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Destructo III No hagamos esperar al infierno

Primer Capítulo. Durante la consolidación de una nueva dinastía en


China, un guerrero hizo una promesa inquebrantable. Y en los Campos
Elíseos, tres ángeles se preparaban para una peligrosa misión al
Inframundo.

I. Año 1368

La Luna no era más que una pálida y delgada línea en un cielo negro atiborrado
de estrellas. La brisa era fría, pero aquello no aminoró el espíritu de los miles de
jinetes que se agolpaban al frente de la capital del reino de Xin, expectantes a la
orden de entrar y asaltar el castillo del emperador. Levantaban la mirada y veían,
más allá de las altas murallas que protegían la ciudad, cómo grandes volutas de
humo ascendían por el aire para dibujar figuras informes en el cielo ennegrecido.

El último bastión del viejo imperio, Ciudad del Jan, una dinastía dominada por
soberanos mongoles, pronto caería bajo el fuego y aquella sola imagen encendía
los corazones de los guerreros.

El comandante de la legión invasora, Syaoran, cabalgaba al frente de la fila de


jinetes. Su armadura lamelar, al igual que el de sus hombres, era de un negro
oscuro e intimidante; se retiró el yelmo de penacho rojo y echó un vistazo a la
gigantesca muralla. Desde que amaneciera hasta que el sol se ocultara, el sitio
había sido férreamente defendido por los vasallos del emperador, con arqueros,
lanceros y hasta arrojándoles acero fundido. Ahora no quedaba nadie y tenía la
sospecha de que se habían resguardado en el castillo, en el centro mismo de
Ciudad de Jan.

La muralla tenía al menos diez hombres de altura y rodeaba por completo la


capital, una suerte de anillo de apariencia infranqueable; pero una súbita ola de
orgullo lo invadió al reconocer que pronto rendiría frutos su estrategia de enviar
infiltrados que escalasen las murallas en tanto atacaban con catapultas.
Pronto, pensó, las puertas se abrirían y pondrían fin a la dinastía mongola.

Luego se giró sobre su montura y vio a su ejército expectante. Eran casi diez mil
hombres. Se impresionó al comprobar la disciplina de sus exhaustos guerreros
ordenados en largas columnas que se extendían por las llanuras; los más alejados
parecían más bien manchas sobre la hierba plateada.

El agua y la comida habían escaseado durante los últimos días de su viaje, pero
con la toma de la ciudad vendría un festín. Recordó cómo los mongoles solían no
solo llevarse las provisiones sino también a las mujeres antes de arrasar las
ciudades xin; meneó la cabeza para quitarse los recuerdos amargos, por más que
tuviera sus ansias de venganza, daría muestras de civilización a su enemigo… si
es que decidían rendirse.

La gigantesca puerta principal chirrió y un par de golpes se oyeron desde adentro.


Cuando un grupo de infiltrados consiguieron abrirla de par en par, otros sostenían
de los brazos a un asustado hombre vestido con un deel azulado cruzado por una
faja dorada. Luego de postrarse en el suelo, se presentó como un enviado
diplomático de parte del emperador; esperaba pactar un cese a las hostilidades.
Había mujeres y niños en Ciudad del Jan.

El comandante se mantuvo inmutable y esperó un tiempo antes de pronunciarse.


Podría hacer caso omiso a las súplicas y dirigir a su ejército para adentrarse en las
angostas calles de la ciudad, aplastando al enviado bajo las líneas de jinetes, pero
Syaoran lo sorprendió.

—Hemos venido por la cabeza de vuestro emperador. Puedes decirles a las


mujeres de la ciudad que estarán a salvo, a menos que yo encuentre una muy
bonita.

El enviado dio un respingo al oír aquello y se estremeció al imaginar cómo Toghon


Temur, el emperador mongol, era ejecutado por aquellos “salvajes y piojosos
rebeldes”. Intentó convencerlo de que desistiera, pero el comandante volvió a
interceder.

—Los hombres de tu emperador han luchado bien. Si se rinden, les perdonaré la


vida.

—¿Y perdonar la vida de mi emperador? ¿No es más importante tenerlo vivo para
que predique vuestra victoria por todo el reino?

—No solté la teta ayer. No dejaré que reúna fuerzas en otras tierras — Syaoran se
inclinó sobre su montura y fijó su mirada en el aterrorizado diplomático—. Su
cuello probará el acero de mi sable. Hemos venido hasta aquí como una rebelión
del pueblo xin y pretendemos irnos como una nueva dinastía. Solo lo
conseguiremos cuando ate su cabeza en la grupa de mi caballo y la presente a mi
señor.

El enviado tragó saliva; no había forma de convencerlo.

—Me temo que mi emperador no se rendirá y peleará hasta el último de sus


hombres.

Syaoran levantó su arma, cuya hoja refulgía bajo la luna como una línea luminosa.

—¡Wu huang wangsui!

Sus guerreros rugieron eufóricos al escuchar el grito de guerra xin. “¡Diez mil años
para el nuevo emperador!”; tanto él como la caballería galopó rumbo la ciudad,
elevando al aire gritos de júbilo. El diplomático se lanzó hacia un lado para evitar
ser pisoteado.

Tras el comandante iban cabalgando los portaestandartes, elevando al aire las


banderas de colores dorado y carmesí del nuevo orden xin. Eran llamativos los
penachos rojos agitándose sobre sus yelmos; como una ola de fuego que
flameaba en las calles; después de todo, eran conocido como el ejército del
Turbante Rojo.

Las angostas calles se encontraban despobladas y los ciudadanos se habían


resguardado en sus hogares, apenas asomándose por las ventanas para ver
aquellos estandartes agitándose. Ya no había guardias mongoles defendiendo la
ciudad y por un momento los rugidos de los guerreros superaron el golpear de las
herraduras contra el empedrado.

El castillo del emperador estaba erigido sobre un terreno elevado, protegido por
murallas. A su alrededor se extendían gigantescos jardines, aunque en algunas
zonas el fuego crepitaba. No había señal de sus vasallos a la vista. El comandante
levantó el puño para que los que lo seguían detuvieran a sus caballos; los demás
imitaron el gesto para que la orden recorriera toda la caballería. Había que
recuperar el aliento; al frente estaba el castillo y la imagen del mismo también
siendo invadido por el fuego les volvió a inyectar de confianza.

—¡Mensajeros! —gritó.

Los guerreros esperaban con ansias la orden de abalanzarse para cortar la


cabeza del emperador. Aproximadamente eran seiscientos los pasos que los
separaban del castillo y aunque la victoria pareciera estar al caer, aún había toda
una fortaleza en la que adentrarse y en donde probablemente se resguardaban los
últimos de los vasallos. Se erigía altísima y arriba asomaban contados arqueros.
Pero los jinetes xin estaban imbuidos de valor; tamborileaban sus lanzas,
contaban sus flechas antes de guardarlas de nuevo en su carcaj, sacudían sus
hombros para que el frío no entumeciera los músculos.

Los mensajeros se habían abierto paso entre los jinetes y avisaron al comandante
acerca del imprevisto contratiempo: las catapultas debían ser desarmadas para
atravesar las calles, y ahora avanzaban lentas a través de Ciudad de Jan.

El comandante gruñó. De todas formas, ya tenía el castillo rodeado y el emperador


no escaparía.

—Montad un puesto de guardia. Atacaremos al amanecer.

Un guerrero frunció el ceño y tensó las riendas de su caballo. No tenía muchas


nociones sobre la milicia, pero sabía que había una disposición de hombres con
rangos y que, tal vez, lo mejor sería quedarse callado.

No obstante, tragó saliva y se armó de valor.

—Solo quedan arqueros defendiendo el lugar —dijo con voz firme, y algunos
jinetes giraron la cabeza para verlo—. Podemos embestir mientras nuestros
propios arqueros nos cubren.

El comandante fulminó con la mirada al joven. Había campesinos entre sus


soldados y lo sabía; no todos estaban educados como debieran. Pero necesitaban
de activos de guerra y en la nueva dinastía que pretendía alzarse no escatimaron
en detalles. Si sabían levantar picas, iban al frente. Si sabían montar caballos, los
entrenarían rápidamente en el arte de disparar desde sus monturas.

Lo vio detenidamente. Se veía fuerte y en su rostro había sangre seca


desperdigada, prueba de que había participado en las batallas. Su sable, sujetado
por el fajín de su armadura, también estaba teñida de rojo. “Pero es un
campesino”, concluyó el comandante. Lo miró a los ojos; los tenía de color miel,
de un amarillo tan luminoso que parecía un lobo.

—¿Cómo te llamas?

El guerrero sonrió, revelando dientes ensangrentados.

—Wezen.

—Al amanecer vendrán las catapultas para abrirnos el camino. Y cuando lleguen,
mandaré a que te azoten la espalda hasta que aprendas a respetar a tus
superiores.

Carcajadas poblaron el lugar. En cambio, los labios de Wezen se convirtieron en


una delgada línea en su rostro pálido. Quién querría varazos. Mujeres, flores y
vino de arroz, eso era lo que debían esperarlo luego de la victoria, pensó.

—Tienes valor, soldado —continuó el comandante—. ¿De dónde eres?

—Tangut —dijo; inmediatamente se corrigió—. De los reinos Xi Xia.

Syaoran enarcó una ceja. Se trataba una ciudad del reino Xin, ya inexistente,
avasallada y destruida por los antepasados del emperador mongol. Entonces
entendió los motivos del joven de seguir el asedio. Cómo no comprenderlo si él
mismo también se movía por deseos de revancha. Desenvainó su sable que
refulgía bajo la Luna y apuntó al extenso jardín del castillo, en una gran zona que
aún no había sido alcanzada por el fuego, y luego miró al atrevido guerrero.

—¿Sabrás marcar el terreno para las catapultas?

—Claro que sí.

Un jinete dio un coscorrón fuerte al yelmo de Wezen. Este se giró y notó que su
amigo, Zhao, estaba allí, con la armadura también empañada de sangre además
de una mirada fulminante. En la caballería el trato era completamente distinto al
que Wezen acostumbraba en las campiñas.

—Quiero decir… ¡S-sí, comandante!

Syaoran cerró los ojos, tratando de apaciguar su ira. La paciencia no era una de
sus dotes, pero cómo iba a perder los estribos cuando la victoria ya estaba
saboreándose. Cuando los abrió, calmo, asintió al joven.

Wezen hinchó el pecho, orgulloso. Ignoró los repentinos latidos frenéticos de su


corazón y espoleó su montura, abriéndose paso entre los jinetes y adentrándose
en los jardines, todo un terreno peligroso en el que podría ser víctima de los
flechazos enemigos.

Los arqueros a lo alto del muro tensaron sus cuerdas y lanzaron al menos una
decena de flechas al jinete que se acercaba. Las saetas apenas eran visibles
debido a la oscuridad de la noche, pero los silbidos eran inconfundibles. Wezen se
inclinó hacia adelante y elevó su escudo para protegerse, pero de reojo notó que
las saetas se clavaban mucho más delante de él. Entonces supo que las flechas
tenían un límite de distancia y él aún podía avanzar más; lo que fuera para marcar
la línea donde las catapultas pudieran ser instaladas sin temer a los arqueros.

“No lo conseguirá”, pensó más de uno. “Lo mandó a una muerte segura”, sonrió
otro. Su amigo, en cambio, apretaba los dientes. Se inclinó sobre su montura
como un halcón que desea levantar vuelo, cuánto deseaba romper fila para
acompañarlo. Vino a su mente la hermana de Wezen y apretó los puños. Cómo
ese necio se atrevía a hacerlo, pensó; arriesgar su promesa de volver de una
pieza. “Sobrevive”, susurró para sí. “Por Xue”.

El caballo relinchó al recibir un flechazo en el muslo y Wezen se giró sobre la


montura; había llegado al límite, allí donde los arcos enemigos podían hacerle
daño. Alargó el brazo y, torciendo la saeta, se la retiró de la pierna del animal.
Volvió a galope tendido mientras se hacía con la lanza que colgaba en su espalda,
sujeta por correas.

Marcó un tajo al suelo.

Zhao, a lo lejos, cerró los ojos y suspiró entre el murmullo aprobativo de los
guerreros. Su amigo lo había conseguido.

Wezen detuvo al animal para apaciguarlo. Miró la fortaleza, allá a lo lejos, allá a lo
alto, a los arqueros. Cuánto había deseado y soñado ese momento. Casi un siglo
de sometimiento extranjero sobre el reino Xin terminaría esa noche y, sobre todo,
las heridas provocadas a su familia tendrían venganza.

Bajó de su caballo y se plantó firme sobre la línea que había marcado. De la grupa
del animal descosió los emblemas dorado y carmesí de la nueva dinastía. A lo
lejos, su comandante apretaba los dientes pensando en que debería doblar la
dosis de varazos cuando llegara al amanecer.

El guerrero enlazó los emblemas en la base de su lanza. Levantó el arma sobre su


cabeza, haciéndola girar, y los pedazos de tela flamearon al viento. Revelándoles
los dientes de su sonrisa, clavó la punta de la lanza en el suelo marcado.

—¡Oíd, perros! ¡Diez mil años para el nuevo emperador!

Enervados, los enemigos lanzaron una descarga incontable de flechas, pero


ninguna alcanzó a Wezen. Tras él, todos los jinetes estallaron en gritos de júbilo
mientras más saetas surcaban los cielos para clavarse en el suelo, pero lejos del
confianzudo guerrero.

Wezen se giró para ver a sus camaradas. Volvió a gritar, levantando el puño al
aire, pero era ensordecedor el sonido de victoria que atronaba la ciudad, así como
las flechas cortando el aire, que ni él mismo se pudo oír.

Cuando montó de nuevo, se presentó ante su comandante. El griterío era


imparable y el joven tenía la culpa de ello. Tuvo que alzar la voz para que su
superior, cruzado de brazos, le oyera.

—¿Lo de los varazos sigue en pie, comandante?

—¿Qué varazos? Hoy comienza una nueva dinastía, Wezen. Preséntate en mi


tienda para el mediodía.

El guerrero asintió. Observó de nuevo para ver aquel castillo. Cuando llegaran las
catapultas todo aquello estaría convertido en un montón de escombros
pedregosos. Y él era parte de ese hito.

“Una nueva dinastía”, pensó. Acarició a su animal, que apenas podía mantenerse
tranquilo, tal vez por el griterío, tal vez por la herida. “Hoy comienza una nueva
historia”.

II. Año 2332

Varias hembras aladas paseaban por un campo amplio de color del barro, aunque
en diversas secciones ya asomaban brotes verdes y zonas floreadas. Con
rastrillos, palas y escardillos en mano, las floricultoras de la legión de ángeles
trabajaban el terreno que en un futuro sería la Floresta del Sol, un nuevo jardín de
ocio de los Campos Elíseos, ubicado en las afueras de Paraisópolis.

Destacaba en el centro del terreno una hembra de alas finas, larga cabellera
ensortijada y cobriza, además de unos llamativos ojos atigrados. Clavó una pala
en el suelo y se frotó la frente sudorosa. Ondina, la líder de las jardineras, se
encontraba cansada y con la túnica sucia de barro, pero sonrió al tener una
panorámica del lugar; poco a poco el campo de tierra iba quedando hermoseado
tras intensos días de trabajo.

Era una Virtud, rango angelical destinado a la protección de la naturaleza y


fuertemente relacionadas a las flores. Solo esperaba que la reciente declaración
de guerra contra el Segador no trajera ninguna batalla allí y destruyera el campo.
Se estremecía solo de pensarlo.

Spica, otra Virtud, llegó para interrumpir sus cavilaciones. Tan sucia y cansada
como ella, tiró su rastrillo al suelo y levantó tanto alas como manos al aire.

—¡Libre por hoy! —chilló—. Hablé con las otras y nos iremos al lago. ¿Te vienes?

Ondina meneó la cabeza.

—Tengo un asunto pendiente.

Y desclavó la pala de la tierra para seguir trabajando. Spica sospechó cuál era el
asunto, por lo que fue inevitable sonreír por lo bajo, mordiéndose la punta de la
lengua.
—Asunto… ¿pendiente?

Ondina frunció el ceño.

—Eso he dicho. ¿Qué te pasa?

—Nada. Pues no te tardes. Te estaré guardando un espacio en el lago.

—Antes de irte, ¿me traes unas bolsas de semillas? —agarró las bolsillas de
cuero que pendían de su cinturón—. Ya se me están acabando.

Spica sonrió con los labios apretados. Las semillas estaban en la otra punta de la
floresta, en la caseta de herramientas que habían construido. Estaba cansada y ya
ni quería usar sus alas. Además, el sol aún golpeaba con fuerza y un baño en el
lago era lo único que se priorizaba en su mente.

—¿No podrías continuar mañana?

Ondina la fulminó con la mirada.

—No.

—¡Ah! —Spica dio un respingo—. Está bien. Tú mandas …

Se giró en búsqueda de las “condenadas semillas”, como las pensó. Por más que
fueran del mismo rango era notoria la dedicación de Ondina, no por nada era
considerada la líder de las Virtudes. El jardín y su mantenimiento eran su vida y
dedicación hasta un punto, según sus subordinadas, desmedido. “Algún día tiene
que darse un respiro, por los dioses”, se quejó Spica, rascándose la frente. “Y a
nosotras también”.

Poco a poco, ángel tras ángel, Ondina se había convertido en la única Virtud
presente en medio del terreno que poco a poco se teñía por una luz ocre propia
del atardecer. Cerró los ojos e imaginó el mismo campo ahora repleto de flores
coloridas y paseos de árboles erigiéndose para todos lados. Levantó una mano al
aire y casi pudo sentir esos pétalos imaginarios flotando en el aire y colándose
entre sus dedos.

Un ángel descendió tras Ondina sin que esta se percatara de su presencia,


absorta en sus imaginaciones como estaba. El arquero Próxima era fácilmente
reconocible por las plumas de puntas rojizas de sus alas, además de llevar su arco
cruzado en la espalda. Se lo retiró y lo lanzó a un lado, agarrando de paso el
rastrillo que Spica había echado.

Empezó a trabajar la tierra, silbando una canción que solía escuchar en las
noches del coro.

Ondina dio un respingo cuando lo oyó. Se giró para verlo y habló en tono
quejumbroso.

—¡Ah! Tú. Deberías saludar, ¿no te enseña la Serafín los buenos modales?

—Intenté venir temprano —se excusó el arquero—. Pero me temo que tuve que
quedarme para discutir los pormenores de mi misión. Lo siento, Ondina.

Pero Ondina hizo caso omiso a las disculpas. Frunció el ceño y continuó con su
labor.

—¿Cuándo te marchas?

—Mañana al amanecer.

—Deberías prepararte entonces. Pierdes el tiempo aquí.

—Me gusta ayudar en la jardinería —se acercó a la Virtud y llevó sus dedos a la
cintura femenina, deslizándolos por la tela de la túnica hasta que se introdujeron
dentro de una de las bolsillas que pendían del cinturón—. Es relajante.

Ondina se estremeció al sentirlo, pero lo disimuló como pudo. Próxima sacó unas
semillas y las desperdigó sobre la tierra.

—Cuida dónde pones esos dedos —amenazó altiva.

—Y me gusta estar contigo —asintió, volviendo a pasar el rastrillo.

Aquello fue un golpe bajo para la hembra. A ella también le agradaba su


presencia. Más de lo que hubiera deseado. Apretujó sus labios y torció las puntas
de sus alas porque ya no podía sostener su acto. Estaba preocupada. Todo el día
lo estuvo. Abrazó la pala contra sus pechos y se giró para verlo.

—Si tanto te gusta estar a mi lado —ladeó el rostro, incapaz de mirarlo a los
ojos—. ¿Por qué tienes que alejarte? Quédate. Dile a la Serafín que no deseas
esa misión.

—Y si me quedo —sonrió el arquero, llevando la pala sobre uno de sus hombros,


señalándose el pecho con el pulgar—. ¿Quién salvará los Campos Elíseos de las
garras del Inframundo?

—¡Hmm! —gruñó ella—. ¿Ahora te crees un gran héroe? Que no se te suban los
humos a la cabeza, los espectros del Inframundo no perdonan.
Había advertencia en sus palabras, una clara preocupación en su tono. La hembra
se fijó en Próxima, pero este ahora echaba un vistazo a los alrededores,
escabulléndose de las reprimendas y advertencias.

—Por los dioses —suspiró Próxima—. Este lugar es horrible.

—¡Ah!

—Pero lo conseguirás —asintió. Y luego se fijó en ella—. Siempre lo consigues.

—¿Quiénes irán contigo?

—Uno es Pólux. El otro…

—¿Pólux? —la hembra arrugó la nariz—. ¿Por qué no enviarán a otro guerrero
como tú? El Inframundo es un lugar peligroso, ¿y deciden enviar a un
bibliotecario? Un ángel gordo y perezoso, además.

Próxima rio. Tenía razón, Pólux podría ser de todo menos un guerrero. Aun así, lo
defendió.

—Pólux será un gran aliado. Pero es cierto que yo preferiría tener de compañía a
cierta Virtud, es la más hermosa que han visto mis ojos, no sé si la habrás visto
por aquí —y al oír las palabras, las mejillas de la hembra ardieron—. Pero, a falta
de ti, creo que el ángel más sabio de la legión será un gran compañero de viajes.

Ondina calló incapaz de librarse del sonrojo. Próxima siempre fue bueno con las
palabras. Volvió a trabajar la tierra, pero esta vez el arquero se acercó no para
meter la mano en las bolsas de semilla, sino para abrazarla por detrás y buscar
consolarla.

—Te preocupas demasiado, Ondina.

—¿Lo hago? Es una misión suicida. Si la Serafín tanto desea hacerlo, ¿por qué no
va ella?

—Es la líder ahora. Tiene asuntos más importantes.

—¿Y yo? ¿Acaso no tengo importancia alguna para ti?

Cayó un beso en el cuello de la hembra que hizo que por dentro su cabeza diera
vueltas y vueltas. Siempre era avasallante sentir el tacto del amante; para seres
como los ángeles a quienes se les había negado y arrancado esos placeres del
cuerpo todo era vivido con más intensidad.
—Lo hago por ti.

—No —Ondina meneó la cabeza—. Lo haces por la legión. Yo entiendo. ¡Pero…!


Llámame egoísta si quieres, deseo que te quedes —torció las puntas de sus alas
cuando su amante la mordisqueó—. ¡Ah! ¡Próxima!...

El guerrero la tomó de la mano y levantó vuelo, aunque la hembra no deseaba


volar ni apartarse de la tierra que trabajaba. Pero había un riachuelo en las
inmediaciones y la llevaría a trompicones si fuera necesario.

—¡Aún tengo trabajo que hacer! —protestó la Virtud, tirando de la mano, pero el
arquero no la soltaría fácilmente.

—La Floresta puede esperar. Yo no.

—¡Hmm! —gruñó, dejándose llevar.

El agua del río les llegaba por encima de la cintura, empapando sus túnicas y
adhiriéndolas en el cuerpo; arriba, la luna arrojaba un destello plateado sobre el
agua de modo que los amantes no perdían el detalle del otro. Ondina desnudó al
guerrero, quien se giró para darle la espalda. La hembra deseaba tocarlo, aunque
se contuvo porque aún no era el momento, además tenía la manía de arañarlo si
esta se excitaba en exceso; meneó la cabeza para apartar el deseo carnal y
empezó a lavar las alas del arquero.

Próxima quiso girarse para verla a los ojos, pero ella lo sujetó para limpiarle el
barro de las plumas.

—Quieto. Y cuéntame, ¿es verdad lo que cuentan de Curasán y Celes? —la


hembra encorvó las alas, había oído los rumores de parte de sus pupilas, pero
quería confirmarlo con un testigo como Próxima—. Tú los has visto, ¿no es así?

—Fue una sorpresa —asintió, recordando la noche que la Querubín huyó de los
Campos Elíseos—. Se tomaron de la mano delante de la luna. Frente a todos los
guerreros. Los guardianes de la Querubín son amantes.

—¿Y cómo reaccionaron los demás? —preguntó curiosa, aunque realmente


quería saber qué dirían “los demás” si se enterasen que la Virtud y el arquero
también eran pareja.

Próxima se giró y la tomó de las manos, imitando a Curasán y Celes.

—No sabría decirte. No me fijé en la reacción de los otros. Pero, ¿cómo te sientes
tú ahora mismo?

La hembra sonrió con los labios apretados. Se sentía bien, demasiado bien. La
sangre hervía y las hormigas inexistentes poblaban su vientre. Claro que, para su
pesar, la culpa por hacer algo prohibido siempre asomaba.

Miró hacia la orilla, allí donde varias flores crecían entre los hierbajos. Levantó su
mano y, con un movimiento grácil de dedos, dichas flores empezaron a elevarse y
dirigirse al río, desafiando la corriente de aire y la propia gravedad. Revoloteaban
entre la pareja; era un espectáculo colorido que hechizó al arquero.

Ondina reía y cogió al vuelo varios pétalos.

—Estas servirán —asintió divertida.

—Estaría bien aprender eso —dijo Próxima moviendo torpemente los dedos, como
esperando levantar las flores.

—¡Bueno! Y a mí me gustaría invocar rastrillos y palas, como cuando vosotros los


guerreros invocáis vuestras armas. Pero eres un ángel guerrero y yo una Virtud.
La guerra no es lo mío y la naturaleza no es lo tuyo.

Formó una pulsera de pétalos y la cerró en la muñeca de su amante.

—No te pediré que me prometas que volverás. Yo sé. Volverás a mí, guerrero.

—¿Segura? Tal vez me agrade el Inframundo y decida asentarme. Es decir, ¿qué


me espera a mi vuelta?

Corrían los ángeles desnudos sobre la hierba de los Campos Elíseos, perdidos en
la oscuridad plateada por la luna que ahora asomaba tímida tras las nubes, única
testigo de la unión clandestina de los amantes. Ondina se abalanzó sobre
Próxima, abrazándolo con brazos, alas y piernas, uniendo sus labios con fruición;
el tacto era desinhibido; la mente apenas sabía cómo moverse, cómo actuar, pero
era como si el cuerpo se activara y tomara las riendas de la situación.

Una larga estela de pétalos los persiguió desde el lago y danzaba alrededor de los
amantes. A Ondina le hacía gracia cómo Próxima las miraba con recelo, como si
fueran espías; no lo tranquilizaba por más que se gastara con explicaciones de
que las flores la seguían a ella porque era su guardiana y cuando esta
experimentaba felicidad, toda la flora respondía a su manera.

El guerrero, entorpecido por tener a Ondina atenazándolo, cayó tropezado sobre


la hierba. Ella reía, pero al arquero le sonrojó aquello; uno de los ángeles más
letales de los Campos Elíseos tropezándose por los prados tal querubín. Hizo
acopio para olvidarse de los pétalos espías y, mientras la Virtud se acomodaba
sobre él, palpó suavemente aquellos pechos orgullosos por donde algunas gotas
de agua trazaban caminos.

Acercó sus labios y degustó los pezones con delicadeza porque había aprendido
con el tiempo que Ondina no toleraba la brusquedad. La lengua dibujaba círculos
alrededor de la aureola y luego incitaba al pezón a despertar. Cerró los ojos y se
deleitó de los gemidos de su pareja.

La jardinera intentaba ofrecer los pechos, empujándose contra su amante, pero a


la vez su espalda se arqueaba cuando los dedos del arquero se recreaban en las
redondeces de su trasero; sus alas se torcían de placer y sus manos empuñaban
la hierba debido a la intensidad con la que vivía todo.

Cuando unieron los cuerpos todo se les volvió más intenso. Se preguntaron para
sí mismos, como otras tantas veces, si realmente tenía sentido que los dioses les
prohibieran aquello. Esa estrechez húmeda que abrigaba el sexo del varón, esa
plenitud, el sentirse llena y unida, que vivía ella dentro de sí cada vez que la
penetraba. En ese instante que todo se desbordaba en un intenso orgasmo no
cabía dudas de por qué Lucifer se reveló en los inicios de los tiempos. Más que
deseos de libertad, tal vez, pensaban los amantes, el ángel caído habría
experimentado el amor y con ello despertó el deseo del cuerpo.

Exhausta, Ondina se arrimó sobre el arquero.

—Volveré —dijo él, enredando los dedos entre la cabellera mojada de su


amante—. Y cuando regrese, te tomaré de la mano frente a todos.

—Nos colgarán —rio Ondina—. A ver qué cara pondrá Irisiel cuando vea a su
estudiante predilecto unido a una jardinera…

—Pues a mí me gustaría ver la cara que pondrá Spica —y la hembra carcajeó por
el comentario al imaginar a su mejor amiga boquiabierta.

—Y pasearemos de la mano por la Floresta del Sol —Ondina asintió—. Yo misma


haré un sendero de tierra rodeado de árboles y flores. Para los dos. Para más
ángeles amantes.

Próxima cerró los ojos e imaginó todo aquello. En su mente los caminos de tierra
serpenteaban por la floresta y cientos de parejas recorrían sus senderos entre el
revoloteo de plumas y hojas de los más variopintos colores. Sonrió al entender,
por fin, por qué Ondina ponía tanto empeño en trabajar el jardín.

—Ya veo. Entonces me apresuraré en volver.


Pólux bajó por las escaleras de la Gran Biblioteca conforme su rostro se torcía por
la fuerte luz del sol. De una peculiar calvicie y una prominente barriga que
demostraba su excesivo gusto por la bebida, el sabio ángel de rango Potestad
levantó la mano e invocó su libro de apuntes, todo un grueso compendio de
conocimientos adquiridos a través de los siglos.

Creados por los dioses para proteger los conocimientos, la Potestad usó el libro
invocado para taparse los ojos del sol.

Se ajustó el fajín de su túnica y echó la mirada para atrás; definitivamente, pensó,


extrañaría su lugar de trabajo; a saber cuánto tiempo estaría afuera en la misión
que le había encomendado la Serafín Irisiel. Pero a la vez lo deseaba; salir de
aquella suerte de claustro, de aquel gigantesco salón repleto de estanterías y
libros varios que los ángeles de la legión utilizaban ya sea para adquirir sabiduría
o como simple pasatiempo.

Si bien viajar al Inframundo no era precisamente una idea que le causara


tranquilidad, se hacía inevitable sentir algo de orgullo al haber sido encomendado
con semejante misión en unas tierras cuyo paso para los ángeles estaba
prohibido.

Aprovecharía para recabar toda información acerca de aquel temible lugar, asintió
decidido.

—¡Maestro!

Un grupo de Potestades salió de la Gran Biblioteca. Destacaba Naos por su


aspecto larguirucho y su rostro de facciones igualmente alargadas; se trataba de
uno de sus subordinados más fieles. Si bien todos compartían el mismo rango
angelical que Pólux, era inevitable para ellos referirse a este como su superior; fue
idea de él la de crear la Gran Biblioteca en los inicios de los tiempos, en medio
mismo de la ciudadela de Paraisópolis.

—Me temo que estaré fuera por unos días —dijo Pólux.

—Lo sabemos, Maestro —Naos se acercó con un objeto en las manos, enrollado
por una tela blanca.
—¿Y esto?

Se lo entregó y el maestro descubrió la tela para revelar el regalo. Pólux silbó


largamente mientras torcía las puntas de sus alas.

—Es del viñedo de Spica —Naos esbozó una gran sonrisa—. Es un encargo
especial.

Pólux miró para ambos lados de la calle. Había un montón de ángeles yendo y
viniendo por las calles de Paraisópolis, pero no les prestaban atención. Mejor así.
Su fama de ángel bebedor no era desconocida en los Campos Elíseos, pero
deseaba mantener cierta privacidad. Agarró la botella de vino y la ocultó tras su
fajín.

—¿Encargo especial? ¿Acaso ya lo sabéis? —preguntó Pólux.

—Los rumores corren rápido, Maestro.

—Hmm —asintió Pólux—. Mantened la biblioteca ordenada durante mi ausencia.

—Pero hay algo que me tiene curioso, Maestro —dijo otra Potestad—. Si se topa
con un espectro del Inframundo, ¿acaso va a darle librazos a la cabeza hasta que
muera?

Sus estudiantes carcajearon estruendosamente, aunque Pólux se estremeció de


imaginarse haciendo algo como aquello.

—Si sucede lo peor, me temo que tendré que hacer un gran sacrificio y reventarle
la botella de vino en la cabeza.

Más de un ángel detuvo su rutina y miró a ese grupo de sabias Potestades riendo
sonoramente en la entrada a la Gran Biblioteca. Era usual verlos siempre de buen
humor y tratarse con camaradería.

—De todos los ángeles de la legión, usted es el menos adecuado para esta
misión, Maestro.

Ahora las risas fueron menos pronunciadas porque era una verdad incómoda. Las
Potestades no estaban hechas para la batalla. Pólux ni siquiera sabía manejar un
arma, tal vez una daga, como mucho, pero desde luego insuficiente para una
misión al Inframundo.

—Estarás bien resguardado, eso sí —dijo uno—. Tu compañero es nada más y


nada menos que Próxima.

Ahora todos asentían entre murmullos. Probablemente, luego de los Serafines,


Próxima era uno de los guerreros más respetados de los Campos Elíseos. El
alumno más audaz de la Serafín Irisiel era una excelente garantía de seguridad
para una misión tan peligrosa.

—Pero tu otro compañero —Naos frunció el ceño—, no me inspira mucha


confianza...

—No seas agorero —interrumpió Pólux—. No puede ser tan malo. Si Irisiel lo
eligió, tendrá sus razones.

—La Serafín puede equivocarse —devolvió Naos—. Ya ves. Te eligió a ti.

De nuevo los estruendos de las carcajadas rebotaban por las callejuelas. El


ambiente de despedida fue grato y entre amigos. Con sendos abrazos se
despidieron de Pólux con la esperanza de verlo más temprano que tarde. El
robusto ángel se ajustó su fajín y les sonrió, antes de girarse y perderse en las
calles de Paraisópolis.

—Pero, realmente —insistió Naos a sus compañeros—. De todos los ángeles que
Irisiel podría haber elegido para acompañar a Pólux y Próxima, ¿ha tenido que
nombrar justamente a ese?

—No puede ser tan malo —dijo otro—. ¿O sí?

Varias hembras se encontraban apelotonadas en un rincón de la cala del Río


Aqueronte, tras unos arbustos. Estaban nerviosas, pero a la vez emocionadas
ante lo que contemplaban. Celes y Curasán, los guardianes de la Querubín,
charlaban amenamente a orillas del río. Jamás hubieran creído que dos ángeles
de la legión pudieran ser pareja, tal y como los mortales lo hacían en el reino
humano. Ni bien pudieran, escribirían una canción acerca de aquel romance
prohibido. Después de todo, como miembros del coro angelical, no se podía
esperar menos. A ellas, todo les inspiraba letras de canciones.

Suspiraron en el preciso momento que Curasán tomó de la mano de Celes. Quién


diría que el ángel más torpe de los Campos Elíseos luciera tan galán, iluminado
especialmente por un haz de luz del sol mientras el viento mecía su corta
cabellera. Sonreía y desde luego afectaba a Celes quien, enrojecida, no sabía
dónde mirar.

Enrojecimiento que, súbitamente, invadió a varias de las hembras que espiaban.


Una incluso llegó a suspirar mientras torcía las puntas de sus alas.
Curasán elevó la mano de su amante y la besó.

—Esas arpías curiosas —dijo él—. Nos están mirando desde lo lejos, ¿no es así?

Celes se encontraba nerviosa y le costaba concentrarse. Era la segunda vez en


toda su vida que demostrara su afecto en público. La primera fue ante la legión de
guerreros, pero ahora ante sus amigas más cercanas. Por más que el amor hacia
Curasán lo sintiera reconfortante, no podía quitarse el hecho de que, al fin y al
cabo, era algo innatural en los ángeles.

—Ah, Curasán —respondió al fin—. No las llames así. Son mis amigas.

—Pues que no espíen.

Celes meneó la cabeza para enfocarse. Había un par de asuntos mucho más
importantes. La primera, ella misma debía bajar al reino de los humanos para ir
junto a su protegida. Su “pequeña hermana”, como la llamaba. Y lo haría en
compañía de las cantantes del coro angelical que aún estaban en los Campos
Elíseos, quienes deseaban ir junto a su maestra Zadekiel. Las guiaría el Dominio
Sirio, uno de los pocos Dominios al servicio de la Serafín Irisiel.

—Recuerda —dijo Celes, acariciando la mejilla de su amante—. Te estaremos


esperando. Eres su guardián. Su hermano. Y tú… tú me perteneces, ¿no es así?
—hizo una pausa porque se emocionaba con sus propias palabras—. Prométeme
que volverás vivo.

—No podría volver muerto.

Aquello era el otro asunto que la tenía en ascuas. Si bien la Serafín Irisiel los
había liberado, ahora los separaría. Celes bajaría al reino de los mortales para
cuidar de su protegida, mientras que Curasán tendría una misión peligrosa:
adentrarse, junto con otros dos compañeros, en las desconocidas y prohibidas
tierras del Inframundo.

Pero él tenía confianza. En sí mismo. En sus dos compañeros: Próxima, el


habilidoso arquero, y Pólux, la Potestad más sabia de los Campos Elíseos.

Celes se apartó, ofuscada ante el desenfado con el que se tomaba su amante


todo aquello.

—¡Tengo mis razones para preocuparme! ¿Qué será de tu protegida si pereces?


¿Qué será…? ¡Ah! Ríete si quieres, pero, ¿qué será de mí?

—Y de mis otras amantes —Curasán se acarició la barbilla—. Mi muerte traerá


mucha desesperanza, ahora que lo pienso.
—¡Necio!

Se abalanzó para abrazarlo. Y su amante correspondió, esta vez le invadió una


súbita emoción al percibir en su pecho el llanto ahogado de Celes. Por más que
fuera probablemente el más torpe de los Campos Elíseos supo comprender que
no había lugar para bromas. Al menos, no en ese preciso instante.

—Volveré —susurró, acariciándole la cabellera—. Y cuando regrese, se lo diremos


a Perla.

—Hmm —gruñó suavemente ella, asintiendo conforme hundía más su rostro en el


pecho del joven.

—Me pregunto qué dirá…

—Trastabillará palabras por horas, seguro —rio la hembra.

Un ángel plateado descendió en la playa, entre el grupo de las cantoras espías y


la pareja de amantes. Las hembras del coro respingaron al reconocer al
mismísimo Dominio Sirio, con aquel llamativo y enorme mandoble cruzado en su
espalda, y rápidamente se acercaron, unas aleteando, otras dando presurosas
zancadas. Pero absolutamente todas miraban curiosas la despedida de los
ángeles amantes.

Cuando el ángel plateado notó a todas las hembras tras él, les asintió.

—¿Estáis todas? Es momento —dijo él—. Dependiendo de dónde caigamos,


podríamos llegar junto a Zadekiel en cuestión de pocos minutos o cuestión de dos
días, como mucho.

Celes se apartó al oírle, pero cuánto deseaba unos segundos más al lado de su
pareja. Dos de sus amigas se acercaron y acariciaron sus alas para, lentamente,
llevarla de la mano al río Aqueronte. “Ve”, susurró Curasán, animándola. Cuando
todas pisaron el agua en la orilla, Celes se giró y reveló sus ojos humedecidos.

—¡Curasán! ¡No lo olvides! Te estaremos esperando.

—No podría olvidarlo, no dejas de repetirlo —se palpó la cintura, buscando algo
en su cinturón—. Oye, espera, Celes…

Levantó un papel de lino enrollado y se la lanzó.

—Entrégasela a la enana —le guiñó el ojo—. Y aguántate las ganas, curiosa, es


solo para ella.

Sus amigas tomaron de su mano al ver que el Dominio Sirio ya entraba al agua. Al
grito de “¡Vamos!”, se adentraron en el río. Tomadas de las manos, todas las
hembras desaparecieron entre chillidos y risas, dejando sobre la superficie las
espumas informes sobre el agua. Curasán dobló las puntas de sus alas; cuánto
deseaba estar en ese grupo, cuánto deseaba ver de nuevo a su protegida y
rodearla con sus brazos.

Pero él comprendía que era el guardián. Y como tal, tenía sus responsabilidades.

Silenciosa como una brisa, Irisiel descendió en la orilla, detrás de Curasán que
miraba melancólicamente el río. La Serafín lo había visto todo desde la distancia.
Era inevitable sentirse, en cierta manera, culpable por estar separando a la pareja
de amantes. Pero era lo que tenía que hacerse. No podía dejar que Curasán y
Celes dieran el mal ejemplo en la legión e incitaran a los demás ángeles a romper
una promesa sagrada de servidumbre exclusivo para los hacedores, por más que
estos estuvieran desaparecidos.

—Curasán —dijo apenas; su voz se perdía en el murmullo del viento.

El ángel no se giró para verla. Irisiel apretó los labios; de seguro estaba molesto
con ella por ser la causante de la separación.

—Puedes estar todo lo enojado que quieras, pero lo hago porque creo que es lo
adecuado para la legión. Y, sobre todo, por el bien de Perla. Porque tú eres uno
de los pocos ángeles que puede cumplir con la misión.

No hubo respuesta. Solo el húmedo viento meciendo las alas del joven ángel.

—Pero te prometo —la hembra ladeó el rostro y apretó los dientes—. Te prometo
que, si todo sale bien, podrás reunirte con Celes. Si esto es lo que te hace feliz, no
me entrometeré. Pero, por favor… ¿Cómo te demuestro que no lo hago por
caprichosa? ¡Eres el guardián de Perla, maldita sea, hoy más que nunca necesitas
ser su escudo! ¡Háblame al menos!

Curasán lentamente se giró y vio a la Serafín. Sonrió e Irisiel se estremeció. No


podía negar que el muchacho tenía su encanto. Era torpe, claro, pero irradiaba un
aura que era capaz de tranquilizarla aún pese al clima de guerra que se olía en los
Campos Elíseos. Tal vez fue el destino lo que hizo que criara a la Querubín,
porque cuando veía sus ojos, veía un poco de Perla. Veía un poco de esperanza.
De que todo saldría bien.

“Ojalá”, pensó ella, devolviéndole la sonrisa. “Ojalá muchos fueran como él”.

—Esto… —Curasán achinó los ojos y se limpió los oídos—. ¿Desde cuándo estás
ahí?
III. Año 1368

Cuando el sol estaba en lo alto del cielo, cientos de jinetes en formación partieron
rumbo al diezmado castillo; las murallas se habían convertido en escombros
pedregosos y desnivelados que ya no protegían los salones del emperador
mongol. El polvo, acuchillado por haces de luz, había menguado y la visibilidad no
era perfecta. Pero los guerreros xin, al ver a sus enemigos, levantaron los sables
al aire que refulgían como líneas doradas al sol. Los casquetazos hacían temblar
el suelo y pronto se llenó de rugidos de guerra cuando se dio el encontronazo
contra los vasallos del derrocado emperador, quienes contaban con una
disminuida caballería protegiendo los salones.

Iban y venían los sablazos durante el violento cruce entre las líneas enemigas;
gotas de sangre se desparramaban por los aires y caían sobre la hierba del jardín.
Wezen se adentró en medio del tumulto, como una lanza en medio del fuego,
repartiendo tanto sablazo como podía dar. Recibió un inesperado corte en un
hombro, pero el enemigo rápidamente cayó de su montura, con un flechazo
atravesándole el yelmo. Wezen giró la cabeza y sonrió al ver a Zhao, arco en
ristre, atento a él.

—¡Gracias, Zhao! ¿¡A cuántos mataste ya!?

Zhao no lo escuchó debido al griterío, pero entendió por los movimientos de


labios.

—¡Recuerda a Xue!

Wezen tampoco oyó, pero entendió.

—¡Lo hago!

Recibió un martilleo de sable contra su yelmo, de parte de algún enemigo, aunque


otros de sus compañeros entraron para embestirlo. A Wezen la cabeza le daba
vueltas, pero no era momento de mostrar debilidad. Estaba en medio de una
batalla y era hora de reclamar venganza. Espoleó su montura y siguió
adentrándose entre los enemigos.

Se agachó al ver venir a uno y atizó un tajo bajo el brazo para que este cayera
cercenado. Sintió sangre caer de su frente y saboreó el gusto amargo en sus
labios; aquello pareció inyectarle de más vigor y consiguió deshacerse de otro con
un rápido sablazo. Escupió un cuajo de sangre en el preciso instante que cortó el
cuello de un enemigo más; era un auténtico carnicero y sentía que podría hacerlo
durante horas.
Detuvo su montura al haber atravesado las diezmadas líneas enemigas. Vino la
repentina quietud. Eso era todo. Al frente tenía las escaleras que daban el acceso
a los salones del emperador. Se giró y vio con satisfacción cómo sus compañeros
lo seguían y derribaban a cuanto se les atravesara. Los que caían eran
rápidamente rematados por las picas para que no volvieran a levantarse.

Los gritos de guerra fueron disminuyendo de intensidad en el jardín para dar paso
al griterío de júbilo, un grito que se repetía hasta el hartazgo. “¡Diez mil años para
el nuevo emperador, diez mil, diez mil!”; pronto la noticia correría por todos los
rincones del reino de los Xin: la batalla en Ciudad de Jan había terminado.

Zhao se abrió paso hasta llegar junto a Wezen y notó con espanto cómo la
armadura de este estaba bañada de sangre. Pasó su mano por la pechera de su
amigo y luego se restregó en su propio rostro el líquido viscoso, causando una
mueca graciosa en Wezen. Lo hacía para aparentar ante los superiores, de que
también había participado de la batalla como uno más.

—Mataste a uno, Zhao. Lo vi con mis propios ojos.

—Buda lo vio mejor —se excusó con un ademán—. Fue para protegerte.

Wezen lo tomó del hombro y sacudió, riéndose. Intentó quitarle el yelmo, para
bromear, pero a su amigo le aterrorizaba que le vieran la calva y los demás
sospecharan de su religión. Un budista no mataba, al menos no hasta que fuera
necesario, y alguien con ideales tan diferentes a los de ellos no sería visto con
buenos ojos en la caballería xin.

—Este Buda del que hablas… —Wezen frunció el ceño al fijarse mejor en Zhao;
su armadura no tenía ningún rasguño—. ¿También atrapa las flechas y te escuda
de los golpes?

—No. Solo estoy atento en el campo de batalla.

Wezen enarcó una ceja. Lo sintió como un regaño.

—No mientas, ¿Buda no castiga los mentirosos? Tú estás huyendo de la lucha.

—¿Huir? Me gustaría, pero no puedo —se encogió de hombros—. Te sigo donde


vas. Y solo vas allá donde hay problemas.

El ejército había acampado en las afueras de la ciudad y el clima de festejo era


notorio. La brisa se había vuelto aún más fría, pero ahora arrastraba un olor a
carne asada que agradaba. Wezen y Zhao cabalgaban hacia al centro del sitio,
por un camino de tierra que serpenteaba entre las tiendas, rumbo a la yurta del
comandante. El estómago del guerrero protestó varias veces cuando reconoció el
olor a carne de cordero, pero se recompuso pensando que en la tienda principal
de seguro lo invitarían a algo.

Miró a Zhao y este ni se inmutaba.

—¿Tienes hambre, Zhao?

—No. ¿Y tú?

Abrió los ojos cuanto pudo y señaló con ambos brazos el campamento. El olor era
embriagador para cualquier hombre y en serio no comprendía cómo ese budista
era capaz de resistir semejante tentación.

—Pero, ¿tú qué crees?

—Estoy seguro que el comandante te invitará algo. Lo has impresionado.

Wezen asintió. Aunque Zhao aún no había terminado.

—O, por el contrario, podría darte los varazos que amenazó darte. Tal vez todo
esto no sea sino una mentira para que vayas directo a la boca del lobo.

—La boca del lobo…. Ah, ya veo. ¡Eres un gran amigo! Me pregunto si ese Buda
será capaz de evitar que me mee en tu desayuno…

—Sí sé que nadie te salvará de los varazos… —sonrió y lo miró divertido—.


Amigo.

Desmontaron al llegar a la tienda principal, armada sobre una carreta de gran


tamaño y vigilada por dos soldados. Zhao se arrodilló sobre la hierba y cerró los
ojos. Wezen creyó oírle decir “Te estaré esperando”. Se había olvidado de nuevo
sobre el asunto de las formalidades militares. Solo él estaba invitado, no el
budista. Se dirigió a la tienda y uno de los guardias intentó interrumpir el paso,
aunque el otro reconoció al joven y le indicó, con un cabeceo, que entrara a la
yurta.

Agachó la cabeza para pasar bajo el dintel. El olor del cordero volvió a invadir sus
pulmones. Se preguntó por un momento si lo que le había dicho el budista era
verdad; tal vez se divertirían azotándolo mientras comían y bebían. Meneó la
cabeza porque la sola imagen era aterradora.

Luego levantó la mirada y vio al comandante sentado en un asiento mullido,


siendo masajeado por dos esclavas tan pálidas como la nieve; se encontraba con
el torso desnudo, repleto de cicatrices; la cabeza echada hacia adelante y, ahora
sin casco, podía verle las trenzas de su cabellera balanceándose.

Wezen se inclinó como saludo, ahora con más dudas asaltándole la cabeza. Tal
vez ese hombre era algo más que un comandante.

—Comandante Syaoran, he venido. Como ordenó.

De un movimiento de brazo, el hombre apartó a una esclava y levantó la mirada.

—Ha venido el guerrero Xi Xia —Luego miró a una de sus esclavas y ordenó algo.

Mientras una muchacha acariciaba el pecho del comandante, la otra se hizo con
una botella de vino de arroz y destapó la cera para servirle en una taza al joven
guerrero. Este no dudó en tomarlo con ambas manos. La bebida quemó su
garganta y gruñó; era más fuerte de lo que recordaba. Recordó que Zhao ya probó
del mismo, en las campiñas de Xi´an. “Sabe a pis de caballo”, dijo en ese
entonces, y el guerrero sonrió al terminarse la bebida.

—El emperador mongol no se encontraba en la ciudad —Syaoran elevó su propia


taza—. Todo fue una trampa bien elaborada para hacernos perder el tiempo. Pero
a falta de su cabeza, los sesos de su enviado diplomático y las ruinas de su
castillo servirán como tributo.

Bebió de un trago y miró al joven.

—Es extraño que nombres tierras que ya no existen. ¿Cuál es tu historia?

—Mi abuelo. Era arquitecto y servía al rey Xi Xia.

Wezen respondió luchando contra un repentino mareo que causaba la bebida.


Miró a la joven esclava, arrodillada a su lado, quien se sorprendió del color
amarillento de los ojos del xin; él, en cambio, se deleitó de la vista de sus
apetitosos senos y luego de la fina mata de vello recortada sobre la atractiva carne
de su sexo… y le sonrió de lado.

—Mi abuelo también servía como vasallo del rey Xi Xia. Aunque no era arquitecto,
sí sirvió como uno de sus escuderos.

Wezen lo miró con asombro. Entonces los antepasados del comandante también
habían servido al mismo reino que los suyos. No había duda de por qué lo mandó
llamar.

—¿Tienes familia, Wezen?

—Tengo una hermana, comandante. Vive en Congli, con mi tío… Eso es en la


frontera. Al oeste.

—Queda lejos, pero lo conoceré. Nuestro ejército pertenece a la Sociedad del Loto
Blanco y nos consideramos la mano derecha del emperador. Por decisión suya,
deberé llevar mil hombres a la frontera con Transoxiana, al oeste. El resto del
ejército volverá a Nankín a la espera de nuevas órdenes. Me gustaría llevarte
como miembro de mi caballería.

—¿Transoxiana? —Para llegar allí debían pasar por Congli, por lo que sintió un
cosquilleo en el pecho al saber que volvería a ver a Xue luego de año y medio de
estar separados—. Puede confiar en mí, comandante.

—Lo sé. Quien honra a sus antepasados me merece la confianza. Por eso te pedí
venir aquí.

—¿Qué sucede en Transoxiana, mi señor?

—Esperamos encontrarnos con unos emisarios de Occidente. De Rusia —el


comandante bebió otra vez de su copa; su voz apenas se mantenía firme y ya
arrastraba algunas palabras—. Hace años que nuestro emperador está en
contacto con ellos. Serán aliados importantes… si los encontramos vivos.

Wezen desconocía de otros reinos, pero sí relacionaba las tierras del Occidente
con algo.

—Cristianos.

—Hmm —gruñó el comandante, haciendo un ademán—. Son aliados.


Musulmanes, cristianos, incluso ese amigo tuyo, el budista —Wezen dio un
respingo al oír aquello. Definitivamente, al comandante no se le escapaban
detalles—. ¿Qué importa cuando hay un enemigo en común? Los mongoles
también asolan su reino.

Imprevistamente la esclava mordió el pezón de Syaoran, quien respingó. Su


cabeza daba vueltas y vueltas, pero consiguió sonreírle a la joven, cuya mano se
escondía bajo su pantalón en buscaba despertar la virilidad del hombre. Pronto se
sentó sobre su regazo para encontrarse rodeada por los fuertes brazos del
comandante.

Wezen notó cómo la segunda esclava se le despedía con una reverencia para
unirse al dúo. El guerrero apretó los labios, decepcionado; esperaba que ella se le
ofreciera. La muchacha abrazó a su amo por detrás, presionando sus nimios
pechos contra su espalda, en tanto que este saboreaba de la boca de la otra
joven.
Syaoran se apartó suavemente y fijó la mirada en Wezen.

—Si tienes hambre, llévate cuanto quieras.

El sol se ocultaba y teñía el horizonte poblado de lejanas colinas. En las afueras


del campamento, Wezen ajustó la bolsa de la grupa de su caballo, cargada de
bebidas y algo de carne asada, y montó de un enérgico brinco. Zhao lo esperaba
más adelante, sobre su montura y conversando con un par de soldados. Era
extraño verlo charlar con otros hombres; de seguro, pensó, se ganó algo de
admiración en los demás por cómo se desenvolvió en el campo de batalla.

—Toma —Wezen le acercó un odre con vino—. Para calentar el cuerpo. Nos
esperan tierras frías, Zhao. Y peligrosas. Quién sabe si aún hay mongoles
acechando. ¡Pero …! Pero luego se nos abrirán de brazos las tierras más cálidas
que te podrás imaginar.

—¿El desierto de Gobi?

—No —rio, no era ese tipo de calidez al que se refería, sino a algo más
hogareño—. Volvemos a Congli.

—Ya veo. Xue estará feliz de verte.

Y él estaba de acuerdo. Avanzó unos pasos más, mirando las lejanas colinas por
las que tendrían que buscar un camino rumbo a casa. Se inclinó ligeramente hacia
adelante sobre su montura, como si quisiera partir cuanto antes. Acarició a su
caballo, animándolo porque pronto afrontarían una larga travesía.

Mientras una fría brisa mecía la aparente infinitas extensiones de hierba, se giró
para ver a su amigo.

—¿Qué sucede, Zhao? ¡Vamos! —elevó la mano, levantando el pulgar y cortando


el gigantesco sol naranja—. Ya sabes lo que dicen. No hagamos esperar al
infierno.

IV. Año 2332

En los lejanos límites de los Campos Elíseos, hacia el norte de Paraisópolis,


cruzaba el gran Río Lete que delimitaba el fin del reino de los ángeles además de
marcar, con una gigantesca bruma neblinosa, los inicios de un reino oscuro y
desconocido para ellos. De una altura considerable, el grisáceo muro humeante
del Inframundo no permitía el acceso a nadie.

Solo en los inicios de los tiempos, cuando Lucifer se recluyó allí con sus huestes
además de sus dragones, los dioses permitieron a un ejército de ángeles
adentrarse para darle caza. Pero hacía milenios de aquello y muchos guerreros de
aquel entonces ya no se encontraban vivos.

Amontonados al borde una colina, varios ángeles se habían agrupado para


despedir a los tres elegidos por la Serafín Irisiel, quienes estaban de pie frente al
muro de niebla, fascinados. Fue la propia Serafina quien se abrió paso en el grupo
para quedar al frente y hablar con sus elegidos una última vez.

—Cuidaos los unos a los otros —dijo la Serafín, y los tres ángeles se giraron para
verla.

Próxima se fijó en el grupo y se sorprendió de ver a Ondina quien, como líder de


las jardineras, se ofreció para desearle suerte a los tres enviados con regalos
florales. Pulseras de pétalos flotaron en el aire y se cerraron en las muñecas de
los tres elegidos al son de los movimientos de dedos de la hembra. El arquero
sonrió de lado y la Virtud le devolvió la sonrisa.

Algunas Potestades también fueron. Naos estaba al frente, de brazos cruzados,


totalmente preocupado por su maestro. Pólux le guiñó el ojo y su alumno asintió
serio, incapaz de librarse de la inquietud que lo acosaba.

—Un mundo desconocido y prohibido les espera—continuó la Serafín—. Supongo


que cada uno de ustedes hizo sus investigaciones sobre el Inframundo.

Próxima recordó que no dejó de consultar con la propia Serafín sobre qué peligros
podría encontrar allí. Ya sabía, en menor medida, qué esperar de los espectros,
así como de las bestias que pululaban en aquel reino. Pólux cerró los ojos y
recordó sus noches en vela; cómo no iba a investigar sobre lo que pudiera. Incluso
charló varias veces con los pocos guerreros que habían hecho incursiones hacía
milenios. En su mente, ciudades y castillos se erigían bajo la oscuridad. Curasán,
por otro lado, sonrió con los labios apretados. La verdad es que no se le había
ocurrido investigar de alguna manera.

Cuánto le gustaría a la Serafín enviar todo un ejército al Inframundo, pero el


enemigo era cauto e inteligente. Si ya fue por sí solo capaz de manipular al
Serafín Rigel y a toda su legión de guerreros, cómo no iba a poder hacerlo con los
demás. Sabía que no debía llamar la atención y solo debía enviar un grupo
reducido.

Siguió hablando no solo para los tres, sino para tranquilizar a los ángeles que
habían ido allí para despedirse.

—Os elegí a los tres porque confío en vosotros. Próxima, mi mano derecha. Pólux,
mi sabio consejero. Y Curasán… —hizo una pausa y sonrió al joven ángel
mientras algunas risillas cómplices se oyeron tras la Serafín—. Curasán, tú eres el
ángel más noble de la legión.

El muchacho se rascó la frente, tratando de ocultar su sonrojo. Era la primera vez


en milenios que la Serafín le regalaba un elogio como aquel. A pesar de que esa
mañana, en la cala del Aqueronte, la hembra se abalanzó sobre por él para
arrancarle varias plumas de sus alas, ahora sentía que sus palabras venían
cargadas de sinceridad y admiración.

—Os adentraréis en las tierras prohibidas porque hay una amenaza que busca
dividirnos con el miedo como arma principal. Os encontraréis con dificultades y
probablemente el horror os espere, pero cuando sintáis que nada vale la pena,
cuando sintáis que el miedo os presione el pecho, recordad que estás allí frente a
frente contra un enemigo no porque odiéis al que tenéis adelante, sino porque
amáis lo que habéis dejado atrás. ¡Así que extended las alas, mostradles que los
ángeles abrazarán a todos aquellos que busquen la paz y el conocimiento, pero
darán caza sin tregua a todo aquel que amenace nuestro reino! ¡Brillad allá en las
tierras donde no alcanza la luz! ¡Llevad la esperanza en las tierras donde no la
conocen!

Invocó un arco dorado en una mano y una saeta entre los dedos de la otra.
Relucían con intensidad y los que estaban cerca admiraron aquello con largos
suspiros y silbidos. Irisiel vio el arma detenidamente, rememorando aquella lejana
guerra contra las huestes de Lucifer. Los dioses se lo habían regalado para cazar
a los dragones, caballería por excelencia del ángel renegado, y había rendido con
creces la confianza que depositaron en ella.

Ahora sería su turno de cederla, pero no sin antes hacer un último disparo. Tensó
la cuerda hasta la oreja y apuntó al frente, allí en esa muralla de neblina en
apariencia inexpugnable.

—¡Cazad al Segador y ponedle fin a la amenaza! ¡Id, mis elegidos! ¡Yo os nombro
los Ángeles de la Luz!

La flecha salió disparada, generando un violento torbellino a su paso, levantando


pedazos de piedrecillas al aire, atravesando y partiendo en dos el muro de niebla,
revelando el sendero pedregoso y en apariencia infinita que conducía al
Inframundo.

La legión elevó gritos de júbilo al aire que luego se convirtieron en rugidos que
parecían inyectar de confianza y valor a los tres enviados. Mientras la Serafín
lanzaba el arco dorado hacia Próxima para que este lo cogiera al vuelo, Pólux
hinchó el pecho con orgullo. Fue un discurso motivador y propio de una guerrera
tan distinta como lo era la Serafín, quien lejos de ensalzar la fuerza de los ángeles
buscaba resquicio de valor en sus corazones.

—No te decepcionaremos, Serafín —dijo la Potestad.

—Volveremos, Maestra —respondió Próxima, ajustándose el arco dorado en la


espalda.

Pero cuando el arquero volvió la mirada para observar el camino abierto, notó
sorprendido que Curasán ya se adentraba con pasos firmes y decididos.

El guardián se giró, levantando la mano con el pulgar elevado. Los demás lo


vitorearon porque el mensaje para el oscuro Inframundo y sus huestes estaba más
que claro: en el reino de los ángeles no había amenaza que temer. La Serafina
sonrió conmovida, en tanto que Pólux lo regañó por apurarse. Próxima, por su
parte, apuró el paso para alcanzarlo.

Realmente había esperanzas, pensó la Serafina, viendo a sus tres elegidos.

—¿Y bien? ¡Vámonos! —ordenó Curasán—. No hagamos esperar al Infierno.

Continuará.

Destructo III Reino de dragones

Segundo capítulo. Durante la rebelión rusa contra el imperio mongol, un


jinete guio al ejército novgorodiense a la victoria. Y en los albores de una
nueva época, los ángeles buscaban su lugar en el reino humano.

I. Año 1368

La nevada no había mermado en intensidad durante toda la noche y el fuerte


murmullo del viento imposibilitaba a Mijaíl Schénnikov pensar con claridad. El frío
le parecía el más intenso que había vivido en años y el solo respirar empezaba a
volverse doloroso; o, tal vez, pensó, era solo su creciente nerviosismo lo que
jugaba en su contra. Se inclinó sobre su montura para fijarse mejor en el lejano
grupo de fogatas del campamento mongol; incontables manchas amarillentas y
pálidas, como estrellas, dispersas sobre el oscuro terreno.

Descansaban al otro lado del Río Volga, ahora congelado por el efecto del
invierno. Cuando la ventisca amainaba creía oír sus cánticos y gritos ahogados en
la lejanía. Se sacudió la nieve sobre su rubia cabellera, como si también quisiera
quitarse el sentimiento de impotencia e indignidad. Hacía solo un par de noches se
encontraba arrimado en la cama junto a la voluptuosa Anastasia Dmítrievna,
hundiendo su rostro entre sus enormes pechos mientras el fuego de la chimenea
les calentaba los cuerpos, mas ahora hacía las veces de vigía en medio de una
insufrible noche.

Sonrió con los ojos cerrados al recordar el último vestido que la muchacha llevaba;
no hacía fuerza alguna en detener los vaivenes de sus senos cuando esta
paseaba por los pasillos del palacio; aprovechando una rutina de patrullaje, la llevó
hasta la cocina para abrirla de piernas. Por un momento, creyó sentir el sabor de
su sexo.

La idea de haberse follado en cuantiosas ocasiones y posiciones a una futura


princesa, reservada para el Príncipe de Kholm, le hizo esbozar una sonrisa triunfal
que rompió la piel de los pálidos labios.

Pero el frío, que mordía sus pulmones al respirar, lo sacaba de sus recuerdos.
“Esos malditos mongoles”, pensó mirando de nuevo el campamento. Habían
invadido Nóvgorod y dejaron destrucción a su paso. Le vino a la mente, como
destellos fugaces, las imágenes de cientos de cuerpos amontonados en las calles
y el río ennegrecido de sangre, con incontables cadáveres enganchados entre sí,
flotando sin rumbo.

Al soldado, aquellos muertos no le importaban en lo más mínimo. A sus ojos era


solo un montón de nobles que disfrutaban de una vida de excesos mientras él
arriesgaba la vida afuera de los muros de la ciudad. Era el salvajismo lo que le
hacía estremecer. Esos demonios, pensaba él, no tendrían piedad de nadie.

Meneó la cabeza para tranquilizarse; de nuevo creyó oír los gritos y cantos de
aquellos enemigos, como un retumbe en la lejanía. A la señal de la cruz, rezó
empuñando una colgante de Santa Sofía, deseando que todos aquellos monstruos
del infierno cayeran cuanto antes.

Se recompuso al oír a un caballo acercarse a su solitario puesto de vigía.


Reconoció a Gueorgui, el gigantesco comandante de la caballería novgorodiense,
debido a la gran armadura de acero que llevaba. Este se retiró el yelmo sin
pronunciar palabra alguna, revelando una mirada severa. Tenía cejas pobladas y
una barba abundante; Mijaíl se sentía como una mísera hormiga bajo el escrutinio
de aquel oso.

—Mi comandante —saludó.

No pronunció respuesta. Guio su montura al lado del joven y se dedicó a observar


el lejano campamento. Mijaíl aprovechó para ponerlo al tanto.

—Atravesaron el río gracias a la superficie congelada. He visto los estandartes,


blancos con rayas rojas, de la Horda de Oro. Les acompaña un ejército menor,
con estandartes verdirrojos… —hizo una pausa y miró al inmutable comandante—
. Se aliaron con Bulgaria de Volga. Su número podría rondar entre los diez y doce
mil.

El oso hizo un ademán para interrumpirlo.

—Como si fueran cien mil. Persigámoslos como a aquellos perros lituanos. Dime
lo que tienes en mente.

Mijaíl sonrío con los labios apretados. Él era la cabeza y su comandante el puño,
que solo necesitaba de un estratega que le indicara dónde y cómo golpear.

—Debemos atacar esta noche o al amanecer ya se habrán dado cuenta de que


hemos asesinado a sus vigías. Podríamos enviar unos mil arqueros que
atraviesen el río a caballo y mermen sus líneas en un ataque sorpresa. Gracias a
la ventisca, no oirán nada hasta que les resulte demasiado tarde. Luego
podríamos realizar una falsa retirada; probablemente los mongoles que sobrevivan
no tarden en alcanzarnos, tienen caballos árabes y son más rápidos —se giró
sobre su montura y señaló el vasto terreno boscoso tras ellos—. Pero no están
acostumbrados a la nieve. Un grupo de otros mil lanceros y arqueros estarán
esperando para rematarlos.

Gueorgui asentía. Lo veía todo claramente en su mente. Incluso se visualizó a él


mismo clavando la cabeza cercenada de un enemigo en la punta de su pica y
sonrió para sí mismo ante la agradable idea. Mijaíl notó la sonrisa y continuó con
confianza.

—Por otro lado, y al mismo tiempo, usted estará cruzando el río bordeando un
bosque a cinco leguas al noreste. Tomará al enemigo por detrás.

Gueorgui frunció el ceño; deseaba estar en la vanguardia, pero no iba a discutirle


a alguien que, posiblemente, se trataba del mejor estratega entre sus hombres.
Mijaíl creció en Nóvgorod, además, y conocía el terreno mejor que cualquier otro.

—Muy bien —asintió Gueorgui—. Haré que las órdenes corran cuanto antes. Tú
estarás al frente de la línea de arqueros en el primer ataque.

Mijaíl parpadeó un par de veces, desconcertado. Era una misión suicida y no


entendía cómo es que Gueorgui decidió aquello.

—Mi comandante —forzó una sonrisa—. Me temo que no podré de ser de mucha
ayuda entre los arqueros.

—Te las ingeniarás. Eres inteligente.

Mijaíl sintió su boca secarse. No se sentía capaz de enfrentarse a esos salvajes


entes del infierno. En Nóvgorod fue testigo de su crueldad y ahora le estaban
ordenando que estuviera entre los primeros hombres.

—Pero, hermano mío —sacó a relucir su lazo familiar con desespero—, ¿qué
clase de estratega va a la vanguardia de una batalla?

—Uno que calienta su cama con la hija del Príncipe de Nóvgorod… hermano mío.

Tal vez Mijaíl podría haber respondido algo de no ser por la mandíbula
desencajada. En ese instante, los mongoles, su gigantesco hermano y hasta el frío
desaparecieron de un golpe. Fue tan cuidadoso de no dejarse descubrir durante
sus escarceos con la hija del Príncipe que simplemente no encontraba en su
mente ni un solo sospechoso que pudiera delatarle.

Y la hija estaba encantadísima con él. Incluso le juró su amor mientras Mijaíl reía
entre copas y copas de vino, sintiendo esos gruesos labios cerrándose en su
verga. ¿Cómo iba a traicionarlo? Luego se fijó en su comandante y se encogió
completamente ante aquella mirada severa.

—Pero, ¿quién? —preguntó Mijaíl.

Gueorgui agarró con brusquedad el cuello del joven. Tenía las cejas fruncidas,
convertidas en una sola y gruesa línea, y los ojos parecían destellar fuego.

—¿Quién, dices? Yo en tu lugar me preocuparía por otros asuntos.

Gueorgui no estaba ciego ante el hecho de que la ingeniosa cabeza de Mijaíl


había salvado al reino contra los lituanos, pero su verga los mandaría a la
perdición. Se suponía que la muchacha debía llegar virgen a su matrimonio con el
Príncipe de Kholm y mediante ello pagar el vasto ejército que ahora los
acompañaba para cazar a los mongoles.

Lo soltó y, mirando para otro lado, bufó:


—El Príncipe de Nóvgorod pidió tu cabeza, Mijaíl.

—¡Por Dios! ¿Entonces es eso? ¿Acaso vienes a matarme tú, Gueorgui?

—No —hizo un ademán—. Le dije al Príncipe que, si no fuera por ti, habríamos
perdido contra los lituanos de Algirda. Se tranquilizó cuando le prometí que te
llevaría a la vanguardia contra los mongoles y que todo quedaría en mano de
Dios.

