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Lecturas compartidas

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LECTURAS COMPARTIDAS
© Mariana Toledo Peña
© 2018, Lolita Editores Limitada

ISBN: 978-956-8970-71-0
Registro de Propiedad Intelectual: N° 293.357

Primera edición: septiembre de 2018

Diseño portada e ilustraciones: Francisco Javier Olea


Diagramación interior: Francisca Toral R.

Edición al cuidado de Francisco Mouat

Todos los derechos reservados.


Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida
sin la autorización de los editores.

Impreso en Andros Ltda.

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Lecturas compartidas

Mariana Toledo

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NOTA PRELIMINAR

Cuando muchos años atrás leímos en nuestro taller El


secreto de Joe Gould, del cronista norteamericano Joseph
Mitchell, sentí un leve desasosiego. El hombrecillo risueño
y demacrado que protagoniza aquella historia me motivó
a escribir un texto que mostrara la profunda ternura que
me causaba imaginarlo día tras día sentado en restaurantes
y bibliotecas públicas, empeñado en añadir palabras a una
obra a todas luces desproporcionada a la que llamaba La
historia oral de nuestro tiempo, y cómo después esa primera
imagen, tierna, sufre una metamorfosis radical.
Escribir el comentario que luego leí frente a mis compa-
ñeros de taller fue un gesto espontáneo que me salvó como
una tabla en un naufragio, pues, como lo he reconocido
muchas veces y en diferentes ocasiones, se me hace difícil
exponer y más aún desarrollar ideas en voz alta. Además, en
esa época pensaba que leer un libro a la semana y escribir
un comentario sobre lo leído era una tarea imposible.
Tuvimos que leer muchos libros y tuve que acumular
mucha impotencia ante mi incapacidad para expresar oral-
mente lo que los libros leídos me provocaban, antes de de-
cidirme a emprender una tarea que no tenía otro objetivo
que el de participar de un modo más activo en la rueda de
comentarios.
Los comentarios de libros reunidos en este volumen fue-
ron escritos entre julio de 2015 y enero de 2018, desde el mo-
mento en que entendí que mi participación en el taller al que
asisto desde la primavera de 2007 no podía seguir siendo tan
minúscula si las lecturas calaban tan hondo en mí, y me

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esforcé en escribir. Intenté primero buscar las palabras que
mejor expresaran de qué iba el libro, traté de ser objetiva,
pero a medida que pasaban los meses la subjetividad fue
reclamando y exigiendo su lugar. Los personajes de las no-
velas, los cuentos e incluso la voz que surge de los ensayos
leídos me llamaban como ecos de personas verdaderas, y
ante una persona que nos muestra su mundo uno no puede
quedar indiferente y acaba involucrándose. Traté en estos
escritos de dar cuenta de mi experiencia con la lectura, pero
no creo haberlo logrado del todo. No importa, he apren-
dido en estos años que la experiencia lectora es inagotable.
No pude escribir de todos los libros leídos, lo que no
significa que aquellos de los que no escribí no me hayan
gustado. Algunos simplemente no alcancé a leerlos com-
pletos, y otros sí los leí pero por diversas circunstancias no
acabé escribiendo sobre ellos.
Difícilmente estos textos hubieran podido convertirse
en un libro si no hubiera sido por mis compañeros talleris-
tas. Ellos fueron el estímulo constante para escribir sobre
nuestras lecturas compartidas. Al principio no tenía muy
clara la manera en que debía abordar la escritura, tampoco
la voz que había que usar para escribirlos, ni para qué o
para quién los escribía. Pero a medida que pasó el tiempo
me resultó obvio que debía escribirlos para tratar de dar
cuenta de las fibras que esas lecturas movían en mí, que
la voz que debía emplear no podía ser otra que mi propia
voz, y que los destinatarios de estos textos eran los amigos
que escuchaban mi lectura al arrancar la sesión del taller y
después, si querían, los leían en sus casas.
He hecho algunas correcciones a las páginas que envié
por correo todas las semanas a mis compañeros de taller,
sobre todo tratando de enmendar errores ortográficos y
gramaticales que con el apuro no alcanzaba a corregir.
Si estos escritos tienen algún valor, es el de dejar testi-
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monio de un tiempo maravilloso de nuestras vidas en que
hemos sido felices leyendo y compartiendo nuestras lecturas.

Mariana Toledo
Agosto de 2018

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DE A PARA X. UNA HISTORIA EN CARTAS

De A para X es una historia sobre la resistencia. La fuer-


za necesaria para resistir proviene del amor, y este amor
proviene de A’ida y Xavier.
Xavier cumple en una cárcel indeterminada dos cade-
nas perpetuas, está acusado de ser el fundador de una red
terrorista, A’ida es su oportunidad para ver el mundo que
él está impedido de ver. Sin embargo, no asistimos en la
lectura a la claustrofóbica vida de Xavier, sino al mundo
amplio y cargado de cálidas relaciones que mantiene A’ida
y que le hace llegar a Xavier a través de cartas. Conocemos
solo la correspondencia que A’ida le escribe a Xavier; de
él, apenas algunas notas al margen de las cartas que recibe.
Conocemos a Idelmis, la farmacéutica, y su palabra favori-
ta; a Ved, un viejo vecino en el cual A’ida confía gratuita-
mente, simplemente le inspira confianza; a Ama; a Gassan,
el barbero; a Manda, la profesora de música. Asistimos a la
alegría y a la tristeza de amar a un hombre y no poder estar
junto a él, pegada a él, de no poder tocarlo.
A través de su correspondencia A’ida le hace llegar olo-
res, colores, sabores y hasta dibuja sus propias manos y se
las envía. Todas las cartas llevan al menos una frase memo-
rable, y son inolvidables aquellas en las que cuenta cómo
se conocieron o el día en que Xavier desarmó la radio de
su padre y la volvió a armar cuando apenas tenía diez años.
A’ida es valiente. Evalúa y actúa decididamente salvan-
do la vida de un hombre que llega a la farmacia con una

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baja de azúcar. Acompaña impotentemente a Gassan el día
en que él visita las ruinas de su casa destruida por un misil.
A’ida es sensual.
A’ida resiste, y resiste no más.

***

¿Es algo que hice hace mucho tiempo? ¿O es algo que que-
ría hacer y todavía no he hecho? Igual da. El caso es que en al-
gún momento pensé en poner mi mano en una carta, dibujar
su contorno y enviártela. Un poco después de cuando fuera que
lo pensara, me topé con un libro en el que enseñaban a dibujar
manos y lo abrí y lo vi página a página. Decidí comprármelo.
Se parecía a la historia de nuestra vida. Todas las historias son
también historias de manos, manos que agarran, que sopesan,
que señalan, que unen, que amasan, que enhebran, que aca-
rician; manos abandonadas en el sueño, manos que cortan,
que comen, que limpian, que tocan música, que rascan, que
asean, que pelan, que se aferran, que aprietan un gatillo, que
se cruzan. En cada página del libro hay un delicado dibujo de
manos ejecutando una acción específica. Te voy a copiar una.
Te estoy escribiendo.

***

De A para X, de John Berger, inglés (1926-2017). Título original:


From A to X – A story in letters. Traducción: Pilar Vázquez.
Editorial Alfaguara. 208 páginas.

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LA LIBRERÍA AMBULANTE

La librería ambulante es un relato narrado por Helen


McGill, una mujer madura, de unos cuarenta años, gorda
y vivaz, más preocupada de las labores domésticas que de
la lectura de libros. Vive en una granja con su hermano
Andrew, escritor, diez años mayor que ella. Un día, la se-
ñorita McGill, presa de un impulso extraordinario, deci-
de comprar a un hombrecillo de barba roja, chispeante e
idealista, el señor Roger Mifflin, un carromato lleno de
libros adaptado para la vida itinerante de un vendedor
viajero.
Leída hoy, casi cien años después de su publicación, la
historia de este libro parece cándida y recuerda a viejas y
entrañables películas donde siempre triunfan los buenos y
la aventura tiene un final feliz; sin embargo, esto no opaca
su genio. Las expresiones ¡relámpagos!, ¡por Júpiter!, ¡por
los huesos de Policarpo!, ¡rayos!, divierten al mismo tiempo
que le otorgan ternura a la historia.
La vida del noble señor Mifflin consiste en acercar los
libros a la gente simple, hombres, mujeres y niños que
de otro modo no podrían tener acceso y encantarse con
ellos. Y Helen, no por ser una mujer práctica y realista es
menos profunda. Entre hogazas de pan ha ido reflexio-
nando sobre los libros y sobre el valor del trabajo honesto,
realizado con el máximo esfuerzo y el máximo cariño de
lo que uno es capaz. Parte de su filosofía de vida podría re-
sumirse en dos simples pensamientos. El primero de ellos:

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“Un buen libro debe ser simple. Y como Eva, debe pro-
venir de algún lugar entre la segunda y la tercera costi-
lla: debe haber un corazón latiendo en su interior”. Y el
segundo, tan universal y lúcido como el anterior: “He
aprendido que el trabajo honesto vale tanto en la escri-
tura de libros como a la hora de lavar platos. Un hombre
puede ser un holgazán en todo lo demás, mientras haga
una sola cosa con todo el esmero posible”.
En algún momento pensé que La librería ambulante era
un libro inofensivo, pero no lo es, como no lo es ningún
libro donde lata en su interior una historia bien contada.

***

“Mire esto”, dijo el hombrecillo, y fue entonces cuando me


di cuenta de que tenía los ojos brillantes de un fanático, “he
viajado a bordo de mi Parnaso durante más de siete años. He
cubierto la distancia que va de Florida a Maine y supongo
que he inyectado tanta buena literatura en el campo como el
doctor Eliot con su estantería de cinco pies. Ahora quiero dejar
el negocio. Planeo escribir un libro sobre la literatura entre los
granjeros e irme a vivir con mi hermano a Brooklyn. Tengo
un montón de notas para escribir el libro. Supongo que espe-
raré a que el señor McGill regrese a casa y veremos si quiere
comprar mi negocio. Se lo venderé todo, caballo, vagón y libros
por solo cuatrocientos dólares. He leído lo que escribe Andrew
McGill y me imagino que mi propuesta le interesará. Me he
divertido como un mono en este Parnaso. Antes era maestro de
escuela, hasta que mi salud se resintió. Entonces me metí en
esto y debo decir que recuperé la inversión con creces, pues me
lo he pasado en grande”.

***

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La librería ambulante, de Christopher Morley, estadounidense
(1890-1957). Título original: Parnassus on wheels. Traducción:
Juan Sebastián Cárdenas. Editorial Periférica. 184 páginas.

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MENDEL EL DE LOS LIBROS

Jakob Mendel, protagonista de Mendel el de los libros,


evoca a otros dos excéntricos y solitarios personajes de la
literatura universal: a Bartleby, el copista de la breve pero
concentrada novela que Herman Melville escribió en 1856,
y a Joe Gould, aquel desconcertante vagabundo que Joseph
Mitchell descubre preparando un artículo periodístico para
el New Yorker, y del que luego escribe dos perfiles que con-
forman un volumen titulado El secreto de Joe Gould.
Pero Mendel no es Bartleby y tampoco es Joe Gould.
Mendel es único en su tipo y por eso, tal vez, digno de ser
recordado.
El libro comienza cuando un día, para refugiarse de la
lluvia, el narrador entra a uno de los muchos cafés que hay
en Viena. Al ingresar se sienta y comienza a caer en un
agradable letargo, y súbitamente le viene la sensación de
que ese es un lugar significativo en su vida, intenta descu-
brir por qué y entonces recuerda a Mendel: “Le vi de inme-
diato en cuerpo y alma, tal y como solía sentarse a aquella
mesita cuadrada con la superficie de mármol de sucio gris,
siempre repleta de libros y documentos. Cómo se sentaba
allí y cómo, susurrando y rezongando durante la lectura,
mecía su cuerpo y su calva mal pulida y salpicada de man-
chas hacia delante y hacia atrás, una costumbre adquirida
en el cheder, el parvulario de los judíos del Este”.
Según el narrador, Mendel estaba siempre tan absorto,
tan concentrado en las lecturas, que no se enteraba de lo

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que pasaba a su alrededor. No veía ni oía nada ni a nadie:
“En Jakob Mendel, aquel pequeño librero de viejo de Ga-
litzia, contemplé por primera vez, siendo joven, el vasto
misterio de la concentración absoluta, que hace tanto al
artista como al erudito, al verdadero sabio como al loco
de remate, esa trágica felicidad y desgracia de la obsesión
completa”.
El viejo Mendel era un comprador y vendedor de li-
bros, un anticuario, un catálogo universal humano. Su me-
moria podía almacenar y encontrar cualquier clase de libro.
Muchos expertos en los más variados ámbitos acudían a él
cuando necesitaban algo, por singular que fuese. Pero un
día Mendel es detenido por un miembro de la policía secre-
ta y es llevado a un campo de concentración. Después de
pasar allí más de dos años logra salir y volver al café Gluck,
su taller, su hogar y su patria, pero algo se había roto y ya
nunca volvió a ser el mismo: “Mendel ya no era Mendel,
como el mundo no era ya el mundo”.
Publicado en 1929, entre las dos guerras, Mendel el de
los libros quizás refleje algo de lo absurdo, de la locura que
se había apoderado de los hombres en esos lugares y en esos
tiempos.

***

Le di afectuoso la mano. “Quédeselo tranquila. A nuestro


viejo amigo Mendel le habría encantado que al menos una
entre los muchos miles de personas que le deben un libro aún se
acuerden de él”. Después me marché y sentí vergüenza frente a
aquella anciana y buena señora que, de una manera ingenua
y sin embargo verdaderamente humana, había sido fiel a la
memoria del difunto. Pues ella, aquella mujer sin estudios, al
menos había conservado el libro para acordarse mejor de él.

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Yo, en cambio, me había olvidado de Mendel el de los libros
durante años. Precisamente yo, que debía saber que los libros
solo se escriben para, por encima del propio aliento, unir a los
seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de
toda existencia: la fugacidad y el olvido.

***

Mendel el de los libros, de Stefan Zweig, austriaco (1881-1942).


Título original: Buchmendel. Traducción: Berta Vias Mahou.
Editorial Acantilado. 64 páginas.

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LA EDAD DEL PERRO

En Temuco, un niño de nueve años ayuda a su abuelo


a reparar el techo de su casa. Se avecina lluvia y viento y
hay que estar preparados; es el sur de Chile. Transcurren
los años 1983 y 1984 y el pequeño narrador nos adentra en
su familia. Su abuelo materno, en reemplazo de un padre
borracho, irresponsable y ausente, le enseña el oficio de ser
hombre. Su abuela materna teje y teje y lee la Biblia, mien-
tras su madre trabaja y su tía Elisa los visita de repente y
cuando ella llega hay fiesta en su corazón.
En La edad del perro uno se siente como en casa porque
¿quién de niño no tuvo entre sus manos algún libro de la
editorial Quimantú que se salvó de ser quemado junto a
la pila de libros que ardían en hogueras caseras que hacían
desaparecer literatura subversiva?, ¿quién no tuvo un abuelo
o un padre pinochetista y una tía de izquierdas poniendo
en peligro su vida por salvar a algún amigo o a algún miem-
bro de la familia?, ¿quién no tuvo la televisión sintonizando
caricaturas?
La edad del perro, al igual que Formas de volver a casa
de Alejandro Zambra o El Sur de Daniel Villalobos, son
libros que nos deberían parecer familiares y cercanos no
solo porque relaten historias de una generación de chilenos
cercanas en el tiempo, sino porque hablan de la familia,
de la niñez, de ese lugar en la memoria que habitamos a
diario, aunque no nos demos cuenta.

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***

Tenemos público, dice mi abuelo, señalando la calle con


un vaivén del martillo. Allá abajo está Farolito, en la vereda
de enfrente, mirándonos trabajar. Fuma una colilla. Nun-
ca fuma cigarros enteros. Recorre Temuco de punta a punta
buscando colillas en el suelo, las guarda en un bolsillo de su
ajado vestón y de cuando en cuando se detiene a fumar cinco
o seis. No las recoge todas, naturalmente solo las que tienen
algo que fumar. Cuando alguien intenta, por caridad, rega-
larle cigarros enteros, él no los acepta. Tampoco acepta plata.
A veces acepta pan.

***

La edad del perro, de Leonardo Sanhueza, chileno (1974- ).


Literatura Random House. 250 páginas.

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LA PEQUEÑA COMUNISTA QUE NO
SONREÍA NUNCA

Lola Lafon, la autora de este libro, lo advierte en las pri-


meras páginas: La pequeña comunista que no sonreía nunca
no pretende ser una reconstrucción histórica de la vida de
la gimnasta rumana Nadia Comaneci. Lo que Lafon hizo
fue tomar ciertos hechos de su biografía y llenar con su
imaginación los silencios.
El primer hecho recuperado por Lafon es la hazaña
realizada en 1976 por la pequeña gimnasta rumana en los
Juegos Olímpicos de Montreal. Un diez, un ejercicio per-
fecto en un mundo donde no existía la perfección. Para
esos juegos, Nadia Comaneci tenía catorce años y había
trabajado arduamente durante siete para hacer lo que hizo.
Esfuerzo, concentración, determinación, empecinamiento,
coraje para regalarnos un momento, un instante, de genui-
na belleza. Tiempo después de esta hazaña la prensa, cierta
prensa, dirá que la magia se había esfumado. Yo digo: eso
no era magia, era el ser de una pequeña niña comunista
y no se había esfumado; simplemente la pequeña creció,
cambió, como cambia todo lo que está vivo e incluso lo
que no está vivo, porque hasta las rocas se erosionan. Todo
cambia. Es ley de la vida y de la no-vida.
El lenguaje con el que está escrito el libro creo que lo
explicita la propia Lola Lafon en el siguiente párrafo atri-
buido a Nadia Comaneci: “Oiga, no estoy segura de que
podamos continuar. ¡Usted (Lafón) se dedica a empañarlo

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todo! ¡Las zonas oscuras, las zonas oscuras! Usted me obli-
ga a juzgar todo el tiempo. ¡Me niego a ser la juez de otra
persona!”. Lafon continuamente está escarbando en el lado
oscuro de las personas, aunque me siento más cómoda lla-
mándolas personajes del libro, y también se interna en las
zonas oscuras de la prensa y de los sistemas políticos y eco-
nómicos de un lado y otro de la Cortina de Hierro de esos
años.
El último fin de semana leí una entrevista al destacado
arquitecto chileno Alejandro Aravena. Allí cuenta Arave-
na que recién titulado asistió en Venecia a una cátedra que
lo marcó profundamente: “Pensamiento trágico”. Relata
el arquitecto: “Ese profesor decía que la tragedia no es
una forma literaria, sino una forma de conocimiento. La
tragedia clásica dice que no hay una única respuesta, sino
que realidades en conflicto. La fertilidad del mundo se
da porque hay fuerzas opuestas en fricción”. Lo que él
piensa y ocupa en la arquitectura tal vez se pueda pensar
para cualquier hecho de la vida, y más aún para leer me-
jor este libro. Está tan bien logrado seguramente porque
casi en todo momento hay fuerzas opuestas en constante
fricción.

***

El público se ha puesto de pie y de sus dieciocho mil cuerpos


procede la tempestad, los pies rugen rítmicamente contra el
suelo y, en medio del fragor, el sueco abre y cierra la boca, pro-
nuncia palabras inaudibles, miles de flashes forman una llu-
via de destellos heterogéneos, y ella entreve al sueco, qué hace,
abre las dos manos, y el mundo entero filma esas dos manos
que le muestra el juez. Entonces la pequeña le tiende también
sus dos manos, le pide una confirmación, es un… ¿diez? Él

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asiente lentamente con la cabeza mientras mantiene los dedos
extendidos frente al rostro, centenares de cámaras le tapan a la
niña, las compañeras del equipo rumano bailan a su alrede-
dor, sí, cielo, sí, ese uno coma cero cero es un diez.

***

La pequeña comunista que no sonreía nunca, de Lola Lafon,


francesa (1972- ). Título original: La petite communiste qui
ne souriait jamais. Traducción: Francesc Rovira. Editorial
Anagrama. 288 páginas.

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LA LIBRERÍA

Era 1959 y en Gran Bretaña, específicamente en Hard-


borough, un pueblito al parecer ficticio parecido a una isla
entre el río y el mar, Florence Green, una mujer madura y
viuda desde hace más de ocho años, había decidido instalar
una librería. Para esto compró Old House, una propiedad
antigua y embrujada construida quinientos años atrás con
tierra, paja, palos y vigas de roble. El pueblo en el que vivía
era un lugar insípido y conservador, faltaban lugares donde
salir a comer, tintorerías y cines, y a nadie se le habría ocu-
rrido que pudiera instalarse allí un sitio donde se vendieran
libros. Sin embargo, Florence corrió el riesgo y, como si no
fuera suficiente trabajo llevar una librería, organizó tam-
bién una biblioteca. Como era de esperarse, los rumores se
repartieron por el pueblo y pronto tuvo amigos, enemigos
y gente que quedó indiferente a su propuesta.
En nuestros días el trabajo de los niños está reglamen-
tado. No queremos ver niños trabajando en ningún oficio,
sin embargo, ¡qué alegría deja acá su presencia! Un batallón
de niños exploradores ayudó a Florence con las estanterías
y la pintura, Wally hacía las veces de mensajero y Christi-
ne Gipping, una pequeña de pelo fino y revuelto, práctica
y trabajadora, la ayudó a clasificar, ordenar y atender los
préstamos de la biblioteca después que salía del colegio. Los
libros fueron ordenados en graciosas jerarquías. Cada uno
tenía su lugar: los aristocráticos, los indispensables pero no
aristocráticos, los perseverantes y los permanentes. Vendían

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marcadores de páginas y postales, y como la señora Green
era una auténtica librera, dejaba a sus clientes hojear los li-
bros aunque no los compraran. Incluso permitía la entrada
a un pequeño scout que iba todos los días después de clases
a leer un capítulo de Yo volé con el Führer. La página donde
el chico detenía su lectura estaba marcada con una cuerda
de la que colgaba un caramelo.
Cuando Florence Green se decidió a vender Lolita de
Nabokov y no se dejó amedrentar por fuerzas ocultas que
desde siempre le sugerían lo que estaba permitido y no per-
mitido hacer en el pueblo, se nos reveló una mujer no solo
de buen corazón, sino también valiente. Cuando más tarde
tuvo que abandonar el pueblo, lo hizo con dignidad. El
enemigo era fuerte, vanidoso, codicioso y tenía mucho po-
der. Lamentablemente, la mayoría de las veces esta mezcla
es imposible de vencer.

***

Era pequeña de aspecto, delgada y huesuda, un poco insig-


nificante vista desde adelante y completamente insignifican-
te por detrás. No se hablaba mucho de ella, ni siquiera en
Hardborough, donde los amplios espacios permitían ver a todos
los que se acercaban, y donde todo lo que se veía era objeto de
comentario. Hacía pocos cambios estacionales en su atuendo.
Todo el mundo conocía su abrigo de invierno, que era de esos
que quizá estuvieran pensados para durar siempre un año más.

***

La librería, de Penelope Fitzgerald, inglesa (1916-2000). Título


original: The bookshop. Traducción: Ana Bustelo. Editorial
Impedimenta. 192 páginas.

