchafumando un cigarro.
D o ra (con voz neutra): Nunca estoy tranquila con mi pobre mamá.
En cuanto sale para ir de compras se me pone un nudo en la gargan­
ta, y no puedo dejar de pensar que va a tener un accidente.
Dora habla deprisa y con voz neutra, sin ninguna entonación, como si estuviera recitando
una lección.

216
F re u d : ¿Qué clase de accidente?
D o r a : Un caballo desbocado, por ejemplo. Cualquier accidente con
tal de que sea mortal.
Freud, que escuchaba con una especie de indiferencia, se apasiona bruscamente:
F reud : ¿Q ué ha dicho?

Dora parpadea y se agita.


¿Qué es
F re u d : lo que ha dicho?
Repítalo.
Dura cierra los ojos.
Con voz quejumbrosa:
D ora: Ya no me acuerdo. 1Lstoy cansada.
Freud duda un momento. Luego prosigue con dulzura pero firmemente.
F r e u d : Ha dicho: con tal de que sea mortal.
D o r a : ¿M o rta l? ¿Q u é?
¡No lo sé! ¡No lo sé!
Se agita y parece agotada. Freud se da cuenta y decide terminar la sesión.
Se levanta, apaga sin prisa su cigarro y lo deja en un cenicero sobre su escritorio.
Vuelve hacia Dora pero no se sienta. Se inclina sobre ella, pone la mano sobre su frente y
nos damos cuenta de que se dispone a despertarla.
F reud (con dukytra): ¡Dora!

HN LA HABITACION DE LA PEQUEÑA MATHILDE

La niña está en su cama, muy colorada; se ahoga.


Se oyen los estertores que salen de su garganta.
Martha, angustiada, está sentada a l lado de la cama.
M a r t h a (habla con dulzura y con un profundo amor):
¡Mathilde! ¿Qué te pasa? Pero ¿qué te pasa?; ¿te sientes mal?
La niña, que no puede hablar, hace una seña.
Sus grandes ojos, muy abiertos, expresan su sufrimiento.
¿Te estás ahogando?
Nuevos estertores. Se diría que la niña está agonizando y basta con ver el rostro de M ar­
tha para convencerse de que Mathilde corre un peligro mortal.

217
Esos nuevosy másfuertes estertores terminan p or enloquecer a la mujer.
Se levanta bruscamente y sale corriendo de la habitación.

EN LA CONSULTA DE FREUD
Los dos protagonistas han permanecido poco más o menos en la posición en que los habla­
mos dejado. I'reud, inclinado sobre Dora, repite con dulzura:
F r kud : Despierte, Dora, lis ta usted despierta.
Dora abre los ojos; está despierta.
(Llaman discretamente a la puerta del fondo.)
I'reud, abstraído, no responde.
Dora sonríe a /‘reud; es una verdadera sonrisa de enamorada.
(Llaman por segunda vez)
De pronto, Dora le echa ¡os brazos a l cuello. Le está ofreciendo claramente sus labios.
D o ra : ¡Amor mío!
lu í puerta del fondo se abre. Martha aparece con el rostro descompuesto. Ve la escena.
I 'reud, que no la ha visto ¡legar, separa con dulzura los brazos de Dora y se levanta.
I ri-ud (risa llena de turbación): Estas son las sorpresas de la hipnosis.

Dora, desconcertada, sigue sentada en el diván.


(Con una voz glacial pero suave):
Yo no soy su amor, Dora, sólo su médico.
Dora, terriblemente turbada, mira a Freud en silencio.
M arth a (voz en «off): ¡Sigmund!
Freud se vuelve bruscamente. Mira a Martha con ira pero se da cuenta, p or sus facciones,
de que está trastornada.
Dora, muy colorada, se levanta sin decir una palabray va a coger su sombrero.
La niña está muy mal. No sé lo que tiene. Tengo miedo.
F reud :¡Voy en seguida! ¡Hasta el lunes a las cinco!
Se vuelve hacia Dora. Cruza la habitación rápidamente.
Dora muy tímidamente:
D ora: Adiós, Martha.

218
Martha la mira fríamente.
M artha (glacial): Adiós.
F reu dy Martha salen.

F.N LA HABITACION DE LOS NIÑOS. La pequeña Mathilde se ahoga. Freud


y Martha entran. Martha se queda detrás. Freud se inclina sobre la niña.
F reu d : A b re la boca.

Mathilde abre la boca. Freud se inclina y mira.


c lx han tomado la temperatura?
M a r t h a : Treinta y o ch o nueve.

Freud sigue inclinado sobre la niña. Se incorpora.


I'reud (a Martha): Creo que es difteria.
Dile a la criada que vaya a casa de Fliess y que lo traiga inmediata­
mente.
Se sienta a l lado de la niña y le coge la mano. Martha sale para avisar a la criada; vuel­
ve, coge una silla y se sienta al otro lado de la cama.

KN LA CONSULTA DEL DOCTOR FREUD

Dora termina de sujetarse el sombrero con unos alfileres muy largos.


Está irritada y al mirarse al espejo se pone nerviosa, se pincha los dedos con un alfiler y da
una patada en el suelo.
Una vez terminada su tarea, se dirige con los ojos echando chispas hacia el escritorio de
Freud y rasga —sin precipitación pero sistemáticamente— todos los papeles que hay en él.
Esta operación parece aliviarla.
Se yergue y sale del despacho con la calma vengadora de un justiciero.

UNA HORA DESPUES (HACIA LAS OCHO DE LA NOCHE)


EN EL CUARTO DE LOS NIÑOS

Fliess, todavía sentado a la cabecera de Mathilde, guarda su instrumental en su maletín.


(E stertores en «off» de la niña.)
F reu d y Martha, de pie, miran la escena en silencio. Fliess se levanta y sale. Freud le si­
gue hasta el pasillo. Martha se reúne con ellos en silencio.

219
F liess : Laringitis diftérica.
l'reud está demudado.
M a r t h a : lis ... ¿es grave?
F liess : I 'reud, q u iero hab lar con usted un m o m e n to en su consulta.

Se alejan. Martha espera, apretando un pañuelo con la mano izquierda crispada.


(Ruido en «off» de una puerta que se cierra.)
Se oye el ruido de una puerta que se cierra y luego la voz de I ’iiess.
Voz en «OFi'» oií F liess: Volveré mañana por la mañana.
Si el estado se agrava, avíseme sea la hora que sea.
/Mpuerta de entrada se cierra.
(Ruido en «off» de la puerta de entrada.)
(Ruido de los pasos de l'reud.)
I reud vuelve y pasa por delante de Martha sin mirarla. Iintra en la habitación de
los niños.
Se acerca a la enferma y la mira con una profunda ternura. La niña hace un esfuerzo
para sonreiría.
F reud: ¿Te duele? ¿Qué es lo que más te gustaría? Lo que más te
gustaría del mundo.
La niña intenta hablar. Por fin lo consigue y con voz ahogada dice:
L a pequeña M a t k ii .dk : Fresas.
I reud : Bien.

Sale casi corriendo. Mar/ha entra y se sienta en su sitio.

HN LA (.ALLIi. UNA TIENDA DE COMESTIBLES

1:1 cierre metálico está bajado, l 'reud llama, dando puñetazos contra él.
Por fin, en el prim er piso se abre una ventana. Un viejo con gafas se asoma al balcón.
E l v n y o : ¡P ero bueno! ¿Q u é es lo que quiere?
F reud : Presas.

220
(28)

EN LA HABITACION DE LOS NIÑOS


Más tarde. Está anocheciendo. Martha está sentada a un lado de la cama. A l otro lado
vemos a Freud, con cara de cansancio.
La niña se agita y parece que está delirando. Sobre la mesilla hay un cestillo de fresas. La
niña no lo ha tocado aún.
Martha mira a Freud con ojosfríos y duros.
M artha (en voz baja): Tengo derecho a saber lo que Fliess ha dicho.
F reud : Sí. (Un silencia.)
Duro y sombrío.
Una oportunidad sobre dos.
La niña tiene...
Señalando su propia garganta:
Aquí...
Una falsa membrana laríngea que la está ahogando.
Si durante la noche consigue eliminarla...
M a r t h a : Y si no lo consigue...

Freud no responde.
Por la noche, tarde. Martha ha trasladado las camas de sus dos hijos a su propia habita­
ción y va a verlos. Están dormidos.
Vuelve, de puntillas, a instalarse de nuevo a la cabecera de Mathilde. Esta abre los ojos
de repente y mira a Freud intensamente, como si quisiera decirle algo.
Freud se inclina sobre ella.
F r e u d : ¿Q ué quieres, q u erid a m ía?
La pequeña M ath ild e (con esfuerm): Fresas.
Freud coge el cestillo y se lo enseña. Luego coge una fresa, le quita el rabo y él mismo la
pone en la boca de la niña.
F reud : ¡Despacito! ¡Despacito!
Y si te cuesta tragarla, escúpela.
I m niña empieza a masticar. Con mucha dificultad. Martha mira a Freud con recelo.
M a rth a : ¿Estás seguro de que se puede?
Freud se encoge de hombros con tristeza.
(Tos en «off» de la niña, que se atraganta.)

221
Freud se sobresalía.
M a r t h a (con los ojos brillantes de ira): ¿Ves lo que has hecho?
F reud (a Mathilde): ¡E scúpela! ¡Escúpela en seguida!

Mathilde tose y se atraganta cada vez más. Se incorpora a medias y vomita encima de las
sábana.
(A Martha): ¡Espera! ¡Espera!
La niña tose un poco más y se echa hacia atrás.
Escúchala respirar.
i.a respiración sigue siendo silbante, pero más tranquila. I'reud y Martha escuchan un
momento más.
I ’reud : Está salvada.
La niña sonríe a su padre.
¿Te duele menos?
La pequeña M a t h ild e : Sí.
(. ierra los ojos y se duerme.
Martha se levanta con calma, quita ¡as sábanas sucias, va a buscar otras a un armario y
rehace la cama de Mathilde sin despertarla. Se lleva las sábanas sucias, desaparece un instan­
te y vuelve.
I'reud contempla cómo duerme Mathilde con una vaga sonrisa de liberación. Martha ha
terminado su tarea. Se sienta y de pronto empieza a sollozar silenciosamente, con la cara entre
las manos.
I 'reud se levanta y se dirige sin hacer ruido hacia ella. I m coge por los hombros. Fila se
aparta con un movimiento de una violencia casi salvaje.
M a r t h a : ¡N o m e toques!

I'reud deja caer ¡os brazos.


L reud (estupefacto): ¡M artha!

Martha se ha recobrado y lo mira sin cordialidad.


M a r t h a (con vnzfría): Perdona, me estoy desahogando.
(Para disculparse): I le pasado mucho miedo ¿sabes? Un miedo horri­
ble.
L reud : N o pareces aliviada.
Marth a: Pues lo estoy.
Freud la mira con una profunda inquietudy , desanimado, vuelve a sentarse en su sitio.

222
La niña respira casi con normalidad. Martha y Freud, con cara de cansancio, están a
cada lado de la cama, mirando hacia el frente sin verse.
Está amaneciendoy p or la ventana entra un poco de luz. El carro del lechero pasa por la
calle.
Freud y Martha, en silencio, siguen sentados a la cabecera de Mathilde.
La niña duerme con un sueño bastante tranquilo; su rostro está sereno y relajado. El can­
sancio endurece las facciones de Freud y de Martha y los hace parecer más viejos (arrugas, oje­
ras).
Freud parece reflexionar. De pronto vuelve los ojos hacia Martha.
F reud (a media voz)'- ¡M artha!

Ella lo mira sin ternura ni hostilidad.


¿Me guardas rencor?
M a r t h a (fría pero sinceramente): No.
F reud : Sí, a causa de Dora; ayer por la tarde.
M a r t h a : N o hablem os de eso.
F reud : ¡May que hablar de ello, Martha! Yo...
M a r t h a : ¿Por qué? Ya sé lo que me vas a decir:
que no has querido
seducir a Dora, que no estás enamorado de ella, que ni siquiera la de­
seas, que sus... manifestaciones de ayer tarde son un accidente de la
cura, que me serás siempre fiel...
¿Para qué?
E stoy p ro fu n d a m en te c o n v en c id a de to d o eso.

Freud habla con dulzura y sinceridad.


F reud : ¿Pero entonces?
M a r t h a : No m e gusta lo que haces.
F re u d : Pues fue tu amigo Breuer quien
me dio la idea de hacerlo.
M arth a:Sí, y ya ves adonde le ha conducido eso. ¿Crees verdadera­
mente que es un tratamiento científico?
F reud : ¿Q ué?
M a r t h a : Enamorar a las mujeres para curarlas.
F reud : ¿Q uién está h ab lan d o de eso?
M a r t h a : Vosotros. Vosotros las hipnotizáis.
F re u d : El hipnotismo no tiene nada que ver con... esas necedades.
Martha, que continúa con su actitud glacial, levanta un poco la voz.
M a r t h a (hablando un poco más alto): No sé si las hipnotizáis para ena­
morarlas, pero lo que es seguro es que se enamoran de vosotros por­
que las hipnotizáis.

223
F reud (sincero, sin levantar la voz): No.
M a r t h a (sin hacer caso de esta negativa): L o en cu e n tro indecente.

Sin violencia, casi disculpándose, pero bajo sus palabras se percibe la injlexibilidad de un
juez,
Mathilde se mueve y se queja un poco, probablemente a causa de los ruidos que turban su
sueño. Freud la mira.
I'reud (a Martha): ¡Chist!

Se levanta sin hacer ruido y se dirige hacia la ventana. Mira la calle, a la gente que va a
su trabajo, los escasos coches que pasan, lla ce una seña a Martha para que vaya a su lado,
pero ella no quiere. I'reud insiste.
(A media voz): Ven, por favor.
Martha se levanta y se acerca a él, un poco de mala gana. Apoya la frente en el cristal,
buscando sin duda un poco de frescor.
Se hablan sin mirarse; los dos están vueltos hacia la calle.
F reud : ¿Sabes lo que pienso? K1 hipnotismo es un efecto. Nunca una
causa.
M arth a: ¿Que quiere decir eso?
Se nota que I'reud busca en su mente, lis una cuestión sobre la que nunca ha reflexionado.
I reud : La primera vez que hipnotice a Dora, se durmió en un se­
gundo. Porque tenía confianza en mí, porque estaba deseando po­
nerse en mis manos.
M a r t h a : Por tanto, estaba enamorada.

Ireu d se echa a re ir; una risita seca y sin alegría.


I recjd (con esa voz que adopta cuando habla de si mismo, siempre irónica y
sin cordialidad): Enamorada, sí, pero no de mí. Mírame, Martha, y
dime si se puede...
[illa le interrumpe por cansancio, sin viveza.
M a r t h a (interrumpiéndole): Siempre estás repitiendo lo mismo. Si
eres lo suficientemente bueno para mí ¿por qué no lo serías para
ella?
Freud empieZA a tamborilear contra el cristal. Busca una respuesta. De pronto se vuelve
hacia Martha y le responde con una pasión contenida; acaba de encontrar la idea.
No hablemos de m í. Veamos el caso de Cecily. No amaba a
F reud :
Breuer por sí mismo, sino que se sentía entre sus manos, como un

224
niño; él la dominaba, era autoritario y tierno. Era como la reencar­
nación del padre muerto y...
Busca en su mente:
Entonces, ella... le transfirió los sentimientos que albergaba con res­
pecto a su padre.
Martha, estupefacta e indignada, se vuelve hacia Freud.
M arth a: ¡Pero eso es absurdo!
(U napausa): ¿Y Dora? Su padre vive todavía...
F reud : Entonces será alguna otra persona. Alguien de mi edad...
que ellaam a sin confesárselo. Y me ama a mí en l u g a r de a ese hom­
bre.
Ahora, los dos interlocutores están fren te a frente.
M a r t h a : ¿Q ué h om bre?
Er kud : N o lo sé, pero lo sabré. De todas maneras... es un desplaza­
miento de sentimientos... Yo sólo soy una imagen del otro, un sím­
bolo. También Dora ha hecho una transferencia.
M a r t h a : Una transferencia. ¡Q ué nombre tan bonito! Lo explica
todo. Y mi amor por ti ¿era una transferencia?
F r e u d : ¿P o r qué no?
M a r t h a : Entonces ¿amamos sólo unas sombras?
F r e u d : N o lo sé. Es algo que acabo de com p ren d er...
Ya veré adonde puede llevarme eso...
M a r t h a (irónica y fría ): ¿Sin transferencia no hay hipnosis?
F reud : En todo caso, no hay confianza. La enferma no hablaría.

De pronto, comprende:
¿Sabes? La transferencia es la relación normal entre el médico y el
neurótico.
M a r t h a : Comprendo.

Se aparta de Freud, que se vuelve de nuevo hacia la ventana y que no hace ni un gesto
para retenerla. Está persiguiendo su idea apasionadamente.
Martha lanza una ojeada a la enfermita, que respira sosegadamente,y sale. Va a su ha­
bitación para ver si sus dos hijos siguen durmiendo. Se nota que está profundamente turbada.
Uno de los niños se ha destapado mientras dormía; ella lo arropa de nuevo con las man­
tas y las remete con cuidado, sin dejar de reflexionar. Luego entra otra vez en la habitación de
los niñosy va junto a Freud, que no se ha movido.
Un breve silencio. Luego:

225
M a r t h a : E s sucio.
F reu d : ¿Q ué?
M a r t h a : lis o s falsos am ores... esas sustituciones... cóm o los ex p lo ­
táis.
F reud : ¿Crees que una enfermedad es algo limpio?
M a r t h a : Y o soy una mujer honrada y tú te sientes orgulloso de que
así sea. En otro tiempo me prohibiste ir a patinar y no querías que ni
siquiera saludara a Irma Stein porque tenía mala reputación; todavía
hoy, me prohíbes algunas lecturas.
Té lo digo francamente, en nombre de lo que siempre he sido y de lo
que tú has hecho de mi, me horroriza lo que sucede en tu consulta.
No son celos, es asco. Piénsalo bien, Sigmund; ¿estás seguro de que
una mujer puede vivir al lado de un marido cuyas ocupaciones le re­
pugnan?

I reud la mira preocupado. La luz deI día ilumina sus dos rostros demacrados y ensom­
brecidos por la noche; las arrufas y las ojeras contribuyen a dar a su conflicto algo de trágico y
de irremediable.
¿No quieres renunciar a esa...
(i oh una ironía despreciativa:
...terapia?
I reud parece trastornado. Se muestra tierno y efusivofrente a Martha que está glacial.
I'reu d : ¡Martha! Sabes muy bien que no se puede retroceder jamás.
M a r t h a : ¿Ni siquiera cuando se corre el peligro de perderse?
I’reud : T en em os la certeza de que vam os a descubrir...
M a r t h a : Un secreto vergonzoso. Algo así como un secreto de
fami­
lia.
Antes me contabas todo... ahora te callas, pero cuando por la tarde
sales de tu consulta, tus ojos me dan miedo.

Brusca e impulsivamente le echa los brazos al cuello. Con pasión:


¡Sigmund! Por nuestra felicidad ¿no quieres...
Se oye un timbrazp.
(Timbrazo en «off».)
Freud y Martha no prestan atención.
Freud mira a Martha con una especie de pasión desolada.

226
(Ruido de una puerta que se abre.)
La criada abre la puerta.
Voz en « off » de l a c r ia d a : El doctor Fliess acaba de llegar.
El rostro de Martha se vuelve de hieloy deja caer los brazos. Freud se yergue con expre­
sión de dureza.
Martha. Ni siquiera por nuestra felicidad.
F re u d : N o ,
M artha (de nuevo glacial): Entonces, no me hables jamás de nada.
Sólo de los niños, la casa, los padres. Lo demás quiero ignorarlo.
Freud la mira con angustia.
Es ella la que se vuelve y le dice a Fliess, a quien no vemos:
Marth a: Buenos días, doctor. Creo que nuestra hija se ha salvado.

(29)

QUINCE DIAS DESPUES, POR LA TARDE

Fliess y Freud caminan por el Ring a pleno sol; se dirigen paseando hacia un gran puente
de hierro que cruza el Danubio. Muchos transeúntes en el Ring. Gente bien vestida y tiendas
suntuosas.
Fliess (chistera, bastón, chaqué negro —mucho más elegante que Freud—) mira a los
transeúntesy las tiendas con una expresión divertída y llena de nostalgia.
Una hermosa mujer pasa por su lado y lo mira con atrevimiento. E l le devuelve la mirada
con un aire de conquistador que no le conocíamos e incluso la sigue con los ojos sin importarle
volver la cabeza para hacerlo. Casi podríamos pensar que es de ella de quien se despide.
F liess (con una ligera melancolía que se burla de s í misma): ¡Adiós! ¡Adiós!
En cambio Freud está francamente triste. Camina en medio de la gente sin verla. A l Oír
las palabras de Fliess, se sobresalta.
F reud (como saliendo de un sueño): ¿A quién dice usted adiós?
F liess (con un gesto): A todo esto. A Viena.
F reud (sinceramente sorprendido): ¿Le gusta Viena? Yo la odio. ¡Gente­
cilla! ¡Amoríos! ¡Chusma!
Y contando los turistas, más antisemitas que habitantes.
F liess (bonachón): ¡Usted no podría vivir en otro lugar!
F r e u d : Es verdad. Pero desde esta noche viveré solo. Cuando usted
se haya marchado, nadie, en esta ciudad, se interesará por mis inves­
tigaciones.

227
Mira p or prim era vez a los transeúntes, sus rostros abatidos, preocupados, inexpresivos o
necios y repite:
Nadie.
Fliess lo mira de reojo y dice:
F liess:Sin embargo, ha vuelto usted a ver a Breuer.
F reud (un poco molesto): Dos veces desde que volvió. Abandona la
psiquiatría.
F liksk (Pardiez! illay que tener el riñón bien cubierto! ¿Y que va a
hacer?
F reud : V u e lv e a su especialidad: la n eu rología.
(Una pausa. Tímidamente):
listamos escribiendo un libro juntos.
Fliess le lanza una mirada aviesa.
¿Sobre qué?
F liess:
F reud:Sobre su método de purificación.
(Una pausa.)
I tem os acord ad o que n o m en cion arem o s los problem as de la sexuali­
dad.
F liess :¿Entonces qué queda?
Palabrería.
F reud (con dulzura): Fliess, cuando los hijos crecen, les corresponde
a ellos alimentar a sus padres. Breuer me ayudó; yo le respeto como
si fuera mi padre y le respetaré pase lo que pase. Va a embrutecerse
con la práctica de la medicina y yo... a mí me gustaría que escribiera
ese libro.
F liess: Demasiados buenos sentimientos, Freud, demasiados. No ol­
vide que la Ciencia es inhumana.
l'reud lo mira amistosamente y quiere seguir hablando, pero renuncia a ello. Caminan en
silencio.
Pasa Dora del brazo de un oficial, ir e u d la saluda, pero ella vuelve ¡a cabeza. Fliess, que
se disponía a saludarla, se abstiene de hacerlo ante la actitud de Dora.
F liess : ¿Quién es?
F reu d : Es Dora, ya sabe usted. Neurosis obsesiva. De pronto dejó
de venir a mi consulta.
Fliess se vuelve y mira a Dora, que se aprieta un poco contra el oficial.
F liess : Parece curada.

228
Freud no se ha vuelto.
F reud (con una risita seca y vengativa): Lo estaría totalmente si me hu­
biera saludado.
Ya han llegado a la orilla del Danubio. Cruzan la calle y se internan en el puente. Algu­
nos coches pasan p or la calzada. La acera está desierta. Están en medio del puente. De pronto,
Fliess detiene a Freud.
F liess : Aquí. Sobre el río, en medio de la ciudad. Es el sitio ideal.
L'reu d : Sí. Ideal.

Se acodan en la barandilla. A la derecha, los edificios que bordean el muelle; a la izquier­


da, p or encima de las casas, la gran noria del Prater con sus vagonetas.
Fliess saca de su bolsillo dos anillos cuyos chatones llevan grabadas unas serpientes.
F lies: Uno para usted. Uno para mí.
Con una sonrisa, para demostrar que no se deja engañar:
Una sociedad secreta de dos personas.
(Más seriamente): Hoy 13 de julio de 1892, en un puente de Viena,
hay dos hombres y son los únicos que conocen el secreto de la Natu­
raleza: la sexualidad dirige el mundo.
Se vuelve ligeramente a l oír el ruido de una calesa y señala a un serio personaje (barba
canosa, sarta de condecoraciones; p or lo menos es un consejero de Estado) que pasa en su coche
particular.
La sexualidad dirige el mundo y ¿1 no lo sabe.
Mira a Freud con insistencia. Sus grandes y fascinantes ojos relampaguean.
Hagamos un pacto.
Usted en Viena, yo en Berlín. Usted el psiquiatra, yo el fisiólogo y el
matemático. Los enfermos le revelan los hechos y yo establezco los
períodos en los que se han producido.
El ritmo, todo está ahí. El ritmo y el número.
Tome el anillo.
Le tiende un anillo. Freud duda en aceptarlo.
¿Qué pasa?
Freud mira al río sin responder.
¿Tiene miedo?
Freud se vuelve hacia él, herido en lo más vivo. Coge el anillo, pero en lugar de ponérselo
en el dedo, lo consert>a en la mano.

229
F reud (con voz donde se trasluce la duda): Pues bien, sí, ten g o miedo.
Tiene miedo y lo confiesa. Eso sólo se lo permite — ya lo sabemos— con los hombres que
juzga superiores a él.
I'reu d :Habrá que remover el fango. Una vez más y para siempre.
Eso... eso me horroriza.
¡ Hess lo mira sin responder. Freud prosigue, indeciso y afligido:
Y además tengo miedo de perder a Martha. No sabe nada pero lo
adivina. Y creo c|ue me contiena. La quiero porque es como yo, se­
vera y púdica. Me reprueba en nombre de las virtudes que yo más
admiro.
Mira su alianza Vel anilla de Fliess que sostiene en la misma mano.
Vivirá como una extraña a mi lado, en esta ciudad abúlica y corrom­
pida que murmurará todos los días: es un asqueroso judío, un puer­
co, como todos los judíos.
Un largo silencio lleno de ansiedad.
F liess : Ahí está el Danubio. Si usted rehúsa, tire el anillo.
I'reud, como si no hubiera oído, con voz roma y baja, como para s i mismo.
I 'reud : Y adem ás y sobre to d o , ten g o m ied o de mí.
F liess (con una soberbia llena de desprecio): Un hogar, una ciudad ¿acaso
cuenta eso? Seremos todopoderosos, I reud.
Gesto hacia el muelle que hormiguea de coches y transeúntes.
F liess : Conoceremos sus instintos ocultos, los orígenes de lo que
ellos llaman el Bien y el Mal y les dominaremos por la Razón.
Bruscamente, I'reud se echa a reír.
(Un poco desconcertado): ¿Que pasa?
I’reud :Estoy pensando en el pobre Meynert, que me dijo: «Haga un
pacto con el Diablo.»
Se pone el anillo en e l dedo.
Y a está.
Fliess sonríe y hace lo mismo.
Nos escribiremos todas las semanas
F liess : y tendremos nuestras
reuniones secretas.

230
F reud : «Congresos» de dos personas.
Freud ha recobrado el dominio de s i mismo. Ahora está casi alegre.
F lie ss : Dentro de diez años, podremos gobernar a los hombres.
Coge ía mano de Freud y se la estrecha.
Ahora, hermano mío, tenemos que tutearnos.

231
Tercera parte

( 1)

Freud se ha mudado a la planta baja de la misma casa. La fam ilia ha consenado el ter­
cer piso completo para domicilio particular.
Esto lo sabremos después, p o r e l diálogo. De momento, reconocemos la consulta. Es la mis­
ma que hablamos visto hasta ahora. Sólo que, cuando alguien se acerque a la ventana y lance
una ojeada al exterior, nos daremos cuenta de que el piso está a nivel de la calle, lo que deberá
provocar cierta sorpresa visual.
E l aspecto fundamentalmente idéntico de las dos consultas se debe a que la segunda ocupa
el mismo lugar en la planta baja que la prim era ocupaba en el tercer piso.
En cuanto al mobiliario, la única diferencia proviene de los nuevos gustos de Freud: los
mismos sillones, el mismo diván —un poco más gastados—, pero encima de los muebles que y a
existían (chimenea, escritorio, mesitas) vemos algunas estatuillas egipcias (auténticas pero
bastante vulgares).
Un hombre con lentes, vestido con una levita negra, muy delgado y con una mirada que in­
funde respeto, espera, con las dos manos apoyadas en la empuñadura de su bastón, y su chiste­
ra sobre la alfombra, a su lado.
(A lprincipio, silencio.)
Tiene los ojos azul pálido, fríos y límpidos, una barba entrecana bastante larga pero rala,
y unos hermosos cabellos casi blancos. Es un hombre de unos sesenta años, «importante» sin
duda alguna (lleva condecoraciones), cuya delgadez, así como la severidad de su porte, dan una
impresión de ascetismo.

2 33
En estos momentos tiene una actitud profundamente reprobatoria, pero no dice nada.
Luego, se oye:
L a vo z en « off » de F reud (más dura, más autoritaria): ¡Hable, Mag­
da, hable! Se lo ordeno.
Se trataba de un guante.
Voz de M a g d a , (en «off»): ¿Qué guante?
E l anciano caballero coge una estatuilla egipcia de un velador y la contempla (sosteniéndo­
la con la mano izquierda, mientras la derecha sigue apoyada en el bastón) con aburrimiento.
Voz e n « o f f » d e F r e u d : Con el que soñó usted.
Voz dk M a g d a (adormecida y cansada): Ya no me acuerdo.
(Un silencio.)
El anciano caballero vuelve a poner cuidadosamente la estatuilla en su sitio. Luego apoya
su mano izquierda sobre la derecha y mira a Freud (al que aún no vemos) con severidad.
E l a n c ia n o c a b a l l e r o : liso no viene a cuento, listamos en la de­
cimoquinta sesión y no hemos adelantado nada.
Descubrimos a Freud sentado (como de costumbre) ante una enferma hipnotizada. Esta
vez se trata de una solterona (alrededor de treinta y cinco años) muy delgada, ella también,
completamente vestida de negro, de rostro poco agraciado (no sólo es realmente fea, sino que p a ­
rece no haber sido nunca joven y alegre).
Por e l momento, la enferma tiene los ojos cerrados, pero incluso en estado de hipnosis con­
serva su aspecto taciturnoy desagradable. Freud, a l oír las reflexiones del padre, se vuelve f u ­
rioso.
Ha recobrado su aspecto sombrío con el que le vimos en la primera parte y sobre todo al
principio de la segunda, pero ha adquirido una seguridad y una autoridad casi tiránica, sobre
todo con los enfermos.
En sus ojosy en el pliegue de su boca hay una mezcla de desprecio y de severidad.
Se ha convertido en ¡o que podríamos llamar un hombre agresivo, dispuesto a violar la
conciencia de sus enfermos para satisfacer su curiosidad científica.
Es, verdaderamente, el hombre en el que se hubiera convertido si realmente hubiese hecho
un pacto con el Diablo.
A l mismo tiempo —cosa que contrasta con su autoridad— sus gestos son más nerviosos.
De vez en cuando, tose. Una tos brevey seca que le desgarra la garganta. No estáfumando.
F reud (cortéspero duro): ¡Chist!
Se levanta sin hacer ruido y va hacia el padre.
(En voz baja pero firm e):
Hay que reconocer, señor consejero, que usted no me facilita la ta­
rea. Nunca he estado a solas con Magda porque en todas las sesiones
está usted presente.

234
El con sejero (con el mismo tonoj: Jamás permitiré que, en mi ausen­
cia, un hombre hipnotice a Magda, aunque sea un médico autoriza­
do.
F reud (con impaáenría): Entonces, tenga la bondad de callarse.

Intercambian una mirada de ira y Freud vuelve a su sitio.


Magda tiene los ojos abiertos. Dice confuerza:
M agda : Me acuerdo de todo. Eran los guantes de mi padre.
Los ojos de Freud brillan con una curiosidad sin bondad.
F reud (con la voz de un policía de Detective Stories): ¿Cuándo los llevaba?
M a g d a : En Kitzbühel. Dos años después de la muerte de mi madre.
F r eu d : ¿Qué edad tenía usted?
M agda: Seis años.
Plano del consejero áulico. Con las manos apoyadas en su bastón y la mirada ausente, no
hace el menor movimiento.
(Grito en «off» de Magda.)
Magda lanza un terrible grito. El anciano ni siquiera se estremece. Continúa erguido y
con la mirada en la lejanía.
Voz e n « o f f » d e M a g d a (grita y solloza): ¡M e hizo daño!
¡Me dio miedo!
¡Ya no era mi padre! Nunca me casaré. No quiero ver más esa mira­
da.
(Esta confesión se termina con gritos inarticulados.)
El consejero no hace el menor gesto. Su rostro no cambia de expresión pero de pronto
unas lágrimas brotan de sus ojos silenciosamente. N i siquiera se le ocurre protestar.
Freud se vuelve y ve llorar a l consejero. Lo mira con una mezíla de estupor y de des­
precio.
E l consejero ni siquiera lo mira. Freud se inclina sobre Magda. La tranquiliza apoyán­
dole la mano en la frente. Cesan sus sobresaltos y la terrible agitación que la dominaba decrece
rápidamente.
F reud (autoritario): Va a despertarse, Magda. Pero le ordeno que re­
cuerde palabra por palabra lo que me acaba de contar. ¿Obedecerá
usted?
M a g d a (como un suspiro): Sí.
F r eu d : ¡Despierte, Magda, despierte! Ya está despierta.

Magda tiene los ojos abiertos. Poco a poco recobra la expresión desabrida y lúcida que
debe de tener en la vida cotidiana.

235
Se incorporay se sienta en la cama.
¿R ecu erd a usted lo que m e ha con tad o?

Magda no cambia de expresión. Responde con voz débil pero normal:


M a g d a : S í.

Freud se ha apartado de ella, aunque permanece sentado.


Magda se levanta. Coge su sombrero sin pronunciar palabra y se lo pone sin volverse hacia
el espejo.
Sus gestos son un poco lentos, diríamos que como entumecidos, pero precisos. Freud ¡a mira
sin decir nada.
El consejero, a su vez, se ha levantado. Ya no hay lágrimas en sus ojos.
Magda se dirige hacia la puerta y el consejero se reúne con ella.
No ha cogido su sombrero, que sigue cerca del sillón, sobre la alfombra. Magda se da
cuenta de que su padre no lleva el sombrero puesto. Con un gesto muy sencillo, muy cotidiano,
va a recoger L'a chistera, vuelve hacia el consejero y se la tiende. Su rostro no expresa ningún
sentimiento.
M a g d a : T u so m b rero , papá.

El consejero coge el sombrero y lo conserva en la mano. Durante este tiempo Freud ha


abierto la puerta. Salen.
Magda la prim era; su padre la sigue. Cruzan la antesala sin pronunciar palabra. Mag­
da coge su sombrilla negra del paragüero, abre la puerta y sale, seguida de su padre.
Freud, que no ha salido de su consulta, cierra la puerta y vuelve a l centro de la habitación.
Luego, como maquinalmente, va hacia la ventana y la abre.
Entonces observamos que nos encontramos a nivel de la calle. Bajo un alegre sol, Freud ve
a l padre y a la hija vestidos de negro, que están cruzando la Bergasse, uno al lado del otro y
sin decir ni una palabra. Se alejan, tuercen por una calle a la derecha y desaparecen.
Freud cierra la ventana y se dirige hacia el fondo de la habitación. Su rostro expresa una
mezfla de desprecio y de desesperación. Se acerca a una estatuilla egipcia y la mira durante
largo rato. Sus ojos se iluminan un poco. Pasa p or detrás de su escritorio y coge una caja p e ­
queña que está abierta y que contiene un objeto envuelto en paja.
Sale p or la misma puerta que el consejero y su hija, coge su sombrero de una percha y se
lo pone (está sujetando la cajita con la mano izquierda y apretándola contra él).
Sale p or la puerta de entrada y sube la escalera.

(2)

En e l tercer piso, se para ante una puerta y llama con tres golpes. La criada viene ense­
guida a abrir. Fia envejecido, pero a l verle, sus ojos reflejan, como siempre, una especie de ad­
miración apasionada. A Freud le tiene sin cuidado. Le da el sombreroy entra por el pasillo.

236
F reud : ¿N o ha llegado n in gú n telegram a?
La c r ia d a : No, señor.

La pequeña Mathilde (tiene diez añ os)y los dos hijos (cuatroy seis años) salen de la ha­
bitación de los niñosy se lanzan hacia él.
Los niños (alegremente): ¡Papá! ¡Papá!
El rostro de Freud se ilumina y les sonríe con una profunda ternura.
F reud (con dulzura): Cuidado, queridos míos, cuidado.
Señala la caja.
Vais a romper todo.
Venga, Mathilde, coge la caja y llévala al comedor. Pero sobre todo
ten mucho cuidado.
Mathilde coge la caja con precaución y la lleva a l comedor, muy orgulloso de su misión.
Freud, y a con las manos libres, levanta p or tumo a sus hijos y los besa con ternura.
Mathilde vuelve.
M a t h il d e : ¡Y a mí! ¡Y a mí!
La coge en sus brazpsy la besa.
F reud : ¡Mi preciosa niña! ¡Mi angelito!
Martha sale de la cocina.
M arth a: ¡A la m esa! ¡A la m esa!

Freud la coge p or los hombros y la besa en la frente. Se sonríen con alegría y afecto, pero
sin la profunda ternura de enamorados que los unía en las dos primeras partes.
Todo el mundo entra en el comedor. La mesa está puesta. Mientras los niños se dirigen a
sus sitios alrededor de la mesa, Freud se acerca a un velador sobre el que la pequeña Mathilde
ha dejado la caja. Saca, de entre la paja que lo envuelve, un pequeño busto egipcio.
Martha lo mira ligeramente contrariada.

M arth a:¡Una más! Sobre todo no tires ni una brizna de paja.


Se enganchan en la alfombra y no hay quien las quite.
Freud ha terminado la operación. Los niños y Martha están y a sentados; Martha sirve a
los dos más pequeños.
Freud va a sentarse a la mesa con todos, llevando la estatuilla.
La coloca delante de é l unporn hacia la izquierda y la contempla.
L a p e q u e ñ a M a t h i l d e (con éxtasis infantil): ¡Q ué bonita!
F reud (a Mathilde, encantado de su admiración): Sí.

237
La criada trae un plato de carne. Martha sirve a Freud.
(A Martha, que le está sirviendo): ¿No ha llegado ningún telegrama?
En realidad lo pregunta para quedarse más tranquilo.
M a r t h a : N o , querido.

Freud se ensombrece ligeramente.


¿Por qué? ¿Lo esperabas?
Sí, de Fliess. Debíamos vernos en Berchtesgaden al principio
F reud :
de la próxima semana, pero no me precisó el día.
Martha parece desagradablemente sorprendida.
M artha: No me lo habías dicho. Entonces ¿te marchas?
F reu d : Sí, p o r tre s días. Si Fliess da señales de vida.
Se hace un silencio. Los niños comen. Martha los vigila con el rabillo del ojo.
Freud está absorto en la contemplación del busto egipcio.
M arth a (al cabo de un rato): Come, Sigmund. Se te va a enfriar la
carne.
F reud (dócilmente): i Ah! Sí.
Empieza a comer sin apartar los ojos de la estatuilla.
Un silencio.
M at h il d e : ¡Papá!
Martha la mira con ojos severosj se pone el dedo en los labios.
M a r t h a : ¡Chist!
(sin hacer caso a Martha): ¡Papá! ¿Por
M a th ild e que miras la muñeca
mientras comes?
Freud, sin apartar ¡os ojos de la estatuilla:
F reud (con dulzura): Porque es mi único momento de descanso, que­
rida mía.
M a t h il d e : P od rías hab lar con nosotros.

Freud vuelve la cabezay mira a Mathilde con cariño.


F re u d : N o , porque...
(Duda, y luego prosigue con un poco de ironía, sabiendo que no le van a com­
prender): Mi profesión consiste en conocer cómo son las personas.
No es muy agradable. Cuando descanso, me gusta mucho más mirar
lo que hacen.

238
(interrogando): ¿Eh?
M a th ild e
M a rth a(muy deprisa): Ya lo comprenderás más adelante, Mathilde.
Deja descansar a papá.
De nuevo el silencio. Freud se ha vuelto hacia la estatuilla y se queda absorto en su con-
■nplación.

(3 )

LAS DOS DE LA TARDE

Rreuer baja de su calesa, entra en el edificio )' sube la escalera.


Después de subir algunos escalones, se da cuenta de su error y los baja de nuevo. Llama a
la puerta del piso bajo.
Sobre la puerta hay una placa dorada: «Doctor Freud. Neurología. Psiquiatría». El
mismo Freud, con un cigarro en la boca, abre la puerta.
F r e u d (amistosamente, pero sin la tímida admiración que demostraba en las
dos primeras partes): Buenos días, Breuer.
Breuer entra y deja su bastón y su sombrero en la antesala.
Buenos días, Freud. ¿Sabe que me disponía a subir al terce­
B reuer :
ro?
Nunca me acostumbraré a su nueva instalación.
Se ríe. Se muestra amable y cortés; ha perdido su superioridad un poco protectora, pero
por esa causa ya no se nota en su voz la generosidad que, hasta entonces, caracterizaba sus re­
laciones con Freud.
Freud tose (tos seca y ronca), antes de responder.
F reud : En realidad he hecho esto sobre todo por Martha. Arriba
está la vida privada ¿no?; los niños, las labores domésticas, los mue­
bles, todo refleja una imagen de sí misma que le gusta. Cuando yo
atendía a mis enfermos en el tercero, ella tenía la sensación de que
violaba su intimidad.
Entran en la consulta de Freud. Este le señala una silla. Se sientan ante el escritorio de
Freud, los dos en e l mismo lado. Breuer saca un manuscrito de su cartera y lo coloca delante de
Freud.
B reuer : Esta es nuestra introducción.
Freud lo coge.

239
Tose.
¿Por qué tose?
Freud se encoge de hombros.
Creía que ya no fumaba.
F r e u d : Fliess me permite cinco cigarros al día.

El nombre de Fliess no le resulta agradable a fíreuer. Se nota.


Señalando su cigarro:
Es el primero del día. El mejor.
Mira el manuscrito y lo empuja ligeramente.
Si usted quiere, lo leeremos después.
(Consulta su reloj.
Espero a una enferma dentro de cinco minutos. La señora Doelnitz.
Me preocupa; me gustaría que usted la viera conmigo.
B r e u e r (con cortesía pero sin entusiasmo): Con mucho gusto. Pero y a
sabe que disentimos...
Fr e u d (rápidamente): No se trata de ningún punto en el que estemos
en desacuerdo.
.Ve levanta.
Se trata de lo siguiente: la enferma reacciona mal al hipnotismo. ()
quizás sea yo el que no sepa hipnotizar.
Por el contrario, cuando se tiende en este diván s i n e s t a r d o r m i d a me
parece que habla de buen grado y que me revela mucho más de sí
misma.
Breuer lo escucha sin benevolencia.
Desde luego, la transferencia es evidente. Entonces me repito la pre­
gunta que me hago desde el desgraciado asunto de Dora: puesto que
la transferencia es lo que permite que el médico hipnotice al enfermo
¿para qué es necesaria la hipnosis?
Se ríe.
Va usted a decirme que no me cuente cuentos y que simplemente lo
que sucede es que soy un mal hipnotizador.
B reuer (bastante seco): N o le v o y a decir eso; ún icam en te v o y a p re ­
g u n ta rle qué es lo que queda de n u estro m étodo.

240
F reud (con énfasis): ¡Todo! ¡Absolutamente todo! Yo...
Llaman a ia puerta.
Por lo demás, va usted a verla.
E l criado abre la puerta de la consulta.
El c r ia d o : El se ñ o r Doelnitz.

Entra Doelnitz, un gigante. Alrededor de treinta y cinco años. No lleva barba sino pa ti­
llas. Tez rubicunda, gruesos bíceps que se marcan bajo las mangas de su chaqueta. Traje de
sport.
Tiene un aspecto saludable y alegre, diestro para todos los deportes, pero poco dotado para
los ejercicios intelectuales. En este momento parece muy irritado.
Freud, a l ver a l gigante, se yergue; durante toda la escena conservará la calma, pero se
nota que le embarga una fu erte y fría cólera. Dirigirá toda la escena siguiente con una autori­
dad soberana, pero por momentos con una violencia contenida que raya en la malevolencia.
F reud (fríamente): Señor Doelnitz, yo esperaba a su mujer.
D o e l n it z (responde inmediatamente y en igual tono, pero con menos controly
exteriorizando más su violencia): Doctor Freud, he venido para decirle
que mi mujer no volverá jamás.
F r f .u d : Muy bien, ya me ha dado usted el recado. Puede retirarse.

Doelnitz, en vez de obedecer, coge una silla y se sienta.


Si me lo permite, tengo algunas rosillas que decirle.
D o e l n it z :
F reud: Señor, está usted cometiendo lo que se llama una violación
de domicilio. Podría hacerle expulsar por la policía. Pero por consi­
deración a su mujer, que hasta nueva orden considero como a una pa­
ciente, accedo a escucharle.
Doelnitz parece poco impresionado. Mira a Breuer con animosidad.
No conozco a ese señor.
D o e l n it z :
F reud: Es el doctor Breuer, un gran neurólogo; hablará usted delan­
te de él, o se marchará.
Breuer hace un movimiento como para levantarse.
F reud: De n i n g ú n modo, Breuer; quédese, por favor.

241
El criado abre la puerta del fondo.
E l c r i a d o : Preguntan por el doctor Breuer; dicen que es urgente.
Breuer se levanta.
F reud (a Doelnitz): Tiene usted suerte.
Breuer va hacia la puerta y sale. Doelnitz lo sigue con la mirada.
I lable.
D o elnitz : S eñ o r, usted n o es un m édico.
F reu d : Soy un charlatán. Eso ya es sabido. ¿Es todo lo que tiene que
decirme?
D o eln itz : N o .

La puerta del fondo se abre, fíreuer aparece con el sombrero puesto.


B re u e r: Es una urgencia. Volveré dentro de media hora.
Cierra la puerta.
F reud (a Doelnitz): Dispone usted de media hora.
D oeln itz : Señor, mi mujer está enferma desde que usted la atiende.
Fjreud : ¿No lo estaba antes?
D oeln itz : N o .
F reu d : Entonces ¿por qué m e la envió?
D oeln itz : Estaba enferma, pero n o de gravedad.
I:reud : Tenía exactamente la misma enfermedad, señor. Sólo que
esa enfermedad le molestaba a usted menos.
D oelnitz (tratando de comprender): Me molestaba menos...

Por fin comprende.


Sí, me molestaba menos. ¿Y qué? No quiero que ahora me moleste.
Después de todo, soy yo quien paga.
F reu d : Señor, su mujer padece una grave neurosis de angustia. Si
tanto le importa a usted su propia tranquilidad, átele una cuerda al
cuello y tírela al Danubio.
Doelnitz golpea violentamente el brazo de su sillón, se levanta y empieza a caminar agua­
damente.
Si quiere que le tome en serio, tiene usted que calmarse.
Doelnitz se dominay vuelve a sentarse.
D o eln itz : Ya no es mi mujer.

242
Freud levanta las cejas con una expresión de irónico asombro.
Usted le ha prohibido tener relaciones conmigo.
F reud (fingiendo que no comprende): ¿Relaciones?
D o elnitz : Sabe usted muy bien lo que quiero decir. Las que una es­
posa debe tener con su marido.
F reud : ¡Ah! Ya entiendo. Pues bien, sí. Le he prohibido esas... rela­
ciones mientras dure el tratamiento.
Doelnitz salta de nuevofu era del sillón, da un golpe sobre el escritorio de F reu dy le habla
a la cara.
D o elnitz : Pero yo soy un sanguíneo, y los médicos me han dicho
que necesito tener esas relaciones...
F reud : Si esos médicos se lo han dicho, pídales usted unos calman­
tes. No es a usted a quien atiendo sino a su mujer.
De momento, esas relaciones le son perjudiciales.
D oelnitz (indignado): ¡Perjudiciales! ¡Pero si eso es algo natural, se­
ñor!
F reud : Sabe usted m uy bien que, ahora, ella las detesta.
D o eln itz (desconcertado): Mi mujer le ha... Sí, no le gustabaeso, pero
al fin y al cabo se prestaba a ello. Mientras que ahora...
F reud : Cada vez que ella accedía, tenía una crisis de angustia. ¿Y a
usted no le da vergüenza exigir de su mujer...?
D oeln itz (con violencia y desesperación): ¡Ay! Yo no puedo, señor. Ese
es nuestro drama.
F reud (aprovechándose de su superioridad): Tenga la bondad de sentar­
se.
Doelnitz, confuso, se sienta de nuevo.
Si usted no me obedece, antes de tres años habrá que encerrar a su
mujer.
Freud adopta e l tono de un policía.
Por otra parte, hace tiempo que tiene usted otras diversiones.
D o eln itz : ¿Eh?
F reud : Sí, las criadas.
D o eln itz : ¿Se lo ha dicho ella?
F reud : Sí.

Una pausa. Doelnitz, abrumado, permanece sentado en su sillón. Bruscamente monta en


cólera de nuevo.