Mijaíl se mantuvo en completo silencio hasta que el oso volvió a hablar, ahora
mucho más distendido.

—¿Y bien? ¿Valió la pena?

—No me lo estarías preguntando si hubieras visto esas tetas…

Ambos rieron entre dientes, momento aprovechado por Gueorgui para acercarle a
un odre con licor. El joven aceptó y bebió de inmediato; gruñó al sentir el calor en
su garganta.

—¿Esas son mis opciones? Morir ahora a manos de los tártaros o sobrevivir esta
noche y morir mañana a mano del Príncipe de Nóvgorod.

—Sobrevive esta noche y esperemos clemencia de parte del Príncipe. Mis


mejores arqueros y mis caballos más rápidos cabalgarán a tu lado. Con suerte, yo
sobreviviré también y mañana hablaremos sobre cómo nos meamos sobre sus
cadáveres gracias a nuestro gran estratega. El Príncipe no matará a un héroe de
guerra.

Mijaíl pensó aquello por largo rato antes de echar la cabeza para atrás y
terminarse el licor.

—¡Cristo! Espero que tengas razón.

—Que Dios esté contigo, Mijaíl.

Muy a su pesar, Mijaíl se encontraba en la primera línea; su caballo era incapaz de


mantenerse quieto, como si percibiera el estado de ánimo de su propio jinete,
quien se frotaba las manos enguantadas. Su hermano ya había partido con el
vasto ejército de Kholm y ahora la vida del joven estaba en manos de un viejo
general novgorodiense que cabalgaba al frente de sus guerreros.
Era una larga y nutrida fila; para quien mirase desde la distancia observaría la
oscura línea curvada de jinetes sobre la blanca nieve. La mayoría, a diferencia de
Mijaíl, eran guerreros de contrastada experiencia, de varias batallas a sus
espaldas. Se sentía sobrecogido al ver la impasibilidad de todos esos rostros a su
alrededor, indiferentes al olor a Muerte.

El viejo general se fijó en Mijaíl. Reconoció al hermano menor de Gueorgui, ahora


completamente absorto. Sonrió, acercándose.

—¿Tienes miedo? Trata de poner otro rostro cuando enfrentes a esos perros —se
oyeron un par de carcajadas y el general se animó más—. Me pregunto qué vio la
princesa en ti. ¿No estaría borracha cuando te la llevaste a la cama?

Mijaíl se sintió paralizado al oír las risas a su alrededor. Los rumores se extendían
rápido en la caballería, pensó.

—¿Qué sucede? —preguntó un divertido jinete—. ¿Crees que el Príncipe te


cortará la verga? Pues yo también estaría aterrorizado.

Más carcajadas surgieron, algún que otro coscorrón cayó en la cabeza de Mijaíl,
pero pronto el general levantó la mano para apaciguarlo todo.

—Si algo cortaremos esta noche serán las cabezas de esos demonios —unos
asintieron, otros elevaron sus arcos—. Esperemos que una de nuestras flechas
atraviese el cráneo del Orlok para terminarlo todo más rápido.

—El Orlok —asintió Mijaíl; se trataba del Mariscal de los ejércitos mongoles del
Kan. En cierta manera admiraba al Orlok por sus astutas estrategias con las que
sometía a los reinos rivales, pero no lo echaría de menos si una flecha ponía fin a
su vida.

—¡Oíd! —gritó el general. Mijaíl dio un respingo—. La noche es nuestra aliada y


sembrará caos en ellos. Pero necesito un avance veloz y manos rápidas. La
primera y segunda línea, a mi señal, os detendréis para disparar. La tercera y
cuarta línea disparará antes de que se oigan siquiera los primeros aullidos de esos
perros. Tirar y repetir. ¡Tirar y repetir! Diez disparos cada soldado y luego nos
volveremos hasta este mismo lugar. No me falléis. Esta noche seremos un solo
hombre. ¡Dios con nosotros!

Los jinetes rugieron al unísono.

—¡Dios con nosotros!

En la oscuridad de la noche cabalgaron a gran velocidad y atravesaron el


congelado Volga durante una veintena de minutos que a Mijaíl le parecieron una
eternidad. Aquellas lejanas fogatas repartidas sobre la nieve poco a poco iban
agrandándose ante su atenta mirada y se preguntó si el fuerte ulular de la ventisca
sería suficiente para ocultar el sonido de los cascos de miles de caballos.

Le resultaba insufrible todo aquello; el viento azotaba su rostro y sentía como si


cientos de cuchillas afiladas se clavasen en él. Además, la tortura de saber que
pronto se enfrentaría a esas bestias se volvía más insoportable; incluso sentía que
pronto caería de su montura como un saco de arena. Se recompuso como pudo
pues la idea de morir pisoteado por caballos no era de su agrado.

Para su alivio, el viejo general se detuvo y levantó el puño para que todos le
imitasen. El campamento estaba a unos trescientos pasos y parecía que ningún
enemigo se había dado cuenta de la presencia de la caballería.

Alrededor de Mijaíl, todos tensaban sus arcos entre crujidos. El joven logró
espabilar; retiró también el suyo y se dispuso a buscar una flecha con las manos
temblorosas. Cerró los ojos e imaginó dónde podría estar ese Orlok; con suerte, lo
mataba y todo terminaría más rápido. Apuntó hacia las estrellas, susurrando una
última oración a Santa Sofía.

El general, por su parte, bajó el brazo y cientos de saetas cruzaron el cielo negro.

II. Año 2332

El mercado de Nianchang parecía interminable. Una ruidosa maraña de angostas


callejuelas repletas de puestos de venta de comidas y manualidades. Los letreros
de neón poblaban por completo las alturas, iluminando la noche, y parecía no
caber ni uno más. Decenas de ladridos rebotaban por las calles y las gallinas
amontonadas en jaulas parecían encontrarse más inquietas que de costumbre.

Resultaba peculiar el contraste entre el despliegue tecnológico y los mercaderes


que pululaban las calles, entorpeciendo el rugiente tráfico y cargando sus grandes
bolsas de arroz sobre sus espaldas o en carretillas.

Eran dos mundos fusionados a la fuerza.

La disparidad estremeció a Ámbar quien, sentada a la mesa de un bar, lo


observaba todo con fascinación. Sabía que, tras el Apocalipsis trescientos años
atrás, en el mundo existían naciones con ese tipo de divergencias en donde
pareciera que la hecatombe había transcurrido solo hacía poco tiempo, en tanto
que en otras regiones todo parecía largamente superado. El ajetreo era similar al
de su natal Nueva San Pablo, pero todo lo demás tenía un aire extraño y poco
agradable. No se trataba únicamente del tufo a arroz frito y licor flotando en el aire,
era el descontrol. No era capaz de percibir ningún atisbo organización en la
marabunta. Como antigua miembro de la policía militarizada, aquello la superó por
un momento, imaginándose cómo sería patrullar en una ciudad así.
Luego se volvió a su peculiar batalla contra aquellos fideos fritos en el cuenco;
nunca fue buena manipulando los palillos. Estaba hambrienta y, si nadie la mirase,
podría agarrarlos con sus dedos para llevárselos a la boca. Pero alguien la miraba.
Apretó los labios y se fijó en el hombre que la acompañaba en la mesa.

Alonzo Raccheli era el hombre que, comandando a su ejército de Cruzados del


Vaticano, la había rescatado a ella y a los ángeles. Sus canas le daban un aspecto
distintivo; corte clásico con raya y barba poblada. Iba trajeado, lejos de su blanco y
radiante traje EXO, contrastando con toda la informalidad su alrededor.

Alonzo elevó una mano, con dos palillos entre sus dedos.

—Pon un palillo entre el dedo pulgar y el del medio. Pon otro sobre el pulgar y el
índice.

Ámbar achinó los ojos; ese hombre tendría la edad de su padre y, de hecho,
actuaba como uno. Asintió y volvió a la faena.

Alonzo enarcó una ceja al verla tan concentrada en la comida. Se preguntó si ella
tenía idea siquiera de cómo la veía el mundo entero. Se trataba de la mujer que
había derrotado al ángel que cayó del cielo, además de haber sobrevivido a la
lucha contra un Serafín. Y, para sorpresa de todos, liberó al ángel capturado,
arrancando al mundo entero la oportunidad de dar un salto histórico en el
desarrollo de curas y ciencias. Ámbar era temida y ciertamente odiada, pero allí
estaba ella, sonriendo a los fideos que logró capturar por fin.

Y, extrañamente, a Alonzo aquello le resultaba encantador. Aquella mujer tenía el


peso del odio de todo el mundo sobre su espalda, pero actuaba como si no le
importara.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó ella, mirándolo.

—Se me ocurre llevarte a un paseo en los jardines Yu, o un viaje en tren rumbo a
Shangai para ver esos edificios de hace cuatro siglos que aún se mantienen de
pie. Luego una cena y podríamos alojarnos en el hotel Xiang…

Ámbar hizo un ademán.

—No. Hablo en serio. ¿Qué quieres de mí?

—Yo también hablo en serio, mujer.

—¿Atravesaste medio mundo y entraste a una nación enemiga para invitarme a


una cita?

—Atravesé medio mundo y entré en una nación no cristiana para rescatar al ángel
que vuestra milicia quería capturar y vender al mejor postor. Te sacamos porque
mucho futuro no tenías allí.

—Te agradezco el rescate no solicitado. Pero me temo que no puedo aceptar


ninguna cita —y volvió a su particular batalla contra los fideos.

—¿Algún motivo en particular? No veo ningún anillo en tu dedo.

Ámbar gruñó mirando para otro lado.

—¿Tailandia? —preguntó ella, volviendo a por los fideos.

—Nianchang, China.

—“Nian-chan” —pronunció con dificultad, y el dulce acento portugués fue otra


estocada para el corazón de Alonzo—. El famoso Reino de los Dragones.

El hombre asintió y, con suavidad, dejó sobre la mesa una funda de cuero negro
que guardaba la espada-fusil de Ámbar. La mujer sintió un nudo en la garganta al
verla; apartó el cuenco y la agarró, desenvainándola para comprobar el estado de
su hoja.

Seguía reluciente y sonrió con los labios apretados. Era una parte importante de
ella misma. Se sentía segura con su espada. La guardó de nuevo y se fijó en las
calles para perder la mirada en la desorganizada marabunta.

—Mi hija siempre quiso tocar un dragón. Su preferido era ese de escamas
plateadas… ¿Doğan?

—Nío. Doğan es de escamas doradas.

—Hmm —asintió ella—. ¿Cuándo vas a decirme dónde están los ángeles?

—No hay muchos lugares en el mundo donde les recibirían con los brazos
abiertos. Ni siquiera a ti. El gobierno chino ofreció al Vaticano una reserva
ecológica con instalaciones. Aunque el hospedaje nos sale gratis: exigieron el
cadáver del ángel que murió en Nueva San Pablo.

—Reserva ecológica —repitió ella—. No conozco a los otros, pero la muchacha de


cabellera roja puede ser muy problemática. Si se entera que está recluida en una
suerte de zoológico habrá muchos problemas. Es muy orgullosa. ¿La has
conocido?

—No es un zoológico y aún no he tenido el placer de conocer personalmente a


ninguna de ellas, aunque ya conocí al varón, de nombre “Fomalhaut”. Es muy
poco dado a hablar, pero soy mejor conversador. Charlamos brevemente sobre
rangos. Por ejemplo, los ángeles tienen a los Serafines, seres de seis alas
considerados los mariscales en el campo de batalla. Tú has visto a uno de esos.

Ámbar frunció el ceño. Claro que había visto a uno; enfrentó a un Serafín, nada
más y nada menos, el Mariscal o Comandante de los ángeles. Se preguntó cómo
fue posible que un ser de semejante rango no trajera consigo a su propio ejército
para enfrentarse a Perla. O estaba muy confiado o, tal vez, se trataba de un
trabajo que debía hacerlo personalmente.

—El rango de este ángel —continuó Alonzo—, es “Dominación” y pertenecía a una


especie de guardia personal del Trono o gobernador. Su función es la de un
rastreador.

Ahora la mujer apenas prestaba atención. Sus pensamientos se volcaban en la


joven Querubín. Todo cuanto la mujer había hecho y sacrificado era por Perla, y
aún no la había visto desde la lucha que libró en aquel campo de flores. La voz de
Alonzo se había convertido poco a poco en un eco lejano hasta que tocó un tema
importante:

—La Dominación puede guiarnos hasta los dragones. Hasta el mismísimo


Leviatán.

Ámbar se atragantó y tuvo que hacerse con una taza de vino de arroz. “Leviatán”,
repitió mentalmente. Aquel nombre por sí solo generaba pavor; en el mundo no
había niño o adulto que no conociera al líder de los dragones y sus terroríficas
historias. Hacía trescientos años que los dragones habían aparecido durante el
Apocalipsis; reunidos por el gigantesco Leviatán, luego de la hecatombe, sumieron
poblados bajo cenizas y, en algunas ocasiones, ciudades enteras.

Pero hacía casi una veintena de años que Leviatán se había escondido en algún
lugar recóndito del mundo, llevándose consigo a su legión. Unos los pensaban
muertos, pero muchos temían que, tarde o temprano, volvería a salir para sembrar
el caos.

Alonzo suspiró.

—Pero nuestro honorable rastreador se encargó de dejarnos bien en claro que no


abandonará a sus congéneres para guiarnos hasta el dragón.

—Pues haríais bien en dejar de perseguir dragones. Es, literalmente, jugar con
fuego.

—Suenas como mi hija —Alonzo meneó la cabeza—. Ese grupillo de ángeles te


tiene una gran estima por lo que hiciste. Cuando les hicimos un lugar en la reserva
ecológica, ordenaron una habitación para que puedas alojarte cerca de ellas.
Ámbar enarcó una ceja al saberse siendo agasajada de esa manera. No lo
esperaba, desde luego. Cuando pudiera, tendría que agradecer el gesto.

—Te adoran —continuó Alonzo—. Convéncelas para que esa Dominación nos
ayude. Reykō moverá su maquinaria de guerra pronto y me temo que no podré
hacer mucho si decide marchar contra China. Destruirá todo a su paso y buscará
capturarlas, y casi el mundo entero la apoyará en su empresa.

—Si tanto problema van a causar, mejor que vuelvan al sitio donde pertenecen —
murmuró ella.

Ámbar se acomodó en su silla y miró el ajetreo en las calles. Sintió envidia de


todos aquellos hombres y mujeres que vivían una vida más sencilla; ajetreada,
pero sencilla. Porque la mujer se encontraba ahora en medio de una posible
guerra que, a su pesar, había contribuido a generar. Extrañamente, todos en las
calles detuvieron sus rutinas y miraron al cielo con una precisión casi
cronométrica. Era como si repentinamente el tiempo se hubiera detenido: el rugir
del tráfico, el murmullo del gentío e incluso los ladridos. Ámbar achinó los ojos.

—Pero vinieron aquí —continuó Alonzo—. Y aunque decidan volver a su hogar,


no impedirá que Reykō se abalance sobre nosotros. Fuimos directo a las fauces
del lobo para rescataros y ahora vendrán las consecuencias. No tenemos un
ejército como el de ella y necesitamos a Leviatán, no para una guerra, sino
simplemente como medio persuasivo para que nos dejen en paz. El Dominio dijo
que los dragones son la caballería de los ángeles. No me cabe duda de que, con
sus amos de vuelta, podrían ser un importante activo a nuestro favor.

—¿Y qué te hace pensar que yo sería capaz de convencer a nadie? Esos
pichones no me tienen en estima, no al nivel que crees. Si me permites, déjame
terminar la cena...

Un apagón generalizado sumió la ciudad en una completa oscuridad. Y el silencio


se había vuelto sepulcral hasta el punto que Ámbar se oyó tragando saliva. Luego
escuchó un alarido lejano en un lugar en la calle y el crujir del acero en otro punto
indefinido en la oscuridad. Como si algo cayese sobre el techo de un automóvil.
Alargó la mano y se hizo con su espada en el momento que el gentío estalló en
gritos de espanto para dispersarse raudamente en todas direcciones.

Alonzo se levantó dando golpecitos al lóbulo y apretó los puños cuando cayó en la
cuenta de que su sistema de comunicaciones no funcionaba. Miró a las calles y
creyó ver a un par de sus soldados, en radiantes trajes EXO color blanco, cayendo
sobre coches o sobre el suelo, entre gritos y sonidos de disparos de rifles de
plasma.

Alguien estaba atacando a sus hombres apostados en las azoteas. Intentó advertir
a la mujer, pero Ámbar ya había desaparecido en la oscuridad.

Salió disparado hacia las calles, esquivando a la marabunta que huía despavorida.
Las luces volvían intermitentemente y podía ver, aterrorizado, cómo sus hombres
caían del cielo como una lluvia, para luego perderlos de vista al volver la
oscuridad, oyendo solo sus aullidos cuando caían en el pavimento y se retorcían
de dolor. Los enemigos debían ser varios.

Se ocultó detrás de un automóvil, asomando la mirada; arriba había un centenar


de ágiles sombras que saltaba de un lado a otro, de una azotea a otra, arrojando a
sus hombres como si estos fueran muñecos de trapo. Las luces en la ciudad
parpadearon un par de veces más para finalmente volver. Se sorprendió de ver
cómo quedó la pequeña calle del mercado, ahora abarrotada de soldados heridos,
destruidos letreros eléctricos y cables que chispeaban.

Y la luz trajo consigo un adusto silencio; ahora, donde fuera que mirase, solo
había ángeles. Sentados en los bordes de las azoteas, parados sobre los toldos
de los comercios mientras que otros se mantenían elevados en el aire.

Luego vio a un ángel, de pie sobre el techo de un coche, protegido por otros dos
congéneres. Las cuatro puertas del vehículo estaban abiertas y fuesen los que lo
ocupaban ya había huido. Se fijó mejor en aquel ser celestial: era distinto. Tenía
seis alas, de rostro severo y mirada intensa, con una espada que pendía de su
cinturón y otra más en la espalda, pues veía la empuñadura destacando tras él.
Tenía que ser un Serafín, el mariscal de la legión de guerreros alados.

—¡Debo ser la mujer más afortunada del mundo! —gritó Ámbar, de pie sobre el
techo de un taxi, a cuatro coches de distancia del Serafín—. A donde sea que
vaya, me encuentro con más pichones. Dichosa coincidencia.

Todo el ejército celestial la observó con curiosidad. Y en el porte y actitud notaban


que esa mortal no los temía. Alguien como ella, que lo había perdido todo: su
estatus, su lugar en el mundo; odiada y buscada, ya no temía a nada y enfrentaría
la amenaza de frente. Ámbar también se fijó en las alas del ángel principal y supo
que debía ser otro de aquellos mariscales de los que le había mencionado Alonzo.
Y este sí que lo era; rodeado de su vasto ejército.

El Serafín Durandal ladeó el rostro, curioso, para fijarse mejor. Si le hubieran dicho
que una mortal luchó contra el Serafín Rigel y terminó victoriosa, hubiera
castigado al responsable de aquella broma de tan mal gusto. Pero allí estaba ella,
la única mortal que no había huido con el gentío, encarándolo.

—No es coincidencia, mortal —respondió él en un fluido portugués—. Tengo


rastreadores.
—¿Me buscabais?

—¿Es ella? —preguntó Durandal a uno de sus alumnos.

Su súbdito asintió.

El Serafín apretó los labios. Desenvainó su nueva arma, sujeta por correas en su
espalda. La espada zigzagueante del Arcángel Miguel refulgía, como si tuviera
vida propia, y la apuntó con ella.

Ámbar, como respuesta, ladeó su gabardina para desenvainar su espada. Activó


la corriente y la filosa hoja cabrilleó de electricidad, robándose la admiración de
todos los ángeles. También parecía tener vida propia. Sobre las azoteas, algunos
silbaron largamente contemplando a aquella mortal que afrontaba sin miedo al
Serafín.

Alonzo, cada vez más aterrado, se preguntaba si debía intervenir de alguna


manera. Concluyó que aquel ángel debía ser el Serafín que invadió con su ejército
la Capital del Hemisferio Norte. Si ahora se encontraba en China, con la espada
del Arcángel Miguel, cayó la dulce posibilidad de que el Serafín pudiera haber
asesinado a Reykō para hacerse con el arma.

—Vine a ver con mis propios ojos —dijo Durandal—, a la mujer que dicen que
luchó contra el Serafín Rigel y salió victoriosa. ¿Acaso eres tú?

—¿Ese grandulón? No recuerdo haberle dado el tajo final, pero me hubiera


gustado.

Durandal tragó aire; estaba ofendido, pero sabía que su rostro debía encontrarse
desprovisto de emociones e hizo un esfuerzo por contenerse.

—Cuida tu lengua, mortal.

—¿Venís a por Perla? —preguntó ella, ahora apuntándolo con su espada—. ¿O


venís a vengar a vuestro amigo caído?

—Vine por ti.

Reykō se acomodó en su mullido asiento que daba al ventanal de su oficina, y


suspiró perdiendo la vista en la brillante ciudad del Hemisferio Norte: Valentía, de
la nación Gran Iberia. Deseaba tocar la empuñadora de la espada del Arcángel
Miguel, siempre lo hacía cada vez que le asaltaban dudas, pero ahora su mano se
cerraba en el vacío. Había perdido la espada zigzagueante, pero se consoló al
recordar que al menos consiguió sacar algo bueno de aquel “vil robo”.

Se cruzó de piernas con suavidad y apoyó la barbilla en una mano. Frente a ella
estaba el ángel que el Serafín Durandal entregó como intercambio para evitar una
batalla. “Un ser semidios por una espada mítica”, pensó, y la idea le pareció un
intercambio justo. El espécimen era un varón de físico que le resultaba atractivo,
de alas y cabellera plateadas, y se preguntó si en la legión de ángeles todos
resultarían ser unos adonis.

Varios soldados de Reykō, tras ella, no dejaban de apuntarlo con sus rifles,
completamente desconfiados aún pese a la evidente pasibilidad del ángel. Entre
ellos se encontraba el comandante del ejército de Reykō, Albion Cunningham,
frustrado por no haber podido evitar el robo de la espada. Su cabellera castaña
era corta, casi rapada, y sus ojos intensos parecían destellar fuego.

—Tu amo te ha entregado a mí —dijo ella—. ¿Cómo te sientes al respecto,


pequeña ave?

El ángel plateado ladeó el rostro.

—No es mi amo, los hacedores lo son. El Serafín Durandal es mi superior.

—Si él es un Serafín, tú eres…

—Una Dominación —hizo una reverencia—. Espero serle de utilidad.

Reykō volvió a sonreírse, visiblemente fascinada. Quién diría que la primera


humana en forjar una alianza con los ángeles sería ella misma, que los quería ver
aplastados bajo sus botas por haber sido los causantes de la destrucción del
mundo moderno, trescientos años atrás. Pero algo bueno sacaría de todo ello
antes de coserlo a jeringas en algún laboratorio.

Había que probarlo antes.

—Desnúdate —ordenó, y oyó tras ella cómo sus soldados se removieron


incómodos.

El ángel asintió y se deshizo del cinturón y luego de la túnica; Reykō enarcó una
ceja pues esperaba que se negase o mostrase algún tipo de vergüenza. Pero se
olvidó de todo cuando se reveló lo que la mujer ya había sospechado: aquella
Dominación poseía un cuerpo que haría a toda humana o humano derretirse. Un
adonis tallado exquisitamente por los dioses. Lástima, se dijo ella, que esos ojos
suyos transmitiesen tanto vacío; como si no sintiera pudor o el más mínimo deseo
de carne.

—Acércate —ordenó Reykō.

Sus soldados volvieron a removerse, aunque ahora era otro tipo de incomodidad.
No deseaban que el ángel se acercara más a ella, pero nadie tenía el valor de
contrariar a la mujer más poderosa del mundo. El comandante Cunningham, no
obstante, avanzó un paso con su fusil apuntando la cabeza del ángel.

Con un ademán, la mujer lo detuvo sin mirarlo.

—¿Qué sucede, Albion? ¿Miedo o celos?

Cunningham no apartaba la mirada de los ojos del ángel. Cómo iba a confiar en un
ser despreciable como ellos, causantes de tanta destrucción. Su propia nación,
Alba, aún a día de hoy era solo escombros, hambruna, pobreza aderezado con
sectas fanáticas. Cómo iba a dejar que se acercara un centímetro más a ella, que
lo sacó de ese infierno cuando niño para hacer de él un gran hombre.

Respondió a regañadientes.

—Reconsidere lo que está haciendo, mi señora.

—No me cabe duda de que, si el ángel quisiera matarnos, ya lo habría hecho,


Cunningham. Pero aquí estamos todos. Dime tu nombre, Dominación.

—Deneb Kaitos —y mirando al comandante Cunningham, agregó—. Me llamo


Deneb Kaitos, mi señora.

La mujer asintió complacida. Aprendía rápido; le gustaban los hombres así. Alargó
el brazo y, con los nudillos, acarició el sexo del ángel, mirándolo a los ojos para
descubrir su reacción. Luego agarró con sutileza la carne, elevándolo, sopesando.
Se entretuvo un largo y silencioso tramo, comprobando la suavidad y la rugosidad
de las diferentes partes. Pellizcó y se decepcionó al notar la misma vaciedad de
siempre en la mirada de la Dominación.

—A veces me pregunto para qué vuestros hacedores os crearon con vergas si ni


siquiera sois capaces de darle uso —suspiró—. Ven aquí, Albion, a su lado.

Cunningham dio un respingo y miró a sus subordinados, quienes desviaron la


mirada para todos lados menos hacia él. Pero bajó su rifle y se dispuso como
ordenó. Deseaba llevar un casco y que la visera ocultara el evidente desagrado
que le suponía estar en presencia del ángel.

Reykō hizo un gesto con el índice, girándolo en el aire.

El comandante procedió a desnudarse, enrojecido debido a una mezcla de


vergüenza y disgusto; tardó más tiempo que el ángel debido a que vestía
armadura EXO y no una túnica. Reykō se acomodó en el asiento y ordenó a los
demás soldados que salieran del cuarto, orden que acataron presurosos y
nerviosos.
Deneb Kaitos observaba todo con curiosidad. Tal vez, pensó él, todo ello no era
sino una rara costumbre de los mortales. Le sonrió a Cunningham, fijándose en su
cuerpo para comprobar que, como él, el mortal poseía rasgos de un auténtico
guerrero que, en los Campos Elíseos, serían vistos con buenos ojos. Alto, de
marcada musculatura y mirada intensa. Tenía una marca llamativa en el hombro
derecho, similar al ala de ángel.

El gesto fue tomado por el comandante como ofensivo, quien se sintió incómodo
bajo el escrutinio de aquel ángel. Se cubrió cuando notó que miró su verga.

—¿Qué mierda miras, pajarraco?

Reykō se inclinó hacia su soldado y, alargando el brazo, posó la palma en el


vientre del hombre y clavó las uñas en la piel. Intercedió con voz serena.

—Tranquilo. Aquí el único que me preocupa eres tú, querido.

Los dejos bajaron hasta el sexo cuando notó que el comandante había tragado su
orgullo. Las caricias despertaban su hombría, que crecía y crecía, y pronto la
mujer lo capturó como una garra de un halcón que ciñe a la presa con fuerza.
Cunningham también le resultaba un hombre atractivo, tanto o más que el ángel, y
bien que lo había entrenado ella en todo tipo de artes. Viendo al ser celestial y
humano desnudos, no sabría decantarse por uno. “Tal vez ambos…”.

Iniciando un vaivén, miró a Deneb Kaitos.

—¿Qué? Eso que tienes entre tus piernas sirve para algo más que mear, querido.
Y te sorprenderías de los usos que puedo darle.

La mujer se excitó abruptamente ante la idea de pervertir a un ángel. Dejó de


estimular a su presa y sonrió al ser celestial, apretando el sexo del comandante,
taponando la punta con su dedo índice pues ya relucía un brillo viscoso.

—Espérame en la cama —ordenó ella sin mirarlo.

El comandante debatió internamente aquella idea, realmente no deseaba dejarla


sola, pero era verdad que el ángel, al menos aquel, resultaba pacífico. Asintió, con
la excitación y la frustración inundándole todo el cuerpo. Se retiró dando
presurosas zancadas, olvidándose de su traje y armas en el suelo.

Cuando quedaron solos, Reykō miró a Deneb Kaitos.

—Y tú, ¿también querrás venir a mi cama?

—Haré lo que ordene, mi señora.


La mujer chasqueó los labios. Deseaba ver un poco de resistencia, pero ese ángel
no tenía alma ni pudor. Así no tenía gracia para ella. Aún se divertía recordando el
rostro de sus consejeros la primera vez que los obligó a desnudarse y arrodillarse
ante ella. Se levantó de su asiento, dirigiéndose hacia una mesa de bar para
servirse de una copa de vino. El ángel se había girado para ver la ciudad a través
del ventanal, momento aprovechado por la mujer para admirar su trasero.

Metió un dedo en la copa de vino, dándole vueltas.

—Tu superior dijo que los de tu rango sois rastreadores. Que podrías encontrarme
cualquier objeto perdido en el universo si es necesario. Pero no deseo nada de
valor, la verdad. Necesito que guíes a un escuadrón militar hacia el dragón
Leviatán y su legión de dragones. ¿Puedes hacerlo, Deneb Kaitos?

—Los dragones se extinguieron hace milenios, mi señora.

—Ojalá fuera cierto, querido.

Deneb Kaitos se giró. Al principio no creyó que pudiera haberlos, fueron


aniquilados todos por la legión de Irisiel en el inicio de los tiempos, pero, por
curiosidad, intentó localizar alguno. Cerró los ojos y pronto se sorprendió al
detectar tenuemente al mismísimo Leviatán escondido en algún lugar del reino
humano.

—Pero, ¿cómo es posible…? ¿Cómo es que tenéis dragones en vuestro reino?

—Desde hace trescientos años los tenemos —dijo ella, bebiendo el vino—.
Vinieron con el Apocalipsis.

—Yo no debería guiarles hasta Leviatán. Estoy aquí para buscarle una riqueza,
cualquiera sea, no un dragón.

—Tu superior ha dicho que me encontrarías la riqueza que yo deseara, y esto es


lo que deseo. Si no es así, vuelve junto a él y dile que has fallado. Dile que vuestra
palabra no vale absolutamente nada. Que no habrá paz y que todo mi ejército se
abalanzará sobre vosotros y vuestros aliados.

—No me entiende. No me gustaría guiarles hacia vuestra muerte. Leviatán es una


bestia peligrosa, mi señora.

—¿Y? ¿Qué te hace pensar que yo no lo sea?

El ángel la miró a los ojos y supo que había convicción en sus palabras. Ir en
búsqueda de aquel lagarto era solo tarea para temerarios o torpes. Reykō no le
parecía en absoluto una mortal torpe.
—Entiendo. Si eso es lo que deseáis, os guiaré.

Reykō miró al ángel con una apenas perceptible sonrisa. Deseaba invadir China
cuanto antes y aniquilar no solo a los ángeles sino a todos los que los protegían;
los consideraba traidores de la humanidad. Pero primero era necesario
anticiparse. Destrozaría a los dragones y evitaría que la alianza entre los cruzados
del Vaticano y China sumaran en fuerza bélica; sus espías ya le habían informado
de todo.

—Eso es lo que quería oír, querido. Vamos a la cama.

La espada zigzagueante dio varias vueltas en el aire y cayó clavada en el techo


del taxi donde Ámbar se encontraba, arrancando un grito de pavor del conductor
del vehículo, encogido en su asiento.

—Esta espada —dijo el Serafín—, fue creada en los inicios de los tiempos por los
hacedores. Es más que un arma. Es un estandarte. Fue hecha para los
Arcángeles, los protectores del reino de los humanos. Ninguno de los tres se
encuentra vivo desde hace trescientos años y me temo que yo no estoy interesado
en el cargo.

Ámbar vio el arma y notó que se trataba de la mismísima espada flamígera del
Arcángel Miguel. Arma que poseía Reykō, pero que por alguna razón ahora
estaba allí, a sus pies.

—Dime tu nombre —preguntó Durandal.

—¿Mi nombre? No sé en el lugar de donde vienes, pero, aquí, el que entra


haciendo barullo y lanzando soldados por los aires es el que normalmente se
presenta primero.

Se escuchó un par de risas alrededor; la mortal caía bien entre los ángeles.

—Mi nombre es Durandal —extendió brazos y alas, como siempre hacía para
imprimir porte y presencia—. Soy Serafín de los Campos Elíseos. ¿Quién eres tú,
mortal?

La mujer enfundó su arma al ver que no había hostilidad de parte de ninguno para
con ella. Se inclinó hacia la espada zigzagueante y la tomó de la empuñadura para
arrancarla del techo del vehículo. Era liviana y podía verse a sí misma reflejada en
la hoja.
—Me llamo Ámbar Moreira —extendió los brazos hacia los lados—. Y estoy
desempleada.

—Ámbar —repitió el Serafín, absorbiendo las palabras y aquel nombre—. Yo te


nombro Protectora del reino de los humanos. Mis ángeles y los de las demás
legiones te reconocemos, y te serviremos cuando lo necesites para honrarte a ti y
la humanidad que proteges. Que el coro recite tu nombre en los cánticos heroicos,
y que el cielo y la tierra tiemblen a tu paso, “Nari-il”.

Durandal se hincó sobre una rodilla y golpeó su pecho. Antes de que la mujer
dijera algo, vio cómo todos y cada uno de los ángeles repetían el gesto. Tanto los
que estaban en las azoteas como los que se encontraban elevados, bajaron de los
cielos para hincarse en la calle. La mujer se giró, sorprendida, al comprobar que
todos estaban rindiéndole un respeto que no comprendía por qué recibía.

—¡Nari-il! —gritó un ángel.

Miró a un lado y enarcó una ceja al ver a Alonzo cerca, manos en los bolsillos y
sonriente.

—Parece que ya no estás desempleada, mujer.

—Sí, bueno, ¿no deberías preocuparte por tus soldados? Los oía gimotear hace
un rato.

—Todos están bien —golpeó el lóbulo, indicando que había vuelto a entablar
comunicación—. Nos llevamos un buen susto.

—¡Nari-il! —gritó otro ángel, elevando el puño.

Y se sumó otro más. Y luego otro, hasta que los ángeles rugían alrededor de ella
como una sola fuerza. Los que tenían lanzas repiqueteaban el suelo, los que
tenían espadas la blandían al aire. Otros se golpeaban el pecho rítmicamente,
visiblemente alegres ante el nombramiento de un nuevo representante entre
ambos reinos. “¡Nari-il, Nari-il!”. Ámbar ni siquiera comprendía su idioma, pero de
alguna manera aquello le llegaba con tanta fuerza que logró conmoverla. Miró de
nuevo a su alrededor, no se lo creía; no había ángel que no celebrara su
nombramiento.

—Alonzo —dijo sin mirarlo—. ¿Qué están gritando?

—No lo sé. Imagino que es sumerio.

Cuando volvió la vista hacia el Serafín, este ya se había retirado. Solo plumas se
balanceaban en el aire. Algunos de sus súbditos también abandonaban el
mercado de Nianchang, elevándose en el cielo mientras otros aún gritaban, reían
y festejaban a su alrededor. En medio de una lluvia de plumas, Ámbar, por primera
vez en la noche, sonrió.

Estaba convencida de que todo cuanto había hecho sería visto como un delito
deleznable, que los libros la tacharían de traidora. Pero allí estaban esos
“pichones”, como les decía ella, festejando y reconociéndola por sus sacrificios y
valor. Cómo no sonreír cuando su propia vida, abruptamente, volvió a cobrar
sentido. Si tan solo su hija estuviera allí para ver con sus propios ojos cómo Ámbar
se había convertido en la heroína que la niña siempre creyó.

—¡Mujer! —Alonzo la sacó de sus pensamientos—. ¿A ellos también les vas a


rechazar como a mí?

Ámbar rio, meneando la cabeza.

—¿Acaso puedo? Se ha retirado antes de que rechazara la oferta.

—Tal vez ese Serafín presuponía que era una oferta irrechazable.

—Puede que sí —asintió ella—. ¿Lo has oído? Dijo “Reino de los humanos”.

—Ojalá fuera un reino. Lo haría todo más sencillo.

Pero no era un reino. Era todo un mundo, con sus contrastes, de odio y temores
enraizados, unido a otro nuevo y con peculiares seres alados que habían venido,
aparentemente, para quedarse. Para buscar un nuevo hogar. Eran dos mundos
fusionados a la fuerza y a los que habría que buscarle una cohesión.

—Acepto tu propuesta —dijo ella, posando la espada zigzagueante sobre su


hombro.

—¿Cuál? ¿La cita en los jardines Yu?

—No —gruñó—. Vayamos en búsqueda de los dragones, Alonzo.

III. Año 1368

Oír el grito y llanto de los mongoles ante las oleadas de flechazos fue como una
música dulce para los oídos de Mijaíl. Por un momento, al tensar su cuarta flecha,
se sintió poderoso; la muerte en sus manos. El sentimiento era idéntico en toda la
fila de arqueros. Partió la saeta y, mientras buscaba otra, miró el campamento
atacado. Una lástima que la oscuridad de la noche no mostrara mucho de aquellos
demonios sufriendo y cayendo, pensó, pero al llegar el amanecer se encargaría de
recorrer el lugar para verlos a todos, derrotados y con saetas clavadas en sus
cuerpos.

Varios cuernos resonaron en el campamento mongol, avisando del ataque


sorpresa. Pronto se oyeron los casquetazos de los caballos enemigos, yendo y
viniendo por doquier; los mongoles se estaban organizando y pronto estarían
partiendo para cazarlos. Pero una nueva oleada de flechazos terminó por derribar
a casi toda la línea frontal que estaba formándose, entorpeciendo a los que venían
detrás. De un lado, los novgorodienses rugían victoriosos y del otro, los mongoles
aullaban de dolor. Pese a todo, los jinetes enemigos seguían llegando para
agruparse, sorteando los heridos y levantando los escudos para protegerse de la
lluvia de saetas.

Octava flecha. Mijaíl sintió un frío sudor recorrer la frente; esos demonios no se
acababan. Sus flechas sí. Y, para colmo, tenía la sospecha de que la noche no los
estaba desorganizando como pretendían. Si docenas de jinetes caían, sonaban
los cuernos en notas cortas y venían otros más para reemplazarlos; parecía una
máquina de guerra bastante bien engrasada.

Al sonido largo de un cuerno, vio sobrecogido cómo una inmensa línea de jinetes
partía hacia ellos como si fuera una sola y terrorífica fuerza infernal.

El viejo comandante novgorodiense levantó el brazo para que todos parasen el


asedio. Habían logrado su cometido de crear la distracción y todo quedaba en
manos del ataque sorpresa de Gueorgui.

—¡Retirada!

Se giró sobre su montura y se fijó en el pávido Mijaíl. El único paralizado y que


además miraba la aún lejana fila de jinetes enemigos. Hizo un ademán frente a su
rostro, despertándolo de su trance.

—Pero, ¿sigues aterrorizado, joven? ¡Muévete!

Mijaíl parpadeó. No era terror. Simplemente, no esperaba experimentar cierta


admiración por la organización y el ardor de sus enemigos. Los pensaba como
míseros salvajes y poco más. Definitivamente, no eran como los lituanos. Asintió y
tomó las riendas de su montura, ajustando su escudo sobre la espalda. Todos
estaban al tanto de la habilidad de los mongoles de disparar desde sus monturas
en plena galopada, y debían tomar precauciones si estos se les acercaban
excesivamente durante la huida.

Confió en cruzar a tiempo el Volga para que los lanceros y otros arqueros que
aguardaban al otro extremo se ocuparan de sus perseguidores. Pero, sobre todo,
esperaba que Gueorgui pudiera asestar el golpe definitivo. Que matara
rápidamente a un enemigo en especial; el único causante de que aquella
marabunta de salvajes fuera tan organizada y estuviera tan preparada.

“Caza al Orlok”, pensó mientras emprendían la rápida huida. “Y la victoria será


nuestra”.

Gueorgui sonrió cuando notó el trajín en el campamento enemigo. Saber que


ahora estaban a su merced hizo que, súbitamente, el largo y tortuoso avance
alrededor del Volga desapareciera de sus pensamientos.

Organizó una larga fila de lanceros en cuyo centro irían los mejores pertrechados,
él mismo entre ellos. A un gesto suyo, partió la caballería novgorodiense. Unos
cincuenta jinetes avanzaron sobre la fila, formando así una cuña en cuya punta se
encontraban Gueorgui y sus hombres. En los flancos se desplegaron sendos
grupos que, sobre el blanco pálido del terreno, dibujaban una suerte de garras que
se cerrarían sobre los enemigos para aplastar hasta el último de todos.

La cuña penetró hasta el corazón del campamento, dejando por los suelos tanto a
hombres como tiendas; el encontronazo se dio entre aullidos de terror
mezclándose con el repiquetear intenso de las herraduras. Los caballos sin jinetes
huían despavoridos y los mongoles que de alguna manera lograban sobrevivir la
primera oleada de Gueorgui y sus hombres eran pisoteados por la línea que le
seguía.

La estela de enemigos caídos al paso de los jinetes se alargaba y la sangre corría


sobre la nieve; la caballería de Nóvgorod y de Kholm era como una barra de hierro
candente pasando por la carne. Por un momento, la victoria parecía ser solo una
cuestión de tiempo.

Varios cuernos sonaban en puntos dispersos del campamento, alertando a los


mongoles del nuevo ataque sorpresa. Pronto, una larga fila de guerreros se formó
y alzó sus sables para desafiarlos en combate; no contaban con caballos, al
menos no tenían tiempo de hacerse con uno, y Gueorgui, cuya armadura ya
relucía cubierta de sangre, guardó su lanza en la funda de su montura.

Desenfundó su espada y la levantó al aire en respuesta al desafío; al grito de


“¡Dios con nosotros”, él y sus hombres se abalanzaron con ferocidad.

Mijaíl vio despavorido cómo un jinete novgorodiense, delante de él, caía de su


montura con dos flechas clavadas en su espalda. Tragó saliva y apuró al caballo;
esos malditos enemigos eran realmente rápidos. Cayó otro compañero al otro
extremo del nutrido grupo de jinetes. Ahora ya podía oír las flechas cortando el
aire sobre él.

Cerró los ojos cuando, en la lejanía, oyó a sus compañeros aullar de dolor;
probablemente al ser alcanzados por los mongoles eran rematados con picas.

Esperaba cruzar el río cuanto antes y que los grupos apostados en la ribera
terminaran por deshacerse de sus perseguidores, pero hacía rato que había
agachado la cabeza y no se atrevía a levantarla para comprobar cuánto faltaba.

Su caballo relinchó al recibir un flechazo y Mijaíl se dio prisa en saltar de su


montura; el animal cayó tropezado sobre el hielo y el joven consiguió rodar para
no ser aplastado, meneando la cabeza para espabilar. No se atrevía a mirar a sus
perseguidores, pero oía los casquetazos y hasta sentía el temblor en el Volga.
Alargó la mano hacia la empuñadura de su espada, sujeta en la cintura, y cerró los
ojos temiendo el peor de los finales.

Se levantó; sus rodillas crujían y apenas sentía la empuñadura en sus congelados


dedos. La espada se le resbaló y repiqueteó en el suelo. Y los vio a todos, que
venían en marcha infernal entre gritos, levantando sables unos, tensando arcos
otros, claramente rabiosos. Parecían demonios. Como único gesto, cerró los ojos
y empuñó su colgante de Santa Sofía.

Inesperadamente, oyó tras él a cientos de saetas cruzando el aire y cayendo


sobre los estupefactos mongoles, que cambiaron sus cánticos rugientes por
aullidos lastimeros. Cuando el sorprendido guerrero se giró, vio a sus propios
compañeros deteniendo la falsa retirada, ahora lanzas en ristre, girándose para
embestir al enemigo. Y tras ellos, en la ribera y en las colinas circundantes, notó a
cientos de arqueros tensando sus arcos.

Mijaíl seguía estupefacto mientras los novgorodienses avanzaban a sus lados


para acabar con los mongoles. Miró sus temblorosas manos. Estaba seguro de
que eran sus horas finales y que la Virgen María había oído sus plegarias. Luego
pensó en Gueorgui, luchando al otro lado contra esos mismos feroces enemigos.

Apretó los puños y golpeó el hielo; no tenía el valor de su hermano.

Un jinete se detuvo frente a él; era el viejo general novgorodiense. Una flecha
atravesaba la hombrera de su armadura, pero él actuaba como si no estuviera allí,
sonriéndole al muchacho. Le habló, pero Mijaíl apenas oyó entre los espadazos y
gritos varios que se producían más adelante.

—¡He dicho que está resultando un plan estupendo, joven! Quédate en el


campamento, ya has hecho lo tuyo. Mis hombres y yo iremos a ayudar a tu
hermano.

Mijaíl tragó saliva.

Gueorgui atravesó con su espada el pecho de un jinete y la sangre le roció


violentamente en el rostro. Podía comprobar, de vez en cuando, cómo todo el
terreno repleto de aliados y enemigos pasaba de un negro profundo a un gris
pálido mientras el cielo se azulaba cada vez más. Estuvieron luchando durante
horas, retrocediendo y avanzando una y otra vez por el campamento, y sintió un
gran desgaste en su brazo derecho cuando quiso extraer la espada de un fuerte
tirón.

Seguido por sus hombres, llegó hasta un terreno elevado, sorteando cadáveres
aguijoneados de flechas, y tuvo una buena perspectiva del campo de batalla.
Sabía que sus guerreros estarían extenuados y que la contienda se había
equilibrado hacía rato; los enemigos eran bravos y respondían a la batalla mejor
que los lituanos. Luego oyó griteríos de júbilo en el fondo del campamento mongol,
superando por momentos a los rugidos de los guerreros enfrentados.

Fijó la mirada hacia el Volga y notó un nutrido grupo de jinetes regresando a


través del río congelado en rápida galopada, debido a la oscuridad no pudo
diferenciarlos, eran solo una mancha oscura, pero los más adelantados
empezaron a elevar al aire los estandartes blancos y rojos de la Horda de Oro,
entonando largas notas con los cuernos. Gueorgui lanzó su casco al suelo con
desazón; no podía ser verdad que aquellos perros al final consiguieran aniquilar a
toda la caballería novgorodiense a pesar de las artimañas que habían preparado.

Al sonido estridente de otro cuerno, el campamento mongol se abrió en dos para


dejarlos pasar y que así prestasen ayuda en la batalla.

Gueorgui escupió un cuajo sanguinolento, rabioso, y alzó su espada.

—¡Si hoy nos toca caer, mejor llevarles un tributo a nuestros hermanos idos! ¡Por
los caídos, Dios con nosotros!

Un fuego renació en los ojos de muchos jinetes. Gueorgui estaba consumido por
la rabia que apenas pensaba con claridad, pero sus hombres lo seguirían hasta el
fin del mundo; levantaron sus espadas y bramaron con sus últimas fuerzas antes
de seguirlo.

Volvieron a formar una cuña para penetrar en las filas enemigas, con más ímpetu
si cabe, pateando, rajando y derribando a quien osara de acercarse. Los enemigos
levantaban la mirada y veían aterrorizados a ese gigantesco y pertrechado dios
oscuro de la guerra, bañado en sangre mientras repartía espadazos, y pronto se
vieron cercados en pequeños grupos por un rabioso e innumerable ejército, como
islas rodeadas por el mar.

Se oyeron nuevos gritos en el corazón del campamento mongol. Eran aúllos, más
bien, y los cuernos sonaban en distintos tonos en varios lugares; a veces eran
largos, otros eran cortos, otros eran intermitentes. Los mongoles echaban la
mirada hacia atrás, confundidos. Era como si diversas y contradictorias órdenes
viajasen por el aire.

Gueorgui sujetó las riendas de su caballo y levantó la mirada para entender qué
sucedía.

Los recién llegados no eran jinetes mongoles, por más que levantasen al aire los
estandartes de la Hora de Oro. Cuando las nubes le abrieron paso a la luna llena,
notó que en realidad se trataba del ejército novgorodiense. Se abrieron paso entre
el sorprendido campamento, disparando saetas y repartiendo sablazos a su paso,
formando una gigantesca cuña que penetraba hasta el corazón del ejército
invasor.

El ataque sorpresa fue devastador para los mongoles, que no podían sostener dos
frentes, y los sobrevivientes huyeron en desbandada. Algunos grupos de jóvenes
cazadores los siguieron, pertenecían a la retaguardia y no habían participado en la
batalla, pero deseaban mostrar su valentía.

Se elevaron cientos de espadas en el aire entre gritos de algarabía y los que


estaban en las colinas vieron con sonrisas cómo parecía formarse bajo la luz del
alba una especie de gigantesca piel de puercoespín; eran los novgorodienses,
desahogándose y festejando la victoria con feroces rugidos.

Gueorgui estaba ansioso y se movía como una avispa entre los hombres,
buscando a su querido hermano. No lo vio, pero sí reconoció al viejo general
novgorodiense, y se carcajeó estruendosamente. Si ese viejo estaba vivo, su
hermano también habría sobrevivido, concluyó. En secreto le había pedido que
cuidara de él.

—¿En la vanguardia, mi general? Debería dejárselo a los más jóvenes.

El general hizo un ademán y luego señaló con el pulgar a un guerrero montando a


su lado. Mijaíl estaba claramente fatigado y bañado de sangre, con un cuerno
mongol colgado de su cuello, y no respondió cuando el oso se acercó y lo tomó
del hombro, asintiéndole. No solo usó los estandartes enemigos para infiltrarse y
dar un golpe fatal al campamento, sino que aprendió a dar órdenes con el cuerno.
Solo ese joven sería capaz de planificar una locura como aquella, pensó Gueorgui.
—¡Oídme! —gritó el oso, y los que lo rodeaban callaron inmediatamente—. ¡Al
volver beberemos hasta hartarnos! ¡Y brindaremos! ¡Por nuestros hermanos
caídos! ¡Porque Cristo nos ha guiado hasta la victoria! ¡Y por mi hermano, el
hombre que venció a los mongoles!

Mijaíl oyó los vítores y por un momento sintió sus fuerzas regresar paulatinamente.
Se deshizo del yelmo y la lanzó al suelo con rabia, provocando rugidos victoriosos
a su alrededor. Nunca había estado tan al borde de la muerte y en tantas
ocasiones, pero por un momento como aquel, en donde todos lo reconocían, bien
que valía la pena.

—¡Por Mijaíl! —gritó un jinete novgorodiense con el puño levantado.

—¡Por un gran hombre! —afirmó el viejo general—. ¡Al menos lo será hasta que
nuestro Príncipe le corte la verga!

Nuevamente las carcajadas tronaban el lugar. Pero, por primera vez, Mijaíl volvió
a sonreír. Cómo no hacerlo. Era verdad que ningún mongol cayó bajo su espada o
sus flechas, pero qué importaba cuando ahora todos coreaban su nombre como
una sola fuerza. “¡Mijaíl, Mijaíl, Mijaíl!”. El propio suelo parecía vibrar. Se giró
sobre su montura solo para deleitarse de la vista y el dulce cántico entonado;
todos los hombres acompañaban el himno, incluido el oso.

Levantó el puño cerrado y bramó con todas sus fuerzas, justo antes de caer
desmayado.

En una lejana colina, varios jinetes contemplaban el festejo. El Orlok mongol había
hecho de su rostro una máscara indescifrable aún para sus hombres más
cercanos, pero por dentro ardía de rabia y solo tenían una sospecha de su ánimo
debido a la intensidad de su mirada. Se retiró el yelmo y la brisa meció las
decenas de trenzas de su larga cabellera. Pese a ser un guerrero nacido en las
estepas de Mongolia, la contextura fuerte y tez morena así lo demostraban, era
también mucho más alto que sus súbditos. Más imponente.

—“Mi-jaíl” —pronunció con dificultad; aspiró y cerró los ojos, repitiendo


mentalmente la palabra como tratando de encontrarle un significado. Podría ser
una palabra humillante dedicada a los derrotados. Tal vez fuera una palabra para
festejar. O podría ser el nombre del héroe que los condenó.

—Orlok Kadan—irrumpió uno de sus hombres.


—No nos queda nada aquí, Orlok —insistió otro subordinado—. Volvamos.

El mariscal mongol lo sabía muy bien y gruñó al escuchar aquellas obviedades.


Debía emprender un largo viaje hasta el campamento principal de su Kan, al este
de Asia. Y pesarían sobre sus hombros todas y cada una de las pérdidas. Cientos
de miles de mujeres y niños lo mirarían, humillado y derrotado, esperando que
explicara cómo dejó que sus maridos o padres cayeran en aquella emboscada. El
Kan sería el primero en exigir que esclareciera todo.

Tal vez hasta su propia cabeza apeligraba.

—“Mi-jaíl” —volvió a pronunciar, escupiendo al suelo.

—¡Orlok Kadan, debe escucharnos! —intentó advertir otro—. ¡Podrían tener vigías
buscánd…!

Los demás dieron un respingo al notar un fugaz fulgor plateado. La cabeza del
subordinado rodó por la nieve mientras el Orlok limpiaba su sable ensangrentado.
Lo guardó en la funda con absoluta tranquilidad y se giró sobre su montura
mientras los demás mantenían un adusto silencio.

Para él, sería un mejor final morir junto con sus hombres y no tener que rendir
explicaciones a nadie. Pero si tras aquella masacre se encontraba vivo solo podía
ser obra del Dios Tengri, concluyó, y debía haber una razón para ello. Su sable
debía probar la sangre del culpable y hacer justicia.

—Nos volvemos —ordenó en tono severo, preparándose para el galope—. El Kan


nos espera.

Continuará.

Destructo III Esta guerra tiene tu nombre

Tercer capítulo. El ejército xin continuaban su viaje rumbo a la frontera


transoxiana, mientras un ruso enfrentaba la decisión del Príncipe de
Nóvgorod. Y en una nueva época, un ángel enfrentaba a su mayor
demonio.
I. Año 1368

Wezen montaba su caballo, silbando una canción y disfrutando del exuberante


paisaje de la llanura; un interminable verde que se extendía hasta donde la vista
alcanzaba. Su estado de ánimo era inmejorable, cabalgando en medio de la legión
de jinetes xin de Syaoran y tomando rumbo a su pueblo. A un lado, el sol se
ocultaba tras la interminable cadena de montañas y supo que pronto debían
acampar. Si fuera por él, continuaría cabalgando durante la noche; faltaban pocos
días para alcanzar Congli y estaba ansioso por ver a su hermana tras casi un año
de partir rumbo a la guerra.

Desmontó a un costado del camino, viendo a los demás jinetes preparar el


campamento con una velocidad y disciplina que nunca dejaba de sorprenderlo.
Estaban perfectamente entrenados por Syaoran, pensó, y pronto él también sería
un gran guerrero a su lado. Se había convertido en su escudero; estaba presente
en todas las reuniones de su comandante, entrenaba con él y se enteraba de las
noticias más importantes con rapidez.

Sabía que la prioridad de Syaoran era reunirse con el emisario de Occidente en


una expedición en la frontera xin. Sabía, además, que los mongoles no estaban
huyendo del reino, sino reagrupándose en algún lugar. Tardarían meses en
asestar un ataque contra el nuevo emperador, apostado en Nankín, pero
disfrutaría de los días mientras tanto.

Luego se fijó en Zhao, desmontando de su caballo y enfundado en su túnica


budista sin ningún tipo de reparo. Buena parte del ejército lo conocía y ya no tenía
necesidad de aparentar. Después de todo, la Sociedad del Loto Blanco a la que
ahora pertenecían fue fundada por budistas. Lo vio acercarse y el guerrero xin
frunció el ceño. Zhao le estaba resultando insoportable en los últimos días.
Detestaba que su amigo le hablara sobre Buda y sus conceptos de paz y
tranquilidad, que no hacía más que enfadarlo. Al parecer, ahora Zhao sentía una
necesidad de predicar su credo a todos los soldados, que lo escuchaban con
curiosidad y respeto, pero Wezen no era una persona de fe.

—¿Cómo está tu herida? —preguntó el budista, señalando el hombro que había


sido alcanzado por una espada durante la toma de Ciudad del Jan.

—El hombro está bien —se palmeó la zona con fuerza—. Una de las esclavas del
comandante se ofreció a curar la herida.

—¿Una esclava? ¿Cuál de las dos?

—La más bonita —asintió.

Zhao enarcó una ceja.

—Procura recordar que ellas entregan sus cuerpos a tu comandante. Syaoran no


querrá saber que uno de sus soldados está detrás de…

Wezen hizo un ademán.

—No me sigas.

Se alejó silbando; nada ni nadie le arruinaría su estado de ánimo.

Lanzó su casco sobre la hierba y se acercó a un riachuelo para mear sobre unos
matojos, entonando su canción y mirando las pálidas estrellas que asomaban en
el cielo. Dio un respingo cuando oyó el chapoteo del agua y luego un par de risillas
de algunas muchachas cerca.

Giró la cabeza y se sorprendió de ver a las dos esclavas de su comandante,


tomando un baño entre risas. Actuaban como si él no estuviera allí. Eran
hermosas, aunque distintas, como si su comandante las hubiera elegido así
adrede. Una era exótica por lo alta, de corta cabellera y turgentes senos, de
curvas pronunciadas. Toda una mujer. La otra, en cambio, era de rostro aniñado y
más menuda, enrollaba su larga cabellera mientras las gotas de agua recorrían su
cuerpo de tímidas curvas.

Wezen apretó los labios. Era esta última la que le había hecho una cura con
hierbas y vino, la noche anterior en las afueras de la tienda del comandante. Solo
sabía el nombre de esta, y era sencillo de recordar. Mei. “La más pequeña”.

Nunca dejaba de preguntarse sobre el extraño origen de las dos, después de todo
no era común verlas en campamentos de la caballería, sino más bien en los
castillos, sirviendo a emperadores, no a comandantes. Pensó que Syaoran era un
hombre afortunado al tener aquellas dos jóvenes a su disposición.

—¿Vas a acompañarnos? —preguntó la más alta, ahora de pie frente a él.

Wezen quedó absorto. Vio los pezones erectos de la esclava y por un momento
sintió el impulso de retirarse la armadura y zambullirse junto a ella, pero la
cacofonía de martillazos y órdenes lejanas que oía eran un recordatorio de que no
estaban solos; si algún soldado lo pillaba con las esclavas sería su muerte.

La mujer rio, volviendo a agacharse para darse un baño mientras que la pequeña
le salpicó agua a su amiga, visiblemente molesta. Wezen suspiró y se sentó sobre
la hierba, viéndolas.

—Muy graciosa. En Occidente harías de bufón de algún rey.

—¿Qué sabes de Occidente? —preguntó Mei, limpiándose una suciedad en el


vientre.

—No mucho. Podrías preguntárselo al emisario cuando lo encontremos.

Mei asintió. No conocía al emisario y dudaba que un hombre tan importante se


dignara a hablar con ella, pero lo intentaría. Charlar con Wezen, en cambio, era
más agradable y podía ser ella misma, evitando formalidades. Podía hablar de
temas que, con su señor, serían imposibles de tocar. Se lavó los brazos, hablando
con Wezen sin mirarlo.

—Ese emisario… Tiene que ser un hombre muy importante para mover todo un
ejército.

—Lo es. Según Syaoran, es clave para la guerra… Pero dos esclavas no tienen
por qué saber detalles.

Aquella broma hizo que Mei frunciera el ceño, no obstante, su amiga se volvió a
poner de pie. Brazos en jarras, miró a Wezen con una mueca.

—Vamos a encontrarnos con el embajador del reino de Koryo. Si pacta una


alianza con Syaoran, nuestro ejército podría doblar sus efectivos. Koryo es un
estado vasallo de los mongoles, así que no podemos entrar a sus tierras. Su
emisario sí puede. Y no es ningún occidental, por más que viva allí. Es tan oriental
como tú o yo.

Wezen quedó boquiabierto. Planeaba soltar pequeños detalles aquí y allá con tal
de prolongar la conversación con aquellas dos ninfas desnudas, pero todo su plan
se desbarató por completo.

—¿Qué? —preguntó la esclava, volviendo a bañarse—. Tengo oídos. Escucho.

Wezen chasqueó los labios.

—Ya veo. ¿Qué hacéis dos esclavas sirviendo al comandante en la caballería?

—¿Qué hace un campesino sirviendo como escudero de uno de los hombres más
poderosos de la dinastía? Tu pregunta y la mía tiene una misma respuesta.
Syaoran es un hombre distinto. Si lo piensas, nuestro emperador también es un
hombre afortunado por contar con él en su ejército.

La esclava salió del riachuelo, buscando sus prendas en la orilla. Se giró y miró a
Mei.

—Vámonos.

La joven meneó la cabeza.

—Ya te alcanzaré.

La mujer blanqueó los ojos y dispuso a vestirse. Terminó volviendo al


campamento con largas zancadas, dejando solos a los dos.

—Wezen —dijo Mei—. Mi señor dice que Congli es tu hogar. ¿Es un lugar bonito?

Wezen sonrió, tirando una piedrecilla al riachuelo.

—Sí. Es donde vive Xue…

—¿Xue?

—Mi hermana. Es menor que yo.

—No sabía que tenías una —lo miró sonriente—. ¿También tiene ojos amarillos
como tú?

Wezen asintió.

—Seguro que es bonita. La guerra hace esto. Separa la familia y a veces para
siempre. Lo veo todos los días. Tienes suerte de verla de nuevo.

—Bueno... Me alisté en la caballería por ella.

Mei no entendió. Entró más en el riachuelo, hundiendo su cuerpo casi hasta el


cuello, y se paseó por allí, mirando al melancólico guerrero. Wezen parecía tener
loss ojos en algún punto del río, con aire ausente.

—¿Querías separarte de ella? ¿Fue… vil contigo?

—¿Vil, Xue? No —sonrió meneando la cabeza—. Cuando éramos pequeños, por


las noches nos acostábamos sobre la hierba y uníamos los puntos en el cielo.
Formábamos figuras. Yo formaba animales, pero Mei era más imaginativa y
formaba… dragones… Recuerdo que una noche lloró porque le dije que no
existen.

—¿Puntos? ¡Estrellas! —rio Mei.

—Sí. Xue es dulce, no vil.

—Pues me gustaría conocerla.

Pero Wezen miró sus manos, y aunque la esclava no pudiera ver sus ojos, sí
percibió una repentina sensación de amargura en el guerrero. Intuitiva con los
hombres como era, calló y esperó con paciencia que el joven volviera a hablar.

—Pero cuando el emperador mongol llegó a Tangut, parte de su ejército pasó la


noche emborrachándose en nuestro pueblo. Mi madre escondió a Xue en casa. Es
lo que siempre hacían los aldeanos con sus hijas cuando venían los mongoles.
Eso y agachar la cabeza. Porque si un mongol asesina a un xin, solo le espera
una multa. Pero si un xin hace lo mismo, le espera la muerte. Esa era la ley del
emperador. Así que cuando mataron a nuestra madre y se llevaron a la pequeña
Xue, me acobardé… Temí por mi vida.

Mei tragó saliva.

—Lamento oírlo, Wez…

—Pero cuando oí los gritos —continuó sin hacerle caso, como si hablara con sí
mismo—. Cuando oí los gritos de Xue, decidí que yo no iba a agachar la cabeza.
Esos perros… Si vieras lo que yo vi, Mei, los odiarías tanto como yo. Los maté a
todos. ¡Los maté a todos cuando dormían! La cargué en mis brazos y huimos. Y,
¿cómo crees que estaba ella? Pensé que estaría llorando, o desvanecida o
completamente ida…

Mei se estremeció. Entendía perfectamente, no porque fuera víctima de mongoles


en su pasado, sino porque en su condición de sirviente sexual lo había vivido y
sufrido todo. Olvidándose de su desnudez, se apresuró en salir del riachuelo para
ir junto al muchacho.

—¿Estás bien? No tienes que continuar.

—Huíamos. Y en mis brazos, trazó los puntos en el cielo. Sonreía. Pensé que se
había vuelto loca… Porque sonreía y me decía que sí había dragones.

Mei lo tomó de la mano. “Detente”, susurró, porque era evidente que Wezen tenía
una herida sangrante que no cerraba y que sin querer ella había tocado. No
obstante, el guerrero se soltó del agarre. Se levantó, tomando la empuñadura de
su sable enfundado en su cinturón; quería disimular la mano temblando.
—Xue me dijo que los dragones existen, y que yo tengo el corazón de uno.

Wezen se rio amargamente de sí mismo, enjugándose las lágrimas. Mei lo oía


asombrada. Quería disculparse, que callara, pero Wezen proseguía.

—Pero un dragón no teme, ¿no es así? Pues yo tenía miedo. Y dudas. Tuve
dudas cuando oí que una nueva Dinastía planeaba rebelarse contra imperio
mongol y que estaban reclutando soldados. Pero cuando recuerdo sus gritos,
cuando recuerdo su rostro durante aquella noche, siento que estoy listo para la
guerra, Mei. No descansaré hasta que todos y cada uno de esos perros invasores
mueran. Esta guerra… ¡Esta guerra tiene el nombre de mi hermana! Así que sí…
¡Si estoy aquí es por ella!

Mei agachó la cabeza, incapaz de sostener la mirada feroz del guerrero. Se sentía
culpable de su abrupto cambio de ánimos y deseaba resarcirse.

—Xin volverá a ser una gran nación gracias a hombres como tú.

Hubo un largo y tendido silencio solo cortado por la brisa. La esclava apretó los
labios y procedió a vestirse. Era solo una túnica sencilla, que revoleaba al viento y
mostraba bastante piel. Se acercó al guerrero y se acarició la cintura, sonriéndole.

—¿Es bonita?

Wezen asintió.

—¿Qué tan bonita? —insistió Mei—. ¿Más que yo?

—Eres bonita, Mei, si es eso lo que quieres saber.

—Pregunté por tu hermana…

Wezen se volvió al campamento, despidiéndose con un ademán. No estaba


acostumbrado a mostrar ese lado suyo, tan lejos del salvaje y habilidoso jinete. Y
menos con una mujer. Esperaba que su amigo Zhao no lo pillara con esos ánimos,
realmente no quería oír de Buda, o de Cristo o de Alá.

—Eres bonita. Xue es hermosa.

Mei por un momento se sintió ofendida, pero era verdad que ella no tenía
hermanos así que desconocía qué tipo de lazo especial unía a Wezen y Xue. La
ofensa se convirtió abruptamente en envidia, y luego en admiración. Ella también
deseaba tener un lazo así.

—¡Wezen! —insistió.
—¿Qué?

—¿Cómo está tu hombro?

—Mejor.

Mei meneó la cabeza.

—Eso ya lo veremos. Esta noche te visitaré.

II. Año 2332

Perla se agarró el hombro derecho y lo sacudió suavemente; ya no le dolía. Luego


se vio frente al espejo y dobló las puntas de sus alas. En toda su vida había
vestido únicamente túnicas y solo había visto a los demás ángeles vestirlas,
aunque era verdad que en los últimos días observó a mortales vestir una variedad
de indumentarias que le parecían de lo más extrañas. Mostró poco o nulo interés
en las ropas, pero su túnica se había roto por donde quiera que mirase tras su
batalla contra el Serafín Rigel, y a falta de alguna confeccionista de los Campos
Elíseos, no le quedaba mucha alternativa.

Miró hacia el ventanal de su habitación y perdió la mirada en los árboles de hojas


coloridas, rojas en su mayoría. Era un lugar agradable, pensó. La reserva
ecológica china contaba con modernas instalaciones en medio del tupido y
gigantesco bosque, circundada además por una amplia cadena de colinas;
incontables como los colmillos de un dragón. Los pisos superiores, suavemente
enraizados por la vegetación, eran acristalados y contaban con amplios balcones
para facilitar la ida y vuelta de los ángeles, quienes solían curiosear las actividades
de los mortales: una mezcla de estudiantes y doctores de razas y nacionalidades
distintas que se habían unido, años atrás, bajo el estandarte de la Academia
Pontificia de Ciencias del Vaticano.

La directora de la reserva, Agnese Raccheli, se había acercado por la mañana


para dejarle sobre la cama una variedad de vestimentas, la mayoría de ellas de
diseño entubado y blanco, de modo que no extrañara su túnica, pero se había
olvidado de que para un ángel le resultaría imposible vestir la mayoría de ellas
debido a sus alas. Al final, escogió una tradicional china, de las pocas con espalda
desnuda que dejaría libre el paso del plumaje. Era azulado, de cierre lateral y
ribetes blancos, con el estampado de un dragón plateado cruzando un costado.

El vestido le resultaba molesto por la presión ejercida sobre sus senos, presión a
la que no estaba acostumbrada con su habitual indumentaria. No era largo y, en
un par de ocasiones, intentó forzarlo para que se acercara más a las rodillas, pero
echó a suspirar al ver que no era posible.

Su maestra Zadekiel se situó frente a ella con el ceño fruncido; la ayudó con
algunos ribetes y se le escapó un gruñido al terminar. A la instructora de cánticos
no le agradaba las vestimentas de los mortales ni mucho menos le gustaba que su
alumna las vistiera.

—Parezco una mortal —dijo Perla, plisándose la tela sobre el vientre—. ¿No es
así?

—¡Ah! Claro que no. Deja de pensar en cosas raras.

Pero la Querubín no podía desentenderse del hecho de que ella tenía un padre o
una madre mortal. Ni ángel ni humana, un híbrido, una alienada en medio de dos
mundos, eso pensaba ella de sí misma. Se sintió humillada enfundada en su
vestido de mortal. Se sentía menos ángel, sensación acrecentada por su
imposibilidad de volar. Si quisiera, su maestra podría salir por la ventana y dar un
paseo sobre el gigantesco bosque de afuera mientras ella se quedaría mirándola
desde el balcón, acariciando sus alas.

—Piensa en tus amigas Aegis y Dione —continuó la maestra—. Si no las asesinan


por traidoras, pronto te traerán una túnica nueva y radiante, ¡así que sonríe!

Solo Zadekiel rio de su propia broma.