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UN HOMBRE ENAMORADO

Un hombre enamorado es el segundo tomo de un libro


autobiográfico de seis volúmenes que Karl Ove Knausgård
llamó Mi lucha. Eligió para narrar en este volumen la parte
de su vida en que se enamora de Linda y tiene a sus tres
primeros hijos. Su método de escritura es la descripción
detallada, muchas veces hasta la exageración, de su vida co-
tidiana, de las acciones que hacemos en el día a día; aquello
que casi siempre realizamos como autómatas.
La narración parte con Karl Ove, el grandote y mas-
culino escandinavo, junto a Linda, su esposa, tratando de
pasar unas vacaciones junto a sus tres hijos pequeños. Las
primeras páginas del libro se hacen agotadoras, pero uno
no se cansa de leer, sino de la cantidad de actividades que
aquí se describen, es como si uno las estuviera haciendo
en vez de ellos o con ellos. El descanso para nosotros, los
lectores, vino cuando escribió sobre lo que las personas son
y surgió el viejo tema –pero no por esto menos interesante–
de cuánto de lo que cada uno de nosotros es se debe a una
especie de llama que arde en nuestro interior –lo que hoy
podríamos asociar a lo biológico, lo genético, lo hereda-
do–, y cuánto es aportado por el medio en el que nacemos.
Dice Knausgård: “Cuando pienso en mis tres hijos, no solo
me parecen sus caras tan características, también me trans-
miten un determinado sentimiento. Ese sentimiento, que
es inalterable, es lo que ellos son para mí. Y lo que son ha
estado presente en ellos desde el primer día que los vi. No

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sabían hacer nada, y lo poco que sabían hacer, como ma-
mar, levantar los brazos como acto reflejo, mirar a su alre-
dedor, imitar, lo sabían hacer todos, de manera que lo que
son no tiene nada que ver con cualidades, no tiene nada que
ver con lo que saben hacer o lo que no saben hacer, es más
bien una especie de luz que arde dentro de ellos”. Este pen-
samiento, esta manera de decir lo particular que cada uno
de nosotros es, me pareció maravillosa: una luz que arde
dentro. Y entonces pensé en llamas tenues que se mantie-
nen ardiendo con dificultad, casi como un milagro, y otros
fuegos abrasadores que queman y arrasan; fuegos alegres y
fuegos melancólicos; llamas tímidas, llamas extravertidas y
todas sus infinitas combinaciones.
Este voluminoso libro es como un sólido bloque de
acero: sin capítulos, sin páginas a medio terminar, casi sin
respiros, como si lo hubiera escrito de una sola vez y fuera
enlazando las acciones, los hechos y los pensamientos en
un gran y único acontecimiento: un trozo de vida.
Para Karl Ove Knausgård, estar enamorado es más
que un sentimiento exclusivo hacia Linda; y esto lo refleja
cuando se refiere a los hijos que tuvo con ella, se advierte
en la ternura que emana de su trato hacia ellos, ser capaz
de fijarse en los gestos mínimos de los pequeños: el haber
sentido el deseo intenso de querer tener hijos con ella, cui-
darla y acompañarla, ser capaz de sentir y de mostrar lo que
Linda estaba sintiendo cuando estaba pariendo a Vanja y la
felicidad inmensa que le causó ver a toda su familia dormir
cansados después de una larga jornada mientras él iba ma-
nejando su automóvil. Querer formar una familia con ella
y ayudarla en todo lo posible, compartir las tareas domésti-
cas y el cuidado de los hijos, eso es estar enamorado para él.
Es lícito suponer que todo lo que Karl Ove Knausgård
escribe, sus sentimientos, sus emociones, los hechos que

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narra, son verdaderos, ya que en las últimas páginas de este
libro escribe sobre lo que tiene valor en la literatura para
él, y ese valor no radica precisamente en la ficción: “Vivir
con eso, con la certeza de que igual todo podría haber sido
distinto, era desesperante. Yo era incapaz de escribir así, no
funcionaba, cada frase era respondida con la idea: esto es
simplemente algo que acabas de inventar. No tiene ningún
valor, lo documentado no tiene ningún valor. Lo único que
para mí seguía teniendo valor y todavía tenía sentido eran
los diarios y los ensayos, la parte de la literatura que no es
narración, que no trata de nada, que solo consta de una
voz, la voz de la propia personalidad, una vida, un rostro,
una mirada con la que uno podía encontrarse. ¿Qué es una
obra de arte sino la mirada de otro ser humano? No por
encima de nosotros, ni tampoco por debajo de nosotros,
sino justo a la altura de nuestra propia mirada. El arte no
se puede vivir colectivamente, el arte es eso con lo que uno
se encuentra a solas. Uno se encuentra a solas con esa mira-
da”. ¡Qué bonita manera de definir el arte!
“La literatura no es solo palabras, la literatura es aque-
llo que las palabras despiertan en el que lee” anoté en mi
cuaderno de apuntes. A mí me despertaron unas ganas in-
mensas de volver a leerlo y también de leer sus otros libros.

***

Qué deprisa vuelve a echar raíces una vida. Qué poco


tiempo pasa desde que eres un extraño en un lugar hasta que
ese lugar te ha absorbido. Tres años antes yo tenía mi vida y
mi residencia en Bergen, entonces no sabía nada de Estocolmo,
no conocía a nadie en Estocolmo. Y me fui a Estocolmo, que
era para mí lo desconocido, poblado por extraños, y gradual-
mente, día tras día, pero de un modo imperceptible, empecé

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a entretejer mi vida con la suya, hasta que ya se había hecho
inseparable. Si me hubiera ido a Londres, que podría haber
sido muy probable, lo mismo habría ocurrido allí, solo que con
otras personas. Tan fortuito era, y tan vital.

***

Un hombre enamorado, de Karl Ove Knausgård, noruego (1968- ).


Título original: Min kamp. Andre bok. Traducción del noruego:
Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo. Editorial Anagrama.
632 páginas.

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INTIMIDAD

Qué más íntimo que los pensamientos, aquello que


nadie más que uno puede conocer y compartir; si quie-
re. Desvaríos contradictorios, pulsiones éticas y estéticas,
sexuales, sensuales, perfectamente racionales. Aún a riesgo
de perdernos en nuestros pensamientos y nuestras obsesio-
nes, soportamos una mente que puede no detenerse jamás.
Nadie más que uno puede conocer lo que pasa adentro, en
nuestra cabeza, que es reflejo a su vez de lo que nos pasa
en todo el cuerpo también, en un ir y venir constante que
forma una única y particular unidad.
La forma escogida por Kureishi para narrar Intimidad
es un incesante flujo de pensamientos que abarca desde los
sentimientos que nos causan las personas, qué preferimos
o qué detestamos, hasta las decisiones que tomamos y sus
motivos. Jay es un hombre de mediana edad que tiene una
mujer –Susan–, dos hijos, un hogar cómodo, una amante
–Nina– y algunos amigos. Está desencantado de su rela-
ción con Susan, no hay pasión, nunca la hubo, sí placer,
pero él se encarga de aclararnos que no es lo mismo. ¡Claro
que no es lo mismo! Define al amor como una especie de
curiosidad.
A este hombre se lo están comiendo los deseos. Deseos
amargos por ser deseos insatisfechos. Ha decidido dejar a
su familia, abandonar a su mujer y a sus hijos, irse de la
casa: “El deseo es el anarquista primigenio”. Tiene ganas de
otra vida, como un ave dentro de un cascarón demasiado

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pequeño, quiere salir. El sufrimiento que causará a otros no
lo puede evitar, tiene que salir, quebrar la envoltura que lo
aprisiona y respirar un aire nuevo, aunque no sepa la clase
de aire que encontrará afuera. No le basta aceptar, no quie-
re, o no puede comportarse como un hombre responsable;
se debate entre el ser y el no ser, el estar y el no estar. Todo
lo que tiene puede que no valga su autonomía y su libertad.
Jay tiene dos amigos. Víctor es un hombre individualis-
ta e incorrecto en muchos sentidos, abandonó a su mujer
y a sus hijos, por esto es odiado. Asif, en cambio, es un
hombre correcto y responsable; enamorado de su mujer,
su mujer enamorada de él, ve a sus hijos a diario gritar y
corretear alegremente por toda la casa; es demasiado feliz.
Ellos tres forman una especie de club de chicos buenos y
chicos malos, pero altamente complejos.
Cualquiera sabe que los chicos buenos son felices ha-
ciendo lo culturalmente correcto, y los chicos malos ha-
ciendo lo que ellos quieren y cómo ellos quieren. Que
los chicos buenos tienden a querer convencer a los chicos
malos de que se cambien de bando, pero los chicos malos
siempre están bien como están. No esperan ser felices, es
probable que ni crean en la felicidad; ellos solo esperan que
exista el amor, porque tras él irán.

***

Esta es la noche más triste, porque me marcho y no vol-


veré. Mañana por la mañana, cuando la mujer con la que
he convivido durante seis años se haya ido a trabajar en su
bicicleta y nuestros hijos estén en el parque jugando con su
pelota, meteré unas cuantas cosas en una maleta, saldré discre-
tamente de casa, esperando que nadie me vea, tomaré el metro
para ir al apartamento de Víctor. Allí, durante un periodo

31
indeterminado, dormiré en el suelo de la pequeña habitación
situada junto a la cocina que amablemente me ha ofrecido.
Cada mañana arrastraré el delgado y estrecho colchón hasta el
trastero. Guardaré el edredón impregnado de humedad en una
caja. Y recolocaré los almohadones en el sofá.

***

Intimidad, de Hanif Kureishi, nacido en Londres de origen


paquistaní (1954- ). Título original: Intimacy. Traducción:
Mauricio Bach. Editorial Anagrama. 144 páginas.

32
COLECCIÓN PARTICULAR

Esta novela está contada en primera persona por un


hombre joven llamado Gonzalo Eltesch Figueroa. Es una
historia escrita a partir de fragmentos donde van apare-
ciendo indistintamente la figura del padre, la madre, las
abuelas, algunos amigos y la chica con quien sale. En varios
momentos de la narración se ven huellas de una infancia
fracturada debido a la separación de sus padres cuando él
era muy pequeño.
Gonzalo Eltesch se siente solo. Siente soledad y aban-
dono; y aunque esté rodeado de otras personas, se nota una
falta de contacto profundo con los demás. El padre nació
en Valparaíso y tenía un negocio donde vendía antigüeda-
des: platería, porcelanas, postales viejas, juguetes de lata;
aunque no todo lo que había en el negocio se vendía, una
parte importante de los objetos, como victrolas con cor-
neta, cajas de música y gramófonos, pertenecían a la “CO-
LECCIÓN PARTICULAR” de su padre y no estaban a la venta,
aunque la gente insistiera en adquirirlos.
Gonzalo sale con una chica a la que le cuenta la historia
de su familia mientras ella duerme. Sí; se acuestan y espera
a que ella se quede dormida para hablarle y contarle cosas
importantes para él.
El puerto de Valparaíso también es importante en esta
historia; su plan, los cerros, el mar, sus calles llenas de ba-
res y construcciones antiguas, sus ascensores, las ferias, las
plazas. Estacionar en la avenida Argentina, caminar por

33
Colón, doblar en Freire, jugar en el Parque Italia, bañarse en
las Torpederas. Mirar el mar desde el balcón de una casa ins-
talada en cualquier cerro de Valparaíso. Caminar por Inde-
pendencia hasta llegar a la plaza Victoria. Mirar el reloj Turri
en la calle Esmeralda. Ir al cerro Alegre. Escuchar el chirrido
de los cables del ascensor que lo encumbrará para mirar nue-
vamente el mar eterno, el de siempre. Valparaíso vive en esta
historia porque vive en Gonzalo Eltesch Figueroa.

***

Fue en Valparaíso, porque allí vivíamos. Mi padre tenía


un negocio que vendía antigüedades. Nunca hablaba de sí
mismo como un anticuario, simplemente decía que tenía un
negocio que vendía antigüedades. Se ubicaba en el plan, como
dicen los porteños. O sea, no en los cerros. Varias veces me con-
tó que su familia siempre había preferido el plan, porque era
más elegante y seguro. Los chilenos pudientes vivían allí, mien-
tras que los europeos eligieron el cerro Alegre, el Concepción,
el Playa Ancha. Y finalmente fueron mucho más inteligentes,
dijo, porque entendieron que la vista del mar es impagable.
Ahora esas casas valen una fortuna.

***

Colección particular, de Gonzalo Eltesch, chileno (1981- ).


Editorial Laurel. 120 páginas.

34
SENDINO SE MUERE

La experiencia de la enfermedad terminal y la muerte


en una persona no es algo sencillo de mostrar ni para el que
la está viviendo ni para el que la está observando y quiere
transmitirla. Podemos aproximarnos a ella –sobre todo si
hemos sufrido una enfermedad importante o hemos acom-
pañado a morir a alguien querido y cercano– pero somos
ignorantes del impacto real que estos hechos puedan causar
en nosotros, simplemente porque nunca hemos enfermado
de muerte y aún no hemos muerto.
Por eso nuestra aproximación a esta realidad requie-
re más empatía y sensibilidad que la normal, la estándar.
Tal vez porque Pablo D’Ors es capellán de un hospital y
acostumbra a asistir a enfermos y moribundos es que final-
mente aceptó la petición que le hace África Sendino –una
mujer médico que ha dedicado su vida a curar a los demás–
para que le ayude a escribir un libro donde quede refleja-
da la vivencia de su enfermedad: un cáncer de mamas. En
palabras de Pablo D’Ors, las notas que África había toma-
do para este propósito no eran lo suficientemente buenas
como para escribir el libro que ella quería y merecía crear,
porque no eran capaces de mostrar la dignidad y belleza
de esta mujer; entonces, viendo la inminencia de la muer-
te de Sendino, D’Ors decide escribir otro libro, uno en el
que quede testimonio de cómo él vivió los últimos días
de Sendino y la honda impresión que le produjo su lento
apagarse.

35
Sendino se muere es una suerte de tributo al alma de una
mujer que vivía su religiosidad y su espiritualidad desde
muy adentro, profundamente entregada a su Dios y por lo
mismo capaz de irradiar esa espiritualidad a los que estaban
a su lado, con su cuerpo, sus maneras, sus acciones, sus
gestos. Creo que solo una persona así poseída de Dios se
entrega como ella se entregó a la enfermedad y antes de la
enfermedad a la vida que eligió vivir.
“Fiat” –Hágase–, susurra Sendino ante la imagen de la
Anunciación de Fra Angélico que está colgada en la pared
de su habitación en el hospital. “Fiat”, pero no con resigna-
ción dolorida, sino con una vivida desde la fe: con los ojos
cerrados y los brazos extendidos.
África Sendino era una mujer de mirada franca y lim-
pia, de sonrisa tímida y amable. Tenía un modo de ser sen-
cillo y elegante. Cuando supo el diagnóstico de su enferme-
dad fue a la capilla y rezó: “Señor, solo se me ocurre decirte
que lo que me toque vivir a partir de ahora quiero que sirva
para tu mayor gloria. Tú sabrás el camino que inicias. Tú
sabrás adónde me conduces”.
La condujo hacia la muerte, hacia donde todos, final-
mente, iremos a parar.

***

Uno de los misterios más insondables de la enfermedad es


el del tiempo: los sanos no tienen tiempo; los enfermos, en cam-
bio, lo que sobre todo tienen es precisamente tiempo. Un día
puede ser infinito en una cama de hospital. Se espera durante
horas la visita del médico que dura un minuto. Yo he sido
ese médico esperado y soy ahora esa paciente que espera. Dios
ha querido que dedicara mi vida a ayudar a los demás, pero
no ha querido que me marchara de este mundo sin dejarme

36
ayudar por ellos. Dejarse ayudar es un nivel espiritual muy
superior al del simple ayudar. Porque si es bueno ayudar a los
demás, es mejor ser ocasión para que los demás nos ayuden.
Quien se deja ayudar se parece a Cristo más que quien ayuda.
Pero nadie que no haya ayudado a sus semejantes sabrá dejarse
ayudar cuando le llegue su momento. Sí, lo más difícil de este
mundo es aprender a ser necesitado.

***

Sendino se muere, de Pablo d’Ors, español (1962- ). Editorial


Fragmenta. 80 páginas.

37
CHILEAN ELECTRIC

Página sesenta y nueve: “Las historias de los abuelos


iluminan el pasado y nuestra mirada las proyecta al pre-
sente y al futuro. Como quien encuentra un mensaje en
una botella perdida en el mar, lo que leemos en esa historia
encerrada es un llamado de auxilio, la necesidad de un res-
cate, la generosa oportunidad de hacer un esfuerzo y salvar
a alguien. Salvarlo del olvido, de la oscuridad o de algo aún
más tremendo. Contar historias para finalmente salvar a
alguien. ¿Pero a quién?”.
¿A quién salva Nona Fernández al contar esta historia?
La respuesta que elaboro me dice que en primer lugar
salva a su abuela, y en su abuela salva a todas nuestras abue-
las. Las rescata desde el olvido en que pudiéramos tenerlas,
ya que a medida que leemos su relato vamos recordando
nuestras propias historias: nuestra abuela contándonos re-
latos en la cama antes de dormir o cantándonos viejas can-
ciones procedentes, sin duda, de su propia niñez.
También salva al Cloro; salva a Nalvia Rosa Mena Al-
varado y al pequeño o pequeña que llevaba en su vientre;
a Luis Emilio Recabarren González; al hijo de ambos, Luis
Emilio Recabarren Mena; a Manuel Guillermo Recabarren
González, hermano del Recabarren González nombrado
anteriormente; a Manuel Segundo Recabarren Rojas y
a doña Ana González, padre y madre de los Recabarren
González. Salva al presidente Allende y a un muchacho sin
nombre que en una manifestación callejera perdió un ojo

38
de su órbita. Salva a Pier Paolo Pasolini y unas luciérna-
gas. Salva a las vidas perdidas en la Guerra del Pacífico –a
las bajas bolivianas, a las bajas chilenas–, a los trabajadores
del salitre que cumpliendo labores en condiciones precarias
enriquecieron a este país permitiendo la llegada de la luz
eléctrica a fines del siglo 19. Salva a sus vecinos de la calle
Nataniel Cox, salva a los hijos de los inmigrantes peruanos
que ahora viven en este país. Salva a una mujer que baila
sola en la Plaza de Armas como si estuviera loca. Salva a
tantos hombres y mujeres que han vivido en algún mo-
mento aquí.
Salva al Santiago que un día fuimos y ya no somos. Al
Santiago que vivía sin luz eléctrica, un mundo tan lejano
para nosotros, tan difícil de imaginar hoy, cuando para todo
ocupamos la electricidad, que nos lleva a escuchar otros so-
nidos y ver las noches con otros colores. Salva un Santiago
de cités y de luchas sociales, pero otras luchas sociales; salva
del olvido al Santiago de la difícil década de los ochenta.
Salva a la vieja máquina de escribir con la que su abuela
iba dejando registro de cuanta reunión, conferencia, en-
trevista o evento importante sucedía en el Ministerio del
Trabajo, lugar donde era secretaria; máquina de escribir en
la que la narradora escribió su primer cuento.
Salvar, o lo que en este caso vendría a ser lo mismo, ilu-
minar con la letra la temible oscuridad, es el lema con el que
creo fueron escritas estas breves pero contundentes páginas.

***

Era una compañía alemana, dijo. Una que había lle-


gado a instalar la luz. Eran muchos obreros y técnicos que
desembarcaron con cables, ampolletas y alicates en la Plaza
de Armas, el primer lugar que se iluminó en todo Santiago.

39
Dijo que el trabajo demoró años. No especificó cuántos, pero
imagino que los suficientes como para que uno de esos eléctricos
alemanes conociera a una mujer y tuviera cuatro hijos chilenos
con ella. Dos morenitos de ojos azules, una niña rubia de pelo
tieso y por último un colorín.

***

Chilean electric, de Nona Fernández, chilena (1971- ). Alquimia


Ediciones. 108 páginas.

40
EL HOMBRE SEMEN

En el prefacio de este libro, fechado el 19 de junio de


1919, Violette Ailhaud, de 84 años de edad, cuenta que se
decidió a escribir esta historia, que es su historia y la de las
mujeres que habitaban Le Saule Mort, una aldea en los Al-
pes de la Alta Provenza, cuando por segunda vez en menos
de setenta años su pueblo se había quedado sin hombres
debido a las guerras. Sin hombres, que es lo mismo que
decir sin semillas para sembrar la tierra fértil.
En este precioso y breve libro, profundo como una fosa
marina, Violette Ailhaud, en ese entonces de dieciséis años,
nos cuenta qué sintieron sus cuerpos de mujeres jóvenes
ante la ausencia de hombres y qué pacto hicieron entre ellas
esperando la llegada de uno.
Veo en esta mujer del siglo 19 la misma urgencia que
sentía yo cuando era una mujer joven y llena de vida. Qui-
siera haber escrito ahora algo bello, a la altura de este libro,
pero no pude. Quisiera haber reconocido que los hombres
para las mujeres son exactamente lo dicho por Violette, pero
dado el triste y no tan poco común final, me acordé de un
libro que leí hace mucho tiempo que se llama El gen egoísta.
Las bases biológicas de nuestra conducta, del biólogo evolu-
cionista Richard Dawkins, y entonces solo pude ver que de-
trás del deseo ardiente que sentimos el uno por el otro, del
fuego que quema, abraza y tortura hay solo una máquina
biológica que tiene millones y millones de años de evolu-
ción y que está al servicio de la conservación de los genes.

41
Lo que sentimos ante unos brazos fuertes que aprietan, unas
manos que acarician, un aliento que envuelve, o ante la voz
o el olor del ser amado, o ante incluso el placer que nos hace
gritar, son reacciones generadas por esta máquina biológica
que después de haber realizado eficientemente su trabajo,
deja a las mujeres con sus hijos y a los hombres listos para
continuar su camino. ¿Por qué para algunos hombres es más
fácil tomar sus cosas e irse, por qué nos tenemos que ena-
morar del hombre que nos tome en la urgencia y aguantar
después el vacío que nos deja su partida?
Yo no sé de guerras, ni de pueblos sin hombres, ni de
compartir hombres. Solo sé que si uno me faltara, mi má-
quina biológica se pondría en funcionamiento y ¡ay! sálve-
se quien pueda, y que la primera que tendría que ponerse
a salvo sería yo misma, quien seguramente padecería las
consecuencias porque la máquina biológica no tiene nada
que ver con consideraciones éticas, morales ni religiosas,
porque cuando la máquina biológica se pone a trabajar se
sufre, ya sea que nos dejemos llevar por ella, ya sea que
tratemos de oponerle alguna resistencia.

***

Viene del fondo del valle. Mucho antes de que atraviese


el vado del río, de que su sombra rebane, como un lento par-
padeo, el brillo del agua entre los arenales, sabemos que es un
hombre.

***

El hombre semen, de Violette Ailhaud, francesa (1835-1925).


Título original: L’homme semmence. Traducción: Caroline
Stamm y Galo Ghigliotto. Edicola Ediciones. 52 páginas.

42
VIDAS FRÁGILES, NOCHES OSCURAS

Una vez leí que, al nacer, cada persona lleva impresa una
herida sicológica: la de la separación. Comenzamos la vida
tan estrechamente unidos a nuestra madre, tan ligados es-
tamos a ella que se diría que somos un solo ser con ella. A
estas alturas es de público conocimiento que el sistema ner-
vioso del bebé que se está formando en el vientre materno
empieza a desarrollarse desde la fecundación del huevo por
un espermatozoide paterno, y es así como vamos escuchan-
do y poco a poco sintiendo todo lo que sucede a nuestro
alrededor. Dicen que las hormonas de felicidad o de tristeza
que nuestra madre genera en su cuerpo mientras nos está
gestando van moldeando también nuestras estructuras cere-
brales. Entonces, ¿cómo no pensar que la separación que se
produce con el nacimiento nos deja una marca en la siquis
de cada uno al momento de cortar el cordón umbilical, una
marca de separación, de la que no somos conscientes, pero
que sin duda existe? Ya no somos más uno, somos, desde ese
momento y en adelante, seres separados. Y entonces, ¿cómo
no pensar que el deseo de otro, la búsqueda de un otro que
nos sea cercano, tan cercano que queramos unirnos a él y ser
uno con él, no ocurra para aligerar esa separación primige-
nia con quien nos dio la vida?
Escribo esta pequeña digresión biológica para presentar
a estos personajes que ha creado Hiromi Kawakami en un
libro que en español se titula Vidas frágiles, noches oscuras, y
lo hago porque veo en Lili, en Haruna, en Yukio, en Akira

43
y en Satoru una búsqueda que nunca encuentra, una bús-
queda que no sana la herida de la separación.
Todos ellos van construyendo amores equivocados. No
logran acercarse, son unos desconocidos los unos para los
otros. “¿Cómo tengo que vivir, señorita?” le pregunta Saya,
una pequeña alumna, a Haruna. “No lo sé”, le responde la
maestra. Es una pregunta aparentemente simple, sin em-
bargo, no podemos responderla, ¿o acaso alguno de no-
sotros sabe cómo hacerlo o siempre supo cómo hacerlo,
cómo vivir?

***

¿Qué significan los hombres para mí?, pensaba Haruna,


con la misma frecuencia con la que se preguntaba qué tipo de
persona era. ¿Por qué tengo relaciones con tantos hombres?
Haruna se acostaba con Yukio entre una y cinco veces cada
quince días, unas dos veces a la semana con Satoru y aproxima-
damente una vez a la semana con Endo. Para una mujer soltera
en la flor de la vida era un porcentaje estadísticamente alto.
“Me acuesto con muchos hombres. Lo hago por instinto,
como el agua que busca su propio cauce. Puedo intimar con
cualquier hombre porque todos me parecen agradables y en-
cantadores. ¿Es posible que no pueda vivir sin un cuerpo mas-
culino a mi lado?”.

***

Vidas frágiles, noches oscuras, de Hiromi Kawakami, japonesa


(1958- ). Título original: Yoru no koen. Traducción del japonés:
Marina Bornas Montaña. Editorial Acantilado. 176 páginas.