243
¿Y usted? ¿Usted pretende curarla metiéndole porquerías
D o eln itz :
en la cabeza?
F r eu d : ¿Q ué p orqu erías?
D oeln itz : N o sé. ¡Tiene la cabeza llena!
F r eu d : ¡Y usted tam bién! Y sin em b argo y o n o le estoy tratan d o.

Doelnitz se levanta de nuevo. Esta vez empieza a caminar p or la habitación.


D o eln itz : Desde hace quince días, y cada vez que viene a verle a
usted, nos habla de su tío Hubert. No tiene otra palabra en la boca.
No quiero que le recuerde usted al tío Hubert.
F reud : ¿Por qué?
D oeln itz : En primer lugar porque está muerto.
F reud (sonrisa irónica): ¿Y además?
D oeln itz : Y adem ás porqu e son porquerías.
I’ re u d : ¿E s una p o rq u ería hab larle de su tío?
D o eln itz : Sí.
F r eu d : ¡No me diga! ¿Y por qué?
D oeln itz : Porque era un puerco.
(Una pausa. Con violencia.)
¡Lo conseguirá, señor, lo conseguirá! ¡Ya lo veo venir...! ¡Y de lejos!
F reud : Le agradeceré que me llame doctor. ¿Qué es lo que consegui­
ré?
D o eln itz : Hacerle creer que su tío Hubert la violó.
F reud (muy interesado): ¡A h !
(Una pausa.)
¿Y no es verdad?
D o eln itz : ¡Sí, señor! (Rectificando): ¡Sí, doctor! ¡Sólo que para ella,
es falso!
F r eu d : ¿Por qué?
D o elnitz : Porque se lo hemos ocultado. Todo el mundo, empezan­
do por su madre. Y terminando por mí cuando su madre me lo con­
fesó.
( Con desafío): Nosotros tenemos tacto.
F reud : S eñ o r, si a usted le v io la ra n ¿cree que p od rían o cu ltárselo ,
incluso ten ien d o m ucho tacto?

A l oír esta hipótesis, el asombro del gigante no tiene limites.


D oelnitz (estupefacto): ¿Violarme? ¿A mí?
Se deja caer en la silla y se seca el sudor de la frente.

244
¡Pero si mi mujer tenía seis años, doctor!
F reud : ¿Y usted cree que no se dio cuenta?
D o eln itz : Sí, pero lo ha olvidado.
F re u d : ¿Qué quiere decir olvidar?
D o elnitz (cada vez más desconcertado): Quiere decir eso: olvidar.
F re u d : E so quiere decir: no querer acordarse de un recuerdo.
Si usted lo dice.
D o elnitz :
F re u d : ¿Y
dónde está ese recuerdo? ¿Cree usted que voló? Sigue
dentro de ella, señor, inconsciente, reprimido, y es ese recuerdo el
que lo pudre todo; ¡el que provoca sus angustias! El que hace que el
amor le repugne.
Doelnit?, escucha apasionado, haciendo un esfuerzo intenso para comprender.
D o elnitz :¿Quiere usted decir que no soy yo quien le repugna?
F reud :Por supuesto que no; su mujer tuvo un choque en su infancia
y eso hizo que le repugnasen todos los hombres.
E l rostro de Doelnitz se ilumina.
Tenía usted miedo de que su persona física...
D oelnitz : Sí, y me sentía humillado.

Con una violencia brusca:


De todas formas, ¡vaya puerco!
F reud (sorprendido): ¿Q u ién?
D o eln itz : ¡El tío Flubert!

Freud hace una mueca silenciosa que permite adivinar lo que siente.
Cuando usted la haya curado ¿ya no le repugnaré?
Llaman a la puerta.
F reud: ¡Adelante!
Es Breuer. Está pálido y sombrío. Mira a Freud con una especie de rencor.
Freud, totalmente concentrado en Doelnitz, le sonríe sin darse cuenta de su actitud. Luego
se vuelve hacia Doelnitz
F reud (profundamente sincero): No, ya no le rep u g n ará usted.

Doelnitz se levanta, muy contento.


D o eln itz : G ra cia s, d octor.

Freud se levanta, autoritario como siempre, pero relajado.

245
F reu d : Le ha hecho usted perder una sesión.
Acompañándole hasta la puerta:
Dígale que venga mañana a las siete de la tarde.
D oelnitz (dominado): Bien, doctor.

Ya en la antesala, se vuelve hacia Freud, a quien domina con su estatura, y le pregunta


tímidamente:
Doctor, a veces me pregunto si no seré un neurótico. ¿Accedería us­
ted a examinarme?
Misterioso y prometedor:
Si usted me hipnotiza, yo podría contarle unas cosas... Ni siquiera se
las puede imaginar.
Freud lo mira; Doelnitz respira salud física y moral. Se echa a reír, irónico pero sin anti­
patía.
F reud (cerrando la puerta): Volveremos a hablar de ello cuando su
mujer esté curada.

(5)
Vuelve a l lado de Breuer.
El decimotercer caso.
Breuer se sobresalta. Estaba pensando en otra cosa.
B reuer : ¿Q ué?
F reu d : El d ecim o te rce r caso de n eu rosis en el que he establecido
que la en ferm a, en su in fan cia, fue víctim a de u na agresión sexual
com etid a p o r un adulto.

Breuer apenas le escucha; tiene la sombría complacencia del hombre que va a satisfacer sus
rencores, interpretando el papel de justiciero.
B reuer : ¿Ha visto usted a Magda esta mañana?
F r eu d : Sí, y precisamente...
Se calla de repente, al ver el rostro de Breuer. Tiene miedo pero no se atreve a interrogar­
le. Breuer dice, con una voz neutra pero que apenas disimula su malvado triunfo:
B reuer :Era su padre el que me llamaba. Magda acaba de tirarse por
la ventana.

246
Una pausa. A lfin, Freud puede hablar.
F r e u d (con esfuerzo): ¿Muerta?
B r e u e r (tomándose tiempo): No, fractu ras, con tu sion es, p e ro si n o hay
hem orragia in te rn a creo que sald rá de esto.

Freud se vuelve y se dirige lentamente hacia su escritorio. Su rostro está descompuesto.


Empiezo a toser.
F re u d (tosiendo): Esta mañana me dijo que su padre había abusado de
ella cuando tenía seis años.
B r e u e r (indignado): ¡El consejero áulico? ¡Eso es una sucia mentira
y usted la ha incitado a decirla!
Freud se vuelve bruscamente hacia Breuer, pero le responde sin violencia, con una profun­
da tristeza.
F re u d (con tristeza): ¡B reuer!
(Una pausa.)
Su padre estaba presente y lloró. Sin una palabra de protesta.
B r e u e r (con una estupefacción casi cómica): ¡E l1con sejero áulico!

Se nota, p or e l estupor de Breuer, que siempre ha respetado a los personajes oficiales y a


los importantes de este mundo.
¡Es increíble!
Parece abrumado, él también. Freud da la vuelta a l escritorio y va a sentarse en su silla,
abatido y cansado. A l cabo de un momento:
( Con convicción): I lay que abandonar, Freud.
Freud responde sin levantar los ojos.
F r e u d (sombrío): ¿Abandonar qué?
B r e u e r : Todo. Todo esto.
F r e u d : Es su m étodo.
B r e u e r : ¡Ah, no! Me niego a reconocerlo.
F r e u d : Usted revelaba a los enfermos la verdad sobre ellos mismos.
B r e u e r : Cuando podían soportarla.

Freud, con voz sorda y los ojosfijos, como si pensara en él mismo:


F re u d : Nadie puede soportar la verdadera verdad sobre sí mismo.
B reuer : ¡Ya lo ve usted!
F re u d : Estamos aquí para descubrirla y para ayudar a la gente a mi­

247
rarse de frente. Con nuestra ayuda, podrán hacerlo; al canto del ga­
llo, los vampiros se desvanecen; no resisten la luz del día.
B reuer : Magda ha querido matarse porque estaba loca de vergüenza
y de horror.
Hay casos en los que la mentira es más humana.
F reud : ¿Estaba menos loca cuando se mentía?
B reuer : Era menos desgraciada.
F r eu d : El tratamiento no ha hecho más que empezar; iré a su casa
y...
B reuer : N o le recibirán.
F reud (sorprendido): ¿Qué?
B reuer : Me lo ha dicho el padre.
F reud : ¡Pero eso es un crimen! Si. se interrumpe la cura ah ora,
¡todo está perdido!
B reuer : Todo está perdido, haga usted lo que haga.
(Una pausa.)
Tiene usted suerte de que Magda haya fallado su suicidio.
(Una pausa.)
Si se hubiera matado, no me gustaría estar en su pellejo.

I'reud está desorientada; sus respuestas son defensas Dl-Htl.i:s; se diría que ya no tienefe.
F re u d : T od os los m édicos c o rren riesgos.
B r euer : Riesgos calculados, sí. Pero n o éste. Saben adonde van y
usted no.

i'reud está abrumado por la durezti de Breuer. Le habla amistosamente con una recobra­
da deferencia.
F reud : Estoy atravesando un momento... difícil. Breuer ¿no podría
usted... ayudarme?
Breuer parece un poco más sereno ante esa llamada de socorro que le recuerda el tiempo en
que protegía a Freud.
B reuer : Yo bien quisiera pero ¿qué puedo hacer? Usted ve el sexo
en todas partes y yo no puedo secundarle...
F r eu d : Magda...
B reuer : Sí, Magda. Quizás sea verdad en cuanto a ella. Y aún así...
Pero no en todos los casos.
Con autoridad pero amistosamente:

248
¡Usted amafia a sus enfermas, Freud, las acosa! Deténgase si aún está a
tiempo.
Puede usted creerme: yo sé lo que son los remordimientos.
Con voz turbada. Tiene la confianza de confesar sus remordimientos a Freud.
He visto a Loewenguth, que atiende a la madre de Cecily. Están
arruinadas. Viven en una casita aislada en la Prinz Eugen Gasse. El
estado de Cecily ha empeorado.
( Una pausa.)
Más valdría que estuviera muerta.
Freud se ha recobrado; los remordimientos de Breuer le han devuelto su agresividad.
Freud: ¿Qué será de la Ciencia si los científicos no dicen lo que ellos
creen que es la Verdad?
¡Viena está podrida! ¡Por todas partes hay hipocresía, perversiones,
neurosis!
Se levanta y anda a zancadas.
¿Cree usted que a mí me gusta hundir mis manos en esa letrina?
(Una pausa.)
Un consejero áulico. ¡Con su rostro de asceta! (Con violencia): ¡Es un
perro! Si Magda muere será él quien la habrá matado. No yo.
Va hacia Breuer, aún violento, pero con amistad:
Limpiaremos esta ciudad o la haremos estallar.
Profundamente convencido.
No puedo concebir una sociedad sana basada en la mentira.
Empieza a toser. Con voz ahogada por la tos:
¡Un consejero áulico!
Bebe, y luego, muy sombrío, dice confirmeza:
Hay días en que el hombre me da horror.
Breuer lo mira en silencio, desconcertado, en parte dominado p or esa violencia y sombría
fuerza, y en parte compadecido.
Freud, con mucha dulzura:
¿Le importaría mucho que dejásemos el trabajo para mañana?
(Con confianza: es casi una confesión): No me siento muy bien. Y ade­
más... Tengo que poner en orden mis ideas.

249
Rreuer le sonríe afectuosamentey le estrecha la mano en silencio. Sale; en e l umbral de la
puerta se vuelve y dice muy afectuosamente.
B r euer : Hasta mañana, Freud.
La puerta se cierra. Freud no se ha movido. De pronto llama con voz angustiada:
F r e u d : ¡B reuer!

La puerta del piso se cierra; Breuer no le ha oído.


(Ruido en «off» de una puerta que se cierra.)

( 6)

Lre/td, una vez solo, empiezo de nuevo a toser. Vuelve a su escritorio; ya no hay agua en
la garrafa.
Da la vuelta al escritorio, tose de nuevoy aprieta la mano derecha contra su pecho a la al­
tura del corazón. Parece que se encuentra mal. Se deja caer en su silla, saca el reloj del bolsillo
del chaleco y lo coloca sobre el manuscrito de Rreuer. Luego se toma e l pulso mientras mira el
reloj. Se nota que le va a sobrevenir una crisis.
(Ruidos en «off» de varios timbrazos.)
(Ruido de una puerta que se abre.)
(Llaman a la puerta de la consulta.)
Freud se incorpora.
F reud (dominándose): Adelante.
La criadita de Martha entra, ¡ rae un telegrama. El rostro de Freud cambia totalmente.
Se levanta con los ojos brillantes )' completamente dueño de s í mismo.
Démelo.
Abre el telegrama y lo lee mientras la joven criada lo mira con una expresión socarrona y
tierna. Freud se vuelve hacia ella con el rostro iluminado.
F reud : V a ya a d ecir a la señ ora que haga el fa v o r de p rep ararm e la
m aleta.
Me voy a Berchtesgaden esta noche.

250
(7)

A l día siguiente, hacia las cuatro de la tarde, en los alrededores de Berchtesgaden, en la


montaña, a dos m il metros de altura.
Dos hombres aparecen p or un recodo de un sendero de montaña, en medio de un paisaje
espléndido. Por encima de ellos, unas cimas nevadas; a su alrededor la roca y los cascajos, un
poco más ahajo, los pastos y alfondo, el valle.
Los dos hombres van igual vestidos o casi igual (chaqueta tirolesa de cuero, sombrero fle ­
xible con una pluma, también de estilo tirolés. Llevan pantalones largos y zapatos de monta­
ña), cada uno de ellos se apoya en un alpenstock.
Son Freud y Fliess. Freud anda deprisa y Fliess se fuerza un poco para seguirle (pero
sin que la diferencia sea muy sensible).
Freud, después de dudar un momento, decide acortar camino, bajando p or entre las rocas
y los cascajos para llegar a l sendero que se encuentra doscientos metros más abajo.
Desciende />/;' t.. im p or los terraplenes de rocas desprendidas, como un paseante experi­
mentado.
Fliess le sigue pero de frente a la pendiente. E l resultado es que se resbala y cae de espal­
das riéndose.
A l oír el ruido, Freud se vuelve, sube de nuevo la pendiente e intenta ayudar a Fliess a
levantarse. Pero éste ya se ha puesto de p ie él solo y se sacude el pantalón riéndose de su con­
tratiempo. (Es sincero; ni rastro de humillación. No es ahí donde se manifiesta su orgullo.)
F reud: Haz como yo. Baja de lado, no corres peligro y puedes fre­
nar.
Empieza a bajar de nuevoy esta vez Fliess le imita, desde un poco más lejos.
Freud llega el primero a l caminoy espera a Fliess mirando hacia la montaña, con los ojos
fijos en las cimas más que en el valle. Fliess salta a l camino, jadeante pero feliz.
Te las has arreglado muy bien.
F lie ss : Sí, pero estoy sin aliento.
Vamos a sentarnos.
Señala una roca plana a l borde d el sendero. Se sientan. Con admiración:
¡Qué entrenamiento!
Se diría que no has hecho otra cosa en tu vida.
Freud parece casifeliz,
E s lo único que he hecho durante toda mi vida. Cuando es­
F re u d :
toy de vacaciones, tengo que trepar.
Cuanto más arriba subo, más feliz me siento.
Habla sin mirar a Fliess, con los ojosfijos en las cimas.

251
F liess : Si yo fuera Sigmund Freud, sacaría la conclusión de que te
gusta dominar.
F reu d : Puede ser.

Señalando las cimas nevadas que están encima de ellos.


Y además, eso no tiene vida. Son piedras. Nieve. Nadie.
Coge una piedra del borde del senderoy la mira.
Es seco. Es limpio. ¡La muerte!
l ira la piedra delante de é l y la mira rodar por la pendiente.
Con frecuencia me he preguntado si no tendría deseos de morirme.
Como para s i mismo.
¿Deseos? ¿Miedo? No lo sé.
Se recobra.
En el fondo, todo el mundo debe de ser como yo.
Fliess lo mira sonriendo.
F lie ss : Yo n o ten go deseos de morirme.
F re u d (afectuosamente) : Sí, pero tú no eres como «todo el mundo».
Tienes grandes cosas que hacer.
F lie s s (con sencillez y convencimiento): Es verdad.
(Con un ligero remordimiento):
N o s o tr o s haremos grandes cosas, Freud.

Freud se levanta bruscamente.


F reu d : Fistá anocheciendo muy deprisa. Vámonos.
Un momento después.
Cuatrocientos metros más abajo. El día empieza a declinar. Las cimas tan altas resultan
aplastantes. Los dos paseantes entran en el sombrío valle.
Esta vez es Fliess quien abre la marcha y Freud quien lo sigue.
Desde luego Freud está menos cansado que Fliess pero una resistencia interior lofrena.
(cordialpero nervioso): ¡Pero bueno! ¡Ahora eres tú el rezagado!
F lie s s
Bajemos por allí.
Señala el cauce de un torrente (sin agua) que se ve entre ¡os árboles. E inmediatamente
empiez/t a bajar (de lado); Freud lo sigue sin esfuerza, ágilmente pero sin alegría.
¡Vamos! ¡Deprisa! ¡Deprisa!

252
Llegan a un nuevo sendero. A l desembocar en él, ven Berchtesgaden a sus pies. Aún hay
luz en el valle, pero en Berchtesgaden algunas ventanas están y a iluminadas.
Fliess quiere continuar la marcha, pero Freud lo detiene.
F reud : Espera un momento.
F liess (dispuesto a disfrutar de su nueva superioridad): ¿Ya estás cansado?
F reud : ¡Oh, no!
Muy sombrío y señalando a Berchtesgaden.
Vamos a tener que entrar ahí.
Fliess, sorprendido p or ese tono, le lanza una ojeada inquisitiva.
F liess : ¿Qué te pasa? Parece que no te sientes bien.
Freud se detiene. Fliess, impaciente, hace lo mismo.
F reud: Escucha, Wilhelm.
Freud duda.
¡Bueno, bueno! Ya me lo contarás luego. No me apetece que
F liess :
se nos haga de noche; yo no tengo tus ojos de gato.
Q uiere reanudar la marcha.
Freud lo retiene.
F reud : U n a de m is en ferm as se ha tirad o p o r la ven tan a.
F lie s s (in diferen te): ¡Ah!
F re u d : Y o le había hecho e v o c a r un recu erd o reprim ido: cuando te­
n ía seis años, su pad re abusó de ella.

Fliess saca una libreta del bolsillo.


F liess : Interesante. ¿Fecha de nacimiento?
F re u d : Me la sé de memoria: ó de octubre de 1860.
F liess : ¿Fecha de la agresión sexual?
F r e u d : Fue en 1866.
F liess (impaciente): Naturalmente, puesto que tenía seis años. Te es­
toy preguntando el mes y la hora.
F re u d : N o lo sé. ¿N o te d igo que se ha...?
F liess : Tirado por la ventana, sí. ¿Cómo quieres que trabaje con
unos datos tan poco precisos?
Freud se encoge de hombrosy calla.
¡Venga, ven! Podemos hablar mientras andamos.

253
Reanudan su marcha. Freud mira con nostalgia el cielo puro y helado, muy alto, sobre sus
cabezas.
A sus pies la oscuridad es cada vez más densa.
( Condescendiente, como alguien que se dispone a interpretar el papel de consola
dor):
¿Es esa muerte lo que te preocupa?
Freud habla confiadamentey con esperanz/i-
F reud : N o está m uerta.
1 x ie ss : ¿Se salvará?
F'r ku d : Sí.

Se nota claramente c¡ue cuenta con la ayuda de Fliess; necesita que le den valor.
F m ess : ¿Pues entonces?
F’r ku d : ¿Y si se hubiera matado?
F liess: ¡Que pregunta más ridicula! En el mundo no hay si. No se ha
matado: punto.
Freud no responde. Se nota que está decepcionado y que lucha contra esa decepción.
Fliess se da cuenta y comprende que debe hacer un esfuerzo suplementario.
Bien. Admitamos que hubiera muerto.
¿Es familia tuya?
I’reud : Claro que no.
F liess : Pues si n o es nada tu yo , n o co m p re n d o qué te puede im p or­
tar.
(Una pausa.)
Oye, ya es casi de noche. No quiero arriesgarme a romperme una
pierna.
Apresura el paso.
■ Apresuran el paso.
Qué quieres que te diga. Son riesgos de la profesión.
Fil general más importante de Prusia y el mejor cirujano de Berlín
tienen más o menos los mismos muertos sobre la conciencia.
¿Fue Breuer quien hizo que te preocuparas tanto?
Freud asiente con un gesto.
Lo sospechaba. Es el típico representante de la sensiblería vienesa.
iValses! ¡Valses!, y torrentes de lágrimas. Nunca sabréis guerrear.
¡Ay!

254
Se ha torcido un pie y p or poco se cae. Da algunos pasos a la pata coja con una mueca de
dolory se sienta en el tronco de un árbol.
F reud (preocupado): ¿Qué te ha pasado?

Fliess se frota el tobillo p or encima del zapato.


F liess(malhumorado): He tropezado contra una piedra. (Con rencor):
Ni siquiera nos vemos los pies.
Deberíamos haber regresado más temprano.
(Una pausa.)
No es nada.
Se pone de pie.
¡Adelante, marchen!
Camina cojeando. Freud quiere ayudarle pero él le rechaza.
No hace falta.
De hecho, rápidamente su paso vuelve a ser normal.
¿Quién era esa buena mujer?
F reud : Una solterona. No se separaba jamás de su padre... Apenas
salía.
Fliess le escucha cada vez más decepcionado.
F liess :¡Qué vida de topo!
¡No hubiera sido una gran pérdida!
( Conciliador):
Pero soy de tu opinión: no hay que despilfarrar las vidas humanas.
( Confuerza):
¡Y no lo haremos, Freud! Aún andamos a ciegas. Pero por una que
perdamos salvaremos mil, después.
¿Sabes lo que dicen los berlineses,que no son mujercitas precisamen­
te? «No se pueden hacer tortillas sin romper los huevos.»
Es lo que querías que te dijera, ¿no? ¿Estás contento?
Freud hace unforzado movimiento con la cabeza que puede pasar p or una afirmación.
Entonces no hablemos más de ello.
Desaparecen por un recodoy cae la noche sobre un paisaje desierto.

255
(8)

Los volvemos a ver un momento después en el comedor de un hotel de segunda categoría.


La «temporada» no ha empezado aún y el hotel está vacio. I j ) que primero llama la aten­
ción en ese gran comedor, donde hay algunas mesas pequeñas (todas vacias), es una, muy larga,
para los huéspedes, donde pueden caber, en plena temporada, unos treinta cubiertos.
En realidad hay seis personas sentadas a esa mesa. A l fondo, en uno de los extremos,
cuatro melancólicos bávaros que deben de ser unos funcionarios que se hospedan en el hotel. En
el otro extremo, Fliessy Freud.
Justo en mitad de la mesa está preparado un séptimo cubierto (una botella de vino empe­
zada, una caja de pildoras fiara e! hígado y una servilleta en un aro de madera con iniciales).
Pero este sitio sólo se ocupará a l final de la escena por una anciana señora jorobada y con
gafas.
Fliess y Freud van j>or el postre. ¡Hess come con apetito su «arroz con leche». Freud ape­
nas toca el suyo.
Fliess traga ¡a última cucharada del p ostrey luego se vuelve hacia Freud con una mirada
inquisitiva.
F liess : Fin resumen ¿qué me has traído?
Freud parece inseguroy triste.
F reud (con una expresión de cariñoso reproche): Fispera un poco. Déjame
animarme. Fistoy tan solo allí. Dame tiempo para disfrutar de tu pre­
sencia.
F liess : Hemos estado todo el día paseando. Escucha, Sigmund,
nuestros congresos no tienen ningún sentido si no nos hacen avan­
zar en nuestras investigaciones.
F reud : Para mí lo esencial es que nos permiten volver a vernos.
F liess (amable y frío): ¡Sí, por supuesto!

Una pausa.
¿Y bien?
F reud (algo molesto): ¿Y bien, qué?
F liess : Me escribiste que tenías una teoría sobre el origen sexual de
las neurosis. Te escucho.
Freud está haciendo una bolita de pan con la mano izquierda.
F reu d : Imagina que un niño, en sus primeros años de vida, sea víc­
tima de una agresión sexual.
F lie ss : ¿Cometida por un adulto?
F reud: Por supuesto.

256
Su primera reacción será de miedo, al que, desde luego, pueden aña­
dirse el dolor y el asombro. Pero como te puedes imaginar no expe­
rimentará ninguna excitación. A esa edad no existe la sexualidad.
Bien. Pasan algunos años; los órganos se desarrollan; cuando ese
niño evoca ese recuerdo, se siente excitado por primera vez; al mis­
mo tiempo, la sociedad le ha inculcado unos principios morales, unas
imposiciones rigurosas y sólidas; se avergüenza de su excitación y se
defiende de ella, reprimiendo el recuerdo en el inconsciente.
Fliess parece medianamente interesado.
F liess : Bien. ¿Y después?
La anciana señora jorobada se dirige a pasitos hacia su sitio, se sienta, desdobla su servi­
lleta y abre la caja de pildoras.
Parece satisfecha de venir a comer, pero poco a poco toma conciencia de la conversación de
los dos hombresy empiezfl a escuchar con evidente estupor.
F reud : F^l recuerdo intenta renacer y la excitación perpetuarse; las
imposiciones morales tienden a negarlos totalmente. Los mecanis­
mos de defensa entran en acción y el niño se convence de que no ha
pasado nada. Y olvida. Pero como entre esas fuerzas opuestas la lu­
cha es dura, todo ocurre como si entre ellas llegaran a un compromi­
so: la representación no aparece más en la consciencia pero algo la
sustituye, algo que la enmascara y al mismo tiempo le sirve de sím­
bolo. Esc algo es la neurosis o, si lo prefieres, el síntoma neurótico.
F liess : ¿Por ejemplo?
F reud : En la neurosis obsesiva el recuerdo del choque se desecha,
pero las fobias y las ideas fijas lo sustituyen. Dora había olvidado la
agresión del viejo tendero, pero tenía la fobia de entrar en las tien­
das.
En cuanto a la vergüenza que experimentaba, la había trasladado a
otro objeto y la había atribuido a otra causa: unos dependientes se
habían reído de ella.
Fliess interroga apáticamente.
F liess :¿Y la histeria?
F re u d :Es necesaria una predisposición especial que permita al cuer­
po hacerse cómplice del enfermo: para no ver a su padre muerto, Ce­
cily bizqueaba de los dos ojos y sólo veía de cerca. En cuanto a la
neurosis de angustia...
F liess (nervioso): ¡Está bien! ¡Está bien! Me imagino la continuación.

257
9
La represión, la transferencia, eso es tu ramo: la psicología. No me
interesa. ¿Tienes algún caso?
F reu d : Trece.
F liess : ¡Trece neurosis ocasionadas por una agresión sexual!
F reu d : Sí.
F liess : ¿Q uién fu e el culpable?
F reud : Algunas veces el tío o un criado. En la mayoría de los casos,
el padre.
La andana señora, de puro estupor; se quita las gafas y deja de comer.
F lie ss: ¿H\ padre?
F r e u d (sombríoy seco): Sí.
F liess : ¿El p adre?

Se frota las manos con satisfacción, bajo la estupefacta mirada de la anciana señora.
¡ Eso es excelente! ¡Fjtcelente! Eso simplifica los cálculos.
¿De modo que la neurosis de los hijos proviene de la perversión de
los padres?
Freud lo mira un poco preocupado por esa burda simplificación de sus teorías.
Pues bien, eso me parece muy consistente. Por fin tenemos hechos.
F reud (tímidamente): ¡Wilhclm! Sólo es una hipótesis. Trece casos no
bastan para sostenerla.
F liess : ¿Trece violaciones, trece neurosis? ¿Y no estás satisfecho?
¡Yo estoy encantado! Pero quiero fechas. Si me proporcionas la fe­
cha del nacimiento de los padres, de) niño, la de la violación...
F reud : Y a te he d icho que eso n o era tan fácil.
F lie s s (indulgente): Desde luego. Porque los locos son tontos. Pero lo
conseguirás. Perfeccionarás tu método. Cuando tenga las fechas ¿sa­
bes lo que haré? Calcularé en qué momento de los períodos femeni­
nos y masculinos del niño se produjo el traumatismo, y te puedo ase­
gurar que deduciré s i n d u d a a l g u n a la naturaleza de la enfermedad.
Mira, te puedo decir, a ojo de buen cubero, que la neurosis de angus­
tia es femenina: es la pura y simple pasividad. La obsesión es activa,
por lo tanto viril. La primera aparece en los sujetos violados en el
momento culminante del ritmo femenino; la segunda...
Fliess está embargado de una especie de entusiasmo lírico.
Freud está cada vez más nervioso; y a no reconoce su teoría; escucha con un estupor casi
igual a l de la jorobada.

258
(Bruscamente):
Lo malo de este asunto es que no se pueden hacer experimentos.
En el laboratorio se podría fijar la hora de la violación experimental
casi al segundo.
La anciana señorajorobada se levanta loca de indignación. Dice a la camarera con un tono
de dignidad ofendida:
L a jo r o b a d a : Hija mía, sírveme en mi cuarto. No quiero sentarme a
la misma mesa que la carne de horca.
Se levanta *y después de haber mirado a los dos hombres de arriba abajo con expresión
vengadora, desaparece.
Fliess lanza una carcajada.

(9)

AL DIA SIGUIENTE POR LA MAÑANA, EN UNA HABITACIÓN


DEL HOTEL, MODESTA PERO AGRADABLE. Fliess acaba de exami­
nar la garganta a Freud.
Freud está sentado en una silla, con la boca abierta al máximo. Fliess lanza una última
ojeada, va a lavarse las manos y guarda el instrumental en su maletín.
La conversación tiene lugar durante estas últimas actividades.
(Se enlaz/t con la risa de Fliess.)
F liess (riéndose): No tienes nada. Absolutamente nada. Un poco de
inflamación. Eso es todo.
(Mientras va a l lavabo.)
Puedes cerrar la boca.
¿Eres razonable en cuanto a los cigarros?
F reud : Cinco al día.
F liess : ¿Y nunca has tosido tanto?
F r e u d : Nunca.

Fliess ha guardado su instrumental. Coge su alpenstock y su sombrero tirolésy luego se


echa a la espalda un rücksack.
F liess : Ven.

* Sic en el original. (N. de la T.)

259
EN UNA CALLE DE BERCHTESGADEN. Ante un «Tabak Waren».
El escaparate está lleno de cigarros. Freud espera ante la tienda. Lleva un rücksack a la es­
palda. Mira hacia el interior de la tienda y ve a Fliess ante la caja. Está pagando su compra.
Fliess sale. La puerta, al abrirse, hace sonar una campanilla musical (se desgranan va­
rias notas diferentes). Fliess lleva una caja rectangular.
Se la tiende a Freud, que la abre.
F liess : Toma.

I-'reud la coge con sorpresa y la abre *. A parecen unos enormes cigarros «negros», ¡os más
fuertes.
Friíud: Pero Wílhclm, ¿que quieres que haga con esto?
F liess : Quiero que te los fumes.
F reu d : ¿Q ué?

Sostiene la caja, j>ero por poco la suelta, de puro estupor. i'liess, amablemente, se la quita
de las manos, se pone detrás i¡e l'reud y mete la caja en uno de los bolsillos de su rücksack.
A I'liess le divierte la sorpresa de Freud y le gusta prolongarla.
(una vez terminada la operación): Ya e s t á .
F l ie s s
(Sonriendo) :
¡Adelante, marchen!

I j >s dos hombres se ponen de nuevo en marcha, atravesando fíerchtesgaden. A l cabo de un


rato de silencio. -
Puedes fumar todo lo que quieras.
Freud se para en seco. I'liess hace lo mismo y finge asombro.
¿No te gusta eso?
F reud : N o. (Una pausa.)
Wilhclm, es la primera vez que te contradices.
(Sombrío):
Crees que estoy condenado ¿no?
(Fliess sonríe.)
Breuer me auscultó y dijo algo de miocarditis. ¿Es eso?
F liess : B reu e r es un b u rro.

Pone su brazo bajo el de Freudy tira de él.

* Sic en el original. (TV. de la T.)

260
Te he dicho que no tenías nada.
(Sonriendo):
La verdad es que he calculado la fecha de tu muerte.
Con complacenciay sin apresurarse.
Para ese problema, el método de los ritmos está ya a punto.
Freud parece aliviado: se nota que no cree profundamente en los cálculos de Fliess.
Sin embargo, su rostro refleja decepción.
F reu d : ¿Y bien? ¿A qué edad?
F liess : A los cincuenta y un años.
¿Dentro de doce años?
F reud :
Sí, salvo que ocurra algún accidente. Dentro de doce años
F liess :
habremos encontrado lo que buscamos y seremos los reyes del mun­
do.
Salen de la aglomeracióny toman una carretera que sube hacia la montaña.
F reud (medio en serio, medio en broma): Eso es morir joven.
F liess : Precisamente. Me dije a mí mismo que en doce años, el taba­
co no tenía tiempo de destruirte.
F reu d : ¿Tú me sobrevivirás?
F liess : Creo que unos diez años. Yo moriré en 1 9 1 8 . Pero ya no
tendré nada que hacer salvo algunas chapuzas de detalle.
Coge el brazo de Freud.
Todo se va esclareciendo, Sigmund. Hago progresos cada día.
¿Sabes por qué empleamos la mano derecha?
F r eu d : N o .
Bisexualidad. El lado izquierdo corresponde a nuestra femini­
F liess :
dad, el lado derecho es el lado masculino.
Freud no se muestra convencido.
F reud (sonriendo): Entonces las mujeres deberían ser zurdas.
Un silencio. Fliess está un poco asurado. Perofrunce el ceñoy sale del aprieto irritándose.
F liess : ¡Claro que no! ¿Es una broma, Sigmund? Detesto que se ha­
gan bromas sobre el trabajo.
EL MISMO DIA HACIA LAS CINCO DE LA TARDE.
LA ESTACION DE BERCHTESGADEN. Dos vías, Freud y Fliess están sen­
tados en un banco, uno al lado del otro.
Fliess se ha puesto de nuevo su chistera. Freud lleva chaqué, pero conserva su sombrero ti­
rolés. '
No hay ningún tren. Durante la conversación llegarán dos trenes ómnibus y los viajeros,
bastante numerosos, que esperan en el andén, subirán a ellos. Un cuarto de hora antes de la
llegada del tren para Viena, de nuevo aparecerán otros viajeros en el andén. Las maletas de
Freud y de Fliess están a sus pies y sus rikksack en el banco, junto a ellos. Freud se mues­
tra amistoso pero sombrío; Fliess parece impaciente. Saca su reloj, lo mira y lo vuelve a meter
en el bolsillo del chaleco.
F liess: T u tren pasará por aquí dentro de una hora. El mío, dentro
de una hora y cuarenta y cinco minutos. Me pregunto qué estamos
haciendo en esta estación.
Freud lo mira con tristeza y como disculpándose.
F reud : Tengo que llegar con anticipación. Ya sabes que tengo fobia
a los trenes.

En el transcurso de la conversación, Freud se siente cada vez peor. La crisis se apodera de


él poco a poco. Fliess no se da cuenta.
Se me ha ocurrido una idea. Tu teoría de la neurosis es inte­
F liess :
resante, pero necesito fechas.
Una familia se ha sentado en el otro banco. Una niña de cinco años corre [>or el andén y
pasa y vuelve a pasar por delante de los dos hombres, que no la miran.
Reconozco que la mayoría de tus enfermos son incapaces de dár­
telas.
¿Sabes lo que necesitaríamos? Una persona excepcionalmente dota­
da, que comprendiera tus investigaciones y que te las facilitara.
F reud : No veo m uy bien...
F liess : ¡Pues Cecily, hombre!

Freud se sobresalta.
F r eu d : ¿Cecily?
Estupefacto:
¡Pero si a ella no la violaron!

262
La niña se acerca a Freudy le sonríe con una incipiente coquetería.
F liess (perentorio): Tienen que haberlo hecho. Si no, te has equivoca­
do.
Freud mira a la niñay le sonríe.
Si tu teoría es verdadera...
La niña le saluday se va tan contenta, con su andar tambaleante.
Freud la sigue con los ojosy su rostro se ensombrece.
F reud : Si mi teoría es verdadera, los hombres son unos puercos.
F liess (tranquilamente): ¿Por qué no? El único problema es estable­
cerlo científicamente.
Freud se vuelve hacia Fliess.
F liess :Hay algo turbio en el caso de Cecily. La muerte de su padre
|xxlría estar ocultando otro recuerdo.
Freud escucha, apasionado a pesar suyo. Sus ojos brillan, pero su rostro permanece som­
brío.
¿Se sabe qué ha sido de ella?
I;reud, a disgusto, asiente con un gesto.
¿Está enferma?
F reud : Más que nunca.

Fliess da una palmada. Está entusiasmado.


Ahí está lo que necesitamos. Vete a verla.
F liess :
Ella te proporcionará las fechas, estoy seguro.
Y si la curas, tu hipótesis estará probada.
Freud no responde. Fliess lo mira con un asombro indignado.
¿Por qué dudas?
F reud : No puedo.
F liess : ¿Q ué?
F re u d : A causa de Breuer. Me prohibió...
F liess (muy seco): ¿Breuer tiene derecho a prohibirte algo?
Freud se siente cada vez más molesto. Se diría que se está ahogando.
F re u d : N o , pero no quiero disgustarme con él...
F liess : ¿Y eso qué puede importarte? Ya no nos sirve.

263
F reu d : N o hem os term in a d o el lib ro que estam os escrib ien d o ju n ­
tos.
Y además... yo siempre he necesitado estar bajo la influencia de al­
guien. Quizás para escapar de mis propias críticas.
Se lleva la mano al pecho, maquinalmente.
¿A ti no te aterra no tener a nadie por encima de ti?
F liess (tranquilamente): Por supuesto que no.
Y de todas formas, Breuer no está por encima de ti.
F reu d : No lo sé. Sí. Aún le quiero.
Fliess: Me escribiste que le odiabas.
Freud habla casi para sí mismo, muy lentamente, intercalando silencios. Su voz es neutra
y seca y por momentos sofocada; se diría que se está ahogando.
F reu d : Le quiero y le odio. Fs algo muy confuso. ¡Mira! Yo necesi­
taría que me hipnotizaran; quizás entonces vería más claro. Siempre
he necesitado amigos y enemigos para estar equilibrado. Algunas ve­
ces el amigo y el enemigo eran una misma persona. Creo que ése es
el caso con respecto a Breuer.
F liess (con indiferencia): Bisexualidad: el odio es masculino y el amor
femenino.
Freud se vuelve hacia Fliess y lo mira. Parece puco convencido. Pero contempla durante
largo rato su rostro y desliza su mirada a lo largo del esbelto cuerpo de Fliess quien ha cam­
biado su sombrero tirolés por una chistera y su chaqueta de cuero por un chaqué negro. Parece
subyugado y casi enamorado.
F reud : Quizás. F>n tod o caso mi v erd a d ero tira n o eres tú.

Con una especie de rencor cariñoso:


¿Sabes que me has decepcionado al permitirme fumar? Me agradaba
privarme de ello para obedecerte.
Fliess, un poco violento por ese cariño demasiado evidente, responde con una risita seca:
F liess : Pues bien, el tirano te ordena que encuentres a Cecily.
Ese tono frivolo decepciona a Freud y al mismo tiempo le hace recobrarse. Con un tono
más indiferente:
Después de todo ¿por qué no? Con un tirano basta. Breuer
F r eu d :
será el enemigo, y tú, el amigo.
Fliess parece aburrirse. Disimula un bostezfl con la mano.

264
Por suerte, tú vales más que yo, y mientras te siga queriendo no esta­
ré obligado a ser mi propio cielo.
(Se ríe, irónicoy sombrío.)
¿Qué dices de esto? Un hombre de cuarenta años que tiene miedo de
convertirse en adulto. Brucke, Meynert, Breuer, tú. ¡Cuántos padres!
Sin contar a Jakob Freud que fu e el que m e engendró.
Un tren ómnibus se detiene. Barullo. Unos viajeros bajany otros suben.
F reu d (con decisión): Iré a ver a Cecily. Iré mañana por la mañana al
salir de la estación.

(10)

Un momento después.
El andén está desierto. Freud está acurrucado en su rincón, con su sombrero tirolés —que
no se había quitado— inclinado sobre los ojos; parece que está dormido.
Fliess se aburre y lo demuestra francamente. Da un gran bostezo, mira con mal humor
hacia el lado de Freud y luego saca del bolsillo un lápizy una libreta y hace cálculos en una de
sus páginas.
Llega un tren. Pasa a toda velocidad a lo largo del andén, sin pararse. Con el ruido,
Freud se sobresalta, se incorpora y se le cae el sombrero. Vemos su rostro, lleno de ansiedady
con los ojos desorbitados.
F re u d (con voz muy fu erte): ¿Q u é pasa?

Fliess no responde. Freud mira, despavorido, los últimos vagones que pasan.
F liess : ¿Ya te has despertado?
F r e u d : N o estaba d orm id o.

Le tiemblan las manos.


No te preocupes por mí. Ya te he dicho que no me gustan las esta­
ciones.
Se levanta, va hasta el borde del andén y mira al tren■que desaparece. Vuelve hacia
Fliess. Está sudando. Se sienta.
Creí que era un accidente.
Se inclina hacia adelante con los puños crispados sobre sus rodillas.
( Con una voz extraña, un poco pastosa, y como a pesar suyo):
O la miseria.

265
F liess (sobresaltado): ¿Q ué?

Freud lo mira, sorprendido.


F reu d : ¿Q ué?
F liess : Has dicho: la miseria.
F reud : ¡Ah!, ¿si?
Bueno, es que los trenes me hacen pensar en la miseria.
Lanza a Fliess una ojeada rápida y hostil. Con una voz cambiada, desagradablej dura,
casi irritada:
Doce pacientes sobre trece.
F liess : ¿Qué pacientes? ¿De qué estás hablando?
F reud : Los pacientes de los que te hablé. Doce que no han vuelto.
Un suicidio más y ¡se terminó! En Viena estaré acabado. Me dedica­
ré a vender paño.

Hace un gesto en dirección a Viena.


El escándalo y la miseria; eso es lo que me espera allí.
( Una pausa.)
Breuer me ayuda a vivir. Si me enfado con él, no tendré cgn qué
reembolsarle.
F liess (cortés, pero irritado): Pues bien, sí, ése es nuestro destino. La
incomprensión, el escándalo. ¿Y qué? Hay que continuar.
F reud (con amargura): Para ti es muy fácil decirlo. Curas gargantas
en Berlín y no vas a perder tu clientela.
F liess (herido): Y a me llegará la hora de arriesgarme. Cuando escriba
nuestro libro.

Freud se recobra, pero sigue encontrándose mal. De nuevo aprieta la mano derecha contra
su pecho, a la altura del corazón.
F reu d : Discúlpame.
F liess (amable, pero aún molesto): Por supuesto, q uerido am igo, por su­
puesto.
F reu d : Me siento mal.
Freud se ha acurrucado de nuevo en el banco. Está muy pálido.
F liess (sin bondad): ¿Qué te pasa?
F reu d : La crisis.
F liess : ¿Q ué crisis?

266
F reu d (maquinalmente, como médico): O p resió n , a rritm ia, quem azón en
la reg ión cardíaca.

Señalándose el plexo solar.


Y angustia aquí, como de una angina de pecho.
Fliess quiere levantarse. Freud lo retiene.
No hay nada que hacer, Wilhelm.
Se toca la frente.
F-s lo de aquí dentro lo que marcha mal. Desde hace algunos meses
tengo una depresión nerviosa.
Dime: ¿Seré un monstruo?
F lie s s (paciente y lejano, como quien habla a un loco): Vamos, Sigmund,
sabes perfectamente que no.
F r e u d : Entonces ¿qué tengo en la cabeza para haber descubierto la
porquería universal?
Casi suplicante. Se acerca a Fliessy le toca el brazo como si ese contacto debiera devolverle
el valor.

Ayúdame.
(secamente): No deseo otra cosa, pero tú me dices que no hay
F lie s s
nada que hacer.
Unos viajeros llegan al andén. Es evidente que a Fliess le molesta estar con ese hombre en
plena crisis nerviosa. Tanto más cuanto que empiezan a mirarlos.
F re u d : Si pudieras...

Se da cuenta de la sequedad pedante y fastidiada que demuestra Fliessy hace un gesto de


desconsuelo. Suelta el brazp de Fliessy retrocede.
Tienes razón; no hay nada que hacer.
F re u d :
(Ruido en «off» de un tren que se acerca.)
F lie ss : A q u í llega tu tren .

Freud se levanta con esfuerzfi.


Fliess coge la maleta y el rücksack de Freud. Se acercan los dos a la vía —al mismo
tiempo que los otros pasajeros.
F reu d (humildemente): Perdóname, Wilhelm. Yo... estoy atravesando
un mal momento.
( Con timidez): A pesar de todo, he aportado; algo, ¿no?

267
Fliess parece manifiestamente aliviado por la llegada del tren.
F liess : ¡Claro! ¡Claro! Si me proporcionas las fechas, será perfecto.
El tren entra con estrépito en la estación. Se para.
Freud, ayudado por Fliess, sube a un compartimento de segunda clase y cierra la porte­
zuela. Fliess espera un momento.
Freud, ya en el interior, aparece en la ventanilla después de bajar el cristal. Mira a Fliess
con una especie de pasión —profunda y a la vez decepcionada.
Empieza a hablar; sigue con su expresión sombría, pero ha recobrado un poco de su habi­
tualfirmeza.
F reud : ¿C uándo será el p ró x im o con g reso?

I'liess se echa un poco hacia atrás para responderle.


No creo que sea antes de seis m eses.
F liess :
Dentro de seis meses habré ganado o perdido.
F re u d :
(De nuevo con duresyi): Mañana iré a casa de Cecily. Voy a profundizar
en la dirección que hemos acordado. Tendré contra mí a todos mis
colegas y a la ciudad entera, pero te juro que iré hasta el final.
Si pierdo... (Se ríe.) Bueno, el próximo congreso no se efectuará.
El tren arranca.
(Con verdadera aflicción):
Adiós, Wilhelm.
Fliess avanza por el andén unos momentos, a la altura del compartimento deFreud.
F liess : ¡Adiós, Sigmund! Saluda a Martha y da un beso a los niños
de mi parte.
El tren toma velocidad. Fliess se para.
(Gritando): Y no olvides anotar las fechas.
El tren desaparece. Fliess vuelve a su sitio. Se sienta. Una mujerjoven está sentada en el
sitio que ocupaba Freud. Mira a Fliess que, evidentemente, le gusta. Fliess la mira con atrevi­
mientoy le sonríe.

268
( 11)

EN EL TREN

Freud deja el pasilloy entra en su compartimento. Alfondo, tres hombres de aspecto muy
ordinariojuegan a las cartas silenciosamente sobre la tabla sujeta entre las dos ventanas. Son
los únicos ocupantes del compartimento. (Es un compartimento de fumadores y están fu ­
mando.)
Freud se sienta en una esquina, al lado del pasillo. Al principio, en el sentido contrario a
la marcha. Pero se siente aturdido por el desfile de árbolesy casas. Se levantay se instala en la
esquina opuesta. Se recuesta en el respaldo del asiento apoyando la mano en el brazo, e intenta
dormir, con el sombrero sobre los ojos.
Primer túnel, muy corto. Cuando el tren sale del túnel, Freud se agita un poco, abre los
ojos un instante y los vuelve a cerrar.
Losjugadores, al principio inmóviles, aprovechan que vuelve la luzy uno de ellos baja una
cartay recoge las que están sobre la mesa, llevándose la bavi.
El ju g a d o r : ¡Picos, repicos y zapatero!
En ese instante, el tren se interna en un nuevo túnel (las luces no están encendidas).
U no d e l o s ju g a d o r e s (que iba a jugar,furioso): ¡Coño!
Un momento de oscuridad total. Cuando el tren sale de ella, Freud está completamente
despierto. Se quita el sombrero tirolés, coge su maleta de la redecillay saca de ella una chiste­
ra. Se la pone.
Voz en « o f f » d e u n o d e l o s ju g a d o r e s : ¡Perfecto! Venga a jugar.
Freud se vuelve hacia ellos; los tres hombres le sonríen animándole.
Entonces reconocemos a Meynert (elegantey todavíajoven, tal como lo vimos en la primera
escena de la película), a Breuer (tal como aparece en la primera parte) y a Fliess. Los tres
llevan chistera.
Freud se sienta al lado de Meynerty coge las cartas que le tiende Breuer.
M eynert (desagradable): Por supuesto, usted no sabe jugar, ¿no?
B reuer (indulgente): Le enseñaremos el juego si es obediente.
(Presentando a Freud a los otros):
Mi hijo.
Freud se levantay saluda.
M eynert (presentando a Freud a los otros tres *):
Mi hijo.
* Sic en el original. (N. de la T.)

269
Freud se levantay saluda.
F liess (lo mismo): ¡Mi hijo!
Freud se levantay saluda.
Voz en « o ff » de B reuer : B u en o, ya se ha roto el hielo.

A todos les divierte la frase de Breuer y la repiten, señalando a Freud con un dedo
acusador.
T odos (salvo Freud): ¡Roto! ¡Roto! ¡Roto!
Plano de Breuer que sostiene, muy tranquilo (en vez de las cartas que tenía antes), un li­
bro abierto.
B reuer : T o d o el m u n d o tien e que h acer tram pas.