—¿Cómo que…? —Perla desencajó la mandíbula—. ¡Ma-maestra! ¿Las van a


asesinar?

—Claro que no —hizo un ademán.

A la única que posiblemente podrían despachar en la legión de ángeles era


justamente a Perla, pero su maestra no quería sacarlo a colación; la Querubín
había asesinado al Serafín Rigel y quién sabría cómo reaccionarían si regresara.
Mejor tenerla en el reino de los mortales, concluyó sabiamente.

—Solo digo que será mejor que no te acostumbres a esos harapos que llaman
ropa.

Para muestra, se levantó y tomó uno de los vestidos descartados para deshacerlo
en varios pedazos sin dificultad alguna. La rubia frunció el ceño de nuevo. ¡Qué
débiles! Una túnica, en cambio, era resistente y sobre todo servía como estandarte
sagrado. Un recordatorio de la pertenencia a la legión de ángeles. Eso necesitaba
Perla con urgencia, pensaba Zadekiel. Lamentablemente, tendría que esperar que
sus alumnas volviesen de los Campos Elíseos.
—Bueno… A mí no me parecen tan feas, maestra…

Zadekiel se acercó y olisqueó el vestido. No detectó nada extraño, pero había algo
que seguía sin gustarle, e insistió. Se inclinó hacia la Querubín y levantó el
vestido. La muchacha dio un respingo al sentir la fría brisa acariciar libremente en
su trasero y pasear bajo sus piernas; gimió e intentó sutilmente bajárselo, pero la
maestra se mantuvo firme.

—Además de feo y poco resistente, es demasiado corto. Deberías ponerte


también esto y evitar ojos perversos.

La Querubín se levantó, volviendo a ajustarse el vestido. Agarró al vuelo una


braga y apretó los labios cuando la extendió. No había visto algo como eso y
enrojeció al entender su uso. Cómo iba a saber que algo tan sencillo en los
Campos Elíseos, como la vestimenta, resultaba ser mucho más complejo en el
reino de los humanos.

—No te preocupes —continuó Zadekiel, tomándola de la barbilla—. Cuando


salgamos, iré delante de ti y nadie verá nada. Y si ven algo, yo misma los lanzaré
por el horizonte. ¿Te parece mejor así?

—Hmm —asintió suavemente, jugando con la pequeña braga—. Gracias, maestra.


Parecerá que tengo mi propia guardia.

—Será así, pues. Digan lo que digan, sigues siendo la Querubín, el ser superior de
la angelología. Es el título que te dio el Trono y lo será hasta siempre —luego le
guiñó el ojo—. Y también eres mi alumna, así que eso me convierte en algo más
superior aún.

—No soy una Querubín —miró para otro lado—. Deja de decirlo. Tengo un padre
o una madre mortal, y puede que yo también lo sea. Tenga el título que tenga, no
durará mucho.

Zadekiel tragó saliva. Realmente le costaba aceptar la verdad acerca de Perla y el


misterio de si sería inmortal como los demás ángeles. Todo aquello era como un
baldazo de agua fría cada vez que lo recordaba, pero se negaba a tratarla distinto
a como acostumbraban en los Campos Elíseos. Era la Querubín, se decía a sí
misma.

—Pon buena cara. La mortal ya despertó y de seguro querrá verte. ¿No querrás
presentarte con el rostro desganado?
Ámbar avanzaba dentro de las instalaciones de la reserva, blanco radiante y
aséptico como un hospital, y todos los que allí se apostaban, tanto desde los
balcones internos como desde los pasillos, detenían su rutina para verla,
amontonándose en los alrededores. La espada zigzagueante era particularmente
llamativa, sujeta en su espalda mediante correas. Se trataba de su nuevo
estandarte y se sentía orgullosa de llevarlo.

Hombres y mujeres no la perdían de vista. Ya no solo era el hecho de ser


conocida por vencer a un ángel o liberarla luego, sino que su nombramiento como
“Protectora del reino de los humanos” era ya una noticia conocida dentro de la
organización, por lo que la veían como a una leyenda viva.

A su lado la acompañaba el comandante Alonzo Raccheli, poniéndola al día: su


milicia privada contaba con más de treinta mil hombres perfectamente entrenados
que seguirían su estela en la búsqueda de los dragones. Además, como
“Protectora”, le recalcó que ella tenía la capacidad de solicitar la ayuda de ángeles
guerreros para que la acompañasen y protegiesen. Partirían pronto y debían
cerrar todos los detalles.

Pero Ámbar se preguntó si debía revelarles su incómoda situación. Ella no


profesaba culto a ningún dios; era lo normal, en su natal Nueva San Pablo la
práctica religiosa era inexistente. Tras el Apocalipsis y la venida de los ángeles
como verdugos, la humanidad se había dividido en dos. Por un lado, en el
Vaticano se habían congregado todas las religiones monoteístas, los “creyentes”,
cuyos adeptos huían de las naciones en donde el culto a los dioses era
considerado delito; las penas variaban desde la detención hasta la condena a
muerte. Raccheli, la cabeza visible de la organización, era descendiente directo de
los “Primeros niños”, los sobrevivientes del Apocalipsis que fueron inculcados por
un hombre que, según las leyendas, tuvo un romance con un ángel antes de la
hecatombe.

La otra facción, mayoritaria en el mundo y representada principalmente por el


Hemisferio Norte, sí aceptaba la existencia de uno o varios seres superiores pues
los ángeles y el Apocalipsis eran prueba de ello; había una fuerza mayor, era
indudable, pero no los consideraban deidades y prohibían su culto.

Estos últimos parecían acechar la nación de China, donde gran parte de los
creyentes se apostaban. Había una guerra en ciernes, se percibía en el aire
incluso, y por ello el Vaticano necesitaba con urgencia a los dragones como medio
de persuasión.

Ámbar se detuvo de golpe, justo cuando Alonzo le insistía en llevar al menos cinco
mil hombres en su operativo.

—Puedes ofrecer a todo tu ejército si quieres —dijo ella—. Pero solo necesito un
pequeño escuadrón de diez soldados y al ángel rastreador. Nada más.

Alonzo se rascó la frente. Ámbar notó su desacuerdo y continuó.

—Somos odiados y considerados enemigos por casi todos los gobiernos. Lo


último que deseo es que crean que pretendemos atacar algún territorio. Tus
hombres se quedarán aquí y también los pichones. No le des más motivos al
Hemisferio Norte de venir aquí para invadir. ¿Querías que yo estuviera al mando?
Pues esta es mi condición.

—Tú tendrías el mando hasta en mi cama, mujer. Pero estamos hablando de


dragones. Si actúan hostiles, un escuadrón pequeño no sobrevivirá más de dos
segundos.

—Si son hostiles, no sobreviviremos seamos diez mil o seamos diez. Hablé con el
ángel y él dice que conversará con los dragones. Está convencido de que habrá
una alianza y no me ha dado motivos para dudar de él.

—¿Conversará, dices? Trescientos años y me vengo a enterar de que los


dragones hablan.

La mujer se encogió de hombros.

—El pichón dice que los dragones gruñen. Pero que él entiende. Cosas más
extrañas he visto en estos días, si me preguntas.

Alonzo se frotó el mentón, inseguro del plan. Deseaba movilizar gran parte de su
ejército, tal y como había hecho para rescatarla de la milicia de Nueva San Pablo.
Aún no se daban cuenta, pero ambos ya estaban cercados por el redondel de
científicos que, sencillamente, querían ver a la mujer. Algunas esferas fotográficas
flotaban por aquí y allá, capturando imágenes para el recuerdo sin que esta se
diera cuenta.

—Tú mandas —concluyó Alonzo—. Pero iré contigo, mujer. Encargaré la gestión
de la Reserva a mi hija.

—¿Tienes una hija?

—Es un bombón, como buena Raccheli. Se llama Agnese y es la directora de la


Academia Pontifica.

—Una Raccheli. ¿También tendré que tener cuidado con ella?

El redondel de científicos se dispersó entre suspiros y murmullos. Ámbar se


sorprendió cuando vio a Perla abriéndose paso con una timidez abrumadora,
plegando sus alas para no golpear a los mortales, tenía la mirada baja y, además,
el rojo de su rostro estaba al nivel de su cabellera. Notó el vestido azulado que
llevaba y sonrió porque no creyó que la vería con otra cosa que no fuera su túnica;
seguro era la razón de su vergüenza, concluyó.

Ámbar silbó.

—Te ves bonita, niña.

—¡Ah! ¡Á-ámbar! Al vestido lo llaman Qipao… Se siente apretado.

—Pues te queda bien.

La muchacha apretó los puños, mirando a un lado y otro. No le gustaba estar


rodeada de mortales y más que estos la mirasen. Pero ya no le importaba; se
lanzó a los brazos de la mujer, quien extendió los brazos para recibirla. Ámbar
chilló por la fuerza, aunque luego rio al sentir cómo la muchacha la rodeaba con
brazos y alas, en tanto que la cabeza se enroscaba bajo su mentón, sobre sus
pechos, como buscando un lugar donde reposar.

Si los ángeles, creados por los dioses, buscaban con desespero el amor de sus
desaparecidos creadores, Perla buscaba exactamente lo mismo en la actitud
maternal que había descubierto en Ámbar. Y a la mujer le atraía la idea de
redescubrir esa madre que fue una vez.

—Me alegra verte, niña.

—Tengo una habitación —dijo la Querubín—. Es bonita. La cama es espaciosa. Mi


maestra puede dormir en el sillón, ya hablé con ella.

Ámbar volvió a reír. Para ambas, todos a su alrededor habían desaparecido. Ya


hablarían luego sobre la misión de búsqueda de dragones, o sobre la verdadera
naturaleza de Perla, mitad ángel mitad humana. Incluso sobre el nombramiento de
Ámbar por el propio Serafín Durandal.

—Entonces ya sé dónde dormir esta noche.

III. Año 1368

El ajetreo en los establos de Nóvgorod era prácticamente inexistente. El silencio


imperaba y solo de vez en cuando se oían los cascos de algunos caballos, que se
removían inquietos dentro de sus corrales. Era cierto que la victoria de los rusos
sobre los mongoles había causado un furor desmedido, tanto en los que
participaron en la batalla como en los nobles que rezaban en sus hogares, o en la
catedral de Santa Sofía, durante la contienda, pero luego sobrevino un ambiente
oscuro y triste debido a los caídos.

Bajo una nevada, Mijaíl guiaba un caballo rumbo a los establos, con un desgano
evidente en su expresión. Como si caminar en la nieve fuera más pesado que de
costumbre. Había pasado toda la mañana en el campo de batalla, recogiendo
flechas y espadas, marcando aliados y enemigos para el recuento final. Reconoció
un par de amigos, con sus cuerpos tan asestado de saetas que parecían más bien
puercoespines. Pero lo que más lo tenía preocupado era no haber encontrado al
Orlok entre los muertos. Ni él ni los otros cien jóvenes que fueron al campo
consiguieron dar con el paitze, una tabla de oro que solo podía ser propiedad del
mariscal mongol.

Pensó que, tal vez, alguno de los jóvenes lo pudo haber encontrado y guardado
para venderlo. Al fin y al cabo, estaba hecho completamente de oro. Tal vez el
Orlok sí murió, pensó para tranquilizarse.

Luego de guardar al animal, se sentó sobre un banco cerca de los corrales y vio
un grupo de monjas recorriendo los establos, reconocibles por sus hábitos
completamente negros. Notó que una de ellas tenía unos senos de considerable
tamaño, indisimulables bajo su abrigo, y recordó a Anastasia Dmítrievna con un
deje de amargura. Aún quedaba la cuestión sobre su peligroso romance con la hija
del Príncipe de Nóvgorod.

Deseó por un momento volver a aquella lejana noche en la que el general de la


caballería y sus hombres de confianza murieron luchando contra los lituanos, a
orillas del Río Don, y él, su escudero, asumiera junto con su hermano el comando
para resistir y posteriormente derrotarlos. Tal vez no hubiera sido recibido en el
palacio como un héroe y no hubiera conocido a la hija del Príncipe.

Meneó la cabeza. ¿Cómo iba a arrepentirse? Anastasia era la muchacha más


hermosa y cariñosa que había conocido. No dejaban intercambiarse miradas
cómplices cada vez que se encontraban; eran los más jóvenes en el palacio. A
veces se sonreían. Aprovechando que él era el escudero de su hermano, era
usual pasear por los pasillos del palacio cada vez que había alguna reunión.

Entonces sucedió.

Mijaíl deseó por un momento enredar sus dedos en aquella larga y ensortijada
cabellera dorada, o agarrar esa nariz aguileña entre los dedos porque ella se
inhibía debido a que no le gustaba la forma, aunque a él no le importaba, es más,
le encantaba su nariz. La destacaba. Y sus senos…

Una monja se acercó a Mijaíl, retirándose la capucha del abrigo.

—Pensé que estarías en la catedral —dijo ella—. Siempre estás en la catedral.


Mijaíl levantó la vista. Era la monja de grandes senos. La levantó aún más y dio un
respingo.

—¡Anast…! ¡Su… Su… Su Serenísima!

Anastasia rio, volviendo a esconderse bajo la capucha.

—¡Baja la voz!

—Su Serenísima, no debería estar aquí.

La joven se sentó al lado de Mijaíl. Este se apartó, pero ella insistió en estar junto
a él.

—No, no debería estar aquí. Y, sin embargo, lo estoy.

La muchacha arrugó su nariz; realmente no comprendía cómo los hombres podían


aguantar ese olor tan fuerte de los establos. Esa mezcla rancia de orín y
excremento que mataba cualquier atisbo de romanticismo. Luego miró a su
amante, Mijaíl evitaba el contacto visual y estaba visiblemente nervioso. Anastasia
frunció el ceño.

—¿Y tu colgante?

—Lo perdí durante la batalla.

—Entonces es verdad. Gueorgui le ha dicho a mi padre que luchaste bravamente.


Que catorce mongoles cayeron bajo tu arco, y dos bajo tu espada.

Mijaíl soltó una risa apagada

—¿Eso ha dicho?

—¿Acaso no es verdad?

—No sé si alguno cayó bajo mi arco. Era de noche. Y cuando los tuve de frente,
en vez de desenvainar mi espada, lo único que hice fue agarrar mi pendiente y
orar.

Anastasia apretó los labios. No era agradable imaginar a Mijaíl en una situación
como aquella, completamente sobrecogido ante los enemigos que habían
masacrado Nóvgorod. Quiso tomarlo de la mano, pero dudó y miró hacia las
monjas. Su dama de compañía había ido junto con ella y también pidió prestado el
hábito de las religiosas, pero ahora no la encontraba. Decidió abrazarse a sí
misma.
—Fui yo.

—Fuiste tú —Mijaíl repitió sin entender.

—Le dije a mi padre que no quería casarme con el Príncipe de Kholm.

Vació sus pulmones como única respuesta, perdiendo la mirada en sus botas. Así
que fue ella, pensó. La culpable de que, tal vez, lo condenaran a muerte.
Anastasia era una joven romántica y ensoñadora. Tan ensoñadora que a veces
perdía la noción de la realidad. No la culpó de haberlo intentado.

—Me prohibió verte. Así que esta es nuestra última vez juntos —la muchacha miró
de nuevo en los alrededores y se lamentó de que fuera en un lugar ordinario como
un establo—. Me gustaría… besarte. Y… Y más cosas. Pero mi dama está
mirándonos.

El joven ruso se inclinó hacia un lado y buscó entre las monjas. Había una, de
aspecto robusto, que lo miraba en la distancia y con ojos feroces.

—¿No será ese jabalí?

Anastasia ahogó una risa. Meneando la cabeza, acarició la mejilla de Mijaíl.

—Pero mi padre me conoce. Si sigo aquí, siempre encontraré mi camino hasta ti.
Así que me ha ordenado viajar a Kholm.

Mijaíl sintió el impulso de besarla, realmente era su última vez juntos y lo sabía
muy bien. Se inclinó, olvidando a la lejana jabalí, pero vio pasar frente a sus ojos
un fulgor plateado. Dio un salto hacia atrás cuando notó una espada clavándose
en la nieve, a un lado de Anastasia, quien se volvía a esconder bajo la capucha.

El gigantesco Gueorgui clavó los ojos en su hermano. Estaban inyectados de


sangre. ¿Cómo era posible que, a pesar de las advertencias, aún se reuniese con
la hija del Príncipe? Pero no estaba allí para recriminárselo. Estaba allí porque
debía transmitir las órdenes del hombre más poderoso de Nóvgorod.

—Su Serenísima —el imponente comandante saludó a la joven, pero fijando sus
feroces ojos en Mijaíl—. No le corresponde estar en un lugar ordinario como un
establo. Su padre la está buscando.

Anastasia se levantó. Pero se mantuvo allí, de pie, como una mediadora silenciosa
entre los dos hermanos. Miró a Gueorgui, pero no se estremeció como Mijaíl al
notar su mirada.

—Y seguirá buscando.
Gueorgui quiso sonreír por la soltura de la chica. Anastasia le agradaba. No
obstante, lo disimuló todo bajo un aspecto serio y continuó sin prestarle atención a
la muchacha.

—Mijaíl. Nuestra Serenidad, el Príncipe Dmitri Ivánovic, transmite sus


felicitaciones por vuestros actos heroicos en la batalla contra la Horda de Oro. Os
ha honrado con una misión de escolta para que representéis con honor a vuestro
reino. Acompañaréis a un emisario de vuelta a su nación. Ha vivido durante doce
años aquí, ayudando al reino, y ahora desea regresar. Solicitó un acompañante
para él y su sirviente.

Mijaíl dejó escapar un largo suspiro de alivio. El anuncio era mucho mejor de lo
que había esperado. Cualquier opción que no fuera la muerte era buena. No
obstante, con la tranquilidad sobreviniéndole, pensó mejor aquello último que le
había dicho.

—¿Escolta? Es decir, ¿me quiere fuera de su vista?

—Os está honrando con una misión importante.

—Es una manera elegante de expulsarme.

“Es más bien un castigo elegante”, pensó Gueorgui.

—¡Soy un héroe y me necesitáis! ¡Coreasteis mi nombre cuando derrotamos a los


mongoles!

—Y en el bar corearon el mío. Y luego el de una puta. ¿Qué más da? Eras un
simple escudero que tuvo una oportunidad y la aprovechó. Ahora se te honra con
una misión importante. Saldrás y conocerás el mundo más allá de Tierra Santa.
Muchos desearían estar en…

Mijaíl hizo un ademán para interrumpirlo.

—¿Adónde iré?

—Al Reino de Koryo.

—Habla en serio, por favor.

—En serio. Partiréis mañana al amanecer.

Anastasia miró a un hombre y a otro, completamente incrédula. A diferencia de


Mijaíl, quien pensaba que tal reino no existía, ella sí lo ubicaba. Era prácticamente
otro mundo. Apretó los puños pensando en su padre.
—Es Oriente, Mijaíl —dijo ella—. Lo llaman el Reino del Dragón.

Mijaíl frunció el ceño y miró a su hermano.

—¿Oriente? Se suponía que íbamos a defender Nóvgorod juntos.

—¿Y acaso no lo hemos hecho? Los mongoles se estarán reagrupando y no los


veremos durante meses, quizás años. Por lo que sabemos, la batalla ahora se
centrará en Moscú.

—No me interesa Moscú. Además, si Moscú cae, volverán a por nosotros.

—Entonces sobrevive en tu viaje a Koryo. Y vuelve. Juntos aplastaremos hasta el


último de ellos.

—Me envía a mi muerte. No sirvo para luchar —sacudió su mano—. Ya lo viste


contra los lituanos y contra los mongoles. Sobre todo, esos perros de ojos
rayados, esos sí que son dragones. No nací para luchar contra ellos.

Gueorgui desclavó su shaska, una radiante y filosa espada. Inesperadamente, se


la ofreció a su hermano.

—Sobrevivirás. Eres demasiado terco para morir.

Mijaíl silbó suavemente por el piropo y el regalo; agarró la empuñadura de la


espada y comprobó el filo, marcando un tajo sobre la nieve.

—El mejor regalo, hermano mío —asintió, mirando su propio reflejo en la hoja.

—No es un regalo, perro. Me la devolverás cuando regreses.

Anastasia rio. Había oído a Gueorgui charlando con su padre, en los salones del
palacio, y sabía que el oso rogó al Príncipe para que sus mejores hombres
acompañaran a su hermano en el viaje al reino de Koryo. Al recibir una negativa, y
visto lo visto, la muchacha concluyó que el Gueorgui decidió entregarle al menos
su mejor arma.

Mijaíl hizo una mueca, pero la envainó en su cinturón.

—Está bien. Volveré. Sé que me seguirías hasta el infierno solo para recuperar
esta estúpida espada.

Gueorgui se inclinó para agarrarle por el cuello, pero Anastasia intercedió. En su


mirada había tristeza indisimulada y, sobre todo, resignación. Sabía que no existía
manera, que no estaban destinados a estar juntos. Aun así, hizo lo posible para
sonreírle al muchacho con el que había descubierto cómo era sentirse mujer.

—Ya no tengo tiempo. Solo he venido a decirte que fuiste mi primer beso, Mijaíl.

Gueorgui se cruzó de brazos y miró para otro lado, tratando de aplacar sus ganas
de aplastar a su hermano, en tanto que Mijaíl miró boquiabierto a la Princesa, que
soltó una risa amarga luego de confesarlo.

—Y nos imaginé dándonos el último, de viejos —continuó—. Pero tienes razón.


Siempre la tuviste. La verdad de este mundo es que nuestros deseos no son nada.
Tú eres el inapreciable, el que se sacrifica y sufre para el bien de los nobles; eres
el que defiende la libertad de los que nunca te reconocerán. Pero yo te reconozco,
Mijaíl. No naciste para luchar contra dragones, es verdad. Tú naciste para
guiarlos. Dios contigo, guerrero.

Esa era la Anastasia que él conocía. La romántica y ensoñadora, la de ojos


melancólicos. Mijaíl deseó besarla, entre otras cosas, pero entre el oso y la jabalí,
poco podía hacer. Hizo una reverencia al ver que la muchacha se giraba para
retirarse.

—El Príncipe de Kholm es un hombre afortunado. Sé que no habrá otra como


usted, su Serenísima.

IV. Año 2332

Perla entró al gran lago de la reserva, pero solo hasta que el agua le llegó hasta
los tobillos. Por más que debía llevar aquel incómodo vestido cada vez que salía
afuera, sentirse en un lugar natural que rememoraba al hogar hizo que
súbitamente levantara su estado de ánimo. Era un lugar apacible y silencioso,
circundado por un frondoso pinar. Muy lejos quedaban las instalaciones. Se giró y
miró en los alrededores; no quería que nadie la mirase bañándose.

Luego se inclinó para lavar sus manos y mojar sus alas. Se sentía en cierta
manera aliviada de haberse desfogado con Ámbar, como si cientos de piedras
amontonadas sobre sus alas hubieran desaparecido. Lo confesó todo cuanto se le
había revelado acerca de su verdadera naturaleza y que aún no podía superar el
haber asesinado al Serafín Rigel, aunque este fuera un recurso in extremis.

Abrió los ojos cuanto era posible al notar frente a ella una sombra expandiéndose
sobre el agua, agrandándose más y más. Vio una pluma balancearse frente a ella.
Era más grande, propia de un varón, por lo que descartó que se tratara de su
maestra Zadekiel. Se tensó, agudizando los sentidos. Oyó un suave chapoteo tras
ella y tragó saliva.
Se giró y notó una espada clavada en el lago; arriba, un ángel bajaba de los
cielos, cortando el sol, lo que le imposibilitaba ver el rostro. Pero las alas. Esas
seis alas extendidas a cabalidad solo podían ser de otro Serafín.

—¡Ah! ¡No te acerques más!

Retrocedió y pisó una hendidura del lago, tropezando y cayendo. Miró de reojo su
sable; era el arma con la que asesinó a Rigel. Se le resbaló de la mano o tal vez
ella se asqueó de tocarlo. Cómo pudo ser tan tonta de alejarse de su maestra
Zadekiel. Tenía que haber presupuesto que, ahora que había asesinado a Rigel, la
legión de ángeles vendría a por ella con ansia de sangre y revancha.

El Serafín bajó suavemente y hundió sus pies en el agua, observándola


detenidamente.

Perla quedó inmóvil, acostada boca arriba. La mitad de su cuerpo estaba


escondido bajo el agua y se sintió indefensa y torpe. Reconoció a Durandal. Pensó
que, como Rigel no había conseguido su objetivo de asesinarla, el Serafín bajó
para finalizar su tarea.

—¿Vienes a matarme?

—¿Por qué habría de hacerlo?

—¿Por qué no?

Lo preguntó en tono quejumbroso. Había tantas razones para acabar con su vida.
Era un híbrido sin hogar, un ángel destructor despreciada por la legión de ángeles
y odiada en el mundo de los mortales. Todo aquello lo tenía asumido, pero solo
una razón la amargaba.

—Maté a Rigel.

—Por lo que entiendo, eras tú o él. El Rigel que yo conozco habría preferido que
fueras tú la sobreviviente.

Perla frunció el ceño. Sus ojos se volvieron feroces pero humedecidos.

—¿A qué Rigel conocías? Yo también lo conocía… ¡Y allí estaba él, queriendo
matarme!

—Cuida tu tono. Él estaba siendo manipulado.

Perla dio un respingo. Entonces eran ciertas sus sospechas acerca de Rigel.
Tragó saliva cuando Durandal se inclinó hacia ella, ofreciéndole la mano.
—No he venido para quitarte la vida. Hace milenios que me he prometido no
volver a matar a ningún ángel de la legión. Y, aunque tú vistas como una mortal,
sigues siendo uno de los nuestros.

La joven se ruborizó. Aceptó la mano y se repuso. Notó su vestido completamente


arruinado y mojado, desarreglado y más pegado a su cuerpo que de costumbre.
Intentó arreglarse y no se percató de los ojos curiosos del Serafín, que se
detuvieron especialmente en los pechos resaltados.

—Se llama Qipao —plisó la tela en el vientre—. Y aprieta demasiado.

Amagó quitárselo, realmente no le agradaba y menos ser vista por otro ángel de
esa manera, pero recordó que ahora estaba bajo escrutinio de un varón. Un varón
que era secretamente admirado por ella.

Durandal se volvió a inclinar, buscando el sable de Perla.

—La próxima vez no sueltes tu espada.

Se repuso, levantando el sable que parecía irradiar la luz del sol. Luego se la
entregó, pero Perla se negó a agarrarla.

—Vine a decirte que vi a tu madre.

Perla abrió los ojos cuanto pudo y avanzó un paso hacia el Serafín, ladeando la
mano que sostenía el sable. ¡No podía ser verdad lo que le acababa de decir!
Cientos de pensamientos inundaron repentinamente su mente y se amontonaron
hasta el punto de sentirse mareada.

—¿Mi madre? ¡Mi madre! Pero, ¿cómo? ¿Cómo?

—Fue en la noche que huiste. El Segador nos mostró el Apocalipsis que asoló
hace trescientos años en este reino. Y vimos a tu madre.

—¿Cómo? —avanzó otro paso—. ¿¡Cómo era ella!? ¿Qué la viste hacer? ¡Su
nombre! ¡Dime su nombre!

—Tu tono, ángel. Ella era… Era como tú.

Perla intentó tocarse el rostro o mirarse el reflejo en el agua, pero el lago estaba
agitado. Su madre. Su madre tenía un rostro. Y el Serafín aseveró que era como
ella. En vez de todo eso, volvió a clavar su mirada desesperada en el varón,
rogando con los ojos que soltara más.

Durandal prosiguió.
—No vimos mucho. Ella estaba arrodillada en un suelo carbonizado. El cielo era
rojo como la sangre y el reino humano caía a pedazos. Todo a su alrededor ardía,
y ella…

—¿Qué? ¿Qué hacía ella?

—Lloraba. Sufría.

Perla mordió sus labios.

—Por lo que sabemos, de su odio y sufrimiento surgió el Apocalipsis. Todo lo que


vimos fue destrucción provocada por ella. Probablemente tú estabas en su vientre
en ese momento.

Nacida en medio del Apocalipsis. Sufrimiento. Llanto. Odio. ¡No podía ser verdad!
Su madre era una auténtica destructora. Perla, repentinamente, retrocedió los
pasos avanzados, abrazándose a sí misma y meneando la cabeza. Sus labios
temblaban y volvió a morderlos intentando calmarlos.

—No quiero oír más.

—No. Lo oirás todo.

La muchacha cambió su semblante y lo miró con un odio irrefrenable. ¿Acaso


quería que ella sufriera más escuchando lo aterradora que era su madre?
Durandal en cambio ladeó el rostro; ¿cómo era posible que los ojos esa joven
cambiaran de dulce a mortificada, y de mortificada a una auténtica fiera? Por un
momento se sintió realmente amenazado; no era para menos, por más que le
costara verlo, Perla era, al fin y al cabo, Destructo.

—Tu madre fue manipulada. Alguien en las sombras la usó para ponerla allí en el
momento y lugar adecuados.

Fue decirlo y ver cómo parecía surgir fuego en los ojos de la Querubín. Cuánta
ferocidad en solo la mirada, se dijo el Serafín.

—¿Manipulada? ¿Por quién?

—Solo pienso en el mismo ser que manipuló al Serafín Rigel para asesinarte. El
mismo que nos manipuló a todos para que quisiéramos cazarte la noche que
huiste. El que manipuló a los Arcángeles trescientos años atrás. Solo pienso en el
Segador, el velador del Inframundo. Lo llaman el maestro de las sombras y rinde
con creces ese título.

—¿Segador…? Ese ángel con capucha y guadaña. El de alas negras.


El Serafín asintió.

—Utilizó a tu madre para traer el Apocalipsis y llamar la atención a los dioses. No


consiguió que volvieran y deduzco que ahora quiere manipularnos para intentarlo
de nuevo. Pero tú estás en medio de su ecuación. Tú eres Destructo, aquella que
nos matará a todos los ángeles.

En otro momento se reiría al decirlo, al imaginar aquello, pero era verdad que la
furia de Perla era claramente percibida por él mismo, cargándose y haciendo
pesado el aire, creciendo como el fuego. Por un momento pensó que, de seguir
allí, el agua herviría.

—Desde hace demasiado tiempo que no libro una guerra, ángel, y tengo más
dudas de las que puedas imaginar. Las vidas de todos mis guerreros pesan sobre
mí cada instante, en cada decisión, y a veces me pregunto si valdrá la pena librar
una batalla más. Pero cuando recuerdo a los que cayeron por culpa suya, me
siento listo para la guerra. Y tú, ¿cómo te sientes?

Perla apretó los puños que temblaban. “¿Que cómo me siento?”, se preguntó. Se
sentía destruida. Humillada. Desmotivada. ¿Por qué habría de volver a empuñar
un arma y librar aquella guerra de la que le hablaba el Serafín? La muerte de Rigel
escocía. Pero oía aquel nombre, “Segador”, y sentía que nunca había
experimentado tanto odio por alguien.

Durandal insistió. Levantó nuevamente el sable para que ella lo reclamase.

—Desde que los dioses desaparecieron, el Segador gestó una guerra que aún a
día de hoy no termina. Manipuló a tu madre. Manipuló a tu amigo y mentor. Los
usó como herramientas para su propio beneficio y los desechó sin miramientos.
Ahora busca cazarte. Desde el inicio esta guerra tiene tu nombre, ángel, así que
encárala.

El sable desapareció inesperadamente de la mano del Serafín. No entendió qué


sucedió, hasta que notó que Perla ya lo tenía empuñado, dando un tajo violento al
agua. Era buena invocando armas, concluyó, admirándola en su decisión.

—Lo cazaré —dijo. Sería parte de la guerra. Por los caídos. Por la madre que no
conoció.

—Bien. Mi legión y yo nos estableceremos aquí. Hemos venido a este reino en


búsqueda de aliados.

Perla achinó los ojos.

—¿Aliados? ¿Quieres aliarte con mortales?


—¿Por qué no? Aquella a quien llamas “Ámbar” se ve capaz.

—Lo es —asintió—. Pero este reino tiene sus propios problemas.

—No podría importarme menos. Dejarán sus problemas a un lado porque esta
guerra también les concierne. Confío en la mortal para transmitirles ese mensaje.
Tú preocúpate por canalizar ese odio tuyo. Te ayudaré con ello. Seré tu maestro.

De un golpe, toda la furia de la Querubín se desvaneció cuando oyó aquello.


Boquiabierta, no supo qué responder. Y no quería responder porque echaría a
trastabillar palabras, revelando su nerviosismo. Durandal se alejó caminando hacia
la orilla, por lo que Perla abrazó su sable contra sus pechos y se sonrojó. Su
semblante dulce volvió. “¿Mi maestro?”, se preguntó, esbozando una pequeña
sonrisa.

Durandal elevó la mano y señaló el cielo.

—Y te enseñaré a volar.

Perla dobló las puntas de sus alas al oír aquello. Iba a agradecérselo, pero
Durandal se adelantó.

—Ya recuerdo —dijo—. “Rubí”.

—¿Qué?

—“Rubí”. Es así como se llamaba tu madre.

“Rubí”, repitió la Querubín. Y lo repitió varias veces, mentalmente, pero esbozando


la palabra con sus labios. Le pareció un nombre hermoso. Su madre tenía un
rostro. Y un nombre. Sus ojos se humedecieron y la sonrisa se le volvió más
grande.

—¡Durandal!

El Serafín se detuvo.

—¡Te equivocas! Si esta guerra tiene un nombre, entonces ese es “Rubí”.

Continuará.

Destructo III Cada vez que suena una campana…


Cuarto Capítulo. El ejército xin llegaba al último pueblo antes de
alcanzar la frontera con Transoxiana. Y en el Inframundo, campanas
sonaban en medio de la oscura ciudad de Flegetonte.

I. Año 1368

Congli era un pueblo apacible, rodeado por un auténtico mar de hierba que llegaba
hasta las rodillas y, más en la distancia, una extensa cordillera cortaba el
horizonte, de altísimos picos bañados en nieve. Su principal atractivo era el
mercado instalado en las proximidades del río; la Ruta de la Seda acrecentaba el
comercio a pasos agigantados, atrayendo cada año más familias para que se
asentaran.

En las afueras de la villa principal, en una parcela alejada, destacaba el único


árbol de gingko en las inmediaciones. Era notablemente enorme y alfombraba la
hierba con sus peculiares hojas amarillas. Xue tiró de un hilo rebelde de su túnica
y se sentó bajo la sombra; era un buen día y la brisa levantaba incontables hojas a
su alrededor, pero la joven xin no estaba con el mejor de los humores. Miró a los
alrededores y se vio completamente sola; tal vez se levantó demasiado temprano.

Destacaban sus grandes ojos en su rostro de facciones finas; eran de color miel,
de un amarillo brillante como los de un lobo y que contrastaba con el negro
profundo de su larga cabellera. La oriental comprobó por enésima vez la rueda de
la máquina hiladora frente a ella; seguía sin encontrarle rotura alguna o un
elemento que atravesara entre las astas. Y, aún así, giraba forzosamente a pesar
de presionar los pedales con todas sus fuerzas. Vio de reojo las canastas apiladas
a un lado, repletas de algodón que su tío había desmotado al amanecer, y bufó.

Luego se fijó en el tornillo de madera que sujetaba la rueda y cayó en la cuenta de


que podría estar ajustada con demasiada fuerza. Intentó girarla con sus dedos,
pero estaba bien enroscada y además nunca fue buena con ese tipo de
manualidades.

Lo podría ajustar su tío, pero ya había partido al pueblo con el carro cargado de
bolsas con seda que ella misma había hilado y rehilado las últimas semanas, y no
volvería hasta el atardecer. Luego pensó en su hermano, Wezen, quien era bueno
con las reparaciones. Se lo imaginó montado sobre un caballo y engalanado con
una armadura de brillantes placas negras y cientos de costuras rojas dándole el
toque distintivo de la nueva dinastía. Por un momento, se sintió tranquila. Ojalá,
pensó ella, su hermano hubiera sobrevivido a la guerra en Ciudad del Jan y
volviera a su lado. La noticia de la victoria de la rebelión xin viajaba por todos los
rincones de la nación, llevadas por mensajeros e incluso comerciantes, pero la
joven seguía sin tener noticias de él.

Cuando Wezen se sentó a su lado con un sonoro jadeo, Xue no le prestó mayor
importancia, sumida en sus pensamientos. Incluso creyó que solo era su
imaginación. El xin se retiró el yelmo, dejándolo a sus pies, y luego se inclinó hacia
el tornillo de la rueda; tras tomarla con sus dedos, la giró con facilidad. Luego,
agarrando el pedal con una mano, presionó para comprobar que girara
adecuadamente.

Asintió al ver que la máquina volvía a funcionar.

—Ya no tienes excusa, Xue. A trabajar.

Xue dio un respingo y giró la cabeza. ¿Podía ser él? ¡Había vuelto! No se lo creía
en absoluto. Abrió la boca, pero no salió palabra alguna. Estaba engalanado como
lo había imaginado, aunque ahora tenía un radiante sable sujeto por correas en su
espalda. Sí notó, fugazmente, que las costuras de su armadura eran blancas y no
rojas como las que solían llevar los soldados de la nueva dinastía.

Wezen sonrió deleitándose de la incredulidad de su pequeña hermana. Apenas


había cambiado tras un año y tanto, pensó. Pero notó de reojo que algo sí era
distinto. Los senos. Ahora asomaban tímidos bajo su vestido de algodón.

Se frotó el mentón, volviendo a fijarse.

—Se ve que has creci…

No terminó su frase cuando Xue cruzó su rostro con un manotazo.

Alejada, tras un vallado de madera que separaba las parcelas de otras familias, la
esclava Mei desencajó la mandíbula cuando vio aquel exabrupto. Miró a Zhao
quien, a su lado, estaba sentado sobre la valla, pero con la mirada perdida en la
lejana cordillera. Pidió al budista que intercediera de alguna manera, pero él
meneó la cabeza.

—Déjalos —hizo un ademán—. Es normal.

Wezen se tomó de la mandíbula; qué fiera, ¡sí que había crecido! Intentó mirarla a
los ojos, pero esta se cruzó de brazos, mirando para otro lado con el ceño
fruncido. Era una ofensa grave que esta lo ignorase, sin dudas.

—Tú —dijo ella—. ¿Crees que olvidé?

—¿No puedes, simplemente, alegrarte?

—¿Alegrarme? Todos los días le rogaba a nuestro tío que preguntara a los
comerciantes y mensajeros cómo iba la guerra. Cuando me enteré de que
ganasteis la batalla en Ciudad del Jan, pensé que me alegraría. Pero fue peor. Me
di cuenta de que no me importaba la guerra, sino tú.

Wezen silbó sorprendido.

—Solo debías preguntar por el jinete más guapo de la legión.

La joven blanqueó los ojos y gruñó. “Te fuiste sin despedirte”, dijo apenas audible.
Hacía un año que Xue había intentado por todos los medios convencerlo de que
no marchara, pero su hermano no podía desentenderse de los vientos de guerra
que, según él, lo reclamaban.

Wezen se levantó e hizo una reverencia profunda.

—Lo siento. Pero he vuelto a casa con una victoria, hermana. Cumplí mi promesa.

—¿Una victoria? —por fin se atrevió a mirarlo—. Solo quería que volvieras. ¿Qué
tan buena puede ser una victoria si he de perderte?

—Por favor, Xue —mantuvo su reverencia.

Mei suspiró aliviada cuando notó que la hermana se incorporó para posar su mano
sobre el hombro de Wezen, señal de que había aceptado las disculpas. Se recostó
en el vallado. Las dos esclavas del comandante Syaoran tenían órdenes de
quedarse en la villa principal del pueblo, junto con una decena de los soldados
más jóvenes de la legión xin; la travesía a Transoxiana sería peligrosa y no
deseaba exponerlas al peligro; solo volverían a unirse cuando ellos regresaran con
el embajador de Koryo.

Aunque la orden fuera ir a la villa central, Mei se las ingenió para acompañar a
Wezen rumbo a su casa.

—Wezen tenía razón —confesó Mei—. Su hermana es una muchacha hermosa.

Zhao apenas prestaba atención; se volvió a fijar en la cordillera del horizonte y


sintió un escalofrío. En Xin era conocida como Congling, aunque en Persia lo
llamaban “El techo del mundo”. Hacía dos años cuando él, junto con un grupo de
treinta budistas más, cruzó el peligroso Corredor de Whakan, un estrecho y largo
paso en medio de la cordillera que servía de conexión entre Xin y Transoxiana.
Fueron asaltados por un grupo de saqueadores mongoles, quienes despacharon a
todos para luego apilar sus cuerpos esperando que los cuervos hicieran el resto.

En ese entonces, el joven budista pensó que todo acabaría allí, imposibilitado de
moverse debido a un par de fracturas y el punzante dolor. Fue Xue quien lo
descubrió, viéndole respirar dificultosamente, en tanto su hermano guiaba un carro
cargado de bolsas de seda y algodón. Aunque Zhao estuviera agonizando, oyó
claramente cómo Wezen refunfuñó ante la idea de rescate, objetando que sería
más piadoso dejarlo morir, pero fue la joven quien insistió en ayudarlo.

—A ella le debo mi vida —confesó el budista.

A lo lejos, Wezen resbaló y cayó sobre la hierba, levantando las hojas amarillas a
su alrededor; Su hermana rio a carcajadas, aduciendo que era un castigo de sus
ancestros por haberla abandonado tanto tiempo. El guerrero fingió estar muerto,
despatarrado como estaba, y Xue aprovechó para agarrar el yelmo y ponérselo.
Se giró y notó a Zhao, dedicándole una reverencia desde la distancia.

—¡Zhao! ¡Me alegra verte, amigo mío!

La esclava y el budista correspondieron el saludo.

—Por lo que habéis contado tú y Wezen —dijo Mei—, diría que ella es un ángel.
Vamos, Zhao, he venido a conocerla.

II. Año 2332

Con una pluma arrancada de su propia ala, Pólux terminaba de escribir los últimos
apuntes en su libro. El Inframundo le resultaba fascinante más allá de la impresión
de ser un mundo rocoso y desolado, con ese cielo magenta oscuro atiborrado de
estrellas. Sentado sobre una roca, cerró su libro y lo des-invocó; instantáneamente
aparecería en la Gran Biblioteca de Paraisópolis para que las otras Potestades
pudieran devorar toda la información que recababa.

Se acarició la barriga; deseaba beber el vino que le habían regalado. Como ángel
no sentía hambre ni sed, solo antojo debido a su mala costumbre de bebedor,
pero decidió que al menos durante su misión no cedería a la tentación; se
emborracharía cuando él y sus dos compañeros regresaran victoriosos, con la
cabeza del Segador cortada.

Miró de nuevo las estrellas para pensar en otra cosa. No encontraba ni una sola
constelación reconocible. Cuando consultó con los ángeles guerreros que, hacía
milenios, entraron al Inframundo para cazar a Lucifer, le habían hablado sobre el
cielo. “Es como un atardecer eterno”. Pero él sabía que no era lo mismo un
soldado que una Potestad; los guerreros nunca se fijaban en los pequeños
detalles; eran buenos con las armas y nada más. Pólux se había dado cuenta de
que, en realidad, el Inframundo no era un mundo mágico sumido en la perpetuidad
de un atardecer.

El Inframundo era iluminado por una estrella, probablemente roja y envejecida,


mucho más pequeña que el sol blanco que iluminaba tanto los Campos Elíseos
como el reino de los humanos. Al poner su pluma sobre una roca, en vertical, se
fijó en la inclinación de la pálida sombra. Levantó la vista y sonrió al pillar la
estrella, escondida tras una franja de polvo estelar también rojiza.

Metros más adelante, Curasán y Próxima se acercaron a la orilla de un río teñido


por el efecto del sol. El arquero se inclinó y tocó el agua con la punta de sus
dedos. Frunció el ceño. Había oído historias y cánticos sobre el sangriento río
Flegetonte; al comprobar que no era más que un simple efecto de luz, el
Inframundo le resultó menos temible.

—Zadekiel debería cambiar la letra de algunas de sus canciones —dijo divertido.

Pero Curasán no hizo caso, sino que se fijó en la costa al otro extremo del río.
Había una colina empinada y al borde destacaba un amontonamiento de rocas,
como una pequeña pirámide. Extremos puntiagudos sobresalían del monumento y
se preguntó qué sería. Luego miró a Próxima.

—¿Podrías alcanzarla con un solo disparo?

Próxima se fijó. El trecho era grande, la colina altísima, pero no había ventisca.
Asintió y desató su arco dorado, tensándolo rápidamente. No lo pensó mucho y la
saeta salió disparada.

Cuando cayó al agua, Curasán se cruzó de brazos y silbó. No podía ser esa la
puntería del ángel que iba a asesinar al Segador, pensó preocupado.

—Por si no he sido claro, me refería a la pequeña pirámide de piedras allá arriba.

Próxima se lo comió con la mirada. Levantó la mano e invocó entre sus dedos la
saeta disparada, que regresó húmeda. Tensó de nuevo el arco.

—Puedo hacerlo.

Cuando la flecha pasó por encima de la lejana pirámide, Curasán prefirió optar por
un tendido silencio. Sin embargo, aquello enfureció aún más al arquero, que volvió
a invocar la saeta. Pero cuando la preparó en la cuerda, ambos ángeles dieron un
respingo al oír a Pólux regañarles.
—¡Basta! Pero, ¿cuántos milenios tenéis? ¡Parecéis Querubines!

—La iba a alcanzar —susurró Próxima.

—Claro que sí —Curasán se desperezó, estirando brazos y alas.

Próxima apretó los dientes y tomó al joven ángel por el hombro.

—¿Por qué no pruebas tú? Eras estudiante de Irisiel antes de ser guardián de la
Querubín. Eras un arquero.

Curasán se encogió de hombros.

—Si acierto, dirás que fue suerte de novato.

—No, no acertarás —dijo Próxima, poniéndole el arco en su mano—. Te recuerdo.


Eras pésimo.

—Puede. Si no acierto, seguiré siendo pésimo. Me pregunto en qué posición te


deja eso a ti…

Pólux descendió entre ambos ángeles y los separó. Había fuego en sus ojos y los
regañó aún con más ímpetu.

—¡Suficiente! ¡No volveréis a lanzar una condenada flecha! No queremos llamar la


atención de ningún vigía. Por si no se os hace evidente, dos ángeles lanzando
flechas sobre un río llama la atención.

Próxima se apartó furioso. Tenía razón. Ya tendría oportunidad de demostrarle a


Curasán sus dotes.

—Escuchad —insistió Pólux—. Si hace diez mil años hubieran enviado tan solo a
una Potestad, hoy lo sabríamos y estaríamos mejor preparados.

—¿Saber qué? —escupió Próxima, incapaz de quitarse el enfado.

—El Inframundo no es ningún lugar fantástico unido a los Campos Elíseos por
simple magia. Estamos en un mundo perdido en un rincón del universo. Y el
peso… la gravedad es distinta —se arrancó una pluma y la dejó caer—. Es mucho
más pesada. Tendréis que recalibrar los disparos, pero no será ahora.

Era difícil saber cuándo era de día y cuándo de noche. Durmieron bajo una
formación de rocas que sobresalía a orillas del río y despertaron porque sus
cuerpos estaban acostumbrados, con miles de años a sus espaldas repitiendo la
rutina. Al desperezarse, Pólux descubrió un segundo sol iluminando la superficie
en el momento que el primero se ocultaba en el horizonte. Cuando el día parecía
acabar, asomaba otra estrella rojiza. Entendió entonces el significado del
atardecer eterno del que le habían hablado: el Inframundo, en realidad, era un
planeta que giraba alrededor de dos soles rojos y envejecidos, próximos a la
extinción.

Un mundo circumbinario. Se dio cuenta de que, mientras más conocía el


Inframundo, menos temible se volvía.

Tras sobrevolar el río Flegetonte, descendieron sobre la alta colina que Curasán
había avistado. Querían ver de cerca aquella pirámide. Pero no encontraron rocas
con ramas puntiagudas sobresaliendo, como parecía desde la distancia. Lo que
vieron los dejó sobrecogidos.

Eran huesos. Y las formas de estas se asemejaban a las de los ángeles. Cráneos,
tórax, fémures y tibias piernas amontonados, ennegrecidos por el paso del tiempo.
Y los huesos puntiagudos, confundidos por ramas, eran en realidad los finos
huesos de las alas de algún ángel.

Pólux se acuclilló asombrado. Debían ser los restos de los que habían luchado
milenios atrás. Retiró lentamente una de las alas y sintió una repentina tristeza al
tenerla entre sus dedos. Podrían ser los huesos de uno de los rebeldes o de los
leales a los dioses, pero ya no importaba. Concluyó que habrían sido recogidos y
amontonados por los espectros, los habitantes del Inframundo, una vez terminada
la sangrienta guerra entre los ejércitos de Lucifer y los Arcángeles.

—Pólux —interrumpió Próxima, acuclillándose a su lado—. ¿Qué crees? ¿Una


provocación?

Pólux meneó la cabeza.

—Si lo piensas detenidamente, comprenderás. ¿Cómo te sentirías tú si dos


gigantescos ejércitos de espectros invadieran los Campos Elíseos y lucharan entre
ellos mismos sobre nuestros jardines?

Próxima alargó el brazo y acarició un cráneo partido. Era cierto que los ángeles
usaron el Inframundo como campo de batalla, pero no había pensado en cómo se
lo tomarían los espectros que lo moraban. Viendo el par de agujeros en la parte
superior del cráneo, recordó las violentas anécdotas de las batallas acaecidas.
Suspiró al entenderlo.

—No nos quieren aquí. Es una advertencia.

Curasán se había adelantado y quedó aún más sobrecogido al ver el desierto


pedregoso que tenía enfrente. Sus piernas perdieron fuerzas y cayó de rodillas.
Arañó el suelo, imposibilitado de detener el temblor de sus alas. No podía ser
verdad lo que sus ojos veían. Cientos de miles de pequeñas pirámides de huesos
de ángeles se extendían hasta donde la vista alcanzaba, dispersos, y los más
lejanos eran ya solo pequeños puntos ennegrecidos en el horizonte rojo.

—¿A esto se refería Irisiel? —preguntó desconsolado—. ¿Que el horror nos


esperaría?

Un ser oscuro de túnica negra descendió violentamente entre los tres, clavando un
mandoble en el suelo y levantando una espesa niebla de arena a su alrededor.
Era notoriamente más grande que ellos y la túnica estaba hecha jirones que
revoleaban y revelaban la armadura ónice que cubría su cuerpo. Extendió sus
alas, semejantes a las de un murciélago, con un pequeño cuerno en cada punta.
Su rostro era grisáceo, de facciones rectilíneas y con agallas en las mejillas, sin
nariz. Sus ojos, de forma atigrada, destellaban un brillo carmesí. No tenía
cabellera, pero sí cientos de pequeños y largos cuernos encorvados que nacían
en sus sienes y recorrían su cráneo, pegados, y cuyas puntas filosas terminaban
hacia atrás.

El espectro desclavó su mandoble y Pólux notó un sinfín de escrituras a lo largo y


ancho de la hoja. Antes de que se abalanzara con todo su peso a por Próxima, se
preguntó si no hubiera sido mejor haber enviado un ejército antes que solo a ellos
tres.

Repentinamente, el Inframundo se les volvió un lugar demasiado temible.

III. Año 1369

Solo un par de velas iluminaban la pequeña habitación donde Wezen, sentado a


una silla, destapó la cera de una botella de vino que su propio comandante le
había regalado. Se encontraba con el torso desnudo; la armadura y la cota se le
habían hecho incómodas de llevar.

Xue entró con una camisa de algodón en mano y se la arrojó. Notó de reojo la
cicatriz en el hombro izquierdo de su hermano, pero solo apretó los labios como
única reacción. Se sentó junto a él, cargando con esfuerzo, sobre su regazo, la
pechera de Wezen.

Preparó un trapo húmedo y lo enrolló con fuerza.

—¿Te duele el hombro? —preguntó sin mirarlo, pasando el trapo por las placas
de la armadura.

—No. Fue una batalla rápida en Ciudad del Jan, pero también dura —dijo Wezen,
echando la cabeza hacia atrás para beber—. Esa herida me la trató Mei.
Xue la miró de reojo. La muchacha se había sentado a la mesa, tímida y poco
conversadora. Ya se había presentado como una “sirviente” del comandante de la
legión xin, que había venido a su villa para conocer la zona. Pero Xue sospechaba
que había algo más. Pensó que, por las miradas que se intercambiaban, podría
ser la pareja sentimental de Wezen. “Tal vez”, pensó Xue, tratando de disimular un
abrupto celo. “Tal vez debería mostrarme cortés”.

—Mei —dijo Xue—. Fuiste muy amable al cuidar de mi hermano. Por favor,
quédate a dormir esta noche, te ofrezco mi cama. Nuestro tío no te negará
hospitalidad.

La esclava asintió.

—Eres muy amable. Pero, si me quedo con tu cama, ¿dónde dormirías tú?

—Con mi hermano, por supuesto.

Mei sonrió forzadamente, percibiendo cierta actitud territorial de parte de la


muchacha.

—Aunque me gustaría, no puedo quedarme. Debo regresar al pueblo, donde me


espera otra sirvienta. Nos quedaremos allí hasta que la legión vuelva de
Transoxiana.

—Transoxiana —repitió Xue—. ¿Y tú? —se fijó en su hermano—. ¿Te quedarás?


¿O me dirás que acompañaréis a ese ejército a través del Corredor de Whakan?
Zhao sabe perfectamente de los peligros que os esperan allí.

Wezen volvió a probar otro trago del vino.

—No es sencillo. Ahora soy escudero del comandante y me ha prometido un


ascenso si logramos dar con el embajador de Koryo.

Xue volvió a su tarea de limpieza, ofuscada; no quería reñirle frente a la visita. Ya


lo agarraría en privado para convencerlo de quedarse. Se fijó mejor en la pechera
y ladeó una de las costuras blancas.

—Tu armadura—dijo ella—. Ni siquiera tiene los colores de la nueva dinastía.

—Tiene las costuras así porque pertenezco a la Sociedad del Loto Blanco. Ese
ejército que acampa en las afueras es la élite, Xue. Somos la mano derecha del
emperador. No puedo, simplemente, rechazar todo lo que me han ofrecido para
volver aquí y desmotar algodón.

—¡Ahora eres de élite! ¿Y ellos saben que hasta hace poco más de un año tú solo
sabías hilar seda y desmotar algodón?

Wezen meneó la cabeza. El vino y Xue estaban sacándole de quicio rápidamente,


por lo que se levantó para colocarse la camisa en movimientos rápidos y
nerviosos.

—Voy a ir al pueblo para llevar a Mei. La esperan.

Wezen se acercó a la esclava y le tendió la mano. Su hermana frunció el ceño y


deseó lanzar la armadura al suelo. Siempre se escurría de las discusiones. Y,
encima, pensó, esa “sirviente” definitivamente era su pareja. La forma en que ella
lo miraba, la forma en que él se dirigía a ella. Había algo fuerte del cual ella no era
parte.

—Pues no vuelvas.

—Volveré, hermana. Prometiste lustrar mi armadura, ¿no es así?

Sobre un caballo negro, el jinete y la esclava avanzaban en medio del mar de


hierba plateada por la Luna menguante. La villa central no era más que lejanas
motas amarillentas en el horizonte que parpadeaban como pálidas estrellas.
Wezen se mantenía callado y Mei, que lo abrazaba por detrás, percibía los
músculos tensos.

Intentó lidiar como mejor podía.

—Wezen. Es un pueblo hermoso.

—¿Tú también? —resopló él—. Puede ser el más hermoso de todo el reino si
quieres, no me quedaré.

—No me refería a eso. Solo quería charlar sobre algo distinto. Lo que decidas
hacer con tu vida es cosa tuya.

—Sí, tienes razón. Es cosa mía. Debería volver y decirle eso.

Detuvo la cabalgaba y se giró sobre su montura, fijándose en la también lejana


casa de su tío. Pero Mei rio, tomándole de la mano para que relajara las riendas.

—¡No, primero llévame al pueblo! ¡Wezen! Por más que trate de hablar de otra
cosa, siempre piensas en tu hermana.
—¿Qué? ¿Me dirás que es raro?

—No tuve hermanos, no sabría decirte. Pero me parece tierno. Cuando os vi


juntos, entendí que os une algo especial. Tú siempre pensabas en ella y ahora sé
lo preocupada que la tenías. Mira, ¡me retracto! Lo que decidas hacer es cosa
tuya, sí. Pero también es cosa de ella. Tu vida le pertenece.

El jinete bufó, retomando el camino al pueblo.

—Suenas como Zhao. No hables raro, por favor.

—Estáis unidos —prosiguió ella—. No seas egoísta y decide lo mejor para


vosotros dos. Sé que mi señor te ha dado la opción de elegir. Quedarte aquí en tu
hogar o seguir el camino con ellos.

—La próxima reunión con el comandante me aseguraré de que no estéis cerca.


¿Qué pasa? Se ve que Xue te ha caído bien. No sabría decir lo mismo de ella.

—Solo está celosa porque cree que voy a robarle su hermano. Pensó que íbamos
a calentar la cama juntos.

Wezen echó la cabeza atrás y carcajeó. Le divertía ese lado tan posesivo de Xue.

—¡Sí, pude notarlo! ¿Y eso te parece una buena idea, Mei?

La esclava no respondió, sino que se limitó a apretar el abrazo y mirar para otro
lado. Wezen lo notó y detuvo su montura en medio del mar de hierba.

—Es decir —continuó él—. Lo siento, no debí reírme. Pienso que es una idea
agradable. Calentar la ca… ¡Estar juntos!, digo…

Fueron segundos silenciosos, muy incómodos para él; como si el mundo completo
se hubiese detenido. De hecho, si no fuese por una nube cortando la luna arriba,
pensaría que todo se había estancado incómodamente. No era el hecho de estar
revelándole sus deseos de una manera tan directa; Mei le gustaba, pero es que
había algo que se interponía entre ambos.

—En verdad que me gustaría —insistió—. Pero tú le pertenece a mi comandante.

Mei acarició la mano del jinete, enredando sus dedos entre los de él.

—No. Solo mi cuerpo.

Wezen enarcó una ceja.


—Entonces, ¿qué hay de lo demás?

—¿Lo demás? Lo demás me gustaría que fuera tuyo.

Wezen esbozó una sonrisa. Le emocionó tanto oírlo que ni siquiera notó que la
esclava desmontó ágilmente, echando una caminata sin dirección aparente. Mei
también se sintió liberada al confesarlo. Tanto, que necesitaba avivar el cuerpo. La
hierba era altísima y picaba las rodillas, pero no le importaba. Extendió los brazos,
dejando que la brisa la acariciase y el vestido revoleara; por un momento se sintió
capaz de volar y huir libre. Como si, repentinamente, tuviera las alas de esos
ángeles de los que le solían contar los cristianos.

—¡Wezen! ¿Ha sonado una campana?

—¿Ah? —se rascó el mentón—. Hay una en el pueblo, es enorme, pero no creo
que la hagan sonar de noche.

—¡Tonto! —meneó la cabeza, abrazándose a sí misma—. Es un decir. ¿O no lo


sabías? Los cristianos aseguran que cada vez que suena una campana, un ángel
recibe sus alas. Así que, en algún lugar, estoy segura que una está sonando.

—Ya veo. Otra sandez como las que suele soltar Zhao.

—¡Ah! Lo olvidé. Tú no crees en dioses ni ángeles, ¿no? Solo crees en dragones.

—¿Adónde se supone que vas? ¡Vuelve!

Mei, ahora brazos en jarra, sacó la lengua.

—¡No! Me siento libre, así que iré a donde me plazca.

Eran solo dos manchas oscuras que atravesaban, corriendo, un auténtico mar
plateado. Las risas rebotaban aquí y allá, como tímidos ecos que se perdían en la
lejanía. El guerrero la perseguía como podía, exigiéndole que volviera, aunque la
muchacha era rápida. Mei dio un brinco cuando notó un pequeño surco de agua,
pero Wezen cayó aparatosamente al solo tener ojos solo para ella.

La joven montó sobre él; la túnica se le había removido ligeramente y un seno


sobresalía, mostrando una areola oscura y el pezón erguido. En cierta manera,
deseaba experimentar aquel lazo que unía a Xue y Wezen, pero con el añadido de
un fuerte deseo carnal. Se inclinó para unir sus labios y humedecerlos con su
lengua, hábil como era, y ni siquiera le molestó la poca pericia del guerrero, que
no sabía ni acariciar ni mucho menos besar.

Túnica y camisa cayeron sobre la hierba mientras los amantes entrecruzaban


suavemente las piernas. Mei tenía el sexo recortado en una fina y delgada línea
de vello que sorprendió al guerrero, quien intentó escarbar con los dedos, pero ella
lo tomó de los hombros y acostó en el suelo. La hierba picaba intensamente, pero
ella tenía tanta arte estimulando a los varones que pronto se olvidarían del
cosquilleo; se inclinó sobre él y mordió un pezón, endureciéndolo con la punta de
la lengua; sus finos dedos agarraban su sexo para acariciarlo, luego llevándolo
hasta su sexo para restregarlo por la entrada, esperando que él empujara.

El joven xin se mostraba completamente abrumado ante la experiencia de la


esclava.

—Wezen —susurró mordiéndole con los labios—. ¿Es tu primera vez?

Wezen enrojeció abruptamente y tragó saliva.

—No...

Mei ahogó una risa. No había caso en mentir. Sintió cómo las manos del guerrero
la tomaron del trasero y abrió la boca cuando él hundió sus dedos con fuerza,
arqueándose. A la esclava le agradó; se volvió a acomodar, besándolo y tirando el
labio inferior con suavidad.

—Aquí, Wezen —acomodó la verga—. Empuja con cuidado.

IV. Año 2332

El espectro estrelló su mandoble en el suelo, que vibró como si acusase un


pequeño temblor; Próxima consiguió esquivarlo de un salto hacia atrás. El ser
desclavó su arma, describiendo un arco en el aire, y decenas de piedrecillas y
polvo golpearon al ángel, que se cubrió el cuerpo con las alas.

El enemigo se preparó para partirlo en dos, pero cuál fue su sorpresa cuando
Próxima abrió sus alas, revelándose con su arco tensado. El ángel disparó,
apuntando a la cabeza, aunque el espectro se escudó usando la hoja de su arma;
el mandoble salió disparado de sus manos debido a la potencia del impacto.

Próxima no pudo reaccionar a tiempo cuando el espectro se abalanzó a por él y lo


atenazó contra sí. Rodaron por el suelo, hacia el borde de la colina, y entre
puñetazos y patadas ambos cayeron en el Río Flegetonte levantando una estela
de polvo sobre la tierra.
Curasán intentó avanzar hacia la colina; la caída era considerable y no sabía si su
compañero estaría bien. Pero un segundo espectro descendió frente a sus
atónitos ojos, empuñando un sable aserrado; el enemigo intentó darle un violento
tajo, aunque el ángel desenvainó su espada y con ella se escudó.

Retrocediendo, Curasán se defendía como podía de los sablazos que caían sin
cesar. Cayó tropezado por una de las pirámides de huesos y su espada se le
resbaló de la mano. No se lo creyó cuando vio a Pólux abalanzarse a por el
enemigo, por detrás, haciéndole una llave con tanta fuerza que el espectro soltó
su arma.

—¡Ataca! ¡Ataca ahora! —rugió la Potestad.

El joven ángel recuperó su espada del suelo. En el ínterin, el espectro tomó a


Pólux de los brazos y consiguió apartárselo; lo lanzó violentamente contra
Curasán. Ambos ángeles quedaron atontados, despatarrados en el suelo a
merced del enemigo; el espectro levantó el sable aserrado que, bajo la luz del sol,
lucía como los dientes sangrientos de un dragón.

Inesperadamente, el sable cayó tamborileando y el enemigo desfalleció con una


flecha atravesándole el cráneo. A lo alto, cortando el sol rojo, Próxima se elevaba
en el aire, arco en ristre. Asintió a sus compañeros con seriedad, pero cuánto
deseaba reírse en la cara del asustado Curasán. Ese era él, arquero el más
habilidoso arquero de los Campos Elíseos. Nunca más volvería a dudar de sus
dotes.

Pólux estaba boquiabierto. Como Potestad, no envidaba a los guerreros. Los veía
como ángeles brutos que solo sabían seguir órdenes y blandir un arma. De hecho,
eso pensaba de Próxima. Pero no podía negar que ese ángel tenía un don
especial, una inteligencia de otro tipo, de las que no se obtienen en los libros.
Cómo era posible, se preguntaba él, que con tan pocos disparos consiguiera
adaptarse a la nueva gravedad del Inframundo. Realmente era el mejor arquero,
pensó aliviado.

—¡Curasán! —Próxima esbozó una ancha sonrisa—. Desde aquí se te ve la cara


de…

Un inesperado fulgor plateado atravesó al arquero, quien instintivamente aleteó


para esquivarse. Pero cayó estrellándose violentamente en el borde de la colina.
Le martilleaba un fuerte dolor en la espalda. Caían gotas de sangre a su
alrededor. Se tocó el hombro, desesperado, y experimentó un mareo al no sentir
su ala izquierda. Su mano volvió ensangrentada; los dedos temblaban.

El primer espectro, aquel que manipulaba un mandoble, aterrizó violentamente


sobre el ángel, aplastándolo contra el suelo con las pezuñas de sus patas,
similares a las gárgolas. Levantó su gigantesca arma y habló. Su voz era gutural,
poderosa, y pareció dirigirse a los dos ángeles que lo miraban aterrorizados.

—Detesto a los arqueros. Prefiero los combates a corta distancia.

De un rápido tajo, cortó la otra ala del ángel mientras su desgarrador grito
rebotaba por el desierto rojo.

La capital del Inframundo, Flegetonte, era una ciudad oscura. Cientos de miles de
torres coronadas por agujas de formas cónicas se elevaban hasta grandes alturas,
traspasando las nubes. Todas contaban con un diseño similar, de paredes
aserradas, repletas de pequeños colmillos encorvados. Desde sus ventanas
resplandecían tímidos brillos naranjas, parpadeantes, similares al fuego de los
faroles que pululaban sus calles.

Pero tres torres destacaban en el centro mismo, tanto por su altura aún más
descomunal como por las gigantescas campanas que poseían cada una,
instaladas a lo alto.

Un espectro se elevó por los aires y descendió en la cornisa de la torre central.


Frente a sí tenía la campana de un color plateado. A su izquierda era dorada, y la
de la derecha roja; esta última se encontraba visiblemente gastada. Desenvainó
su sable y golpeó la central, varias veces, con intervalos espaciados.

Era el llamado de la caza.

La quietud de Flegetonte se vio interrumpida por cientos de miles de rugidos. Un


espectro salió disparado de un ventanal; apoyó las pezuñas de sus pies y una
garra por las aserraduras de su torre y, levantando una espada, rugió tan fuerte
que su grito llegó hasta las más lejanas calles. Los demás espectros salían
disparados por las ventanas de las edificaciones, blandiendo sus armas al aire y
respondiendo al llamado del campanario. Unos, sobreexcitados en medio de una
nueva “Noche de Caza”, peleaban entre sí para calentar los músculos. Otros, en
cambio, volaban en círculos alrededor de los tres campanarios solo para
comprobar cuál campana sonaba.

Entonces rugían con más fuerza si cabe.

En una torre perdida entre las miles, la ninfa Mimosa salió al balcón nada más oír
el llamado. No pudo llegar hasta la baranda pues la cadena de su collar no era
muy larga. Aun así, ladeó el rostro e hizo un esfuerzo para comprobar cuál era la
campana tocada. Siempre lo hacía.
Mimosa era una hembra de piel aceitunada, de cabellera lacia y oscura. Vestía un
vestido vaporoso, de una textura suave y lisa fabricada en la ciudad de Cocitos, al
este de Flegetonte, exclusivamente para las esclavas de los espectros de mayor
rango. Otras ninfas, menos afortunadas ellas, no vestían más que algún trapo
harapiento, perdidas y encadenadas en los rincones más oscuros de los Templos
de Placer.

Meneó la cabeza y volvió a fijarse en la campana. Se frotó los ojos. Hacía milenios
que aquella no sonaba.

Frunció el ceño al ver a todos esos espectros sobrevolando a su alrededor, como


murciélagos enrabiados. Los conocía muy bien; algunos podían ser unos seres
racionales, muy inteligentes, pero era oír las malditas campanas y, como si fuera
un llamado de la naturaleza, agarraban sus armas y se convertían rápidamente en
las bestias de siempre, ansiosas de lucha y sangre.

Volvió a la habitación de su amo. El espectro estaba sentado sobre una amplia


cama, enfundándose un cinturón por encima de la túnica roída, preparándose para
la cacería. A su lado, la ninfa Canopus mordisqueaba el cuello de su amante y
susurraba algo al oído para que el guerrero riese con su voz gutural.

Canopus era, según muchos habitantes del Inframundo, la ninfa más hermosa de
las casi mil que residían. Su cabellera era larga, cobriza y lacia, hasta la cintura. A
diferencia de la exuberante Mimosa, sus senos eran nimios al igual que sus
curvas, que apenas se percibían bajo su túnica.

Mimosa tomó uno de los sables de su amo, apilados a un lado de la habitación, y


se acercó para entregárselo a su dueño.

—¿Irá a la noche de caza, mi señor?

—Es el llamado de la sangre —asintió el espectro, tomando el arma—. Otra


rebelión más.

—No, mi señor. La campana es plateada.

El espectro clavó el sable en el suelo, brusco, y miró a Mimosa con esos brillantes
ojos carmesí.

—No juegues conmigo, ninfa —advirtió.

—No podría, mi señor. Lo he visto con mis propios ojos. La campana es plateada.
Son ángeles.

—Pues has visto mal.


