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Destructo 3
Destructo 3
I. Año 1368
La Luna no era más que una pálida y delgada línea en un cielo negro atiborrado
de estrellas. La brisa era fría, pero aquello no aminoró el espíritu de los miles de
jinetes que se agolpaban al frente de la capital del reino de Xin, expectantes a la
orden de entrar y asaltar el castillo del emperador. Levantaban la mirada y veían,
más allá de las altas murallas que protegían la ciudad, cómo grandes volutas de
humo ascendían por el aire para dibujar figuras informes en el cielo ennegrecido.
El último bastión del viejo imperio, Ciudad del Jan, una dinastía dominada por
soberanos mongoles, pronto caería bajo el fuego y aquella sola imagen encendía
los corazones de los guerreros.
Luego se giró sobre su montura y vio a su ejército expectante. Eran casi diez mil
hombres. Se impresionó al comprobar la disciplina de sus exhaustos guerreros
ordenados en largas columnas que se extendían por las llanuras; los más alejados
parecían más bien manchas sobre la hierba plateada.
El agua y la comida habían escaseado durante los últimos días de su viaje, pero
con la toma de la ciudad vendría un festín. Recordó cómo los mongoles solían no
solo llevarse las provisiones sino también a las mujeres antes de arrasar las
ciudades xin; meneó la cabeza para quitarse los recuerdos amargos, por más que
tuviera sus ansias de venganza, daría muestras de civilización a su enemigo… si
es que decidían rendirse.
—¿Y perdonar la vida de mi emperador? ¿No es más importante tenerlo vivo para
que predique vuestra victoria por todo el reino?
—No solté la teta ayer. No dejaré que reúna fuerzas en otras tierras — Syaoran se
inclinó sobre su montura y fijó su mirada en el aterrorizado diplomático—. Su
cuello probará el acero de mi sable. Hemos venido hasta aquí como una rebelión
del pueblo xin y pretendemos irnos como una nueva dinastía. Solo lo
conseguiremos cuando ate su cabeza en la grupa de mi caballo y la presente a mi
señor.
Syaoran levantó su arma, cuya hoja refulgía bajo la luna como una línea luminosa.
Sus guerreros rugieron eufóricos al escuchar el grito de guerra xin. “¡Diez mil años
para el nuevo emperador!”; tanto él como la caballería galopó rumbo la ciudad,
elevando al aire gritos de júbilo. El diplomático se lanzó hacia un lado para evitar
ser pisoteado.
El castillo del emperador estaba erigido sobre un terreno elevado, protegido por
murallas. A su alrededor se extendían gigantescos jardines, aunque en algunas
zonas el fuego crepitaba. No había señal de sus vasallos a la vista. El comandante
levantó el puño para que los que lo seguían detuvieran a sus caballos; los demás
imitaron el gesto para que la orden recorriera toda la caballería. Había que
recuperar el aliento; al frente estaba el castillo y la imagen del mismo también
siendo invadido por el fuego les volvió a inyectar de confianza.
—¡Mensajeros! —gritó.
Los mensajeros se habían abierto paso entre los jinetes y avisaron al comandante
acerca del imprevisto contratiempo: las catapultas debían ser desarmadas para
atravesar las calles, y ahora avanzaban lentas a través de Ciudad de Jan.
—Solo quedan arqueros defendiendo el lugar —dijo con voz firme, y algunos
jinetes giraron la cabeza para verlo—. Podemos embestir mientras nuestros
propios arqueros nos cubren.
—¿Cómo te llamas?
—Wezen.
—Al amanecer vendrán las catapultas para abrirnos el camino. Y cuando lleguen,
mandaré a que te azoten la espalda hasta que aprendas a respetar a tus
superiores.
Syaoran enarcó una ceja. Se trataba una ciudad del reino Xin, ya inexistente,
avasallada y destruida por los antepasados del emperador mongol. Entonces
entendió los motivos del joven de seguir el asedio. Cómo no comprenderlo si él
mismo también se movía por deseos de revancha. Desenvainó su sable que
refulgía bajo la Luna y apuntó al extenso jardín del castillo, en una gran zona que
aún no había sido alcanzada por el fuego, y luego miró al atrevido guerrero.
Un jinete dio un coscorrón fuerte al yelmo de Wezen. Este se giró y notó que su
amigo, Zhao, estaba allí, con la armadura también empañada de sangre además
de una mirada fulminante. En la caballería el trato era completamente distinto al
que Wezen acostumbraba en las campiñas.
Syaoran cerró los ojos, tratando de apaciguar su ira. La paciencia no era una de
sus dotes, pero cómo iba a perder los estribos cuando la victoria ya estaba
saboreándose. Cuando los abrió, calmo, asintió al joven.
Los arqueros a lo alto del muro tensaron sus cuerdas y lanzaron al menos una
decena de flechas al jinete que se acercaba. Las saetas apenas eran visibles
debido a la oscuridad de la noche, pero los silbidos eran inconfundibles. Wezen se
inclinó hacia adelante y elevó su escudo para protegerse, pero de reojo notó que
las saetas se clavaban mucho más delante de él. Entonces supo que las flechas
tenían un límite de distancia y él aún podía avanzar más; lo que fuera para marcar
la línea donde las catapultas pudieran ser instaladas sin temer a los arqueros.
“No lo conseguirá”, pensó más de uno. “Lo mandó a una muerte segura”, sonrió
otro. Su amigo, en cambio, apretaba los dientes. Se inclinó sobre su montura
como un halcón que desea levantar vuelo, cuánto deseaba romper fila para
acompañarlo. Vino a su mente la hermana de Wezen y apretó los puños. Cómo
ese necio se atrevía a hacerlo, pensó; arriesgar su promesa de volver de una
pieza. “Sobrevive”, susurró para sí. “Por Xue”.
Zhao, a lo lejos, cerró los ojos y suspiró entre el murmullo aprobativo de los
guerreros. Su amigo lo había conseguido.
Wezen detuvo al animal para apaciguarlo. Miró la fortaleza, allá a lo lejos, allá a lo
alto, a los arqueros. Cuánto había deseado y soñado ese momento. Casi un siglo
de sometimiento extranjero sobre el reino Xin terminaría esa noche y, sobre todo,
las heridas provocadas a su familia tendrían venganza.
Bajó de su caballo y se plantó firme sobre la línea que había marcado. De la grupa
del animal descosió los emblemas dorado y carmesí de la nueva dinastía. A lo
lejos, su comandante apretaba los dientes pensando en que debería doblar la
dosis de varazos cuando llegara al amanecer.
Wezen se giró para ver a sus camaradas. Volvió a gritar, levantando el puño al
aire, pero era ensordecedor el sonido de victoria que atronaba la ciudad, así como
las flechas cortando el aire, que ni él mismo se pudo oír.
El guerrero asintió. Observó de nuevo para ver aquel castillo. Cuando llegaran las
catapultas todo aquello estaría convertido en un montón de escombros
pedregosos. Y él era parte de ese hito.
“Una nueva dinastía”, pensó. Acarició a su animal, que apenas podía mantenerse
tranquilo, tal vez por el griterío, tal vez por la herida. “Hoy comienza una nueva
historia”.
Varias hembras aladas paseaban por un campo amplio de color del barro, aunque
en diversas secciones ya asomaban brotes verdes y zonas floreadas. Con
rastrillos, palas y escardillos en mano, las floricultoras de la legión de ángeles
trabajaban el terreno que en un futuro sería la Floresta del Sol, un nuevo jardín de
ocio de los Campos Elíseos, ubicado en las afueras de Paraisópolis.
Destacaba en el centro del terreno una hembra de alas finas, larga cabellera
ensortijada y cobriza, además de unos llamativos ojos atigrados. Clavó una pala
en el suelo y se frotó la frente sudorosa. Ondina, la líder de las jardineras, se
encontraba cansada y con la túnica sucia de barro, pero sonrió al tener una
panorámica del lugar; poco a poco el campo de tierra iba quedando hermoseado
tras intensos días de trabajo.
Spica, otra Virtud, llegó para interrumpir sus cavilaciones. Tan sucia y cansada
como ella, tiró su rastrillo al suelo y levantó tanto alas como manos al aire.
—¡Libre por hoy! —chilló—. Hablé con las otras y nos iremos al lago. ¿Te vienes?
Y desclavó la pala de la tierra para seguir trabajando. Spica sospechó cuál era el
asunto, por lo que fue inevitable sonreír por lo bajo, mordiéndose la punta de la
lengua.
—Asunto… ¿pendiente?
—Antes de irte, ¿me traes unas bolsas de semillas? —agarró las bolsillas de
cuero que pendían de su cinturón—. Ya se me están acabando.
Spica sonrió con los labios apretados. Las semillas estaban en la otra punta de la
floresta, en la caseta de herramientas que habían construido. Estaba cansada y ya
ni quería usar sus alas. Además, el sol aún golpeaba con fuerza y un baño en el
lago era lo único que se priorizaba en su mente.
—No.
Se giró en búsqueda de las “condenadas semillas”, como las pensó. Por más que
fueran del mismo rango era notoria la dedicación de Ondina, no por nada era
considerada la líder de las Virtudes. El jardín y su mantenimiento eran su vida y
dedicación hasta un punto, según sus subordinadas, desmedido. “Algún día tiene
que darse un respiro, por los dioses”, se quejó Spica, rascándose la frente. “Y a
nosotras también”.
Poco a poco, ángel tras ángel, Ondina se había convertido en la única Virtud
presente en medio del terreno que poco a poco se teñía por una luz ocre propia
del atardecer. Cerró los ojos e imaginó el mismo campo ahora repleto de flores
coloridas y paseos de árboles erigiéndose para todos lados. Levantó una mano al
aire y casi pudo sentir esos pétalos imaginarios flotando en el aire y colándose
entre sus dedos.
Empezó a trabajar la tierra, silbando una canción que solía escuchar en las
noches del coro.
Ondina dio un respingo cuando lo oyó. Se giró para verlo y habló en tono
quejumbroso.
—¡Ah! Tú. Deberías saludar, ¿no te enseña la Serafín los buenos modales?
—Intenté venir temprano —se excusó el arquero—. Pero me temo que tuve que
quedarme para discutir los pormenores de mi misión. Lo siento, Ondina.
Pero Ondina hizo caso omiso a las disculpas. Frunció el ceño y continuó con su
labor.
—¿Cuándo te marchas?
—Mañana al amanecer.
—Me gusta ayudar en la jardinería —se acercó a la Virtud y llevó sus dedos a la
cintura femenina, deslizándolos por la tela de la túnica hasta que se introdujeron
dentro de una de las bolsillas que pendían del cinturón—. Es relajante.
Ondina se estremeció al sentirlo, pero lo disimuló como pudo. Próxima sacó unas
semillas y las desperdigó sobre la tierra.
—Si tanto te gusta estar a mi lado —ladeó el rostro, incapaz de mirarlo a los
ojos—. ¿Por qué tienes que alejarte? Quédate. Dile a la Serafín que no deseas
esa misión.
—¡Hmm! —gruñó ella—. ¿Ahora te crees un gran héroe? Que no se te suban los
humos a la cabeza, los espectros del Inframundo no perdonan.
Había advertencia en sus palabras, una clara preocupación en su tono. La hembra
se fijó en Próxima, pero este ahora echaba un vistazo a los alrededores,
escabulléndose de las reprimendas y advertencias.
—¡Ah!
—¿Pólux? —la hembra arrugó la nariz—. ¿Por qué no enviarán a otro guerrero
como tú? El Inframundo es un lugar peligroso, ¿y deciden enviar a un
bibliotecario? Un ángel gordo y perezoso, además.
Próxima rio. Tenía razón, Pólux podría ser de todo menos un guerrero. Aun así, lo
defendió.
—Pólux será un gran aliado. Pero es cierto que yo preferiría tener de compañía a
cierta Virtud, es la más hermosa que han visto mis ojos, no sé si la habrás visto
por aquí —y al oír las palabras, las mejillas de la hembra ardieron—. Pero, a falta
de ti, creo que el ángel más sabio de la legión será un gran compañero de viajes.
Ondina calló incapaz de librarse del sonrojo. Próxima siempre fue bueno con las
palabras. Volvió a trabajar la tierra, pero esta vez el arquero se acercó no para
meter la mano en las bolsas de semilla, sino para abrazarla por detrás y buscar
consolarla.
—¿Lo hago? Es una misión suicida. Si la Serafín tanto desea hacerlo, ¿por qué no
va ella?
Cayó un beso en el cuello de la hembra que hizo que por dentro su cabeza diera
vueltas y vueltas. Siempre era avasallante sentir el tacto del amante; para seres
como los ángeles a quienes se les había negado y arrancado esos placeres del
cuerpo todo era vivido con más intensidad.
—Lo hago por ti.
—¡Aún tengo trabajo que hacer! —protestó la Virtud, tirando de la mano, pero el
arquero no la soltaría fácilmente.
El agua del río les llegaba por encima de la cintura, empapando sus túnicas y
adhiriéndolas en el cuerpo; arriba, la luna arrojaba un destello plateado sobre el
agua de modo que los amantes no perdían el detalle del otro. Ondina desnudó al
guerrero, quien se giró para darle la espalda. La hembra deseaba tocarlo, aunque
se contuvo porque aún no era el momento, además tenía la manía de arañarlo si
esta se excitaba en exceso; meneó la cabeza para apartar el deseo carnal y
empezó a lavar las alas del arquero.
Próxima quiso girarse para verla a los ojos, pero ella lo sujetó para limpiarle el
barro de las plumas.
—Fue una sorpresa —asintió, recordando la noche que la Querubín huyó de los
Campos Elíseos—. Se tomaron de la mano delante de la luna. Frente a todos los
guerreros. Los guardianes de la Querubín son amantes.
—No sabría decirte. No me fijé en la reacción de los otros. Pero, ¿cómo te sientes
tú ahora mismo?
La hembra sonrió con los labios apretados. Se sentía bien, demasiado bien. La
sangre hervía y las hormigas inexistentes poblaban su vientre. Claro que, para su
pesar, la culpa por hacer algo prohibido siempre asomaba.
Miró hacia la orilla, allí donde varias flores crecían entre los hierbajos. Levantó su
mano y, con un movimiento grácil de dedos, dichas flores empezaron a elevarse y
dirigirse al río, desafiando la corriente de aire y la propia gravedad. Revoloteaban
entre la pareja; era un espectáculo colorido que hechizó al arquero.
—Estaría bien aprender eso —dijo Próxima moviendo torpemente los dedos, como
esperando levantar las flores.
—No te pediré que me prometas que volverás. Yo sé. Volverás a mí, guerrero.
Corrían los ángeles desnudos sobre la hierba de los Campos Elíseos, perdidos en
la oscuridad plateada por la luna que ahora asomaba tímida tras las nubes, única
testigo de la unión clandestina de los amantes. Ondina se abalanzó sobre
Próxima, abrazándolo con brazos, alas y piernas, uniendo sus labios con fruición;
el tacto era desinhibido; la mente apenas sabía cómo moverse, cómo actuar, pero
era como si el cuerpo se activara y tomara las riendas de la situación.
Una larga estela de pétalos los persiguió desde el lago y danzaba alrededor de los
amantes. A Ondina le hacía gracia cómo Próxima las miraba con recelo, como si
fueran espías; no lo tranquilizaba por más que se gastara con explicaciones de
que las flores la seguían a ella porque era su guardiana y cuando esta
experimentaba felicidad, toda la flora respondía a su manera.
Acercó sus labios y degustó los pezones con delicadeza porque había aprendido
con el tiempo que Ondina no toleraba la brusquedad. La lengua dibujaba círculos
alrededor de la aureola y luego incitaba al pezón a despertar. Cerró los ojos y se
deleitó de los gemidos de su pareja.
Cuando unieron los cuerpos todo se les volvió más intenso. Se preguntaron para
sí mismos, como otras tantas veces, si realmente tenía sentido que los dioses les
prohibieran aquello. Esa estrechez húmeda que abrigaba el sexo del varón, esa
plenitud, el sentirse llena y unida, que vivía ella dentro de sí cada vez que la
penetraba. En ese instante que todo se desbordaba en un intenso orgasmo no
cabía dudas de por qué Lucifer se reveló en los inicios de los tiempos. Más que
deseos de libertad, tal vez, pensaban los amantes, el ángel caído habría
experimentado el amor y con ello despertó el deseo del cuerpo.
—Nos colgarán —rio Ondina—. A ver qué cara pondrá Irisiel cuando vea a su
estudiante predilecto unido a una jardinera…
—Pues a mí me gustaría ver la cara que pondrá Spica —y la hembra carcajeó por
el comentario al imaginar a su mejor amiga boquiabierta.
Próxima cerró los ojos e imaginó todo aquello. En su mente los caminos de tierra
serpenteaban por la floresta y cientos de parejas recorrían sus senderos entre el
revoloteo de plumas y hojas de los más variopintos colores. Sonrió al entender,
por fin, por qué Ondina ponía tanto empeño en trabajar el jardín.
Creados por los dioses para proteger los conocimientos, la Potestad usó el libro
invocado para taparse los ojos del sol.
Aprovecharía para recabar toda información acerca de aquel temible lugar, asintió
decidido.
—¡Maestro!
—Me temo que estaré fuera por unos días —dijo Pólux.
—Lo sabemos, Maestro —Naos se acercó con un objeto en las manos, enrollado
por una tela blanca.
—¿Y esto?
—Es del viñedo de Spica —Naos esbozó una gran sonrisa—. Es un encargo
especial.
Pólux miró para ambos lados de la calle. Había un montón de ángeles yendo y
viniendo por las calles de Paraisópolis, pero no les prestaban atención. Mejor así.
Su fama de ángel bebedor no era desconocida en los Campos Elíseos, pero
deseaba mantener cierta privacidad. Agarró la botella de vino y la ocultó tras su
fajín.
—Pero hay algo que me tiene curioso, Maestro —dijo otra Potestad—. Si se topa
con un espectro del Inframundo, ¿acaso va a darle librazos a la cabeza hasta que
muera?
—Si sucede lo peor, me temo que tendré que hacer un gran sacrificio y reventarle
la botella de vino en la cabeza.
Más de un ángel detuvo su rutina y miró a ese grupo de sabias Potestades riendo
sonoramente en la entrada a la Gran Biblioteca. Era usual verlos siempre de buen
humor y tratarse con camaradería.
—De todos los ángeles de la legión, usted es el menos adecuado para esta
misión, Maestro.
Ahora las risas fueron menos pronunciadas porque era una verdad incómoda. Las
Potestades no estaban hechas para la batalla. Pólux ni siquiera sabía manejar un
arma, tal vez una daga, como mucho, pero desde luego insuficiente para una
misión al Inframundo.
—No seas agorero —interrumpió Pólux—. No puede ser tan malo. Si Irisiel lo
eligió, tendrá sus razones.
—Pero, realmente —insistió Naos a sus compañeros—. De todos los ángeles que
Irisiel podría haber elegido para acompañar a Pólux y Próxima, ¿ha tenido que
nombrar justamente a ese?
—Esas arpías curiosas —dijo él—. Nos están mirando desde lo lejos, ¿no es así?
—Ah, Curasán —respondió al fin—. No las llames así. Son mis amigas.
Celes meneó la cabeza para enfocarse. Había un par de asuntos mucho más
importantes. La primera, ella misma debía bajar al reino de los humanos para ir
junto a su protegida. Su “pequeña hermana”, como la llamaba. Y lo haría en
compañía de las cantantes del coro angelical que aún estaban en los Campos
Elíseos, quienes deseaban ir junto a su maestra Zadekiel. Las guiaría el Dominio
Sirio, uno de los pocos Dominios al servicio de la Serafín Irisiel.
Aquello era el otro asunto que la tenía en ascuas. Si bien la Serafín Irisiel los
había liberado, ahora los separaría. Celes bajaría al reino de los mortales para
cuidar de su protegida, mientras que Curasán tendría una misión peligrosa:
adentrarse, junto con otros dos compañeros, en las desconocidas y prohibidas
tierras del Inframundo.
Cuando el ángel plateado notó a todas las hembras tras él, les asintió.
Celes se apartó al oírle, pero cuánto deseaba unos segundos más al lado de su
pareja. Dos de sus amigas se acercaron y acariciaron sus alas para, lentamente,
llevarla de la mano al río Aqueronte. “Ve”, susurró Curasán, animándola. Cuando
todas pisaron el agua en la orilla, Celes se giró y reveló sus ojos humedecidos.
—No podría olvidarlo, no dejas de repetirlo —se palpó la cintura, buscando algo
en su cinturón—. Oye, espera, Celes…
Sus amigas tomaron de su mano al ver que el Dominio Sirio ya entraba al agua. Al
grito de “¡Vamos!”, se adentraron en el río. Tomadas de las manos, todas las
hembras desaparecieron entre chillidos y risas, dejando sobre la superficie las
espumas informes sobre el agua. Curasán dobló las puntas de sus alas; cuánto
deseaba estar en ese grupo, cuánto deseaba ver de nuevo a su protegida y
rodearla con sus brazos.
Pero él comprendía que era el guardián. Y como tal, tenía sus responsabilidades.
Silenciosa como una brisa, Irisiel descendió en la orilla, detrás de Curasán que
miraba melancólicamente el río. La Serafín lo había visto todo desde la distancia.
Era inevitable sentirse, en cierta manera, culpable por estar separando a la pareja
de amantes. Pero era lo que tenía que hacerse. No podía dejar que Curasán y
Celes dieran el mal ejemplo en la legión e incitaran a los demás ángeles a romper
una promesa sagrada de servidumbre exclusivo para los hacedores, por más que
estos estuvieran desaparecidos.
El ángel no se giró para verla. Irisiel apretó los labios; de seguro estaba molesto
con ella por ser la causante de la separación.
—Puedes estar todo lo enojado que quieras, pero lo hago porque creo que es lo
adecuado para la legión. Y, sobre todo, por el bien de Perla. Porque tú eres uno
de los pocos ángeles que puede cumplir con la misión.
No hubo respuesta. Solo el húmedo viento meciendo las alas del joven ángel.
—Pero te prometo —la hembra ladeó el rostro y apretó los dientes—. Te prometo
que, si todo sale bien, podrás reunirte con Celes. Si esto es lo que te hace feliz, no
me entrometeré. Pero, por favor… ¿Cómo te demuestro que no lo hago por
caprichosa? ¡Eres el guardián de Perla, maldita sea, hoy más que nunca necesitas
ser su escudo! ¡Háblame al menos!
“Ojalá”, pensó ella, devolviéndole la sonrisa. “Ojalá muchos fueran como él”.
—Esto… —Curasán achinó los ojos y se limpió los oídos—. ¿Desde cuándo estás
ahí?
III. Año 1368
Cuando el sol estaba en lo alto del cielo, cientos de jinetes en formación partieron
rumbo al diezmado castillo; las murallas se habían convertido en escombros
pedregosos y desnivelados que ya no protegían los salones del emperador
mongol. El polvo, acuchillado por haces de luz, había menguado y la visibilidad no
era perfecta. Pero los guerreros xin, al ver a sus enemigos, levantaron los sables
al aire que refulgían como líneas doradas al sol. Los casquetazos hacían temblar
el suelo y pronto se llenó de rugidos de guerra cuando se dio el encontronazo
contra los vasallos del derrocado emperador, quienes contaban con una
disminuida caballería protegiendo los salones.
Iban y venían los sablazos durante el violento cruce entre las líneas enemigas;
gotas de sangre se desparramaban por los aires y caían sobre la hierba del jardín.
Wezen se adentró en medio del tumulto, como una lanza en medio del fuego,
repartiendo tanto sablazo como podía dar. Recibió un inesperado corte en un
hombro, pero el enemigo rápidamente cayó de su montura, con un flechazo
atravesándole el yelmo. Wezen giró la cabeza y sonrió al ver a Zhao, arco en
ristre, atento a él.
—¡Recuerda a Xue!
—¡Lo hago!
Se agachó al ver venir a uno y atizó un tajo bajo el brazo para que este cayera
cercenado. Sintió sangre caer de su frente y saboreó el gusto amargo en sus
labios; aquello pareció inyectarle de más vigor y consiguió deshacerse de otro con
un rápido sablazo. Escupió un cuajo de sangre en el preciso instante que cortó el
cuello de un enemigo más; era un auténtico carnicero y sentía que podría hacerlo
durante horas.
Detuvo su montura al haber atravesado las diezmadas líneas enemigas. Vino la
repentina quietud. Eso era todo. Al frente tenía las escaleras que daban el acceso
a los salones del emperador. Se giró y vio con satisfacción cómo sus compañeros
lo seguían y derribaban a cuanto se les atravesara. Los que caían eran
rápidamente rematados por las picas para que no volvieran a levantarse.
Los gritos de guerra fueron disminuyendo de intensidad en el jardín para dar paso
al griterío de júbilo, un grito que se repetía hasta el hartazgo. “¡Diez mil años para
el nuevo emperador, diez mil, diez mil!”; pronto la noticia correría por todos los
rincones del reino de los Xin: la batalla en Ciudad de Jan había terminado.
Zhao se abrió paso hasta llegar junto a Wezen y notó con espanto cómo la
armadura de este estaba bañada de sangre. Pasó su mano por la pechera de su
amigo y luego se restregó en su propio rostro el líquido viscoso, causando una
mueca graciosa en Wezen. Lo hacía para aparentar ante los superiores, de que
también había participado de la batalla como uno más.
—Buda lo vio mejor —se excusó con un ademán—. Fue para protegerte.
Wezen lo tomó del hombro y sacudió, riéndose. Intentó quitarle el yelmo, para
bromear, pero a su amigo le aterrorizaba que le vieran la calva y los demás
sospecharan de su religión. Un budista no mataba, al menos no hasta que fuera
necesario, y alguien con ideales tan diferentes a los de ellos no sería visto con
buenos ojos en la caballería xin.
—Este Buda del que hablas… —Wezen frunció el ceño al fijarse mejor en Zhao;
su armadura no tenía ningún rasguño—. ¿También atrapa las flechas y te escuda
de los golpes?
—No. ¿Y tú?
Abrió los ojos cuanto pudo y señaló con ambos brazos el campamento. El olor era
embriagador para cualquier hombre y en serio no comprendía cómo ese budista
era capaz de resistir semejante tentación.
—O, por el contrario, podría darte los varazos que amenazó darte. Tal vez todo
esto no sea sino una mentira para que vayas directo a la boca del lobo.
—La boca del lobo…. Ah, ya veo. ¡Eres un gran amigo! Me pregunto si ese Buda
será capaz de evitar que me mee en tu desayuno…
Agachó la cabeza para pasar bajo el dintel. El olor del cordero volvió a invadir sus
pulmones. Se preguntó por un momento si lo que le había dicho el budista era
verdad; tal vez se divertirían azotándolo mientras comían y bebían. Meneó la
cabeza porque la sola imagen era aterradora.
Wezen se inclinó como saludo, ahora con más dudas asaltándole la cabeza. Tal
vez ese hombre era algo más que un comandante.
—Ha venido el guerrero Xi Xia —Luego miró a una de sus esclavas y ordenó algo.
Mientras una muchacha acariciaba el pecho del comandante, la otra se hizo con
una botella de vino de arroz y destapó la cera para servirle en una taza al joven
guerrero. Este no dudó en tomarlo con ambas manos. La bebida quemó su
garganta y gruñó; era más fuerte de lo que recordaba. Recordó que Zhao ya probó
del mismo, en las campiñas de Xi´an. “Sabe a pis de caballo”, dijo en ese
entonces, y el guerrero sonrió al terminarse la bebida.
—Mi abuelo también servía como vasallo del rey Xi Xia. Aunque no era arquitecto,
sí sirvió como uno de sus escuderos.
Wezen lo miró con asombro. Entonces los antepasados del comandante también
habían servido al mismo reino que los suyos. No había duda de por qué lo mandó
llamar.
—Queda lejos, pero lo conoceré. Nuestro ejército pertenece a la Sociedad del Loto
Blanco y nos consideramos la mano derecha del emperador. Por decisión suya,
deberé llevar mil hombres a la frontera con Transoxiana, al oeste. El resto del
ejército volverá a Nankín a la espera de nuevas órdenes. Me gustaría llevarte
como miembro de mi caballería.
—¿Transoxiana? —Para llegar allí debían pasar por Congli, por lo que sintió un
cosquilleo en el pecho al saber que volvería a ver a Xue luego de año y medio de
estar separados—. Puede confiar en mí, comandante.
—Lo sé. Quien honra a sus antepasados me merece la confianza. Por eso te pedí
venir aquí.
Wezen desconocía de otros reinos, pero sí relacionaba las tierras del Occidente
con algo.
—Cristianos.
Wezen notó cómo la segunda esclava se le despedía con una reverencia para
unirse al dúo. El guerrero apretó los labios, decepcionado; esperaba que ella se le
ofreciera. La muchacha abrazó a su amo por detrás, presionando sus nimios
pechos contra su espalda, en tanto que este saboreaba de la boca de la otra
joven.
Syaoran se apartó suavemente y fijó la mirada en Wezen.
—Toma —Wezen le acercó un odre con vino—. Para calentar el cuerpo. Nos
esperan tierras frías, Zhao. Y peligrosas. Quién sabe si aún hay mongoles
acechando. ¡Pero …! Pero luego se nos abrirán de brazos las tierras más cálidas
que te podrás imaginar.
—No —rio, no era ese tipo de calidez al que se refería, sino a algo más
hogareño—. Volvemos a Congli.
Y él estaba de acuerdo. Avanzó unos pasos más, mirando las lejanas colinas por
las que tendrían que buscar un camino rumbo a casa. Se inclinó ligeramente hacia
adelante sobre su montura, como si quisiera partir cuanto antes. Acarició a su
caballo, animándolo porque pronto afrontarían una larga travesía.
Mientras una fría brisa mecía la aparente infinitas extensiones de hierba, se giró
para ver a su amigo.
Solo en los inicios de los tiempos, cuando Lucifer se recluyó allí con sus huestes
además de sus dragones, los dioses permitieron a un ejército de ángeles
adentrarse para darle caza. Pero hacía milenios de aquello y muchos guerreros de
aquel entonces ya no se encontraban vivos.
—Cuidaos los unos a los otros —dijo la Serafín, y los tres ángeles se giraron para
verla.
Próxima recordó que no dejó de consultar con la propia Serafín sobre qué peligros
podría encontrar allí. Ya sabía, en menor medida, qué esperar de los espectros,
así como de las bestias que pululaban en aquel reino. Pólux cerró los ojos y
recordó sus noches en vela; cómo no iba a investigar sobre lo que pudiera. Incluso
charló varias veces con los pocos guerreros que habían hecho incursiones hacía
milenios. En su mente, ciudades y castillos se erigían bajo la oscuridad. Curasán,
por otro lado, sonrió con los labios apretados. La verdad es que no se le había
ocurrido investigar de alguna manera.
Siguió hablando no solo para los tres, sino para tranquilizar a los ángeles que
habían ido allí para despedirse.
—Os elegí a los tres porque confío en vosotros. Próxima, mi mano derecha. Pólux,
mi sabio consejero. Y Curasán… —hizo una pausa y sonrió al joven ángel
mientras algunas risillas cómplices se oyeron tras la Serafín—. Curasán, tú eres el
ángel más noble de la legión.
—Os adentraréis en las tierras prohibidas porque hay una amenaza que busca
dividirnos con el miedo como arma principal. Os encontraréis con dificultades y
probablemente el horror os espere, pero cuando sintáis que nada vale la pena,
cuando sintáis que el miedo os presione el pecho, recordad que estás allí frente a
frente contra un enemigo no porque odiéis al que tenéis adelante, sino porque
amáis lo que habéis dejado atrás. ¡Así que extended las alas, mostradles que los
ángeles abrazarán a todos aquellos que busquen la paz y el conocimiento, pero
darán caza sin tregua a todo aquel que amenace nuestro reino! ¡Brillad allá en las
tierras donde no alcanza la luz! ¡Llevad la esperanza en las tierras donde no la
conocen!
Invocó un arco dorado en una mano y una saeta entre los dedos de la otra.
Relucían con intensidad y los que estaban cerca admiraron aquello con largos
suspiros y silbidos. Irisiel vio el arma detenidamente, rememorando aquella lejana
guerra contra las huestes de Lucifer. Los dioses se lo habían regalado para cazar
a los dragones, caballería por excelencia del ángel renegado, y había rendido con
creces la confianza que depositaron en ella.
Ahora sería su turno de cederla, pero no sin antes hacer un último disparo. Tensó
la cuerda hasta la oreja y apuntó al frente, allí en esa muralla de neblina en
apariencia inexpugnable.
—¡Cazad al Segador y ponedle fin a la amenaza! ¡Id, mis elegidos! ¡Yo os nombro
los Ángeles de la Luz!
La legión elevó gritos de júbilo al aire que luego se convirtieron en rugidos que
parecían inyectar de confianza y valor a los tres enviados. Mientras la Serafín
lanzaba el arco dorado hacia Próxima para que este lo cogiera al vuelo, Pólux
hinchó el pecho con orgullo. Fue un discurso motivador y propio de una guerrera
tan distinta como lo era la Serafín, quien lejos de ensalzar la fuerza de los ángeles
buscaba resquicio de valor en sus corazones.
Pero cuando el arquero volvió la mirada para observar el camino abierto, notó
sorprendido que Curasán ya se adentraba con pasos firmes y decididos.
Continuará.
I. Año 1368
Descansaban al otro lado del Río Volga, ahora congelado por el efecto del
invierno. Cuando la ventisca amainaba creía oír sus cánticos y gritos ahogados en
la lejanía. Se sacudió la nieve sobre su rubia cabellera, como si también quisiera
quitarse el sentimiento de impotencia e indignidad. Hacía solo un par de noches se
encontraba arrimado en la cama junto a la voluptuosa Anastasia Dmítrievna,
hundiendo su rostro entre sus enormes pechos mientras el fuego de la chimenea
les calentaba los cuerpos, mas ahora hacía las veces de vigía en medio de una
insufrible noche.
Sonrió con los ojos cerrados al recordar el último vestido que la muchacha llevaba;
no hacía fuerza alguna en detener los vaivenes de sus senos cuando esta
paseaba por los pasillos del palacio; aprovechando una rutina de patrullaje, la llevó
hasta la cocina para abrirla de piernas. Por un momento, creyó sentir el sabor de
su sexo.
Pero el frío, que mordía sus pulmones al respirar, lo sacaba de sus recuerdos.
“Esos malditos mongoles”, pensó mirando de nuevo el campamento. Habían
invadido Nóvgorod y dejaron destrucción a su paso. Le vino a la mente, como
destellos fugaces, las imágenes de cientos de cuerpos amontonados en las calles
y el río ennegrecido de sangre, con incontables cadáveres enganchados entre sí,
flotando sin rumbo.
Meneó la cabeza para tranquilizarse; de nuevo creyó oír los gritos y cantos de
aquellos enemigos, como un retumbe en la lejanía. A la señal de la cruz, rezó
empuñando una colgante de Santa Sofía, deseando que todos aquellos monstruos
del infierno cayeran cuanto antes.
—Como si fueran cien mil. Persigámoslos como a aquellos perros lituanos. Dime
lo que tienes en mente.
Mijaíl sonrío con los labios apretados. Él era la cabeza y su comandante el puño,
que solo necesitaba de un estratega que le indicara dónde y cómo golpear.
—Por otro lado, y al mismo tiempo, usted estará cruzando el río bordeando un
bosque a cinco leguas al noreste. Tomará al enemigo por detrás.
—Muy bien —asintió Gueorgui—. Haré que las órdenes corran cuanto antes. Tú
estarás al frente de la línea de arqueros en el primer ataque.
—Mi comandante —forzó una sonrisa—. Me temo que no podré de ser de mucha
ayuda entre los arqueros.