Mientras habla, arranca las páginas del libro y las pone de golpe contra la tabla, como si
fueran cartas.
(A Freud): Usted tiene que aparentar que no se da cuenta.
M e y n e r t : ¿Creen ustedes que sabrá hacerlo?
F lie s s (como si hablara de un niño): Por supuesto
que sabrá. (A Freud):
Escucha, pequeño, sólo tienes que hacer como yo.
M e y n e rt: No, señor.
¡C om o yo!
B r euer : Discúlpeme, ¡como yo!
Fliess señala a Freud.
F liess(riéndose): Es un pequeño indiscreto.
T odos (riéndose, salvo Freud): ¡U n pequeño indiscreto!
¡Un pequeño entrometido!
La indiscreción es un defecto muy feo.
Freud, hasta este momento, demostraba que se sentía avergonzado y se retorcía como po­
dría hacerlo un niño.
De pronto golpea la mesa y grita con voz tonante.
F reud : Para este juego, se necesita un muerto.
Los tres hombres lo miran; han dejado de reíry parecen estupefactos y aterrados.
Meynert se inclina hacia él afectuosay tristemente:
M eyn er t :¡Pero cóm o, hijo m ío! ¿No lo sabes?
¡Pero si es un juego que se juega con tres muertos!
Tres muertos y un vivo. Los muertos somos nosotros, eres huérfa­
no.

270
Freud se vuelve hacia Fliess. Su sitio está vacio; se vuelve hacia Meynerty Breuer, pero
ellos también han desaparecido.
Voz en « off » ¡Revisor!
Freud se vuelve: esJakob Freud, su padre, que le está señalando los sitios vacíos.
J a k o b : N o ten ían billete, p o r eso han m uerto.
F reud (vocecita infantil): Y o creía que iban a p ro tegerm e.

Freud se vuelve hacia los sitios vacíos.


Ja k o b(voz en «off»): ¡Que te crees tú eso, querido mío! ¿Y el control
de sí mismo? Yo soy el revisor*, yo te ayudaré. ¡Te ayudaré! ¡Te
ayudaré!
¡Su billete!
Freud se vuelve hacia el revisor, que ya no tiene el rostro de Jakob, sino una cara pequeña
y delgada, con un bigote ralo,y que lo está sacudiendo por el hombro.
F re u d : Aquí está.
Lo coge del bolsillo del chalecoy se lo da. Mientras el revisor ¡o pica, los tres hombres ( que
son de nuevo los VERDADEROS jugadores de cartas) le tienden también sus billetes.
El revisor (terminada su tarea): Buenas noches, señores.
Ya es de nochey las luces están encendidas. Freud, completamente despierto, se inclina ha­
cia adelante, y con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza entre sus puños cerrados, se
abisma en sus reflexiones.
Voz en « o ff » de F reu d : Un sueño quiere d ecir algo.
Es una pequeña neurosis.
Un compromiso entre el deseo de dormir y...
¿Y qué?
Es un deseo profundo que quiere satisfacerse.
Inmediatamente se le da una satisfacción alucinadora. Como se le da
un sonajero a un niño que llora.
¿Qué es lo que yo deseaba?
Delante de Freud se ve, e n s o b r e i m p r e s i ó n (porque se trata de simples recuerdos y no
del sueño mismo),a los tres «padres» (Meynert, Breuery Fliess) quejuegan a las cartas.
Un juego con tres muertos y un vivo.

* En castellano se pierde el juego de palabras entre «contróleur» y «contróle». (N.


de la T.)

271
}' que, por tanto, aparecen al fondo del asiento de enfrente, mientras que los tres juga­
dores reales continúanjugando, pero a la izquierday alfondo del compartimento.
¿Liberarme de ellos? ¿Avanzar yo solo?
Desaparecen. En su lugar, aparecefakob vestido de revisor. Sonríe a su hijo.
No necesito profesores.
Es a mi v er d a d e r o p ad r e a quien le corresponde ayudarme. De ve­
ras, no quiero a nadie por encima de mí.
Salvo el que me ha procreado.
El rostro de fakob, que se había revestido de una gran majestad (que desde luego no le co­
nocíamos) y que se parecía a Moisés, desaparece,
íreud sigue sombrío pero sus ojos se iluminan.
In terp re tar los sueños...

( 12)

AL DIA SIGUIENTE POR LA MAÑANA. LA ESTACION


Los viajeros salen, l'reud, con alpenstock, rücksack y'maleta, se sube a un coche de
alquiler.
F reud : Al 6 6 de la Toringassc.
El rellano de una escalera (ya descrita) en el 66 de la ioringasse, ante la puerta de los
padres de Freud.
Freud acaba de llamar y Martha le abre. Lo mira con estupor y él no parece menos
asombrado que ella.
M arth a: Pero ¿qué haces aquí?
F reud : F,s que esta noche, en el tren, he tenido remordimientos. No
veo al padre con demasiada frecuencia. ¿Y tú? ¿Hay alguien enfer­
mo?
M a r t h a : El padre está un poco débil.

Furioso, porque tiene la conciencia sucia.


F r eu d : ¿P o r qué n o m e has telegrafiado ?

Martha se encoge de hombros.


M artha (muy abatida): ¡Bah!
Una pausa muy corta.
No es grave.

272
La puerta delfondo se abre. La madre aparece.
F re u d : ¡Mamá!
La madre sigue siendo guapay conserva su porte disti?tguido, pero ha envejecido mucho.
Mira a Freud con sorpresay alegría. Le tiende la manoy Freud se inclina, la cogey le da
un largo beso.
La m adre: ¡Has venido! ¡Has venido!
La madre le acaricia suavemente la cabeza, con la mano izquierda.
Le señala la puerta abierta y se aparta para dejarle pasar.
Entra.
Freud entra y Martha lo sigue, obedeciendo al gesto cariñoso de la madre, que cierra la
marcha y entra detrás de ellos.
¿Sabías que estaba peor?
F reud: No.

Se vuelve hacia su madre con una alegría algoficticia.


Flstoy en un mal momento; mis investigaciones me arrastran... no sé
adonde. 1’.n esos casos, un hijo va a ver a su padre ¿no?
La madre duda. Freud mira el sillón vacío de fakob, luego mira a su madre que vuelve
la cabeza. Freud insiste:
Necesito ver a papá. Flso me dará valor.
La madre se vuelve hacia él y lo mira defrente. Sin el menor reproche en su voz;
La m a d r i:: Hace mucho tiempo que no venías a verle.
Freud mueve la cabeza; se nota que tiene remordimientos.
F reud : Mucho tiempo.
La madre le pone las manos sobre los hombros.
La m ad re : Vas a encontrarle cambiado.
Le sonríe dulcemente, para atenuar la impresión que va a causarle.
La enfermedad le ha debilitado mucho.
F re u d(con voz ahogada): Pero ¿qué tiene?
La m a d r e : Todo y nada. Es la edad.
Se apartay señala la puerta, alfondo.
Ahora, ve a verle.
Freud se dispone a salir. Delante de la puerta delfondo, vacila, pero finalmente la abre
con cuidadoy entra. Las dos mujeres intercambian, en silencio, una mirada consternada.
En la habitación del padre. Una gran cama entre las dos ventanas. Medicinas y un ter­
mómetro sobre la mesilla de noche.
Jakob Freud está sentado en la cama, recostado en dos almohadas. Su expresión sigue re­
flejando una gran dulcirá, pero es evidente que está muy débil; se le va ¡a cabeza y su sensibi­
lidad se ha exacerbado convirtiéndose en una sensiblería llorona.
Con mía profunda ternura, mira a su hijo que está ante él muy violento. Empieza a ha­
blar con voz temblorosa.
J ako b: ¡Has venido! ¡Has venido!
Sus ojos se llenan de lágrimas. Freud está cada vez más violento. Se nota que le horroriza
ver llorar a su padre. Una vez más, se le niega la ayuda que venia a pedir.
En este momento desearía poder marcharse lo más deprisa posible. Pero está cogido en la
trampa. La senil y tierna voz prosigue implacablemente.
Quédate un rato conmigo.
Coge una silla.
I'reud acerca una silla a la cama y se sienta al lado del enfermo.
¡El señor consejero áulico!
F reu d : Papá, ¡yo no soy consejero!
J a k o b : Claro que sí.

I'reud mueve la cabeza.


Lo serás, Sigmund.
Lo serás el día de mañana.
Es como si lo fueras.
Qué amable has sido viniendo a verme. A mí, un viejo y arruinado
comerciante. Tú, un consejero áulico, un personaje de tan alta posi­
ción.
(Riéndose): ¡Un pez gordo! ¡Un pez gordo!
Se ríe con complacencia y le tiende una mano pálida y sudorosa. Freud la coge entre las
suyas. Se esfuerza por ser tierno, pero se nota su pánico. Se sobresalta al oír al anciano fakob
que dice con una satisfacción senil:
¡Aníbal!
Tenías seis años y querías vengarnos a todos. Decías: «Yo soy Aní
bal...» ¿Te acuerdas?

274

j
FLASH-BACK. UNA CALLE DE VIENA

Jakob tiene cuarentay cinco años. Su barba está aún totalmente negra. Lleva una extraña
gorra. Sus ropas están limpias pero son pobres. Lleva de la mano a un chiquillo de seis o siete
r años que corretea a su lado, muy orgullosoy que, de vez en cuando, lo mira con admiración.
Voz en « o ff » de J a k o b : Cuando tenía que hacer visitas, te llevaba
conmigo. Siempre.
¡Estabas tan orgulloso! ¡Un principiante!
Un hombre grueso, de cuerpofornidoy de aspecto acaudalado, viene a su encuentro. Lleva
un abrigo con cuello de pieles y un «Cronstadt».
De repente los vey se dirige hacia ellos, bastante amenazador. El chiquillo no se da cuenta
de nada. Cuando el hombre corpulento llega a la altura de Jakoby Sigmund, se para.
F'l h o m b re g o r d o : ¡N o vayas por la acera, judío!
Y le tira la gorra al arroyo de un revés.
Recoge tu gorra y quédate en la calzada.
El chiquillo, furioso, quiere lanzarse contra el hombre, pero fakob lo retiene; el niño, en­
tonces, intenta darle patadas, pero el desconocido está yafuera de su alcancey se aleja sin ni si­
quiera volver la cabeza.
jakob se agacha sin soltar al niño y recoge la gorra. Mientras se la pone, dice:
J a k o b : ¡Ven!
E l p e q u e ñ o Sigm un d : ¿Adonde?
J a k o b : Por la calzada.

Caminan por la calzada los dos. Pasa un cochey los salpica. La expresión del pequeño
Freud se vuelve sombría y terca. (La misma que hemos visto con frecuencia en el rostro de
Freud.)
Voz en « o ff » d e J ak o b : Eras un niño difícil de llevar.

EN CASA DE LOS FREUD EN 1862

La noche de ese incidente. Vivienda bastante miserable. Unas chiquillas, delgadasy enfer­
mizas, juegan en un rincón con unas muñecas de trapo.
La habitación es grande y triste. Pocos muebles. La madre está quitando la mesa. El
buenfakob fuma una pipa en su sillón. Está cansado.
El pequeño Sigmund se acerca a él con una mirada interrogante donde se mezclan el estu­
por y la desesperación.

275
Voz en « off » de J ak o b : Aquella noche estabas resentido conmigo.
¡Ah!, ¡qué resentido estabas!
En la habitación del anciano Jakob. F^reud lo miray, a pesar de la barba y las arrugas,
vemos de nuevo reflejado en su rostro sombrío el estupor desolado del niño.
F re u d : P ad re, p o r fa v o r...
(Una pausa.)
Le suelta la mano.
El anciano quiere hablar; Freud levanta la mano para impedírselo.

No hables. Te cansas.
¡Déjame, hijo! Tú no te acuerdas de lo mejor.
J ak o b :

Se ve de nuevo al niño y a su padre. El chiquillo se aparta y se dirige hacia un montón de


libros.
Fuiste a buscar tus premios. Te ganabas todos los premios. Unos
hermosos libros.
Había uno que contaba una historia romana.
El niño va hacia la mesa, coge uno de los libros, se sienta en el suelo, lo abre y arranca una
página. Es un grabado.
Vuelve hacia su padre y se lo alarga.
Jak o b (estupefacto): ¿Qué quieres que haga con esto, hijo mío?
Se pone las gafas y mira el grabado.
Leyendo el texto que está debajo del grabado:
«Amílcar hace jurar a su hijo Aníbal que vengaría a los cartagineses.»
Se quita las gafasy se las coloca sobre la cabeza. Mira al niño, que tiene una actitud terca
e impaciente.
¿Y qué?
E l niño : Tú eres Amílcar, papá.
Jakob se ríe con dulzura.
Ja k o b : No, no soy Amílcar.
E l n iñ o (con énfasis, suplicante): ¡Sí, sí eres Amílcar! ¡Tienes que serlo!
Ja k o b (para ju ga r con el niño): Bueno, pues lo soy.
E l n iñ o : Hazme jurar.
Ja k o b (divertido): Bueno, ¡jura!
E l n iñ o (con un ardor salvaje): Juro vengar a mi padre, el héroe Amíl-

276
car, y a todos ¡os judíos humillados. Seré el mejor de todos. Venceré
a todo el mundo y no retrocederé jamás.
La aspereza de la entonación, tan insólita en un niño, sobresalta aJakob.
Deja de sonreír, mira al niñoy comprende que está luchando por no avergonzarse de su
padre. Su rostro refleja una profunda tristeza, como si adivinara, con remordimientos, que su
acto influiría en toda la vida de su hijo.
Voz en « off » del a n c ia n o J a k o b : Ya nunca fuiste el mismo.
(Una pausa.) ¿Acaso podía yo subir de nuevo a la acera?
Elpadrey el hijo se miran en silencio, después de que Sigmund prestara juramento.
Nos encontramos de nuevo en la habitación. El ancianoJakob mira a Freud con angustia.
Tiene exactamente la misma expresión que en la escena de 1862, cuando miraba al pequeño
Sigmund.
J akob: Era la época de los pogroms. Sólo esperaban un pretexto
para incendiar todo el barrio.
Sonríe débilmentey se agita en la cama.
F reud (con dulzura): No. No podías. Había que ser prudente.
(Con más dulzura aún): Cálmate, papá, cálmate. No podías.
El anciano sonríe. Luego parpadea.
J akob (riéndose y amenazando a Freud con el dedo como si fu era un niño):
¡Mi pequeño Aníbal!
Cierra los ojos, pero no para dormir. Su mano se tiende hacia Freud, que retrocede brus­
camente y retira las manos.
( Con voz infantil): Dame la mano.

Freud, a costa de un enorme esfuerzo, se obliga a coger la mano de fakob. El anciano son­
ríe sin abrir los ojosy poco a poco se adormila.
Lentamente, el rostro de Freud recupera su permanentey casi malvada dureza (tal como
lo vimos al principio de esta tercera parte).
Voz en « o ff » (lejanay casi susurrante del antisemita):
¡Puerco judío! Recoge tu gorra.
Voz en « o ff » de J a k o b : Y o no soy Amílcar.
Voz en « o ff » d el pequeño S ig m u n d : Yo vengaré a todos los ju­
díos. No retrocederé jamás. Nunca bajaré a la calzada.
Freud mira a su padre dormido con un desprecio lleno de rencor y le suelta la mano,
aprovechando el letargo del enfermo.

277
Mientras se levantay da media vuelta, la voz en «off» del niño quefue, repite:
¡Jamás!
¡Jamás!
¡Jamás!
Sale, con una expresión malévola e implacable,y cierra la puerta sin hacer ruido.
Im madrey Martha van hacia él, pero su mirada las detiene.
L a m a d re (tímidamente): ¿Cómo le encuentras?
Freud sonríe sin responder, besa a su madre en lafrente y dice a Martha con voz neutra:
F re u d : ¿Puedes encargarte de m i m aleta y del rücksack? Voy a casa
de una enferma.
Le sonríe secamente y sale sin que ellas hagan el menor movimiento.
( Ina vez cerrada la puerta:
L a m a d re (encogiéndose de hombros): ¡Ya está bien!
(Una pausa.)
Me pregunto si quiere a su padre.
M a r t h a (con amargura): Y yo me pregunto si quiere a alguien aparte
de usted, mamá.

(13)

UN POCO MAS TARDE, LA MISMA MAÑANA

Una calle de las afueras de Viena. A la izquierda, casitas de dos pisos (gente de clase
media), solaresy, alfondo, muy lejos, chimeneas defábricas.
A la derecha, un edificio de cinco pisos, bastante viejo, habitado a partir del segundo. (En
el entresuelo, locales vacíos, con las ventanas abiertasy los cristales rotos)
Después del edificio, una verja rodea un jardín bastante grande que parece abandonado.
(La hierba invade los senderos, los arbustos no se han cortado desde hace tiempo, ni se han po­
dado los árboles.) Alfondo de!jardín, una casita de una sola planta, confortabley visiblemente
mejor construida que las otras; puede que sea un antiguo pabellón de caza-
Estamos en la Prinz Eugen Casse. Freud avanza por la calle. Conserva su sombrero ti­
rolés. Camina por la acera de la derecha intentando reconocer la casita de la que Breuer le ha
hablado. En cuanto deja atrás el edificio y se encuentra ante la verja, no lo duda más: ahí es
donde deben de vivir las señoras Kortner.
Se acerca a la entraday antes de llamar se quita el sombreroy arranca la pluma tirolesa,
que se mete luego en el bolsillo. Después se pone de nuevo el sombrero.

278
Llama. Largo silencio.
Luego, una mujer vieja aparece en el umbral de la puerta de la casay le grita desde lejos,
sin amabilidad.
L a v ie ja (gritando): ¿Qué quiere?
F r e u d (gritando): ¿La señora Kórtner?
L a v i e ja (lo mismo): No está.
F re u d (lo mismo): ¿Y la señorita Kórtner?
L a v ie ja : No recibe a nadie.
F r e u d : P regú n tele...

La vieja cierra la puerta de la casa. Freud permanece inmóvil ante la verja, un poco en­
corvado, pero su rostro refleja su decisión inquebrantable.
Al cabo de un momento, toca de nuevo el timbre. La puerta de la casa permanece cerrada.
Freud levanta el picaporte, pero esa puerta tampoco se abre. Está cerrada con llave.
Permanece ante la verja; espera sin moverse —como un mendigo que sabe que con su insis­
tencia conseguirá que la gente abra su monedero.
Una esbelta mujer, vestida de negro, avanza a lo largo del edificio, a pleno sol, proyectando
a sus pies una pequeña sombra (son las diez de la mañana, aproximadamente). Se acerca a
Freud sin hacer ruidoy le pone la mano en el hombro. Es la señora Kórtner.
L a s e ñ o r a K ó r t n e r : ¿Qué desea usted, señor?
Freud se sobresaltay se vuelve. Ella lo mira de hito en hito, algo sorprendida.
Yo le conozco...
(Una pausa.)
Usted es el doctor...
Freud se descubre.
F reud: Sigmund Freud.
Se pasa el sombrero a la mano derecha.
Saca de su cartera una tarjeta, que tiende a la señora Kórtner.
L a s e ñ o r a K ó r t n e r (leyendo la tarjeta): Ya en tiend o.
(Su voz se endurece.) ¿Qué viene usted a hacer aquí?
F r e u d : ¿Está curada su hija, la señorita Kórtner?
L a s e ñ o r a K ó r t n e r (con voz inexpresiva): No.
F r e u d (con mucha naturalidad): Quisiera tratarla.
L a s e ñ o r a K ó r t n e r (casi insultante): Es inútil.
La señora Kórtner lo mira de frente. Desde que la vimos por última vez ha envejecidoy
su expresión se ha vuelto más dura. En la comisura de sus labios se ha formado un pliegue
malévoloy despreciativo. Su vestido negro, aunque de buen corte, es de tela barata.

279
Fueron los médicos los que provocaron la enfermedad de mi hija.
¡Señora Kórtner! Sabe usted muy bien que eso no es verdad.
F r eu d :
El doctor Breuer...
L a señ ora K ó rtner : Mi hija es una niña insoportable y el doctor
Breuer cometió el imperdonable error de tomarla en serio. Se cree
una mártir, doctor, y su única desgracia es que su padre la mimó de­
masiado.
Empuja a Freud, sin cortesía, rebusca en su bolso y saca un manojo de llaves. Introduce
una de ellas en ¡a cerradura y la hace girar.
Mientras abre la puerta:
Adiós doctor.
Entra en el jardín y Freud la sigue deforma que, al volverse ella para cerrar la puerta,
él ya está dentro.
La señora Kórtner le lantui una mirada furiosa con sus hermosos y duros ojos, pero no
consigue intimidarle; el hombre que tiene delante es aún más duro y más decidido que ella.
Se siente irritada y la sequedad incisiva de su voz se convierte en violencia.
La señ ora K órtn er : ¡Fuera de aquí!
I reud (sin levantar la voz): Usted n o quiere a su hija, señora.
La ira transforma el rostro de la señora Kórtner; de repente se vuelve tan vulgar como
una verdulera.
La señ ora K ó rtner (vulgar y violenta): ¡Puerco!
Levanta la mam y trata de pegarle. I'reud le sujeta la mano por la muñeca y se la retiene
un instante. Pero ese instante basta para que la señora Kiirtner recobre su sangre fría y su
apariencia de burguesa distinguida.
(Muy fría, imperiosa):
¡Suélteme!
Freud la suelta, inclinándose ligeramente como para disculparse.
Me toma usted por una mala madre ¿no?
F r eu d : N o .
La señ ora K ó rtner : Se nota en sus ojos.
(Una pausa. Desafiándole):
Míreme. En cuatro años he envejecido veinte. Ya no me tengo en
pie. Por las noches sólo duermo cuatro horas.
¿Sabe usted por qué? Porque me he convertido en la abnegada enfer­
mera de una hija que me odia y que me desea la muerte.
F r eu d : ¿Y eso qué? Usted la cuida pero no quiere que se cure. Echó

280
a la calle a los médicos y ahora cultiva su enfermedad porque le per­
mite dominarla.
La madre lo mira, furiosa pero insegura. Freud improvisa; es una baladronada. Insiste
porque la señora Kortner parece herida en lo más vivo.
L a s e ñ o r a K o r t n e r (fría y lúcida): Yo no eché a la calle a los médi­
cos.
(Risa amarga.)
No vienen ya porque estamos arruinadas ¿comprende? Interrumpie­
ron sus visitas a domicilio en cuanto comprendieron que no tenía­
mos ni un céntimo para pagarles.
Con una desafiante ironía, segura de ¡a respuesta:
Doctor Freud, ¿acepta usted tratar a Cecily gratuitamente?
F re u d : Sí, señora.

Gravey firmemente.
Me comprometo a ello.
(Un silencio.)
¿Y bien?
La señora Kortner lo mira desconcertada.
Cecily tiene una oportunidad de curarse. ¿Va usted a negársela?
L a s e ñ o r a K o r t n e r : Conozco a los hombres, médicos o no; no ha­
cen nada por nada. No creerá usted que le tomo por un filántropo,
¿no?
¿Qué interés le guía?
La señora Kortner habla con un tono M M A S M ix ) lúcido y m - m a s i a d o sagaz para ser el
de una «mujer de mundo». Se nota, tras su aplomo, una profunda experiencia que en esa época
la sociedad negaba, en general, a las mujeres de su condiáón.
Freud la mira con dureza pero no sin cierta simpatía. Nos damos cuenta de que le agra­
da esa clase de mujeres.
F reud (con sencillez): Tengo una idea con respecto a la neurosis y
quiero verificarla.
L a s e ñ o r a K o r t n e r : ¿Y busca usted enfermas que no pueden pagar
para poder destrozarlas?
¿Mi hija será su cobaya?
F re u d : N o d estrozaré a n adie, señ o ra, y su hija n o será una cobaya;
la c o n sid ero la en fe rm a m ás in telig en te que he con ocid o.

281
La señora Kórtner duda, en silencio. A l cabo de un momento, se dirige a la puerta de en­
trada, la cierra, da la vuelta a la llave y se la guarda de nuevo en el bolso.
L a s e ñ o r a K ó r t n e r : Sígame.
Cruzan el jardín. Mientras suben los tres escalones que conducen a la casa, se vuelve hacia
Freud.
Fisto es una prueba. Si veo que le hace usted daño, interrumpiré el
tratamiento.
I ’reud asiente en silencio.
Entran en una sala sombría, a causa de los árboles del jardín, y amueblada pobremente.
La vieja criada está zurciendo, sentada cerca de una mesa.
Vemos de nuevo algunos muebles del antiguo domicilio, salvados de milagro del desastre
jinanciero de la familia.
I .a criada levanta sus ojos grises y fríos y mira a I'reud con indiferencia; luego, sigue co­
siendo.
La señora Kórtner se ha parado en medio de la habitación y deja que Freud cieñ e la
puerta. Cuando éste se vuelve hacia ella, pregunta:
¿Asistiré a sus sesiones?
I ' r e u d (cortés, pero firm e): No, señora.
L a s e ñ o r a K ó r t n e r : Bien.
La señora Kórtner señala una puerta a l fondo de la habitación.
Es ahí. Entre.
Y suelta una risita seca y llena de rencor mientras Freud cruza la habitación.
Aún queda lo más difícil. Cecily tiene que aceptarle.
Ireu d llama a la puerta.
Voz en « off » df. C e c il y : ¡Adelante!

(14)

LA HABITACION DE CECILY

Es pequeña y amueblada pobremente. En un rincón hay una mesa con una ja rra y una
palangana. Dos sillas}una rocking-chair.
La cama de Cecily está a la derecha de la puerta, pegada a la pared; los pies de la cama
están cerca de la puerta y la cabecera en el extremo más alejado.
Dos ventanas: una, entrando a la izquierda, y la otra a l fondo. Algunos cuadros baratos
intentan —con más o menos éxito— disimular las manchas y el moho del papel de las pa re­
des. Una mesilla de noche llena de libros.
Cuando Freud entra, Cecily, acostada y con la cabeza apoyada en dos almohadas, está
leyendo. ■
Baja el libro que sostenía ante sus ojos, que son totalmente normales, y mira al recién lle­
gado. Un largo silencio, y luego:
C e c il y : Sé quien es usted.
Freud ha cerrado la puerta y se colocafren te a Cecily.
¿Acaso no he sido suficientemente castigada?
F reud (con dulzttra): No vengo a castigarla, Cecily.

Cecily se encoge de hombros.


C e c il y : I [ay que castigarme, puesto que soy culpable.
Esboga una misteriosa sonrisa de connivencia con ella misma. Le sigue mirando y dice,
lentamente:
Usted es el doctor Freud. Su amigo se llamaba Fliess.
Con una expresión vaga y lejana:
¿Y el otro? Ese que era tan cobarde, ¿cómo se llamaba?
Cecily ya no tiene ese aspecto inocente que sedujo a Breuer. Sigue siendo una muchacha,
pero con la mirada sagaz y despreciativa de una mujer. Elpliegue de amargura que se advier­
te en las comisuras de sus labios no se borrará en las escenas siguientes, hasta su curación.
F reud (con una imperceptible complicidad): ¿El cobarde? Breuer.
C e c il y : ¡Eso es! Breuer. Y su mujer se llamaba Mathilde. Dicen que
le hizo un hijo, ¿no?
F reud : Una niña.
C e c il y (sonrisa de desprerío): En Venecia, claro. El hijo de la laguna.

Casi con orgullo.


Y yo, con las dos piernas paralíticas.
Freud quiere acercarse.
No vale la pena.

Aparta la manta con violencia. Tiene el camisón levantado hasta las rodillas; sus piernas
presentan las características y a observadas en la histérica de la prim era parte y en Jeanne (la
paciente de Charcot).

283
(con una sonrisa irónica): Contracciones histéricas. Anestesia
C e c ily
de ambos lados.
Ya ve usted que estoy al corriente; ¡hace tanto tiempo que esto dura!
Freud se acerca y esta vez Cecily no hace ningún gesto para impedírselo. Freud sube la
manta y se la remete.
Muy amable.
Parece usted el marido de Mathilde. ¿Cómo dice usted que se llama?
F reud : Breuer.
C e c il y : liso es. ¿Cómo se llama su mujer, doctor Freud?
F reijd : Martha.
C e c il y : Que Dios la bendiga.

Con una violencia brusca y terrible, pero sin levantar el tono de voz,
¡Váyase!
¡Váyase!
Diga a la mujer de Breuer que estoy expiando mis culpas y que no
tendré hijos jamás.
Freud, sin inmutarse, va a buscar una de las sillas, la lleva hasta la cabecera de Cecily y
se sienta.

F reud : Cecily, voy a curarla.


Durante toda la escena se mostrará dulce y convincente, pero sus ojos duros y fijos tienen
un brillo inquietante; se nota que no experimenta ninguna simpatía hacia Cecily y que está
dispuesto a todo para comprobar con ella la verdad de su doctrina.
C e c ily (echándose a reír): ¡O tra vez!
Y luego, cuando me haya puesto usted enferma de muerte, huirá a
todo correr, ¿no?
Estoy muy bien así. Si me devolviera usted el uso de las piernas iría
por las calles de la ciudad y...
F reud : ¿Y qué?
C e c il y : Nada. Tonterías.

Coge de nuevo el libro y fin ge que se abstrae en la lectura.


Freud no se mueve. De vez en cuando Cecily lo mira disimuladamente p or encima del libro.
De pronto lo deja y dice:
(Interrogación serena y risueña.)
¿Está usted seguro de que soy una histérica?
F reud : N o tengo ni idea. Déjeme tratarla y lo veré.

284
que ísabe? Tengo angustias. Según los libros, los histéri­
C e c il y : E s
cos no tienen angustia.
F re u d : L ee usted libros estúpidos. L os h istéricos pueden estar an ­
gustiados y las p erson as n orm ales tam bién.

Coge el libro que Cecily ha dejado caer sobre la manta.


¡Charcot! Fui yo quien lo tradujo.
C e c il y : L o sé.
F r e u d (con un tono
un poco despreciativo, un poco nostálgico, como con el que se
habla de una muy antigua relación): ¡Bah! ¡Eso es cosa pasada!
Freud, totalmente desconcertado, da vueltas y más vueltas a l libro que tiene entre
sus manos.
C e c ily (siguiendo con su idea): Es que, ¿sabe?, no quiero que me cure
las piernas, pero sí que me quite las angustias.
(Se sonríe a s í misma.)
Si puede.
F r e u d : Intentémoslo.

Acerca un poco su silla. Cecily hace un movimiento de sincero temor.


(de repente, gritando): ¡Déjeme tranquila! ¡Déjeme tranquila!
C e c ily
¡Socorro! ¡Socorro! ¡Mamá! ¡Mamá!
La puerta se abre bruscamente y aparece la madre.
La se ñ o ra K ó r t n e r (sin cordialidad): ¿Qué pasa?

Freud se vuelve un momento hacia ella.


¿Quieres que se vaya?
C e c il y : N o , p ero n o q u iero que m e hipnotice.
¡Basta! ¡Basta de tonterías! ¡Basta!
Freud se vuelve de nuevo hacia Cecily.
voy a hipnotizarla. Se lo prometo delante de su madre.
F reu d : N o
C e c i l y (a
su madre, con un tono de profunda maldad bajo su dulzura):
Bien. Entonces, mi querida mamá, puedes marcharte.
La madre cierra la puerta. Cecily, incrédula, a Freud:
¿No va a hipnotizarme? Usted no sabe hacer otra cosa.
F reud :Hasta ahora, no. Es lo único que he hecho. Pero ha pasado
algo que me ha obligado a renunciar a ello.

285

J
C ec ily (con toda naturalidad): ¿Ha matado usted a alguien?
F reud (sereno): Casi.
C e c il y : E so ten ía que te rm in a r así.
F reud : Cuando las personas están despiertas se defiendencon todas
sus fuerzas contra los recuerdos que quieren olvidar.
C ecily (trónica): Y cuando duermen por medio de la sugestión, re­
cuerdan todo lo que uno quiere.
F reud : Ha comprendido usted. Luego, se les cuenta lo que han di­
cho en estado de hipnosis. Pero al despertarse, recuperan la mentali­
dad, los tabúes y las interdicciones, todos los mecanismos de repre­
sión. El recuerdo reprimido les produce horror cuando lo recuerdan;
se habían organizado precisamente para reprimirlo. Resulta una con­
frontación demasiado brutal. I lay que. ir despacio, hablar con los en­
fermos cuando están totalmente despiertos, atacar sus defensas y de­
bilitarlas poco a poco.
C e c il y (riéndose): ¿Y el amante de Mathilde? ¿Que queda de su mé­
todo? ¡Estaba tan orgulloso de él!
L’r eu d : ¿Breuer? En cuanto a lo esencial, su m éto d o no ha cambia­
do. Ya no utilizamos el hipnotismo, eso es todo.
C e c il y : E n ton ces ¿qué harem os?
F reud : Bueno, usted hablará de lo que quiera. Dirá todo lo que le
venga a la mente, por muy descabellado que le parezca. La casuali­
dad no existe: si usted piensa en un caballo y no en un sombrero, es
por una razón profunda. Esa razón la buscaremos juntos, y cuanto
más se vaya acercando a ella, más se irán debilitando sus resistencias
y menos doloroso será descubrirla.
C e c ily (divertida): Es como un juego de sociedad.
I'reud : Sí. El juego de la verdad. Empiece.
C e c il y : ¿P o r dónde?
F r eu d : Ya se lo he dicho: por lo que quiera.
Cecily, con una especie de coquetería —muy consciente de su encanto:

C e c il y : Podría usted ayudarme, por ser la primera vez.


F reud : Bien. ¿Sueña usted con frecuencia?
C e c il y : T od as las noches.
F reud : ¿Esta última n oche?

Cecily asiente con un gesto.


Pues bien, cuénteme su sueño.

286
Es evidente que Cecily se está divirtiendo. Por el momento, lo importante para esa solita­
ria es la presencia de un hombrey el juego que ju ega con él.
(con viveza): Es fácil; el de la última noche lo tengo tres o cua­
C e c ily
tro veces a la semana. Con algunas variantes, naturalmente. Estoy
segura de que es un castigo.
Yo era...
Ladea la cabeza,fingiendo que le da vergüenza. En realidad lo hace p or coquetería.
Va usted a pensar que tengo unas ideas extrañas.
Yo era una prostituta. Una de esas que hacen la carrera.

( 15)

Vemos el sueño de Cecily mientras nos lo va describiendo. Es de noche. Una calle ilumi­
nada p or la luz mortecina de un fa rol de gas. A ¡o lejos, una mujer, que es Cecily, pero a la
que apenas distinguimos, va y viene p or la acera. De lejos parece que va vestida como la clásica
prostituta.
F r e u d (voz en «off»): ¿Ha visto usted alguna vez mujeres haciendo la
carrera?
C e c i l y (voz en «off»): Por supuesto.
F r e u d (voz en «off»): ¿Iba usted vestida com o ellas?
C e c i l y (voz en «off»): No.

Bruscamente, vemos a Cecily que sale de la oscuridad. Lleva un vestido de novia, total­
mente blanco, velo blanco y flores de azahar. Pero su rostro está terriblemente maquillado y re­
sulta casi repugnante, envejecido p or ese maquillaje burdoy exagerado.
Llevaba un vestido de novia.
Por otra parte, el vestido de novia tiene un enorme desgarrón en la parte delantera, p or el
que se le ve la pierna hasta p or encima de la rodilla.
Es extraño. Tenía un desgarrón, y eso me daba vergüenza.
Vay viene p or la acera, debajo delfarol.
F r e u d ( voz en «off»): Reflexione un poco Cecily. ¿Cuándo ha visto us­
ted un vestido de novia desgarrado?
Cecily se para bajo elfa rol y parece reflexionar.
C e c ily (voz en «off»): Nunca.

287
F r e u d (voz en «off»): ¿Y o tro s vestid o s tam p oco?
C e c i ly (voz en «off»): ¡Ah, sí! El vestido negro
de mi madre. Se lo
desgarró ayer y lo zurció a mi lado, mientras yo leía.
La prostituta Cecily, como si estuviera satisfecha con esta respuesta, empieza de nuevo a
pasear.
Pasa por delante de una puerta cochera. En un rincón oscuro vislumbramos de repente
una sombra inquietante: un hombre inmóvil que espera.
Voz en « off » de C e c il y : Yo tenía un extraño nombre. Putifar. Ya
salx:, como la reina de la Biblia*.
Ahora la sombra es más nítida. Es un señor muy bien vestido, a l que vemos de espaldas.
Lleva una chistera.
Iil, señor (susurrando): ¡Putifar! ¡Putifar!
Cecily, que lo habla dejado atrás, vuelve hacia él. Cuando está a su altura, saca de su bol­
so un anillo de oro y se lo tiende.
Voz en « off » de C e c il y : Tuve un cliente.
El señor, que continúa de espaldas, tiende el dedo índice y vemos que Cecily le pone en él
su anillo de oro.
I' r e u d (voz en «off»): ¿Cómo e r a é l ?
Voz e n « o f f » d e C e c i ly : N o le vi la cara.
Fe di un anillo de oro. lira demasiado grande para su dedo.
La mano del señor se dirige hacia el suelo y el anillo cae. El señor huye a todo correr y, en
su desconcierto, empuja a Cecily tan brutalmente que la tira al suelo.
I luyó y me tiró al suelo.
En el momento en que Cecily cae a l suelo, se oye una carcajada. Se abre una ventana del
prim er piso del edificio ante el cual ha caído Cecily y se ve a una mujer riéndose. Lleva el clá­
sico vestido de las prostitutas.
Una mujer se rió y dijo:
(se la ve hablar. Muy ordinaria): No valía la pena m atarm e.
L a m u je r
Voz en « o ff » de C e c il y : Me daba igual lo que pudiera decirme.
Pero me había hecho mucho daño al caerme en la escalinata.
Dejamos de ver a la mujer de la ventana para enfocar de nuevo a Cecily. Mientras mirá­
bamos a la mujer, el decorado ha cambiado.

* Sic en el original. (N. de la i.)

288
En tfecto, Cecily se ha caído a ; v l a e s c a l i n a t a de su antigua villa. La puerta cochera ha
desaparecido, pero vemos tres escalones que conducen a la puerta vidriera, que está abierta.
Cecily sigue vestida de novia y está de rodillas en uno de los escalones. La puerta vidriera,
las ventanas y los escalones están iluminados p or unafu erte luz. Es pleno día.
Se vislumbra el interior, q u eja conocemos.
Cecily llora como una niña pequeña, con grandes sollozosy haciendo pucheros.
Las lágrimas resbalan por sus mejillas.
F re u d ( voz en «off»):
¿Q ué escalinata?
Voz en« off » de C e c il y : La de n u estra antigua villa.
F reud : ¿Y luego?
Voz en « off » de C e c il y : E so es todo. Me desperté.
El sueño estalla. Nos encontramos de nuevo en la habitación.
Freud sigue inclinado hacia adelante. Cecily se está divirtiendo.
C e c il y : E s m uy d iv ertid o c o n ta r un sueño. P e ro es absurdo. E so no
q u iere decir nada.
F 'reu d (convencido): ¡Eso q u iere d ecir t o d o !

Cecily parece incrédula.


C e c il y : Pintonees ¿por qué, por ejemplo, yo me llamaba Putifar?
F re u d : La mujer del Faraón se llamaba Putifar. Estaba enamorada
de José*.
(Una pausa.)
El doctor Breuer se llama Joseph.
Cecily deja de sonreír y lo mira con dureza y desconfianza.
En su sueño, el cliente huye como Joseph.
Sonrisita de Cecily; Freud se la devuelve. Pero en sus rostros no se refleja la bondad.
Freud, sonriendo, con intención:
F reud : En resumidas cuentas, era una pesadilla ¿no?
Celily, relajada p or esa complicidad.
(sonriendo): La historia de Putifar estaba naturalmente dedica­
C e c il y
da a Joseph, pero para Putifar era una pesadilla.
(Una pausa.)
F reud : ¿Tiene usted ese sueño con mucha frecuencia?

* Sic en el original. (N. de la T.)

289
10
C e c il y : Sí, muy a menudo, pero lo referente a Putifar es la primera
vez.
F r eu d : El tema de la prostitución ¿se presenta con frecuencia?
C e c il y : Sí. Y la mujer de la ventana y la caída en la escalinata.
F r eu d : ¿Cuándo soñó usted eso por primera vez? ¿Mucho tiempo
después de la muerte de su padre?
C e c il y : M ucho tiem p o an t e s .

Freud parece estupefacto.


I 're u d (con un asombro que le hace levantar la voz):
¿ A ntes ?
¿Antes de que le encontrara usted...?
Dureza y vulgaridad de Cecily; está interpretando un papel, pero no sabemos cuál.
C e c il y (con dureza): ¿En un burdel? ¡Mucho antes! Años antes.
F r eu d : ¿Por qué?
C ecily : Y o quería
mucho a mi padre, pero estaba muy resentida con
él porque engañaba a mi pobre mamá.
Freud: ¿Con prostitutas?
Por supuesto. A todos los hombres les gustan las prostitu­
C e c il y :
tas, ¿no?
¡Por suerte!
(ion una voz melindrosa que no es la suya:
Si esas mujerzuelas no existieran, las mujeres honradas no se atreve­
rían a pisar la calle.
Con un tono profundamente sincero:
Yo adoro a mi madre, doctor. Ella le dirá lo contrario porque las dos
tenemos muy mal carácter. Pero es falso. Sé el esfuerzo que hace. Y
la quiero cada vez más. Aún hoy, no puedo perdonar a mi padre la
vida de infierno que le dio.
Cecily habla con una especie de odio.
La engañaba incluso bajo su propio techo. Yo sé quién es la mujer
que me miraba desde la ventana, en mi sueño. La querida de mi pa­
dre, una antigua institutriz. Mamá la echó, e hizo bien.
Se retuerce de risa.
¡Ahí hay uno que no se merecía su nombre!

290
F re u d : ¿Q u ién?
C e c il y : Papá. Tambiénse llamaba Joseph.
¡Ah! (Un silencio.) Cuando usted era pequeña ¿la empujó un
F re u d :
día y usted se cayó?

Cecily lo mira con una desconfianza asombrada.


Freud sigue con su idea y vuelve a su principal indagación.
C e c il y : ¿C óm o lo sabe?
F reud : E stá en su sueño.
C e c il y : ¡Oh! Es sólo un mal recuerdo y ya puede usted figurarse que
no le guardé rencor por eso.
La pequeña Cecily entra corriendo en la antigua villa.
Yo tendría unos seis años. Iba corriendo. Debió de ser culpa mía.
Se choca contra su padre, un hombre fuerte y de porte majestuoso, que sale de la villa por
la puerta vidriera, en ese mismo instante. Cecily cae al suelo.
F re u d : ¿Y qué pasó entonces?
La imagen estalla.
La habitación de Cecily.
(que da muestras de cansancio): Nada más. Absolutamente nada.
C e c il y
F reud: Sin embargo, veinte años después se acuerda usted de esa
caída. ¡Y ha olvidado tantas cosas! Hasta el nombre de mi amigo
Breuer.
¿Por qué la recuerda?
No tengo ni idea. ¿Acaso sabemos por qué recordamos un
C e c ily :
acontecimiento en vez de cualquier otro?
Ya no voy a contarle nada más; estoy demasiado cansada.
Su método es agotador; mucho más que el hipnotismo. Me doy
cuenta de que hoy es imposible sacar nada más de mí.

(Con cierta complacencia):


Me ha exprimido usted como a un limón.
Con simpatía:
Vuelva mañana.
Freud se levanta, amableyfrío. Está totalmente abstraído en su indagación.
F reud: Volveré. Trate de reflexionar sobre esa historia de la caída

291
en la escalinata. Todos los detalles que pueda proporcionarme me se­
rán útiles.
Cecily lo mira atentamente. Iu sonríe pero sin simpatía.
C e c ily (medio en serio, medio en broma): No me gustan sus ojos.

Freud la mira interrogativamente.


Son ojos de asesino.
Va usted a hacerme una mala jugada.
lil también bromea, pero sus ojos siguen siendo duros.
F r e u d (con el mismo tono que Cecily): C) quizás una buena, una muy
buena redada que atrapo a los monstruos de las profundidades mari­
nas. ¿Sabía usted eso? Hay algunos que viven bajo tales presiones,
que revientan cuando se les saca al aire libre.
Se inclina, lilla le sonríe. Percibimos de nuevo entre ellos una extraña complicidad, pero
muy diferente a la que unía a Cecily con Rreuer.
l:n esta ocasión, se diría que están tratando de engañarse el uno al otro.
Mientras Freud sale, Cecily lo mira con una sonrisa irónica, como si se diera cuenta vaga­
mente de que lo ha engañado.

( 16 )

Al. DIA SIGUIENTE, DESPUES DEL ALMUERZO,


EN CASA D EIREUD

Martha pasa y vuelve a pasar. Izstá en pleno trabajo y la criada la ayuda.


I;reud está sentado en un sillón y los dos niños en el suelo. Mathilde, que es ya una mujer-
cita, está al lado de su padre, muy erguida. Martha, muy atareada, pasa cerca de Freud, que
la agarra del brazo.
F r e u d (sonriendo cariñosamente): Martha, siéntate. Ven a hacerme
compañía.
M a r t h a : Imposible.
F reud : ¿Por qué?
M a r t h a : Tengo muchas cosas que hacer.
F r e u d (amenazándola en broma): ¡Ten cuidado, Martha! Acuérdate de
la historia de Marta y María.
María se llevó la mejor parte.

292
M a r t h a (sonrisa un poco triste; un poco irónica, sin ninguna intención de ser
desagradable): Dudo de que tus enseñanzas se parezcan a las de Jesu­
cristo.
Se marcha, dejando a Freud solo con los niños. Mathilde aprovecha la ocasión para acer­
carse un poco más a Freud.
M a t h il d e : ¿E s v e rd a d que lo ten d rem os?

Freud le habla con una gran dulzura; su rostro se iluminay parece alegre:
F reud : ¿Q ué, qu erid a m ía?
M a t h ild e : No sé decir el nombre; la máquina.
F reud : ¡Ah! ¿El teléfono? ¡Pues claro, Mathilde! Lo instalarán uno
de estos días.
M a t h il d e : Yo hablo en esta casa y tú estás en otra casa y me oyes.
F reud : Sí.
M a t h il d e : Y si te doy un beso ¿te darás cuenta desde la otra casa?
F reud : N o .

Mathilde salta a las rodillas de Freud y lo besa con vehemencia.


M a t h il d e : Entonces prefiero que estés aquí.
Freud se deja besar e incluso le devuelve sus besos. Y luego, de pronto, su rostro se vuelve
duroy casi malvado.
Se suelta y pone a Mathilde en el suelo, sin violencia, pero confirmeza. Mathilde lo mira
estupefacta. Freud mira al vacio.
Mathilde, asustada por ese rostro duro e impenetrable que nunca le ha conocido a su pa­
dre, se echa a llorar.
Martha, que entraba en ese momento, ha visto toda la escena.
M a rth a (trastornada): ¡M athilde!

La niña mira a su padrefuriosa y abandona la habitación corriendo.


Martha se acerca a Freud, que no se ha movido. Lo contempla, tristemente, en silencio.
Porfin, Freud levanta la cabezay mira a Martha con una expresión de profunda triste­
za. Al cabo de un momento, se levanta.
F re u d : Tengo que ir a ver a una enferma. Hasta ahora.
La besa maquinalmente en la frente y sale. Martha se queda mirando durante largo rato
la puerta por la que Freud ha salido.

293
(17)

EN LA HABITACION DE CECILY

Media hora después. La señora Kórtner está cosiendo, sentada a la cabecera de Cecily.
Lleva un vestido negro, como siempre, y una camisola de encaje que le llega hasta la barbilla.
Cecily está inmóvil en su cama, recostada en unas almohadas, como la víspera. Sus ojos fijos
parecen agrandados por la angustia. De vez en cuando, crispa un poco las manos sobre la
manta.
J.as dos mujeres no intercambian ni una ¡mlabra, pero la señora Kiirtner mira a Cecily
de vez en cuando.
Esas breves ojeadas son frías y objetivas. Ninguna ternura. Cuando inclina la cabeza so­
bre su labor, Cecily le lanza unas rápidas y solapadas miradas con el rabillo del ojo.
Entre las dos mujeres se siente una tensión extrema pero silenciosa. Nos damos cuenta de
que se trata de una escena cotidiana. Todos los días, la señora Kórtner viene a «cuidar» a su
hija en silencio.
Llaman a la puerta.
Sin esperar respuesta, la vieja criada abre la puerta. ,J'f aparta para dejar pasar a
Freud. Luego, cierra la puerta.
La v ie ja : El doctor I'reud.
Freud se inclina en silencio ante la señora Kórtner, que hace una ligera inflexión de cabe­
za sin pronunciar palabra. Se levanta, recoge sus cosas sin prisa y se va.
Antes de que cruce el umbral de la puerta, Freud se vuelve hacia Cecily y le sonríe. Ella
le guiña un ojo para mostrar que se ha dado cuenta de su presencia, pero no intercambian ni
una palabra. La señora Kórtner cierra la puerta.
El rostro de Cecily cambia inmediatamente. Sigue pálida y llena de ansiedad, pero se do­
mina. Consigue sonreíry le tiende la mano a Freud con un gesto amable pero abatido.
Freud le estrecha la manoy se sienta en el sitio de la señora Kórtner.
Tiene los ojos tan duros yfijos que se diría que son de cristal. Sin embargo, sonríe, pero esa
sonrisa tiene algo defalso.
C e c il y : T iene usted u na so n risa de lobo.
F reud : L os lobos n o sonríen.
C e c il y : ¿No le han contado nunca Caperucita Roja? Había un lobo y
sonreía. Pero la Caperucita Roja estaba en el sitio donde está usted y
el lobo en el mío.
F reud (para terminar de una vez, muy seco): Yo no voy a comerla.
(Una pausa.)
¿Qué le pasa? ¿Tiene angustia?
Cecily asiente con un gesto.