El espectro se levantó y desclavó el sable, apresurándose en salir. En verdad que
le costaba creerlo. ¡Ángeles en el Inframundo! Hacía diez milenios que no habían
vuelto; empezó a rememorar aquella vez que Lucifer se recluyó en el Inframundo
con su ejército y sus dragones, trayendo posteriormente una sangrienta guerra
contra el ejército de los Arcángeles. Nunca mermó su deseo de despellejar a un
ángel.

Mimosa se interpuso en su camino.

—Mi señor —la ninfa agachó la cabeza—. Déjeme besar sus armas. Para la
suerte.

—¡Ah! ¡Y a mí! ¡Déjeme besarle! —gritó Canopus, tensando la corta cadena de su


collar, unida a la cabecera de la cama—. ¡Por favor, mi señor! Si en verdad son
ángeles, entonces esta es una cacería peligrosa.

El guerrero gruñó. No quería perder el tiempo, pero cómo iba a negarse a un


último beso de las ninfas que le deleitaban todas las noches. Se acercó de nuevo
a la cama, sentándose, y Canopus se inclinó para besarlo.

Mimosa, en tanto, se arrodilló ante el guerrero, acariciándole la armadura de la


pierna, subiendo las manos hacia la cintura para desenfundarle el sable. Pasó el
dedo por la hoja y se sintió sobrecogida al tocar algo que había segado la vida de
tantos enemigos. Besó la empuñadura, mirando al espectro. Luego cerró los ojos,
pasando la lengua por la hoja, gimiendo.

—Tenéis unas tradiciones de lo más estúpidas —dijo el guerrero, antes de que


Canopus lo tomara por las mejillas y volviera a besarlo.

Canopus no amaba a ningún otro ser que no fuera la diosa del Inframundo. Y
aunque era cierto que su hacedora había desaparecido hacía diez milenios, era
por ella por quien seguía acicalándose todas las noches con la esperanza de que,
cuando volviera, la encontrase tan hermosa como la dejó.

Pero como toda ninfa, sentía un deseo carnal irrefrenable. A falta de su hacedora,
el único medio para desfogarse era con los espectros que allí habitaban. Así que,
en cierta forma, disfrutaba de su esclavitud porque hacía lo único para lo que fue
creada; divertirse y divertir.

A través de los milenios tuvo varios amos, algunos muy crueles y otros no tanto,
pero era el espectro que ahora besaba el más bondadoso de todos. Besaba bien.
Le caía bien. Hacía el amor como ningún otro. No era amor lo que sentía por él, lo
sabía, pero cada vez que lo veía abriendo la puerta de su habitación su corazón
se agitaba y su sexo parecía contraerse del gusto.

Fue por eso que chilló aterrorizada cuando su amo cayó muerto en la cama, con
su propio sable atravesándole el cuello y dejando un abundante reguero de
sangre.

Luego miró a Mimosa, quien, con el ceño fruncido, se subió a la cama para
recuperar el arma.

—¡Ah! ¡Ah, ah, ah! ¡Mi…! ¡Mimosa! ¡Mimosa, qué diantres te sucede! ¡Es nuestro
amo!

Mimosa levantó el sable y cortó la cadena de su amiga, hundiendo la hoja hasta la


colchoneta.

—Puedes dejar de actuar. Vayamos a buscar a esos ángeles.

—¡Pero…! —Canopus miró a Mimosa y a su amo, de manera intermitente—.


¡Pero acabaste de matarlo! ¡Era nuestro señor! ¡Por los dioses, estás loca! ¿Qué
crees que dirán cuando lo encuentren?

—¿Tú qué crees? —Mimosa levantó el sable y cortó su propia cadena—. ¡Uf!
Todas las noches los espectros se matan entre ellos.

Canopus no se lo creía. Y repentinamente experimentó una amargura tremenda;


estaba desconsolada. Se frotó las manos, que brillaron tenuemente, e intentó
curar la herida del espectro, pero era evidente que el guerrero ya había pasado a
otro plano. Lo abrazó llorando.

—¡Lo quería! ¡Y tú lo mataste!

—¡Canopus! —Mimosa la miró extrañada—. ¿Hablas en serio?

—¡De todos los amos, fue el único que nos trató bien!

—Fue el que nos trató menos mal. Y es precisamente por eso que su muerte fue
rápida.

Mimosa siempre actuó, a través de los años, como una buena y servicial esclava.
Y pensaba que Canopus también, pero ahora caía en la cuenta de que su amiga
había perdido por completo su naturaleza de ninfa, aceptando la innatural
esclavitud. Lloraba estruendosamente y había que espabilarla.

—¡Abre los ojos, Canopus! Tú querías lo que le cuelga entre las piernas y él
quería lo que tú tienes entre las tuyas. Lo demás son sandeces. ¡Vámonos!

—¡No iré a ningún lado!

Mimosa resopló. Tomó a Canopus por los hombros y la sacudió. Como seguía
llorando, decidió cruzarle la cara.

—¡Sí lo harás! ¡El día ha llegado! ¡Lo prometimos juntas! ¡Los ángeles han vuelto
y es nuestra oportunidad!

—¡No me interesa lo que te haya prometido!

Mimosa dio un puñetazo en el estómago de su amiga, que se encorvó de dolor y


cayó desmayada. La cargó sobre sus hombros y se levantó decidida a escapar de
Flegetonte. Solo esperaba que aquellos ángeles que invadían el Inframundo
fueran cientos de miles, lo suficientes como para poder aguantar la oleada de
espectros que se les venía encima. Y, con suerte, conseguiría hablar con alguno
de ellos.

El espectro juntó las alas de Próxima, una sobre otra, y las ató en su cinturón para
que colgasen. Era un buen trofeo de guerra. Los cortes fueron precisos. Miró al
arquero tendido en el suelo sobre un charco de su propia sangre; el ángel se
había desmayado del dolor o sencillamente había muerto. Luego se fijó en sus dos
siguientes víctimas. Uno, el ángel robusto, lo miraba con furia. El otro parecía
ausente, sujetándose de sus rodillas y mirando incrédulo a su compañero
derrotado.

Posó su mandoble sobre el hombro y se acercó a ellos.

—Decidme el nombre de este cadáver.

—¡Maldita bestia cobarde! —gruñó Pólux—. ¡Fue un ataque rastrero!

—¡Calla! Ataqué por detrás porque él atacó por detrás a mi compañero. Ahora, he
preguntado por su nombre —clavó su mandoble en el suelo, arañando la hoja
repleta de pequeños símbolos—. Siempre apunto los nombres de mis víctimas.

—Pues apunta bien, animal. Pon un gigantesco “Soy un mísero cobarde” en esa
estúpida espada.

El enemigo aspiró aire, visiblemente ofendido. Los espectros eran bestias


orgullosas y perdían fácilmente los estribos ante cualquier falta de respeto.

—Condenado saco de plumas, ¿tienes idea de con quién estás hablando?

—Lo adivinaría con los ojos cerrados. Se huele hasta aquí cada vez que hablas,
¡perro!

—¿Perro? —se tocó el pecho y empuñó su túnica—. ¡Soy Iscardión, recuérdalo


bien, bola de grasa! ¡Tú solo eres otro garabato más en mi mandoble!

Pero se sorprendió cuando, por detrás, Próxima se abalanzó sobre él, haciéndole
una llave. El espectro no se lo podía creer. Cayó en la cuenta de que el ángel
gordo estaba distrayéndolo en aquella conversación para darle tiempo al arquero.
¿Cómo pudo ser tan tonto de caer en una trampa de los más absurda?

Intentó zafarse, pero el ángel herido, cegado por la ira, no estaba por la labor de
soltarlo con facilidad. Iscardión cayó tropezado y juntos siguieron forcejando,
rodando por el suelo entre gruñidos hasta que, inexorablemente, volvieron a caer
por el mismo precipicio.

Pólux parpadeó incrédulo. Aún no salía de su asombro de todo lo que había


acontecido. Se giró cuando, tras él, oyó unas lejanas campanas. Tenía que ser
una suerte de alarma. Cerró los ojos y trató de focalizar todos sus sentidos en lo
que parecían ser miles y miles de gruñidos mezclándose en la distancia. Susurró
con tono preocupado:

—Siete millones trescientos cuarenta y cuatro mil novecientos doce espectros.

Era una cantidad abrumadora e inesperada. La legión de ángeles apenas


superaba los doce mil guerreros; debía informarle cuanto antes a la Serafina
acerca de tan terrible descubrimiento. Si habría guerra, la derrota de los ángeles
sería aplastante. Tomó a Curasán del hombro y lo sacudió, pero aun así el joven
parecía estar ausente.

—Deberíamos ir a buscar a Próxima. Y rápido. Puede que el Inframundo ya esté al


tanto de nuestra presencia.

Curasán no respondió, absorto como estaba. Pólux se agachó y lo cargó sobre


sus hombros. No había tiempo que perder.

—¡Sujétate! ¡Vamos a buscarlo!

—Fue mi culpa —dijo un triste Curasán, perdido en su propio mundo—. Lo reté a


lanzar las condenadas flechas. Nos descubrieron por mi culpa.

—¡No es momento de pensar en ello!

—Dioses, sus alas… ¿Acaso no lo viste? Le arrancó sus alas…

—Si no nos apuramos, quién sabe qué más le arrancará esa bestia salvaje.
Pólux extendió sus alas y descendió lentamente por el precipicio. De un vistazo,
no notó ni a Próxima ni al espectro; tal vez cayeron al rio y la corriente los arrastró.
Aún podrían estar luchando, pero sabía Próxima no duraría mucho en esas
condiciones. Como fuera, debía apurarse.

Mientras, las campanas de Flegetonte seguían oyéndose como un lejano


repiquetear.

V. Año 1368

Una fina nevada caía sobre las silenciosas calles de Nóvgorod. Mijaíl detuvo la
caminata junto con su hermano y se retiró la capucha de su capa; levantó la vista
y observó con tristeza el campanario de una iglesia, que sonaba y retumbaba. Era
su último día en el reino y sabía que no contaba con muchas posibilidades de
regresar. Abrió las palmas de sus manos para dejar que un par de copos de nieve
cayeran sobre sus guantes de acero. Tal vez hasta era su última nevada.

Gueorgui se detuvo para esperarlo.

—Sonríe. Un ángel está recibiendo sus alas.

Mijaíl cerró el puño.

—Eso nos decían ellas, ¿no? Las monjas. Nunca lo creí. ¿Recuerdas cuánto
dolían los oídos?

Gueorgui sonrió. No eran más que niños cuando se escondían en la Catedral de


Santa Sofía para resguardarse de los días más fríos. Estaba en época de
refacciones, por lo que era fácil colarse entre los albañiles. En aquel entonces el
conflicto con los mongoles había terminado con la rendición de los rusos. Los
hermanos perdieron a su padre, herrero del ejército, y a su madre, víctima de una
horda mongola que azotó la ciudad. Algunas monjas eran auténticas arpías con
los hermanos y los echaban si los pillaban, aunque otras hacían la vista gorda o
les daban de comer. Fue su pequeño hermano quien desarrolló un inusual afecto
por la catedral. Un sentido de pertenencia que lo llevó a alistarse en la caballería
para proteger “su hogar”.

—Antes de que me olvide —dijo Gueorgui—. Esta mañana una mujer me entregó
esto cuando me presenté en el palacio.

Retiró un pendiente de su cinturón y se lo entregó en la mano. Mijaíl lo vio,


curioso, y silbó cuando notó que estaba hecho de oro. Tal vez haría buen dinero
vendiéndolo en Corasmia, donde apreciaban materiales así. Luego abrió el
pequeño porta-imagen, de dos caras. En un lado tenía las ilustraciones de la
catedral de Santa Sofía, todo un símbolo de Nóvgorod, y del otro un dragón
surgiendo de las aguas, una referencia al reino de Koryo y su dragón de los
mares.

—Dijo ella que no vuelvas a perderlo.

Mijaíl apretó los labios; era un regalo de Anastasia. Se lo colocó, olvidándose del
asunto de la venta.

Oyeron rítmicos casquetazos sobre el empedrado de la calle. Se sorprendieron


cuando se acercaron dos jinetes montando preciosos caballos blancos. Los
hombres eran asiáticos. Bajo los tupidos abrigos de pieles se notaban túnicas
rojas, muy llamativas, con bordados dorados. En sus cinturones portaban sus
espadas, largas y brillantes. Uno, de aspecto atlético y maduro, tenía la cabeza
afeitada. El otro era un hombre anciano, de larga cabellera ceniza y recogida en
una coleta. Se presentó asintiendo con una sonrisa, y luego dijo algo a su
acompañante para que ambos rieran.

Gueorgui hizo una reverencia profunda ante la presencia del embajador de Koryo
y su sirviente.

Mijaíl, en cambio, frunció el ceño.

—¿Qué ha dicho?

Gueorgui le codeó.

—No lo sé, pero recuerda tus modales.

El joven forzó una rápida reverencia.

—Disculpe a mi señor —dijo el sirviente—. Él no domina vuestra lengua. Ha dicho


que su rostro se asemeja al pene de un yak.

Mijaíl se cruzó de brazos al oír la carcajada de Gueorgui. No sabía lo que era un


yak. Es más, estaba convencido de que ni siquiera su hermano lo sabía. Ser
comparado con el órgano sexual de un animal, cualquiera que fuera, resultaba
ofensivo, pero sabía que debía mostrarse respetuoso. Desvió el tema tan rápido le
fue posible.

—Soy Mijaíl Schénnikov y fui nombrado como vuestro custodio. Mi hermano y yo


nos dirigíamos a vuestro hogar para presentarnos. No esperaba que vinierais a
nuestro encuentro. Permitidme volver al establo, buscaré un buen caballo.

—No será necesario. Mi señor os regala uno de los suyos.

Detrás de los asiáticos, Mijaíl vio a dos sirvientes rusos traer de las riendas a un
caballo igualmente blanco. Silbó largo y tendido mientras algunos los niños y
mujeres en la calle también admiraban al animal. Vaya día para regalos, pensó el
joven. Perdonó la broma pesada y se sintió menos desdichado.

—Es su señor un hombre muy generoso.

Lo palmeó; era un animal bien alimentado. Lo montó de un enérgico salto. La


montura era cómoda y el caballo relinchó, removiéndose con vigor. Mijaíl carcajeó,
agarrando las riendas. Desenvainó su espada y la guardó en la funda del animal,
que ya portaba un arco y un carcaj atados en la parte posterior de la montura.
Luego se fijó en su hermano.

—¡Gueorgui! Pues va a ser que las monjas tenían razón —tensó las riendas y el
animal se giró sobre sí mismo, mostrándose—. Dime si no son buenas alas.

Gueorgui resopló. Cuánto le costaba mantenerse serio. Era una mezcla rara de
tristeza y orgullo lo que sentía por su hermano. Nunca se lo dijo, pero antes de
morir, su madre le ordenó cuidarlo hasta que fuera un hombre. Cumplió con su
deber y aunque ya no fuera ese niño cabezón, sentía la imperiosa necesidad de
montar un caballo y unirse a la aventura solo para seguir velando por él.

Era una costumbre difícil de deshacerse. Aun así, disfrazó todo bajo un
asentimiento y un apretón de manos. Deseaba fuertemente que no fuera el último.
Entre el cada vez más ruidoso campanear susurró un triste “Dios contigo, hermano
mío”.

Cuando Wezen se acostó en la cama de su habitación, no sabía si alegrarse o


simplemente enfurecerse. Había pasado una noche fantástica, la mejor de su vida,
con la esclava. Luego la había llevado hasta el pueblo sin que nadie sospechase
nada. Al despedirse, Mei prometió que más noches así le aguardaban si se
quedaba en el pueblo.

El solo pensar que esa esclava estaba engatusándolo para quedarse era
terriblemente absurdo. ¡Ahora eran dos las que insistían en abandonar el ejército
xin!

Cuando cerró los ojos, percibió el cuerpo de alguien más subiéndose a su cama.
Quiso girarse, pero luego sintió cómo se acomodaba de espaldas a él. Oyó a Xue
gemir y el guerrero sonrió con los labios apretados.

—Wezen.

—¿Qué?

—¿Mei es tu mujer?

Wezen ahogó una risa.

—Creo que tenía vergüenza de decirte quién es. Mei es la esclava de mi


comandante. Si me ven tocándola, me cortan en dos.

—¡Ah! Ya veo. Es bueno saberlo. No me cae bien.

—Mira, Xue… Algún día vendré con una mujer preciosa y tendrás que llevarte bien
con ella.

—¿Es por eso que vas a Transoxiana? Para traer alguna exótica mujer árabe.

—O dos.

La muchacha se removió, inquieta.

—Te lustré la armadura.

—Gracias, Xue.

—Si te quedas, no te faltará nada. Siempre estuvimos juntos y nunca tuvimos


problemas. ¿Puedes…? ¿Por qué no…? Dime, ¿te quedarás?

Wezen bostezó largo y tendido, acomodándose. En verdad que dormir juntos le


recordó aquella época en la que solo se tenían el uno al otro. Y era una sensación
agradable. Agarró su manta y la echó sobre ella.

—Mañana, hermana —dijo arrastrando las palabras—. Al amanecer tendrás una


respuesta

Continuará.

Destructo III No puedo dejar de mirar el cielo


Quinto capítulo. El custodio ruso debía defender al embajador de los
peligros en el reino de Corasmia. Y en una nueva época, la Querubín
acariciaba las estrellas.

I. Año 1368

El calor ya se sentía intenso en las arenosas calles de la ciudad árabe de Bujará,


reino de Corasmia, a pesar de que había amanecido hacía pocas horas. El sol se
colaba en haces dentro de los pasillos del zoco principal, atravesando el
entramado de madera del techo, en tanto los comerciantes armaban sus tiendas y
extendían las alfombras con una rapidez y precisión propia de quien ha dominado
la rutina durante años.

Un soldado mongol patrullaba por uno de los pasillos, llamando la atención con su
radiante y largo sable envainado en el cinturón. Destacaba entre los mercaderes y
beduinos que agachaban la cabeza a su paso, pues vestía una armadura de
placas pintadas de rojo y dorado, colores propios del kanato de Persia, regida por
el mongol Tamerlán.

Mijaíl, enfundado en una chilaba negra, reacomodó el largo rollo de tela sobre su
hombro, esperando que nadie se percatara de su espada escondida allí. Aunque
Bujará fuera completamente distinto al mundo que conocía en Nóvgorod, el miedo
que percibía en la gente ante la presencia de un soldado mongol parecía ser
siempre el mismo. De hecho, cuando él era niño y veía a los mongoles patrullar
por las calles, se alejaba corriendo y sorteando los obstáculos, ágil como una
gacela.

Luego recorrió los pasillos de un atestado zoco hasta que llegó a una fuente de
agua, donde se sentó en el pretil de mármol y miró en derredor; le agobiaba el
gentío tan bullicioso, incontables como hormigas, y los estrechos pasos. Nada en
las tierras de Corasmia se asemejaba a su amada y fría Nóvgorod. Frío, eso era lo
que deseó por enésima ocasión desde que dejara las estepas rusas. Agitó la
mano frente a su rostro; deseó que una brisa polar se llevara los molestos
mosquitos que dejaban ronchas a su paso.

Pensó en levantarse y comprar alguna fruta, pero llegó hasta él un beduino,


enfundado en una túnica negra como la suya, con un pañuelo rojo, de lino,
envolviéndole la cabeza. Se inclinó hacia la fuente, mojando las manos y luego el
rostro.

—¡Loado sea Alá por este gran día, amigo!

El ruso dejó sobre el pretil una bolsa de cuero cargada de monedas y de un


vistazo notó la lujuria en los ojos del árabe. El beduino se tocó la frente y
agradeció el pago con un apenas perceptible “Assalamoe alaykum”.

—Mañana nos vamos, Yusuf —dijo Mijaíl en un forzado árabe—. Dame buenas
noticias.

—He hablado con un par de amigos. Sirven como mensajeros del ejército de
Tamerlán.

—¿Consideráis amigos a los mongoles? No veo que aquí os llevéis muy bien los
unos con los otros.

El beduino recogió la bolsa discretamente y se sentó al lado del ruso. La abrió


para contar las monedas, prosiguiendo con la conversación.

—No es un gobierno perfecto, Mi-jaíl, pero funciona. Podemos seguir con nuestras
vidas. Tamerlán es un líder piadoso con los reinos que se someten a su voluntad.
Ya lo estás viendo con tus propios ojos. Aquí en Bujará todo prospera

Mijaíl se rascó la barba, que había crecido bastante durante su viaje.

—Hay comercio, sí, y se ve muy activo. Pero, al final del día, gran parte de tu
cosecha o tu ganancia van a parar a sus manos. Hay sometimiento. Este imperio
no es sino un gobierno innatural y por lo tanto ilegítimo que algún día se
derrumbará.

El ruso se sorprendió de sí mismo al notar cuánto había absorbido de sus


conversaciones con el embajador de Koryo. Había oído tanto acerca de las
doctrinas morales confucianas que las había aceptado de buen grado, aunque
bufaba cada vez que discutían sobre religión.

—Interesante manera de verlo —asintió Yusuf—. Me recuerdas a un hombre que,


con palabras parecidas, unió a otros hombres para poner fin a este imperio.
Tamerlán lo metió dentro de un cañón y él mismo encendió la mecha.

—Solo cuéntame lo que te han dicho esos mensajeros.

—Luego de Bujará sigue el camino de comercio que llega hasta Kabul. Los
orientales la recorren siempre y no os perderéis. Veréis puestos de vigía sobre las
colinas, pero los comerciantes son muy apreciados y siempre que no reveléis
vuestras armas, todo irá bien. El problema será cuando lleguéis al reino de Xin.
Dicen que los locales se están alzando contra el Imperio. Si quieres llegar a Koryo,
tendrás que atravesar un auténtico campo de guerra.

Mijaíl ahogó una risa. Era imposible no llamar la atención. Llevaba la chilaba negra
para aparentar ser un mercader, pero ese embajador y su sirviente eran tan
llamativos que durante su viaje fueron asaltados en tres ocasiones. Se les volvió
necesario contratar un beduino que conociera el reino y les ayudara a tomar rutas
más seguras.

—Si los xin son enemigos del Imperio mongol, les haremos ver que somos sus
amigos —continuó el ruso.

—Como quieras. En estas tierras solo debéis temer a los asaltantes, si me


preguntas.

Mijaíl se levantó.

—Eso es lo que quería oír, beduino. Estamos agradecidos por tus servicios.

—¿Es una despedida, Mi-jaíl?

—Por supuesto que sí.

—Podría acompañaros hasta Kabul. Aunque no haya mongoles, sí es probable


que tengáis problemas en Transoxiana. Por un precio, seguiré vuestro camino.

Mijaíl hizo un ademán, alejándose. No iba a volver a solicitar sus servicios, menos
ahora que aparentemente el peligro se diluiría a su avance. Aunque era verdad
que al embajador de Koryo se le estaban acabando las monedas de oro y joyas,
por lo que necesitaban ahorrar.

De hecho, recordó que era momento de volver junto a él y su sirviente, que


estarían esperando en la habitación humilde que alquilaron. En parte para ahorrar
costes, en parte para pasar desapercibidos. Aunque una simple cama ya era un
lujo considerando que, en la mayoría de las noches, lejos de las ciudades y
pueblos, dormían bajo la luz de las estrellas.

—¡Mi-jaíl! —insistió el árabe—. Si el problema son las monedas, podría ayudaros


a cambio de esa espada que tienes. Llevarla sería demasiado problema para ti.

El ruso se acomodó el rollo sobre el hombro con una mueca. Las armas estaban
prohibidas en Bujará y otros reinos vasallos del Imperio. Ni siquiera los guardias
árabes contaban con sus conocidas cimitarras, lo que acrecentaba una
desagradable sensación de sumisión. Cualquier problema o crimen era
solucionado exclusivamente con los sables de los soldados mongoles.

—Es una shaska y no es una espada cualquiera. No está a la venta.

Mijaíl salió del zoco, dando un mordisco a una manzana recién comprada. Pero,
¡cómo se atrevió ese beduino a pedirle su espada!, pensó enfurruñado. Era cierto
que cuando estaban abandonando las estepas rusas, Mijaíl prefería portar un
sable grande y de hoja gruesa, como la que llevaba el sirviente del embajador.
Brillaba tanto o más que la calva del oriental; era un tipo de arma que imponía
miedo con solo verla.

Pero Wang Yao, el sirviente, se mofó aduciendo que “No podría darle una espada
pesada a alguien que no sabe cómo bailar con ella”.

El oriental consiguió convencer a Mijaíl de quedarse con el arma que le regaló su


hermano. Era la que estaba predestinada para él, decía. Era fina, sí, por ende,
liviana. Más rápida. Wang Yao se ofreció a entrenarlo para que Mijaíl viera que
la shaska era tan mortífera como su sable.

El ruso solo tenía que aprender a “bailar” con ella. Wang Yao resultó ser un
hombre paciente y un excelente tutor; fuerte en cuerpo y mente. Para cuando
llegaron a la ardiente y arenosa Corasmia, Mijaíl no podía pensarse con otra arma
que no fuera la de su hermano. La shaska era el estandarte de la caballería rusa y
ahora se sentía orgulloso de portarla. No la vendería por nada en el mundo.

Sorteando a los comerciantes y los pequeños correteando por doquier, se dirigió a


los establos donde había dejado su caballo. De paso, no dejaba de contemplar
todos los detalles que podía, absorbiendo hasta el último detalle de la ciudad.
Bujará era un lugar distinto, ciertamente bello con sus cientos de edificaciones de
adobe erigiéndose altísimas y bellos jardines repartidos, y no podía negar que
prosperaba aún con los mongoles rondando por las calles. Luego se fijó en las
lejanas murallas de contención y vio cómo patrullaban, a lo alto, tanto soldados
árabes como arqueros mongoles. En lugares estratégicos contaban incluso con
grandes cañones y se estremeció al recordar la historia de Tamerlán que le contó
el beduino.

Se detuvo en medio de la calle cuando, justamente, el mismo beduino lo detuvo


poniendo su mano abierta sobre el pecho del ruso. Sonreía y además esos ojos
suyos brillaban.

El ruso apartó la mano y exigió respuestas.


—¿Me estabas buscando?

—Ciertamente, mi señor.

—Lo siento. Seguir pagándote significará bancarrota. No insistas.

Mijaíl oyó un par de quejidos y golpes, detrás del beduino, entre el gentío. Un
comerciante dejó caer una jaula repleta de gallinas cuando alguien por detrás lo
empujó. Una mujer cayó tropezada cuando alguien la tumbó al grito de un idioma
que le resultaba familiar. Tragó saliva al ver cómo tres soldados mongoles se
abrían paso en dirección al dúo. Apurados, ansiosos. Uno de ellos se fijó en él y
agarró la empuñadura de su sable.

El beduino empuñó el blusón del ruso, intentando sujetarlo, pero Mijaíl dio un
manotazo y retrocedió un par de pasos. Yusuf reveló sus dientes; si ya no le
darían monedas, no le servirían más. Habló con sus contactos de la guardia de
mongoles: quién no querría saber sobre el soldado ruso que viajaba por Corasmia,
todo un enemigo natural del Imperio. La información valía oro, bien que lo sabía él.
La espada de Mijaíl sería suya, y todo el oro y joyas de su señor serían repartidos
como botín.

Mijaíl instintivamente deseó hundirle el puño en el rostro, pero no había tiempo. Le


lanzó el pesado rollo, tirando la empuñadura su arma para recuperarla, y corrió en
dirección al zoco, donde los trataría de perder. Debía advertir cuanto antes al
embajador de Koryo y su sirviente. Puede que los mongoles fueran indulgentes
con los asiáticos, después de todo provenían de un reino vasallo de su imperio,
pero salvajes como eran, quién sabría.

Varias aves levantaron vuelo cuando se oyó el rugir de uno de los tres mongoles,
que agitaba su sable al aire. La dura travesía por las áridas tierras de Persia solo
comenzaba.

II. Año 2332

Un nutrido grupo de aves levantó vuelo sobre el tupido bosque de la reserva


ecológica. Se habían inquietado al surgir un ángel de entre los árboles,
elevándose lentamente. Pero quien levantara la vista y observara, notaría que no
era un simple ser celestial como los cientos que ahora habitaban en la reserva
china. Esas seis alas extendidas a cabalidad solo podían ser del Serafín Durandal.
Y la pelirroja que cargaba en su espalda no era otra que la joven Querubín.

Atenazándolo con brazos y piernas, Perla se removió inquieta al percibir cuánto se


alejaban del suelo. Por fin vestía una túnica angelical; sus amigas habían vuelto
de los Campos Elíseos con uno perfecto.

Durandal se mostraba serio, echando un vistazo alrededor, comprobando que no


tuvieran interrupciones de ningún tipo. La muchacha, en cambio, no podía
disimular su sonrisa en su rostro enrojecido. Si ese era el tipo de entrenamiento
que iban a llevar, los días se le harían muy llevaderos. Se acomodó como pudo,
no quería caerse, y restregó, sin querer, su pelvis contra la baja espalda del
Serafín.

—¡Lo siento! —chilló la Querubín, volviéndose a acomodar—. E-Estoy muy


nerviosa.

Durandal deseaba estar concentrado en su tarea de entrenarla a volar, pero no


podía dejar de pensar en aquel perfume de la Querubín que lo embriagaba. Nunca
había olido algo como aquello. Y le agradaba. Ya ni decir el contacto de la joven
hembra que despertaba unos deseos carnales que él creía haber enterrado.

—Presta atención —dijo el Serafín. En realidad, se lo dijo a sí mismo.

—S-sí, maestro.

Perla esbozó una ancha sonrisa al decirlo. Jamás en su vida pensó que llamaría al
Serafín de esa manera. La noche anterior, en la habitación de Ámbar, apenas
durmió de la emoción. A la mañana, durante su baño, utilizó un par de lociones.
Sus alas eran intocables, solo podía rociarles agua, pero su cabellera era otro
asunto. Conocía de aceites aromáticos, pero debía admitir que los “cultivados” en
el reino humano estaban mejor hechos.

—Escúchame —prosiguió Durandal—. Extiende tus alas. Quiero verlas.

Perla así lo hizo. El Serafín echó la mirada hacia atrás y asintió. Luego volvió a
mirar el horizonte.

—La clave es mantenerlas firmes. Siente el aire que las rodea, cómo se amoldan
a tus alas al pasar. Siéntelo bajo el manto de plumas; imagínalo como una bolsa
de aire que debes mantener. Cuando percibas que va perdiéndose, da un aleteo
suave para recuperarlo y mantenerte en vuelo.

Perla achinó los ojos.

—S-sí, creo que lo siento.

—Bien. Te soltaré…

La Querubín apretó el abrazo y Durandal estaba sospechando que había algo más
que una simple falta de pericia. Pareciera que Perla temiera volar. Cada vez que
mencionaba la idea ella se aterrorizaba de una manera u otra.

—Te soltaré —insistió—. Y aletearás.

—¡Pero!... ¡Ah! Y si caigo… ¿Qué harás?

—Entonces caerás. Te veré caer.

Perla dobló las puntas de sus alas y frunció el ceño.

—No lo dirás en serio. ¿Acaso…? —miró el lejano suelo—. Dioses, ¿acaso no vas
a recogerme...?

—¿Recogerte? ¿Es lo que hacían tus guardianes? Ese es el problema. Te han


consentido demasiado y ahora tu cuerpo está acostumbrado a esperar una ayuda
ante el fallo. Caerás. Caerás y te dolerá, pero eres un ángel, no tienes ese cuerpo
frágil de los mortales. Si uno de ellos cae, con gusto iré a recogerlos antes de que
caigan. Pero si tú quieres volar, aprenderás a caer. Te dolerá, sí. Que duela. ¿Me
comprendes?

—¡Hmm! —gruñó, mirando para otro lado. La dureza de Durandal le recordaba


demasiado a su antiguo maestro, el ángel mongol, Daritai. Pensó que debía ser un
molesto denominador común en todos los grandes guerreros—. Bien. Adelante.
Suéltame.

—Debes soltarte tú… —giró la cabeza hacia atrás—. Y no guardes las alas,
extiéndelas.

Extendió las alas con cierto enfado. El truco, que había aprendido aquella vez que
planeó con Ámbar, era no mirar hacia abajo durante el vuelo. Se consoló
pensando que, como mucho, solo le esperaban rasguños y algún que otro
moretón allá abajo. Se soltó del Serafín y dio un par de aleteos. Sintió la supuesta
bolsa de aire bajo sus alas, tal como le había contado Durandal, por lo que volvió
a dar un fuerte aleteo para mantenerla allí.

Por un momento, creyó conseguirlo.

Cayó como un bólido, con brazos, piernas y alas completamente desacomodadas.


Chilló cuando miró el bosque bajo ella y comprendió lo realmente alto que habían
volado. Y el solo imaginar cayendo entre ramas y luego impactando contra el
suelo se le volvió abruptamente aterrador, por lo que instintivamente cerró los
ojos, dando aleteadas, manotazos y patadas varias.

Durandal se pasó la mano por la cabellera. No podía ser cierto lo que sus ojos
veían. Esa joven hembra era lo más torpe que había visto y eso que en la legión
había unos cuantos.

Cuando Perla abrió los ojos pensó que se había estrellado, pero que el dolor por la
caída aún no se sentía. Se sorprendió cuando notó que no había caído al suelo,
sino que un ángel la cargaba en sus brazos, descendiendo juntos, lentamente,
hasta la copa de un árbol.

A su alrededor, la Querubín vio a su maestra Zadekiel, posándose sobre la copa


de otro árbol y con la ira dibujándole el rostro. Vino al rescate, pero no fue ella
quien consiguió atraparla.

Cuando Perla levantó la mirada, no pudo ver el rostro de la rescatista que la


cargaba, cortando el sol. La salvadora le habló, riéndose y agitando sus propias
alas para burlarse.

—¡Dioses! Vuelas tan mal como cuando eras una niña.

Perla apretujó sus labios al oír la dulce voz de Celes, su guardiana. No podía
creerse que había llegado al reino de los mortales; fue como una inyección de
nostalgia que hizo que humedeciera sus ojos. Porque con ella descubrió cómo era
tener una hermana; fue verla y recordar prácticamente toda su vida en los Campos
Elíseos, desde que fuera una infanta hasta que su juventud. Alargó los brazos
para tocarle el rostro, su nariz, su mejilla, sus labios; al final no pudo evitar llorar
ahogadamente. Había vivido los peores días de su vida y cuánto la necesitaba.

La guardiana pegó su nariz a la de ella, susurrándole palabras de cariño que


brotaban desde su corazón. Prosiguió una tanda de pequeños besos que caían
por doquier; la enrojecida Querubín reía y pedía que se detuviera, pero Celes no
iba a soltarla. Parecía haber pasado una eternidad desde que se separaran y esta
vez no dejaría que nada las apartase.

El Serafín descendió cerca del grupillo con cara de pocos amigos. Iba a
regañarles. A ambas. Cómo era posible que él buscase un lugar apartado para
entrenarla, pero siempre hubiera alguien atenta a ella. Pero en el momento que
abrió la boca, Zadekiel lo señaló con un dedo amenazador.

—¡Tú! Pero, ¿cómo te atreves a entrenarla de esta manera?

Durandal ladeó el rostro; no supo cómo reaccionar porque no se esperaba aquel


exabrupto. Él era un ángel de rango superior y no estaba acostumbrado a que le
hablaran así. Pronto aprendería que Zadekiel era toda una fiera a la hora de
proteger a sus alumnas.

—A mí no se me ocurriría, Zadekiel, interrumpir tus clases de canto.

—No me interrumpirías ni tú ni nadie porque nunca me pasaría por la cabeza


someter a una niña a un entrenamiento tan salvaje.

—Ese es precisamente el problema. Que la consideráis una niña a la que hay que
vigilar. Aceptó mis condiciones para entrenar y deberíais respetar —miró a la
guardiana y a la maestra cantora—. No volveréis a entrometeros.

Celes, que seguía cargando a su protegida, frunció el ceño al oírlo. Perla amagó
salirse de los brazos de su guardiana, no quería quedar como niña consentida
ante su maestro, pero esta era terca y no la soltó.

—No me separaré de ella. Soy su guardiana y es mi potestad.

Durandal hizo un ademán.

—Entonces vigilarás desde la distancia. Solo tú.

Zadekiel amagó rugir un “¡Inaceptable!”, pero dio un respingo cuando, tras ella,
una joven hembra la tomó del hombro para nombrarla. Se giró, aún con el rostro
rojo de ira, pero ni ella supo cómo no se desvaneció cuando tuvo frente a sí a una
treintena de ángeles de rostros muy familiares; eran todas y cada una de sus
alumnas del coro, esperándola sobre las copas de los demás árboles, entre risas
que luego se volvieron vítores de celebración.

La maestra cerró y abrió los ojos, incrédula; esquivó a una que se lanzó para
abrazarla. Extendió las alas y esquivó a otra, ahora con una sonrisa
transformándole el semblante. ¡Sus alumnas habían llevado al reino humano! No
podía ser verdad. Se elevó aún más, chillando un “¡Allí voy de nuevo!”, a lo que las
cantoras no dudaron en responder un armónico “¡Montando el cielo!”. Zadekiel
humedeció los ojos, ¡entonces no eran imaginación suya! Dobló las puntas de sus
alas, cantando un débil y poco melodioso “Tocando los espejos de luz”.

Extendió brazos y alas, dejando que sus alumnas se abalanzaran sobre ella.

III. Año 1368

Mijaíl sorteó un par de angostos recodos y creyó perder a sus perseguidores en el


auténtico laberinto que resultaba el zoco. ¡No se dejaría abalanzar por ninguno!
Uno de los mongoles se dio de bruces contra un tablero de frutas, generando
descontento entre los mercaderes y retrasando así a sus demás compañeros. El
ruso no se detuvo; entró en una sección larga y estrecha, techada con entramados
de madera, pues concluyó que sería difícil detectarlo entre la oscuridad y el
bullicio.

Por un momento amagó agarrar la empuñadura de la espada de su hermano, por


si debía prepararse para un choque de aceros, pero una lucha de ese tipo seguía
aterrorizándolo y la dejó envainada en el cinturón.

Y es que, pese a entrenar en sus ratos libres con el sirviente del embajador, en el
momento cumbre nunca pudo poner a prueba las enseñanzas recibidas. Todo era
sencillo con su instructor, durante un bello atardecer en el desierto y con un par de
camellos paseando como telón de fondo, pero con enemigos de verdad su
corazón se aceleraba y las manos sudaban. De hecho, en las tres ocasiones que
fueron asaltados, los bandidos fueron hábilmente despachados por Yang Wao
mientras él lo miraba completamente petrificado.

Subió unas empinadísimas escaleras para escapar del zoco, entornando los ojos
cuando salió a una angosta calle abarrotada y asada por el sol. Parecía que los
había perdido, pero delante oyó unos lejanos casquetazos que iban acercándose,
por lo que entró en alerta. La marabunta de comerciantes se abrió en dos para
darle paso a un radiante caballo blanco. El animal relinchó al llegar y, montado
sobre él, el sirviente Yang Wao empuñaba un largo sable, sosteniéndolo firme de
manera horizontal en tanto que con la otra mano tensaba las riendas.

Mijaíl jamás se había sentido tan feliz de ver esa brillante cabeza afeitada.

—¡Agacha! —gritó el oriental.

El joven se lanzó al suelo. Yang Wao espoleó su montura. El ruso oyó un gruñido
tras él y pronto la cabeza de un mongol rodó por el suelo, frente a sus atónitos
ojos, dejando un abundante reguero de sangre sobre el empedrado. Se levantó,
girándose para comprobar que aún quedaban dos guardias. Estos desenvainaron
sus sables lanzándole improperios inentendibles tanto al ruso como al oriental.
Yang Wao, tras ellos, se giró sobre su montura y adoptó de nuevo la pose de
ataque para agarrarlos por detrás.

La calle, antes atestada, se había vaciado y solo contados curiosos asomaban en


las esquinas viendo el singular duelo.

Yang Wao silbó a Mijaíl.

—¡El de tu izquierda es mío! Te dejo el más grande.

Mijaíl frunció el ceño, ¿por qué tenía que dejarle a él justamente el guerrero
enorme? Pero asintió, tragando aire mientras desenvainaba su radiante shaska.
Apretó los dientes en un intento de que las manos dejasen de temblarle. La clave
era mantenerlas firmes, eso le decía el oriental cada vez que entrenaban. Pero
cuánto le costaba. ¡Sería su primer duelo a muerte! Aunque, inesperadamente,
sostener la espada de su hermano en un momento como aquel le resultó
abruptamente tranquilizador.
Luego lo comprendió; con esas armaduras de escamas, los mongoles no eran
muy ágiles. Sobre todo, aquel más grande. Y él mismo, solo con aquel blusón,
tenía una gran ventaja y podría incluso hacerlo trizas con rapidez y agilidad. Se lo
imaginó, lento como un camello, y él, ágil como una gacela, y se relajó al recordar
sus entrenamientos en el desierto.

Yang Wao era un hombre sabio. No había dudas de por qué el embajador de
Koryo lo eligió como sirviente.

Mijaíl tomó la empuñadura con ambas manos y acercó la hoja a su rostro, mirando
a su enemigo, que se removió inquieto. Había un punto débil en esa armadura de
escamas. El otro ya le había dado la espalda para encararse al jinete que le
desafiaba.

Que comience el baile, susurró el novgorodiense.

El cruce fue rápido, con los dos mongoles, espalda contra espalda, esperándolos
en ambos frentes. Tan rápido que la shaska del ruso fue solo un fulgor plateado
atravesando la pechera del mongol, en tanto el oriental cruzó tan veloz que nadie
entendió cómo un hombre tendría tiempo de realizar algún movimiento con ese
sable largo y pesado.

Uno de los mongoles cayó de rodillas; su cabeza colgó hacia atrás, sostenida solo
de la piel de su cuello, brutalmente cortado de un tajo. El otro, el más grande, aún
estaba de pie, sosteniendo su sable como si el corte sangrante en su hombro no
estuviera allí. En el momento que se giró para encararse de nuevo con Mijaíl, cayó
en la cuenta de la rapidez del joven; el ruso clavó la hoja en la armadura,
haciéndole lugar entre las costuras de las escamas para hundírsela hasta el
corazón.

La sangre se roció en el estupefacto rostro del joven.

Yang Wao acercó su montura, admirando la técnica de su pupilo. Fue un buen


ataque coordinado. Además, se sorprendió de sí mismo cuando sintió una
repentina ola de orgullo por Mijaíl. Sí que ese pedante e irreverente soldado ruso
se había ganado su simpatía, pensó sonriendo. Retiró un trapo de la montura y
limpió su sable. Luego se fijó en su alumno, que estaba absorto viendo a su
primera víctima mortal.

—¡Has bailado perfecto, Mijaíl! ¿Qué me dices? ¿Buscamos a los caballos?

El mongol cayó a los pies del ruso. Mijaíl asintió rápidamente, aunque sus ojos no
conseguían despegarse del cadáver. Luego se inclinó para desclavar su espada,
espabilando al recuperarla. El gentío poco a poco volvía, asustados ante la visión
esperpéntica de los tres cadáveres mongoles. Sin embargo, ni uno solo los
extrañaría.

—Por Dios… ¡Por Dios! ¿Lo has visto, Yang Wao?

—Era de esperar. Tienes un buen maestro.

—¡Pero…! ¿Y esa técnica con el caballo? La tenías bien escondida. Si te


consideras buen maestro no tardarás en enseñármela.

—¿No se te olvida algo importante? Busquemos a mi señor y salgamos de la


ciudad antes de que una horda se nos venga encima.

IV. Año 1368

Eran aún muchas las estrellas que parpadeaban en el cielo negro, aunque pronto
la luz matutina empezaría a asomar tras la larga cadena de montes. Por el camino
de tierra, la larga fila de jinetes xin marchaba lenta e inexorablemente rumbo a la
frontera, dejando en la villa solo una docena de guardias. Habían pasado dos
buenos días gozando de la cordialidad de los pueblerinos.

Al frente, el comandante Syaoran levantó la mano para llamar la atención de su


escudero. Quería ordenarle que se adelantara con un grupo de centinelas para
limpiarle el camino. Bostezó largamente, no había dormido bien. Luego miró hacia
atrás al no encontrarlo.

Asintió a uno de los jinetes cerca de él y le inquirió.

—¿Dónde está Wezen?

El jinete se encogió de hombros. Es que ni siquiera habían visto a su amigo, el


monje budista, desde que desarmaran las tiendas y se preparasen para continuar
el viaje.

Syaoran miró luego hacia las lejanas casas en el pueblo, unas manchas negras
sobre la hierba plateada. Si el chico prefería quedarse en su hogar, junto con su
familia, no le guardaría rencor. Le había dado la opción de elegir, de continuar a
su lado o quedarse a continuar su tranquila vida en las campiñas, y no podía
culparlo. Si él no tuviera el peso de una nación sobre sus hombros, también
elegiría a la familia por encima de todo.

Suspiró, dirigiéndose a sus hombres.

—Bien. Prosigamos nuestro camino. El embajador nos espera.


Xue despertó temprano, pero no lo suficiente. Se encontró sola en la cama, con la
manta arremolinada por sus piernas y cintura. Buscó a su hermano con las manos
y apretó los puños al no sentirlo; en el fondo sabía que Wezen no se quedaría;
tenía asumido que su lugar no era en un simple pueblo perdido en la campiña,
pero tampoco esperaba que de nuevo la dejara sin despedirse.

Se vistió presurosa con una túnica de algodón y salió en búsqueda del guerrero.
Estaba desesperada y tropezó un par de veces. Miró en la habitación de Zhao,
pero ya nadie estaba allí. No supo si sonreír o enfurecerse más. Ahora hasta el
monje budista que ella misma había salvado la vida se había escurrido, pero, si su
hermano iba a estar nuevamente afuera, expuesto al peligro de una guerra, qué
mejor compañía que ese apacible hombre calvo. Era el único, además de ella, que
lograría calmar al temperamental guerrero si la situación se descontrolaba.

Corrió hacia afuera, abriendo la puerta de golpe. ¡Tenía que verlo, aunque fuera
solo una mota negruzca en la distancia! Se detuvo abruptamente al tenerlo frente
a ella, esperándola, engalanado en su radiante armadura; una antorcha arrojaba
una pálida luz sobre él, acrecentando el amarillo de sus ojos. Zhao, tras el
guerrero, montaba un caballo y sostenía las riendas de otro.

Wezen reverenció.

—Lo siento, hermana. Pero volveré de Transoxiana. Prometo que haré que todo
mejore. Si me honran con un cargo importante, no extrañarás la vida en el campo.

—Tal vez me guste la vida en el campo.

—Pues a mí no. Dejarás de hilar para que otros hagan vestidos de seda. Tú los
vestirás.

—Si tardas demasiado, tal vez ya viva en otro lugar con algún buen hombre.

El guerrero sonrió con los labios apretados. Le hacía gracia que Xue fuera celosa,
sí, pero no se esperó esa ira apabullante al imaginarla al lado de alguien más.
Después de todo, habían crecido juntos. Por un momento, comprendió que fuera
tan posesiva. Desenvainó su sable y la levantó; irradiaba bajo la luz de las
estrellas.

—Míralo bien, Xue —sonrió blandiéndola al aire—. ¡Esto es lo que le espera a


cualquiera que te pretenda!

La muchacha se cruzó de brazos. Pero, si él volvía a alejarse a una peligrosa


travesía, ya no cometería el error de regañarlo como despedida. Quería que se
llevara un grato recuerdo.

—Eres bien tonto. Mi corazón ya está ocupado.

Wezen echó la cabeza hacia atrás y rio estruendosamente. Luego guardó su sable
en la montura de su caballo, subiendo de un enérgico salto. Tensó las riendas,
mirándola por una última vez.

—Solo por si acaso, traeré una espada más grande.

—No hagas promesas que no puedas cumplir.

—¿Acaso ya no recuerdas? —y señaló el cielo, a las estrellas, dibujando la bestia


mitológica que ella solía trazar de niña—. Nunca oses de dudar de un dragón.

Xue meneó la cabeza con una sonrisa e hizo una profunda reverencia. Luego se
repuso, extendiendo ambos brazos a los lados.

—Entonces vuela, honorable dragón. Yo esperaré tu vuelta.

Wezen asintió; se giró sobre su montura y espoleó, iniciando una veloz cabalgata
a través de la campiña plateada; la fría brisa azotaba su rostro; debía alcanzar
cuanto antes al ejército de Syaoran. Se inclinó sobre el caballo para darle más
velocidad y por un momento creyó poder incluso volar. Zhao lo siguió como
buenamente pudo, pero qué difícil era alcanzar a aquel jinete.

Xue se abrazó a sí misma, tratando de protegerse de la fría brisa y a la vez


consolarse.

—No dejaré de mirar el cielo —susurró—. Porque tengo la certeza de que


volverás. Mi hermano, el dragón de las estrellas, me lo ha prometido.

V. Año 2332

Ámbar clavó una lanza ónice en la arena al llegar a lo alto de una duna. Su capa
flameaba enérgica al viento y se retiró la capucha para echar un vistazo al desierto
en aparente infinito que tenía frente a sí. Refulgía la espada zigzagueante, sujeta
diagonalmente en la espalda. Jamás había sentido en carne propia un calor tan
abrasador. Por un momento, deseó vestir una armadura táctica EXO para que
regulase la temperatura, pero ya no contaba con una y además se había negado
rotundamente a vestir un EXO de los cruzados del Vaticano por su condición de
no creyente.
Condición que ya era ampliamente conocida en la organización.

Se giró y vio la decena de helicópteros descendiendo en los alrededores, en tanto


que el propio Alonzo Raccheli subía por la duna, enfundado en un radiante EXO
blanco, con la cruz del templario engalanando el pecho. Un dragón dorado se
enroscaba por la cruz.

El hombre activó el casco para retirar la visera.

—¡Mujer! ¿Ya tienes idea de cuántos ángeles han llegado a la reserva? Mi hija
acaba de enviarme los números…

—Los vi. Eran miles. No seas molesto y deja de insistir —luego señaló el cielo—.
Con uno es suficiente.

Descendió suavemente frente a ella el ángel rastreador, de rango “Dominación” y


de nombre Fomalhaut, removiendo un círculo de arena en su descenso. Sus alas
y cabelleras plateadas prácticamente irradiaban de luz bajo el fuerte sol, pero él no
se veía particularmente afectado por el clima. Ámbar lo conocía muy bien; era el
ángel que protegió a Perla, en Nueva San Pablo, la noche que intentaron
asesinarla. Por la nobleza de ese acto, la mujer confiaba en él.

El ser alado se sentó sobre una rodilla y se golpeó el pecho en señal de respeto,
pues estaba ante la elegida como representante de los reinos:

—Nari-il.

Ámbar enarcó una ceja.

—Ya que estamos, hazme el favor de decirme qué significa esa palabra.

Fomalhaut lo pensó un momento. No había una traducción exacta, pero intentó


darle un significado aproximado.

—“Representante sagrada”.

—¿Sagrada, has dicho? —se rascó la frente; en realidad que todo aquello la
incomodaba sobre manera—. Deja de hablar raro y solo llámame Ámbar.

—Ámbar —dijo mirándola—. ¿Por qué os habéis detenido? Los dragones están
más adelante. Mucho más.

La mujer se acuclilló frente al ángel.

—¿Qué pasa? ¿Estás ansioso?


Fomalhaut no respondió. Pero, de todos los dragones que conoció, tenía especial
recuerdo de uno. El más veloz de su especie, tan veloz que ni el propio Dominio
podía vencerlo. De vez en cuando recordaba las carreras que echaban sobre el
Río Aqueronte, levantando el agua a sus rasantes pasos.

—Antes de la rebelión de Lucifer, conocí a uno. Su nombre era Nío y era un


dragón albino.

—¿Y crees que sigue vivo?

—Bajo el comando del dragón Leviatán, decidieron aliarse a Lucifer en su lucha


contra los hacedores. Murieron todos cuando enfrentaron a la legión de la Serafín
Irisiel, hace milenios. Pero, saber que el dragón Leviatán está vivo de alguna
manera, me hace creer que Nío también lo está.

—Ya veo. Vayamos en búsqueda de tu amigo, pues. Pero ten en cuenta que la
misión se vuelve complicada para nosotros.

Fomalhaut no comprendió. Ámbar se levantó y señaló con el mentón el desierto


que debían atravesar.

—Hace trescientos años, vuestro Arcángel descendió de los cielos en este mismo
lugar. Bujará, de una antigua nación antes conocida como Uzbekistán. Fue el
primer lugar que destruyó antes de ir a por Europa. Cuentan que el cielo, rojo
como la sangre, escupió fuego sin cesar. Los beduinos aseguran que en algunas
noches se pueden oír los lamentos de cientos de miles de voces que luego son
acalladas de un golpe.

Fomalhaut se repuso también y miró el desierto. Sabía que, hacía trescientos


años, los envilecidos Arcángeles habían destruido una parte del mundo y que,
luego, la madre de Perla remató la faena. Aún así, él no se sentía especialmente
culpable de nada, aunque comprendía por qué el reino humano odiaba a los
ángeles.

—A las zonas donde el Arcángel descendió las llamamos “Mar radiante”; aun a día
de hoy todo artefacto que entre en un radio de casi cien kilómetros deja de
funcionar. En Vieja Europa hay uno, en Oceanía hay otro. Aquí también.

—Artefactos —repitió el Dominio.

—Sí, los artefactos dejarán de funcionar. Como esas navecitas que usamos para
transportarnos. Por eso, amigo mío, vamos a continuar a pie. Así que regula las
aleteadas, que no te podremos seguir el paso.

Ámbar se giró de nuevo, encarándose con el escuadrón que comandaría en el


desierto, que ya subía por la duna. Era una treintena de hombres bien entrenados,
cada uno contaba con arcos de polea, con carga sedante en las saetas como
último recurso en caso de avistar un dragón hostil. Los rifles de impulsos
plásmidos no funcionarían en el Mar Radiante.

Levantó una mano para que la oyeran.

—¡Escuchad! Si alguno de vosotros poseéis mejoras de rendimiento implantados


en vuestros cuerpos, tengo que daros malas noticias. Vuestros dispositivos
cocleares tampoco funcionarán, ni tampoco vuestros trajes tácticos. Estaremos
incomunicados, por lo que permaneceremos juntos en todo momento. Os doy
veinte minutos para que os pongáis algo más cómodo. Y no olvidéis llevar una
capa para protegeros de la arena.

La pesadumbre fue notable. Uno se quitó el casco y frunció el ceño al sentir el


repentino golpe de calor. Otro midió la temperatura a través de la visera y
preguntó a sus compañeros si esos 50 grados eran una falla del sistema. Quién
querría asarse bajo ese fuerte sol. Otros permanecieron allí, fijos, como si la mujer
no les hubiera ordenado moverse. En realidad, esperaban la orden del
Comandante Alonzo Raccheli, su auténtico líder. No estaban dispuestos a acatar
órdenes de una no-creyente.

Ámbar lo notó, pero no hizo caso.

—Ya la habéis oído —les dijo Alonzo, retirándose el casco—. Montad un


campamento. Veinte minutos y bienvenidos a la Edad Media.

—Me odian —susurró ella, destapando una cantimplora.

—No. Pero se preguntan qué motivos tuviste para rescatar al ángel de la milicia.
Yo también.

—Tuve mis razones y no hubo un dios en ellas. Y si has escuchado al Serafín la


noche que me nombró, mencionó a varios dioses, no a uno.

—Sí, lo oí. Puede que haya varios dioses. Puede que uno principal gobierne sobre
ellos. Incluso puede que lo que ellos interpreten como “dios” no sea
necesariamente lo mismo para nosotros.

—Piénsalo como quieras, no voy a discutir sobre eso. La orden de cambiarse


también va para ti. Aunque, dada tu edad, te recomendaría quedarte en el
campamento.

—¿Es una orden?

Ámbar se encogió de hombros.


—Haz lo que te plazca. No pondré peros si decides venir.

—Me quieres a tu lado, mujer, se nota. No soy quién para negarte un deseo.

Ámbar meneó la cabeza y se volvió a poner la capucha al sentir cómo el viento


levantaba la arena. Se preguntó qué sería de la Querubín, entrenando su vuelo en
la reserva ecológica. La noche anterior, antes de partir a Bujará, había compartido
la cama con ella. Y fue devastador. No dejaba de moverse. No dejaba de
abrazarla contra sí. Y para colmo esas molestas plumas que se desprendían de
las alas y caían sobre su rostro. Pero, pese a todo, le agradó el momento que
pasaron juntas. Lo veía como una segunda oportunidad de desarrollar un olvidado
lado maternal.

Miró el horizonte, la extensa pero apenas perceptible supernova Betelgeuse


asomaba tras las dunas, como los pétalos de una tenue flor azulada sobre un
fondo celeste. De noche sería un espectáculo que quitaría el hipo, sin dudas, pero
a ella solo le recordaba su difunta hija. Era una extraña mezcla de amargura, pero
también de esperanza. Sentía que la miraba; que la confortaba donde fuera que
estuviera.

“Aún no te olvido”, pensó desclavando la lanza. “Siempre que miro al cielo…”.

Perla cayó en el lago, pero no era profundo y se quedó allí, arrodillada e


impotente. Extendió las alas e intentó dar un aleteo, solo por rabia, pero no se
elevó. Luego levantó la mirada hacia las brillantes estrellas. Ya estaba enterada
acerca de la peligrosa misión de Curasán en el Inframundo. Y estaba tan furiosa
que ni siquiera se percataba del lejano cántico angelical del coro que provenía
desde el interior del bosque. ¿Por qué habían enviado a su guardián?, se
preguntaba una y otra vez; deseaba verlo, abrazarlo y dejarse consolar por quien
consideraba como un hermano.

El Serafín Durandal, de pie a orillas del lago, se cruzó de brazos. El entrenamiento


sería largo, sin dudas, pero la terquedad de esa joven hembra era hasta
necesaria. Aunque él había ordenado descansar, ella prefirió seguir practicando.
La Querubín prefería caer en el agua, eso sí, que caer en la tierra, de ahí que
prefiriera practicar allí.

La guardiana de Perla, al lado del Serafín, decidió sentarse sobre la arena y


abrazar sus rodillas. Celes también intentó convencer a su protegida para que
descansara, pero fue en vano.

—He hablado con tus soldados —dijo Celes—. En este reino hay dragones. Pero
lo que más me inquieta es que vosotros habéis decidido que iréis en su búsqueda.

—¿Algún problema?

—La mortal a quien nombraste “Nari-il” ha ordenado expresamente que los


ángeles estemos aquí. Que el mundo afuera nos teme. Pese a todo esto, saldrás e
irás en búsqueda de dragones. ¿Qué sentido tiene nombrarla Nari-il si ni siquiera
vas a cumplir su orden?

Durandal se sentó a su lado, pero con la mirada fija en su alumna. Le hacía gracia
que, tras haber nombrado a Ámbar como la representante del reino de los
mortales, la primera orden que ella dictase fuera la de que ningún ángel saliese de
la reserva ecológica. Como en los Campos Elíseos, se sentía “enjaulado”
nuevamente. Pero él era un ángel rebelde y no había caso en intentar echarle
cadenas.

—Lo siento por “Nari-il” —dijo él—, pero en verdad que nunca me llevé bien con
las figuras autoritarias.

Celes frunció el ceño. Iba a recriminarle su actitud, pero el Serafín retiró de su


cinturón una carta de papel de lino enrollada. La elevó entre sus dedos.

—Pero no lo hago por placer. Pólux envía reportes desde el Inframundo. Los envía
a las Potestades y desde allí los reparten a los más altos rangos. El ejército de
espectros se cuenta en millones; si los ángeles infiltrados no consiguen asesinar al
Segador, este podría ordenar que invadiesen los Campos Elíseos a través del
mismo el acceso por el cual entraron. Enviar a esos infiltrados era un arma de
doble filo. Al igual que Nari-il, yo también necesito a esos dragones. O todos
caeremos si los espectros invaden.

—Entiendo tu necesidad —asintió la guardiana—. Pero, ¿hace falta recordarte que


los dragones son animales peligrosos? No pienses siquiera en llevar contigo a
Perla.

—¿Por qué no? No es una niña.

—Ni siquiera sabe volar, ¿y pretendes que vaya a conocer a esas bestias?
¿Velarás por ella si son hostiles? Porque, en caso de que te hayas olvidado,
ángeles y dragones fueron enemigos una vez.

—Y, antes de eso, éramos aliados. Como los mortales con sus jinetes.

—Ella no irá contigo a esa misión suicida. Eres su maestro, pero yo soy su
guard…

El Serafín hizo un ademán para interrumpirla. Ya iban dos hembras en todo el día
que estaban pisando su autoridad. Estaba ofuscado, pero, ¿podría culparlas? Al
fin y al cabo, eran rebeldes como él. Y sabía que Perla había crecido abrigadas
por ellas y era natural que la sobreprotegieran.

—Está bien. Ella se quedará aquí si con eso vosotras dejáis de estar encima de mí
a cada decisión que haga.

Celes se acomodó, doblando las puntas de sus alas.

—Gracias, Serafín.

—Vamos —dijo—. Ayúdame a sacarla de ese lago.

Perla, a lo lejos, se levantó y extendió las alas mojadas, que salpicaron gotas aquí
y allá. Corrió hasta que el agua le llegó a las rodillas y saltó, dando aleteadas
torpes para luego volver a caer. Al reponerse mandó varios puñetazos al agua
entre gritos de rabia.

Se volvió sobre sus pasos e invocó su sable, en cuya empuñadora ató el rollo de
papel de lino que Celes le entregó. Era una carta de Curasán. La volvió a leer
antes enrollarla y atarla de nuevo a la empuñadura. Des-invocó el arma. Volvió a
extender las alas y, tras saltar, cayó indefectiblemente. Sus piernas eran dos
brasas y de hecho sus propias alas ya se torcían involuntariamente, pero no se
detendría.

Con el agua hasta la cintura, levantó una mano y acarició las estrellas. Su
“hermano” estaba allí, solo había que volar y alcanzarlo. Meneó la cabeza,
tratando de olvidarse del dolor y el cansancio.

Repitió en silencio la carta. El texto era largo, pero ella solo podía pensar en la
última frase.

“No dejes de mirar el cielo; pronto volveré”.

Continuará.

Destructo III Escríbeme en fuego

Sexto Capítulo. En el reino de los mortales, el ejército del Norte se


movilizaba para la peligrosa búsqueda de dragones, en tanto que la
Querubín era abrigada por seis alas.
I. Año 2332

Cuando el desnudo ángel Deneb Kaitos se sentó en un sillón frente al extenso


ventanal, dobló las puntas de sus alas como acto de asombro. La capital del
Hemisferio Norte imponía con esos interminables y altos edificios poblando el
horizonte y, sobre todo, irradiaba como nada que hubiera visto antes en su
milenaria vida; era sobrecogedor verlos, cientos de haces de luces acuchillando en
diferentes direcciones. Faltaba poco para el amanecer y ya estaba cayendo en la
cuenta de que los mortales no iban a apagarlas en ningún momento.

Luego se acomodó sobre el sillón; la textura se sentía extraña al tacto con su piel
y pensó en vestirse con su túnica. El problema era que no sabía dónde la había
dejado.

Al otro lado de la habitación, Reykō se arrodilló sobre su amplia y revuelta cama,


recogiéndose su cabellera ceniza en una corta coleta. Su cuerpo desnudo
destilaba una sensualidad natural; nunca negó los pasos de los años ni optó por
implantes de mejoras cosméticas o cirugías. Sus senos ya no se erguían firmes y
las caderas eran anchas; sin embargo, no parecía mostrar incomodidad por
aquello. Era una mujer madura que llevaba lo suyo con orgullo y elegancia; incluso
allí sin más que una manta enredándose en su cintura.

Luego se fijó en el ángel y se inclinó, quedándose de cuatro patas. En verdad que


Deneb Kaitos le resultaba un auténtico adonis, sus facciones duras y la
musculatura definida resaltaban con la luz de la ciudad irradiándolo;
probablemente era el mejor cuerpo que ella había probado en toda su vida, pensó
retorciéndose suavemente. Se sentía vigorosa cada vez que acogía en su interior
al plateado ser celestial, como si él tuviera una suerte de elixir de la juventud. Eso
sí, Deneb Kaitos no era precisamente habilidoso la cama. Apático por más que se
empeñara, sin saber cómo y cuándo moverse o dónde tocar o besar; sin embargo,
todo ello parecía ser parte de su encanto.

Reykō se sonrojó abruptamente. La mujer más poderosa y mayor detractora de


ángeles estaba completamente enviciada por uno; sonrió al pensar en la ironía del
asunto, pero más valía que ningún rumor de esa índole saliera de allí, que la
prensa no perdonaría. La presencia del ángel era un secreto en el Norte; nadie,
salvo la estructura militar de su corporación, sabía del ser celestial que fue
intercambiado por la espada zigzagueante para evitar una batalla en Valentía.
Aunque el detalle de que la acompañaba en su cama lo sabían más pocos aún.

—¿Extrañas tu hogar? —preguntó ella.

—No. Solo observo el vuestro.

La cama se removió y de entre las mantas surgió, también desnudo, el


comandante Albion Cunningham. El hombre se rascó la mejilla y sonrió cuando
tuvo frente a sí a su madura amante. Solo en aquella habitación su más leal
soldado se sentía en confianza para tratarla como una pareja y no como a una
superior. Se arrodilló detrás de ella y pegó su cintura; tomándola, la obligó a
reponerse sobre sus rodillas. La apretó contra sí, haciéndole sentir su erección.

—Tuve el sueño más raro… —confesó él.

Reykō bajó una mano para agarrarle la verga y manoseársela. Él no se quedó


atrás, escarbándole su sexo con los dedos. Reykō gruñó de gusto cuando sintió la
dureza de su comandante abriéndose paso; fue una excelente idea tener como
amante a Cunningham, quien siempre despertaba con deseo y energías.

La mujer ladeó el rostro para besarle la mejilla y luego morderle la boca.

—Cuéntame —susurró ella.

—No te culparé si deseas enviarme a un manicomio —dio un empujón suave—.


Pero soñé que compartimos la cama con un ángel…

Ambos rieron. Solo que Cunningham se paralizó y su piel se le erizó cuando vio
una pluma balancearse frente a sus ojos. La mujer gruñó de disgusto, moviendo la
cintura en un intento de que siguiera penetrándola. Giró la cabeza y susurró que
no se detuviera, que le apetecía, pero ahora el hombre tenía la mirada fija en el
ángel plateado que, sentado en el mullido sillón, contemplaba la ciudad.

No fue un sueño, concluyó con los labios convirtiéndose en una fina línea recta en
su rostro pálido. Es más, aquella era la tercera noche que pasaron juntos. Sintió
las mejillas arderle cuando recordó lo que Reykō les ordenó hacer junto con ella.
Vinieron cientos de imágenes, una tras otra como una oleada avasallante; sus
dedos acariciando un cuerpo varonil en la oscuridad, su lengua dibujando un trazo
húmedo sobre una piel firme que luego se redondeaba, recordó la presión de unos
labios en su pecho conforme Reykō engullía su sexo. Meneó la cabeza en un
intento de deshacerse de los recuerdos.

¡Sexo con ángeles!, pensó alarmado, no por una cuestión de salubridad, después
de todo era bien sabido que aquellos seres poseían una puridad excepcional, sino
porque no comprendía por qué la mujer accedió a semejante disparate. Pero ella
siempre fue de gustos extravagantes tanto en la privacidad de una habitación
como fuera de ella. Y él obedecía porque se trataba de una figura autoritaria e
idolatrada, simplemente deseaba poner un límite porque no se encontraba
cómodo.

Deneb Kaitos se levantó desperezando brazos y alas. La mujer, atrapada en los


brazos de su pareja, se mordió los labios al ver el cuerpo angelical ahora dorado
por los primeros rayos del sol. Resaltaba la barbilla marcada y sus pómulos finos,
rematando unos flequillos plateados y desarreglados. Un cosquilleo le invadió el
vientre; cuán atrás parecían haber quedar aquellos desafiantes discursos contra
los seres celestiales.

—Ven, querido, acompáñanos de nuevo —ordenó.

Deneb Kaitos asintió. Notó al mortal tras ella y le sonrió.

—Buenos días, Cunningham.

—He tenido suficiente con el pájaro —gruñó él—. No entres a la cama.

Abrazó con más fuerza a Reykō. Ella rio; le sorprendió ese lado celoso y posesivo
de su amante. Arqueó la espalda cuando sintió un envión brusco.

—¡Ah! —Reykō vio estrellas—. ¿El problema lo tienes conmigo o con él, Albion?

—Sácalo de aquí.

Vino una seguidilla de embestidas que hacían chirriar la cama y desperdigar las
plumas sobre las mantas. El ángel miró con curiosidad esos senos
balanceándose, generosos y rematados por pezones erectos.

—¡Ah! Te recuerdo… que tú… ¡Ah!... Tú no mandas en mi habitación, querido.

—Tengo mis límites. Si él entra, yo salgo.

Ella gruñó.

—¿Por qué siempre me lo pones difícil?

Deneb Kaitos se rascó un ala, viéndoles “aparearse”. En realidad, no tenía el más


mínimo interés de unirse; simplemente accedía a lo que la mujer le ordenase. Al
fin y al cabo, hasta que él guiara a su escuadrón militar hasta los dragones, ella
sería “su señora”. Con la claridad del amanecer notó de nuevo la peculiar marca
en el hombro derecho del joven comandante; unas líneas curvas y rosadas que
parecían formar una pequeña ala de ángel.
—Pensaba que odiabais todo lo relacionado con los ángeles —dijo Deneb Kaitos.

Cunningham terminó saliendo abruptamente de su amante; se levantó enfadado,


con su reluciente sexo balanceándose. Reykō quedó tendida sobre la cama, entre
molesta y ansiosa por más. Intentó tomarle de la mano, pero el hombre se soltó
ofuscado y se dirigió al baño. Nunca la había tratado tan rudo, nadie, y se retorció
entre las mantas pensando que debería probarlo más a menudo.

