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Clase media y lectura: La construcción

de los sentidos
Andrés Avellaneda

Las condiciones de la época


Durante las casi dos décadas que transcurren entre el establecimiento del voto
universal y obligatorio (Ley Sáenz Peña, 1912) y el golpe militar con que el general
José F. Uriburu destituye en 1930 al presidente electo Hipólito Yrigoyen, la política
argentina se ejerció como un delicado equilibrio entre los intereses de la oligarquía
tradicional y los de la aún reciente clase media urbana. Que tal equilibrio político-
social haya podido ser abruptamente cancelado es una muestra entre otras cosas de
las singulares características de la Argentina de esos años, lastrada por una herencia
colonial de la que aún no había logrado desprenderse en el momento de su transición
al siglo veinte. La Argentina que en 1930 experimenta el primero de una larga serie
de golpes militares posteriores, no había querido desarticular el monopolio de la
propiedad de la tierra, ni había deseado propiciar un desarrollo industrial que creara
a su vez una clase más amplia y poderosa de productores no tradicionales, ni se
había propuesto limitar la excesiva influencia política de los intereses económicos
extranjeros. Hasta 1930 ni los privilegios de la oligarquía conservadora habían sido
sustancialmente alterados ni al presidente constitucional Hipólito Yrigoyen le habían
faltado recursos con que satisfacer los requerimientos de su clientela política de
clase media. Cuando la depresión económica de 1930 secó repentinamente las
fuentes, ambos sectores se lanzaron uno contra otro en demanda de soluciones
específicas: los sectores tradicionales para exigir un cese del gasto público y
proteger así sus propios ingresos; los sectores medios para reclamar la continuación
de ese gasto a fin de defender el empleo dependiente del estado y,
consiguientemente, su propio poder adquisitivo. Incapaz de satisfacer a ninguno de
los sectores en pugna, habiendo perdido representatividad y apoyo en su base
partidaria, el gobierno quedó a merced de los acontecimientos y cayó sin estruendo
alguno.
Un breve repaso de la situación político-económica de la Argentina durante el
prólogo a la crisis puede ayudar a reconstruir los hilos de la trama. Los datos de
1929 muestran un país aparentemente no muy distinto al de 1920. Argentina seguía
siendo por entonces el mayor exportador del mundo en materia de carnes
congeladas, lino, maíz y avena, y sólo el tercero en exportación de trigo. Dentro del
concierto de los países occidentales, el ingreso per cápita argentino era aún
comparable a los mejores y su tasa de analfabetismo se computaba entre las más
bajas; su población continuaba creciendo con ayuda de la inmigración y la
producción de petróleo había crecido espectacularmente hasta llegar al récord de un
millón y medio de metros cúbicos en ese año. No obstante, esa economía era aún
fundamentalmente colonial pues estaba basada en la exportación de productos
agrícola-ganaderos hacia países industrializados que proporcionaban a cambio
manufacturas, y que, en alianza con la oligarquía terrateniente local, controlaban los
sectores esenciales de la economía por medio de la inversión privada (sobre todo
británica) y por medio del manejo del sistema bancario y comercial.
Pocos años antes, los efectos de las fluctuaciones del mercado internacional
habían evidenciado una vez más -como en 1873, 1890 y 1913- la condición
dependiente de la economía argentina. Entre 1921 y 1924, la contracción de la
demanda internacional de productos agrícola-ganaderos produjo en la Argentina un
aumento en las cifras de desempleo, disminución del ingreso del estado por la caída
de las cifras de importación, cambios de fondo en la producción tradicional
orientada ahora hacia la agricultura por efecto del retroceso de las exportaciones
ganaderas, depreciación de los valores de la tierra urbana y rural, bancarrotas, crisis
bancarias, encarecimiento del costo del dinero y desaparición del crédito. Luego de
un breve período de recuperación entre 1925 y 1929, la crisis mundial vuelve a
plantear a los argentinos su condición de dependencia y el costo social consiguiente;
esta vez, sin embargo, de manera aun más dramática para los sectores medios y
bajos. Hacia fines de 1930 los ingresos en materia de exportaciones ya habían
descendido en un 35% debido a la caída vertical de los precios internacionales de
granos y carne vacuna (depreciación que se mantendría durante largos años, hasta
prácticamente el inicio de la segunda guerra mundial). Los pequeños y medianos
productores sufrieron el mayor impacto de la crisis, pero los poderosos intereses
ganaderos, agrupados en el lobby político más influyente del momento, consiguieron
protegerse de ella gracias al tratado Roca-Runciman que, firmado entre Argentina y
Gran Bretaña en 1933, les aseguró una salida comercial estable para el chilled beef.
Por ese acuerdo Argentina sólo consiguió dos modestas ventajas: poder vender a
Gran Bretaña una cuota fija de carne vacuna según la cantidad que había sido
comercializada en 1932, y que el 15% de esa cuota fuera provista por frigoríficos de
propiedad argentina. Gran Bretaña obtuvo en cambio una multitud de beneficios:
reducción de los impuestos de importación a valores de 1930 para más de 350
productos manufacturados; compromiso de no imponer impuesto alguno a la
importación de carbón de origen inglés; descuentos automáticos en los ingresos
argentinos obtenidos en libras esterlinas por concepto de exportación, a fin de
compensar las diferencias que la depreciación del peso introducía en los envíos de
las ganancias de empresas británicas que operaran en la Argentina; tratamiento
especial para los ferrocarriles (todos ellos de propiedad británica), en cuanto la
suspensión de legislación laboral considerada inconveniente para los intereses de la
empresas, o respecto de la compensación de posibles pérdidas en la operación de las
mismas; otorgamiento de casi todo el comercio argentino de ultramar a compañías
navieras inglesas. Este tratado de tres años fue renovado en 1936 por el acuerdo
Malbrán-Eden, que añadió aun mayores ventajas para Gran Bretaña, como la
imposición de aranceles a las carnes argentinas exportadas o la concesión de
facilidades adicionales para la repatriación de las ganancias de los ferrocarriles
británicos.
La década del treinta se abre con indicadores negativos en casi todas las
categorías. El cese del aporte inmigratorio y el descenso de la tasa de nacimientos se
traducen en la caída de las cifras de crecimiento neto de la población (desde una tasa
de más de 30 por mil hacia 1920, a una tasa de 25 por mil después de 1935). Aunque
la deuda externa había sido mitigada considerablemente -en parte por la declinación
de la inversión extranjera, por la depreciación del peso como resultado del abandono
en 1929 de la convertibilidad en oro, y por la devaluación del dólar en 1933-, la
deuda interna había aumentado proporcionalmente. Como respuesta, el gobierno de
Uriburu impuso en 1931 medidas económicas conservadoras de pesado impacto para
las clases medias y populares, como el drástico recorte del gasto público traducido
en la cancelación de más de 20.000 empleos sólo en la ciudad de Buenos Aires. Los
tratados Roca-Runciman y Malbrán-Eden, como así también la concesión del
monopolio del transporte público de la ciudad de Buenos Aires a la Corporación de
Transportes británica, en detrimento de la naciente y pequeña industria de propiedad
privada argentina, contribuyeron a afianzar un sentido de inermidad social y política
ante la colusión de intereses extranjeros y locales que parecían omnipotentes en su
manipulación del país. Un puñado de términos nuevos -vendepatria, entreguismo,
década infame- se empieza a abrir paso por entonces en la lengua cotidiana, junto a
la decepción y el pesimismo que epitomizan muchas de las manifestaciones
culturales del periodo.
La percepción de la dependencia, como se verá luego, se reproduce en todos los
aspectos de la vida argentina de la década, desde la música popular al ensayo culto,
desde la cinematografía a la narrativa. Sus raíces, empero, van más atrás de la
década del treinta. Durante los años (1922-28) en que gobierna Marcelo T. de
Alvear, segundo presidente radical después de Yrigoyen -años de reputado