294
¿Ha tenido pesadillas?
C e c il y :No.. Pesadillas, no.
No he dormido nada.
Alucinaciones. Siempre las mismas: una cara que sangra.
F r eu d : ¿La cara de quién?
C e c ily (ambigua): Una cara...
F reud : ¿Una cara de h om b re?, ¿de m ujer?

Cecily se encoge de hombros sin responder.


Al cabo de un momento:
C e c il y : Lira alguien a quien yo había matado.
Freud la mirafijamente sin responder.
Doctor, seguramente he hecho algo que está muy mal.
El no responde. Ella insiste:
Me siento tan culpable...
¿Usted sabe lo que yo he hecho?
La expresión de Freud es cada vez más dura; está decidido a lograr una gran jugada ese
mismo día. Eso se ve, y en sus gestos y en su voz se nota una especie de insólita precipitación.
Aprovecha la ocasión y dice:

F reud : N o , p ero va m o s a sab erlo h oy m ism o.


C e c ily (asustada): ¿A quién se refie re usted cu an d o dice v a m o s ?
F reu d : A usted y a mí.
C e c il y : Si es grave, no se lo contará usted a mamá, ¿no?
F reud : No.

Una pausa. Freud prepara el ataque. Luego, bruscamente:


Entonces, usted se cayó en la escalinata de la villa.
¿Qué edad tenía?
C e c il y : Ocho años.
F r eu d : D esd e luego, n o reco rd a rá la fecha exacta, ¿verd ad ?
C e c il y : Pues p recisam en te, sí, p orq u e era el cu m p leañ os de m i in sti­
tutriz: el 6 d e ju n io de 1 8 7 8 .

Freud saca una libreta del bolsillo. Anota cuidadosamente la fecha y vuelve a guardar la
libreta en el bolsillo de su chaqueta.
F reu d : ¡Todavía recuerda la fecha de su cumpleaños! Entonces, la
quería usted mucho, ¿no?

295
C e c il y : Mucho.
F reud : ¿Y su padre engañaba a su madre con ella?
Cecily esboza una sonrisa.
C e c il y : ¡Ah, sí! Pero eso no era asunto mío.
F reud : Usted dijo que su madre había hecho bien en echarla.
C e c il y : ¡Hizo bien! ¡Hizo muy bien! Desde su punto de vista, natu­
ralmente.
F reud : 1 entonces su padre la empujó y usted se cayó, ¿no?

Delante de la villa, una niña está subiendo los escalones de la escalinata. Un hombre (el
señor Kortner) sale precipitadamente y la tira al suelo.
C kcily (voz en «off»): Claro que no.
F re u d (voz en «off») ; Me lo dijo usted ayer.
C e c ily ( voz en «off», con un ligero cinismo): Entonces estaba mintiendo.

El señor Kortner y la pequeña Cecily han desaparecido.


¡ j j s tres escalones y el salón, que divisamos por la puerta vidriera, están desiertos.

¿No le han dicho a usted que soy muy mentirosa?


Yo iba corriendo y me caí. Eso es todo.

Una niña llega corriendo: es Cecily.


Va peinada con tirabuzones y lleva un miriñaque. Tropieza con un peldaño de la escali­
natay se cae. El señor Kortner aparece en la puerta del salón. Se precipita hacia la niña y la
coge en brazos. En cuanto ella lo ve, deja de llorar.
Mi padre me llevó hasta el diván.
El padre lleva a su hija en brazos. Sube los peldaños y se dispone a entrar en el salón,
cuando la vozfría de Freud lo para en seco, con una pierna levantada.
Voz e n « o f f » DE F r e u d (seco y amenazador): ¿Eso es todo?
C e c i l y ( voz en «off»): Eso es todo.
F r e u d ( voz en «off»): Es usted una mentirosa, Cecily.

La imagen desaparece. Vemos de nuevo a Freud sentado en su silla e inclinado hacia de­
lante, mirando a Cecily con severidad.
Cecily, fascinada, quiere protestar, pero Freud no le deja tiempo.
Una mentirosa. Usted misma lo ha reconocido.
Cuando estaba usted en el diván ¿qué le sucedió?
C e c il y : El quiso m ira r mi rodilla.

296
Cecily lo mira con una extraña expresión; parece aterrada y al mismo tiempo seducida
por ¡a historia que cuenta Freud.
F re u d : E n esa época, las n iñ as llevab an u n os p an talon es m u y largos
bajo las faldas.
Su padre tuvo que...
(Una pausa.)
C e c i l y : Me subió la pernera izquierda del pantalón... despacio... des­
pacio...
El salón de la villa de los Kórtner. Un diván. El señor Kórtner está de espaldas, inclina­
do sobre el diván. Está subiendo la pernera izquierda de un pantalón ancho, de hilo, largo has­
ta los tobillos, dejando de este modo al descubierto primero un calcetín blanco, luego una panto­
rrilla, luego la rodilla y alfinal el principio del muslo.
Este lento y casi voluptuoso movimiento nos parece lascivo por una sola razón: la pierna
que se va descubriendo de este modo no es la de una niña de ocho años, sino otra, muy bella, de
una mujerjoven.
Entonces nos damos cuenta de que la persona que está echada en el diván no es una niña:
es Cecily a los veinticinco años —la misma que está hablando con Freud—■,pero vestida a la
moda de 1878 (miriñaque, tirabuzones, pantalones largos). Ahora podemos ver su rostro
aterrado.
El hombre que se inclina sobre ella le produce terror.
Voz k n « o f f » d e F r e u d : Le daba masajes en la pierna.
Usted tiene miedo de mis ojos. ¿Y de los suyos? ¿No tenía usted mie­
do?
Cecily, echada en el diván, mira, fascinada, los ojos (invisibles para nosotros) del señor
Kórtner, del que sólo podemos ver la espalday lafuerte nuca.
¡Recuerde, Cecily! Recuerde su terror. El fue el responsable de que
esa fecha fuera inolvidable para usted.
De pronto, el señor Kórtner se inclina brutalmente sobre el rostro de Cecily, ocultándolo
así a nuestra vista;ya sólo vemos su cabeza y sus anchos hombros. Pero es HVlDENTi: que la
está besando en la boca.
Por otra parte, la visión sólo dura una fracción de segundo. Inmediatamente, resuena la
voz en «ojf» de Cecily.
(Gran grito de Cecily en «ojf»; terror y , dentro del terror, una especie de con­
sentimiento.)
La visión desaparece; nos encontramos de nuevo en la habitación. Cecily está recostada en
sus almohadas, aterrada. Freud se inclina sobre ella.
(En cierta manera, estas posturas reproducen las del señor Kórtnery Cecily en la historia
que acaba de relatarse.)
297
De pronto, el rostro de Cecily cambia. Ya no expresa terror, sino una especie de vergüen­
za irritada.
C e c il y : ¡No e s v erd ad ! ¡No e s v erd ad !

Freud se incorpora un poco y aprieta con las dos manos lafrente de Cecily.
lilla parpadea y luego cierra los ojos.
F reud : Cierre los ojos.
( Con una voz autoritaria y persuasiva.)
Usted sal>e muy bien que es verdad. Lo sabe.
Lo comprendí enseguida, ayer mismo, cuando dijo usted que su pa­
dre la había tirado al suelo.
Inventó usted ese falso recuerdo para enmascarar el otro.
Diga que es verdad.
Cecily abre los ojos. Su rostro ha cambiado. Tiene una mirada hipócrita y malévola, y una
sonrisa inquietante y casi satisfecha.
C e c i l y (con una voz demasiado sumisa y casi irónica):
lis verdad.

( 18)

UNA FSTAFFTA DF CORREOS

La ventanilla de los telegramas. Freud, indinado, escucha a una empleada que le está re­
leyendo el texto de su telegrama.
La em plead a: Wilhelm Flciss.
F reud : Fliess; 1 .L.I.F.S.S.
La empleada se pone las gafas y lee despacio, sin dar ningún sentido a las palabras que
está releyendo.
L a e m p l e a d a : Wilhelm Fliess. Marienstrasse, 16, Berlín. Cecily en­
contrada. Rotunda confirmación. Nacida 16 de marzo 1870 ag...
ag...
F reud : Agresión.
L a e m p l e a d a : Agresión 6 de junio 1878. Catorce casos.
Decidido dar conferencia Sociedad Médica sobre origen six... sex...
F r eu d : Sexual.
L a e m p l e a d a : Sobre origen sexual neurosis. Recuerdos. Sigismund.

298
(19)

LA CONSULTA DE FREUD

Dos operarios están terminando de instalar el teléfono. Uno de ellos coloca el hilo telefónico
detrás del escritorio.
El otro descuelga el auricular y llama a la telefonista. El aparato está colocado sobre el
escritorio de Freud. Este, divertido, mira la instalación. Su expresión es malévolay dura, pero
alegre y, por primera vez, se nota que está seguro de sí mismo.
Sus tres hijos parecen muy divertidos, sobre todo Mathilde, que está en el grado más alto
de la sobreexcitación. Se ha pegado al escritorio, cerca del aparato y mira al técnico que está te­
lefoneando.

El em plead o : ¿Oiga? ¿Central? Aquí el 16-82. Bien.


(Melga el teléfono.
A I'reud.
Van a llamar para comprobar.
Mathilde, con una actitud suplicante:
M a t h il d e (a Freud): ¡Déjame hablar a mí, papá! ¡Déjame hablar a
mí!
Freud sonríe. El empleado dice amablemente:
E l e m p l e a d o : Por supuesto, mi pequeña señorita; sólo tiene que de­
cir: aquí el 16-82.
El teléfono empieza a sonar.
Mathilde se precipitay descuelga el auricular.
Es demasiado pequeña para poder hablar por el aparato; el empleado le quita el auricu­
lar afablemente.
M a t h il d e (tratando de empinarse hasta el aparato):
Aquí el 82-16.
E l e m p l e a d o (paternalmente): Hay que esperar a que hablen.
Ahora.
Y además es el 16-82.
Tiende el auricular a Mathildey la levanta hasta el aparato.
El rostro de Freud se ensombrece pero no dice nada.
M a t h il d e : Sí. Aquí el 16-82.

299
El empleado la pone de nuevo en el suelo.
(A Freud, con orgullo):
¿Has visto? He hablado.
F reud (sonriendo): Lo he visto y lo he oído.
E l em pleado (a Fréud): Todo en orden, señor.
F reud : Perfecto.

Le estrecha la mano.
El em plead o : Adiós, señor.
Sale. Su compañero se le acerca y sale con él, saludando con la cabeza.
M a t h i l d e (en éxtasis, a sus dos hermanos pequeños):
¡Te hablan al oído!
(Llaman a la puerta.)
F reud : ¡Adelante!

Breuer abre la puerta. Su actitud es amable pero parece que se siente violento.
B reuer :Perdone que haya entrado sin llamar al timbre. Dos em­
pleados de teléfonos me han abierto la puerta.
Al divisar el teléfono:
¡ Ah! Ahora comprendo.
F reud (con un ingenuo orgullo): Entre los médicos, yo soy uno de los
primeros en tenerlo.
¿Quería usted hablar conmigo?
Se vuelve hacia los niños.
¡Vamos, niños! ¡Marchaos!
¡Vamos! Deprisa. Mamá os está esperando.
Los niños corren hacia la puerta.
Breuer se acerca a Freud.
B reuer : Le confieso que estoy asombrado. Esta noche va usted a
dar una conferencia en la Sociedad Médica y yo no he sido informa­
do hasta esta mañana y por una tarjeta de invitación.
Saca una tarjeta y se la enseña a Freud.
F reud (cortés pero no en exceso): Me cog ió d espreven id o.
B reuer (herido p or la frialdad del tono): ¿Qué es lo que le urgía tanto?
F reud : Ya es hora de dar el golpe. Estoy preparado.

300
Breuer lee la tarjeta:
B reuer : Origen sexual de las neurosis.
(Riéndose sarcásticamente):
Los padres violan a las hijas. Es lo mismo de siempre ¿no?
F reud (fríoy sereno): Cuando las hijas son neuróticas, sí, lo mismo de
siempre.
B reuer (ironía llena de malevolencia): E n to n ces ¿todas las agresiones
sexuales p ro vo c a n una n eu rosis?
F re u d : Seguramente no; el enfermo tiene que estar predispuesto.
B reuer (con el mismo tono): En resumidas cuentas: hay muchos más
padres indignos que hijos neuróticos.
F rf.u d : Necesariamente.
B reuer (lo mismo): ¡Q ué rep u gn an te es el h om bre!
( Una pausa.)
En serio, Freud, no irá usted a abordar ese tema ante nuestros cole­
gas, ¿no?
F reud : ¿Por qué no, si es la verdad?
B reuer : F'reud, le ruego encarecidamente que tenga prudencia. Aca­
bamos de escribir un libro juntos que aparecerá dentro de algunos
días y no es el momento...
F reud : Al contrario. Por respeto a usted, acepté que hiciéramos en
él la exposición de sus métodos sin mencionar la sexualidad.
Hoy voy a desquitarme.
B reuer : Pero, desgraciado, usted no puede ni imaginarse el escánda­
lo que va a desencadenar.
Va usted a hablar ante hombres de edad, de los cuales la mayoría son
padres, incluso abuelos ¡y va usted a atreverse a poner en duda sus
relaciones con sus hijas!
F re u d : ¡Y o n o d igo que to d o s los padres sean culpables!
B reuer : N o . Pero para que haya tantos culpables, sería necesario, si
lo que dice es verdad, que todos hubieran tenido tentaciones.
F reud : No tengo ni idea. Digo lo que sé.
B reuer : Si dice usted lo que cr ee que sabe, mi pobre Freud, está us­
ted perdido. Y no quiero que me arrastre usted en su caída con el
pretexto de haber Firmado un libro juntos.
F reud : ¡Ah! Entonces es eso.
B reuer : ¡Sí, es eso! No quiero perder mi clientela ni mi reputación.
F reud : En resumidas cuentas, tiene usted miedo.

301
B reuer : Y usted, que p rep ara sus jugadas a la chita callan d o, ¿acaso
n o fue el m iedo lo que le im pidió p re ve n irm e?
No tengo razón alguna para poner en peligro mi honor de médico y
de hombre por unas teorías imbéciles que no comparto.
F reud (ciego de ira): Im béciles, quizás, pero probadas.
B reuer (con desprecio): ¡Ya sé: trece casos!
F r eu d : Catorce desde anteayer.
B reuer : ¿Uno más? ¡Bravo!
I 'reud : Uno más. Y de una importancia capital. El de Cecily Kórt-
ncr.
B reuer (profundamente herido): ¿Q ué?
(Se domina.)
Mi querido I reud, era m i enferma. Si ha cometido usted la incorrec­
ción profesional...
I'reud : N o existe incorrección cuando se trata de socorrer a una
desgraciada que usted abandonó. Por otra parte, el éxito me justifica.
Está recuperando el uso de sus piernas.
B reuer : ¡Socorrer a Cecily! Pobre muchacha, usted ha terminado de
mancillarla. ¡Socorrer! ¡Usted! Usted no ha socorrido a nadie jamás y
mataría usted a sus enfermos con tal de verificar una cié sus teorías.
( Con una especie de celos sexuales):
Entonces ¿Cecily fue víctima de una agresión?
I ' r e u d : Sí. A los ocho años.
B reuer : ¿Y fue...?
F reud : El padre.

Lívidos de ira, estánfrente afrente, mirándose a los ojos en silencio.

( 20 )

EL SALON DE LOS FREUD, EN EL TERCER PISO


Martha y Mathilde Breuer están sentadas una cerca de la otra. Tienen miedo.
M a t h ild e :Martha, esta vez creo que se acabó todo. Cuando recibió
la invitación... Nunca le he visto en ese estado.
M a r t h a (con ternura): La quería a usted tanto...
M a t h ild e (tímidamente): ¿Ya no podremos volver a vernos?
M a r t h a (moviendo la cabeza): Sigmund es demasiado íntegro. Si se
enfada con su marido, no me permitirá que la siga tratando.

302
M a t h il d e : ¿Y a escondidas?
M a r t h a : N o haré nada a escondidas
de él. Aunque toda la culpa sea
suya.
(Con una especie de angustia):
Pero ¿qué me quedará, si la pierdo a usted?
Se echa en los brazos de Mathilde Breuer. Las dos mujeres permanecen abrazadas un
momento. Mathilde está llorando. Martha, hoscay desesperada, no llora.
La puerta se abre bruscamente. Breuer entra el primero con un paso brutal que no le co­
nocemos. Freud le sigue. La ira de los dos hombres está llegando a su límite. Las dos mujeres
se separan y los miran aterradas.
B r euer : Mis respetos, Martha. La admiro y la compadezco.
Martha seyergue.
M a rth a : Nadie tiene derecho a compadecerme. Quiero a Sigmund y
estoy orgullosa de él.
B r e u e r (brutalmente): Peor para usted. (A Freud): Tenga esto bien
presente: ya no me solidarizo con usted ¡y lo diré públicamente ma­
ñ a n a mismo!
F reud: Muy bien. Me abandona usted en el momento más difícil,
pero continuaré solo.
B r e u e r : ¡Solo! Usted nunca está solo, pobre amigo mío, para poder
trabajar necesita usted un maestro. Pasa usted a estar bajo la influen­
cia de Fliess. Eso es todo.
(A Mathilde, brutalmente):
¡Ven!
Mathilde se levanta. Las dos mujeres intercambian una mirada de profunda y desolada
ternura. Mathilde se vuelve y sigue a Breuer. Salen.
Freud está lívido. Cuando la puerta se cierra, se tambalea. Martha se precipita hacia él
para sostenerlo, pero Freud se recobra inmediatamente. Martha permanece muy cerca de él y
lo mira. Freud respira con dificultad.
F reu d : D iez m il flo rin es.
M a r t h a (sorprendida): ¿Cómo?
Le debo diez mil florines y no puedo devolvérselos.
F r eu d :
(A Martha, amenazador): Economizaremos céntimo a céntimo. Cuen­
to con tu ayuda.

303
(21)

LA MISMA NOCHE, DELANTE DE LA «SOCIEDAD MEDICA»

La fachada del edificio no ha cambiado desde 1886. Igual de vieja, igual de barroca.
Pero esta noche es un «edificio sonoro»; por la puerta abierta y por las ventanas se escapan
abucheos, gritos indistintos, silbidos.
De vez en cuando, la voz de I'reud pronuncia una frase —por otra parte, ininteligible
para nosotros— aprovechando una precaria calma, y bruscamente comienza de nuevo la alga­
rabía.
Pasan unos juerguistas. Dos hombres bien vestidos pero vulgares. Se quedan escuchando y
se ríen. Al pasar por delante de la puerta divisan al portero, que tranquilamente sentado a
horcajadas en una silla, se estáfumando un cigarrillo con absoluta calma.
U no d k l o s d o s h o m b r e s : ¡Cómo vociferan a h í dentro!

El. p o r t f . r o (confilosofía): ¡Pues, sil


( (ionio explicación): Son sabios.
E l o t r o j u e r g u i s t a : ¡Hombre! Me gusta comprobar que vociferan
como todo el mundo.
Se alejan.
I Jn simón se para contra el bordillo de la acera, sin llegar a colocarse delante de la puerta,
til cochero es viejo, el caballo esquelético y el coche no está muy limpio. Más tarde sabremos que
es el coche de alquiler que I'reud utiliza a veces para visitar a sus enfermos.
Martha está en el simón, con el rostro lívido y contraído. Oye los gritos y comprende que la
situación es aún más grave de lo que temía.
M arth a: ¿Qué h o ra es?

El cochero mira su reloj.


El cochero : Las d i e z y cuarto.
M arth a: Ya estará terminando. Cuando salga, iré a buscarlo. En
cuanto esté sentado dentro del coche, azota usted al caballo'y nos va­
mos.
E l c o c h e r o : Bien, señora.

LA SALA. No ha cambiado desde la primera conferencia de Freud (1886).


Hay caras nuevas, pero los más jóvenes no tienen menos de cuarenta años. Hay dos perso­
nas ausentes: Meynerty Breuer. El sitio de Breuer está vacío.

304
En la sala, a lo largo de las paredes, podemos ver una serie de bustos (son los más emi-
mentes médicos vieneses desde el siglo X VIII). Una de esas esculturas, muy reciente, reprodu­
ce la cabeza de Meynert. Su nombre está grabado en letras doradas, bajo el busto.
La misma disposición de la sala: un presidente, sentado; Freud está de pie, pálido pero
sonriendo con desprecio. La sala está desatada. El abucheo es general; se oyen palabras, frag­
mentos defrases, silbidos, pateos, etc. etc.

(En medio de las voces):


«¡Psiquiatría para los puercos!»
«Imaginaciones de solterona.»
«Cuento de hadas científico.»
«¡Y qué hadas!»
Etc.
Mientras dura este desenfreno de cóleray de violencia, Freud mira tranquilamente el bus­
to de Meynert.
Aprovecha una calma momentánea para terminar su conferencia con estas palabras, pro­
nunciadas con un irónico desprecio.
F reud :Agradezco a mis colegas su amable atención. Durante todo
el tiempo han dado pruebas de la calma y de la objetividad propias de
los verdaderos científicos.

Nuevos abucheos. Algunos médicos, entre los más jóvenes, se consultan con la mirada y se
marchan sin llamar la atención.
Freud, con una absoluta tranquilidad (lo que contrasta extraordinariamente con su acti­
tud durante la primera conferencia) se vuelve hacia el presidente de la sesióny le dice algunas
palabras que no oímos (pero cuyo sentido adivinamos: «en estas condiciones es inútil comenzar
un debate»).
El presidente (un hombre corpulento —-y por lo demás igual de indignado contra Freud
que sus colegas) se levanta y declara en medio de la algarabía (más que oírle, se adivina lo
que dice):
El presidente : Se lev a n ta la sesión.

Freud guarda sus papeles. Sus ojos permanecen sombríos y duros, pero una sonrisa de
triunfo aparece en sus labios como si se alegrase de la actitud imbécil de sus colegas.

IÍN EL EXTERIOR. Desde el simón en donde está sentada, Martha observa preocupa­
da el tejemaneje de algunos médicos (los que hemos visto salir de la sala), que se han alineado a
ambos lados de la puerta con la intención de abuchear a Freud o de hacerle pasar un mal rato.

305
El portero, preocupado él también, abandona su puestoy se va corriendo; parece que quie­
re avisar a un policía que vemos a unos cien metrosy que está haciendo su ronda nocturna,
Los médicos se están poniendo de acuerdo. Uno de ellos, el más altoy fuerte (patillas ne­
gras, tez sonrosada, aspecto sanguíneo), parece ser el nombrado por elgrupito para actuar como
su improvisadojefe.
Habla (desde el lugar en donde se encuentra Martha es imposible oír lo que dice) con una
malévola sonrisay con mucha animación. (Lleva un bastón.)
Freud (chistera, chaqué) sale de la sala completamente solo. Inmediatamente los médicos
empiezan a gritar:
Los m édicos (todos juntos): ¡Asqueroso judío! ¡Asqueroso judío! ¡Puer­
co judío!
¡Al ghetto! ¡Al ghetto!
Freud se detiene un momento, brillándole los ojos con una ira alegre y casi tonificante.
Luego, cruzfl entre las dos filas (por otra parte bastante poco densas: unos diez individuos)
como si se tratara de un triunfador:
Al llegar ante el jefe de la manifestación, que dirige los abucheos con un movimiento de su bas­
tón, como si fuera un director de orquesta, se para tranquilamentey con un revés de la mano le
tira la chistera al arroyo.

F reud (con una voz glacial): Recógela, puerco antisemita.


Hl otro levanta su bastón, pero en ese momento acuden el portero y dos policías y los sepa­
ran.
Los otros miembros delgrupito se callan, desconcertados.
Martha, que se ha bajado apresuradamente del simón, tira de Freud por el brazoy se lo
lleva. Apenas se sientan dentro del coche, el cocherofustiga al caballo y parten.
Freud' con una expresión demoníaca y triunfante a la vez, se vuelvey ve al antisemita de
las patillas agacharsey recoger su sombrero del arroyo.
Se sienta de nuevo junto a Martha, que está silenciosa y glacial. Dice sonriendo serena­
mente:
Freud: Acabo de saldar una antigua deuda.

( 22)

EN UN EDIFICIO DE LA BERGGASSE,
EN LA PLANTA BAJA, ALGUNOS MINUTOS DESPUES

Freud y Martha ante la puerta de la «Consulta del Doctor Freud».


F reud (amablemente): Gracias, Martha.

306
( Una pausa.)
Sube sin mí y acuéstate. Tengo que escribir una carta.
Martha, con el tono de ironía glacial queya le es habitual:
M a r t h a (irónica): i A Fliess?
F reud (sin entonación): Sí.

Saca un manojo de llaves, se inclina sobre la cerraduray abre la puerta. Martha se vuelve
y va hacia la escalera. Freud entra.
Freud, en su consulta de médico. Enciende un quinquéy lo lleva a su escritorio. Se quita
la chaquetay luego el chaleco. Se desabrocha el cuelloy va a sentarse ante su carpeta.
Reflexiona un momento. Su rostro conserva la expresión de triunfo, pero al mismo tiempo,
el sufrimiento y el cansancio acentúan sus ojeras. ¿Réprobo o mártir.? I.as dos cosas a la vez.
Coge una hoja de papel, moja su pluma en la tinta y empieza a escribir: Su voz en «off»
recita lo que escribe.
Voz en « off » de F reud : Mi querido Wilhelm.
Suena el teléfono. Freud descuelga el auricular.
F reud (interrumpiéndose): ¿Diga?
Una voz (sale del auricular): ¡Puerco judío!
Freud, sin inmutarse, cuelga tranquilamente y coge de nuevo su pluma.
Voz en « o ff » de F re u d : Acabo de romper con Breuer. La confe­
rencia ha provocado un escándalo. Mañana todos los periódicos ha­
blarán de ella. Fie perdido todos mis clientes, salvo Cecily, a quien
estoy tratando gratuitamente.
Todo esto me prueba que estamos en el buen camino.
La sociedad se defiende. Quiere suprimir al importuno que le descu­
bre sus secretos, igual que el individuo reprime las verdades insopor­
tables.
Alégrate; he quemado mis naves. Hay que vencer o reventar.
El timbre del teléfono le interrumpe de nuevo. Duda un instante y alarga la mam para
descolgar el auricular, pero luego, con una sonrisa irónica, vuelve a coger su pluma y sigue es­
cribiendo la carta.
Voz en « o ff » de F reud : He suprimido el hipnotismo...
El teléfono sigue sonando con insistencia.
Deja la pluma, irritado,y se decide a descolgar el auricular con la mano izquierda, mien­
tras que con la derecha se acerca el aparatoy lo coloca sobre la carpeta, al lado de La carta.
F reud (con voz agresiva): ¡Diga!

307
(Continúa agresivo, pero asombrado):
¿Quién está al aparato?
¡Ah!
¿Qué pasa?
La señora Kdrtner en el sótano de un café. Está inclinada sobre un teléfono.
Clientes de ambos sexos van y vienen, saliendo y entrando de los aseos. La señora del telé­
fono mira a la señora Kórtner con mudo estupor. Esta habla sinfalsa vergüenza, con una voz
seca y precisa. Su rostro sigue siendo duro aunque demacrado por el cansancio.
I.A señ ora K ó rtner : Hace veinte minutos, aproximadamente. Me
despertó el ruido de la puerta.
Fui a su habitación y ya no estaba allí.
Una nota, sí, sobre la cama.
Rebusca en su bolso, saca un tragj> de papel y lee:
«Vuelvo a nuestro antiguo oficio. No tengas miedo, ganaré mucho
dinero.»
Bueno, pues la prostitución. Se imagina que ha sitio prostituta. 1isla
mañana no hablaba de otra cosa. Decía que iba a ir al Ring porque
los clientes son más elegantes.
Sí. Normalmente. Desde esta mañana. Incluso se paseó por el jardín.
¿Debo avisar a la policía?
Plano de freu d en su consulta, inclinado sobre el aparato.
F reud : liso de n ingún modo.
¿Dijo que iba a ir al Ring?
Bien, iré yo mismo.
Vuelva a su casa. Se la llevaré.
Cuelga. Su expresión de triunfo demoníaco ha desaparecido completamente. Las comisuras
de sus labios se contraen con un rictus de abatimiento, sus ojos agrandados reflejan su angustia.
Se abrocha el cuello, se ajusta la corbata y poniéndose apresuradamente la chaqueta sale
de ¡a habitación.

308
(23)

EN UNA CALLE VECINA, ALGUNOS MINUTOS DESPUES.


UNA VENTANA EN EL PRIMER PISO DE UN EDIFICIO

(Se oyen unosfuertes golpes contra una puerta.)


Voz en « off » de F reud : ¡Hirschfeld! ¡Abra! ¡Abra!
Se abre la ventana. El cochero que conducía hace un momento la vieja calesa donde iba
Martha, se asoma a la ventana en camisón.
¿Quién está ahí?
I Iir sc h fe l d :
(A l reconocer a Freud): Es el doctor.
Plano de Freud, que golpea contra la puerta de la cochera.
F reud : Lo necesito, Hirschfeld. ¡Inmediatamente!
H ir sc h fe l d : E s que... estaba d u rm ien d o , d octor.
F reud : Pues despiértese, es una urgencia.

La ventana se cierra. Freud vay viene delante de la puerta.


Un poco más lejos, una prostituta espera, de espaldas, bajo unfarol.
Freud, tras una breve vacilación, se decide y cruza la calle. Un carro que pasa ahoga el
ruido de sus pasos. La prostituta no le oye llegar.
Se acerca a ella: vemos sus cabellos rubios bajo un sombrerito de paja. Freud le toca en el
hombro. Filia se vuelve: no es Cecily; tiene diez años más que ellay es muyfea.
La prostituta (volviéndose): ¿Quieres amor, hombrecito mío?
Freud, en cuanto la ve, pierde todo el interés por ella.
F reud (glacial): No, señora.
Saluda cortésmente y se va.
Mientras cruza la calzada en sentido inverso, la puerta de la cochera se abrey da paso al
viejo caballo de Hirschfeld tirando de la vieja calesa.
Se coloca contra el bordillo de la acera y Freud se sube al coche de un salto. Hirschfeld se
inclina hacia Freud, mientras una mujer vieja cierra la puerta de la cochera.
H ir sc h fe l d : ¿A qué señas, d o cto r?
F reud (distraído): Sin señas.
H irsc h fe ld (sorprendido): Quiero decir que dónde vive su urgencia.
F reud : N o lo sé. Dé la vuelta al Ring.

309
U S EL RING

Algunos juerguistas rezagados, acompañados de unas mujeres. Es la una de la madruga­


da aproximadamente. Algunas hermosos carruajes pasan por la calzada. Se pe aparecer, en
medio de ellos, el coche de alquiler de Hirschfeld, que chirría y se bambolea, a b «carro fantas­
ma».
Hirschfeld h a b la solo mientras conduce. En realidad se dirige a Freud pero sin volverse
(salvo una o dos peces que ya indicaremos), de manera que parece que habla a su caballo.
I hsRsenH'XD: La verdad es que 110 hubiese querido ser médico ni
por todo el oro del mundo, porque a mí me gusta dormir y los médi­
cas no duermen nunca o si lo hacen los despiertan todo el tiempo.
Mientras el cochero habla, i raid mira atentamente a los transeúntes y vemos, a la pez
que él, átgttms grupos siniestros y otros alegres de noctambulas.
Mientras que malquiera puede decirle que el oficio de cochero es
para los dormilones; se puede incluso echar un suefiecito durante el
cha. Pero ¡las cosas que me pasan a mí, doctor!, resulta que alquilo
mi coche, por meses, a un doctor. Total, me despiertan para las ur­
gencias y ni siquiera tengo el honor de atenderlas.
Se vuelve hacia Freud.
¿No es fatalidad?
l'rcud, sin mirarte:
I'RKU D: Vaya más despacio.
Pasa un grupo y con él una mujer rubia que, de lejos, se parece a (,’ecily.
¡Pare!
Hirschfeld, asombrado, para el coche. Freud se levanta y se dispone a bajar. Mientras
tanto el grupo se ha acercado; la mujer rubia Xf>1 ¡ Cu y >
¡Siga!
Hirschfeldcada vez más sorprendido, da un latigazo y el coche se pone de nuevo en movi­
miento.
Media hora más tarde. Un café. Mujeres y hombres \nos. Pero ninguna mujer
sola.
Freud entra y va mirando a las parejas a la cara, Unjoven levanta la cabezafurioso (es­
taba acariciando el cuello de una chica muy guapa y muy maquillada), pero la mirada glacial
de Freud le intimida. Se calla e incluso, como si el asco que se lee en el rostro de Freudfuera
comunicativo, baja la mano y deja de acariciar a su pareja.

310
Freud ha salido yay sube de nuevo a la calesa.
F reud : ¡Siga!
Hirschfeld ¡o mira con una sorpresa rayana en el escándalo. Mientrasfustiga a su caballo,
se vuelve:
H ir sc h fe l d : ¿S u urg en cia está en u n café?
F reud : Q uizá. A m en os que esté bajo un farol.

UNA TABERNA

Al fondo de la sala, unos zíngaros tocan un vals. Grupos de prostitutas solas o con sus
pretendientes de una noche.
Todas están vestidas con trajes llamativos y escotados. Ninguna de ellas es muy guapa ni
muyjoven. Parecen cansadas, pero lo disimulan con risas profesionales.
Sentados cerca de ellas, apoltronados en sus sillones, los hombresfuman sin tomarse la mo­
lestia de darles conversación.
Tres prostitutas, Lili, Daisy y Nana, están solas en una mesa esperando a un cliente. De
vez en cuando bostezan.
IJli se vuelve hacia la puerta.
L ili(estupefacta): ¡Oh!
¡Mirad eso!
Las otras dos mujeres se vuelven.
N ana (con naturalidad): Cono.
Cecily acaba de entrar. Está completamente vestida de negro, incluso el sombrero, los
guantes y las medias. Lleva un velo de luto que le cae por detrás de la cabeza, pero va excesi­
vamente escotada. En realidad, para hacer el escote ha cortado a tijeretazos un vestido cerrado
hasta el cuello.
¿Qué viene a hacer eso aquí?
D a is y :
¡Echale un ojo al escote!
L ili:
Lo ha cortado a tijeretazos.
Lleva el sombrero torcido, está muy mal maquillada y la pintura de labios rebasa el con­
torno de la boca, por lo que a primera vista parece que tiene unos labios enormesy sensuales; se
ha puesto colorete al tuntúny las manchas rojas le llegan hasta las orejas.
Sobre sus cejas rubias se ha pintado, como con carbón, dos rayas negras que ni siquiera
coinciden con el trazo de las cejas. A pesar de ese disfraz, parece cien veces más bellay más jo ­
ven que todas las mujeres de la sala.

311
Cecily entra con audacia, divisa una mesa librey se sienta. Parece una niña que se ha dis­
frazado y a la vez una reina de tragedia, por ese abigarramiento cómico en sus mejillasy por
sus grandesy trágicos ojos de loca.

C e c il y : ¡Camarero!
til camarero, un guapo muchacho moreno y con bigote, va hacia ella. Cecily sonríe de mane­
ra chabacana y se esfuerza en hacerle un guiño picaro cerrando el ojo izquierdo y levantando el
mismo lado de la boca.
1:1 camarero, que está curado de espanto, espera sin inmutarse. Pero se oye la risa de las
tres mujeres que la están observando.
C e c il y : ¡Alcohol!
1;,i. c a m a r e r o : ¿Que clase de alcohol?
C e c ily (con una voz misteriosa y llena de segundas intenciones): Usted debe
saberlo.
E l c a m a r e r o : ¿Kirsch?
C e c il y : Bueno.

1:1 camarero se aleja. Cecily vuelve la ca b ez / J , v e a las tres mujeres y les sonríe. Las tres
mujeres responden a su sonrisa con gestos de reprobación y le vuelven la espalda.

UN LA CALLE. Lina serie de faroles y bajo cada uno de ellos, una prostituta.
I 'reud, a pie, pasa por delante de los faroles, mira a cada prostituta a la cara y sigue su
camino.
í.a calesa avanza a su altura y Hirschfeld lo mira con un estupor sin límites.
ü n café. La puerta se abre y entra un cliente, lis un hombre de aspecto acaudalado, cor­
pulento y con el pelo blanco.
Voz en « off » de L ili : ¡Ahí está mi Karl!
Cecily lo ve pasar. levanta la cabeza y le agarra el brazff.
C e c il y : ¡Eh!
Se pone delante de él sacando su pecho joven.
Soy guapa, ¿no?
K a r l (conprisa): ¡Pues claro, corderito!
C e c il y (con voz dura): ¡Se morirá de amor entre mis brazos!

Karl la empuja casi brutalmentey va a sentarse a la mesa de las tres mujeres.


K arl : ¿Qué le pasa a esa chavala?

312
L il i : N o sé lo que le pasa, p ero es una grand ísim a perdida que quiere
q uitarm e m i am ante ante m is narices.
(A Cecily, que no parece oírla):
Anda con cuidado, niña, porque podríamos enfadarnos.
Cecily m parece oírla. Se vuelve hacia un hombre joven que acaba de entrar y le
guiña un ojo.
C e c il y : ¡Ven!
El hombre, treinta años, bigote rubio, ojos az/tles, sólo ve, al principio, el exagerado escote
de Cecilyy se deja seducir.
Cecily, tirándole de la manga, lo lleva hasta su mesa y el hombre se sienta a su lado.
C e c il y : Eres m uy joven. Prefiero los viejos pero cojo todo; es el ofi­
cio.
El la mira ligeramente preocupado.

Quedarás satisfecho, te lo prometo. En casa somos putas de madre a


hija.
(Declamando): Soy una basura, señor, una zorra. Todo el mundo debe
saberlo. Voy a hacer el amor para castigarme.
El desasosiego del hombre va en aumento.
Lléveme en sus brazos.
( Con un tono sombrío y patético):
Y luego morirá usted en los míos.
(Riéndose): Con la cara llena de lápiz de labios.
El hombre se desliza poco a poco hasta la esquina de la mesay luego con un único impulso
se levanta, huyey sale del café.
(Ruido en «off» de voces indignadas):
N ana (furiosa): Y encima, asusta a los clientes.
Se levantay se dirige hacia Cecily.
Dime, niña, ¿no te han dado nunca una zurra?
L ili (a Nana): ¡P e ro ven ga! ¡D éjalo!
N a n a : ¿Estás loca? Hay que enseñarle lo que es la vida.
(Volviéndose hacia Cecily):
Dime, ¿no te han dado nunca una zurra?
Cecily se ha levantado. Su expresión es verdaderamente trágicay siniestra.

313
C ec ily (con una humildad de loca): ¡Pegúeme! ¡Con un látigo!
Es lo que merezco.
Nana, desconcertada, retrocede un paso. Su rostro refleja una especie de miedo, pero la ira
es másfuerte y al cabo de un instante dice:
N ana (con voz amenazadora): B ueno, si só lo es eso lo que te gusta...

Va al lanzarse sobre Cecily. I j i s clientes, divertidos, miran la escena sin ocurrírseles in­
tervenir.
Un ese momento se abre la puerta y aparece freud.
I ’reud : ¡Cecily!

Cecily lo mira y no parece reconocerla; le hace un guiño como al camarero y a los dos
«clientes».
Nana (cogiéndole el brazo por encima de la mesa): ¡Otra vez!
I'reud, que juzga la escena de una ojeada, da un golpe seco en el brazo de Nana y la obli­
ga a soltar su presa.
¡Pero bueno!
Nana se vuelve hacia él, pero la mirada de I'reud la impresiona.
(Más débilmente): Esto es coto cerrado; ella no tiene derecho a hacer
la carrera aquí.
I reud : ¿No la ve usted? ¿Y no comprende?
Rápida ojeda de Nana a Cecily. Retrocede un poco.
N a n a : ¡1 lab crlo dicho!

T'reud da un paso hacia Nana para aumentar su desconcierto.


I’ reud : Pues bien, ya se lo estoy diciendo. Y yo soy su médico.
Déjenos.
Nana, un poco confusa, vuelve a su sitio.
Un profundo desasosiego se apodera de sus amigas e incluso de Karl. Nadie dice ni una
palabra. Las cuatro personas meten la nariz en sus copas en silencio.
Freud se acerca despacio a Cecily.
F reud : Venga conmigo, Cecily.
C e c il y : N o . ¿Por qué? He pedido un kirsch.
Freud tira una moneda sobre la mesa.
F reud : Venga conmigo. Ya está pagado.

314
Cecily lo mira indecisa.
C e c ily (chabacana): ¡Cuanta prisa tiene! ¿Le parezco guapa? Usted
tampoco está mal.
¿Adonde vamos? ¿A su casa? ¿Al hotel?
F reud : Volvemos a su casa, Cecily.
C e c il y : ¿A mi casa? Bueno, pero le costará mucho dinero.

Freud espera en silencio.


¡Diga que me va a pagar mucho dinero!
I'reud duda.
Amigo mío, yo no hago nada por nada.
Bien, de acuerdo. Venga conmigo.
I're u d :

En la calle, delante del café. Desde lo alto de su calesa, Hirschfeld, estupefacto, ve salir a
Freud del café, sujetando por la cintura a una prostituta joven con ataque de risa.
(se acerca a la calesa, riéndose a carcajadas): ¿Sabe?, nunca he he­
C e c ily
cho el amor; tendrá que enseñarme.

(24)

Freud la arrastra hasta la calesa y la sube casi a lafuer?#. Luego se sienta a su lado.
Hirschfeld, con la punta de su látigo, la señala con asco.
H ir sc h fe l d : ¿E s eso la urgencia?
F r e u d (muy seco): No se meta en lo que no le importa y llévenos al
número 7 de Prinz Eugen Gasse.
Hirschfeld se vuelvey da un latigazo al caballo.
C e c il y : ¿Cómo sabe mis señas?
Al oír el nombre de su calle, deja bruscamente de reírse y mira a Freud atentay descon­
fiada.
Usted no es un cliente; usted es el doctor Freud. Para usted será gra­
tis.
Con violencia:
Déjeme hacer mi oficio.

315
Quiere tirarse en marcha del coche; Freud la sujetay la obliga a sentarse.
Déjeme o pido socorro.
F reud (cofi autoridad): Si pide usted so c o rro n os llev a rán a la com isa­
ría, yo explicaré su caso y a usted la lleva rán de n u e v o a casa de su
m ad re en un coche celular.
C e c il y : Mejor. Es lo que merezco.
(Fríamente): Escúcheme bien, doctor, no volveré a casa de mi madre.
Daré cualquier escándalo antes que volver a mi casa.
(Explica con voz tranquila):
Soy un monstruo.
I'reu d : Se quiere castigar, ¿n o?
C e c il y : N atu ralm en te, ¿qué haría usted en mi lugar?
F reud : No lo sé. ¿Qué ha hecho?
(muy natural\ pero con la mente totalmente extraviada): Yo tenía el
C e c il y
mejor, el más amante, el más noble de los padres y le he acusado pú­
blicamente de un crimen innoble.
Para hacer tal marranada hay que ser una puta. Bueno, pues yo ya lo
soy. Todo perfecto.
I j >mira fijam ente y luego se echa a reír.

Por otra parte, todo esto se lo sabe usted de memoria. Lo acusé ante
usted.
Freud está sorprendido por el cariz que están tomando los acontecimientos.
F reud : ¿No era verdad?
Pero, evidentemente, sigue creyendo en las declaraciones de Cecily. Lo que le desconcierta es
que esta confesión, en vez de tranquilizarla, la haya sumido en tal turbación.
Cecily lo mira; con una vozfría y cortante dice:
C e c il y : Por supuesto que no.
(Una pausa.)
Estaba besando a la institutriz.
F reud (desconcertado): ¿Q ué?
C e c il y : Por suerte, lo he recordado todo. Yo subía las escaleras co­
rriendo y me caí porque les vi besarse.
F reud : ¿ Y qué m ás?
C e c il y : Eso es todo. Ni siquiera me vieron. Eso no era asunto mío,
doctor, sino de mi madre.
¿Tiene usted alguna hija?

316
Freud asiente con un gesto.
Le juro que estoy diciendo la verdad. Se lo juro por su hija.
Freud está estupefacto, pero intenta comprender.
F reud : El ptro día usted hablaba de él con rencor. Y en su sueño
parecía que le odiaba. ¿Por qué?
C e c il y : (riéndose con nerviosismo): Porque pierdo la cabeza. En estos
últimos tiempos suelo confundirlo con un amigo. Y a sabe, Joseph.
Cuando los dos están... concentrados es una misma persona, les
guardo rencor. ¡Es natural!
Ardientemente:
Me cree usted, ¿verdad? ¿Me cree?
Freud no responde.
(Sonrisa astuta): Si no me cree, me mataré, y no tendrá más remedio
que creerme.
Diga que me cree.
Freud tiene esa expresión obstinada del hombre que está seguro de conocer la verdad. Si­
gue sin responder.
Bien.
I m calesa avanza por una calle que bordea el Danubio. El caballo, derrengado, apenas
anda. Cecily se escapa de Freud, salta a la cafada y corre hacia el pretil que se extiende a lo
largo del Danubio.
Hirschfeld tira de las riendas, el caballo se para y Freud salta a su vez Pero apenas ha
puesto el pie en la acera cuando ya Cecily está de pie sobre el pretil. Por debajo de ella, cinco
metros de vacio, el muelle. Es evidente que si salta, se mata.
¡Diga que me cree o salto!
Freud duda aún un instante, tan grande es su repugnancia por la mentira. Pero está ven­
cido. Hace un violento esfuerzo sobre sí mismoy declara a disgusto:
F reud : La creo, Cecily. Baje.
Cecily se vuelve hacia él triunfante. Con una sonrisa malévola:
¿Bajar? ¿Por qué? Ya ha visto usted que soy un monstruo.
La mejor solución es saltar.
Freud se va acercando muy despacio. Habla casi a pesar suyo; se le escapan las palabras;
ante todo, quiere tranquilizflrla.
F reud : Cecily, usted no h a querido nunca calumniar a su padre.
Fui yo quien la forzó a ello. Usted se resistió tanto como pudo.
C e c il y : ¿Por qué m e forzó a eso?

Cecily, muy sorprendida, se descuida un momentoy Freud lo aprovecha.


F reud : Porque me he equivocado.
Al decir esas palabras, se lanza sobre ellay, agarrándola por encima de las rodillas, con­
sigue que caiga hacia el lado de la calle. La sujeta a tiempo para impedir que caiga a! suelo y
la lleva hasta el simón ayudado por Hirschfeld.
Cecily no resiste y Freud la sienta en la calesa, donde permanece erguida y silenciosa,
mientras las lágrimas le resbalan por las mejillas.
Treud se sienta a su lado y la coge del brazo. ¡M sujeta con fuerz/i, pero su mirada está
en otra parte. La dureza sombría de su rostro revela sus conflictos internos.
(25)

FAS TRFS DI! LA MADRUGADA.


l'.N LA HSCAI.FRA DLL LDll ICIO DONDF VIVHN LOS
FRFUD

Treud sube de puntillas. Al llegar a! rellano, mete con cuidado la llave en la cerradura y
abre sin hacer ruido. Pero apenas abre la puerta se da cuenta de que la antesala está ilumina­
da, por lo demás, como todas las otras habitaciones. Las puertas están abiertas y alguien está
hablando en la cocina.
Voz en « o ff » de M arth a: Cuida bien a los niños.
Freud cierra la puerta.
Martha —sin duda ha nido el ruido— sale de la cocina.
Lleva puesto el sombrero.
I'reud la mira con sorpresa.
I'reud (intenta sonreír): ¿Qué pasa? ¿Vas a algún baile?
Martha se acerca a él. Tiene los ojos rojos e hinchados.
M arth a (recobrando su gran ternura): Querido mío.
Le coge el antebrazo izquierdo con su mano crispada y se lo aprieta con todas susfuerzas.
F reud (sonriéndole con dulzura): ¡Me haces daño!
(Se pone serio): ¿Qué pasa?
M a r t h a (con un tono significativo): Tu padre.

318
(26)

TRES DIAS DESPUES. UNA PELUQUERIA

Por la mañana.
Freud, de luto riguroso, entra y contempla disgustado a los clientes que esperan su tumo y
que van a pasar antes que él.
1:1 dueño se acerca.
El dueño: Buenos días, doctor. Siéntese.
F re u d (disgustado): Cuánta gente hay hoy. Normalmente a esta hora
no hay nadie.
1 í l d u e ñ o (sorprendido): ¿ A l a s d i e z ?
Está siempre lleno. N o r m a l m e n t e viene usted a las nueve y media.
(Un silencio.)
I 'reud saca su reloj, lo mira ton sorpresa y se sienta, resignado a esperar.
U n peluq uero (inclinado sobre su cliente, al que está dando fricciones): Cie­
rre los ojos, señor, esto es alcohol.