Cuando Cunningham se encerró de un portazo, la mujer se sentó al borde de la


cama. De alguna manera debía recuperar su orgullo herido. Deseaba que el ángel
subiera y así volver a degustar de él, pero, en el fondo, no quería romper el
corazón de Albion. Él la amaba, ella estaba convencida, por más que todo lo
camuflara con un actuar duro.

—Deneb Kaitos. Bésame los pies.

El ángel se arrodilló y procedió a cumplir la orden.

—Sé que Albion tiene una marca llamativa, pero no vuelvas a mencionarla en un
momento como este. Tienes que aprender a estar en intimidad, querido.

—No volverá a suceder, mi señora. Confieso que es difícil adaptarme a las


costumbres de vuestro reino.

—No te martirices tampoco. No lo sabías. Esa marca la pusieron los hombres de


la “Secta de las Alas”, cuando él era solo un niño.

Deneb Kaitos levantó la mirada con una clara interrogante sobre la cabeza. Reykō
enarcó una ceja.

—¿He dicho que dejes de besarme?

El ángel volvió a su rutina.

—Albion proviene de una nación llamada “Alba”, de la región gaélica de Vieja


Europa. Es una nación empobrecida y consumida por el crimen y la corrupción.
Por si fuera poco, cuentan con la conocida secta.

Se inclinó y tomó al ángel del mentón para levantarle la mirada. Quería verle la
expresión cuando se lo dijera.

—Esta secta cree tener la misión de sesgar vidas humanas, de manera que los
ángeles no volváis aquí para traer otro Apocalipsis. Albion vio a toda su familia
perecer frente a sus ojos, arrodillados y ejecutados uno por uno por esos
maniáticos.
—¿Qué sucedió con él?

—La secta no asesina a niños. Los consideran Querubines. Antes de inmolarse,


los marcan a vivo fuego para que crezcan y continúen la cacería de humanos.

Deneb Kaitos tragó saliva. Qué salvaje historia, pensó. Miró hacia la puerta del
baño y dobló las puntas de sus alas. Él no tenía la culpa del Apocalipsis que los
Arcángeles trajeron trescientos años atrás, pero ahora comprendían el odio
extremo que le profesaba el joven comandante a él y sus congéneres. Cuando
surgiera la oportunidad, buscaría una manera de aclarar sus diferencias, concluyó.

—Lamento oírlo, mi señora. Debéis saber que los dioses no aceptan sacrificios.

Reykō ahogó una risa.

—Querido, en este mundo los dogmas sobran. Vosotros sois la viva prueba de
que hay algo más allá de nosotros, sí. Pero, a diferencia de ti, nosotros no los
consideramos dioses. Si fuesen omnipotentes, ¿por qué permitieron la destrucción
de nuestro mundo, trescientos años atrás? Esto conlleva a pensar que son
malévolos. Si son malévolos, ¿para qué rendirles culto? Pero, si fuesen benignos,
entonces está claro que no están en condiciones de detener todos los males que
nos han aquejado, por lo que no son omnipotentes. Si no son omnipotentes, no
son dioses. En mi presencia y en la de mis soldados, no vuelvas a llamarlos así.

Deneb Kaitos la miró con quieta calma. Tenía la fuerte sensación de que no
valdría la pena ofrecer su versión de los hechos.

—Entiendo. Entonces, ¿cómo los llamáis?

—Ellos nos han creado. A ti. A mí. No hay dudas de ello. Está en nuestro genoma.
Pero no hay nada más que eso, querido. No los llamamos dioses. Los llamamos
“Ingenieros”. El culto a los Ingenieros está prohibido en el mundo que se considera
civilizado.

—Ya veo —asintió—. No volveré a mencionarlos, mi señora.

—¿He dicho que me caes bien? Hoy por fin saldrás de aquí y conocerás a mi
ejército de élite. Han llegado esta madrugada en la base militar de Valentía. Daré
un discurso a los hombres que guiarás para cazar a los dragones. Sé que la
cacería no será sencilla y costará quién sabe cuántas vidas, pero mis hombres
han entrenado durante años para momentos así. Considera esta mi orden
máxima: eres, oficialmente, el ser más fuerte de mi ejército. No hace falta ser un
genio para saber que ningún hombre puede contigo ni siquiera enfundado en el
EXO más moderno. Entonces, suceda lo que suceda, nunca abandones tu lugar al
lado de Albion. Protégelo con tu vida si es necesario.
La mujer se levantó y acarició la cabellera plateada del Dominio. Suspiró; no
quería hacer lo que iba a hacer, pero su corazón era claro al respecto. La mujer
más poderosa del mundo no le importaba ser vista como un monstruo sin
sentimientos por toda la humanidad; estaba acostumbrada a ello gracias a la
prensa y solía tomárselo con relativo humor. La habían endurecido y se sentía
orgullosa de ello porque, en una época convulsionada como aquella, la humanidad
necesitaba de su dureza.

Cunningham, en cambio, era otro asunto. Con respecto a él sentía que debía
hacer un esfuerzo y quitarse las raíces espinosas que atrincheraban su corazón.

—Me temo que tendré que acceder a la petición de mi comandante y pedirte que
aguardes afuera de la habitación.

II.

Perla despertó e intentó rodar por la cama para librarse del abrazo de las alas de
su guardiana, quien dormía a su lado, pero esta la atrapó con sus brazos. Gruñó
cuando Celes la trajo contra sí para hundirle varios besos en la mejilla y la frente.
La Querubín protestaba entre bostezos, tratando de escapar de los mimos que
caían sin cesar.

—¡Mmmceles! Tengo que… ir a entrenar…

—¡Ve!, pero déjame tus mofletes que los voy a comer todo el día.

Perla se rascó el trasero, mirando el bosque por la ventana. Era un buen día, pero
la muchacha no estaba con el mejor de los humores. Finalmente, dio un impulso y
alargó el brazo para agarrar su túnica sobre una mesa. No obstante, la guardiana
la volvió a capturar. Celes reía, pero Perla tenía el ceño fruncido.

—¡Ya no tengo mofletes!

—¡Ah, gruñona! ¡Pues entonces ve a entrenar! —cayó otro beso ruidoso en la


mejilla—. Y recuerda decirle al Serafín lo que hablamos. O me enojaré.

—Hmm, ¿debo hacerlo? —refunfuñó—. Tampoco hay apuro. Déjame acicalarme


primero.

—¿Acicalarte? ¿Desde cuándo te importa acicalarte para ir a entrenar?

La muchacha enrojeció; se sentó sobre su guardiana y plegó las alas. “Desde que
entreno con Durandal”, pensó con una sonrisa bobalicona, poniéndose la túnica.
Desde que saliera de su habitación, atravesó las instalaciones de la reserva en
completo silencio y con el ceño siempre fruncido; ni siquiera devolvió ningún
saludo de los científicos mortales que, con sigilo, recogieron un par de plumas que
cayeron de sus alas. Tampoco cambió afuera, en presencia de los ángeles de
Durandal que poblaban el bosque. Estos se esforzaban en tratar a la muchacha
como a una más, pero muchos tenían muy vivos los recuerdos de aquella epifanía
en donde la pelirroja se mostraba como la destructora de los reinos celestiales,
asesinándolos a todos entre sangre y fuego, por lo que era natural que les costara
darle los buenos días con una sonrisa.

Se dirigió hasta el lago protegido por el frondoso bosque; era su sitio predilecto
para los entrenamientos porque le recordaba a la cala del Río Aqueronte; el clima
era agradable y la brisa también, pero parecía que nada le cambiaría el
semblante. Se sentó sobre una roca que sobresalía del agua y abrazó las rodillas.

El Serafín Durandal descendió frente a su alumna, con los brazos cruzados y el


rostro más severo que de costumbre. Perla lo notó, pero no quiso mirarlo a los
ojos por lo que desvió la mirada hacia otro lado; hacia un rincón del lago donde
Zadekiel y sus alumnas jugaban en el agua.

—Buenos días —saludó el Serafín.

—Bu-buenos días, maestro.

—¿Tienes algo que decirme?

La muchacha frunció los labios.

—Sí. He venido para ofrecer mis disculpas, maestro.

Durandal ladeó el rostro. La humildad no era precisamente una dote de la


Querubín. Además, no parecía haber ni un solo atisbo de sinceridad en sus
palabras. A Perla le gustaba decir que ya no era aquella niña altanera que creía
que los Campos Elíseos giraba a su alrededor, pero lo cierto es que la pequeña
consentida y orgullosa siempre salía a relucir cuando recibía regaños.

—Extiende las alas —ordenó él.

Perla se rascó la frente y por fin se atrevió a mirarlo a los ojos.

—No puedo, maestro.

—No puedes —repitió el Serafín—. Dime la razón.

—Porque tengo punzadas en las alas.


Y el Serafín ya lo sabía. Se veían especialmente gruesas; lucían hinchadas en las
puntas y, de hecho, Perla hacía lo posible por no moverlas. Eran dos rocas
talladas en su espalda.

—Dime la verdadera razón.

—Porque me excedí con las prácticas de ayer… —miró para otro lado, hacia un
grupo de ángeles intercambiándose espadazos a orillas del lago—. Porque no le
hice caso, maestro.

El Serafín no volvió a pronunciar palabra alguna y dejó que la Querubín siguiera


martirizándose en silencio. La sabiduría de Durandal era milenaria; conocía
perfectamente los límites del cuerpo angelical y ella nunca más osaría de
contradecir sus órdenes.

Subió sobre la roca y se situó detrás de ella; Perla giró la cabeza, pero él ordenó
que mirase hacia adelante. La muchacha gruñó cruzándose de brazos. El guerrero
se preguntó cómo había hecho su anterior maestro para soportarle esa actitud.
Pero, por más que deseara ser tan severo con ella como con sus estudiantes, no
podía evitar tratarla distinto.

Habían muerto los tres ángeles que más la adoraban y consentían: el Trono
Nelchael, el Serafín Rigel y su primer maestro, y Perla había sido testigo de las
pérdidas. Durandal sentía que debía hacer un esfuerzo en tratarla como ellos, en
su honor. Es lo que ellos hubieran deseado.

Se arrodilló y agarró con suavidad la punta del ala izquierda de la Querubín.

—¡Ah!

Perla dio un respingo y encorvó todos sus dedos; incontables puntos de colores se
agolparon frente a sus ojos. El hábil maestro meció los dedos bajo las plumas,
bajando suavemente y siguiendo con delicadeza todo el contorno del ala. Notó con
que las plumas estaban radiantes, alisadas e incluso percibió un aroma agradable.
La Querubín las cuidaba excesivamente bien.

De nuevo ese aroma intrigante invadió sus sentidos; el olor a hembra que, para
colmo, gemía y se retorcía de gusto ante sus caricias, todo un regalo para los
sentidos del Serafín. Por un momento abandonó las alas y la tomó de la cintura,
de tímidas curvas aún, pero hizo un esfuerzo postrero para volver al plumaje; ella
había aceptado ser su alumna y él debía rendir con creces esa confianza.

Por otro lado, la muchacha simplemente no podía armar una palabra con sentido.
Aquel masaje era una experiencia que rayaba entre el placer y el dolor;
abruptamente, su rostro había igualado el rojo de su cabellera.
—¡Ah, ah, ah!

—Recuerda que, para la próxima vez, cuando te ordene que descanses, debes
obedecer.

—¡Ah! ¡S-sí, maestro! ¡Ah!

—Dime algo —soltó el ala—. Cuando aprendas a volar, ¿qué pretendes hacer?

—Bu-bueno… Eso es privado, maestro… ¡Ah, ah, ah! ¡Curasán! ¡Quiero ir junto a
Curasán!

—¿Tu guardián? —ahora hundía sus dedos en el ala derecha—. ¿Entonces irás al
Inframundo? ¿Pretendes salvarlo porque no confías en él?

—¡Uf, dioses! —apretó los puños y levantó la mirada hacia el cielo—. No es eso.
Confío en él. Pero no quita el hecho de que esté preocupada por él. Habiendo
tantos buenos guerreros en la legión, ¿por qué le habéis elegido?

—No me lo preguntes a mí. Fue decisión de Irisiel.

—¿Irisiel…? ¡Ah, ah, ah! ¡Por los dioses!

—Escucha. Irisiel es una maestra de la arquería en todo sentido. Prefiere guardar


distancia y ser cautelosa antes de actuar. Fue por eso que prefirió enviar un
pequeño escuadrón para infiltrarse en el Inframundo: un flechazo certero y desde
la oscuridad. El sigilo es su plan para ganar la guerra contra el Segador sin
enfrentar ejércitos.

Soltó las alas y Perla cayó de espaldas, aunque su maestro la sujetó de los
hombros, lo que no impidió que la cabeza cayera hacia atrás. La joven abrió los
ojos. Durandal cortaba el sol, su rostro era oscuro, pero se percibía sus facciones
rectas y atractivas; sus ojos eran claros, brillantes y penetrantes; se clavaron en
los de ellas, humedecidos de la dolorosa experiencia. La Querubín sintió las
mejillas arder.

Se quedaron allí, mirándose.

—Ah… ¿Cu-cu-cuál es su maestro, plan?

Durandal enarcó una ceja.

—Si su plan falla, los espectros podrían invadir e iniciar una guerra como
respuesta. Necesitamos un plan de contingencia. Ejército contra ejército; espada
contra espada. No es misterio que me seduzca un enfrentamiento más cercano.
No hay gracia cuando no ves a los ojos de tu rival.

Perla oía, mas no escuchaba. Se remojó los labios en un acto reflejo.

El Serafín se levantó y meneó la cabeza. Era como si el cuerpo de la joven


hembra lanzase al aire un aroma que despertaba sus más bajos instintos; si
cualquier ángel supiera las ideas que le cruzaban la cabeza al Serafín,
probablemente se desmayaría. Perla le estaba resultando una auténtica fruta
prohibida; una tentación demasiado difícil de ignorar. “Tal vez”, pensó frotándose
el mentón, “Tal vez debería cederle la tutela a otro ángel”.

La Querubín suspiró volviendo a acomodarse sobre la roca. Quería que el ángel la


tocase más; gimió y se frotó los muslos para calmar el picor de su vientre. Probó
mover sus alas y, aunque dolían, al menos había recuperado su movilidad. Su
ceño fruncido había desaparecido.

El Serafín entró al lago hasta que el agua le llegó hasta las rodillas; era un intento
de calmarse. Se giró para verla. Señaló un punto frente a él y, para susto de la
muchacha, la espada de Durandal se materializó en el aire; era hermosa, brillaba
por sí sola y su empuñadura dorada, con aquellos gavilanes en forma de alas,
parecían refulgir del sol. Se hundió violentamente en el lago, clavándose en el
suelo de modo que solo su empuñadura destacaba sobre el agua.

—Descansarás las alas el día de hoy —dijo él—. Tocará hacer algo distinto.

El ángel extendió los dedos de la mano derecha y cientos de espadas se


materializaron en el aire, formando un círculo en cuyo centro se encontraban el
Serafín y la Querubín.

Antes de que Perla pudiese responder, todas cayeron rápidas como flechas,
hundiéndose tanto en el agua como en el suelo alrededor de la roca. La muchacha
se levantó y se giró boquiabierta para verlas todas. El conjunto lucía como la piel
de un gigantesco erizo. Ella sabía invocar su propia arma, y era buena en ello,
pero no sabía que era posible hacerlo con otras espadas.

Reconocía muchas de ellas. Aquella espada de hoja gruesa debía ser de Altair. La
de hoja fina y dentada debía ser de Ursae. Aquel mandoble con empuñadura
plateada era de Xi Cephei. Concluyó que Durandal podía invocar armas de otros
ángeles. Apretó los puños temblorosos; ¿tal vez le iba a enseñar aquella técnica?
¡Tenía que ser! Miró a su maestro con una sonrisa y le asintió.

—Es usted un ángel admirable, maestro.

Se preguntó qué otra habilidad le llegaría a enseñar. Alguna espectacular para


derrotar al Segador, sin dudas, concluyó emocionada.
—Mis ángeles te temen —dijo el Serafín—, por lo que es menester que vean que
eres uno de los nuestros. Pásales trapo y devuélveselas a sus dueños, uno por
uno.

La Querubín desencajó la mandíbula; durante varios segundos solo se oía el


murmullo del agua y unos lejanos cánticos de pájaros carboneros.

—¿Me has oído, ángel?

—¿Pa-pasarles trapo?

—Eso he dicho. Ellos intentan llevarse bien contigo a pesar de que eres el temido
ángel de las profecías. Que te conozcan realmente. Sonríeles si quieres, el gesto
de limpiarles sus armas es suficiente. Te lo agradecerán. Eres miembro de mi
legión, así que ellos deberán aceptarte como a una más.

Perla se frotó la frente para que no le viera el evidente gesto de desagrado. Pero,
¡cómo se atrevía!, pensó horrorizada. Ella no deseaba ser vista como una
Querubín ni como el ser superior de la angelología, pero tampoco deseaba ser la
sirvienta de nadie. No había practicado con la espada durante años solo para
terminar limpiándolas.

El Serafín salió del lago, elevando una mano como gesto de despedida. No estaba
seguro de cuánto tiempo más aguantaría ese acto de ángel duro y severo, pero al
menos había zafado de una más.

—Hazlo bien. Quiero que mi espada reluzca.

III.

El comandante Cunningham avanzaba dentro de un hangar de la base militar de


Valentía. Prendió un botón plateado de su saco militar, estilo gabardina, de color
negro con bordados grises. Había pasado tanto tiempo enfundado en armaduras
EXO que extrañaba la comodidad de los trajes, aunque los del Hemisferio Norte
eran particularmente oscuros e intimidantes. Debían imponer y transmitir la dureza
de Reykō.

A su paso entre los soldados, estos devolvían un enérgico saludo de visera.


Cunningham era un oficial respetado y querido. Con él, los soldados habían
entrenado en los montes en Salduvia durante meses. Hasta antes de la llegada de
los ángeles, el Ejército del Hemisferio Norte tenía como amenaza principal a los
temidos dragones, por lo que era natural que entrenasen con simuladores virtuales
en caso de que algún día los lagartos salieran del “cubil” en donde se habían
escondido.

La noticia ya había corrido como la pólvora en la estructura militar del Hemisferio


Norte. Los servicios de inteligencia habían recibido información de que el ejército
privado del Vaticano ya se había movilizado para pactar una alianza con los
temidos dragones. La misión se les volvió clara; no podían permitir que el poderío
bélico de los enemigos se incrementara exponencialmente. Había que
sabotearlos.

Cunningham y sus soldados eran la clave para ello. Para un mundo libre de
dogmas y culto a los Ingenieros.

Muchos soldados se quedaron pasmados al notar al ángel plateado caminando


tras el comandante. En la base los rumores corrían rápido y muchos sabían qué
hacía el ser celestial allí, solo que no esperaban verlo tan cerca. Era una mezcla
rara de miedo y respeto lo que sentían por el Dominio; miedo porque representaba
la raza que, trescientos años atrás, trajo el Apocalipsis. Pero también respeto
porque, lejos de mostrarse como un ser oscuro y violento, era pacífico, curioso
como un niño y, sobre todo, se había ganado la confianza de Reykō hasta el punto
que podía pasear con libertad.

Cunningham no se había percatado de su presencia y dio un respingo cuando se


giró.

—Pero, ¿qué mierda haces?

Deneb Kaitos sonrió.

—Te sigo, Cunningham. Me impresionas. Todos te conocen.

El joven hombre miró a un lado y otro, comprobando la reacción estupefacta de


sus subordinados. “Y encima el pajarraco me sonríe”, se lamentó pasándose la
mano por la cabellera. “Pensarán que es mi amigo, el cabrón este”.

—Donde yo vaya es asunto mío. Hazme un favor y no me sigas.

El ángel se encogió de hombros.

—Órdenes de nuestra señora.

—¿“Nuestra señ…”? ¿Ahora es tu señora también? —parpadeó incrédulo—.


Sígueme. Y a diez pasos de distancia.

El comandante dio largas zancadas hasta lo que parecía ser una estructura en
forma de domo dentro de las instalaciones. La compuerta se abrió a su paso. Era
un lugar tan oscuro que no se veía absolutamente nada. Solo resonaban sus
pasos en eco. Se guardó las manos en los bolsillos y levantó la mirada.

—Alba, Glasgow.

Cientos de estrellas iluminaron el techo y el sitio, abruptamente, se había


transformando en una ciudad destruida. Él estaba en medio de una avenida
abandonada y erosionada, en medio de una hilera de coches varados y oxidados;
una luna llena asomaba entre los edificios arruinados.

Cunningham apretó los labios. Era Alba, su nación. Al menos, una representación
holográfica lo suficientemente realista para que se sintiera conmocionado cada
vez que la veía. No había estado en ella desde que era un niño viviendo en los
poblados aledaños a las grandes y peligrosas ciudades. La destrucción y
desolación tras el Apocalipsis dejó como resultado un cubil en el que los dragones
se asentaron durante años.

Deneb Kaitos llegó hasta su lado visiblemente fascinado.

—¿Cómo puede caber una ciudad aquí?

Cunningham ahogó una risa. Los ángeles no entendían mucho de tecnología.


Pensó que, tal vez, si la humanidad tuviera sus dotes: inmortalidad, inmunidad e
incluso no sufrieran de hambre, ellos tampoco hubieran evolucionado
tecnológicamente al no existir necesidades que cubrir.

—Magia —respondió pateando una piedrecilla holográfica.

—Me impresiona. Aún así, podrían hacerlo más bonito.

—No. Así está bien. Que se vea lo que los dragones han hecho. Al igual que
vosotros, escribieron con fuego sobre nuestras tierras y esto nos motiva.

El ángel meneó la cabeza.

—Ya os lo he dicho. No fui yo ni los miembros de mi legión. Fueron los


Arcángeles. Fue una rebelión.

El hombre hizo un ademán.

—Esta es mi nación, Alba. Ahora mismo el programa te mostrará un dragón.

Tal como había predicho, un lagarto alado se levantó sobre sus patas en la azotea
de uno de los edificios cercanos y pareció fijar sus ojos rojos en Cunningham. Era
uno de escamas plateadas y, aún desde la distancia, se le notaban los gruesos
cuernos poblándole el cuerpo y la cabeza. Rugió tan fuerte que los cristales de los
coches reventaron en cientos de pedazos. Levantó vuelo y tomó rumbo hacia el
peculiar dúo.

Deneb Kaitos desenvainó su espada. Cunningham dio un respingo e intentó


calmar al ángel.

—No, espera. Guarda tu espada, esto es solo un simulad…

El ángel extendió las alas y agarró el brazo del comandante; dio un salto elevado
hacia uno de los coches, llevándoselo con él, y se ocultó tras el vehículo. Deneb
Kaitos echó un vistazo y notó que el dragón sobrevolaba cerca; lamentó no contar
con un arco y poder cazarlo con relativa facilidad, pero no tendría problemas en
encararse contra él y tratar de clavarle su espada entre los ojos.

—Nos vio —asintió el ángel, clavando la espada en el pavimento—. Mis alas te


protegerán en caso de que decida arrojarnos su aliento.

Levantó sus alas plateadas y con ella rodeó al despatarrado comandante.


Cunningham abrió la boca para regañarlo pero lentamente fue cerrándola; porque
por más de que el ángel no tenía idea de que el dragón fuera solo un holograma,
¿realmente pretendía cumplir la misión de salvarlo? Era, definitivamente,
inesperado para él.

No obstante, notando lo ridículo de aquella situación, se acomodó sentándose en


el suelo y hundió las manos en su rostro.

—Nada aquí es real, ¡condenado pajarraco! Es un simulador.

—Simulador —repitió sin entender, echando otro vistazo hacia el dragón.

—Te he traído aquí para que entiendas una cosa —se apartó de las alas y se
levantó, sacudiéndose—. Mis hombres y yo hemos entrenado durante años,
hemos estudiado sus movimientos, sabemos en qué son fuertes y cómo atacarlos.
La humanidad los ha sufrido durante trescientos años, sabemos a qué nos
enfrentamos. No sé qué es lo que te ha dicho Reykō, pero tú solo estás aquí para
guiar a mi escuadrón. No necesito de tu compañía ni de tu protección.

El dragón sobrevoló sobre ellos y arrojó un aliento de fuego azulado que se


desperdigó sobre el suelo y los coches cercanos. Deneb Kaitos se inclinó y tocó
las llamas frente a él para comprobar que nada era real. Así que aquello solo era
una muestra más de aquella inocente “magia” del que le había comentado el
comandante.

Se repuso recuperando su espada.

—Me debo a vuestra señora, Cunningham. Es su orden y me temo que estaré


pegado a ti.

—“Pegado a…”. No vuelvas a decir algo como eso —susurró—. No frente a mis
hombres.

—¿Por qué no? En la cama parecías estar cómodo con la idea.

Cunningham enrojeció de furia.

—¡No menciones, maldito plumero, nada de lo que sucedió allí!

Se alejó dando presurosas zancadas. Deneb Kaitos esperó un tiempo prudencial


antes de seguir su estela.

IV.

La luna llena plateaba el lago de la reserva china de una manera casi mágica; era
como una pintura llena de vida que cabrilleaba con tanta intensidad que el ángel
más severo de la legión no tuvo más opción que detener su caminata y
conmoverse ante la belleza. Durandal decidió quitarse las botas y meter los pies
en el agua para relajarse.

Detrás, más allá del tupido y oscuro bosque, oía a sus alumnos charlando o
estallando a carcajadas en los alrededores de cientos de fogatas, mezclándose
todo con unos cánticos angelicales. Parecía una buena noche, pero él deseaba
estar solo.

Tiró de una pluma rebelde en su ala izquierda y la sostuvo entre sus dedos; en
verdad que la libertad que había anhelado durante tanto tiempo ofrecía un sabor
agridulce. Por fin había escapado de aquella “jaula” llamada Campos Elíseos y
que los dioses, donde fuera que estuvieran, ya no dictaban su destino. Era un
ángel libre, aunque no podía compartir su triunfo con aquella hembra que, milenios
atrás, escribió a vivo fuego en su corazón. Bellatrix era la única razón de toda su
cruzada para abandonar el reino de los ángeles.

“Me faltas tú”, pensó el guerrero. Soltó la pluma para que flotase perezosa. “O, tal
vez, simplemente debería dejarte ir de una vez. Aprender a olvidar”.

Perla lo sorprendió cuando llegó al lugar, riendo y chapoteando el agua con los
pies, manos en la espalda, ocultándole algo. Le dio un largo soplo a la pluma para
que se agitara en el aire. La muchacha estaba de buen humor.

—¡Maestro! —dijo mirándolo—. He terminado de devolver las espadas.


—Se te ve animada. Pero falta la mía.

—Desde luego —y se la ofreció sosteniendo la hoja sobre las manos,


reverenciando—. He dejado la más bonita para el final.

Durandal alargó el brazo y recuperó su arma. La ladeó; la hoja no parecía


especialmente limpia; aún tenía rastros de arena en la punta. Cerró los ojos y
tragó una bocanada de aire; realmente la muchacha no había puesto el más
mínimo empeño. Pero, en realidad, no era la limpieza de su espada lo importante.

—¿Cómo se portaron tus compañeros?

Perla frunció el ceño, chapoteando el agua.

—Xi Cephei es un malagradecido. Me dijo que no podía verse su propio reflejo en


la hoja, que aún estaba sucia.

—Estuve cerca. Le respondiste: “Si no te puedes ver en el reflejo, entonces te hice


un favor”.

Perla rio entre dientes y asintió. De hecho, en aquel momento, los guerreros a su
alrededor habían estallado a carcajadas. Durandal lo dio por bueno porque el
objetivo era que su legión la aceptase. Era consentida, gruñona y respondona en
el peor de los casos, pero no un ángel destructor. Podía percibir la tranquilidad en
su legión; risas y diálogos distendidos en la distancia; al fin ella parecía ser uno de
los suyos.

—¿Cómo están tus alas?

—Mucho mejor, maestro —dijo la muchacha, agarrando una de sus alas para
alisar el plumaje—. ¿Es verdad lo que me han dicho? ¿Desobedeceréis la orden
de Ámbar e iréis en búsqueda de los dragones?

Durandal enfundó la espada en su vaina.

—Me temo que sí. Pólux envía informes desde el Inframundo y ha confirmado
nuestras sospechas. Los espectros son hostiles y cuentan con un ejército de
millones. Necesitamos a esos dragones de nuestro lado o la guerra será muy
corta.

Perla tragó saliva.

—Permítame acompañarlo, maestro.

—No —fue rápido y tajante—. Tú aún no sabes volar, así que, si hay problemas,
no podré velar por ti.

La Querubín agachó la mirada, apretando el ala con fuerza. Como si necesitase


que alguien velase por ella, pensó ofendida. La muchacha se pensaba como una
guerrera hecha y derecha. Iba a insistir, pero su maestro se adelantó.

—Y si te lo permitiera, me caería una reprimenda de parte de tu guardiana y tu


maestra de cánticos, ¿para qué negarlo? No existe ángel que soporte los regaños
de Celes y Zadekiel. Lo peor de todo es que esas hembras pasan por encima de
mi autoridad. Siento las alas pesadas solo de imaginarlas sobre mí.

Perla rio triste. Era verdad. No le gustaba, pero era demasiado sobreprotegida
porque para muchos ella aún era la Querubín. Para muchos aún era una niña y así
la trataban. Luego se giró y miró la enorme luna llena recortada por una nube;
recordó aquella lejana noche que huyó de los Campos Elíseos.

—Maestro —dijo la muchacha—. Celes me dijo que, la noche que escapé, tú


volaste hacia ella y Curasán, con tu espada empuñada. Ella pensaba que los ibas
a ejecutar… —se giró para verlo a los ojos—. Maestro, te detuviste y no les hiciste
daño.

Durandal se cruzó de brazos; era un tema peliagudo que él no quería profundizar.


En aquella noche estaba tan desesperado por la huida de la Querubín que, como
castigo inmediato, pretendía despachar a sus guardianes. ¿Pero quién iba a
esperar que estos fueran amantes? Cuando vio cómo estos se tomaban de la
mano delante de la Luna, el Serafín recordó su propio romance clandestino… y se
detuvo en el aire, conmocionado ante lo que entonces veía.

—¿Tú lo sabías? —preguntó Durandal—. ¿Sabías que tus guardianes eran


amantes?

Perla se encogió mirando para un lado y otro. Iba a decir que no, pero empezó a
trastabillar frases sin sentido y sus alas daban respingos involuntarios. En verdad
que la Querubín no sabía cómo confrontar el hecho de que ella sabía el infame
secreto. Durandal no pudo evitar ahogar una risa; esa muchacha era tan torpe
como lo fue su amada.

—Calma. El romance está prohibido por los dioses, sí. Pero tus guardianes se
ganaron mi respeto con ese acto de rebeldía.

—¡Ah! ¿Así que era eso…? —se alivió abruptamente y recogió un mechón de la
frente, qué diferente era el Durandal que ahora descubría, lejos del ángel severo
que creyó conocer una vez—. ¡Yo…! ¡Ah! Maestro, y pensar que cuando yo era
niña te odiaba más que a nada en el mundo.
El Serafín la miró divertido.

—Está bien. Todos cometemos errores.

—¡Nada de errores! Tenía motivos para odiarte. Recuerdo perfectamente el día


que te conocí. Era una tarde cuando escapé de la biblioteca. Pólux había ido en
búsqueda de un libro y aproveché para subir por las estanterías y salir por la
ventana… —se rascó la frente y rio—. No esperaba que el techo fuera tan
empinado…

—Lo recuerdo. Eras una pequeña revoltosa. Cuando te atrapé en el aire, me


dijiste que no se lo dijera a nadie, que era una orden directa. Que eras la
Querubín, mi superior.

Perla, brazos en jarra, achinó los ojos.

—Así que fuiste y me tiraste a la fuente de agua más cercana.

—Tu primer baño de humildad —asintió el Serafín—. ¿Qué? ¿Aún estás moles…?

La Querubín enganchó un pie contra el de su maestro, tirándolo de las manos


para hacerlo caer de bruces en el lago. Durandal cayó despatarrado e incluso
tragó agua al estamparse; no era un lugar muy profundo e intentó reponerse, pero
se vio atacado por chapoteadas de agua que la muchacha le arrojaba entre risas.

—¡Revancha! ¡Justicia!

El Serafín se sentó allí, acomodándose y recibiendo los embates con el agua


llegándole hasta el pecho. Echó un vistazo en derredor; sería una vergüenza que
algunos de sus alumnos lo pillaran con la guardia baja. Luego, simplemente, se
destensó y, pasándose la mano por la cabellera, rio por primera vez en mucho
tiempo. Eso era lo que necesitaba para celebrar su libertad, se dijo, disfrutar y reír
como los demás.

—Debí haber supuesto que algún día te vengarías.

Elevó la mano para que ella lo ayudase a levantar, aunque aprovechó la cortesía
para tirar de ella y hacerla caer sobre él. Perla chilló; el agua era fría y además
una mano se apoyó en el vientre del espadachín para luego resbalar hasta su
entrepierna. Cómo no enrojecerse y marearse al tocar más de la cuenta; intentó
reponerse, pero solo resbalaba más y más entre chillidos.

Luego la risa del varón y los grititos de la muchacha se diluyeron; ambos quedaron
allí, mirándose. Los ojos de Perla brillaban como estrellas y sus senos destacaban
especialmente, apretujados por la túnica mojada que revelaba las formas de las
areolas. El ángel deseaba tomarla de la barbilla y probar sus labios; ya no le
quedaban fuerzas para resistir.

—Déjame acompañarte, Durandal.

Perla se arrimó sobre su maestro, frotándose sobre él en un gesto descarado de


pulsión, sosteniéndose de sus hombros. Quería que él supiese que ya no era una
niña. Y que luego de los entrenamientos no era necesariamente su alumna.
Deseaba que le sintiese los senos, el cuerpo, y supiera que era toda una hembra.

El agua entre los ángeles estaba agitada.

—No —insistió él—. Si fuiste importante para el Trono o para Rigel, lo eres para
mí. Si te sucediese algo, no me lo perdonaría.

Las puntas de las alas de Perla se doblaron. La muchacha ladeó el rostro, entre
decepcionada por no conseguir el permiso y halagada por escuchar tales palabras
del ángel que ella admiraba. Pero era terca. Volvió a mirarlo lista para protestar,
solo que no se esperó que Durandal la tomase de la cintura y la trajese contra él.
La hembra gimió como respuesta, pero algo dentro la empujó a acercar sus labios
para facilitar un beso.

Hubo un encontronazo entre las narices de ambos.

Rieron entre dientes, alejándose solo unos centímetros. Durandal intentó volver al
asalto, pero se sorprendió cuando la Querubín enredó los dedos en su cabellera;
la fémina humedeció sus finos labios y lo guio para que probara de ella. Fue una
unión torpe, propia de una primeriza y alguien que no había besado a otra desde
hacía, literalmente, más de diez mil años.

Se sentía casi cómo los dioses, donde fuera que estuvieran, se lamentasen de
aquel acto prohibido. Y a ambos ángeles les encantaba. No lo decían, pero el
beso, que seguía y seguía, era suficiente. Estaban haciendo posible lo imposible.

Las manos del varón palparon las tímidas curvas de la hembra con extrema
suavidad, sobre la túnica mojada, para luego recorrer las redondeces del trasero,
estas más definidas. La tocaba como si no quisiera causarle el más mínimo
rasguño. Perla torcía las alas en respuesta a ese picor intrigante que sentía en la
entrepierna, luego se restregaba con fruición y ni qué decir cuando sintió por
primera vez la dureza del guerrero sobre la tela de la túnica, clara señal de que
había logrado provocarlo.

Entonces se sintió más hembra.

Se volvieron a alejar para mirarse ambos, entre asustados y deseosos de más.


¿Tal vez algún rayo caería del cielo para separarlos? Nada de eso. Al final, todo el
nerviosismo se disipó con sendas sonrisas de complicidad; la sensación de culpa,
la prohibición de los dioses, los remordimientos, los “qué dirán”. El solo besarse se
sentía demasiado bien como para pensar en consecuencias.

Perla dio un respingo cuando se vio completamente abrazada por las seis alas del
Serafín; su cabeza dio vueltas y vueltas cuando el varón se inclinó para dar un
mordisco al cuello. Gimió del gusto y el Serafín se envalentonó. Las manos del
guerrero ladearon los tirantes de la túnica para que los pechos tímidos de la
muchacha se le revelasen, con esos pequeños pezones rosados pero erguidos
orgullosos. La joven pegó las manos abiertas en el pecho de él, arañándolo en
respuesta y alejándolo unos centímetros.

—Durandal —susurró.

El guerrero no se detuvo, excitado como estaba, y remangó la parte inferior de la


túnica de Perla, hasta la cintura, pero esta dio un respingo al sentir la erección de
un varón, ahora sin túnicas de por medio, restregándose y palpitando sobre su
vientre; sintió su propio sexo contraerse deliciosamente, anhelante de recibir y
cobijarlo, pero pensar que aquello entraría y saldría de ella la aterró tanto que lo
arañó con fuerza.

—¡Ah! ¡Duran…! Durandal…

—¿Qué sucede?

La muchacha no respondió, pero se la notaba claramente asustada; tenía los ojos


abiertos como platos y sus finos dedos, sobre el pecho firme del varón, temblaban.
El Serafín rio, librando la presión de sus seis alas. Su instinto era demasiado
fuerte, más que el de la joven hembra, por lo que debía hacer un esfuerzo por
contenerse. La estaba asustando.

“Y pensar que eres Destructo”.

—Lo siento —la peinó con los dedos—. Iremos despacio.

Ella asintió volviendo a inclinarse para degustar de sus labios. Era lo que más le
estaba gustando de todo y sentía que no se cansaría de hacerlo.

Sobre una rama gruesa de un árbol perdido en la oscuridad de la noche, la


guardiana de Perla y la maestra de cánticos observaban, una con la mandíbula
desencajada y la otra con una sonrisa bobalicona en su rostro. Celes estaba
furiosa, ¡un ángel milenario pervirtiendo a su preciada niña! Hacía rato que intentó
abalanzarse sobre ellos, pero Zadekiel ya le había detenido en todas las
ocasiones, rogándole que respetara la intimidad de los amantes.

—A ver si logro entenderlo —medió Zadekiel—. ¿Quieres negar a tu protegida lo


mismo que tú disfrutas con Curasán?

—No es, ¡ni por asomo!, lo mismo.

—¡No te enojes! No sabía lo tuyo con Curasán. Lo que tenéis es algo especial. La
unión entre ángeles es una potestad natural que nos fue arrebatada por los
dioses. Para ellos, solo éramos sus herramientas. Creyeron que arrancaron
nuestros deseos cuando nos crearon, pero no es así. Solo los escondieron.
Algunos los hemos encontrado.

Celes la miró con una clara interrogante.

—¿“Los hemos”? ¿Tú también?

La maestra se abrazó juguetona, mirando la luna y ronroneando una canción.

—¡Ah! Sí, yo también. Aunque mi pareja ya no está, siempre recuerdo su cariño.


Por eso, atesora lo tuyo con Curasán. Y deja que tu protegida lo descubra con
Durandal. Creo que no encontrará mejor varón en toda la legión.

—¿De quién hablas? ¿Con quién estuviste?

Zadekiel cerró los ojos.

—Él libró una guerra contra los dioses, no por celos de sus poderes, sino por la
libertad y el amor que hoy disfrutamos —y mordiéndose los labios, sonrió mientras
Celes desencajaba la mandíbula—. Aún lo siento, ¿sabes? En las noches de luna
llena. Lo siento en mis labios. Lo siento dibujando figuras en mi vientre. Siento la
hierba que picaba cuando hacíamos el amor en los prados de los Campos Elíseos.

—¡Ah! Pero, ¿qué cosas dices? ¿Lucifer?

—Ajá. Pero, a diferencia de él, no me interesaban las rebeliones. No lo apoyé en


su cruzada y eso fue un error que no volveré a cometer. Por eso he decidido que
ayudaré a Durandal en esta guerra contra el Segador. No sé mucho de espadas,
pero sí sé cómo podría ayudar… Vale la pena, ¿no lo crees? Librarse de estas
cadenas que una vez los dioses quisieron echarnos. Las mismas cadenas que el
Segador pretende controlar.

Celes dio un respingo cuando Perla, a lo lejos, chilló entre risas. Los amantes se
resbalaron en el agua. La guardiana encogió sus alas y, finalmente, se relajó.
Demasiada información que asimilar, pensó. No quería aceptar de buenas a
primeras lo que Zadekiel había sugerido, que Durandal parecía ser un buen
partido para la Querubín.

—Me parece un objetivo noble. Yo también me uniré a esta guerra, algo sé hacer
con el arco —asintió Celes, invocándolo en su mano—. Por ejemplo, ahora mismo
practicaré mi puntería apuntado las alas del Serafín.

Zadekiel rio pensando que Celes bromeaba. Se asustó cuando la guardiana se


puso de pie sobre la rama, arco en ristre. Se hizo con una flecha y tensó la cuerda
hasta la oreja. Celes acababa de asumir el hecho de que Perla podría tener una
pareja, simplemente no permitiría que ninguno de los dos se propasara en lo que
parecía ser una primera noche.

Era su niña y lo sería hasta el fin de los tiempos. La saeta silbó cortando el aire,
presta a interrumpir la noche.

V.

La lluvia no había mermado de intensidad desde que anocheciera en la capital del


Hemisferio Norte. Reykō, vestida con un vestido negro largo y elegante, salió a un
alto balcón exterior para comprobar por sí misma a su ejército formando en el
campo abierto de la base militar. Eran largas filas de soldados que se extendían
hasta el horizonte, repartidas en perfecto orden. Para los que no podían estar
cerca de ella, se desplegaban carteles holográficos en el aire y así le llegase el
discurso que tenía preparado. Cunningham, a su derecha en el balcón, le acercó
una sombrilla, pero ella apartó la cortesía con un gesto de manos. Si sus hombres
estaban allí, esperándola a la intemperie, qué menos que mojarse.

Muchos hombres de las primeras filas ya habían notado algo extraño a la


izquierda de la mujer y se confirmó cuando la transmisión inició en las pantallas: el
ángel plateado se encontraba con ella. Surgieron murmullos, pero todo se
extinguió cuando la mujer levantó la mano.

—¡Mitos, supersticiones, credo, fe! ¡El dogma ha sido desde tiempos inmemoriales
la raíz de los conflictos entre los hombres! ¡Incluso en esta época convulsa, las
naciones reinadas por dogmas pretenden llevarnos a una nueva destrucción!
¡Pero vosotros marcharéis por el mundo libre, marcharéis por los caídos y
marcharéis por los que vendrán!

Los soldados se golpearon el pecho al unísono, con fuerza.

—¡La nación de China ha acogido en su seno a los ángeles y se niegan a


entregarlos! ¡Se niegan a compartir cualquier descubrimiento que pudiera
favorecernos como raza! ¡Desde ese momento, su hermetismo los convierte en
traidores de los intereses de la humanidad! ¡Como si no les bastase este robo,
ahora pretenden aliarse con aquellos que han hecho y desecho nuestra historia
con fuego y cenizas!

El cielo tronó; un relámpago atravesó una de las pantallas holográficas y más de


uno tragó saliva pensando en alguna suerte de mal presagio. Pero Reykō era una
excelente oradora; sabía motivar el corazón de sus hombres con sus palabras
cargadas de valentía.

—¡Hijos e hijas del Norte! ¡Marchad y eliminad para siempre el dogma! ¡Borrad las
amenazas de este mundo para los hombres de buena voluntad! ¡Rugid, mis
soldados! ¡Serán nuestros pechos las murallas con las que detendremos a los
hombres poseídos por la religión!

Volvieron a golpear sus pechos y bramaron el grito de guerra norteño.

—¡Nuestros pechos las murallas!

—¡Escuadrón de élite, “Caza Dragones”, al frente!

Mil soldados se adelantaron sobre la línea. Era el escuadrón que, con la


tecnología de punta de su lado, exterminarían a la amenaza dragontina. El grueso
del ejército se prepararía para una inminente invasión a China con el objetivo de
aplastar la última resistencia dogmática en el mundo civilizado, pero no se
movilizarían hasta que los “Caza Dragones” cumplieran su cometido.

Cunningham tomó el lugar en el balcón y los gritos de euforia aumentaron de


intensidad. Él sería el hombre que los comandaría en la misión histórica. Deneb
Kaitos se mostró maravillado al ver de lo que era capaz de transmitir el mortal con
solo estar de pie, allí frente a sus soldados. En su porte confianzuda parecía tener
un aura que solo había visto algo en los Arcángeles o los Serafines, capaz de
conmoverlo hasta a él.

—¡Caza Dragones, el Norte no olvida! —se golpeó el pecho—. ¡Me honraréis con
vuestra compañía! ¡Que los dragones y esos bastardos del Vaticano nos oigan
rugir en un ataque sorpresa e inmisericorde! ¡Marcharemos como uno solo para
aplastar sus sueños pérfidos y convertirlos en pesadillas, y juntos arrojaremos sus
cadáveres sobre sus ridículas mezquitas!

El bullicio se había desatado; ¡qué palabras tan feroces, qué ardor! Era tanto el
entusiasmo desatado que hasta Reykō se vio impresionada. Ante ella sus
soldados mostraban pasión, pero dentro de un contexto de orden; ante Albion todo
se desbordaba porque su discurso era feroz, sanguinario. Sus ojos parecían
destellar fuego que hacía que todos allí levantasen sus rifles al aire y rugiesen una
y otra vez el grito de guerra.

Deneb Kaitos echó un vistazo a los eufóricos soldados y dobló las puntas de sus
alas; el intenso sentimiento de algarabía flotaba en el aire y parecía que era capaz
de hervir la lluvia. Incluso la sensación lo contagiaba hasta a él. Por un momento,
también deseó golpearse el pecho y gritar un potente “¡Nuestros pechos las
murallas!”. Se volvió a fijar en Cunningham; qué afortunado fue de haber
compartido hasta la cama con él, pensó.

—¡Y cuando nuestro último aliento rasgue sus pulmones, ellos sabrán que este
mundo nos pertenece! ¡Esta historia la escribieron con fuego, pero nosotros la
terminaremos con su sangre! ¡Reclamemos nuestro mundo, hermanos!

El bullicio era intenso; ¡tanto fervor, tanto entusiasmo!; pronto el nombre del
comandante era festejado entre bramidos. “¡Albion, Albion, Albion!”. Pero a él no le
interesaba ese tipo de tributos; se giró hacia Reykō y reverenció.

—Volveremos, mi señora. Traeré el cráneo de Leviatán para decorar la cabecera


de vuestra cama.

La mujer deseaba besarlo porque con él había redescubierto un lado romántico y


su enérgico discurso la había excitado, pero toda la milicia observaba. Por un
momento, pensó en hacerlo, al cuerno con los “qué dirán” o las consecuencias,
pensó, pero finalmente se limitó a los protocolos, tomándolo del hombro.

—También es tu cama, querido, como lo soy yo —susurró—. Cuida del ángel y él


cuidará de ti, Albion.

—Con todo respeto, no necesito de un ángel de la guarda. Es un rastreador y


servirá nada más que como un rastreador, mi señora.

—Querido, en tu terquedad hay un encanto… —se remojó los labios, pero ladeó el
rostro—. Esperaré tu vuelta. Hazme sentir más orgullosa de lo que ya estoy.

El joven comandante hizo una última reverencia a la adorada figura. Luego se giró
para ver a Deneb Kaitos, quien se había sentado sobre la baranda del balcón para
contemplar al eufórico ejército. El ángel lamentó que tantos grandes hombres se
vieran desperdiciados; estaba convencido de que la cacería de dragones sería un
absoluto fracaso, pero guiarlos hasta Leviatán era la orden que debía cumplir.

—Es hora, pájaro. Acompáñame en uno de los helicópteros.

Deneb Kaitos agitó sus alas, señal de que no necesitaba transporte, pero el
comandante meneó la cabeza.

—Nada de eso, genio. Si vuelas sobre cualquier ciudad encenderás todas las
alarmas.

—Entendido. Fue un discurso estupendo, Cunningham.

El hombre se acercó a él y se apoyó de la baranda para perder la mirada en el


ejército. En el fondo, también temía, solo que era bueno enmascarándose tras una
pose segura que contagiaba de valor a los demás. Había entrenado por años, era
cierto, pero nunca tuvo, ni él ni sus hombres, una batalla real contra un dragón. Ya
ni decir cientos.

—No me malinterpretes —dijo Albion—. No podría importarme menos todo lo que


tú pienses. Pero, ya que conociste a los dragones, ¿qué opinas?

Deneb Kaitos sabía que la respuesta no le agradaría, pero él era un ángel sincero
y directo. Lo miró, aunque el mortal solo tenía ojos para los emocionados soldados
que bramaban.

—Hagáis lo que hagáis, la historia seguirá escribiéndose con fuego.

Cunningham chasqueó los labios. Pretendió retirarse, aunque el ángel no había


terminado.

—Pero tú me haces pensar que lo imposible es posible.

Continuará.

Destructo III Al infierno por la compañía

Séptimo capítulo. Una persecución mongola por las tierras de


Transoxiana ponía en peligro las vidas que resguardaba el escolta ruso. Y
en el Inframundo, un rugido estremecedor sacudió la ciudad de Flegetonte

He escrito una guía de personajes de Destructo III para quien le interese (Link).

I. Año 1368

El viento ululaba entre los jinetes de la extensa fila del ejército mongol, levantando
una fina niebla de arena que obligaba a los hombres escupir constantemente.
Avanzaban con pesadumbre, asados bajo el sol y cansados; desde la altura todo
el ejército lucía como una gigantesca serpiente oscura que se deslizaba
lentamente por el desierto persa.

Al frente, el Orlok Kadan, harto de las moscas que lo atormentaban, montaba con
el ceño fruncido; tanto él como sus soldados estaban más bien acostumbrados a
las frías estepas rusas y, además, el sol sobre sus cabezas parecía provenir del
ardiente infierno del que le solían hablar los cristianos.

El Orlok deseaba fervientemente ser parte de los preparativos para aplacar la


insurrección de los rusos en Moscú, pero él había perdido su oportunidad al
fracasar en su intento de someter el reino de Nóvgorod. A su vuelta, el Kan de la
Horda de Oro le ofreció otros diez mil soldados, pero su nueva misión le parecía
más bien un castigo debido a la humillante derrota: ahora, debía cruzar medio
mundo para sosegar la rebelión en el reino de Xin.

Levantó la mano para detener la cabalgaba. Detrás, sus hombres se detuvieron


viéndolo desmontar desganadamente. Se fijó en el suelo y miró al beduino que,
tumbado y atado de manos a la grupa de su montura, parecía más bien un
cadáver. Su túnica estaba hecha jirones, revelando las raspaduras sangrientas en
su cuerpo. El Orlok sonrió cuando lo vio respirar débilmente.

Se inclinó hacia él.

—Me sorprendes. Creía que ya estarías muerto.

El beduino lo miró con los ojos entornados, cansados, e intentó responder algo,
incluso un simple gimoteo, pero le dolía hasta respirar. El Orlok lo comprendió y le
mostró un odre. Lo agitó, dejando saltar gotas de agua que al beduino le parecían,
en ese momento, más valiosas que el oro.

—Vuelve a exigirme monedas por información —amenazó el Orlok—. Y viajarás


así hasta que el sol se ponga.

Yusuf intentó tragar saliva, pero era imposible. Cuán arrepentido estaba de haber
intentado negociar con ese salvaje mariscal mongol. Cuando lo vio acampar con
su ejército, en las afueras de Bujará, pensó que se haría rico vendiéndole la
información que poseía. Aspiró aire y aunó fuerzas para rogarle por su vida.

—Os lo diré todo… ¡Os lo diré todo!

—Bien. Habla sobre el ruso.

—¡Sí…! ¡Sí! ¡El ruso! Es custodio de dos hombres del reino de Koryo. Planean
atravesar el “Techo del Mundo” para entrar a Xin. Solo es posible yendo por Kabul,
si queréis capturarlos, debéis ir allí. Es todo lo que sé, por el Honorable.

El Orlok asintió. Iba a enviar un escuadrón de diez jinetes para encargarse de él.
Su Kan lo aprobaría si volviera con la cabeza de un guerrero ruso atada a la grupa
de su caballo. Su misión no era despachar un simple soldado, por más placentero
que le pareciera la idea.

—¿Cómo es él?

—De barba y cabellera dorada, mi señor… ¡Ah! Viene del reino de Nóvgorod. ¡Mi-
jaíl! ¡Responde al nombre de Mi-jaíl! Es todo lo que sé, por favor, perdóneme la
vida…

El mongol sintió un ligero mareo y casi cayó al oírlo. Apretó los puños hasta el
punto de casi reventar el odre.

—¿Mi-jaíl?

Se repuso abruptamente, fijándose en uno de sus generales que los observaba


desde su montura. También se removió inquieto al oír ese nombre; ambos habían
estado durante la batalla en Nóvgorod, sobre el congelado Río Volga. Cómo
olvidar ese nombre que los rusos corearon aquella noche nada más terminada la
contienda.

—Mi señor —dijo el escéptico general—. Un ruso de cabellera dorada y de


nombre Mijaíl. Sé lo que piensa, pero debo decirle que eso es la mitad de Rusia.

—Puede. Pero es de Nóvgorod.

—¿Cuáles son las probabilidades de que sea él? Mi señor, con todo respeto, la
batalla de Nóvgorod ya se ha robado demasiadas noches. Dejémoslo ir de una
vez. Miremos hacia el reino de Xin.

El Orlok escupió al suelo. Aún tenía viva la experiencia de volver derrotado, de


caminar a través de las gers mongolas aguantando las miradas e insultos de su
pueblo. Desenvainó su sable y apuntó al aterrorizado beduino.

—Sencillo decirlo. La culpa de aquella derrota recayó completa sobre mí. Hasta
hoy día me preguntaba por qué el Dios Tengri decidió dejarme con vida. La
respuesta la tengo aquí.

—Puedo comprenderlo, Orlok, pero no podemos poner a cabalgar a diez mil


hombres hasta Kabul solo para cazar a un ruso.

—No es necesario que sigáis mi ritmo. Montad un campamento. Para cuando


lleguéis a Kabul, ya tendré su cabeza atada a la grupa de mi caballo.

El general se rascó la frente, incómodo. ¿Cómo iba a permitir que el hombre de


mayor rango de su ejército les abandonara? Pero no tuvo más opción que asentir
a la idea; no era plan de contrariarle a un hombre como él.

—Ve, Orlok. Si no sé nada de ti al llegar a Kabul, asumiré el mando del ejército.

Con renovadas fuerzas, el mongol lanzó el odre al beduino.

—Bebe. Te lo has ganado. Que el chamán le cure las heridas. Dadle un buen
caballo, lo va a necesitar.

—¡A… Alabado sea Alá!

Yusuf se lanzó sobre el odre con las manos temblorosas. Dolía solo moverse.
¡Pensar que estaba convencido de que esos salvajes de la Horda de Oro lo
matarían! De rodillas, bebió y bebió sin percatarse de que la gigantesca sombra
del mariscal mongol se agrandaba sobre él. El beduino se sintió sobrecogido
cuando percibió su fiera mirada; el Orlok era un hombre intimidante.

—Guíame hasta Kabul, beduino. Reza a tu dios para que el ruso esté allí.

II. Año 2.332

Los dos soles del Inframundo parecían tocarse en el horizonte, una peculiaridad
de su órbita, arrojando su distintivo brillo sobre el desierto de Flegetonte. La
aparente quietud fue poco a poco diluyéndose a cambio de incontables rugidos
que parecían aproximarse; Pólux salió de la cueva donde se había escondido y
echó una mirada hacia la planicie; se estremeció al ver a ese innumerable ejército
de espectros, una mancha negruzca debido a la distancia, que se dispersaba para
todas las direcciones. Se desplegaban por el desierto rojo como hormigas
enloquecidas, destrozando todas las pirámides de huesos que encontraran a su
paso. Y, en cielo, otros miles surcaban como murciélagos enrabiados.

Volvió adentro y se sentó sobre una roca frente a Curasán, quien seguía cabizbajo
y absorto tras todo lo vivido; al joven ángel le costaba digerir la dura realidad de
que su compañero Próxima podría estar muerto. Pólux estaba cansado de intentar
hacerlo espabilar, por lo que buscó una flecha dorada guardada en su fajín y se la
arrojó hacia las botas.

Curasán vio la flecha repiquetear a sus pies. Era aquella con la que Próxima
sesgó la vida de un espectro.

—Puede que Próxima esté muerto —dijo la Potestad—. Eso no significa que
nuestra misión haya terminado. Aún tengo que cumplir la mía. ¿Me ayudarás o
todavía necesitas tiempo?

El joven ángel miró las palmas de sus manos y luego las cerró con fuerza.
—¿Son ellos los que están berreando allá afuera? No te imaginas cuánto los odio.

Pólux elevó la mano e invocó uno de sus libros. Eligió una hoja en blanco y
procedió a escribir.

—Puedo comprenderte, pero trata de no cometer ninguna locura. Sigue siendo


una misión de infiltración.

—¿Qué haces? ¿Es otro informe para las Potestades?

Meneó la cabeza.

—Es una carta para Próxima. Lo más lógico es pedirle que vuelva a los Campos
Elíseos. Podrían curarle la espalda y recuperarse allí… Su misión de infiltrarse en
Flegetonte y asesinar al Segador es imposible, dada las condiciones.

—¿Esperas que esté vivo?

—Es una esperanza que tengo. ¿No éramos acaso los “Ángeles de la Luz”?

Curasán asintió.

—Tienes razón… Lo somos. ¡Tienes razón!

—Música para mis oídos.

—Pero… ¿Por qué pedirle que vuelva? Ya lo has visto con tus propios ojos. Es el
mejor arquero del reino. No puedes pedirle que lo deje todo atrás.

Pólux enarcó una ceja.

—A riesgo de que te me decaigas por otro par de horas, debo recordarte que
Próxima ha perdido sus alas.

—¡Dioses! ¿Y crees que te hará caso? Ahora mismo, volver a los Campos Elíseos
sería una derrota y una vergüenza para él.

—Me causa sonrojo vuestro ridículo ego de guerreros. Si es inteligente sabrá qué
le conviene. Le diremos que continuaremos nuestra misión y que vuelva al reino
para que le sanen. Es todo.

—¡Somos sus compañeros, Pólux! ¡Lo acepto, fue mi culpa! Pero si uno cae, los
otros dos lo levantamos. Hemos venido asumiendo las consecuencias… ¡Mira, no
soy bueno con las palabras!

Se hizo silencio en la pequeña cueva. Curasán se tomó de la cabeza. Era


frustrante estar discutiendo sobre alguien que podría estar muerto.

—Solo digo —continuó el joven ángel—, que, si él sigue vivo, necesita de


nosotros. Si escribes esa carta, Pólux, destruirás al mejor arquero que tenemos. Y
lo necesitamos. Con alas o sin ellas.

Pólux se rascó la barba. Planeaba reñirle de nuevo; él no era un guerrero y


aborrecía todo lo que implicaba violencia como método para solucionar los
problemas. Aunque no podía negar que Curasán tenía un punto. Próxima les
había demostrado ser un arquero excepcional; un genio, a su manera.

—Tienes razón. Eres pésimo con las palabras. Sin embargo, creo seguirte.

La Potestad se levantó y se desperezó. Era momento de salir de aquella cueva.


Sin el arquero, la misión principal de asesinar al Segador se volvía a todas luces
imposible, por lo que era momento de ejecutar el plan de contingencia. La capital
Flegetonte perdió importancia; ahora, adquiría importancia la ciudad de Cocitos, el
reino donde las almas de los muertos pasaban fugazmente antes de ir al
desconocido “más allá”.

—Vámonos, Ángel de la Luz. Necesito que seas mi escudo.

—Lo seré. Pero, ¿y la carta?

Pólux arrancó la hoja en blanco y la enrolló en la flecha dorada. Tenía la


esperanza de que, si Próxima estaba vivo, la invocaría en algún momento. Así,
vería la carta. Era la única opción que les quedaba para comunicarse.

—Confía en mí. Yo, amigo mío, soy bueno con las palabras.

La capital Flegetonte se había convertido, repentinamente, en una ciudad


fantasma; una incómoda quietud reinaba en sus, ahora, purpúreas y abandonadas
calles pues no había guerrero que resistiera a la tentación de participar en una
cacería de ángeles. Bien lo sabía la ninfa Mimosa que, cargando a su desmayada
amiga Canopus sobre sus hombros, caminaba con pasos apurados en dirección a
uno de los “Templos de Placer”.

Sus descalzos pies sufrían al paso por el empedrado y las piernas acusaron un
fuerte desgaste cuando subió por los grandes escalones del templo. Deseaba
calzar unas botas, pero en sus condiciones como esclavas eran afortunadas de
llevar al menos túnicas.

Notó que su amiga emitió un pequeño gemido.

—¡Canopus! ¿Ya despertaste? Me ayudaría que caminaras por tu cuenta.

—Mimosa —dijo con voz débil—. Nuestro… amo…

—Por los dioses, ¡qué patética suenas!

Con el ceño fruncido decidió seguir cargándola hasta la entrada al templo, una
gigantesca puerta de roble con diseño de arco. Estaba medio abierta y ladeó el
cuerpo para entrar; se adentró en un angosto pasillo iluminado por antorchas. Oía
gemidos y algún que otro llanto ahogado rebotando aquí y allá; también el
escalofriante sonido de cadenas arrastrándose lentamente.

Llegaron a un amplio salón de un tufo insoportable. Miró a su izquierda, una


veintena de ninfas desnudas y sucias dormían sobre el suelo, encadenadas del
cuello a las paredes. A la derecha varias otras se apilaban en pequeñas jaulas que
pendían del techo; brazos y piernas colgaban afuera de los barrotes.

Mimosa se estremeció al recordar sus años en aquellas o peores condiciones.


Meneó la cabeza; ahora tenía la oportunidad no solo de escapar sino de liberarlas.
Era primordial llegar a esos ángeles. Se deshizo de su amiga de forma abrupta,
que cayó al suelo como un saco de arena y gimiendo como única respuesta.

Se acercó a una de las ninfas encadenadas y, arrodillándose, se inclinó para


acariciarle su mejilla. Estaba sucia y tenía marcas de mordiscos en el pecho.
Dormía profundamente.

—Hace años que no te veía, Quemish —susurró.

La esclavizada ninfa se estremeció ante las caricias, pero no iba a despertar


fácilmente. Mimosa dejó escapar una lágrima y la besó en la frente.

—Nunca os he olvidado. Pronto esta pesadilla terminará.

Oyó a Canopus ahogar un llanto. Todavía estaba en el suelo y no parecía tener


muchas ganas de reponerse.

—¡Míralas! —ordenó Mimosa.

—¡Mi… Mimosa! —protestó la apesadumbrada ninfa—. ¡Debiste haberme matado


junto a mi amo!

—¿“Mi amo”? ¡Qué asco! Deja de lloriquear por él. ¡He dicho que mires!

Canopus se repuso y se sacudió el polvo de encima; luego levantó la vista y se fijó


en las que una vez fueron hermosas ninfas que servían a los hacedores en
hermosos y extensos jardines del Inframundo. Ahora solo servían en Flegetonte
como simples juguetes para divertimento de los espectros. No era una imagen
agradable de ver, por lo que amagó mirar para otro lado.

—¿Acaso ya olvidaste? —insistió Mimosa—. ¿Recuerdas lo que le hicieron a


Casiopea? Tal vez deberíamos ir a verla. Estará en el sótano con las demás
desmembradas. ¿Quieres ir a ver?

Canopus se agarró el brazo izquierdo y menó la cabeza.

—Ya veo que recuerdas.

Mimosa se acercó a su amiga; ladeó ambas tiras de su propia túnica para


mostrarle los senos; un pezón estaba adornado por una gruesa anilla.

—Incluso ese espectro que tanto amabas nos mandó anillar como si fuéramos
animales de su propiedad. Recuerdo perfectamente su rostro cuando tú y yo
chillábamos en aquella mazmorra en Lete. ¡Lo disfrutó cada segundo! Así que
vuelve a decirme que amabas a ese monstruo y te abandonaré aquí mismo. ¿Me
darás motivos para pensar que la amiga que tanto amo está muerta?

—¡Está bien, tú ganas! —frunció los labios—. No volveré a mencionarlo.

—Bien —se guardó el seno—. Es un buen paso.

Mimosa agarró la mano de su amiga y a trompicones la llevó hasta el patio del


Templo. Era un lugar extenso, con hierbas azuladas extendiéndose hasta donde la
vista alcanzara; esporas moradas flotaban perezosamente. En los postes de las
antorchas, banquillos e incluso en algunas estructuras de tortura crecían brillantes
raíces plateadas. Por un momento, Mimosa se conmovió de la belleza natural del
Inframundo; un remanente del paraíso que fue una vez y de lo que podría volver a
ser.

Se dirigieron hasta un rincón apartado donde destacaba una gigantesca jaula de


gruesos barrotes. Era tan oscura que no se percibía qué había encerrado adentro.
Mimosa desenvainó el sable aserrado que robó de su difunto amo y golpeó con
fuerza el gran candado que lo cerraba.

—¡Mimosa! —chilló Canopus—. Entonces… ¿Cuál es el plan?


—Seguro que hay como un millón de ángeles invadiendo el Inframundo —asintió
antes de volver a repartir espadazos—. Pero no todos estarán peleando contra los
espectros. Solo tenemos que buscar a alguno que esté bien apartado de la batalla.

—¿Un millón?

—O dos millones ¿Quién sabe?

—¿A qué habrán venido?

—No tengo idea. Pero estoy convencida de que, si son tan nobles como dicen, no
dudarán en ayudarnos.

El candando cayó partido en dos. Mimosa clavó el sable en el suelo y se aplaudió


a sí misma. Luego extendió la palma de una mano, que brilló tenuemente con una
luz blanquecina, y suavemente se materializó una pluma de un ángel que ella
misma había guardado desde hacía milenios.

Un animal gruñó desde adentro de la jaula al oír todo el ajetreo. Sus atigrados ojos
rojos brillaban en las sombras y también se vislumbraron unos colmillos de
considerable tamaño. Mimosa sonrió abriendo la puerta de la jaula.

—No tengas miedo, pequeño. Tu amo ya está muerto. ¡Ven aquí que quiero verte!
¿O acaso ya te has olvidado de mí?

El animal acercó el hocico para olisquear a Mimosa y aulló al reconocerla; la ninfa


rio emocionada; Canopus, por su parte, retrocedió un par de pasos porque, a
diferencia de su amiga, tenía miedo de la bestia. Arrugó la nariz porque no le
agradaba su olor.

Salió de la oscuridad para revelarse parcialmente. Era gigantesco; las doblaba en


altura. Cuadrúpeda y de pelaje dorado oscuro, inclinó su cabeza hacia la hembra
para que ella lo consintiese.

Mimosa no dudó en acariciarlo; aquella podría ser una bestia feroz en el campo de
batalla, pero bien sabía que actuaba como un cachorro juguetón ante la ninfa.
Luego le acercó la pluma al hocico.

—Guíanos hasta los ángeles. A los más alejados de los espectros.

Otra cabeza surgió de la jaula; pareció detectar el aroma extraño y exótico de un


ángel y no dudó en asomarse para olisquear. Mimosa le aproximó la pluma.

—Vuestro dueño ha pagado con sangre. Sois libres. Pero os necesito.

Una tercera cabeza también atravesó la barrera de la oscuridad, ronroneado


porque solo deseaba recibir el cariño de la amorosa ninfa de piel aceitunada.
Mimosa hacía honor a su nombre.

—Volveréis a ser el gran símbolo del Inframundo. Volveréis a brillar. Solo guiadnos
hasta los ángeles.

Las tres cabezas aullaron con fuerza al oír las palabras. Por fin salieron por
completo de la oscuridad para revelarse la gigantesca bestia tricéfala.

—Sed buenos chicos y dejadnos montar sobre vuestro lomo. ¡Rugid, guardianes
de Flegetonte! ¡El Inframundo es vuestro, Cerbero!

La repentina quietud de Flegetonte se vio rota con un bramido poderoso rebotando


por sus calles. Cerbero escalaba con rapidez una altísima torre, con la agilidad de
un lagarto. En la cima, bajo la luz de los dos soles de sangre, las tres cabezas
rugieron con orgullo. Cargaban a las dos ninfas sobre su lomo; Canopus se
sujetaba del pelaje y no quería ni mirar hacia abajo, pero Mimosa estaba eufórica;
levantó el sable al aire, chillando el grito de guerra del Inframundo.

—¡Arded, flechas de fuego!

La bestia saltó hacia la siguiente torre y así lo siguió haciendo para escapar de la
oscura capital, usando con habilidad tanto sus afiladas pezuñas como incluso su
larga cola de punta triangular, que se enroscaba a las atalayas entre saltos y
saltos.

III. Año 1.368

Wezen intentaba tranquilizar su respiración para que el vaho no revelara su


presencia. Era tan silencioso todo que hasta el lejano rugido de alguna bestia se
oyó a la perfección; tal vez era un yak. Se sentó sobre una rodilla, sobre la nieve, y
preparó su ballesta en movimientos lentos y cautos. El frío era intenso en las
alturas de la cordillera de Pamir y sentía cómo mordía sus pulmones a cada
bocanada, amenazando robarse la suavidad de sus movimientos.

Junto con unos tres arqueros, se internaron para limpiar la zona por donde pasaría
el ejército del comandante Syaoran. El Corredor de Wakan, un paso natural,
estrecho y nevado que se abría entre la cadena de montañas, escondía sus
peligros y bien que lo sabía Zhao, quien también lo acompañaba en el pequeño
escuadrón.