esplendor, de dorada bonanza según la generalización de mucha mitología histórica-,
algunos episodios específicos se encargaron de marcar con claridad los límites de la
acción posible. Alvear, miembro de una de las familias más ricas de terratenientes,
se hace cargo de la presidencia en el momento cumbre de la depresión de la
posguerra. En 1921 Gran Bretaña había puesto término a la acumulación de
excedentes de productos cárneos provenientes de Argentina y había comenzado a
liquidar sus reservas. Si las existencias de ganado habían crecido casi un 50% entre
1914 y 1921 en la Argentina, después de 1921 la carne para exportación se reduce a
menos de la mitad respecto de las cifras correspondientes a 1918. Los precios, por su
parte, también cayeron a la mitad de sus valores anteriores. Ante esta situación, la
Sociedad Rural, copada por los grandes criadores de ganado, logró con su influencia
que el Congreso nacional aprobara, con apoyo del poder ejecutivo, leyes tendientes a
crear frigoríficos nacionales que pudieran quebrar el monopolio de precios impuesto
por los frigoríficos anglo-norteamericanos. Las leyes, aprobadas en 1923, fueron
prontamente contraatacadas por los monopolios extranjeros, quienes congelaron de
inmediato las compras de ganado en pie introduciendo de este modo confusión y
división entre los productores. Las leyes aprobadas entre la pompa y el esplendor del
ejercicio republicano fueron rápidamente archivadas. En 1923, empero, no estaban
dadas todavía las condiciones que pocos años más tarde ayudarían a leer estos
episodios como claras muestras de las condiciones impuestas por un comprador
único y extranjero.
La situación política duplicaba los contenidos de gradual indefensión que
comenzaban a circular en la sociedad argentina. Hacia 1924, el Partido Radical se
divide bajo los efectos de la depresión económica y de las medidas antipopulares
tomadas para controlarla. El grueso de las fuerzas partidarias, provenientes de la
clase media favorecida por el populismo de Yrigoyen, se aleja de Alvear, quien es
apoyado por el ala conservadora del partido. La feroz lucha por el control partidario
abierta desde entonces entre yrigoyenistas y antipersonalistas se resuelve en favor
de los primeros, quienes hacia 1926 ya empiezan a asegurar el futuro triunfo
electoral de Yrigoyen hacia su segunda e interrumpida presidencia de 1928. Para
muchos antipersonalistas la democracia comienza a ser percibida como un camino
equivocado; de entre sus filas, especialmente desde el ala derechista-nacionalista,
empieza a surgir la tentación de golpear a las puertas de los cuarteles para corregir el
rumbo político por la fuerza de las armas. Con todo, las elecciones de 1928 otorgan
un amplio margen -casi el 60% del voto total- a Yrigoyen, cuya nueva presidencia
repite algunas conductas típicas de la primera, como gobernar a la manera de una
agencia de empleo con la consiguiente escalada del gasto público, o intervenir
sistemáticamente en provincias destruyendo el principio de autarquía federalista. En
las elecciones para diputados y senadores de marzo de 1930, el voto yrigoyenista
baja dramáticamente; la oposición se centra en casos de escandalosa corrupción
administrativa y hasta los estudiantes universitarios, antiguos apoyos del
yrigoyenismo, salen a manifestarse contra el presidente. En setiembre de 1930, fecha
del golpe, el gobierno de Yrigoyen estaba listo para la caída. A excepción de unos
pocos fieles radicales nadie salió a defenderlo; pero con él también caían las
prácticas democráticas representativas, una pesada herencia que los argentinos
acarrearían durante los siguientes cincuenta años.
Con toda su estridencia el grupo derechista-nacionalista era minoría dentro del
golpe, a pesar del propio Uriburu, fascinado con los ejemplos de Primo de Rivera y
Benito Mussolini. Su programa -suprimir los partidos políticos, reformar la
constitución que regía desde 1853, organizar un estado autoritario corporativo- fue
rápidamente suplantado por el del sector conservador-liberal del golpe, liderado por
el antiguo ministro de guerra de Alvear, el general Agustín P. Justo. Sus objetivos
eran más modestos y realistas: limpiar de yrigoyenistas la administración y
organizar un gobierno en sintonía con los intereses terratenientes exportadores y
financieros. En las elecciones presidenciales de 1931, proscriptos los radicales, Justo
gana la presidencia. De manos de la exclusión abstencionista de los radicales, el
apoyo de los cuarteles y la práctica de descarada manipulación electoral denominada
«fraude patriótico», comienza la franca restauración de los factores de poder
anteriores a la primera presidencia de Yrigoyen. A pesar de algunas medidas
encuadradas por algunos historiadores en la categoría del nacionalismo económico -
como los controles del sistema de cambio de las divisas extranjeras, del volumen y
la procedencia de las importaciones, o de la producción rural a través de Juntas
reguladoras-, la temperatura ideológica de la economía de la restauración debe ser
tomada en los acuerdos Roca-Runciman y Malbrán-Eden: desventajosos para el
estado, pero cortados a medida para los grandes intereses terratenientes. Es en esta
década cuando el sector se divide en dos grupos bien definidos, los grandes
estancieros de la provincia de Buenos Aires agrupados en la rancia Sociedad Rural,
y los pequeños productores del interior reunidos en una nueva confederación con la
intención de escapar del férreo monopolio de los frigoríficos de propiedad anglo-
británica.
En la década del treinta el clima político oscila entre el cinismo y la resignación
que suscitan el fraude del régimen, la inepcia o la impotencia de los partidos de
oposición y la caída vertical de la confianza popular en las virtudes del sistema
representativo republicano. Mientras las fuerzas conservadoras de la llamada
Concordancia coincidían en la adoración del statu quo y en el rechazo sistemático de
toda propuesta de reforma orientada a organizar el país hacia el futuro, la Unión
Cívica Radical, única oposición visible, se debatía entre el abstencionismo electoral
(hasta 1935) y la fantasía de una alianza con los militares (varias intentonas y
cuartelazos fracasados entre 1931 y 1934). En la izquierda clásica, el Partido
Socialista se reducía al bastión de la ciudad de Buenos Aires; el mucho más reciente
Partido Comunista, a la microscopía de la acción urbana. Es dentro de este ámbito
en el que debe comprenderse una de las principales manifestaciones intelectuales y
políticas de la década: la explosión del nacionalismo.
Iniciado en 1918 por los estudiantes de la ciudad de Córdoba con la finalidad de
modernizar y de extender los beneficios de la educación superior a mayores sectores
de la población, el movimiento de Reforma universitaria había sido apoyado
decididamente por el gobierno de Yrigoyen. Arranca de allí una tendencia
doctrinaria nacionalista que, enlazando el vago ideario radical con el anti-
imperialismo surgido de las revoluciones mexicana y rusa, adquiere personalidad
propia con los apasionados debates sobre la propiedad del petróleo nacional surgidos
hacia mediados de la década del veinte. Es esta línea la que recoge en 1935 un
movimiento juvenil radical bautizado con la sigla FORJA (Movimiento de
Orientación Radical de la Joven Argentina), cuyo prestigio intelectual y político iba
a ser decisivo en la década siguiente. Si, por una parte, los jóvenes de FORJA se
comprometieron a defender la «democracia integral» dentro de la antigua tradición
yrigoyenista, por otra también se fijaron el objetivo de combatir la anomia política
de la estructura partidaria radical, tan cercana al statu quo conservador
comprometido con los intereses extranjeros, y plantaron al frente de su programa
una clara conciencia de lucha antiimperialista («Somos una Argentina colonial:
queremos ser una Argentina libre» fue uno de sus lemas militantes).
Pero si 1918 establece el lejano arranque de un nacionalismo popular de
izquierda en la Argentina, el año siguiente, 1919, puede ser considerado como el
punto de partida de la versión derechista del nacionalismo que ha de dominar sobre
la década del treinta más allá del golpista Uriburu. En la agrupación oligárquica
denominada Liga Patriótica, nacida para cooperar en la represión contra las huelgas
obreras porteñas de 1919, aparecen ya los elementos ideológicos esenciales de ese