EL EDIFICIO DONDE VIVEN EL PADRE Y LA MADRE DE


FREUD

Ante la puerta de entrada hay un coche fúnebre, que divierte mucho a los niños del ba­
rrio. Varias personas están esperando. En la puerta del edificio hay colgaduras negras.
En el piso de los ancianos Freud.
Lafamilia está reunida. Las hermanas con sus maridos, los sobrinos, etc. Familia íntima,
pero no se precisará el parentesco que ¡es une. La madre está presente. Muy pálida pero sin
llorar. Martha estájunto a ella. Se nota que ha llorado.
Un empleado de las pompas fúnebres aparece en la puerta de la habitación (es el living-
room que vimos en la primera visita de Freud —en la primera parte).
E l em plead o (a la madre, con mucho respeto): Señora, nuestro horario
es muy estricto. Créame que lo siento, pero...
La madre, muy cortésmente, pero con una autoridad de la que ni siquiera ella misma se
da cuenta.
La m adre: Espere todavía un momento.
El empleado se inclina bastante disgustadoy se retira.

319
Una mujer joven (a la izquierda de la madre) estalla bruscamente. (Quiza sea Rosa
Freud, pero no se dirá su nombre.)
L a j o v e n : ¡Tiene razón, madre! No se puede hacerles esperar más.
Peor para Sigmund.
Martha parece inquieta y desconcertada.
M a r t h a : Un poco más de paciencia, por favor. Cuando lo dejé, tenía
que ir a la peluquería...
Un señor vestido de negro, sin duda el marido de lajoven.
U n s e ñ o r : ¡Sigmund se está retrasando ya media hora! No puedo
comprenderlo. HJ primer deber para con nuestro pobre padre...
L a m a d r e (parándolo en seco): t i l p r i m e r d e b e r p a r a c o n v u e s t r o p o b r e
p a d r e e s n o l e v a n t a r l a v o z c u a n d o s u a t a ú d e s t á e n la h a b i t a c i ó n d e
a l la d o .

Un silencio violento. Al cabo de un momento se abre la puerta: es Freud. Se precipita ha­


cia su madre y la estrecha entre sus brazr/s en silencio.
U n a m u je r d é l u t o (con un tono desagradable): E sp ero q u e y a p o d re­
m o s .. .

La madre sonríe a Freud y se separa.


La m a d r e : Un momento.
(A Freud): Ven.
Le coge de! brazo, lo lleva hasta el fondo de la habitación y le hace entrar en la de Jakob.
Freud obedece con una ¡igerisima repugnancia.
La m adre: Entra.
Entran ¡os dos. El ataúd de Jakob está colocado sobre una especie de tarima. Muchasflo-

Acércate.
Freud y la madre están junto al ataúd. La madre apoya la mano derecha sobre la tapa
del ataúd; con la mano izquierda coge la muñeca de Freud y le obliga a poner la mano derecha
sobre el ataúd de! padre.
(Con dulzura): No supo jamás lo que pensabas de él.
F reud (muy turbado): Pero m a m á , yo n o .. .
L a m a d r e : Déjame hablar...
El te adoraba y estaba seguro de que tú le querías. El lunes aún se-

320
guía diciendo: «Aunque sólo fuera por haber engendrado a un hom­
bre de talento, mi vida no se habría perdido.»
Le hiciste feliz, Sigmund; no te reproches nada.
Sigmund, con el rostro contraído y los ojos secos y fijos, permanece un momento ante el
ataúd. J,uego, como si ya no pudiera más, se aparta casi brutalmente.
La madre lo mira con una profunda tristeza; luego, se aleja, abre la puertay sale.
Freud hace una especie de mueca, como si fuera a prorrumpir en sollozos. Pero no es así:
su rostro se vuelve impenetrabley sale detrás de su madre.

DELANTE DEL EDIFICIO


El número de personas que esperan el entierro ha aumentado considerablemente.
Entre ellos, podemos reconocer a Fliess, que se ha colocado en primera fila. Cuatro em­
pleados de las pompasfúnebres pasan llevando el ataúd, que colocan en el cochefúnebre.
Detrás de ellos, con el rostro tapado con velos de gasa, la madre, Marthay otras dos mu­
jeres, y a continuación Freud y otros tres hombres de lafamilia.
Cuando Freud pasa, Fliess, que se ha quitado el sombrero, le toca el brazo. Freud se
vuelve, ve a Fliess y lo mira con un estupor donde se adivina un poco de esperanza.
F reud: ¡Tú!
F l ie s s :Ayer por la mañana te llamé por teléfono para una consulta
urgente.
F r e u d : Nunca te h e necesitado tanto. Hasta ahora.

El coche se pone en movimiento. El grupo de parientes cercanos —primero las mujeres, a


continuación los hombres— se dispone a seguirle; otras personas se unen a la comitiva.
Un poco más lejos, en otra calle: la circulación está cortada momentáneamente para dejar
pasar el entierro.
En su coche cerrado, que está parado contra el bordillo de la acera, Breuer espera; está
mirando la comitiva fúnebre a través del cristal. Cuando las últimas filas pasan por delante
del cupé, abre la portezuela, bajay sigue al entierro a distancia, con el sombrero en la mano.
El cupé lo sigue de lejos.
UNA TIENDA, topográficamente idéntica a la peluquería. Incluso hay sillones delante
de los espejos.
Pero los peluqueros, de pie entre los espejosy los sillones, yfrente a la cámara, en lugar de
afeitar o peinar (no hay ni un cliente en los sillones) se pasan de mano en mano (tres sillones,
tres peluqueros) unas bolas envueltas en papel blanco (con cintasy lacitos rosas) que acaban en
la mam del dueño, sentado detrás de la caja.
Este pega sobre cada una de ellas la etiqueta de «Vendido» y las tira al suelo, una tras
otra. Por otra parte, lo que llama la atención no es ese extraño tejemaneje, sino las enormes
placas de esmalte clavadas en la pared (en el lugar de los anuncios de perfumes o jabón de
afeitar que se veían cuando Freud entró).

321
11
(Ruido en «off» de una máquina en marcha, que de una manera disparatada y
casi como de pesadilla marca el ritmo del paso de las mercancías de un pelu­
quero a otro.)
En todas esas placas está escrito (letras de imprenta, grandes mayúsculas o cursiva o re­
dondilla, etc., como si se tratara de modelos de escritura o de anuncios de un grabado):
SE RUEGA
C ERRA R LOS OJOS

Un timbrazo imperioso ahoga el ruido de las máquinas y de pronto el sumo estalla.


(Timbrazo imperioso.)

(2 7 )

I:reud está sentado ante su escritorio y se despierta sobresaltado por el timbrazo. Esto su­
cede al día siguiente del entierro. Se había quedado adormilado.
Se abre la puerta.
La c r ia d a : 1.1 doctor Fliess.
Aparece Fliess. I'reud se levanta precipitadamente para ir a su encuentro. Se estrechan
las manos confuerza.
I ’ r e u d : Todavía no puedo creerme que e s t á s en Viena. Sólo t ú pue­
des ayudarme, Wilhelm, me siento muy mal.
I ' l i e s s (con sincero interés): ¿Listabas m u y u n i d o a é l ?
I’ r e u d : ¿A quién? ¿A mi p a d r e ?
Pues bien, figúrate que no lo sé.
listaba unido, sí. Con todas mis fibras. lista muerte me está volvien­
do loco.
Se aparta de Fliess y mira hacia la ventana.
Y, sin embargo, me pregunto si lo quería.
Sombrío:
Algunas veces he creído que lo odiaba.
Mueve la cabeza como para alejar una preocupación, luego se vuelve hacia Fliess y lo mira
con los ojos brillantes.
Poco importa que lo odie o que lo quiera; el acontecimiento más im­
portante de la vida de un hombre es la muerte de su padre.

322

\
Fliess sonríe con dulzura.
parece imposible odiar a jacok Freud. Sólo lo vi dos ve­
F liess : M e
ces y parecía un hombre tan bueno...
Freud camina por la habitación, con nerviosismo. ~
F r e u d : ¡ E so , s í! L o p a r e c í a . ¿Y eso q u é p ru eb a?

Vuelve, nervioso, junto a Fliess, lo coge por los hombrosy lo mira con una expresión ame­
nazadora.
I ' r e u d : A veces me he dicho a mí mismo: no es n o r m a l odiarlo tan­
to; uno de los dos t i e n e que ser un monstruo; si no soy yo, es él.
Fliess, inmediatamente, se siente violento por el sesgo psicológicoy moral que está tomando
la conversación.
F liess(demasiado deseoso de tranquilizarle): ¡Pero bueno! Tú le quisiste.
F reud (sombrío): Sí, también le quise.
(Con brusca violencia):
Razón de más para que esos arrebatos de odio me resulten incom­
prensibles.
Sin mirar a Fliess:
¿Quién te dice que no estoy reprimiendo, en lo más profundo de mi
inconsciente, un recuerdo de infancia... innoble?
Sería necesario utilizar conmigo mismo mi propio método.
Si pudiera exprimirme como un limón...
(Con una expresión un poco extraviada):
¿Quién ha dicho eso? «Fjxprimir como un limón.» Se lo he oído a al­
guien... ¡Ah, sí! A Cecily.
(Risa seca.)
¡Vaya, hombre! ¡Eso sí que ha sido un completo éxito! Ha intentado
matarse.
F l i e s s : ¿Se lo impediste?
F r e u d : Sí.
F liess : Gracias por las fechas; mis cálculos establecen definitiva e
irrefutablemente que padece una neurosis histérica.
Freud, un poco irónico, por primera vez desde que conoce a Fliess.
F reud:Me alegro. Figúrate que yo ya lo sospechaba.
(Una pausa.)
Además su madre me ha telefoneado. La pequeña está loca de angus­

323
tia. Creo que su neurosis se está convirtiendo, lisa y llanamente, en
una psicosis incurable.
Señalando su cabe?# con el dedoj con una expresión extraviada.
Pero ¿qué se habrá torcido aquí dentro para que lo único que yo haga
sea perjudicar a la gente?
De repente, parece sereno y decidido. Mira a Fliess durante largo rato y le dice de pronto:
Vas a yudarme.
I’liess : ¿A qué?
F reud : ¡Ven!

I m lleva basta el diván y señala la silla que está colocada delante de él.
Siéntate ahí.
Lo retiene.
No.
Después de un momento de vacilación, coge la silla y la lleva a la cabecera de! diván, al si­
tio —que ya se ha convertido en clásico— donde se coloca el analista.
Aquí.
I r e u d : l i s m e jo r q u e n o te v e a ; te c o n o z c o d e m a s ia d o .
Vas a representar mi papel. Yo soy el enfermo.
I'liess se resiste: se siente a disgusto e indignado.
F liess : ¿Kstás loco? Yo no soy un psiquiatra.
I reud : ¿Y eso qué importa? Si quiero analizar mi caso tengo que ha­
blar delante de alguien.
Le obliga a sentarse y dice mientras él mismo se tiende en el diván: ■
Lo único que tienes que hacer es escucharme. No sé ni adonde quie­
ro ir, pero necesito un testigo.
Fliess se encoge de hombros y luego se sienta a regañadientes. Freud, echado, empieza a
hablar.
Primero el sueño.
Era una peluquería. Fui ayer para que me afeitaran; había mucha
gente y llegué tarde al entierro. Estaba avergonzado.
Bien. Un sueño donde aparecen la vergüenza y el remordimiento. En
mi sueño, veo las placas de esmalte: «Se ruega cerrar los ojos».

324
Eso quiere decir: «Los hijos deben cerrar los ojos a los padres. Y tú
llegaste demasiado tarde para cerrar los ojos al tuyo.»
F l i e s s : Escucha, Sigmund.

Freud se agita en el diván, como un verdadero enfermo.


F r e u d : Cállate. Cállate ya. 1lay otra cosa. Un sueño es s i e m p r e la sa­
tisfacción de un deseo. ¿Dónde está el deseo?
¡Espera! Te digo que esperes.
Cerrar los ojos quiere decir también morir. Yo quería morirme. Des­
de hace años llamo a la muerte en sueños; tengo como un instinto de
muerte, es un rasgo de mi carácter sobre el que no puedo cerrar los
ojos.
Pronuncia estas últimas palabras con toda naturalidad y sin reflexionar sobre ellas. Se
sobresalta y se sienta bruscamente en el diván.
¿Eh?
(Muy deprisa): Los banqueros defraudan al fisco, pero el gobierno
cierra los ojos.
Esa mujer piensa que es más acertado cerrar los ojos a las infidelida­
des de su marido.
(Una pausa.)
Se vuelve hacia Fliess.
Ya lo ves; la expresión se me ha presentado sola, sin que yo la haya
buscado y en un tercer sentido, el más profundo de los tres, y el que
explica todo el sueño. En nombre del respeto filial, deseo cerrar los
ojos a un acto de mi padre.
Se levantay camina con agitación.
Un acto que no quiero ver. Que me oculto a mí mismo. Que repri­
mo sin ser consciente de ello.
A su vez, Fliess quiere levantarse. Imperioso:
Quédate donde estás.
Encontraré ese recuerdo aunque lo tenga que buscar durante toda
mi vida.
Se sienta de nuevo.
¡Eso sucedió durante un viaje! ¡Estoy seguro!
F liess (de malagana): ¿Q ué viaje?

325
F reud: Yo nací en Freiberg, en Bohemia. Mi padre vendía paño.
Fra rico. El crecimiento del antisemitismo le dio miedo. Nos mar­
chamos a Leipzig y luego a Viena, arruinados. Fue durante mi pri­
mera infancia.
¿Qué hizo? ¿Qué pasó?
De pronto, se echa a reír. Fliess se sobresalta.
(furioso): ¡Sigmund!
I 'I . i e s s
F reud (continúa riéndose): ¡Te digo que esperes! ¿Sabes por qué me es­
toy riendo? Porque estaba pensando: «El viejo Jakob tiene que haber
violado a una de sus hijas delante de mí.» Y luego me he acordado de
que mis hermanas no habían nacido.
I'liess lo mira con una especie de horror.
I reud está demasiado abstraído para darse cuenta, listá sentado en el diván e indinado
hacia adelante. Al cabo de un momento, se relaja un poco, se incorpora y con un movimiento de
la cintura sube las piernas al diván y las extiende dispuesto a tenderse en él como lo hizo ante­
riormente.
F reud: ¡Sigamos!
Un ese momento Fliess se levanta y se coloca delante de Freud, totalmente decidido a no ir
más lejos.
F l i e s s : ¡Ah, no! Una vez y basta.
Este método es una idiotez. Sólo trata de patochadas y de retruéca­
nos.
F r e u d : No es un método. Estoy intentando recordar. Ayúdame.
F l i e s s : No puedo ayudarte porque te desapruebo. Prefería el hipno­
tismo.
Freud se dirige hacia i'liess con una expresión provocativa casi homosexual.
F reud: Pues bien, hipnotízame.
Fliess se aparta bruscamente.
F l ie s s : N o s é h a c e r lo . Y a d e m á s t ú n o e r e s u n n e u r ó t ic o .
F reu d : ¿P o r q ué n o ?
F l i e s s (de mal humor): Formamos un equipo, Sigmund, y no tienes
derecho a tener la mente confusa.
En Berchtesgaden me ofreciste algo sólido: un método, la investiga­
ción hipnótica; un resultado, el traumatismo sexual. Ahora ya no
puedo comprenderte. ¿Qué necesidad tienes de analizar tus estados
de ánimo?
326

\
F reud: Ya no estoy seguro de nada. Yo forcé a Cecily a hacer esas
confesiones...
F l i e s s : Quedan t r e c e casos.
F r e u d : Quizás también los haya forzado o bien los enfermos me
hayan mentido.
F l i e s s : ¿Qué interés podían tener por mancillar a sus padres?
F r e u d : ¿Qué interés tengo yo por mancillar al mío?
F l i e s s (asustado): ¿ Q u é ?

Trata de minimizar las cosas.


Sigmund, acabas de recibir un terrible choque y además en estos últi­
mos tiempos has trabajado excesivamente y estás agotado. Yo sé lo
que es eso. Abandona a tus enfermos durante quince días. Llévate a
Martha y a los niños y tómate unas vacaciones. Lo necesitas.
F r e u d : Sería fácil abandonar a los enfermos: no tengo ni uno...
Pero no puedo abandonarme a mí.
F l i e s s (recobrando su autoridad): Escucha, Sigmund: nosotros trabaja­
mos juntos; necesito tu teoría de los traumatismos para mis cálculos;
t i e n e s que mantenerla. Admito que puedas haber cometido algunos

errores en los detalles. Pues bien, encuéntralos. ¡Corrígelos! Tómate


el tiempo que quieras. Pero nuestra colaboración no tendría razón de
ser si reniegas de los hechos sobre los que se apoya.
F r e u d (inseguro, más bien dócil que convencido): Errores. Sí... puede ser...
F l i e s s : Búscalos. Pero no hurgues más en ti mismo; si intentas cono­
certe te volverás loco; no estamos hechos para eso.
Freud mira a Fliess con una nueva curiosidady siente que se aleja de él.
F reud: ¿Tú nunca lo has intentado, Wilhelm?
F l ie s s (confirmeza): ¿Conocerme? Nunca.
Freud mueve la cabeza sin dejar de mirarle.
F reud: Ya co m p re n d o .

(28)
ALGUNAS HORAS DESPUES
Cecily está en su habitación, preocupaday nerviosa. Está vestida con mucha sencillez, pero
con elegancia.
Está leyendo, sentada cerca de la ventana, pero de vez en cuando se levanta para mirar la
hora.

327
Ni rastro de maquillaje. Sin embargo, está lívida y con ojeras.
Llaman a la puertay se vuelve con rapidez hacia ella.
C e c il y : A d e la n te .

Entra Freud, con un maletín de médico. Su rostro ha cambiado. Sigue sombrío, pero sin
esa melancolía agresiva que le conocíamos. Tampoco tiene esa expresión obstinada e impenetra­
ble, un poco demoníaca, de los días precedentes.
Está triste, pero parece comunicativo y bajo sus profundas inquietudes empieza a abrirse
camino una seguridad nueva, que ni siquiera es consciente de sí misma.
Cecily le sonríe. Freud va hasta la silla en donde está sentada.
F r e u d : Buenos días, Cecily.
Ella le tiende la mano amablemente. Freud coge una silla y se sientafrente a Cecily.
¿Cómo se siente?
C e c i l y : M a l.
I 'r e u d : ¿ A n g u s t ia ?

Cecily mira al vacío.


C e c il y : Sí.
F'reud la mira en silencio. Cecily se vuelve bruscamente hacia él.
No irá usted a decirme que me abandona, ¿no?
F r e u d : N o lo s é .

Mientras él habla, Cecily lo mira asustada.


Desde luego, me he equivocado, pero ¿cuándo? ¿Cómo? ¿lis el méto­
do el que no es bueno...?0 bien...
Ya no tengo nada que proponerle. Nada.
(De repente, con fuerza):
Y sin embargo, tengo la sensación de que estoy llegando a la meta.
¿Me guarda rencor?
Cecily lo mira durante largo rato, dudando. Y luego, de pronto, dice confírmela:
C e c il y : N o.
F reud (con voz sorda): Cecily, creo que soy un enfermo. Proyecto so­
bre mis pacientes mi propia enfermedad.
C e c i l y : ¿Qué e n f e r m e d a d ?
F r e u d : ¡Si y o lo supiera!
Lo que es seguro es que no podré conocer a mis enfermos mientras
nó me conozca a mí mismo.
Ni comprenderme mientras no los comprenda.

328
Tengo que descubrir en ellos lo que yo soy y en mí lo que ellos son.
Ayúdeme.
Cecily lo mira con un poco más de simpatía. Parece divertiday halagada.
C e c il y : ¿ M e e s tá p id ie n d o u n a c o la b o r a c ió n ?
F reud: Sí.
C e c il y : ¿Qué tengo que hacer?
F r e u d : Usted me acusa de haberla forzado a responder el otro día.
Pues bien, ya no voy a preguntarle nada. Cuénteme usted lo que
quiera.
C e c i l y : ¿Y qué?
F r e u d : La casualidad no existe. Si piensa usted e n un caballo y no en
un sombrero, es por una razón profunda. Tendrá que decirme todo.
Todo lo que le venga a la memoria, incluso las ideas que le parezcan
más descabelladas.
Buscaremos juntos la razón de esas asociaciones de ideas. Cuanto
más se vaya acercando a ella, más se irán debilitando sus resistencias y
menos doloroso será descubrirla1.
C e c i l y : ¿Es u n j u e g o d e s o c i e d a d ?
F r e u d : Sí, el juego de la verdad. ¿Y bien?

Cecily, con un gesto amistoso, le pone la mano en el brazo.


C e c il y : ¿ Q u ie r e u s t e d q u e n o s c u r e m o s ju n t o s ?
F reud: Sí. Y el uno por el otro.
C e c il y : Intentémoslo.
F r e u d : ¡Venga conmigo!
Al oír esta invitación, Cecily se levanta.
F r e u d : T ié n d a s e e n la c a m a .
Coge una silla, la coloca detrás de la cama, mientras Cecily se tiende.
C e c il y : ¿Dónde está u s t e d ? No me gusta no v e r l e .
Freud se levanta.
F r e u d : C u a n d o e s té c u r a d o , m e p o n d r é d e t r á s d e m is p a c ie n te s y d e
e s e m o d o s ó lo s e r é t e s t ig o .

Coge de nuevo la sillay la lleva delante de Cecily.


Tiene razón, todavía es un poco pronto.
1 El texto de esta réplica de Freud se parece casi palabra por palabra al de la página 286.
(N .delE )

329
Sentándose a la cabecera de Cecily:
Empiece.
C e c il y : ¿P o r d ón d e?
F reud (con una débil sonrisa): Por lo que quiera. Asociaciones libres.
Una pausa. Cecily, tendida en la cama, empieza a hablar sin mirar a Freud.
C e c il y : ¿N unca tien e la sen sación de que es culpable sin saber p or
qué?
I'reud : Sí. 'iodo el tiempo.
CjíCiLY: Eso es. Cuando estoy inválida o paralítica puedo soportarlo;
se diría que mi cuerpo asume la responsabilidad de mis faltas. Pero
cuando recupero el uso de mis miembros, me atormento.
Tengo que haber hecho algo muy malo. En otro tiempo. No tengo
excusa, doctor, ituve una infancia tan feliz! Mi padre me llevaba a
todas (artes.
Un comedor lujoso. Los comensales se están sentando, Lá señora de la casa se dirige al
padre de Cecily.
La señ ora Olí la c a sa : Joseph, usted a mi derecha. Su hija enfrente.
Cecily se sienta. Tiene seis años, y para que esté más alta han tenido que poner unos al­
mohadones en su silla. Parece una darnita.
Un señor de unos cincuenta años —que acaba de sentarse a su derecha— se inclina ante
ella, divertido.
El señ or : Señorita, mis respetos. Estoy encantado de ser su vecino.
Cecily, muy seria, hace un gesto con la cabeza y tiende Su mam para que se la bese.
Voz en « o ff » del p a d r e : Eso más adelante, Cecily, ¡mucho más
adelante! Cuando estés casada te besarán la mano.
E l señor (sonriendo): Por favor, permítame una excepción.
Se inclina y besa la mam de Cecily.
Voz en « o ff » de F re u d : ¿Dónde estaba su madre?
La imagen desaparece. La habitación de Cecily.
Eü casa.
C e c il y :
(Risa desagradable.)
Era una mujer de su casa.
UN SALON EN UN PISO.
La señora Kortner, mucho másjoven ( dieciocho años menos), pero quizá aún más madu­
ra, entra seguida por dos criadas. Mira el salón como un oficial que pasa revista.

330
La señ ora K órtn er : Denme mis guantes blancos.
Una criada le tiende un par de guantes blancos. La señora Kórtner se los pone, se acerca
a un sofá, se agachay pasa su mano enguantada por debajo del sofá.
Se incorpora, se mira el guantey ve los rastros de polvo. Se vuelve hacia las criadas.
¿Quién ha barrido?
U na de la s c r ia d a s : Yo, señora.
La señora Kórtner le enseña su mano enguantada.
La señ ora K ó rtner (autoritariamente pero sin ira): Hágalo de nuevo.
Cecily (doce años) entra corriendo en el salón. Lleva un sombrero y una cartera. Quería
besar a su madre.
Detrás de ella, vemos a una mujer muy hermosa, de porte austero. Es su institutriz.
La señ ora K órtner (con voz. regañona): ¡Cecily!
La señora Kórtner le señala dos bayetas que están en el umbral mismo del salón, lo que
nos permite ver, al no haber alfombra, el parqué, admirabley magntficamente encerado,de esa
ampliay lujosa habitación.
Cecily coloca los pies sobre las dos bayetasy va arrastrándolas, a besar a su madre, pero ha
perdido —al mismo tiempo que su viveza— el sentimiento sincero que la impulsaba hacia ella.
Enfurruñada, tiende lafrentey hace una pequeña reverencia como le han enseñado.
¡Ve a hacer tus deberes, hija mía!
Cecily, volviendo la espalda a su madre, va a reunirse con su institutriz que le sonríe con
ternura.
Mientras las dos desaparecen:
Voz en « off » de F re u d : ¿Alguna vez daba su madre en su casa esas
hermosas y brillantes recepciones?
C e c i l y ( voz en «off»): Nunca.
Una noche, mi padre dio una gran cena, pero mamá estaba ausente.
Una gran mesa; los comensales están cenando. Vemos al padre enfrente de su hija.
C e c i ly (voz en «off»): Mi padre me había dicho: tú serás la señora de
la casa.
Cecily (tiene diez años), seria y solemne, ocupa el lugar de la señora de la casa; está re­
presentando el papel de su madre.
Un criado pasa los platos. Un señor, a la izquierda de Cecily, se está sirviendo. Es un
hombrejoveny tímido.
L a p eq ueñ a C e c il y (al señor): Pero ¡qué poco se ha servido! ¡Va­
mos! Voy a servirle yo.

331
El criarlo pasa a la derecha del invitadoy coloca el plato a la altura de Cecily, que pincha
con soltura un buen trozo de asadoy lo pone en el plato del invitado.
E l i n v i t a d o (intimidadoy distraído): Gracias, señora.
Todos los comensales se echan a reír.
E l s e ñ o r K ó r t n e r (con viveza): Todavía no, mi querido señor.
Una mujer de unos cuarenta años.
U na m ujer : ¡Claro que sí! Tiene razón; esta niña es una perfecta ama
de casa.
O tra m ujer : Propongo que la llamemos Señora Honoris Causa.
El señor Kiirtner muy halagado, protesta por el cumplido.
E l s e ñ o r K ó r t n e r : ¡Ah!, no me la echen a perder.
Cecily, con las mejillas enrojecidas y una expresión un poco hipócrita, recibe esos elogios con
una tranquilidad soberana (que disimula mal su orgullo).
Plano de la imagen de (íecily.
Voz en « o ff » de F'riíud : ¿Dónde estaba su madre?
Voz en « o ff » de C e c il y : En la montaña; tenía tuberculosis.

La imagen estalla.
Fue un mal año. Yo tenía miedo de que se muriera. Todo el tiempo.
Por la noche tenía pesadillas. La veía en un ataúd.
(Un gran grito en «off» de la pequeña Cecily interrumpe estas palabras.)
UNA H AB ITAC IÓ N .
Es de noche. Junto a (,ecily, una lamparita encendida sobre una mesilla de noche.
Cecily, en camisón, está sentada en su cama. Al otro extremo de la habitación hay otra
cama más grande. La institutriz, Magda, acaba de despertarse y parece aún adormilada.
La pequeña C e c il y : ¡Magda! ¡Magda! ¡Tengo mucho miedo!
Magda se incorporay se apoya sobre el codo, amable pero un pocofastidiada. Lleva un ca­
misón muy escotado.
M agda: Pero ¿qué te pasa?
La peq ueñ a C e c il y : Magda, he tenido una pesadilla horrible. Mamá
se había muerto.
M a g d a : ¡Qué tonta eres!

Se da la vuelta en la cama, dispuesta a dormirse de nuevo, pero no cuenta con Cecily, que
se pone a gritar.

332
La pequeñ a C e c il y : ¡Magda! ¡Magda!
M a g d a : N o grites ta n to ; va s a d espertar a tod a la casa.

Cecily se levanta.
¿Qué quieres?
La pequeña C e c il y : Déjeme meterme en su cama. Sí, sí, Magda,
tengo muchísimo miedo, déjeme meterme en su cama.
M a g d a (tratando de ser severa): C ecily, ya eres m uy m ayor.

Cecily ha cruzado ya la habitacióny está de pie ante la cama de Magda. Se pone a llorar.
(Llanto de Cecily.)
M agda: ¡Bueno! ¡Bueno! ¡Ven!
Abre la cama y Cecily se mete en ella. Una vez dentro se aprieta con fuerza contra
Magda.
M a g d a (riéndose): Cuidado, que me vas a ahogar.
C e c il y : Q u é bien estoy.

Acaricia suavemente los hombros desnudos de Magda. Su llanto se ha calmado.


Qué bien huele.
Qué suave es usted.
Cuando sea mayor...
¿Cree que seré tan guapa como usted?
Magda se deja acariciar y sonríe.
M agda: Serás mucho más guapa, Cecily.
Cecily le acaricia la nuca y los hombros; Magda, a quien los ligeros dedos de la niña hacen
cosquillas, se ríe estremeciéndose.
Me haces cosquillas.
¿Tendré la piel como la suya?
C e c il y :

Magda sonríe sin responder.


Y así papá me mirará como la mira a usted.
Magda se queda boquiabierta.
Voz en « off » de C e c il y : ¡Uf!
La visión desaparece.
C e c il y : N o m e gustan esos recuerdos.
F re u d : ¿Por qué?

333
C e c il y : Venía a nuestro cuarto por la noche. Una vez lo vi cuando
salía de él.
F reud : ¿A quién?
C e c il y : ¡Pues a mi padre!
F re u d : ¿lista b a usted celosa?
C e c il y : N o . De ella no.
Al principio me divertía el asunto. La miraba, me sentía fascinada y
me decía a mí misma: ese rostro es el que él ama.
Tenía la impresión de que se le estaba haciendo una jugarreta a al­
guien.
Pero pronto comprendí que él no la quería.
Se entretenía con ella durante las vacaciones, cuando no tenía a na­
die a mano.
Pero ella sí le amaba.
¡Un hombre tan refinado! ¡Tan sensible! Sólo le gustaban las prosti­
tutas.
I 'reud: ¿No amaba a su madre?
Al oír esta pregunta, (, ecily, literalmente, da un salto.
C e c il y (gritando): ¿Cómo? ¡La adoraba!
I'reud se levanta a medias y la obliga a tenderse de nuevo.
Mi madre sólo tenía que hacer un gesto... Le rechazaba todo el tiem­
po.
Se agita como si forcejeara.
lira mala con él.
Con odio:
Mala y fría. Nunca una sonrisa. Fue ella quien le forzó a engañarla.
¿Sabía usted que dormían separados?
Fil cedía siempre, pobre, (ion una mirada que me humillaba.
Después de estas palabras, plano del señory la señora Kórtner sentados en un cenador en
el jardín. A sus pies, Cecilyjuega con una muñeca.
Evidentemente, el recuerdo está deformado por ¡as pasiones de Cecily; la señora Kórtner
está bellísimay más dura que nunca. El señor Kórtner, a disgusto, la mira con ojos de ¡ierro
fiel
L.a escena se ve de abajo arriba, al nivel de la pequeña Cecily.
L a señ ora K órtner (secamente): Joseph, he echado a Magda Schnei-
der. Está haciendo las maletas y se marchará inmediatamente.

334
( Con maldad); ¿Estás de acuerdo?
El señor Kortner, después de una casi imperceptible vacilación:
El señor K ortner (sumiso): Completamente de acuerdo.
Plano de la pequeña Cecily sentada en una sillita, en el cenador, levantando su rostro ha­
cia su madrey mirándola con un odio profundo.
Voz e n « o f f » d e C e c i ly : Después de esto, mi madre escogía ella
misma a mis institutrices; lisiadas, viejas, verdaderos cocos.
La imagen explota.
Cecily, tendida en su cama, dice con violencia a Freud:
¡Las odiaba!
Con un grito:
¡Fue ella quien arruinó a mi padre!
En el salón. La señora Kortner está zurciendo sentada a la mesa, enfrente de la vieja
criada, que hace diversos trabajos de costura.
Pero la voz de Cecily, llena de ira, atraviesa la puerta. La señora Kortner escucha sin
que su rostro refleje la menor emoción.
Voz en « off » de C e c il y : Antes vivíamos en Graz, y en verano ve­
níamos a la villa de Viena. Ella obligó a mi padre a instalarse aquí; él
obedeció, como siempre; tuvo que encomendar sus negocios a otras
personas que los llevaron a la quiebra.
La señora Kortner guarda tranquilamente su costuray se acerca a la puerta.
En la habitación de Cecily.
Cecily está lívida, con la mirada extraviaday respirando con dificultad.
Ya
C e c il y : está.
La tenaza.
Freud la mira atentamente.
Tengo angustia. La tengo cada vez que pienso en ella.
Con un tono agudo, de loca.
Ella mató a mi padre.
Y estoy segura de que me empujó a cometer un crimen.
Se incorpora bruscamentey mira a Freud a los ojos.
¿Es un crimen reprobar a la propia madre?

335
!
Freud también se ha puesto pálidoy no responde.
¿Usted quería a su padre?
Freud sigue sin responder, aunque sus ojos agrandados reflejan su ansiedad. Al cabo de
un momento:
F reu d : ¿Por qué me ha preguntado usted si quiero a mi p ad r e y no a *
MI MADRE?
C e c ily : No lo sé. Déjeme hablar. Me cuesta explicarme, ya lo ve.
¿Su padre es un hombre honrado?
F re u d : lir a un h o m b re h o n rad o .
Tiene usted suerte. F1 respeto es algo
C e c i ly : fácil para usted.
Con violencia:
Yo tengo que respetar a una puta.
I'reu d : ¿Q ué?
¿No lo sabía?
C e c il y :
Ya se lo dije: a él sólo le gustaban las mujerzuelas.
Se levanta y va hasta su escritorio, saca una llave del bolsillo y lo abre. Saca de él un rollo
de papel y se lo lleva a Freud, que lo desenrolla.
Vemos un cartel en color, que representa a una bailarina supuestamente española. Casi
desnuda. El dibujo —muy vulgar— no nos permite reconocer a la señora Kortner. Bajo el di- 4
bujo: Conchita de Granada.
Cecily se inclina sobre él y con el índice izquierdo da unos golpes secos sobre el cartel que
I'reud sostiene entre las manos.
C e c il y : Aquí está.
Un momento antes, la puerta se había abierto silenciosamente y la señora Kortner había
aparecido en el resquicio.
La recogió en un café cantante de mala muerte.
Freud está estupefacto.
La señora Kortner entra.

(29)

L a s e ñ o r a K o r t n e r (glacial, a Cecily): Lo habías guardado, ¿eh?


No sabía que te gustaban los recuerdos de familia.
Se vuelve hacia Freudy le dice con el mismo tono:
¿Ya está contento?

336
Freud no responde.
Usted no es un sacerdote, doctor. Sólo los sacerdotes tienen derecho
a conocer nuestros secretos.
Con una autoridad inflexible, pero sin levantar la voz:
Le ruego que se retire.
F r e u d : Señora...
L a señ ora K ó rtn er : N o insista; ya ha hecho usted bastante daño.
F r e u d : Señora, estamos llegando a la meta; es el momento más peli­
groso. Es absolutamente imposible interrumpir un tratamiento cuan­
do entra en esta fase. Cecily podría hacer cualquier cosa.
C e c il y (dulce e hipócrita): No haré absolutamente nada, doctor. Mi
madre sabe lo que pienso de ella y yo sé lo que ella piensa de mí.
Seguiremos viviendo. Como en el pasado.
Váyase, puesto que ella lo exige.
Con un profundo resentimiento que se trasluce bajo su dulzura:
Le despide como despidió a Magda. Y a todos mis amigos. ¿Qué po­
demos hacer?
Es mi madre, ¿no?
Freud mira a la señora Kórtner defrentey se da cuenta de que su decisión es inquebran­
table. Se inclinay sale después de coger su maletín.
F reud:(a la señora Kórtner, al salir): Ojalá no tenga que arrepentirse
nunca de lo que está haciendo.
La vieja ya no está en la habitación contigua. Freud va a salir cuando oyefuertes ruidos
en la habitación de Cecily.
Duda un momentoy luego entra corriendo, justo a tiempo.
Cecily, másjoveny másfuerte, ha tirado a la señora Kórtner sobre la camay agarrándola
del cuello con las dos manos intenta ahogarla.
Sin duda lo habría conseguido si Freud no se lanza sobre ella y libera a la señora Kórt­
ner, no sin esfuerzo.
Esta se incorpora sin pronunciar palabra. Respira con gran dificultad, pero recupera en­
seguida su sombría dignidady con un rápido gesto se arregla de nuevo el moño deshecho.
Cecily está alelada. Mira a su madre con un asombro rayano en el estupor. Con voz neu­
tra:
C e c il y : Pero bueno... ¡Si la maté hace mucho tiempo!

Después de pronunciar estas palabras, empieza a dar alaridosy a mover los brazas en to­
das las direcciones. Si Freud no la hubiera sujetado, se habría revolcado por el suelo. La con­
duce hasta la cama, donde Cecily se deja caer gritando de pavor.

337
F reud (a la señora Kortner): Sujétela para que n o se caiga.
Abre el maletíny saca una agujay una ampolla. Coge el brazo de Cecily, le sube la man­
ga y le pone una inyección con un movimientofirme y preciso.
Dentro de dos minutos estará dormida.
Ya es de noche. En la habitación de Cecily, Freud y la señora Kortner están a la cabecera
de la enferma, que está dormida.
1m señora Kortner habla a media voz, sin apartar ¡os ojos de su hija.
L a señ ora K o rtner : Sí, yo bailaba en un cafetucho, ¿y eso qué?
Cecily lo sabe.
Ahora, usted también lo sabe.
¿En qué puede ayudarle a usted eso para curarla?
I'reud mira a ¡a señora Kortner con simpatía, sin ningún puritanismo.
F reud : No lo sé. Pero me ayudará.
Fstoy a punto de encontrar algo.
No es la primera vez que Cecily quiere matarla.
La señora Kortner lo mira con asombro: I;reud también sabe eso.
{ 'reud : Cuando Cecily era niña, usted pasó algún tiempo en un sana­
torio y ella soñaba todas las noches que usted se moría.
Los sueños nos revelan nuestros deseos.
La señ ora K ortn er : Fila le decía a su padre que eran pesadillas.
Yo no me lo creí.
í 'reud : Iirán pesadillas. F ila tenía, en sueños, la ob scu ra sensación
de que deseaba su m u erte y reaccionaba a ese deseo m aldito con an­
gustia.
Yo también he soñado cien veces que mataba a mi padre.
La señora Kortner aún hostil pero interesada.
L a señ ora K ortner : Pero ¿por qué?
F reud : T o d a vía no lo sé, p ero lo sabré.
( Una pausa.)
¿Por qué Cecily...?
La señ ora K o rtner : Por celos; quería convertirse en la señora de
la casa.
F reud :Todo vuelve siempre a ese extraño padre que tuvo... a su
marido.
La señ ora K ortner : No era un hombre extraño, ¡oh, no! Ni siquie­
ra era malo. Era cobarde. Como todo el mundo.

338
En este momento la imagen se transformay nos remite a veinticinco años atrás.
En un cafetucho de Graz (un café-cantante de mala muerte), una bellísima muchacha,
medio desnuda, está realizando un número de baile muy atrevido: Leda y el Cisne, tal como
se anuncia en un cartel colocado sobre un caballetefrente al público, y que se cambia a cada nú­
mero.
(Una miserable orquesta que toca desafmadamente: un violín, un violonchelo y
un piano.)
Está vestida con un sostén, un pantalón de seday unas medias transparentes que le llegan
hasta el pantalón. Su brazo derecho está totalmente cubierto de plumas de cisne; sólo es visible
la mano, que imita el pico de un pájaro (elpulgar unido a los otros dedos).
Esta mano, interpretando al Cisnefúpiter, acaricia atrevidamente los hombrosy el escote
de la bailarina, que manifiesta su excitación bailando. La mano-pico llega hasta los labios de
la bailarina y remeda un beso del cisne en la hermosa boca de la señora Kórtner.
Esta, excitada, se deja caer hacia atrás bajo el ardiente y prolongado beso. Toca el suelo
con la cabeza, sin doblar las rodillas ni las piernas (figura clásica de gimnasia: el puente), lue­
go va estirando despacio las piernas y se tiende boca arriba mientras el cisne se ensaña con ella,
besándola en todo el cuerpo.
Cuando el pico de! cisne se acerca lentamente al vientre de la extasiada bailarina, dos
tramoyistas cierran el pequeño telón que oculta a medias la escena (está colgado —a la altura
de un hombre— por medio de unas anillas, a una cuerda que cruza todo el escenario. Los za­
patos de los tramoyistas asoman por debajo delfleco del telón).
Durante el baile hemos visto al público varias veces. Algunos «duros» de la época: bigote,
bombíny cuello duro. Pero sobre todo soldados (reclutasy reenganchados).
Sólo un hombre (chistera, barba muy cuidada, porte elegante) destaca entre esa asistencia
únicamente masculinay muy mezflada, y aplaude másfuerte que los otros: es el señor Kórtner.
Voz en « off » de l a señ ora K órtn er : Su única originalidad: sólo le
gustaban las prostitutas.
El camerino miserable donde la señora Kórtner se está quitando el maquillaje. Está sen­
tada ante un espejo rajadoy se mira con una profunda tristeza.
Llaman a la puerta.
(Ruido en «off» de unos débiles golpes.)
La b a il a r in a (volviéndose): [Adelante!
El empleado del cafetucho, mal vestido, con unafacha lamentable, entra en el cuarto; lleva
un enormey espléndido ramo deflores.
La bailarina lo coge con estupor. En el ramo hay un sobredio con una tarjeta de
visita. Lo abrey lanza una ojeada a la tarjeta.
Con una voz chabacana que denota la experiencia:
Las flores están muy bien pero ¿y el tipo?
E l e m ple a d o : Viene detrás.
Reflejado en el cristal de la puerta que se ha quedado abierta, se ve al señor Kortner acer­
cándose.
¿Quiere recibirle?
L a b a il a r in a : Sí.
El señor Kortner entray le besa la mano.
Voz en « o ff » de un sa c e r d o t e : Y tú, Ida Brand, ¿quieres a Joseph
Kortner por esposo?
Una iglesia. Los novios están en el momento del «si» sacramental, ¡da fírand va vestida
de novia, ¡raje blanco y flores de azahar.
Ida B r a n d : Sí.
Detrás de ellos hay tres o cuatro personas, ¡'ero todos los demás bancos están vacíos.
Voz en « o ff » de la señora K ortner : Se casó conmigo porque yo
era una prostituta. Ese era su vicio. Durante los primeros tiempos de
nuestra relación, yo le engañaba y a él le encantaba que lo hiciera.
La visión desaparece; Ereud y la señora Kortner, uno al lado del otro.
La señora Kortner habla sin mirar a nadie. Ereud la escucha, mirándola.
Cuando dijo que se casaría conmigo, me enamoré de él. Me juré a mí
misma que le sería fiel. Mi vida me horrorizaba; quería ser su verda­
dera mujer. I lonesta y pura. Necesitaba la honorabilidad.
El señor Kortner está leyendo el periódico en el salón que ya conocemos.
Aparece la señora Kortner; es imposible reconocer a la antigua prostituta en esta mujer
austera y dura, con el pelo tirante y sin rastro de maquillaje en la cara. Va vestida con un
traje que le llega hasta el cuello (ropa oscura, camisola y puños de encaje).
(Ruido de pasos de la señora Kortner.)
El señor Kortner oye el ruido de los pasos, levanta la cabeza y deja el periódico. Su rostro
refleja una decepción casi cómica.
Ll señor K ortner : ¡Ida!

Se levanta y se acerca a mirarla.


Pero ¿qué es esto?
Id a :¿Esto? Mi vestido. ¿Te gustaría acaso que la señora Kortner se
vistiera como Leda?
Tus amigos no me recibirían.
El señor Kortner la mira con un profundo desasosiego.

340
E l s e ñ o r K ó r t n e r : De todas maneras...
Ida Kórtner se sobrasaltay su rostro se endurece.
Id a : ¿Qué?
El señor Kórtner; para cambiar el sesgo de la conversación:
E l s e ñ o r K ó r t n e r : Y o me casé con Leda.
I^a señora Kórtner se acerca a un espejoy se mira. Pero la imagen que ve reflejada es la
de Leda con un rostro hurañoy desesperado.
Mira con ojos duros esa imagen de su pasado. La imagen desaparece, pero queda el reflejo
actual de Ida Kórtner; muyjoven aún, pero cuyos rasgos van endureciéndose poco a poco.
Vemos cómo se opera el endurecimiento de los rasgos mientras la voz en «ojf» de la señora
Kórtner explica:
Voz en «o ff » de l a señ ora K órtn er : Jamás me recibieron. Jamás
vinieron a mi casa.
Cuando hablaban de mí decían «esa mujer».
Los mejores amigos de Joseph.
Ida Kórtner se aparta del espejoy va hasta la ventana. Se asoma y ve una calesa que se
aleja, llevando a Cecilyy a Joseph Kórtner.
¡E ra un cobarde!
Iba sin mí a casa de sus amigos. Cuando mi hija tuvo cinco años, se
la llevaba con él.
La visión desaparece. La señora Kórtner está hablando con Freud en la habitación de
Cecily.
La señ ora K órtn er : Entonces empecé a limpiar y a poner todo en
orden. Odiaba las manchas y el polvo.
Algunas veces, yo misma barría y enceraba el suelo.
Era necesario que todo estuviera limpio. Todo.
Freud afirma más que interroga.
F reud : Y su m arid o la engañaba.
L a s e ñ o r a K ó r t n e r : Con todas las
prostitutas de Graz.
En verano, en Viena, se acostaba con la institutriz de Cecily. Mi hija
lo sabía y yo no. Todo el mundo se unía contra mí.
Cecily no me quería.
F r e u d : ¿Por qué?

Tras esta pregunta, la escena cambiay vemos a Cecily, a los doce años, que mira a su ma
dre, una esbeltay negrafigura, con un profundo rencor.
Voz en « o ff » de l a señ ora K o rtner : No lo sé. Quizá yo era de­
masiado severa. No solía sonreír. La institutriz era guapa y mi mari­
do encantador, débil y frívolo. Cecily se puso de su parte.
La mujer y l’a niña están de pie, frente afrente. Finalmente, Cecily baja los ojos. Vemos
que está destrozando una flor con nerviosismo (rompe el tallo y arranca los pétalos).
La escena se desarrolla en el jardín de la villa, en verano. Ida Kortner mira a su hija sin
dulzura.
Ida K o rtn kr (cotí voz tranquila pero glacial): No destroces las flores.
Cccily.
Su voz sobresalta a Cecily y le da valor para hablar.
( íe c il y : ¿I las echado a la Fráulein?
Ida K ortn er : La he despedido, sí.
Al oír estas palabras, Cecily, lívida de ira, tira la flor que tenía en las manos. Luego dice:
C e c il y : ¿Por qué?
La señora Kortner la mira inexpresivamente.
La señ ora K o rtn kr : Recoge esa flor, Cccily. No tolero el desor­
den. Tírala detrás del invernadero.
Cecily la mira pero no se mueve.
¿Me oyes?
Cecily se acacha y recoge la flor.
C e c il y : ¿Por q u é la has echado?
La señ ora K o rtner : Liso es asunto mío, Cecily.
C e c ily (loca de rabia): I lace cinco años que la con ozco, nu n ca m e se­
p aro de ella, ni siquiera p o r la noche, y tú la despides sin d ecirm e
una palabra, y cuando te p reg u n to la razón m e dices que es asunto
tuyo.
iYo la quiero!, ¿sabes?
La señ ora K ortner : Precisamente.
Mira a Cecily casi con maldad.
Yo contrato a las institutrices y yo las despido; es mi cometido. Tú
no tienes por qué quererlas. Ni por qué detestarlas. Tú tienes que
obedecer. Eso es todo.
Todavía eres una niña, Cecily. Esa muchacha no era lo bastante for­
mal como para cuidar de ti.