44
UNA PENA EN OBSERVACIÓN

En Una pena en observación hay un hombre que ha per-


dido a su mujer, a su mujer amada. Ella murió. Un cáncer
consumió su cuerpo y se le ha ido para siempre. Dios le dio
a esa mujer y Dios, luego, se la quitó.
De una manera asombrosa, C.S. Lewis ha sido capaz de
traducir a palabras el dolor. Lo admiro. Alguien podrá de-
cir: “Bueno, es un escritor y eso es lo que hacen los escrito-
res”. Sí, es cierto, pero lo admiro igual. Lo admiro también
porque teniendo fe en Dios, es capaz de verbalizar y lanzar
todas las dudas racionales y no tan racionales respecto a
su existencia y a su verdadera naturaleza. ¿No es eso pre-
cisamente lo que uno hace cuando no aguanta la pena, el
dolor, cuando no comprende, cuando se siente impotente;
tratar de destruir todos los castillos y ver si son de naipes
o no? Desde la agonía que le provoca la pérdida, la rabia,
la desesperación, la aceptación de la nueva realidad, hasta
aprender a vivir de otra forma sin ella. Un duelo, su duelo;
sobre eso escribe.
El ensayo, o las notas, como las llama Lewis, están di-
vididas en cuatro partes y van mostrando la evolución de
su pena: “Hace falta mucha paciencia para aguantar a esa
gente que te dice que la muerte no existe o la muerte no
importa. La muerte claro que existe, y sea su existencia del
tipo que sea, importa. Y ocurra lo que ocurra tiene conse-
cuencias, y tanto ella como sus consecuencias son irrevoca-
bles e irreversibles. Por ese principio podríamos decir que

45
nacer no importa. Alzo los ojos al cielo de la noche. Es de
todo punto evidente que si me fuera permitido rebuscar en
toda esa infinitud de espacios y tiempos, nunca volvería a
encontrar en ninguna parte el rostro de ella, ni su voz, ni su
tacto. Murió. Está muerta. ¿Es que se trata de una palabra
tan difícil de comprender?”.

***

Nadie me había dicho nunca que la pena se viviese como


miedo. Yo no es que esté asustado, pero la sensación es la misma
que cuando lo estoy. El mismo mariposeo en el estómago, la
misma inquietud, los bostezos. Aguanto y trago saliva. Otras
veces es como si estuviera medio borracho o conmocionado.
Hay una especie de manta invisible entre el mundo y yo. Me
cuesta mucho trabajo enterarme de lo que me dicen los demás.
Tiene tan poco interés. Y sin embargo quiero tener gente a mi
alrededor. Me espantan los ratos en que la casa se queda vacía.
Lo único que querría es que hablaran entre ellos unos con
otros, que no se dirigieran a mí.

***

Una pena en observación, de C.S. Lewis, inglés (1898-1963).


Título original: A grief observed. Traducción: Carmen Martín
Gaite. Editorial Anagrama. 104 páginas.

46
CINECLUB

Ver crecer a los hijos debe ser una de las experiencias


más conmovedoras que pueda experimentar un ser huma-
no, y pocas cosas debe haber que nos desafíen, creativa-
mente, más que su educación. No podemos estar al lado de
ellos y sufrir impotentemente con sus problemas. Los hi-
jos, cuando son pequeños o no tan pequeños, pero todavía
nos necesitan, nos agitan, habitualmente nos hacen dar lo
mejor de nosotros hacia ellos, que nazcan en nosotros fuer-
zas o ideas, valientes, atrevidas, a veces hasta descabelladas,
pero necesariamente vivas.
En Cineclub, David, el padre, ve crecer a su hijo ado-
lescente, Jesse, y vive la experiencia inolvidable, impagable,
hermosa de compartir con él durante tres años lo que más
les gusta hacer: ver películas. Cuando ven películas no solo
hacen eso, cuando ven películas están cerca el uno del otro.
El día en que Jesse decidió que no quería asistir más
al instituto (acá lo llamaríamos escuela o colegio), David
aceptó, pero le puso dos condiciones: nada de drogas y ver
tres películas a la semana. Pensó que ver películas, una am-
plia variedad de películas, fueran estas buenas, malas, di-
vertidas o terroríficas, sería la única educación que podría
entregarle a este chico de dieciséis años hastiado de ir al
instituto todos los días. Como buen conocedor de las pelí-
culas que le hacía ver a su hijo, David las elegía de tal ma-
nera que si el chiquillo estaba triste, ponía películas que lo
alegraran; si la relación con Rebecca Ng, la novia de Jesse,

47
estaba quebrándose o definitivamente rota, entonces veían
una de esas películas que “infunden ganas de coger una
escopeta y pegar unos cuantos tiros en la puerta de tu pro-
pio automóvil”. Si no quería que cayera en ningún tipo de
introspección, veían películas absorbentes que no le permi-
tieran pensar en ninguna otra cosa. Sin embargo, creo que
la mayor parte del tiempo veían películas porque sí, sin un
motivo específico, para entretenerse, para aprender a mirar,
para estar juntos.
La lista de películas que vieron suma un número impor-
tante. Solo por nombrar algunas, vieron Los cuatrocientos
golpes de François Truffaut, Bajos instintos con la actuación
de Sharon Stone, Crímenes y pecados, Annie Hall y Hannah
y sus hermanas de Woody Allen, Gigante con James Dean,
Un tranvía llamado deseo con un joven Marlon Brando. Yo
no veo muchas películas; si tengo un par de horas para gas-
tar en lo que quiera, prefiero leer un libro, pero creo que
me haría bien ver a lo menos un par de las que nombro.
Jesse creció. Mudó su piel de adolescente por otra y es
probable que David se calce también un nuevo traje: el de
hombre que tiene, ya no a un niño, sino a otro hombre
como hijo.

***

El otro día estaba parado delante de un semáforo en rojo


cuando vi a mi hijo saliendo de un cine. Estaba con su nueva
novia. Ella le estaba susurrando algo al oído, agarrándole el
extremo de la manga del abrigo con las puntas de los dedos. No
distinguí la película que acababan de ver –un árbol en plena
floración tapaba la marquesina–, pero me vi recordando con
una nostalgia casi dolorosa los tres años que él y yo pasamos
viendo películas y hablando en el porche; una época mágica

48
que normalmente un padre y un hijo no tienen ocasión de dis-
frutar en una fase tan tardía de la vida de un adolescente. Ya
no lo veo tanto como antes (así es como debe ser), pero aquella
fue una época maravillosa. Un golpe de suerte para los dos”.

***

Cineclub. Autor: David Gilmour, inglés (1949- ). Título original:


The film club. Traducción: Ignacio Gómez Calvo. Reservoir
Books. 260 páginas.

49
NOSTALGIA DEL FUTURO

Luis Marín y Carlos Valverde, los autores de esta bio-


grafía del poeta Jorge Teillier, dicen en las primeras páginas
de Nostalgia del futuro: “Este libro nació de nuestro anhelo
de justipreciar, no solo como sujeto literario sino ante todo
como sujeto humano, a quien es uno de los mayores poetas
de Chile nacidos en La Araucanía”.
Me parece que el propósito señalado está ampliamente
logrado y la empresa la agradezco sinceramente.
Su amigo Lorenzo Peirano dice de Teillier: “Lo que res-
cato de Jorge es su infinita bondad, su integridad y con-
secuencia”, y agrega: “Don Jorge pertenece a los buenos
tiempos, a los buenos recuerdos. Y me atrevería a decir que
pertenece a los buenos tiempos y a los buenos recuerdos de
cuantos lo conocieron”.
A Jorge Teillier y a su poesía me acerqué hace mucho
tiempo por Sebastián, su hijo, quien fue mi profesor en la
universidad. Sebastián impartía un curso llamado Dendro-
logía, y en él estudiábamos los caracteres morfológicos de
los árboles asociados a una determinada organización taxo-
nómica. Sebastián –no se molestaba si lo tuteábamos, pues
en esa época era muy joven– es actualmente un botánico
muy respetado, siempre fue uno de mis profesores favoritos
y su asignatura una de las que recuerdo con mayor cariño.
Cuando Sebastián explicaba y escribía en la pizarra, todas
las letras se le iban hacia abajo; a mí eso me llamaba mucho
la atención, yo sabía de alguna parte que quienes escribían

50
así eran personas que pasaban por una gran pena, y me pre-
guntaba qué tristeza tan grande podía estar viviendo para
no poder mantener recta su escritura. Era 1991. Su padre
y su madre pasaban por momentos duros, muy duros; ten-
dría que haber sido una piedra para no estar deprimido.
Una vez, conversando con él, me comentó un poema de su
papá, no recuerdo cuál, pero desde ese momento me nació
una curiosidad infinita por conocer lo que escribía el padre
de mi profesor.
Jorge Teillier, el hombre y el poeta, hunde sus raíces
en los objetos cotidianos, en el paisaje donde habita, en la
familia, en los amigos. En Otoño secreto, poema aparecido
en su primer libro, Para ángeles y gorriones, publicado en
1956, cuando tenía veintiún años, vemos el surgimiento
de su poesía:

Cuando las amadas palabras cotidianas


pierden su sentido y no se puede nombrar ni el pan,
ni el agua, ni la ventana,
y ha sido falso todo diálogo que no sea
con nuestra desolada imagen,
aún se miran las destrozadas estampas
en el libro del hermano menor,
es bueno saludar los platos y el mantel puestos sobre la mesa,
y ver que en el viejo armario conservan su alegría
el licor de guindas que preparó la abuela
y las manzanas puestas a guardar.

Cuando la forma de los árboles


ya no es sino el leve recuerdo de su forma,
una mentira inventada
por la turbia memoria del otoño,
y los días tienen la confusión

51
del desván a donde nadie sube
y la cruel blancura de la eternidad
hace que la luz huya de sí misma,
algo nos recuerda la verdad
que amamos antes de conocer:
las ramas se quiebran levemente,
el palomar se llena de aleteos
el granero sueña otra vez con el sol,
encendemos para la fiesta
los pálidos candelabros del salón polvoriento
y el silencio nos revela el secreto
que no queríamos escuchar.

Cuando las amadas palabras cotidianas ya no pueden


nombrar ni el pan, esto es, cuando nos invade la trivialidad,
entonces está la poesía para salvarnos y hacernos mirar con
otros ojos los platos y el mantel puestos sobre la mesa o escu-
char que el palomar se llena de aleteos.
En el prólogo de Muertes y maravillas, titulado “Sobre
el mundo donde verdaderamente habito”, Teillier escribe:
“Ninguna poesía ha calmado el hambre o remediado una
injusticia social, pero su belleza puede ayudar a sobrevivir
contra todas las miserias. Yo escribía lo que me dictaba mi
verdadero yo, el que trato de alcanzar en esta lucha entre
mí mismo y mi poesía. Porque no importa ser buen o mal
poeta, escribir buenos o malos versos, sino transformarse
en poeta, superar la avería de lo cotidiano, luchar contra el
universo que se deshace, no aceptar los valores que no sean
poéticos, seguir escuchando el ruiseñor de Keats, que da
alegría para siempre”.

52
***

En mis poemas está presente la infancia, porque es el tiem-


po más cercano a la muerte y no canto a una infancia boba,
en donde está ausente el mal, a una niñez idealizada; sé muy
bien que la infancia es un estado que debemos alcanzar, una
recreación de los sentidos para recibir limpiamente la admi-
ración ante las maravillas del mundo. Nostalgia sí, pero del
futuro, de lo que no nos ha pasado pero debiera pasarnos.

***

Nostalgia del futuro. Biografía de Jorge Teillier. Autores: Luis


Marín (1972- ) y Carlos Valverde (1986- ), chilenos. Del Aire
Editores. 122 páginas.

53
EL AMANTE DE LAS LIBRERÍAS

Una librería es la tienda donde se venden libros, así


como una cordonería es la tienda donde se venden lanas,
agujas y palillos. De la cordonería obtengo el material para
tejer lindas y coloridas colchas, abrigos y bufandas. De la
librería obtengo el material para tejer lo que me sucede en
la vida.
Cada vez que tomo unos palillos y una simple hebra
de lana, veo cómo, con solo pasar el hilito por aquí y por
allá y dar vuelta la labor y pasar el mismo hilito por aquí
y por allá, al cabo de algunas horas o días ya tengo algo
completamente nuevo: cenefas para la ventana de la cocina,
paños para cubrir el televisor, un pañuelo para tomarme el
pelo. Siempre he sentido esta transformación como magia,
aunque yo sé que no es magia.
Sucede que cuando niña era poseedora de una gran
curiosidad y una aún más grande timidez, y que si no
hubiera sido por los libros yo no sé en qué chatura de per-
sona me hubiera convertido: sin ideas y sin amigos. Los
libros llenaron mi imaginación y me quitaron, un poco,
la timidez.
Mi primer libro no lo compré en una librería, y tampo-
co lo compré yo, porque tenía solo siete años y no maneja-
ba dinero, así que me lo compró mi abuela una mañana en
que la acompañé a pagar cuentas, creo que fue en una tien-
da de calle Franklin, y lo elegí de entre muchos otros que se
exhibían como si fueran naranjas o limones dentro de un

54
canasto de mimbre. Aún conservo ese libro, era un cuento
de Hans Christian Andersen: La vendedora de fósforos.
El amante de las librerías es una declaración de amor a
los libros, y Claude Roy la escribe sin remilgos. Bellamente.
Claramente. Venera las bibliotecas, pero ama las librerías
porque es aquí, en las librerías, y no allá, en las bibliotecas,
donde puede llevarse los libros y no tiene que ir después a
devolverlos. Ama los libros y le gusta que los libros com-
partan su vida a toda hora y lugar, son sus amigos, con ellos
puede hablar de hombre a hombre, de ser humano a ser
humano. “Los libros o son personas o no son nada”, dice.
Claude Roy murió en 1997 en un país que nunca he vi-
sitado y que probablemente nunca visitaré. Si yo no hubie-
se leído este libro, es posible que nunca hubiera conocido
a Roy. Y a pesar de que él ya no vive en este mundo, y por
lo tanto no es posible que nos encontremos físicamente en
ningún tiempo ni en ningún espacio, gracias a los libros, yo
de todas formas puedo leer sus palabras e incluso escuchar-
las, aunque nunca haya oído su voz. Los libros son pura
magia, un milagro. Parafraseando a Roy, yo más bien diría:
los libros o son personas inmortales o no son nada.

***

Los espíritus librescos, el ratón de biblioteca que se ha he-


cho su ratonera en el papel impreso y se encierra en él como
el ermitaño en la cueva, no son en realidad los amigos de los
libros. Son incluso (involuntariamente sin duda) sus peores
enemigos. Amar a un ser no es encerrarse con él en una cel-
da hermética, amar los libros no es negarse a tener contacto
con todo lo que no sea ellos. Con los libros a los que se niega
todo contacto con la vida ocurre lo mismo que con las personas
a las que se enclaustra sin contacto con el mundo exterior:

55
se marchitan, se debilitan, pronto tienen cara de acelga y, de
tanto desmejorarse, acaban por perecer.

***

El amante de las librerías. Autor: Claude Roy, francés (1915-1997).


Traducción: Esteve Serra. Editorial José J. de Olañeta. 64 páginas.

56
ARENAS MOVEDIZAS

Pensar en la muerte es pensar en la vida y en sus pregun-


tas sin respuestas. Es adentrarnos en el abismo de lo que no
comprendemos racionalmente. El pensamiento es una de
las cosas que nos hace hombres, nos distingue de los anima-
les y de las otras formas de vida, y ese logos que tenemos es,
al mismo tiempo, nuestra gracia y nuestra desgracia.
Henning Mankell escribió este libro una vez que se en-
teró que padecía un cáncer agresivo, y de hecho murió poco
tiempo después de terminarlo. Presumo que arenas move-
dizas debió de ser lo que imaginó que pisaba después que
le diagnosticaron su enfermedad. Un fluido viscoso que te
traga y que mientras más resistencia trates de oponerle, más
te hunde en él. Las historias tratadas por Mankell en este
libro son textos breves que junto con narrar una anécdota
personal se disparan a reflexionar sobre temas universales,
problemas universales, universalmente humanos. A ratos
me pareció estar al frente de una antropología personal:
profunda, arriesgada, valiente.
El libro está dividido en tres partes y contiene al final
un epílogo. Nadie se salva de morir, esa es la tragedia hu-
mana generación tras generación; miles de generaciones de
seres humanos antes que nosotros y después que nosotros
vivirán y morirán, y nada podremos hacer al respecto.
Este es un libro sobre un hombre, sobre los hombres
y sobre la humanidad: sobre los que encontramos en las
pinturas rupestres, sobre los valientes que dedican su vida a

57
pelear por las injusticias humanas, sobre los que protegen el
legado histórico escondiendo manuscritos en las arenas en
Tombuctú, y también sobre los que tratan de destruirlos.
También es sobre los legados que vamos dejando, sobre los
riesgos y las decisiones que vamos tomando. Es un libro
sobre el tiempo.
Mankell llegó a pensar una leyenda para su lápida que
diría: “He oído cantar al mirlo, luego he vivido”. Puede que
en esta frase esté reflejada su alegría de vivir; las ganas de
vivir que es, según él, la energía que mueve al mundo, lo
que también nos hace humanos.

***

Cerca de Sveg, el pueblo de dos mil habitantes de la región


de Härjedalen en el que me crié, había un vertedero munici-
pal. A principios de la década de 1950, cuando arrasaba la
última epidemia de polio en nuestro país, estaba totalmente
prohibido acercarse allí. Solo los que manejaban la basura,
aún con coche de caballos, los que llevaban los residuos y la in-
mundicia hasta el vertedero, podían visitar aquel lugar donde
las cornejas chillaban infatigables. Había algo aterrador en la
idea de los virus y bacterias que habría allí escondidos. A veces,
cuando me despertaba por las mañanas, apenas me atrevía a
estirar las piernas, horrorizado ante la posibilidad de que se
me hubieran paralizado durante la noche. Y no era yo el único
que abrigaba ese temor.
Lo más horrendo que podía imaginarme era que me afec-
tara a la respiración. En esos casos, te tumbaban en un pulmón
de acero y te pasabas allí años, hasta que llegaba la hora de la
muerte. Claro que aquella máquina jadeante salvó muchas
vidas, pero en las fotos parecía que conservaran a la gente en
una locomotora negra seccionada.

58
Nunca oí decir que hubiera que reducir el montón de ba-
sura del vertedero del pueblo. Los residuos no crecían necesa-
riamente con el incremento del consumo. La mayoría de los
envases se hacían aún de materiales que se degradaban rápido.
He vivido lo suficiente como para recordar la época en la que
enrollábamos los escasos restos del día en un periódico viejo y
los arrojábamos a un cubo y de ahí a un lugar donde termina-
ban por descomponerse sin necesidad de otra intervención. Me
crié en la “era del cartón”. Luego vino la “edad del plástico”,
en la que todavía vivimos.
Conservo algunos recuerdos nítidos de cómo fue cambian-
do todo.

***

Arenas movedizas. Autor: Henning Mankell, sueco (1948-2015).


Título original: Kvicksand. Traducción: Carmen Montes Cano.
Editorial Tusquets. 384 páginas.

59
DEL COLOR DE LA LECHE

La narradora de esta historia es Mary, una niña de quin-


ce años, alegre, astuta y perspicaz. No sabe leer ni escribir,
y no lo sabe porque en el año del señor de mil ochocien-
tos treinta no era necesario que una muchacha campesina
supiera hacerlo. Un día el señor Graham le enseña ambas
cosas, y Mary descubre que este conocimiento le servirá
para escribir su propio libro. Si no hubiera aprendido a es-
cribir, los hechos que cuenta hubiesen desaparecido a me-
dida que iban sucediendo, y se hubieran perdido como se
pierde todo lo que no se escribe; al escribirlos, su versión de
la historia no se desvanece en la nada, logra existir y perma-
necer en quien quiera conocerla. De algún modo el libro
que escribió Mary es la justicia que no existe en su vida.
Del color de la leche es un libro sobre la inocencia y so-
bre la maldad, sobre los roles que nos impone la sociedad y
sobre cómo a veces los tenemos tan interiorizados que cree-
mos que no pueden vivirse de otra manera, que son algo así
como una ley natural. Nell Leyshon lo escribe con la voz
de Mary y con los diálogos que entablan ella y los persona-
jes que acompañan el relato. Su lectura te coge y absorbe.
Incluso, si quisieras detenerte no podrías hacerlo. Cuando
finalmente acabas el libro un silencio afilado permanece en
tu interior. Puede durar varios minutos. ¿Qué es? ¿Estreme-
cimiento? ¿Incomprensión? ¿Comprensión y pesadumbre?
Más bien la sensación de una derrota.

60
Quizás la niñez y toda su vitalidad tengan algo que ver
con esta sensación. O tal vez sean los cuidados que Mary le
prodiga a su abuelo. Quizás sea el trabajo de sol a sol de sus
padres y hermanas. O la primavera llena de luz, de capullos
y flores. También pueden ser el verano y los frutos jugosos
y dulces que se cosechan de los árboles. El pan amasado
recién horneado o el queso. O el otoño con su viento suave
capaz de desprender las hojas secas de los árboles. Quizás
sea el invierno y el frío y la escarcha sobre las hierbas y el
fuego que enciende para las chimeneas; quizás sea el hielo
que penetra hasta los huesos. Acaso sea la presencia de Dios
o su ausencia. Quizás sea el chorro de sangre que brota y
corre por los pasillos y baja por las escaleras. Quizás sean
los hijos que las mujeres cargan en sus vientres como ben-
diciones o como frutos inevitables de la naturaleza huma-
na. Quizás sea que la historia contada por Mary se parece
a tantas que no quisiéramos que fueran ciertas, pero que
sí, lo son.
Tal vez sea que somos seres humanos y no podemos
hacer nada para evitarlo. ¿Alguien es más optimista?

***

este es mi libro y estoy escribiéndolo con mi propia mano.


en este año del señor de mil ochocientos treinta y uno he
llegado a la edad de quince años y estoy sentada al lado de mi
ventana y veo muchas cosas. veo pájaros y los pájaros llenan el
cielo con sus gritos. veo los árboles y veo las hojas.
y cada hoja tiene venas que la recorren.
y la corteza de cada árbol tiene grietas.
no soy muy alta y mi pelo es del color de la leche.
me llamo mary y he aprendido a deletrear mi nombre.
eme. a. erre. i griega, así es como se escribe.
61
quiero contarte lo que ha pasado pero tengo que tener cui-
dado de no apresurarme como hacen las vaquillas en la entra-
da, porque entonces iré por delante de mí misma y puedo tro-
pezarme y caerme y de todas maneras tú querrás que empiece
por donde se debe empezar.

y eso es por el principio.

***

Del color de la leche. Autor: Nell Leyshon, inglesa (Glastonbury


1962- ). Título original: The colour of milk. Traducción: Mariano
Peyrou. Sexto Piso. 176 páginas.

62
VOLVERSE PALESTINA

La palabra patria proviene de una voz latina que signifi-


ca la tierra de los padres. Pero también la podemos entender
como el lugar donde generamos nuestros afectos, nuestra
memoria de las cosas. Me pregunto: ¿cuándo, en qué mo-
mento de la historia de la humanidad dejamos de vagar
por la tierra buscando alimento y condiciones favorables
para vivir y decidimos que era mejor asentarnos en un solo
lugar? ¿En qué momento decidimos dejar de ser nómades
y convertirnos en sedentarios? Creo que fue ese instante el
que cambió nuestra sicología, y tal vez fue allí cuando se
nos creó la necesidad de un pedazo de tierra que se consti-
tuyera en nuestro refugio y al que entendiéramos como el
lugar al cual pertenecemos.
No tener una patria o ser expulsados del pedazo de tie-
rra que consideramos nuestra patria debe ser como un zar-
pazo al corazón o al hígado, una herida que permanecerá
en carne viva. Con esta herida a cuestas nos quedan dos op-
ciones: lanzarnos a un ataque igual de encarnizado contra
el malvado que nos atacó, o tratar de no caer en el círculo
de la destrucción. Lo más probable es que si nos llega a
pasar algo así, se nos vaya la vida intentando encontrar un
equilibrio entre una u otra opción.
Lina Meruane escribe Volverse palestina, un libro que
rescata y reflexiona sobre la patria de sus antepasados, de
su padre, de sus abuelos y, en algún sentido, también de sí
misma. El eje de su reflexión está articulado a partir de una

63
mirada –la de ella– desde dos puntos de vista. El primero
es una mirada personal, es ella escarbando en la memoria
de su padre, visitando la tierra palestina y sometiéndose
al encuentro de los ocupantes formales de esas tierras, los
israelíes. Esta primera parte lleva por título “Volverse pales-
tina”. En la segunda parte, Lina Meruane expone los ejes
del conflicto palestino-israelí y la voz de hombres y muje-
res que han expresado públicamente alguna opinión al res-
pecto. Esta segunda parte se llama “Volvernos otros”. Aquí
explora, entre otros elementos, el uso del lenguaje y cómo
este puede ser un arma para crear y justificar la violencia o
cómo podría convertirse en una herramienta que intente el
entendimiento entre los hombres.
Al leer este libro caigo en la cuenta de que las primeras
palabras que aprenden los niños que viven en el conflicto
están casi todas relacionadas a la agresión y la violencia:
enemigos, balas, muro, ejército, lo que también ocurre en
los juegos con que ensayan su vida futura. No puedo dejar
de pensar en las mujeres, los jóvenes y los hombres que vi-
ven en esta zona y en cualquier otro sitio donde se vive en
estado de guerra. En el miedo permanente en que se desa-
rrollan sus vidas. ¿Se llegará alguna vez a un entendimiento
entre las partes, o se trata de conflictos tan arraigados en la
cultura que llegan a formar parte de ella? Espero que no.
Espero que un día, ojalá cercano, las personas podamos ir
más allá de nosotros mismos y solucionar este y otros en-
frentamientos. Sé que es más fácil desearlo que llevarlo a la
realidad, que hay que estar en el pellejo del que sufre para
experimentar los sentimientos que se despiertan en unos y
otros, pero todo parte por el deseo de lograr un cambio. A
mí me gustaría que ellos desearan estar y vivir en paz.