nacionalismo de extrema derecha: antisemitismo, xenofobia, clericalismo, fobia
antianarquista y anticomunista. Hacia fines de la década del veinte esta tendencia
empalma con el antiyrigoyenismo, recibe la típica transfusión de autoritarismo
corporativista-fascista que es la marca de época de los nacionalismos de derecha, y
añade -por vía del revisionismo practicado por varios novelistas e historiadores-, el
culto a Juan Manuel de Rosas, el legendario autócrata del siglo diecinueve
presentado ahora como gaucho jinete, bello, ultracatólico y símbolo de la resistencia
contra la dominación extranjera. Es en estos mismos años que la iglesia católica
argentina hace pie agresivamente contra el liberalismo de tradición decimonónica.
Estimulado por el Congreso Eucarístico Internacional celebrado en Buenos Aires en
1935, el catolicismo local funda una sucursal argentina de la Acción Católica
internacional; alienta la creación de élites católicas por medio de cursillos y
publicaciones confesionales de prestigio; y propicia el establecimiento de sindicatos
obreros y corporaciones de profesionales católicos. Los oficiales de las fuerzas
armadas, en su gran mayoría hijos y nietos de inmigrantes, provenientes ya
mayoritariamente de la clase media, comienzan a pensarse como reserva moral de la
nación y a evaluar su rol en un doble sentido: influidos por las exigencias científico-
tecnológicas de su profesión, tienden a verse a sí mismos como garantía de un
desarrollo industrial independiente; por obra del vacío político que permeaba la
sociedad civil y por influencia de fuertes tendencias antidemocráticas
internacionales -la Italia de Mussolini, la Alemania de Hitler, la España de Primo de
Rivera y de Franco-, empiezan a adjudicarse poco a poco el papel mesiánico de
salvadores de la patria. A partir de la década del treinta este particular nacionalismo
de derecha de las fuerzas armadas ocupará buena parte de la especulación política
argentina hasta nuestros días, ya sea en la tradición de guardia pretoriana inaugurada
durante los años de la Concordancia y de la restauración conservadora, o en la línea
de garantía castrense de las reivindicaciones nacionalistas de arraigo popular,
epitomizada en la figura del coronel Enrique Mosconi y su exitosa gestión al frente
de la empresa petrolera estatal creada en 1922 con el nombre de Yacimentos
Petrolíferos Fiscales (YPF). Muchos de los elementos que van a ser definitorios en
la década siguiente aparecen durante la cristalización ideológica, política e
intelectual derechista-nacionalista de la década del treinta. Hacia 1943, en efecto, al
acaecer el segundo golpe militar que derivaría un par de años más tarde en el
fenómeno político del peronismo, ya están preparados los cuadros antisemitas y
ultracatólicos que ocuparán algunos puestos claves en el nuevo gobierno (por
ejemplo, Gustavo Martínez Zuviría, el escritor que firmaba Hugo Wast, como
ministro de Justicia e Instrucción Publica; o Jordán Bruno Genta como interventor
en la Universidad Nacional del Litoral). Desde sus altos puestos administrativos, los
hombres del nacionalismo derechista lograrán en 1943 implementar partes
importantes del programa cultural puesto a punto en la década anterior, como la
enseñanza obligatoria de la religión católica en la escuela pública y primaria, o la
imposición sobre el resto de la sociedad argentina de medidas punitorias
moralizantes y confesionales.
El complejo mapa intelectual nacionalista de los años treinta muestra así dos
variantes principales. La dominante, de derecha y extrema derecha, produce un
confuso y a veces hasta contradictorio pensamiento económico-político, donde se
mezclan tanto las doctrinas agraristas de rechazo del desarrollo industrial en pro de
un regreso a las virtudes rurales, como la convocatoria a una industrialización
limitada y hasta la llamada a mantener la relación privilegiada con Gran Bretaña.
Más coherencia se demuestra en otros factores ideológicos compartidos por el
grueso de esta tendencia: la nostalgia de una Argentina patriarcal idealizada y
desaparecida por efecto, según se defiende, de una inmigración perversa y mal
canalizada; la aspiración a un régimen autoritario de gobierno basado en la
organización corporativa y el consiguiente rechazo de la democracia liberal
representativa; la necesidad de escribir una historia no liberal de la Argentina para
explicar las causas de la derrota nacional a manos de los intereses extranjeros. Este
último objetivo produce un aluvión de publicaciones revisionistas centradas sobre
todo en la revaloración de Rosas: desde obras escritas por historiadores, como Juan
Manuel de Rosas. Su vida, su tiempo y su drama (1930), de Carlos Ibarguren o La
Argentina y el imperialismo británico (1934), de Julio y Rodolfo Irazusta, a novelas
y biografías noveladas de popularización como El gaucho de los Cerrillos (1931) y
la Vida de Don Juan Manuel de Rosas (1940), de Manuel Gálvez. La novela
burguesa es también reivindicada por la derecha nacionalista como herramienta de
trabajo ideológico. En Hombres en soledad (1935), de Gálvez, el protagonista
vehiculiza una clara condena del compromiso de la oligarquía con el capital
extranjero -causa de la entrega del país al imperialismo anglo-norteamericano-, al
mismo tiempo que defiende la necesidad de un gobierno fuerte, ultracatólico y
autoritario ante la decadencia inevitable de la democracia (el golpe de Uriburu forma
parte de las existencias realistas del texto). El Kahal y Oro (1935), dos novelas en
secuencia de Hugo Wast, disimulan entre los pliegues de su feroz antisemitismo una
lista completa de males sociales según el diagnóstico de la derecha nacionalista:
desde los reclamos de los trabajadores a la perniciosa influencia de la cultura
extranjera y los daños incalculables que produce el sufragio universal.
Pero el impulso nacionalista de la década no se agota en los devaneos fascistas
de la derecha política e intelectual. Hay en la cultura popular de la época, por
ejemplo en la naciente industria cinematográfica, una actitud nacionalista que no se
expresa con tonalidades autoritarias, corporativistas o antisemitas. Kilómetro
111 (1937), de Mario Soffici cuestiona con técnica semidocumental el monopolio
británico de los ferrocarriles argentinos. Prisioneros de la tierra (1939), también de
Soffici, se inspira en los cuentos misioneros de Horacio Quiroga para denunciar la
explotación de los miserables peones de obraje a manos de terratenientes
extranjeros. El mejor papá del mundo (1941), de Francisco Mujica narra la colusión
ilícita de los monopolios internacionales con sectores oligárquicos argentinos en
detrimento de los intereses nacionales. El revisionismo de la historia oficial, a su
vez, tampoco fue tarea exclusiva de los estamentos del nacionalismo derechista.
Desde el marxismo, Rodolfo Puiggrós leyó el siglo diecinueve y el papel de Rosas
de manera opuesta a las interpretaciones hagiográficas de Ibarguren, los Irazusta,
Gálvez o José María Rosa. En La herencia que Rosas dejó al país (1940) Puiggrós
sostiene que el rechazo de Rosas al capital extranjero fue más un intento de
preservar el statu quo colonial que un esfuerzo por lograr el desarrollo independiente
del país. Raúl Scalabrini Ortiz -fundador de FORJA junto a Luis Dellepiane y
Arturo Jauretche-, dedica su Historia de los ferrocarriles argentinos (1940) a
analizar la inversión británica en la Argentina como un ejemplo acabado de fraude
financiero y de obstrucción del desarrollo económico potencial del país para
mantenerlo, en connivencia con los grandes intereses locales ganaderos, en situación
colonial de dependencia. Aun cuando Rosas aparece en su análisis como campeón
de la resistencia contra la penetración del capital extranjero, también es hecho
responsable del estancamiento del progreso económico. Scalabrini Ortiz, a
diferencia de los hagiógrafos nacionalistas de derecha, no está interesado en la
estatura relativa de los personajes históricos argentinos sino en los efectos que tuvo
en el país la división internacional del trabajo propiciada durante la etapa de la
expansión capitalista de Europa occidental. A diferencia de economistas
nacionalista-conservadores como Alejandro Bunge quien, en Una nueva
Argentina (1940), responsabiliza a los políticos por el atraso argentino sin