—Pero, hermano mío —sacó a relucir su lazo familiar con desespero—, ¿qué
clase de estratega va a la vanguardia de una batalla?
—Uno que calienta su cama con la hija del Príncipe de Nóvgorod… hermano mío.
Tal vez Mijaíl podría haber respondido algo de no ser por la mandíbula
desencajada. En ese instante, los mongoles, su gigantesco hermano y hasta el frío
desaparecieron de un golpe. Fue tan cuidadoso de no dejarse descubrir durante
sus escarceos con la hija del Príncipe que simplemente no encontraba en su
mente ni un solo sospechoso que pudiera delatarle.
Y la hija estaba encantadísima con él. Incluso le juró su amor mientras Mijaíl reía
entre copas y copas de vino, sintiendo esos gruesos labios cerrándose en su
verga. ¿Cómo iba a traicionarlo? Luego se fijó en su comandante y se encogió
completamente ante aquella mirada severa.
Gueorgui agarró con brusquedad el cuello del joven. Tenía las cejas fruncidas,
convertidas en una sola y gruesa línea, y los ojos parecían destellar fuego.
—No —hizo un ademán—. Le dije al Príncipe que, si no fuera por ti, habríamos
perdido contra los lituanos de Algirda. Se tranquilizó cuando le prometí que te
llevaría a la vanguardia contra los mongoles y que todo quedaría en mano de
Dios.
Mijaíl se mantuvo en completo silencio hasta que el oso volvió a hablar, ahora
mucho más distendido.
Ambos rieron entre dientes, momento aprovechado por Gueorgui para acercarle a
un odre con licor. El joven aceptó y bebió de inmediato; gruñó al sentir el calor en
su garganta.
—¿Esas son mis opciones? Morir ahora a manos de los tártaros o sobrevivir esta
noche y morir mañana a mano del Príncipe de Nóvgorod.
Mijaíl pensó aquello por largo rato antes de echar la cabeza para atrás y
terminarse el licor.
—¿Tienes miedo? Trata de poner otro rostro cuando enfrentes a esos perros —se
oyeron un par de carcajadas y el general se animó más—. Me pregunto qué vio la
princesa en ti. ¿No estaría borracha cuando te la llevaste a la cama?
Mijaíl se sintió paralizado al oír las risas a su alrededor. Los rumores se extendían
rápido en la caballería, pensó.
Más carcajadas surgieron, algún que otro coscorrón cayó en la cabeza de Mijaíl,
pero pronto el general levantó la mano para apaciguarlo todo.
—Si algo cortaremos esta noche serán las cabezas de esos demonios —unos
asintieron, otros elevaron sus arcos—. Esperemos que una de nuestras flechas
atraviese el cráneo del Orlok para terminarlo todo más rápido.
—El Orlok —asintió Mijaíl; se trataba del Mariscal de los ejércitos mongoles del
Kan. En cierta manera admiraba al Orlok por sus astutas estrategias con las que
sometía a los reinos rivales, pero no lo echaría de menos si una flecha ponía fin a
su vida.
Para su alivio, el viejo general se detuvo y levantó el puño para que todos le
imitasen. El campamento estaba a unos trescientos pasos y parecía que ningún
enemigo se había dado cuenta de la presencia de la caballería.
Alrededor de Mijaíl, todos tensaban sus arcos entre crujidos. El joven logró
espabilar; retiró también el suyo y se dispuso a buscar una flecha con las manos
temblorosas. Cerró los ojos e imaginó dónde podría estar ese Orlok; con suerte, lo
mataba y todo terminaría más rápido. Apuntó hacia las estrellas, susurrando una
última oración a Santa Sofía.
El general, por su parte, bajó el brazo y cientos de saetas cruzaron el cielo negro.
Alonzo elevó una mano, con dos palillos entre sus dedos.
—Pon un palillo entre el dedo pulgar y el del medio. Pon otro sobre el pulgar y el
índice.
Ámbar achinó los ojos; ese hombre tendría la edad de su padre y, de hecho,
actuaba como uno. Asintió y volvió a la faena.
Alonzo enarcó una ceja al verla tan concentrada en la comida. Se preguntó si ella
tenía idea siquiera de cómo la veía el mundo entero. Se trataba de la mujer que
había derrotado al ángel que cayó del cielo, además de haber sobrevivido a la
lucha contra un Serafín. Y, para sorpresa de todos, liberó al ángel capturado,
arrancando al mundo entero la oportunidad de dar un salto histórico en el
desarrollo de curas y ciencias. Ámbar era temida y ciertamente odiada, pero allí
estaba ella, sonriendo a los fideos que logró capturar por fin.
—Se me ocurre llevarte a un paseo en los jardines Yu, o un viaje en tren rumbo a
Shangai para ver esos edificios de hace cuatro siglos que aún se mantienen de
pie. Luego una cena y podríamos alojarnos en el hotel Xiang…
—Atravesé medio mundo y entré en una nación no cristiana para rescatar al ángel
que vuestra milicia quería capturar y vender al mejor postor. Te sacamos porque
mucho futuro no tenías allí.
—Nianchang, China.
El hombre asintió y, con suavidad, dejó sobre la mesa una funda de cuero negro
que guardaba la espada-fusil de Ámbar. La mujer sintió un nudo en la garganta al
verla; apartó el cuenco y la agarró, desenvainándola para comprobar el estado de
su hoja.
Seguía reluciente y sonrió con los labios apretados. Era una parte importante de
ella misma. Se sentía segura con su espada. La guardó de nuevo y se fijó en las
calles para perder la mirada en la desorganizada marabunta.
—Mi hija siempre quiso tocar un dragón. Su preferido era ese de escamas
plateadas… ¿Doğan?
—Hmm —asintió ella—. ¿Cuándo vas a decirme dónde están los ángeles?
—No hay muchos lugares en el mundo donde les recibirían con los brazos
abiertos. Ni siquiera a ti. El gobierno chino ofreció al Vaticano una reserva
ecológica con instalaciones. Aunque el hospedaje nos sale gratis: exigieron el
cadáver del ángel que murió en Nueva San Pablo.
Ámbar frunció el ceño. Claro que había visto a uno; enfrentó a un Serafín, nada
más y nada menos, el Mariscal o Comandante de los ángeles. Se preguntó cómo
fue posible que un ser de semejante rango no trajera consigo a su propio ejército
para enfrentarse a Perla. O estaba muy confiado o, tal vez, se trataba de un
trabajo que debía hacerlo personalmente.
Ámbar se atragantó y tuvo que hacerse con una taza de vino de arroz. “Leviatán”,
repitió mentalmente. Aquel nombre por sí solo generaba pavor; en el mundo no
había niño o adulto que no conociera al líder de los dragones y sus terroríficas
historias. Hacía trescientos años que los dragones habían aparecido durante el
Apocalipsis; reunidos por el gigantesco Leviatán, luego de la hecatombe, sumieron
poblados bajo cenizas y, en algunas ocasiones, ciudades enteras.
Pero hacía casi una veintena de años que Leviatán se había escondido en algún
lugar recóndito del mundo, llevándose consigo a su legión. Unos los pensaban
muertos, pero muchos temían que, tarde o temprano, volvería a salir para sembrar
el caos.
Alonzo suspiró.
—Pues haríais bien en dejar de perseguir dragones. Es, literalmente, jugar con
fuego.
—Te adoran —continuó Alonzo—. Convéncelas para que esa Dominación nos
ayude. Reykō moverá su maquinaria de guerra pronto y me temo que no podré
hacer mucho si decide marchar contra China. Destruirá todo a su paso y buscará
capturarlas, y casi el mundo entero la apoyará en su empresa.
—Si tanto problema van a causar, mejor que vuelvan al sitio donde pertenecen —
murmuró ella.
—¿Y qué te hace pensar que yo sería capaz de convencer a nadie? Esos
pichones no me tienen en estima, no al nivel que crees. Si me permites, déjame
terminar la cena...
Alonzo se levantó dando golpecitos al lóbulo y apretó los puños cuando cayó en la
cuenta de que su sistema de comunicaciones no funcionaba. Miró a las calles y
creyó ver a un par de sus soldados, en radiantes trajes EXO color blanco, cayendo
sobre coches o sobre el suelo, entre gritos y sonidos de disparos de rifles de
plasma.
Alguien estaba atacando a sus hombres apostados en las azoteas. Intentó advertir
a la mujer, pero Ámbar ya había desaparecido en la oscuridad.
Salió disparado hacia las calles, esquivando a la marabunta que huía despavorida.
Las luces volvían intermitentemente y podía ver, aterrorizado, cómo sus hombres
caían del cielo como una lluvia, para luego perderlos de vista al volver la
oscuridad, oyendo solo sus aullidos cuando caían en el pavimento y se retorcían
de dolor. Los enemigos debían ser varios.
Y la luz trajo consigo un adusto silencio; ahora, donde fuera que mirase, solo
había ángeles. Sentados en los bordes de las azoteas, parados sobre los toldos
de los comercios mientras que otros se mantenían elevados en el aire.
Luego vio a un ángel, de pie sobre el techo de un coche, protegido por otros dos
congéneres. Las cuatro puertas del vehículo estaban abiertas y fuesen los que lo
ocupaban ya había huido. Se fijó mejor en aquel ser celestial: era distinto. Tenía
seis alas, de rostro severo y mirada intensa, con una espada que pendía de su
cinturón y otra más en la espalda, pues veía la empuñadura destacando tras él.
Tenía que ser un Serafín, el mariscal de la legión de guerreros alados.
—¡Debo ser la mujer más afortunada del mundo! —gritó Ámbar, de pie sobre el
techo de un taxi, a cuatro coches de distancia del Serafín—. A donde sea que
vaya, me encuentro con más pichones. Dichosa coincidencia.
El Serafín Durandal ladeó el rostro, curioso, para fijarse mejor. Si le hubieran dicho
que una mortal luchó contra el Serafín Rigel y terminó victoriosa, hubiera
castigado al responsable de aquella broma de tan mal gusto. Pero allí estaba ella,
la única mortal que no había huido con el gentío, encarándolo.
Su súbdito asintió.
El Serafín apretó los labios. Desenvainó su nueva arma, sujeta por correas en su
espalda. La espada zigzagueante del Arcángel Miguel refulgía, como si tuviera
vida propia, y la apuntó con ella.
—Vine a ver con mis propios ojos —dijo Durandal—, a la mujer que dicen que
luchó contra el Serafín Rigel y salió victoriosa. ¿Acaso eres tú?
Durandal tragó aire; estaba ofendido, pero sabía que su rostro debía encontrarse
desprovisto de emociones e hizo un esfuerzo por contenerse.
Se cruzó de piernas con suavidad y apoyó la barbilla en una mano. Frente a ella
estaba el ángel que el Serafín Durandal entregó como intercambio para evitar una
batalla. “Un ser semidios por una espada mítica”, pensó, y la idea le pareció un
intercambio justo. El espécimen era un varón de físico que le resultaba atractivo,
de alas y cabellera plateadas, y se preguntó si en la legión de ángeles todos
resultarían ser unos adonis.
Varios soldados de Reykō, tras ella, no dejaban de apuntarlo con sus rifles,
completamente desconfiados aún pese a la evidente pasibilidad del ángel. Entre
ellos se encontraba el comandante del ejército de Reykō, Albion Cunningham,
frustrado por no haber podido evitar el robo de la espada. Su cabellera castaña
era corta, casi rapada, y sus ojos intensos parecían destellar fuego.
El ángel asintió y se deshizo del cinturón y luego de la túnica; Reykō enarcó una
ceja pues esperaba que se negase o mostrase algún tipo de vergüenza. Pero se
olvidó de todo cuando se reveló lo que la mujer ya había sospechado: aquella
Dominación poseía un cuerpo que haría a toda humana o humano derretirse. Un
adonis tallado exquisitamente por los dioses. Lástima, se dijo ella, que esos ojos
suyos transmitiesen tanto vacío; como si no sintiera pudor o el más mínimo deseo
de carne.
Sus soldados volvieron a removerse, aunque ahora era otro tipo de incomodidad.
No deseaban que el ángel se acercara más a ella, pero nadie tenía el valor de
contrariar a la mujer más poderosa del mundo. El comandante Cunningham, no
obstante, avanzó un paso con su fusil apuntando la cabeza del ángel.
Cunningham no apartaba la mirada de los ojos del ángel. Cómo iba a confiar en un
ser despreciable como ellos, causantes de tanta destrucción. Su propia nación,
Alba, aún a día de hoy era solo escombros, hambruna, pobreza aderezado con
sectas fanáticas. Cómo iba a dejar que se acercara un centímetro más a ella, que
lo sacó de ese infierno cuando niño para hacer de él un gran hombre.
Respondió a regañadientes.
La mujer asintió complacida. Aprendía rápido; le gustaban los hombres así. Alargó
el brazo y, con los nudillos, acarició el sexo del ángel, mirándolo a los ojos para
descubrir su reacción. Luego agarró con sutileza la carne, elevándolo, sopesando.
Se entretuvo un largo y silencioso tramo, comprobando la suavidad y la rugosidad
de las diferentes partes. Pellizcó y se decepcionó al notar la misma vaciedad de
siempre en la mirada de la Dominación.
El gesto fue tomado por el comandante como ofensivo, quien se sintió incómodo
bajo el escrutinio de aquel ángel. Se cubrió cuando notó que miró su verga.
Los dejos bajaron hasta el sexo cuando notó que el comandante había tragado su
orgullo. Las caricias despertaban su hombría, que crecía y crecía, y pronto la
mujer lo capturó como una garra de un halcón que ciñe a la presa con fuerza.
Cunningham también le resultaba un hombre atractivo, tanto o más que el ángel, y
bien que lo había entrenado ella en todo tipo de artes. Viendo al ser celestial y
humano desnudos, no sabría decantarse por uno. “Tal vez ambos…”.
—¿Qué? Eso que tienes entre tus piernas sirve para algo más que mear, querido.
Y te sorprenderías de los usos que puedo darle.
—Tu superior dijo que los de tu rango sois rastreadores. Que podrías encontrarme
cualquier objeto perdido en el universo si es necesario. Pero no deseo nada de
valor, la verdad. Necesito que guíes a un escuadrón militar hacia el dragón
Leviatán y su legión de dragones. ¿Puedes hacerlo, Deneb Kaitos?
—Desde hace trescientos años los tenemos —dijo ella, bebiendo el vino—.
Vinieron con el Apocalipsis.
—Yo no debería guiarles hasta Leviatán. Estoy aquí para buscarle una riqueza,
cualquiera sea, no un dragón.
El ángel la miró a los ojos y supo que había convicción en sus palabras. Ir en
búsqueda de aquel lagarto era solo tarea para temerarios o torpes. Reykō no le
parecía en absoluto una mortal torpe.
—Entiendo. Si eso es lo que deseáis, os guiaré.
Reykō miró al ángel con una apenas perceptible sonrisa. Deseaba invadir China
cuanto antes y aniquilar no solo a los ángeles sino a todos los que los protegían;
los consideraba traidores de la humanidad. Pero primero era necesario
anticiparse. Destrozaría a los dragones y evitaría que la alianza entre los cruzados
del Vaticano y China sumaran en fuerza bélica; sus espías ya le habían informado
de todo.
—Esta espada —dijo el Serafín—, fue creada en los inicios de los tiempos por los
hacedores. Es más que un arma. Es un estandarte. Fue hecha para los
Arcángeles, los protectores del reino de los humanos. Ninguno de los tres se
encuentra vivo desde hace trescientos años y me temo que yo no estoy interesado
en el cargo.
Ámbar vio el arma y notó que se trataba de la mismísima espada flamígera del
Arcángel Miguel. Arma que poseía Reykō, pero que por alguna razón ahora
estaba allí, a sus pies.
Se escuchó un par de risas alrededor; la mortal caía bien entre los ángeles.
—Mi nombre es Durandal —extendió brazos y alas, como siempre hacía para
imprimir porte y presencia—. Soy Serafín de los Campos Elíseos. ¿Quién eres tú,
mortal?
La mujer enfundó su arma al ver que no había hostilidad de parte de ninguno para
con ella. Se inclinó hacia la espada zigzagueante y la tomó de la empuñadura para
arrancarla del techo del vehículo. Era liviana y podía verse a sí misma reflejada en
la hoja.
—Me llamo Ámbar Moreira —extendió los brazos hacia los lados—. Y estoy
desempleada.
Durandal se hincó sobre una rodilla y golpeó su pecho. Antes de que la mujer
dijera algo, vio cómo todos y cada uno de los ángeles repetían el gesto. Tanto los
que estaban en las azoteas como los que se encontraban elevados, bajaron de los
cielos para hincarse en la calle. La mujer se giró, sorprendida, al comprobar que
todos estaban rindiéndole un respeto que no comprendía por qué recibía.
Miró a un lado y enarcó una ceja al ver a Alonzo cerca, manos en los bolsillos y
sonriente.
—Sí, bueno, ¿no deberías preocuparte por tus soldados? Los oía gimotear hace
un rato.
—Todos están bien —golpeó el lóbulo, indicando que había vuelto a entablar
comunicación—. Nos llevamos un buen susto.
Y se sumó otro más. Y luego otro, hasta que los ángeles rugían alrededor de ella
como una sola fuerza. Los que tenían lanzas repiqueteaban el suelo, los que
tenían espadas la blandían al aire. Otros se golpeaban el pecho rítmicamente,
visiblemente alegres ante el nombramiento de un nuevo representante entre
ambos reinos. “¡Nari-il, Nari-il!”. Ámbar ni siquiera comprendía su idioma, pero de
alguna manera aquello le llegaba con tanta fuerza que logró conmoverla. Miró de
nuevo a su alrededor, no se lo creía; no había ángel que no celebrara su
nombramiento.
Cuando volvió la vista hacia el Serafín, este ya se había retirado. Solo plumas se
balanceaban en el aire. Algunos de sus súbditos también abandonaban el
mercado de Nianchang, elevándose en el cielo mientras otros aún gritaban, reían
y festejaban a su alrededor. En medio de una lluvia de plumas, Ámbar, por primera
vez en la noche, sonrió.
Estaba convencida de que todo cuanto había hecho sería visto como un delito
deleznable, que los libros la tacharían de traidora. Pero allí estaban esos
“pichones”, como les decía ella, festejando y reconociéndola por sus sacrificios y
valor. Cómo no sonreír cuando su propia vida, abruptamente, volvió a cobrar
sentido. Si tan solo su hija estuviera allí para ver con sus propios ojos cómo Ámbar
se había convertido en la heroína que la niña siempre creyó.
—Tal vez ese Serafín presuponía que era una oferta irrechazable.
—Puede que sí —asintió ella—. ¿Lo has oído? Dijo “Reino de los humanos”.
Pero no era un reino. Era todo un mundo, con sus contrastes, de odio y temores
enraizados, unido a otro nuevo y con peculiares seres alados que habían venido,
aparentemente, para quedarse. Para buscar un nuevo hogar. Eran dos mundos
fusionados a la fuerza y a los que habría que buscarle una cohesión.
Oír el grito y llanto de los mongoles ante las oleadas de flechazos fue como una
música dulce para los oídos de Mijaíl. Por un momento, al tensar su cuarta flecha,
se sintió poderoso; la muerte en sus manos. El sentimiento era idéntico en toda la
fila de arqueros. Partió la saeta y, mientras buscaba otra, miró el campamento
atacado. Una lástima que la oscuridad de la noche no mostrara mucho de aquellos
demonios sufriendo y cayendo, pensó, pero al llegar el amanecer se encargaría de
recorrer el lugar para verlos a todos, derrotados y con saetas clavadas en sus
cuerpos.
Octava flecha. Mijaíl sintió un frío sudor recorrer la frente; esos demonios no se
acababan. Sus flechas sí. Y, para colmo, tenía la sospecha de que la noche no los
estaba desorganizando como pretendían. Si docenas de jinetes caían, sonaban
los cuernos en notas cortas y venían otros más para reemplazarlos; parecía una
máquina de guerra bastante bien engrasada.
Al sonido largo de un cuerno, vio sobrecogido cómo una inmensa línea de jinetes
partía hacia ellos como si fuera una sola y terrorífica fuerza infernal.
—¡Retirada!
Confió en cruzar a tiempo el Volga para que los lanceros y otros arqueros que
aguardaban al otro extremo se ocuparan de sus perseguidores. Pero, sobre todo,
esperaba que Gueorgui pudiera asestar el golpe definitivo. Que matara
rápidamente a un enemigo en especial; el único causante de que aquella
marabunta de salvajes fuera tan organizada y estuviera tan preparada.
Organizó una larga fila de lanceros en cuyo centro irían los mejores pertrechados,
él mismo entre ellos. A un gesto suyo, partió la caballería novgorodiense. Unos
cincuenta jinetes avanzaron sobre la fila, formando así una cuña en cuya punta se
encontraban Gueorgui y sus hombres. En los flancos se desplegaron sendos
grupos que, sobre el blanco pálido del terreno, dibujaban una suerte de garras que
se cerrarían sobre los enemigos para aplastar hasta el último de todos.
La cuña penetró hasta el corazón del campamento, dejando por los suelos tanto a
hombres como tiendas; el encontronazo se dio entre aullidos de terror
mezclándose con el repiquetear intenso de las herraduras. Los caballos sin jinetes
huían despavoridos y los mongoles que de alguna manera lograban sobrevivir la
primera oleada de Gueorgui y sus hombres eran pisoteados por la línea que le
seguía.
Cerró los ojos cuando, en la lejanía, oyó a sus compañeros aullar de dolor;
probablemente al ser alcanzados por los mongoles eran rematados con picas.
Esperaba cruzar el río cuanto antes y que los grupos apostados en la ribera
terminaran por deshacerse de sus perseguidores, pero hacía rato que había
agachado la cabeza y no se atrevía a levantarla para comprobar cuánto faltaba.
Un jinete se detuvo frente a él; era el viejo general novgorodiense. Una flecha
atravesaba la hombrera de su armadura, pero él actuaba como si no estuviera allí,
sonriéndole al muchacho. Le habló, pero Mijaíl apenas oyó entre los espadazos y
gritos varios que se producían más adelante.
Seguido por sus hombres, llegó hasta un terreno elevado, sorteando cadáveres
aguijoneados de flechas, y tuvo una buena perspectiva del campo de batalla.
Sabía que sus guerreros estarían extenuados y que la contienda se había
equilibrado hacía rato; los enemigos eran bravos y respondían a la batalla mejor
que los lituanos. Luego oyó griteríos de júbilo en el fondo del campamento mongol,
superando por momentos a los rugidos de los guerreros enfrentados.
—¡Si hoy nos toca caer, mejor llevarles un tributo a nuestros hermanos idos! ¡Por
los caídos, Dios con nosotros!
Un fuego renació en los ojos de muchos jinetes. Gueorgui estaba consumido por
la rabia que apenas pensaba con claridad, pero sus hombres lo seguirían hasta el
fin del mundo; levantaron sus espadas y bramaron con sus últimas fuerzas antes
de seguirlo.
Volvieron a formar una cuña para penetrar en las filas enemigas, con más ímpetu
si cabe, pateando, rajando y derribando a quien osara de acercarse. Los enemigos
levantaban la mirada y veían aterrorizados a ese gigantesco y pertrechado dios
oscuro de la guerra, bañado en sangre mientras repartía espadazos, y pronto se
vieron cercados en pequeños grupos por un rabioso e innumerable ejército, como
islas rodeadas por el mar.
Se oyeron nuevos gritos en el corazón del campamento mongol. Eran aúllos, más
bien, y los cuernos sonaban en distintos tonos en varios lugares; a veces eran
largos, otros eran cortos, otros eran intermitentes. Los mongoles echaban la
mirada hacia atrás, confundidos. Era como si diversas y contradictorias órdenes
viajasen por el aire.
Gueorgui sujetó las riendas de su caballo y levantó la mirada para entender qué
sucedía.
Los recién llegados no eran jinetes mongoles, por más que levantasen al aire los
estandartes de la Hora de Oro. Cuando las nubes le abrieron paso a la luna llena,
notó que en realidad se trataba del ejército novgorodiense. Se abrieron paso entre
el sorprendido campamento, disparando saetas y repartiendo sablazos a su paso,
formando una gigantesca cuña que penetraba hasta el corazón del ejército
invasor.
El ataque sorpresa fue devastador para los mongoles, que no podían sostener dos
frentes, y los sobrevivientes huyeron en desbandada. Algunos grupos de jóvenes
cazadores los siguieron, pertenecían a la retaguardia y no habían participado en la
batalla, pero deseaban mostrar su valentía.
Gueorgui estaba ansioso y se movía como una avispa entre los hombres,
buscando a su querido hermano. No lo vio, pero sí reconoció al viejo general
novgorodiense, y se carcajeó estruendosamente. Si ese viejo estaba vivo, su
hermano también habría sobrevivido, concluyó. En secreto le había pedido que
cuidara de él.
Mijaíl oyó los vítores y por un momento sintió sus fuerzas regresar paulatinamente.
Se deshizo del yelmo y la lanzó al suelo con rabia, provocando rugidos victoriosos
a su alrededor. Nunca había estado tan al borde de la muerte y en tantas
ocasiones, pero por un momento como aquel, en donde todos lo reconocían, bien
que valía la pena.
—¡Por un gran hombre! —afirmó el viejo general—. ¡Al menos lo será hasta que
nuestro Príncipe le corte la verga!
Nuevamente las carcajadas tronaban el lugar. Pero, por primera vez, Mijaíl volvió
a sonreír. Cómo no hacerlo. Era verdad que ningún mongol cayó bajo su espada o
sus flechas, pero qué importaba cuando ahora todos coreaban su nombre como
una sola fuerza. “¡Mijaíl, Mijaíl, Mijaíl!”. El propio suelo parecía vibrar. Se giró
sobre su montura solo para deleitarse de la vista y el dulce cántico entonado;
todos los hombres acompañaban el himno, incluido el oso.
Levantó el puño cerrado y bramó con todas sus fuerzas, justo antes de caer
desmayado.
En una lejana colina, varios jinetes contemplaban el festejo. El Orlok mongol había
hecho de su rostro una máscara indescifrable aún para sus hombres más
cercanos, pero por dentro ardía de rabia y solo tenían una sospecha de su ánimo
debido a la intensidad de su mirada. Se retiró el yelmo y la brisa meció las
decenas de trenzas de su larga cabellera. Pese a ser un guerrero nacido en las
estepas de Mongolia, la contextura fuerte y tez morena así lo demostraban, era
también mucho más alto que sus súbditos. Más imponente.
—¡Orlok Kadan, debe escucharnos! —intentó advertir otro—. ¡Podrían tener vigías
buscánd…!
Los demás dieron un respingo al notar un fugaz fulgor plateado. La cabeza del
subordinado rodó por la nieve mientras el Orlok limpiaba su sable ensangrentado.
Lo guardó en la funda con absoluta tranquilidad y se giró sobre su montura
mientras los demás mantenían un adusto silencio.
Para él, sería un mejor final morir junto con sus hombres y no tener que rendir
explicaciones a nadie. Pero si tras aquella masacre se encontraba vivo solo podía
ser obra del Dios Tengri, concluyó, y debía haber una razón para ello. Su sable
debía probar la sangre del culpable y hacer justicia.
Continuará.
—El hombro está bien —se palmeó la zona con fuerza—. Una de las esclavas del
comandante se ofreció a curar la herida.
—No me sigas.
Lanzó su casco sobre la hierba y se acercó a un riachuelo para mear sobre unos
matojos, entonando su canción y mirando las pálidas estrellas que asomaban en
el cielo. Dio un respingo cuando oyó el chapoteo del agua y luego un par de risillas
de algunas muchachas cerca.
Wezen apretó los labios. Era esta última la que le había hecho una cura con
hierbas y vino, la noche anterior en las afueras de la tienda del comandante. Solo
sabía el nombre de esta, y era sencillo de recordar. Mei. “La más pequeña”.
Nunca dejaba de preguntarse sobre el extraño origen de las dos, después de todo
no era común verlas en campamentos de la caballería, sino más bien en los
castillos, sirviendo a emperadores, no a comandantes. Pensó que Syaoran era un
hombre afortunado al tener aquellas dos jóvenes a su disposición.
Wezen quedó absorto. Vio los pezones erectos de la esclava y por un momento
sintió el impulso de retirarse la armadura y zambullirse junto a ella, pero la
cacofonía de martillazos y órdenes lejanas que oía eran un recordatorio de que no
estaban solos; si algún soldado lo pillaba con las esclavas sería su muerte.
La mujer rio, volviendo a agacharse para darse un baño mientras que la pequeña
le salpicó agua a su amiga, visiblemente molesta. Wezen suspiró y se sentó sobre
la hierba, viéndolas.
—Ese emisario… Tiene que ser un hombre muy importante para mover todo un
ejército.
—Lo es. Según Syaoran, es clave para la guerra… Pero dos esclavas no tienen
por qué saber detalles.
Aquella broma hizo que Mei frunciera el ceño, no obstante, su amiga se volvió a
poner de pie. Brazos en jarras, miró a Wezen con una mueca.
Wezen quedó boquiabierto. Planeaba soltar pequeños detalles aquí y allá con tal
de prolongar la conversación con aquellas dos ninfas desnudas, pero todo su plan
se desbarató por completo.
—¿Qué hace un campesino sirviendo como escudero de uno de los hombres más
poderosos de la dinastía? Tu pregunta y la mía tiene una misma respuesta.
Syaoran es un hombre distinto. Si lo piensas, nuestro emperador también es un
hombre afortunado por contar con él en su ejército.
La esclava salió del riachuelo, buscando sus prendas en la orilla. Se giró y miró a
Mei.
—Vámonos.
—Ya te alcanzaré.
—Wezen —dijo Mei—. Mi señor dice que Congli es tu hogar. ¿Es un lugar bonito?
—¿Xue?
—No sabía que tenías una —lo miró sonriente—. ¿También tiene ojos amarillos
como tú?
Wezen asintió.
—Seguro que es bonita. La guerra hace esto. Separa la familia y a veces para
siempre. Lo veo todos los días. Tienes suerte de verla de nuevo.
Pero Wezen miró sus manos, y aunque la esclava no pudiera ver sus ojos, sí
percibió una repentina sensación de amargura en el guerrero. Intuitiva con los
hombres como era, calló y esperó con paciencia que el joven volviera a hablar.
—Pero cuando oí los gritos —continuó sin hacerle caso, como si hablara con sí
mismo—. Cuando oí los gritos de Xue, decidí que yo no iba a agachar la cabeza.
Esos perros… Si vieras lo que yo vi, Mei, los odiarías tanto como yo. Los maté a
todos. ¡Los maté a todos cuando dormían! La cargué en mis brazos y huimos. Y,
¿cómo crees que estaba ella? Pensé que estaría llorando, o desvanecida o
completamente ida…
—Huíamos. Y en mis brazos, trazó los puntos en el cielo. Sonreía. Pensé que se
había vuelto loca… Porque sonreía y me decía que sí había dragones.
Mei lo tomó de la mano. “Detente”, susurró, porque era evidente que Wezen tenía
una herida sangrante que no cerraba y que sin querer ella había tocado. No
obstante, el guerrero se soltó del agarre. Se levantó, tomando la empuñadura de
su sable enfundado en su cinturón; quería disimular la mano temblando.
—Xue me dijo que los dragones existen, y que yo tengo el corazón de uno.
—Pero un dragón no teme, ¿no es así? Pues yo tenía miedo. Y dudas. Tuve
dudas cuando oí que una nueva Dinastía planeaba rebelarse contra imperio
mongol y que estaban reclutando soldados. Pero cuando recuerdo sus gritos,
cuando recuerdo su rostro durante aquella noche, siento que estoy listo para la
guerra, Mei. No descansaré hasta que todos y cada uno de esos perros invasores
mueran. Esta guerra… ¡Esta guerra tiene el nombre de mi hermana! Así que sí…
¡Si estoy aquí es por ella!
Mei agachó la cabeza, incapaz de sostener la mirada feroz del guerrero. Se sentía
culpable de su abrupto cambio de ánimos y deseaba resarcirse.
—Xin volverá a ser una gran nación gracias a hombres como tú.
Hubo un largo y tendido silencio solo cortado por la brisa. La esclava apretó los
labios y procedió a vestirse. Era solo una túnica sencilla, que revoleaba al viento y
mostraba bastante piel. Se acercó al guerrero y se acarició la cintura, sonriéndole.
—¿Es bonita?
Wezen asintió.
Mei por un momento se sintió ofendida, pero era verdad que ella no tenía
hermanos así que desconocía qué tipo de lazo especial unía a Wezen y Xue. La
ofensa se convirtió abruptamente en envidia, y luego en admiración. Ella también
deseaba tener un lazo así.
—¡Wezen! —insistió.
—¿Qué?
—Mejor.
El vestido le resultaba molesto por la presión ejercida sobre sus senos, presión a
la que no estaba acostumbrada con su habitual indumentaria. No era largo y, en
un par de ocasiones, intentó forzarlo para que se acercara más a las rodillas, pero
echó a suspirar al ver que no era posible.
Su maestra Zadekiel se situó frente a ella con el ceño fruncido; la ayudó con
algunos ribetes y se le escapó un gruñido al terminar. A la instructora de cánticos
no le agradaba las vestimentas de los mortales ni mucho menos le gustaba que su
alumna las vistiera.
—Parezco una mortal —dijo Perla, plisándose la tela sobre el vientre—. ¿No es
así?
Pero la Querubín no podía desentenderse del hecho de que ella tenía un padre o
una madre mortal. Ni ángel ni humana, un híbrido, una alienada en medio de dos
mundos, eso pensaba ella de sí misma. Se sintió humillada enfundada en su
vestido de mortal. Se sentía menos ángel, sensación acrecentada por su
imposibilidad de volar. Si quisiera, su maestra podría salir por la ventana y dar un
paseo sobre el gigantesco bosque de afuera mientras ella se quedaría mirándola
desde el balcón, acariciando sus alas.
—Solo digo que será mejor que no te acostumbres a esos harapos que llaman
ropa.
Para muestra, se levantó y tomó uno de los vestidos descartados para deshacerlo
en varios pedazos sin dificultad alguna. La rubia frunció el ceño de nuevo. ¡Qué
débiles! Una túnica, en cambio, era resistente y sobre todo servía como estandarte
sagrado. Un recordatorio de la pertenencia a la legión de ángeles. Eso necesitaba
Perla con urgencia, pensaba Zadekiel. Lamentablemente, tendría que esperar que
sus alumnas volviesen de los Campos Elíseos.
—Bueno… A mí no me parecen tan feas, maestra…
Zadekiel se acercó y olisqueó el vestido. No detectó nada extraño, pero había algo
que seguía sin gustarle, e insistió. Se inclinó hacia la Querubín y levantó el
vestido. La muchacha dio un respingo al sentir la fría brisa acariciar libremente en
su trasero y pasear bajo sus piernas; gimió e intentó sutilmente bajárselo, pero la
maestra se mantuvo firme.
—Será así, pues. Digan lo que digan, sigues siendo la Querubín, el ser superior de
la angelología. Es el título que te dio el Trono y lo será hasta siempre —luego le
guiñó el ojo—. Y también eres mi alumna, así que eso me convierte en algo más
superior aún.
—No soy una Querubín —miró para otro lado—. Deja de decirlo. Tengo un padre
o una madre mortal, y puede que yo también lo sea. Tenga el título que tenga, no
durará mucho.
—Pon buena cara. La mortal ya despertó y de seguro querrá verte. ¿No querrás
presentarte con el rostro desganado?
Ámbar avanzaba dentro de las instalaciones de la reserva, blanco radiante y
aséptico como un hospital, y todos los que allí se apostaban, tanto desde los
balcones internos como desde los pasillos, detenían su rutina para verla,
amontonándose en los alrededores. La espada zigzagueante era particularmente
llamativa, sujeta en su espalda mediante correas. Se trataba de su nuevo
estandarte y se sentía orgullosa de llevarlo.