64
***

Regresar. Ese es el verbo que me asalta cada vez que pienso


en la posibilidad de Palestina. Me digo: no sería un volver
sino apenas un visitar una tierra en la que nunca estuve, de la
que no tengo ni una sola imagen propia. Lo palestino ha sido
siempre para mí un rumor de fondo, un relato al que se acude
para salvar de la extinción un origen compartido. No sería un
regreso mío. Sería un regreso prestado, un volver en el lugar de
otro. De mi abuelo. De mi padre. Pero mi padre no ha querido
poner pie en esos territorios ocupados. Solo se ha acercado a
la frontera. Una vez desde El Cairo, dirigió sus ojos ya viejos
hacia el este y los sostuvo un momento en el punto lejano donde
podría ubicarse Palestina.

***

Volverse palestina. Autora: Lina Meruane, chilena (1970- ).


Penguin Random House. 202 páginas.

65
LA NOSTALGIA FELIZ

En La nostalgia feliz, libro presentado como una fic-


ción autobiográfica, la autora de ascendencia belga Amélie
Nothomb regresa a Japón, el país de su infancia. Visita las
ciudades de Kobe, Kioto, Tokio y Fukushima, entre otras,
acompañada de un equipo de la televisión francesa intere-
sado en rastrear aquellos lugares donde transcurrió la in-
fancia de la escritora. Así, el 27 de marzo de 2012 parte al
Japón de sus recuerdos y durante diez días recorre y visita la
casa donde vivió –que ya no existe porque fue derrumbada
por un terremoto–, se reencuentra con Nishio-san, su nana
o más bien su madre, según lo que dicta su corazón; tam-
bién recorre el yochien o jardín de infantes y se reencuentra
con Rinri Nakano, antiguo novio de juventud.
Amélie Nothomb escribe en las primeras páginas del
libro: “Lo que has vivido te deja una melodía en el interior
del pecho: eso es lo que a través del relato nos esforzamos
en escuchar. Se trata de escribir este sonido con los medios
propios del lenguaje. Esto implica recortes y aproximacio-
nes. Podamos para desnudar la confusión que se ha apode-
rado de nosotros”.
Me parece que la melodía del relato de Nothomb es la
melodía de una natsukashii, palabra japonesa que se usa
para designar una nostalgia feliz. En japonés no existe una
palabra para designar nuestra nostalgia, que es más bien
dolorosa, triste. Un o una –no sé qué género tiene en japo-
nés, no sé tampoco si las palabras japonesas tienen género–,

66
insisto un o una natsukashii lo entiendo más bien como
un bonito recuerdo. Pues visitó el Japón de sus recuerdos
bonitos y luego quedó vacía.
En una parte del libro Amélie es acompañada en una en-
trevista por Corinne Quentin, la intérprete francés-japonés
más conocida de Tokio. Amélie, que ha comenzado a olvi-
dar el japonés, le cuenta a su entrevistadora qué es lo que
ha significado su visita a estas tierras, pero no da con las
palabras justas y la traductora le ayuda a decir lo que quiere
decir. Nothomb se da cuenta de que para traducir su reco-
rrido por el Japón de su niñez, la traductora dice nostalgic
y no natsukashii. Amelie le pregunta después a la intérprete
por qué usó esa palabra, la occidental nostalgic en vez de
natsukashii, y Corinne le explica que “natsukashii es el mo-
mento en que el recuerdo hermoso regresa a la memoria y
la llena de dulzura”, pero que cuando ella estaba hablando
su expresión y su voz expresaban pena, por lo que inter-
pretó que se trataba de una nostalgia triste, que no es un
concepto japonés.
Quedé perpleja ante esta revelación: ¿acaso los japo-
neses no sienten tristeza cuando extrañan algo o a alguien
muy querido?, ¿no anhelan dolorosamente el hogar cuan-
do no están en él?, ¿no tienen ese sentimiento o lo sien-
ten, pero no quieren nombrarlo? ¿Cómo no va a haber
una palabra para designar lo que nosotros entendemos por
nostalgia?
Tal vez la influencia japonesa de Amélie Nothomb la
marca más de lo que ella cree, y si bien la expresión de su
cara y el tono de su voz eran de tristeza al recordar su Ja-
pón, el libro que escribió no trae esa melodía; para mí, lo
que ella ha escrito parece una natsukashii, un sentimiento
profundamente japonés y no una narración nostálgica al
estilo occidental; o tal vez sea más correcto decir que ha

67
escrito una mixtura japonesa-europea, es decir, una emo-
ción o sentimiento completamente nuevo.

***

Todo lo que amamos se convierte en una ficción. De las


mías, la primera fue Japón. A los cinco años, cuando me
arrancaron de allí, empecé a contármelo a mí misma. Las la-
gunas de mi relato no tardaron en incomodarme. ¿Qué podía
decir yo del país que creía conocer y que, con el transcurrir de
los años, se iba alejando de mi cuerpo y de mi mente?

***

La nostalgia feliz. Autora: Amélie Nothomb, belga (1966- ).


Título original: La nostalgie heureuse. Traducción: Sergi Pamies.
Editorial Anagrama. 144 páginas.

68
VERANO EN BADEN-BADEN

En 1867, Fiódor Dostoievski, el escritor ruso, tiene


cuarenta y seis años de edad y se casa con la que será su
segunda esposa, Ana Grigorievna, la taquígrafa a la que le
había dictado lo que a la fecha era su último trabajo, su
famosa novela titulada El jugador. Verano en Baden-Baden,
el libro de Leonid Tsypkin, intenta reconstruir, a partir de
este momento, el período en que Dostoievski vive junto a
Ana Grigorievna; aunque tal vez reconstruir no sea la mejor
forma de describir la manera en que está narrado el libro.
Lo que Leonid Tsypkin hace es imaginar y escribir, lo más
cercano a los hechos, los lugares que la pareja visitó en su
periplo por algunas ciudades europeas y el final de la vida
de Fiódor en San Petersburgo.
Dostoievski es entonces el protagonista de este libro
junto a su devota segunda esposa y al narrador, que nun-
ca sabemos quién es, pero que sospechamos es la voz del
propio Tsypkin que le rinde un apasionado homenaje al
maestro ruso.
A partir de oraciones eternas, que no permiten pau-
sas y que pasan de un tema a otro en un trayecto infinito
de asociaciones libres, viajamos por las ciudades, por sus
noches, sus inviernos, por los hogares, por los casinos de
juego, por el lecho de muerte. Ana Grigorievna queda fija
en nuestras cabezas zurciendo vestidos y abrigos para con-
seguir el dinero que más tarde Fedia apostará en la ruleta y
otros juegos de azar, pasión malsana que los mantenía entre
la dicha y la derrota, pero siempre juntos.
69
¿Fue la muerte de Dostoievski en San Petersburgo tal
como se narra en este libro? San Petersburgo, icónica ciu-
dad rusa que en mi imaginación es tan distinta a Lenin-
grado. Después de leer Verano en Baden-Baden, siento que
conozco San Petersburgo aunque nunca haya estado allá.

***

Yo iba en tren, un día de pleno invierno de finales de di-


ciembre, y como me dirigía al norte, a Leningrado, y empezó
a oscurecer pronto detrás de las ventanillas, tan solo veía las
luces brillantes de las estaciones de las afueras de Moscú, que
relampagueaban y se desvanecían de nuevo detrás de mí, como
arrojadas por una mano invisible.

***

Verano en Baden-Baden. Autor: Leonid Tsypkin, ruso (1926-


1982). Traducción del ruso: Víctor Vladimirov y Elena de Grau.
Editorial Seix Barral. 224 páginas.

70
EL FINAL DE LA HISTORIA

En esta novela los personajes principales no tienen


nombre; se llaman yo –la narradora– y él. La narradora
es una escritora que se enamora de un hombre doce años
menor que ella, y que para olvidarlo o sacárselo del cuerpo
y del pensamiento una vez que la historia llega a su fin, es-
cribe una novela que arranca así: “Si alguien me pregunta
de qué trata la novela, le diré que de perder a un hombre”.
El encantamiento fulminante que se inicia cuando
la narradora conoce a este hombre abre una caja de Pan-
dora donde junto a la pasión obsesiva por él, emergen,
disparadas, emociones que la queman y le hacen daño:
desconfianzas, dudas, celos, caprichos. Habla poco de su
amor por él, se detiene más en los errores que cometió y
en cómo se desesperó ante su inminente abandono y ante
la partida final. Amargo como el té que un desconocido le
ofreció en una librería donde se refugió como una vaga-
bunda que busca un objeto perdido que sabe que nunca
encontrará. Amargo; así sabía este hombre, y aún así le
dolía su ausencia.
Seguramente el tiempo calmará la aflicción y hará
desaparecer su recuerdo; tal vez no. Quizás quede incrusta-
do como un insecto dentro de una gota de resina y pase a
formar parte de ella y esté allí dentro y siga allí dentro aun-
que no logre percibirlo. Tan difícil como superar el aban-
dono, debe ser aceptar la seguridad del olvido. No de que
él la olvide a ella, sino de que ella lo olvide a él, que ya no

71
esté ni siquiera en sus pensamientos, que desaparezca de su
vida completamente.
El final de la historia es un libro obsesivo y doloroso;
por lo menos a mí me dolió, sabe a confesión y a olvido.

***

La última vez que lo vi, sin saber que sería la última, yo


estaba sentada en la terraza con una amiga y él cruzó la verja,
sudando, con la cara y el pecho colorados, y el pelo húmedo, y
se paró a hablar con nosotras, muy amable. Se acuclillaba en
el suelo de cemento rojo, o se apoyaba en el filo de un banco
de madera.
Era junio y hacía calor. Había sacado sus cosas de mi ga-
raje para cargarlas en una furgoneta. Pensé que se las llevaba
a otro garaje. Recuerdo lo colorado que estaba, pero tengo que
imaginarme sus botas, sus muslos anchos y blancos cuando se
ponía en cuclillas o se sentaba, y la posible expresión de su cara,
franca, amistosa, mientras hablaba con aquellas mujeres que
nada le pedían.

***

El final de la historia. Autora: Lydia Davis, estadounidense


(1947- ). Título original: The end of the story. Traducción del
inglés: Justo Navarro. Editorial Alpha Decay. 248 páginas.

72
EL SANTO

Esta novela del escritor argentino César Aira se si-


túa en los últimos años de la Edad Media. El Santo era
un monje que obraba milagros en una pequeña ciudad
catalana empinada sobre unos acantilados del Mediterrá-
neo. Las primeras imágenes del libro, bellamente escritas,
evocan románticamente un espacio, un tiempo y un per-
sonaje. Pero esto no durará mucho, ya que el narrador
es un tipo del presente, contemporáneo, realista; intenta
tomar distancia de lo que está contando y ser objetivo,
pero está profundamente involucrado con los personajes
del relato. Esta fantasía, como la llama en un momento el
escritor, está cargada de ironía, de incredulidad, y si bien
hay momentos que provocan risa, hay otros en que no se
siente más que irritación. Hacernos transitar de la risa al
enojo, o de la ensoñación idealista a la cruda realidad, no
son más que méritos de Aira, quien construye así el sus-
trato propicio para mostrar –un poco en broma, un poco
en serio– algunos rasgos atribuibles a los hombres, otros
atribuibles a las mujeres y a algunos inconvenientes que se
dan en las relaciones de pareja, según la opinión de cierta
gente, sobre todo gente del tipo masculino más descreído.
A mí, por ejemplo, muchos aspectos de la realidad
se me aparecen tan insípidos, tan antipáticos, a veces tan
burdos, que busco con desesperación lo bello, lo bonda-
doso, lo ideal; lo que no existe por sí solo. De este li-
bro rescato, para meterlo en la bolsa donde guardo cosas

73
bellas, el nombre del mercenario que quería matar al San-
to (Cobalto), las palabras raras o en desuso que ocupa
Aira para describir una época pretérita (periclitar, falúa,
piélago o hurí) y el primer párrafo: “En una pequeña ciu-
dad catalana empinada en los acantilados sobre el azul
Mediterráneo, vivía un monje con fama de santo. Había
sido peregrino de muchas tierras, venía de lejos, pero des-
de que huyera de él la juventud se había afincado en el
monasterio del lugar, y allí envejecía lentamente. Trans-
currían los últimos siglos de la Edad Media, que pare-
cía como si no fuera a terminar nunca. La cultura de la
época, sus sueños, sus guerras, se desarrollaban sobre el
suelo europeo como una colorida alfombra a la que el
Tiempo volvería Historia. Por el momento era una con-
fusión nada más. Nadie se ocupaba de aclararla, porque
no les convenía y porque los trabajos de la Razón estaban
devaluados. La fe subyugaba al pueblo. Era una época de
milagros y resurrecciones, en la que todo era posible. Se
mezclaba el saber con la ignorancia, y las rigideces del
dogma corrían lado a lado con las libertades de lo coti-
diano. Ciclos inmutables de las estaciones embebían las
fachadas de las grandes iglesias, verdaderos palacios de lo
sobrenatural, a los que acudía una grey siempre mayor en
busca de la poesía y fantasía que no tenían en sus vidas.
También en busca de consuelo y esperanza, bienes tan
apreciados como necesarios. En ese estadio de la civiliza-
ción la esfera humana se encontraba relativamente inerme
frente a los embates naturales de sismos, plagas, epide-
mias, inundaciones, incendios forestales, sin contar con
los males inevitables como el envejecimiento y la muerte,
contra los cuales ni los avances de la ciencia ni los de la
magia podrían nada en el futuro. Aunque sin hacerse mu-
cha ilusión, el hombre se volvía a Dios”.

74
***

Ese pensamiento (“Son todas iguales”) que tantos hom-


bres habían tenido antes que él terminó de decidirlo. No tenía
por qué seguir pegado a esta aprendiz de bruja solo porque le
entregaba su bello cuerpo. Podría volver a hacer la comedia
del amor con otra, y no habría gran diferencia. Si había cali-
ficado de incomparable el cuerpo de Poliana, quizás se debía a
que no se había tomado el trabajo de compararlo. Además, no
todas eran iguales, al contrario: todas eran distintas, y le pro-
porcionarían satisfacciones diferentes. En la variedad estaba el
gusto. Eso volvía felizmente descartables a las mujeres.

***

El Santo. Autor: César Aira, argentino (1949- ). Penguin


Random House. 144 páginas.

75
GRATITUD

Oliver Sacks murió el 30 de agosto de 2015. Tam-


bién un 30 de agosto, pero dos años antes, había muerto
mi padre. La coincidencia no importa, ni siquiera debería
mencionarla, solo que al enterarme de la fecha en que había
muerto Oliver Sacks, después de leer el libro, caí en la cuen-
ta de que yo nunca sabría lo que mi padre sintió desde que
tuvo conciencia de que iba a morir; no pudo verbalizarlo,
no estaba acostumbrado a expresar sus sentimientos, tal vez
no sabía cómo hacerlo. Días después de que esto sucediera
–que tomara conciencia de que iba a morir– y cuando ya una
parte de su cuerpo estaba muy enfermo, al mirar su rostro
me di cuenta de que sus ojos contemplaban el vacío; y otro
día, a pesar de lo débil que estaba físicamente, me fijé que
desde su pecho se irradiaba una fuerza furiosa hacia el exte-
rior. Estaba tan lúcido todavía, su mente quería quedarse,
pero su cuerpo no respondía a la llama que aún ardía briosa
allí dentro. Tengo la sensación de que Oliver Sacks estaba
tranquilo; mi padre, en cambio, sentía rabia. Con mi padre
aprendí que no tenía que tratar de interpretarlo: él a veces
pensaba y decía cosas completamente inesperadas para mí.
Gratitud es un libro compuesto por cuatro ensayos
autobiográficos escritos por el neurólogo y escritor Oliver
Sacks cuando tenía entre ochenta y ochenta y dos años de
edad, y la muerte había comenzado a rondarlo. Estos cua-
tro ensayos breves poseen, como lo indica el título del libro,
un profundo tono de gratitud hacia lo que la vida le dio.

76
Oliver Sacks fue siempre diferente al resto. De niño
buscó y encontró refugio y compañía en los elementos de
la tabla periódica. Nunca conocí a alguien que al cumplir
once años dijera “soy sodio” –en alusión al número ató-
mico de este elemento–, o que al cumplir ochenta años
celebrara su cumpleaños de mercurio. Tal vez mis grises
años de juventud hubiesen sido distintos si hubiera pensa-
do que a los veintiséis estaba viviendo los magnéticos años
de hierro, o a los veintinueve los bellos y superconductores
años de cobre.
Después de leer Gratitud, no puedo evitar preguntar-
me: ¿quiénes de nosotros moriremos en paz?, ¿quiénes lle-
nos de rabia?, ¿quiénes sin darnos cuenta siquiera? Tal vez
las respuestas a estas preguntas tengan que ver con la ma-
nera en que hemos vivido. Tengo la impresión de que Sacks
fue un hombre que vivió la vida plenamente y se marchó
de este mundo con el corazón liviano, al igual que muchos
de sus pacientes octogenarios o nonagenarios que recitaban
el cántico evangélico Nunc dimittis: “Ahora Señor, según tu
promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz”.

***

Hace unas semanas, estando en el campo, lejos de las luces


de la ciudad, vi todo el cielo “espolvoreado de astros” (en pala-
bras de Milton); imaginaba que ese cielo solo se podía ver desde
mesetas altas y áridas como la de Atacama, en Chile (donde es-
tán algunos de los telescopios más potentes del mundo). Fue ese
celestial resplandor lo que de repente me hizo comprender que
me quedaba muy poco tiempo, muy poca vida. Mi percepción
de la belleza y eternidad de los cielos se vio indisolublemente
unida a una sensación de fugacidad… y muerte.

77
***

Gratitud. Autor: Oliver Sacks, inglés (1933-2015). Título


original: Gratitude. Traducción del inglés: Damià Alou. Editorial
Anagrama. 72 páginas.

78
EL HOMBRE QUE AMABA A LOS PERROS

La palabra utopía está formada a partir del griego u


(no) y topos (lugar), etimológicamente significa el no lugar.
Dicen que el primero en utilizarla fue Tomás Moro para un
libro que se llamó precisamente así: Utopía. Las utopías son
lugares que no existen en la realidad, existen en nuestros
sueños y posiblemente nacen de nuestros deseos de justicia,
pero como provienen de nuestros mejores propósitos y, por
lo tanto, son solo ideas bien intencionadas, al tratar de lle-
varlas a la realidad se encuentran con escollos muchas veces
infranqueables: nuestros egoísmos y toda clase de bajezas.
Las utopías llevadas a la realidad son verdaderas luchas en-
tre el ángel y el demonio que llevamos dentro.
El hombre que amaba a los perros es una novela cons-
truida a partir de personajes históricos. Los más importan-
tes: Liev Davídovich Trotsky –uno de los dirigentes de la
revolución rusa de 1917–; su asesino, Ramón Mercader del
Río, comunista catalán, agente de Stalin; e Iván Cárdenas
Maturell, representante de todos las personas anónimas
que vivían o viven la utopía del comunismo.
¡Qué vano sería de mi parte decir siquiera una sola pala-
bra sobre la ideología comunista, sobre Marx o sobre Trots-
ky! Soy demasiado ignorante al respecto, y solo quisiera ex-
poner –a modo de defensa– algunos de mis acercamientos.
Cuando tenía unos quince años, tratando de entender esos
odios y amores tan apasionados que se despertaban entre
las personas que me rodeaban al oír hablar sobre comunis-
tas y/o marxistas-leninistas, decidí juzgar por mis propios
79
medios y averiguar si yo también participaba apoyando a
uno u otro bando. En alguna parte conseguí un ejemplar de
El capital; intenté leerlo, no lo conseguí. Luego fui tras El
Manifiesto Comunista y lo único que recuerdo fue que me
gustó, románticamente, la primera oración: “Un fantasma
recorre Europa: el fantasma del comunismo”. No me juz-
guen superficial, solo era una niña y los libros con los que
intentaba entender por mí misma el problema eran muy
complejos y sobrepasaban largamente mis capacidades.
Después de estas dos tan poco fructíferas aproximaciones,
lo dejé ahí, que siguiera dando vueltas en la cabeza durante
años y años. Suponía que me faltaba mucho contexto his-
tórico, económico, sociológico, pero sobre todo me faltaba
vivir. Quince años después de esos primeros quince años,
otros libros de Marx llegaron a mis manos: Manuscritos
de economía y filosofía, de donde leí algunas páginas sobre
el trabajo enajenado, y el primer capítulo de La ideología
alemana, libro escrito junto a su amigo Friedrich Engels.
Aquí encontré algo que me hizo mucho sentido. Tal vez no
me aportó en el entendimiento de la ideología que causaba
tantas pasiones, pero sí en el entendimiento de la vida que
me estaba tocando vivir. En esa época gastaba buena parte
de las horas de mis días en un trabajo que era alienante
y que lo único que le importaba era la productividad, el
retorno, las ganancias (para otros, no para mí). En uno de
los párrafos de La ideología alemana se lee: “Las ideas de
la clase dominante son las ideas dominantes en cada épo-
ca; o, dicho en otros términos, la clase que ejerce el poder
material dominante en la sociedad es, al mismo tiempo, su
poder espiritual dominante. La clase que tiene a su dispo-
sición los medios para la producción material dispone con
ello, al mismo tiempo, de los medios para la producción
espiritual”. Las ideas dominantes, es decir, aquellas que se
estaban confrontando con mis necesidades más espirituales
80
eran precisamente esas: productividad, retorno, ganancias.
Comprendí que esas ideas no eran verdades absolutas, sino
tan solo las ideas de otros. Entendí también que el traba-
jo material que realice una persona estará contribuyendo
al trabajo espiritual sobre sí misma. Me acuerdo que fue
un profesor que tuve en el Diplomado en Filosofía de la
Universidad Alberto Hurtado, el señor Rolando Salinas,
quien nos lo explicó muy didácticamente: “Imagínense lo
que este hombre está tratando de decir (se refería a Marx):
que un panadero tiene conciencia de panadero, un médico
tiene conciencia de médico, un profesor de filosofía tiene
conciencia de profesor de filosofía”, y así. Lo que hacemos
con nuestro tiempo, nos lo hacemos a nosotros mismos, y
todo esto va generando el espíritu de una época.
Leyendo El hombre que amaba a los perros, me dio por
pensar en una frase del filósofo español José Ortega y Gasset:
“Yo soy yo y mi circunstancia”. Y desde esta perspectiva leí
los destinos de Iván Cárdenas y Ramón Mercader.
En boca de Daniel Fonseca Ledesma, narrador del li-
bro, Iván Cárdenas fue “un hombre bueno contra el que el
destino, la vida y la historia se habían confabulado hasta
destrozarlo. Su mundo agrietado al fin se había deshecho y
lo había devorado de aquella manera absurda y terrible. Lo
peor era saber que de alguna forma –de muchas formas–,
la desaparición de Iván era también la de mi mundo y la
del mundo de tanta gente que compartió nuestro espacio y
nuestro tiempo”.
Cuando nace cualquier hombre, todo hombre, no lle-
ga a la nada, llega a una circunstancia ya instalada. Un es-
pacio y un tiempo; unos padres, los amigos de los padres,
una familia. Las certezas con que crecemos son las creencias
que estaban allí justo antes y a partir del momento en que
nacemos. Las vamos incorporando como propias, pero no

81
es hasta muy avanzada nuestra vida que, a veces, nos damos
cuenta que no nos pertenecen, que son ajenas a nosotros.
Ramón Mercader del Río hizo suyas las creencias de su ma-
dre, las de los amigos de su madre, las de la mujer que amó,
y según su forma de ser se las fue apropiando obediente-
mente. Ramón Mercader se convirtió en tantos hombres,
que casi se pierde por completo a sí mismo. Pero me pre-
gunto: ¿qué partícula de su ser nunca perdió?, ¿quién fue
aquel que nunca dejó de ser? Me oigo contestar así bajito,
casi al oído: nunca dejó de ser el hombre que amaba a los
perros.

***

Ana y yo habíamos logrado un nivel tan sanguíneo de


compenetración que, una noche de apagón, de hambre ape-
nas adormecida y calor (¿cómo es posible que siempre hubiese
aquel cabrón calor y que hasta la luna iluminase menos que
antes?), como si solo cumpliera una necesidad natural, comen-
cé a contarle la historia de los encuentros que, catorce años
antes, había tenido con aquel personaje a quien desde el mis-
mo día que lo conocí, siempre había llamado “el hombre que
amaba a los perros”. Hasta esa noche en que, casi sin prólogo y
como un exabrupto, decidí contarle aquella historia a Ana, ja-
más le había revelado a nadie de qué habíamos hablado aquel
hombre y yo y, menos aún, mis deseos, postergados, reprimidos
y muchas veces olvidados durante todos esos años, de escribir la
historia que él me había confiado.

***

El hombre que amaba a los perros. Autor: Leonardo Padura,


cubano (La Habana 1955- ). Editorial Tusquets. 768 páginas.