mencionar la tradicional alianza de los grandes terratenientes locales con los
intereses económicos británicos, Scalabrini Ortiz decide entender el análisis de la
historia más como una indagación de vastos entrelazamientos económicos y
políticos que como una búsqueda de responsabilidades meramente individuales.
Sólo eliminando las dicotomías ideológicas maniqueas es que se pueden
entender las diversas matizaciones nacionalistas de la década. El poeta Leopoldo
Lugones, por ejemplo, no solo fue un mentor de Uriburu con su largamente
pregonada «hora de la espada» y sus desvelos autoritario-corporativistas, sino
también, en su ensayo La grande Argentina (1930), un contradictorio ideólogo del
proteccionismo industrial nacionalista, de la necesidad de reservarse el control de la
inversión extranjera, del derecho nacional a la propiedad del subsuelo y a la
explotación del petróleo. El brillante análisis que hace el socialista Jacinto Oddone
en su libro La burguesía terrateniente argentina (1930) sobre la inmovilidad del
sistema de propiedad de la tierra desde la época colonial, converge desde la
izquierda clásica con el que hace Scalabrini Ortiz desde el naciente nacionalismo de
izquierda. De la misma manera, la sombría documentación del atraso y la miseria
provinciana realizada por el senador socialista Alfredo Palacios en El dolor
argentino (1938) coincide con el examen de la injusta concentración de la riqueza en
Buenos Aires que hará poco más tarde Ezequiel Martínez Estrada en La cabeza de
Goliat (1943), y también con el reclamo lugoniano de La grande Argentina acerca
del desequilibrio entre la acumulación de poder y riqueza lograda por las zonas del
litoral respecto del resto del país.
Estas polémicas encarnizadas, estas doloridas indagaciones efectuadas desde la
derecha y desde la izquierda del espectro político-ideológico, construidas tanto con
las nuevas formas de la cultura popular como con los modos clásicos de la expresión
minoritaria culta, concurren en una zona común de preocupación por lo nacional en
momentos en que su definición es no sólo problemática sino también
imprescindible. La celebrada Argentina de «los ganados y las mieses», la Argentina
decimonónica del progreso indefinido, venía desvaneciéndose poco a poco desde
principios del siglo y había sido cancelada simbólicamente por el golpe de Uriburu,
al mismo tiempo que los tradicionales vínculos naturales con Europa eran
cuestionados por la política de aislamiento y autoprotección del viejo continente. Es
en ese clima enrarecido donde brota la semilla nacionalista con todas sus variantes.
Y también el musgo pesimista de escritores «de la realidad nacional» que, como
Ezequiel Martínez Estrada y Eduardo Mallea, también publican en esta década la
obra que los instala en el panteón literario nacional: el segundo con su
ensayo Historia de una pasión argentina (1937), melancólico lamento por una
idealizada Argentina invisible, sepultada por un presente vanamente materialista e
inauténtico; el primero con la célebre Radiografía de la pampa (1933), explicación
de un presente dominado por el latifundio, el monocultivo y la dependencia de los
intereses extranjeros, en términos de una herencia colonial nunca cuestionada. Al
mismo tiempo que estos libros cultos pulsaban la negra cuerda pesimista, la letra de
tango, la más popular de las expresiones culturales coetáneas, rechazaba asimismo el
amargo presente de incertidumbre, dificultad y cinismo. Enrique Santos Discépolo
(Discepolín) epitomiza la década entera con tangos como «¿Qué vachaché?» (1926),
«Yira... yira...» (1930), «Cambalache» (1935), que retratan una vida urbana
despojada de toda ética, marcada por la lucha despiadada por sobrevivir y por la
muerte total de las ilusiones. Una quieta, sombría y desesperanzada reflexión parece
instalarse definitivamente en la década: en quienes leen novelas o ensayos, escuchan
tangos o asisten al cinematógrafo; y también en quienes reciben apenas las migajas
del banquete cultural, pobres y analfabetos desempleados o subempleados en los
márgenes de las ciudades o en los sórdidos campos abandonados.
Arlt, narrador de la década
Cuando muere el 26 de julio de 1942 a los cuarenta y dos años, hacía sólo
dieciséis que Arlt había entrado en la vida literaria. En 1926, el memorable año
de Don Segundo Sombra, de Ricardo Güiraldes; de Zogoibi de Enrique Larreta;
de Los desterrados, de Horacio Quiroga, había publicado sin mucha repercusión su
primera novela, El juguete rabioso. Luego, en el breve lapso de cuatro años, había
dado a conocer lo fundamental de su narrativa: tres novelas (Los siete locos,
1929; Los lanzallamas, 1931; El amor brujo, 1932) y un volumen de cuentos (El
jorobadito, 1933). Otra colección de cuentos, El criador de gorilas, y el relato Un
viaje terrible, ambos de 1941, más un millar y medio de aguafuertes «porteñas» y
«españolas» publicadas en el diario El Mundo de Buenos Aires entre 1928 y 1936,
completaron su etapa de escritor de ficciones. Con el drama 300 millones había
abierto en 1932 su último ciclo literario, el de dramaturgo, continuado hasta su
muerte con otras ocho obras (sólo seis de ellas representadas en vida). Ni los
fulgores de su teatro ni la aureola vagamente escandalosa de sus relatos le
alcanzaron, empero, para obtener fama póstuma de inmediato. El peso ominoso de la
segunda guerra mundial y las conmociones locales de los mismos años
contribuyeron acaso a oscurecer su obra, hasta el punto que sólo un reducido grupo
de conocedores y de amigos mantuvieron el recuerdo de lo que había atravesado la
literatura argentina con la contundencia, la velocidad y el deslumbramiento del
relámpago.
Durante las dos décadas siguientes a su muerte, la ficción de Arlt va a ser
ignorada en el plano latinoamericano: no la mencionan los diccionarios
especializados, como el auspiciado por la Unión Panamericana en 1960; no la
registran las principales historias de la novela latinoamericana, como las preparadas
por Luis Alberto Sánchez, Arturo Torres Rioseco o Femando Alegría. En la
Argentina, la obra de Arlt empieza a regresar a la superficie con la biografía
hagiográfica de Raúl Larra (Roberto Arlt, el torturado, 1950) y, sobre todo, con el
incisivo examen que le dedica la revista Contorno en su segundo número (mayo de
1954). Hacia comienzos de la década del sesenta empiezan a aparecer estudios que
replantean el entendimiento de esa ficción que había quedado semisepultada en el
ridículo equívoco de las faltas de ortografía y de sintaxis, abrumada por el peso de
historias que eran un alimento demasiado fuerte o demasiado nuevo para estómagos
delicados. Otros narradores de fuste comienzan a rendirle homenaje desde su propia
obra, como Cortázar en Rayuela: «Descubrieron que Remorino era un entendido en
Roberto Arlt, y eso les produjo una conmoción considerable, por lo cual durante una
semana no se habló más que de Arlt y de cómo nadie le había pisado el poncho en
un país donde se preferían las alfombras». Ponchos y alfombras: opuestos que
querrían, en el texto de Cortázar, definir la cultura (literaria) argentina. ¿Definen del
todo la diferencia arltiana? En los últimos treinta años de exégesis crítica, las
lecturas posibles de su ficción se han multiplicado generosamente. Aquí se elige
considerarla como un cuerpo de escritura que, en el momento de constituirse, tomó
sobre sí la tarea de transmitir el irritado extravío de muchos argentinos suspendidos
entre el miedo y la incertidumbre. Esta lectura afirma que la ficción arltiana posee la
temperatura de la crisis de 1930: no porque actúe como mero reflejo de los
sacudimientos políticos y sociales de la época, sino porque los acompaña desde su
propio fuego interior, produciendo sus significados desde una masa de
acontecimientos que, a caballo de la crisis mundial de esa década, canceló la mayor
parte de los mitos sociales de la clase media argentina.
La universalidad o «atemporalidad» de esa ficción no es menoscabada por esta
lectura, que tampoco exige derrotar las otras lecturas posibles para llevarse a cabo.
La ficción arltiana mantiene por ejemplo un claro diálogo intertextual con la
narrativa de Georges Charles Huysmans y, sobre todo, con la de Fedor Dostoievski,
cuyas novelas Memorias del subsuelo (1864) y Los endemoniados (1870) ofrecen
varias conexiones con las de Arlt (la primera con El amor brujo; la segunda con las