Estos últimos parecían acechar la nación de China, donde gran parte de los
creyentes se apostaban. Había una guerra en ciernes, se percibía en el aire
incluso, y por ello el Vaticano necesitaba con urgencia a los dragones como medio
de persuasión.
Ámbar se detuvo de golpe, justo cuando Alonzo le insistía en llevar al menos cinco
mil hombres en su operativo.
—Puedes ofrecer a todo tu ejército si quieres —dijo ella—. Pero solo necesito un
pequeño escuadrón de diez soldados y al ángel rastreador. Nada más.
—Si son hostiles, no sobreviviremos seamos diez mil o seamos diez. Hablé con el
ángel y él dice que conversará con los dragones. Está convencido de que habrá
una alianza y no me ha dado motivos para dudar de él.
—El pichón dice que los dragones gruñen. Pero que él entiende. Cosas más
extrañas he visto en estos días, si me preguntas.
Alonzo se frotó el mentón, inseguro del plan. Deseaba movilizar gran parte de su
ejército, tal y como había hecho para rescatarla de la milicia de Nueva San Pablo.
Aún no se daban cuenta, pero ambos ya estaban cercados por el redondel de
científicos que, sencillamente, querían ver a la mujer. Algunas esferas fotográficas
flotaban por aquí y allá, capturando imágenes para el recuerdo sin que esta se
diera cuenta.
—Tú mandas —concluyó Alonzo—. Pero iré contigo, mujer. Encargaré la gestión
de la Reserva a mi hija.
Ámbar silbó.
Si los ángeles, creados por los dioses, buscaban con desespero el amor de sus
desaparecidos creadores, Perla buscaba exactamente lo mismo en la actitud
maternal que había descubierto en Ámbar. Y a la mujer le atraía la idea de
redescubrir esa madre que fue una vez.
Bajo una nevada, Mijaíl guiaba un caballo rumbo a los establos, con un desgano
evidente en su expresión. Como si caminar en la nieve fuera más pesado que de
costumbre. Había pasado toda la mañana en el campo de batalla, recogiendo
flechas y espadas, marcando aliados y enemigos para el recuento final. Reconoció
un par de amigos, con sus cuerpos tan asestado de saetas que parecían más bien
puercoespines. Pero lo que más lo tenía preocupado era no haber encontrado al
Orlok entre los muertos. Ni él ni los otros cien jóvenes que fueron al campo
consiguieron dar con el paitze, una tabla de oro que solo podía ser propiedad del
mariscal mongol.
Pensó que, tal vez, alguno de los jóvenes lo pudo haber encontrado y guardado
para venderlo. Al fin y al cabo, estaba hecho completamente de oro. Tal vez el
Orlok sí murió, pensó para tranquilizarse.
Luego de guardar al animal, se sentó sobre un banco cerca de los corrales y vio
un grupo de monjas recorriendo los establos, reconocibles por sus hábitos
completamente negros. Notó que una de ellas tenía unos senos de considerable
tamaño, indisimulables bajo su abrigo, y recordó a Anastasia Dmítrievna con un
deje de amargura. Aún quedaba la cuestión sobre su peligroso romance con la hija
del Príncipe de Nóvgorod.
Entonces sucedió.
Mijaíl deseó por un momento enredar sus dedos en aquella larga y ensortijada
cabellera dorada, o agarrar esa nariz aguileña entre los dedos porque ella se
inhibía debido a que no le gustaba la forma, aunque a él no le importaba, es más,
le encantaba su nariz. La destacaba. Y sus senos…
—¡Baja la voz!
La joven se sentó al lado de Mijaíl. Este se apartó, pero ella insistió en estar junto
a él.
—¿Y tu colgante?
—¿Eso ha dicho?
—¿Acaso no es verdad?
—No sé si alguno cayó bajo mi arco. Era de noche. Y cuando los tuve de frente,
en vez de desenvainar mi espada, lo único que hice fue agarrar mi pendiente y
orar.
Anastasia apretó los labios. No era agradable imaginar a Mijaíl en una situación
como aquella, completamente sobrecogido ante los enemigos que habían
masacrado Nóvgorod. Quiso tomarlo de la mano, pero dudó y miró hacia las
monjas. Su dama de compañía había ido junto con ella y también pidió prestado el
hábito de las religiosas, pero ahora no la encontraba. Decidió abrazarse a sí
misma.
—Fui yo.
Vació sus pulmones como única respuesta, perdiendo la mirada en sus botas. Así
que fue ella, pensó. La culpable de que, tal vez, lo condenaran a muerte.
Anastasia era una joven romántica y ensoñadora. Tan ensoñadora que a veces
perdía la noción de la realidad. No la culpó de haberlo intentado.
—Me prohibió verte. Así que esta es nuestra última vez juntos —la muchacha miró
de nuevo en los alrededores y se lamentó de que fuera en un lugar ordinario como
un establo—. Me gustaría… besarte. Y… Y más cosas. Pero mi dama está
mirándonos.
El joven ruso se inclinó hacia un lado y buscó entre las monjas. Había una, de
aspecto robusto, que lo miraba en la distancia y con ojos feroces.
—Pero mi padre me conoce. Si sigo aquí, siempre encontraré mi camino hasta ti.
Así que me ha ordenado viajar a Kholm.
Mijaíl sintió el impulso de besarla, realmente era su última vez juntos y lo sabía
muy bien. Se inclinó, olvidando a la lejana jabalí, pero vio pasar frente a sus ojos
un fulgor plateado. Dio un salto hacia atrás cuando notó una espada clavándose
en la nieve, a un lado de Anastasia, quien se volvía a esconder bajo la capucha.
—Su Serenísima —el imponente comandante saludó a la joven, pero fijando sus
feroces ojos en Mijaíl—. No le corresponde estar en un lugar ordinario como un
establo. Su padre la está buscando.
Anastasia se levantó. Pero se mantuvo allí, de pie, como una mediadora silenciosa
entre los dos hermanos. Miró a Gueorgui, pero no se estremeció como Mijaíl al
notar su mirada.
—Y seguirá buscando.
Gueorgui quiso sonreír por la soltura de la chica. Anastasia le agradaba. No
obstante, lo disimuló todo bajo un aspecto serio y continuó sin prestarle atención a
la muchacha.
Mijaíl dejó escapar un largo suspiro de alivio. El anuncio era mucho mejor de lo
que había esperado. Cualquier opción que no fuera la muerte era buena. No
obstante, con la tranquilidad sobreviniéndole, pensó mejor aquello último que le
había dicho.
—Y en el bar corearon el mío. Y luego el de una puta. ¿Qué más da? Eras un
simple escudero que tuvo una oportunidad y la aprovechó. Ahora se te honra con
una misión importante. Saldrás y conocerás el mundo más allá de Tierra Santa.
Muchos desearían estar en…
—¿Adónde iré?
—El mejor regalo, hermano mío —asintió, mirando su propio reflejo en la hoja.
Anastasia rio. Había oído a Gueorgui charlando con su padre, en los salones del
palacio, y sabía que el oso rogó al Príncipe para que sus mejores hombres
acompañaran a su hermano en el viaje al reino de Koryo. Al recibir una negativa, y
visto lo visto, la muchacha concluyó que el Gueorgui decidió entregarle al menos
su mejor arma.
—Está bien. Volveré. Sé que me seguirías hasta el infierno solo para recuperar
esta estúpida espada.
—Ya no tengo tiempo. Solo he venido a decirte que fuiste mi primer beso, Mijaíl.
Gueorgui se cruzó de brazos y miró para otro lado, tratando de aplacar sus ganas
de aplastar a su hermano, en tanto que Mijaíl miró boquiabierto a la Princesa, que
soltó una risa amarga luego de confesarlo.
Perla entró al gran lago de la reserva, pero solo hasta que el agua le llegó hasta
los tobillos. Por más que debía llevar aquel incómodo vestido cada vez que salía
afuera, sentirse en un lugar natural que rememoraba al hogar hizo que
súbitamente levantara su estado de ánimo. Era un lugar apacible y silencioso,
circundado por un frondoso pinar. Muy lejos quedaban las instalaciones. Se giró y
miró en los alrededores; no quería que nadie la mirase bañándose.
Luego se inclinó para lavar sus manos y mojar sus alas. Se sentía en cierta
manera aliviada de haberse desfogado con Ámbar, como si cientos de piedras
amontonadas sobre sus alas hubieran desaparecido. Lo confesó todo cuanto se le
había revelado acerca de su verdadera naturaleza y que aún no podía superar el
haber asesinado al Serafín Rigel, aunque este fuera un recurso in extremis.
Abrió los ojos cuanto era posible al notar frente a ella una sombra expandiéndose
sobre el agua, agrandándose más y más. Vio una pluma balancearse frente a ella.
Era más grande, propia de un varón, por lo que descartó que se tratara de su
maestra Zadekiel. Se tensó, agudizando los sentidos. Oyó un suave chapoteo tras
ella y tragó saliva.
Se giró y notó una espada clavada en el lago; arriba, un ángel bajaba de los
cielos, cortando el sol, lo que le imposibilitaba ver el rostro. Pero las alas. Esas
seis alas extendidas a cabalidad solo podían ser de otro Serafín.
Retrocedió y pisó una hendidura del lago, tropezando y cayendo. Miró de reojo su
sable; era el arma con la que asesinó a Rigel. Se le resbaló de la mano o tal vez
ella se asqueó de tocarlo. Cómo pudo ser tan tonta de alejarse de su maestra
Zadekiel. Tenía que haber presupuesto que, ahora que había asesinado a Rigel, la
legión de ángeles vendría a por ella con ansia de sangre y revancha.
—¿Vienes a matarme?
Lo preguntó en tono quejumbroso. Había tantas razones para acabar con su vida.
Era un híbrido sin hogar, un ángel destructor despreciada por la legión de ángeles
y odiada en el mundo de los mortales. Todo aquello lo tenía asumido, pero solo
una razón la amargaba.
—Maté a Rigel.
—Por lo que entiendo, eras tú o él. El Rigel que yo conozco habría preferido que
fueras tú la sobreviviente.
—¿A qué Rigel conocías? Yo también lo conocía… ¡Y allí estaba él, queriendo
matarme!
Perla dio un respingo. Entonces eran ciertas sus sospechas acerca de Rigel.
Tragó saliva cuando Durandal se inclinó hacia ella, ofreciéndole la mano.
—No he venido para quitarte la vida. Hace milenios que me he prometido no
volver a matar a ningún ángel de la legión. Y, aunque tú vistas como una mortal,
sigues siendo uno de los nuestros.
Amagó quitárselo, realmente no le agradaba y menos ser vista por otro ángel de
esa manera, pero recordó que ahora estaba bajo escrutinio de un varón. Un varón
que era secretamente admirado por ella.
Se repuso, levantando el sable que parecía irradiar la luz del sol. Luego se la
entregó, pero Perla se negó a agarrarla.
Perla abrió los ojos cuanto pudo y avanzó un paso hacia el Serafín, ladeando la
mano que sostenía el sable. ¡No podía ser verdad lo que le acababa de decir!
Cientos de pensamientos inundaron repentinamente su mente y se amontonaron
hasta el punto de sentirse mareada.
—Fue en la noche que huiste. El Segador nos mostró el Apocalipsis que asoló
hace trescientos años en este reino. Y vimos a tu madre.
—¿Cómo? —avanzó otro paso—. ¿¡Cómo era ella!? ¿Qué la viste hacer? ¡Su
nombre! ¡Dime su nombre!
Perla intentó tocarse el rostro o mirarse el reflejo en el agua, pero el lago estaba
agitado. Su madre. Su madre tenía un rostro. Y el Serafín aseveró que era como
ella. En vez de todo eso, volvió a clavar su mirada desesperada en el varón,
rogando con los ojos que soltara más.
Durandal prosiguió.
—No vimos mucho. Ella estaba arrodillada en un suelo carbonizado. El cielo era
rojo como la sangre y el reino humano caía a pedazos. Todo a su alrededor ardía,
y ella…
—Lloraba. Sufría.
Nacida en medio del Apocalipsis. Sufrimiento. Llanto. Odio. ¡No podía ser verdad!
Su madre era una auténtica destructora. Perla, repentinamente, retrocedió los
pasos avanzados, abrazándose a sí misma y meneando la cabeza. Sus labios
temblaban y volvió a morderlos intentando calmarlos.
—Tu madre fue manipulada. Alguien en las sombras la usó para ponerla allí en el
momento y lugar adecuados.
Fue decirlo y ver cómo parecía surgir fuego en los ojos de la Querubín. Cuánta
ferocidad en solo la mirada, se dijo el Serafín.
—Solo pienso en el mismo ser que manipuló al Serafín Rigel para asesinarte. El
mismo que nos manipuló a todos para que quisiéramos cazarte la noche que
huiste. El que manipuló a los Arcángeles trescientos años atrás. Solo pienso en el
Segador, el velador del Inframundo. Lo llaman el maestro de las sombras y rinde
con creces ese título.
En otro momento se reiría al decirlo, al imaginar aquello, pero era verdad que la
furia de Perla era claramente percibida por él mismo, cargándose y haciendo
pesado el aire, creciendo como el fuego. Por un momento pensó que, de seguir
allí, el agua herviría.
—Desde hace demasiado tiempo que no libro una guerra, ángel, y tengo más
dudas de las que puedas imaginar. Las vidas de todos mis guerreros pesan sobre
mí cada instante, en cada decisión, y a veces me pregunto si valdrá la pena librar
una batalla más. Pero cuando recuerdo a los que cayeron por culpa suya, me
siento listo para la guerra. Y tú, ¿cómo te sientes?
Perla apretó los puños que temblaban. “¿Que cómo me siento?”, se preguntó. Se
sentía destruida. Humillada. Desmotivada. ¿Por qué habría de volver a empuñar
un arma y librar aquella guerra de la que le hablaba el Serafín? La muerte de Rigel
escocía. Pero oía aquel nombre, “Segador”, y sentía que nunca había
experimentado tanto odio por alguien.
—Desde que los dioses desaparecieron, el Segador gestó una guerra que aún a
día de hoy no termina. Manipuló a tu madre. Manipuló a tu amigo y mentor. Los
usó como herramientas para su propio beneficio y los desechó sin miramientos.
Ahora busca cazarte. Desde el inicio esta guerra tiene tu nombre, ángel, así que
encárala.
—Lo cazaré —dijo. Sería parte de la guerra. Por los caídos. Por la madre que no
conoció.
—No podría importarme menos. Dejarán sus problemas a un lado porque esta
guerra también les concierne. Confío en la mortal para transmitirles ese mensaje.
Tú preocúpate por canalizar ese odio tuyo. Te ayudaré con ello. Seré tu maestro.
—Y te enseñaré a volar.
Perla dobló las puntas de sus alas al oír aquello. Iba a agradecérselo, pero
Durandal se adelantó.
—¿Qué?
—¡Durandal!
El Serafín se detuvo.
Continuará.
I. Año 1368
Congli era un pueblo apacible, rodeado por un auténtico mar de hierba que llegaba
hasta las rodillas y, más en la distancia, una extensa cordillera cortaba el
horizonte, de altísimos picos bañados en nieve. Su principal atractivo era el
mercado instalado en las proximidades del río; la Ruta de la Seda acrecentaba el
comercio a pasos agigantados, atrayendo cada año más familias para que se
asentaran.
Destacaban sus grandes ojos en su rostro de facciones finas; eran de color miel,
de un amarillo brillante como los de un lobo y que contrastaba con el negro
profundo de su larga cabellera. La oriental comprobó por enésima vez la rueda de
la máquina hiladora frente a ella; seguía sin encontrarle rotura alguna o un
elemento que atravesara entre las astas. Y, aún así, giraba forzosamente a pesar
de presionar los pedales con todas sus fuerzas. Vio de reojo las canastas apiladas
a un lado, repletas de algodón que su tío había desmotado al amanecer, y bufó.
Lo podría ajustar su tío, pero ya había partido al pueblo con el carro cargado de
bolsas con seda que ella misma había hilado y rehilado las últimas semanas, y no
volvería hasta el atardecer. Luego pensó en su hermano, Wezen, quien era bueno
con las reparaciones. Se lo imaginó montado sobre un caballo y engalanado con
una armadura de brillantes placas negras y cientos de costuras rojas dándole el
toque distintivo de la nueva dinastía. Por un momento, se sintió tranquila. Ojalá,
pensó ella, su hermano hubiera sobrevivido a la guerra en Ciudad del Jan y
volviera a su lado. La noticia de la victoria de la rebelión xin viajaba por todos los
rincones de la nación, llevadas por mensajeros e incluso comerciantes, pero la
joven seguía sin tener noticias de él.
Cuando Wezen se sentó a su lado con un sonoro jadeo, Xue no le prestó mayor
importancia, sumida en sus pensamientos. Incluso creyó que solo era su
imaginación. El xin se retiró el yelmo, dejándolo a sus pies, y luego se inclinó hacia
el tornillo de la rueda; tras tomarla con sus dedos, la giró con facilidad. Luego,
agarrando el pedal con una mano, presionó para comprobar que girara
adecuadamente.
Xue dio un respingo y giró la cabeza. ¿Podía ser él? ¡Había vuelto! No se lo creía
en absoluto. Abrió la boca, pero no salió palabra alguna. Estaba engalanado como
lo había imaginado, aunque ahora tenía un radiante sable sujeto por correas en su
espalda. Sí notó, fugazmente, que las costuras de su armadura eran blancas y no
rojas como las que solían llevar los soldados de la nueva dinastía.
Alejada, tras un vallado de madera que separaba las parcelas de otras familias, la
esclava Mei desencajó la mandíbula cuando vio aquel exabrupto. Miró a Zhao
quien, a su lado, estaba sentado sobre la valla, pero con la mirada perdida en la
lejana cordillera. Pidió al budista que intercediera de alguna manera, pero él
meneó la cabeza.
Wezen se tomó de la mandíbula; qué fiera, ¡sí que había crecido! Intentó mirarla a
los ojos, pero esta se cruzó de brazos, mirando para otro lado con el ceño
fruncido. Era una ofensa grave que esta lo ignorase, sin dudas.
—¿Alegrarme? Todos los días le rogaba a nuestro tío que preguntara a los
comerciantes y mensajeros cómo iba la guerra. Cuando me enteré de que
ganasteis la batalla en Ciudad del Jan, pensé que me alegraría. Pero fue peor. Me
di cuenta de que no me importaba la guerra, sino tú.
La joven blanqueó los ojos y gruñó. “Te fuiste sin despedirte”, dijo apenas audible.
Hacía un año que Xue había intentado por todos los medios convencerlo de que
no marchara, pero su hermano no podía desentenderse de los vientos de guerra
que, según él, lo reclamaban.
—Lo siento. Pero he vuelto a casa con una victoria, hermana. Cumplí mi promesa.
—¿Una victoria? —por fin se atrevió a mirarlo—. Solo quería que volvieras. ¿Qué
tan buena puede ser una victoria si he de perderte?
Mei suspiró aliviada cuando notó que la hermana se incorporó para posar su mano
sobre el hombro de Wezen, señal de que había aceptado las disculpas. Se recostó
en el vallado. Las dos esclavas del comandante Syaoran tenían órdenes de
quedarse en la villa principal del pueblo, junto con una decena de los soldados
más jóvenes de la legión xin; la travesía a Transoxiana sería peligrosa y no
deseaba exponerlas al peligro; solo volverían a unirse cuando ellos regresaran con
el embajador de Koryo.
Aunque la orden fuera ir a la villa central, Mei se las ingenió para acompañar a
Wezen rumbo a su casa.
En ese entonces, el joven budista pensó que todo acabaría allí, imposibilitado de
moverse debido a un par de fracturas y el punzante dolor. Fue Xue quien lo
descubrió, viéndole respirar dificultosamente, en tanto su hermano guiaba un carro
cargado de bolsas de seda y algodón. Aunque Zhao estuviera agonizando, oyó
claramente cómo Wezen refunfuñó ante la idea de rescate, objetando que sería
más piadoso dejarlo morir, pero fue la joven quien insistió en ayudarlo.
A lo lejos, Wezen resbaló y cayó sobre la hierba, levantando las hojas amarillas a
su alrededor; Su hermana rio a carcajadas, aduciendo que era un castigo de sus
ancestros por haberla abandonado tanto tiempo. El guerrero fingió estar muerto,
despatarrado como estaba, y Xue aprovechó para agarrar el yelmo y ponérselo.
Se giró y notó a Zhao, dedicándole una reverencia desde la distancia.
—Por lo que habéis contado tú y Wezen —dijo Mei—, diría que ella es un ángel.
Vamos, Zhao, he venido a conocerla.
Con una pluma arrancada de su propia ala, Pólux terminaba de escribir los últimos
apuntes en su libro. El Inframundo le resultaba fascinante más allá de la impresión
de ser un mundo rocoso y desolado, con ese cielo magenta oscuro atiborrado de
estrellas. Sentado sobre una roca, cerró su libro y lo des-invocó; instantáneamente
aparecería en la Gran Biblioteca de Paraisópolis para que las otras Potestades
pudieran devorar toda la información que recababa.
Se acarició la barriga; deseaba beber el vino que le habían regalado. Como ángel
no sentía hambre ni sed, solo antojo debido a su mala costumbre de bebedor,
pero decidió que al menos durante su misión no cedería a la tentación; se
emborracharía cuando él y sus dos compañeros regresaran victoriosos, con la
cabeza del Segador cortada.
Miró de nuevo las estrellas para pensar en otra cosa. No encontraba ni una sola
constelación reconocible. Cuando consultó con los ángeles guerreros que, hacía
milenios, entraron al Inframundo para cazar a Lucifer, le habían hablado sobre el
cielo. “Es como un atardecer eterno”. Pero él sabía que no era lo mismo un
soldado que una Potestad; los guerreros nunca se fijaban en los pequeños
detalles; eran buenos con las armas y nada más. Pólux se había dado cuenta de
que, en realidad, el Inframundo no era un mundo mágico sumido en la perpetuidad
de un atardecer.
Pero Curasán no hizo caso, sino que se fijó en la costa al otro extremo del río.
Había una colina empinada y al borde destacaba un amontonamiento de rocas,
como una pequeña pirámide. Extremos puntiagudos sobresalían del monumento y
se preguntó qué sería. Luego miró a Próxima.
Próxima se fijó. El trecho era grande, la colina altísima, pero no había ventisca.
Asintió y desató su arco dorado, tensándolo rápidamente. No lo pensó mucho y la
saeta salió disparada.
Cuando cayó al agua, Curasán se cruzó de brazos y silbó. No podía ser esa la
puntería del ángel que iba a asesinar al Segador, pensó preocupado.
Próxima se lo comió con la mirada. Levantó la mano e invocó entre sus dedos la
saeta disparada, que regresó húmeda. Tensó de nuevo el arco.
—Puedo hacerlo.
Cuando la flecha pasó por encima de la lejana pirámide, Curasán prefirió optar por
un tendido silencio. Sin embargo, aquello enfureció aún más al arquero, que volvió
a invocar la saeta. Pero cuando la preparó en la cuerda, ambos ángeles dieron un
respingo al oír a Pólux regañarles.
—¡Basta! Pero, ¿cuántos milenios tenéis? ¡Parecéis Querubines!
—¿Por qué no pruebas tú? Eras estudiante de Irisiel antes de ser guardián de la
Querubín. Eras un arquero.
Pólux descendió entre ambos ángeles y los separó. Había fuego en sus ojos y los
regañó aún con más ímpetu.
—Escuchad —insistió Pólux—. Si hace diez mil años hubieran enviado tan solo a
una Potestad, hoy lo sabríamos y estaríamos mejor preparados.
—El Inframundo no es ningún lugar fantástico unido a los Campos Elíseos por
simple magia. Estamos en un mundo perdido en un rincón del universo. Y el
peso… la gravedad es distinta —se arrancó una pluma y la dejó caer—. Es mucho
más pesada. Tendréis que recalibrar los disparos, pero no será ahora.
Era difícil saber cuándo era de día y cuándo de noche. Durmieron bajo una
formación de rocas que sobresalía a orillas del río y despertaron porque sus
cuerpos estaban acostumbrados, con miles de años a sus espaldas repitiendo la
rutina. Al desperezarse, Pólux descubrió un segundo sol iluminando la superficie
en el momento que el primero se ocultaba en el horizonte. Cuando el día parecía
acabar, asomaba otra estrella rojiza. Entendió entonces el significado del
atardecer eterno del que le habían hablado: el Inframundo, en realidad, era un
planeta que giraba alrededor de dos soles rojos y envejecidos, próximos a la
extinción.
Tras sobrevolar el río Flegetonte, descendieron sobre la alta colina que Curasán
había avistado. Querían ver de cerca aquella pirámide. Pero no encontraron rocas
con ramas puntiagudas sobresaliendo, como parecía desde la distancia. Lo que
vieron los dejó sobrecogidos.
Eran huesos. Y las formas de estas se asemejaban a las de los ángeles. Cráneos,
tórax, fémures y tibias piernas amontonados, ennegrecidos por el paso del tiempo.
Y los huesos puntiagudos, confundidos por ramas, eran en realidad los finos
huesos de las alas de algún ángel.
Pólux se acuclilló asombrado. Debían ser los restos de los que habían luchado
milenios atrás. Retiró lentamente una de las alas y sintió una repentina tristeza al
tenerla entre sus dedos. Podrían ser los huesos de uno de los rebeldes o de los
leales a los dioses, pero ya no importaba. Concluyó que habrían sido recogidos y
amontonados por los espectros, los habitantes del Inframundo, una vez terminada
la sangrienta guerra entre los ejércitos de Lucifer y los Arcángeles.
Próxima alargó el brazo y acarició un cráneo partido. Era cierto que los ángeles
usaron el Inframundo como campo de batalla, pero no había pensado en cómo se
lo tomarían los espectros que lo moraban. Viendo el par de agujeros en la parte
superior del cráneo, recordó las violentas anécdotas de las batallas acaecidas.
Suspiró al entenderlo.
Un ser oscuro de túnica negra descendió violentamente entre los tres, clavando un
mandoble en el suelo y levantando una espesa niebla de arena a su alrededor.
Era notoriamente más grande que ellos y la túnica estaba hecha jirones que
revoleaban y revelaban la armadura ónice que cubría su cuerpo. Extendió sus
alas, semejantes a las de un murciélago, con un pequeño cuerno en cada punta.
Su rostro era grisáceo, de facciones rectilíneas y con agallas en las mejillas, sin
nariz. Sus ojos, de forma atigrada, destellaban un brillo carmesí. No tenía
cabellera, pero sí cientos de pequeños y largos cuernos encorvados que nacían
en sus sienes y recorrían su cráneo, pegados, y cuyas puntas filosas terminaban
hacia atrás.
Xue entró con una camisa de algodón en mano y se la arrojó. Notó de reojo la
cicatriz en el hombro izquierdo de su hermano, pero solo apretó los labios como
única reacción. Se sentó junto a él, cargando con esfuerzo, sobre su regazo, la
pechera de Wezen.
—¿Te duele el hombro? —preguntó sin mirarlo, pasando el trapo por las placas
de la armadura.
—No. Fue una batalla rápida en Ciudad del Jan, pero también dura —dijo Wezen,
echando la cabeza hacia atrás para beber—. Esa herida me la trató Mei.
Xue la miró de reojo. La muchacha se había sentado a la mesa, tímida y poco
conversadora. Ya se había presentado como una “sirviente” del comandante de la
legión xin, que había venido a su villa para conocer la zona. Pero Xue sospechaba
que había algo más. Pensó que, por las miradas que se intercambiaban, podría
ser la pareja sentimental de Wezen. “Tal vez”, pensó Xue, tratando de disimular un
abrupto celo. “Tal vez debería mostrarme cortés”.
—Mei —dijo Xue—. Fuiste muy amable al cuidar de mi hermano. Por favor,
quédate a dormir esta noche, te ofrezco mi cama. Nuestro tío no te negará
hospitalidad.
La esclava asintió.
—Eres muy amable. Pero, si me quedo con tu cama, ¿dónde dormirías tú?
—Tiene las costuras así porque pertenezco a la Sociedad del Loto Blanco. Ese
ejército que acampa en las afueras es la élite, Xue. Somos la mano derecha del
emperador. No puedo, simplemente, rechazar todo lo que me han ofrecido para
volver aquí y desmotar algodón.
—¡Ahora eres de élite! ¿Y ellos saben que hasta hace poco más de un año tú solo
sabías hilar seda y desmotar algodón?
—Pues no vuelvas.
—¿Tú también? —resopló él—. Puede ser el más hermoso de todo el reino si
quieres, no me quedaré.
—No me refería a eso. Solo quería charlar sobre algo distinto. Lo que decidas
hacer con tu vida es cosa tuya.
—¡No, primero llévame al pueblo! ¡Wezen! Por más que trate de hablar de otra
cosa, siempre piensas en tu hermana.
—¿Qué? ¿Me dirás que es raro?
—Solo está celosa porque cree que voy a robarle su hermano. Pensó que íbamos
a calentar la cama juntos.
Wezen echó la cabeza atrás y carcajeó. Le divertía ese lado tan posesivo de Xue.
La esclava no respondió, sino que se limitó a apretar el abrazo y mirar para otro
lado. Wezen lo notó y detuvo su montura en medio del mar de hierba.
—Es decir —continuó él—. Lo siento, no debí reírme. Pienso que es una idea
agradable. Calentar la ca… ¡Estar juntos!, digo…
Fueron segundos silenciosos, muy incómodos para él; como si el mundo completo
se hubiese detenido. De hecho, si no fuese por una nube cortando la luna arriba,
pensaría que todo se había estancado incómodamente. No era el hecho de estar
revelándole sus deseos de una manera tan directa; Mei le gustaba, pero es que
había algo que se interponía entre ambos.
Mei acarició la mano del jinete, enredando sus dedos entre los de él.
Wezen esbozó una sonrisa. Le emocionó tanto oírlo que ni siquiera notó que la
esclava desmontó ágilmente, echando una caminata sin dirección aparente. Mei
también se sintió liberada al confesarlo. Tanto, que necesitaba avivar el cuerpo. La
hierba era altísima y picaba las rodillas, pero no le importaba. Extendió los brazos,
dejando que la brisa la acariciase y el vestido revoleara; por un momento se sintió
capaz de volar y huir libre. Como si, repentinamente, tuviera las alas de esos
ángeles de los que le solían contar los cristianos.
—¿Ah? —se rascó el mentón—. Hay una en el pueblo, es enorme, pero no creo
que la hagan sonar de noche.
—Ya veo. Otra sandez como las que suele soltar Zhao.
Eran solo dos manchas oscuras que atravesaban, corriendo, un auténtico mar
plateado. Las risas rebotaban aquí y allá, como tímidos ecos que se perdían en la
lejanía. El guerrero la perseguía como podía, exigiéndole que volviera, aunque la
muchacha era rápida. Mei dio un brinco cuando notó un pequeño surco de agua,
pero Wezen cayó aparatosamente al solo tener ojos solo para ella.
—No...
Mei ahogó una risa. No había caso en mentir. Sintió cómo las manos del guerrero
la tomaron del trasero y abrió la boca cuando él hundió sus dedos con fuerza,
arqueándose. A la esclava le agradó; se volvió a acomodar, besándolo y tirando el
labio inferior con suavidad.
El enemigo se preparó para partirlo en dos, pero cuál fue su sorpresa cuando
Próxima abrió sus alas, revelándose con su arco tensado. El ángel disparó,
apuntando a la cabeza, aunque el espectro se escudó usando la hoja de su arma;
el mandoble salió disparado de sus manos debido a la potencia del impacto.
Retrocediendo, Curasán se defendía como podía de los sablazos que caían sin
cesar. Cayó tropezado por una de las pirámides de huesos y su espada se le
resbaló de la mano. No se lo creyó cuando vio a Pólux abalanzarse a por el
enemigo, por detrás, haciéndole una llave con tanta fuerza que el espectro soltó
su arma.
Pólux estaba boquiabierto. Como Potestad, no envidaba a los guerreros. Los veía
como ángeles brutos que solo sabían seguir órdenes y blandir un arma. De hecho,
eso pensaba de Próxima. Pero no podía negar que ese ángel tenía un don
especial, una inteligencia de otro tipo, de las que no se obtienen en los libros.
Cómo era posible, se preguntaba él, que con tan pocos disparos consiguiera
adaptarse a la nueva gravedad del Inframundo. Realmente era el mejor arquero,
pensó aliviado.
De un rápido tajo, cortó la otra ala del ángel mientras su desgarrador grito
rebotaba por el desierto rojo.
La capital del Inframundo, Flegetonte, era una ciudad oscura. Cientos de miles de
torres coronadas por agujas de formas cónicas se elevaban hasta grandes alturas,
traspasando las nubes. Todas contaban con un diseño similar, de paredes
aserradas, repletas de pequeños colmillos encorvados. Desde sus ventanas
resplandecían tímidos brillos naranjas, parpadeantes, similares al fuego de los
faroles que pululaban sus calles.
Pero tres torres destacaban en el centro mismo, tanto por su altura aún más
descomunal como por las gigantescas campanas que poseían cada una,
instaladas a lo alto.
En una torre perdida entre las miles, la ninfa Mimosa salió al balcón nada más oír
el llamado. No pudo llegar hasta la baranda pues la cadena de su collar no era
muy larga. Aun así, ladeó el rostro e hizo un esfuerzo para comprobar cuál era la
campana tocada. Siempre lo hacía.
Mimosa era una hembra de piel aceitunada, de cabellera lacia y oscura. Vestía un
vestido vaporoso, de una textura suave y lisa fabricada en la ciudad de Cocitos, al
este de Flegetonte, exclusivamente para las esclavas de los espectros de mayor
rango. Otras ninfas, menos afortunadas ellas, no vestían más que algún trapo
harapiento, perdidas y encadenadas en los rincones más oscuros de los Templos
de Placer.
Meneó la cabeza y volvió a fijarse en la campana. Se frotó los ojos. Hacía milenios
que aquella no sonaba.
Canopus era, según muchos habitantes del Inframundo, la ninfa más hermosa de
las casi mil que residían. Su cabellera era larga, cobriza y lacia, hasta la cintura. A
diferencia de la exuberante Mimosa, sus senos eran nimios al igual que sus
curvas, que apenas se percibían bajo su túnica.
El espectro clavó el sable en el suelo, brusco, y miró a Mimosa con esos brillantes
ojos carmesí.
—No podría, mi señor. Lo he visto con mis propios ojos. La campana es plateada.
Son ángeles.
—Mi señor —la ninfa agachó la cabeza—. Déjeme besar sus armas. Para la
suerte.
Canopus no amaba a ningún otro ser que no fuera la diosa del Inframundo. Y
aunque era cierto que su hacedora había desaparecido hacía diez milenios, era
por ella por quien seguía acicalándose todas las noches con la esperanza de que,
cuando volviera, la encontrase tan hermosa como la dejó.
Pero como toda ninfa, sentía un deseo carnal irrefrenable. A falta de su hacedora,
el único medio para desfogarse era con los espectros que allí habitaban. Así que,
en cierta forma, disfrutaba de su esclavitud porque hacía lo único para lo que fue
creada; divertirse y divertir.
A través de los milenios tuvo varios amos, algunos muy crueles y otros no tanto,
pero era el espectro que ahora besaba el más bondadoso de todos. Besaba bien.
Le caía bien. Hacía el amor como ningún otro. No era amor lo que sentía por él, lo
sabía, pero cada vez que lo veía abriendo la puerta de su habitación su corazón
se agitaba y su sexo parecía contraerse del gusto.