342
Este sermón indigna a la niña, que se pone coloraday, con los ojos echando chispas, se tira,
nerviosa, de un tirabuzón.
Se toma tiempo para responder; baja los ojosy hace muecas mientras se sigue tirando del
pelo. Con una expresión muy seria, muy hipócrita, como si estuviera de acuerdo con su madre:
C e c il y : ¡Ah! Para ser institutriz hay que ser formal.
Salta de un pie a otro, dándose cuenta de que va a cometer algo irreparable. Se siente inti­
midada, pero está deádida. Porfin, añade:
Para ser madre, no es obligatorio.
La señora Kórtner parece más irritada que sorprendida.
La señora K órtner (continúa serena): ¿Qué quieres decir?
Cecily sigue balanceándose, pero ya ha quemado sus naves. Levanta la cabe?#y dice con
una amplia sonrisa:
Cuando papá se casó contigo bailabas desnuda delante de
C e c il y :
los señores.
La señora Kórtner tiene que contenerse para no pegarle, pero se acerca a ella y la coge por
los hombros.
La señ ora K órtner : ¿Fue la Fráulein la que te contó eso?
Cecily no responde.
Se lo habrá dicho tu padre como secreto de alcoba.
Pe pronto, Cecily parece aterrada por lo que ha dicho.
L a señora K órtn er : ¡Pobre Cecily! Magda no te mintió. Tu padre
te lleva en mi lugar a casa de sus amigos y, cuando yo no estoy, ha
ces de señora de la casa..
Pero eso no puede impedir que seas la hija de una puta, pequeña mia.
Has querido herirme, pero eres tú la que inspiras compasión, IN.1 vr
rás! Es un mal comienzo en la vida.
Cecily, que laescuchaba horrorizada, se suelta violentamente r huye nimeiidii, u ¡n re?, que
tira laflor que destrowba entre sus manos.
La señora Kórtner, con la mirada fija, permanece inmóvil un momento; luego ve la flor
quebrada, la recogey va a tirarla a un montón de basura detras de un invernadero.
Voz en « off » DE l a señ ora K órtner (a Ireu d ): Eso es todo. Mad-
ga Schneider se marchó y nosotros seguimos viviendo.
En la habitación de Cecily. La señora Kórtner sigue igual de implacable y dura
que antes.

343

JH
F reud : ¿Ha hablado usted de nuevo con Cecily sobre esa historia?
L a s e ñ o r a K o r t n e r : Jam ás.
F r eu d : ¿Le guarda usted rencor por...?
La señora Kortner se encoge de hombros.
La señ ora K o rtner : ¡Bah!
F reud : P ero sin em b argo, usted n o la quiere.

1.a señora Kortner duda.


La señ ora K o rtner : Hubiera podido quererla.
Un largo silencio. I 'reud, que estaba mirando a Cecily, se vuelve hacia la señora Kortner,
cuyo semblante no ha cambiado. Sin embargo, las ligrimas resbalan por sus mejillas. Silencio.
Ni el menor sollozo.
¡A señora Kortner se levanta.
¿Piensa usted velarla toda la noche?
I 'reud : Sí.
L a señ ora K o rtner : Entonces le ruego que me disculpe, pero sien­
to que mis nervios me están traicionando y no quisiera dar un espec­
táculo.
Volveré a primera hora de la mañana.
Sale, sin que Freud haga ni un gesto para retenerla. Im seguimos hasta su habitación. Se
sienta en una silla ante su tocador y de pronto se abandona, esconde la cabeza entre las manos
y prorrumpe en sollozos.

(30)

LA HABITACIÓN DF LA PEQUEÑA MATHILDE FREUD


Mathilde está jugando tranquilamente con su muñeca, completamente sola y sentada en
una sillita de madera. De pronto se sobresalta: ha oído pasos. Parece que tiene miedo.
(Ruido de pasos en el pasillo.)
Se abre la puerta y Mathilde mira; como la puerta se abre hacia el exterior, no podemos
ver lo que ella ve, pero por los espantados ojos de la niña adivinamos que se trata de un espec­
táculo aterrador.
La puerta se abre másy aparece Freud. Sonríe con dulzura, de manera empalagosa, pero
sus ojos tienen lafijeza maníaca de los depravados en una situación semejante. El contraste en­
tre la sonrisa y los ojos produce en su rostro un efecto repugnante.
La pequeña Mathilde se levanta, muy pálida, pero permanece inmóvil apretando la mu­
ñeca contra su pecho.

344
Freud avanza hacia ella muy despacio.
F reud (con voz almibarada): ¡Qué mayor eres! Buenos días, mujercita
mía.
¿Te acuerdas de que cuando eras pequeña decías: me casaré con
papá?
Bueno, pues vamos a casarnos, Mathilde. ¡Vamos a casarnos!
La niña quiere huir, pero él la agarra por el brazo con violencia. Con una voz brutal:
Eres mi mujer y mi hija; tengo todos los derechos sobre ti.
La estrecha contra él. En ese instante una risa en segundo plano, que apenas se oía, esta­
lla liberada e irónica.
(Risa en «off» de Freud.)
Es la risa de Freud, pero el que estamos viendo en la imagen,ferozy brutal, no se ríe.
( Cada vez más fuerte.)
Tras esa risa, la visión desaparece, y nos encontramos de nuevo en la habitación de Cecily.
Freud se r í e DORMIDO.
Pero casi inmediatamente la risa lo despierta. Se incorpora en su silla, abre ¡os ojos, mira
a su alrededor y por fin se espabila totalmente.
Parece liberado, casi alegre. Nunca le habíamos visto ese rostro serenoy al mismo tiempo
decidido. Fija su mirada en la pared, después de haber comprobado que Cecily duerme sosega­
damente.
Una vaga sonrisa flota en sus labios mientras su voz en «off» nos cuenta sus pensa­
mientos.
Voz en « off » de F reu d : ¡Al fin! ¿Acaso deseaba yo seducir a mi po-
brecita Mathilde?
(Con fuerza):
¡Desde luego que no!
Sin embargo, ese sueño oculta un deseo. ¿Cuál?
(A l cabo de un momento):
Si yo he sentido deseo por mi hija, es que todos los padres lo sienten.
He soñado que cometía esa agresión sexual porque quería que mi
teoría fuera cierta.
Es falsa.
Con toda seguridad, es falsa.
Se levanta y va hasta la ventana; una débil luminosidad parece indicar que está amane­
ciendo. Permanece un momento de pie, con lafrente contra el cristal, soñando.
He querido mancillar a mi padre. Envilecerlo.

345
(Bruscamente.)
¿Y los trece casos?
Esas mujeres... mentían...
¿Por qué?
Se vuelve hacia Cecily, a la que vemos dormir tranquilamente.
Porque abrigaban un deseo inconsciente. I lubieran querido que fue­
ra verdad.
Cecily, desde su más tierna infancia, estaba enamorada de su padre...
(Casi con rabia):
Pero entonces ¿yo q u é ?
(Una pausa.)
1 lu lx ) e s e v ia je ... e s e v ia je ...

lis de noche —cuarenta años atrás.


I hi viejo vagón deferrocarril, atestado de viajeros.
fakob I'reud, aún bastante joven, está sentado al lado de la señora treud, que sostiene a
un niño de dos años (Sigmund) sobre sus rodillas, til tren pasa por delante de unos altos hor­
nos. Se ven relámpagos rojos que brillan en la oscuridad.
El niño, que estaba dormido, se despierta y grita. I.os viajeros, somnolientos, abren brus­
camente los ojos.
La sk ñ o ra I'RiaiD: ¡Sigmund! ¡Mi niño! ¡Chist!
E! niño ve a su madre y le acaricia el cuello y la barbilla con su manita. Luego, satisfecho,
se duerme de nuevo.
Mientras tanto, e l tren ha llegado a una estación y se detiene. /m s viajeros se levantan y
cogen sus maletas de las redecillas.
Detrás del mostrador de un hotel un muchacho adormilado coge dos llaves del casillero.
(ako b: ¿No h a y n in g u n a h a b it a c ió n d o b le ?

El muchacho mueve la cabeza negativamente.


( A su mujer):
Ve tú con el niño a la más grande. Yo me las arreglaré en el desván.
Un poco más tarde.
El niño, muerto de cansancio, está ya acostado en la cama de una pequeña habitación de
hotel. Estamos muy cerca de él, a su cabecera, y vemos que la señora Freud se está desnudando
ante el lavabo.
El hotel debe de estar cerca de la estación; se oye el resoplar de las locomotorasy brusca­
mente unfuerte silbido que despierta al niño.
(Resoplar de locomotoras.)

346
(Fuerte silbido.)
El niño, con los ojos abiertos, y nosotros —casi con sus ojos— vemos, a lo lejos, en una se-
mipenumbra, a una mujer alta y bien proporcionada que va dejando caer hasta la última de
sus ropas. Una vez desnuda, se enjabona los hombros, el cuelloy la cara. Luego se pone un ca­
misón.
Llaman a la puerta.
(Ruido de débiles golpes.)
La mujer se pone una bata apresuradamente.
La señ ora F reud (en voz baja): ¿Quién es?

Abre y apareceJakob, que al ver a su mujer se siente excitado.


Voz en « off » df, J a k o b : ¡Qué guapa eres!
¿Me quieres?
L a señora F reud : Sí.
J akob (con una autoridad insólita en él y que nace del sexo): ¿Eres mía?
L a señ ora F’reud : Sí.
J a k o b : ¡Ven! Tengo el cu arto de al lado.
L a s e ñ o r a F r e u d : No p uedo dejar al n iñ o solo.
J akob: ¿Fil n iñ o?

Vuelve la cabeza hacia el pequeño Sigmund, que cierra los ojos inmediatamente.

(Excitado y apremiante):
Un rato. Sólo un rato.
¡Ven!
Arrastra a la señora Freud y salen, cerrando la puerta con cuidado.
En cuanto se marchan, el niño abre los ojos, mueve los brazns en el aire y empieza
a gritar.
Voz de C e c il y (dominando los alaridos del niño): ¡Doctor! ¡Doctor!

(31)

La visión desaparece. En la habitación de Cecily, quien acaba de despertarse y mira a


Freud con angustia.
C e c il y : ¿En qué piensa?
F re u d : En mi pasado.

347
C e c il y : ¿He querido matar a mi madre?
F reud : Si.
0 más bien. No fue usted quien lo quiso, sino la niña Cecily
que resucitó y creyó que despedían a Magda.
C e c ily (con repugnancia): La niña Cecily era un pequeño monstruo.
F reud : N o , era una niña, eso es todo.
Cecily, he ganado. Gracias a usted creo que la comprendo y me com­
prendo. A los dos. Y que puedo curarla y curarme.
(Una pausa.)
¿Conoce usted la historia de lidipo?
C e c il y : Mató a su padre, se casó con su madre y se sacó los ojos
para no ver lo que había hecho. ¿Y qué?
1 r e u d : T o d o e l m u n d o e s lid ip o .
(I lna pausa.)
lis necesario que le hable un poco de mí.
F.n las neurosis, yo veía a los padres culpables y a los hijos inocentes,
|x>rquc yo odiaba a mi padre. I lay que invertir los términos.
C e c il y : i L os culpables son los hijos!
F reud (sonriendo): Nadie es culpable. lJero los hijos son los que...
'¡'ras estas palabras, plano de la habitación riel hotel.
La madre abre la puerta con cuidado y se dirige sin hacer ruido hasta la cama.
Yo quería a mi madre de todas las formas: ella me alimentaba, me
acariciaba, me metía en su cama, y yo sentía su calor.
I.a madre, después de quitarse la bata, se desliza entre las sábanas junto al niño, que con
los ojos cerrados, como si estuviese dormido, se aprieta contra ella y se le agarra al cuello con un
celoso impulso.
Yo amaba su cuerpo.
Sexualmente.
La imagen desaparece.
Nos encontramos de nuevo en la habitación de Cecily.
C e c il y : ¿Q u iere usted d ecir que yo estaba en am o rad a de mi padre?

Freud habla como para sí mismo.


Se creería que está casi dormido.
F reud : Y o estaba celoso del m ío porqu e poseía a m i m adre. Lo que­
ría y lo detestaba al m ism o tiem po.

Cecily le escucha, pero interpretándolo a su modo: está oyendo su propia historia.

348
C e c il y : Celosa, sí..
Era a ella a quien él amaba. La historia de Magda me gustaba
porque a él no le importaba esa mujer y encima humillaba a mi
madre bajo su techo. Yo era su cómplice.
F r e u d : Era dulce y bueno, profundamente honesto.
Yo le reprochaba su debilidad y en mi mente lo llamaba cobarde.
Hubiera querido un padre tan fuerte y tan duro como Moisés.

En una habitación indeterminada, el viejoJakob, afabley tranquilo, se sienta en una silla


con su pipa en la boca.
En el momento en que se empieza a oír la voz en «off» de Cecily, la señora Kortner, cuyo
rostro refleja una profunda tristeza, va a sentarse en otra silla.
Voz e n « o f f » d e C e c i l y : Ella era muy desgraciada. A mí me pare­
cía dura porque tenía que dominarse todo el tiempo.
Yo prefería a Magda, que era mala pero cariñosa.
Voz e n « o f f » d e F r e u d : Busqué otros padres: mis profesores, mis
colegas. En cuanto daban muestras de debilidad, los abandonaba.
No podía tolerarla en ellos.
El padre de Freud y la madre de Cecily parecen escuchar estas confesiones con una especie
de benévola dulzura.
¡Estaba celoso! ¡Celoso! Por celos, le acusaba de no haber podido
educar, y ni siquiera mantener, a su familia.
Y no era verdad; lo que le arruinó fue el antisemitismo.
Voz e n « o f f » d e C e c i l y : Mi padre tenía muchas queridas, pero yo
sólo estaba celosa de ella, porque compartía su cama. Magda me
volvió loca.
Vemos de nuevo a la pequeña Cecily en su habitación, mirando cómo Magda hace sus ma­
letas. Magda se ha arrodillado para cerrar una de ellas.
Las lágrimas resbalan por sus mejillas y habla con voz entrecortada por hipos de rabia.
M a g d a : M e ha d espedido sin que él lev a n ta ra ni un dedo. Es un dé­
bil.
¿Sabes por qué le tiene dominado? Porque cuando él la recogió baila­
ba desnuda en un café cantante de mala muerte. ¡Mira!
Se levantay va a buscar en otra maleta un rollo de papel. Se lo tiende a Cecily, que lo de­
senrolla. Es el cartel que vimos anteriormente.
Sólo le gustan las prostitutas, es su vicio.

349
Yo no puedo luchar contra eso porque soy honrada.
La pequeña Cecily mira el cartel.
Voz e n « o f f » d e C e c i l y : ¡Sólo le gustan las prostitutas! ¡Sólo le gus­
tan las prostitutas!
Quise prostituirme para que él me amara.
Bruscamente da un terrible grito, seguido de sollozos.
(iírilo en «off» de Cecily.)
Tras el grito y los sollozos, la imagen se quiebra y otra la sustituye.
La señora Kortner sola, conduciendo una calesa ligera.
Los ruidos de la calesa ( 'ascos de caballos, ruedas que giran, etc.) no consiguen abogar
los sollozos.
La calesa (tirada por un solo caballo al galope), avanza bordeando un lago, por un cami­
no bastante estrecho, a veinte metros por encima del agua. Bruscamente el caballo se desboca; la
señora Kortner, en vez. de tirar de las riendas, las suelta, y sin hacer ni un gesto, da tumbos en
la calesa, que se bambolea y termina por volcar en una curva.
1:1 coche cae del lado del lago y el cuerpo de la señora Kortner sale despedido por la pen­
diente que desciende hacia el agua.
I In arbusto lo detiene, pero la señora Kortner está desvanecida.
((. ¡rilo en «off» de Cecily):
¡Yo la maté! ¡Yo la maté!
I reud y Cecily en la habitación. I 'reud mira a Cecily, que hacía un momento parecía
tranquila y que por segunda vez da muestras de una violenta emoción.
L'reud extiende la mano con un gesto de fraternidad (el primero que le vemos hacer).
Se tiró al lago tres días después de que Magda se marchara. No podía
soportar que yo supiera la verdad.
I'reud se inclina hacia Cecily.
I 'r e u d (dulcemente, con ternura); Fue un accidente, Cecily.
C e c ily : Fue un suicidio. Se salvó de la m uerte, p ero quiso m orir. Y
fui yo quien la em pujó.
¡I.o recuerdo! ¡Lo recuerdo!
Durante más de un año tuve angustias de las que no hablé. Y luego
olvidé, pero los trastornos del cuerpo aparecieron.
¡Soy un monstruo!
Está doblada en dos y solloza.
Freud le toca el hombro.
Voz en « o ff» d e l a se ñ o r a K o r t n e r : ¡Fue un accidente!

350
Ceály se incorpora bruscamente. La señora Kórtner ha abierto la puerta silenciosamentey
mira a Cecily con una especie de serena bondad.
Te lo juro.
Nunca pensé matarme. En mi familia somos fuertes ante las penas y
vivimos con nuestras desgracias.
Con una sonrisa irónica, pero sin maldad:
Al día siguiente de nuestra pelea, enceré todo el parqué yo misma.
Cecily la mira con una mezcla de miedoy de alivio.
La señora Kórtner a Freud:
¿Su neurosis era por eso?
F reud : liso era la causa ocasional. Cecily no podía soportar más la
idea de haberla empujado a usted al suicidio. Su cuerpo la ayudó a ol­
vidar.
La señora Kórtner mira a Cecily con amistad; la idea de que su hija se castigara por ha­
berla hecho daño parece serenarlay agradarle.
Freud las mira, primero a unay luego a la otra.
F reud (con dulzura): Ahora hay que intentar vivir.
Coge la mano de ¡a señora Kórtnery la pone sobre la de Cecily.

(32)

HAN PASADO SEIS MESES


Es inviernoy está nevando. Nos encontramos en Achensee, cerca del lago.
Dos personas (pelliza, sombrero tirolés) se pasean bajo la nieve y hablan sin importarles
el mal tiempo.
Son Freudy Fliess.
F reud : E stá en vías de curación.

Freud parece comunicativoy sereno. Habla con tranquilidad, convencido, pero sin pasión.
El caso es totalmente claro; amor edípico por el padre; celos de la
madre, a la que deseaba matar. Cuando supo que la señora Kórtner
había sido una prostituta, tuvo sueños y fantasías de prostitución
para identificarse con ella. Tanto más cuanto que le habían dicho que
a su padre sólo le gustaban las prostitutas. Por supuesto, al mismo

351
tiempo reprimía esos deseos en lo más profundo de sí misma y sólo
se presentaban en su consciencia bajo formas simbólicas.
Fliess escucha con cara hosca.
La famosa noche que tuve que buscarla por el Ring quería prostituir­
se para castigarse y al mismo tiempo para convertirse en la mujer
elegida del padre muerto.
F l i e s s (secamente): íin resumidas cuentas, te habías equivocado.
I're u d : Completamente. Pero me alegro. A partir de ahí, todo cam­
bió.
F liess : Entonces ¿no hay traumatismo?
F reud : Sí. Y el choque impide el fin de la infancia.
Fn el caso de Cecily fueron las revelaciones de Magda y el falso sui­
cidio de su madre.
I’ reud : ¿Entonces, las primeras relaciones del niño con sus padres
son de naturaleza sexual?
F reud : Sí.
F liess : Por ta n to , existe una sexualidad infantil.
I ' r e u d : Sí.
F liess : I lace seis meses decías lo contrario.
I ’reud : Pero es ahora cu an d o ten go razón.
F liess : ¿Cómo puedes probármelo?
I reud : ¿Que cómo puedo probártelo?

Se para y mira a Fliess a los ojos.


Estoy curado, Fliess...
/•Hess se encoge de hombros.
F l ie s s : Tú no estabas enfermo.
I reud (con calma): Estaba a dos pasos de la neurosis.
Caminan en silencio, pero de pronto Fliess estalla.
F liess :¡No me lo creo! ¡La violación de los niños por adultos per­
vertidos, sí! ¡Eso era algo consistente! Una base para mis cálculos.
Pero me tiene sin cuidado la psicología. ¡Sólo son palabras!
F reud : ¡Sí, palabras!
F liess : Tus en ferm o s se tien d en en el d ivá n , cu en tan lo que quieren
y tú p ro yectas en sus m en tes las ideas que están en la tuya.

Llegan cerca de una vía deferrocarril.

352
Un niño de cuatro años sale de una casay corre hacia la estación que se divisa a lo lejos.
Fliess le señala, encogiéndose de hombros.
«Eso», ese pequeñín, ¿«eso» desea a su madre y sueña con matar a su
padre?
(Riéndose.)
Felizmente no es verdad; si no estaría horrorizado.
F re u d : ¿C rees que a m í m e gusta? Es así y hay que decirlo.
Durante este diálogo, Fliess se va excitando poco a poco.
Freud sigue sereno.
F liess : ¡Aún no han terminado de reírse de ti en Viena! Un día es el
padre el que viola a la hija, y al día siguiente es la hija la que quiere
violar al padre.
F re u d : Se reirán.
F liess : ¿Dónde está la Ciencia en todo esto? Esos son cuentos chi­
nos y yo no puedo edificar nada encima; pensar es calcular. ¿Has he­
cho cálculos? ¿Has establecido las relaciones de cantidad?
F re u d : No.
F liess : ¡Entonces todo es pura charlatanería!
F re u d : Ten cuidado, Fliess. Las palabras cifras, ritmos y períodos no
se te caen de la boca. Pero en el fondo, me pregunto si no estarás
amañando tus cálculos para finalmente llegar a los resultados que
querías obtener desde el principio.
Fliess se para en seco.
F liess : ¿Q ué quieres d ecir co n eso?

Da la casualidad de que el camino asciende suavemente hacia la estación. Como Freud ha


dado un paso hacia adelante, Fliess se encuentra un poco por debajo de él (lo que recuerda,
pero en sentido inverso, la escena en la Facultad, en la que Fliess, de pie en la tarima, le saca­
ba a Freud la cabera).
Fliess mira a Freud de abajo arriba, pero con una expresión amenazadora.
¿Ya no crees en... en lo que hemos establecido juntos?
F reud (con dulrotra): ¿En lo que tú has establecido? No lo sé.
F liess : La bisexualidad, sus dos ritmos, su importancia abso lu ta en
toda vida humana, ¿ya no crees en esto?
Freud lo mira con pena y con un poco de asombro, como si se despertara de un largoy fas­
cinante sueño.
Si yo no creyera... del todo... o si mis investigaciones me
F re u d :
condujeran a otro mundo... ¿Dejaríamos de ser amigos?

353
12
F liess (firme y tajante): Sí. La amistad es el trabajo en común. Si ya
no trabajas conmigo, no sé qué hacemos juntos.
F r eu d : Si n o trabajo bajo tus órdenes , quedan m uchas cosas que ha­
cer: vernos, hablarnos, y animarnos uno al otro...
F liess : ¿Y tú crees que para esos charloteos yo vendría desde Berlín
a Anchesee?
I reud (con dulzura): Fres mi amigo, Fliess.
F i.iess: Soy tu amigo si crees en mí.
F reud (muy amistoso): Yo creo en ti.
F liess : Yo y mis ideas son una m ism a cosa. () crees en ellas o me
pierdes.

I'reud lo mira. Duda un momento.


I 'reud (con tristeza): No creo en ellas.
F liess (con un tono que es consecuencia de la respuesta de l ;reud): Muy bien.
(i Ina pausa.)
Señala la estación y dice con ironía:
Date prisa. Vas a perder el tren.
I 'reud (con toda naturalidad): ¡Que va! Pasa a las quince y veintidós.
Saca su reloj.
Me he adelantado diez minutos.
F liess(desconcertado): ¡Ah!
(Una pausa.)
Sólo te quedaba un padre, Sigmund, y me pregunto si no habrás ve­
nido aquí con la intención de deshacerte de él.
I'reud quiere protestar, pero l'liess no le deja:
(Irónicamente):
¡Oh!, una intención inconsciente, como tú dirías.
Freud lo mira atentamente.
I' reud : Puede ser.
F liess (muy seco): Pues bien, ya está hecho. Adiós.
Le vuelve la espalda y desciende por el camino bajo la nieve. Freud le sigue con los ojos y
luego reanuda su marcha hacia la estación.

354
(33)

EN EL SALON DE LOS FREUD, el mismo día. Freud, con el mismo traje, acaba
de llegar de viaje. Martha está sola. El le da un beso.
F reud (con ternura): B u e n o s d í a s , q u e r i d a .
M artha: ¿Qué tal ese congreso? ¿Ha ido todo bien?
F r e u d (con una voz totalmente natural): Claro que s í. Como siempre.
(Una pausa.)
Quisiera un poco de café.
M a r t h a : Ya lo he preparado. Ven a tomarlo.

Freud la sigue al comedor. Sobre la mesa hay una taza de café y una cafetera.
Se sienta. Martha le sirve.
I’ r e u d : ¿Qué hay de nuevo?
M a r t h a : Nada de particular.
Coge maquinalmente un trapo y empieza a sacar brillo a los muebles.
Freud la mira con preocupacióny tristes^.
Freud (sonriendo para disimular su preocupación): Cuidado, Martha. La
neurosis te acecha, como a todas las amas de casa. Ven a sentarte.
Martha se incorporay le sonríe, pero su rostro permanece impenetrable.
No se sienta.
¿Y bien? ¿De veras no hay ninguna novedad?
M a r t h a : El hermano mayor de Breuer murió el día que te fuiste.
Creo que apenas se trataban. Me parece que le están enterrando aho­
ra.
F r e u d (inexpresivo): ¡Ah!

Termina tranquilamente de tomarse el café.


Luego se levantay mira por la ventana.
Y a no nieva.
Se vuelve hacia Martha.
I lasta ahora.
M a r t h a : ¿ Y a te v a s?
F reud: Voy a la tumba de papá.

355
(34)

EL CEMENTERIO
Freud camina entre las tumbas.
A lo lejos, un grupo de gente cerca de una tumba recién abierta; están bajando el ataúd.
Freud se detiene ante la tumba deJakob Freud.
Lleva un ramo de flores que coloca torpemente sobre la losa, entre otras flores aún más
frescas y otras que parecen ya marchitas.
A lo lejos, la ceremonia ha terminado y la mayoría de los asistentes se dispersa. Van por
un camino enlosado no lejos de I'reud.
Pasa Breuer con Mathilde. /muza una ojeada a la tumba deJakob y ve a Freud, que ha
levantado la cabeza y le está mirando.
I 'reud da un paso hacia Breuer, pero ya éste se ha metido por el camino lateral que lleva
a la tumba de Jakob.
Los dos hombres se estrechan la mano.
I 'riíud : Me he enterado...
B reuer : No se preocupe... M i hermano y yo no nos hablábamos des­
de hace treinta años. I le venido por puro convencionalismo.
Se acerca a la tumba y mira a I'reud.
Yo quería a su padre. Su muerte me apenó más que la de Charles...
¿Cómo está usted?
F r e u d : Cambiado.

Señala la tumba.
I Ina parte de mí mismo está enterrada ahí.
Todo fue culpa mía, Breuer.
Se vuelve hacia Breuer. Hstá sereno, poco efusivo, pero profundamente sincero.
B reuer : N o .
Cecily nos separó.
Mira hacia la tumba y coloca una mano sobre la verja que rodea la losa.
Y además...
He pensado a menudo en esto, Freud: Yo me creía su padre espiri­
tual. No soy envidioso, pero... cuando m e di cuenta de que usted lle­
garía más lejos que yo... yo... eso me indispuso con usted y sus ideas.
(Con una risa irónicaj :
Parecía usted un muchacho y yo me sentía una vieja gallina clueca.
¡Bah!

356
Hace un gesto con la cabeza como para indicar queya todo terminó.
¿Cómo está Martha?
F re u d : Martha adora a sus hijos, es una admirable mujer de su casa y
creo que me quiere tanto como el día de nuestra boda.
Pero había entre nosotros algo... que ya no volverá.
Nunca más.
Breuer, le pido perdón.
¿Sabe usted que desde el día del entierro no había tenido el valor de
volver a la tumba de mi padre?
Fie venido hoy porque esperaba verle a usted aquí.
Breuer, me he aplicado su método yo solo. Y voy a seguir haciéndo­
lo.
Yo quería a mi padre y tenía celos de él. Ni siquiera podía verle sin
sentir en mí mismo una agresividad terrible...
B reuer : ¿Agresividad? ¿Contra ese hombre tan dulce?
F reud : Precisamente. Su dulzura me desarmaba. Yo hubiera querido
como padre a un Moisés. ¡La ley!
B reuer : ¿Para rebelarse c o n tra ella?
F r e u d : Y para obedecerla.
Meynert representó este papel durante un tiempo.
Sonríe:
Era... una transferencia.
B reuer : ¿Y yo también lo representé?
F re u d : Sí. Durante diez años. Yo odiaba a Meynert, que m e había
maldecido; por usted sólo sentía amor y respeto. Meynert murió y
me pidió perdón y eso me liberó de él; usted fue mi único padre, el
objeto de mis sentimientos.
Le creí débil y eso me volvió loco de rabia. Pero no era su debilidad
la que yo detestaba, sino la de Jakob Freud.
Señala la tumba.
B reuer (sincero): Yo soy d é b i l .
F reud: N o. Usted es b u e n o .
B r e u e r : ¿Y Fliess?
F reud : Un espejismo. Le tomé por el Demonio y sólo era un conta­
ble. Es igual; respetaba su fuerza —o lo que yo creía que era su fuer­
za— y eso me permitió odiar lo que yo tomaba por debilidad en us­
ted.

357
B reuer (sonriendo): ¡Cuántos padres! La mayor parte del tiempo tenía
usted dos a la vez.
Tras esta réplica los dos hombres desaparecen y se ve de nuevo a Meynert én su consulta,
débil y envejecido, bajo la inmensa estatua de Moisés.

( voz en «off»): Sí. Me tenía miedo a mí mismo y me negaba a


F re u d :
convertirme en un adulto. A mirar la verdad.
Breuer, yo me desgarraba sin cesar; me atribuía todos eso.s padres
para protegerme contra mí mismo y no descansaba hasta que no los
había destruido.
Todos me fascinaban y yo quería matar a mi padre en ellos.

Volvernos de nuevo a la tumba de fakj>b I'reud.


Ahora está muerto y mis padres adoptivos están enterrados con él.
Fstoy solo cara a cara conmigo mismo y ya no odio a nadie.
B r k u k r : ¿Podrá usted amar de nuevo?
F r e u d : Sí. A mis hijos. Y a los hijos adoptivos: hombres que crean
en mi palabra, si es que existe alguno. Ahora el padre soy yo.
Breuer, me serví de usted como medio para perderme y para encon­
trarme. ¿Me perdona?
Rreuer le coge la mano afectuosamente y se la estrecha. I hi silencio.
B rkukr (cotí dulzura): Me imagino que apenas nos veremos ya.
Freud: Sí. Será difícil.
B r k u k r : Fia conquistado usted el derecho a estar solo.
F r e u d (cotí una profunda tristeza): Sí.

Señala al cielo, donde luce un frío y ácido sol de invierno. Im s nubes han desaparecido.
Fstoy solo y el ciclo está vacío. Trabajaré solo, y sólo yo seré mi juez
y mi testigo.
Felizmente, al fina! siempre llega la muerte.
Bruscamente:
Breuer, no quiero que mi mujer sea la víctima de esta soledad.
No es feliz y me preocupa.
¿Permitiría usted que Mathilde la viera de nuevo?
B r e u e r : Mathilde n o pide otra cosa. Fue Martha la que n o quiso
volver a verla por miedo a disgustarle a usted.
F r e u d : Eso me habría disgustado... ten otro tiempo!

358
Jakob Freud hizo feliz a mi madre.
( Con un a sonrisa m elancólica):

Pero a mí no me parece muy agradable ser ¡a mujer de Sigmund


Freud.
B r e u e r : Mathilde le escribirá hoy mismo. Adiós, Freud.
F r e u d (am istosamente pe ro con t r i s t e s , como s i se tr a ta ra ele un a la rg a sepa­
ra c ió n ): Adiós.
Rreuer se aleja.

Freud se queda solo ante la tumba. No se vuelve. Su mirada está fija en el nombre de su
padre (grabado sobre la lápida). A l cabo de un rato, las lágrimas empiezan a resbalar por
sus mejillas, sin que él haga ni un movimiento para secárselas. Permanece así un momento
más, luego se vuelve y con los ojos aún húmedos camina entre las tumbas hacia la puerta monu­
mental.

F IN

359
Apéndice

Sinopsis (1958)

«FREUD»
Guión original
de Jean-Paul Sartre

Primer trabajo
París, 15 diciembre 1958

Freud, a los sesenta años, rodeado de sus discípulos (los «Siete»). Están ha­
blando del autoanálisis. Freud lo desaconseja (a menos que sea el complemento
de un análisis normal). Jones le indica que él ha empezado el suyo desde hace mu­
chos años (1897). Freud: «¿Quién me habría analizado? Sólo había un analista en
el mundo y era yo.» Interrogado por los que le rodean (el autoanálisis de Freud se
sitúa al principio de su descubrimiento del complejo de Edipo), comienza a con­
tarles la historia de ese autoanálisis. (El tema del guión es, en efecto, el siguiente:
Un hombre se propone conocer a los demás porque comprende que ése es el úni­
co medio para conocerse a sí mismo y se da cuenta de que tiene que dirigir sus in­
vestigaciones hacia los demás y hacia sí mismo a la vez. Nos conocemos por los

361
demás y conocemos a los demás por nosotros mismos. La voz en «off» de Freud re­
sonará más adelante cada vez que sea necesario un breve comentario de los acon­
tecimientos.)

o
I bis

La voz en «off»: I odo empezó a la muerte de mi padre. La escena anterior se


suprime y la voz enlaza inmediatamente con las imágenes de II.

II

Otoño de 1896. Viena. Un hombre enlutado, de unos cuarenta años —es


Freud'—, entra en una peluquería y quiere afeitarse. Hstá nervioso y tiene prisa;
mira con disgusto a los numerosos clientes que esperan su turno y que pasarán
antes que él. Le dice al dueño: «¿Qué pasa hoy? A esta hora no suele haber na­
die.» «¿A esta hora?», responde el dueño. «Hstá siempre lleno. Normalmente vie­
ne usted antes.» lista observación parece inquietar a Freud, que mira su reloj y se
resigna a sentarse al lado ele los otros clientes.
Durante este tiempo, la familia Freud se impacienta; es el día del entierro del
padre, Jakob Freud, y Freud se retrasa. También se le reprocha, con acritud, su
deseo de que «los funerales se celebraran sin pompa, muy sencillamente.» Freud
llega. Observaciones desagradables. La madre pone paz. Salida para el entierro.
Por la noche. Sigmund trabaja en su consulta (un piso bajo en Berggasse 19).
Nervioso y muy cansado. Fnciende otro cigarro. Onda, lo tira, se levanta y por la
escalera exterior, sube a su piso que está en el tercero. Su mujer está ya dormida,
limpieza a desnudarse. Sin ruido. Kstá acostado con los ojos abiertos y fijos.
Una tienda (topográficamente idéntica a la peluquería, pero donde se venden
objetos redondos, envueltos en papel blanco). No hay ni un cliente. Los depen­
dientes se pasan los objetos de mano en mano y las mercancías llegan por fin a la
cajera, que pega en cada una de ellas la etiqueta de «vendido» y las tira al suelo.
Kn todas las paredes hay unas placas enormes de esmalte.

SE RUEG A
C E R R A R LOS OJOS

(Los sueños analizados por Freud —utilizaremos aquí algunos de los más sig­
nificativos— parecen absurdos o descabellados antes del análisis, pero son, sin em­
bargo, muy cotidianos; lo fantástico o lo misterioso aparece rara vez. Por tanto,
será necesario tratarlos con más realismo aún que las escenas de la vida real. La su-
rrealidad particular y la «sobredeterminación» de los sueños relatados por Freud se

362
expresarán precisamente por lo absurdo de los comportamientos y el evidente
conflicto de este absurdo con el realismo de los lugares y de los objetos.) Freud se
despierta sobresaltado. Se sienta en la cama. Su mujer duerme.
Voz de Freud: «La frase del cartel tenía un doble significado. Quería decir:
Hay que cerrar los ojos a los muertos, tenemos que cumplir con nuestro deber con
respecto a ellos. Por tanto, yo me sentía culpable. ¿Por qué? ¿Qué había hecho?
Hace años que me siento culpable. ¿Cuál es mi culpa? ¿Ouién soy?
Piensa en el pasado y aparecen unos recuerdos incomprensibles y fugaces; un
tren que pasa cerca de unos altos hornos, un niño de tres años en un comparti­
mento de ese tren mira los rojos fuegos en la oscuridad y solloza; una cocina mi­
serable, dos hombres robustos traen una gran tina de madera y unos recipientes
llenos de agua caliente; la madre de familia (la señora Freud) los vierte en la tina
para bañar en ella a los niños, que esperan medio desnudos (el mayor tiene tres
años). Jakob Freud recogiendo su gorra del arroyo de una calle. Jakob Freud en
una butaca (es un anciano) y su mujer y sus hijas, demacradas y enfermas (las hijas
son ya adultas), alrededor de él. Son casi fotografías. Un grabado se repite tres o
cuatro vcccs; representa a Amílcar tomando juramento a su hijo Aníbal mientras
se oye una voz que dice: «juro que nos vengaremos de los romanos.» Todo este
calidoscopio termina por detenerse en una imagen.

III

31 de agosto de 1885. Viena. Estamos en un hospital. El cuarto miserable de


un joven médico. Se ve a un joven, de espaldas y en cuclillas, delante de una estu­
fa de cerámica. Está quemando unas pilas de manuscritos con un ensañamiento
casi alegre. Hace un calor tórrido y la habitación está llena de humo. Ahora le ve­
mos de perfil. Es Sigmund Freud; tiene veintinueve años. Está sudando y parpa­
dea a causa del humo, pero está tan absorto en su tarea que ni siquiera oye los
golpes que suenan en la puerta. Por fin se levanta y va hacia ella. Antes de abrir
pregunta «¿Quién es?». Desde el otro lado de la puerta le responden: «Martha».
Sólo entonces da la vuelta a la llave y abre a su novia. Es una muchacha de aspec­
to delicado (agraciada más que guapa). Mira con estupor ese auto de fe. ¿Qué está
haciendo? Está quemando sus manuscritos, todas las huellas de su pasado, antes
de marcharse a París. Ha destruido completamente el Diario de sus últimos cator­
ce años. ¿Por qué?, le pregunta Martha. «Para dar trabajo a mis futuros biógrafos.»
Dice que no puede irse del hospital sin haberse librado del temor de que alguien
pudiera echar una ojeada a sus papeles. En efecto, nos enteramos de que le han
concedido una beca que le permitirá pasar un trimestre en París y asistir a las lec­
ciones del famoso Charcot. Habla mientras quema las últimas cuartillas y los últi­
mos cuadernos. Se incorpora, completamente tiznado y va a lavarse la cara. Mar­
tha lo cepilla y tira de él. Pasillos de hospital. Salen.
En el pasillo, ella pregunta:

363
«Por qué tienes ese miedo? ¿Por qué quieres dar trabajo a tus biógrafos?»
El no responde. Ella —impulsiva y bastante susceptible— se impacienta por
ese silencio y le dice con un poco de mala intención:
«En primer lugar no vas a tener biógrafos. ¿Por qué habrías de tenerlos?»
El sigue sin responder. Ella se asusta:
«No necesitas ser un gran hombre.»
El responde entre dientes:
«S í.»
til Ring, en Viena. Caminan entre la gente, uno al lado del otro, muy correc­
tos, sin cogerse del brazo. Un vendedor ambulante vende unos libelos contra los
judíos. En verso, lista recitando algunos pasajes. A su alrededor se ha formado
un grupo. Unos mirones se echan a reír. Algunos compran unas «Historias ju­
días» o unas canciones. El rostro de I'reud se endurece. Un hombre pasa delante
de él; acaba de comprar un pequeño libro al vendedor y lo va leyendo mientras se
ríe solo. I'reud le arranca el librito, lo rompe y esparce las hojas al viento. Estupor
del curioso, que mira a I’reud con cierto miedo. I'reud le dice simplemente: «¡Im­
bécil!» Martha tira de I'reud mientras el curioso mira sin comprender las hojas es­
parcidas a sus pies.
Un café en el Ring. I'reud y Martha sentados. I reud silencioso y tenso. Mar­
tha espera tranquilamente. I reud mira a los clientes. Están tranquilos, juegan a las
cartas o al ajedrez. Bruscamente empieza a hablar sin mirar a Martha: la mayoría
de estas personas tan pacíficas son enemigas. Hubieran podido comprar las can­
ciones y los libros de historias judías que vendía el vendedor ambulante. ¿Com­
prende ahora por qué ha quemado sus manuscritos? No hay que dejar nada detrás
de uno. Están viviendo en un país enemigo; los «goys» se apoderan de todo, de­
forman todo. «Nosotros somos judíos; debemos ser circunspectos; los “goys” nos
harán pagar todo lo que descubran de nuestras vidas.» No hay que confiarse a na­
die. Ni siquiera a los futuros biógrafos, lilla le sonríe dulcemente; que siga siendo
obscuro, que sea un buen médico, que viva como todo el mundo; se librará de las
miradas. El mueve la cabeza: «Imposible. A nosotros, los judíos, se nos obliga a
probar nuestro valor.» Relata la historia del joven Aníbal que jura a su padre Amíl­
car vengarse de los romanos. Los judíos se parecen a los cartagineses; necesitan
imponerse o ser aniquilados. Y todos tenemos un padre que vengar. Ella le pre­
gunta si el bondadoso Jakob I'reud le ha hecho prestar juramento, como el ancia­
no Amílcar a Aníbal. El tuerce la boca como si la pregunta le hiriera en lo más
vivo y responde simplemente: «No.»
Les interrumpe la llegada de Minna, hermana de Martha Bernays, del novio
de Minna, Schónberg, y del «primo Max», amigo íntimo y muy querido de Mar­
tha. Iban a sentarse en otra mesa, pero Martha les hace una seña para que venga a la
suya, i reud furioso, le dice que es su último día: «Sólo debes ocuparte de mí.»
Ella se irrita: es su hermana. Hace de nuevo una seña. Esta vez los tres jóvenes la
ven; se acercan. Inmediatamente Freud se levanta: tiene una cita con el profesor
Meynert, un médico muy famoso que le protege. Tiene que marcharse. «Pero,

364
dice Martha, la cita es a las cinco.» El no responde, se inclina, sale del café, ciego
de ira. Vagabundea por las calles, andando con esfuerzo y respirando con dificul­
tad; saca un cigarro de una cigarrera, lo enciende y empieza a fumar y a toser.

IV

En casa de Meynert. Son las cinco. Meynert tiene cincuenta afios. Muy ele­
gante físicamente; es un hombre de mundo, tiene modales. (Freud parece más fran­
co y más brutal, pero da la sensación de que tiene miedo de Meynert y al mismo
tiempo lo admira.) Barba pelirroja, rostro surcado de profundas arrugas que con­
trasta con un cuerpo aún joven. Se alegra de haber podido obtener, con la ayuda
del anciano profesor de Freud, Brücke, una beca para su alumno, beca, por otra
parte, insuficiente, pero le extraña que Freud quiera asistir a las clases de Charcot.
«Es un ingenuo, dice, o un charlatán. Dicen que sus estudiantes se divierten
recogiendo mujerzuelas y enviándoselas para que finjan que son histéricas.» De
todas maneras ahí no se pisa tierra firme. ¿No cree ya Freud en las ciencias exac­
tas? ¿En la neurología? Sin embargo, ha realizado unos trabajos excelentes, el últi­
mo en marzo de ese mismo año, sobre la anatomía del cerebelo. Freud responde
que está impresionado con el problema de la hipnosis y de la terapia por suges­
tión. Meynert parece asqueado: eso es puro engaño. Se pone nervioso y se entre­
ga a su tic favorito: tirarse del bigote y mordisquearlo mientras se golpea la parte
izquierda de la nariz con el dedo índice. Freud, hipnotizado por este tic, trata de
explicarse: le parece que ni la fisiología ni la psicología (las dos totalmente meca-
nicistas) pueden explicar lo que hay en cada uno de nosotros. Meynert lo mira
atónito, hurgándose en la barba y tirándose del bigote. Freud balbucea: «Hay en
nosotros fuerzas...» «¿Qué fuerzas?» «No sé, no consigo comprenderme. ¿Usted se
comprende totalmente?» El bigote, la barba y el índice contra la nariz. Meynert se
ríe: «No pierdo el tiempo espiándome. Por otra parte, soy muy claro a mis ojos,
transparente como el agua de un manantial.» Freud no dice nada. El tic le fascina.
Silencio. Meynert de repente se da cuenta de su tic y extiende las manos sobre su
escritorio: «No es a mí a quien quiero conocer, sino al cerebro humano. En todo
caso si tuviera la fantasía de comprender lo que pasa dentro de mí, no iría a estu­
diar a unas histéricas, a unas mujeres medio neuróticas y medio simuladoras.»
Freud se pregunta, al contrario, si no sería necesario estudiar a los enfermos en
primer lugar, para comprender la conducta de los hombres normales: la enferme­
dad subraya y agranda ciertos rasgos.
Meynert, irritado, cierra la discusión con una oferta: «Vaya a París, puesto
que le divierte. Pero si al volver reconoce que su gran hombre es sólo un charla­
tán, y se dedica usted a la neurología, dará usted en mi lugar mis lecciones sobre
la anatomía del cerebro. Porque me siento ya demasiado viejo para enseñar los
nuevos métodos experimentales.» Silencio. Se miran. Meynert se toca la nariz y se
mordisquea el bigote.

365
Voz en «off» de Freud:

«Lo había querido como a un padre, pero ahora me daba miedo; quizás había
ya adivinado que ese hombre genial no estaba bien dispuesto hacia mí.»
Rompiendo el silencio, Meynert dice que no pide una respuesta inmediata y
que ya se verá cuando Freud vuelva de París. Freud se levanta para marcharse.

líl atardecer. Freud por las calles, fumando y tosiendo. ( )yc resonar en sus oí­
dos la voz de Meynert: «¡Soy claro como el agua de un manantial! ¡Soy claro
como el agua de un manantial!» Max y Schonberg, que han salido a buscarle, lo
divisan, corren hacia él y le cogen cada uno por un brazo. Schonberg está muy
cordial, Max muy desabrido. «Pero ¿qué mosca te ha picado? ¿Por qué te has mar ­
chado sin decimos una palabra?, etc.» Freud no responde, pero se deja llevar
a un pequeño café con un billar. Cafó desierto y pobre. I.e interrogan tic nuevo.
Freud les responde al fin. «No tenéis tacto: no deberíais haber venido.» Y añade
mirando a Max: «Y sobre todo tú, que la cortejas a'mis espaldas.» Max está furio­
so: «No la cortejo; la conozco desde que nació y mejor que tú; yo soy de la fami­
lia.» Freud a su vez monta en cólera: «¡l)e la familia! Sólo tiene una familia; la
mía; dejará a su madre y a su hermana y mi padre será su padre. lis mía.» Max, de
repente furioso, golpea la mesa: «¡lis tuya y la abandonas para ir a París a hacer
no sé qué cosas! Si la haces desgraciada, te mataré.» Freud contesta con acritud, a
pesar de Schonberg: «¡No te metas en lo que no te importa! iires su primo, su fe­
licidad no depende de ti y no cuentas para nada.» Y el otro, de pie y furioso: «¡Ah
¿no cuento para nada? Pues bien, si quisiera podría hacer que renunciara a la
boda.» Schonberg interviene para condenar la actitud de Max; finalmente, muy
avanzada la noche y después de una interminable discusión que se nos deja sim­
plemente sospechar, Max explica que quiere a Martha y se pone a llorar, Freud
emocionado, muy nervioso, llora a su vez y los dos amigos van a reconciliarse,
pero cuando Sigmund se da cuenta de que está llorando, endurece su actitud
bruscamente, furioso |x>r haber dado muestras de emoción y dejado ver su sensi­
bilidad: «¡Maldito sea el que me hace llorar! Tú no eres de mi temple. Yo puedo
ser despiadado si te encuentro en mi camino.» Se marcha, dejando a Max estupe­
facto y a Schonberg indignado por ese proceder. Freud camina en la oscuridad,
un poco trastornado, mientras la voz de Meynert resuena en sus oídos: «Soy claro
como el agua de un manantial.» (La escena de la disputa, aunque tiene que revelar
la violencia contenida de Freud, debe ser ligeramente cómica, a causa del nervio­
sismo de todos, de los bruscos cambios de actitud y de la juventud de los persona­
jes a pesar de las barbas.)