82
LA URUGUAYA

Lucas Pereyra es un argentino de cuarenta y cuatro


años, está casado con Catalina y tiene un hijo pequeño,
Maiko. Es escritor y está lleno de deudas; es el macho pro-
veedor que no puede proveer, y esto provoca que la frustra-
ción se le vaya acumulando en el cuerpo. Vive en Buenos
Aires y viaja a Montevideo, entre otras cosas, a encontrarse
con Magalí Guerra Zabala, la mujer que lo obsesiona desde
hace ya un tiempo.

Te abracé en la noche / era una abrazo de despedida / te


ibas de mi vida

Pedro Mairal hace de La uruguaya una novela ágil,


divertida, entretenida. Está narrada como una especie de
carta que Lucas dirige a Catalina contándole su versión del
período en que fue un traidor traicionado. ¡Pobre Lucas! Va
en una ascensión a la cima de la montaña, y justo antes de
alcanzarla se desbarranca por un precipicio.

Me atrapó la noche / la oscuridad traga y no convida /


quedé a la deriva
Tal vez fue un derroche / los sentimientos más bendecidos /
flotan como idos

Mairal hace de La uruguaya una novela del ethos con-


temporáneo. La masculinidad, el deseo y el amor, la fami-
lia. El querer, los hijos, el dinero.
83
Te besé en la noche / con aquel beso desconocido / que se
fue contigo
Te abracé en la noche / era una abrazo de despedida / te
ibas de mi vida
Te atrapó la noche / la oscuridad traga y no convida /
quedé a la deriva

No exenta de humor, es una perfecta tragicomedia.


Lucas se ríe de sus torpezas e ironiza sobre el niño y el
hombre que lleva dentro. Como desde el comienzo conoce
el desenlace de la historia que está contando, la narración
está cargada de melancolía que los versos de la canción Te
abracé en la noche y la interpretación de Fernando Cabrera
y Rubén Rada transmiten de manera total. Cuando pue-
dan, búsquenla en Youtube.

Te besé en la noche / con un sabor desaparecido / que se


fue contigo

***

Me dijiste que hablé dormido. Es lo primero que me acuer-


do de esa mañana. Sonó el despertador a las seis. Maiko se
había pasado a nuestra cama. Me abrazaste y el diálogo fue al
oído, susurrado, para no despertarlo, pero también creo para
evitar hablarnos a la cara con el aliento de la noche.
–¿Querés que te haga un café?
–No, amor. Sigan durmiendo.
–Hablaste dormido. Me asustaste.
–¿Qué dije?
–Lo mismo que la otra vez: “guerra”.
–Qué raro.
Me duché, me vestí. Les di mi beso de Judas a vos y a
Maiko.
84
–Buen viaje, me dijiste.
–Nos vemos a la noche.
–Andá con cuidado.

***

La uruguaya. Autor: Pedro Mairal, argentino (Buenos Aires,


1970- ). Editorial Emecé. 168 páginas.

85
LA CENA

La cena está estructurada a partir de los platos que un


par de hermanos con sus respectivas esposas piden en un
exclusivo restaurant donde se han dado cita para hablar del
acto delictual cometido, no premeditadamente, por sus hi-
jos adolescentes. Son cuarenta y seis capítulos ordenados en
el Aperitivo, los Entrantes, el Segundo, el Postre, el Diges-
tivo y la Propina.
El narrador de La cena es Paul Lohman, hermano me-
nor de Serge Lohman, candidato a Primer Ministro de Ho-
landa. Desde la mirada de Paul es desde donde conocemos
a Serge, su esposa Babette, sus hijos: Rick, Valerie y Beau,
y a la propia familia de Paul: Claire, su esposa y Michel, su
único hijo, un adolescente de dieciséis años.
Varias páginas en Internet en donde aparecen entre-
vistas a Herman Koch mencionan los dilemas morales que
plantean sus libros, incluidos, por supuesto, los de La cena;
en una de estas entrevistas, incluso el mismo autor decla-
ra que le gusta plantear dilemas morales a sus lectores. Es
cierto. Desde los primeros capítulos, y poco a poco a través
de la narración, se van presentando temas controvertidos
como el racismo, la hipocresía, las acciones que realizan
los hijos, las consecuencias y el nivel de responsabilidad
de ellos en dichos actos, el nivel de responsabilidad de los
padres, el uso de la violencia, el aborto de los hijos que,
consideramos, podrían no ser buenos o aptos para vivir en
la sociedad, el amor –lo que es y sus límites–; y así vamos

86
conociendo la personalidad de Paul, que a mi modo de ver
es también uno de los elementos importantes de la novela.
¿Cómo se sentirá vivir con ese veneno dentro? Es la
pregunta que recorre mi lectura a medida que Paul va des-
tilando una saña rencorosa. No muestra sentimientos com-
pasivos ni le agrada que sientan compasión por él. Cuando
se siente más orgulloso de su hijo lo describe como un de-
predador. Prefiere a los victimarios antes que a las víctimas,
cree que las víctimas nunca son tales.
Vivir implica ir apropiándose de posibilidades, pero
¿de qué depende lo que vamos tomando o lo que deci-
dimos rechazar? No logro recordar con exactitud en qué
otros libros se desarrolla esta idea, pero está claro que es
una idea ampliamente extendida la de que toda persona
tiende a ser la que le corresponde por naturaleza, y que
aplicada a todas y cada una de las personas del planeta,
enunciarlo me produce escalofríos. ¿Y si uno es un asesino?
¿Y si por naturaleza uno tiende a ser más un depredador
que una presa, y entiendo por presa a quien no anda a la
caza de nadie, sino que prefiere la cooperación, la colabora-
ción, hablo de cualquier hombre o mujer que vive su vida
a la manera socrática, prefiriendo padecer injusticias antes
que cometerlas? No puedo evitar preguntarme: Mariana,
¿dónde quedó la tan valorada diversidad? ¿Acaso el depre-
dador no es también parte de la naturaleza? Sí, pero...
Paul está diagnosticado con una enfermedad que nun-
ca se especifica, pero se puede inferir que es una patología
que le dificulta el control de la ira. ¿Serán sus pensamientos
venenosos consecuencia de su constitución biológica? Por
prescripción médica, Paul debe tomar unos medicamentos
que anulan la cólera y las acciones violentas que ella pro-
voca. Pero la nueva personalidad de Paul no es Paul, es un
remedo del hombre que ama y admira Claire. Al parecer

87
esta enfermedad tiene un alto componente hereditario, es
detectable a través de una amniocentesis, lo que, en Holan-
da, permite la opción de la vida o de la muerte del hijo o
hija que la padece. Si los avances médicos hubiesen estado
disponibles en el tiempo en que Paul fue concebido, sus
padres habrían podido optar por matarlo, y él no hubiese
nacido, ni hubiese nacido Michel, y la indigente en la case-
ta no hubiese… y Serge no… ni Beau…
¿O son Paul y Michel víctimas de su naturaleza, que es
como decir que no son responsables de sus actos?
Tengo la impresión de que la vida humana se hace cada
vez más compleja, y que hay materias que reclaman de cada
uno de nosotros una toma de posición. Cuando esto suce-
de uno debería ser capaz de recordar aquella sencilla idea,
presente en muchas culturas desde tiempos inmemoriales,
y que ha sido extendida con algunas variaciones de for-
ma, pero no de fondo: “No hagas a los demás lo que no
te gustaría que te hicieran a ti”. De este modo podríamos
orientar las acciones que realizamos y las que nos gustaría
que los otros también realizaran.

***

Íbamos a cenar en un restaurante. No diré en cuál, por-


que si lo digo puede que la próxima vez esté lleno de gente
que quiera ver si hemos vuelto. Había reservado Serge. De las
reservas siempre se ocupa él. El restaurante es uno de esos a los
que hay que llamar con tres meses de antelación, o seis u ocho,
ya he perdido la cuenta. Yo jamás querría saber con tres meses
de antelación adónde iré a cenar una noche determinada, pero
parece que hay gente a quien eso no le importa nada. Si dentro
de unos siglos los historiadores quieren saber cuán idiota era
la humanidad a comienzos del siglo XXI, no tendrá más que

88
echar un vistazo a los ordenadores de los llamados restaurantes
selectos, porque resulta que todos esos datos se guardan. Si la
vez anterior el señor L. estuvo dispuesto a esperar tres meses por
una mesa junto a la ventana, bien esperará ahora cinco por
una mesa al lado de la puerta de los servicios. En esos restau-
rantes, a eso se lo llama “llevar los datos de los clientes”.

***

La cena. Autor: Herman Koch, holandés (1953- ). Título


original: Het diner. Traducción: Marta Arguilé Bernal. Editorial
Salamandra. 288 páginas.

89
CONFERENCIA SOBRE LA LLUVIA

En el prólogo de este libro, Juan Villoro nos explica


que esta Conferencia sobre la lluvia es un largo monólogo
de un bibliotecario que ha perdido los papeles de una con-
ferencia, la que debe improvisar frente a un público que, al
final de la pieza nos enteramos, era de un único espectador.
Villoro declara: “Los devaneos de mi bibliotecario se ins-
criben en la larga estirpe literaria de la digresión, es decir,
en el distraído arte de decir una cosa para hablar de otra”.
No suelo practicar la digresión; cuando quiero hablar
de algo, mi pensamiento más parece una flecha imantada a
un blanco que la parsimoniosa ceremonia de la seducción.
Debería intentarlo. La digresión. Apartarme del amor para
hablar del amor. El tema de la conferencia de nuestro bi-
bliotecario es la lluvia, pero no cualquier lluvia, no la “llu-
via de ideas” de los empresarios, sino “el agua imaginada
por los poetas”. Y qué otra cosa podría ser el agua imagi-
nada por los poetas sino una tormenta fría en el corazón.
Si en algún momento me atreviera a practicar la digre-
sión, nunca podría ser hablando espontáneamente en voz
alta a un público, cualquiera sea este. Sufro lo que llamo
enmudecimiento por estrés; condición que, bajo presión,
me impide hablar y pensar al mismo tiempo. No sé si la
descripción será precisa. El cuadro es el siguiente: apenas
lanzo una palabra al aire se me produce un cortocircuito
que me impide seguir hilando las ideas, o más bien las ideas
se me borran, desaparecen. Tal vez la neurobiología actual

90
tenga una explicación para este comportamiento, no lo sé.
Cuando era chica y debía preguntar algo, supongamos a
algún profesor, las preguntas no me nacían de forma natu-
ral, y antes de formular la pregunta en voz alta, la ordena-
ba en mi cabeza eligiendo rigurosamente el orden de cada
palabra; recién cuando la pregunta estaba completamente
lista, la soltaba como cuando uno lanza un aro al cuello de
una botella. Actualmente he logrado superar en parte esta
condición, puedo preguntar sin haber construido antes la
pregunta en mi cabeza, pero siempre y cuando las frases
que deba decir sean cortas o duren el tiempo que media
entre una inhalación y otra. Si lo pienso bien, creo que mis
palabras necesitan un medioambiente relajado para orde-
narse, sino se rebelan y huyen.
Mejor volvamos al libro: el bibliotecario de Conferen-
cia sobre la lluvia nos cuenta, entre muchas otras cosas, de
Soledad, una chichimeca áspera y ruda de la que tuve la
tentación de transcribir todos los párrafos referidos a ella:
la chaparra imperial, la controladora de libros: “Cuando la
conocí admiré su determinación, su capacidad de orden,
su temperamento recio, incontrovertible. Miraba con tal
enjundia que pensé que ante sus ojos los libros se clasifica-
rían solos. Y no me equivoqué. Ordenó los libros con una
dedicación que solo puede tener alguien que los odia”.
Pero no era para hablar de Soledad que escribió la con-
ferencia, sino para hablar de otra mujer, de una que detiene
todas las búsquedas: Laura. Para hacer esto, el biblioteca-
rio usa un párrafo extraído de Rayuela de Julio Cortázar
que me permito ampliar: “Lo que mucha gente llama amar
consiste en elegir a una mujer y casarse con ella. La eligen,
te lo juro, los he visto. Como si se pudiese elegir en el amor,
como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja
estaqueado en la mitad del patio. Vos dirás que la eligen

91
porque-la-aman, yo creo que es al revés. A Beatriz no se la
elige, a Julieta no se la elige. Vos no elegís la lluvia que te va
a calar hasta los huesos cuando salís de un concierto”.
Laura, la mujer que no se elige. La que hace que caiga
un aguacero por dentro del propio cuerpo. Laura, el agua
de los poetas.

***

Vivo entre libros. Conozco su circulación, la manera en


que se ordenan, la dificultad para obtenerlos y preservarlos.
Trabajo en una biblioteca. Tal vez en el futuro todos los libros
se descarguen en una tableta encendida y sus letras caigan como
una lluvia solitaria, tal vez soy uno de los últimos prestamistas
que unían a las personas a través de los libros. Supongo que no
seremos totalmente prescindibles, no del todo. Los volúmenes
impresos en papel obligan a que las personas se conecten; pasan
de unas manos a otras. Mientras haya necesidad de encontrar
otras manos, habrá libros de papel. Lo más importante de los
libros son las manos que los entregan. (Pausa). No debería
hablar de eso. (Pausa). He ordenado una biblioteca a lo largo
de mi vida y los libros han desordenado mi vida”.

***

Conferencia sobre la lluvia. Autor: Juan Villoro, mexicano (1956- ).


LOM Editores. 82 páginas.

92
PODRÍA MORDER ESTO
Y OTROS POEMAS DE PERROS

Francesco Marciuliano escribe este libro en nombre de


los perros. Se pone en el pellejo de estos animales y presta
sus manos para escribir y su inteligencia para traducir al
lenguaje humano lo que ellos sienten en la convivencia con
el hombre. Los perros que aparecen aquí son ejemplares
dulces, cariñosos, juguetones, como Panda, el cánido al
que está dedicado el libro. Muchas fotografías acompañan
a los poemas de estos perros de casa, tan alejados como
nosotros de la naturaleza agreste que era su hábitat natu-
ral. En muchos de los poemas está presente la desespera-
ción de los perros ante el sonido del timbre o ante un plato
de comida, así como también la alegría de salir a correr
al parque después de un día completo de encierro en un
departamento. Siento ternura ante los perros de Marciulia-
no, pero también siento pena. Han ganado y han perdido
en esta cercana convivencia con los humanos. Han ganado
comodidad y han perdido independencia. Lo que tal vez ha
continuado invariable en el tiempo es la enorme compañía
que nos damos los unos a los otros.
No puedo dejar de pensar que los perros son lobos do-
mesticados. Que la estrecha relación se produjo hace miles
de años, y que tal vez fueron los lobos más mansos de la
manada, aquellos que eran dejados aparte, los que se acerca-
ron a los grupos humanos para coger la comida subutilizada
por tribus nómades. Me gustaría pensar, también, que no

93
fueron los hombres quienes domesticaron a los lobos, sino
que estos se domesticaron a sí mismos. Descubrimientos
paleontológicos hechos sobre roca sedimentaria encontra-
ron huellas de pie de un niño junto a las huellas de un perro
o de un lobo. Las huellas encontradas están desfasadas en
el tiempo, pero eso no quiere decir que más adelante no
se puedan encontrar pasos grabados en el suelo por donde
caminaron juntos, alguna vez, un niño y su perro.
Vivo hace muchos años en una calle en la que vive
un hombre con síndrome de Down. Ahora es un hombre,
pero yo lo conozco desde que era un niño; aunque decir
que lo conozco es una exageración, porque todo lo que sé
de él es lo que he observado durante estos años. El otro día
lo vi paseando a su perro, un pastor grande y bonito. Lo
llevaba amarrado a una correa. El hombre iba cantando en
voz alta lo que parecía un canto de alegría por salir a pasear
con su amigo. Resulta significativo verlos juntos, porque
su perro no es cualquier perro, es un perro cojo, camina
dando saltos porque le falta una de sus patas delanteras. Es
curioso cómo a veces elegimos a nuestras mascotas. Conoz-
co a otro niño que cuando le dieron a elegir entre muchos
perros que había en una perrera, eligió precisamente a uno
chico, blanco y crespo que también nació sin una pata y
además estaba medio ciego.
Mi padre amaba a los perros, y los perros lo amaban a
él. No le importaba la raza ni el tamaño; cuando los adop-
taba pasaban a ser un miembro más de su familia. Se pre-
ocupaba de que tuvieran un tarro grande de agua fresca y
comida. Mucho antes de que se instalara la costumbre de
recogerles los excrementos con una bolsa y después botarles
los desperdicios a la basura, él les abría la puerta de la calle
para que salieran a caminar y a hacer sus necesidades fuera
de casa. Varias horas después, incluso días después, los pe-

94
rros volvían dichosos de haber corrido a sus anchas, de ha-
berse peleado con algún otro perro o de haberse montado
a alguna perra en celos. Es tanto lo que la vida de mi padre
estuvo ligada a la de los perros, que no deja de ser inolvi-
dable lo que sucedió en el cementerio el día de su funeral.
Fue un suceso inesperado e inexplicable. Los hombres que
transportaban el carro donde iba el ataúd con el cuerpo
de mi padre olvidaron las sogas para bajarlo a la bóveda
familiar. Dejaron el carro junto a nosotros, mientras iban a
buscar lo que habían olvidado. Todos los que estábamos allí
presentes nos miramos contrariados. ¡Cómo podía suceder
una cosa así! ¡Qué poco cuidado! Pero entonces, de pronto
y de la nada, apareció un perro, de pelaje corto y negrísimo
que luego de olfatearnos se instaló tranquilamente deba-
jo del carro que cargaba a mi padre muerto. Nuevamente
nuestras miradas se cruzaron, pero ahora con una emoción
contenida. Cada quien tuvo su propia explicación ante este
hecho. La mía fue, tal vez, la más hereje y fantasiosa de
todas: el espíritu de mi padre se hacía presente en ese perro
para asistir a su propio funeral y decirme: mi cuerpo murió,
pero yo seguiré presente allí donde me necesites, en forma
de perro, en forma de árbol, en forma de halcón. Nómbra-
me, recuérdame y no me iré de ti.

***

Nunca han sido tímidos los perros para expresar sus emo-
ciones. Cuando están contentos, mueven la cola. Cuando están
nerviosos, mueven la cola. Y cuando están sufriendo de tedio,
mueven la cola –un lento y triste balanceo compuesto para
piano solitario– mientras su alma sigue tan vacía como el pla-
to que devoraron antes de rasgar una bolsa de basura repleta
de incertidumbre y pedazos de pizza.

95
***

Podría morder esto y otros poemas de perros. Autor: Francesco


Marciuliano, estadounidense (1967- ). Título original: I could
chew on this and other poems by dogs. Traducción: Andrés
Anwandter. Editorial Hueders. 108 páginas.

96
EL RUIDO DEL TIEMPO

El compositor Dmitri Dmítrievich Shostakóvich nació


en 1906 en San Petersburgo. En esos tiempos Rusia todavía
era gobernada por zares, aun cuando ya en el horizonte
se avizoraba una convulsa época de revoluciones. Tiempo
después, cuando creció, le tocó vivir, o mejor dicho sobre-
vivir, al poder absoluto de Iósif Stalin. Al morir en Moscú
el año 1975 aún no caían los muros que separaban a los
países comunistas de los capitalistas. Al contrario de otros
artistas que se exiliaron o fueron exiliados en diversos países
de Europa o América, Shostakóvich permaneció en su país.
En El ruido del tiempo, Julian Barnes narra en forma de
novela algunos aspectos de la vida del músico, uno de los
más importantes del período. Si tuviéramos que hacer una
distinción entre el ruido y la música, podríamos decir que
la música es un sonido armonioso, lo contrario de lo que
es el ruido. Por eso El ruido del tiempo se podría leer como
un libro sobre la época en que no había armonía. ¿La ha
habido alguna vez en alguna parte? No lo sé, así que mejor
avancemos sin trazar una respuesta.
Qué difícil debió ser para Shostakóvich crear la música
que creó a pesar de las presiones de la conducción soviética.
¿Qué obras hubiese escrito si no hubiese vivido en la Ru-
sia de Stalin? Imposible saberlo. La vida es con límites. La
vida pone sus condiciones, y con estas restricciones la gente
debe vivir y los artistas crear.
Dmitri compuso quince sinfonías, además de óperas,
conciertos para piano y violín, música de cámara y música
97
para películas. En la banda sonora de una cinta titulada El
primer escalón, de 1955, en una escena se escucha de fon-
do el vals número 2. No suena interpretado por una gran
orquesta, sino por una sencilla, contratada para ambientar
una fiesta popular. Son hombres y mujeres bailando ale-
gremente en la calle, sorteando el frío otoñal o invernal
(no podría precisarlo), y a diferencia de los más conocidos
valses vieneses, que suelen ser bailados por hermosas mu-
jeres con sus lindos vestidos dejándose llevar por la música
que reverbera en grandes salones de gente poderosa y opu-
lenta, este vals, en esta película, es disfrutado por la gente
del pueblo.
En una de las páginas de este libro se afirma: “El arte
no pertenece al pueblo que pregonaba la ideología marxis-
ta-leninista. El arte pertenece a todo el mundo y a nadie.
El arte pertenece a todas las épocas y a ninguna. El arte
pertenece a quienes lo crean y a quienes lo disfrutan. El
arte no pertenece más al pueblo y al Partido de lo que per-
teneció en otro tiempo a la aristocracia y a los mecenas”.
¡Cuán importante es que así sea! Que la música no tenga
dueños, como no lo tienen los planetas, ni la luna, ni el sol
ni las estrellas.

***

Al igual que sus hermanas, la primera vez que lo pusieron


delante de un piano tenía nueve años. Y fue entonces cuan-
do el mundo se volvió comprensible para él. O al menos una
parte del mundo; lo suficiente para sostenerlo durante toda
la vida. Entender el piano, y la música, le había resultado
fácil, al menos en comparación con entender otras cosas. Y ha-
bía trabajado con ahínco porque parecía fácil esforzarse. Y así
tampoco pudo escapar de su destino. Y a medida que pasaban

98
los años esto resultaba tanto más milagroso porque le pareció
un medio de mantener a su madre y sus hermanas. No era un
hombre convencional y el suyo no había sido un hogar conven-
cional, pero aun así… A veces, tras el éxito de un concierto en
que había recibido aplausos y dinero, casi se sentía capaz de
convertirse en aquello tan esquivo, el hombre de la casa. Aun-
que otras veces, incluso después de haber abandonado la casa
familiar, de haberse casado y haber tenido una hija, se sentía
todavía un chico perdido.

***

El ruido del tiempo. Autor: Julian Barnes, inglés (1946- ). Título


original: The noise of time. Traducción: Jaime Zulaika. Editorial
Anagrama. 208 páginas.

99
EN PANA

Con el pretexto de contar la historia de un viaje al nor-


te que el protagonista de este libro hizo con su padre un ve-
rano a bordo de un Opala rojo y antiguo, este libro transita
por automóviles, poetas, historia y recuerdos. Dicho viaje
al norte consideraba la visita a poblados como Los Vilos,
Ovalle, Montegrande, Vicuña, y luego a ciudades costeras
como La Serena, Coquimbo, Guanaqueros y Tongoy. Sin
embargo, alcanzar cada uno de estos lugares era una aven-
tura porque el Opala rojo se quedaba en pana. Ya fuera
que no quería partir o que se le acababa la batería, el viaje
siempre se veía truncado.
En Chile decimos que alguien se quedó en pana cuan-
do a ese alguien se le averió su automóvil y no puede lle-
gar a su destino. Estar en pana es estar detenido. Pero los
automóviles no se hicieron para quedar en pana, sino para
movernos en forma rápida y cómoda a lugares lejanos.
Hace apenas doscientos años no existían los automóvi-
les. Hoy, sin embargo, nos gusta movernos en auto aunque
vayamos a la vuelta de la esquina. Cuando pienso en el hoy
no puedo dejar de pensar en el ayer. En 1817, cuatro mil
hombres del Ejército Libertador de Los Andes cruzaron la
cordillera a pie desde Argentina hacia Chile. Es cierto que
también eran apoyados por caballos y mulas, pero la mayo-
ría lo hizo caminando. ¡Cruzaron la cordillera de Los An-
des caminando! ¡Y cargando víveres y armamentos! ¿Qué
clase de hombres éramos entonces?