restantes tres novelas del escritor argentino, especialmente en los elementos de
búsqueda de la humillación y del sufrimiento, de la obsesión de la culpa
experimentada por crímenes infamantes, de la angustia y la enajenación producidas
por una vida urbana que se anhela destruir por medio del suicidio o de la matanza
colectiva)1. A más de medio siglo de distancia unos de otros, separados por espacios
culturales e históricos diferentes, el que los textos de Arlt y Dostoievski aparezcan
unidos en un segmento común por encima de sus respectivos sustratos, podría
sugerir la invalidez o improcedencia de inquirir su articulación con circunstancias
sociohistóricas específicas. Sin embargo, es posible afirmar la existencia de tal
articulación si se deja de lado la noción de texto literario como exclusiva obra de
arte verbal para sustituirla por la noción de texto literario como función de la lectura
y la recepción; si se reemplaza, en suma, la idea de obra literaria objetiva y eterna
investida de una estructura y un sentido únicos por la idea de obra literaria en
incesante proceso de formación, con un sentido que se produce en la interacción del
texto con sus lectores. Esta lectura, pues, postula la posibilidad de desplegar y
explicar las estrategias del texto en función de lectores y lectoras específicos
(empíricos o heurísticos), lo cual presupone a su vez tener en cuenta el ámbito
sociohistórico y cultural desde el que se lee y el «horizonte» en que se articula el
texto2.
Así, pues, si bien los relatos de Arlt se inscriben en una tradición ilustre que los
enriquece y proyecta a la «atemporalidad» intertextual, no es menos cierto que
hunden sus raíces en el aquí y ahora de su tiempo, amasados con la levadura de la
frustración y la inanidad del argentino urbano de clase media en la década del
treinta: el lector implícito que actualizaba el sentido de esos relatos en el acto de
lectura. La misma levadura, en suma, que engendró otros libros de la época,
trenzados en el horizonte cultural y social de los relatos arltianos, como El hombre
que está solo y espera (1931), de Scalabrini Ortiz, o la Radiografía de la pampa, de
Martínez Estrada. Los personajes de Arlt son en este sentido portadores de grandes
mitos que subliman los fantasmas de ese argentino de las capas medias, como el
mito de la fuga desde la ciudad rumbo al campo puro y limpio; el mito de la
destrucción de las urbes por sociedades secretas, con redenciones apocalípticas de
todas las humillaciones; o el mito de la búsqueda encarnizada del sentido de la vida
y de la felicidad.
La sociedad y la urbe de los relatos arltianos es la de los años que preceden a la
crisis económica de 1929 y los años que entran en la década siguiente, la «década
infame»3: la época en que comienza a resquebrajarse el proyecto de país agro-
exportador, proveedor de materias primas para los mercados europeos; en que se
desarrolla una clase media incipiente apoyada en el crecimiento del sector de
servicios, de la burocracia y del comercio exportador e importador; en que aumenta
la clase trabajadora urbana en la industria frigorífica y en la pequeña y mediana
producción para el mercado de consumo interno, cuya combatividad y politización
se habían fogueado en huelgas y episodios de intensa represión como los
acontecidos en Buenos Aires durante la «Semana Trágica» (1919) y en la Patagonia
(1921). Hacia fines de la década del veinte, con el golpe de gracia que le
proporciona el desastre de la bolsa mundial, el viejo proyecto agro-exportador
dependiente de Gran Bretaña se hace pedazos mientras los fracasos del Partido
Radical cancelan las ilusiones políticas de la naciente clase media y se prepara el
primero (de una larga futura serie) de asaltos militares al poder. Caen a pico las
exportaciones; bajan vertiginosamente los precios de los productos agrícola-
ganaderos; el signo monetario es devaluado; convertidos en variables de ajuste, los
salarios y el empleo caen verticalmente. La clase obrera es arrojada a la miseria y
amplios sectores de la clase media quedan atrapados en una zona indefinida, siempre
a punto de resbalar hacia abajo de su enclave social. Valores, movilidad, niveles y
modelos de clase son así sacudidos violentamente, originándose en el interior de la
clase un profundo sentido de crisis que se advierte en los textos clásicos de la época,
desde los ensayos de Martínez Estrada y Scalabrini Ortiz a las letras de tango o los
sainetes y grotescos de Armando Discépolo y de Francisco Defilippis Novoa. Se
instala en el país, sobre todo en la gran urbe porteña, un sentido de inestabilidad y
desequilibrio, de asedio marcado por la desocupación, por el paupérrimo ingreso,
por las huelgas desesperanzadas y reprimidas. La frustración y el desarraigo
permean la vida social, que se contamina de sorda violencia: exterior, en las calles;
interior, en la alienación y en el anonimato, en la lucha feroz por la vida cotidiana.
Es en esa sociedad donde vivían los lectores y lectoras de las humildes primeras
ediciones de Los siete locos y Los lanzallamas4, y es en esas novelas donde están
representados sus repertorios textuales básicos: la crónica policial; el folletín; la
ficción «de Boedo» (Elías Castelnuovo; Enrique González Tuñón, Roberto Mariani,
Alfredo Méndez Calzada); el grotesco teatral; los grandes discursos ideológicos que
circulan por diversos canales, muchas veces entrecruzados (la concepción «pre-
existencialista» de la vida según Dostoievski y Nietzsche; el redentorismo
revolucionario de izquierdas y derechas; el anarquismo; el profetismo místico); los
«saberes del pobre», aprendidos en el periodismo y la industria editorial barata de
divulgación tecnológica5. Es dentro de ese repertorio donde las novelas de Arlt
reorganizan las normas culturales, sociales y literarias, y es dentro de esas novelas
donde los lectores reevalúan la función de tales normas en sus vidas reales. Como
resultado de ambas operaciones, la del texto y la de la recepción, la
función ideológica (crítica) de las novelas arltianas se ejerce en la tarea de abrir a
sus lectores la percepción de lo que les es difícil o imposible ver en el transcurrir
común de sus vidas cotidianas. La técnica básica para efectuar tal función es el
efecto de desfamiliarización, por el cual instituciones y conductas habituales, al
«hacerse extrañas», quedan forzosamente expuestas a una nueva comprensión crítica
durante el escrutinio de la lectura6. Como se verá luego en detalle, dos sentidos
fundamentales se abren, de esta manera, en estrecha relación con la experiencia
social del público lector de Los siete locos y de Los lanzallamas: el de inestabilidad
y desequilibrio, ligado a significados de ruptura, cambio, catástrofe inminente; y el
de situacionalidad ambigua entre dos zonas, relacionado con caída, destrucción,
salvación apocalípticas.
Desastre, límite y clases
Durante la lectura, la traducción social de los contenidos ficticios se hace
relativamente sencilla en las zonas textuales donde prevalece el modo de
representación realista, o sea en aquellas que crean la ilusión de la realidad
siguiendo la tradición del canon genérico balzaciano-zoliano7. La historia de la
familia Espila, por ejemplo, resume -con tejido intertextual de claro linaje boedista-
el sentido de desastre inevitable y de expulsión de clase que era ya patrimonio
discursivo y experiencia social en las capas medias de la década del treinta:
En otro tiempo la familia ocupaba una posición
relativamente desahogada, luego una sucesión de desastres
los había arrojado en plena miseria, y Erdosain, que
encontró casualmente un día en la calle a Emilio, los visitó.
Hacía siete años que no los veía y se asombró de
reencontrarlos a todos viviendo en un cuchitril, ellos que
en otra época tenían criada, sala y antesala. Las tres
mujeres dormían en la habitación atestada de muebles
viejos y que hacía en las horas de cenar o almorzar las
veces de comedor, mientras que Emilio y el sordo se
guarecían en una cocinita de chapas de zinc. Para subvenir
a los gastos de la casa efectuaban los trabajos más
extraordinarios: vendían guías sociales, aparatos caseros
para fabricar helados, y las dos hermanas hacían costura [. .
.]. Durante algunos días, Erdosain recorrió las calles
pensando en los sufrimientos que debieron sobrellevar los
Espila para resignarse a esa catástrofe [...].