Wezen tensó la mandíbula al manipular los virotes; los dedos le dolían horrores.
Habían pasado toda la mañana escalando, guiados por el budista, que
sospechaba que un grupo de bandidos o mongoles se apostaba a lo alto, presto a
asaltar a cualquier caravana que osara de cruzar el peligroso camino.
Zhao se retiró la capucha de la capa y entornó los ojos. Había una figura más
adelante, o tal vez eran dos, emborronada tras una repentina ventisca. A ratos
parecía oírse una bandera ondear con fuerza, pero no podía aseverarlo. Intentó
acercarse para distinguir mejor, pero Wezen lo agarró del brazo y meneó la
cabeza.

—A partir de ahora, guío yo —susurró el xin.

—No sabes cuántos podrían ser. Se nos abalanzarían más.

Wezen miró hacia atrás para fijarse en sus tres soldados; les hizo un par de
gestos con la mano, señalando luego el objetivo; los guerreros se separaron
prestos a rodear al enemigo desde distintas posiciones.

—Es un puesto de vigía, no un condenado campamento. Haya dos o haya diez,


los mataré a todos.

Zhao se estremeció al notar sus ojos, de ese peculiar amarillo brillante que
destacaban feroces. Percibía en él un ansia animal cada vez que había que
enfrentar a los mongoles. Quedó convencido y asintió.

—Bien. Tú sabrás lo que haces.

—¿Sabes, amigo? Esta es la única vez en mi vida que desearía llevar una túnica
como la tuya —suspiró poniendo la ballesta en el suelo. Él y sus soldados estaban
agarrotados de escalar con aquellas pesadas armaduras.

Preparó su arco y una flecha con rapidez, tensando la cuerda hasta la oreja.
Apuntó a una de las sombras emborronadas que tenía adelante.

—¿Oyes la bandera, Zhao?

—La oigo.

—¿Tienes idea de dónde pueda estar?

El budista ladeó el rostro y cerró los ojos en un intento de que enfocarse, tratando
de que el fuerte ulular desapareciera por un momento y la bandera revelara la
posición. Era difícil, pero cuando el viento amainaba, se percibía el crujido de la
tela ondeando. Enarcó una ceja al creer ubicarla.

—Creo que sí.

—Bien. A mi señal, corre hacia ella. Por lo que más quieras, no dejes que la
derriben. Te cubriremos.
Normalmente Zhao se aterrorizaría de la idea; adelante lo podrían estar esperando
como diez sables filosos y una muerte lenta y dolorosa, como la que una vez temió
sufrir. Pero Wezen demostró ser un guerrero de gran habilidad y además una
persona en la que podría confiar su vida. Un amigo, más allá de que no casara
con absolutamente ninguna de sus creencias. Tragó aire y se preparó para la
carrera.

—Wezen —susurró—. ¿Cuál será la señ…?

—¡Wu huang wangsui!

La flecha silbó cortando el aire y la sombra cayó con un gruñido apenas


perceptible. Oyó un par de gritos más al fondo en tanto la segunda sombra se
removía inquieta. Zhao partió a la carrera sintiendo el corazón latiéndole en la
garganta. Wezen, por su parte, lanzó el arco a sus pies y agarró la ballesta,
disparando sin tregua a la segunda sombra, que cayó sobre la primera. ¡Dos
menos! No sabía cuánto quedaban, pero al menos ellos sabían dónde estaba él.
Desenvainó su sable, coreando el grito de guerra xin, esperando que vinieran por
él y no se percataran del budista.

—¡Wangsui-sui-sui-sui!

El grito de “¡Diez mil años, diez mil, diez mil!”, retumbaba por las montañas y se
perdía en la ventisca.

Tres mongoles corrieron hacia el guerrero, atravesando la cortina de nieve. Uno


cayó antes de llegar a él, con dos flechas clavadas en el pecho. El segundo se
acercó lo suficiente como para cortarle el cuello de un tajo, pero Wezen se
agachó, propinándole un rápido sablazo a la mano en el ínterin, haciéndole perder
la muñeca. Una flecha cortó el aire, sobre su cabeza, y terminó atravesando la
pechera del enemigo para que finalmente cayera.

Su cuerpo entró en alerta, esperando al tercero, pero no lo veía. Entornó los ojos;
oía sus pisadas alejarse. No se lo pensó dos veces y echó una carrera hacia el
budista, no fuera que el enemigo entablara lucha contra su amigo. Apretó los
dientes, ¡qué maldita armadura tan pesada! Y para colmo Zhao no tenía arma con
qué defenderse. Sus pies se hundían en la nieve y se sentía lento como un yak.

El soldado mongol estaba desesperado. Era el último que quedaba vivo del puesto
de vigía y todo quedaba en sus manos. Si lograba derribar la bandera que habían
clavado en el lugar, el siguiente grupo vigía, apostado a casi treinta li de distancia,
conseguiría detectar la irregularidad.

Normalmente la debería cambiar por una bandera roja, señal de peligro, pero dada
las condiciones, lo mejor sería echarla y con el ello advertir la presencia de un
enemigo atravesando el Corredor de Wakhan.

Vio a un monje budista protegiendo la bandera con su solo cuerpo, con los brazos
extendidos como medida de advertencia. El guerrero ni siquiera desenvainó su
sable, sino que se arrojó con todo su peso presto a tumbar tanto al monje como a
la bandera en un último acto heroico.

Zhao desencajó la mandíbula cuando la cabeza del mongol llegó rodando hasta
sus pies, dejando un reguero de sangre sobre la nieve en tanto el cuerpo acéfalo
convulsionaba.

Wezen clavó su sable ensangrentado en el suelo y se sentó sobre una roca para
recuperar el aliento. Miró al budista para comprobar que estuviera bien. La
bandera seguía flameando y los vigías mongoles no se percatarían del ejército
que pronto atravesaría el corredor.

—Lo… has… hecho bien… Zhao…

—Confiaba en que llegarías a tiempo. Descansa un poco.

—¡Buf! No es nada. En el siguiente puesto llevarás un sable y te dejaré despellejar


a uno.

—Reamente disfrutas esto.

Wezen enarcó una ceja.

—¿Qué pasa? ¿No me lo apruebas? ¿Me dirás que debí perdonar a este último,
que pretendía arrojarte por el precipicio?

—Claro que lo apruebo. Un problema grave requiere poner los medios necesarios
para remediarlo. Pero me siento con la obligación de decirte que, de tomártelo
como si fuera un divertimento, llegará un momento que despreciarás la vida, sea
enemiga o no.

—No voy a llorar por unos mongoles.

—Los odias. Y lo entiendo. Pero no te conviertas en uno de los monstruos que


desprecias.

Wezen hizo un ademán. Por un momento, se arrepintió de haberlo traído. Se


levantó y, bajo su cinturón, retiró varios lazos de color rojo que ataría a la asta de
la bandera; una señal para el ejército de Syaoran de que el puesto de vigía había
sido limpiado de enemigos.
—Aburres hasta a las cabras, amigo. Vamos a por los siguientes.

IV. Año 2.332

—Repítemelo —gruñó Pólux.

—Que aburres. ¡Por los dioses! Aburres profundamente cada vez que hablas
sobre vuestra superioridad intelectual. Es increíble, pero consigues que mis alas
se sientan más pesadas.

Bajo la sombra de una larga cadena de cerros que rodeaba la ciudad de


Flegetonte, los dos ángeles caminaban rumbo al norte del Inframundo, hacia a la
misteriosa ciudad de Cocitos. Volar era poco recomendable; no querían llamar la
atención. Discutían con un tono de voz bajo pero que no ocultaba lo airado.

Y aunque Pólux pensaba reñirlo; después de todo Curasán era un ángel que
dominaba con maestría el arte de exasperar, cayó en la cuenta de que sus
discusiones eran similares a los que montaba con la pequeña Perla, cuando esta
era su alumna en la biblioteca de Paraisópolis. Miró de arriba abajo al joven ángel
y echó la cabeza para atrás para reír.

—¿Qué es tan gracioso?

—¿Acaso no te lo han dicho alguna vez? Eres idéntico a tu protegida.

—Ya —Curasán achinó los ojos—. No sé si es una burla velada o realmente me


estás halagando.

—Eres idéntico a ella y ya, ¿debería ser malo o bueno? ¿Qué más da? La criaste,
así que es normal que seáis parecidos.

—Todos dicen eso —hizo un ademán—. Pero lo cierto es que la enana ya vino
así. Es de nacimiento.

Pólux se frotó la frente recordando aquellos primeros días en los que la Querubín
irrumpió en los Campos Elíseos con su inesperada llegada. El Trono había
ordenado a Curasán que fuera su ángel guardián, pero, entre otros ángeles,
también nombró a Pólux como su maestro personal. En aquel entonces, el
robusto y barbudo ángel se sintió afortunado. ¡Encargarse de la educación de una
Querubín! Pensaba que más bien sería él el que aprendería al lado de un ser tan
puro. Claro que, a los pocos días, la pequeña resultó ser una auténtica fiera. No le
interesaba ninguna de las ciencias y era muy malévola expresándolo. Para Pólux
fue la peor alumna que tuvo a lo largo de sus milenios. Sin embargo, cada vez que
tocaba leer sobre conflictos bélicos, la niña se veía completamente absorbida por
las historias.

—No comprendía vuestro interés en el choque de aceros, Curasán. En la


monstruosidad de la violencia. Pero, aquí en el Inframundo, hasta yo me he
abalanzado sobre un espectro porque no deseaba que nuestra misión fracasase.
Puede que lo que os mueva no sea la violencia, sino algo más romántico. Peleáis
por alguien. Tú estás aquí porque amas a tu protegida. Yo porque siento un apego
fuerte por mi alumna. Hay un romanticismo bello bajo la oscura violencia. Creo
que ahora lo puedo ver. ¿Qué opinas?

—Dioses, me perdiste de nuevo —suspiró Curasán—. Gasta tus bonitos discursos


para los espectros. Estoy seguro que se sentarán a tu alrededor para escucharte
por varias conjunciones solares.

Como si fuera una treta del destino, ambos ángeles se detuvieron cuando, a lo alto
de unas gigantescas rocas, un grupo de cinco espectros los observaba con
curiosidad. Se veían fuertes; auténticas gárgolas; cada uno sostenía larguísimas
lanzas aserradas. Curasán tragó saliva; ¿cómo era posible que los encontraran si
ahora habían sido mucho más cautelosos?

Un espectro avanzó un paso y clavó su lanza sobre la roca donde se posaba. La


capa flameaba al viento, revelando la armadura ónice que cubría su cuerpo. Era
cierto que no poseía una complexión fuerte como aquel que había atacado a
Próxima, pero inspiraba temor. Era más alto, de aspecto larguirucho, y los cuernos
encorvados de su cabeza eran mucho más largos. Si bien estremecía mirarlo a los
ojos rojos, brillantes, no parecía ser del tipo violento.

—¡Mi nombre es Pólux! —la Potestad levantó las manos en señal de paz—. ¡Y él
es Curasán, un ángel mudo!

Curasán frunció los labios. Abrió la boca para reclamar la mentira, pero fue
cerrándola lentamente.

—¡Ángeles! —respondió el espectro—. La noticia de vuestra llegada ha causado


un pandemónium en la capital. ¡Entregaos ahora y tal vez el Segador os perdone
la vida!

—¿Os debéis al Segador? —preguntó Pólux—. ¿No eráis los espectros servidores
fieles de la diosa del Inframundo?

Un par de espectros se removieron ansiosos, agitando sus lanzas, pero el primer


espectro levantó la mano e intercedió.

—Este reino ya no es el que seguramente vuestros libros describen, ángel.


Nuestro emperador es el Segador. Entregaos o habrá sangre.
—Curasán —susurró Pólux—. No hay forma de ganar esta lucha. Tal vez sí
tengamos una oportunidad entregándonos. Podríamos acercarnos al Seg…

—¡Dioses, no puedo escuchar más! —gritó un enfurecido Curasán, levantando su


espada—. ¡Mirad bien esto, perros! ¡Se la empalaré a vuestro condenado
emperador!

Pólux desencajó la mandíbula viéndolo agitar la radiante espada. ¡Realmente era


el ángel más torpe de la legión! Luego miró horrorizado a los espectros, que se
mostraron claramente ofendidos. Cuatro de los cinco respondieron elevando sus
lanzas aserradas y berreando como animales.

—¡El mudo habló! —gritó el otro.

La Potestad volvió a levantar las manos intentando recomponer la cordura.

Una gigantesca sombra aterrizó violentamente sobre los espectros y levantó una
gruesa niebla de polvo rojizo que cegó a todos; desesperados, los guerreros del
Inframundo parecían ahora gritar de sorpresa y dolor en tanto una bestia rugía con
tanta fuerza que ambos ángeles se estremecieron al oírlo; saltaron hacia atrás, no
fuera que también resultaran víctimas.

La pesada gravedad ayudó a que la capa de polvo fuera disipándose con rapidez;
se reveló una atemorizante y enorme bestia similar a un lobo de pelaje dorado,
con el distintivo de poseer tres cabezas. Una de ellas capturó a un espectro con
sus filosos dientes y lo zarandeó violentamente. La cabeza central lanzó un gélido
aliento hacia las piernas de otro espectro para que se viera imposibilitado de
moverse, sirviéndose así en bandeja de plata para que la tercera cabeza la
devorase.

Bajo sus zarpas, dos espectros yacían muertos, en tanto que el quinto moría
estrangulado por la cola de la bestia enroscada por su cuerpo.

Y sentada sobre su lomo, una hermosa ninfa de piel aceitunada y de larga


cabellera ensortijada levantó su sable. Pólux se vio inesperadamente hechizado
ante la belleza de ella contrastando con el espectáculo violento y sangriento que
protagonizaba su montura. Por un momento, la confundió con alguna mortal, pero
no tenía sentido que hubiese humanos en el Inframundo.

—¡Guardad las mandíbulas, ángeles! —sonrió la ninfa—. Cerbero es un tricéfalo.


¿Acaso no habíais visto nunca u…?

Inesperadamente, la bestia saltó por encima de los ángeles y echó una carrera en
dirección al desierto rojo. Mimosa abrió los ojos como platos; dio un par de
pellizcos a Cerbero, pero el animal estaba empeñado en seguir corriendo hacia
donde su olfato le guiaba.

—¡Cer… Cerbero! —protestó Mimosa—. ¿Adónde crees que vas? ¡Ah! ¡Están allí,
detrás!

“Debe ser una ninfa”, concluyó Pólux. Definitivamente, el Inframundo estaba


repleto de sorpresas. En los Campos Elíseos también había ninfas, pero
desaparecieron con los hacedores hacía más de diez mil años. No esperaba la
presencia de estas. Tal vez, concluyó, sabrían el motivo por el cual los dioses
habían abandonado los mundos que crearon.

—¡Ángeles! —gritó Mimosa imposibilitada de detener la carrera de Cerbero—.


¡Estáis yendo por un condenado puesto de vigía tras otro! ¡Evitad los montes!

—¿¡Quién eres!? —gritó Pólux.

—¡Mimosa, ninfa del Inframundo! —levantó su sable aserrado—. ¡Muerte al ángel


negro!

La bestia escaló grandes rocas con una velocidad endiablada y, tras un enérgico
salto, desapareció tras la cadena de montes. Oyeron sus rugidos alejarse hasta
que, simplemente, volvió la quietud de siempre.

Curasán, brazos en jarra, silbó.

—Increíble animal. ¿Qué crees, Pólux? ¿Tenemos aliados?

—No lo sé. ¿Qué clase de aliados pasan de largo?

—Cualquiera que destroce espectros es un aliado.

Pólux tomó a Curasán del cuello de su túnica.

—La próxima vez que nos topemos con espectros, te mantendrás callado. Te
guste o no, habrá ocasiones en las que no tendremos posibilidad alguna de
ofrecer lucha, ya ni hablar de “empalar al emperador del Inframundo”.

Curasán achinó los ojos.

—¿Crees que soy tan tonto? Había visto a la bestia acechando tras los espectros
y luego noté a la ninfa haciéndome señas. Solo los distraje.

—Ni siquiera la conoces, ¿y confiaste en ella?

—¿Qué opción teníamos? ¿Ir prisioneros? Era una sentencia de muerte.


Pólux lo soltó.

—Fue arriesgado. Entiendo que hayas desarrollado desprecio hacia los espectros
por lo que le hicieron a Próxima. Pero, por si no lo has notado, están siendo
sometidos por el Segador. Son tan víctimas como lo somos tú y yo. Si él fue capaz
de manipular a los Arcángeles hace trescientos años, no me extraña que aquí se
haya alzado como emperador.

—La próxima ocasión te consultaré, Pólux —se encogió de hombros—. Me alegra


haber encontrado una facción contraria al Segador, es todo. ¿La oíste? “Muerte al
ángel negro”. ¿Quién diría que hasta en el Inframundo encontraríamos buena
compañía?

—Inesperado, sin dudas. De por sí cuesta encontrar buena compañía en los


Campos Elíseos.

—¿Eh? ¿Es otra de tus puyas veladas?

Prosiguieron su camino rumbo a Cocitos, alejándose paulatinamente de la cadena


de montes que bordeaba la capital. Curasán comprobó la flecha dorada de
Próxima todavía sujeta en su fajín. El arquero aún no la había invocado. ¿Estaría
vivo? Era una posibilidad de la que ahora no quería soltarse. Si la flecha
desapareciera solo significaría que el ángel la había reclamado, lo cual le traería
alivio.

“Confío en ti, amigo” …

V. Año 1.368

Kabul era una ciudad inmensa situada en el valle fronterizo de Transoxiana; bullía
de movimiento comercial proveniente de todos los rincones del mundo civilizado,
animados por la Ruta de la Seda. La protegía una extensa muralla que se
extendía por leguas y leguas, zigzagueante sobre el terreno rocoso, aunque no lo
suficientemente alta como para bloquear la vista de su llamativo palacio coronado
por un domo azulado.

Existía un acuerdo entre la tribu local, los denominados afganos de Persia, y sus
invasores mongoles. Era distinto al sometimiento que se vivía en Bujará. El líder
Tamerlán había tomado como esposa a la hermana del gobernador de Kabul a
modo de favorecer la paz en la ciudad. Se hacía común ver a los barbudos
afganos patrullando y portando sus armas, engalanados en sus túnicas blancas y
fajines rojos.

En las cercanías del muro, bajo la sombra del imponente fuerte militar Bala-Hissar,
un elefante barritó con fuerza mientras un guerrero afgano, montado sobre su
lomo, movía de un lado a otro su lanza para que los comerciantes que le abrieran
paso. El gigantesco animal vestía una armadura de cuero que se ceñía a la
perfección sobre su rostro y lomo, con coloridas decoraciones que tintineaban al
movimiento.

Mijaíl casi cayó de su montura cuando vio a aquella peculiar criatura tan de cerca.
Meneó la cabeza para cerciorarse de que aquello era real. No había visto algo así
en su vida. Actuó lo más sereno que pudo pues el gentío no prestaba mucha
atención al animal. En Rusia, sin dudas, echaría a correr sin mirar para atrás.
Luego se fijó en el sirviente del embajador, Yang Wao, que cabalgaba a su lado.

—¿Y esta bestia, Yang Wao?

—Elefantes, Mijaíl —respondió atajando una carcajada—. ¿Podrías guardar tu


mandíbula? En el sur hay muchos más. ¿Qué te parecen?

—Pero, ¡por Dios!, con uno de estos puedes ganar una guerra...

Aquella broma cayó bien en el embajador de Koryo, que también los acompañaba.
El anciano carcajeó antes de sumirse en un fuerte ataque de tos. También le hacía
gracia que Mijaíl pensara, por casi un mes, que él no entendía el idioma ruso. Lo
entendía y hablaba a la perfección. Entendía cada murmullo e insulto que
profesaba el joven novgorodiense a casi todos los mongoles con los que se
cruzaba. Contrario de lo que se pudiera esperar, esa irreverencia era muy
apreciada por el embajador porque le recordaba a él mismo, en sus días de
juventud.

—Un flechazo bien dado y corren hasta sobre sus dueños —ironizó el
embajador—. Sería un espectáculo divertido verte montar uno, Schénnikov.

—Prefiero un buen caballo, mi señor —asintió el ruso—. Y una bonita mujer.

—Una bonita, desde luego. Ya que has estado con una occidental y una árabe,
dime cuál de tu favorita.

Mijaíl enrojeció abruptamente. El embajador había pagado, un par de noches


antes, por una exótica felatriz con el objetivo de que el joven ruso olvidara de una
vez por todas a la princesa de Nóvgorod. Pero él no podía compararlas. Era cierto
que la princesa era, en la cama, primeriza como él. La felatriz, en cambio, era un
auténtico ángel, o demonio según cómo interpretase sus técnicas con la boca y
contorsiones de su cuerpo. Pero lo cierto es que al ruso le costaba olvidarse de su
primer enamoramiento; sentía que podían venir todas las árabes que quisieran,
con sus exuberantes cuerpos y esa piel aceitunada que lo volvían loco, pero
parecía que nadie podía taponar ese vacío que sentía.

—Mi señor —Mijaíl se rascó la barba—. Las árabes son hermosas. Pero solo hay
una mujer por la que yo moriría.

El embajador bufó haciendo un ademán.

—Mis ojos se sienten pesados cada vez que hablas de esa muchacha. Déjala
marchar, Schénnikov. Eres joven y el mundo, como estás viendo, es grande.

—Mi señor…

—¡Es más! —inquirió el punzante anciano—. En este preciso momento la


muchacha estará calentando la cama con un príncipe ruso. ¿Y tú? Escupiendo
arena a cada paso que das. Olvídala. De seguro ella ya lo hizo.

Mijaíl sonrió con los labios apretados y miró para otro lado. ¿Qué sabría él?,
pensó ofuscado. Pero mantuvo silencio y oyó la perorata.

En las altas murallas de la fortaleza Bala-Hissar, los soldados afganos se


plantaron firmes al paso de un soldado mongol que se abría paso; su armadura de
escamas estaba pintada de blanco con detalles rojizos, símbolo de la Horda de
Oro. Llevaba, sobre la pechera, su paitze, una tablilla de oro que era sostenida por
una fina cadena y que lo identificaba como un Orlok.

El beduino Yusuf caminaba detrás de él secándose la frente perlada de sudor. Se


sentía a punto de desmayar. Había rogado por información como un mendigo por
cinco barrios de Kabul, pero no había conseguido nada reseñable. Pensaba que
sería fácil encontrar al llamativo trío de viajeros: Un anciano, un calvo y un rubio.
Pero era desesperanzador no poder ubicarlos.

—Estás muy callado, beduino —dijo el Orlok—. ¿No estarás planeando lanzarte
de las murallas?

—Mi señor, no son lo suficientemente altas para causarme una muerte rápida.

El Orlok echó la cabeza hacia atrás y carcajeó. Yusuf tragó saliva; no lo dijo en
broma. Tenía que salvarse de alguna manera porque era evidente que no daría
con Mijaíl. Casi podía sentir el sable del Orlok morder la piel de su cuello, presto a
cercenarlo como castigo. Habían subido a las murallas del fuerte para hablar con
el general de los afganos, esperando que supiera algo sobre los tres viajeros, pero
sabía que solo estaba prolongando su inevitable muerte.

Cuando oyó el berrido de un elefante, hacia abajo, en el exterior atestado de


comerciantes, se fijó de reojo en el gentío. Lo primero que notó fue la brillante
calva de un hombre vestido con túnica oriental. Luego vio al anciano a su lado,
reconocible por su larga y grisácea cabellera trenzada, y por último notó a un
hombre vestido con una chilaba negra. Cerró y abrió los ojos. ¿Podía haberlo
encontrado al fin? ¿Acaso Alá se había apiadado de él? ¡Qué señal tan clara!
Señaló vigoroso al trío, como si toda la energía de su cuerpo se hubiera recargado
de golpe.

—¡Mi señor! ¡Es él! ¡Allí abajo, hacia el elefante!

El Orlok desenvainó su sable y apretó la hoja contra el cuello de Yusuf. Los


soldados afganos se removieron inquietos, pero se mantuvieron firmes.

—Espero que no estés tratando de jugar conmigo, beduino. Se me agota la


paciencia.

—¡Por el Honorable! ¡Solo mírelos! ¡Son tal y como los he descrito!

Mijaíl seguía discutiendo con el embajador; al anciano aseguraba que, si quería


conquistar alguna mujer en oriente, debía quitarse la barba y tener paciencia. El
ruso había oído tanto hablar de la boca del embajador acerca de lo hermosas que
eran las mujeres en Koryo y Xin que, sencillamente, le seducía la idea de conocer
a una.

Pero todavía quedaba un buen trecho. El “Techo del Mundo” estaba a dos días de
distancia.

Un cargante y atronador sonido pareció surgir del cielo; todo el gentío se tapó los
oídos ante lo que parecía ser el disparo de uno de los cañones instalados a lo alto
de la fortaleza. El caballo de Mijaíl relinchó nervioso y dio un salto.
Inmediatamente algo oscuro y amorfo cayó cerca de los tres viajeros, sobre un
grupo de desafortunados mercaderes, estrellándose con tal fuerza que dejó un
considerable boquete carbonizado y humeante.

Muchos corrían despavoridos ante el temor de nuevos disparos, aunque Mijaíl


intentó acercar su montura para fijarse en aquello arrojado. Al dispersarse el humo
notó claramente el cuerpo carbonizado de una persona y tragó saliva. “¡Qué
salvaje!”, pensó con un nudo en la garganta. La brutalidad le recordó a los
mongoles de la Horda de Oro que azotaron su reino.

Cuando una brisa se llevó la humareda notó el rostro de la víctima.

Empalideció al reconocer el rostro del beduino Yusuf. No tenía la más mínima idea
de qué hacía en Kabul y, sobre todo, por qué lo habían ejecutado. Luego levantó
la vista hacia la muralla de la fortaleza militar; allí arriba, rodeado de los guerreros
afganos, destacaba un imponente soldado mongol.

El Orlok elevó su sable y gritó con fuerza animalesca:

—¡Mi-jaíl!

El joven ruso tragó saliva.

—¿Sabe tu nombre? —preguntó Yang Wao—. ¿Tienes idea de quién es?

—No —confesó.

Luego, entornando los ojos, notó el brillo del paitze, la tablilla de oro que colgaba
del cuello del mongol. Además, su armadura de escamas tenía los colores de la
temida Horda de Oro. Aquello solo podía significar una cosa y sintió vértigo
cuando descubrió quién era ese salvaje guerrero que lo llamaba.

—Es un Orlok. Un Orlok de la Horda de Oro.

Una cuerda descendió desde lo alto del muro y el mongol se aprestó para bajar
por ella. Mijaíl se sorprendió. ¿Acaso deseaba confrontarlo a él cuanto antes? Por
un momento, se sintió honrado. Si él era solo un simple escudero que tuvo la
fortuna de asestar un golpe mortal a un ejército mongol.

—¡Vendrá aquí! —insistió Wang Yao—. No hay tiempo que perder, Mijaíl.
¡Muévete!

—Sabía que el Orlok sobrevivió la batalla de Nóvgorod, nunca encontramos


el paitze —se dijo a sí mismo; ladeó la tela que cubría su radiante shaska,
guardada en la vaina de su montura—. Solo me busca a mí. Vosotros continuad
vuestro camino.

Yang Wao enrojeció de furia; pero fue el embajador quien intercedió.

—¿Qué necedad es esta? Prometiste llevarme a salvo hasta mi reino, Schénnikov.

—No tengo idea de qué hace aquí, ¡pero ese es el hombre que arrasará Moscú y
Nóvgorod! Si amáis tanto vuestro reino, también me comprenderéis.

—Escúchame, Mijaíl —insistió Yang Wao—. Si es un Orlok, no tienes idea de con


qué tipo de bestia estarás lidiando. No se trata de un miserable guardia de un
zoco.

El ruso lo ignoró; era justamente por su experiencia en aquel zoco de Bujará que
se sentía envalentonado y confianzudo. Había caído un mongol bajo su espada y
sentía que tenía la fuerza de matarlos a todos. Sobre todo, a él. Al Orlok de la
Horda de Oro. Tensó las riendas de su caballo y trotó hacia adelante. Ese era el
monstruo que había sometido Nóvgorod durante años, aquel cuyo ejército
arrebató a su familia, aquel que había aplacado rebeliones y que de seguro
destruiría Moscú; ¡él estaba allí, desafiándolo!

—¡Orlok! —gritó el joven desenvainando su radiante shaska—. ¡Dios con los


príncipes rusos! ¡Dios conmigo!

El Orlok sonrió al ver cómo el ruso aceptaba el duelo. Así que era el hombre que
venció a su ejército y lo humilló; la razón por la que diez mil soldados muertos
pesaban sobre sus hombros. Agarró del cuello de uno de los afganos y ordenó
que no intervinieran. Aquella era una batalla que solo correspondía a los dos. Y se
sintió conmovido al tener a alguien que lo desafiaba de frente. No había dudas de
que él era el gran guerrero que lo había derrotado. Luego, soltando al afgano,
volvió a levantar su sable, aceptando el duelo y aullando a todo pulmón su grito de
guerra.

—¡Mi-jaíl! ¡U-Rah!

Eran enemigos, pero ambos se sonreían porque, en el fondo, estaban


convencidos de que se reconocían. Y la ardiente ciudad de Kabul se vio
paralizada, testigo de un duelo sin parangón.

Continuará.

Destructo III Caza dragones

Séptimo Capítulo. La ciudad de Kabul fue testigo de un sangriento duelo a


muerte. Y en los albores de una nueva época, cientos de dragones
bajaron del cielo.
Guiá de lectura y personajes de Destructo III (Link).

I. Año 2332

Durante las oscuras noches en el desierto de Bujará reinaba un silencio absoluto,


tanto que parecía posible escuchar rugidos de dragones, en la lejanía,
mezclándose con la brisa, aunque muchos creían que aquello era más bien
imaginaciones de los que se adentraban en las profundidades del Mar Radiante,
de por sí un lugar que acrecentaba la tensión y el nerviosismo.

El comandante Albion Cunningham se sentó en la cima de una duna y, viendo las


estrellas, echó a suspirar; eran mucho más brillantes en el desierto que desde
cualquiera de las urbes del Hemisferio Norte y la supernova Betelgeuse incluso
destacaba más que una luna llena. El hombre de mayor rango en el ejército de
Reykō estaba preocupado. No esperaba que el ángel que rastreaba a los
dragones les guiara hasta el Mar Radiante. Perdían mucho sin la tecnología de su
lado, pero incluso así se sentían con la suficiente confianza de que volverían
victoriosos.

El futuro de la humanidad dependía de ellos y no podían retroceder.

Otra brisa levantó una fina capa de arena a su alrededor y el hombre escupió a un
lado. Le hartaba que la arena se colara en su uniforme y hasta en su boca; con
una armadura EXO todo sería más sencillo. Dio un trago de agua de su
cantimplora mientras, de refilón, notó a Deneb Kaitos descendiendo cerca de él.

La sola presencia del ángel lo irritó más; Cunningham tenía a mil hombres en su
operativo, todos bien entrenados en el sigilo y camuflados para pasar
desapercibidos en el desierto, pero allí estaba el ser celestial, llamativo con su
radiante túnica y alas plateadas, toda una invitación de almuerzo para los
dragones. “Maldito pajarraco”, pensó dando otro trago, “debí exigirle una túnica
con camuflaje...”.

—Cunningham —saludó el ángel.

—Deja de aletear cerca de mí, plumífero, levantas la arena.

—Los dragones no están muy lejos —continuó sin hacerle caso—. Y, sin embargo,
creo que tienes la cabeza en otro sitio.

El mortal ni siquiera lo miró.

—No hables sin mi permiso.


—Tienes una gran verga, Cunningham.

El hombre lo fulminó con la mirada y se repuso completamente enrojecido. Deneb


Kaitos sonreía; en verdad que el ángel poseía una sinceridad arrolladora que
empeoraba con su poca desenvoltura social. El mortal escupió nuevamente al
suelo.

—No vuelvas a mencionarlo.

—Lo digo con sinceridad. Cuando tú comandas se siente algo que solo sentí con
los Serafines. Eres un hombre que haría fácilmente que los demás lo siguieran
tras su estela. Veo a mil guerreros siguiéndote y me maravillo. Eres un gran
mortal, Cunningham. Tu compañía me resulta agradable, lo confieso.

—Oh, cállate…

Desenfundó su pistola de impulsos plásmidos y disparó a la cabeza del ángel.


Apretó los dientes cuando notó que su arma no funcionaba; se había olvidado que
estaban en el Mar Radiante. De todos modos, ya había disparado en un par de
ocasiones a Deneb Kaitos y nunca consiguió herirlo, ya ni decir matarlo. Lanzó la
pistola, que fue cayendo por la duna.

—Dices que seguirías mi estela y sin embargo no eres capaz de cumplir una
simple orden. Vete a tomar por viento y déjame en paz.

—No me malinterpretes. Seguiría tu comando. Pero, ahora mismo, solo sigo


órdenes de vuestra señora.

—¿También te ordenó sacarme de mis cabales?

Cunningham miró de reojo las tiendas agrupadas en el campamento, agrupadas


entre las dunas. Las antorchas arrojaban un parpadeante destello amarillento y
por un momento sonrió pensando que se encontraban en la Edad Media, con
arcos y espadas en vez de rifles y equipamientos tecnológicos.

—Pero no creas que llegar hasta aquí me resultó fácil. Tengo el puesto por
preferencia de Reykō, no es ningún misterio. Muchos de los soldados son
mayores que yo y al principio les frustraba estar bajo mis órdenes.

—Soy diez mil años más mayor que tú. No me siento frustrado al seguirte.

—¿A qué viene todo esto?

—Moriréis todos. Con vuestra tecnología o sin ella, los dragones os harán trizas.
Cunningham ahogó una risa.

—Ya veo que te gusta la idea.

El ángel meneó la cabeza.

—No me agrada la idea de que un gran hombre como tú termine en el estómago


de un dragón.

—No te preocupes. No terminaré en el estómago de ninguna bestia. Las mataré a


todas, Leviatán incluido. Y luego serán los ángeles los siguientes.

El comandante agarró la empuñadura de su espada, sujeta en su espalda


mediante correas. La desenvainó; era radiante bajo la luz de las estrellas. La clavó
enérgicamente en la arena, frente a un inexpresivo Deneb Kaitos.

—Recuerda que tú serás el primero en caer, pajarraco.

—Si con eso consigues tranquilizar tu dolor, me ofreceré. Pero primero la misión.

Cunningham se mantuvo allí, de pie y pensativo ante el ofrecimiento del ángel.


“¿Lo dijo en serio?”, pensó dudoso.

Desclavó la espada.

—No tendría gracia matarte si te ofreces.

—Nunca hay gracia en la muerte, Cunningham.

El mortal suspiró. Enfundó la espada, un acto que el ángel comprendió como una
apertura inesperada. Un momentáneo cese de las hostilidades verbales.
Cunningham, aunque no lo admitiera, se sentía inesperadamente cómodo
conversando con el ángel. Era como si el descaro de Deneb Kaitos le hiciera
olvidar toda la tensión que implicaba la caza de los dragones.

—¿Temes a los dragones, saco de plumas?

—No confundas mi respeto por miedo. ¿Sabes acaso por qué fueron creados?

—Para dar por culo.

Deneb Kaitos enarcó ambas cejas.


—Estoy bastante seguro de que algo así sería imposible.

—¿Cómo que imposi…? ¿No comprendes? Tú, por ejemplo, sabes dar por culo.
Molestas. ¿Ahora lo pillas?

—¿Cómo se implica vuestro trasero en todo esto?

—Solo cuéntame la condenada historia.

—No fueron creados para perforar vuestros traseros. Hace más de diez mil años,
los hacedores crearon a los Titanes, gigantescos seres, para organizar vuestro
mundo. Mares, tierras, bosques, ríos, montañas. El problema fue que, cuando los
Titanes terminaron su trabajo, no querían abandonar el mundo ni permitir que
otros lo reinasen. Ellos lo habían transformado con su esfuerzo y tiempo, y querían
gobernar en él. Los humanos aún no existíais, pero ya teníais enemigos.

Cunningham desencajó la mandíbula; pero, ¿qué patraña le estaba contando?


Creyó que el ángel estaba gastándole una broma, pero Deneb Kaitos se mostraba
lo bastante serio y convincente.

—Titanes… —repitió enarcando una ceja.

—Sí. Titanes.

Se rascó la frente.

—Está bien. Puedo aceptarlo. Titanes. Continúa…

—Bien. Los hacedores pueden crear vida, mas no sesgarla. Fue por eso que
crearon a los dragones, para eliminar a los Titanes. Son auténticas bestias de
caza; cientos de miles de dragones surcaron vuestros cielos; para cada Titán,
treinta dragones se abalanzaban y lo descuartizaban sin piedad. Ganaron la
guerra en menos de dos días.

Una pluma plateada se desprendió del ala de Deneb Kaitos para flotar
perezosamente en el aire, en dirección del comandante. Cunningham lo atrapó
con la palma de la mano para luego cerrar el puño. Cientos de miles era un
número abismal; un enjambre mortal que estremecía solo de imaginarlo. El ejército
del Hemisferio Norte manejaba números menores. Poco más de quinientos
dragones conocidos.

—¿Cientos de miles?

—Bueno, no estuve allí, los ángeles aún no existíamos. Eso es lo que dicen las
Potestades, quienes apuntaban todo lo narrado por los hacedores. Pero, luego de
un tiempo, incluso los dioses empezaron a ver a los dragones con malos ojos.
Aunque esa será una historia que te contaré en otra ocasión —dijo señalando el
cielo.

Cunningham se fijó en la dirección que señaló el Dominio, hacia las estrellas, y


notó una sombra cruzando fugazmente el cielo. Abrió los ojos cuanto pudo cuando
oyó el rugido que, para colmo, hizo vibrar la arena a sus pies. Su corazón
apresuró latidos y tragó saliva porque el momento parecía haber llegado.
Esperaba encontrarse con varias cosas en el Mar Radiante, pero no tan
rápidamente con los dragones. Desenvainó su espada y gritó a todo pulmón.

—¡Cambio de planes! ¡Dragón a la vis…!

Notó de reojo una flecha cortando el aire y clavándose en la arena, a centímetros


de sus botas, hundiéndose hasta las plumas. El astil era de un brillante plateado;
definitivamente, no era como sus saetas ni la de sus hombres. Miró a un lado y
otro, buscando al enemigo. Dio un respingo cuando Deneb Kaitos se levantó para
atrapar otra flecha, con la mano desnuda. Tragó saliva; aquel disparo se dirigía
hacia él y ese “condenado saco de plumas”, como lo llamaba, lo salvó.

—Enemigos —dijo Deneb Kaitos.

Cunningham enrojeció de furia. Preferiría que la saeta se hundiera en su cuerpo


antes que tener que agradecérselo.

—La próxima vez, no la detengas.

El Dominio se limitó a señalar, con el mentón, una duna por donde la supernova
Betelgeuse se posaba. Varias figuras oscuras asomaban y parecían fijarse en
ellos.

Ámbar lanzó el arco de polea hacia uno de los cruzados del Vaticano que tenía a
su lado, quien lo cogió al vuelo. “Gracias”, dijo ella sin dejar de mirar al peculiar
dúo de enemigos. No esperaba encontrarse con soldados del Hemisferio Norte en
el desierto de Bujará. La mujer se acuclilló hundiendo sus dedos en la arena y
tratando de sopesar opciones para actuar. Planeaba deshacerse de los dos vigías
con saetas tranquilizantes, al menos creía que ambos eran vigías, pero no
esperaba que uno fuera un ángel.

Diez cruzados aguardaban en el flanco derecho y otros diez en el izquierdo,


prestos a atacar en caso de que fuera necesario, pero con un ángel en filas
enemigas debía tener extremo cuidado. Uno solo era lo suficientemente peligroso
como para acabar con los treinta hombres de su escuadrón. Además, aún no tenía
idea de cuántos soldados estarían acampando cerca.

—Atrapó la flecha con las manos desnudas, el muy… —la mujer apretó los
dientes—. ¿Qué hace un pichón ayudando al ejército del Norte?

El comandante Alonzo Raccheli, a su otro lado, levantó el puño cerrado para que
nadie se moviera. En verdad que pensar que un ángel estuviera aliado al ejército
enemigo era algo imposible de imaginar.

—No lo creería si no lo viera —dijo Alonzo—. Reykō no deja de sorprenderme.

—¿Adulando al enemigo?

—¿Qué? ¿Estás celosa?

Ámbar resopló; miró el cielo buscando al Dominio Fomalhaut. Él podría poner


equilibrar la balanza en caso de una lucha, pero había partido en búsqueda de un
dragón para iniciar las negociaciones. “Apúrate”, pensó reponiéndose. Levantó la
mano, esta vez, cerrando y abriendo el puño un par de veces; los flancos fueron
acercándose a los dos enemigos, arcos en ristre, en tanto ella bajaba por la duna
junto con sus hombres.

—¡Quietos y las manos tras la cabeza! —gritó ella.

Deneb Kaitos acató sin pensarlo mucho; al fin y al cabo, los conflictos entre los
humanos no eran de su conveniencia ni su interés. Cunningham, en tanto, frunció
el ceño al percibir el peculiar acento portugués de la mujer. Cuando se le acercó lo
suficiente distinguió su rostro bajo la luz de las estrellas. Tenía que ser la ex
capitana de Nueva San Pablo, Ámbar Moreira, aliada ahora a los cruzados del
Vaticano. Se fijó en ella y ni siquiera se molestó en mirar a los hombres que les
arrinconaban desde los lados.

—Cuesta quedarme quieto en tu presencia —dijo el comandante llevando las


manos tras la cabeza—. El premio por presentar tu cabeza cercenada es el
segundo más valioso en el mundo.

Ámbar, al aproximarse, se fijó mejor en él. Era un hombre joven y con un descaro
peculiar para ser un simple vigía.

—¿Segunda? ¿Quién se supone que vale más que yo?

Alonzo Raccheli, tras la mujer, sonrió con los labios apretados.

—Deberíais rendiros —dijo Cunningham—. Sois solo treinta. Aquí somos un


millar.
Ámbar se sorprendió al oírlo. Que el hombre supiera cuántos eran, exactamente,
levantaba sospechas de que tal vez ya los estuvieran rastreando desde mucho
antes. Si era verdad que ellos llegaban a mil hombres, desde luego contarían con
muchos más vigías y por ende con mayores probabilidades de haberlos
descubierto. Intentó disimular su sorpresa con serenidad.

—Hablas muy suelto para ser un simple vigía. ¿Quién eres?

—Albion Cunningham, comandante del escuadrón “Caza dragones”.

Ámbar silbó. Era un pez gordo.

—Si crees que solo somos treinta te llevarás una decepción.

—No. Sois treinta. Entrasteis al Mar Radiante pensando que seríais los únicos
maniáticos que iríais tras un dragón porque tenéis un ángel de vuestro lado. Pero,
como ves, yo también cuento con uno. Y entré anticipando que no estaríamos
solos.

Tras él, en el horizonte negro cortado por dunas plateadas, asomaron cientos de
soldados del Norte con sus arcos de polea tensados. Desde las alturas se notaba
el gigantesco anillo de hombres que, poco a poco, se reducía alrededor de Ámbar
y su sorprendido escuadrón. La mujer no se lo podía creer; cualquier atisbo de
admiración que pudiera sentir por la osadía y previsión del enemigo fue enterrada
bajo la abrupta rabia que sentía.

Absolutamente todos dieron un respingo al oír el rugido de un dragón, en las


alturas; muchos miraron aquí y allá, pero no lograban divisar al lagarto volador.
Cunningham, en cambio, se sentía eufórico al haber capturado a los rebeldes.
Prefería despachar a las dos cabezas visibles de la “resistencia dogmática” que a
los dragones.

—Os estaba esperando, cruzados. Manos tras la cabeza y de rodillas.

Deneb Kaitos no se mostraba peculiarmente preocupado. No conocía a Ámbar y ni


su posición como representante del reino de los mortales. No obstante, percibió el
súbito cambio de aura que acusó de Cunningham. Notó que, en presencia de
aquellos que él consideraba enemigos, se transformaba en un hombre más
siniestro, más oscuro.

Notó una inesperada ansia de sangre.

—Cunningham —dijo Deneb Kaitos—. Eres un gran hombre y estratega. Y lo


seguirás siendo mostrándote piadoso con tus enemigos.
El comandante hizo un ademán.

—Tú no pintas nada aquí. Terminemos con esto rápido.

—¿“Terminar”? —preguntó el ángel.

El mortal asintió, extendiendo los brazos.

—Desde luego. Estamos en el Mar Radiante, cortesía de tu Arcángel. Estamos en


la Edad Media, ¿no es así? Aquí no hay Unión de Hemisferios ni Alianza de
Naciones que meta sus narices, entonces actuemos en consonancia. Dirigiré la
ejecución.

II. Año 1396

—¡Detenedlo de una vez, voy a ejecutarlo!

Esa era la orden que partió del general de los soldados afganos. Enfundado en su
túnica blanca y fajín rojo con símbolos dorados, el barbudo persa salió de su
cuartel llevándose tras sí una estela de soldados; el estruendo del cañón
disparado lo había despertado y estaba visiblemente enfadado luego de que le
informaran el motivo: un Orlok se había hecho con el control de la fortaleza,
disparando contra los comerciantes sin ningún motivo aparente.

Se dirigió a los pasillos del muro, abriéndose paso entre sus hombres y desde allí
se fijó en el terreno exterior. Apretó los dientes al ver las volutas de humo negro
ascendiendo desde donde había impactado el disparo del cañón. ¡Qué
atrevimiento!, pensó apretando la empuñadura de su cimitarra. Kabul poseía
autonomía y libertad gracias al matrimonio entre Tamerlán y la hermana del
gobernador, y le habían prometido que, debido a su importancia comercial en la
Ruta de la Seda, la ciudad sería protegida y respetada por el Imperio mongol.

Abajo, a las sombras de la fortaleza militar, el gentío se había arremolinado en el


lugar formando una suerte de herraje de caballo; destacaban varios monjes
budistas agrupándose en una larga y gruesa fila, una suerte de muro humano;
delante de todos ellos, el joven Mijaíl, montado sobre su caballo blanco, miraba
fijamente al mariscal mongol bajando por la cuerda.

—¡Wang Yao! —gritó el ruso—. ¿Acaso no me habéis oído? ¡Vosotros continuad!

Buscó su pendiente de Santa Sofía bajo la chilaba, empuñándolo con fuerza y


dedicando una oración para tranquilizarse. Tan ensimismado estaba ante lo que
creía sus momentos finales que no se percataba de los budistas engulléndolo en
sus filas. Como un mero custodio, no tenía la importancia de un hombre como el
embajador. Se le hizo evidente que el Orlok lo estaba cazando a él: lo llamó por su
nombre; debía confrontarlo porque de seguir con el anciano lo pondría en peligro.

—Oh, Dios… —se lamentó meneando la cabeza para espabilar—. Este es. Llegó
el día. ¡Hacedme un favor! Cuando lleguéis a Koryo, mandadle una carta a mi
hermano. Decidle que morí como un hombre y que lo esperaré en el Paraíso con
su espada. Y luego otra carta para Anastasia. Decidle que…

Wang Yao no lo dejó terminar. Llevó su montura hasta el ruso atravesando la


marea de budistas y martilleó, con la empuñadura de su espada, la cabeza del
guerrero. Mijaíl perdió el conocimiento, pero el oriental lo sujetó para que no
cayese del caballo. No iba a permitir, bajo ninguna circunstancia, que su pupilo
enfrentara a semejante bestia.

Agarró las riendas del caballo y se la acercó a uno de los budistas. Se le había
hecho evidente que la presencia de estos no era simple coincidencia.

—¿Sois los enviados de la Sociedad de Loto Blanco?

—Mi señor —asintió el budista—. Somos enviados del comandante Syaoran. Un


gran ejército de Xin está esperando al embajador en la entrada del corredor de
Wakhan. No entrarán a Transoxiana pues no desean crear conflictos con los
afganos. Os está esperando.

—Entonces es clave que sobreviva este muchacho —Yang Wao entregó la rienda
al monje—. Durante tres meses protegió al embajador con su vida. Confío en la
honorabilidad de vuestra sociedad.

El monje reverenció y tiró de la rienda para llevárselo. Wang Yao se giró sobre su
montura y miró al embajador, quien estaba alejado del ajetreo.

—¡Mi señor! Los budistas os guiarán hasta el corredor de Wakhan. Procurad pasar
desapercibidos. Os alcanzaré.

El embajador hizo una mueca; no era lo que deseaba oír. No quería perder ni al
ruso ni a su sirviente, pues los meses en compañía de ambos no pasaron en vano.

—¿Vas a enfrentarlo?

—Así es, mi señor.

—Me estás abandonando.

—Soy vuestro sirviente y cumplo con mi misión de protegerlo. Como os he dicho,


os alcanzaré.

Wang Yao desenvainó su sable y lo ladeó para comprobar el filo. Era una espada
de hoja gruesa y se robó la admiración de los mercaderes. El sirviente estaba
convencido de que la lucha sería un “baile” brutal, pero sentía que podía ganarla.

—Todavía tenemos tiempo de huir —insistió el embajador.

—Si huimos, nos alcanzará antes de llegar a Wakhan. Confíe en mí. Caerá bajo
mi sable y me uniré a vosotros más adelante.

El embajador chasqueó la lengua, frustrado de no poder convencerlo.

El Orlok saltó los últimos tramos del muro y rodó por el suelo, levantando una
espesa niebla de arena a su paso. Se repuso rápidamente, echando un vistazo a
su alrededor; se internó en el tumulto de comerciantes y ciudadanos, abriéndose
paso a empujones. Desenvainó un cuchillo guardado en su bota y se abalanzó
enérgicamente sobre un jinete afgano que intentaba controlar a la muchedumbre;
tras clavársela en el cuello, lo derribó de un manotazo y agarró las riendas de la
montura para cabalgarlo.

Se fijó hacia adelante esperando encontrarse con el ruso, pero no lo vio; frunció el
ceño al notar un auténtico mar de monjes budistas en el sitio, imitando un incendio
con esos vivos colores de sus túnicas flameando al viento; era casi como si
intentasen confundirlo. Y, para su frustración, había perdido de vista al
novgorodiense. No obstante, el “mar de fuego” se abrió en dos, permitiendo que
surgiese un guerrero oriental de calva brillante, montando un caballo blanco.

Wang Yao apuntó al Orlok con su sable y rugió:

—¡Orlok! ¡Wu huang wangsui!

El Orlok se fijó quietamente en él. Estaba al tanto de que había tres viajeros: el
ruso, el embajador y su leal sirviente. Aquel hombre debía ser el último. No
entendió el grito de guerra ni el motivo por el que lo confrontaba, pero pensó que
debía ser un completo necio para desafiarlo; preparó su sable y también lo apuntó.

—¿Proteges al ruso? Suficiente razón para considerarte mi enemigo.

El oriental hizo caso omiso; se inclinó sobre su montura y galopó con velocidad,
elevando su espada a un lado, horizontalmente. El Orlok ladeó el rostro al
observar la postura; se había enfrentado a cientos de jinetes experimentados y
siempre había salido victorioso, aunque este especialmente parecía saber lo que
hacía, con confianza y soltura; espoleó su montura y se echó a la carrera mortal.

Alejado del duelo a muerte, el embajador se retiraba cabalgando a trote


moderado. En la montura cargaba a un adormecido Mijaíl; los brazos del joven
colgaban de un lado y las piernas del otro. Juntos se abrían paso, lentamente,
entre los comerciantes que cumplían las veces de espectadores de la lucha. Oía
los casquetazos de los caballos enfrentándose y al anciano le dolía no girarse
para ver la batalla.

Un budista se prestó para acompañarlo hasta la frontera, pero el anciano meneó la


cabeza.

—Aprecio tu ayuda, pero a partir de aquí continuaré por mi cuenta.

—Usted necesita de un guardia, mi señor.

—No lo parece, pero este sirve —palmeó al adormecido ruso—. No iré


acompañado de budistas. Me temo que, con vuestro pequeño telón montado para
protegerme, os habéis revelado como cómplices. El Orlok es un hombre
inteligente y estoy seguro de que mandará a cazar a todos los budistas aquí en
Kabul.

El monje reverenció con quieta tranquilidad. Todos estaban preparados para morir
protegiendo al hombre que, estaban convencidos, sería la clave para restaurar el
auténtico orden en el reino Xin.

—Os cubriremos. El comandante Syaoran os está esperando, mi señor.

El murmullo del gentío aumentaba entre los casquetazos de los caballos que
corrían el uno contra el otro; tanto el Orlok como el sirviente se encontraron
cruzándose un potente y sonoro sablazo solo para comprobar la fuerza de uno y
otro. Se alejaron a trote moderado; Wang Yao se armó con una ballesta atada en
la grupa de su montura y giró su cuerpo para realizar el disparo. Era difícil ver al
Orlok debido a la espesa niebla de arena que levantó la carrera, pero calculó su
posición por el trotar del caballo del mongol, y disparó.

El Orlok apenas se giraba cuando sintió el virote hundiéndose en su muslo


derecho; gruñó fuerte, como un animal; meneó la cabeza y con otro bramido
esperó librarse del punzante dolor que lo martilleaba, causando un respingo
generalizado de los aterrorizados comerciantes; luego tomó el astil con sus
gruesos dedos y, girándolo a un lado y otro, se arrancó el virote ensangrentado.

Wang Yao entornó los ojos; la arena se había levantado tanto que se había
formado una auténtica pared que imposibilitaba saber dónde estaba su enemigo;
oyó galopadas acercándose y se sorprendió cuando vio al Orlok rompiendo el
muro de polvo a su izquierda, con su sable levantado y radiante bajo el sol. Se
sintió sobrecogido; parecía que podía cortarlo en dos sin mucho esfuerzo.

Para su sorpresa, el mongol arrojó el sable hacia él como si fuera una lanza, por lo
que el sirviente tuvo que escudarse con su propia espada para evitar que se
clavara en su pecho; Wang Yao se tambaleó y perdió un tiempo valioso tratando
de acomodarse con las riendas. Cuando levantó la mirada, notó que el Orlok había
desenfundado su arco con rapidez, tensándolo hasta la oreja.

El embajador ya se había alejado lo suficiente y ahora se internaba en una larga


fila de comerciantes que salía de Kabul; oyó el murmullo del gentío a sus espaldas
e incluso distinguió el lejano alarido de su sirviente cuando este recibió el flechazo
mortal. Cerró los ojos y apretó los puños. Le resultó imposible disimular su dolor
por perder a un hombre que le había hecho compañía durante tantos años.

El gentío a los pies de la fortaleza militar exclamó de admiración cuando el


guerrero mongol bajó de su caballo, rengueando y con la pierna ensangrentada,
dirigiéndose hacia el herido Wang Yao; el oriental había caído al suelo con una
flecha hundida en el centro del pecho; no sentía las piernas y, además, el dolor del
flechazo había desaparecido por completo. El Orlok recogió su sable del suelo y
se acercó.

Miró al oriental y gruñó en idioma persa.

—¿Por qué protegías al ruso?

Wang Yao esperaba la muerte con paciencia. Pero oyó la pregunta y sonrió pese
a la sangre brotándole en la boca. Recordó aquella mañana que, junto con Mijaíl y
el embajador, partió de la fría Nóvgorod. Hubo un hombre que se acercó a él y le
rogó un favor. De hombre a hombre. Wang Yao, un guerrero con honor, no dudó
en aceptar la desesperada petición. Porque sentía que había una nobleza
innegable en ese acto.

“Se lo prometí”, pensó el debilitado oriental. “Prometí a ese hombre que yo


cuidaría de su hermano menor”.

El Orlok prosiguió ante el silencio.

—Sé que también protegías al embajador de Koryo. Sois vasallos de nuestro


Imperio y por ello no tenía intención de meterme en vuestro camino; solo quería al
ruso. Pero, por este acto, yo mismo me encargaré de llevarles la muerte. Sois
traidores.

El Orlok posó la punta del sable en el pecho de Wang Yao.

—A los hombres de alta sangre de Koryo y Xin los llaman los descendientes de los
dragones, ¿no es verdad? Que esto sea lo último que oigas, traidor. Cazaré al
ruso y a vuestro envejecido dragón. Y mearé sobre sus cadáveres.

Hundió el sable en el corazón.

III. Año 2332


El comandante Cunningham avanzaba entre la fila de los enemigos capturados.
Estaban esposados y de rodillas, visiblemente nerviosos. El joven silbaba una
canción y pareciera que el asunto de la caza de dragones entró en un segundo
plano. Tal vez era el Mar Radiante, pensó, que los aislaba del mundo exterior y
por lo tanto sentía que tenía libertad de hacer lo que le viniera en gana. Podía
incluso desarrollar su lado más animal sin temor a consecuencias. Sonrió al
considerarlo; ¡no habría consecuencias!

Deneb Kaitos nunca abandonaba su lugar al lado del comandante. Y, en esta


ocasión, a Cunningham no parecía molestarle. Estaba demasiado animado al
tener entre los capturados a las dos personas más importantes del ejército del
Vaticano como para perder tiempo con el ángel. Esa noche, él pondría fin a lo que
consideraba un oscuro capítulo de la humanidad.

Se dirigió al frente de la fila; todos sus hombres se habían arremolinado alrededor


de los prisioneros, curiosos ante lo que acaecía. Muchos se preguntaban si la
ejecución iba en serio o solo era una forma de torturar mentalmente a sus presas,
algo que sería propio del hombre preferido de Reykō.

El joven asintió a un grupo de soldados de confianza y estos se prestaron a ir


detrás de cada prisionero. Raccheli y Ámbar se encontraban allí entre los
capturados, también de rodillas y esposados; esta última devorándose al joven
comandante con la mirada.

Cunningham levantó la mano.

—¡Desenvainad las espadas!

Sus hombres lo hicieron. Los demás soldados rugieron y levantaron sus armas al
aire en señal de aprobación; la euforia se había desatado en el campamento. Los
prisioneros protestaron airadamente al caer en la cuenta de que todo parecía ir en
serio, pero sus protestas se perdieron en el mar de bramidos ensordecedores. Y
Ámbar, sobre todo, se exaltó al oír, detrás de ella, el sonido de una espada
saliendo del cuero de la vaina. ¡No podía ser ese su final! Intentó levantarse, pero
el soldado tras ella se lo impidió martilleando la empuñadura en su cabeza, acto
que fue celebrado con más vítores.

El comandante Raccheli inquirió airadamente cuando sintió la hoja de una espada


apretándole el cuello.

—¿Pero esta tontería va en serio?

—¿Tontería, dices? —preguntó Cunningham, temeroso bajo la luz azulina de la


supernova Betelgeuse—. Voy a daros lo que os merecéis.

—¿Te estás escuchando, niño? ¿Qué diantres hemos hecho para merecer esta
ejecución?

—¡Y encima me preguntas por qué! ¿Así de cegado estáis? ¡Protegéis a los
ángeles y los encumbráis! ¡Pretendéis aliaros con dragones! ¡Dragones! ¡A los
mismos que nos han dejado este mundo de mierda! Sois todos de la misma
calaña. ¡Me basta con ello para ejecutaros y descabezar vuestra ridícula secta!

—¿Secta? ¿Cómo un maniático como tú podría estar al frente del ejército del
Norte? Dragones y ángeles podrían destruirlo todo ahora mismo si lo desean y no
tendríamos la manera de detenerlos. ¿Ves a alguno haciéndolo? ¡No dejes que
Reykō te ciegue el juicio!

—¡No menciones a Reykō, maldito anciano, es por ella que soy lo que soy! ¡Un
hombre libre de dogmas!

Levantó la mano, presto a bajarla para realizar la señal de ejecución y aquello hizo
que los soldados celebrasen como auténticos animales, alentando a su líder.

—¡Caeréis todos!

—¡Basta! —gritó Ámbar, alarmada—. ¡Tiene una hija, tiene una hija que la está
esperando! ¡Piensa por un momento! Esto no va a devolverte ni hacerte entender
nada. No lo hagas, ¡piensa en las consecuencias!

—¿De qué consecuencias hablas, mujer? ¿Y tienes una hija, Raccheli? Esto lo
vuelve mejor. Solo me apena que no esté aquí para verlo todo.

Bajó la mano.

Ámbar cerró los ojos y agachó la cabeza temiendo el tajo final. Una auténtica
oleada avasallante de pensamientos y emociones inundó su cabeza; no encontró
paz ante la llegada de la muerte, sino una gigantesca frustración por haber fallado
con todos lo que confiaron en ella. Oyó los sables silbando, cortando el aire aquí y
allá, gruñidos y el sonido seco de varios objetos cayendo sobre la arena. Pero ella
no sentía dolor alguno. Levantó la mirada y aún seguía allí, viva, pero se congeló
cuando vio a un lado y otro.

Los cruzados, Raccheli incluido, habían sido salvajemente ejecutados por el


sádico comandante y sus soldados. Regueros de sangre, ennegrecidas por la
noche, serpenteaban sobre la arena en tanto los cuerpos, sin sus cabezas, caían
desplomados. El corazón se le aceleraba incluso más que hacía momentos y sus
manos temblaban demencialmente; no creía el salvajismo del que era capaz aquel
enloquecido muchacho. Pero, abruptamente, se preguntó por qué a ella la dejaron
con vida.

El joven se dirigió hacia la mujer dando espadazos al aire y pisando la sangre ya


absorbida por la arena; era una suerte de baile que era celebrado por los soldados
del Norte. Pateó un par de cabezas a su paso. Deneb Kaitos lo seguía por detrás,
inexpresivo como siempre, pero por dentro estaba bastante confundido. En verdad
que Cunningham le caía bien, pero desde que capturara a los enemigos acusó un
cambio tan drástico que, por un momento, le pareció irreconocible. Se preguntó si
aquella familia que había perdido a manos de los fanáticos, “Secta de Alas”, tenía
que ver con todo esa rabia y oscuridad que parecía emanar.

Cunningham se acuclilló frente a Ámbar.

—He venido a sabotear vuestra alianza con dragones, pero he conseguido algo
mucho mejor. El dogma tiene los días contados en el mundo civilizado.

La mujer tenía los ojos ausentes. Todo había dado un vuelco tan repentino que
sentía que no tenía la voluntad suficiente para siquiera hablar. El joven le
descorrió un mechón de la frente, tratando de sacarle algunas palabras.
Finalmente, Ámbar tragó saliva y dijo con voz apenas perceptible.

—¿Por qué…? ¿Por qué no me habéis ejecutado?

—Estoy seguro de que lo deseas. Vosotros los creyentes esperáis reuniros con
vuestros seres queridos tras la muerte, ¿no es así? Tú tenías una hija, si mal no
recuerdo. ¿Es ella en quien piensas? Ahora que estás cerca de la muerte,
respóndeme con sinceridad. ¿Realmente crees que está en algún lugar
esperándote?

La mujer empotró su cabeza contra el rostro del comandante, quien cayó hacia
atrás completamente despatarrado. Cunningham se tomó de la nariz mientras sus
hombres pedían que no la perdonara; sangraba y el golpe le causó un mareo
terrible, pero ya tenía su venganza preparada. Miró a Ámbar y esta tenía los ojos
inyectados de sangre.

—¡Eres un condenado monstruo y esos hombres te pesarán hasta el fin de tus


días!

Cunningham meneó el rostro y se repuso ágilmente, sacudiéndose la arena sobre


su uniforme.

—Que así sea. No te maté porque la “Secta de Alas” no mataba mujeres


cortándoles el cuello. Antes de inmolarse, a las mujeres las ejecutaban de otro
modo.

—¿Secta de…?

Hizo una señal con la mano elevada y se alejó mientras una decena de hombres
sujetaban a la mujer, quien, rabiosa, daba patadas como podía, aunque poco
podía hacer apresada. Jamás había sentido tanto odio por alguien. Deseaba ir a
por él y clavarle una espada en el corazón, pero no tuvo tiempo de seguir
pensando en su venganza; un hombre la abrazó por detrás, eran brazos fuertes, y
la apretó contra sí para levantarla para algarabía de los hombres. Ámbar estaba
cegada de ira; llamó a Cunningham una y otra vez, desafiándolo a un duelo que él
no aceptaría. Pronto su voz se perdió entre la euforia de los soldados mientras
una maraña de manos tironeaba de sus ropas con intención de deshacerla en
jirones.

Cunningham recogió su espada del suelo y se sentó sobre un par de cajas


apiladas al costado de una tienda. Se tomó la cabeza con las manos y sintió los
ojos ardiéndole; pronto se encontró allí, solitario y llorando como un niño. Estaba
completamente alienado del campamento; nadie deseaba irrumpir en un momento
delicado del hombre más poderoso del ejército del Norte.

Nadie, salvo uno.

—¿“Secta de Alas”? —preguntó Deneb Kaitos—. ¿Entonces es así como perdiste


a tu familia?

—Aléjate —hizo un ademán.

—No esperaba este salvajismo de tu parte. Debo decirte que me siento


decepcionado.

—¿Por qué crees que me importa tu opinión sobre mí, maldito plumero?

—¿Pretendías ganar algo imitándolos?

Cunningham escupió a un lado, enjugándose las lágrimas sin disimulo. Sus manos
temblaban. Deseaba estar solo, pero ya sabía que exigirle al ángel que se alejara
de él sería un desperdicio de tiempo.

—¿Qué sabrás tú de una familia? ¿Qué sabrás tú de lo que significa perder un


hermano? Si lo que me contaste es cierto, que fuisteis creados sin más, ni siquiera
tenéis noción del amor de una madre a un niño. ¿Te decepciono, dices? ¡Jamás
podrás estar en mi lugar! Deja de juzgarme y aléjate.

Ahora así, el joven hombre se sumió en un llanto desgarrador, agachando la


cabeza y abrazando sus rodillas. A Deneb Kaitos le pareció, por un momento, un
niño. Un mortal corrompido por completo debido al mundo salvaje en el que vivía.
Se preguntó si, de ser un humano, él también se vería así de frágil. Porque era
cierto lo que él le había restregado; Deneb Kaitos no conocía los lazos de los
mortales más que superficialmente. No amaba. No temía. No vivía en un mundo
como en el que el comandante había crecido.
El ángel se tomó el pecho, empuñando su túnica. Se preguntó si debía consolarlo
de alguna manera. Un beso. Eso tal vez. Como aquel que le dio en la cama de
Reykō y que tan bien se sentía en sus labios. Dobló las puntas de sus alas y
concluyó que sería arriesgado.

—Debo decirte algo, Cunningham.

—Solo cállate por una vez porque lo que diré no lo volveré a repetir… Tenías
razón, Deneb Kaitos. ¿Lo has oído? No hay gracia en la muerte. Esa mujer
también tenía razón. Nada de lo que pueda hacer va a limpiar esta mancha en
esto que los creyentes llaman “alma”. ¿Estás contento ahora? ¿Venías a
decírmelo? ¿O vienes a regodearte de mi llanto?

—No. Cunningham. He venido a decirte que los dragones están aquí.

Cunningham lo miró con sus ojos húmedos, incrédulo, pero Deneb Kaitos volvió a
señalarle con el mentón un lugar detrás de él, en el horizonte poblado de dunas y
estrellas. El joven se giró y lo vio por fin, cruzando la luna llena. Gigantesco como
ningún otro animal en el mundo, oscuro como la noche más negra, dando una
fuerte aleteada para atravesar el desierto en dirección al campamento y
levantando la arena a su rasante paso.

Rugió y, del susto, Cunningham cayó de entre las cajas.

—¡Dr…! ¡Dragón! ¡Dragón a la vista!

Deneb Kaitos ladeó el rostro.

—¿Dragón? Observa bien, son cientos.

Ámbar cayó tropezando sobre la arena intentando librarse de aquellos maniáticos


y violadores; había conseguido devolver un par de puñetazos, pero tarde o
temprano se vería vencida. Era increíble pensar que hacía solo unos minutos eran
hombres disciplinados y ahora, en el Mar Radiante, se convirtieran en
prácticamente animales. Un soldado, de pie frente a ella, empuñó una espada
presto a darle un tajo para castigar su rebeldía y esperar que así dejara de
resistirse; como miembro de un escuadrón policial, Ámbar estaba preparada para
enfrentar cualquier tipo de muerte, pero morir desangrada y ultrajada era la peor
de todas.

Surgió una fuerte brisa por detrás que hizo tambalear al soldado; un gruñido
paralizó a todos los hombres allí, que se giraron y vieron con horror cómo un
dragón surgía imprevistamente de la niebla de arena que se había levantado.
Abrió su gigantesca boca de incontables colmillos y capturó al soldado que
envainaba su espada; lo sacudió con saña para luego lanzarlo aire como si este
fuera un muñeco de trapo. Otro dragón, tan rápido que solo parecía ser un fulgor
negro, atravesó el cielo y atrapó al enemigo, llevándoselo a una velocidad
pasmosa.

Ámbar desencajó la mandíbula cuando el primer dragón se detuvo frente a ella, el


animal más grande que cualquiera que había visto, ladeándose y deshaciéndose a
los demás soldados por los aires con un latigazo certero de su cola. Por un
instante, notó los enormes y atigrados ojos purpúreos de la bestia y sintió un
escalofrío al saberse observada. Tras él se oían más rugidos mezclándose con la
cacofonía de gritos de los soldados del campamento. Cuando la polvareda fue
bajando, notó asombrada cómo incontables dragones cruzaban el cielo, todo un
enjambre oscuro, cayendo en picado para arremeter contra los mortales, como
una lluvia de flechas haciendo estragos.

La mujer se repuso. Las manos aún le temblaban debido a la horrible experiencia


que aún tenía a flor de piel, aunque era verdad que aquella bestia alada,
gigantesca y oscura, viéndola detenidamente, le resultaba temible.

—Gracias —dijo esperando que la entendiera.

El dragón, ahora rampante, extendió sus imponentes alas, batiéndolas para


levantar vuelo y unirse a la sangrienta cacería.

Ámbar se sujetó de las rodillas y trató de regular la respiración. ¿Tal vez el ángel
Fomalhaut consiguió pactar la alianza con los dragones y era por eso que ahora
estaban allí, ayudándola contra sus captores? “Debe ser eso”, pensó convencida.
Avanzó un par de pasos y recogió su espada zigzagueante, apretando la
empuñadura con ambas manos en un intento de recuperar la tranquilidad.