100
“Nunca pude aprender a manejar. Alguna vez mi pa-
dre me quiso enseñar, pero no aprendí”. Con estas palabras
arranca el libro de Cinzano. Me parece un buen comienzo.
Podría, a partir de él, hacer un contrapunto. Yo sí pude
aprender a manejar. Mi padre trató de enseñarme formal-
mente a los dieciocho años: “Lo primero que debes hacer
si quieres que te enseñe a manejar un auto es aprenderte
las leyes del tránsito”, me dijo, así que antes de recibir su
instrucción debí memorizar todos los artículos de la ley.
No los aprendí todos, pero sí los suficientes para que con-
sintiese en darme sus lecciones. En todo caso, creo que yo
había aprendido a manejar mucho antes. Les contaré. En
mi casa no había una biblioteca muy grande. Mejor di-
cho, toda la biblioteca de la casa de mis padres consistía
en unos pocos libros. Entre esos pocos libros había uno de
mecánica de automóviles. Yo tendría unos nueve años y me
encantaba jugar con ese libro porque era el único que tenía
dibujos. Lo usaba como libro de clases de un imaginario
curso del cual yo era la profesora. En las páginas finales
había un Apéndice que yo utilizaba como la lista del curso.
Cuando nombraba a los alumnos de mi clase, sus apellidos
eran Austin, Chrysler, Citroën, Fiat, Peugeot, Renault; los
puntajes de sus pruebas eran las cilindradas del motor o el
tamaño de los neumáticos. Es posible que haya aprendido
a manejar hojeando ese libro. Mirando sus dibujos, los en-
granajes y los nombres de las piezas. Cilindros, pistones,
bujías, biela, cigüeñal, caja de cambios, rodamientos, pasti-
llas de frenos, pedal, manubrio, eje de dirección: todas ellas
son palabras de mi niñez.
Aunque también es posible que haya aprendido a ma-
nejar cuando todavía siendo una niña o una adolescente, me
sentaba en el asiento del copiloto y como la arena que absor-
be el agua del mar absorbía los movimientos de mi padre y

101
los sonidos del automóvil. Sentado enfrente del manubrio,
mi padre primero movía la palanca de cambios verificando
que estuviera en posición neutra, luego introducía la llave y
la hacía girar con un toque corto y preciso hasta encender el
motor, luego pisaba el embrague, ponía marcha atrás para
salir de la casa, miraba por los espejos laterales y por el retro-
visor cerciorándose de que no hubiera nadie detrás del auto
y aceleraba un poco, salía de la casa y giraba el manubrio
para estacionar, apretaba nuevamente el pedal del embra-
gue, ponía la primera velocidad, apretaba el acelerador y el
motor rugía hasta que cambiaba nuevamente la marcha a
segunda. Aumentaba la velocidad, el motor nuevamente se
tensionaba un poco así que nuevamente pisaba el embra-
gue, pasaba la marcha a tercera, aceleraba y las revoluciones
del motor disminuían, luego el motor volvía a tensionarse y
volvía a pisar el embrague, cambiaba a la siguiente marcha,
cuarta, y así. Toda una música que movía al automóvil y nos
llevaba a donde quisiéramos ir. “Tienes que escuchar el so-
nido del motor, él te indicará cuándo debes hacer el cambio
de velocidad”; esas fueron sus palabras cuando ya me pasó el
automóvil para que lo manejara, pero ni falta hacía que me
lo dijera, porque ese movimiento sincronizado y su sonido
ya los tenía incorporados.
Puedo incluso retroceder un poco más: antes de ser
una niña, antes de tomar ese libro de mecánica y de sen-
tarme en el asiento del copiloto. Antes, casi en el límite
de mi aparición en este mundo, me contaron que en el
tiempo en que yo nací mi padre manejaba una motone-
ta, así que cada fin de semana, siendo yo una guagua, mi
madre me envolvía en un montón de chales y se montaba
en la motoneta conmigo, en un brazo me cargaba a mí y
con el otro se abrazaba fuertemente a mi padre, mientras él
conducía su Lambretta. Los tres partíamos como un rayo a

102
la casa de mis abuelos. Puede ser entonces que las primeras
lecciones de conducción las haya tomado allí, cuando iba
detrás de la espalda de mi padre, cubierta con el pecho de
mi madre, custodiada por esos dos calores. En esos tiem-
pos yo sufría unos horribles dolores de oídos, y cuando ya
adulta me contaron de estos viajes pude suponer su causa.
Cuando cumplí tres años vendió la motoneta y se compró
su primer auto: un Austin blanco, no recuerdo el modelo,
un automóvil amplio, para la familia, pero muy viejo. Al
momento de comprarlo ya tenía unos veinte años de uso.
Era un auto muy divertido: cuando íbamos de paseo se
quedaba en pana, si teníamos alguna emergencia no partía,
pero cuando mi papá tenía que ir a alguna fiesta, giraba la
llave y con un solo toque el motor repiqueteaba fuerte y
claro. Tal vez algún día cuente las peripecias que vivimos
con ese auto, o con cualquiera de los otros autos que tuvo.

***

Ya no sé cuántos autos ha tenido. Antes del Opala tuvo un


Fiat 600 y después del Opala vino el Charade café, un cambio
radical y en cierto modo una manera de pasar al anonimato
después del Opala rojo. Luego tuvo una citrola, ese auto que
es una especie de símbolo, aunque no sabría decir de qué. ¿De
los chilenos y su afrancesamiento? ¿De la clase media nacio-
nal? ¿De la resistencia? El trabajador chileno no tendrá un
Rolls Royce, pero tendrá una citroneta del 75, decía Pinochet;
Víctor Jara tenía una citrola, una citrola naranja, decía mi
padre. A mí me daba la sensación de ir a la intemperie porque
a la citrola le entraba el viento por todas partes. Y después vino
la versión pirula de la citrola: un Citroën Visa. Un Citroën
Visa blanco…

103
***

En pana. Autor: Martín Cinzano, ecuatoriano (1977- ). Libros


del Laurel. 156 páginas.

104
RONDÓ PARA BEVERLY

Ocurrió los últimos días del verano, una mañana


resplandeciente. Una mariposa revoloteaba en mi jardín.
Seguí al principio distraídamente su vuelo, pero después
concentré toda mi atención en ella: se posó en una pequeña
margarita que crecía entre el pasto, succionó brevemente
el néctar de la flor y se dirigió a otra. Sus aleteos cortos y
sus alas de colores, no sé por qué, me alegraron el corazón.
Durante algún rato la mariposa llenó su barriga de azúcares
y luego desapareció. Esperé un tiempo largo a que volviera,
mientras una pregunta ociosa aparecía insistentemente: ¿a
dónde se habrá ido la mariposa?
Beverly Bancroft murió el 30 de julio de 2013. Algu-
nas semanas después, su esposo John y su hijo Yves Berger
concibieron este libro para que recordándola no muriera
completamente. Un bello gesto de amor. Por ella, para ella
y para nosotros. Rondó para Beverly es un libro breve, pero
no por eso insuficiente. Una elegía. John llama así a este
libro que escribe con Yves, una elegía. Un lamento, un
sollozo que no alcanza a ser dramático. Es un llanto que
tiene la levedad de Beverly. En sus páginas encontramos,
además de narración, fotografías, dibujos y pinturas. De
las fotografías, la primera, impresa a dos páginas, nos deja
ver un lugar personal, íntimo. ¿Qué nos puede decir de
una persona su habitación, o, como en este caso, su des-
pacho? Probablemente que Beverly en las noches frías en-
cendía la estufa a leña y se calentaba al calor de las llamas.

105
Que prefería los escritorios y mesas de patas torneadas al
mobiliario minimalista moderno. Que posiblemente en al-
gún momento, mientras escribía frente a su computador,
mirara por la ventana y detuviera sus ojos en el cielo azul,
las colinas de pastos verdes y las plantas que le gustaba regar.
Que le gustaba leer. No conozco a nadie que teniendo los
libros ordenados –o desordenados– de esa forma sobre una
mesa, no le gustara leer. En la página 11 y en la página 43
hay dibujos de Beverly realizados por John y por Yves con
la misma fecha, 01.08.2013, dos días después de su muerte.
Era la última vez que tendrían la posibilidad de observar la
silueta y la luz que irradiaba su cuerpo. ¿Qué luz irradia una
persona que acaba de morir?, ¿qué luz nos deja su recuerdo?
Es posible que lo que podamos captar dependa de cuán cer-
ca hayamos estado de ella, de qué clase de huellas imprimió
en nosotros o de cuán robustas hayan sido sus obras. Si mi-
ramos con los ojos de John, su luz, la de Beverly, era la de
una exploradora silenciosa y persistente.
Hace no mucho tiempo leí La muerte de la polilla,
breve ensayo de Virginia Woolf donde hace una delicada
observación de una polilla que una mañana de mediados
de septiembre llega a su ventana; eran sus últimas horas de
vida, pero Virginia no lo sabía; en un momento se da cuen-
ta de que cierta torpeza se empieza a apoderar de esta ma-
riposilla de colores pajizos y se detiene a observar la lucha
infructuosa, pero plena de dignidad, que libra este peque-
ño y frágil ser vivo ante la poderosa e invencible muerte.
El resultado, la rigidez y la parálisis en donde antes había
existido movimiento y color.
La mariposa que revoloteaba en mi jardín nunca vol-
vió. Uno no piensa en la muerte de las mariposas. Cuan-
do nos fijamos en ellas, las vemos siempre bonitas, alegres,
llenas de vida, y no pensamos que, precisamente por estar

106
tan llenas de vida ante nuestros ojos, en algún momento
estarán llenas de muerte. El tiempo de vida de las maripo-
sas es breve, todo depende de la especie de la que se trate y
si antes no se las come algún depredador. Algunas viven un
par de días, otras algunas semanas, las más longevas algo así
como un año. Beverly vivió 71. ¿Cuántos años iré a vivir
yo?

***

Te fuiste hace cuatro semanas. Anoche volviste por prime-


ra vez. O, para decirlo de otro modo, tu presencia sustituyó tu
ausencia. Estaba escuchando una grabación del Rondó n° 2
para piano (op. 51) de Beethoven. Durante casi nueve minu-
tos, por lo menos, fuiste ese rondó, o ese rondó se convirtió en
ti. Contenía tu levedad, tu persistencia, tus cejas arqueadas,
tu ternura.

***

Rondó para Beverly. Autores: John Berger (Londres 1926- París


2017) e Yves Berger (Alta Saboya 1976- ). Título original: Flying
skirts. Traducción: Pilar Vazquez. Editorial Alfaguara. 56 páginas.

107
AUTORRETRATO

¿Cómo debemos leer un libro llamado Autorretrato?


¿Debo creer que cada palabra aquí escrita es una percep-
ción honesta del escritor sobre sí mismo, y que los hechos
que se escriben sucedieron en realidad? ¿Acaso un auto-
rretrato es la persona ahí, dentro del texto? ¿Acaso puedo
tener acceso a conocer, aunque sea un poco, al hombre que
escribe este autorretrato?
El libro de Édouard Levé está escrito como un gran
párrafo que dura algo así como noventa páginas. Son frases
muchas veces carentes de emoción, apenas la constatación
de hechos, gustos, preferencias, recuerdos. Dan la impre-
sión de que no logran crear vínculos amorosos. Una vez
terminado el libro no resistí las ganas de conocer el ros-
tro de Levé, y cuando lo vi me sorprendió, a pesar de que
calzaba con la lectura que había hecho. Un rostro duro,
despojado de emociones, que no dejaba ver ni alegría ni
tristeza. Una mirada pétrea. Pocos años después de escribir
este libro, se suicidó. Tenía 42 años. Creí ver entonces que
dentro de esa coraza que era su cuerpo había un hombre
atormentado. Que sufría. “En poesía, no me gusta el traba-
jo con el lenguaje, me gustan los hechos y las ideas”. Esta
frase que aparece en su autorretrato me hace pensar que
predominaba en él su pensamiento, su parte racional. Fal-
taba en él una cierta fe, algún tipo de esperanza.
A veces, cuando leemos, nos nacen asociaciones que
no sabemos muy bien de dónde vienen. Me pasó al leer este

108
libro: me puse a pensar en cuadros cubistas. Como no ten-
go formación artística, mi manera de acercarme a las obras
de arte es desde la ignorancia, es decir, desde el instinto;
desde la sensación pura que causa en mí el encuentro con
la obra. Busqué pinturas cubistas, encontré como ejemplo
dos de Juan Gris: Retrato de Josette y Arlequín con guitarra.
El cubismo geometriza la realidad, la despoja de emociones
al fragmentar los objetos. Descompone los rostros y enton-
ces los ojos, la nariz, la boca, las orejas, la frente, las mejillas
pasan a ser simples elementos fuera de su unidad original,
que es el rostro. La realidad creada en el cuadro es caótica
y entonces nuestro ser, que necesita orden, trata de darle
un significado. Pero ¡qué difícil es descubrir en la mirada
de Josette algún destello de ternura o seducción!, ¿y cómo
podemos saber de qué forma la mano del arlequín tenía
agarrada la guitarra? ¿O la tiene a un lado reposando sobre
un sillón? No se entienda lo que escribo como una crítica
al cubismo, ¡cómo podría! Es que la primera impresión que
tengo al mirar pinturas cubistas es el desconcierto, y a ve-
ces, incluso, el desasosiego. Gugleando en Internet encon-
tré la siguiente cita atribuida a Picasso: “Cuando hacíamos
cubismo no teníamos ninguna intención de hacer cubis-
mo, sino únicamente expresar lo que teníamos dentro”.
¿Qué era entonces lo que tenían dentro? ¿Acaso una rotura
en el alma, un sinsentido de la mirada?, ¿rabia? Autorretrato
tiene algo de cubismo, así como también tiene mucho de
desesperanza; si no, cómo interpretar el final del libro: “El
día más hermoso de mi vida quizá ya pasó”.

***

De adolescente, creía que La vida, instrucciones de uso


me ayudaría a vivir, y Suicidio, instrucciones de uso, a morir.

109
He pasado tres años y tres meses en el extranjero. Prefiero mi-
rar hacia la izquierda. Uno de mis amigos se deleita en la
traición. Terminar un viaje me provoca el mismo dejo de tris-
teza que terminar una novela. Olvido lo que me desagrada.
Quizás he hablado sin saberlo con alguien que ha matado a
alguien. Me meto a mirar en callejones sin salida. No me da
miedo lo que haya al final de la vida. No escucho realmente lo
que me dicen. Me sorprende que me pongan un apodo cuando
apenas me conocen. Tardo en ver que alguien se está portando
mal conmigo, tanto me sorprende que me pase algo así: el mal
es, en cierto sentido, irreal. Archivo cosas. Le hablé a Salvador
Dalí cuando yo tenía dos años. La competencia no me estimu-
la. Describir con precisión mi vida me llevaría más tiempo
que vivirla. Me pregunto si de viejo me volveré reaccionario.
Sentado, con las piernas desnudas sobre cuero sintético, mi piel
no se desliza, rechina. Engañé a dos mujeres, se los dije, una se
mostró indiferente, la otra no.

***

Autorretrato. Autor: Édouard Levé, francés (1965–2007). Título


original: Autoportrait. Traducción: Matías Battistón. Editorial
Eterna Cadencia. 96 páginas.

110
EL CURIOSO INCIDENTE DEL PERRO
A MEDIANOCHE

Me gustaría saber a cuántos adolescentes les gusta


mirar el cielo de noche, y a cuántos les gusta llamar a las
estrellas por su nombre. Cuántos sienten curiosidad por
saber quién les puso esos nombres y cuál fue el motivo para
llamarlas así. Me gustaría saber cuántos están al día en las
teorías que tratan de explicar la formación del universo y
si se preguntan por su expansión o por la contracción que
podría sufrir en un par de millones de años, y también me
pregunto cuántos de ellos pueden identificar la constela-
ción de Orión o Centaurus.
Cristopher Boone, el protagonista de El curioso inci-
dente del perro a medianoche, es uno de esos adolescentes a
los que les interesa mirar lo que hay arriba de sus cabezas.
Además, se sabe todos los números primos hasta el 7.507 y
conoce los nombres de todos los países del mundo, inclui-
das sus capitales. No dice mentiras. No entiende metáforas.
Le gustan los perros. La gente le provoca confusión. No le
gusta que lo toquen.
¡Qué difícil hacer un comentario de este libro sin co-
rrer el riesgo de revelar algún elemento clave de la historia
que pueda arruinar el desenlace a algún futuro lector! Diré
al respecto que es una historia detectivesca donde Christo-
pher tratará de descubrir quién mató a Wellington, el perro
de la señora Shears, su vecina; y que lo logrará.
Me interesó la construcción de este personaje, cuya
voz la sentía más parecida a la de un niño que a la de un
111
adolescente. Su cerebro no funciona como el de la mayoría
de las personas. Su capacidad de observación es tan gran-
de que le perturba visitar lugares nuevos, pues es capaz de
captar detalles que pasarían inadvertidos para otras perso-
nas. Cuando, por algún motivo, esto sucede, para que su
cerebro no colapse del todo, debe cerrar los ojos, taparse las
orejas con las manos y gemir; de este modo evita que le lle-
guen raudales de información que no es capaz de procesar.
Tiene una habilidad sobresaliente para las matemáticas y la
física, pero es incapaz de deducir del rostro de una persona
sus intenciones o sentimientos, lo que le causa temor y por
eso, a veces, reacciona en forma violenta. Pero ¿qué pasa
cuando falla la figura de confianza de un niño o de una
persona adulta normal? ¿Cuál es la respuesta a una traición?
El mundo que creíamos conocer se disuelve y pareciera que
flotáramos sobre las nubes, pareciera que el piso ya no es
capaz de sostenernos y todo se ablanda y no somos capaces
de sostenernos y entonces nos preguntamos: ¿de qué o de
quién nos agarramos ahora? Si una persona que no tiene
mayores problemas para establecer relaciones de confian-
za puede sufrir, debido a la traición, una herida profunda
que tarde años en cicatrizar, ¿cómo será de difícil si esto
que describo le llegara a ocurrir a un niño especial, como
Cristopher?
Me gustaría saber para cuántas personas es importante
conocer la manera en que se formó la Tierra, la Luna y
todos los planetas del sistema solar, y cómo se formaron el
sol y las millones de estrellas que existen en la Vía Láctea
y en Andrómeda y en las otras galaxias del universo co-
nocido. Me gustaría saber cuántas personas calman su an-
gustia tratando de poner sus problemas en una dimensión
justa, pensando en lo minúsculo que somos comparados
con todo lo que hay en el universo, tal como acostumbra

112
a hacerlo Cristopher. Yo todavía no lo logro, quiero decir,
alguna vez lo he hecho y me ha resultado, pero la mayoría
de las veces se me olvida el lugar que ocupo. Debe ser esta
conciencia humana que me dice que soy yo entre otros y
que los unos y los otros somos, a pesar de nuestra insignifi-
cancia, importantes.

***

Pasaban siete minutos de la medianoche. El perro estaba


tumbado en la hierba, en medio del jardín de la casa de la
señora Shears. Tenía los ojos cerrados. Parecía estar corriendo
echado, como corren los perros cuando, en sueños, creen que
persiguen un gato. Pero el perro no estaba corriendo o dormi-
do. El perro estaba muerto. De su cuerpo sobresalía un horcón.
Las púas del horcón debían de haber atravesado al perro y ha-
berse clavado en el suelo, porque no se había caído. Decidí que
probablemente habían matado al perro con la horca porque no
veía otras heridas en el perro, y no creo que a nadie se le ocurra
clavarle una horca a un perro después de que haya muerto por
alguna otra causa, como por ejemplo de cáncer o por un acci-
dente de tráfico. Pero no podía estar seguro de que fuera así.

***

El curioso incidente del perro a medianoche. Autor: Mark Haddon,


inglés (1963- ). Título original: The curious incident of the dog
in the night-time. Traducción del inglés: Patricia Antón de Vez.
Editorial Salamandra. 272 páginas.

113
BALZAC Y LA JOVEN COSTURERA CHINA

Luo es un adolescente que ha sido llevado a una remo-


ta aldea china para ser reeducado; la aldea está ubicada en
“el Fénix del cielo”, una montaña que alberga a otros veinte
poblados dispersos a través de un único sendero que ascien-
de entre valles y despeñaderos. Junto a Luo encontramos
a su amigo, el narrador de este libro, viviendo el mismo
proceso. Es el año 1971, corren los tiempos en que Mao
Zedong implementa la revolución cultural, cuando los in-
telectuales del país debían marchar al campo para adquirir
los valores de los campesinos pobres. Los adolescentes de
nuestra historia no eran intelectuales, pues apenas habían
terminado sus clases en la escuela, pero eran tratados como
tales a causa de sus padres, quienes sí tenían educación y
eran considerados, por entonces, enemigos del pueblo.
Un día Luo conoce a la sastrecilla y se enamora de ella a
primera vista. La chica es una belleza sencilla y salvaje. Para
encontrarse con ella, Luo camina desde una aldea a otra
por un estrechísimo camino que linda con un precipicio.
La vida en el campo nunca ha sido fácil; tampoco lo era
para los jóvenes que eran destinados a la reeducación. Luo,
el narrador del libro y el Cuatrojos, otro amigo, debían
aplicarse a trabajos físicos rudos. Por ejemplo, al trabajo
de mineros. O al de labradores de los campos inundados
para el cultivo de arroz. A veces, nuestros amigos tenían
más suerte y como Luo era un gran contador de historias,
los enviaban a mirar películas a la ciudad más cercana para

114
después narrarla a los campesinos en una sesión de cine
oral. A veces, a pesar de la energía de la juventud, o tal vez
precisamente por eso, la soledad se les hacía insoportable;
el pesimismo se apoderaba de ellos cuando pensaban en las
pocas probabilidades que tenían de volver a sus antiguas
vidas, solo tres sobre mil.
Pero la vida de estos jóvenes cambia cuando encuen-
tran una maleta llena de libros que era escondida celosa-
mente por el Cuatrojos. En la China de Mao, los libros, sal-
vo El Libro Rojo de Mao o su versión simplificada llamada
El pequeño Libro Rojo, estaban prohibidos, así que hacerse
con este tesoro, tener la posibilidad de leer esta literatura
los llenará de coraje. Flaubert, Gogol, Melville, Romand
Rolland y Balzac. Los libros escritos por estos hombres,
sobre todo los de Balzac, harán descubrir a la rústica sas-
trecilla un fuego dentro de sí que aún no conocía. Uno de
los párrafos más bellos y elocuentes para mostrar lo que
nos pueden hacer los libros que leemos es cuando Luo nos
describe a la sastrecilla, que a esas alturas ya ha bebido bas-
tantes palabras de las novelas leídas: “¿De qué me acuerdo?
¿De si ella nada bien? Sí, a las mil maravillas, ahora nada
como un delfín. ¿Antes? No, nadaba como los campesinos,
solo con los brazos, nada de piernas. Ahora sabe nadar, in-
cluso el estilo mariposa… Lo que descubrió sola fueron los
saltos peligrosos. A mí me horroriza la altura, por lo tanto
nunca me he atrevido a darlos. En nuestro paraíso acuático,
una especie de poza completamente aislada, de agua muy
profunda, cada vez que trepa a lo alto de un pico vertigi-
noso para saltar me quedo abajo y la miro desde un plano
contrapicado casi vertical, pero me da vueltas la cabeza y
mis ojos confunden el pico con los grandes ginkgos que se
recortan por detrás, como una sombra chinesca. Se vuelve
muy pequeña, como una fruta pendiente de la copa de un

115
árbol. Me grita cosas, pero es una fruta que susurra. Un rui-
do lejano, apenas perceptible debido al agua que cae sobre
las piedras. De pronto la fruta cae flotando en el aire, vuela
atravesando el viento, en mi dirección. Por fin, se convierte
en una flecha de purpurina, ahusada, que se zambulle de
cabeza en el agua sin mucho ruido ni salpicaduras”.
La joven costurera china experimenta el poder de los
libros, ese poder que nos permite descubrirnos a nosotros
mismos, que le da forma a la libertad, a la posibilidad de
determinarnos y de elegir a dónde queremos ir.

***

El jefe del pueblo, un hombre de cincuenta años, estaba


sentado con las piernas cruzadas en medio de la estancia, cerca
del carbón que ardía en un hogar excavado en la propia tierra;
inspeccionaba mi violín. En el equipaje de los dos “muchachos
de ciudad” que éramos para él Luo y yo, era el único objeto del
que parecía emanar cierto sabor extranjero, un olor a civiliza-
ción capaz de despertar la sospecha de los aldeanos.
Un campesino se acercó con una lámpara de petróleo para
facilitar la identificación del objeto. El jefe levantó vertical-
mente el violín y examinó las negras efes de la caja, como un
aduanero minucioso que buscara droga. Advertí tres gotas de
sangre en su ojo izquierdo, una grande y dos pequeñas, todas
del mismo color rojo vivo.
Luego, alzó el instrumento a la altura de sus ojos y lo sa-
cudió con frenesí, como si aguardara que algo cayese del oscuro
fondo de la caja de resonancia. Tuve la impresión de que las
cuerdas iban a romperse de pronto y los puentes, a saltar en
pedazos.

116
***

Balzac y la joven costurera china. Autor: Dai Sijie, chino (1954- ).


Título original: Balzac et la petite tailleuse chinoise. Traducción
del francés: Manuel Serrat Crespo. Editorial Salamandra. 192
páginas.