Fue por eso que chilló aterrorizada cuando su amo cayó muerto en la cama, con
su propio sable atravesándole el cuello y dejando un abundante reguero de
sangre.
Luego miró a Mimosa, quien, con el ceño fruncido, se subió a la cama para
recuperar el arma.
—¡Ah! ¡Ah, ah, ah! ¡Mi…! ¡Mimosa! ¡Mimosa, qué diantres te sucede! ¡Es nuestro
amo!
—¿Tú qué crees? —Mimosa levantó el sable y cortó su propia cadena—. ¡Uf!
Todas las noches los espectros se matan entre ellos.
—¡De todos los amos, fue el único que nos trató bien!
—Fue el que nos trató menos mal. Y es precisamente por eso que su muerte fue
rápida.
Mimosa siempre actuó, a través de los años, como una buena y servicial esclava.
Y pensaba que Canopus también, pero ahora caía en la cuenta de que su amiga
había perdido por completo su naturaleza de ninfa, aceptando la innatural
esclavitud. Lloraba estruendosamente y había que espabilarla.
—¡Abre los ojos, Canopus! Tú querías lo que le cuelga entre las piernas y él
quería lo que tú tienes entre las tuyas. Lo demás son sandeces. ¡Vámonos!
Mimosa resopló. Tomó a Canopus por los hombros y la sacudió. Como seguía
llorando, decidió cruzarle la cara.
—¡Sí lo harás! ¡El día ha llegado! ¡Lo prometimos juntas! ¡Los ángeles han vuelto
y es nuestra oportunidad!
El espectro juntó las alas de Próxima, una sobre otra, y las ató en su cinturón para
que colgasen. Era un buen trofeo de guerra. Los cortes fueron precisos. Miró al
arquero tendido en el suelo sobre un charco de su propia sangre; el ángel se
había desmayado del dolor o sencillamente había muerto. Luego se fijó en sus dos
siguientes víctimas. Uno, el ángel robusto, lo miraba con furia. El otro parecía
ausente, sujetándose de sus rodillas y mirando incrédulo a su compañero
derrotado.
—¡Calla! Ataqué por detrás porque él atacó por detrás a mi compañero. Ahora, he
preguntado por su nombre —clavó su mandoble en el suelo, arañando la hoja
repleta de pequeños símbolos—. Siempre apunto los nombres de mis víctimas.
—Pues apunta bien, animal. Pon un gigantesco “Soy un mísero cobarde” en esa
estúpida espada.
—Lo adivinaría con los ojos cerrados. Se huele hasta aquí cada vez que hablas,
¡perro!
Pero se sorprendió cuando, por detrás, Próxima se abalanzó sobre él, haciéndole
una llave. El espectro no se lo podía creer. Cayó en la cuenta de que el ángel
gordo estaba distrayéndolo en aquella conversación para darle tiempo al arquero.
¿Cómo pudo ser tan tonto de caer en una trampa de los más absurda?
Intentó zafarse, pero el ángel herido, cegado por la ira, no estaba por la labor de
soltarlo con facilidad. Iscardión cayó tropezado y juntos siguieron forcejando,
rodando por el suelo entre gruñidos hasta que, inexorablemente, volvieron a caer
por el mismo precipicio.
—Si no nos apuramos, quién sabe qué más le arrancará esa bestia salvaje.
Pólux extendió sus alas y descendió lentamente por el precipicio. De un vistazo,
no notó ni a Próxima ni al espectro; tal vez cayeron al rio y la corriente los arrastró.
Aún podrían estar luchando, pero sabía Próxima no duraría mucho en esas
condiciones. Como fuera, debía apurarse.
V. Año 1368
Una fina nevada caía sobre las silenciosas calles de Nóvgorod. Mijaíl detuvo la
caminata junto con su hermano y se retiró la capucha de su capa; levantó la vista
y observó con tristeza el campanario de una iglesia, que sonaba y retumbaba. Era
su último día en el reino y sabía que no contaba con muchas posibilidades de
regresar. Abrió las palmas de sus manos para dejar que un par de copos de nieve
cayeran sobre sus guantes de acero. Tal vez hasta era su última nevada.
—Eso nos decían ellas, ¿no? Las monjas. Nunca lo creí. ¿Recuerdas cuánto
dolían los oídos?
—Antes de que me olvide —dijo Gueorgui—. Esta mañana una mujer me entregó
esto cuando me presenté en el palacio.
Mijaíl apretó los labios; era un regalo de Anastasia. Se lo colocó, olvidándose del
asunto de la venta.
Gueorgui hizo una reverencia profunda ante la presencia del embajador de Koryo
y su sirviente.
—¿Qué ha dicho?
Gueorgui le codeó.
Detrás de los asiáticos, Mijaíl vio a dos sirvientes rusos traer de las riendas a un
caballo igualmente blanco. Silbó largo y tendido mientras algunos los niños y
mujeres en la calle también admiraban al animal. Vaya día para regalos, pensó el
joven. Perdonó la broma pesada y se sintió menos desdichado.
—¡Gueorgui! Pues va a ser que las monjas tenían razón —tensó las riendas y el
animal se giró sobre sí mismo, mostrándose—. Dime si no son buenas alas.
Gueorgui resopló. Cuánto le costaba mantenerse serio. Era una mezcla rara de
tristeza y orgullo lo que sentía por su hermano. Nunca se lo dijo, pero antes de
morir, su madre le ordenó cuidarlo hasta que fuera un hombre. Cumplió con su
deber y aunque ya no fuera ese niño cabezón, sentía la imperiosa necesidad de
montar un caballo y unirse a la aventura solo para seguir velando por él.
Era una costumbre difícil de deshacerse. Aun así, disfrazó todo bajo un
asentimiento y un apretón de manos. Deseaba fuertemente que no fuera el último.
Entre el cada vez más ruidoso campanear susurró un triste “Dios contigo, hermano
mío”.
El solo pensar que esa esclava estaba engatusándolo para quedarse era
terriblemente absurdo. ¡Ahora eran dos las que insistían en abandonar el ejército
xin!
Cuando cerró los ojos, percibió el cuerpo de alguien más subiéndose a su cama.
Quiso girarse, pero luego sintió cómo se acomodaba de espaldas a él. Oyó a Xue
gemir y el guerrero sonrió con los labios apretados.
—Wezen.
—¿Qué?
—¿Mei es tu mujer?
—Mira, Xue… Algún día vendré con una mujer preciosa y tendrás que llevarte bien
con ella.
—¿Es por eso que vas a Transoxiana? Para traer alguna exótica mujer árabe.
—O dos.
—Gracias, Xue.
Continuará.
I. Año 1368
Un soldado mongol patrullaba por uno de los pasillos, llamando la atención con su
radiante y largo sable envainado en el cinturón. Destacaba entre los mercaderes y
beduinos que agachaban la cabeza a su paso, pues vestía una armadura de
placas pintadas de rojo y dorado, colores propios del kanato de Persia, regida por
el mongol Tamerlán.
Mijaíl, enfundado en una chilaba negra, reacomodó el largo rollo de tela sobre su
hombro, esperando que nadie se percatara de su espada escondida allí. Aunque
Bujará fuera completamente distinto al mundo que conocía en Nóvgorod, el miedo
que percibía en la gente ante la presencia de un soldado mongol parecía ser
siempre el mismo. De hecho, cuando él era niño y veía a los mongoles patrullar
por las calles, se alejaba corriendo y sorteando los obstáculos, ágil como una
gacela.
Luego recorrió los pasillos de un atestado zoco hasta que llegó a una fuente de
agua, donde se sentó en el pretil de mármol y miró en derredor; le agobiaba el
gentío tan bullicioso, incontables como hormigas, y los estrechos pasos. Nada en
las tierras de Corasmia se asemejaba a su amada y fría Nóvgorod. Frío, eso era lo
que deseó por enésima ocasión desde que dejara las estepas rusas. Agitó la
mano frente a su rostro; deseó que una brisa polar se llevara los molestos
mosquitos que dejaban ronchas a su paso.
—Mañana nos vamos, Yusuf —dijo Mijaíl en un forzado árabe—. Dame buenas
noticias.
—He hablado con un par de amigos. Sirven como mensajeros del ejército de
Tamerlán.
—¿Consideráis amigos a los mongoles? No veo que aquí os llevéis muy bien los
unos con los otros.
—No es un gobierno perfecto, Mi-jaíl, pero funciona. Podemos seguir con nuestras
vidas. Tamerlán es un líder piadoso con los reinos que se someten a su voluntad.
Ya lo estás viendo con tus propios ojos. Aquí en Bujará todo prospera
—Hay comercio, sí, y se ve muy activo. Pero, al final del día, gran parte de tu
cosecha o tu ganancia van a parar a sus manos. Hay sometimiento. Este imperio
no es sino un gobierno innatural y por lo tanto ilegítimo que algún día se
derrumbará.
—Luego de Bujará sigue el camino de comercio que llega hasta Kabul. Los
orientales la recorren siempre y no os perderéis. Veréis puestos de vigía sobre las
colinas, pero los comerciantes son muy apreciados y siempre que no reveléis
vuestras armas, todo irá bien. El problema será cuando lleguéis al reino de Xin.
Dicen que los locales se están alzando contra el Imperio. Si quieres llegar a Koryo,
tendrás que atravesar un auténtico campo de guerra.
Mijaíl ahogó una risa. Era imposible no llamar la atención. Llevaba la chilaba negra
para aparentar ser un mercader, pero ese embajador y su sirviente eran tan
llamativos que durante su viaje fueron asaltados en tres ocasiones. Se les volvió
necesario contratar un beduino que conociera el reino y les ayudara a tomar rutas
más seguras.
—Si los xin son enemigos del Imperio mongol, les haremos ver que somos sus
amigos —continuó el ruso.
Mijaíl se levantó.
—Eso es lo que quería oír, beduino. Estamos agradecidos por tus servicios.
Mijaíl hizo un ademán, alejándose. No iba a volver a solicitar sus servicios, menos
ahora que aparentemente el peligro se diluiría a su avance. Aunque era verdad
que al embajador de Koryo se le estaban acabando las monedas de oro y joyas,
por lo que necesitaban ahorrar.
El ruso se acomodó el rollo sobre el hombro con una mueca. Las armas estaban
prohibidas en Bujará y otros reinos vasallos del Imperio. Ni siquiera los guardias
árabes contaban con sus conocidas cimitarras, lo que acrecentaba una
desagradable sensación de sumisión. Cualquier problema o crimen era
solucionado exclusivamente con los sables de los soldados mongoles.
Mijaíl salió del zoco, dando un mordisco a una manzana recién comprada. Pero,
¡cómo se atrevió ese beduino a pedirle su espada!, pensó enfurruñado. Era cierto
que cuando estaban abandonando las estepas rusas, Mijaíl prefería portar un
sable grande y de hoja gruesa, como la que llevaba el sirviente del embajador.
Brillaba tanto o más que la calva del oriental; era un tipo de arma que imponía
miedo con solo verla.
Pero Wang Yao, el sirviente, se mofó aduciendo que “No podría darle una espada
pesada a alguien que no sabe cómo bailar con ella”.
El ruso solo tenía que aprender a “bailar” con ella. Wang Yao resultó ser un
hombre paciente y un excelente tutor; fuerte en cuerpo y mente. Para cuando
llegaron a la ardiente y arenosa Corasmia, Mijaíl no podía pensarse con otra arma
que no fuera la de su hermano. La shaska era el estandarte de la caballería rusa y
ahora se sentía orgulloso de portarla. No la vendería por nada en el mundo.
—Ciertamente, mi señor.
Mijaíl oyó un par de quejidos y golpes, detrás del beduino, entre el gentío. Un
comerciante dejó caer una jaula repleta de gallinas cuando alguien por detrás lo
empujó. Una mujer cayó tropezada cuando alguien la tumbó al grito de un idioma
que le resultaba familiar. Tragó saliva al ver cómo tres soldados mongoles se
abrían paso en dirección al dúo. Apurados, ansiosos. Uno de ellos se fijó en él y
agarró la empuñadura de su sable.
El beduino empuñó el blusón del ruso, intentando sujetarlo, pero Mijaíl dio un
manotazo y retrocedió un par de pasos. Yusuf reveló sus dientes; si ya no le
darían monedas, no le servirían más. Habló con sus contactos de la guardia de
mongoles: quién no querría saber sobre el soldado ruso que viajaba por Corasmia,
todo un enemigo natural del Imperio. La información valía oro, bien que lo sabía él.
La espada de Mijaíl sería suya, y todo el oro y joyas de su señor serían repartidos
como botín.
Varias aves levantaron vuelo cuando se oyó el rugir de uno de los tres mongoles,
que agitaba su sable al aire. La dura travesía por las áridas tierras de Persia solo
comenzaba.
—S-sí, maestro.
Perla esbozó una ancha sonrisa al decirlo. Jamás en su vida pensó que llamaría al
Serafín de esa manera. La noche anterior, en la habitación de Ámbar, apenas
durmió de la emoción. A la mañana, durante su baño, utilizó un par de lociones.
Sus alas eran intocables, solo podía rociarles agua, pero su cabellera era otro
asunto. Conocía de aceites aromáticos, pero debía admitir que los “cultivados” en
el reino humano estaban mejor hechos.
Perla así lo hizo. El Serafín echó la mirada hacia atrás y asintió. Luego volvió a
mirar el horizonte.
—La clave es mantenerlas firmes. Siente el aire que las rodea, cómo se amoldan
a tus alas al pasar. Siéntelo bajo el manto de plumas; imagínalo como una bolsa
de aire que debes mantener. Cuando percibas que va perdiéndose, da un aleteo
suave para recuperarlo y mantenerte en vuelo.
—Bien. Te soltaré…
La Querubín apretó el abrazo y Durandal estaba sospechando que había algo más
que una simple falta de pericia. Pareciera que Perla temiera volar. Cada vez que
mencionaba la idea ella se aterrorizaba de una manera u otra.
—No lo dirás en serio. ¿Acaso…? —miró el lejano suelo—. Dioses, ¿acaso no vas
a recogerme...?
—Debes soltarte tú… —giró la cabeza hacia atrás—. Y no guardes las alas,
extiéndelas.
Extendió las alas con cierto enfado. El truco, que había aprendido aquella vez que
planeó con Ámbar, era no mirar hacia abajo durante el vuelo. Se consoló
pensando que, como mucho, solo le esperaban rasguños y algún que otro
moretón allá abajo. Se soltó del Serafín y dio un par de aleteos. Sintió la supuesta
bolsa de aire bajo sus alas, tal como le había contado Durandal, por lo que volvió
a dar un fuerte aleteo para mantenerla allí.
Durandal se pasó la mano por la cabellera. No podía ser cierto lo que sus ojos
veían. Esa joven hembra era lo más torpe que había visto y eso que en la legión
había unos cuantos.
Cuando Perla abrió los ojos pensó que se había estrellado, pero que el dolor por la
caída aún no se sentía. Se sorprendió cuando notó que no había caído al suelo,
sino que un ángel la cargaba en sus brazos, descendiendo juntos, lentamente,
hasta la copa de un árbol.
Perla apretujó sus labios al oír la dulce voz de Celes, su guardiana. No podía
creerse que había llegado al reino de los mortales; fue como una inyección de
nostalgia que hizo que humedeciera sus ojos. Porque con ella descubrió cómo era
tener una hermana; fue verla y recordar prácticamente toda su vida en los Campos
Elíseos, desde que fuera una infanta hasta que su juventud. Alargó los brazos
para tocarle el rostro, su nariz, su mejilla, sus labios; al final no pudo evitar llorar
ahogadamente. Había vivido los peores días de su vida y cuánto la necesitaba.
El Serafín descendió cerca del grupillo con cara de pocos amigos. Iba a
regañarles. A ambas. Cómo era posible que él buscase un lugar apartado para
entrenarla, pero siempre hubiera alguien atenta a ella. Pero en el momento que
abrió la boca, Zadekiel lo señaló con un dedo amenazador.
—Ese es precisamente el problema. Que la consideráis una niña a la que hay que
vigilar. Aceptó mis condiciones para entrenar y deberíais respetar —miró a la
guardiana y a la maestra cantora—. No volveréis a entrometeros.
Celes, que seguía cargando a su protegida, frunció el ceño al oírlo. Perla amagó
salirse de los brazos de su guardiana, no quería quedar como niña consentida
ante su maestro, pero esta era terca y no la soltó.
Zadekiel amagó rugir un “¡Inaceptable!”, pero dio un respingo cuando, tras ella,
una joven hembra la tomó del hombro para nombrarla. Se giró, aún con el rostro
rojo de ira, pero ni ella supo cómo no se desvaneció cuando tuvo frente a sí a una
treintena de ángeles de rostros muy familiares; eran todas y cada una de sus
alumnas del coro, esperándola sobre las copas de los demás árboles, entre risas
que luego se volvieron vítores de celebración.
La maestra cerró y abrió los ojos, incrédula; esquivó a una que se lanzó para
abrazarla. Extendió las alas y esquivó a otra, ahora con una sonrisa
transformándole el semblante. ¡Sus alumnas habían llevado al reino humano! No
podía ser verdad. Se elevó aún más, chillando un “¡Allí voy de nuevo!”, a lo que las
cantoras no dudaron en responder un armónico “¡Montando el cielo!”. Zadekiel
humedeció los ojos, ¡entonces no eran imaginación suya! Dobló las puntas de sus
alas, cantando un débil y poco melodioso “Tocando los espejos de luz”.
Extendió brazos y alas, dejando que sus alumnas se abalanzaran sobre ella.
Y es que, pese a entrenar en sus ratos libres con el sirviente del embajador, en el
momento cumbre nunca pudo poner a prueba las enseñanzas recibidas. Todo era
sencillo con su instructor, durante un bello atardecer en el desierto y con un par de
camellos paseando como telón de fondo, pero con enemigos de verdad su
corazón se aceleraba y las manos sudaban. De hecho, en las tres ocasiones que
fueron asaltados, los bandidos fueron hábilmente despachados por Yang Wao
mientras él lo miraba completamente petrificado.
Subió unas empinadísimas escaleras para escapar del zoco, entornando los ojos
cuando salió a una angosta calle abarrotada y asada por el sol. Parecía que los
había perdido, pero delante oyó unos lejanos casquetazos que iban acercándose,
por lo que entró en alerta. La marabunta de comerciantes se abrió en dos para
darle paso a un radiante caballo blanco. El animal relinchó al llegar y, montado
sobre él, el sirviente Yang Wao empuñaba un largo sable, sosteniéndolo firme de
manera horizontal en tanto que con la otra mano tensaba las riendas.
Mijaíl jamás se había sentido tan feliz de ver esa brillante cabeza afeitada.
El joven se lanzó al suelo. Yang Wao espoleó su montura. El ruso oyó un gruñido
tras él y pronto la cabeza de un mongol rodó por el suelo, frente a sus atónitos
ojos, dejando un abundante reguero de sangre sobre el empedrado. Se levantó,
girándose para comprobar que aún quedaban dos guardias. Estos desenvainaron
sus sables lanzándole improperios inentendibles tanto al ruso como al oriental.
Yang Wao, tras ellos, se giró sobre su montura y adoptó de nuevo la pose de
ataque para agarrarlos por detrás.
Mijaíl frunció el ceño, ¿por qué tenía que dejarle a él justamente el guerrero
enorme? Pero asintió, tragando aire mientras desenvainaba su radiante shaska.
Apretó los dientes en un intento de que las manos dejasen de temblarle. La clave
era mantenerlas firmes, eso le decía el oriental cada vez que entrenaban. Pero
cuánto le costaba. ¡Sería su primer duelo a muerte! Aunque, inesperadamente,
sostener la espada de su hermano en un momento como aquel le resultó
abruptamente tranquilizador.
Luego lo comprendió; con esas armaduras de escamas, los mongoles no eran
muy ágiles. Sobre todo, aquel más grande. Y él mismo, solo con aquel blusón,
tenía una gran ventaja y podría incluso hacerlo trizas con rapidez y agilidad. Se lo
imaginó, lento como un camello, y él, ágil como una gacela, y se relajó al recordar
sus entrenamientos en el desierto.
Yang Wao era un hombre sabio. No había dudas de por qué el embajador de
Koryo lo eligió como sirviente.
Mijaíl tomó la empuñadura con ambas manos y acercó la hoja a su rostro, mirando
a su enemigo, que se removió inquieto. Había un punto débil en esa armadura de
escamas. El otro ya le había dado la espalda para encararse al jinete que le
desafiaba.
El cruce fue rápido, con los dos mongoles, espalda contra espalda, esperándolos
en ambos frentes. Tan rápido que la shaska del ruso fue solo un fulgor plateado
atravesando la pechera del mongol, en tanto el oriental cruzó tan veloz que nadie
entendió cómo un hombre tendría tiempo de realizar algún movimiento con ese
sable largo y pesado.
Uno de los mongoles cayó de rodillas; su cabeza colgó hacia atrás, sostenida solo
de la piel de su cuello, brutalmente cortado de un tajo. El otro, el más grande, aún
estaba de pie, sosteniendo su sable como si el corte sangrante en su hombro no
estuviera allí. En el momento que se giró para encararse de nuevo con Mijaíl, cayó
en la cuenta de la rapidez del joven; el ruso clavó la hoja en la armadura,
haciéndole lugar entre las costuras de las escamas para hundírsela hasta el
corazón.
El mongol cayó a los pies del ruso. Mijaíl asintió rápidamente, aunque sus ojos no
conseguían despegarse del cadáver. Luego se inclinó para desclavar su espada,
espabilando al recuperarla. El gentío poco a poco volvía, asustados ante la visión
esperpéntica de los tres cadáveres mongoles. Sin embargo, ni uno solo los
extrañaría.
Eran aún muchas las estrellas que parpadeaban en el cielo negro, aunque pronto
la luz matutina empezaría a asomar tras la larga cadena de montes. Por el camino
de tierra, la larga fila de jinetes xin marchaba lenta e inexorablemente rumbo a la
frontera, dejando en la villa solo una docena de guardias. Habían pasado dos
buenos días gozando de la cordialidad de los pueblerinos.
Syaoran miró luego hacia las lejanas casas en el pueblo, unas manchas negras
sobre la hierba plateada. Si el chico prefería quedarse en su hogar, junto con su
familia, no le guardaría rencor. Le había dado la opción de elegir, de continuar a
su lado o quedarse a continuar su tranquila vida en las campiñas, y no podía
culparlo. Si él no tuviera el peso de una nación sobre sus hombros, también
elegiría a la familia por encima de todo.
Se vistió presurosa con una túnica de algodón y salió en búsqueda del guerrero.
Estaba desesperada y tropezó un par de veces. Miró en la habitación de Zhao,
pero ya nadie estaba allí. No supo si sonreír o enfurecerse más. Ahora hasta el
monje budista que ella misma había salvado la vida se había escurrido, pero, si su
hermano iba a estar nuevamente afuera, expuesto al peligro de una guerra, qué
mejor compañía que ese apacible hombre calvo. Era el único, además de ella, que
lograría calmar al temperamental guerrero si la situación se descontrolaba.
Corrió hacia afuera, abriendo la puerta de golpe. ¡Tenía que verlo, aunque fuera
solo una mota negruzca en la distancia! Se detuvo abruptamente al tenerlo frente
a ella, esperándola, engalanado en su radiante armadura; una antorcha arrojaba
una pálida luz sobre él, acrecentando el amarillo de sus ojos. Zhao, tras el
guerrero, montaba un caballo y sostenía las riendas de otro.
Wezen reverenció.
—Lo siento, hermana. Pero volveré de Transoxiana. Prometo que haré que todo
mejore. Si me honran con un cargo importante, no extrañarás la vida en el campo.
—Pues a mí no. Dejarás de hilar para que otros hagan vestidos de seda. Tú los
vestirás.
—Si tardas demasiado, tal vez ya viva en otro lugar con algún buen hombre.
El guerrero sonrió con los labios apretados. Le hacía gracia que Xue fuera celosa,
sí, pero no se esperó esa ira apabullante al imaginarla al lado de alguien más.
Después de todo, habían crecido juntos. Por un momento, comprendió que fuera
tan posesiva. Desenvainó su sable y la levantó; irradiaba bajo la luz de las
estrellas.
Wezen echó la cabeza hacia atrás y rio estruendosamente. Luego guardó su sable
en la montura de su caballo, subiendo de un enérgico salto. Tensó las riendas,
mirándola por una última vez.
Xue meneó la cabeza con una sonrisa e hizo una profunda reverencia. Luego se
repuso, extendiendo ambos brazos a los lados.
Wezen asintió; se giró sobre su montura y espoleó, iniciando una veloz cabalgata
a través de la campiña plateada; la fría brisa azotaba su rostro; debía alcanzar
cuanto antes al ejército de Syaoran. Se inclinó sobre el caballo para darle más
velocidad y por un momento creyó poder incluso volar. Zhao lo siguió como
buenamente pudo, pero qué difícil era alcanzar a aquel jinete.
V. Año 2332
Ámbar clavó una lanza ónice en la arena al llegar a lo alto de una duna. Su capa
flameaba enérgica al viento y se retiró la capucha para echar un vistazo al desierto
en aparente infinito que tenía frente a sí. Refulgía la espada zigzagueante, sujeta
diagonalmente en la espalda. Jamás había sentido en carne propia un calor tan
abrasador. Por un momento, deseó vestir una armadura táctica EXO para que
regulase la temperatura, pero ya no contaba con una y además se había negado
rotundamente a vestir un EXO de los cruzados del Vaticano por su condición de
no creyente.
Condición que ya era ampliamente conocida en la organización.
—¡Mujer! ¿Ya tienes idea de cuántos ángeles han llegado a la reserva? Mi hija
acaba de enviarme los números…
—Los vi. Eran miles. No seas molesto y deja de insistir —luego señaló el cielo—.
Con uno es suficiente.
El ser alado se sentó sobre una rodilla y se golpeó el pecho en señal de respeto,
pues estaba ante la elegida como representante de los reinos:
—Nari-il.
—Ya que estamos, hazme el favor de decirme qué significa esa palabra.
—“Representante sagrada”.
—¿Sagrada, has dicho? —se rascó la frente; en realidad que todo aquello la
incomodaba sobre manera—. Deja de hablar raro y solo llámame Ámbar.
—Ámbar —dijo mirándola—. ¿Por qué os habéis detenido? Los dragones están
más adelante. Mucho más.
—Ya veo. Vayamos en búsqueda de tu amigo, pues. Pero ten en cuenta que la
misión se vuelve complicada para nosotros.
—Hace trescientos años, vuestro Arcángel descendió de los cielos en este mismo
lugar. Bujará, de una antigua nación antes conocida como Uzbekistán. Fue el
primer lugar que destruyó antes de ir a por Europa. Cuentan que el cielo, rojo
como la sangre, escupió fuego sin cesar. Los beduinos aseguran que en algunas
noches se pueden oír los lamentos de cientos de miles de voces que luego son
acalladas de un golpe.
—A las zonas donde el Arcángel descendió las llamamos “Mar radiante”; aun a día
de hoy todo artefacto que entre en un radio de casi cien kilómetros deja de
funcionar. En Vieja Europa hay uno, en Oceanía hay otro. Aquí también.
—Sí, los artefactos dejarán de funcionar. Como esas navecitas que usamos para
transportarnos. Por eso, amigo mío, vamos a continuar a pie. Así que regula las
aleteadas, que no te podremos seguir el paso.
—No. Pero se preguntan qué motivos tuviste para rescatar al ángel de la milicia.
Yo también.
—Sí, lo oí. Puede que haya varios dioses. Puede que uno principal gobierne sobre
ellos. Incluso puede que lo que ellos interpreten como “dios” no sea
necesariamente lo mismo para nosotros.
—Me quieres a tu lado, mujer, se nota. No soy quién para negarte un deseo.
—He hablado con tus soldados —dijo Celes—. En este reino hay dragones. Pero
lo que más me inquieta es que vosotros habéis decidido que iréis en su búsqueda.
—¿Algún problema?
Durandal se sentó a su lado, pero con la mirada fija en su alumna. Le hacía gracia
que, tras haber nombrado a Ámbar como la representante del reino de los
mortales, la primera orden que ella dictase fuera la de que ningún ángel saliese de
la reserva ecológica. Como en los Campos Elíseos, se sentía “enjaulado”
nuevamente. Pero él era un ángel rebelde y no había caso en intentar echarle
cadenas.
—Lo siento por “Nari-il” —dijo él—, pero en verdad que nunca me llevé bien con
las figuras autoritarias.
—Pero no lo hago por placer. Pólux envía reportes desde el Inframundo. Los envía
a las Potestades y desde allí los reparten a los más altos rangos. El ejército de
espectros se cuenta en millones; si los ángeles infiltrados no consiguen asesinar al
Segador, este podría ordenar que invadiesen los Campos Elíseos a través del
mismo el acceso por el cual entraron. Enviar a esos infiltrados era un arma de
doble filo. Al igual que Nari-il, yo también necesito a esos dragones. O todos
caeremos si los espectros invaden.
—Ni siquiera sabe volar, ¿y pretendes que vaya a conocer a esas bestias?
¿Velarás por ella si son hostiles? Porque, en caso de que te hayas olvidado,
ángeles y dragones fueron enemigos una vez.
—Y, antes de eso, éramos aliados. Como los mortales con sus jinetes.
—Ella no irá contigo a esa misión suicida. Eres su maestro, pero yo soy su
guard…
El Serafín hizo un ademán para interrumpirla. Ya iban dos hembras en todo el día
que estaban pisando su autoridad. Estaba ofuscado, pero, ¿podría culparlas? Al
fin y al cabo, eran rebeldes como él. Y sabía que Perla había crecido abrigadas
por ellas y era natural que la sobreprotegieran.
—Está bien. Ella se quedará aquí si con eso vosotras dejáis de estar encima de mí
a cada decisión que haga.
—Gracias, Serafín.
Perla, a lo lejos, se levantó y extendió las alas mojadas, que salpicaron gotas aquí
y allá. Corrió hasta que el agua le llegó a las rodillas y saltó, dando aleteadas
torpes para luego volver a caer. Al reponerse mandó varios puñetazos al agua
entre gritos de rabia.
Se volvió sobre sus pasos e invocó su sable, en cuya empuñadora ató el rollo de
papel de lino que Celes le entregó. Era una carta de Curasán. La volvió a leer
antes enrollarla y atarla de nuevo a la empuñadura. Des-invocó el arma. Volvió a
extender las alas y, tras saltar, cayó indefectiblemente. Sus piernas eran dos
brasas y de hecho sus propias alas ya se torcían involuntariamente, pero no se
detendría.
Con el agua hasta la cintura, levantó una mano y acarició las estrellas. Su
“hermano” estaba allí, solo había que volar y alcanzarlo. Meneó la cabeza,
tratando de olvidarse del dolor y el cansancio.
Repitió en silencio la carta. El texto era largo, pero ella solo podía pensar en la
última frase.
Continuará.
Luego se acomodó sobre el sillón; la textura se sentía extraña al tacto con su piel
y pensó en vestirse con su túnica. El problema era que no sabía dónde la había
dejado.
Ambos rieron. Solo que Cunningham se paralizó y su piel se le erizó cuando vio
una pluma balancearse frente a sus ojos. La mujer gruñó de disgusto, moviendo la
cintura en un intento de que siguiera penetrándola. Giró la cabeza y susurró que
no se detuviera, que le apetecía, pero ahora el hombre tenía la mirada fija en el
ángel plateado que, sentado en el mullido sillón, contemplaba la ciudad.
No fue un sueño, concluyó con los labios convirtiéndose en una fina línea recta en
su rostro pálido. Es más, aquella era la tercera noche que pasaron juntos. Sintió
las mejillas arderle cuando recordó lo que Reykō les ordenó hacer junto con ella.
Vinieron cientos de imágenes, una tras otra como una oleada avasallante; sus
dedos acariciando un cuerpo varonil en la oscuridad, su lengua dibujando un trazo
húmedo sobre una piel firme que luego se redondeaba, recordó la presión de unos
labios en su pecho conforme Reykō engullía su sexo. Meneó la cabeza en un
intento de deshacerse de los recuerdos.
¡Sexo con ángeles!, pensó alarmado, no por una cuestión de salubridad, después
de todo era bien sabido que aquellos seres poseían una puridad excepcional, sino
porque no comprendía por qué la mujer accedió a semejante disparate. Pero ella
siempre fue de gustos extravagantes tanto en la privacidad de una habitación
como fuera de ella. Y él obedecía porque se trataba de una figura autoritaria e
idolatrada, simplemente deseaba poner un límite porque no se encontraba
cómodo.
Abrazó con más fuerza a Reykō. Ella rio; le sorprendió ese lado celoso y posesivo
de su amante. Arqueó la espalda cuando sintió un envión brusco.
—¡Ah! —Reykō vio estrellas—. ¿El problema lo tienes conmigo o con él, Albion?
—Sácalo de aquí.
Vino una seguidilla de embestidas que hacían chirriar la cama y desperdigar las
plumas sobre las mantas. El ángel miró con curiosidad esos senos
balanceándose, generosos y rematados por pezones erectos.
Ella gruñó.
—Sé que Albion tiene una marca llamativa, pero no vuelvas a mencionarla en un
momento como este. Tienes que aprender a estar en intimidad, querido.
Deneb Kaitos levantó la mirada con una clara interrogante sobre la cabeza. Reykō
enarcó una ceja.
Se inclinó y tomó al ángel del mentón para levantarle la mirada. Quería verle la
expresión cuando se lo dijera.
—Esta secta cree tener la misión de sesgar vidas humanas, de manera que los
ángeles no volváis aquí para traer otro Apocalipsis. Albion vio a toda su familia
perecer frente a sus ojos, arrodillados y ejecutados uno por uno por esos
maniáticos.
—¿Qué sucedió con él?
Deneb Kaitos tragó saliva. Qué salvaje historia, pensó. Miró hacia la puerta del
baño y dobló las puntas de sus alas. Él no tenía la culpa del Apocalipsis que los
Arcángeles trajeron trescientos años atrás, pero ahora comprendían el odio
extremo que le profesaba el joven comandante a él y sus congéneres. Cuando
surgiera la oportunidad, buscaría una manera de aclarar sus diferencias, concluyó.
—Lamento oírlo, mi señora. Debéis saber que los dioses no aceptan sacrificios.
—Querido, en este mundo los dogmas sobran. Vosotros sois la viva prueba de
que hay algo más allá de nosotros, sí. Pero, a diferencia de ti, nosotros no los
consideramos dioses. Si fuesen omnipotentes, ¿por qué permitieron la destrucción
de nuestro mundo, trescientos años atrás? Esto conlleva a pensar que son
malévolos. Si son malévolos, ¿para qué rendirles culto? Pero, si fuesen benignos,
entonces está claro que no están en condiciones de detener todos los males que
nos han aquejado, por lo que no son omnipotentes. Si no son omnipotentes, no
son dioses. En mi presencia y en la de mis soldados, no vuelvas a llamarlos así.
Deneb Kaitos la miró con quieta calma. Tenía la fuerte sensación de que no
valdría la pena ofrecer su versión de los hechos.
—Ellos nos han creado. A ti. A mí. No hay dudas de ello. Está en nuestro genoma.
Pero no hay nada más que eso, querido. No los llamamos dioses. Los llamamos
“Ingenieros”. El culto a los Ingenieros está prohibido en el mundo que se considera
civilizado.
—¿He dicho que me caes bien? Hoy por fin saldrás de aquí y conocerás a mi
ejército de élite. Han llegado esta madrugada en la base militar de Valentía. Daré
un discurso a los hombres que guiarás para cazar a los dragones. Sé que la
cacería no será sencilla y costará quién sabe cuántas vidas, pero mis hombres
han entrenado durante años para momentos así. Considera esta mi orden
máxima: eres, oficialmente, el ser más fuerte de mi ejército. No hace falta ser un
genio para saber que ningún hombre puede contigo ni siquiera enfundado en el
EXO más moderno. Entonces, suceda lo que suceda, nunca abandones tu lugar al
lado de Albion. Protégelo con tu vida si es necesario.