(Sl, pp. 208-209)

Abundan los significados relacionados con el desempleo: «¿De dónde sacar


trabajo? Lo buscan y no encuentran. Esto es lo terrible. Hasta me pareció observar
que la miseria había destruido en ellos el deseo de vivir» (Sl, p. 225). Y sobre todo
abundan los sentidos conectados con el dinero, mentado repetidamente como salario
que no alcanza para vivir o como factor de libertad o servidumbre: «[Erdosain] se
vio obligado a robar porque ganaba un mensual exiguo» (Sl, p. 13); - «Claro, usted
con su sueldo... ¿Qué sueldo gana usted? ¿Quinientos? [...] -Claro, con ese sueldo es
lógico... [...]. Que no sienta su servidumbre» (Sl, p. 56).
Como sucedía en las capas medias reales dadoras de lectores durante la «década
infame», los personajes arltianos quedan encajonados entre dos límites precisos, el
del sector elevado y el del más marginal de la sociedad. Ambos límites -el primero,
refugio de los valores más altos; el segundo, ámbito de lo horroroso y de lo
repulsivo (es obvia la escasa alusión al sector obrero)- marcan territorios vedados a
los personajes: uno por inaccesible; por humillante el otro. Encerrados en ese
espacio mínimo, sin posibilidades efectivas de transformación, esos personajes
ejercen el odio y la traición, se humillan y son humillados, sueñan con el
Apocalipsis o simplemente se suicidan. Las representaciones puramente miméticas
de clases sociales son muy escasas: proletarios y empleados en la localidad
ferroviaria de Remedios de Escalada: «cuadrillas de desdichados, apaleando grava o
transportando durmientes [...] los chalets rojos para los empleados de la empresa,
con sus jardincitos minúsculos, sus persianas ennegrecidas por el humo y los
caminos sembrados de escoria y carbonilla» (Sl, p. 127); vivienda proletaria en Dock
Sur: «poblados siniestros, formados por cubos de conventillos, más vastos que
cuarteles [...] cuartujos forrados con chapas de cinc, donde duermen con modorra de
cadáveres cientos de desdichados» (Ll, p. 444). Las clases son elaboradas
preferiblemente con oposiciones binarias de clara intención comparativa y por
medio de una alta estilización del lenguaje narrativo, que mezcla herramientas
expresivas naturalistas y expresionistas y emplea el recurso de la ensoñación y el
soliloquio para desacelerar los modos de representación realistas, hibridándolos con
el efecto de desfamiliarización que domina en las dos novelas. En este modo textual
la clase media es espacio de sordidez y de espanto, una «multitud silenciosa de
hombres terribles que durante el día arrastran su miseria vendiendo artefactos o
biblias» (Sl, p. 113); según el Astrólogo, imbéciles para ser usados como carne de
cañón: «Literatos de mostrador. Inventores de barrio, profetas de parroquia, políticos
de café y filósofos de centros recreativos» (Sl, p. 152). Es la zona tenebrosa que
Erdosain imagina poblada de tenderos y oficinistas:
Entonces su irritación se volvió contra la bestial felicidad
de los tenderos, que a las puertas de sus covachas escupían
a la oblicuidad de la lluvia. Se imaginó que estaban
tramando eternos chanchullos, mientras que sus
desventradas mujeres se dejaban ver desde las trastiendas,
extendiendo manteles en las mesas cojas, arramblando
innobles guisotes que al ser descubiertos en las fuentes
arrojaban a la calle flatulencias de pimentón y de sebo, y
ásperos relentos de milanesas recalentadas [...] los
negociantes aquellos estaban atornillados a próximas
quiebras por espantosos pagarés [...] la desdicha [...] se
cerniría también sobre sus mugrientas mujeres, que, con
los mismos dedos con que momentos antes habían retirado
los trapos en que menstruaban, cortarían ahora el pan que
ellos devorarían entre maldiciones dirigidas a sus
competidores.

(Sl, p. 189)

éste [...] es el amargo postre de los empleados de la ciudad,


de los cobradores de las compañías de gas, de las
sociedades de ayuda mutua, de los vendedores de tiendas.
Un panorama lividecido por los flujos blancos de todas
esas hijas de obreros, anémicas y tuberculosas, cuya
juventud se desploma como un afeite bajo la lluvia a los
tres meses de casadas [...] la inmundicia cotidiana que
envenena a los empleados de la ciudad [...].

(Ll, pp. 508-509)

La zona es tenebrosa en su representación, y también lo es por oposición


situacional a una zona luminosa, que es donde se ubican los sectores que poseen
riqueza. En el campo, según el relato de Hipólita: «Los hombres, apeándose del Ford
entraban al hotel. Hablaban de trigo y jugaban un partido de billar. Los criollos
hambrientos no iban al hotel, estaban los caballos escuálidos en los postes torcidos
que había frente a la fonda, como a la orilla del mar» (Ll, p. 293). En los barrios
suburbanos, según el relato de Emilio Espila: «mira pensativamente las casas, de las
cuales casi todas tienen un jardín al frente. [...] adivina en ellas oasis de gente
feliz» (Ll, p. 532). En el centro de la ciudad, según el relato de Haffner:
Entre la blancuzca suciedad de muros antiguos [...]
trabajan en las grúas hombres rubios de traje azul [...]. En
la calzada, autos a los que le falta el cuarto de baño para
ser perfectos [...] conducen en sus interiores mujercitas
preciosas [...] a lo largo de vitrinas inmensas, exposiciones
de dormitorios fantásticos de maderas extravagantes;
dormitorios que hacen soñar con amores imposibles a los
muchachos de tienda, que llevan del brazo a una aprendiza
pecosa [...].

(Ll, pp. 350-351)

En las ensoñaciones de los personajes las dos zonas se entrechocan marcando el


abismo que las separa: «[el corazón de Erdosain] se empequeñecía más, oprimido
por la angustia que le producía el espectáculo de la felicidad que adivinaba tras de
los muros de aquellas casas refrescadas por las sombras, y frente cuyas puertas
cocheras se hallaba detenido un automóvil» (Sl, p. 88). Erdosain se imagina
rescatado de la miseria y la desdicha por «una doncella [...] que por capricho maneje
su Rolls-Royce», o por un «millonario melancólico y taciturno» (Sl, pp. 14 y 31).
Hipólita, sirvienta de jóvenes ricas, «se imaginaba que la educación de esas señoritas
debía hacer sus almas más hermosas y apetecibles para el deseo del novio y su
cabeza pesaba como si el cráneo se le hubiera trasmutado en un casco de huesos de
plomo» (Sl, p. 234). El sentido de brecha se refuerza con los discursos que circulan
por fuera del pacto de verosimilitud, como en los proyectos de reorganización social
del Astrólogo o como en las ensoñaciones delirantes de Erdosain:
Será la poda del árbol humano... una vendimia que sólo
ellos, los millonarios, con la ciencia a su servido, podrán
realizar [...]. Esa sociedad se compondrá de dos castas en
la que habrá un intervalo... mejor dicho, una diferencia
intelectual de treinta siglos.

(Sl, pp. 143-144)

Llegó a imaginarse que los ricos, aburridos de escuchar las


quejas de los miserables, construyeron jaulones tremendos
que arrastraban cuadrillas de caballos. Verdugos escogidos
por su fortaleza cazaban a los tristes con lazo de acogotar
perros, llegándole a ser visible cierta escena: una madre,
alta y desmelenada, corría tras el jaulón de donde, entre los
barrotes, la llamaba su hijo tuerto, hasta que un «perrero»,
aburrido de oírla gritar, la desmayó a fuerza de golpes en la
cabeza, con el mango del lazo.