366
VI

La mañana siguiente hacia las once. La estación. Un andén desierto. La vía


está vacía. Freud en el andén. Con una maleta vieja y visiblemente atiborrada. Le
pregunta a un empleado que pasa con mucha prisa: «¿El tren para París?» «Ni si­
quiera está formado, mire la hora.» El reloj de Freud y el de la estación señalan los
dos las once. El empleado se va, añadiendo con desdén: «Sólo tendrá que esperar
una hora y media.» Freud se sienta en un banco.
Martha Bernays. Cruza rápidamente el vestíbulo de la estación. Está buscando
a Freud y al fin lo encuentra. Freud le reprocha llegar tan tarde y ella le reprocha
haber llegado tan temprano. ¿Por qué tiene que llegar siempre con tanta anticipa­
ción cuando se va de viaje? El responde que tiene una verdadera fobia a los viajes.
Tiene miedo de morir en el tren —por eso quemó sus papeles la víspera— y
cuando el miedo de morir desaparece, lo sustituye el miedo a perder el tren.
Martha no está de buen humor. Le reprocha, ella también, que se marche a Pa­
rís. El parece desconcertado y no responde. Ella sigue haciéndole reproches: ¿Por
qué la víspera se marchó tan bruscamente? Además, Schónberg le ha contado a
Minna, esa misma mañana, la disputa de la noche anterior; Minna se lo ha conta­
cto todo a su hermana. ¿Por qué ha reñido con Max? Max no está verdaderamen­
te enamorado de ella; él se lo imagina y confunde una amistad de la infancia con
el amor; ella siempre lo ha mantenido a distancia, Freud lo sabe muy bien. Ano­
che deberían haberse reconciliado al final de la disputa. Fue Freud quien no quiso
hacerlo. ¿Por qué? Mientras Martha le hace estos reproches, Freud mira al vacío y
sigue sin responder. El tren se forma delante de ellos. Freud y Martha suben a un
compartimento de tercera vacío y Freud señala su sitio colocando su maleta. Es­
tán solos. Se vuelve hacia ella y la besa apasionadamente. Ella le devuelve los be­
sos con igual pasión. De repente él se disculpa: «En mí hay algo insólito. Diablos
bajo una tapadera y cuando la tapadera se levanta... No sé de dónde sale todo
eso... No fui joven en mi juventud, o quizás exista otra razón. Cuando Max habló
de ti ayer, perdí completamente el control de mí mismo y hubiera destruido el
universo, incluidos tú y yo. Todo cambiará cuando estemos casados, cuando ten­
ga una situación independiente.» Ella le sonríe y se abandona en sus brazos. El
está besándola cuando dan las doce en el reloj de la estación. Se incorpora brusca­
mente y, como ella lo mira con estupor, la coge de la mano y la obliga a bajar al
andén. Está muy contrariado. Delante del vagón de tercera. Mira hacia el vestí­
bulo con irritación. «Estoy esperando a Breuer.» Ella se separa de él, furiosa. Los
viajeros llegan poco a poco y empiezan a subir a los vagones. Son las doce y diez
y el tren sale a las doce y veinte. Por fin Breuer aparece. Es un hombre de unos
cuarenta años, con una gran barba negra. Es alto y se abre paso entre los grupos
que están llegando. Coge a Freud por los brazos y se los aprieta con fuerza sacu­
diéndolo un poco. «Llego tarde, un enfermo me ha entretenido. ¡Buena suerte,
Freud! ¡Buena suerte!» Freud parece relajarse inmediatamente; su rostro está sere­
no y feliz. «Me voy corriendo, le dejo con su novia. No, no, ya me la presentará

367
cuando sea su mujer.» Y le da un sobre. Freud se queda solo antes de poder dar
las gracias a su amigo. Se dirige de nuevo hacia Martha, después de seguir a
Breuer con los ojos. Le da el sobre. «Por eso le esperaba. Es dinero. 500 guldens.
Llévaselos a mi madre, ya no tiene ni un céntimo.» Ella lo mira con ternura; ha
comprendido. El añade: «Quiero a Breuer como si fuera mi padre; viniendo de él,
no me molesta. Pero tengo veintinueve años, trabajo doce horas al día y me he
endeudado para poder vivir. Si quieres comprenderme, recuerda esto.» Se miran.
El le coge la mano y se la aprieta con todas sus fuerzas. Silbido del jefe del tren.
«Eires mía.» Y en seguida autoritario: «Júrame que no volverás a ver a Max.» Ella
se irrita. Silbido del jefe de tren. Un empleado grita: «¡Viajeros al tren!» Bajo la
mirada de Freud, Martha cede: «No le volveré a ver.» Freud le coge las dos ma­
nos y se las aprieta apasionadamente. El tren arranca y Freud, que llegó con hora
y media de anticipación, tiene que correr para alcanzarlo.

VII

París, el hospital de La Salpétriére, un d ía de n oviem bre de 1886.


Una sala del hospital. Charcot está explicando una lección sobre la histeria
ante un auditorio numeroso. I'reud se encuentra entre los asistentes.
Charcot estudia el caso de una anciana histérica. Explica en unas palabras:
1) que la histeria no es una «simulación» o una «imaginación»; es una enfer­
medad real y digna de un estudio profundo. Que no sólo la padecen las mujeres,
sino también los hombres;
2) la diferencia entre los trastornos histéricos (por ejemplo la parálisis y las
insensibilidades) y los trastornos orgánicos con la misma apariencia;
3) la posibilidad de provocar en algunos sujetos, por medio del hipnotismo,
la desaparición o la aparición de trastornos histéricos.
Sesión de hipnotismo. La anciana paralítica, en estado de hipnosis, consigue
andar. Una vez despierta, se cae: la parálisis vuelve.
Conclusión de Charcot: Cualquiera que sea el fundamento neurológico desco­
nocido de la histeria, los síntomas pueden suprimirse por medios psicológicos.
Al final de la clase, Freud sigue a Charcot y lo aborda mientras aquél se lava
las manos en una salita vecina. Freud le cuenta, no sin timidez, hasta qué punto le
interesa el problema de la histeria y le pregunta si las revelaciones obtenidas por
el hipnotismo no podrían servir de base para edificar una «psicología de las pro­
fundidades». La aparición y desaparición de los síntomas en los sujetos en estado
de hipnosis ¿no prueban la existencia en nosotros de una realidad intermedia en­
tre los estados de consciencia y los hechos puramente psicológicos? Pero Charcot,
un hombrecillo amable y calvo que se está lavando las manos lenta y cuidadosa­
mente, se limita a mover la cabeza y a repetir mientras sonríe: «No vayamos tan
deprisa. No generalicemos. Despacio.»
Eso no impide que Freud se marche lleno de alegría y entusiasmo. Y mientras

368
camina por las calles, dominando a los transeúntes con su altura, se oye la voz en
«off» de Freud ya anciano: «Yo creía que había encontrado el camino para cono­
cer a los demás y conocerme a mí mismo. Estaba seguro, por fin, de que había una
respuesta a las preguntas que me formulaba desde hacía tanto tiempo.»

VIII

Plano de un periódico vienes, y esta información:


«El doctor Sigmund Freud, profesor adjunto de la cátedra de Neurología de la
Facultad de Viena, ha regresado después de una estancia de seis meses en París, y
vive ahora en Nathanstrasse 7.»
En casa de Breuer. Su mujer, Mathilde, encantadora y muy buena amiga de
Freud. Hacen pasar a Freud vestido de militar. Ha tenido la mala suerte de tener
que hacer, por su condición de reservista, un período de instrucción en el mo­
mento en que empezaba a practicar su carrera de médico. Pasa por Viena (de re­
greso de unas maniobras) para dejar el uniforme y parte para Wandsbeck (cerca
de Hamburgo) para casarse. En efecto, Martha ha vuelto a Alemania con su ma­
dre durante la estancia de Freud en París. Mathilde está encantada de volver a ver
a Freud, pero éste parece muy azarado; desearía hablar a solas con Breuer. Ma­
thilde multiplica las preguntas. Freud está pasando un martirio. Finalmente
Breuer entra y se da cuenta en seguida de su turbación. Le guiña un ojo a Mathil­
de que comprende y se retira. Freud, solo con Breuer, le confiesa que no tiene ni
un céntimo. En efecto, su sueldo es mucho menor de lo que había pensado. Ne­
cesita que Breuer le preste el dinero para el viaje. Breuer se lo concede en seguida.
Pero se nota el esfuerzo que le cuesta a Freud dar este paso. Coge el dinero; no da
las gracias y se lo guarda furtivamente en el bolsillo. Dice simplemente: «Es usted
demasiado joven para ser mi padre, pero si no quisiera al mío como lo quiero, de­
searía tener un padre como usted.» Sin embargo, no está desanimado en modo al­
guno. Acaba de confesarle a Mathilde su alegría y su impaciencia por ver a Mart­
ha de nuevo y por poder, al fin, casarse con ella; a Breuer le habla de sus esperan­
zas y de su entusiasmo por Charcot; dentro de un mes, después de su viaje de no­
vios, dará una conferencia en la Sociedad Médica. Piensa que esta conferencia
(lectura de memoria sobre la «Histeria masculina») es una contribución de capital
importancia para la psiquiatría y el estudio de las neurosis. Será, al mismo tiempo,
un brillante punto de partida para su propia carrera de medicina; obtendrá noto­
riedad y por consiguiente una numerosa clientela. Le dice a Breuer «Usted puede
comprenderme; necesito creer en mí mismo. No sé cómo estoy hecho; necesito
su apoyo y su protección y sólo sueño con conseguir una independencia total.»
Breuer le tranquiliza. Freud le estrecha la mano entre las suyas. Duda un momen­
to y se echa en sus brazos, luego se pone rígido bruscamente y sale.

369
IX

La consulta del doctor Freud. Octubre de 1886. Freud está esperando a los
pacientes que no llegan. Camina de un lado a otro. Se sienta. Le parece oír que
llaman a la puerta. Va él mismo a la puerta de entrada y abre: nadie. Se vuelve a
sentar y sueña despierto: la Asociación de Médicos, él está hablando; tumultuo­
sos aplausos; está de nuevo en su consulta; un majestuoso anciano —un mi­
nistro— le da las gracias: «Me ha salvado usted la vida.» Freud sonríe, el ministro
le ofrece su protección: gracias a ella, hará una carrera excepcional; será profesor
en la Academia de Medicina. Toda la alta sociedad vienesa vendrá a consultarle.
«¡Considéreme como su padre!» I'reud —que bruscamente se encuentra de nuevo
sentado en su escritorio-— declara con énfasis: «¡No soy hombre que se deje pro­
teger corno un niño!» Kn realidad la consulta está desierta. (Se trata de un ensue­
ño, de un «fantasma» que se desarrolla en el mundo real y conserva todas las ca­
racterísticas de la realidad.)
Martha abre la puerta del fondo que comunica con las habitaciones «priva­
das» y entra en la consulta de su marido, liste la mira con gesto de enfado, pero
ella lo besa y se echa a reír: se irá cuando llamen a la puerta. Freud se ríe; enton­
ces corre el peligro de |x:rmanccer toda su vida en esa consulta. Martha venía a
enseñarle un dibujo, lis una imagen humorística que ha encontrado en una revis­
ta: un Icón en el desierto bostezando: «Dos horas y ni rastro de negros.» [.os ne­
gros son los pacientes. I rcud dice que los negros ya llegarán. Después de la sesión
de esta noche en la Asociación de Médicos, donde leerá su memoria, llegarán.

La Sociedad Médica. Numerosos médicos. Meynert y Breuer entre los asis­


tentes. I reud está terminando la lectura de su manuscrito. Una última frase sobre
las consecuencias terapéuticas de los descubrimientos de Charcot: La costumbre-
es tratar a los neuróticos con la electroterapia, los baños y los masajes. ¿No con­
vendría estudiar la posibilidad de curar a los enfermos con el hipnotismo y la su­
gestión? Se calla, deja su manuscrito y espera. Ni un aplauso. Mira a Breuer que,
en primera fila, levanta las manos para aplaudir, pero que bruscamente detiene su
impulso. Un neurólogo, Rosenthal, advierte que todo eso es muy conocido ya en
Viena. Otro, que no hay nada nuevo en la conferencia de Freud y que no era ne­
cesario ir a París sólo para informar de eso. Un tercero: «Todo es falso; la histeria
es exclusivamente femenina. I.a prueba es que viene de una palabra griega que
significa útero.» Todas estas intervenciones son más despreciativas que hostiles.
I'reud las oye sin inmutarse. Un silencio. Fija la mirada en Meynert, que se mor­
disquea el bigote. Y de repente, precisamente Meynert, estalla. Al principio con
una sorprendente violencia: «Le desafío a que nos presente a un histérico varón
con los síntomas descritos por Charcot.» Se excita: «Y encuentro mucho más sin-

370
guiar su defensa de la terapia por sugestión, si se piensa que cuando se fue usted a
París era un verdadero científico, y conocía muy bien la fisiología.» Y finalmente:
«¿El hipnotismo? Compadezco a esos colegas que, quizás por altruismo, se rebajan
hasta asumir el papel de niñeras y aburren a las personas con la sugestión, para
dormirlas.» Pone por testigo a Breuer «que es una autoridad en todo lo que con­
cierne a la neuropatología» y que podrá atestiguar que los síntomas descritos por
I-’reud proceden, la mayoría de las veces, de lesiones cerebrales. Freud espera an­
helante una respuesta de Breuer. Todos los asistentes se vuelven a mirarle. Pero
él calla, Freud acusa el golpe. Meynert, después de un breve silencio, concluye re­
cordando el valor de los métodos ya experimentados y particularmente de la elec­
troterapia. Calurosos aplausos. Breuer no aplaude.
Ante la fachada de la Sociedad Médica, un poco más tarde, se ve salir a un
grupo de indignados médicos.
«¡Meynert le ha puesto en su sitio!»
«Un médico tan joven, casi un estudiante, que ha sido alumno de todos esos
hombres ilustres y que pretende aleccionarles.»
«¡Qué quieren ustedes, es un judío! ¡Oh! No tengo nada contra los judíos,
pero hay que ser israelita para ir a buscar a París unas teorías que todo el mundo
conoce en Viena y que se han abandonado hace tiempo. Esa gente no tiene pa­
tria.»
Ahora todo el mundo ha abandonado la sala. La calle está desierta. Un hom­
bre espera a Freud en la oscuridad. Freud sale el último. El hombre sale de las
sombras, con circunspección, y se acerca a Freud. Eis Breuer. Le pone la mano en
el hombro y le anima a perseverar: «Yo también recurrí al hipnotismo hace algu­
nos años, y en algunos casos tuve éxito. I lay que seguir buscando.» Freud lo mira
con una mezcla de afecto y de desconfianza. Sin confesárselo, le guarda rencor
por no haber intervenido en la sesión. Le da las gracias fríamente. Breuer le ofre­
ce su coche, que está un poco más lejos; Freud rehúsa: quiere volver a pie. Nece­
sita reflexionar.

XI

Algunos días más tarde. La consulta de Freud, que está sentado ante su escri­
torio con expresión sombría, [.laman a la puerta. La primera paciente, pero Freud
no demuestra ninguna alegría. 1.a paciente entra. Sus primeras palabras son para
decir que la envía Breuer. Fixpone su caso; a medida que habla comprendemos
que se trata de uno de los casos típicos que el psicoanálisis trató con éxito más
tarde. Freud la escucha. Al cabo de un momento —es aún muy desmañado y tí­
mido— prescribe su medicación: electroterapia, baños y masajes.
Martha le espera, llena de alegría, en la habitación contigua, ¡por fin un pa­
ciente! Freud entra muy sombrío y dice: «Martha, alégrate, voy a sentar la cabeza.
Se terminaron las ambiciones. Yo no era el hombre adecuado.» Tratará de ser un

371
buen médico y de ganar el sustento de su familia. Vuelve a hablar con amargura
de la actitud de Breuer: «La otra noche fue un débil. Me manda pacientes pero
me ha abandonado. ¿Sabes por qué me ha enviado esta paciente? Seguramente
para decirme que renuncie a las teorías y que cumpla con mi obligación. Le obe­
deceré.» Martha está abrazada a él, sonriendo y tierna, y se nota que no comparte
su desengaño e incluso que se siente aliviada. Freud mira hacia la pared, de donde
cuelgan dos cuadros: una reproducción en color que representa el Juramento de
Aníbal, y la célebre fotografía de la clase de Charcot en La Salpétriére (tal como la
vimos anteriormente) y añade (pensando, evidentemente, en su propia interpreta­
ción de la conducta de Breuer): «Y sin embargo, yo tenía talento para interpre­
tar.» Martha levanta la cabeza y lo mira con sorpresa.

XII

Seis años más tarde. En 1892. Breuer ha continuado ayudando a Freud. Le


envía pacientes y le presta dinero. Se lo lleva con frecuencia a sus viajes profesio­
nales. A él le debe Freud —casi tanto como a su propio trabajo— sus pacientes
(aún muy poco numerosos). Pero durante estos seis años, Freud no ha vuelto a
escribir sobre las neurosis ni sobre su tratamiento. Consigue mantener a su mujer
y a sus tres hijos (Mathilde de cinco años, Jcan-Martin de tres y Oliver de un
año). Traduce al alemán las lecciones de Charcot.
lisa noche de marzo de 1892 va a cenar con Martha a casa de Breuer. Vemos
al matrimonio Freud en su nueva casa, en donde se acaban de instalar (dos pisos
en el mismo edificio, uno en el bajo y el otro en el piso de arriba, unidos por la es­
calera exterior de la casa). Freud juega un rato con Mathilde, su hija mayor (lla­
mada así [x»r Mathilde Breuer), antes de vestirse para ir a cenar. Parece más som­
brío y tluro que antes, salvo con los niños. Habla menos. Conserva todo el afecto
y la admiración por Breuer. Ante él, sigue siendo un niño, ¿Está satisfecho de esa
precaria y aún muy modesta situación? Desde luego que no. Responde a Mathil
de, que le está interrogando: «Somos felices porque hemos renunciado a ser exi­
gentes: la sonrisa de nuestra pequeña Mathilde nos basta.»
La cena en casa de Breuer. Las relaciones de Mathilde Breuer y de su marido
parecen un poco tensas, al contrario de lo que sucede normalmente entre ellos.
Mathilde está nerviosa. Breuer se muestra cada vez más paternal con Freud. En
mitad de la cena le dice con indiferencia: «¿Le siguen interesando a usted el hip­
notismo y la histeria, Freud?» Freud responde que nunca han dejado de interesar­
le. Fintonccs Breuer le dice que desde hace seis meses tiene en tratamiento a una
histérica, Anna O... y que esa enferma, que además de ser encantadora es suma­
mente inteligente, le ha sugerido, ella misma, un nuevo método terapéutico en el
que la hipnosis desempeña un importante papel. ¿Por qué no se lo ha dicho antes?
No estaba muy seguro de sí mismo. Ahora la enferma está en vías de curación.
«¿Quiere usted verla? Está bien, pasaré a recogerle mañana por la tarde a las cin­

372
co.» Se ríe y añade: «Pero tenga cuidado, Martha, esa enferma es temible.» Martha
responde que no tiene miedo de nada. Freud dice riéndose que él no tiene nada
que atraiga la atención de las mujeres y que Martha es. muy tranquila. Y añade:
«Pero cuando se es la mujer de Breuer, Mathilde, hay que desconfiar: este hombre
es demasiado guapo como para no seducir a todas sus pacientes.» Todo el mundo
se ríe, Mathilde más que los demás. Martha la mira: «Mathilde ¿qué le ha pasado a
usted?» Matilde se mira una mano que le está sangrando: «¡Anda! No me había
dado cuenta. He debido de cortarme con ese cuchillo.» La raja es profunda. Ma­
thilde se disculpa y se levanta; Martha también se levanta y las dos mujeres salen.
Breuer mira a su mujer mientras sale. A Freud: «Un poco de neurastenia, creo,
nos gustaría tener un niño.» Y Freud, como para sí mismo: «Se ha cortado el
dedo y no se ha dado cuenta.»

XIII

Breuer y f reud en el coche de Breuer. Aquí, como la víspera durante la cena,


el contraste entre la riqueza de Breuer y la estrechez económica de Freud debe ser
evidente. En el cupé hablan de Anna O. Su enfermedad data de la muerte de su
padre. En ese momento, contracción de los dos brazos. Es un síntoma muy anti­
guo pero que desaparece con frecuencia, da paso a otros y luego vuelve. «Esta vez
estamos consiguiendo suprimirlo completamente.» «Pero ¿cuál es ese método?»
«Ya lo verá, ya lo verá.»
La habitación de Anna O. Es una habitación de pago en un hospital. Barata.
Se ve claramente que Anna C). es pobre. Está vestida de negro, muy pálida, bellí­
sima, sentada en una tumbona, con los dos brazos pegados al cuerpo y los ante­
brazos levantados, las manos algo crispadas, con las palmas hacia afuera, como si
sostuviese algo muy pesado. Inmóvil, con los ojos entornados, no se sabe si está
soñando o si espera algo. La puerta se abre lentamente. Breuer entra, Freud le si­
gue. Anna O. no abre los ojos. Breuer la mira un momento y le pasa la mano por
la frente muy suavemente. La enferma abre los ojos y los vuelve hacia él. Empie­
za a hablar lentamente, sin dirigirse a él, pero respondiendo a todas sus preguntas.
Habla de la muerte de su padre. La contracción apareció inmediatamente des­
pués. Al día siguiente. Se despertó en su cama con las manos y los brazos en esa
posición. Por supuesto que no quería ir al entierro. Había demasiados enemigos.
Breuer pregunta con dulzura: «¿Qué enemigos?» «Personas que sabían.» «Que sa­
bían ¿qué?» Anna O. se levanta, sus manos siguen crispadas, pero poco a poco
sus brazos se van estirando. Se acerca a la cama, se arrodilla y restriega el dorso
de las manos contra el suelo como si tratara de recoger un objeto muy pesado y
no lo consiguiera a la primera; su rostro expresa ese esfuerzo. Cae de medio lado.
Breuer la mira con una extraña expresión, parece conmovido; Freud, más frío,
pero estupefacto, mira alternativamente a la mujer y a Breuer. Se diría que éste le
asombra tanto como aquélla. Anna se levanta con gran esfuerzo, como si llevara

373
algo demasiado pesado para ella, toca la cama y luego, de repente, lanza un grito y
cae de espaldas. Breuer se precipita, la coge en sus brazos para impedirlo, la lleva
de nuevo a la tumbona y la tiende en ella. Anna tiene los ojos completamente
abiertos y respira con fuerza, pero sus brazos y sus manos vuelven a anquilosarse
como al principio. Breuer la mira con angustia y dice como para sí mismo: «Siem­
pre tengo miedo de haber ido demasiado lejos.» Se inclina sobre ella, que le son­
ríe. K1 se incorpora bruscamente y ella le dice con naturalidad: «Buenos días, doc­
tor», y señalando a Freud: «¿Quien es?» «El doctor Freud, mi mejor amigo.»
Anna inclina la cabeza. Se la creería totalmente normal si no fuera por una tos
nerviosa que la sacude con frecuencia. Pregunta lo que ha hecho y Breuer se lo
recuerda. Poco a |x>co va recordando que se arrodilló delante de la cama. Parece
asustada. «¿Qué he dicho?» Breuer le recuerda que no quería ir al entierro de su
padre ni encontrarse con personas que sabían cierto hecho, lilla ríe: «Debo de
mentir en sueños; usted sabe muy bien que esta parálisis me vino seis meses más
tarde, lin cuanto al entierro, estuve allí.» «¿Y cómo le vino esta parálisis?» «No lo
sé.» « Trate de recordar, como de costumbre.» «Ya no me acuerdo.» Parece asus­
tada y reacia. Breuer pregunta: «¿Qué pasa? ¿I loy no limpiamos el cerebro?»
«No.» Breuer le habla con una dulzura totalmente desacostumbrada en él y se
vuelve casi suplicante. «Se lo ruego, estamos llegando a la meta», pero ella se obs­
tina: «Quiero dormir.» Su almohadón se escurre y Breuer lo recoge y para acomo­
dar a la enferma en la tumbona la coge por los hombros casi tiernamente. Freud
ha perdido su aspecto sombrío y duro; está rejuvenecido, relajado; parece al ace­
cho y contempla esta escena con extraordinaria avidez. listá fascinado por los dos
personajes a la vez. ( ionio Anna se niega una vez más a hablar, Freud le pregunta
con pesar: «¿No será porque estoy yo aquí? ¿Desea que me marche?» lilla le dice
amablemente que 110. Pero Breuer, volviéndose hacia Freud, le lanza una ojeada
imperiosa. I reud sale. Permanece delante de la puerta nervioso e impaciente; se
nota que se muere de ganas de escuchar la conversación. Se aleja, por discreción,
y empieza a pasear por el pasillo yendo y viniendo. Breuer sale casi en seguida,
profundamente apenado. «No lia querido decir nada. Creía haberme ganado su
confianza... ¿lista usted decepcionado?» Freud mueve la cabeza: «No.» Breuer ex­
plica: «Ks un caso de doble personalidad (tan pronto es caprichosa e infantil
como intelectualmente normal), acompañado de una parálisis de los dos brazos,
de trastornos de la vista y del oído, tos nerviosa, etc.» Al pasar de una personali­
dad a otra, atraviesa un estado de autohipnosis durante el cual sus trastornos se
modifican, como Freud acaba de ver. Habitualmente, cuando se encuentra en su
estado normal, se le recuerda lo que acaba de pasar (no lo olvida verdaderamente)
y cuenta las circunstancias que acompañaron a la aparición de los síntomas. Y
cada vez que habla con toda confianza, el síntoma remite; al cabo de un rato, sus
trastornos de la vista y luego los del oído acaban por desaparecer. Es tan inteli­
gente que ha comprendido la importancia de esas conversaciones que ella misma
llama «cura por la palabra» y «limpieza del cerebro». Desde hace meses habla li­
bremente; sólo quedan esa parálisis de los brazos y esa tos nerviosa, y la parálisis

374
va a desaparecer. Pero tiene miedo; hay algo ahí debajo de lo que no puede libe­
rarse. Hace ya una semana que elude las preguntas. «Yo creía que hoy...» «Pero yo
estaba ahí», dice Freud. «Sí, tuve la esperanza de que fuera su presencia, pero des­
pués de que usted saliera siguió empeñada en callarse. Volveré mañana por la ma­
ñana y probaré con la hipnosis. Me ha dicho que puede usted volver cuando quie­
ra.» Y añade con una especie de satisfacción pensativa: «Me ha dicho: puesto que
se trata de un amigo suyo.»

XIV

La mañana siguiente. I'reud y Breuer en el vestíbulo del hospital. Breuer pré­


senla a I reud a un hombre extraño: el doctor Fliess, otorrino-laringólogo de
Berlín, que desea asistir a las clases de fisiología del cerebro que da Freud, como
profesor sin título, en la Facultad, para perfeccionarse en esa parte de las ciencias
biológicas. Es un hombre un poco más joven que Freud (éste tiene treinta y seis
años y F'leiss treinta y cuatro), pero con ojos ardientes (¿ojos de loco?, ¿de un ge­
nio?) y una expresión obstinada y autoritaria a la vez. Freud y Fleiss se estrechan
la mano y se citan en la Facultad. Breuer se lleva a Freud: «¿Qué le parece su nue­
vo alumno?» Freud responde: «Impresionante.»
La habitación de Anna. Al principio se muestra caprichosa y hostil. Se burla
lie Breuer y le saca la lengua. Es evidente que se encuentra en ese «segundo esta­
do» del que Breuer hablaba la víspera. Pero eso no impide que Breuer se sienta vi­
siblemente apenado por esa hostilidad. Sin embargo, cuando se acerca a ella para
sumirla en la hipnosis, la enferma parece abandonarse. Poco a poco se va entre­
gando. Al cabo de un rato está totalmente tranquila y con los ojos completamente
abiertos. Breuer le, habla con voz muy grave, insistente y firme. Le ordena que
confíe en él, que hable libremente de su parálisis, que repita la escena de la víspera
y que la explique. Se calla y F’reud y él esperan en silencio. Al cabo de un rato
Anna extiende los brazos y se levanta; va hacia la cama y se arrodilla. «¿Qué está
usted haciendo?», pregunta Breuer. «Trato de levantarlo.» «¿A quién?» Anna se
restriega las manos contra el suelo y gime: «No puedo, no soy lo bastante fuerte.»
Se levanta con esfuerzo, como si llevara un cuerpo muy pesado. «¿Qué está usted
haciendo?» Se vuelve bruscamente hacia ellos y los mira con ojos brillantes: «Lis­
taba sola y lo llevé como si fuera mi hijo.» Breuer está muy cerca de ella. La con­
duce de nuevo muy despacio a su tumbona y le habla al oído. «Despierte. Háble-
nos.» Anna los mira con asombro y dice: «Me acuerdo de todo.» Se encontraba
sola a la cabecera de su padre agonizante, que en el momento de morir sufrió un
violento sobresalto y cayó medio fuera de la cama. Vemos la escena a medida que
la va describiendo. Vemos sus esfuerzos para volver a colocar a su padre en la
cama; por fin lo consigue, pero él ya está muerto. Freud pregunta de repente:
«Usted habló de enemigos. ¿De quién se trataba?» Formula la pregunta tímida­
mente, pero sin embargo Breuer parece sorprendido de que Freud se atreva a to­

375
mar la palabra y le lanza una mirada aviesa. Pero Anna responde tranquilamente:
«Los que sabían...» «Los que sabían ¿qué?», pregunta Breuer recuperando su fun­
ción de terapeuta. «Que mi madre nos había abandonado a los dos.» «¿Dónde es­
taba su madre?» «Con su familia. No quería a mi padre.» «¿Por eso no quiso usted
hablar ayer?» «Sí, me avergonzaba de ella.» Los brazos han recobrado su lugar
contra el cuerpo, las manos están crispadas. Una espera interminable. ¿Desapare­
cerá el síntoma? No. Entonces, tímidamente, con dulzura, Freud pregunta: «¿Ha
revivido usted esa escena con frecuencia?» «Casi todas las noches, durante seis
meses. Era... horrible.» «Y luego apareció el síntoma. Se quedó usted paralítica.»
«Sí.» «Pues bien, dice Freud, esta parálisis se produjo para impedirle a usted que se
levantara por la noche y reviviera la escena.» En esc instante, sin que ni siquiera
haya dado ella señales de haber oído, sus brazos y sus manos se relajan, se extien­
den y caen suavemente a lo largo de su cuerpo. Freud está resplandeciente de ale­
gría; Breuer también, pero parece, asimismo, irritado por la nueva intervención
de Freud. Felicita a Anna, que mira sus manos con asombro, pero le advierte que
no albergue demasiadas esperanzas; quizás la parálisis vuelva, quizás no esté cura­
da; las cosas no son tan sencillas, se necesita tiempo, mucho tiempo.
l ucra, Breuer muestra su irritación. «¿Que ha hecho usted?, le pregunta a
i'reud. ¿Qué significa todo eso?» Freud explica que, desde hacía algún tiempo, se
preguntaba si los enfermos no estarían defendiéndose, por medio de sus enfermeda­
des, contra unos recuerdos, sentimientos o tentaciones. F.xistcn en nosotros unas
fuerzas terribles de ataque y de defensa. Anna se defendía: puesto que el método
de Breuer era «catártico», era necesario también que Anna comprendiera esa au­
todefensa. Breuer se encoge de hombros: Anna no se defendía. La histeria pro­
viene de un estado especial cercano a la hipnosis; su parálisis, con los brazos que
llevan algo o a alguien, era, por el contrario, el resumen permanente de la escena vi­
vida. Breuer se aleja irritado. Y la voz en «off» de Freud nos dice:
«Durante dos o tres meses, Breuer no me volvió a llevar a ver a Anna.»

XV

La consulta del doctor Freud. Una mujer joven y hermosa, echada en un di­
ván. Voz en «off»: «Probé el método catártico con mis enfermos. Esta mujer no
se atrevía a entrar sola en las tiendas. Unos dependientes se rieron de ella cuando
tenía trece años.» Una tienda. No se ve a la chiquilla de trece años, pero se ve la
tienda como si la cámara fuera el ojo de la enferma (encuadre de una adolescente
de trece años de bastante estatura, casi como la de una adulta). Unos muchachos
se ríen entre ellos y se guiñan el ojo: «¡Qué facha!» «¡Tiene buena pinta la chavala
con esos pingos!» Risas. Voz en «off» de Freud: «La interrogué después de la hip­
nosis.» El decorado no cambia, pero bruscamente los mostradores se levantan y
se les ve desde abajo. La cámara se desliza como una mirada a lo largo de los
mostradores y (mientras el sueño se convierte en el de una sola persona) descu­

376
bre, entre dos tarros de caramelos (cuando primitivamente se trataba de una som­
brerería) a un hombre de unos sesenta años a quien se ve desde abajo (como po­
dría verlo un niño) que se está riendo bonachonamente. Sin embargo, su mirada
es terrible. Da la vuelta al mostrador y se acerca diciendo de vez en cuando: «¿Te­
nemos miedo del lobo?, ¿del grande y malvado lobo?» Se sigue acercando y la voz
de la enferma dice simplemente: «Yo tenía ocho años.»
Plano de Freud y la enferma: «¿Recordaba usted esa escena?» «No, la recuer­
do ahora.» «Y la otra escena ¿es verdadera?.» «¿Cuál?» «Esos dependientes que se
reían de usted cuando tenía quince años» «También es verdadera.» «¿Y era ésa la
que usted recordaba?» «Sí, porque la otra era demasiado... atroz.» «Pero la que te­
nía importancia era la otra ¿no?» «No lo sé. Probablemente...» La enferma se
sienta en el diván y dice que se siente aliviada. Da las gracias a Freud con unos
ojos casi de enamorada, se levanta y, de pronto, le echa los brazos al cuello. Freud
permanece indiferente y correcto y la aparta con mucha cortesía. Ella le mira con
estupor, cbmo si no le reconociera o como si no se comprendiera a sí misma. Bal­
bucea algunas palabras ininteligibles mientras retrocede. Freud le dice con dulzu­
ra: «No pasa nada. Es un efecto de la hipnosis. No hablemos más de ello.»
Fliess, Freud y Breuer en el despacho de Breuer. Fliess ha venido por casuali­
dad. Freud da las gracias a Breuer: el método catártico tiene un valor excepcional.
Una verdadera liberación para los enfermos; lo ha aplicado en seis casos diferen­
tes: histeria, neurosis de angustia, obsesiones, y los resultados son excelentes.
Pero lo que le sorprende es la importancia que sus enfermos dan al problema se­
xual. Con frecuencia se había preguntado si en la raíz de todas las neurosis no es­
taría la sexualidad; el método inventado por Breuer le aporta nuevas confirmacio­
nes. Con gran asombro comprueba que esas concepciones disgustan sobremanera
a Breuer. Es totalmente absurdo; ¿qué tiene que ver la sexualidad con este asunto?
Freud explica que los enfermos se defienden de los deseos sexuales, o de los re­
cuerdos sexuales, y en eso radica precisamente su enfermedad. Breuer golpea la
mesa: Eso es pura novela. Por otra parte ¿cómo se explica el caso de Anna O...
con esa hipótesis? Esa muchacha no ha sentido jamás ni deseos ni trastornos se­
xuales. Es totalmente fría. Recalca las últimas palabras mirando a Freud a la cara.
Fliess no dice nada, pero cuando bajan por la escalera de Breuer, detiene a Freud
en un rellano y le dice: «Freud, tiene usted razón.» Freud lo mira asombrado;
Fliess prosigue: «No se deje quebrantar ni reprender por Breuer; él no es su pa­
dre. Se arriesga usted a quedarse parado en el punto de partida.» Freud responde,
muy turbado, que no está seguro de sus exposiciones: se necesitaría tiempo, mul­
tiplicar las observaciones, etc., etc. Fliess no responde. Continúan bajando la esca­
lera en silencio. Ya en la calle, Fliess le dice: «Continúe; tendrá usted éxito.»
Freud, subyugado, le pregunta: «¿Por qué me dice usted eso? ¿Por qué a mí?»
Fliess se lo explica: Freud es un visionario, como Fliess mismo. A los visionarios
se les puede llamar la sal de la tierra: aquellos de entre los hombres que establecen
una hipótesis antes de poseer los medios para verificarla. Freud y Fliess son de la
misma especie. Hay algo en ellos, una fuerza oculta. O quizás, añade riéndose,

377
hayan hecho un pacto con el diablo. Freud parece subyugado. Pero Fliess, con sus
grandes c imperiosos ojos, se parece al mismo diablo más que a un ángel de la
guarda. «Sus ojos me llaman la atención, dice Fliess. Ven lejos.» Y señalando los
suyos: «Al visionario se le reconoce por sus ojos.» Freud le pregunta si él tiene
también una hipótesis que defender y Fliess responde, con una expresión testaru­
da y misteriosa a la vez, que tiene varias. Y declara que ha descubierto un síndro­
me (jaquecas, trastornos circulatorios y digestivos, neurastenia) que puede aliviar­
se con una aplicación de cocaína en el interior de la nariz y cuyo origen es, sin
duda alguna, sexual. Añade: «Adivino muchos otros misterios; hay un ritmo en
los fenómenos biológicos: 23-28, 2.3-28.» Se echa a reír y se despide de Freud
bruscamente después de añadir: «Ese ritmo es de origen cósmico.» Freud está es-
tupefücto. Al quedarse solo en la calle, cerca de una tienda que tiene un gran es­
pejo, se acerca a él, y no puede evitar mirarse a los ojos.
I.a misma noche. Los hijos de I'reud están acostados. I'reud y Martha se están
desnudando. Algunas palabras de Freud a Martha revelan su irritación: la actitud
de Breuer le disgusta, no la comprende. ¿Fe faltará valor? Duda siempre entre el
«sí» y el «no». Fn contraste con esa prudencia (que encuentra en todas partes:
Meynert, Breuer e incluso Charcot) alaba la inteligencia y la audacia de Fliess, ese
hombre fascinante. Martha no comparte esc entusiasmo; le gustan la calma y la
moderación de Breuer y de Mathilde. Freud sueña. Un sueño de rencor hacia
Breuer y de pasión por la libertad; quiere emanciparse. AI mismo tiempo, un
vago temor de Fliess. (Se puede escoger en La ciencia de los Sueños. Quizás el
sueño referente al libro de lx>tánica. O se puede inventar.)
Voz en «off» de Freud ya anciano: «Mis sueños tenían un sentido; lo sabía des­
de mi adolescencia.»
Inmediatamente después, otro sueño referente al padre de I'reud. Tiene un
glaucoma en el ojo. Freud se acerca a él y dice: «Cuando te opere, serás un visio­
nario.» Hl padre está acostado, primero tiene su propio rostro, después el de
Fliess, que grita: «Fn lugar de operarme, debes salvar a Anna O... que es ciega.»

XVI

En casa de Breuer. Mathilde y Breuer están desayunando. Breuer se dispone a


salir para visitar a sus enfermos. Tanto uno como otro están de bastante mal hu­
mor. Mathilde reprocha a Breuer su falta de atención. Este, absorto en sus pensa­
mientos, se ha servido el café sin ni siquiera ofrecer a su mujer; se disculpa en se­
guida y se lo sirve. Sin embargo, Mathilde no se calma: Breuer acaba de actuar
como si ella no existiera, y no es la primera vez; le gustaría que se marchara a las
antípodas ¿verdad?. Después de estas palabras, hacen pasar a Freud. Parece muy
decidido; ha perdido la timidez que Breuer le producía aún la víspera. Aunque
conserva, por lo menos, la apariencia de un profundo respeto. Viene a pedir un
favor: Que Breuer le lleve esa misma mañana a ver a Anna O. Breuer, molesto, le

378
responde, de una forma casi desagradable, que Anna está curada desde hace unos
quince días y que no la ha vuelto a ver. Freud, muy sorprendido, responde que ha
visto a su colega Rosenfeld que estaba en el hospital la víspera y que a su vez ha
visto a Anna O. en compañía de Breuer. ¡Qué metedura de pata1 Mathilde se le­
vanta bruscamente: ¡su marido le ha mentido! La víspera aún aseguraba que no
había vuelto al hospital. ¿Qué le ha dado esa mujer? No puede separarse de ella.
Breuer, muy confuso, explica: No estaba mintiendo. Era verdad que Anna O. es­
taba curada y cuando la víspera habló de ella a Mathilde no la había vuelto a ver,
pero se le ocurrió volver al hospital, que Anna abandonará próximamente, y com­
probar que su curación era definitiva. Pero Mathilde no se calma en absoluto con
esas explicaciones. Los celos que ha disimulado durante tanto tiempo, estallan
bruscamente ante un Breuer estupefacto: desde hace seis meses Breuer sólo habla
cíe Anna, Mathilde está ya obsesionada con ella; nunca están solos, Anna está
siempre entre los dos. 1lace un momento aún, Mathilde está segura, Breuer soña­
ba con ella. Ya no puede soportar esa vida y si la situación no cambia se marchará
de casa. Freud, horrorizado por la violencia que ha desencadenado, se dirige, re­
trocediendo, hacia la puerta, cuando la voz de Breuer le clava en el sitio. Es una
confusión, l-'rcud tiene que quedarse a oír sus explicaciones. Se vuelve hacia Ma­
thilde: está muy equivocada. Si Breuer está apasionado con el caso de Anna O. es
porque ha descubierto un nuevo método psiquiátrico. Su interés por la muchacha
es exclusivamente científico. Y ya totalmente a sus anchas se echa a reír. Tiene
pensado volver a ver a Anna O. esa misma mañana, pero para despedirse de ella.
Esc viaje a Italia que hace tanto tiempo prometió a su mujer ¿por qué no hacerlo
en seguida? Ahora tiene algún tiempo disponible, sólo necesita tres o cuatro días
para despachar los asuntos pendientes. Mathilde puede coger los billetes para el
jueves próximo. Y en cuanto a esa última visita a Anna, se lleva a Freud con él,
para que su mujer no abrigue ninguna sospecha. Mathilde parece encantada y es­
tupefacta. Breuer la mima como a un niño y cuando ya parece totalmente serena,
se despide de ella llevándose a Freud con él. En el rellano de la escalera, cuando
está seguro de que Mathilde no le oye, le dice a Freud: «¡Que el diablo me lleve!
Nunca lo hubiera sospechado... Ve usted, Freud, los celos son una neurosis.»
En la habitación de Anna; en efecto, parece curada y está esperando la llegada
de su madre, que vive en Graz y que viene a buscarla para instalarse con ella en
Viena. Breuer, un poco ampuloso, muy paternal, le anuncia su partida para Italia.
Anna no parece alterarse. Se despide de él y le da las gracias. En el umbral de la
puerta, en el momento de la despedida, tose varias veces. Salen. Breuer parece
muy satisfecho, se frota las manos y dice con indiferencia: «Y bien, Freud, un
hermoso caso, totalmente concluyente ¿verdad?» Freud responde simplemente:
«Sigue tosiendo.» Breuer se encoge de hombros y se lo lleva sin decir una palabra.

379
X V II

Delante del edificio de los Breuer el día de la salida para Italia. Están cargando
maletas y baúles en un camión; el cupé espera delante de la puerta; los Breuer sa­
len con los Freud, que han venido a despedirse. Freud no irá a la estación, le ho­
rrorizan las despedidas y sobre todo los trenes. Martha los acompañará. En el
momento en que Freud les está deseando buen viaje, una ambulancia del hospital
se detiene detrás del cupé y un enfermero sale de ella y corre hacia Breuer: «Anna
C). está en un estado muy inquietante, sufre y le llama, tiene que venir urgente­
mente.» Breuer palidece, el rostro de Mathilde se endurece; Breuer se vuelve ha­
cia ella como para consultarla y ella responde simplemente: «Hay otro tren para
Innsbruck dentro de tres horas.» Breuer salta a la ambulancia y Freud le sigue; la
ambulancia arranca llevando a los dos hombres. Mathilde estalla en sollozos abra­
zada de Martha.
En la escalera del hospital. Se oyen unos gritos de mujer. Grandes gritos que
comienzan en tono grave y terminan en un tono muy agudo. Freud pregunta a
un interno que pasa: «¿Quién está dando a luz?» El interno responde: «Nadie. La
que grita es Anna O. Está así desde las siete de la mañana.» Breuer, trastornado,
echa a correr.
En la habitación de Anna, que está dando alaridos. Es un parto nervioso con­
secuencia ele un embarazo nervioso. Breuer, casi temblando, le dice a Freud:
«Cálmela, póngala en estado de hipnosis, yo no puedo tocarla.» Freud se acerca a
ella y la mira fijamente. Le habla con dulzura y le pone la mano sobre la frente,
lilla sigue gritando; Breuer se acerca a su vez y repite lentamente y con dulzura
una frase, siempre la misma: «Duérmase Anna, estoy aquí; duérmase, estoy aquí.»
Poco a poco la enferma se relaja y al fin se duerme. Breuer dice a la enfermera:
«Se acabó. Cuando se despierte estará muy tranquila.» Se vuelve hacia Freud:
«Vámonos.» Freud, indignado, sale con él. «¿La deja usted en ese estado?» «No
quiero [perder el tren. Además, está curada.» «¿Curada? Mientras que usted curaba
sus trastornos y su parálisis, se formaba en ella un embarazo nervioso, y es de us­
ted de quien se creía encinta; está más enferma que nunca. Debe usted quedarse
para atenderla.» Breuer se obstina: «No la volveré a ver en mi vida, le he hecho
demasiado daño. Ese método es terrible... Se revuelve el fango.» Freud lo mira
con un aire extraño: «Sí, se levanta la tapadera y los demonios salen.» Breuer no
le oye y repite con aspecto cansado: «Soy culpable con respecto a ella, no hubiera
debido... no hubiera debido...» Freud se irrita: «Será usted culpable si se va. ¡En
el punto en el que están las cosas sólo usted puede curarla!» Pasa un coche de al­
quiler, Breuer lo para y salta dentro de él sin ni siquiera preguntar a Freud si quie­
re acompañarle. «¡A la estación!» El coche arranca y Freud lo mira partir conster­
nado.

380
X V III

Freud en su casa. Martha está taciturna. Mathilde se lo ha contado todo y se


nota que se idenfica con ella. Poco falta para que le haga a Freud una escena de
celos. ¿Por qué no le ha contado que una mujer le había echado los brazos al cue­
llo? No soportaría correr la misma suerte que Mathilde. Freud le explica que esa
joven paciente acababa de ser hipnotizada. Por otra parte, va a renunciar al hip­
notismo, porque los enfermos se dejan llevar por la sugestión para agradar al mé­
dico —y por otras razones que no expone. En cuanto a Anna O-, Breuer no la ha
enamorado; es una etapa necesaria de la cura. «¿Crees que mis enfermas podrían
enamorarse de mñ» «¿Por qué no?», dice Martha. «¿Acaso no te quiero yo?» «Pero
mis enfermas no es a mí a quien quieren. Como tampoco Anna O. quiere a
Breuer.» «¿Entonces a quién?» Freud responde, muy confuso al principio; «No lo
sé... trasladan... hay en ellas un sentimiento...», y bruscamente resplandece: «Es
una transferencia.» Comprende y explica que lás pacientes transfieren al médico
un sentimiento prohibido o imposible que albergan por otro. «¿Por quién?» Freud
no lo sabe; pero sabe que es consciente de no merecer sus efusiones y que está de­
masiado enamorado de Martha como para ceder a ellas. Se trata de cierta especie
de relación entre el médico y el enfermo, y esa relación es necesaria para la cura,
eso es todo. Coge a Martha entre sus brazos. Ella se relaja, confía en él y termina
diciéndole: «En ese caso, vuelve mañana al hospital para atender a Anna O. No
puedes dejarla sola.»
En el hospital, a la mañana siguiente. Freud va a entrar en la habitación de
Anna O. cuando unos enfermeros pasan delante de él llevando un enfermo en
una camilla. Abren la puerta; la cama de Anna O. está vacía. Freud pregunta:
«¿Donde está Anna?» Parece que está curada. Durmió durante mucho tiempo,
agotada. Su madre vino a buscarla a primera hora de la mañana y se fueron sin
dejar señas.

XIX

Fliess se marcha a Berlín. Han transcurrido dos meses. Breuer no ha regresa­


do aún. Freud acaba de terminar sus clases. Los estudiantes salen del aula y Fliess
va a encontrarse con Freud. Van a pasearse al borde del Danubio. Hablan poco.
Freud está muy emocionado. Siente profundamente la marcha de Fliess. «Aún no
puedo comprender cómo he podido interesarle, le dice con modestia, casi humil­
demente. Sea lo que fuere, usted me ha impresionado profundamente.» Le hubie­
ra gustado trabajar en Berlín, estimulado por Fliess. «Sólo usted me dio ánimos.»
Señala a Viena, que los rodea. (Están en un puente sobre el Danubio y mientras
hablan contemplan cómo discurre el agua.) «Esta ciudad es débil, indiferente, va­
nidosa e incrédula, y sólo tiene una fe: el antisemitismo. Aquí no se puede traba­
jar seriamente.» Fliess propone organizar unos «congresos» para ellos dos; se ten-

381
drán al corriente de sus descubrimientos. Esos «congresos» se realizarán varias
veces al año en Alemania o en Austria. Fliess aconseja a Freud que abandone a
Breuer y que prosiga sus trabajos solo. Freud parece muy turbado y responde que
Breuer se ha portado siempre admirablemente con él; le recuerda que durante va­
rios años Breuer le ha prestado dinero al final de cada mes. Hay que hacer un últi­
mo esfuerzo. Por e! mismo Breuer, que en estos últimos tiempos está atravesando
una crisis muy grave; hay que ayudarle cueste lo que cueste... Cuando un mucha­
cho alcanza su mayoría de edad y se gana la vida, le corresponde a él ayudar a su
padre. Füess escucha sin contestar. I’reud añade que Fliess tiene que darle ánimos.
«Es usted más joven que yo y me parece que me lleva muchos años.» Bruscamen­
te añade: «Deberíamos tutearnos», y Fliess responde: «Estoy de acuerdo, pero no
deberías fumar más.» I'reud parece que va a obedecerle y tirar el cigarro al agua.
Pero se contiene: «Sería un esfuerzo demasiado grande. Tengo demasiadas cosas
que hacer como para imponerme una nueva prohibición.»