La mujer se levantó y acarició la cabellera plateada del Dominio. Suspiró; no
quería hacer lo que iba a hacer, pero su corazón era claro al respecto. La mujer
más poderosa del mundo no le importaba ser vista como un monstruo sin
sentimientos por toda la humanidad; estaba acostumbrada a ello gracias a la
prensa y solía tomárselo con relativo humor. La habían endurecido y se sentía
orgullosa de ello porque, en una época convulsionada como aquella, la humanidad
necesitaba de su dureza.
Cunningham, en cambio, era otro asunto. Con respecto a él sentía que debía
hacer un esfuerzo y quitarse las raíces espinosas que atrincheraban su corazón.
—Me temo que tendré que acceder a la petición de mi comandante y pedirte que
aguardes afuera de la habitación.
II.
Perla despertó e intentó rodar por la cama para librarse del abrazo de las alas de
su guardiana, quien dormía a su lado, pero esta la atrapó con sus brazos. Gruñó
cuando Celes la trajo contra sí para hundirle varios besos en la mejilla y la frente.
La Querubín protestaba entre bostezos, tratando de escapar de los mimos que
caían sin cesar.
—¡Ve!, pero déjame tus mofletes que los voy a comer todo el día.
Perla se rascó el trasero, mirando el bosque por la ventana. Era un buen día, pero
la muchacha no estaba con el mejor de los humores. Finalmente, dio un impulso y
alargó el brazo para agarrar su túnica sobre una mesa. No obstante, la guardiana
la volvió a capturar. Celes reía, pero Perla tenía el ceño fruncido.
La muchacha enrojeció; se sentó sobre su guardiana y plegó las alas. “Desde que
entreno con Durandal”, pensó con una sonrisa bobalicona, poniéndose la túnica.
Desde que saliera de su habitación, atravesó las instalaciones de la reserva en
completo silencio y con el ceño siempre fruncido; ni siquiera devolvió ningún
saludo de los científicos mortales que, con sigilo, recogieron un par de plumas que
cayeron de sus alas. Tampoco cambió afuera, en presencia de los ángeles de
Durandal que poblaban el bosque. Estos se esforzaban en tratar a la muchacha
como a una más, pero muchos tenían muy vivos los recuerdos de aquella epifanía
en donde la pelirroja se mostraba como la destructora de los reinos celestiales,
asesinándolos a todos entre sangre y fuego, por lo que era natural que les costara
darle los buenos días con una sonrisa.
Se dirigió hasta el lago protegido por el frondoso bosque; era su sitio predilecto
para los entrenamientos porque le recordaba a la cala del Río Aqueronte; el clima
era agradable y la brisa también, pero parecía que nada le cambiaría el
semblante. Se sentó sobre una roca que sobresalía del agua y abrazó las rodillas.
—Porque me excedí con las prácticas de ayer… —miró para otro lado, hacia un
grupo de ángeles intercambiándose espadazos a orillas del lago—. Porque no le
hice caso, maestro.
Subió sobre la roca y se situó detrás de ella; Perla giró la cabeza, pero él ordenó
que mirase hacia adelante. La muchacha gruñó cruzándose de brazos. El guerrero
se preguntó cómo había hecho su anterior maestro para soportarle esa actitud.
Pero, por más que deseara ser tan severo con ella como con sus estudiantes, no
podía evitar tratarla distinto.
Habían muerto los tres ángeles que más la adoraban y consentían: el Trono
Nelchael, el Serafín Rigel y su primer maestro, y Perla había sido testigo de las
pérdidas. Durandal sentía que debía hacer un esfuerzo en tratarla como ellos, en
su honor. Es lo que ellos hubieran deseado.
—¡Ah!
Perla dio un respingo y encorvó todos sus dedos; incontables puntos de colores se
agolparon frente a sus ojos. El hábil maestro meció los dedos bajo las plumas,
bajando suavemente y siguiendo con delicadeza todo el contorno del ala. Notó con
que las plumas estaban radiantes, alisadas e incluso percibió un aroma agradable.
La Querubín las cuidaba excesivamente bien.
De nuevo ese aroma intrigante invadió sus sentidos; el olor a hembra que, para
colmo, gemía y se retorcía de gusto ante sus caricias, todo un regalo para los
sentidos del Serafín. Por un momento abandonó las alas y la tomó de la cintura,
de tímidas curvas aún, pero hizo un esfuerzo postrero para volver al plumaje; ella
había aceptado ser su alumna y él debía rendir con creces esa confianza.
Por otro lado, la muchacha simplemente no podía armar una palabra con sentido.
Aquel masaje era una experiencia que rayaba entre el placer y el dolor;
abruptamente, su rostro había igualado el rojo de su cabellera.
—¡Ah, ah, ah!
—Recuerda que, para la próxima vez, cuando te ordene que descanses, debes
obedecer.
—Dime algo —soltó el ala—. Cuando aprendas a volar, ¿qué pretendes hacer?
—Bu-bueno… Eso es privado, maestro… ¡Ah, ah, ah! ¡Curasán! ¡Quiero ir junto a
Curasán!
—¿Tu guardián? —ahora hundía sus dedos en el ala derecha—. ¿Entonces irás al
Inframundo? ¿Pretendes salvarlo porque no confías en él?
—¡Uf, dioses! —apretó los puños y levantó la mirada hacia el cielo—. No es eso.
Confío en él. Pero no quita el hecho de que esté preocupada por él. Habiendo
tantos buenos guerreros en la legión, ¿por qué le habéis elegido?
Soltó las alas y Perla cayó de espaldas, aunque su maestro la sujetó de los
hombros, lo que no impidió que la cabeza cayera hacia atrás. La joven abrió los
ojos. Durandal cortaba el sol, su rostro era oscuro, pero se percibía sus facciones
rectas y atractivas; sus ojos eran claros, brillantes y penetrantes; se clavaron en
los de ellas, humedecidos de la dolorosa experiencia. La Querubín sintió las
mejillas arder.
—Si su plan falla, los espectros podrían invadir e iniciar una guerra como
respuesta. Necesitamos un plan de contingencia. Ejército contra ejército; espada
contra espada. No es misterio que me seduzca un enfrentamiento más cercano.
No hay gracia cuando no ves a los ojos de tu rival.
El Serafín entró al lago hasta que el agua le llegó hasta las rodillas; era un intento
de calmarse. Se giró para verla. Señaló un punto frente a él y, para susto de la
muchacha, la espada de Durandal se materializó en el aire; era hermosa, brillaba
por sí sola y su empuñadura dorada, con aquellos gavilanes en forma de alas,
parecían refulgir del sol. Se hundió violentamente en el lago, clavándose en el
suelo de modo que solo su empuñadura destacaba sobre el agua.
—Descansarás las alas el día de hoy —dijo él—. Tocará hacer algo distinto.
Antes de que Perla pudiese responder, todas cayeron rápidas como flechas,
hundiéndose tanto en el agua como en el suelo alrededor de la roca. La muchacha
se levantó y se giró boquiabierta para verlas todas. El conjunto lucía como la piel
de un gigantesco erizo. Ella sabía invocar su propia arma, y era buena en ello,
pero no sabía que era posible hacerlo con otras espadas.
Reconocía muchas de ellas. Aquella espada de hoja gruesa debía ser de Altair. La
de hoja fina y dentada debía ser de Ursae. Aquel mandoble con empuñadura
plateada era de Xi Cephei. Concluyó que Durandal podía invocar armas de otros
ángeles. Apretó los puños temblorosos; ¿tal vez le iba a enseñar aquella técnica?
¡Tenía que ser! Miró a su maestro con una sonrisa y le asintió.
—¿Pa-pasarles trapo?
—Eso he dicho. Ellos intentan llevarse bien contigo a pesar de que eres el temido
ángel de las profecías. Que te conozcan realmente. Sonríeles si quieres, el gesto
de limpiarles sus armas es suficiente. Te lo agradecerán. Eres miembro de mi
legión, así que ellos deberán aceptarte como a una más.
Perla se frotó la frente para que no le viera el evidente gesto de desagrado. Pero,
¡cómo se atrevía!, pensó horrorizada. Ella no deseaba ser vista como una
Querubín ni como el ser superior de la angelología, pero tampoco deseaba ser la
sirvienta de nadie. No había practicado con la espada durante años solo para
terminar limpiándolas.
El Serafín salió del lago, elevando una mano como gesto de despedida. No estaba
seguro de cuánto tiempo más aguantaría ese acto de ángel duro y severo, pero al
menos había zafado de una más.
III.
Cunningham y sus soldados eran la clave para ello. Para un mundo libre de
dogmas y culto a los Ingenieros.
El comandante dio largas zancadas hasta lo que parecía ser una estructura en
forma de domo dentro de las instalaciones. La compuerta se abrió a su paso. Era
un lugar tan oscuro que no se veía absolutamente nada. Solo resonaban sus
pasos en eco. Se guardó las manos en los bolsillos y levantó la mirada.
—Alba, Glasgow.
Cunningham apretó los labios. Era Alba, su nación. Al menos, una representación
holográfica lo suficientemente realista para que se sintiera conmocionado cada
vez que la veía. No había estado en ella desde que era un niño viviendo en los
poblados aledaños a las grandes y peligrosas ciudades. La destrucción y
desolación tras el Apocalipsis dejó como resultado un cubil en el que los dragones
se asentaron durante años.
—No. Así está bien. Que se vea lo que los dragones han hecho. Al igual que
vosotros, escribieron con fuego sobre nuestras tierras y esto nos motiva.
Tal como había predicho, un lagarto alado se levantó sobre sus patas en la azotea
de uno de los edificios cercanos y pareció fijar sus ojos rojos en Cunningham. Era
uno de escamas plateadas y, aún desde la distancia, se le notaban los gruesos
cuernos poblándole el cuerpo y la cabeza. Rugió tan fuerte que los cristales de los
coches reventaron en cientos de pedazos. Levantó vuelo y tomó rumbo hacia el
peculiar dúo.
El ángel extendió las alas y agarró el brazo del comandante; dio un salto elevado
hacia uno de los coches, llevándoselo con él, y se ocultó tras el vehículo. Deneb
Kaitos echó un vistazo y notó que el dragón sobrevolaba cerca; lamentó no contar
con un arco y poder cazarlo con relativa facilidad, pero no tendría problemas en
encararse contra él y tratar de clavarle su espada entre los ojos.
—Te he traído aquí para que entiendas una cosa —se apartó de las alas y se
levantó, sacudiéndose—. Mis hombres y yo hemos entrenado durante años,
hemos estudiado sus movimientos, sabemos en qué son fuertes y cómo atacarlos.
La humanidad los ha sufrido durante trescientos años, sabemos a qué nos
enfrentamos. No sé qué es lo que te ha dicho Reykō, pero tú solo estás aquí para
guiar a mi escuadrón. No necesito de tu compañía ni de tu protección.
—“Pegado a…”. No vuelvas a decir algo como eso —susurró—. No frente a mis
hombres.
IV.
La luna llena plateaba el lago de la reserva china de una manera casi mágica; era
como una pintura llena de vida que cabrilleaba con tanta intensidad que el ángel
más severo de la legión no tuvo más opción que detener su caminata y
conmoverse ante la belleza. Durandal decidió quitarse las botas y meter los pies
en el agua para relajarse.
Detrás, más allá del tupido y oscuro bosque, oía a sus alumnos charlando o
estallando a carcajadas en los alrededores de cientos de fogatas, mezclándose
todo con unos cánticos angelicales. Parecía una buena noche, pero él deseaba
estar solo.
Tiró de una pluma rebelde en su ala izquierda y la sostuvo entre sus dedos; en
verdad que la libertad que había anhelado durante tanto tiempo ofrecía un sabor
agridulce. Por fin había escapado de aquella “jaula” llamada Campos Elíseos y
que los dioses, donde fuera que estuvieran, ya no dictaban su destino. Era un
ángel libre, aunque no podía compartir su triunfo con aquella hembra que, milenios
atrás, escribió a vivo fuego en su corazón. Bellatrix era la única razón de toda su
cruzada para abandonar el reino de los ángeles.
“Me faltas tú”, pensó el guerrero. Soltó la pluma para que flotase perezosa. “O, tal
vez, simplemente debería dejarte ir de una vez. Aprender a olvidar”.
Perla lo sorprendió cuando llegó al lugar, riendo y chapoteando el agua con los
pies, manos en la espalda, ocultándole algo. Le dio un largo soplo a la pluma para
que se agitara en el aire. La muchacha estaba de buen humor.
Perla rio entre dientes y asintió. De hecho, en aquel momento, los guerreros a su
alrededor habían estallado a carcajadas. Durandal lo dio por bueno porque el
objetivo era que su legión la aceptase. Era consentida, gruñona y respondona en
el peor de los casos, pero no un ángel destructor. Podía percibir la tranquilidad en
su legión; risas y diálogos distendidos en la distancia; al fin ella parecía ser uno de
los suyos.
—Mucho mejor, maestro —dijo la muchacha, agarrando una de sus alas para
alisar el plumaje—. ¿Es verdad lo que me han dicho? ¿Desobedeceréis la orden
de Ámbar e iréis en búsqueda de los dragones?
—Me temo que sí. Pólux envía informes desde el Inframundo y ha confirmado
nuestras sospechas. Los espectros son hostiles y cuentan con un ejército de
millones. Necesitamos a esos dragones de nuestro lado o la guerra será muy
corta.
—No —fue rápido y tajante—. Tú aún no sabes volar, así que, si hay problemas,
no podré velar por ti.
Perla rio triste. Era verdad. No le gustaba, pero era demasiado sobreprotegida
porque para muchos ella aún era la Querubín. Para muchos aún era una niña y así
la trataban. Luego se giró y miró la enorme luna llena recortada por una nube;
recordó aquella lejana noche que huyó de los Campos Elíseos.
Perla se encogió mirando para un lado y otro. Iba a decir que no, pero empezó a
trastabillar frases sin sentido y sus alas daban respingos involuntarios. En verdad
que la Querubín no sabía cómo confrontar el hecho de que ella sabía el infame
secreto. Durandal no pudo evitar ahogar una risa; esa muchacha era tan torpe
como lo fue su amada.
—Calma. El romance está prohibido por los dioses, sí. Pero tus guardianes se
ganaron mi respeto con ese acto de rebeldía.
—¡Ah! ¿Así que era eso…? —se alivió abruptamente y recogió un mechón de la
frente, qué diferente era el Durandal que ahora descubría, lejos del ángel severo
que creyó conocer una vez—. ¡Yo…! ¡Ah! Maestro, y pensar que cuando yo era
niña te odiaba más que a nada en el mundo.
El Serafín la miró divertido.
—Tu primer baño de humildad —asintió el Serafín—. ¿Qué? ¿Aún estás moles…?
—¡Revancha! ¡Justicia!
Elevó la mano para que ella lo ayudase a levantar, aunque aprovechó la cortesía
para tirar de ella y hacerla caer sobre él. Perla chilló; el agua era fría y además
una mano se apoyó en el vientre del espadachín para luego resbalar hasta su
entrepierna. Cómo no enrojecerse y marearse al tocar más de la cuenta; intentó
reponerse, pero solo resbalaba más y más entre chillidos.
Luego la risa del varón y los grititos de la muchacha se diluyeron; ambos quedaron
allí, mirándose. Los ojos de Perla brillaban como estrellas y sus senos destacaban
especialmente, apretujados por la túnica mojada que revelaba las formas de las
areolas. El ángel deseaba tomarla de la barbilla y probar sus labios; ya no le
quedaban fuerzas para resistir.
—No —insistió él—. Si fuiste importante para el Trono o para Rigel, lo eres para
mí. Si te sucediese algo, no me lo perdonaría.
Las puntas de las alas de Perla se doblaron. La muchacha ladeó el rostro, entre
decepcionada por no conseguir el permiso y halagada por escuchar tales palabras
del ángel que ella admiraba. Pero era terca. Volvió a mirarlo lista para protestar,
solo que no se esperó que Durandal la tomase de la cintura y la trajese contra él.
La hembra gimió como respuesta, pero algo dentro la empujó a acercar sus labios
para facilitar un beso.
Rieron entre dientes, alejándose solo unos centímetros. Durandal intentó volver al
asalto, pero se sorprendió cuando la Querubín enredó los dedos en su cabellera;
la fémina humedeció sus finos labios y lo guio para que probara de ella. Fue una
unión torpe, propia de una primeriza y alguien que no había besado a otra desde
hacía, literalmente, más de diez mil años.
Se sentía casi cómo los dioses, donde fuera que estuvieran, se lamentasen de
aquel acto prohibido. Y a ambos ángeles les encantaba. No lo decían, pero el
beso, que seguía y seguía, era suficiente. Estaban haciendo posible lo imposible.
Las manos del varón palparon las tímidas curvas de la hembra con extrema
suavidad, sobre la túnica mojada, para luego recorrer las redondeces del trasero,
estas más definidas. La tocaba como si no quisiera causarle el más mínimo
rasguño. Perla torcía las alas en respuesta a ese picor intrigante que sentía en la
entrepierna, luego se restregaba con fruición y ni qué decir cuando sintió por
primera vez la dureza del guerrero sobre la tela de la túnica, clara señal de que
había logrado provocarlo.
Perla dio un respingo cuando se vio completamente abrazada por las seis alas del
Serafín; su cabeza dio vueltas y vueltas cuando el varón se inclinó para dar un
mordisco al cuello. Gimió del gusto y el Serafín se envalentonó. Las manos del
guerrero ladearon los tirantes de la túnica para que los pechos tímidos de la
muchacha se le revelasen, con esos pequeños pezones rosados pero erguidos
orgullosos. La joven pegó las manos abiertas en el pecho de él, arañándolo en
respuesta y alejándolo unos centímetros.
—Durandal —susurró.
—¿Qué sucede?
Ella asintió volviendo a inclinarse para degustar de sus labios. Era lo que más le
estaba gustando de todo y sentía que no se cansaría de hacerlo.
—¡No te enojes! No sabía lo tuyo con Curasán. Lo que tenéis es algo especial. La
unión entre ángeles es una potestad natural que nos fue arrebatada por los
dioses. Para ellos, solo éramos sus herramientas. Creyeron que arrancaron
nuestros deseos cuando nos crearon, pero no es así. Solo los escondieron.
Algunos los hemos encontrado.
—Él libró una guerra contra los dioses, no por celos de sus poderes, sino por la
libertad y el amor que hoy disfrutamos —y mordiéndose los labios, sonrió mientras
Celes desencajaba la mandíbula—. Aún lo siento, ¿sabes? En las noches de luna
llena. Lo siento en mis labios. Lo siento dibujando figuras en mi vientre. Siento la
hierba que picaba cuando hacíamos el amor en los prados de los Campos Elíseos.
Celes dio un respingo cuando Perla, a lo lejos, chilló entre risas. Los amantes se
resbalaron en el agua. La guardiana encogió sus alas y, finalmente, se relajó.
Demasiada información que asimilar, pensó. No quería aceptar de buenas a
primeras lo que Zadekiel había sugerido, que Durandal parecía ser un buen
partido para la Querubín.
—Me parece un objetivo noble. Yo también me uniré a esta guerra, algo sé hacer
con el arco —asintió Celes, invocándolo en su mano—. Por ejemplo, ahora mismo
practicaré mi puntería apuntado las alas del Serafín.
Era su niña y lo sería hasta el fin de los tiempos. La saeta silbó cortando el aire,
presta a interrumpir la noche.
V.
—¡Mitos, supersticiones, credo, fe! ¡El dogma ha sido desde tiempos inmemoriales
la raíz de los conflictos entre los hombres! ¡Incluso en esta época convulsa, las
naciones reinadas por dogmas pretenden llevarnos a una nueva destrucción!
¡Pero vosotros marcharéis por el mundo libre, marcharéis por los caídos y
marcharéis por los que vendrán!
—¡Hijos e hijas del Norte! ¡Marchad y eliminad para siempre el dogma! ¡Borrad las
amenazas de este mundo para los hombres de buena voluntad! ¡Rugid, mis
soldados! ¡Serán nuestros pechos las murallas con las que detendremos a los
hombres poseídos por la religión!
—¡Caza Dragones, el Norte no olvida! —se golpeó el pecho—. ¡Me honraréis con
vuestra compañía! ¡Que los dragones y esos bastardos del Vaticano nos oigan
rugir en un ataque sorpresa e inmisericorde! ¡Marcharemos como uno solo para
aplastar sus sueños pérfidos y convertirlos en pesadillas, y juntos arrojaremos sus
cadáveres sobre sus ridículas mezquitas!
El bullicio se había desatado; ¡qué palabras tan feroces, qué ardor! Era tanto el
entusiasmo desatado que hasta Reykō se vio impresionada. Ante ella sus
soldados mostraban pasión, pero dentro de un contexto de orden; ante Albion todo
se desbordaba porque su discurso era feroz, sanguinario. Sus ojos parecían
destellar fuego que hacía que todos allí levantasen sus rifles al aire y rugiesen una
y otra vez el grito de guerra.
Deneb Kaitos echó un vistazo a los eufóricos soldados y dobló las puntas de sus
alas; el intenso sentimiento de algarabía flotaba en el aire y parecía que era capaz
de hervir la lluvia. Incluso la sensación lo contagiaba hasta a él. Por un momento,
también deseó golpearse el pecho y gritar un potente “¡Nuestros pechos las
murallas!”. Se volvió a fijar en Cunningham; qué afortunado fue de haber
compartido hasta la cama con él, pensó.
—¡Y cuando nuestro último aliento rasgue sus pulmones, ellos sabrán que este
mundo nos pertenece! ¡Esta historia la escribieron con fuego, pero nosotros la
terminaremos con su sangre! ¡Reclamemos nuestro mundo, hermanos!
El bullicio era intenso; ¡tanto fervor, tanto entusiasmo!; pronto el nombre del
comandante era festejado entre bramidos. “¡Albion, Albion, Albion!”. Pero a él no le
interesaba ese tipo de tributos; se giró hacia Reykō y reverenció.
—Querido, en tu terquedad hay un encanto… —se remojó los labios, pero ladeó el
rostro—. Esperaré tu vuelta. Hazme sentir más orgullosa de lo que ya estoy.
El joven comandante hizo una última reverencia a la adorada figura. Luego se giró
para ver a Deneb Kaitos, quien se había sentado sobre la baranda del balcón para
contemplar al eufórico ejército. El ángel lamentó que tantos grandes hombres se
vieran desperdiciados; estaba convencido de que la cacería de dragones sería un
absoluto fracaso, pero guiarlos hasta Leviatán era la orden que debía cumplir.
Deneb Kaitos agitó sus alas, señal de que no necesitaba transporte, pero el
comandante meneó la cabeza.
—Nada de eso, genio. Si vuelas sobre cualquier ciudad encenderás todas las
alarmas.
Deneb Kaitos sabía que la respuesta no le agradaría, pero él era un ángel sincero
y directo. Lo miró, aunque el mortal solo tenía ojos para los emocionados soldados
que bramaban.
Continuará.
He escrito una guía de personajes de Destructo III para quien le interese (Link).
I. Año 1368
El viento ululaba entre los jinetes de la extensa fila del ejército mongol, levantando
una fina niebla de arena que obligaba a los hombres escupir constantemente.
Avanzaban con pesadumbre, asados bajo el sol y cansados; desde la altura todo
el ejército lucía como una gigantesca serpiente oscura que se deslizaba
lentamente por el desierto persa.
Al frente, el Orlok Kadan, harto de las moscas que lo atormentaban, montaba con
el ceño fruncido; tanto él como sus soldados estaban más bien acostumbrados a
las frías estepas rusas y, además, el sol sobre sus cabezas parecía provenir del
ardiente infierno del que le solían hablar los cristianos.
El beduino lo miró con los ojos entornados, cansados, e intentó responder algo,
incluso un simple gimoteo, pero le dolía hasta respirar. El Orlok lo comprendió y le
mostró un odre. Lo agitó, dejando saltar gotas de agua que al beduino le parecían,
en ese momento, más valiosas que el oro.
Yusuf intentó tragar saliva, pero era imposible. Cuán arrepentido estaba de haber
intentado negociar con ese salvaje mariscal mongol. Cuando lo vio acampar con
su ejército, en las afueras de Bujará, pensó que se haría rico vendiéndole la
información que poseía. Aspiró aire y aunó fuerzas para rogarle por su vida.
—¡Sí…! ¡Sí! ¡El ruso! Es custodio de dos hombres del reino de Koryo. Planean
atravesar el “Techo del Mundo” para entrar a Xin. Solo es posible yendo por Kabul,
si queréis capturarlos, debéis ir allí. Es todo lo que sé, por el Honorable.
El Orlok asintió. Iba a enviar un escuadrón de diez jinetes para encargarse de él.
Su Kan lo aprobaría si volviera con la cabeza de un guerrero ruso atada a la grupa
de su caballo. Su misión no era despachar un simple soldado, por más placentero
que le pareciera la idea.
—¿Cómo es él?
—De barba y cabellera dorada, mi señor… ¡Ah! Viene del reino de Nóvgorod. ¡Mi-
jaíl! ¡Responde al nombre de Mi-jaíl! Es todo lo que sé, por favor, perdóneme la
vida…
El mongol sintió un ligero mareo y casi cayó al oírlo. Apretó los puños hasta el
punto de casi reventar el odre.
—¿Mi-jaíl?
—¿Cuáles son las probabilidades de que sea él? Mi señor, con todo respeto, la
batalla de Nóvgorod ya se ha robado demasiadas noches. Dejémoslo ir de una
vez. Miremos hacia el reino de Xin.
—Sencillo decirlo. La culpa de aquella derrota recayó completa sobre mí. Hasta
hoy día me preguntaba por qué el Dios Tengri decidió dejarme con vida. La
respuesta la tengo aquí.
—Bebe. Te lo has ganado. Que el chamán le cure las heridas. Dadle un buen
caballo, lo va a necesitar.
Yusuf se lanzó sobre el odre con las manos temblorosas. Dolía solo moverse.
¡Pensar que estaba convencido de que esos salvajes de la Horda de Oro lo
matarían! De rodillas, bebió y bebió sin percatarse de que la gigantesca sombra
del mariscal mongol se agrandaba sobre él. El beduino se sintió sobrecogido
cuando percibió su fiera mirada; el Orlok era un hombre intimidante.
—Guíame hasta Kabul, beduino. Reza a tu dios para que el ruso esté allí.
Los dos soles del Inframundo parecían tocarse en el horizonte, una peculiaridad
de su órbita, arrojando su distintivo brillo sobre el desierto de Flegetonte. La
aparente quietud fue poco a poco diluyéndose a cambio de incontables rugidos
que parecían aproximarse; Pólux salió de la cueva donde se había escondido y
echó una mirada hacia la planicie; se estremeció al ver a ese innumerable ejército
de espectros, una mancha negruzca debido a la distancia, que se dispersaba para
todas las direcciones. Se desplegaban por el desierto rojo como hormigas
enloquecidas, destrozando todas las pirámides de huesos que encontraran a su
paso. Y, en cielo, otros miles surcaban como murciélagos enrabiados.
Volvió adentro y se sentó sobre una roca frente a Curasán, quien seguía cabizbajo
y absorto tras todo lo vivido; al joven ángel le costaba digerir la dura realidad de
que su compañero Próxima podría estar muerto. Pólux estaba cansado de intentar
hacerlo espabilar, por lo que buscó una flecha dorada guardada en su fajín y se la
arrojó hacia las botas.
Curasán vio la flecha repiquetear a sus pies. Era aquella con la que Próxima
sesgó la vida de un espectro.
—Puede que Próxima esté muerto —dijo la Potestad—. Eso no significa que
nuestra misión haya terminado. Aún tengo que cumplir la mía. ¿Me ayudarás o
todavía necesitas tiempo?
El joven ángel miró las palmas de sus manos y luego las cerró con fuerza.
—¿Son ellos los que están berreando allá afuera? No te imaginas cuánto los odio.
Pólux elevó la mano e invocó uno de sus libros. Eligió una hoja en blanco y
procedió a escribir.
Meneó la cabeza.
—Es una carta para Próxima. Lo más lógico es pedirle que vuelva a los Campos
Elíseos. Podrían curarle la espalda y recuperarse allí… Su misión de infiltrarse en
Flegetonte y asesinar al Segador es imposible, dada las condiciones.
—Es una esperanza que tengo. ¿No éramos acaso los “Ángeles de la Luz”?
Curasán asintió.
—Pero… ¿Por qué pedirle que vuelva? Ya lo has visto con tus propios ojos. Es el
mejor arquero del reino. No puedes pedirle que lo deje todo atrás.
—A riesgo de que te me decaigas por otro par de horas, debo recordarte que
Próxima ha perdido sus alas.
—¡Dioses! ¿Y crees que te hará caso? Ahora mismo, volver a los Campos Elíseos
sería una derrota y una vergüenza para él.
—Me causa sonrojo vuestro ridículo ego de guerreros. Si es inteligente sabrá qué
le conviene. Le diremos que continuaremos nuestra misión y que vuelva al reino
para que le sanen. Es todo.
—¡Somos sus compañeros, Pólux! ¡Lo acepto, fue mi culpa! Pero si uno cae, los
otros dos lo levantamos. Hemos venido asumiendo las consecuencias… ¡Mira, no
soy bueno con las palabras!
—Tienes razón. Eres pésimo con las palabras. Sin embargo, creo seguirte.
—Confía en mí. Yo, amigo mío, soy bueno con las palabras.
Sus descalzos pies sufrían al paso por el empedrado y las piernas acusaron un
fuerte desgaste cuando subió por los grandes escalones del templo. Deseaba
calzar unas botas, pero en sus condiciones como esclavas eran afortunadas de
llevar al menos túnicas.
Con el ceño fruncido decidió seguir cargándola hasta la entrada al templo, una
gigantesca puerta de roble con diseño de arco. Estaba medio abierta y ladeó el
cuerpo para entrar; se adentró en un angosto pasillo iluminado por antorchas. Oía
gemidos y algún que otro llanto ahogado rebotando aquí y allá; también el
escalofriante sonido de cadenas arrastrándose lentamente.
—¿“Mi amo”? ¡Qué asco! Deja de lloriquear por él. ¡He dicho que mires!
—Incluso ese espectro que tanto amabas nos mandó anillar como si fuéramos
animales de su propiedad. Recuerdo perfectamente su rostro cuando tú y yo
chillábamos en aquella mazmorra en Lete. ¡Lo disfrutó cada segundo! Así que
vuelve a decirme que amabas a ese monstruo y te abandonaré aquí mismo. ¿Me
darás motivos para pensar que la amiga que tanto amo está muerta?
—¿Un millón?
—No tengo idea. Pero estoy convencida de que, si son tan nobles como dicen, no
dudarán en ayudarnos.
Un animal gruñó desde adentro de la jaula al oír todo el ajetreo. Sus atigrados ojos
rojos brillaban en las sombras y también se vislumbraron unos colmillos de
considerable tamaño. Mimosa sonrió abriendo la puerta de la jaula.
—No tengas miedo, pequeño. Tu amo ya está muerto. ¡Ven aquí que quiero verte!
¿O acaso ya te has olvidado de mí?
Mimosa no dudó en acariciarlo; aquella podría ser una bestia feroz en el campo de
batalla, pero bien sabía que actuaba como un cachorro juguetón ante la ninfa.
Luego le acercó la pluma al hocico.
—Volveréis a ser el gran símbolo del Inframundo. Volveréis a brillar. Solo guiadnos
hasta los ángeles.
Las tres cabezas aullaron con fuerza al oír las palabras. Por fin salieron por
completo de la oscuridad para revelarse la gigantesca bestia tricéfala.
—Sed buenos chicos y dejadnos montar sobre vuestro lomo. ¡Rugid, guardianes
de Flegetonte! ¡El Inframundo es vuestro, Cerbero!
La bestia saltó hacia la siguiente torre y así lo siguió haciendo para escapar de la
oscura capital, usando con habilidad tanto sus afiladas pezuñas como incluso su
larga cola de punta triangular, que se enroscaba a las atalayas entre saltos y
saltos.
Junto con unos tres arqueros, se internaron para limpiar la zona por donde pasaría
el ejército del comandante Syaoran. El Corredor de Wakan, un paso natural,
estrecho y nevado que se abría entre la cadena de montañas, escondía sus
peligros y bien que lo sabía Zhao, quien también lo acompañaba en el pequeño
escuadrón.
Wezen tensó la mandíbula al manipular los virotes; los dedos le dolían horrores.
Habían pasado toda la mañana escalando, guiados por el budista, que
sospechaba que un grupo de bandidos o mongoles se apostaba a lo alto, presto a
asaltar a cualquier caravana que osara de cruzar el peligroso camino.
Zhao se retiró la capucha de la capa y entornó los ojos. Había una figura más
adelante, o tal vez eran dos, emborronada tras una repentina ventisca. A ratos
parecía oírse una bandera ondear con fuerza, pero no podía aseverarlo. Intentó
acercarse para distinguir mejor, pero Wezen lo agarró del brazo y meneó la
cabeza.
Wezen miró hacia atrás para fijarse en sus tres soldados; les hizo un par de
gestos con la mano, señalando luego el objetivo; los guerreros se separaron
prestos a rodear al enemigo desde distintas posiciones.
Zhao se estremeció al notar sus ojos, de ese peculiar amarillo brillante que
destacaban feroces. Percibía en él un ansia animal cada vez que había que
enfrentar a los mongoles. Quedó convencido y asintió.
—¿Sabes, amigo? Esta es la única vez en mi vida que desearía llevar una túnica
como la tuya —suspiró poniendo la ballesta en el suelo. Él y sus soldados estaban
agarrotados de escalar con aquellas pesadas armaduras.
Preparó su arco y una flecha con rapidez, tensando la cuerda hasta la oreja.
Apuntó a una de las sombras emborronadas que tenía adelante.
—La oigo.
El budista ladeó el rostro y cerró los ojos en un intento de que enfocarse, tratando
de que el fuerte ulular desapareciera por un momento y la bandera revelara la
posición. Era difícil, pero cuando el viento amainaba, se percibía el crujido de la
tela ondeando. Enarcó una ceja al creer ubicarla.
—Bien. A mi señal, corre hacia ella. Por lo que más quieras, no dejes que la
derriben. Te cubriremos.
Normalmente Zhao se aterrorizaría de la idea; adelante lo podrían estar esperando
como diez sables filosos y una muerte lenta y dolorosa, como la que una vez temió
sufrir. Pero Wezen demostró ser un guerrero de gran habilidad y además una
persona en la que podría confiar su vida. Un amigo, más allá de que no casara
con absolutamente ninguna de sus creencias. Tragó aire y se preparó para la
carrera.
—¡Wangsui-sui-sui-sui!
El grito de “¡Diez mil años, diez mil, diez mil!”, retumbaba por las montañas y se
perdía en la ventisca.
Su cuerpo entró en alerta, esperando al tercero, pero no lo veía. Entornó los ojos;
oía sus pisadas alejarse. No se lo pensó dos veces y echó una carrera hacia el
budista, no fuera que el enemigo entablara lucha contra su amigo. Apretó los
dientes, ¡qué maldita armadura tan pesada! Y para colmo Zhao no tenía arma con
qué defenderse. Sus pies se hundían en la nieve y se sentía lento como un yak.
El soldado mongol estaba desesperado. Era el último que quedaba vivo del puesto
de vigía y todo quedaba en sus manos. Si lograba derribar la bandera que habían
clavado en el lugar, el siguiente grupo vigía, apostado a casi treinta li de distancia,
conseguiría detectar la irregularidad.