(Sl, p. 11)

Inestabilidad, zonas, accesos


El trabajo textual sobre las clases apunta más que nada a establecer el
significado mayor de zonas cualitativamente diferentes, unido al de brecha
insalvable y al de ascenso imposible/caída probable. En la actualización de esos
sentidos durante el proceso de lectura, los coetáneos de capas medias trabajaban sin,
duda el plano de sus vidas reales suspendidas en el vacío de la crisis, ayudados por
el efecto de desfamiliarización que rige en ambas novelas. Las historias, por
ejemplo, se orientan siempre hacia registros de alta tensión, registros de
exasperación que se integran en el sentido amplio de inestabilidad y de ruptura
inminente (textual y social) que circula entre personajes y lectores. En las historias
de los personajes de Los siete locos y Los lanzallamas hay generalmente un punto de
inflexión tensional más allá del cual sólo cabe el cambio abrupto (en ellos, de
conducta y de destino; en sus medios -la «sociedad»-, de objetivos y estructura). La
típica, gradualmente insostenible humillación de Erdosain, por ejemplo en el
episodio de la fuga de su esposa con el capitán, converge en significados de cambio
brusco y sorpresivo:
Naturalmente, he sufrido tanto que ahora el coraje está en
mí encogido, escondido. Yo soy mi espectador y me
pregunto: ¿Cuándo saltará mi coraje? y ese es el
acontecimiento que espero. Algún día algo
monstruosamente estallará en mí y yo me convertiré en
otro hombre. Entonces, si Vd. vive, iré a buscarle y le
escupiré en la cara.
(Sl, p. 64)

Los textos están recorridos por este sentido de urgencia, en que un


acontecimiento (in)esperado e inminente se halla suspendido sobre la realidad. En
Ergueta, el personaje místico-profético, es el brusco suceso redentorista que ha de
regenerar al individuo y la sociedad por medio de la violencia y la
destrucción: «Cuando llegue la revolución se les ahorcará o se les mandará a la
primera de fila. Carne de cañón» (Sl, p. 205). En otras zonas este sentido se expresa
en la espera del acontecimiento inusual que ha de sortear la catástrofe próxima. Si
Erdosain continúa trabajando en la Compañía Azucarera «no fue para robar más
cantidades de dinero, sino porque esperaba un acontecimiento extraordinario -
inmensamente extraordinario-, que diera un giro inesperado a su vida y lo salvara de
la catástrofe que veía aproximarse a su puerta» (Sl, p. 10). El Astrólogo lo enuncia
con precisión: «Créame, siempre ocurre así en los tiempos de inquietud y
desorientación. Algunos pocos se anticipan con un presentimiento de que algo
formidable debe ocurrir»; Barsut, en tanto, «hacía mucho tiempo que aguardaba una
catástrofe» (Sl, pp. 153-154). Este fuerte sentido de inestabilidad y de inminente
sacudimiento atrae otros significados a su campo. La extensa lista de ensoñaciones y
recriminaciones autohumillantes a que se somete Erdosain -ser lacayo de prostituta
rica; mucamo vergonzante en una mansión de millonarios; criado del amante de su
propia mujer- vacía al personaje y lo prepara para el cumplimiento del acto
inesperado que cambie abruptamente el límite insoportable: «Yo soy la nada para
todos. Y sin embargo, si mañana tiro una bomba, o asesino a Barsut, me convierto
en el todo, en el hombre que existe» (Sl, p. 87). Los soliloquios de Erdosain se van
cargando progresivamente de tensión hasta un punto extremo en que aparece el
significado de estallido inminente: «No se puede vivir así. No hay derecho» (Sl, p.
100); «Esta vida no puede ser así»; «No es posible seguir así, no es posible» (Ll, pp.
338 y 504). Lo «psicológico» del texto, lo que en un nivel específico puede ser leído
como la historia de un personaje psicótico, es, en el nivel de la desfamiliarización,
una puesta al desnudo de significados «no psicológicos» que establecen el imperio
de los sentidos de inestabilidad, de desequilibrio, de límites que ponen al borde de
un estallido final.
En una importante zona de las novelas el efecto de desfamiliarización asume el
inventario de los males sociales de la época. Esto se realiza por una multiplicidad de
discursos que igualan prácticas ilícitas o inmorales con prácticas sociales aceptadas
como normales; percibidas, así, con los rasgos de las primeras, las segundas, las
prácticas normales; quedan investidas de la condenación ética y política que a
aquellas le correspondían. Haffner, el Rufián Melancólico, iguala la institución
prostibularia a la sociedad establecida: «Pero venga a vivir a nuestro ambiente,
conózcalo y se va a dar cuenta de que es igual al de la burguesía y al de nuestra
aristocracia» (Sl, p. 46). La trata de blancas no difiere de la explotación capitalista:
-Nosotros, los hombres del ambiente, tenemos a una o dos
mujeres; ellos, los industriales, a una multitud de seres
humanos. ¿Cómo hay que llamarles a esos hombres? ¿Y
quién es más desalmado, el dueño de un prostíbulo, o la
sociedad de accionistas de una empresa?

(Sl, p. 51)

Usted explota tres mujeres, para no trabajar. Otros


explotan un regimiento de operarios para andar en
automóvil, tener muchos sirvientes o beber un vino cuyo
mérito fue el ser envasado hace cien años.

(Ll, p. 331)

Para explicar la demencia destructiva de sus planes y objetivos revolucionarios,


el Astrólogo los equipara con la violencia, la explotación y el asesinato aceptados en
silencio por la sociedad del sistema capitalista:
Llevaremos engañados a los obreros y a los que no quieran
trabajar en las minas los mataremos a latigazos. ¿No
sucede eso hoy en el Gran Chaco, en los yerbales y en las
explotaciones de caucho, café y estaño?

(Sl, p. 147)

...a nadie se le ocurre hacer el cálculo de los millones de


obreros, de mujeres y de niños que año tras año destruyen
las fundiciones, los talleres, las minas, las profesiones
antihigiénicas, las explotaciones de productos, las
enfermedades sociales como el cáncer, la sífilis, la
tuberculosis. Si se hiciera una estadística universal de
todos los hombres que mueren anualmente al servicio del
capitalismo, y el capitalismo lo constituyen un millar de
multimillonarios, si se hiciera una estadística, se
comprobaría que sin guerra de cañones, mueren en los
hospitales, cárceles, y en los talleres tantos hombres como
en las trincheras, bajo las granadas y los gases.

(Ll, p. 373)

Una mujer puede fabricar un hijo en nueve meses; un


capitalista puede fabricar mil máquinas en nueve meses...
Mil máquinas que dejan en la calle a mil hijos de mujeres
que tardaron nueve mil meses en concebirlos.

(Ll, p. 385)

El Buscador de Oro explica a Erdosain la estructura de obediencia ciega que


existe en los planes revolucionarios del Astrólogo, empleando el mismo efecto
textual:
-Nosotros predicaremos la violencia, pero no aceptaremos
en las células a los teóricos de la violencia, sino que aquel
que quiera demostramos su odio a la actual civilización,
tendrá que damos una prueba de su obediencia a la
sociedad [...]. Entonces se le otorgarán poderes. ¿No
sucede lo mismo con las órdenes monacales? ¿No está así
organizado el ejército? Pero, hombre ¡no abra la boca! En
las mismas empresas comerciales... por ejemplo, en la casa
Gath y Chaves, Harrods, me han contado los empleados
que el personal se gobierna con una disciplina junto a la
cual la disciplina militar es un juguete.

(Sl, p. 178)

La desfamiliarización desnuda sentidos no percibidos de la práctica,


ideologizando así el texto sin necesidad de recurrir a la tradición retórica del
realismo-naturalismo de denuncia. Pero por medio del tácito socavamiento de
certidumbres que implica (el descreer de lo creído, el creer en lo increíble), y por
medio asimismo de su relación con la tradición medieval-folklórica del «mundo al
revés» y de la mezcla caótica de niveles, el recurso también viene a corroborar el
sentido amplio de desequilibrio e inestabilidad que permea las dos novelas8. Otros
textos polisémicos actúan de la misma manera, actuando de refuerzo general de esta
estructura de sentido. En el relato del gaseado, uno de los delirios más enigmáticos
de Erdosain, y en el capítulo posterior sobre las fórmulas con que calcula la
fabricación de gases venenosos, se desfamiliarizan las instituciones de ciencia, patria
y familia presentándolas a la luz de las actividades (criminales) que propician en
conjunto:
-Lo notable del caso es que todos esos gases infernales los
han descubierto honrados padres de familia. [...]
Compuestos cianurados, arseniacales... los químicos son
hombres serios que contraen enlace muy jóvenes y tienen
hijos a quienes, les enseñan a adorar a la patria homicida.