117
GEOLOGÍA DE UN PLANETA DESIERTO

Ningún cerro es igual a otro, ningún río es igual a otro,


ni siquiera los granos de arena lo son. El que diga que sí,
que hay algunos iguales a otros, se equivoca. O sus obser-
vaciones son inexactas o no fue lo suficientemente veraz
en su descripción. Con las novelas que parecen ser auto-
biográficas y recogen las vidas de una misma generación,
pasa algo parecido; aunque hayamos visto las mismas series
de televisión o hayamos leído las mismas historietas, aun-
que nuestros padres se hayan comportado de forma similar,
aquejados de los mismos males, las historias de cada uno
de nosotros son diferentes. Es un halago. Como cuando
con ingredientes similares preparamos comidas que tienen
distintos sabores, o como cuando con las mismas palabras
escribimos textos tan distintos unos de otros. Me gustó el
tono del libro. Está escrito de manera sobria, como que-
riendo mantener la cordura ante tantos peligros.
El narrador protagonista de Geología de un planeta
desierto es Rodrigo, geólogo chileno que creció y vivió en
Antofagasta. Un día, sábado, junio, después de almuerzo,
aparece su padre en el departamento que comparte con
Magaly, una radióloga a la que conoció hace apenas unos
meses y con la que ha entablado una relación amorosa. La
presencia del padre, en la casa de su hijo, no tendría nada
de particular salvo que en este caso el hombre llevaba diez
años muerto. El fantasma del padre quería recorrer lugares
que habían sido significativos para él mientras estuvo vivo.
Visitar el puerto, caminar por las calles, reconocer lugares
118
cotidianos. Algunas cosas habían cambiado desde enton-
ces, otras seguían como estaban. La figura del padre es el eje
articulador que une el pasado, el presente y da luces sobre
el futuro de Rodrigo.
Dos paisajes visualmente muy distintos, pero geográfi-
camente cercanos, forman parte de la vida de Rodrigo: por
un lado el mar, su puerto, los barcos y las grúas; y por otro
el desierto, ese espacio de extensión abrumadora y silencio
vasto capaz de enloquecer o causar delirios a cualquiera que
ande desprevenido.
En el desierto, la escasez de lluvias solo permite for-
mas de vida que estén adaptadas a condiciones extremas
de alta radiación y muy poca humedad, y si bien existe
vegetación y fauna desértica, muchas veces es tan escasa
o minúscula que no la podemos ver; la oscilación térmica
diaria es muy amplia, temperaturas muy altas en el día y
muy bajas en la noche, lo convierten en un lugar extre-
mo. Del sustrato desértico es fácil extraer minerales, de
cobre, de hierro, de oro o de plata. El paisaje desértico
puede ser muy hermoso, basta dejarse llevar por el color
que reflejan los suelos cuando los rayos del sol caen en
diagonal sobre la tierra árida y se observa en el horizonte
la silueta de la inmensa cordillera. Una vez le pregunté a
mi hermano, que es geólogo y ha visitado estos lugares,
de qué color eran los suelos en el desierto, y esto fue lo
que me contestó: “Hermana, el desierto de Atacama tiene
muchos colores. Hay partes blancas como la nieve, que
son los salares. Hay otras partes que son grises. Otra cosa
son los colores del cielo. Esos son de todo tipo. Y bueno,
la noche es negra”.
Desierto es una palabra que puede ocuparse como ad-
jetivo: lugar despoblado, deshabitado, como en el título
del libro: planeta desierto. Pero también es una palabra que

119
se emparenta con desertor: el que abandona. El padre de
Rodrigo, consciente o inconscientemente, fue un desertor
de la vida, murió porque no pudo dejar de beber, murió
producto de su alcoholismo. El fantasma de su padre viene
a despedirse y a anunciar nuevas presencias.
La pena es un planeta desierto. Repito: la pena es un
planeta desierto. La frase me queda rondando en la cabe-
za. Quiero medir el tamaño de su pena. Concluyo que es
inconmensurable, como también es inconmensurable la
alegría, la sorpresa de escuchar los latidos del corazón de
un pequeño ser en gestación. Inconmensurable como los
granos de arena en un planeta desierto.

***

No hay dos cerros iguales: eso es lo primero que aprende


un geólogo. Podría haberlo dicho al comienzo. El problema es
que la frase solo funciona de día. De noche es discutible. Como
ahora, cuando no hay más que el parpadeo de las luces de esta
camioneta. Todo lo demás es tan oscuro como el interior de un
puño cerrado con fuerza. Aquí la noche es eso: un puño cerra-
do que te atrapa como a una mosca.
En este instante mi ubicación exacta es 22°22’50’’S;
68°23’23.61’’O.
Digamos que soy un punto exacto en medio del desierto de
Atacama. Aunque siendo más específico, también podría de-
cirse que soy un punto sobre el corazón de la anomalía plane-
taria; un destello sobre el lomo verdoso del Gran Metalotecto,
el lugar donde hay más cobre en el mundo.

***

Geología de un planeta desierto. Autor: Patricio Jara, chileno


(Antofagasta 1974- ). Editorial Alfaguara. 136 páginas.
120
NOSOTROS EN LA NOCHE

Addie Moore y Louis Waters duermen juntos en una


cama. Es de noche. Antes de conciliar el sueño conversan
larga y tranquilamente con la luz apagada. Son vecinos y
viven en la misma calle desde hace más de cuarenta años,
pero recién ahora, a sus setenta, vienen a conocerse. A tra-
vés de la ventana medio abierta del dormitorio se cuela
una ráfaga de brisa fresca y primaveral que mueve la cor-
tina formando ondas. Sus hijos tratarán de impedir que
ellos, ambos ancianos viudos desde hace muchos años, si-
gan pasando las noches juntos, como si estuvieran casa-
dos, pero sin estarlo. Deben acallar los rumores de algunas
lenguas malintencionadas que les hacen sentir que sus pa-
dres cometen actos desvergonzados y que faltan al decoro.
Creo que es importante destacar que Kent Haruf escribió
esta historia poco tiempo antes de morir, también a sus
setenta años.
La soledad, ese sentimiento que echa en falta la cerca-
nía con otro ser humano, no es privativo de la vejez, pero
se da más radicalmente en esta etapa de la vida, sobre todo
cuando el compañero o compañera que teníamos murió.
Dice el filósofo chileno Humberto Giannini, en el prólogo
de su libro La reflexión cotidiana, que la soledad es “la expe-
riencia de un desierto no buscado; de una convivencia de-
solada en que todo es tangencial, difícilmente convergente.
Encuentro ilusorio de vidas que permanecen en el fondo,
inconmensurables: cada cual en, y hacia, lo suyo propio”.

121
En este mismo prólogo, Giannini cita a modo de epígrafe
una frase corta y enigmática de Alcmeón de Crotona, filó-
sofo pitagórico del siglo VI a.C: “Perecen los hombres por
no saber unir el principio con el fin”. Desconozco el con-
texto en que Alcmeón de Crotona pensó esta frase, pero es
muy sugestivo que Giannini la incluya en un libro donde
reflexiona sobre el encuentro que tenemos todos los días
los seres humanos con otros seres humanos en lo que en-
tendemos por cotidianeidad, y que esta reflexión cotidiana
sea hecha ni más ni menos que mediante la conversación.
“Perecen los hombres por no saber unir el principio con el
fin”, podría querer decirnos que para no morir estando aún
vivos, podríamos dar un sentido a lo que hacemos diaria-
mente conversando sobre ello, incluyendo todas nuestras
actividades, desde que comenzamos el día hasta que este
llega a su fin. En otras palabras, que terminar el día conver-
sando sobre lo que han sido nuestras experiencias diarias
nos ayudaría a dar sentido a lo que hacemos, porque nos
alejaría de la soledad. Esa soledad radical en que vive el
hombre podría ser superada a partir del encuentro íntimo
entre amigos o amantes, o entre personas que quieran com-
partir su mundo cotidiano.
Miro por la ventana. Este libro me hace recordar viejas
tardes de primavera. Ese aroma a flores y ese calor tenue
con que se carga el aire de octubre. Recuerdo el viento,
entre tibio y fresco, que me golpeaba suavemente la cara
mientras caminaba al encuentro de un amigo con quien
nos juntaríamos a conversar. Todavía no alcanzo el tiempo
de la vejez y la soledad, no logro imaginarlas siquiera en mi
vida. Mientras me llega la hora espero que el tibio sol que
se cuela hoy por la ventana derrita la nieve acumulada en
las montañas, mientras poco a poco se oyen los murmullos
de las flores que están por surgir en una nueva primavera.

122
***

Y entonces llegó el día en que Addie Moore pasó a visitar


a Louis Waters. Fue un atardecer de mayo justo antes de que
oscureciera.
Vivían a una manzana de distancia en la calle Cedar,
en la parte más antigua de la ciudad, con olmos y almezos y
un arce que crecían a lo largo del bordillo y jardines verdes
que se extendían desde la acera hasta las casas de dos plantas.
Durante el día había hecho calor, pero al anochecer había
refrescado. Addie recorrió la acera bajo los árboles y giró ante
la casa de Louis.
Cuando él salió a la puerta, Addie le preguntó: ¿puedo
entrar a hablar de una cosa contigo?

***

Nosotros en la noche. Autor: Kent Haruf, estadounidense


(1943-2014). Título original: Our souls at night. Traducción:
Cruz Rodríguez Juiz. Editorial Penguin Random House. 132
páginas.

123
LA NOCHE DE LOS ALFILERES

Moco quiere hacer una película para recordar el mejor


momento que vivió en su vida. Para llevar a cabo su pro-
yecto interroga a los tres amigos que lo acompañaron hace
mucho tiempo, cuando eran unos adolescentes y las típicas
inseguridades de la juventud y las carencias de sus respectivas
familias los llevaron a cometer un delito. Mientras sus ami-
gos lo único que quieren es olvidar, Moco quiere atesorar
esos recuerdos como lo mejor que le ha sucedido en la vida.
La manera elegida por Santiago Roncagliolo para na-
rrarnos la trama de La noche de los alfileres es coral: la ver-
sión de cada uno de los protagonistas sobre su participación
en los hechos. Corría la década de los noventa y Carlos,
Manu, Moco y Beto estudiaban en un colegio de hombres.
Las hormonas bullían en sus cuerpos como el agua hir-
viendo dentro de una olla puesta al fuego. Para legitimarse
frente al grupo se comportaban en forma grosera, vulgar
y agresiva. Estos modales no caían bien a su profesora, la
señorita Pringlin, quien trataba de imponerles disciplina y
orden. Craso error, nunca se debe tratar de imponer nada
a un adolescente, a menos que uno quiera que la imposi-
ción se transforme en una guerra desatada y feroz. Una vez
que la señorita Pringlin cita a los padres de estos jóvenes al
colegio, se desencadena la locura. Moco era el que estaba
más solo en el grupo, junto a Manu. La madre de Moco
había muerto un par de años atrás y su padre no fue capaz

124
de hacerse cargo de él, vivían en la misma casa, pero pasaba
borracho todo el tiempo, así es que Moco debía procurar
el dinero para la comida de ambos, por lo que necesitaba
un trabajo fácil y lucrativo. Manu era hijo de un militar
traumatizado por las guerras que había luchado, el chico lo
idealizaba y necesitaba muchísimo, pero el padre no sentía
lo mismo. En cambio, Beto tenía una madre comprensible
y un padre preocupado, pero no estaba seguro de cómo
reaccionarían cuando se enteraran de su homosexualidad.
Finalmente, Carlos tampoco era un modelo de estabilidad
familiar: su padre iba y volvía, no se decidía nunca a de-
jar la casa o quedarse, y su madre lloraba a escondidas sin
preocuparse mucho de lo que hacía su hijo.
La Lima de los noventa, tiempo y lugar donde se desa-
rrolla la novela, era una ciudad donde el miedo estaba muy
presente, prácticamente todos los días había apagones, se-
cuestros y muertes; Roncagliolo toma para La noche de los
alfileres esta circunstancia social y la funde con los aconte-
cimientos que protagoniza este grupo de cuatro amigos.
Todos sabemos que un alfiler es un elemento pequeño
y aparentemente inofensivo, pero capaz de provocar dolor
si penetra la piel de algún ser vivo. ¡Pínchese un alfiler en
un brazo y verá lo que duele y cómo no lo olvida fácilmen-
te! Los chicos no querían pasar por la vida sin ser recorda-
dos, querían fama –a esa edad a veces se quiere ese tipo de
cosas–, querían que sus otros compañeros los admiraran y
los recordasen. Querían ser unos alfileres enterrados en la
carne viva de un ser humano. Tuvieron que mantener en
secreto el delito y fueron unos alfileres, pero nadie nunca
se enteró, salvo, tal vez, sus propias conciencias y nosotros,
los lectores de esta novela.

***

125
No éramos unos monstruos. Quizá nos pusimos un tan-
to… extremos. Y solo durante un momento. Unos días. Un
par de noches.
Eso no es nada. A nuestro alrededor, todo el mundo era
mucho peor.
Es verdad que lo que hicimos no aparece en los manuales
de buena conducta. Si acaso, en las páginas policiales, entre
los crímenes sexuales y los asaltos a mano armada. Pero, como
abogado penalista, puedo citar numerosos atenuantes: mino-
ría de edad, defensa propia, prescripción del delito… Y eso si
hubo delito. Ni siquiera estoy tan seguro al respecto. En un par
de horas podría tener un dictamen aquí mismo desbaratando
cualquier acusación.
Aunque, para empezar, yo me acogería a mi derecho a no
declarar.
No tengo ganas de sentarme frente a una cámara y con-
tarlo todo, como si fuera una aventura adolescente o un paseo
por la playa. ¿Por qué ahora? ¿Después de tanto tiempo? ¿Y por
qué recordar todo el horror? Me he pasado la vida tratando de
olvidarlo.

***

La noche de los alfileres. Autor: Santiago Roncagliolo, peruano


(Lima, 1975-). Editorial Alfaguara. 416 páginas.

126
KRAMP

Mientras examinaba el libro de María José Ferra-


da después de leerlo, pensaba en voz alta: “No debe ser
coincidencia. No puede ser coincidencia; es muy posible
que sea un libro autobiográfico, ¿pero qué elementos son
ficción pura y qué elementos pueden contrastarse direc-
tamente con su propia biografía? El padre de la pequeña
protagonista es nombrado en el libro solo con una inicial:
D. María José Ferrada dedica el libro a D; y en su portada
vemos una fotografía de un carnet del Registro Nacional
de Viajantes, el número 13.709, cuyo dueño es un señor
de nombre David y de apellido Ferrada, o por lo menos
eso es lo que se sugiere, pues el apellido no aparece com-
pleto”. Como no pude responder a la pregunta sobre lo
que era ficción y lo que no, asimilé el relato y a sus pro-
tagonistas como lo que sí son: una historia escrita en el
interior de un libro, con toda la realidad y dignidad que
esto conlleva.
En Kramp la historia es narrada por una niña que tam-
bién tiene por nombre una sola letra: M. En la mayoría de
los personajes de esta novela se ocupa este recurso. Como
ya dije, el padre de la niña es D, un amigo fotógrafo es E,
otro amigo es S. La mamá ni siquiera tiene una letra que
la identifique, no porque sea irrelevante, sino tal vez para
mostrar que una parte de ella vivía en otra dimensión. El
único personaje con nombre completo en Kramp es Jaime
Andrés Suárez Moncada. Si leyó el libro, sabrá por qué.

127
Cuando M tenía siete años, decidió que sería la ayu-
dante de D. D vendía productos de ferretería: clavos, se-
rruchos, martillos, picaportes y ojos mágicos, todos marca
Kramp. Como era vendedor viajante recorría un pueblo
tras otro ofreciendo sus productos. M quería viajar con él y
lo hizo durante un tiempo, muchas veces burlando las in-
dicaciones de su madre. Pero un día la dulce voz de M, que
nos explica su visión del mundo a partir de los elementos
que tiene a la mano, cambia. Un insecto de la suerte divide
su vida en un antes y un después. A partir de este momento
M sufrirá cambios físicos, psicológicos y emocionales que
nos revelarán el paso a un nuevo estado vital que la desafia-
rá a decir adiós a algunas cosas y dar la bienvenida a otras.
A veces, sobre todo cuando vemos que la realidad de
la que habíamos estado disfrutando se nos escapa como
agua entre los dedos, queremos con todas nuestras fuer-
zas detener el tiempo. Pero el tiempo no se puede detener,
aunque conozco personas que lo intentan. En la casa que
era de mis abuelos, en una de las paredes de la cocina, lugar
de encuentro de la familia, había un calendario; un objeto
inofensivo como el que imagino hay en casi todas las casas.
Un día, sin embargo, mi abuelo decidió que no quería ver
cómo seguían avanzando los días en el calendario. Lo dejó
detenido en la hoja del mes de agosto de año 1990, hizo un
círculo muy grueso con un plumón sobre el día 5, y nunca
más se cambió la hoja de ese calendario. Mi abuelo quiso
detener el tiempo el día en que mi abuela, su esposa, había
muerto.
En esta historia escrita por María José Ferrada no se
dice, pero no debe ser un disparate suponer que en el ca-
lendario de la mamá de M también hubo un día en que el
tiempo se quebró. Y seguramente también M tuvo ganas
de detener el tiempo, pero como era una niña no sabía de

128
qué modo hacerlo. No se le ocurrió dejar de pasar hojas en
el calendario, como lo hizo mi abuelo, aunque ese recurso
desesperado también es infructuoso, cualquiera sabe que
nadie puede detener el tiempo. Así que M se dedicó a ver
pasar los días, y mientras se sucedían unos tras otros ella
crecía, y algo más que el tiempo se iba quebrando en su
vida.

***

A los siete años (era un día primaveral, lo sé porque mi


mente tiñe insistentemente ese recuerdo de luz amarilla) escu-
ché por primera vez la historia del alunizaje y su moraleja: con
los zapatos bien lustrados y el traje adecuado, todo es posible.
Y, creo que para prevenirme sobre la naturaleza de la vida, D
agregó que también era necesario tener un poco de suerte.
Esa misma tarde limpié mis zapatos de charol con una
escobilla, me puse un vestido verde que combiné con calcetines
verdes y decidí que sería la ayudante de D.
Salí al patio, encendí un cigarrillo y aspiré lentamente.
Lo había robado de la cajetilla de D, que por las noches se
quedaba dormido, fumando frente al televisor.

***

Kramp. Autora: María José Ferrada, chilena (Temuco, 1977- ).


Editorial Emecé Cruz del Sur. 132 páginas.

129
EL REFLEJO DE LAS PALABRAS

Aga Akbar nació sordo, y por este motivo ninguna pa-


labra inteligible pudo ser pronunciada por su boca. Fue el
último hijo de la segunda mujer de un príncipe persa, pero
ni a él ni a sus hermanos les estaba permitido heredar de su
padre. Su tío, Kasem Kan, hermano de su madre, se hizo
cargo de él cuando ella murió. Kasem Kan se daba cuenta
de que el pequeño construía historias en su cabeza, pero
que no encontraba el modo de expresarlas, así que un día
decidió llevarlo a la cimas más altas del monte del Azafrán
donde el primer rey persa, hacía muchísimos años, había
dejado plasmados en la roca sus pensamientos. Hizo copiar
a Aga Akbar los símbolos que allí estaban esculpidos, y en
algún momento de ese proceso el niño comprendió que él
también podría crear sus propias figuras para narrar lo que
pensaba y sentía. Lo que Kasem Kan le mostró a su sobrino
fue una de las más antiguas inscripciones cuneiformes des-
cubiertas en la región persa. Con el hallazgo de este sistema
de escritura, Aga Akbar creó sus propias imágenes y escri-
bió durante toda su vida un cuaderno que, al morir, llegó
a manos de Ismail, su único hijo hombre. Ismail se dio
a la tarea de traducir, con mucho esfuerzo e intuición, el
cuaderno que su padre había escrito. Y es gracias al trabajo
de Ismail que podemos conocer la historia de este sordo-
mudo reparador de alfombras. Kasem Kan también había
guiado a Aga Akbar para que aprendiera este oficio, un tra-
bajo delicado que requiere concentración y donde él podía

130
plasmar sus muchas habilidades. Según su tío, Aga Akbar
era un poeta sordomudo y analfabeto, pero poeta, sensible
tanto con los colores como con las palabras.
El reflejo de las palabras no es solo una historia ínti-
ma, también atraviesa sus páginas parte de la historia de
un país: Irán. Cuando Ismail se quiso independizar de su
padre, se unió a la fracción izquierdista que derrotó al últi-
mo Sha que gobernó este país. Con el régimen del Ayatolá
Jomeini, que se hizo con el poder una vez derrotado el mo-
narca, no tuvo tan buena suerte.
Leer este libro deja una leve impresión a cuento de Las
mil y una noches. Huele a príncipes y a preciosas alfombras
tejidas a mano. A cuevas que guardan secretos milenarios
donde se pueden encontrar pensamientos también mile-
narios, concebidos cuando no había papel ni alfabeto. El
reflejo de las palabras huele a lugares sagrados, a pozo don-
de un hombre santo duerme un sueño de trescientos años.
Pero también huele a presente: a detenciones y a guerras.
Sin embargo, creo que a lo que más huele es a cariño in-
menso y a respeto: la relación que establecen Aga Akbar e
Ismail es profunda y conmovedora; tanto como Aga Akbar
ama a su hijo, Ismail ama a su padre.

***

Así pues, con su cuaderno en el bolsillo y la bolsa de he-


rramientas al hombro, Akbar iba cabalgando de pueblo en
pueblo. Nadie sabía cuándo se sentaba a escribir. Y menos aún
sobre qué. El cuaderno se había convertido en parte de su per-
sona, estaba inseparablemente unido a él, como su corazón,
que bombeaba sin que nadie reparara en ello. Pero Ismail sí
sabía cuándo escribía su padre, cuando necesitaba plasmar las
cosas que no comprendía y que no alcanzaba a explicar con

131
su lenguaje de gestos. Cosas inalcanzables, incomprensibles,
impalpables, que de pronto lo conmovían y que se quedaba
contemplando impotente. La muerte, por ejemplo, o la luna,
la lluvia que caía, el pozo y, por supuesto, el amor: aquella
sensación indescriptible que afectaba al corazón. Y también
los acontecimientos más relevantes que habían jalonado su
vida, uno de los cuales ocurrió cuando se dirigía a la aldea de
Savodshbolaj.

***

El reflejo de las palabras. Autor: Kader Abdolah, iraní (1954- ).


Título original: Spijkerschrift. Traducción del neerlandés: Diego
Puls Kipers. Editorial Salamandra. 352 páginas.

132
UN AMOR ESPECIAL

Un amor especial es un libro cuyo eje central gira alre-


dedor de Hikari Oé, hijo de Kenzaburo Oé, escritor japo-
nés que obtuvo el premio Nobel de Literatura el año 1994.
Consta de quince ensayos y un epílogo.
Hikari Oé casi tuvo una vida breve. Una difícil deci-
sión paterna tomada a las pocas horas de nacer le permitió
vivir mucho tiempo más de lo esperado, actualmente tiene
más de cincuenta años. Nació con un tumor cerebral de in-
cierto pronóstico que de no haber sido intervenido habría
significado la muerte del pequeño. Las secuelas del tumor y
de la operación para extirparlo fueron un retraso neuroló-
gico importante, ataques epilépticos y autismo.
Cierto día, cuando Hikari tenía apenas cinco años y
todavía no había emitido ningún sonido que intentara co-
municar algo, dijo en voz alta: “Esto es un rey de codorni-
ces”, aludiendo al canto de un pájaro que había identifica-
do mientras daba un paseo en el bosque con su padre. Un
par de años antes de este episodio, Kenzaburo y su esposa
se habían dado cuenta de que la única cosa capaz de captar
su atención eran los trinos que emitían las aves, así que
consiguieron un disco con la grabación de cientos de can-
tos de pájaros y se lo hicieron escuchar insistentemente.
Hasta que ocurrió este pequeño milagro: el niño era capaz
de distinguir una especie de ave de otra porque su cerebro
había aprendido a identificar alturas, timbres, intensida-
des. Sus padres entendieron en ese momento que la música

133
podría ser el modo en que Hikari se vinculara con el mun-
do. Al trino de pájaros le siguieron las composiciones que
escuchaban sus padres: primero Beethoven y Chopin, des-
pués Mozart y Bach. Hasta que la señora o señorita Ku-
miko Tamura le comenzó a dar clases de piano. Entonces,
con una concentración sin igual y con una paciencia que
bien se sabe debe durar toda la vida, Hikari Oé se dedicó
en cuerpo y alma a su universo musical.
Ciertamente la decisión de salvarle la vida a Hikari no
facilitó la existencia de la familia Oé. Una parte del traba-
jo de Kenzaburo Oé fue estudiar los efectos que tuvo, en
la población japonesa, la bomba atómica que cayó sobre
Hiroshima al término de la Segunda Guerra Mundial. Así
conoció al doctor Fumio Shigeto, quien atendió a las vícti-
mas directas de la bomba. Tomar contacto con este médico
le mostró a Kenzaburo que a pesar de la desesperanza que
se pueda sentir en algún momento de la tragedia, bien vale
la pena tratar de ayudar, aun cuando creamos que es muy
poco lo que se logra: la preocupación y la compañía tam-
bién pueden sanar o ayudar a sanar. En este mismo relato,
Kenzaburo declara que en algún sentido el nacimiento de
su hijo fue como la caída de una bomba en su vida. Al
recordar el trabajo del doctor Shigeto, Kenzaburo también
aludió a un profesor universitario, el señor Kazuo Watana-
be, especialista en Renacimiento francés, que le enseñó una
definición de humanismo que puede servir para hacer fren-
te al dolor de cualquier tragedia: ni demasiada esperanza,
ni demasiada desesperación.
Los Oé, a través de los años, han compilado en dis-
cos las piezas musicales que su hijo ha compuesto. Es su
música, la que Hikari tenía adentro, la que con esfuerzo
y concentración ha nacido de él. En una charla que Ken-
zaburo pronunció antes de un concierto que organizaron

134
para lanzar el segundo cedé de Hikari, y como respuesta a
una nota que encontraron tirada en la puerta de su casa en
la que se sugería que su hijo no tenía talento o que otros
verdaderamente talentosos merecían ese concierto más que
él, Kenzaburo dijo: “Tanto en el campo de la música como
en el de la literatura, crear una obra de arte es el acto de
aportar orden a algo que hasta entonces era caótico, dar
forma a algo que era vago e indefinido. Y esto es, precisa-
mente, lo que ha hecho Hikari”.
Los discos de Hikari Oé son el arte salido de lo más
profundo de su ser, y es la mejor forma que él tiene de
pertenecer al mundo.