Normalmente la debería cambiar por una bandera roja, señal de peligro, pero dada
las condiciones, lo mejor sería echarla y con el ello advertir la presencia de un
enemigo atravesando el Corredor de Wakhan.
Vio a un monje budista protegiendo la bandera con su solo cuerpo, con los brazos
extendidos como medida de advertencia. El guerrero ni siquiera desenvainó su
sable, sino que se arrojó con todo su peso presto a tumbar tanto al monje como a
la bandera en un último acto heroico.
Zhao desencajó la mandíbula cuando la cabeza del mongol llegó rodando hasta
sus pies, dejando un reguero de sangre sobre la nieve en tanto el cuerpo acéfalo
convulsionaba.
Wezen clavó su sable ensangrentado en el suelo y se sentó sobre una roca para
recuperar el aliento. Miró al budista para comprobar que estuviera bien. La
bandera seguía flameando y los vigías mongoles no se percatarían del ejército
que pronto atravesaría el corredor.
—¿Qué pasa? ¿No me lo apruebas? ¿Me dirás que debí perdonar a este último,
que pretendía arrojarte por el precipicio?
—Claro que lo apruebo. Un problema grave requiere poner los medios necesarios
para remediarlo. Pero me siento con la obligación de decirte que, de tomártelo
como si fuera un divertimento, llegará un momento que despreciarás la vida, sea
enemiga o no.
—Que aburres. ¡Por los dioses! Aburres profundamente cada vez que hablas
sobre vuestra superioridad intelectual. Es increíble, pero consigues que mis alas
se sientan más pesadas.
Y aunque Pólux pensaba reñirlo; después de todo Curasán era un ángel que
dominaba con maestría el arte de exasperar, cayó en la cuenta de que sus
discusiones eran similares a los que montaba con la pequeña Perla, cuando esta
era su alumna en la biblioteca de Paraisópolis. Miró de arriba abajo al joven ángel
y echó la cabeza para atrás para reír.
—Eres idéntico a ella y ya, ¿debería ser malo o bueno? ¿Qué más da? La criaste,
así que es normal que seáis parecidos.
—Todos dicen eso —hizo un ademán—. Pero lo cierto es que la enana ya vino
así. Es de nacimiento.
Pólux se frotó la frente recordando aquellos primeros días en los que la Querubín
irrumpió en los Campos Elíseos con su inesperada llegada. El Trono había
ordenado a Curasán que fuera su ángel guardián, pero, entre otros ángeles,
también nombró a Pólux como su maestro personal. En aquel entonces, el
robusto y barbudo ángel se sintió afortunado. ¡Encargarse de la educación de una
Querubín! Pensaba que más bien sería él el que aprendería al lado de un ser tan
puro. Claro que, a los pocos días, la pequeña resultó ser una auténtica fiera. No le
interesaba ninguna de las ciencias y era muy malévola expresándolo. Para Pólux
fue la peor alumna que tuvo a lo largo de sus milenios. Sin embargo, cada vez que
tocaba leer sobre conflictos bélicos, la niña se veía completamente absorbida por
las historias.
Como si fuera una treta del destino, ambos ángeles se detuvieron cuando, a lo alto
de unas gigantescas rocas, un grupo de cinco espectros los observaba con
curiosidad. Se veían fuertes; auténticas gárgolas; cada uno sostenía larguísimas
lanzas aserradas. Curasán tragó saliva; ¿cómo era posible que los encontraran si
ahora habían sido mucho más cautelosos?
—¡Mi nombre es Pólux! —la Potestad levantó las manos en señal de paz—. ¡Y él
es Curasán, un ángel mudo!
Curasán frunció los labios. Abrió la boca para reclamar la mentira, pero fue
cerrándola lentamente.
—¿Os debéis al Segador? —preguntó Pólux—. ¿No eráis los espectros servidores
fieles de la diosa del Inframundo?
Una gigantesca sombra aterrizó violentamente sobre los espectros y levantó una
gruesa niebla de polvo rojizo que cegó a todos; desesperados, los guerreros del
Inframundo parecían ahora gritar de sorpresa y dolor en tanto una bestia rugía con
tanta fuerza que ambos ángeles se estremecieron al oírlo; saltaron hacia atrás, no
fuera que también resultaran víctimas.
La pesada gravedad ayudó a que la capa de polvo fuera disipándose con rapidez;
se reveló una atemorizante y enorme bestia similar a un lobo de pelaje dorado,
con el distintivo de poseer tres cabezas. Una de ellas capturó a un espectro con
sus filosos dientes y lo zarandeó violentamente. La cabeza central lanzó un gélido
aliento hacia las piernas de otro espectro para que se viera imposibilitado de
moverse, sirviéndose así en bandeja de plata para que la tercera cabeza la
devorase.
Bajo sus zarpas, dos espectros yacían muertos, en tanto que el quinto moría
estrangulado por la cola de la bestia enroscada por su cuerpo.
Inesperadamente, la bestia saltó por encima de los ángeles y echó una carrera en
dirección al desierto rojo. Mimosa abrió los ojos como platos; dio un par de
pellizcos a Cerbero, pero el animal estaba empeñado en seguir corriendo hacia
donde su olfato le guiaba.
—¡Cer… Cerbero! —protestó Mimosa—. ¿Adónde crees que vas? ¡Ah! ¡Están allí,
detrás!
La bestia escaló grandes rocas con una velocidad endiablada y, tras un enérgico
salto, desapareció tras la cadena de montes. Oyeron sus rugidos alejarse hasta
que, simplemente, volvió la quietud de siempre.
—La próxima vez que nos topemos con espectros, te mantendrás callado. Te
guste o no, habrá ocasiones en las que no tendremos posibilidad alguna de
ofrecer lucha, ya ni hablar de “empalar al emperador del Inframundo”.
—¿Crees que soy tan tonto? Había visto a la bestia acechando tras los espectros
y luego noté a la ninfa haciéndome señas. Solo los distraje.
—Fue arriesgado. Entiendo que hayas desarrollado desprecio hacia los espectros
por lo que le hicieron a Próxima. Pero, por si no lo has notado, están siendo
sometidos por el Segador. Son tan víctimas como lo somos tú y yo. Si él fue capaz
de manipular a los Arcángeles hace trescientos años, no me extraña que aquí se
haya alzado como emperador.
V. Año 1.368
Kabul era una ciudad inmensa situada en el valle fronterizo de Transoxiana; bullía
de movimiento comercial proveniente de todos los rincones del mundo civilizado,
animados por la Ruta de la Seda. La protegía una extensa muralla que se
extendía por leguas y leguas, zigzagueante sobre el terreno rocoso, aunque no lo
suficientemente alta como para bloquear la vista de su llamativo palacio coronado
por un domo azulado.
Existía un acuerdo entre la tribu local, los denominados afganos de Persia, y sus
invasores mongoles. Era distinto al sometimiento que se vivía en Bujará. El líder
Tamerlán había tomado como esposa a la hermana del gobernador de Kabul a
modo de favorecer la paz en la ciudad. Se hacía común ver a los barbudos
afganos patrullando y portando sus armas, engalanados en sus túnicas blancas y
fajines rojos.
En las cercanías del muro, bajo la sombra del imponente fuerte militar Bala-Hissar,
un elefante barritó con fuerza mientras un guerrero afgano, montado sobre su
lomo, movía de un lado a otro su lanza para que los comerciantes que le abrieran
paso. El gigantesco animal vestía una armadura de cuero que se ceñía a la
perfección sobre su rostro y lomo, con coloridas decoraciones que tintineaban al
movimiento.
Mijaíl casi cayó de su montura cuando vio a aquella peculiar criatura tan de cerca.
Meneó la cabeza para cerciorarse de que aquello era real. No había visto algo así
en su vida. Actuó lo más sereno que pudo pues el gentío no prestaba mucha
atención al animal. En Rusia, sin dudas, echaría a correr sin mirar para atrás.
Luego se fijó en el sirviente del embajador, Yang Wao, que cabalgaba a su lado.
—Pero, ¡por Dios!, con uno de estos puedes ganar una guerra...
Aquella broma cayó bien en el embajador de Koryo, que también los acompañaba.
El anciano carcajeó antes de sumirse en un fuerte ataque de tos. También le hacía
gracia que Mijaíl pensara, por casi un mes, que él no entendía el idioma ruso. Lo
entendía y hablaba a la perfección. Entendía cada murmullo e insulto que
profesaba el joven novgorodiense a casi todos los mongoles con los que se
cruzaba. Contrario de lo que se pudiera esperar, esa irreverencia era muy
apreciada por el embajador porque le recordaba a él mismo, en sus días de
juventud.
—Un flechazo bien dado y corren hasta sobre sus dueños —ironizó el
embajador—. Sería un espectáculo divertido verte montar uno, Schénnikov.
—Una bonita, desde luego. Ya que has estado con una occidental y una árabe,
dime cuál de tu favorita.
—Mi señor —Mijaíl se rascó la barba—. Las árabes son hermosas. Pero solo hay
una mujer por la que yo moriría.
—Mis ojos se sienten pesados cada vez que hablas de esa muchacha. Déjala
marchar, Schénnikov. Eres joven y el mundo, como estás viendo, es grande.
—Mi señor…
Mijaíl sonrió con los labios apretados y miró para otro lado. ¿Qué sabría él?,
pensó ofuscado. Pero mantuvo silencio y oyó la perorata.
—Estás muy callado, beduino —dijo el Orlok—. ¿No estarás planeando lanzarte
de las murallas?
—Mi señor, no son lo suficientemente altas para causarme una muerte rápida.
El Orlok echó la cabeza hacia atrás y carcajeó. Yusuf tragó saliva; no lo dijo en
broma. Tenía que salvarse de alguna manera porque era evidente que no daría
con Mijaíl. Casi podía sentir el sable del Orlok morder la piel de su cuello, presto a
cercenarlo como castigo. Habían subido a las murallas del fuerte para hablar con
el general de los afganos, esperando que supiera algo sobre los tres viajeros, pero
sabía que solo estaba prolongando su inevitable muerte.
Pero todavía quedaba un buen trecho. El “Techo del Mundo” estaba a dos días de
distancia.
Un cargante y atronador sonido pareció surgir del cielo; todo el gentío se tapó los
oídos ante lo que parecía ser el disparo de uno de los cañones instalados a lo alto
de la fortaleza. El caballo de Mijaíl relinchó nervioso y dio un salto.
Inmediatamente algo oscuro y amorfo cayó cerca de los tres viajeros, sobre un
grupo de desafortunados mercaderes, estrellándose con tal fuerza que dejó un
considerable boquete carbonizado y humeante.
Empalideció al reconocer el rostro del beduino Yusuf. No tenía la más mínima idea
de qué hacía en Kabul y, sobre todo, por qué lo habían ejecutado. Luego levantó
la vista hacia la muralla de la fortaleza militar; allí arriba, rodeado de los guerreros
afganos, destacaba un imponente soldado mongol.
—¡Mi-jaíl!
—No —confesó.
Luego, entornando los ojos, notó el brillo del paitze, la tablilla de oro que colgaba
del cuello del mongol. Además, su armadura de escamas tenía los colores de la
temida Horda de Oro. Aquello solo podía significar una cosa y sintió vértigo
cuando descubrió quién era ese salvaje guerrero que lo llamaba.
Una cuerda descendió desde lo alto del muro y el mongol se aprestó para bajar
por ella. Mijaíl se sorprendió. ¿Acaso deseaba confrontarlo a él cuanto antes? Por
un momento, se sintió honrado. Si él era solo un simple escudero que tuvo la
fortuna de asestar un golpe mortal a un ejército mongol.
—¡Vendrá aquí! —insistió Wang Yao—. No hay tiempo que perder, Mijaíl.
¡Muévete!
—No tengo idea de qué hace aquí, ¡pero ese es el hombre que arrasará Moscú y
Nóvgorod! Si amáis tanto vuestro reino, también me comprenderéis.
El ruso lo ignoró; era justamente por su experiencia en aquel zoco de Bujará que
se sentía envalentonado y confianzudo. Había caído un mongol bajo su espada y
sentía que tenía la fuerza de matarlos a todos. Sobre todo, a él. Al Orlok de la
Horda de Oro. Tensó las riendas de su caballo y trotó hacia adelante. Ese era el
monstruo que había sometido Nóvgorod durante años, aquel cuyo ejército
arrebató a su familia, aquel que había aplacado rebeliones y que de seguro
destruiría Moscú; ¡él estaba allí, desafiándolo!
El Orlok sonrió al ver cómo el ruso aceptaba el duelo. Así que era el hombre que
venció a su ejército y lo humilló; la razón por la que diez mil soldados muertos
pesaban sobre sus hombros. Agarró del cuello de uno de los afganos y ordenó
que no intervinieran. Aquella era una batalla que solo correspondía a los dos. Y se
sintió conmovido al tener a alguien que lo desafiaba de frente. No había dudas de
que él era el gran guerrero que lo había derrotado. Luego, soltando al afgano,
volvió a levantar su sable, aceptando el duelo y aullando a todo pulmón su grito de
guerra.
—¡Mi-jaíl! ¡U-Rah!
Continuará.
I. Año 2332
Otra brisa levantó una fina capa de arena a su alrededor y el hombre escupió a un
lado. Le hartaba que la arena se colara en su uniforme y hasta en su boca; con
una armadura EXO todo sería más sencillo. Dio un trago de agua de su
cantimplora mientras, de refilón, notó a Deneb Kaitos descendiendo cerca de él.
La sola presencia del ángel lo irritó más; Cunningham tenía a mil hombres en su
operativo, todos bien entrenados en el sigilo y camuflados para pasar
desapercibidos en el desierto, pero allí estaba el ser celestial, llamativo con su
radiante túnica y alas plateadas, toda una invitación de almuerzo para los
dragones. “Maldito pajarraco”, pensó dando otro trago, “debí exigirle una túnica
con camuflaje...”.
—Los dragones no están muy lejos —continuó sin hacerle caso—. Y, sin embargo,
creo que tienes la cabeza en otro sitio.
—Lo digo con sinceridad. Cuando tú comandas se siente algo que solo sentí con
los Serafines. Eres un hombre que haría fácilmente que los demás lo siguieran
tras su estela. Veo a mil guerreros siguiéndote y me maravillo. Eres un gran
mortal, Cunningham. Tu compañía me resulta agradable, lo confieso.
—Oh, cállate…
—Dices que seguirías mi estela y sin embargo no eres capaz de cumplir una
simple orden. Vete a tomar por viento y déjame en paz.
—Pero no creas que llegar hasta aquí me resultó fácil. Tengo el puesto por
preferencia de Reykō, no es ningún misterio. Muchos de los soldados son
mayores que yo y al principio les frustraba estar bajo mis órdenes.
—Soy diez mil años más mayor que tú. No me siento frustrado al seguirte.
—Moriréis todos. Con vuestra tecnología o sin ella, los dragones os harán trizas.
Cunningham ahogó una risa.
—Si con eso consigues tranquilizar tu dolor, me ofreceré. Pero primero la misión.
Desclavó la espada.
El mortal suspiró. Enfundó la espada, un acto que el ángel comprendió como una
apertura inesperada. Un momentáneo cese de las hostilidades verbales.
Cunningham, aunque no lo admitiera, se sentía inesperadamente cómodo
conversando con el ángel. Era como si el descaro de Deneb Kaitos le hiciera
olvidar toda la tensión que implicaba la caza de los dragones.
—No confundas mi respeto por miedo. ¿Sabes acaso por qué fueron creados?
—¿Cómo que imposi…? ¿No comprendes? Tú, por ejemplo, sabes dar por culo.
Molestas. ¿Ahora lo pillas?
—No fueron creados para perforar vuestros traseros. Hace más de diez mil años,
los hacedores crearon a los Titanes, gigantescos seres, para organizar vuestro
mundo. Mares, tierras, bosques, ríos, montañas. El problema fue que, cuando los
Titanes terminaron su trabajo, no querían abandonar el mundo ni permitir que
otros lo reinasen. Ellos lo habían transformado con su esfuerzo y tiempo, y querían
gobernar en él. Los humanos aún no existíais, pero ya teníais enemigos.
—Sí. Titanes.
Se rascó la frente.
—Bien. Los hacedores pueden crear vida, mas no sesgarla. Fue por eso que
crearon a los dragones, para eliminar a los Titanes. Son auténticas bestias de
caza; cientos de miles de dragones surcaron vuestros cielos; para cada Titán,
treinta dragones se abalanzaban y lo descuartizaban sin piedad. Ganaron la
guerra en menos de dos días.
Una pluma plateada se desprendió del ala de Deneb Kaitos para flotar
perezosamente en el aire, en dirección del comandante. Cunningham lo atrapó
con la palma de la mano para luego cerrar el puño. Cientos de miles era un
número abismal; un enjambre mortal que estremecía solo de imaginarlo. El ejército
del Hemisferio Norte manejaba números menores. Poco más de quinientos
dragones conocidos.
—¿Cientos de miles?
—Bueno, no estuve allí, los ángeles aún no existíamos. Eso es lo que dicen las
Potestades, quienes apuntaban todo lo narrado por los hacedores. Pero, luego de
un tiempo, incluso los dioses empezaron a ver a los dragones con malos ojos.
Aunque esa será una historia que te contaré en otra ocasión —dijo señalando el
cielo.
El Dominio se limitó a señalar, con el mentón, una duna por donde la supernova
Betelgeuse se posaba. Varias figuras oscuras asomaban y parecían fijarse en
ellos.
Ámbar lanzó el arco de polea hacia uno de los cruzados del Vaticano que tenía a
su lado, quien lo cogió al vuelo. “Gracias”, dijo ella sin dejar de mirar al peculiar
dúo de enemigos. No esperaba encontrarse con soldados del Hemisferio Norte en
el desierto de Bujará. La mujer se acuclilló hundiendo sus dedos en la arena y
tratando de sopesar opciones para actuar. Planeaba deshacerse de los dos vigías
con saetas tranquilizantes, al menos creía que ambos eran vigías, pero no
esperaba que uno fuera un ángel.
—Atrapó la flecha con las manos desnudas, el muy… —la mujer apretó los
dientes—. ¿Qué hace un pichón ayudando al ejército del Norte?
El comandante Alonzo Raccheli, a su otro lado, levantó el puño cerrado para que
nadie se moviera. En verdad que pensar que un ángel estuviera aliado al ejército
enemigo era algo imposible de imaginar.
—¿Adulando al enemigo?
Deneb Kaitos acató sin pensarlo mucho; al fin y al cabo, los conflictos entre los
humanos no eran de su conveniencia ni su interés. Cunningham, en tanto, frunció
el ceño al percibir el peculiar acento portugués de la mujer. Cuando se le acercó lo
suficiente distinguió su rostro bajo la luz de las estrellas. Tenía que ser la ex
capitana de Nueva San Pablo, Ámbar Moreira, aliada ahora a los cruzados del
Vaticano. Se fijó en ella y ni siquiera se molestó en mirar a los hombres que les
arrinconaban desde los lados.
Ámbar, al aproximarse, se fijó mejor en él. Era un hombre joven y con un descaro
peculiar para ser un simple vigía.
—No. Sois treinta. Entrasteis al Mar Radiante pensando que seríais los únicos
maniáticos que iríais tras un dragón porque tenéis un ángel de vuestro lado. Pero,
como ves, yo también cuento con uno. Y entré anticipando que no estaríamos
solos.
Tras él, en el horizonte negro cortado por dunas plateadas, asomaron cientos de
soldados del Norte con sus arcos de polea tensados. Desde las alturas se notaba
el gigantesco anillo de hombres que, poco a poco, se reducía alrededor de Ámbar
y su sorprendido escuadrón. La mujer no se lo podía creer; cualquier atisbo de
admiración que pudiera sentir por la osadía y previsión del enemigo fue enterrada
bajo la abrupta rabia que sentía.
Esa era la orden que partió del general de los soldados afganos. Enfundado en su
túnica blanca y fajín rojo con símbolos dorados, el barbudo persa salió de su
cuartel llevándose tras sí una estela de soldados; el estruendo del cañón
disparado lo había despertado y estaba visiblemente enfadado luego de que le
informaran el motivo: un Orlok se había hecho con el control de la fortaleza,
disparando contra los comerciantes sin ningún motivo aparente.
Se dirigió a los pasillos del muro, abriéndose paso entre sus hombres y desde allí
se fijó en el terreno exterior. Apretó los dientes al ver las volutas de humo negro
ascendiendo desde donde había impactado el disparo del cañón. ¡Qué
atrevimiento!, pensó apretando la empuñadura de su cimitarra. Kabul poseía
autonomía y libertad gracias al matrimonio entre Tamerlán y la hermana del
gobernador, y le habían prometido que, debido a su importancia comercial en la
Ruta de la Seda, la ciudad sería protegida y respetada por el Imperio mongol.
—Oh, Dios… —se lamentó meneando la cabeza para espabilar—. Este es. Llegó
el día. ¡Hacedme un favor! Cuando lleguéis a Koryo, mandadle una carta a mi
hermano. Decidle que morí como un hombre y que lo esperaré en el Paraíso con
su espada. Y luego otra carta para Anastasia. Decidle que…
Agarró las riendas del caballo y se la acercó a uno de los budistas. Se le había
hecho evidente que la presencia de estos no era simple coincidencia.
—Entonces es clave que sobreviva este muchacho —Yang Wao entregó la rienda
al monje—. Durante tres meses protegió al embajador con su vida. Confío en la
honorabilidad de vuestra sociedad.
El monje reverenció y tiró de la rienda para llevárselo. Wang Yao se giró sobre su
montura y miró al embajador, quien estaba alejado del ajetreo.
—¡Mi señor! Los budistas os guiarán hasta el corredor de Wakhan. Procurad pasar
desapercibidos. Os alcanzaré.
El embajador hizo una mueca; no era lo que deseaba oír. No quería perder ni al
ruso ni a su sirviente, pues los meses en compañía de ambos no pasaron en vano.
—¿Vas a enfrentarlo?
Wang Yao desenvainó su sable y lo ladeó para comprobar el filo. Era una espada
de hoja gruesa y se robó la admiración de los mercaderes. El sirviente estaba
convencido de que la lucha sería un “baile” brutal, pero sentía que podía ganarla.
—Si huimos, nos alcanzará antes de llegar a Wakhan. Confíe en mí. Caerá bajo
mi sable y me uniré a vosotros más adelante.
El Orlok saltó los últimos tramos del muro y rodó por el suelo, levantando una
espesa niebla de arena a su paso. Se repuso rápidamente, echando un vistazo a
su alrededor; se internó en el tumulto de comerciantes y ciudadanos, abriéndose
paso a empujones. Desenvainó un cuchillo guardado en su bota y se abalanzó
enérgicamente sobre un jinete afgano que intentaba controlar a la muchedumbre;
tras clavársela en el cuello, lo derribó de un manotazo y agarró las riendas de la
montura para cabalgarlo.
Se fijó hacia adelante esperando encontrarse con el ruso, pero no lo vio; frunció el
ceño al notar un auténtico mar de monjes budistas en el sitio, imitando un incendio
con esos vivos colores de sus túnicas flameando al viento; era casi como si
intentasen confundirlo. Y, para su frustración, había perdido de vista al
novgorodiense. No obstante, el “mar de fuego” se abrió en dos, permitiendo que
surgiese un guerrero oriental de calva brillante, montando un caballo blanco.
El Orlok se fijó quietamente en él. Estaba al tanto de que había tres viajeros: el
ruso, el embajador y su leal sirviente. Aquel hombre debía ser el último. No
entendió el grito de guerra ni el motivo por el que lo confrontaba, pero pensó que
debía ser un completo necio para desafiarlo; preparó su sable y también lo apuntó.
El oriental hizo caso omiso; se inclinó sobre su montura y galopó con velocidad,
elevando su espada a un lado, horizontalmente. El Orlok ladeó el rostro al
observar la postura; se había enfrentado a cientos de jinetes experimentados y
siempre había salido victorioso, aunque este especialmente parecía saber lo que
hacía, con confianza y soltura; espoleó su montura y se echó a la carrera mortal.
El monje reverenció con quieta tranquilidad. Todos estaban preparados para morir
protegiendo al hombre que, estaban convencidos, sería la clave para restaurar el
auténtico orden en el reino Xin.
El murmullo del gentío aumentaba entre los casquetazos de los caballos que
corrían el uno contra el otro; tanto el Orlok como el sirviente se encontraron
cruzándose un potente y sonoro sablazo solo para comprobar la fuerza de uno y
otro. Se alejaron a trote moderado; Wang Yao se armó con una ballesta atada en
la grupa de su montura y giró su cuerpo para realizar el disparo. Era difícil ver al
Orlok debido a la espesa niebla de arena que levantó la carrera, pero calculó su
posición por el trotar del caballo del mongol, y disparó.
Wang Yao entornó los ojos; la arena se había levantado tanto que se había
formado una auténtica pared que imposibilitaba saber dónde estaba su enemigo;
oyó galopadas acercándose y se sorprendió cuando vio al Orlok rompiendo el
muro de polvo a su izquierda, con su sable levantado y radiante bajo el sol. Se
sintió sobrecogido; parecía que podía cortarlo en dos sin mucho esfuerzo.
Para su sorpresa, el mongol arrojó el sable hacia él como si fuera una lanza, por lo
que el sirviente tuvo que escudarse con su propia espada para evitar que se
clavara en su pecho; Wang Yao se tambaleó y perdió un tiempo valioso tratando
de acomodarse con las riendas. Cuando levantó la mirada, notó que el Orlok había
desenfundado su arco con rapidez, tensándolo hasta la oreja.
Wang Yao esperaba la muerte con paciencia. Pero oyó la pregunta y sonrió pese
a la sangre brotándole en la boca. Recordó aquella mañana que, junto con Mijaíl y
el embajador, partió de la fría Nóvgorod. Hubo un hombre que se acercó a él y le
rogó un favor. De hombre a hombre. Wang Yao, un guerrero con honor, no dudó
en aceptar la desesperada petición. Porque sentía que había una nobleza
innegable en ese acto.
—A los hombres de alta sangre de Koryo y Xin los llaman los descendientes de los
dragones, ¿no es verdad? Que esto sea lo último que oigas, traidor. Cazaré al
ruso y a vuestro envejecido dragón. Y mearé sobre sus cadáveres.
Sus hombres lo hicieron. Los demás soldados rugieron y levantaron sus armas al
aire en señal de aprobación; la euforia se había desatado en el campamento. Los
prisioneros protestaron airadamente al caer en la cuenta de que todo parecía ir en
serio, pero sus protestas se perdieron en el mar de bramidos ensordecedores. Y
Ámbar, sobre todo, se exaltó al oír, detrás de ella, el sonido de una espada
saliendo del cuero de la vaina. ¡No podía ser ese su final! Intentó levantarse, pero
el soldado tras ella se lo impidió martilleando la empuñadura en su cabeza, acto
que fue celebrado con más vítores.
—¿Te estás escuchando, niño? ¿Qué diantres hemos hecho para merecer esta
ejecución?
—¡Y encima me preguntas por qué! ¿Así de cegado estáis? ¡Protegéis a los
ángeles y los encumbráis! ¡Pretendéis aliaros con dragones! ¡Dragones! ¡A los
mismos que nos han dejado este mundo de mierda! Sois todos de la misma
calaña. ¡Me basta con ello para ejecutaros y descabezar vuestra ridícula secta!
—¿Secta? ¿Cómo un maniático como tú podría estar al frente del ejército del
Norte? Dragones y ángeles podrían destruirlo todo ahora mismo si lo desean y no
tendríamos la manera de detenerlos. ¿Ves a alguno haciéndolo? ¡No dejes que
Reykō te ciegue el juicio!
—¡No menciones a Reykō, maldito anciano, es por ella que soy lo que soy! ¡Un
hombre libre de dogmas!
Levantó la mano, presto a bajarla para realizar la señal de ejecución y aquello hizo
que los soldados celebrasen como auténticos animales, alentando a su líder.
—¡Caeréis todos!
—¡Basta! —gritó Ámbar, alarmada—. ¡Tiene una hija, tiene una hija que la está
esperando! ¡Piensa por un momento! Esto no va a devolverte ni hacerte entender
nada. No lo hagas, ¡piensa en las consecuencias!
—¿De qué consecuencias hablas, mujer? ¿Y tienes una hija, Raccheli? Esto lo
vuelve mejor. Solo me apena que no esté aquí para verlo todo.
Bajó la mano.
Ámbar cerró los ojos y agachó la cabeza temiendo el tajo final. Una auténtica
oleada avasallante de pensamientos y emociones inundó su cabeza; no encontró
paz ante la llegada de la muerte, sino una gigantesca frustración por haber fallado
con todos lo que confiaron en ella. Oyó los sables silbando, cortando el aire aquí y
allá, gruñidos y el sonido seco de varios objetos cayendo sobre la arena. Pero ella
no sentía dolor alguno. Levantó la mirada y aún seguía allí, viva, pero se congeló
cuando vio a un lado y otro.
—He venido a sabotear vuestra alianza con dragones, pero he conseguido algo
mucho mejor. El dogma tiene los días contados en el mundo civilizado.
La mujer tenía los ojos ausentes. Todo había dado un vuelco tan repentino que
sentía que no tenía la voluntad suficiente para siquiera hablar. El joven le
descorrió un mechón de la frente, tratando de sacarle algunas palabras.
Finalmente, Ámbar tragó saliva y dijo con voz apenas perceptible.
—Estoy seguro de que lo deseas. Vosotros los creyentes esperáis reuniros con
vuestros seres queridos tras la muerte, ¿no es así? Tú tenías una hija, si mal no
recuerdo. ¿Es ella en quien piensas? Ahora que estás cerca de la muerte,
respóndeme con sinceridad. ¿Realmente crees que está en algún lugar
esperándote?
La mujer empotró su cabeza contra el rostro del comandante, quien cayó hacia
atrás completamente despatarrado. Cunningham se tomó de la nariz mientras sus
hombres pedían que no la perdonara; sangraba y el golpe le causó un mareo
terrible, pero ya tenía su venganza preparada. Miró a Ámbar y esta tenía los ojos
inyectados de sangre.
—¿Secta de…?
Hizo una señal con la mano elevada y se alejó mientras una decena de hombres
sujetaban a la mujer, quien, rabiosa, daba patadas como podía, aunque poco
podía hacer apresada. Jamás había sentido tanto odio por alguien. Deseaba ir a
por él y clavarle una espada en el corazón, pero no tuvo tiempo de seguir
pensando en su venganza; un hombre la abrazó por detrás, eran brazos fuertes, y
la apretó contra sí para levantarla para algarabía de los hombres. Ámbar estaba
cegada de ira; llamó a Cunningham una y otra vez, desafiándolo a un duelo que él
no aceptaría. Pronto su voz se perdió entre la euforia de los soldados mientras
una maraña de manos tironeaba de sus ropas con intención de deshacerla en
jirones.
—¿Por qué crees que me importa tu opinión sobre mí, maldito plumero?
Cunningham escupió a un lado, enjugándose las lágrimas sin disimulo. Sus manos
temblaban. Deseaba estar solo, pero ya sabía que exigirle al ángel que se alejara
de él sería un desperdicio de tiempo.
—Solo cállate por una vez porque lo que diré no lo volveré a repetir… Tenías
razón, Deneb Kaitos. ¿Lo has oído? No hay gracia en la muerte. Esa mujer
también tenía razón. Nada de lo que pueda hacer va a limpiar esta mancha en
esto que los creyentes llaman “alma”. ¿Estás contento ahora? ¿Venías a
decírmelo? ¿O vienes a regodearte de mi llanto?
Cunningham lo miró con sus ojos húmedos, incrédulo, pero Deneb Kaitos volvió a
señalarle con el mentón un lugar detrás de él, en el horizonte poblado de dunas y
estrellas. El joven se giró y lo vio por fin, cruzando la luna llena. Gigantesco como
ningún otro animal en el mundo, oscuro como la noche más negra, dando una
fuerte aleteada para atravesar el desierto en dirección al campamento y
levantando la arena a su rasante paso.
Surgió una fuerte brisa por detrás que hizo tambalear al soldado; un gruñido
paralizó a todos los hombres allí, que se giraron y vieron con horror cómo un
dragón surgía imprevistamente de la niebla de arena que se había levantado.
Abrió su gigantesca boca de incontables colmillos y capturó al soldado que
envainaba su espada; lo sacudió con saña para luego lanzarlo aire como si este
fuera un muñeco de trapo. Otro dragón, tan rápido que solo parecía ser un fulgor
negro, atravesó el cielo y atrapó al enemigo, llevándoselo a una velocidad
pasmosa.
Ámbar se sujetó de las rodillas y trató de regular la respiración. ¿Tal vez el ángel
Fomalhaut consiguió pactar la alianza con los dragones y era por eso que ahora
estaban allí, ayudándola contra sus captores? “Debe ser eso”, pensó convencida.
Avanzó un par de pasos y recogió su espada zigzagueante, apretando la
empuñadura con ambas manos en un intento de recuperar la tranquilidad.
“Alonzo”, pensó cerrando los ojos con fuerza. Aquel “galán” había caído y se
sentía la culpable directa por su muerte. Mandó un puñetazo al suelo y murmuró
decenas de “Perdóname”. Por un momento, decidió rendirse. Se sintió fracasada.
Deseó dejar de ser la representante de los ángeles y los humanos. Deseó dejar de
luchar. Deseó que el mundo entero se terminara de una vez porque, viendo lo que
tenía ante sí, pensó que solo había una gran y larga cadena de violencia y muerte.
—No. Lo siento.
El ángel se inclinó hacia ella para partir las esposas con una mano.
—Las negociaciones fracasaron. Los dragones no desean una alianza ni con los
ángeles ni con vosotros. Han dicho, en lengua dragontina, que no olvidan ni
perdonan. Nos quieren muertos a todos.
—Sí, lo he visto. Les hablé sobre ti, la portadora de la espada del Arcángel Miguel,
la nueva representante de ambos reinos. Esperaba que comprendieran la
situación acerca de la nueva guerra contra el Segador y la necesidad que tenemos
de contar con ellos como caballería…
—¿Y bien?
—Lo siento. Detestan a los mortales. Detestan a los ángeles. Pero, sobre todo,
odian a los Arcángeles o cualquiera que porte sus espadas. Así que, cuando les
hablé sobre ti, Nari-il, me dijeron que te despellejarán última.
—Regresa junto a los tuyos y diles que lo siento. He fracasado. Me temo que no
he podido ayudaros a conseguir vuestra caballería. Dile a la hija de Alonzo que
entiendo que no me perdone. La muerte de su padre es completamente mi
responsabilidad.
A lo lejos, un de par de dragones arrojaban su aliento incendiario sobre los
soldados del campamento, en tantos otros hombres caían del cielo, ya calcinados
y dejando una estela de fuego, como cometas; el infierno se había desatado en el
desierto de Bujará y pareciera que no había escapatoria; no obstante, el Dominio
meneó la cabeza.
—Órdenes de la Querubín.
El Orlok silbaba una canción mientras avanzaba por la fila de budistas apresados;
eran tantos que no había tiempo de llevarlos a los calabozos de la fortaleza Bala-
Hissar, que simplemente los agruparon a todos en las afueras de Kabul, a la vista
de los ciudadanos y comerciantes; un claro aviso de qué les deparaba a aquellos
contrarios al Imperio mongol. Los monjes estaban arrodillados y con sus manos
atadas a la espalda. Sendos soldados persas aguardaban la orden de ejecución,
prestos a acatarlas con sus cimitarras.
—No os mentiré, Orlok. Me encantaría verlo allí también, arrodillado y listo para
probar el acero de mi cimitarra.