“Alonzo”, pensó cerrando los ojos con fuerza. Aquel “galán” había caído y se
sentía la culpable directa por su muerte. Mandó un puñetazo al suelo y murmuró
decenas de “Perdóname”. Por un momento, decidió rendirse. Se sintió fracasada.
Deseó dejar de ser la representante de los ángeles y los humanos. Deseó dejar de
luchar. Deseó que el mundo entero se terminara de una vez porque, viendo lo que
tenía ante sí, pensó que solo había una gran y larga cadena de violencia y muerte.

Pero no podía. No debía. Aunque no le gustara, había algo dentro de ella la


empujaba a seguir. Miró la supernova en el cielo y, por un momento, se olvidó de
los dragones y el ejército del Norte. Levantó las manos apresadas y dejó que la luz
se colara entre sus dedos.

Ella era la heroína de alguien.


Y cerró los puños.

El Dominio Fomalhaut descendió frente a ella, con el rostro impasible como


siempre. Podría traer la mejor de las noticias, se dijo la mujer, y el “pichón”
siempre actuaría como si fuese una estatua. Deseó tener ese tipo de temple o
frialdad en una situación como aquella.

—Lo conseguiste —asintió la mujer—. Trajiste a los dragones.

—No. Lo siento.

—¿Cómo que no?

El ángel se inclinó hacia ella para partir las esposas con una mano.

—Las negociaciones fracasaron. Los dragones no desean una alianza ni con los
ángeles ni con vosotros. Han dicho, en lengua dragontina, que no olvidan ni
perdonan. Nos quieren muertos a todos.

Ámbar enarcó una ceja.

—¿Estás seguro? Creo que no viste a uno de ellos salvándome el pellejo.

—Sí, lo he visto. Les hablé sobre ti, la portadora de la espada del Arcángel Miguel,
la nueva representante de ambos reinos. Esperaba que comprendieran la
situación acerca de la nueva guerra contra el Segador y la necesidad que tenemos
de contar con ellos como caballería…

—¿Y bien?

—Lo siento. Detestan a los mortales. Detestan a los ángeles. Pero, sobre todo,
odian a los Arcángeles o cualquiera que porte sus espadas. Así que, cuando les
hablé sobre ti, Nari-il, me dijeron que te despellejarán última.

Parpadeó un par de veces, incrédula; el Mar Radiante era, definitivamente, el peor


lugar en el mundo. Miró el innumerable ejército de dragones haciendo mella en el
ejército contrario y se preguntó cuál sería la razón de tanto odio. Para colmo aquel
aviso de que se ensañarían especialmente con ella la hizo estremecer.

Luego miró a Fomalhaut.

—Regresa junto a los tuyos y diles que lo siento. He fracasado. Me temo que no
he podido ayudaros a conseguir vuestra caballería. Dile a la hija de Alonzo que
entiendo que no me perdone. La muerte de su padre es completamente mi
responsabilidad.
A lo lejos, un de par de dragones arrojaban su aliento incendiario sobre los
soldados del campamento, en tantos otros hombres caían del cielo, ya calcinados
y dejando una estela de fuego, como cometas; el infierno se había desatado en el
desierto de Bujará y pareciera que no había escapatoria; no obstante, el Dominio
meneó la cabeza.

—Tengo órdenes expresas de no abandonarte.

—¿Ah? ¿Quieres asarte conmigo? ¿Quién te lo ordenó?

El fuego en el campamento se irradiaba en sus alas plateadas y rostro sereno; el


ángel desenvainó sus dos sables sujetos en la espalda y miró a los dragones.

—Órdenes de la Querubín.

IV. Año 393

El Orlok silbaba una canción mientras avanzaba por la fila de budistas apresados;
eran tantos que no había tiempo de llevarlos a los calabozos de la fortaleza Bala-
Hissar, que simplemente los agruparon a todos en las afueras de Kabul, a la vista
de los ciudadanos y comerciantes; un claro aviso de qué les deparaba a aquellos
contrarios al Imperio mongol. Los monjes estaban arrodillados y con sus manos
atadas a la espalda. Sendos soldados persas aguardaban la orden de ejecución,
prestos a acatarlas con sus cimitarras.

El barbudo general afgano acompañaba al Orlok en su peculiar caminata.

—No os mentiré, Orlok. Me encantaría verlo allí también, arrodillado y listo para
probar el acero de mi cimitarra.

El mongol enarcó una ceja. Era evidente que los afganos eran guerreros
orgullosos que no deseaban ser comandados por ningún extranjero.

—Arréstame o mátame si lo deseas —amenazó el Orlok—. Mi ejército vendrá


aquí. Si no me encuentran, habrá problemas.

—¿Crees que solté la teta ayer, mongol? Guarda tus amenazas, no asustas.
Vosotros, Horda de Oro, no tenéis potestad aquí. Si procedo a ayudarte a ti y tu
ejército es porque servís al propósito de eliminar cualquier enemigo de Tamerlán.
¿Habéis venido de Rusia para aplacar la rebelión de los Xin, no es así?

El general hizo un ademán y, tras él, sus soldados procedieron a ejecutar a los
budistas. Una decena cayó instantáneamente, aunque otros guerreros no fueron lo
suficientemente hábiles para cercenarles el cuello de un solo tajo. O dos. Pese a
todo, ni un solo monje emitió más que imperceptibles gruñidos ahogados.
—Debido a la rebelión en Xin, Tamerlán dispuso vigías para proteger Kabul —
continuó el general afgano—. En el “Techo del Mundo” existen casi doscientos
vigías a lo largo del Corredor de Wakhan. Recibíamos reportes a diario. Pero,
desde hace cinco días, se ha perdido el contacto con más de la mitad de ellos.
Ayer ni siquiera recibimos un reporte, Orlok, y estoy empezando a dudar de que el
explorador que envié esta mañana vuelva. Algo enorme avanza allí.

El Orlok se detuvo.

—Son los xin —se rascó la frente y unió cabos—. Es probable que estén
buscando al embajador. Una alianza entre los reinos de Koryo y Xin podría ser
fatal para la hegemonía del Imperio.

—No eres tan necio como pareces. No puedo permitir que esos xin sigan
acercándose a Kabul. Este es el caso: tú tienes un ejército, entonces me sirves
con la cabeza puesta en el cuello.

El mongol lo miró con una mueca. El afgano era un hombre difícil de tratar, rudo
como pocos, pero debía admitir que al menos no parecía esconder sus
intenciones.

—Me caes bien. Mejor que el último persa que conocí.

—Tú me caes como una picazón de escorpión en los huevos, Orlok. No sé si los
Xin planean invadir Transoxiana o simplemente encontrarse con ese embajador
del que hablas, pero eliminad a la amenaza con vuestro ejército y me olvidaré de
este incidente con el cañón. Entendería si necesitas que te prestase efectivos,
pero somos pocos y tenemos orden de resguardar Kabul.

El mongol se acuclilló hacia una cabeza cercenada que rodó hacia él. Estaba cada
vez más convencido de que el Dios Tengri estaba disponiéndolo todo a su favor.
Iría al temido corredor entre las cordilleras y allí no solo cazaría al ruso, sino que
además se encargaría de eliminar a un ejército xin, tal y como se le había
ordenado.

—Cabalgaremos hacia el corredor de Wakhan. No te preocupes, no necesito de


bebedores de leche. Mi ejército será suficiente.

Mijaíl montaba desganado en un terreno accidentado por colinas; cualquier


vestigio del rocoso terreno desértico de Transoxiana había desaparecido por una
vegetación irregular, hierbajos principalmente, y lejanas montañas de picos
nevados tenuemente dorados por el sol del amanecer.

El ruso estaba con pocas ganas de conversar con el embajador, quien compartía
la montura con él. Era una mezcla de sensaciones extrañas la que experimentaba
a solo dos días de haber escapado de Kabul. Deseaba con toda su vida volver
sobre sus pasos y confrontar al Orlok; vengar a quien actuó como su maestro
durante los duros meses de viaje y de paso eliminar a un potencial destructor de
Nóvgorod. Pero, si ese mongol derrotó a Wang Yao, no debía ser tomado a la
ligera. Sentía respeto… y miedo.

Además, tampoco podía abandonar al viejo embajador a su suerte.

Ya no tenían dinero ni joyas; pensó que al menos podrían haber vendido los
caballos, pero ahora ya solo contaban con uno; demacrado, además, lento y que
echaba espumarajos amarillentos al poco de galopar. La idea de que ambos
morirían antes de alcanzar Xin ya flotaba pesadamente sobre su cabeza. El
embajador, en cambio, se mostraba sorprendentemente apacible y murmuraba
una canción.

—¿Fue así de desastroso, mi señor? —preguntó Mijaíl.

—¿El qué?

—Cuando usted partió de Koryo en dirección a Nóvgorod. ¿Fue tan horrible el


viaje como este?

—Fue mucho mejor, desde luego —rio el embajador—. Pero tengo la esperanza
de que todo mejorará. ¿Y tú, Schénnikov?

—Sigo aquí, ¿no? Con ganas de seguir viviendo. Al menos lo suficiente para
clavarle mi espada a ese Orlok…

—Y montar a una mujer oriental. Solo te falta eso, Schénnikov.

—¡Montar a una mujer oriental!

Dio un respingo cuando oyó una flecha cortando el aire; la notó clavándose a los
pies de su caballo. Ladeó su montura y se preparó para galopar, aunque a saber
si el animal estaba en condiciones; echó una mirada en derredor. Entonces los vio,
a lo alto de una colina, a un grupo de guerreros que asomaban delante del sol.
Tragó saliva esperando que no fueran mongoles.
Wezen lanzó el arco a un lado, hacia su amigo Zhao, quien lo cogió al vuelo.
“Gracias”, dijo sin mirarlo y fijándose en aquel llamativo dúo de viajeros. Trató de
verlos mejor. En verdad que no se parecían ni a los mongoles ni a los afganos que
solían entrar en el Corredor de Wakhan y que rápidamente eran despachados por
él y su escuadrón de arqueros dispersos en las colinas circundantes.

—Podría ser el embajador —dijo el budista.

—Levanta la bandera roja. Son mongoles —asintió el guerrero xin.

—No, no lo son. Wezen, uno de ellos es un anciano… y el jinete ni siquiera luce


como un mongol…

Wezen se frotó el mentón.

—No me estoy refiriendo a ellos.

—¿De qué hablas?

Wezen señaló con un cabeceo a un sitio más allá de los dos viajeros; en el lejano
horizonte irregular, una larga fila de sombras asomando y levantando tras de sí
una gigantesca polvareda; se acuclilló y posó la palma abierta de la mano sobre la
roca a sus pies, esperando sentir la más mínima vibración que le confirmase lo
que parecía mostrarse: millares de jinetes dirigiéndose en rápida galopada hacia
su posición. Notó las banderas, llevadas por los que deberían ser los
portaestandartes, pero desde esa distancia no podía distinguir más que el blanco y
rayas de algún color oscurecido.

—La Horda de Oro —susurró el budista.

Wezen sintió el corazón latirle con prisa. Apretó los puños y se repuso sintiendo
una inyección de energía repentina. ¡Mongoles a la vista! La batalla era inminente
y no veía el momento de repartir espadazos.

Aunque no pudieran notarlo, al frente de aquel ejército se encontraba el Orlok


cabalgando con velocidad endemoniada, comandando a sus hombres a la batalla
y contagiándoles de valor. Durante dos días viajaron desde Kabul hasta la entrada
del corredor de Wakhan con apenas tiempo para descansar. Movido por su firme
creencia religiosa de que todo estaba dispuesto para su venganza, no escatimó en
recursos. Su tumán completo, diez mil jinetes, habían seguido su estela para dar
caza a los rebeldes xin y al ruso de Nóvgorod.

Wezen se repuso y tomó rumbo a su caballo, presto a bajar por las colinas y
advertir a su comandante, quien aguardaba en el extenso campamento xin
armado en las inmediaciones. Estaban preparados para un encuentro así; era de
esperar tras haber eliminado a todos y cada uno de los vigías y exploradores que
venían de Kabul.

El budista lo sujetó de la hombrera.

—¡Wezen! No te olvides del embajador.

—Es verdad. Enviaré a un escuadrón para custodiar a ese anciano. Es posible


que sea el embajador. La verdad es que no podría importarme menos.

El xin montó enérgicamente sobre su animal y tomó las riendas. Miró al budista
con esos ojos amarillentos, feroces, que parecían destellar fuego.

—Y tú no te olvides de levantar la bandera roja, Zhao. Mostrémosles los dragones


a esos mongoles. La guerra está aquí.

Continuará.

Desctructo III Tus ojos me recuerdan las estrellas

Noveno capítulo. ¡Batalla sin cuartel! Xin y mongoles se desafiaron en el


Himalaya. Y en una nueva época, los ejércitos de dragones y mortales
libraron una batalla memorable.

Guía de lectura y personajes de Destructo III (Link).

I. Año 2332

Cientos de dragones sobrevolaban en el cielo nocturno, dibujando un gigantesco


círculo de al menos doce anillos de grosor; era un ejército numeroso que incluso
había ocultado la luna, ennegreciéndolo todo. De vez en cuando, dos lagartos se
desprendían del grupo y arrasaban entre los soldados del Norte, quienes no
podían hacer nada ante las feroces embestidas de las bestias que los arrojaban
por los aires.

Cunningham levantó la mirada y apretó los dientes. Se sintió sobrepasado, pillado


de sorpresa y, viendo la bestialidad con la que actuaban los dragones, todas las
ideas y estrategias que tenía preparadas recibieron un baldazo de agua fría. Lo
que más odiaba era el hecho de que aquellas bestias podrían acabarlos con un
solo ataque, si es que se venían todos a la vez, pero por alguna razón solo
volaban sobre ellos enviando a un par, gruñendo y estremeciéndolo todo a su
alrededor.

“Están jugando con nosotros”, pensó apretando los puños.

Se acercó a una antorcha encendida cerca de una tienda y la agarró; avanzó entre
sus hombres, quienes se habían arremolinado alrededor de él. Deneb Kaitos lo
miró con curiosidad.

—¿Qué harás?

—¿Qué crees? A diferencia de ti, no me quedaré quieto.

—¿Vas a contraatacar?

El joven comandante saltó sobre unas cajas apiladas y levantó la antorcha al aire
para que sus soldados lo mirasen.

—¡Oídme! ¿Recordáis los entrenamientos en los montes de Salduvia? Reykō


estaba en disputa con la planta de energía de fusión que nos proveía electricidad.
Los cabrones desactivaron el suministro de la base y durante una semana entera
nos bañamos en agua congelada. Nos recuerdo en las duchas, helados y tiritando
entre risas… ¡Por el Norte, querían echarnos de allí, pero solo consiguieron
envalentonarnos más! ¿Recordáis la promesa que hicimos? ¡Que cazaríamos a
los dragones y arrojaríamos sus enormes cadáveres en medio de la puta planta de
fusión!

Se giraba mientras hablaba, tratando de mirar a los ojos de todos y cada uno de
sus hombres. Quería sostener las miradas; que dejasen de observar arriba y que
esos rugidos dejaran de intimidarlos. Muchos asentían porque recordaban. Otros
levantaban sus arcos, aullando. El comandante se golpeó el pecho con el puño.

—¡Estos lagartos nos quieren correr de la misma manera, pero no saben lo que
les espera! ¡Oídme, hijos del Norte! ¡Yo no pretendo caer sin dar una lucha! ¡Yo no
pretendo irme sin soltar al menos un puñetazo a esos horribles rostros suyos!
¡Reclamemos esta noche, caza dragones! ¡Formad dos filas de diez arqueros
frente a mí! ¡La primera, preparad saetas cegadoras! ¡Segunda, saetas de carga
explosiva!

Los soldados sintieron unas renovadas energías al oírlo y, sobre todo, verlo;
porque sus ojos parecían destellar fuego; el comandante había vuelto en sí y al
menos daría una lucha; imbuidos de valor por sus palabras, corrieron hacia
adelante armándose con sus arcos de polea; en un llano entre dunas, formaron
una larga fila y se sentaron sobre una rodilla, apuntando al cielo enjambrado.
Detrás de ellos se formó otra fila con hombre que, de pie, tensaban sus arcos.
Muchos temblaban, y de hecho el comandante lo notó por lo que fue entre las filas
para dar golpes de ánimo a unos y otros.

—¡Recordad todo lo que hemos atravesado para llegar hasta aquí! —coscorrones
aquí y allá—. ¡Por vuestras familias en Alba, Lutecia, Iberia y en especial en la
hermana de Jonathan en la ciudad de Valentía! ¡Por ella, sí, deseo verle esas
enormes tetas una vez más!

Carcajadas y aúllos se oían en un lado y otro. Los temblores iban aminorando en


detrimento de una sensación de valor; el comandante lo sabía. Miró el enjambre
arriba; había notado que los dragones no enviaban a un par de los suyos por
simple azar: estaban sincronizando un ataque y sabía que pronto bajarían dos
dragones; achinó los ojos cuanto notó al gigantesco Leviatán encima de ellos,
gruñendo con fuerza descomunal y agarrando a los suyos con sus propias garras
traseras, sacudiéndolos como si también les imbuyera de valor a su manera.

—¡Veinte hombres en mi flanco derecho, veinte en mi izquierdo! ¡Tensad vuestros


arcos con flechas perforadoras!

Deneb Kaitos se mostró maravillado ante lo que veía; Albion Cunningham en todo
su esplendor: el joven comandante animaba a más soldados en tanto los restantes
formaban con rapidez y un orden que contrastaba con el caos que acaeció
minutos atrás. Por un momento deseó estar allí entre los mortales, tensando un
arco y rugiendo como uno más.

—¡Hijos del Norte, Caza Dragones! —Cunningham levantó la antorcha y la agitó


de un lado al otro, tratando de llamar la atención del ejército alado—. ¡Rugid
conmigo!

Bramó el grito de guerra junto con sus soldados con una fuerza que se asimilaba a
la de los propios dragones:

—¡Nuestros pechos las murallas!

Dos dragones bajaron del anillo, arrojados por su gigantesco líder. Estos en
especial parecían dirigirse directamente hacia Cunningham: era llamativo desde el
cielo debido a la antorcha. El mortal lo sabía y corrió hacia adelante en campo
abierto, atravesando la fila de arqueros.

—¡Flancos, apuntad las alas!

Uno de los dos dragones se adelantó como si quisiese devorárselo primero. Cayó
en picado y, extendiendo las alas, aminoró para luego cambiar de rumbo; voló al
ras del suelo, dando una enérgica aleteada para impulsarse hacia el mortal.
Silbaron flechas en el aire; incontables saetas atravesaron su campo de visión y
las alas se vieron perforadas, por lo que el lagarto cayó dando varios tumbos y
dibujando una larga estela sobre la arena. Advertido por el ataque de los flancos,
el segundo dragón se elevó para volver al enjambre en el cielo.

El lagarto herido intentó reponerse usando sus alas y patas traseras; no obstante,
vio a Cunningham a varios metros delante de él y deseó incinerarlo cuanto antes;
Leviatán lo había enviado específicamente a por ese mortal: abrió la enorme boca,
aunque no se esperó una repentina lluvia de flechas que, al impactar a su
alrededor, brillaron tan intensamente que quedó momentáneamente ciego. Intentó
levantar vuelo, pero a la señal de Cunningham, una veintena de flechas explosivas
surcaron el cielo y cayeron sobre el dragón, quien de feroces gruñidos pasó a
soltar lo que parecieran ser una auténtica orquesta de bufidos mezclándose con el
sonido de explosiones.

Luego vino una quieta tranquilidad solo cortada por el aleteo de las bestias arriba;
la niebla de arena que se había levantado alrededor del dragón bajó poco a poco
para revelar a la bestia, calcinada y echando humo de sus escamas. Levantó
ligeramente el cuello, con los violáceos y brillantes ojos semiabiertos, pero terminó
cayendo con todo su peso y finalmente muerto.

Los soldados del Norte bramaron elevando sus arcos al aire. Cunningham siguió
corriendo hacia la bestia, saltando sobre la cabeza. Desenvainó su espada y la
clavó en el cráneo del animal, entre los cuernos, solo para cerciorarse de que
estuviera finalmente muerto. La piel escamada era durísima, pero la hoja era filosa
y él tenía toda la energía del mundo.

La desclavó teñida de sangre. Luego apuntó a Leviatán.

—¡No sois invencibles! ¡No sois los putos invencibles!

Una auténtica oleada de bramidos de furor recorría el oscuro desierto de Bujará.


Los hombres habían derrotado a uno y sentían que podrían cargárselos a todos.
Se sentían dioses. Leviatán se fijaba en el comandante desde las alturas. Incluso
desde allí podía escuchar con claridad el constante grito de guerra del Norte:
“¡Nuestros pechos las murallas, nuestros pechos las murallas!”. Leviatán era una
bestia inteligente; sabía que había un claro desafío. Luego, echando una pequeña
estela de fuego por su nariz, agarró con sus patas a otros dos dragones,
sacándolos del vuelo circular y gruñéndoles a las caras en una especie de
reprimenda.

La sonrisa de Cunningham se convirtió en una delgada línea en su rostro pálido;


ahora, del anillo de dragones, diez se desprendieron y volaron más bajo para
preparar el asalto; Leviatán enviaría más efectivos. En cierta manera, el líder
dragontino le reconocía su astucia al haber sesgado a uno de los suyos. Aunque
el mortal no pudiera entender las motivaciones del dragón, lo cierto era que estaba
honrándolo a su manera.

—¡Todos, atención! ¡Más hombres, mierda, necesito más filas a mi alrededor!


¡Disparemos como nunca antes en nuestras vidas!

Tragó saliva mientras toda la milicia formaba a su alrededor en una suerte de


danza sincronizada; sabía que estaba usando todos los medios a su disposición
solo para dar pequeños arañazos. Iba a matar tantos dragones pudiera hasta
perecer, pero dudaba de que aguantarían más que minutos. A falta de tecnología,
necesitaba de una fuerza mayor. Casi como si adivinara sus pensamientos, el
Dominio Deneb Kaitos descendió a su lado sobre la cabeza del dragón muerto.

—Impresionante, Cunningham. Asesinasteis a Ryūjin. Él solo devoró a una


quincena de ángeles en la guerra contra Lucifer.

—¿Tienen nombres?

—¿Por qué no habrían de tenerlos?

—¡No empieces! Necesito tu ayuda. ¿Me darás una mano?

Deneb Kaitos esbozó una pequeña sonrisa de lado. Cunningham, en respuesta, le


devolvió una mueca de desagrado. En verdad que le costaba pedirle ayuda a un
ángel.

—Me honras. Mis alas son tuyas, comandante.

II. Año 1368

El ejército xin había planificado su estrategia durante los días que acamparon en
el corredor y las colinas adyacentes, por lo que al ver a los mongoles en el
horizonte nada les cayó de sorpresa. Mientras los enemigos armaban su
campamento frente al paso de Wakhan, los xin habían tenido tiempo de formar
sus filas; las órdenes llegaban claras y rápidas; decenas de mensajeros partían, a
caballo, desde la tienda principal donde el comandante Syaoran dictaba las
directrices a sus escribas.

Para el amanecer, unos dos mil jinetes esperaban a los mongoles en un paso
angosto resguardado entre dos altísimas y empinadas laderas de hielo y roca; a lo
alto, escondidos, mil arqueros se apostaban en cada flanco, prestos a lanzar una
auténtica lluvia de saetas cuando los enemigos irrumpieran en el corredor.

Era justamente allí, en uno de los flancos, donde Wezen paseaba a pie al frente
de la fila de arqueros. Se sacudió un par de copos de nieve que habían caído
sobre su hombrera; cualquier detalle le desquiciaba por lo especialmente inquieto
que se encontraba; si fuera por él, enviaría a todos los jinetes a un solo ataque
frontal contra los mongoles. Pero el mensajero traía órdenes claras; había que
atraer a los enemigos y dejar que él y sus arqueros se encargasen de eliminar la
oleada que seguramente enviaría el Orlok.

Atraerlos a una trampa no era precisamente su idea de una batalla; le seducía


ganarles por fuerza bruta.

Un soldado se acercó junto a él.

—¿Piensas en Xue?

Wezen enarcó una ceja al reconocer a Zhao enfundado en una armadura lamelar,
negra y de costuras blancas como la de los demás.

—Creía que nunca más volverías a ponerte una armadura.

Zhao se encogió de hombros.

—En aquella ocasión creía que no volverías a participar de otra batalla.

—Como quieras —hizo un ademán—. Aunque no lo creas, siempre recuerdo a


ambas. Son la razón por la que estoy aquí, ¿no?

—¿Ambas? ¿Piensas en alguien más?

Wezen dio un respingo; frunció los labios y miró para adelante.

—En la diosa Buda. He pasado mucho tiempo a tu lado y he aprendido a


apreciarla.

—Buda no es una d… —Zhao parpadeó incrédulo y susurró—. Piensas en Mei,


¿no es así? ¿Te has detenido a considerarlo alguna vez? No tienes ningún tipo de
futuro con una esclava; arriesgarías tu promoción en el ejército.

—Pero, ¿qué mierda haces? ¿Eres mi condenado ángel de la guardia?

—¿Ángel? ¿Ahora sabes algo sobre cristianismo?

—No soy cristiano, es solo que Mei me habló de ellos… —volvió a callarse. Meneó
la cabeza y caminó hacia adelante.

—Escúchame. No necesito de tu protección ni tampoco de tus palabras. Si estás


con esa armadura, entonces me sirves como soldado.

Lejos de la batalla que asomaba en la entrada del corredor de Wakhan, en el reino


Xin se vivía un silencioso y tenso amanecer. La ciudad de Congli parecía
mantener su rutina en torno a la venta de seda y plantación de arroz, pero había
una incómoda interrogante flotando sobre las cabezas de los habitantes: sabían
que, en el peor de los casos, los mongoles vencerían al ejército xin, avanzarían y
aplastarían todo lo que se le pusiese por delante; el apacible pueblo incluido.

Era un nerviosismo que incluso contagió a Xue, que como medio de distracción se
sentó bajo la sombra del ginko para trenzar los finos hilos de seda con la rueda
hiladora. El árbol había alfombrado el lugar con sus peculiares hojas amarillas y
ella tenía esperanzas de que allí encontraría la tranquilidad que buscaba. Debía
tener fe en su peculiar dragón, se dijo finalmente.

—¡Buenos días, Xue!

Dio un respingo cuando oyó una voz femenina; miró a un lado, tras el vallado de
su hogar. Frunció el ceño al ver a la esclava trayendo consigo un canasto; vestía
una túnica sencilla, blanca, y destacaba en el radiante mar de hierba. En verdad
que ni ella misma sabría explicar qué le incomodaba de Mei si se trataba de una
muchacha afable y guapa, algo tímida. Tal vez lo que le molestaba era la
incertidumbre de que esa muchacha bien podía haber intimado con su celado
dragón. Incontables veces…

—No te quedes ahí —dijo volviendo a su manualidad—. Eres bienvenida.

Mei reverenció por la hospitalidad y se acercó. No soportaba el ambiente en el


pueblo donde todos hablaban de guerras, de emperadores y rebeliones. Eso lo
vivía día a día cuando viajaba con el ejército xin. En Congli, simplemente, no podía
hablar abiertamente de lo único que le importaba.

Se sentó junto a ella e inmediatamente reinó un silencio incómodo. Posó la


canasta sobre su regazo y descubrió la tela. Había preparado arroz enrollado en
harina de soja; deseaba caerle bien a la hermana de Wezen.

—He traído algo para desayu….

—¿Piensas en mi hermano? —preguntó tensando los hilos de seda.

Una gota de sudor descendió de la frente de la esclava. Sus labios eran una fina
línea recta; no respondió ni se movió un ápice.

—Espero que sí —continuó Xue—. Estoy segura de que él piensa en ti.


Mei se relajó al oír aquellas palabras. Abrazó el canasto contra sí y se acomodó.

—Lo cierto es que temo por él. Es un buen hombre.

Xue dejó de hilar y la observó; comprobó que era una sinceridad arrolladora lo que
eran capaz de transmitir los ojos oscuros de la esclava. Los celos aminoraron. Esa
muchacha sufría, concluyó recogiéndose un mechón de la frente.

—Déjame contarte algo, Mei. Cuando éramos niños, Wezen se ató una soga a la
cintura para entrar a una zanja de barro y rescatar a una oveja. Al final, el que
quedó atrapado fue él. Y yo no tenía fuerzas suficientes para tirar de la soga… así
que empecé a llorar allí mismo pensando que Wezen iba a morir.

—¿Por una oveja? ¿Y cómo salió?

—Se giró hacia mí con la cara embarrada y me dijo que, si le dejaba morir, me
perseguiría toda la vida como un fantasma. Me aterré de la idea y corrí. Todo fue
una broma para poder martirizarme durante la noche como un supuesto espíritu.
Ten cuidado, porque ese bribón sigue ahí adentro de un cuerpo de hombre.

La quietud bajo la sombra del ginko fue finalmente desplazada por risillas de las
dos muchachas. El viento levantó una capa de pétalos amarillos del suelo; la
incomodidad que antes había entre ambas se había ido con la brisa.

—¡Tendré cuidado! —asintió Mei—. ¿Tú también piensas en él?

Xue se encogió de hombros. Se inclinó hacia el canasto y retiró uno de los lü


dagun. Se veía bien y, además, notó que era especialmente esponjoso al tacto;
seguro que Mei era una buena cocinera, concluyó dándole una mordida. Cerró los
ojos y emitió un largo gemido de aprobación que hizo sonreír a la esclava.

—No te preocupes demasiado por él, Mei. Es demasiado terco para morir.

Wezen echó una mirada hacia la planicie donde el ejército mongol había
acampado. Frunció el ceño; una oleada de jinetes se acercaba. Calculó unos mil o
mil quinientos guerreros atravesando a plena galopada. Un Mingghan. Dedujo que
el Orlok enviaría una décima parte de su fuerza principal, seguramente para
comprobar las defensas. Elevó su arco y, a su señal, un joven portaestandarte
guardó la bandera blanca que sostenía al borde de la ladera; levantó una de color
rojo, que ondeó con fuerza, y los arqueros de ambos flancos prepararon sus
arcos.

—¡Carcajes! —gritó a los suyos—. ¡Controlad vuestros carcajes, los quiero ver
llenos!

Luego miró hacia los jinetes de su ejército, abajo en el paso resguardado por las
laderas, y apretó los labios. En verdad que le gustaría estar allí listo para repartir
sablazos. Desde los altísimos flancos era sencillo llegar al terreno de batalla y
viceversa; un sendero, forjado por los propios xin para facilitar la ida y venida de
los mensajeros, serpenteaba hasta lo alto; con un buen caballo solo tomaría un
puñado de minutos.

De vez en cuando se le cruzaba la idea de bajar y ser parte de la batalla, pero


meneó la cabeza. Su misión era repartir órdenes a los arqueros y el éxito le
recompensaría con un cargo importante en la Sociedad del Loto Blanco.

Fue por el mismo sendero que el embajador y su escolta occidental subieron para
permanecer a salvo durante la contienda. Ni siquiera hubo tiempo para que el
embajador se encontrase con el comandante xin; lo harían cuando todo terminase.
El estrecho paso era un terreno peligroso como para dejarlos allí, así como el
campamento principal, que bien podría ser un objetivo específico de la caballería
mongola. Wezen ordenó que estuvieran cerca de él: las laderas eran demasiado
altas y empinadas como para que los mongoles subieran desde el afuera del
corredor.

No muy alejado de los arqueros, Mijaíl, sentado sobre una roca, bebía un odre de
agua. Estaba ansioso y le incomodaba estar bajo la atenta mirada de los dos
guardias xin que les fueron asignados a él y el embajador.

El ruso terminó de beber y lanzó el odre a los pies de uno de los inmutables
soldados. El embajador enarcó una ceja y se dirigió a su escolta:

—Estás pensando en el Orlok.

—De una manera u otra, clavaré mi espada en su corazón.

—Hay dos ejércitos entre vosotros dos.

—Eso es lo que me molesta, mi señor.

—Piensa en algo agradable. ¿Tu hermano, el oso de Nóvgorod? ¿O qué me dices


de esa princesa de la que decías no poder olvidar, Anastasia?

El ruso hizo un ademán.

—La había olvidado hasta que me la acaba de recordar, mi señor.

Y rio. Ambos rieron para inquietud de los dos guardias. Aún así, Mijaíl no se sentía
especialmente tranquilo. Ese Orlok lo había sorprendido por el solo hecho de
encontrarlo en un lugar tan remoto como Persia, presto a vengarse por su derrota
en Nóvgorod. De alguna manera esa bestia salvaje encontraría la manera de
volver hasta él, concluyó mirando a los arqueros xin que, ahora, se preparaban
para asediar a los enemigos.

Los jinetes mongoles entraron en el estrecho paso y con la misión de aplastar el


campamento principal. En tanto, la línea de jinetes xin los esperaban con los
escudos levantados al ver cómo los enemigos preparaban sus arcos en plena
galopada. Los tártaros eran un ejército feroz, el trotar intenso y sus aullidos
salvajes estremecían de una manera especial porque el sonido rebotaba por las
paredes del paso, acrecentando la impresión de que eran muchos más.

Wezen no se amilanó. Se inclinó con el arco tensado y apuntó hacia abajo; no


miró a un jinete en especial; era un auténtico mar de mongoles y polvo por lo que
con certeza acertaría a alguno. Y si no, tenía la confianza de que sus dos mil
arqueros de seguro harían mella.

—¡Disparad!

Cientos de flechas silbaron y se clavaron en los enemigos y sus caballos. La línea


frontal se había desarmado completamente, pero los que los seguían no
desistieron, avanzando a galope tendido rumbo al encontronazo contra los xin y
pisando a sus propios compañeros. Wezen y sus hombres recogieron sendas
flechas y volvieron a disparar, aunque ahora comprobaban con estupor cómo los
mongoles elevaban sobre sus cabezas sendos escudos que detenían los disparos.
Las flechas no hicieron tanta mella como en la primera oleada.

Wezen se giró y silbó al portaestandarte.

—¡Enarbola la bandera amarilla…! —se rascó la frente sudorosa—. ¡Espera!


¡Enarbólala a mi señal!

Miró hacia abajo y empezó a contar segundos; debía dejar que más mongoles
entrasen en el paso antes de ejecutar el siguiente paso de su plan. Sus arqueros
se mantuvieron quietos pero ansiosos; era clave ahorrar las flechas y no era
momento de seguir disparando.

Finalmente, elevó la voz.

—¡Ahora!

Nada más clavarse y ondearse la bandera, grupos de xin se prestaron a empujar


grandes rocas apilonadas en los precipicios de las laderas. Sus rostros se
desfiguraban del esfuerzo mientras gruñían. Wezen sonrió con satisfacción al
verlas caer y oír el estruendo allá abajo; a ver si esos escudos resistían, pensó
frotándose el mentón.

Los mongoles detuvieron la arremetida debido a los escombros de rocas


acumulándose en medio del paso; caían como lluvia torrencial; la estrategia xin
había funcionado: el ejército invasor se encontraba partido en dos. Adelante,
abandonados prácticamente, los mongoles que lograron avanzar ilesos eran
devorados por unos feroces y animados jinetes xin que aullaban por poder iniciar
la cacería.

Wezen se limpió el sudor de la frente; tal vez no era tan mala la idea de ganar con
mañas. Se fijó que muchos mongoles habían desmontado y escalaban las rocas
para unirse a la batalla o simplemente para disparar sobre ellas. El xin no iba a
permitir aquello; a su señal, él y sus soldados volvieron a inclinarse en precipicio
de la ladera, arcos en ristre.

Fue cuando notó de refilón cómo uno de sus arqueros cayó al vacío. Tragó saliva;
o era un torpe que resbaló o, peor, fue empujado. Se giró y comprobó con horror
cómo una treintena de mongoles había llegado hasta las colinas, corriendo hacia
ellos con sables en mano.

Se preguntó cómo fue posible que les pillaran de sorpresa y, sobre todo, cómo
pudieron haber subido su inalcanzable puesto. Pero no hubo tiempo para ello;
desenvainó su sable y al grito de “¡Enemigos en la retaguardia!” se lanzó contra
ellos.

Los mongoles no eran demasiados, pero eran feroces y pareciera que necesitaban
dos xin por cada uno de ellos. Usaban no solo sus grandes sables sino hasta sus
propios cuerpos para embestir a los sorprendidos arqueros. Wezen se enfrentó a
uno y esquivó un espadazo, agachándose; desde abajo envió un sablazo que
atravesó la quijada del enemigo.

La desclavó con fuerza y apartó el cadáver de una patada. Aulló con el rostro
salpicado de sangre para contagiar de ánimo a sus soldados.

—¡Mirad! ¡No son invencibles, no son invencibles!

Mijaíl, lejos de la contienda, se incorporó al oír el griterío. Los dos guardias xin
también se fijaron en la repentina invasión mongola y, aunque no parecían ser
muchos, desenvainaron sus espadas prestos a defender al embajador. El ruso
hizo lo propio, sacando a relucir su radiante shaska.

Fue cuando vio a un soldado mongol que, luego de tumbar un par de arqueros xin,
echó un vistazo alrededor. Mijaíl notó que se fijó especialmente en él. En nadie
más que él. Como si hubiera venido en su búsqueda. El mongol elevó la mano y
gritó una frase en jalja. Inmediatamente el enemigo fue despachado por Wezen,
quien corrió hacia él para cercenarle la cabeza.

El guerrero xin se tomó de las rodillas; luego escupió un cuajo de sangre sobre el
cadáver.
—¡Necesito vigías en esta ladera! ¡Pronto!

Se dirigió hacia el precipicio de donde habían venido los mongoles. Vio las
estacas y anclas apiladas a un lado y supo que habían subido escalando las
paredes escarpadas de hielo. Las pateó con rabia, pero al menos los atacantes
estaban siendo despachados porque no era un número importante.

Solo quedó un enemigo que, en otro extremo de la ladera, clavó una bandera
dorada que flameó enérgica. Wezen apretó los dientes y se armó con su arco,
tensando la cuerda hasta la oreja. La flecha atravesó una hilera de soldados xin
hasta que terminó clavándose en el pecho del mongol, que cayó por el precipicio.

El joven oriental avanzó con largas zancadas hasta la bandera y la desclavó con
nerviosismo. La tomó entre sus manos y miró a sus arqueros, esperando que
alguno supiera qué tipo de señal o mensaje podría significar aquello. Zhao estaba
allí, entre ellos, y se la mostró:

—¿Alguna idea?

Zhao meneó la cabeza.

—Supongo que ya da igual, la hemos derribado —concluyó Wezen—. Te encargo


para apostar vigías que vigilen este sector. Es primordial que protejamos a los
arqueros.

En el campamento de los mongoles el ambiente cambió abruptamente. En las


afueras de una tienda militar, el Orlok, sentado a una mesa junto con su general y
un par de jóvenes mensajeros, se levantó enérgico. Había visto la bandera dorada
clavarse en la ladera izquierda del paso. Cuando pudiera, le agradecería a ese
roñoso general afgano sus consejos y guías para penetrar la fortaleza natural que
los xin habían forjado en el Corredor de Wakhan.

Su general se removió inquieto; se frotó el mentón.

—Orlok, ¿me lo puedes explicar?

—Algunos tenían órdenes expresas de enviarme una señal si veían a un hombre


de cabellera dorada acompañando a un anciano. Como me dijo el afgano, el único
lugar que los xin considerarían seguro de proteger sería en lo alto de las laderas.
Es un hombre inteligente.
El general desencajó la mandíbula.

—¿El ruso? ¿Aún piensa seguir con esta persecución ridícula, Orlok?

—Te lo he dicho ciento de veces —dijo recogiendo su yelmo sobre la mesa y


poniéndoselo—. El Padre Cielo está de mi lado. Desea que vengue a nuestros
hermanos caídos. No me lo impedirás tú, general.

El Orlok llamó a un grupo de soldados para que lo acompañasen. Estaba eufórico


por haber vuelto a encontrar a Mijaíl. Se sentía un emisario de la muerte, el
elegido por Tengri para impartir justicia. Montó sobre su caballo y se fijó en su
estupefacto general.

—Te dejo el cargo del ejército.

—¡Orlok! ¡Su lugar es aquí, repartiendo órdenes!

—¿No dijiste lo mismo la noche que perdimos en Nóvgorod? No cometeré el


mismo error. Mi lugar está allá —señaló la ladera con su sable, luego lo levantó
para llamar la atención de sus jinetes—. ¡Guerreros, montad conmigo!

Su general golpeó la mesa con furia ante la atenta mirada de los nerviosos
mensajeros. Lo vio alejarse y ponderó la situación. Iban de camino a perder un
cuarto del ejército y aún no podían atravesar la primera línea defensiva. Se levantó
apurado y dictó a los mensajeros su primera orden. Que repartiesen la noticia
cuanto antes. No podían continuar embistiendo esa maldita trampa mortal;
definitivamente, pensó, el Orlok estaba tan cegado por su venganza que ya no
estaba en condiciones de liderar un tumán.

—Recoged el campamento y avisad a los comandantes de los Mingghan que


retrocedemos. Volvemos a Kabul.

III. Año 2332

Deneb Kaitos bajó del cielo y, al acercarse a tierra, extendió las alas y aminoró la
caída para luego, pisando ligeramente la arena, emprender un veloz vuelo a ras
del suelo que levantaba una nube espesa; en un momento dado causó un
atronador sonido similar a una explosión. Como todo Dominio, su velocidad era
impresionante y lo convertía en un auténtico fulgor plateado; ningún otro ser vivo,
además de los dragones, sobreviviría los Mach 5 que los científicos del Hemisferio
Norte midieron durante uno de los vuelos del ángel.

Detrás, el dragón de escamas atigradas, Quetzalcóatl, lo perseguía propinándole


todo tipo de gruñidos que Deneb Kaitos interpretaba como insultos a su raza.
Quetzalcóatl no se esperó la veintena de soldados que, a un lado y otro de las
dunas por donde sobrevolaba, le arrojaran saetas explosivas para que el
gigantesco animal se diera de bruces en el suelo. La caída fue estruendosa. La
bestia era orgullosa; aún herido mortalmente levantó el cuello, fijándose
únicamente en el ángel que ahora descendía frente a él, y abrió la boca para
lanzarle una llamarada.

Deneb Kaitos amagó levantar vuelo para esquivarlo, pero el animal se atragantó
con una flecha perforante que alguien le lanzó directo a la garganta. El ángel se
giró y vio a Cunningham a lo alto de una duna, tensando su arco de polea.

El Dominio le asintió como agradecimiento; Cunningham respondió con otra


mueca de desagrado. En realidad, no dejaría que ningún dragón matara al ángel.
Eso le correspondía a él, se dijo, lanzándose a la carrera hacia otro grupo de
soldados que estaban lidiando con un dragón problemático, de escamas doradas
que irradiaban especialmente en aquella noche.

Los soldados del Norte habían formado cinco grupos de cuarenta hombres, los
últimos que habían sobrevivido al ataque sorpresa; cada equipo debía lidiar con
dos dragones y el ángel debía servirles, en la medida de sus posibilidades, como
anzuelo para que los lagartos cayesen en las trampas. Cunningham viajaba de un
grupo a otro, alentando y formando parte de los ataques.

Arriba volaban varias centenas de dragones, era verdad, y la derrota inminente la


tenían asumida, pero quién iba a quitarle ese total de siete dragones muertos por
sus manos.

Cunningham detuvo su carrera y abrió los ojos cuanto pudo; desde lo alto de una
duna comprobó el gigantesco mar de fuego asando a sus hombres. Al menos tres
grupos habían sido eliminados por el violento dragón dorado, quien parecía haber
entendido las tácticas de anzuelo que los mortales preparaban.

Deneb Kaitos descendió a su lado.

—Ese es Doğan.

—No me interesan sus nombres —escupió Cunningham—. ¿Por qué diantres


estás aquí? ¿No deberías ayudar a los demás?

—Lo siento, Cunningham.

—¿Cómo que lo sientes?

Se giró y vio con pavor cómo un dragón plateado y erizado de flechas,


sobrevolando sobre el grupo de soldados que recién había ayudado, arrojaba
virulentamente su fuego. Sus hombres aullaban de dolor para, finalmente, venirse
una oscura quietud. El dragón cruzó sobre el mar de cadáveres y dedicándole un
rugido amenazador al estremecido comandante, para finalmente caer
estrepitosamente a pocos metros de él, con los ojos ya cerrados y regueros de
sangre recorriendo entre sus brillantes escamas.

El ejército del Norte había sido recibido una auténtica paliza y el hombre, como
única respuesta, dejó caer su arco.

—Su nombre es Nío —dijo Deneb Kaitos.

Cunningham ahogó una risa; hasta en un momento como aquél ese “maldito
pajarraco” gustaba de sacarle de sus casillas.

—Esto es —dijo en voz baja, mirando sus manos encallecidas de tanto manipular
la cuerda—. Hasta aquí he llegado.

—Más lejos de lo que jamás hubiera imaginado, Cunningham. Si me hubieran


dicho que un mortal sería capaz de dirigir a un ejército de hombres y derrotar a
ocho dragones, no lo creería.

—Me consuela saber eso —ironizó.

—Me alegra poder animarte.

Un gigantesco dragón negro aterrizó frente a los dos, con sus imponentes alas
abiertas a cabalidad; su descenso hizo vibrar el suelo de tal manera que el
Dominio tuvo que levantar vuelo y el mortal sucumbió, cayendo estrepitosamente.
El lagarto gruñó ladeando su rostro de un lado a otro; fuerte y estremecedor. Las
escamas de su piel eran oscuras, negras, pero radiantes hasta el punto que las
estrellas mismas parecían reflejarse en las escamas. Además, su tamaño era
demencial; de al menos dos veces mayor que los lagartos que habían combatido.

Cunningham se levantó; intentó desenvainar su espada, pero la sola presencia de


la bestia impresionaba por lo que la empuñadura terminó resbalándosele. Se
extrañó que no le atacara; de hecho, desde que aterrizara no mostraba
intenciones hostiles; el dragón inclinó su rostro a un lado para verlo
detenidamente.

Cunningham dio pasos hacia adelante, con los brazos extendidos.

—¿Por qué no me atacas, maldito lagarto? ¡Ataca!

Deneb Kaitos descendió y lo agarró del hombro para atajarlo. Era obvio que aquel
dragón no había venido a batallar. Si quisiera, ángel y humano ya estarían
calcinados.

—¡Os habéis arrebatado la vida de mis hombres! —se apartó del Dominio con un
movimiento de hombros—. ¡Mátame y termina con este juego, dragón!

—No es un dragón cualquiera. Pensaba que sabrías el nombre de este.

El dragón soltó una pequeña llamarada desde su nariz; solo el ángel supo
interpretarlo como una risa. Una carcajada corta. Cunningham lo observó
detenidamente: además del tamaño, este tenía una cantidad ingente de cuernos a
lo largo de su cabeza y alas; sus ojos, de un púrpura profundo, eran penetrantes.

—Eres Leviatán.

El dragón emitió un gruñido similar a un ronroneo.

Año 1368

Wezen cayó sentado sobre una roca para recuperar aliento. El frío se hacía más
presente y dolía solo respirar. Para el mediodía, una inesperada tormenta de nieve
llegó sobre la Cordillera de Pamir, entorpeciendo y desgastando a los dos ejércitos
enfrentándose en el corredor. Wezen había luchado sin cesar al lado de sus
arqueros y la idea de que las flechas se terminarían antes que los jinetes
mongoles se hacía cada vez más incómoda.

La arquería no le resultaba físicamente exigente, pero el hecho de que se girase


cada momento para comprobar que no subieran mongoles hasta su posición era
inevitable y, sobre todo, cansador. El miedo estaba allí, por más que ahora había
apostado a Zhao y varios vigías.

Respiró hondo y se repuso. Ordenó a sus arqueros que cesaran el ataque, que
esperasen a que los enemigos se reagrupasen en el corredor. Luego se dirigió
hacia los vigías: era un pequeño escuadrón de solo diez xin comandados por un
movedizo Zhao, que todo lo controlaba como un general.

Wezen silbó para llamarle la atención.

—Buen trabajo, amigo. Ya no hay sorpresas de este lado. Cuando me nombren


con un alto cargo te nombraré mi escudero —bromeó.

El budista se retiró el yelmo; tenía el ceño fruncido.

—¿Y pasar las tardes refrescándote con abanicos de seda? Pienso retirarme lejos
de ti cuando esta batalla termine.

Wezen echó la cabeza hacia atrás y carcajeó.


—¿Tan pronto? La armadura te sienta bien.

—Me siento pesado —confesó sacudiéndose—. Y ciego. Me temo que la tormenta


está dificultando la visión de los vigías.

Wezen se acercó al precipicio y comprobó que, efectivamente, una densa niebla


de nieve se había levantado y no podía ver más que pocos metros bajo sus pies,
cuando tan solo a la mañana podría ver incluso el lejano suelo; en ese entonces le
había causado una suerte de admiración por los mongoles que escalaron todo ese
tramo.

Zhao se acercó a su lado.

—Si hay alguien subiendo, no lo podemos ver. Y el viento es tan fuerte que se
hace imposible oírlos.

El xin hizo un ademán.

—En realidad, son buenas noticias. La tormenta no la pondría fácil a cualquiera


que escale, Zhao. ¿Quién crees que sería lo suficientemente estúpido para subirla
en este momento?

Una estaca atravesó la niebla de nieve y Wezen la siguió con la mirada. Alguien la
lanzó con precisión endemoniada. Cuando se clavó en la frente de Zhao, entre sus
ojos, todo a su alrededor desapareció repentinamente: La tormenta y la ventisca,
los arqueros charlando a sus alrededores y otros tanto que estaban gritando
órdenes. Todo se había emborronado y lo único que veía claramente era a su
amigo cayendo de espaldas, con un semblante de sorpresa marcada por una línea
sangrienta.

Wezen se quedó allí, impávido, con los ojos fijos en Zhao. Ni siquiera vio de refilón
a un mongol surgir del precipicio para dar un brinco hacia él. Y se trataba de un
guerrero gigantesco, nada más y nada menos, que lo engullía bajo su sombra.
Había más enemigos surgiendo de un lado y otro de la ladera, pero el xin no tenía
ojos para ninguno porque la realidad era difícil de digerirla.

Ver soldados morir era algo esperable, algo a lo que se podría preparar, pero ver a
un amigo caer así era una sensación desagradablemente distinta. Por un instante,
se convirtió en aquel niño indefenso y aterrorizado que una vez fue cuando vio
morir a su madre a mano de los invasores mongoles.

El Orlok rugió su grito de guerra y estampó a Wezen contra el suelo; la cabeza del
xin se estrepitó contra una roca y rebotó violentamente. El mongol lo creyó muerto,
pero debía asegurarse antes de ir a por los siguientes. Tras él, los mongoles
escalaban y gritaban eufóricos al llegar, levantando sus sables. Al menos una
centena escaló los hielos escarpados. ¡Qué cansados estaban unos y otros, pero
era como si al solo entrar en batalla surgieran renovadas fuerzas!

El mariscal desenfundó su sable y se la clavó en el corazón del joven xin. Toda la


energía que le quedaba a Wezen le abandonó de un golpe hasta tal punto que no
hubo tiempo para cualquier tipo de pensamiento.

Simplemente, sus ojos se cerraron mientras la sangre brotaba del pecho.

Año 2333

Leviatán dirigió su mirada a las estrellas y rugió con una fuerza abismal; los
dragones arriba respondieron el grito y lanzaron llamaradas por los aires, sin
dirección aparente. Por un instante el desierto de Bujará brilló con la intensidad de
varios soles. Cunningham volvió a caer al vibrar el suelo, entre las arenas que
repicaban junto con su espada. Era un grito poderoso que erizaba la piel y lo
estremecía en lo más profundo.

Entonces Cunningham vio con pavor cómo los siete dragones que había
derrotado; calcinados unos, erizados de flechas otros, se levantaban con
dificultad, como quien despierta de una noche de sueños. Unos se sacudían,
librándose de las saetas que caían al suelo, otros extendían sus alas y, como si
fuesen camaleones, se desprendían de la piel quemada, revelando unas
renovadas escamas.

Finalmente, los dragones resucitados se elevaron y se unieron al anillo en el cielo,


dejando caer una lluvia de flechas y pieles quemadas.

Cunningham cayó arrodillado y perdió el habla de lo sorprendido que estaba; una


flecha cayó cerca de él y repicó sobre la arena; a su alrededor caían otras más,
pero ni aún sí quiso levantarse o cubrirse. Como una hormiga miserable, así se
sentía ante la muestra de poderío de aquellos dragones. Se quedó allí, deseando
que Leviatán se apiadara de él y lo matara de una vez.

—¿Son…? ¿Acaso son inmortales?

—No —respondió el ángel.

El comandante miró a un lado, hacia donde el fallecido dragón plateado había


caído. Todavía estaba tumbado y parecía no haber revivido, pero el hombre se
estremeció cuando, de golpe, Nío abrió sus grandes ojos. Eran amarillos, de color
miel; feroces como los de un lobo y brillantes como estrellas.

—Simplemente, los dragones no mueren con facilidad.


Y Nío rugió.

Año 1368

Wezen abrió sus ojos y el brillo amarillento de ellos parecía ser más fuerte, feroces
como los de un lobo y brillantes como estrellas. La cacofonía de gritos y
espadazos a su alrededor volvía oírse paulatinamente, como si recobrase los
sentidos. Se tomó el pecho con la mano temblorosa y sintió la hendidura que dejó
la hoja del sable a través de su armadura. Sentía también la sangre entre los
dedos. Estaba convencido de que había muerto. De que aquel gigantesco mongol
le había hundido su sable en el corazón. Pero su corazón latía. Y latía fuerte.

“Como aquella vez”, pensó el guerrero mirando el cielo azul. “Como aquella vez
que morí ahogado en ese charco de barro y Xue creyó que fue una maldita broma
de mi parte…”.

Se sentía tan vivo. Fuerte como nunca antes que daban ganas de rugir. Había un
fuego en el pecho que ardía con la intensidad del sol. Se repuso y apretó los
puños porque, más allá del extraño suceso de su resurrección, había algo que el
joven dragón xin no podía quitarse de la cabeza.

“Zhao”.

Tenía que vengarse de alguna manera; pero oyó una flecha silbando sobre su
cabeza.

Cerca de Wezen, el Orlok se tambaleó cuando sintió algo punzante clavarse en su


cintura. Del dolor soltó su arma y se sentó sobre una rodilla; buscó con la mirada
al culpable. Era difícil pillarlo debido a que los xin habían llegado para defender su
posición; les parecían idénticos en esas armaduras negras. Pero sonrió cuando lo
vio.

Mijaíl sostenía un arco tensado y dedicándole una mirada feroz; el ruso lanzó su
arma al suelo y desenfundó su shaska. Brillaba como un haz de luz. Tenía miedo;
más que nunca en su vida, pero con su maestro había aprendido a aparentar, a
esconder sus emociones tras una máscara indescifrable. Fueron tres meses duros
en Persia y sentía que había cambiado; ya no era ese joven temeroso que, una
vez, ante la caballería mongola, se arrodilló para orar y cerrar los ojos.

El Orlok se arrancó la flecha y empujó a un par de soldados xin para llegar hasta
él; no había momento para otros. Le propinó un sablazo como saludo, de arriba
abajo, pero el joven era ágil vestido con aquella chilaba y dio un salto hacia atrás;
levantó espada con ambas manos e intentó encajarle la hoja en un brazo, pero el
Orlok se escudó con su propia espada; Mijaíl intentó ejercer presión, aunque el
mongol era una auténtica bestia que no cedía a ninguna fuerza.

El mariscal dio un empujón y la shaska cayó al suelo; pateó el estómago del


desarmado ruso, quien se desparramó sobre la nieve con el aire abandonando sus
pulmones de un golpe. Estaba mareado y desorientado; apretó la nieve en su
puño. Jamás volvería a tener una oportunidad como aquella, pensó, de vengar la
muerte de Wang Yao y librar a Nóvgorod de aquella temida bestia. Por su
hermano, se dijo, no debía terminar allí.

El mongol cayó arrodillado cuando sintió una patada a un lado de su rodilla. Miró
de reojo y vio un fulgor plateado presto a cercenarle el cuello, pero bloqueó
elevando su antebrazo; la armadura de gruesas escamas evitó que la hoja se
hundiera mucho; apenas llegó hasta la piel.

Era Wezen. El xin estaba furioso; deseaba vengarse de la muerte de Zhao y no


entraba en razón. Normalmente debía dirigir las defensas, darle prioridad a los
arqueros y mantenerse calmo ante el ataque sorpresa, pero realmente no estaba
por la labor y eso se percibía a su alrededor; todo estaba descontrolado, los xin y
mongoles se arrojaban unos contra otros sin orden y como auténticos animales.

El Orlok se sintió aterrorizado cuando se vio observado por esos ojos amarillos del
dragón xin. Pero, ¿no le había clavado su sable en el corazón? Se preguntó qué
clase de magia chamánica pudo haberlo revivido, pero no había mucho tiempo
para pensar en ello. Dio un tirón de su brazo y la espada del xin cayó
repiqueteando al suelo. Luego envió un puñetazo al estómago del joven y, al
encorvarse de dolor, enganchó otro en su rostro, de abajo arriba, que lo hizo caer
despatarrado.

El mariscal recogió su gigantesco sable pare eliminarlo de nuevo; esta vez no


resucitaría. Elevó el arma. Wezen, desde el suelo, lo vio y se sintió sobrecogido.
Agarró un puñado de nieve y pretendió lanzárselo a la cara, pero desencajó la
mandíbula cuando notó una fina y radiante hoja de acero surgiendo del pecho del
Orlok, rociándole gotas de sangre a su rostro y armadura.

El mariscal cayó arrodillado emitiendo un fuerte jadeo de dolor, incapaz de


pronunciar palabra alguna entre la sorpresa y la evidente derrota. Entonces
Wezen lo vio, detrás del mongol, al custodio ruso. “¡Por Nóvgorod!”, rugió el joven.
Luego recuperó su espada de un tirón; “¡Y por Yang Wao!”; propinó un potente
espadazo horizontal y la cabeza del Orlok llegó rodando hasta los pies de un
sorprendido Wezen.

Mijaíl clavó su espada en la nieve y se sostuvo de las rodillas, tratando de


recuperar la respiración y controlar el temblor de sus manos. A su alrededor, los
aguerridos xin terminaban de despachar a los últimos infiltrados, que parecían
haber perdido el deseo de luchar al verle caer a su Orlok. El ruso se fijó en Wezen;
aún no lo conocía, pero ya lo había visto comandando a los arqueros. Notó sus
llamativos ojos amarillos. Le asintió, estrechándole la mano para ayudarlo a
levantar.

Wezen frunció el ceño y apartó la cortesía de un manotazo. Se repuso él solo y


con evidente enfado. No podía creer que Zhao había muerto. Y no solo eso: ni
siquiera pudo vengarlo; el occidental le robó la oportunidad; lo vio con la mirada
feroz; Mijaíl no entendía. El xin envió un potente puñetazo a su estómago y luego
una patada a los pies que hizo al escolta ruso caer encogido de dolor.

El dragón xin escupió al suelo.

—¿Quieres que te ría la gracia? Esta batalla le pertenece a los xin.

IV. Año 2332

Cunningham seguía arrodillado y deseaba que Leviatán lo eliminara de una vez;


pero, para su infortunio, el mariscal de los dragones le dedicó un largo gruñido;
como un ronroneo, para luego elevarse y unirse a los suyos, levantando en su
vuelo una gigantesca nube de arena que causó toses al peculiar dúo de
guerreros.

—Te lo advertí —dijo Deneb Kaitos, carraspeando—. No teníais oportunidad


desde un principio. Ahora ya sabes por qué hasta los hacedores detestaban a los
dragones que ellos mismos crearon. Solo la Serafina Irisiel y su legión de arqueros
pudieron exterminarlos, aunque para ello tuvieron que recurrir…

—Cállate —hizo un ademán desganado—. Solo cállate.

—No. Esto debes oírlo. Leviatán te reconoce y por ello te deja vivo. Hace milenios,
Lucifer dijo que solo se gana el respeto y la lealtad de los dragones a base de
fuerza y ferocidad. Tú le has demostrado ser lo que ya te dije en incontables
ocasiones. Eres un gran guerrero. Incluso los dragones te reconocen.

Deneb Kaitos no consiguió animar al ensimismado joven; eso sí, notó de refilón a
alguien detrás de ellos; vio un fulgor plateado dirigiéndose hacia el comandante y
no dudó en desenvainar su espada para impedir que alguien lo lastimase.
Consiguió interceptar el espadazo, pero enarcó ambas cejas al ver cómo la hoja
de su arma legendaria se resquebrajó para luego reventar en cientos de pedazos.

Vio de reojo a la atacante: era la mortal, aquella a la que Cunningham llamaba


“Capitana Moreira”. Se había olvidado por completo de ella; la pensaba muerta por
los soldados del Norte. Era obvio que había venido a vengarse por sus propios
soldados caídos. Intentó darle un puñetazo para que se alejara, aun sabiendo que
ella podría morir debido a su fuerza angelical. No obstante, otro ángel plateado
descendió entre ambos y pateó el pecho de Deneb Kaitos para apartarlo.
Quedaron observándose ambos Dominios, Deneb Kaitos y Fomalhaut, cada uno
protegiendo a su propio mortal. De momento, los dragones no hacían más que
observarlos desde la altura.

Deneb Kaitos miró la empuñadura de su espada rota; extrañaría esa hoja con la
que libró grandes batalles hacía milenios. La lanzó a un lado y se fijó en la mujer;
ahora comprendía por qué su arma se había resquebrajado al contacto con la hoja
enemiga: ella portaba la espada zigzagueante del Arcángel Miguel.

—¿Nari-il?

Fomalhaut asintió. Deneb Kaitos se fijó en la mujer.

—Ofrezco mis disculpas. Pero mi orden es proteger a este hombre.

Ámbar se adelantó marcando un tajo en la arena para recalcarle al ángel que ella
era la portadora de aquel estandarte. No estaba orgullosa de tener que restregar
de esa manera su nuevo cargo, pero estaba furiosa y deseaba cuanto antes
asesinar a Cunningham; sabía que liquidarlo no le devolvería a Alonzo Raccheli y
todos sus soldados, pero ¡qué bien se sentiría clavarle la hoja en su corazón! Ni
siquiera se interesó el motivo por el cual el comandante seguía allí, de espaldas a
ella y de rodillas, viendo a esos dragones como si ya no le importase vivir.

—Bien —dijo ella—. Como portadora de la espada, ¿entiendo que ahora estás
bajo mis órdenes?

Deneb Kaitos asintió.

—Entonces hazte a un lado, ángel.

El Dominio apretó los labios. Desde luego, esa mujer era una superior y debía
acatar. Pero el solo pensar en permitir que ella acabase la vida de Cunningham lo
superaba; se sorprendió de sí mismo; jamás pensó que llegaría a tener un tipo de
lazo así con un humano, un humano bastante peculiar y hostil como él. Pero, a la
vez, tenía sentido. Cunningham era un mortal que lo maravilló hasta el punto de
sentir admiración. Tal vez sentía “un algo” más que le costaba discernir. Pero era
algo agradable y concluyó que no podía haber algo malo en ello.

Miró a la mujer.

—No.

—Déjale hacer lo que quiere —dijo un desganado Cunningham—. Aquí ya no


tengo nada que hacer. Si quiere su venganza, adelante. ¿Qué más da? Hemos
fracasado. No he tenido la más mínima oportunidad de cazarlos. Tú no
conseguiste pactar una alianza con ellos. Así que hazlo, véngate. Al final, Moreira,
eres como yo.

—¡No me compares contigo, maniático!

Ámbar calló cuando notó el contorno gigantesco de una sombra sobre ellos;
Leviatán había vuelto a bajar del cielo; tan rápido que, de un solo movimiento,
agarró con sus patas traseras a los dos ángeles plateados, apretando hasta
hacerlos crujir y luego lanzándolos a cada uno en distintas direcciones del
horizonte. Se impulsó y aterrizó detrás de Ámbar, quien se giró con los ojos
abiertos tanto era posible.

Se le hizo evidente que el mariscal dragontino había venido a cumplir su promesa


de cebarse con ella de última. Pero, si Ámbar iba a morir, al menos se llevaría la
vida de Cunningham. Quiso girarse y correr a por él, pero el dragón abrió la boca y
arrojó su aliento infernal. La mujer se encogió, escudándose con la espada
zigzagueante en un acto reflejo. Temblaba demencialmente, pero no era ella; era
el arma.

Levantó la mirada y, del susto, casi se le resbaló la empuñadura: Leviatán había


disparado su aliento de fuego, pero la filosa hoja del Arcángel lo absorbía por
completo. Las llamas brotaban sin cesar de la boca del lagarto, abundante y
caótica, pero en un punto todo se reducía y finalmente terminaba siendo capturado
por la espada, como un agujero negro tragándose todo atisbo de luz a su
alrededor.

Finalmente, Leviatán cesó el ataque y retrocedió, rondándola como un tigre.


Ámbar se repuso sin saber dónde mirar; o a su espada o al cada vez más
enfurecido dragón. Por primera vez en cientos de años, una línea de fuego
rodeaba la hoja zigzagueante. Se había vuelto flamígera como en las leyendas.

El dragón volvió al asalto, ladeó su cuerpo y, encorvando su larga cola, envió un


latigazo hacia la mujer; Ámbar intentó escudarse de nuevo con la espada
flamígera, pero no surtió efecto, si es que esperaba alguno. Salió disparada y voló
una decena de metros para caer estrepitosamente sobre una duna. Estaba
mareada; intentó levantarse, pero sintió un dolor punzante bajo su pecho; dos, tal
vez tres costillas se habían roto.

Leviatán levantó vuelo y, ahora sí, retrajo su cuello para tomar impulso y enviar
una bocanada de fuego más fuerte que la anterior.

El dragón cayó inesperadamente al suelo emitiendo un fuerte jadeo de dolor.


Ámbar se sentó sobre la duna; las sorpresas no paraban de venir, pensó, y ya era
hora de que alguna buena tuviera a su favor. Porque notó aquello; un ángel había
atravesado el cielo y consiguió conectarle un puñetazo a la cabeza de Leviatán,
tan fuerte que consiguió tumbarlo. No era, además, un “pichón” cualquiera.
Era el mariscal de los ángeles.

El Serafín Durandal descendió lentamente sobre otra duna, sacudiendo su mano


derecha. El dragón tenía un cráneo y una piel dura; él no tenía la fuerza del
Serafín Rigel, pero el hábil espadachín tenía también recursos en su puño. Su
legión de casi diez mil ángeles también descendió de los cielos, tras él, mirando
atentamente a los innumerables dragones arriba.

Al ver a su líder herido y atacado, las bestias abandonaron los anillos circulares
que trazaban y bajaron a los alrededores, sobre las demás dunas. Gruñidos aquí y
allá en tanto Leviatán sacudía su cabeza, reponiéndose y buscando al culpable de
la interrupción.

Entonces se tenían el uno frente al otro; auténticos seres legendarios e inmortales;


dragones y ángeles, otrora aliados como los jinetes con su caballería,
posteriormente enemistados tras la rebelión de Lucifer contra los dioses. La
brecha entre ambos parecía insalvable; los lagartos los detestaban.

Leviatán rugió al ver al Serafín; la túnica del ángel y sus alas flamearon con fuerza
al llegarle el mensaje en forma de una gran ventisca; fue un insulto en lengua
dragontina. Durandal no se inmutó ni siquiera al percibir el grotesco aliento.

—¿Quieres que te ría la gracia? —ironizó el Serafín—. Yo en tu lugar cuidaría mis


palabras. Si caíste una vez, volverás a caer.

El dragón no pretendía dejarlo pasar; iba a engullir al ángel entre sus llamas, pero
dio un respingo cuando oyó una familiar voz femenina surgir de algún lado del
desierto.

—¡Basta ya! ¡Ambos!

Miró un lado y otro tratando de ubicar el origen. Luego la vio por fin, bajando una
duna en su lado izquierdo. El dragón se acomodó. Ya amanecía y el cielo
aclarándose facilitó que reconociera a la hembra alada de larga cabellera dorada.
Leviatán era una bestia inteligente con una memoria sin parangón. Aunque era
cierto que le costaba asimilar que justamente “ella” estuviera allí.

La maestra de cánticos, Zadekiel, llegó finalmente frente a la bestia, sujetándose


de sus rodillas para recuperar aliento. La hembra no tenía el estado físico de los
ángeles guerreros y haber atravesado medio mundo para llegar hasta el Mar
Radiante fue una auténtica tortura. En dos ocasiones tuvo que agarrarse de otros
ángeles pues ya no podía aletear más.

—No has… cambiado un ápice —dijo ella con la respiración agitada—. ¿Me
recuerdas?
El dragón emitió un par de ronroneos, abriendo la boca ligeramente. ¿Cómo iba a
olvidarla? El único ángel a quien Leviatán respetó fue Lucifer. Porque solo él lo
convenció de ser parte de una guerra contra los hacedores. Los historiadores de
los Campos Elíseos habían escrito que la guerra celestial se inició porque el ángel
caído sintió celos del poderío de los dioses, pero solo Leviatán y unos pocos
comprendían la verdad: El primer ángel que desafió a los hacedores, lo hizo por
amor.

Leviatán reconocía a Lucifer. De la misma manera que reconocía a la razón por la


cual libró la guerra: su amante. El dragón cerró los ojos y gruñó en tono juguetón.

Zadekiel enrojeció de furia. Se palpó el vientre y luego miró su cintura.

—No estoy gorda.

Leviatán dejó escapar un par de cortas llamaradas desde su nariz.

—Y tú sí que sí, gordo y gruñón —dijo en tono musical, agitando las alas—. ¡El
gran Leviatán, perezoso y tostón!