XX

Otoño de 1895. I.a consulta de I'reud. lis de noche. La habitación, muy ilu­
minada, parece desierta. Está llena de humo. Alguien —que no podemos ver—
tose de vez en cuando. Por fin descubrimos a I reud fumando un cigarro. Muchas
colillas en el cenicero. I reud escrilx:; acaba de terminar un página y la coloca so­
bre un abultado manuscrito que está a su derecha. Empieza la página siguiente, se
detiene, piensa un momento, coge una hoja de papel de cartas y se pone a escribir
a Wilhelm Füess. l ose y tira el cigarro. Una voz en «off» (la de I reud) nos recita
la carta a medida que él la escribe.
Así nos enteramos de que Breuer y I'reud están escribiendo en común un li­
bro sobre la histeria. I.a voz en «off» se calla cuando contemplamos las escenas
que descrilx', y habla de nuevo en las transiciones y para los comentarios.
I'reud y Breuer en la consulta del último, discutiendo. Breuer cree que los
trastornos histéricos tienen su origen en un estado parecido al de los hipnotizados
y que él llama hipnoide. I'reud, irritado, interpreta las neurosis de otra manera.
«Son mecanismos de defensa.» Coloca la defensa del yo en el centro de las neuro­
sis, y explica el caso de Anna O. como una defensa contra un recuerdo intolera­
ble (la noche que pasó junto a su padre, su muerte y la necesidad de juzgar a su
madre). La parálisis era una defensa contra un recuerdo que tendía a renacer.
Para explicarlo mejor, era un compromiso entre una representación intolerable y
«los mecanismos de defensa» que rechazaban esa representación. Breuer perma­
nece indiferente y bastante taciturno; lo que le molesta es, primero, esa concep­
ción dinámica que muestra el psiquismo como un conjunto de fuerzas que se
oponen entre sí, pero sobre todo le contraría ver que su protegido, su «hijo espiri­
tual», se opone a él con tanta convicción. Sin embargo, a pesar de su indiferencia
sombría y de su escepticismo, se le nota fascinado por la nueva autoridad de

382
Freud. Sus objeciones se basan en que si esos conflictos de fuerzas existen entre
los enfermos, habría que admitir que también existen en los hombres normales,
aunque en menor grado. Freud le responde inmediatamente que desde luego exis­
ten. I lega incluso a hablar de sí mismo: sabe que hay en él algunas fuerzas salva­
jes que están contenidas por potentes inhibiciones. ¿Por qué lo sabe? Por todo:
«Tengo, como todo el mundo, algunos ligeros trastornos, pero que son de origen
psíquico. Tengo tos nerviosa, palpitaciones cardíacas y trastornos intestinales que
anuncian regularmente unos períodos de depresión. Y además, mis sueños. Los
anoto desde que tengo dieciséis años.» «¿Y qué significan?» «No lo sé aún, pero
son los sueños de un culpable.» Está trastornado, excitado y hay en él una violen­
cia contenida que termina por impresionar a Breuer. Este declara que esa concep­
ción es totalmente ajena a su propia experiencia: sus sueños no significan nada,
no se siente culpable y no reprime nada. Y bruscamente, sin transición —bajo la
mirada atenta y casi burlona de Freud— añade: «He vuelto a ver a la madre de
Anna O. Viven en la calle de la Gare número 12.» «¿Anna está curada?» «No.
Mueve la cabeza: Más le valdría estar muerta.»
F'reud lo mira en silencio, pero la voz en «off» violenta e insultante dice:
«¿Para quién valdría más que estuviera muerta? ¡Para él, sólo para él! ¡Y dice que
no reprime nada!» A la vez que oímos la risa en «off» de Freud, vemos un gabine­
te de un piso confortable. La voz en «off»: «Era él. Lo había llamado para una
consulta.» Llaman a la puerta de entrada, una doncella abre a Breuer (chistera,
pelliza, guantes) que se quita el abrigo y el sombrero que la doncella cuelga en un
perchero. La puerta de una de las habitaciones contiguas se abre despacio: Es
Freud, que le dice a Breuer: «Es una muchacha. Está enferma desde hace seis me­
ses.» «¿Qué tiene?» Freud responde: «En mi opinión, un embarazo nervioso.»
«¿Qué?», pregunta Breuer mientras le cambia la cara. «Un embarazo nervioso.»
Inmediatemente el rostro de Breuer se cubre de sudor, recoge sus guantes, el
abrigo y el sombrero y huye, mientras su voz de la víspera resuena en los oídos de
F'reud: «Yo no me siento culpable y no reprimo nada.» Y cuando la puerta se cie­
rra, Freud deja escapar una risita maligna antes de entrar de nuevo en la habita­
ción de la enferma.
Plano de Freud escribiendo a Fliess: «Sea como fuere, he avanzado. En el co­
nocimiento de mis enfermos y en el mío propio. No solamente en el de la histe­
ria, sino en el de todas las neurosis. Ahora sé que son mecanismos patológicos de
defensa contra una representación intolerable que quiere imponerse en la con­
ciencia. El síntoma delirante tiene la función de enmascararla. El enfermo se afe-
rra a ese síntoma y ama su delirio como se ama a sí mismo. Pero si se consigue
que descubra la representación que rechaza y la ve a plena luz, la represión ya no
tiene objeto y el síntoma desaparece.»
Enciende otro cigarro, tose, lo apaga y. añade: «Aquí, la gran noticia es la
muerte de Meynert. En cuanto a nosotros, toda la familia está bien menos yo,
que tengo la garganta en carne viva. En el próximo congreso, mi querido Wil-
helm, tendrás que examinarme; confío en ti en cuerpo y alma. Tu Sigmund.»

383
Escenas que hay que rodar 1

Las últimas relaciones de Meynert y de Freud. Freud ante el enfermo. Está


mirando a ese hombre al que durante mucho tiempo reverenció como a un padre
y que finalmente se volvió contra él. Meynert le dice solamente: «Soy el más her­
moso caso de histeria masculina que pueda usted encontrar.»
Imágenes del entierro de Meynert. Freud muy sombrío.
Freud con Martha después del entierro. Ella le reprocha su mal humor. En
otro tiempo Freud decía que sería totalmente normal cuando tuviera a Martha
sólo para él, pero a partir de la boda sus depresiones son aún mayores. Freud,
muy sombrío, explica que ya no quería a Meynert, pero que le ha parecido que
enterraba a su padre. No se comprende a sí mismo: necesita amigos y enemigos a
la vez. Algunas veces la misma persona interpreta los dos papeles. Está pensando
en Breuer.

XXI

El padre de Freud está enfermo. Freud va a su casa con Martha y los niños.
Freud se encuentra con su madre y la abraza apasionadamente. Permanece senta­
do a la cabecera del padre, que está dormido. Martha y los niños se quedan con la
madre. Freud mira a su padre con expresión sombría y casi sorprendida. Se oyen
algunos fragmentos de conversación en la habitación contigua; la madre está ha­
blando: «Es un buen enfermo... es tan dulce. No se queja nunca.» Freud rememo­
ra a su padre en Freiberg, treinta años atrás: un hombre corpulento pasa a su lado
por la acera y le tira la gorra al arroyo: «Baja de la acera, judío, y vete a buscar tu
gorra.» El padre mira al hombre que se aleja, baja de la acera y recoge la gorra.
Volvemos a la habitación del enfermo, que se queja y se vuelve colocándose boca
arriba. Freud mira su rostro: es el de Breuer. Se levanta bruscamente y se dirige a
la habitación contigua. Se disculpa con su madre: tiene que volver a su consulta,
que se queden Martha y los niños. Un tranvía. Freud baja delante de la casa de
Breuer. (Una placa de esmalte en la puerta: Breuer, médico.) Parece que va a en­
trar, pero después da media vuelta y se marcha.
De vuelta en su consulta. Una doncella le abre la puerta de entrada: «No, no
ha venido nadie.» Entra en su consulta. Detrás de su escritorio, en el momento
en que va a sentarse; se ve el cuadro de siempre: Amílcar toma juramento a Aní­
bal. Freud se sienta, coge su manuscrito y empieza a escribir.
La voz en «off» de Freud ya anciano: «Sí, contaba con Fliess en Berlín, pero
en Viena estaba solo. Completamente solo.»
Entra una enferma (carta núm. 60 a Fliess: el diálogo se puede tomar de ahí

1 Esta hoja que se encontró fue sin duda añadida por Sartre cuando releyó el texto me­
canografiado de la sinopsis. (N. del B.)

384
con algunos cortes2). Es una mujer de treinta años muy amanerada. Está en trata­
miento desde hace algunos días. Dice, mientras se quita el sombrero: «No me im­
porta decir todo lo malo que pienso de mí misma, pero quiero tener considera­
ción con los demás. Tiene usted que permitirme que no nombre a nadie.» Y lue­
go, mientras se tiende en el diván: «Antes no me daba cuenta de lo que era malo.
Mi tratamiento hubiera sido más fácil. Hoy veo claramente que algunas cosas son
criminales, etc. etc.» Finalmente Freud la incita a hablar sin rodeos: «Hablemos
claro. Los culpables son los parientes cercanos de la víctima. Los padres, los her­
manos...» La enferma dice rápidamente: «Mi hermano no tiene nada que ver con
esto.» Y Freud: «Entonces su padre.» Ella rompe en llanto. Freud ya no la escu­
cha. Está viendo a Breuer acostado en una cama (la cama de Jakob Freud) dicién-
dole a una chiquilla (que se parece a Mathilde Freud): «Ven a ver a tu papá, hijita
mía. ¿Tienes miedo de tu papá?» La chiquilla está contra la puerta, aterrorizada.
La cara de Breuer riéndose, aparece entre unos tarros de caramelos (la tienda que
describió la otra enferma). Plano de Freud —se sigue oyendo la risa de Breuer—
que se levanta, pone la mano sobre la frente de su paciente y dice con un tono
verdaderamente acerbo y lleno de malevolencia: «¿Qué más?, ¿qué hizo su respe­
table padre?» Y ella empieza a contar: «Tenía nueve años...»

XXII

Un «congreso» en Berchtesgaden. Fliess y Freud se encuentran. Van cami­


nando por un sendero de montaña. Fliess habla, Freud le escucha con una tímida
admiración. Se siente de nuevo como se sentía ante Breuer diez años atrás. Fliess
tiene aspecto de vidente; explica que la vida humana está condicionada por unos
fenómenos periódicos en relación con nuestra constitución bisexual: el desarrollo
del organisrno se produce a tirones en el transcurso de esos períodos; el psiquis-
mo es el resultado de intoxicaciones intermitentes. Todo individuo es a la vez
macho y hembra; un sexo domina y el otro, oculto, constituye nuestro incons­
ciente. «¡El número!, grita ¡El número! Ahí está todo.» Debido a esos períodos, el
día de nuestra muerte es perfectamente determinable. «He calculado el tuyo, le
dice a Freud, morirás a los cincuenta y un años, tienes aún once años de vida.» Se
vuelve hacia Freud, que está pálido y descompuesto, y con una expresión muy
sombría. Fliess se asombra: «¿Tienes acaso miedo a la muerte?» Freud se sienta en
el tronco de un árbol al borde del camino. No es eso. Es su desavenencia con
Breuer. En realidad no están enfadados del todo. Freud le debe dinero y además
aún no han terminado el libro sobre la histeria. Pero de todos modos ha dejado
<lc estimar a su antiguo protector. «Siempre he necesitado estar bajo la influencia

1 /:’/ nacimiento del psicoanálisis, P.U.F., un pasaje de la carta del 28 de abril de 1897, págs.
172 173. (TV. del E.)

385
de alguien para escapar de mis propias críticas. Ahora, felizmente, estás tú.» Mon­
ta en cólera contra Breuer y dice que su sola presencia bastaría para incitarle a
marcharse de Viena. Si pudiera tener una buena clientela en Berlín, se iría a vivir
allí, cerca de Fliess. Se levanta bruscamente y le dice a Fliess que está en plena de­
presión nerviosa. Además, aunque irregularmente, tiene trastornos cardíacos:
arritmia, opresión, quemazón en la región del corazón. Exclama: «¡Qué tristeza
para un psiquiatra no saller si padece o no una depresión nerviosa!» Enciende un
cigarrillo y tose. Fliess, que ha permanecido bastante indiferente durante las con­
fidencias de Freud, se incorpora bruscamente: «¡Tira ese cigarro, desgraciado! O
acercarás la fecha de tu muerte.» Freud lo tira dócilmente. Parece subyugado:
«¡Quién podrá decirme |x>r qué necesito un tirano!» Fliess le examina la garganta
ahí mismo, al aire libre. Padece una afección nasal. Un caso de intoxicación de ni­
cotina. Los trastornos cardíacos, la depresión, todo proviene de la nariz. Freud
puede fumar, pero con moderación.
En la estación de Berchtesgaden. Fliess de mal humor. El tren para Viena
pasa dentro de tres cuartos de hora. ¿Por qué había que llegar tan pronto? A pe­
sar de todo, le pregunta a Freud si ha proseguido con éxito sus investigaciones.
I reud responde: «Estoy a punto de descubrirlo todo.» Unos niños corren por la
estación. Un niño de. cuatro años está cerca de F'reud. «Estoy casi seguro de que
he encontrado la clave de la histeria y de las neurosis obsesivas.» Poco a poco su
rostro se va descomponiendo. «¿Qué te pasa?» «El tren. Eis una crisis de angustia.
Siempre he tenido fobia a los trenes. No te preocupes.» Está pálido, suda y el co­
razón se le acelera. A pesar de ese estado, casi insoportable para él, expone a
Fliess su descubrimiento: «Fa neurosis es un choque sexual experimentado en la
infancia y cuyo recuerdo se reprime. Si el choque está acompañado de temor, de­
riva en histeria; si está acompañado de placer, se transforma más tarde en un sen­
timiento de culpabilidad y se sustituye por ideas obsesivas (neurosis obsesiva).»
Fliess escucha sin gran entusiasmo y dice simplemente: «Deberías investigar en
qué período se produce el choque.» I reud responde rápidamente: «No es eso lo
que me interesa. Ya lo sabré.» «Es lo más importante», dice Fliess secamente.
«No, no es lo más importante. Lo más importante es la naturaleza del choque.
Tengo mis ¡deas al respecto. Pero ya te las contaré más adelante.» Fliess parece
disgustado y le reprocha que abandone el campo propiamente fisiológico. Freud
dice que no lo está abandonando y que cuenta con que Fliess le proporcione más
adelante unos elementos fisiológicos sólidos. Y añade: «Por el momento tengo
una gran incertidumbre con respecto al papel del padre en la infancia. A propósi­
to, ¿has interrogado a tu mujer?» Fliess pregunta: «¿Sobre qué» Freud se impa­
cienta, su angustia se recrudece: «Te lo he pedido por I9 menos cinco veces, siern-»
pre lo olvidas, nadie me ayuda: tu mujer te llama gatito mío.» Se ve a Fliess que
con sus grandes y feroces ojos tiene aspecto de todo menos de un gatito.'1Freud
continúa: «Alguien la llamaba así en su infancia. Te rogué que le preguntaras
quién era esa persona.» Fliess no responde. Se produce una ligera frialdad entre
los dos.

386
r Por fin llega el tren. Freud sube a él con dificultad, ayudado por Fliess. Se
despiden «hasta el próximo congreso». Se escribirán. El tren arranca. Freud se va
tranquilizando poco a poco. Saca su cigarrera, la contempla un momento como si
quisiera abrirla y finalmente la tira por la ventanilla.
Plano de Freud sentado en un rincón del compartimento, con la mirada fija.
I.a voz en «off»: «Doce casos de neurosis, doce casos de incesto en la infancia. Se
habría necesitado una experiencia crucial.» Se ve de nuevo a Anna O. tratando de
izar a su padre moribundo hasta la cama de donde se acaba de caer. El padre tie­
ne el rostro de Jakob Freud. La voz en «off»: «Esa muchacha adoraba a su padre.
No parecía que hubiera pasado nada entre ellos. ¿Sería verdad? Decidí volver a
yer a Anna O.»

XX1I1

Una casa en los arrabales de Viena. Edificio bastante pobre. Freud entra. Lla­
ma a una puerta del tercer piso. Una mujer le abre. Es la madre de Anna O. Tie­
ne un aspecto austero y duro. ¿Qué desea? Freud le explica que es médico. Anna
le conoce. Breuer le ha dado sus señas. Sabe que Anna no está bien, él es psiquia­
tra (enseña su tarjeta) y le gustaría tratarla. La madre no le deja entrar. «Ya no te­
nemos dinero; no podemos pagar las visitas a domicilio de un médico. Por otra
parte, ya no hay nada que hacer. Y sobre todo, no quiero ni oír hablar de hipno­
tismo.» Freud la tranquiliza: ha renunciado al hipnotismo. Y si ya no tienen dine­
ro, atenderá a Anna gratuitamente. La madre lo mira con desconfianza. ¿Por qué
razón lo haría? Los médicos cobran. Freud responde que el caso de Anna es muy
interesante, tanto más cuanto que es excepcionalmente inteligente. Freud empuja
casi a la madre y entra en una habitación bastante pobre que sirve de comedor y
de salón al mismo tiempo. Charlan durante un rato y Freud recuerda a la madre
la noche terrible en la que Anna está sola a la cabecera de su padre... Ella le inte­
rrumpe: «¿La noche de su muerte? ¡Pero si yo estaba allí!» Freud se queda atónito.
'Los dos están estupefactos. Freud le pregunta si tuvo diferencias con su marido;
la madre jura que no. Sólo ha querido a un hombre en toda su vida y ese hombre
era su marido, el padre de Anna; murió en sus brazos. La niña ni siquiera estaba
allí; se esperaba la muerte del padre de un día a otro y, desde hacía dos noches, la
señora O. enviaba a su hija a dormir a casa de una vecina. La señora O. parece
s'incera e indignada: «¿Cómo ha podido usted creer el relato de una loca? Mi po­
bre hija está loca. ÍLoca de atar!» Freud dice que precisamente él no le había creí­
do; era Breuer quien la creía. Indignada, la señora O. abre la puerta de la habita­
ción contigua. Anna está en la cama, acurrucada, huraña. Mueve los brazos libre­
mente, pero ahora tiene una pierna paralítica. La señora O. le pregunta si recono­
ce a Freud. Anna asiente. La madre le pregunta: «¿Dónde estabas la noche en que
murió tu padre»? La enferma responde dócilmente: «En casa de la señora Roser-
garten» «¿Y yo?» «Estabas en casa al lado de papá » Todo esto lo contesta con un

387
tono de perfecta inocencia. La señora O. le dice «¿Qué les contaste a esos docto­
res?» Anna responde, como si no diera mucha importancia a lo que dice: «¡Oh!,
era un sueño» La señora O. la acusa de no haber sido indulgente con su madre en
sus sueños. Habla con dureza y frialdad. Las dos están a punto de pelearse. Freud
las tranquiliza. Es evidente que las dos mujeres no se quieren. Anna O. mira a su
madre con una especie de odio frío. Freud pide hablar a solas con Anna. La ma­
dre responde: «Haga lo que pueda.» Y se marcha dando un portazo. Freud, solo
con Anna, que le mira con desconfianza: «¡Está usted con el otro que sólo me ha
hecho daño!» Freud le habla con dulzura y le asegura que no va a hipnotizarla.
Pero su expresión no es de bondad. En sus ojos brilla una extraña curiosidad. Se
sienta en una silla, un poco retirado, de forma que Anna no pueda verlo. Ella
gime: «¿Qué va usted a hacer conmigo? ¿Qué va usted a pedirme?» Freud respon­
de con mucha dulzura: «Simplemente que hable usted. Diga todo lo que le venga
a la mente. Incluso las ¡deas más disparatadas. Todo me interesa. Sólo le pido una
cosa: que me diga con sinceridad todo lo que piensa.» «¿A propósito de qué?» «De
lo que sea. Por ejemplo, de la muerte de su padre.» Anna se recuesta en la cama,
cierra los ojos y llora bajito. Se ve que está preparándose para hablar. Freud, de­
trás de ella, se dispone a escuchar; en sus ojos sigue brillando esa chispa de curio­
sidad demoníaca.
La voz en «off»: «¡til padre! ¡Siempre el padre! Estaba muy angustiado y no
sabía por qué. Pero quería saber a qué atenerme y estaba seguro de que esta vez
iría hasta el final.»

XXIV

Freud en su casa. Su hija Mathilde (ahora tiene ya nueve años) juega con él.
Parece que Freud la adora. Es muy tierno con ella. Martha contempla la escena.
Mathilde se cuelga al cuello de Freud y lo besa. Bruscamente, I'reud la aparta. F1
gesto ha sido tan brutal que la niña lo mira con estupor y se echa a llorar. Martha
parece estupefacta. «Nunca te he visto así con los niños, ¿qué te pasa?» «No me
pasa nada. Tengo prisa, eso es todo.» Su actitud es extraña, como si tuviera una
especie de miedo. Sale de la habitación rápidamente.
Le volvemos a ver en casa de Anna. Hace ya quince días que ha empezado el
tratamiento y I'reud la visita a diario. La madre lo mira con desconfianza y ani­
mosidad, pero le deja a solas con su hija. Esta vez, Freud la acosa a preguntas; ya
no es el analista paciente y silencioso que escucha a la enferma; al contrario, inter­
viene y la empuja hacia una dirección muy definida. Trata de que confiese que in­
ventó esa caída del padre, el día de su muerte, como símbolo de otra degradación.
Anna intenta resistir pero débilmente. ¿Qué degradación?, pregunta Freud. Anna
no lo sabe: ¿quizás la fortuna? El padre se arruinó por la quiebra de un hermano
de su mujer. «Es una tontería.» «¿Qué?» «Nada.» «Dígalo. No hay nada que sea
una tontería. Todo puede servirme.» «Pensaba que cuando era pequeña me caí.»

388
«¿Qué edad tenía?» «Diez años.» Se ve a la niña que entra corriendo en un salón
que tiene una puerta de cristales que da a un jardín. Se ha hecho daño y grita. El
padre está solo en el salón. Se levanta y la coge en brazos. «Desde entonces odié
ese salón.» «Descríbalo.» Anna lo describe y a medida que lo hace, lo vamos vien­
do. Hay un mueble al lado del reloj. Un mueble que no recuerda. Mientras pro­
nuncia estas palabras se ve un diván en un rincón. Freud le pregunta si no sería
un diván. Anna dice con brusquedad que, efectivamente, era eso y que su padre
se echaba en ese diván para dormir la siesta. Freud le pregunta si, cuando se cayó,
su padre la llevó al diván. Ella dice que sí y se echa a llorar. Freud le explica lo
que es un recuerdo encubridor. «Hay algo detrás, ¿qué es?» Anna deja de llorar.
Parece que tiene miedo. Freud también. Sus rostros se desvanecen. Plano del de­
pendiente, que está entre los dos tarros de caramelos, pero esta vez no tiene el
rostro de Breuer ni el de Jakob Freud, sino el de Sigmund Freud mismo.

XXV

La consulta de Freud. Están instalando el teléfono y Freud juguetea con él.


Toda la familia está ahí mientras que los operarios de teléfonos terminan la insta­
lación (uno de ellos descuelga el auricular y llama a la telefonista para asegurarse
de que funciona bien). De repente llaman a la puerta. La doncella anuncia al se­
ñor Breuer, que entra. Se le ve avejentado y nervioso. Ruega amablemente a los
niños que le dejen hablar a solas con Freud. Los niños se van. Breuer comienza
diciéndole a Freud que no quiere aceptar la cantidad que Freud le ha enviado en
concepto de devolución parcial de sus deudas. No ignora que Freud tiene aún
apuros económicos. No quiere tomar en consideración sus desavenencias ni au­
mentar la relativa pobreza en la que viven Martha y los hijos de Freud. Este ya
tendrá ocasión, más adelante, de devolverle el dinero. Freud se enfada; ahora está
más desahogado económicamente, acaba de instalar el teléfono, etc. Breuer no
se deja convencer y deposita un sobre encima del escritorio. Freud, a quien
Breuer aún intimida, acaba por dejar el sobre donde está.
Por otra parte, Breuer no ha venido por «esa pamplina», sino por dos cuestio­
nes de mayor importancia. En primer lugar, la madre de Anna vino a verlo ayer
para interrogarle sobre ese Freud que le mete a su hija en la cabeza ideas tan ex­
trañas. Naturalmente, Breuer ha garantizado la competencia y seriedad de su co­
lega. Pero no puede evitar pensar que Freud ha procedido de una forma «profe­
sionalmente incorrecta» al ocuparse de una enferma que Breuer había tratado con
anterioridad. Freud le responde con aspereza que Breuer la había abandonado
desde hacía mucho tiempo y que por otra parte, lo que en su opinión justifica
todo, la enferma estaba en vías de una rápida curación. Desde hacía dos días ha­
bía recuperado el movimiento de la pierna paralítica. Breuer parece profunda­
mente trastornado; celoso e inquieto. Le pregunta a Freud si se ha aprovechado
ile la pobre enferma para verificar sus nuevas teorías. Freud responde que sus

389
teorías se habían verificado por sí solas. Y Breuer pregunta con voz neutra: «Y
era...?» «El padre, naturalmente.»
Breuer no ha venido sólo por ese motivo. Viene a suplicarle que no pronun­
cie su conferencia sobre «La etiología de las neurosis». En efecto, Freud, a raíz del
éxito de la cura de Anna, estima que tiene la prueba de su teoría: la neurosis pro­
cede de un traumatismo sexual cuyo recuerdo se reprime, ese traumatismo con-
siste en la seducción del enfermo, cuando era niño, por un miembro adulto de su
familia, la mayoría de las veces por el padre.
Breuer encuentra la teoría insuficientemente fundada. Puesto que los casos de
neurosis son tan numerosos, debería haber un número increíble de adultos «se­
ductores». Ningún padre podría estar libre de toda sospecha. «Ni siquiera nues­
tros propios padres...» Con cuanta ligereza acepta I reud esa acusación que con­
vierte incluso a su padre en sospechoso. Freud responde que tiene trece casos, y
Breuer dice que no es suficiente. Le recuerda a Freud la historia de la cocaína y
éste le contesta que él no es en realidad un médico ni quiere experimentar a salto
de mata. «Yo soy un aventurero.» Las razones que invoca Breuer son: el qué di­
rán y, sobre todo, ese fango que I reud está revolviendo y que sólo puede perjudi­
car a la gente. I'reud responde: le tiene sin cuidado el qué dirán y en cuanto al
fango no sólo lo revuelve en los demás sino también en él mismo. Tiene miedo,
rechaza las caricias de sus propios hijos, duda incluso de su propio padre; pero
mala suerte, quiere saber la verdad y la sabrá. Breuer le suplica, por último, en
nombre de sus trabajos en común, que no pronuncie su conferencia. Freud le res­
ponde: «¡Conque era eso! Tiene usted miedo.» Le critica con excesivo rigor su
falta de valor moral. Breuer le censura su ligereza. Esta vez se produce la ruptura.
Freud acusa a Breuer de abandonarle en el preciso momento en que necesita su
ayuda, cuando está en trance de descubrir una nueva psicología. «Continuaré'
solo», añade. Breuer muestra sus celos replicando: «¿Solo? Nada de eso. Usted
siempre trabaja bajo la influencia de alguien. Ahora estará usted bajo la influencia
de Fliess. Eso es todo.» Y sale dando un portazo. I'reud se queda solo. Tira el so­
bre al suelo y lo patea.
Por la noche, acostado al lado de Martha; «¡Ni siquiera puedo liberarme de
mis deudas! Estoy condenado a permanecer bajo el dominio de un Breuer que me
humilla. Los desafiaré a todos; pronunciaré esa conferencia y sé que los escandali­
zaré, ¡mejor! Si es necesario haremos las maletas y nos marcharemos al extranje­
ro.»
Un sueño: Fliess llega a Viena sin avisar; se encuentra con Breuer y Freud se
sienta con ellos ante una mésita. Fliess habla de su hermana: «Se murió en tres
cuartos de hora.» Como Breuer no le comprende, se vuelve hacia Freud y le dice:
«¿Qué le has contado de mí a Breuer?» En ese instante aparece Meynert y dice:
«Lo ha contado todo. ¡Todo! ¡Todo!» Freud responde: «Non vixit», para expresar
que no ha podido decirle nada a Breuer puesto que Breuer está muerto. Luego
mira a Meynert con ojos penetrantes, éste se va volviendo pálido, evanescente, y
sus ojos adquieren un enfermizo color azul. Finalmente se desvanece. Freud está

390
exultante. Se vuelve hacia Fliess y Breuer, pero también han desaparecido. Freud
declara: «Se les evoca a voluntad.»
Freud se despierta sobresaltado. Se le ve levantarse, vestirse a tientas y lo vol­
vemos a ver sentado ante su escritorio, escribiendo.
1.a voz en «off» de Freud nos cuenta lo que escribe conforme lo va haciendo:
«El sueño es la realización de un deseo. Trata de realizar un acontecimiento
agradable o de liberarnos de acontecimientos desagradables. Funciona exacta­
mente como una neurosis. Es, hablando claramente, una neurosis esquematizada.
Por medio de ése sueño, me aproveché de la muerte de Meynert, que fue mi pro­
tector y mi enemigo, para imaginar que Breuer e incluso Fliess, mis protectores,
habían muerto a su vez y que al fin yo era libre y estaba solo.»

XXVI

La conferencia sobre «La etiología de las neurosis». Cuando se dirigía a pro­


nunciarla, Freud pasa por delante de una librería médica. Un cartel pegado en el
escaparate anuncia la conferencia de Freud. Entre las obras que acaban de apare­
cer, y en un destacado lugar, descubrimos Estudios sobre la histeria, por los docto­
res Breuer y F’reud. Freud sigue andando.
La sala de la Sociedad Médica. No ha cambiado desde 1896. El mismo públi­
co: médicos. El sitio de Meynert y el de Breuer están vacíos. Freud termina su ex­
posición. Concluye con un breve resumen que nos recuerda que, en su opinión, el
origen de las neurosis es un traumatismo sexual infantil, más frecuentemente la
seducción por el padre. Equipara el sueño con la neurosis y da un resumen de
lodo el método analítico (las asociaciones libres, pero sobre todo con respecto a
los sueños). En el momento en que hablaba de la seducción de los niños por los
adultos, se produjo en la sala un verdadero rugido de indignación. Cuando habla­
ba de los sueños, algunos asistentes soltaron la carcajada. Cuando se calla, silencio
v algunos silbidos. Se ve a Freud muy pálido pero decidido y casi satisfecho. Baja
drl estrado mientras que los asistentes se levantan para salir, contándose unos a
i >iro-, su indignación escandalizada: «Es vergonzoso... un cuento de hadas científi-
111. ¡Y qué hadas!... Es una psiquiatría llena de vaguedades y de porquerías, imagi­
naciones de solterona», etc.

XXVII

I.a consulta de Freud. Son las once de la noche y Freud está escribiendo a
i tiess. Ila vuelto a fumar. La voz en «off» recita la carta a medida que Freud la es-
i ubi: «Mi querido Wilhelm, etc. etc...» Empieza por asombrarse de que Fliess le
primita fumar ahora: «Es la primera vez que te contradices.» ¿Será porque su caso
r-, .ii ■imperado, como cuando se le permite todo a un enfermo que se sabe que

391
está perdido? ¿Piensa Fliess que Freud está verdaderamente enfermo del corazón?
Podría soportar un diagnóstico de miocarditis. La muerte no ie asusta; está cansa­
do. Que Fliess le diga la verdad y así Freud aprovechará para organizar lo mejor
posible sus últimos años.
Suena el teléfono. Freud lo descuelga. Alguien le insulta: es «un burro y un
cerdo», dice su interlocutor. Freud cuelga riéndose y sigue escribiendo su carta.
Desde su conferencia, sus mejores amigos le dan la espalda. El escándalo se ex­
tiende por toda la ciudad, por la noche le llaman por teléfono para insultarle, el
ministro de Instrucción Pública, a quien la Universidad propuso el año anterior
que concediera a F'reud el título de profesor, declara que se niega a ello. El pretex­
to que pone son las teorías freudianas, pero en realidad todo el mundo sabe que
es un antisemita. I reud aguanta la tormenta. Fo que más le afecta es que sus en­
fermos, después de haber confesado las agresiones que sufrieron en su infancia,
no han vuelto. Muchas curas están interrumpidas. Los nuevos pacientes son muy
escasos.
Suena el teléfono e interrumpe a la voz en «off». Esta vez F'reud se limita a
sonreír y continúa su carta. Pero el teléfono sigue sonando tan insistentemente
que ai fin descuelga. Es la madre de Anna C). Dice que desde hacía algunos días
su hija daba muestras de sufrir una sobreexcitación aguda; pretendía ser una pros­
tituta. Esa misma noche decía que quería volver a su antiguo oficio y ganar dine­
ro prostituyéndose. I lacia aproximadamente un cuarto de hora la madre se había
despertado sobresaltada por un ruido de pasos; la puerta de la calle se había cerra­
do con cuidado. Se levantó y comprobó que su hija no estaba en su habitación.
Anna se había vestido de negro y en una nota que estaba sobre la cama decía:
«No tengas miedo. Voy a ganar mucho dinero.» Freud le pregunta a la señora O.
si tiene alguna idea del lugar adonde ha podido ir su hija. La señora O. cree que
puede ha!>er ido al Ring (la avenida más frecuentada de Viena, numerosos cafés,
teatros, etc.) porque Anna le había dicho la antevíspera: «Si vuelvo a prostituir­
me, en el Ring encontraré siempre clientes.»
Freud se apresura a ponerse de nuevo el cuello postizo y la corbata, que se ha­
bía quitado para estar más cómodo, y corre hacia la cochera donde suele alquilar
una vieja calesa para visitar a sus pacientes a domicilio. Tiene que dar puñetazos
en la puerta para despertar al cochero que le lleva habitualmente. El cochero se
viste apresuradamente. Freud le ordena que vaya al trote y que dé la vuelta al
Ring. Estupefacción del cochero cuando Freud le ordena que se pare delante de
un café en el Ring, el primero que encuentra, y sobre todo cuando se baja del coche
para ir a mirar la cara de las prostitutas que están esperando a los clientes. En rea­
lidad, Freud se propone entrar sistemáticamente en todos los cafés del Ring. Fi­
nalmente, en uno de ellos encuentra a Anna. En efecto, es una taberna llena de
prostitutas. Anna, de negro, sin maquillaje ni pintura en los labios, muy pálida, se
insinúa tanto a los clientes que las otras mujeres empiezan a molestarse. ¿De dón­
de viene ésa? No tiene nada que hacer aquí. etc. Pero el aspecto de Anna es tan
trágico que los hombres tienen miedo de sus insinuaciones y se alejan de ella. Está

392
sola en una mesa, guiñando el ojo a los clientes. Pero es inútil, a su alrededor se
ha hecho un vacío.
Freud se acerca. Anna le guiña un ojo sin reconocerle. Freud se sienta a su
mesa como si fuera un cliente y le dice en voz baja: «Venga conmigo.» «¿A don­
de?» «A casa de su madre.» Anna le reconoce entonces, pero se resiste: «Sabe us­
ted muy bien que soy ana puta, pero es mi madre la que me envía a hacer la ca­
rrera.» Finalmente la convence para que suba con él al coche. El será su cliente.
Irán al hotel. Estupefacción del cochero: Freud trae, sujetándola por la cintura, a
una prostituta, y la ayuda a subir a la calesa. «¿Adonde vamos?» «No lo sé», dice
Freud. «¡Vaya adonde quiera!» Freud, en e! coche, trata de convencer a Anna
para que vuelva a su casa. Ella se niega: Freud sabe muy bien que es una prostitu­
ta. i 'reud consigue que confiese que quiere prostituirse para castigarse por haber
calumniado a su padre. El nunca la tocó, era el hombre más noble, etc. Freud,
para conseguir que vuelva a su casa, le dice que ella nunca quiso levantar esa ca­
lumnia y que fue él quién la obligó a hacerlo con sus preguntas. Anna se calma un
poco pero sólo consiente en volver a su casa cuando Freud le dice que él actuaba
así con arreglo a ciertas hipótesis en las que ya no cree.
Freud vuelve a su casa en la calesa. Tiene la mirada fija, los ojos duros. El co­
chero trata en vano de darle conversación. De repente Freud exclama: «No me
he equivocado. Es necesario que no me haya equivocado.»
Ya en su casa —donde entra con precaución y de puntillas— Freud encuen­
tra todas las luces encendidas. Su mujer está levantada y completamente vestida y
le informa que Jakob Freud acaba de morir.

XXVIII3

Plano del sueño del principio (la tienda y las inscripciones: «Se ruega cerrar
los ojos»).
Voz en «off» de Freud:
«¿Era realmente el simple remordimiento de los que sobreviven? ¿Tenía yo
otra clase de remordimientos? ¿Me sentía verdaderamente culpable con respectó
a mi padre?»
Se ve a Freud ya anciano, hablando a «Los Siete»: «Fue esa mañana cuando
empecé mi autoanálisis.»
Asociaciones libres a partir del sueño.
Plano de fragmentos del sueño.
La peluquería aparece otra vez como era en sueños.
Se parece a la tienda de Jakob Freud en Freiberg. La voz en «off» de Freud:
«La tienda de mi padre en Freiberg. Yo tenía menos de tres años.»

' Palabras que Sartre añadió de su pufto y letra al principio de esta página: «Fliess ha ve­
nido para asistir al entierro.» ( N. del 1:.)

393
La habitación de los padres, la cama de matrimonio (vista desde abajo como
por un niño de tres años). El padre, Jakob Freud, salta de la cama en camisón.
Grita: «¡Sal de aquí!» No se ve al niño; se ve solamente desde el exterior la puerta
que se cierra. Se oye cerrar con llave.
1 .a puerta de la peluquería se cierra detrás de F'reud. Se le ve (a la edad de cua­
renta años) que sale de la peluquería. Llega a la estación.
Voz en «off»: «Me iba de viaje.» Un tren; se oye a un niño de tres años llorar
en un compartimento. Afuera, unos altos hornos. Humaredas, fuegos rojizos.
«Nos han expulsado porque somos judíos.» Vuelve a ver la tina llena de agua,
los niños desnudos, la cocina miserable: «Es el piso de Viena. La miseria nos es­
peraba en el.» Sus sentimientos hacia su padre están ligados a ese viaje.
Plano de I reud escribiendo a Wilhelm en su escritorio. «Mi querido Wilhclm.
Ya no sé donde estoy y si todo se ha perdido. Anna O. mentía. Su padre no la
tocó y sin embargo parecía sincera. ¿Fui yo quien la hizo mentir? ¿Por qué? ¿Sería
mi padre culpable? ¿() soy yo el que cree a los padres culpables porque odiaba a
mi padre?» Se levanta y camina por su despacho yendo y viniendo. La voz en
«off»: «¡'['rece casos! ¿Mentirán todos los enfermos? ¿Será necesario empezar todo
de nuevo?»
Vuelve a su escritorio y sigue escribiendo: «¿Y si mi padre hubiera abusado
de mis hermanas? ¿Y si fuera por eso por lo que yo le guardaba rencor? Cerrar los
ojos quiere decir también: haz como si no te dieras cuenta. Conviene cerrar los ojos
quiere decir: el res]x:to que se del>c a los muertos me obliga a cerrar los ojos a las
faltas que mi padre pudo cometer.» En ese caso, su hipótesis sería cierta. Deja
caer la pluma; el corazón le late con demasiada fuerza, se encuentra mal. ¿Tendrá
él también una neurosis de angustia?4

XXIX

Al día siguiente. F'reud va a casa de Anna. La calle. Ve a unos padres con sus
hijos. Sólo tiene ojos para ellos. Los mira con una especie de horror. Una niña co­
rre hacia su padre, que la coge en brazos. Freud está fascinado por ese espectácu­
lo. Aparta la vista bruscamente, mientras, se oye su voz en «off» que dice: «¿Dón­
de está la verdad?»
Plano de Anna C). tendida en su cama. Está esperándole. F'reud quiere decirle
que renuncia a tratarla: creía haber encontrado la causa de su enfermedad, pero
ahora todo está de nuevo en tela de juicio. Quiere despedirse de ella. Anna le rue­
ga que se quede un poco más. Ha tenido un sueño que la ha asustado y necesita
su ayuda. F'reud le pregunta sobre la naturaleza del sueño. Anna habla de él. Aso­
ciaciones libres. Fise sueño revela claramente una hostilidad flagrante hacia su
madre. Freud no le dice nada pero su rostro se ilumina.

4 Palabras manuscritas que fueron añadidas: «Insuficiencia de Fliess». (TV. del E.)

394
XXX

Freud sentado ante su escritorio, prosiguiendo la carta a Fliess. Anna O. le ha


relatado ese mismo día un sueño que revelaba su hostilidad hacia su madre. ¿Por
qué? ¿Realmente se portó mal la madre? ¿O se trata de una muy antigua hostili­
dad? Le dice a Fliess que está muerto de cansancio y que la muerte de su padre le
ha trastornado; es el acontecimiento más importante de la vida de un hombre. Sin
embargo, continúa su autoanálisis pero no progresa nada. Está tan cansado que
vemos cómo lucha contra el sueño; sus párpados se cierran en repetidas ocasio­
nes. Plano de la puerta que se abre despacio: la pequeña Mathilde (unos diez
años) aparece. Su actitud es extraña. De repente Freud está a su lado, la mira con
ojos serios y se echa a reír (pero silenciosamente) como el vendedor de caramelos.
La pequeña parece aterrada y fascinada a la vez. Freud le tiende los brazos. En
ese instante resuena una enorme carcajada. Freud y la niña desaparecen: la puerta
está cerrada. Vemos que es Freud quien se está riendo, sentado en su sillón ante
el escritorio: era un sueño. Reflexiona un momento y luego escribe: «Wilhelm,
acabo de tener un sueño. Necesito que los adultos y especialmente los padres co­
metan agresiones sexuales contra los niños. Lo necesito hasta tal punto que me he
visto intentando cometer una contra mi propia hija. Tiene que ser que albergo
unos extraños sentimientos hacia mi padre... y precisamente hace un momento en
Anna C). había una gran hostilidad hacia su propia madre... No comprendo nada
aún de todo esto, pero el velo va a rasgarse. Estoy seguro de que conoceré a los
demás y a mí mismo. No lo digas en el país de los bárbaros, pero más que una
sensación de derrota, tengo la de la victoria.»

XXXI

fin casa de Anna. Un sueño. Y asociaciones ivímnles a el. Amia lema sus ■>
siete años. Recuerda haberse bañado en un lago con su padre. Ve de nuevo a m i
padre. I'reud le pregunta dónde estaba la madre. También se estaba bañando; na
daba muy bien y se había alejado de la orilla. De repente Anna solloza: «Deseaba
que se ahogara», y empieza a contar su verdadera historia: su amor por su padre,
los celos que despertaba en ella su madre. Está descubriendo esos sentimientos que
reprimía. La caída de su padre moribundo significaba para ella que su madre (co­
queta y bella cuando Anna era una niña) arrastraba a su padre a la ruina. Pero ni
siquiera eso era verdad; Anna se lo imaginaba por rencor. Y sus manos se habían
crispado, sus brazos se habían paralizado en una postura que realizaba su deseo de
ser la única que impidiera que su padre cayese en la degradación. En cuanto al
fantasma de la seducción por el padre, lo aceptó tan fácilmente porque corres­
pondía a los ensueños de su infancia e incluso de su adolescencia.
Anna parece trastornada, pero Freud lo está tanto como ella. Le explica que
110 es un monstruo. Pero ella dice «Nadie es como yo.» «Sí, responde Freud, todo

W
el mundo.» «¿Usted también?» «Sí, yo.» Plano del viaje desde Freiberg a Viena.
Los llantos, los altos hornos. La familia Freud, a causa de un cambio de tren, se
ha alojado en un hotel. El niño, acostado en una cama improvisada, ve cómo su
madre se lava (los hombros desnudos). Freud explica a Anna lo que ha descubier­
to súbitamente: si siempre se había sentido culpable era porque había deseado a
su madre y porque aunque quería y respetaba a su padre, siempre le había repro­
chado que fuera tan viejo, que no supiera ayudarlo en su carrera de médico y que
lo dejara en la miseria. Y esos reproches ocultaban sus celos y su sordo deseo de
verlo morir.
Anna lo mira, casi tranquilizada. Y F'reud le explica que no hay que tener
miedo; lo que sucede en el inconsciente debe vencer todas las represiones y salir a
plena luz. 1'.ntonccs se puede juzgar según la verdadera moral y tocios los fantas­
mas se desvanecen.
Llama a la madre, que también ha cometido mucho errores y que estaba celo­
sa de su hija. Las dos mujeres no se atreven a hablar, pero Anna coge tímidamen­
te el brazo de su madre, un poco por encima de la muñeca, y se lo aprieta. La ma­
dre se relaja un poco y finalmente se sonríe. Freud se marcha.

XXXII

F'reud con Fliess, a la orilla de un lago cerca de Achensec. Freud expone en


pocas palabras sus progresos; método analítico, interpretación de los sueños y so­
bre todo complejo de Edipo. Fliess se muestra reservado. Apenas escucha; en
todo caso no demuestra casi interés. Fistá preocupado con su problema de los pe­
ríodos, en el que parece que Freud ya no cree. Le hace la misma observación que
Meynert le hacía en otro tiempo: que Freud desconfíe, que no abandone el terre­
no seguro de la fisiología por las especulaciones psicológicas. La verdad está en el
número, en los períodos de la vida humana. F'reud se muestra evasivo y finalmen­
te Fliess le plantea un ultimátum: ¿Está o no está decidido a proseguir sus investi­
gaciones en el marco de los períodos determinados por F'Iiess? Freud le responde
evasivamente: la medicación psicológica tiene un carácter provisional; algún día
se descubrirán medicamentos de orden fisiológico, cuando se haya avanzado más
en el conocimiento de la química de las células. Por el momento, hay que renun­
ciar a un lenguaje fisiológico insuficientemente fundado; hay que actuar sobre el
psiquismó y utilizar un lenguaje psicológico. Fliess se enfada. ¿Freud no cree ya
en los períodos? f'reud no responde directamente; explica los resultados de su au­
toanálisis. Disgustado con su padre, que no pudo rehacer su fortuna en Viena,
transfirió su afecto filial a Meynert y luego a Breuer. Ambivalencia de los senti­
mientos. Después de las desavenencias con Breuer, necesitó de nuevo una ima­
gen paterna: a pesar de que Fliess era más joven que él, le atribuyó inconsciente­
mente ese papel. Sin él, nunca habría empezado su autoanálisis; Fliess le dio el va­
lor de bajar hasta las «profundidades». Ahora, sigue queriendo a Fliess, pero de

396
T

otra manera. Por fin es libre, completamente libre, ya no necesita un tutor, traba
jará solo. A los cuarenta y dos años, empieza a vivir. De hecho ha cambiídn pro
fundamente, sus ojos siguen siendo duros, penetrantes y un poco recelo: pero
anda más erguido y parece mucho más tranquilo.
Fliess se siente profundamente herido, l.e acusa de atribuir a sus enfermos sus
propios sentimientos. Freud sonríe sin responder. Sin embargo, Fliess apresto a el
paso. I reud dice: «¿Por qué corres?» F1 otro responde con ironía: «Por tu tren.
Vas a tener una crisis de angustia si no llegas con anticipación.» Pero Freud le
responde, mientras modera el paso, que tiene tiempo de sobra. Lista cur¡ i • d.;: la
fobia a los trenes. Incluso se detiene para hablar a F'liess; lo comprendió todo con
su autoanálisis: el primer tren que tomó, el que pasó por delante de los altos hor­
nos, era el tren del exilio y de la ruptura; llevaba a Sigmund, muy niño aún, desde
Freiberg, donde vivía con desahogo, hasta Viena, donde encontraría la pobreza.
Más tarde, los trenes significaron muerte y desgracia, pero eso quería decir sim­
plemente: pasaje del desahogo económico a la miseria. El miedo a la muerte se
transformó más tarde en miedo a perder el tren. Mientras está hablandi se oye
un silbido y se ve a lo lejos el tren que llega. F’liess dice: «¡Corramos, vas a perder­
lo!» Y Freud le responde: «Mala suerte, tomaré el siguiente.»
lin la estación. Está anocheciendo. Es Fliess quien toma el tren que le llevará
a Berchtesgaden y de ahí a Munich y a Berlín. El tren para Viena pasar,'! veinti­
cinco minutos más tarde. F’liess se despide con bastante frialdad. Sube el tren
arranca y Freud espera que Fliess se asome a la ventanilla, pero el tren desaparece
sin que Fliess haya aparecido. I'reud se pasea por el andén con cierta melancolía
pero sin verdadera tristeza. Voz en «off» de Freud: «Me daba cuenta de que todo
había terminado, listaba solo.»
lin ese momento, un joven médico se acerca. Freud le conoce de vista porque
asiste a sus clases. Ila leído los Estudios sobre la histeria y todos sus artículos. Admi­
ra profundamente a I’reud, es su maestro. El joven discípulo vislumbra el camino
que los trabajos del maestro van a tomar y el extraordinario provecho que el co­
nocimiento de los hombres sacará de ellos. El tren para Viena llega a la estación.
¿Podría el discípulo subir con su maestro? ¡Tiene tantas preguntas que hacerle!
I'reud acepta, sin ningún entusiasmo, amablemente, pero con un gesto de ironía
en los labios. Y cuando el joven se aparta para dejarle subir al compartimento, la
voz en «off» de Freud añade: «Tenía cuarenta y un años. Me tocaba a mí interpre­
tar el papel del padre.»

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