El mongol enarcó una ceja. Era evidente que los afganos eran guerreros
orgullosos que no deseaban ser comandados por ningún extranjero.
—¿Crees que solté la teta ayer, mongol? Guarda tus amenazas, no asustas.
Vosotros, Horda de Oro, no tenéis potestad aquí. Si procedo a ayudarte a ti y tu
ejército es porque servís al propósito de eliminar cualquier enemigo de Tamerlán.
¿Habéis venido de Rusia para aplacar la rebelión de los Xin, no es así?
El general hizo un ademán y, tras él, sus soldados procedieron a ejecutar a los
budistas. Una decena cayó instantáneamente, aunque otros guerreros no fueron lo
suficientemente hábiles para cercenarles el cuello de un solo tajo. O dos. Pese a
todo, ni un solo monje emitió más que imperceptibles gruñidos ahogados.
—Debido a la rebelión en Xin, Tamerlán dispuso vigías para proteger Kabul —
continuó el general afgano—. En el “Techo del Mundo” existen casi doscientos
vigías a lo largo del Corredor de Wakhan. Recibíamos reportes a diario. Pero,
desde hace cinco días, se ha perdido el contacto con más de la mitad de ellos.
Ayer ni siquiera recibimos un reporte, Orlok, y estoy empezando a dudar de que el
explorador que envié esta mañana vuelva. Algo enorme avanza allí.
El Orlok se detuvo.
—Son los xin —se rascó la frente y unió cabos—. Es probable que estén
buscando al embajador. Una alianza entre los reinos de Koryo y Xin podría ser
fatal para la hegemonía del Imperio.
—No eres tan necio como pareces. No puedo permitir que esos xin sigan
acercándose a Kabul. Este es el caso: tú tienes un ejército, entonces me sirves
con la cabeza puesta en el cuello.
El mongol lo miró con una mueca. El afgano era un hombre difícil de tratar, rudo
como pocos, pero debía admitir que al menos no parecía esconder sus
intenciones.
—Tú me caes como una picazón de escorpión en los huevos, Orlok. No sé si los
Xin planean invadir Transoxiana o simplemente encontrarse con ese embajador
del que hablas, pero eliminad a la amenaza con vuestro ejército y me olvidaré de
este incidente con el cañón. Entendería si necesitas que te prestase efectivos,
pero somos pocos y tenemos orden de resguardar Kabul.
El mongol se acuclilló hacia una cabeza cercenada que rodó hacia él. Estaba cada
vez más convencido de que el Dios Tengri estaba disponiéndolo todo a su favor.
Iría al temido corredor entre las cordilleras y allí no solo cazaría al ruso, sino que
además se encargaría de eliminar a un ejército xin, tal y como se le había
ordenado.
El ruso estaba con pocas ganas de conversar con el embajador, quien compartía
la montura con él. Era una mezcla de sensaciones extrañas la que experimentaba
a solo dos días de haber escapado de Kabul. Deseaba con toda su vida volver
sobre sus pasos y confrontar al Orlok; vengar a quien actuó como su maestro
durante los duros meses de viaje y de paso eliminar a un potencial destructor de
Nóvgorod. Pero, si ese mongol derrotó a Wang Yao, no debía ser tomado a la
ligera. Sentía respeto… y miedo.
Ya no tenían dinero ni joyas; pensó que al menos podrían haber vendido los
caballos, pero ahora ya solo contaban con uno; demacrado, además, lento y que
echaba espumarajos amarillentos al poco de galopar. La idea de que ambos
morirían antes de alcanzar Xin ya flotaba pesadamente sobre su cabeza. El
embajador, en cambio, se mostraba sorprendentemente apacible y murmuraba
una canción.
—¿El qué?
—Fue mucho mejor, desde luego —rio el embajador—. Pero tengo la esperanza
de que todo mejorará. ¿Y tú, Schénnikov?
—Sigo aquí, ¿no? Con ganas de seguir viviendo. Al menos lo suficiente para
clavarle mi espada a ese Orlok…
Dio un respingo cuando oyó una flecha cortando el aire; la notó clavándose a los
pies de su caballo. Ladeó su montura y se preparó para galopar, aunque a saber
si el animal estaba en condiciones; echó una mirada en derredor. Entonces los vio,
a lo alto de una colina, a un grupo de guerreros que asomaban delante del sol.
Tragó saliva esperando que no fueran mongoles.
Wezen lanzó el arco a un lado, hacia su amigo Zhao, quien lo cogió al vuelo.
“Gracias”, dijo sin mirarlo y fijándose en aquel llamativo dúo de viajeros. Trató de
verlos mejor. En verdad que no se parecían ni a los mongoles ni a los afganos que
solían entrar en el Corredor de Wakhan y que rápidamente eran despachados por
él y su escuadrón de arqueros dispersos en las colinas circundantes.
Wezen señaló con un cabeceo a un sitio más allá de los dos viajeros; en el lejano
horizonte irregular, una larga fila de sombras asomando y levantando tras de sí
una gigantesca polvareda; se acuclilló y posó la palma abierta de la mano sobre la
roca a sus pies, esperando sentir la más mínima vibración que le confirmase lo
que parecía mostrarse: millares de jinetes dirigiéndose en rápida galopada hacia
su posición. Notó las banderas, llevadas por los que deberían ser los
portaestandartes, pero desde esa distancia no podía distinguir más que el blanco y
rayas de algún color oscurecido.
Wezen sintió el corazón latirle con prisa. Apretó los puños y se repuso sintiendo
una inyección de energía repentina. ¡Mongoles a la vista! La batalla era inminente
y no veía el momento de repartir espadazos.
Wezen se repuso y tomó rumbo a su caballo, presto a bajar por las colinas y
advertir a su comandante, quien aguardaba en el extenso campamento xin
armado en las inmediaciones. Estaban preparados para un encuentro así; era de
esperar tras haber eliminado a todos y cada uno de los vigías y exploradores que
venían de Kabul.
El xin montó enérgicamente sobre su animal y tomó las riendas. Miró al budista
con esos ojos amarillentos, feroces, que parecían destellar fuego.
Continuará.
I. Año 2332
Se acercó a una antorcha encendida cerca de una tienda y la agarró; avanzó entre
sus hombres, quienes se habían arremolinado alrededor de él. Deneb Kaitos lo
miró con curiosidad.
—¿Qué harás?
—¿Vas a contraatacar?
El joven comandante saltó sobre unas cajas apiladas y levantó la antorcha al aire
para que sus soldados lo mirasen.
Se giraba mientras hablaba, tratando de mirar a los ojos de todos y cada uno de
sus hombres. Quería sostener las miradas; que dejasen de observar arriba y que
esos rugidos dejaran de intimidarlos. Muchos asentían porque recordaban. Otros
levantaban sus arcos, aullando. El comandante se golpeó el pecho con el puño.
—¡Estos lagartos nos quieren correr de la misma manera, pero no saben lo que
les espera! ¡Oídme, hijos del Norte! ¡Yo no pretendo caer sin dar una lucha! ¡Yo no
pretendo irme sin soltar al menos un puñetazo a esos horribles rostros suyos!
¡Reclamemos esta noche, caza dragones! ¡Formad dos filas de diez arqueros
frente a mí! ¡La primera, preparad saetas cegadoras! ¡Segunda, saetas de carga
explosiva!
Los soldados sintieron unas renovadas energías al oírlo y, sobre todo, verlo;
porque sus ojos parecían destellar fuego; el comandante había vuelto en sí y al
menos daría una lucha; imbuidos de valor por sus palabras, corrieron hacia
adelante armándose con sus arcos de polea; en un llano entre dunas, formaron
una larga fila y se sentaron sobre una rodilla, apuntando al cielo enjambrado.
Detrás de ellos se formó otra fila con hombre que, de pie, tensaban sus arcos.
Muchos temblaban, y de hecho el comandante lo notó por lo que fue entre las filas
para dar golpes de ánimo a unos y otros.
—¡Recordad todo lo que hemos atravesado para llegar hasta aquí! —coscorrones
aquí y allá—. ¡Por vuestras familias en Alba, Lutecia, Iberia y en especial en la
hermana de Jonathan en la ciudad de Valentía! ¡Por ella, sí, deseo verle esas
enormes tetas una vez más!
Deneb Kaitos se mostró maravillado ante lo que veía; Albion Cunningham en todo
su esplendor: el joven comandante animaba a más soldados en tanto los restantes
formaban con rapidez y un orden que contrastaba con el caos que acaeció
minutos atrás. Por un momento deseó estar allí entre los mortales, tensando un
arco y rugiendo como uno más.
Bramó el grito de guerra junto con sus soldados con una fuerza que se asimilaba a
la de los propios dragones:
Dos dragones bajaron del anillo, arrojados por su gigantesco líder. Estos en
especial parecían dirigirse directamente hacia Cunningham: era llamativo desde el
cielo debido a la antorcha. El mortal lo sabía y corrió hacia adelante en campo
abierto, atravesando la fila de arqueros.
Uno de los dos dragones se adelantó como si quisiese devorárselo primero. Cayó
en picado y, extendiendo las alas, aminoró para luego cambiar de rumbo; voló al
ras del suelo, dando una enérgica aleteada para impulsarse hacia el mortal.
Silbaron flechas en el aire; incontables saetas atravesaron su campo de visión y
las alas se vieron perforadas, por lo que el lagarto cayó dando varios tumbos y
dibujando una larga estela sobre la arena. Advertido por el ataque de los flancos,
el segundo dragón se elevó para volver al enjambre en el cielo.
El lagarto herido intentó reponerse usando sus alas y patas traseras; no obstante,
vio a Cunningham a varios metros delante de él y deseó incinerarlo cuanto antes;
Leviatán lo había enviado específicamente a por ese mortal: abrió la enorme boca,
aunque no se esperó una repentina lluvia de flechas que, al impactar a su
alrededor, brillaron tan intensamente que quedó momentáneamente ciego. Intentó
levantar vuelo, pero a la señal de Cunningham, una veintena de flechas explosivas
surcaron el cielo y cayeron sobre el dragón, quien de feroces gruñidos pasó a
soltar lo que parecieran ser una auténtica orquesta de bufidos mezclándose con el
sonido de explosiones.
Luego vino una quieta tranquilidad solo cortada por el aleteo de las bestias arriba;
la niebla de arena que se había levantado alrededor del dragón bajó poco a poco
para revelar a la bestia, calcinada y echando humo de sus escamas. Levantó
ligeramente el cuello, con los violáceos y brillantes ojos semiabiertos, pero terminó
cayendo con todo su peso y finalmente muerto.
Los soldados del Norte bramaron elevando sus arcos al aire. Cunningham siguió
corriendo hacia la bestia, saltando sobre la cabeza. Desenvainó su espada y la
clavó en el cráneo del animal, entre los cuernos, solo para cerciorarse de que
estuviera finalmente muerto. La piel escamada era durísima, pero la hoja era filosa
y él tenía toda la energía del mundo.
—¿Tienen nombres?
El ejército xin había planificado su estrategia durante los días que acamparon en
el corredor y las colinas adyacentes, por lo que al ver a los mongoles en el
horizonte nada les cayó de sorpresa. Mientras los enemigos armaban su
campamento frente al paso de Wakhan, los xin habían tenido tiempo de formar
sus filas; las órdenes llegaban claras y rápidas; decenas de mensajeros partían, a
caballo, desde la tienda principal donde el comandante Syaoran dictaba las
directrices a sus escribas.
Para el amanecer, unos dos mil jinetes esperaban a los mongoles en un paso
angosto resguardado entre dos altísimas y empinadas laderas de hielo y roca; a lo
alto, escondidos, mil arqueros se apostaban en cada flanco, prestos a lanzar una
auténtica lluvia de saetas cuando los enemigos irrumpieran en el corredor.
Era justamente allí, en uno de los flancos, donde Wezen paseaba a pie al frente
de la fila de arqueros. Se sacudió un par de copos de nieve que habían caído
sobre su hombrera; cualquier detalle le desquiciaba por lo especialmente inquieto
que se encontraba; si fuera por él, enviaría a todos los jinetes a un solo ataque
frontal contra los mongoles. Pero el mensajero traía órdenes claras; había que
atraer a los enemigos y dejar que él y sus arqueros se encargasen de eliminar la
oleada que seguramente enviaría el Orlok.
—¿Piensas en Xue?
Wezen enarcó una ceja al reconocer a Zhao enfundado en una armadura lamelar,
negra y de costuras blancas como la de los demás.
—No soy cristiano, es solo que Mei me habló de ellos… —volvió a callarse. Meneó
la cabeza y caminó hacia adelante.
Era un nerviosismo que incluso contagió a Xue, que como medio de distracción se
sentó bajo la sombra del ginko para trenzar los finos hilos de seda con la rueda
hiladora. El árbol había alfombrado el lugar con sus peculiares hojas amarillas y
ella tenía esperanzas de que allí encontraría la tranquilidad que buscaba. Debía
tener fe en su peculiar dragón, se dijo finalmente.
Dio un respingo cuando oyó una voz femenina; miró a un lado, tras el vallado de
su hogar. Frunció el ceño al ver a la esclava trayendo consigo un canasto; vestía
una túnica sencilla, blanca, y destacaba en el radiante mar de hierba. En verdad
que ni ella misma sabría explicar qué le incomodaba de Mei si se trataba de una
muchacha afable y guapa, algo tímida. Tal vez lo que le molestaba era la
incertidumbre de que esa muchacha bien podía haber intimado con su celado
dragón. Incontables veces…
Una gota de sudor descendió de la frente de la esclava. Sus labios eran una fina
línea recta; no respondió ni se movió un ápice.
Xue dejó de hilar y la observó; comprobó que era una sinceridad arrolladora lo que
eran capaz de transmitir los ojos oscuros de la esclava. Los celos aminoraron. Esa
muchacha sufría, concluyó recogiéndose un mechón de la frente.
—Déjame contarte algo, Mei. Cuando éramos niños, Wezen se ató una soga a la
cintura para entrar a una zanja de barro y rescatar a una oveja. Al final, el que
quedó atrapado fue él. Y yo no tenía fuerzas suficientes para tirar de la soga… así
que empecé a llorar allí mismo pensando que Wezen iba a morir.
—Se giró hacia mí con la cara embarrada y me dijo que, si le dejaba morir, me
perseguiría toda la vida como un fantasma. Me aterré de la idea y corrí. Todo fue
una broma para poder martirizarme durante la noche como un supuesto espíritu.
Ten cuidado, porque ese bribón sigue ahí adentro de un cuerpo de hombre.
La quietud bajo la sombra del ginko fue finalmente desplazada por risillas de las
dos muchachas. El viento levantó una capa de pétalos amarillos del suelo; la
incomodidad que antes había entre ambas se había ido con la brisa.
—No te preocupes demasiado por él, Mei. Es demasiado terco para morir.
Wezen echó una mirada hacia la planicie donde el ejército mongol había
acampado. Frunció el ceño; una oleada de jinetes se acercaba. Calculó unos mil o
mil quinientos guerreros atravesando a plena galopada. Un Mingghan. Dedujo que
el Orlok enviaría una décima parte de su fuerza principal, seguramente para
comprobar las defensas. Elevó su arco y, a su señal, un joven portaestandarte
guardó la bandera blanca que sostenía al borde de la ladera; levantó una de color
rojo, que ondeó con fuerza, y los arqueros de ambos flancos prepararon sus
arcos.
—¡Carcajes! —gritó a los suyos—. ¡Controlad vuestros carcajes, los quiero ver
llenos!
Luego miró hacia los jinetes de su ejército, abajo en el paso resguardado por las
laderas, y apretó los labios. En verdad que le gustaría estar allí listo para repartir
sablazos. Desde los altísimos flancos era sencillo llegar al terreno de batalla y
viceversa; un sendero, forjado por los propios xin para facilitar la ida y venida de
los mensajeros, serpenteaba hasta lo alto; con un buen caballo solo tomaría un
puñado de minutos.
Fue por el mismo sendero que el embajador y su escolta occidental subieron para
permanecer a salvo durante la contienda. Ni siquiera hubo tiempo para que el
embajador se encontrase con el comandante xin; lo harían cuando todo terminase.
El estrecho paso era un terreno peligroso como para dejarlos allí, así como el
campamento principal, que bien podría ser un objetivo específico de la caballería
mongola. Wezen ordenó que estuvieran cerca de él: las laderas eran demasiado
altas y empinadas como para que los mongoles subieran desde el afuera del
corredor.
No muy alejado de los arqueros, Mijaíl, sentado sobre una roca, bebía un odre de
agua. Estaba ansioso y le incomodaba estar bajo la atenta mirada de los dos
guardias xin que les fueron asignados a él y el embajador.
El ruso terminó de beber y lanzó el odre a los pies de uno de los inmutables
soldados. El embajador enarcó una ceja y se dirigió a su escolta:
Y rio. Ambos rieron para inquietud de los dos guardias. Aún así, Mijaíl no se sentía
especialmente tranquilo. Ese Orlok lo había sorprendido por el solo hecho de
encontrarlo en un lugar tan remoto como Persia, presto a vengarse por su derrota
en Nóvgorod. De alguna manera esa bestia salvaje encontraría la manera de
volver hasta él, concluyó mirando a los arqueros xin que, ahora, se preparaban
para asediar a los enemigos.
—¡Disparad!
Miró hacia abajo y empezó a contar segundos; debía dejar que más mongoles
entrasen en el paso antes de ejecutar el siguiente paso de su plan. Sus arqueros
se mantuvieron quietos pero ansiosos; era clave ahorrar las flechas y no era
momento de seguir disparando.
—¡Ahora!
Wezen se limpió el sudor de la frente; tal vez no era tan mala la idea de ganar con
mañas. Se fijó que muchos mongoles habían desmontado y escalaban las rocas
para unirse a la batalla o simplemente para disparar sobre ellas. El xin no iba a
permitir aquello; a su señal, él y sus soldados volvieron a inclinarse en precipicio
de la ladera, arcos en ristre.
Fue cuando notó de refilón cómo uno de sus arqueros cayó al vacío. Tragó saliva;
o era un torpe que resbaló o, peor, fue empujado. Se giró y comprobó con horror
cómo una treintena de mongoles había llegado hasta las colinas, corriendo hacia
ellos con sables en mano.
Se preguntó cómo fue posible que les pillaran de sorpresa y, sobre todo, cómo
pudieron haber subido su inalcanzable puesto. Pero no hubo tiempo para ello;
desenvainó su sable y al grito de “¡Enemigos en la retaguardia!” se lanzó contra
ellos.
Los mongoles no eran demasiados, pero eran feroces y pareciera que necesitaban
dos xin por cada uno de ellos. Usaban no solo sus grandes sables sino hasta sus
propios cuerpos para embestir a los sorprendidos arqueros. Wezen se enfrentó a
uno y esquivó un espadazo, agachándose; desde abajo envió un sablazo que
atravesó la quijada del enemigo.
La desclavó con fuerza y apartó el cadáver de una patada. Aulló con el rostro
salpicado de sangre para contagiar de ánimo a sus soldados.
Mijaíl, lejos de la contienda, se incorporó al oír el griterío. Los dos guardias xin
también se fijaron en la repentina invasión mongola y, aunque no parecían ser
muchos, desenvainaron sus espadas prestos a defender al embajador. El ruso
hizo lo propio, sacando a relucir su radiante shaska.
Fue cuando vio a un soldado mongol que, luego de tumbar un par de arqueros xin,
echó un vistazo alrededor. Mijaíl notó que se fijó especialmente en él. En nadie
más que él. Como si hubiera venido en su búsqueda. El mongol elevó la mano y
gritó una frase en jalja. Inmediatamente el enemigo fue despachado por Wezen,
quien corrió hacia él para cercenarle la cabeza.
El guerrero xin se tomó de las rodillas; luego escupió un cuajo de sangre sobre el
cadáver.
—¡Necesito vigías en esta ladera! ¡Pronto!
Se dirigió hacia el precipicio de donde habían venido los mongoles. Vio las
estacas y anclas apiladas a un lado y supo que habían subido escalando las
paredes escarpadas de hielo. Las pateó con rabia, pero al menos los atacantes
estaban siendo despachados porque no era un número importante.
Solo quedó un enemigo que, en otro extremo de la ladera, clavó una bandera
dorada que flameó enérgica. Wezen apretó los dientes y se armó con su arco,
tensando la cuerda hasta la oreja. La flecha atravesó una hilera de soldados xin
hasta que terminó clavándose en el pecho del mongol, que cayó por el precipicio.
El joven oriental avanzó con largas zancadas hasta la bandera y la desclavó con
nerviosismo. La tomó entre sus manos y miró a sus arqueros, esperando que
alguno supiera qué tipo de señal o mensaje podría significar aquello. Zhao estaba
allí, entre ellos, y se la mostró:
—¿Alguna idea?
—¿El ruso? ¿Aún piensa seguir con esta persecución ridícula, Orlok?
Su general golpeó la mesa con furia ante la atenta mirada de los nerviosos
mensajeros. Lo vio alejarse y ponderó la situación. Iban de camino a perder un
cuarto del ejército y aún no podían atravesar la primera línea defensiva. Se levantó
apurado y dictó a los mensajeros su primera orden. Que repartiesen la noticia
cuanto antes. No podían continuar embistiendo esa maldita trampa mortal;
definitivamente, pensó, el Orlok estaba tan cegado por su venganza que ya no
estaba en condiciones de liderar un tumán.
Deneb Kaitos bajó del cielo y, al acercarse a tierra, extendió las alas y aminoró la
caída para luego, pisando ligeramente la arena, emprender un veloz vuelo a ras
del suelo que levantaba una nube espesa; en un momento dado causó un
atronador sonido similar a una explosión. Como todo Dominio, su velocidad era
impresionante y lo convertía en un auténtico fulgor plateado; ningún otro ser vivo,
además de los dragones, sobreviviría los Mach 5 que los científicos del Hemisferio
Norte midieron durante uno de los vuelos del ángel.
Deneb Kaitos amagó levantar vuelo para esquivarlo, pero el animal se atragantó
con una flecha perforante que alguien le lanzó directo a la garganta. El ángel se
giró y vio a Cunningham a lo alto de una duna, tensando su arco de polea.
Los soldados del Norte habían formado cinco grupos de cuarenta hombres, los
últimos que habían sobrevivido al ataque sorpresa; cada equipo debía lidiar con
dos dragones y el ángel debía servirles, en la medida de sus posibilidades, como
anzuelo para que los lagartos cayesen en las trampas. Cunningham viajaba de un
grupo a otro, alentando y formando parte de los ataques.
Cunningham detuvo su carrera y abrió los ojos cuanto pudo; desde lo alto de una
duna comprobó el gigantesco mar de fuego asando a sus hombres. Al menos tres
grupos habían sido eliminados por el violento dragón dorado, quien parecía haber
entendido las tácticas de anzuelo que los mortales preparaban.
—Ese es Doğan.
El ejército del Norte había sido recibido una auténtica paliza y el hombre, como
única respuesta, dejó caer su arco.
Cunningham ahogó una risa; hasta en un momento como aquél ese “maldito
pajarraco” gustaba de sacarle de sus casillas.
—Esto es —dijo en voz baja, mirando sus manos encallecidas de tanto manipular
la cuerda—. Hasta aquí he llegado.
Un gigantesco dragón negro aterrizó frente a los dos, con sus imponentes alas
abiertas a cabalidad; su descenso hizo vibrar el suelo de tal manera que el
Dominio tuvo que levantar vuelo y el mortal sucumbió, cayendo estrepitosamente.
El lagarto gruñó ladeando su rostro de un lado a otro; fuerte y estremecedor. Las
escamas de su piel eran oscuras, negras, pero radiantes hasta el punto que las
estrellas mismas parecían reflejarse en las escamas. Además, su tamaño era
demencial; de al menos dos veces mayor que los lagartos que habían combatido.
Deneb Kaitos descendió y lo agarró del hombro para atajarlo. Era obvio que aquel
dragón no había venido a batallar. Si quisiera, ángel y humano ya estarían
calcinados.
—¡Os habéis arrebatado la vida de mis hombres! —se apartó del Dominio con un
movimiento de hombros—. ¡Mátame y termina con este juego, dragón!
El dragón soltó una pequeña llamarada desde su nariz; solo el ángel supo
interpretarlo como una risa. Una carcajada corta. Cunningham lo observó
detenidamente: además del tamaño, este tenía una cantidad ingente de cuernos a
lo largo de su cabeza y alas; sus ojos, de un púrpura profundo, eran penetrantes.
—Eres Leviatán.
Año 1368
Wezen cayó sentado sobre una roca para recuperar aliento. El frío se hacía más
presente y dolía solo respirar. Para el mediodía, una inesperada tormenta de nieve
llegó sobre la Cordillera de Pamir, entorpeciendo y desgastando a los dos ejércitos
enfrentándose en el corredor. Wezen había luchado sin cesar al lado de sus
arqueros y la idea de que las flechas se terminarían antes que los jinetes
mongoles se hacía cada vez más incómoda.
Respiró hondo y se repuso. Ordenó a sus arqueros que cesaran el ataque, que
esperasen a que los enemigos se reagrupasen en el corredor. Luego se dirigió
hacia los vigías: era un pequeño escuadrón de solo diez xin comandados por un
movedizo Zhao, que todo lo controlaba como un general.
—¿Y pasar las tardes refrescándote con abanicos de seda? Pienso retirarme lejos
de ti cuando esta batalla termine.
—Si hay alguien subiendo, no lo podemos ver. Y el viento es tan fuerte que se
hace imposible oírlos.
Una estaca atravesó la niebla de nieve y Wezen la siguió con la mirada. Alguien la
lanzó con precisión endemoniada. Cuando se clavó en la frente de Zhao, entre sus
ojos, todo a su alrededor desapareció repentinamente: La tormenta y la ventisca,
los arqueros charlando a sus alrededores y otros tanto que estaban gritando
órdenes. Todo se había emborronado y lo único que veía claramente era a su
amigo cayendo de espaldas, con un semblante de sorpresa marcada por una línea
sangrienta.
Wezen se quedó allí, impávido, con los ojos fijos en Zhao. Ni siquiera vio de refilón
a un mongol surgir del precipicio para dar un brinco hacia él. Y se trataba de un
guerrero gigantesco, nada más y nada menos, que lo engullía bajo su sombra.
Había más enemigos surgiendo de un lado y otro de la ladera, pero el xin no tenía
ojos para ninguno porque la realidad era difícil de digerirla.
Ver soldados morir era algo esperable, algo a lo que se podría preparar, pero ver a
un amigo caer así era una sensación desagradablemente distinta. Por un instante,
se convirtió en aquel niño indefenso y aterrorizado que una vez fue cuando vio
morir a su madre a mano de los invasores mongoles.
El Orlok rugió su grito de guerra y estampó a Wezen contra el suelo; la cabeza del
xin se estrepitó contra una roca y rebotó violentamente. El mongol lo creyó muerto,
pero debía asegurarse antes de ir a por los siguientes. Tras él, los mongoles
escalaban y gritaban eufóricos al llegar, levantando sus sables. Al menos una
centena escaló los hielos escarpados. ¡Qué cansados estaban unos y otros, pero
era como si al solo entrar en batalla surgieran renovadas fuerzas!
Año 2333
Leviatán dirigió su mirada a las estrellas y rugió con una fuerza abismal; los
dragones arriba respondieron el grito y lanzaron llamaradas por los aires, sin
dirección aparente. Por un instante el desierto de Bujará brilló con la intensidad de
varios soles. Cunningham volvió a caer al vibrar el suelo, entre las arenas que
repicaban junto con su espada. Era un grito poderoso que erizaba la piel y lo
estremecía en lo más profundo.
Entonces Cunningham vio con pavor cómo los siete dragones que había
derrotado; calcinados unos, erizados de flechas otros, se levantaban con
dificultad, como quien despierta de una noche de sueños. Unos se sacudían,
librándose de las saetas que caían al suelo, otros extendían sus alas y, como si
fuesen camaleones, se desprendían de la piel quemada, revelando unas
renovadas escamas.
Año 1368
Wezen abrió sus ojos y el brillo amarillento de ellos parecía ser más fuerte, feroces
como los de un lobo y brillantes como estrellas. La cacofonía de gritos y
espadazos a su alrededor volvía oírse paulatinamente, como si recobrase los
sentidos. Se tomó el pecho con la mano temblorosa y sintió la hendidura que dejó
la hoja del sable a través de su armadura. Sentía también la sangre entre los
dedos. Estaba convencido de que había muerto. De que aquel gigantesco mongol
le había hundido su sable en el corazón. Pero su corazón latía. Y latía fuerte.
“Como aquella vez”, pensó el guerrero mirando el cielo azul. “Como aquella vez
que morí ahogado en ese charco de barro y Xue creyó que fue una maldita broma
de mi parte…”.
Se sentía tan vivo. Fuerte como nunca antes que daban ganas de rugir. Había un
fuego en el pecho que ardía con la intensidad del sol. Se repuso y apretó los
puños porque, más allá del extraño suceso de su resurrección, había algo que el
joven dragón xin no podía quitarse de la cabeza.
“Zhao”.
Tenía que vengarse de alguna manera; pero oyó una flecha silbando sobre su
cabeza.
Mijaíl sostenía un arco tensado y dedicándole una mirada feroz; el ruso lanzó su
arma al suelo y desenfundó su shaska. Brillaba como un haz de luz. Tenía miedo;
más que nunca en su vida, pero con su maestro había aprendido a aparentar, a
esconder sus emociones tras una máscara indescifrable. Fueron tres meses duros
en Persia y sentía que había cambiado; ya no era ese joven temeroso que, una
vez, ante la caballería mongola, se arrodilló para orar y cerrar los ojos.
El Orlok se arrancó la flecha y empujó a un par de soldados xin para llegar hasta
él; no había momento para otros. Le propinó un sablazo como saludo, de arriba
abajo, pero el joven era ágil vestido con aquella chilaba y dio un salto hacia atrás;
levantó espada con ambas manos e intentó encajarle la hoja en un brazo, pero el
Orlok se escudó con su propia espada; Mijaíl intentó ejercer presión, aunque el
mongol era una auténtica bestia que no cedía a ninguna fuerza.
El mongol cayó arrodillado cuando sintió una patada a un lado de su rodilla. Miró
de reojo y vio un fulgor plateado presto a cercenarle el cuello, pero bloqueó
elevando su antebrazo; la armadura de gruesas escamas evitó que la hoja se
hundiera mucho; apenas llegó hasta la piel.
El Orlok se sintió aterrorizado cuando se vio observado por esos ojos amarillos del
dragón xin. Pero, ¿no le había clavado su sable en el corazón? Se preguntó qué
clase de magia chamánica pudo haberlo revivido, pero no había mucho tiempo
para pensar en ello. Dio un tirón de su brazo y la espada del xin cayó
repiqueteando al suelo. Luego envió un puñetazo al estómago del joven y, al
encorvarse de dolor, enganchó otro en su rostro, de abajo arriba, que lo hizo caer
despatarrado.
—No. Esto debes oírlo. Leviatán te reconoce y por ello te deja vivo. Hace milenios,
Lucifer dijo que solo se gana el respeto y la lealtad de los dragones a base de
fuerza y ferocidad. Tú le has demostrado ser lo que ya te dije en incontables
ocasiones. Eres un gran guerrero. Incluso los dragones te reconocen.
Deneb Kaitos no consiguió animar al ensimismado joven; eso sí, notó de refilón a
alguien detrás de ellos; vio un fulgor plateado dirigiéndose hacia el comandante y
no dudó en desenvainar su espada para impedir que alguien lo lastimase.
Consiguió interceptar el espadazo, pero enarcó ambas cejas al ver cómo la hoja
de su arma legendaria se resquebrajó para luego reventar en cientos de pedazos.
Deneb Kaitos miró la empuñadura de su espada rota; extrañaría esa hoja con la
que libró grandes batalles hacía milenios. La lanzó a un lado y se fijó en la mujer;
ahora comprendía por qué su arma se había resquebrajado al contacto con la hoja
enemiga: ella portaba la espada zigzagueante del Arcángel Miguel.
—¿Nari-il?
Ámbar se adelantó marcando un tajo en la arena para recalcarle al ángel que ella
era la portadora de aquel estandarte. No estaba orgullosa de tener que restregar
de esa manera su nuevo cargo, pero estaba furiosa y deseaba cuanto antes
asesinar a Cunningham; sabía que liquidarlo no le devolvería a Alonzo Raccheli y
todos sus soldados, pero ¡qué bien se sentiría clavarle la hoja en su corazón! Ni
siquiera se interesó el motivo por el cual el comandante seguía allí, de espaldas a
ella y de rodillas, viendo a esos dragones como si ya no le importase vivir.
—Bien —dijo ella—. Como portadora de la espada, ¿entiendo que ahora estás
bajo mis órdenes?
El Dominio apretó los labios. Desde luego, esa mujer era una superior y debía
acatar. Pero el solo pensar en permitir que ella acabase la vida de Cunningham lo
superaba; se sorprendió de sí mismo; jamás pensó que llegaría a tener un tipo de
lazo así con un humano, un humano bastante peculiar y hostil como él. Pero, a la
vez, tenía sentido. Cunningham era un mortal que lo maravilló hasta el punto de
sentir admiración. Tal vez sentía “un algo” más que le costaba discernir. Pero era
algo agradable y concluyó que no podía haber algo malo en ello.
Miró a la mujer.
—No.
Ámbar calló cuando notó el contorno gigantesco de una sombra sobre ellos;
Leviatán había vuelto a bajar del cielo; tan rápido que, de un solo movimiento,
agarró con sus patas traseras a los dos ángeles plateados, apretando hasta
hacerlos crujir y luego lanzándolos a cada uno en distintas direcciones del
horizonte. Se impulsó y aterrizó detrás de Ámbar, quien se giró con los ojos
abiertos tanto era posible.
Leviatán levantó vuelo y, ahora sí, retrajo su cuello para tomar impulso y enviar
una bocanada de fuego más fuerte que la anterior.
Al ver a su líder herido y atacado, las bestias abandonaron los anillos circulares
que trazaban y bajaron a los alrededores, sobre las demás dunas. Gruñidos aquí y
allá en tanto Leviatán sacudía su cabeza, reponiéndose y buscando al culpable de
la interrupción.
Leviatán rugió al ver al Serafín; la túnica del ángel y sus alas flamearon con fuerza
al llegarle el mensaje en forma de una gran ventisca; fue un insulto en lengua
dragontina. Durandal no se inmutó ni siquiera al percibir el grotesco aliento.
El dragón no pretendía dejarlo pasar; iba a engullir al ángel entre sus llamas, pero
dio un respingo cuando oyó una familiar voz femenina surgir de algún lado del
desierto.
Miró un lado y otro tratando de ubicar el origen. Luego la vio por fin, bajando una
duna en su lado izquierdo. El dragón se acomodó. Ya amanecía y el cielo
aclarándose facilitó que reconociera a la hembra alada de larga cabellera dorada.
Leviatán era una bestia inteligente con una memoria sin parangón. Aunque era
cierto que le costaba asimilar que justamente “ella” estuviera allí.
—No has… cambiado un ápice —dijo ella con la respiración agitada—. ¿Me
recuerdas?
El dragón emitió un par de ronroneos, abriendo la boca ligeramente. ¿Cómo iba a
olvidarla? El único ángel a quien Leviatán respetó fue Lucifer. Porque solo él lo
convenció de ser parte de una guerra contra los hacedores. Los historiadores de
los Campos Elíseos habían escrito que la guerra celestial se inició porque el ángel
caído sintió celos del poderío de los dioses, pero solo Leviatán y unos pocos
comprendían la verdad: El primer ángel que desafió a los hacedores, lo hizo por
amor.
—Y tú sí que sí, gordo y gruñón —dijo en tono musical, agitando las alas—. ¡El
gran Leviatán, perezoso y tostón!