Tras el líder dragontino, cientos de dragones expulsaron más flamas de fuego al


aire. Todos reconocían a la amante de Lucifer, su voz armoniosa y actuar
carismático. Zadekiel se acercó a la bestia y acarició su boca, los pequeños
cuernos que nacían en los alrededores y finalmente mimó la frente. Leviatán se
retorcía de gusto. Muchos dragones extendieron las alas y amagaron ir junto con
ella para recibir las caricias; la extrañaban.

Era verdad que la hembra no deseaba verlos; le recordaban su primer y


legendario romance. Al tocar a Leviatán rememoró aquella primera vez que Lucifer
la llevó, en una noche, de paseo sobre su lomo, tocando las nubes y acariciando
las estrellas. Todo era tan hermoso como doloroso de recordar. Sin embargo,
había que confrontarlos porque ahora un enemigo amenazaba en las sombras.
Había que ver a los dragones y recordar no solo su pasado como amante, sino de
recordar el motivo por el cual Lucifer se alzó contra los hacedores.

Era un motivo por el cual valía la pena, se dijo finalmente: ser parte de una guerra
para librarse de las cadenas que en ese entonces los dioses les tenían echadas,
las mismas que ahora el Segador parecía manejarlas.

—Por mí, ponedle fin a vuestras diferencias y recordad aquella razón por la que
luchasteis al lado de Lucifer. Te necesito. Os necesitamos.

Zadekiel hizo un ademán torpe hacia atrás, hacia los ángeles de Durandal.

Muchos guerreros encorvaron las alas y otros hicieron muecas, pero sabían que
no les quedaba mucha opción. Al final, todos procedieron a arrodillarse allí frente a
los dragones. Eran unas disculpas por la guerra, milenios atrás, librada entre
ambas razas por orden de los hacedores. Durandal tardó en hacerlo, pero bastó
una mirada fulminante de Zadekiel para que este procediera a rendirle disculpas y
respeto a todas las bestias aladas.

El dragón vio el gesto de la legión de ángeles; no lo dudó; levantó la cabeza y,


rampante, extendió sus alas. Se elevó en el cielo, gruñendo en un tono largo y
tendido, dejando a Zadekiel tosiendo por la arena levantada. Sus dragones
correspondieron y también levantaron vuelo, cruzando de un lado a otro en cielo
celeste y ahora enjambrado.

Sobre otra duna, Ámbar se sentó tomándose el vientre con un brazo. Dolía
horrores. Retiró una jeringa de su cinturón y la inyectó en su pierna, esperando
que pronto pasara el dolor. Fomalhaut, con una línea sanguinolenta cruzándole la
pechera de su túnica, también se sentó a su lado; la mujer echó una mirada a la
herida del ángel.

—¿Estás bien?

El Dominio levantó sus alas y las sacudió con suavidad.

—Lo suficientemente bien para levantar vuelo.

—Soy la peor “Nari-il” que habéis tenido, ¿no es así?

—Los últimos destruyeron este reino. Así que lo estás haciendo bien.

Ámbar se inclinó y procedió a inyectarle la jeringa esperando aplacarle cualquier


dolor, aunque enarcó una ceja cuando la aguja se rompió al contacto con la piel
del Dominio. La lanzó a un lado y suspiró largo. Se sentía la culpable del desastre
y fracaso de su misión. Si Raccheli estuviera vivo, pensó, de seguro la estaría
regañando por no haber traído más ángeles. “Y luego me hubiera chantajeado por
una cita”, pensó apretando los labios.

—Por favor —dijo ella—. Dime que esos gruñidos son algo bueno.

—Lo son. Leviatán ha dicho que, los que quieran seguirnos, que nos sigan. No
creo que todos lo hagan, pero parece que muchos aceptarán ser nuestros aliados.

Ambos levantaron la mirada y observaron el majestuoso y a la vez temible


espectáculo del cielo atiborrado de dragones y otros tantos que hacían vuelos
rasantes sobre los ángeles arrodillados, como si estuvieran inseguros de
ayudarlos y necesitaran comprobar las disculpas de cerca. O tal vez solo se
deleitasen de ver a sus jinetes humillándose; después de todo eran bestias
orgullosas.
Al menos se había conseguido el objetivo; los dragones serían la esperada
caballería de los ángeles y se esperaba que con su sola presencia bastara para
intimidar y detener la inminente invasión del Hemisferio Norte a la nación china;
pero también había otra guerra en ciernes; una la guerra de la que los ángeles
consideraban la principal y más peligrosa; aquella que debían librar contra el
oscuro Segador y su ejército de millones de espectros.

Ámbar se recostó por el ángel plateado y cerró los ojos.

—Creo que he visto a tu amigo. El dragón albino.

—Nío —asintió.

—Tiene unos bonitos ojos amarillos. Me recuerdan las estrellas.

V. Año 1368

Los rayos del sol del atardecer trazaban líneas doradas sobre el Corredor de
Wakhan; la tormenta se disipaba y los vigías repartían un mensaje entonando los
cuernos con notas largas. En las laderas ya sabían la noticia porque tenían una
excelente panorámica del valle donde acamparon los mongoles; los enemigos se
retiraban y el campamento ya se había desarmado. La tormenta, la protección
natural del paso y la férrea defensa que montaron los xin había rendido sus frutos.

Una centena de jóvenes guerreros entraron al corredor para recorrer un auténtico


mar de cadáveres, recogiendo flechas y armas; en su mayoría eran mongoles,
aunque también había soldados de los suyos que, para el anochecer, deberían
estar completamente envueltos en telas blancas para luego ser cargados en
carromatos, de vuelta a Xin para ser enterrados.

Era un clima extraño allí, entre la algarabía de haber ganado una batalla y el pesar
por los hermanos caídos.

Mijaíl caminaba bajo la sombra del estrecho corredor, tirando de las riendas del
caballo del embajador. Trataba de no mirar demasiado hacia los cadáveres; temía
a los muertos y no deseaba rememorar imágenes similares que había visto en
Nóvgorod. Guiados por un apático Wezen, se dirigían al campamento principal
donde el comandante de la legión xin aguardaba.

Wezen se tocaba de vez en cuando la pechera agujereada y aún húmeda de


sangre. Él había muerto, estaba convencido de ello, y pensar que había resucitado
con fuerzas renovadas era una situación imposible de explicar. Si Zhao estuviera
vivo, pensó lamentándose, tal vez le hubiera ayudado a dilucidar el misterio que
rodeaba su extraña situación.

Luego vio al comandante Syaoran salir de la tienda principal del campamento,


vigoroso en sus movimientos y con una mueca de felicidad en el rostro. Llevaba
bajo su brazo su propio yelmo de penacho rojo. Y es que había razones para estar
contento: no todos los días se conseguía la rendición de los mongoles; fue una
demostración de poderío bélico y astucia.

Wezen espabiló.

—Mi comandante —reverenció—. Confío en que los mensajeros lo hayan avisado.


Además de los mongoles, también llegó el embajador junto con su escolta.
Estaban pisándole los talones, por lo que decidí llevarlo arriba en las laderas
durante el asedio.

Syaoran se frotó el mentón y miró al anciano.

—El embajador, sí. ¿Planea quedarse en Xin unos días o irá directo a Koryo? —
preguntó con una sonrisa de lado; estaba de buen humor—. Es un camino largo,
mi señor. La Sociedad del Loto Blanco le ofrece hospitalidad, si le interesa.

—Déjate de vueltas —interrumpió el anciano haciendo un ademán—. Te ves bien,


Syaoran. Os felicito por vuestra victoria. Que recorra todos los rincones del reino
Xin y sirva como aviso a los invasores. Permíteme decirte que doce años son
demasiados. He olvidado rostros y sobre todo mi reino; me gustaría recuperar los
recuerdos.

Syaoran asintió y procedió a arrodillarse frente al hombre; posó la frente en el


suelo. Wezen fue el primero en fruncir el ceño ante aquel acto de sumisión. Los
soldados alrededor dejaron sus quehaceres, cargando flechas y espadas, y
también lo miraron con perplejidad. Murmullos surgieron aquí y allá.

El comandante echó la mirada hacia atrás y rugió:

—¿Qué hacéis, perros? ¡Arrodillaos todos! ¡Estamos en presencia del venido de


las estrellas! ¡Nuestro emperador!

Mijaíl dio un respingo y miró al sonriente anciano. No podía ser verdad lo que
acabó de oír; dominaba la lengua xin, pero algo se le pudo haber escapado. Se
rascó la frente:

“¿Emperador, ha dicho?”.

Wezen desencajó la mandíbula mientras los soldados procedían a soltar lo que


tenían en manos para arrodillarse abruptamente. Otros, incrédulos aún, miraban a
su comandante y aquel anciano intermitentemente. Era como si todo cobrase
sentido por un instante; que un ejército tan grande viajara por toda Xin hasta el
encuentro de aquel supuesto embajador. De alguna manera muchos sabían que
no era un simple hombre con quien debían encontrarse, simplemente no
esperaban que fuera tan especial.

Syaoran se irguió y levantó su casco con una mano; el penacho rojo flameaba con
fuerza. Sonrió porque por fin el “Hijo de las estrellas” estaba con ellos; había
regresado para unir los pueblos de Xin y liderar la expulsión de los terribles
invasores que aún rondaban en su amada tierra.

—¡Wu huang wangsui!

Mijaíl achinó los ojos; a ver si estaba malinterpretando algo, pensó, porque los xin
eran rápidos hablando. No era posible que él estuviera compartiendo tres meses
con un hombre que, realmente, podría ser uno de los más poderosos de todos los
reinos. Si es que hasta habían meado juntos a orillas del río Kabul, compitiendo
por quién llegaba más lejos.

—¿Eres el emperador de Xin? ¿Lo de ser un embajador de Koryo fue…?

Sintió un golpe por detrás, en las rodillas, y cayó al suelo.

—¡De rodillas ante nuestro emperador, extranjero!

Era Wezen quien, inmediatamente, también se postró a su lado. El joven xin


estaba tan o más sorprendido de la situación, pero se adaptó rápido. De haberlo
sabido, hubiera sido más atento y servicial con el anciano, pensó cerrando los ojos
y meneando la cabeza.

—¡Wu huang wangsui! —gritó otro soldado con su sable elevado.

El grito se contagió de un lado a otro; luego retumbaba con fuerza por las paredes
del paso de Wakhan dando la impresión de que eran millones quienes celebraban
el retorno de su emperador. “¡Diez mil años para el emperador, diez mil años para
el emperador!”. Los que estaban arriba en las laderas aún no entendían, pero les
parecía llamativa la vista de los cientos de sables levantándose a lo largo del
corredor; era como una gigantesca y larga piel de puercoespín.

El emperador se tomó la pechera de su túnica, maravillado y emocionado hasta


que los ojos le ardieron. El griterío se había convertido en una seguidilla enérgica
de “¡Diez mil, diez mil, diez mil!”. Y era como si su caballo, inquieto, también se
emocionara. Se giraba sobre sí mismo, como mostrándoles a todos al hombre
venido de las estrellas. El anciano elevó la mano; habían acabado doce años lejos
de la nación que amaba, ocultándose en el anonimato para evitar la persecución
mongola que amenazaba con eliminarlo.

Ahora, había que recuperar su hogar.

Se fijó en Mijaíl, de rodillas a un lado. Había sido testigo de la evolución del ruso a
lo largo de aquellos tres meses. Jamás pensó que ese pedante, irreverente y
enamoradizo soldado llegaría a establecer una amistad fuerte con él. Sentía que,
a su lado, aún había una gran historia que vivir. Le habló, aunque el griterío era
ensordecedor por lo que el ruso tuvo que esforzarse para entenderlo.

—¡He dicho que te quiero a mi lado, Schénnikov!

El joven se repuso admirando el animado festejo. Volver sobre sus pasos a las
hostiles tierras de Persia no era una idea demasiado tentadora. En cambio, servir
como custodio de un emperador le seducía más de lo que habría imaginado.
Además, con el Orlok muerto, Nóvgorod y su hermano podían esperar tranquilos.

Reverenció.

—Siempre y cuando no haya otros secretos entre nosotros, mi señor —bromeó.

VI. Año 2332

El Dominio Deneb Kaitos abrió los ojos, pero tuvo que entrecerrarlos debido al
fuerte sol sobre él. Estaba herido y sentía punzadas en el cuerpo, en las zonas
donde Leviatán le había clavado sus pezuñas al arrojarlo por el horizonte, por lo
que prefirió no moverse. No obstante, percibía una brisa cálida y notó que estaba
en movimiento.

Al espabilar, notó que alguien lo estaba cargando.

—Cunningham —dijo él.

El comandante avanzaba lentamente a través del desierto, marcando sus pesados


pasos en la arena. El camino hasta el campamento principal apostado en las
afueras del Mar Radiante sería largo y tortuoso. Sobre todo, en compañía de
Deneb Kaitos, concluyó el hombre. Al menos el ángel era liviano y no le importaba
llevarlo en sus brazos.

—Cállate.

—Pensaba que luego de la misión me desafiarías a un duelo…

El ángel cayó estrepitosamente sobre la arena. Apretó los dientes como único
gesto de dolor. Se repuso lentamente, sacudiendo sus alas, y vio al comandante
alejándose y elevando una mano:

—Si ya tienes fuerzas para hablar, tienes fuerzas para caminar.


Cunningham solo deseaba salir del Mar Radiante. Lo que le tocase más adelante;
llámese castigo o el confrontar su propio fracaso, lo haría más adelante. Tan
absorto estaba en sus pensamientos que no notó al gigantesco Leviatán a un
costado del camino, tendido sobre una duna y mirándolo fijamente.

El comandante no supo cómo reaccionar. Leviatán era el culpable directo de la


masacre de su escuadrón de Caza Dragones. Era verlo y recordar a muchos de
sus soldados. Imágenes fuertes, de hombres calcinados en mares de fuego. Pero,
¿podría culparlo? Después de todo él había entrado al Mar Radiante para cazarlo
a él y sus congéneres.

El mariscal dragontino alargó el cuello y agachó la cabeza hasta posarla en el


suelo. Cunningham, sin dejar de mirarlo, consultó con Deneb Kaitos.

—¿Quieres traducírmelo?

—¿Hace falta? Desea que montes sobre su lomo. Te sacará de este lugar. Solo
Lucifer montó a Leviatán a lo largo de la… —vio que Cunningham caminó hacia el
dragón, no sin antes dedicarle a él un enérgico ademán—. ¿Qué? ¿Quieres que
me calle?

El joven se acercó hasta Leviatán. Miró sus brillantes ojos purpúreos; Cunningham
estaba inseguro, pero en la mirada que intercambiaron hubo algo que lo
tranquilizó. Sujetándose de los gruesos cuernos de la cabeza, dio un enérgico
salto y montó sobre su lomo. Se acomodó; parecía un lugar seguro. Sonrió. Era un
sitio cómodo, de hecho. Como hecho para él. Se inclinó sobre la cabeza de
Leviatán y miró a Deneb Kaitos. Ya se sentía en confianza con el dragón.

—Plumero, tú te negaste a obedecer a tu superior, ¿no es así? A esa mujer con la


espada zigzagueante...

—Ella quería asesinarte.

—Corrígeme si me equivoco. No creo que ahora te reciban con los brazos


abiertos. Eres un traidor de tu legión.

Deneb Kaitos calló y dobló las puntas de sus alas. Cunningham ahogó una risa;
era la primera vez que conseguía enmudecerle. El ángel le pareció abruptamente
adorable así de incómodo, por lo que palmeó el lomo del dragón.

—No quiero que me malinterpretes. Un día de estos te mataré, pájaro montés.


Pero algo me dice que, a tu lado, algo grande espera. Solo que no sé si es algo
bueno o malo. Averigüémoslo, Deneb Kaitos. Monta conmigo.

Y el ángel sonrió.
Continuará.
Destructo III Golpeando las puertas del cielo

Décimo capítulo. En el reino de Xin, dos soldados pusieron fin al


impase. Y en los albores de una nueva época, la guerra comenzó de la
manera más inesperada.

I. Año 2.332. Inframundo

Las ninfas Mimosa y Canopus asomaron lentamente desde la cima de una gran
colina que ofrecía una inmejorable vista del desierto rojo. Habían pasado
montando sobre el lomo de Cerbero, en búsqueda del ángel que les rastreaba la
bestia tricéfala, pero aún no habían dado con nadie. En cambio, se toparon con
una realidad tan inesperada como desesperanzadora: comprobaban con estupor
cómo, sobre la vasta planicie, un gigantesco ejército de espectros marchaba en
perfecto orden. Desde la distancia solo era una mancha oscura y borrosa que
levantaba una espesa neblina de polvo a su paso, pero incluso así imponía temor.

Y es que eran millones. Entre las filas marchaban bestias tricéfalas como Cerbero,
que gruñían mientras eran guiadas por sus iracundos jinetes. Al frente iba su
mariscal, este más sereno que sus súbditos, y montaba su propia bestia. Su
nombre era Antares y poseía unos llamativos cuernos dorados poblándole la
cabeza. Su armadura plateada refulgía y la capa flameaba enérgica al viento.
Elevó su lanza al aire, rugiendo el grito de guerra para empujar a sus guerreros.

—¡Arded en nuestras almas, flechas de fuego!

Las bestias correspondieron el grito y el desierto rojo se estremeció hasta sus


cimentos.

Mimosa sintió miedo y sus ojos se humedecieron cuando el rugido llegó hasta
ambas. Piedrecillas repiquetearon a su alrededor. Conocía al mariscal de los
espectros; Antares nunca había sufrido una derrota y había aplacado todas y cada
una de las rebeliones que pretendieron derrocar el imperio del Segador. Temía
que los ángeles y los mortales no tuvieran posibilidad alguna contra él y su vasto
ejército, por lo que arañó una roca con desazón.

—Están marchando al reino de los ángeles ¿no es así? —preguntó Canopus.

—Probablemente.

—¿Cómo se supone que van a entrar?

—Seguramente usarán el acceso por donde se infiltraron esos ángeles.

—Si Antares va al frente, entonces no hay esperanzas —Canopus se sentó sobre


la roca y abrazó sus rodillas—. Encima pensabas que aquí habría millones de
ángeles, ¡y no es así! ¡No he visto ninguno más que aquellos dos!

—¡Siempre negativa! Tal vez al otro lado haya un ejército celestial resguardando
la entrada.

—Como si fuera tan fácil de derrotar a Antares. Todo esto es otra rebelión perdida.
¡Ya no quiero continuar!

Canopus estaba enfurruñada, pero Mimosa se inclinó para acariciarle la mejilla.


Ambas estaban agotadas de tanto viajar por el desierto, pero no podían rendirse.
En Flegetonte y otras ciudades del Inframundo aún había ninfas que debían ser
rescatadas y lo sabían muy bien; ambas eran la única esperanza y no podían
dejarse vencer.

—Calma. Si ese ejército está marchando a los Campos Elíseos, entonces el


Inframundo estará con la guardia baja. Continuemos buscando al ángel que
Cerbero está rastreando —giró la cabeza y miró a Cerbero, que dormía sobre una
roca—. ¡Shus! ¿Qué dices, pequeño? ¿Realmente estás convencido de que hay
otro ángel por aquí?

Cerbero despertó desperezándose entre gruñidos. A Mimosa le causó ternura,


pero Canopus ya no soportaba a la bestia tras tanto tiempo aguantando su olor.
“Este perro”, pensó haciendo un mohín. “Solo nos está llevando de paseo por
medio desierto”. La bestia estiró los tres cuellos entre ronroneos para que Mimosa
le acariciase. La ninfa se inclinó y besó la frente de una de las cabezas. Frotó sus
propias manos, que brillaron tenuemente, y las posó sobre una herida en las
patas.

Luego montó ágilmente sobre el lomo.

—¡Vamos, Canopus! Tengamos confianza en Cerbero. Él sabe. Está rastreando al


ángel que salvará a las ninfas, estoy segura.

—Si eso es lo que quieres pensar —hizo un ademán—. Como resulte que solo
está rastreando una tricéfala hembra...

—¿Y qué vas a hacer? ¿Fruncir el ceño hasta matarnos? ¡Dioses! ¡Deja de ser tan
negativa y sube! No hacemos nada lamentándonos aquí.

Al frente del ejército de espectros, Antares elevó horizontalmente su lanza y la


sujetó con ambas manos. La misión que le encomendó su emperador era clara:
llevar la destrucción a los Campos Elíseos y luego el mundo de los mortales.
Llevar el nuevo Apocalipsis y esperar que con ello los dioses volvieran. Pero sabía
que la guerra sería cruel y larga, que nada en la historia de los reinos de los
dioses arrojaría tantas pérdidas como las que él causaría, por más que los
ángeles y mortales no serían presa fácil.

Aunque el conocimiento del terreno era nulo, sí provecharía la desorganización y


la sorpresa para lograr la victoria. Estaba convencido de que nada sería capaz de
detener su fuerza bélica; Antares era un excelente estratega y los números de su
ejército eran impresionantes. Deseaba sentir el más mínimo atisbo de emoción o
incluso preocupación, pero solo había vacío dentro de él. Hacía mucho tiempo que
Antares había perdido voluntad de juzgar los actos de su emperador, quien lo
manipulaba, y se sentía como una marioneta más.

Partió en dos su lanza y entre los pedazos que se dispersaban se reveló una
espada de hoja fina, oculta dentro de lo que fue la lanza. La cogió al vuelo. La hoja
refulgía a la luz de los soles de sangre; los espectros que lo seguían por detrás lo
vieron. Sabían que era un arma especial para el mariscal; un arma que claramente
no era del Inframundo, pues allí estaban acostumbrados a los diseños aserrados y
pesados, y no filosos y livianos.

Y, al menos al empuñar la espada, Antares se sentía vivo de nuevo. Sentía un


calor en el pecho. Sentía que, bajo lo que parecía ser una costra vacía, había un
alma otrora indomable. Y brillaba tanto como la fina y filosa hoja.

—¡Espectros! —gritó el temible mariscal—. ¡Mi alma arde!

Elevó su radiante shaska y los espectros rugieron al unísono.

II. Año 1368. Reino de Xin

Mijaíl envainó su shaska y luego sacudió los hombros. Su nueva armadura lucía, a
la vista, tan pesada como la que solía llevar en Nóvgorod, pero, en realidad, se
sentía mucho más liviana. La armadura lamelar, de un lacado negro, era bastante
efectiva en el campo de batalla en comparación a las armaduras de acero de
Rusia. Porque las de occidente eran demasiado llamativas; de día se les podía ver
con facilidad y de noche hacían demasiado ruido como para planificar un ataque
sigiloso. Cuando pudiera volver a su reino sugeriría al Príncipe de llevar algo como
las armaduras xin.

De pie bajo la copa de un árbol, Mijaíl echó una mirada hacia el pueblo de Congli
en cuyas inmediaciones acampó el ejército xin tras regresar del Corredor de
Wakhan. No era especialmente grande. Una treintena de casonas arremolinadas
entre sí y rodeadas por un mar de hierba, y luego otras más alejadas del núcleo.
Era un sitio apacible y los habitantes parecían ser amables, aunque él percibiera
cierto recelo que no comprendía y al que no estaba acostumbrado. Si es que
hasta el barbero del ejército no pronunció palabra alguna durante la hora que lo
afeitó, pensó frotándose el mentón rasurado.

Un jinete oriental se acercó a él. Desde su montura reverenció y Mijaíl


correspondió.

—¿Eres el mensajero?

El jinete asintió. Mijaíl retiró una carta que tenía guardada en su cinturón.

—Es para el comandante de la legión de Nóvgorod. Gueorgui Schénnikov —en


realidad, los detalles ya los sabía el mensajero, pero el joven solo quería
cerciorarse—. Gueor-gui- Schén…

—Mi señor —interrumpió el mensajero—. Vuestra carta llegará.

El jinete la guardó en un pequeño cofre sobre la grupa del animal; se trataba del
mensajero personal del emperador y no había nada de qué temer. Mijaíl sonrió
recordando parte de lo que le había escrito en la carta. “Si quieres recuperar
tu shaska, me temo que tendrás que venir a Xin. Si no te alcanzan los años, la
encontrarás en el infierno”. Se frotó la nariz y asintió al jinete.

—Que Dios esté contigo, mensajero.

Xue apretó los puños y se los llevó contra sus pechos en respuesta a la
incomodidad que sentía al caminar entre las tiendas del campamento militar de los
xin. La esclava Mei, a su lado, la guiaba. Esta última sí sabía a dónde ir y,
además, qué soldados evitar. Ya le había advertido a Xue que no se separase de
ella en ningún momento; perderse entre las decenas de caminos que
serpenteaban entre las tiendas era bastante usual para los que se internaban por
primera vez.

La joven xin se sintió mareada. Mei la miraba y percibía fácilmente su estado. Pero
pensaba que era lo normal: “Seguro que está preocupada por su hermano”,
concluyó luego de enganchar su brazo al de ella para caminar unidas. Algunos
soldados miraban fijamente a la muchacha de ojos amarillos. Y suspiraban a su
paso; era hermosa. A la esclava la conocían y preferían no cruzar palabra con
alguien que estaba “reservada” para su comandante, pero no les detenía de
intentar que la bella xin que la acompañaba les dedicara como mínimo un vistazo.

Saludaban, pero ella hacía caso omiso. Entonces se envalentonaban más y las
palabras subían de tono.

Xue estaba aterrada; debido a su traumática experiencia de niña, cuando fue


capturada por mongoles, temía a todos los hombres que veía. Fueran de la nación
que fueran, sencillamente se sentía a desmayar ante la presencia de varones. Era
la razón por la que no socializaba mucho en el campo y por la que atravesar un
campamento de soldados resultaba ser una auténtica prueba de fuego.

Pero, por su hermano, avanzaba. Tenía que verlo. Tenía que saber de él. Se
armaba de valor y seguía. Las galanterías caían como una lluvia de flechas;
algunos incluso la invitaban a descansar en la tienda y más de uno alabó su
cuerpo.

—Tendrás que comprenderlos —dijo Mei—. Algunos de estos no han visto una
mujer durante meses.

—Se nota —Xue, mirando el suelo, tragó una bocanada de aire—. Con esa
actitud, seguirán sin ver a una.

—Es solo la algarabía por la victoria. No hagas caso. Ladran mucho, pero no
muerden.

Ya no podía soportar el peso, tan real e incómodo, de las miradas de tantos


hombres. Cerró los ojos y pensó que iba a caer desmayada hasta que oyó la voz
de su querido hermano irrumpiendo como una suerte de rugido. Sintió cómo todos
esos soldados se dispersaban a su alrededor; como agua evaporándose ante el
paso de la llamarada de un dragón.

Y por fin se alivió.

—¡Tú! —gritó un exasperado Wezen—. ¿Qué se supone que haces aquí?

Entonces Xue frunció el ceño. ¿Qué manera de saludar era aquella? Pero, cuando
abrió los ojos, supo que su hermano no se dirigió a ella, sino a alguien más que
también estaba cerca.

Y notó que todo el ajetreo a su alrededor se había detenido. Los soldados habían
formado un redondel en el que destacaba, en el centro, su hermano mayor. Allí
también vio a un llamativo joven de cabellera dorada enfundado en una armadura
xin. Era claramente un extranjero, pero se sorprendió cuando lo oyó hablar
mandarín. No era perfecto, pero se entendía.

—He venido a presentar respeto a los muertos —dijo Mijaíl en un tono cordial para
evitar exasperaciones—. Sé que uno de ellos era tu amistad.

Wezen apretó los dientes y desenvainó su sable. Murmullos surgieron a su


alrededor. Mijaíl no se amilanó ante la actitud amenazante ni por el hecho de que
fuera el único ruso en medio de un campamento xin. Era el verdugo del Orlok y se
sentía envalentonado. Sacó a relucir su shaska.

Los soldados se miraron entre ellos. Conocían a Wezen y desde luego lucharían
por él, sobre todo si su rival era un extranjero. Porque la rebelión en todo el reino
de Xin había despertado un sentimiento de nacionalismo ardiente como el fuego:
Xin solo para los xin. Pero enfrente estaba el hombre que, durante tres meses en
Persia, protegió al emperador con su propia vida. Levantar la espada contra él
sería considerado una falta de respeto merecedora de una ejecución.

Wezen escupió al suelo.

—¿Rendir respeto? Que vayas al campo de urnas y presentes velas… Que


asientas y ores, nada devolverá a Zhao. ¿Eres un religioso más? No necesito otro
así.

—Yo también perdí a un amigo —devolvió el ruso—. Su nombre era Yang Wao y
sostenía su sable mucho mejor que tú.

Surgieron más murmullos en el redondel; Wezen se preparó para tomar impulso y


Mijaíl ladeó su espada, esperándolo, pero todo se acabó cuando el mismísimo
comandante Syaoran llegó montado sobre su caballo y provocando que el
redondel se dispersara. Las espadas de los dos guerreros fueron envainadas en el
acto, aunque no dejaron de mirarse.

Syaoran se retiró el yelmo de penacho; tenía aspecto serio y elevó una mano.

—Mi general en jefe y el custodio del emperador. Siempre es agradable


encontrarme con dos grandes soldados como vosotros. Ahorradme un problema,
no quisiera ponerme a engrasar el látigo.

El semblante de Wezen cambió abruptamente y miró a su comandante.


—¿Soy general en jefe?

Syaoran asintió.

—No hagas que me arrepienta de la decisión. Vosotros dos estáis invitados a


compartir una cena con nuestro emperador. Están preparando un salón en Congli.
Podría mandaros a vosotros dos a lavar el suelo, pero ya no sois simples
soldados. Desconozco el motivo de vuestro desencuentro, pero hay un reino
esperando por nosotros. No hay tiempo para rencillas.

Apartada del regaño, Xue tomó de la mano de la esclava y se inclinó hacia ella.

—¿Quién es él?

Mei respondió sin apartar la mirada.

—Esta mañana las otras esclavas me han hablado de él. Viene de un reino de
Occidente y es el flamante guardia de nuestro emperador. Dicen que fue
expulsado de su reino. Al parecer, la hija de su Príncipe y él estaban perdidamente
enamorados. El padre los separó.

Xue lo miró fascinada. “¿Una princesa se enamoró de él?”, preguntó susurrando,


tan bajo que solo se oyó ella. Pensó que el hecho de que mantuviera una relación
romántica con alguien de alta sangre no podía suceder por simple azar. Algo
habría de tener ese muchacho. Y desde luego que no habría iniciado un romance
con esa actitud pueril que los soldados xin le demostraron mientras ella se
internaba en campamento, concluyó haciendo un mohín.

Notó, además, que el ruso no se dejaba intimidar por la actitud altanera de su


hermano y aquello le gustaba. Entonces se sintió atraída.

—Ese necio de Wezen —dijo mordiendo las palabras—. Por poco no se le


abalanzó encima.

—No está con el mejor de los humores, es verdad. ¡Vamos! A ver qué cara pone
cuando te vea.

III. Año 2332. Reino de los mortales

El Serafín Durandal se sentó en el borde de una colina para tener una perspectiva
imponente de la cordillera de Pamir. Le abrumaba ver esos incontables y altísimos
picos que resaltaban como la piel de un gigantesco erizo atravesando las nubes.
El frío era palpable y la brisa intensa, pero él podía resistirlo pese a que en las
plumas se habían formado algunas finas capas de hielo. A su alrededor, los
ángeles de su legión descansaban y charlaban distendidos; los dragones ya
estaban entre ellos; volaban en los alrededores, comprobando el terreno o incluso
reposando junto a grupos de guerreros para compartir anécdotas en lengua
dragontina.

Durandal no estaba tranquilo pese a contar por fin con una feroz caballería. No era
suficiente. Debía aliarse con los mortales si pretendía formar un ejército que
hiciera frente a los espectros, pero la unión con estos parecía más complicada que
con las bestias aladas y sabía que con los humanos no bastaría simplemente
arrodillarse y pedir disculpas por el Apocalipsis acaecido tiempo atrás. Como
fuera, debía conseguirlo a tiempo o la guerra sería demasiado corta.

Luego pensó en la Querubín y una pequeña sonrisa se le esbozó sin poder


evitarlo. Se imaginó cómo la joven hembra reaccionaría al tener de frente a
semejantes bestias. Seguro que se asustaría y se pondría nerviosa, lanzando
frases sin sentido. Los dragones no gustaban de muestras de debilidad o miedo.
Además, dudaba que Leviatán o cualquiera de su legión pudiera soportarla si se
ponía testaruda. Perla tendría una tarea complicada si pretendía montar un
dragón, pensó arrancándose una costra de hielo en un ala.

Una fina capa de nieve se levantó a su alrededor; luego fue tomando forma para
finalmente materializarse un ángel de pie, a su lado. Se reveló un Principado,
rango angelical destinado al espionaje. Como todo ser de su linaje, llevaba puesta
una capucha que ocultaba el rostro tras la oscuridad de la sombra. En su espalda
tenía sujeto un mandoble afilado y brillante, de empuñadura dorada. El recién
llegado intentó sentarse al lado del Serafín, pero este hizo un ademán sin mirarlo.

—No tengo en gran estima a los Principados. El último que conocí traicionó mi
confianza.

—Comprendo. Pero traigo un mensaje importante.

El Serafín agarró una piedrecilla y la lanzó hacia el horizonte.

—Quítate la capucha y hablaremos. Llevar el rostro oculto fue una norma ridícula
de los dioses. Aquí los hacedores no tienen potestad alguna. No ofendas a mis
alumnos y quítate la capucha o retírate.

El Principado se lo pensó. Tampoco perdía mucho por revelarse. Su rostro no era


de importancia alguna; su mensaje sí. Miró a un lado y otro para finalmente
asentir. Se retiró la capucha, revelándose un ángel de piel oscura como la noche y
brillantes ojos pardos. No poseía cabellera. Un par de guerreros curiosos lo habían
visto y murmuraron entre ellos; era la primera vez que veían el rostro de un
Principado.
Durandal se fijó en él y finalmente volvió a mirar la cordillera.

—Dime tu nombre.

—Arcturus.

—Cuéntame, Arcturus.

—La Serafina está molesta. Abandonasteis los Campos Elíseos sin consultarla.

Durandal ahogó una risa agarrando otra piedrecilla. Asintió indicando un lugar a su
lado y el Principado se sentó para acompañarlo.

—No podría esperar menos de ella. Su idea para detener la guerra tampoco me la
consultó. Envió a tres ángeles para infiltrarse en el Inframundo y, hasta donde sé,
uno está con paradero desconocido y los otros dos no reúnen las condiciones para
eliminar al Segador. Es lo que yo llamo un fracaso. Pero tengo mi propia estrategia
y estoy convencido de que será la que nos lleve a la victoria.

—Puedo entenderlo. Incluso así, ella está molesta. Se ha enterado de vuestra


alianza con los dragones y considera que es una ofensa imperdonable. Ella los
cazó hace milenios y le resulta todo un insulto que ahora estés del lado de ellos.

—Que trague su orgullo, todos lo estamos haciendo. La guerra que nos enemistó
con los dragones quedó en el recuerdo. No habrá victoria si los reinos se
mantienen divididos.

—Y estará molesta cuando se entere de que he venido hasta aquí sin su permiso.

Durandal enarcó una ceja. Lo miró fijamente. Tenía que ser algo serio para que el
Principado estuviera allí a contraorden.

—Desde hace varios días la Serafina está diferente —continuó Arcturus—. Se ha


encerrado en el Templo y solo sus alumnos más cercanos han podido charlar con
ella. Ayer dio un discurso para sus soldados, en el salón principal. Fue a puertas
cerradas.

El Principado desenvainó su mandoble con la fuerza de una sola mano y ladeó la


gruesa hoja para mirarse el reflejo.

—Me infiltré. Ella ha cambiado de planes. Tras el presumible fracaso de sus tres
enviados, su nuevo plan para detener esta guerra consiste en darle al Segador lo
que desea.

Durandal tensó la mandíbula y aplastó la piedrecilla entre sus dedos, volviéndola


polvo.

—¿Quiere entregarle a Perla?

—Según la Serafina, esta decisión salvará más vidas. No tenemos forma de ganar
una guerra contra los espectros. Son millones, lo sabes. Y no vale la pena ir a una
guerra por un solo ángel. Irisiel vendrá a este reino para cazarla y entregar su
cadáver al Segador. También pretende cazar de nuevo a los dragones. Y que si
vosotros, ángeles libres, os interponéis en su camino, no dudará en cazaros
también.

Un dragón rugió a lo lejos y dejó escapar una llamarada desde su nariz; una
docena de ángeles que lo rodeaban estallaron a carcajadas debido a la broma que
les había narrado. Estaban distendidos, desconocedores de la horrorosa verdad
que se le revelaba al Serafín. Porque habría guerra. Y no era la guerra que él
esperaba. Parecía inevitable, pero había surgido un conflicto entre los propios
ángeles.

Durandal se levantó con prisa, pero ni siquiera sabía dónde ir; o volver a los
Campos Elíseos para encararse con la Serafina, o ir cuanto antes a la reserva
natural de los mortales para proteger a la Querubín. Como fuera, no permitiría que
Perla tuviera un final trágico como sí lo tuvo su primer y lejano romance.

—Irisiel ha cambiado —dijo Arcturus—. Ya no es la misma Serafina a quien yo


servía.

La ciudad de Valentía había amanecido de la peor de las maneras. La milicia del


Norte perdió contacto con su ejército de élite, “Caza Dragones”, desde que
entraran al Mar Radiante y no llegaba el rutinario reporte desde hacía horas; la
verdad incómoda de que el escuadrón había sido completamente aniquilado por
los dragones flotaba incómodamente en la estructura militar.

Reykō se había encerrado en su despacho durante toda la noche y no solo no


había conciliado sueño, sino que evitaba comunicarse con sus allegados. Para sus
hombres, estaba claramente afectada por la pérdida del escuadrón. Pero, en
realidad, le dolía no saber nada de Albion Cunningham. Se sentía tan despechada
que pretendía echar todo su ejército sobre la nación de China pese a que estos
ahora parecían tener en sus filas a los temidos dragones. Lo había decidido entre
copa y copa de vino.

Que el mundo entero cayese sumido bajo una cruenta guerra.


Descalza y sin preocuparse en lo más mínimo por su aspecto desaliñado, salió al
balcón con una copa colgando de los dedos y una cara de pocos amigos. El
balcón era semicircular, muy amplio y contaba con una perspectiva inmejorable de
la ciudad, pero no quiso observar nada de eso. Solo deseaba que algún
helicóptero atravesara las nubes y Albion llegarse sano y salvo…

Sintió un dolor punzante en el pecho y cientos de puntos coloridos se agolparon


frente a sus ojos. Se le resbaló la copa. Apretó los dientes y, tambaleándose, llegó
hasta la baranda para sostenerse. Cerró los ojos porque veía todo borroso. Era el
llamado de la muerte, estaba convencida; el corazón ya no resistía la desazón y
sentía cómo la fuerza se le escurría como agua de entre los dedos. Pero debía
aguantar unos momentos más, se dijo a sí misma, para tratar de saber qué
sucedió con Albion. Esperanza. Eso era lo que necesitaba. Un resquicio de
esperanza.

Tragó aire y abrió los ojos, ahora notando una flecha de plumas blancas clavada
en la baranda de mármol, clavada justo entre sus manos.

Parpadeó incrédula. El astil era de madera y la punta, casi incrustada en su


totalidad, de acero; lucía como una flecha antigua. Había un mensaje tallado a lo
largo, pero no comprendió los símbolos. La agarró; su mano temblaba y no tuvo
fuerza para sacarla.

Luego levantó la vista y desencajó la mandíbula. Retrocedió varios pasos mirando


de arriba abajo los edificios que rodeaban el balcón. Todos, absolutamente todos
estaban erizados de flechas con plumas blancas. Se preguntó quién sería capaz
de lanzarlas de aquella manera tan sorprendentemente sincronizada y silenciosa.

“¿Una nueva invasión angelical?”, pensó. Fue el detonante final para que su
corazón dejara de latir.

Reykō cayó y solo vio oscuridad.

En la cordillera de Pamir, Arcturus acompañaba al Serafín Durandal en su apurada


caminata. El mariscal ya había ordenado a sus ángeles que se preparasen para
volver a la reserva ecológica de los mortales. Había un trajín intenso a su
alrededor, pero el Principado aún debía informarle todos los detalles.

—La Serafina tiene un plan de ataque. Lanzará en todas las ciudades del reino
humano una oleada de flechas de plumas blancas. No son peligrosas, pero serán
las portadoras del mensaje. De la advertencia. “O entregáis a Destructo o habrá
sangre”.

Durandal lo fulminó con la mirada. Algunos de sus alumnos percibieron su estado


de ánimo, otros se acercaron para oír al Principado, formando un redondel que los
seguía. El silencio era adusto y parecía que hasta la brisa se había detenido con
tal de oír el infame reporte del Principado.

—Luego de un día, si no obtiene respuestas, la Serafina lanzará una oleada de


flechas de plumas rojas. El mensaje tallado seguirá siendo el mismo, pero ahora
habrá destrucción de monumentos y ciudades. Habrá muertes, pero no
cuantiosas.

Durandal no quiso oír más. Chasqueó los dedos con la mano elevada y pronto un
dragón de escamas doradas sobrevoló sobre ellos para aterrizar cerca, levantando
una espesa neblina de nieve a su alrededor. La bestia alargó el cuello y agachó la
cabeza. Era Doğan y se había convertido en la montura del Serafín. Durandal
subió y se sentó el lomo, acomodándose.

Dragón y ángel miraron al Principado.

—¿Algo más, Arcturus?

Arcturus tragó saliva.

—Para el tercer día, lanzará flechas de plumas negras. Será el mensaje final.
Asesinará a todo lo que se cruce en su camino hasta que dé con Destructo.
Mortales, ángeles y dragones. No habrá paz.

El dragón, ahora rampante, extendió las alas y se preparó para elevarse. Durandal
desenvainó su radiante espada y todos lo observaron.

—¡Darle al Segador lo que desea es aceptar una condición de esclavitud que no


estoy dispuesto a permitir! ¡No somos los perros de los dioses ni seremos los
perros de él! ¡Si Irisiel pretende despachar a los dragones y a un ángel de mi
legión, entonces bienvenida sea la guerra!

Ángeles y dragones rugieron al unísono; la cordillera de Pamir se estremeció por


completo.

IV. Año 2332. Inframundo.

Pólux y Curasán bajaban lentamente por las derruidas gradas de lo que parecía
ser un gigantesco coliseo destruido, arruinado tanto por el paso del tiempo y el
abandono, como por algunas que otras batallas acaecidas en el lugar: lanzas
rotas, huesos y espadas repartidas por donde fuera que mirasen o pisasen eran
suficiente prueba de ello. Abajo, el campo central era circular, de hierba azulada y
de al menos cien metros de diámetro en cuyo centro surgía una gigantesco haz de
luz blanquecino que se elevaba en las alturas, cruzando las nubes hasta
desaparecer más allá.

Desde que llegaran a la fantasmal y silenciosa ciudad de Cocitos, todo lo que


ambos ángeles encontraban era un incómodo silencio. Pólux tenía la fuerte
sospecha de que, a través de los milenios, grupos de espectros se rebelaron
contra su pérfido emperador. Los huesos que encontraba aquí y allá, agujereados
de saetas o atravesados por espadas, eran indicativo de ello. Había una facción
contraria que lo quería derrocar, pero era evidente que ya no estaban vivos o, en
el mejor de los casos, seguían vivos, pero ya no eran un número suficiente para
hacerle frente.

Bajaron hasta el campo y se acercaron hasta el imponente haz de luz.


Comprobaron sorprendidos que, en realidad, el haz surgía de un pozo que parecía
no tener fin.

Era “Samsara”; el ciclo de la vida; el acceso por el cual las almas que expiraban se
retiraban del plano existencial, en tanto que las almas nuevas accedían al
mencionado plano. Vida y muerte entrecruzándose en el mismo sitio.

Curasán achinó los ojos e, inclinándose, notó miles de pequeñas esferas


blanquecinas cayendo y otras elevándose.

—Almas —aclaró Pólux.

—Por los dioses, son millones.

—Mis alumnos de la Biblioteca me enviaron un reporte —dijo Pólux sin apartar la


mirada de Samsara—. Dicen que en el reino de los humanos hay dragones, lo
cual es imposible. Irisiel los exterminó en la guerra contra Lucifer.

Curasán, sin dejar de escucharlo, caminó rodeando el haz. Pateó un par de


vasijas rotas desperdigadas alrededor y se preguntó cómo era posible que los
dragones aún existieran. Solo esperaba que Perla no se metiera en problemas con
alguno de ellos, pues no eran bestias fáciles de tratar.

—Cuando Irisiel cazó a los dragones —continuó Pólux—, el Segador, entonces un


aliado, capturó y selló las almas de las bestias en vasijas, de modo que no
resucitaran. Se suponía que, luego de miles de años y sin un cuerpo en el que
residir, las almas capturadas finalmente se extinguirían. El Segador debía
guardarlas y esconderlas para siempre.
Curasán se agachó y agarró un pedazo roto de una vasija.

—Ese condenado miserable —gruñó el joven ángel al entender que el Segador


había roto los sellos.

—Coincido. En algún momento de la historia, para evitar que las almas se


extinguieran, deshizo el sellado y las arrojó a Samsara para que reencarnasen
como humanos y tuvieran una vida plena. Luego las volvería a capturar y así
esperar el momento adecuado de resucitarlos como auténticos dragones.

Curasán tragó saliva.

—Aquí se libró una batalla. ¿Crees que los espectros intentaron evitarlo?

—Es probable. Un acto heroico que los honra, más allá de que hayan fracasado
en su intento de detenerlo.

—Me pregunto cómo luciría un mortal con alma de dragón.

Pólux se encogió de hombros.

—Luciría como un mortal común y corriente. Como mucho, tendría alguna


reminiscencia del dragón que escondía en su interior.

El robusto ángel se sentó sobre la hierba azulada y cerró los ojos para descansar.
En verdad que fue un viaje cansador y él estaba más bien acostumbrado a usar
sus alas, no las piernas. El misterioso “Plan de contingencia”, como llamaban a su
nueva estrategia, estaba en marcha. Solo debían tener paciencia.

Curasán seguía fascinado por Samsara. ¡Qué bella se veía! Y qué aterrador saber
que tantas almas estuvieran cayendo y elevándose allí. Sabía perfectamente que
el ciclo de la muerte era natural, pero no esperaba que fuera tan intenso. Dobló las
puntas de sus alas al pensar especialmente en las miles de almas extinguiéndose.
Cada una cargaba sus propios recuerdos, temores, anhelos y esperanzas. Y
todas, sin excepción, se perdían para siempre en el olvido.

Metió la mano en el haz y capturó una esfera que caía; cerró los ojos e
inesperadamente sintió una sacudida, como un relámpago estremeciéndolo todo
en su interior. Y, para su sorpresa, experimentó sensaciones nuevas y agridulces.
Sintió en carne propia el amor, luego un dolor desgarrador. Sintió un conjunto de
decepciones que le dieron ganas de llorar, pero luego quiso reír debido a unos
recuerdos ajenos que generaban alegría. Incluso, en esos pocos segundos,
aprendió un idioma nuevo y algunos secretos interesantes que le hicieron doblar
las puntas de sus alas y silbar sorprendido. Tanto se agolpó en la mente del ángel
y parecía que ese aluvión de sensaciones era insostenible.
Le resultó obvio que estaba experimentando en carne propia la vivencia de un
alma. Se preguntó si aquella también podía experimentar lo mismo que él había
vivido. Si, de la misma manera que él aprendía, el alma también podía aprender lo
que él sabía. Finalmente, abrió los ojos y, con una sonrisa, envió el alma para
arriba.

Pólux desencajó la mandíbula.

—Pero, ¿qué acabas de hacer?

—¿Eh? —Curasán retiró la mano—. Solo toqué un alma…

—Nada de “solo la toqué”. La lanzaste arriba, de vuelta al plano existencial.

Curasán se rascó la cabellera.

—¿Eso hice?

Pólux parpadeó incrédulo.

—¡Acabas de devolver a la vida un alma que ya había expirado!

—¿Me estás diciendo que reviví a alguien?

—Pero, ¡cómo se le ocurrió a la Serafina elegirte para esta misión, ángel torpe!

—Tranquilízate un poco. ¿A quién se supone que reviví?

—¿Cómo diantres voy a saberlo?

—Eres una Potestad, ¿no lo sabías todo?

Pólux enrojeció de furia.

—¡No vuelvas a meter la mano allí!

V. Año 2332. Reino de los mortales.

Reykō abrió los ojos y vio el cielo azulado rematados por pequeñas nubes. Le
pareció más hermoso que de costumbre. O tal vez era ella. Una ola avasallante de
vigor la invadió por completo y se irguió por sí sola. Seguía en su balcón en
Valentía. Pero, ¿no acababa de morir?, se preguntó. Juraría que incluso vio un
túnel oscuro con una luz al final del camino. Se miró las manos; los dedos ya no
temblaban. Luego dio un respingo cuando recordó que, en su trayecto hacia lo que
parecía ser la muerte, alguien la sostuvo.

El pecho ya no dolía y se preguntó si todo aquello no era sino una segunda


oportunidad otorgada por alguna suerte de ser divino. No quería creerlo. Sus
creencias estaban enraizadas: no había dioses. Pero, si estaba allí, viva de nuevo,
debía deberse a una razón.

Miró de nuevo al cielo y sonrió con los ojos cerrados. ¿Tal vez fue uno de los
infames “Ingenieros” o “Dioses” los que la ayudaron a volver? Recordó de nuevo el
momento que “alguien” la agarró. Y en ese momento se sintió calmada.
Reconfortada. Experimentó tantas cosas de quien la sostuviese; sintió amor y
alegría, pero, sobre todo, sintió una esperanza sobrecogedora. ¡Esperanza! Era
exactamente lo que necesitaba.

Incluso creyó saber el nombre de su salvador.

—¿Croissant?

Meneó la cabeza. A ver si la encerraban en un manicomio si se atrevía a


comentárselo a alguien. “Tal vez solo fue ese vino…”, pensó rascándose la frente.
Luego se acercó a la baranda para fijarse en la misteriosa flecha de plumas
blancas. Ahora sí tuvo la fuerza para arrancarla y ver mejor esos símbolos
extraños. El lenguaje en el astil era arameo. Enarcó las cejas: ¡era arameo! Pero,
¿cómo era posible que ella ahora pudiera entender aquel idioma? Se volvió a fijar
y leía claro el mensaje tallado. “Entregad a Destructo o habrá consecuencias”.

La flecha cayó y repiqueteó en el suelo.

“¿Entiendo arameo?”.

Luego presionó el lóbulo de la oreja para comunicarse con sus soldados, pero oyó
un rugido estremecedor provenir del cielo que sacudió el suelo y a ella misma.
Levantó la vista y vio un gigantesco dragón arremolinando las nubes a su paso
para tomar rumbo hacia su edificio. Reykō miró la copa de vino y luego al dragón.
El animal extendió sus alas para frenar la caída y aterrizó en el amplio balcón, que
vibró intensamente, pero no se derrumbó. Sí destruyó parte de la baranda al paso
de sus patas y cola. La mujer cayó tropezada debido al temblor; quedó cegada
debido al polvo levantado, pero, cuando este fue bajando, notó que el dragón
había alargado el cuello, bajando la cabeza para revelar a sus dos jinetes.

Reykō pretendió gritar por ayuda, pero cerró la boca cuando reconoció a quienes
domaban al lagarto. El comandante Albion Cunningham se había puesto de pie,
sobre el lomo, sacudiéndose el polvo de su destrozada gabardina militar. El ángel
Deneb Kaitos estaba a su lado con su túnica igual de desgarrada.
Cunningham descendió de un ágil salto. Lucía tranquilo, como si viniese de un
paseo…

—¡Albion!

El comandante hizo un ademán al dragón para que lo esperase. Leviatán gruñó,


ladeando el rostro hasta fijar sus ojos purpúreos en la mujer.

—Mi señora —saludó Cunningham con una reverencia y posterior golpe de puño
en el pecho—. Él es Leviatán. Dice que, durante su estancia, espera un cese a las
hostilidades.

Reykō, desde el suelo, enarcó una ceja.

—¿“Dice”?

Cunningham asintió. Giró la cabeza y miró a los ojos de Leviatán. El comandante


ahora experimentaba una sinergia inaudita desde que montara sobre el dragón.
Deneb Kaitos le había hablado de ello; una conexión natural que facilitaba el
entendimiento entre el jinete dragontino y la bestia. Finalmente, el joven avanzó
hasta Reykō para ayudarla a levantarse.

—Puede sonar como una locura, pero lo entiendo a la perfección —confesó.

—¿Y tu escuadrón? ¿Qué hay de mis hombres, Albion?

—Muertos —miró para otro lado, pero se armó de valor y la miró a los ojos—.
Todos, mi señora. La misión ha sido un completo fracaso.

—¿Muertos? ¿Acaso es este el dragón que aniquiló a tu escuadrón?

—No comprende, mi señora —meneó la cabeza—. Me duelen las pérdidas más


que a nadie. Pero hay una guerra. Mucho peor que esta cacería de ratas que
hacemos. Y las pérdidas serán aún mayores. Sé que es difícil, pero le ruego que
me escuche.

Se sentó sobre una rodilla, frente a la mujer, agachando la cabeza.

—Tengo razones para creer que hay un ejército avanzando hasta aquí. No hablo
de humanos, ni ángeles, ni dragones. Estoy hablando de algo más. Leviatán los
llama “Espectros”.

Deneb Kaitos intercedió desde el lomo.

—El ejército de Espectros se debe al Segador. No tiene por qué creerme, pero se
trata del culpable del Apocalipsis que acaeció en vuestro reino. No he hablado con
los ángeles de mi legión, pero deduzco que el Segador pretende traer nuevamente
un Apocalipsis.

—Mi señora —insistió el comandante—. Usted tiene el mayor ejército del mundo.
Mil millones de soldados que seguirían su estela, yo incluido. No le pido que se
alíe con esos malditos pájaros o con esos perros del Vaticano. Los detesto tanto
como usted. Pero créame cuando le digo que hay algo allá afuera. Y pretenden
aplastarnos.

Reykō tenía los ojos fijos en los del dragón. Lo oía todo tratando de absorberlo
como buenamente podía. ¿Cómo se suponía que debía asimilar tanta
información? Y vaya giros del destino, pensó acomodándose la cabellera. Porque
detestaba a los ángeles y ahora uno de ellos era su leal sirviente. Y quería
deshacerse de los dragones, pero allí estaba el líder de ellos pretendiendo pactar
una alianza para salvarlos de una amenaza mayor.

“Dragones, ángeles, espectros, dioses”... Luego miró la copa de vino hecha trizas
en el suelo. “Definitivamente, debería dejar de beber”, concluyó.

Se acercó al dragón. Era una sensación extraña la que experimentaba porque se


trataba del verdugo de sus hombres. Miedo y respeto. Leviatán, además, se
trataba de una figura temida en todo del mundo. Ella incluso, cuando era niña,
tenía pesadillas en donde Leviatán se la devoraba. Pero, cuando le vio a los ojos,
el miedo se diluyó. Él no había venido a luchar y Reykō lo comprendía.

El dragón gruñó cabeceando hacia ella.

Deneb Kaitos quiso traducir, pero la mujer respondió inmediatamente.

—Si, luego del Apocalipsis, un grupo de mortales buscó cazaros para descamaros
con el objetivo de hacerse con vuestras pieles, el resto del mundo no tuvo por qué
pagar platos rotos. Destruir ciudades y sesgar la vida de inocentes es una
respuesta desmedida de vuestra parte. Por más que os hayáis escondidos para
evitar más muertes, no os exime de vuestros crímenes.

El dragón ladeó el rostro y gruñó un par de veces.

—No creas, querido. Hasta hace unos minutos no sabía que vosotros teníais un
idioma. Si ahora puedo comprender tu lengua, se lo debo a un croissant… O tal
vez ya esté loca, ¿qué importa? Lo único cierto es que me siento lo
suficientemente viva para seguir aquí, al pie del cañón.

Deneb Kaitos abrió los ojos cuanto era posible. “Pero, ¿cómo es posible?”, se
preguntó el ángel, mirando a la mortal y al dragón de manera intermitente. “¿Cómo
es que ella comprenda la lengua dragontina?”.
—Te confesaré algo, dragón —prosiguió Reykō con su acostumbrada confianza—.
Sé que te sonará como una locura, pero créeme cuando te digo que hasta yo he
visto a ese ejército de “Espectros” que marcha hacia el hogar de los ángeles.
“Campos Elíseos”, es así como se llama, ¿no? Por mí, que lo destruyan y lo dejen
en cenizas.

El dragón gruñó y Reykō sonrió.

—Por favor, ¿crees que llegué hasta aquí siendo tan tonta? Sé que, luego de
destruir el reino de los ángeles, vendrán a por nosotros. Es un ejército gigantesco,
hasta donde sé —se acomodó la cabellera y sonrió a Leviatán—. Pero el mío es
más grande.

Leviatán volvió a gruñir.

—Por supuesto, querido. Tú controla a los tuyos y yo haré lo mismo con mis
hombres. Si sobrevivimos a esta guerra, haré lo posible para paliar las diferencias.
Solo ten en cuenta que no es a mí a quien tienes que pedir perdón. No represento
a la humanidad.

Se acercó aún más y posó la palma de su mano en la nariz del dragón.

—Yo solo soy Kazúo Reykō. Y, hasta que el mundo se acabe, tú y yo seremos
aliados.

El dragón rugió y toda Valentía se estremeció.

VI. Año 1368. Reino de Xin.

Wezen, tendido en una cómoda silla, echó la cabeza hacia atrás y rugió
golpeándose el pecho. Los generales xin que lo acompañaban a la mesa
carcajearon animadamente en tanto las esclavas llenaban las copas de vino. La
noche era fantástica en el salón. La mayoría oía atentamente cómo el joven xin
narraba los momentos heroicos por los que pasaron él y su escuadrón de
arqueros en la cordillera de Pamir; narró el ataque sorpresa y la esperada victoria
rematada con la muerte del Orlok.

Todas las anécdotas adquirían una tonalidad épica gracias al sonido de flautas y
tambores llenando el salón. Wezen se levantaba a veces, copa de vino en mano, y
ordenaba a los sirvientes que repiquetearan los ku cuando le tocaba narrar cómo
despechó sigilosamente a los vigías mongoles del corredor de Wakhan.

La mesa era larga; al extremo de ella se encontraba el emperador xin, Zhu, quien
dialogaba animadamente con el comandante Syaoran y otros hombres de alto
rango. Pronto debían volver a la capital, Nankín, ubicada al este, para liderar el
grueso del ejército y unir más pueblos a su causa. El peso de la nación Xin no
tardaría en caer de nuevo sobre sus hombros y simplemente deseaban, por un
momento, beber y dejarse fascinar por las historias.

Al otro lado de la mesa Mijaíl intentaba dominar los palillos para capturar las
verduras de su cuenco. Se resbalaban una y otra vez, por lo que frunció los labios.
Luego levantó la mirada y se fijó en el animado Wezen. Se sorprendió cuando vio
a una muchacha sentada a su lado. Le pareció hermosa. Destacaban
especialmente los ojos, amarillos como los de Wezen, pero estos estaban
subrayados con una línea oscura que los resaltaba.

Era extraño verla en un lugar atestado de hombres; aún no sabía que era la
hermana de uno de los héroes de guerra y por tanto era respetada y bienvenida.
Se cruzaron la mirada. La muchacha aguantó una risa y el ruso dedujo que lo
había pillado “batallando” con los palillos.

Luego la joven xin miró para otro lado; sus mejillas eran de tonalidad rosa, pero no
por la vergüenza, sino por el maquillaje que le habían ofrecido las esclavas. Se
sentía abrumada por cómo estas la habían “preparado”, como si fuera de alta
cuna, pero también por la misma razón se sentía con la suficiente confianza para
actuar más desenvuelta. Se sentía hermosa. Se sentía mujer. El atractivo
extranjero la miró. “Y me sigue mirando”, pensó jugando con sus dedos.

Tímidamente, Xue elevó su mano con los dos palillos correctamente colocados.
Capturó una fina tira de fideo y se lo llevó a la boca. Mijaíl sonrió y trató de imitar
el gesto como buenamente pudo, pero la comida se le volvió a resbalar.

Ambos rieron.

Wezen miró al ruso y se levantó abruptamente golpeando la mesa; todos los


hombres enmudecieron. El jocoso y animado joven había transformado
abruptamente su actitud. Ahora estaba serio y su sonrisa de hacía segundos era
ya solo una delgada línea en el rostro serio. Pero, ¡cómo ese maldito extranjero se
atrevía!, pensó apretando la empuñadura de su sable enfundado. Juguetear de
esa manera con su celada hermana. Había oído varias historias sobre él: sabía
que ese soldado había sido expulsado de su reino por mantener un romance con
la hija del Príncipe de Nóvgorod. Pero, para él, era más molesto saber que le robó
la oportunidad de matar al Orlok, ¿y ahora rondaba como un lobo a su hermana?

—Te gusta meterte en donde no te llaman, ¿no es así, extranjero?

Las flautas y tambores se detuvieron. Xue se encogió de miedo; en privacidad ya


le recriminaría a su hermano. Pero Mijaíl, al ver la pose provocativa y altanería del
oriental, como si estuviera a punto de desenvainar, no se amilanó y se levantó
imitando el gesto con la empuñadura de su shaska.

—Eres irritante —devolvió Mijaíl—. ¿En otra vida fuiste una puta mongol?

El emperador se rascó la frente y trató de no reír; era un insulto que el ruso


aprendió de él, mientras viajaban por Persia. Luego miró de reojo a su tenso
comandante. Syaoran se encogió de hombros; parecía que la rivalidad entre el
ruso y el xin no tenía fácil solución. “Deme un látigo y lo soluciono, mi señor”,
susurró Syaoran. Pero el emperador apreciaba demasiado a su escolta y al
atrevido guerrero xin como para castigarlos de forma humillante, por lo que elevó
una copa de vino y ordenó tajantemente:

—Fuera de mi vista.

Sentado en las escaleras que daban al salón, Mijaíl ladeaba su fina espada y veía
cómo reflejaba la luna llena en su hoja. Xin le parecía un reino peculiar, pero no
precisamente el paraíso del que le hablaba el emperador durante su viaje. Salvo el
momentáneo cruce de miradas con la hermosa muchacha de ojos amarillos, no se
sentía especialmente bienvenido. Y ese guerrero entrometido solo empeoraba la
situación.

Suspiró pensando que tal vez Xin no era el lugar ideal para él.

Se sorprendió cuando Wezen se sentó a su lado con evidente desgano. Lucía


cansado y borracho, por lo que el ruso entró en alerta. Pretendió moverse a un
lado para alejarse, no fuera que le clavara una daga, pero el xin hizo un ademán.

—Tranquilo. Vengo con buenas intenciones.

Mijaíl se acomodó.

—¿Tan pronto? ¿Por qué debería creerte?

Wezen levantó la vista y miró la Luna.

—Mi comandante amenazó con quitarme todo el vino que me regaló, si es que
vuelvo a causar problemas contigo —se frotó el mentón—. Tienes que verlo, es un
cargamento importante. Una carroza llena.

Rio apagadamente y Mijaíl se relajó.

—No me malinterpretes —continuó el xin—. Estoy enterado acerca de vuestro


viaje por Persia con el emperador. Esta noche pretendía disculparme hasta que…
—se calló abruptamente y decidió no nombrar a su hermana—. Escucha. Eres un
impertinente.

El ruso frunció los labios; iba a responderle, pero Wezen hizo otro ademán para
continuar.

—Pero, por tu valía, a mis ojos eres un hermano de escudo. Por el bien del reino,
considera a Xin como tu hogar.

Se levantó y, ante la atenta mirada de su hermana Xue, que los espiaba


escondida tras una columna del salón, reverenció susurrando unas disculpas.
Mijaíl se sorprendió; no lo esperaba. Se levantó, aunque Wezen seguía firme en
su posición. El ruso se quitó el guante y se inclinó para tomarle de la mano. El xin
dio un respingo porque no estaba acostumbrado al tacto sino a las reverencias
como muestra de saludo y respeto; no se sintió invadido como cabría esperar de
un oriental, tal vez por efecto del vino. Simplemente, le pareció un gesto
agradable.

—Mi nombre es Mijaíl.

El xin sonrió.

—Wezen.

No muy lejos, bajo la copa de un árbol de ginkgo, decenas de hojas amarillas se


elevaron al aire al paso de un ángel encapuchado, de túnica y alas negras. El
Segador, invisible a los ojos de los mortales, clavó su guadaña en el suelo. En
aquel entonces, repartió las almas de los dragones alrededor del mundo de los
humanos con el objetivo de que no se extinguieran y así poder usarlos en algún
momento. Siguió la evolución de cada uno de ellos en sus vidas como mortales:
algunos se habían convertido en guerreros, como el dragón Nío, nombrado
Wezen, por lo que había que vigilarlo, no fuera que su vida se terminara
abruptamente en alguna batalla.

Pero, en su silencioso recorrido durante las decenas de batallas que se libraban


en el reino humano, se topó con algo demasiado seductor para sus ojos. En una
cruenta lucha entre dos ejércitos sobre el congelado río Volga, vio a un mortal que
brillaba de solera, de inteligencia y gran espíritu. Incluso vio dejes de valentía que,
con el desarrollo adecuado, lo convertirían en un guerrero temible.

Lo nombró desde la oscuridad de su capucha mientras sus largos y flacos dedos


se cerraban en la empuñadura de su arma.

“Mijaíl”.
En su afán de probar la valía del ruso, enloqueció al Orlok para que este se
lanzara en su búsqueda por toda Rusia y Persia. Asaltó cada noche del mongol
con pesadillas, exigiéndole la sangre del ruso, reclamo que el Orlok interpretó
ciegamente como órdenes de su dios. El Segador deseaba ver cómo Mijaíl rendía
bajo presión. Y el joven venció. Superó su prueba. Ahora no había dudas para el
ángel oscuro; ese valeroso joven debía ser parte de su ejército del Inframundo. Lo
dejaría vivir como humano, pero cuando pereciese reclamaría su alma para
resucitarlo como un espectro.

Y sería su preciado mariscal; el líder del más grande ejército de todos los reinos
creados por los dioses. Tan fuerte, que rivalizaría las aptitudes del desaparecido
dios de la guerra, Ares.

“Serás Antares”, murmuró en tono gutural; desclavó su guadaña para


desvanecerse con la brisa.

Wezen giró la cabeza hacia atrás y clavó sus feroces ojos amarillos hacia el
ginkgo. Juraría que había oído algo, pero solo había guardias xin bebiendo y
carcajeando en las inmediaciones. Meneó la cabeza; a ver si era cosa del vino.
Luego se volvió hacia el ruso.

—Por Xin, te prometo que aquí termina.

—No —Mijaíl le sonrió—. Aquí comienza.

Perla abrió los ojos y sonrió al sentir el calor del sol en su rostro. Temblaba un
poco, no tanto por el frío, sino por miedo. Agarró un pedazo de la nube que estaba
atravesando y la vio disolverse sobre su palma abierta, dejando solo un rastro de
humedad.

Frunció el ceño.

—¡Dijiste que se sentían como algodón!

Su guardiana se elevó atravesando una nube cercana, girándose sobre sí misma y


riendo estruendosamente. Celes sabía que, desde niña, Perla creía el cuento de
que estaban hechas de algodón y no pensó que, ahora joven, siguiera creyendo.

—Pero, ¡qué tonta eres! —carcajeó Celes—, ¿cómo iban a sentirse como
algodón?
—¡No me llames tonta!

—¡Ya, ya! Sonríe, ¡gruñona! Y observa a tu alrededor. Volar es solo el comienzo.

La Querubín levantó la vista y se impresionó del horizonte; interminables picos


escarpados y nevados, tan altos que atravesaban las nubes, extendiéndose por el
horizonte tanto que parecía no acabar. El reino humano era hermoso y se dio
cuenta de que no había por qué sentir miedo al levantar vuelo; es más, ahora
comprendía por qué muchos ángeles pasaban horas y horas en el cielo; el mundo,
desde esa perspectiva, parecía mucho más agradable.

Celes pasó a su lado para hundirle un beso ruidoso en la mejilla y luego,


aleteando con rapidez, se alejó. Perla la persiguió, pero su guardiana era más
rápida.

Eran dos luces bailando a lo alto en el cielo.

La Querubín se detuvo y gruñó como respuesta, frotándose la mejilla. Agitó sus


alas y se elevó hacia otra nube. Dio un manotazo al sol, como si ahora pudiera
alcanzarlo, y sonrió porque ahora se sentía todo un ángel; se sentía la dueña de
los cielos. Desenvainó su sable y dio un potente tajo a la nube para desperdigarla
en distintas direcciones.

Entonces rio porque se sentía invencible.

"Sí, sin dudas", pensó la Querubín acariciando un trazo de la nube dispersa. "Aquí
es donde todo comienza".

Y los dioses, donde fuera que estuvieran, temblaron de miedo. Porque la historia
del ángel destructor no se detenía. Porque Destructo ya arremolinaba las nubes y
golpeaba las puertas del cielo para reclamar el sitio que le correspondía. Rápida.
Indomable. Invencible.

Era una estrella irradiando en el firmamento a la espera de una gran hazaña.

Esta es la historia acerca de la gran guerra que acaecería pronto entre los reinos
de los dioses. Acerca del dragón albino de ojos amarillos, Nío, y el temible
mariscal de los Espectros, Antares. Amigos en un tiempo atrás y ya olvidado.
Enemigos que se verían enfrentados mediante un ser de alas negras como la
noche más oscura, cegado por amor y, a la vez, estremecido por la existencia de
una Querubín de cabellera roja como el fuego y profetizada como un ángel
destructor.

Pero, sobre todo, esta es una historia de esperanza y del ángel que la abraza con
sus alas.
Esta es la historia de Destructo. Esta es su leyenda.

Fin de la tercera parte.

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