(Ll, pp. 482-485)


Exacto. Con cerca de 4 miligramos por unidad de peso... se
produce la intoxicación mortal. Qué hijos de puta esos
sabios. Lo han dejado chiquito al diablo. Y me jugaría la
cabeza, que estos químicos, después de dejar sus probetas
y sus máscaras, regresarían a sus casas y abrazarán a sus
hijos. A la hora de acostarse, mientras la mujer,
desvistiéndose, mostraba el trasero en el espejo, le dirían:
«Tenés que ver cómo progresa la arquitectura atómica de
ese gas» [...]. Y el hombre, que por la noche le acarició
dulcemente las nalgas de su mujer, se enquista al amanecer
en el laboratorio a buscar la nueva construcción atómica,
que extermine el máximum de hombres, con el minimum
de gasto [...]. ¿Sabe lo que escribió un químico? Parece
mentira. Sólo Satán podría escribir algo semejante. Oiga
bien, señora. Escribió ese señor, que es un sabio: «Desde el
punto de vista químico y fisiológico, el mecanismo de la
acción del cloro es digno de elogio, pues le substrae a los
tejidos de las sustancias orgánicas, el hidrógeno, generando
compuestos nocivos». ¿Se da cuenta, señora? Dígame si
ese hombre no merecía que lo ahorcaran, pues, no, está al
servicio de la Bayer.

(Ll, pp. 500-502)

En estos textos saturados de doble discurso, el efecto de desfamiliarización;


procura desacralizar tanto la moral capitalista (invención científica y producción,
industrial como base del progreso) como la moral burguesa (matrimonio, familia
nuclear y patriotismo como cúspides de los valores sociales). Pero también
contribuye a la hiperconnotación de los contenidos de inestabilidad, de desequilibrio
(de lo creíble) que refuerzan la significación de «estar en el borde», en un límite:
como en la realidad de las capas medias que, en la década del treinta, decodificaban
esta operación desfamiliarizadora durante el acto de lectura.
Dependiente de este núcleo, otro gran sentido se abre en las dos novelas: la
cuestión del acceso, entendido como salto cualitativo que solucione milagrosamente
la aporía planteada por el límite y por la catástrofe, entendida como manifestación
extrema del límite. Entrar a la zona prohibida -el amor, el dinero, la clase
privilegiada; y también: la felicidad, la salvación- es un sentido que los textos
plantean abrumadoramente en el territorio de la ensoñación. Un capítulo entero
de Los siete locos, «La casa negra», está, por ejemplo, dedicado al acceso posible a
bienes ilimitados, al usufructo de una economía de exceso por el camino del
ensueño. Erdosain accede a «las mujeres más hermosas de la creación» por esa vía,
lograda con la masturbación; una vía que, al estar revestida de condenación en el
texto, refuerza la condición imaginaria y no factible del acceso a lo prohibido, a lo
interdicto, a lo no propio:
Entonces como un desesperado que se arroja desde un
séptimo piso, él se arrojaba en el delicioso terror de la
masturbación [...] rodeándose de las delicias que estaban
alejadas de su vida, de todos los cuerpos más distintos y
hermosos, para los que se necesitaría una suma inmensa de
existencias y dinero para gozar. Era aquel un universo de
ideas gelatinosas [...]. Transitaban en él las mujeres más
hermosas de la creación, desconocidas tersas que por él
descubrían sus senos de manzana ofreciendo a su boca
agriada por innobles, cigarrillos, labios fraganciosos y
palabras pesadas de sensualidad [...]. Allí, en la casa negra,
le eran habituales los placeres terribles, que de haberlos
sospechado en la existencia de otro hombre, le separaran
para siempre de él.

(Sl, pp. 114-115)

Es a través de Erdosain que se transmiten frecuentes ensoñaciones cuyo signo es


el pasaje a estados de fuerza, seguridad o dominio, rápidamente cancelados por el
regreso a lo real: «había cambiado de nombre, mascullaba inglés [...] ahora tenía
brazos fuertes, la mirada serenísima»; «El planeta era de los fuertes [...]. Arrasarían
el mundo, y se presentarían a la canalla que se encalla el trasero en las butacas de
todas las oficinas, blindados de grandeza, semejantes a emperadores...»; «¿No
hubiera sido preferible ser capitán de un navío y comandar un super-dreadnought?
Las chimeneas vomitarían torrentes de humo y en el puente de mando conversaría
con el comandante de torre...» (Sl, pp. 125, 132-133, 190). Erdosain comparte con
Emilio Espila la misma ensoñación vicaria de seguridad en la medianía, «[llevando]
contabilidad en un aserradero a la orilla del río» (Ll, pp. 455, 490). Pero alienta
sobre todo una ensoñación extrema, la de destruir violentamente la clase media a
que pertenece, o la clase alta que es objeto de su deseo: «Una frase estalla en su
cerebro: Barrio Norte. La frase se completa: Ataque a Barrio Norte. Se alarga:
Ataque de gas a Barrio Norte» (Ll, pp. 527). Con similar pulsión entra en
ensoñación el Astrólogo, quien confiesa que para dormirse debe imaginarse a cargo
de la defensa de una fortaleza: «por medio de mangueras proyecto chorros de cien
metros de largo, de petróleo encendido [...] me detengo encantado en el espectáculo
de millares de hombres que corren de un lado a otro, ardiendo vivos» (Ll, p. 361). El
mito mayor de la revolución social redentorista que vertebra ambas novelas -
vehiculizado en discursos de aventura (el Buscador de Oro), conspirativos (el
Astrólogo), místico-proféticos (el farmacéutico Ergueta)- es naturalmente otro hilo
(central) de este tejido de significaciones en que la ensoñación orienta la lectura
hacia sentidos de acceso finalmente fallido. Como también pertenecen a tal tejido el
mito de las invenciones (la rosa de cobre, el Rayo de la Muerte); el mito de la huida
regeneradora al sur (evocada por el discurso del Buscador de Oro, Sl, pp. 176-177);
o el mito del lugar-otro (como en Erdosain, quien desea/imagina mudarse a casa del
Astrólogo para poder tener un laboratorio, Sl, pp. 33-34); todos ellos dentro del gran
movimiento semántico hacia un acceso finalmente negado u obturado.
Porque tanto las ensoñaciones como la revolución (o las invenciones, las fugas
y los traslados) fracasan como vías de acceso-a-lo-otro; son canceladas en el
territorio mismo de la imaginación, o se revelan finalmente como mentiras. Como
también fracasa el otro significado importante conectado con el de acceso, el de la
esperanza, estrechamente relacionado asimismo con los de engaño y mentira. La
esperanza posee inicialmente un sentido de acceso posible, como en la rosa de cobre
de Erdosain y en los planes del Astrólogo:
[Erdosain] recorrió las calles pensando en los sufrimientos
que debieron sobrellevar los Espila para resignarse a esa
catástrofe, y más tarde, cuando inventó la rosa de cobre, se
dijo que para levantar el espíritu de esa gente era necesario
injertarles una esperanza.

(Sl, p. 209)

¿Puede hacerse felices a los hombres? Y empiezo por


acercarme a los que desprecio. Quiero apoderarme del
alma de todos estos desgraciados, darles por objetivo de
sus actividades una mentira que los haga felices inflando
su vanidad... y estos pobres diablos que abandonados a sí
mismos no hubieran pasado de incomprendidos, serán el
precioso material con que produciremos la potencia...

(Sl, p. 153)

Pero la rosa de cobre no se produce más allá de una etapa experimental, de


modo que su efecto probable de acceso (sacar de la miseria a los Espila) nunca se
realiza; la revolución del Astrólogo termina en su fuga y desaparición con Hipólita,
con lo cual los grandes planes redentoristas (el acceso de los «desgraciados» a una
sorda felicidad) tampoco se llevan a cabo. Los accesos, los pasajes, son ilusorios; el
límite no puede ser traspuesto y sólo queda permanecer en una zona de tensión sobre
la que se cierne el sentido de catástrofe inminente, la caída posible, la no resolución
de lo inestable. Leer Los siete locos y Los lanzallamas de esta manera es acercarse al
modo de lectura de las capas medias en la década del treinta; evaluar, en suma, el
aspecto social y referencial de las novelas. Acaso sea la poderosa
fascinación pesimista de estos relatos lo que produjo un largo silencio sobre ellos,
como si la carga de la realidad y la carga del mito que la vehiculizaba a través de la
ficción fueran, juntas, insoportables para la cultura argentina de su tiempo.

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