Era un motivo por el cual valía la pena, se dijo finalmente: ser parte de una guerra
para librarse de las cadenas que en ese entonces los dioses les tenían echadas,
las mismas que ahora el Segador parecía manejarlas.
—Por mí, ponedle fin a vuestras diferencias y recordad aquella razón por la que
luchasteis al lado de Lucifer. Te necesito. Os necesitamos.
Zadekiel hizo un ademán torpe hacia atrás, hacia los ángeles de Durandal.
Muchos guerreros encorvaron las alas y otros hicieron muecas, pero sabían que
no les quedaba mucha opción. Al final, todos procedieron a arrodillarse allí frente a
los dragones. Eran unas disculpas por la guerra, milenios atrás, librada entre
ambas razas por orden de los hacedores. Durandal tardó en hacerlo, pero bastó
una mirada fulminante de Zadekiel para que este procediera a rendirle disculpas y
respeto a todas las bestias aladas.
Sobre otra duna, Ámbar se sentó tomándose el vientre con un brazo. Dolía
horrores. Retiró una jeringa de su cinturón y la inyectó en su pierna, esperando
que pronto pasara el dolor. Fomalhaut, con una línea sanguinolenta cruzándole la
pechera de su túnica, también se sentó a su lado; la mujer echó una mirada a la
herida del ángel.
—¿Estás bien?
—Los últimos destruyeron este reino. Así que lo estás haciendo bien.
—Por favor —dijo ella—. Dime que esos gruñidos son algo bueno.
—Lo son. Leviatán ha dicho que, los que quieran seguirnos, que nos sigan. No
creo que todos lo hagan, pero parece que muchos aceptarán ser nuestros aliados.
—Nío —asintió.
V. Año 1368
Los rayos del sol del atardecer trazaban líneas doradas sobre el Corredor de
Wakhan; la tormenta se disipaba y los vigías repartían un mensaje entonando los
cuernos con notas largas. En las laderas ya sabían la noticia porque tenían una
excelente panorámica del valle donde acamparon los mongoles; los enemigos se
retiraban y el campamento ya se había desarmado. La tormenta, la protección
natural del paso y la férrea defensa que montaron los xin había rendido sus frutos.
Era un clima extraño allí, entre la algarabía de haber ganado una batalla y el pesar
por los hermanos caídos.
Mijaíl caminaba bajo la sombra del estrecho corredor, tirando de las riendas del
caballo del embajador. Trataba de no mirar demasiado hacia los cadáveres; temía
a los muertos y no deseaba rememorar imágenes similares que había visto en
Nóvgorod. Guiados por un apático Wezen, se dirigían al campamento principal
donde el comandante de la legión xin aguardaba.
Wezen espabiló.
—El embajador, sí. ¿Planea quedarse en Xin unos días o irá directo a Koryo? —
preguntó con una sonrisa de lado; estaba de buen humor—. Es un camino largo,
mi señor. La Sociedad del Loto Blanco le ofrece hospitalidad, si le interesa.
Mijaíl dio un respingo y miró al sonriente anciano. No podía ser verdad lo que
acabó de oír; dominaba la lengua xin, pero algo se le pudo haber escapado. Se
rascó la frente:
“¿Emperador, ha dicho?”.
Syaoran se irguió y levantó su casco con una mano; el penacho rojo flameaba con
fuerza. Sonrió porque por fin el “Hijo de las estrellas” estaba con ellos; había
regresado para unir los pueblos de Xin y liderar la expulsión de los terribles
invasores que aún rondaban en su amada tierra.
Mijaíl achinó los ojos; a ver si estaba malinterpretando algo, pensó, porque los xin
eran rápidos hablando. No era posible que él estuviera compartiendo tres meses
con un hombre que, realmente, podría ser uno de los más poderosos de todos los
reinos. Si es que hasta habían meado juntos a orillas del río Kabul, compitiendo
por quién llegaba más lejos.
El grito se contagió de un lado a otro; luego retumbaba con fuerza por las paredes
del paso de Wakhan dando la impresión de que eran millones quienes celebraban
el retorno de su emperador. “¡Diez mil años para el emperador, diez mil años para
el emperador!”. Los que estaban arriba en las laderas aún no entendían, pero les
parecía llamativa la vista de los cientos de sables levantándose a lo largo del
corredor; era como una gigantesca y larga piel de puercoespín.
Se fijó en Mijaíl, de rodillas a un lado. Había sido testigo de la evolución del ruso a
lo largo de aquellos tres meses. Jamás pensó que ese pedante, irreverente y
enamoradizo soldado llegaría a establecer una amistad fuerte con él. Sentía que,
a su lado, aún había una gran historia que vivir. Le habló, aunque el griterío era
ensordecedor por lo que el ruso tuvo que esforzarse para entenderlo.
El joven se repuso admirando el animado festejo. Volver sobre sus pasos a las
hostiles tierras de Persia no era una idea demasiado tentadora. En cambio, servir
como custodio de un emperador le seducía más de lo que habría imaginado.
Además, con el Orlok muerto, Nóvgorod y su hermano podían esperar tranquilos.
Reverenció.
El Dominio Deneb Kaitos abrió los ojos, pero tuvo que entrecerrarlos debido al
fuerte sol sobre él. Estaba herido y sentía punzadas en el cuerpo, en las zonas
donde Leviatán le había clavado sus pezuñas al arrojarlo por el horizonte, por lo
que prefirió no moverse. No obstante, percibía una brisa cálida y notó que estaba
en movimiento.
—Cállate.
El ángel cayó estrepitosamente sobre la arena. Apretó los dientes como único
gesto de dolor. Se repuso lentamente, sacudiendo sus alas, y vio al comandante
alejándose y elevando una mano:
—¿Quieres traducírmelo?
—¿Hace falta? Desea que montes sobre su lomo. Te sacará de este lugar. Solo
Lucifer montó a Leviatán a lo largo de la… —vio que Cunningham caminó hacia el
dragón, no sin antes dedicarle a él un enérgico ademán—. ¿Qué? ¿Quieres que
me calle?
El joven se acercó hasta Leviatán. Miró sus brillantes ojos purpúreos; Cunningham
estaba inseguro, pero en la mirada que intercambiaron hubo algo que lo
tranquilizó. Sujetándose de los gruesos cuernos de la cabeza, dio un enérgico
salto y montó sobre su lomo. Se acomodó; parecía un lugar seguro. Sonrió. Era un
sitio cómodo, de hecho. Como hecho para él. Se inclinó sobre la cabeza de
Leviatán y miró a Deneb Kaitos. Ya se sentía en confianza con el dragón.
Deneb Kaitos calló y dobló las puntas de sus alas. Cunningham ahogó una risa;
era la primera vez que conseguía enmudecerle. El ángel le pareció abruptamente
adorable así de incómodo, por lo que palmeó el lomo del dragón.
Y el ángel sonrió.
Continuará.
Destructo III Golpeando las puertas del cielo
Las ninfas Mimosa y Canopus asomaron lentamente desde la cima de una gran
colina que ofrecía una inmejorable vista del desierto rojo. Habían pasado
montando sobre el lomo de Cerbero, en búsqueda del ángel que les rastreaba la
bestia tricéfala, pero aún no habían dado con nadie. En cambio, se toparon con
una realidad tan inesperada como desesperanzadora: comprobaban con estupor
cómo, sobre la vasta planicie, un gigantesco ejército de espectros marchaba en
perfecto orden. Desde la distancia solo era una mancha oscura y borrosa que
levantaba una espesa neblina de polvo a su paso, pero incluso así imponía temor.
Y es que eran millones. Entre las filas marchaban bestias tricéfalas como Cerbero,
que gruñían mientras eran guiadas por sus iracundos jinetes. Al frente iba su
mariscal, este más sereno que sus súbditos, y montaba su propia bestia. Su
nombre era Antares y poseía unos llamativos cuernos dorados poblándole la
cabeza. Su armadura plateada refulgía y la capa flameaba enérgica al viento.
Elevó su lanza al aire, rugiendo el grito de guerra para empujar a sus guerreros.
Mimosa sintió miedo y sus ojos se humedecieron cuando el rugido llegó hasta
ambas. Piedrecillas repiquetearon a su alrededor. Conocía al mariscal de los
espectros; Antares nunca había sufrido una derrota y había aplacado todas y cada
una de las rebeliones que pretendieron derrocar el imperio del Segador. Temía
que los ángeles y los mortales no tuvieran posibilidad alguna contra él y su vasto
ejército, por lo que arañó una roca con desazón.
—Probablemente.
—¡Siempre negativa! Tal vez al otro lado haya un ejército celestial resguardando
la entrada.
—Como si fuera tan fácil de derrotar a Antares. Todo esto es otra rebelión perdida.
¡Ya no quiero continuar!
—Si eso es lo que quieres pensar —hizo un ademán—. Como resulte que solo
está rastreando una tricéfala hembra...
—¿Y qué vas a hacer? ¿Fruncir el ceño hasta matarnos? ¡Dioses! ¡Deja de ser tan
negativa y sube! No hacemos nada lamentándonos aquí.
Partió en dos su lanza y entre los pedazos que se dispersaban se reveló una
espada de hoja fina, oculta dentro de lo que fue la lanza. La cogió al vuelo. La hoja
refulgía a la luz de los soles de sangre; los espectros que lo seguían por detrás lo
vieron. Sabían que era un arma especial para el mariscal; un arma que claramente
no era del Inframundo, pues allí estaban acostumbrados a los diseños aserrados y
pesados, y no filosos y livianos.
Mijaíl envainó su shaska y luego sacudió los hombros. Su nueva armadura lucía, a
la vista, tan pesada como la que solía llevar en Nóvgorod, pero, en realidad, se
sentía mucho más liviana. La armadura lamelar, de un lacado negro, era bastante
efectiva en el campo de batalla en comparación a las armaduras de acero de
Rusia. Porque las de occidente eran demasiado llamativas; de día se les podía ver
con facilidad y de noche hacían demasiado ruido como para planificar un ataque
sigiloso. Cuando pudiera volver a su reino sugeriría al Príncipe de llevar algo como
las armaduras xin.
De pie bajo la copa de un árbol, Mijaíl echó una mirada hacia el pueblo de Congli
en cuyas inmediaciones acampó el ejército xin tras regresar del Corredor de
Wakhan. No era especialmente grande. Una treintena de casonas arremolinadas
entre sí y rodeadas por un mar de hierba, y luego otras más alejadas del núcleo.
Era un sitio apacible y los habitantes parecían ser amables, aunque él percibiera
cierto recelo que no comprendía y al que no estaba acostumbrado. Si es que
hasta el barbero del ejército no pronunció palabra alguna durante la hora que lo
afeitó, pensó frotándose el mentón rasurado.
—¿Eres el mensajero?
El jinete asintió. Mijaíl retiró una carta que tenía guardada en su cinturón.
El jinete la guardó en un pequeño cofre sobre la grupa del animal; se trataba del
mensajero personal del emperador y no había nada de qué temer. Mijaíl sonrió
recordando parte de lo que le había escrito en la carta. “Si quieres recuperar
tu shaska, me temo que tendrás que venir a Xin. Si no te alcanzan los años, la
encontrarás en el infierno”. Se frotó la nariz y asintió al jinete.
Xue apretó los puños y se los llevó contra sus pechos en respuesta a la
incomodidad que sentía al caminar entre las tiendas del campamento militar de los
xin. La esclava Mei, a su lado, la guiaba. Esta última sí sabía a dónde ir y,
además, qué soldados evitar. Ya le había advertido a Xue que no se separase de
ella en ningún momento; perderse entre las decenas de caminos que
serpenteaban entre las tiendas era bastante usual para los que se internaban por
primera vez.
La joven xin se sintió mareada. Mei la miraba y percibía fácilmente su estado. Pero
pensaba que era lo normal: “Seguro que está preocupada por su hermano”,
concluyó luego de enganchar su brazo al de ella para caminar unidas. Algunos
soldados miraban fijamente a la muchacha de ojos amarillos. Y suspiraban a su
paso; era hermosa. A la esclava la conocían y preferían no cruzar palabra con
alguien que estaba “reservada” para su comandante, pero no les detenía de
intentar que la bella xin que la acompañaba les dedicara como mínimo un vistazo.
Saludaban, pero ella hacía caso omiso. Entonces se envalentonaban más y las
palabras subían de tono.
Pero, por su hermano, avanzaba. Tenía que verlo. Tenía que saber de él. Se
armaba de valor y seguía. Las galanterías caían como una lluvia de flechas;
algunos incluso la invitaban a descansar en la tienda y más de uno alabó su
cuerpo.
—Tendrás que comprenderlos —dijo Mei—. Algunos de estos no han visto una
mujer durante meses.
—Se nota —Xue, mirando el suelo, tragó una bocanada de aire—. Con esa
actitud, seguirán sin ver a una.
—Es solo la algarabía por la victoria. No hagas caso. Ladran mucho, pero no
muerden.
Entonces Xue frunció el ceño. ¿Qué manera de saludar era aquella? Pero, cuando
abrió los ojos, supo que su hermano no se dirigió a ella, sino a alguien más que
también estaba cerca.
Y notó que todo el ajetreo a su alrededor se había detenido. Los soldados habían
formado un redondel en el que destacaba, en el centro, su hermano mayor. Allí
también vio a un llamativo joven de cabellera dorada enfundado en una armadura
xin. Era claramente un extranjero, pero se sorprendió cuando lo oyó hablar
mandarín. No era perfecto, pero se entendía.
—He venido a presentar respeto a los muertos —dijo Mijaíl en un tono cordial para
evitar exasperaciones—. Sé que uno de ellos era tu amistad.
Los soldados se miraron entre ellos. Conocían a Wezen y desde luego lucharían
por él, sobre todo si su rival era un extranjero. Porque la rebelión en todo el reino
de Xin había despertado un sentimiento de nacionalismo ardiente como el fuego:
Xin solo para los xin. Pero enfrente estaba el hombre que, durante tres meses en
Persia, protegió al emperador con su propia vida. Levantar la espada contra él
sería considerado una falta de respeto merecedora de una ejecución.
—Yo también perdí a un amigo —devolvió el ruso—. Su nombre era Yang Wao y
sostenía su sable mucho mejor que tú.
Syaoran se retiró el yelmo de penacho; tenía aspecto serio y elevó una mano.
Syaoran asintió.
Apartada del regaño, Xue tomó de la mano de la esclava y se inclinó hacia ella.
—¿Quién es él?
—Esta mañana las otras esclavas me han hablado de él. Viene de un reino de
Occidente y es el flamante guardia de nuestro emperador. Dicen que fue
expulsado de su reino. Al parecer, la hija de su Príncipe y él estaban perdidamente
enamorados. El padre los separó.
—No está con el mejor de los humores, es verdad. ¡Vamos! A ver qué cara pone
cuando te vea.
El Serafín Durandal se sentó en el borde de una colina para tener una perspectiva
imponente de la cordillera de Pamir. Le abrumaba ver esos incontables y altísimos
picos que resaltaban como la piel de un gigantesco erizo atravesando las nubes.
El frío era palpable y la brisa intensa, pero él podía resistirlo pese a que en las
plumas se habían formado algunas finas capas de hielo. A su alrededor, los
ángeles de su legión descansaban y charlaban distendidos; los dragones ya
estaban entre ellos; volaban en los alrededores, comprobando el terreno o incluso
reposando junto a grupos de guerreros para compartir anécdotas en lengua
dragontina.
Durandal no estaba tranquilo pese a contar por fin con una feroz caballería. No era
suficiente. Debía aliarse con los mortales si pretendía formar un ejército que
hiciera frente a los espectros, pero la unión con estos parecía más complicada que
con las bestias aladas y sabía que con los humanos no bastaría simplemente
arrodillarse y pedir disculpas por el Apocalipsis acaecido tiempo atrás. Como
fuera, debía conseguirlo a tiempo o la guerra sería demasiado corta.
Una fina capa de nieve se levantó a su alrededor; luego fue tomando forma para
finalmente materializarse un ángel de pie, a su lado. Se reveló un Principado,
rango angelical destinado al espionaje. Como todo ser de su linaje, llevaba puesta
una capucha que ocultaba el rostro tras la oscuridad de la sombra. En su espalda
tenía sujeto un mandoble afilado y brillante, de empuñadura dorada. El recién
llegado intentó sentarse al lado del Serafín, pero este hizo un ademán sin mirarlo.
—No tengo en gran estima a los Principados. El último que conocí traicionó mi
confianza.
—Quítate la capucha y hablaremos. Llevar el rostro oculto fue una norma ridícula
de los dioses. Aquí los hacedores no tienen potestad alguna. No ofendas a mis
alumnos y quítate la capucha o retírate.
—Dime tu nombre.
—Arcturus.
—Cuéntame, Arcturus.
—La Serafina está molesta. Abandonasteis los Campos Elíseos sin consultarla.
Durandal ahogó una risa agarrando otra piedrecilla. Asintió indicando un lugar a su
lado y el Principado se sentó para acompañarlo.
—No podría esperar menos de ella. Su idea para detener la guerra tampoco me la
consultó. Envió a tres ángeles para infiltrarse en el Inframundo y, hasta donde sé,
uno está con paradero desconocido y los otros dos no reúnen las condiciones para
eliminar al Segador. Es lo que yo llamo un fracaso. Pero tengo mi propia estrategia
y estoy convencido de que será la que nos lleve a la victoria.
—Que trague su orgullo, todos lo estamos haciendo. La guerra que nos enemistó
con los dragones quedó en el recuerdo. No habrá victoria si los reinos se
mantienen divididos.
—Y estará molesta cuando se entere de que he venido hasta aquí sin su permiso.
Durandal enarcó una ceja. Lo miró fijamente. Tenía que ser algo serio para que el
Principado estuviera allí a contraorden.
—Me infiltré. Ella ha cambiado de planes. Tras el presumible fracaso de sus tres
enviados, su nuevo plan para detener esta guerra consiste en darle al Segador lo
que desea.
—Según la Serafina, esta decisión salvará más vidas. No tenemos forma de ganar
una guerra contra los espectros. Son millones, lo sabes. Y no vale la pena ir a una
guerra por un solo ángel. Irisiel vendrá a este reino para cazarla y entregar su
cadáver al Segador. También pretende cazar de nuevo a los dragones. Y que si
vosotros, ángeles libres, os interponéis en su camino, no dudará en cazaros
también.
Un dragón rugió a lo lejos y dejó escapar una llamarada desde su nariz; una
docena de ángeles que lo rodeaban estallaron a carcajadas debido a la broma que
les había narrado. Estaban distendidos, desconocedores de la horrorosa verdad
que se le revelaba al Serafín. Porque habría guerra. Y no era la guerra que él
esperaba. Parecía inevitable, pero había surgido un conflicto entre los propios
ángeles.
Durandal se levantó con prisa, pero ni siquiera sabía dónde ir; o volver a los
Campos Elíseos para encararse con la Serafina, o ir cuanto antes a la reserva
natural de los mortales para proteger a la Querubín. Como fuera, no permitiría que
Perla tuviera un final trágico como sí lo tuvo su primer y lejano romance.
Tragó aire y abrió los ojos, ahora notando una flecha de plumas blancas clavada
en la baranda de mármol, clavada justo entre sus manos.
“¿Una nueva invasión angelical?”, pensó. Fue el detonante final para que su
corazón dejara de latir.
—La Serafina tiene un plan de ataque. Lanzará en todas las ciudades del reino
humano una oleada de flechas de plumas blancas. No son peligrosas, pero serán
las portadoras del mensaje. De la advertencia. “O entregáis a Destructo o habrá
sangre”.
Durandal no quiso oír más. Chasqueó los dedos con la mano elevada y pronto un
dragón de escamas doradas sobrevoló sobre ellos para aterrizar cerca, levantando
una espesa neblina de nieve a su alrededor. La bestia alargó el cuello y agachó la
cabeza. Era Doğan y se había convertido en la montura del Serafín. Durandal
subió y se sentó el lomo, acomodándose.
—Para el tercer día, lanzará flechas de plumas negras. Será el mensaje final.
Asesinará a todo lo que se cruce en su camino hasta que dé con Destructo.
Mortales, ángeles y dragones. No habrá paz.
El dragón, ahora rampante, extendió las alas y se preparó para elevarse. Durandal
desenvainó su radiante espada y todos lo observaron.
Pólux y Curasán bajaban lentamente por las derruidas gradas de lo que parecía
ser un gigantesco coliseo destruido, arruinado tanto por el paso del tiempo y el
abandono, como por algunas que otras batallas acaecidas en el lugar: lanzas
rotas, huesos y espadas repartidas por donde fuera que mirasen o pisasen eran
suficiente prueba de ello. Abajo, el campo central era circular, de hierba azulada y
de al menos cien metros de diámetro en cuyo centro surgía una gigantesco haz de
luz blanquecino que se elevaba en las alturas, cruzando las nubes hasta
desaparecer más allá.
Era “Samsara”; el ciclo de la vida; el acceso por el cual las almas que expiraban se
retiraban del plano existencial, en tanto que las almas nuevas accedían al
mencionado plano. Vida y muerte entrecruzándose en el mismo sitio.
—Aquí se libró una batalla. ¿Crees que los espectros intentaron evitarlo?
—Es probable. Un acto heroico que los honra, más allá de que hayan fracasado
en su intento de detenerlo.
El robusto ángel se sentó sobre la hierba azulada y cerró los ojos para descansar.
En verdad que fue un viaje cansador y él estaba más bien acostumbrado a usar
sus alas, no las piernas. El misterioso “Plan de contingencia”, como llamaban a su
nueva estrategia, estaba en marcha. Solo debían tener paciencia.
Curasán seguía fascinado por Samsara. ¡Qué bella se veía! Y qué aterrador saber
que tantas almas estuvieran cayendo y elevándose allí. Sabía perfectamente que
el ciclo de la muerte era natural, pero no esperaba que fuera tan intenso. Dobló las
puntas de sus alas al pensar especialmente en las miles de almas extinguiéndose.
Cada una cargaba sus propios recuerdos, temores, anhelos y esperanzas. Y
todas, sin excepción, se perdían para siempre en el olvido.
Metió la mano en el haz y capturó una esfera que caía; cerró los ojos e
inesperadamente sintió una sacudida, como un relámpago estremeciéndolo todo
en su interior. Y, para su sorpresa, experimentó sensaciones nuevas y agridulces.
Sintió en carne propia el amor, luego un dolor desgarrador. Sintió un conjunto de
decepciones que le dieron ganas de llorar, pero luego quiso reír debido a unos
recuerdos ajenos que generaban alegría. Incluso, en esos pocos segundos,
aprendió un idioma nuevo y algunos secretos interesantes que le hicieron doblar
las puntas de sus alas y silbar sorprendido. Tanto se agolpó en la mente del ángel
y parecía que ese aluvión de sensaciones era insostenible.
Le resultó obvio que estaba experimentando en carne propia la vivencia de un
alma. Se preguntó si aquella también podía experimentar lo mismo que él había
vivido. Si, de la misma manera que él aprendía, el alma también podía aprender lo
que él sabía. Finalmente, abrió los ojos y, con una sonrisa, envió el alma para
arriba.
—¿Eso hice?
—Pero, ¡cómo se le ocurrió a la Serafina elegirte para esta misión, ángel torpe!
Reykō abrió los ojos y vio el cielo azulado rematados por pequeñas nubes. Le
pareció más hermoso que de costumbre. O tal vez era ella. Una ola avasallante de
vigor la invadió por completo y se irguió por sí sola. Seguía en su balcón en
Valentía. Pero, ¿no acababa de morir?, se preguntó. Juraría que incluso vio un
túnel oscuro con una luz al final del camino. Se miró las manos; los dedos ya no
temblaban. Luego dio un respingo cuando recordó que, en su trayecto hacia lo que
parecía ser la muerte, alguien la sostuvo.
Miró de nuevo al cielo y sonrió con los ojos cerrados. ¿Tal vez fue uno de los
infames “Ingenieros” o “Dioses” los que la ayudaron a volver? Recordó de nuevo el
momento que “alguien” la agarró. Y en ese momento se sintió calmada.
Reconfortada. Experimentó tantas cosas de quien la sostuviese; sintió amor y
alegría, pero, sobre todo, sintió una esperanza sobrecogedora. ¡Esperanza! Era
exactamente lo que necesitaba.
—¿Croissant?
“¿Entiendo arameo?”.
Luego presionó el lóbulo de la oreja para comunicarse con sus soldados, pero oyó
un rugido estremecedor provenir del cielo que sacudió el suelo y a ella misma.
Levantó la vista y vio un gigantesco dragón arremolinando las nubes a su paso
para tomar rumbo hacia su edificio. Reykō miró la copa de vino y luego al dragón.
El animal extendió sus alas para frenar la caída y aterrizó en el amplio balcón, que
vibró intensamente, pero no se derrumbó. Sí destruyó parte de la baranda al paso
de sus patas y cola. La mujer cayó tropezada debido al temblor; quedó cegada
debido al polvo levantado, pero, cuando este fue bajando, notó que el dragón
había alargado el cuello, bajando la cabeza para revelar a sus dos jinetes.
Reykō pretendió gritar por ayuda, pero cerró la boca cuando reconoció a quienes
domaban al lagarto. El comandante Albion Cunningham se había puesto de pie,
sobre el lomo, sacudiéndose el polvo de su destrozada gabardina militar. El ángel
Deneb Kaitos estaba a su lado con su túnica igual de desgarrada.
Cunningham descendió de un ágil salto. Lucía tranquilo, como si viniese de un
paseo…
—¡Albion!
—Mi señora —saludó Cunningham con una reverencia y posterior golpe de puño
en el pecho—. Él es Leviatán. Dice que, durante su estancia, espera un cese a las
hostilidades.
—¿“Dice”?
—Muertos —miró para otro lado, pero se armó de valor y la miró a los ojos—.
Todos, mi señora. La misión ha sido un completo fracaso.
—Tengo razones para creer que hay un ejército avanzando hasta aquí. No hablo
de humanos, ni ángeles, ni dragones. Estoy hablando de algo más. Leviatán los
llama “Espectros”.
—El ejército de Espectros se debe al Segador. No tiene por qué creerme, pero se
trata del culpable del Apocalipsis que acaeció en vuestro reino. No he hablado con
los ángeles de mi legión, pero deduzco que el Segador pretende traer nuevamente
un Apocalipsis.
—Mi señora —insistió el comandante—. Usted tiene el mayor ejército del mundo.
Mil millones de soldados que seguirían su estela, yo incluido. No le pido que se
alíe con esos malditos pájaros o con esos perros del Vaticano. Los detesto tanto
como usted. Pero créame cuando le digo que hay algo allá afuera. Y pretenden
aplastarnos.
Reykō tenía los ojos fijos en los del dragón. Lo oía todo tratando de absorberlo
como buenamente podía. ¿Cómo se suponía que debía asimilar tanta
información? Y vaya giros del destino, pensó acomodándose la cabellera. Porque
detestaba a los ángeles y ahora uno de ellos era su leal sirviente. Y quería
deshacerse de los dragones, pero allí estaba el líder de ellos pretendiendo pactar
una alianza para salvarlos de una amenaza mayor.
“Dragones, ángeles, espectros, dioses”... Luego miró la copa de vino hecha trizas
en el suelo. “Definitivamente, debería dejar de beber”, concluyó.
—Si, luego del Apocalipsis, un grupo de mortales buscó cazaros para descamaros
con el objetivo de hacerse con vuestras pieles, el resto del mundo no tuvo por qué
pagar platos rotos. Destruir ciudades y sesgar la vida de inocentes es una
respuesta desmedida de vuestra parte. Por más que os hayáis escondidos para
evitar más muertes, no os exime de vuestros crímenes.
—No creas, querido. Hasta hace unos minutos no sabía que vosotros teníais un
idioma. Si ahora puedo comprender tu lengua, se lo debo a un croissant… O tal
vez ya esté loca, ¿qué importa? Lo único cierto es que me siento lo
suficientemente viva para seguir aquí, al pie del cañón.
Deneb Kaitos abrió los ojos cuanto era posible. “Pero, ¿cómo es posible?”, se
preguntó el ángel, mirando a la mortal y al dragón de manera intermitente. “¿Cómo
es que ella comprenda la lengua dragontina?”.
—Te confesaré algo, dragón —prosiguió Reykō con su acostumbrada confianza—.
Sé que te sonará como una locura, pero créeme cuando te digo que hasta yo he
visto a ese ejército de “Espectros” que marcha hacia el hogar de los ángeles.
“Campos Elíseos”, es así como se llama, ¿no? Por mí, que lo destruyan y lo dejen
en cenizas.
—Por favor, ¿crees que llegué hasta aquí siendo tan tonta? Sé que, luego de
destruir el reino de los ángeles, vendrán a por nosotros. Es un ejército gigantesco,
hasta donde sé —se acomodó la cabellera y sonrió a Leviatán—. Pero el mío es
más grande.
—Por supuesto, querido. Tú controla a los tuyos y yo haré lo mismo con mis
hombres. Si sobrevivimos a esta guerra, haré lo posible para paliar las diferencias.
Solo ten en cuenta que no es a mí a quien tienes que pedir perdón. No represento
a la humanidad.
—Yo solo soy Kazúo Reykō. Y, hasta que el mundo se acabe, tú y yo seremos
aliados.
Wezen, tendido en una cómoda silla, echó la cabeza hacia atrás y rugió
golpeándose el pecho. Los generales xin que lo acompañaban a la mesa
carcajearon animadamente en tanto las esclavas llenaban las copas de vino. La
noche era fantástica en el salón. La mayoría oía atentamente cómo el joven xin
narraba los momentos heroicos por los que pasaron él y su escuadrón de
arqueros en la cordillera de Pamir; narró el ataque sorpresa y la esperada victoria
rematada con la muerte del Orlok.
Todas las anécdotas adquirían una tonalidad épica gracias al sonido de flautas y
tambores llenando el salón. Wezen se levantaba a veces, copa de vino en mano, y
ordenaba a los sirvientes que repiquetearan los ku cuando le tocaba narrar cómo
despechó sigilosamente a los vigías mongoles del corredor de Wakhan.
La mesa era larga; al extremo de ella se encontraba el emperador xin, Zhu, quien
dialogaba animadamente con el comandante Syaoran y otros hombres de alto
rango. Pronto debían volver a la capital, Nankín, ubicada al este, para liderar el
grueso del ejército y unir más pueblos a su causa. El peso de la nación Xin no
tardaría en caer de nuevo sobre sus hombros y simplemente deseaban, por un
momento, beber y dejarse fascinar por las historias.
Al otro lado de la mesa Mijaíl intentaba dominar los palillos para capturar las
verduras de su cuenco. Se resbalaban una y otra vez, por lo que frunció los labios.
Luego levantó la mirada y se fijó en el animado Wezen. Se sorprendió cuando vio
a una muchacha sentada a su lado. Le pareció hermosa. Destacaban
especialmente los ojos, amarillos como los de Wezen, pero estos estaban
subrayados con una línea oscura que los resaltaba.
Era extraño verla en un lugar atestado de hombres; aún no sabía que era la
hermana de uno de los héroes de guerra y por tanto era respetada y bienvenida.
Se cruzaron la mirada. La muchacha aguantó una risa y el ruso dedujo que lo
había pillado “batallando” con los palillos.
Luego la joven xin miró para otro lado; sus mejillas eran de tonalidad rosa, pero no
por la vergüenza, sino por el maquillaje que le habían ofrecido las esclavas. Se
sentía abrumada por cómo estas la habían “preparado”, como si fuera de alta
cuna, pero también por la misma razón se sentía con la suficiente confianza para
actuar más desenvuelta. Se sentía hermosa. Se sentía mujer. El atractivo
extranjero la miró. “Y me sigue mirando”, pensó jugando con sus dedos.
Tímidamente, Xue elevó su mano con los dos palillos correctamente colocados.
Capturó una fina tira de fideo y se lo llevó a la boca. Mijaíl sonrió y trató de imitar
el gesto como buenamente pudo, pero la comida se le volvió a resbalar.
Ambos rieron.
—Eres irritante —devolvió Mijaíl—. ¿En otra vida fuiste una puta mongol?
—Fuera de mi vista.
Sentado en las escaleras que daban al salón, Mijaíl ladeaba su fina espada y veía
cómo reflejaba la luna llena en su hoja. Xin le parecía un reino peculiar, pero no
precisamente el paraíso del que le hablaba el emperador durante su viaje. Salvo el
momentáneo cruce de miradas con la hermosa muchacha de ojos amarillos, no se
sentía especialmente bienvenido. Y ese guerrero entrometido solo empeoraba la
situación.
Suspiró pensando que tal vez Xin no era el lugar ideal para él.
Mijaíl se acomodó.
—Mi comandante amenazó con quitarme todo el vino que me regaló, si es que
vuelvo a causar problemas contigo —se frotó el mentón—. Tienes que verlo, es un
cargamento importante. Una carroza llena.
El ruso frunció los labios; iba a responderle, pero Wezen hizo otro ademán para
continuar.
—Pero, por tu valía, a mis ojos eres un hermano de escudo. Por el bien del reino,
considera a Xin como tu hogar.
El xin sonrió.
—Wezen.
“Mijaíl”.
En su afán de probar la valía del ruso, enloqueció al Orlok para que este se
lanzara en su búsqueda por toda Rusia y Persia. Asaltó cada noche del mongol
con pesadillas, exigiéndole la sangre del ruso, reclamo que el Orlok interpretó
ciegamente como órdenes de su dios. El Segador deseaba ver cómo Mijaíl rendía
bajo presión. Y el joven venció. Superó su prueba. Ahora no había dudas para el
ángel oscuro; ese valeroso joven debía ser parte de su ejército del Inframundo. Lo
dejaría vivir como humano, pero cuando pereciese reclamaría su alma para
resucitarlo como un espectro.
Y sería su preciado mariscal; el líder del más grande ejército de todos los reinos
creados por los dioses. Tan fuerte, que rivalizaría las aptitudes del desaparecido
dios de la guerra, Ares.
Wezen giró la cabeza hacia atrás y clavó sus feroces ojos amarillos hacia el
ginkgo. Juraría que había oído algo, pero solo había guardias xin bebiendo y
carcajeando en las inmediaciones. Meneó la cabeza; a ver si era cosa del vino.
Luego se volvió hacia el ruso.
Perla abrió los ojos y sonrió al sentir el calor del sol en su rostro. Temblaba un
poco, no tanto por el frío, sino por miedo. Agarró un pedazo de la nube que estaba
atravesando y la vio disolverse sobre su palma abierta, dejando solo un rastro de
humedad.
Frunció el ceño.
—Pero, ¡qué tonta eres! —carcajeó Celes—, ¿cómo iban a sentirse como
algodón?
—¡No me llames tonta!
"Sí, sin dudas", pensó la Querubín acariciando un trazo de la nube dispersa. "Aquí
es donde todo comienza".
Y los dioses, donde fuera que estuvieran, temblaron de miedo. Porque la historia
del ángel destructor no se detenía. Porque Destructo ya arremolinaba las nubes y
golpeaba las puertas del cielo para reclamar el sitio que le correspondía. Rápida.
Indomable. Invencible.
Esta es la historia acerca de la gran guerra que acaecería pronto entre los reinos
de los dioses. Acerca del dragón albino de ojos amarillos, Nío, y el temible
mariscal de los Espectros, Antares. Amigos en un tiempo atrás y ya olvidado.
Enemigos que se verían enfrentados mediante un ser de alas negras como la
noche más oscura, cegado por amor y, a la vez, estremecido por la existencia de
una Querubín de cabellera roja como el fuego y profetizada como un ángel
destructor.
Pero, sobre todo, esta es una historia de esperanza y del ángel que la abraza con
sus alas.
Esta es la historia de Destructo. Esta es su leyenda.