***

Una vez finalizada la grabación, teníamos que confirmar


el título de cada una de las numerosas piezas breves para con-
cluir las notas con destino a la cubierta del disco. Desde que
empezó a componer, Hikari ha encontrado un título apropia-
do para cada una de las piezas tras haberla completado, y lo
escribe pulcramente en lo alto de la partitura antes de archi-
varla con esmero. Hasta la fecha, sus obras son las siguientes:
Graduación, Vals de cumpleaños, Ave María, Marcha del
pájaro azul, Estrella, Vals en la menor, Rondó, Verano en
Kitakaru y Mister Preludio. Esta última, al parecer, es un
tributo a Bach, el autor de tantos preludios famosos. Cuando
falleció el doctor Moriyasu, compuso dos piezas para su viuda:
Réquiem por M y Nana para Keiko. A estas se suman las
obras tituladas Danza, Sicliano, Ländeler y Aflicción. Y, en
último lugar pero no por ello menos importante, escribió una
pieza cuando mi esposa y yo viajábamos cierta vez a Europa y
dejamos a Hikari en casa: Que el avión no se caiga.

135
***

Un amor especial. Autor: Kenzaburo Oé, japonés (1935- ).


Título original: Kaifuku Suru Kazoku. Traducción: Jordi Fibla.
Editorial Martínez Roca. 160 páginas.

136
LA DIMENSIÓN DESCONOCIDA

El 27 de agosto de 1984, Andrés Valenzuela Mora-


les, suboficial activo de la Fuerza Aérea de Chile y agen-
te del Comando Conjunto, se presentó en las oficinas de
la revista Cauce, opositora al régimen militar que en ese
momento gobernaba el país, y pidió ver a la periodista
Mónica González. El hombre quería hablar de detenidos-
desaparecidos.
Andrés Valenzuela había llegado en 1974 a hacer el ser-
vicio militar al Regimiento de Artillería Antiaérea de Coli-
na, luego fue seleccionado para trabajar en la Academia de
Guerra de la FACH, y después en los llamados “grupos de
reacción”. En 1984, cuando tenía veintiocho años, y luego
de haber estado más de una década participando en tor-
turas, asesinatos y muertes, su conciencia no aguantó más
y prefirió desertar –con altísimo riesgo de morir– a seguir
haciendo lo que estaba haciendo. Habló. Le contó todo lo
que sabía a la periodista, quien después de esa entrevista
contactó a abogados que trabajaban en la Vicaría de la Soli-
daridad para sacarlo del país y ponerlo a salvo de la traición
que acababa de consumar.
Este hecho, absolutamente real, es el punto de partida
de Nona Fernández para escribir su novela La dimensión
desconocida. La autora va completando con un poco de
imaginación las vidas de torturados y torturadores, y de los
demás miembros de las familias que se vieron involucradas
en esa época demencial.

137
En 1974 yo apenas tenía dos años. Recorría las calles
de Santiago en brazos de mi madre. Hasta 1976, es decir
hasta que cumplí cuatro años, el sonido de sus zapatos –o
tal vez sus botas– de taco alto marcaban en el pavimento
el ritmo de su zancada; para igualar su avance, mientras
ella daba uno, yo tenía que dar tres pasitos cortos. Yo la
seguía tomada de su mano. Regularmente caminábamos
por calle Amunátegui, entre Alameda y Moneda, ya que en
un edificio del sector estaba ubicado su lugar de trabajo y
mi sala-cuna. Durante esos años, al mismo tiempo en que
yo caminaba con mi madre por el centro de Santiago, un
hombre o una mujer en Chile era torturado y a veces asesi-
nado en algún lugar de mi país.
En 1976, mi abuela materna llegó a nuestra casa para
cuidarme a mí y a mi hermano recién nacido, mientras mi
padre y mi madre trabajaban. En las mañanas me iba a
dejar al jardín infantil, y a mediodía volvíamos a la casa,
donde yo disponía de una tarde larga para ver televisión.
Algunos años después empecé a ir al colegio. En las tardes,
a medida que pasaban los minutos, después de las seis y
media y viendo que ni mi mamá ni mi papá regresaban
de sus trabajos, me bajaba una angustia de que algo malo
pudiera haberles pasado: un asalto, un choque, algún acci-
dente; odiaba tener que acostarme sin que ellos estuvieran
en casa. Contaba cada minuto. Caminaba hacia la ventana,
descorría levemente las cortinas y desde ahí miraba hacia el
portón que daba a la calle esperando a que uno de los dos
apareciera. A veces, incluso, lloraba por el terror de que no
volvieran. La pesadilla nunca se hizo realidad. Otros niños
no tuvieron la misma suerte.
En 1984, yo tenía 12 años y cursaba séptimo básico
en el colegio. Por primera vez caminaba sola a la escuela.
Tardaba diez minutos entre que salía de mi casa y entraba

138
a la sala de clases. Al volver a casa, solía detenerme en el
quiosco que vendía diarios y revistas y leía los titulares que
allí se destacaban. Desde hacía un par de años mi abue-
la me compraba en ese quiosco la colección de historietas
Érase una vez el hombre. Pero en 1984 también era posible
encontrar otro tipo de publicaciones: las revistas Apsi, Cau-
ce, Análisis, La Bicicleta. Ejemplares que, por cierto, yo no
tenía la oportunidad de leer, pues mis padres no compra-
ban revistas, imagino que en parte porque era un gasto que
no se podían permitir, y también porque vivían asustados
de que alguien descubriera revistas de oposición en la casa.
Mientras en una dimensión yo y mi familia, y muchas
otras familias chilenas, veíamos en televisión La Torre 10 o
Villa Los Aromos o Los títeres o La represa, en otra dimen-
sión, Andrés Valenzuela Morales formaba parte de grupos
organizados que torturaban y asesinaban.
La lectura de La dimensión desconocida me llevó a bus-
car más antecedentes de los protagonistas de esta historia.
En el sitio web del Centro de Investigación Periodística
(CIPER) encontré el diálogo que Andrés Valenzuela sos-
tuvo con la periodista aquel 27 de agosto de 1984. Así lo
presenta Mónica González: “Una historia simple que retra-
ta en forma descarnada la crueldad de un régimen, el abuso
de poder que transformó a campesinos, jóvenes ciudadanos
de Chile, en vulgares asesinos al amparo de la autoridad”.
Valenzuela había llegado a hacer el servicio militar a los
dieciocho años desde Papudo. Cuando era niño soñaba en
convertirse en detective o carabinero.
Pienso que muchas veces la realidad está demasiado
lejos de parecerse a nuestros sueños.

***

139
¿Por qué escribir sobre usted? ¿Por qué resucitar una his-
toria que empezó hace más de cuarenta años? ¿Por qué hablar
otra vez de corvos, parrillas eléctricas y ratas? ¿Por qué hablar
otra vez de desaparecimiento de personas? ¿Por qué hablar de
un hombre que participó de todo eso y en un momento decidió
que ya no podía hacerlo más? ¿Cómo se decide que ya no se
puede más? ¿Cuál es el límite para tomar esa decisión? ¿Existe
un límite? ¿Tenemos todos el mismo límite? ¿Qué habría hecho
yo si a los dieciocho años, igual que usted, hubiera ingresado al
servicio militar obligatorio y mi superior me hubiera llevado
a hacer guardia a un grupo de prisioneros políticos? ¿Habría
hecho mi trabajo? ¿Habría escapado? ¿Habría entendido que
ese sería el comienzo del fin? ¿Qué habría hecho mi pareja?
¿Qué habría hecho mi padre? ¿Qué haría mi hijo en su lugar?
¿Tiene alguien que tomar ese lugar? ¿De quién son las imáge-
nes que rondan mi cabeza? ¿De quién son esos gritos? ¿Los leí
en el testimonio que usted entregó a la periodista o los escuché
yo misma alguna vez? ¿Son parte de una escena suya o de una
escena mía? ¿Hay algún delgado límite que separe los sueños
colectivos? ¿Existe un lugar donde usted y yo soñamos con una
pieza oscura llena de ratas? ¿Se cuelan esas imágenes también
en su vigilia sin dejarlo dormir? ¿Podremos escapar de ese sue-
ño alguna vez? ¿Podremos salir de ahí y dar al mundo la mala
noticia de lo que fuimos capaces de hacer?

***

La dimensión desconocida. Autora: Nona Fernández, chilena


(Santiago, 1971- ). Editorial Penguin Random House. 238
páginas.

140
EL RUIDO DE LAS COSAS AL CAER

En la década de los setenta, muchas tierras colom-


bianas se destinaron a un cultivo que prometía utilidades
millonarias: la marihuana. Más adelante, otros cientos de
hectáreas fueron destinadas a la plantación de Erythroxylum
coca, planta de la que se obtiene la cocaína. La popularidad
que empezaban a ganar estas drogas en la población nor-
teamericana abrió el apetito a quienes vieron aquí un gran
negocio. Dinero, mucho dinero.
Ricardo Laverde, en esa época un colombiano joven y
ambicioso de cuyo abuelo –el capitán Laverde, héroe con-
decorado de la Fuerza Aérea colombiana– había heredado
el gusto por los aviones, decidió ocupar sus conocimientos
como piloto para transportar la droga hacia los destinos
que se le indicaran. Estaba ganando mucho dinero cuando
un día fue descubierto y detenido por agentes norteame-
ricanos de la DEA. Luego del juicio por tráfico estuvo en
la cárcel durante veinte años. Pasado este tiempo regresó a
Colombia y por casualidad conoció a Antonio Yammara,
joven abogado bogotano, que es el que cuenta la historia
en El ruido de las cosas al caer, pues fue Yammara quien vio
torcido su destino al conocer a Laverde.
A veces es perturbador constatar la telaraña de sucesos
que se encadenan unos con otros para llevarnos al estado
presente de nuestras vidas. Como lo que le pasó a Yammara
con Laverde: estar en el lugar equivocado a la hora equi-
vocada en una ciudad donde el narcotráfico amenaza con

141
podrirlo todo. Sí, las drogas y su comercialización son esas
criaturas bellas y hechiceras que en un comienzo seducen
con su canto e invitan al placer, pero que luego conducen a
la muerte, no sin antes darte un paseo por el infierno.
Hace un tiempo, por motivos que no viene al caso
contar en estas líneas, estaba yo dentro de mi automó-
vil estacionada en una calle de un barrio de los llamados
marginales. De pronto me doy cuenta de que, doblando
la esquina, viene caminando, bamboleándose, un hombre.
Entonces le pregunto a mi acompañante, vecino del sector,
qué le pasaba a ese muchacho: “La droga”, me dijo, “le falta
la droga, como él andan muchos por aquí”. Era un mucha-
cho flaco, con el rostro desencajado, le costaba mantenerse
erguido, con dificultad lograba mantener los pies sobre el
pavimento y su torso se inclinaba levemente hacia adelante,
trataba de caminar en línea recta, pero se iba hacia un lado
y hacia otro. Llevaba una mano metida en el bolsillo de su
pantalón y la otra tocándose el pecho, como si le doliera
algo o como si se le hubiera perdido algo ahí adentro. Ese
hombre no parecía un hombre, parecía un fantasma, un
alma en pena, un proyecto humano inconcluso, perdido,
malgastado, abortado.
Recordé a este hombre mientras escribía estas líneas y
de mi boca salió un lamento y una plegaria: ¡Ay ay ay ay ay!
¡No quisiera ver que mi gente sea tocada por el canto de las
sirenas! Mi gente son mis hijos, los hijos de mis hijos, los
descendientes de mis amigos, cualquier niño o joven que
camine por esta tierra.

***

El primero de los hipopótamos, un macho del color de


las perlas negras y tonelada y media de peso, cayó muerto a

142
mediados de 2009. Había escapado dos años atrás del antiguo
zoológico de Pablo Escobar en el valle del Magdalena, y en ese
tiempo de libertad había destruido cultivos, invadido abre-
vaderos, atemorizado a los pescadores y llegado a atacar a los
sementales de una hacienda ganadera. Los francotiradores que
lo alcanzaron le dispararon un tiro a la cabeza y otro al cora-
zón (con balas de calibre .375, pues la piel de un hipopótamo
es gruesa); posaron con el cuerpo muerto, la gran mole oscura y
rugosa, un meteorito recién caído; y allí, frente a las primeras
cámaras y los curiosos, debajo de una ceiba que los protegía
del sol violento, explicaron que el peso del animal no iba a
permitirles transportarlo entero, y de inmediato comenzaron
a descuartizarlo.

***

El ruido de las cosas al caer. Autor: Juan Gabriel Vásquez,


colombiano (Bogotá, 1973- ). Editorial Alfaguara. 272 páginas.

143
LOS DIARIOS DE EMILIO RENZI (TOMO II)
Los años felices

El escritor argentino Ricardo Piglia escribió un diario


durante cincuenta años. Empezó a hacerlo a los 16, el día
en que tuvo que dejar su pueblo natal, Adrogué, para ir a
vivir con su familia a Mar del Plata. Los fue escribiendo
en unas libretas o cuadernillos que luego guardaba en ca-
jas de cartón y que se movían con él a donde quiera que
se trasladara. Al final de su vida sumaban más de trescien-
tos. Andrés Di Tella, cineasta, también argentino, dirigió
el documental 327 Cuadernos, título que hace alusión a
este conjunto de cuadernillos que forman los diarios que
Piglia escribió. En el filme, el mismísimo Piglia lee sobre
ese momento fundacional en que decidió empezar a es-
cribirlos:

“…Yo tenía 16. Viví ese viaje como un destierro. No


quería irme del lugar donde había nacido. No podía
concebir que se pudiera vivir en otro lado y de hecho
después, no me ha importado nunca el lugar donde he
vivido”.

No podemos saber qué habría sucedido si ese viaje no


se hubiera realizado, no podemos saber qué otro hecho hu-
biera podido igualar la fuerza de sentirse desterrado, que
fue lo que le dio el impulso necesario para comenzar a con-
vertirse en lo que sería toda la vida: un escritor.

144
Escucho nuevamente la voz del escritor, y luego trans-
cribo en mi propio cuaderno el fragmento del documental
donde se despliega esta idea:

“En esos días en medio de la desbandada, en una de las


habitaciones desmanteladas de la casa, empecé a escri-
bir un diario. Así empecé y todavía hoy sigo escribien-
do ese mismo diario; muchas cosas cambiaron desde
entonces, pero me mantuve fiel a esa manía. Por su-
puesto no hay nada más ridículo que la pretensión de
registrar la propia vida, uno se convierte en un clown,
sin embargo, estoy convencido de que si no hubiera
empezado esa tarde a escribirlo, jamás habría escrito
otra cosa”.

Piglia, muerto a los setenta y seis años, en enero de


2017, escribió Los diarios de Emilio Renzi tomando como
fuente esos cuadernos donde iban quedando registradas
frases, hechos, reflexiones, observaciones, importantes o
triviales, pero que por motivos no necesariamente claros
decidió plasmar en sus cuadernillos. Los diarios de Emilio
Renzi fueron editados en tres volúmenes. El primero, sub-
titulado Años de formación, abarca el período que va desde
1957 hasta 1967; el segundo, Los años felices, va desde
1968 hasta 1975; y el tercero, Un día en la vida, abarca los
diarios escritos desde 1976 a 1982 más otros textos.
Los años felices arranca con el alter ego de Piglia ex-
plicando a un barman su concepto de la escritura de un
diario, que se basa no tanto en el contenido de lo que ahí
se escribe, sino en la forma cómo se escribe:

“… escribo un diario, y los diarios solo obedecen a la


progresión de los días, los meses, los años. No hay otra
cosa que pueda definir un diario, no es el material au-
tobiográfico, no es la confesión íntima, ni siquiera es
145
el registro de la vida de una persona, lo define sencilla-
mente, dijo Renzi, que lo escrito se ordene por los días
de la semana y los meses del año. Eso es todo”.

De esta manera cualquier retazo de vida escrita puede


caber en un diario. Desde párrafos y pensamientos sobre
escritores que le parecen interesantes, como Hemingway o
Faulkner, hasta descripciones cotidianas:

“Sábado 26 de junio
Son las tres de la tarde, acabo de almorzar un par de
sándwiches con un vaso de leche, una manzana y un
café doble en el bar de la esquina, ahora estoy solo en
casa, cerré la puerta con llave, tapé con mantas el telé-
fono para ahogar el timbre. Hace frío, la tarde es gris,
tengo las manos tan heladas que me cuesta escribir y
soy feliz”.

Un diario de vida no es la vida, no puede serlo; es apenas


una parte de la vida y contiene, sin duda, fragmentos de la
vida íntima del escritor. Elijo otra cita, esta vez de una tarde
cualquiera, o pudiera ser también una tarde muy especial:

“Viernes 10
Es hermoso ver caer la tarde, el río se oscurece, la últi-
ma luz del sol se refleja en el vidrio del edificio de un
banco y parece que se hubiera incendiado. Son las siete
de la tarde y estoy sentado en el sillón de cuero y es-
cribo esto tomando un whisky, esperando a Lola, fan-
tasías varias. Extraña mezcla entre el deseo y el amor”.

En algún momento, a sus veintiocho o veintinueve


años, Emilio Renzi, o tal vez Ricardo Piglia, da igual, pien-
sa en el día en que morirá:

146
“Lunes 15 de septiembre
Serie A: ¿Estaré muerto al empezar el siglo XXI? Menos
melodramáticamente, ¿alcanzaré a ver el año 2.000?
¿Cómo seré a los sesenta años? ¿Toda mi sorda ambi-
ción tendrá respuesta?

Lo que escribí antes es un efecto del insomnio que me


despertó y me tuvo en vela desde las tres de la mañana”.

En el documental 327 cuadernos, Piglia piensa sobre


la escritura de un diario; piensa la ficción y piensa la vida,
y dice algo así como que cuando escribimos un diario, re-
gistramos cosas que más adelante en el tiempo no recorda-
remos, que es como si nunca las hubiésemos vivido; y a la
vez, que nuestra memoria es capaz de dejar grabados a fue-
go gestos, hechos, situaciones que nunca fueron escritos.
Pienso que es aquí, en este punto, donde literatura y vida se
encuentran, completándose mutuamente, haciéndose una
y dos a la vez.

***

Después de una tarde leyendo, anotando y buscando la


unidad de mis ideas sobre Borges, terminé el día con Julia
cenando en el restaurante de la esquina, sintiendo atrás la pre-
sencia suntuosa de una pareja que se exhibía junto a la botella
de champagne puesto a enfriar en un balde de hielo. A pesar
de la teatralidad de la escena, al final la mujer se quejó por el
costo de la cuenta.

***

Los diarios de Emilio Renzi. Tomo II. Los años felices. Autor: Ricardo
Piglia, argentino (1940–2017). Editorial Anagrama. 424 páginas.
147
UMAMI

No hace mucho tiempo, un amigo cavó un hoyo en el


jardín de su casa e hizo un pequeño estanque para cultivar
nenúfares. A él le gustan también las bulbosas de colores
morados y los azulillos, pero esas plantas ya las tenía y pen-
só que solo le faltaban algunas acuáticas. Alguna vez pensó
también poner en su estanque peces de colores, pero, que
yo sepa, esa idea no prosperó. Que yo cuente esta anécdota
aquí para comentar este libro puede parecer una licencia
descabellada, pero no creo que lo sea, ya que, casi al princi-
pio de esta historia, leí lo siguiente:

“…Mamá concedió, finalmente. Nos miró uno por


uno a los tres hijos que le quedábamos y dijo, tan lento
que se le notaba el acento extranjero: Niños, ustedes
son valientes y yo no soy un pez”.

Entonces también creí que esa era una licencia de la


escritora, pero una licencia poética, literaria; porque este
libro parece un juego para armar. Juego con los narradores,
juego con el tiempo, juego con las palabras, juego con los
colores, pero un juego que cuenta historias dolorosas.
Alfonso Semitiel vive en la privada Campanario y es
el dueño de las cinco casas que la componen; el inmueble
está construido con un patio central y las casas distribuidas
en forma de U o U invertida. Alfonso es antropólogo y un
estudioso de la cultura mesoamericana; específicamente, de

148
las cualidades de la comida y de sus métodos de produc-
ción. Una de sus publicaciones fue precisamente un trabajo
sobre el umami y la comida prehispánica. Aún hoy el sabor
umami no es muy conocido, a pesar de que fue descubierto
por un químico japonés en 1908. Los hombres prehistó-
ricos descubrieron para nosotros, los hombres modernos,
muchos de los alimentos que componen nuestro régimen
alimenticio. A veces por intuición, pero la mayoría de las
veces por observación, descartaron de su dieta alimentos
amargos, muy ácidos o agrios, y acogieron gustosos los
dulces y las carnes asadas por el fuego. Hoy sabemos que
muchos alimentos venenosos o tóxicos son amargos, que
alimentos un poco ácidos suelen estar descompuestos, que
los alimentos que tienen azúcares nos inyectan energía, que
los salados aportan a un balance correcto de electrolitos y
que el umami detecta alimentos ricos en proteínas, pues
estas contienen moléculas de ácido glutámico (o glutamato
cuando se ioniza). Y Alfonso, en un rapto creativo, llamó a
cada una de las casas de la privada Campanario con un sa-
bor. Así, él vive en la casa Umami; Ana y su familia arrien-
dan dos casas, una la usan para vivir, la casa Salado, y en
la otra, la casa Dulce, instalaron una academia de música,
donde trabajan. Pina, la mejor amiga de Ana, vive con su
padre en la casa Ácido, y finalmente, en la casa Amargo,
vive Marina Mendoza.
En esta historia sabemos que Ana es una niña de 13
años y quiere plantar una milpa en su patio. Maíz, frijol y
calabazas. Los mesoamericanos prehispánicos eran hombres
de milpa. Sembraban plantas comestibles en forma combi-
nada y así aprovechaban la sinergia que producen algunas
mezclas. Esta es especialmente fructífera: el frijol capta del
ambiente el nitrógeno atmosférico y lo fija en sus raíces,
enriqueciendo el suelo donde crecen el maíz y la calabaza,

149
que no tienen esta propiedad. El maíz le otorga un medio
de apoyo a las plantas de poroto para que estas se envuelvan
en su tallo y puedan alcanzar la luz, y la planta de calabaza,
que tiene unas enormes hojas y que crece arrastrándose por
el suelo, impide que crezcan malezas y evita también que
se pierda tan rápidamente el agua del suelo. Una mezcla
maravillosa. Pensé que yo también podría cultivar una mil-
pa en mi jardín y comer porotos granados durante todo el
verano. También podría incluir en la milpa cilantro, perejil
o chiles, como le dicen los mexicanos a las plantas de ají.
El blansible es el color blanco con el que estaban pinta-
dos los muros de la casa Amargo donde vivía Marina Men-
doza. El blansible es el blanco de lo posible. De las oportu-
nidades que se le abrían a Marina para comenzar una vida
nueva. Era la tonalidad de la esperanza, el panorama de un
blanco todo en potencia. El griste es el gris triste, el néctri-
co el negro de la ciudad nocturna iluminada con los faroles
de las calles, las casas y las autopistas. Marina era pintora e
inventaba colores, pero no con óleos, sino con significados.
México es un país de colores, y su artesanía, ya sea en
forma de tapices bordados o de vajillas de cerámica, mezcla
sin miedo y hasta de manera audaz colores luminosos: el
celeste con el verde, el fucsia y el azul, amarillos, naranjas,
turquesas. Con este mismo arrojo de artesana mexicana,
Laia Jufresa combina las palabras en Umami.

***

La privada Campanario se llama así porque cuando, en


1985, se medio cayó la casa que habían hecho mis abuelos,
una campana de bronce que había en el techo se desprendió
y –por su propio, enorme peso– se enterró en lo que era el
patio de la casa y que ahora es el pasillo de la privada. Todos

150
los que vivimos aquí tenemos que saltar el asa de la campana
(una protuberancia metálica en el suelo) para entrar y salir de
nuestras casas.

***

Umami. Autora: Laia Jufresa, mexicana (1982- ). Editorial


Kindberg. 272 páginas.

151
MI AMIGA GLADYS

En el Cementerio Metropolitano, junto a la tumba de


su madre, está enterrado el escritor chileno Pedro Lemebel;
las cenizas de su amiga Gladys Marín, en cambio, están
resguardadas en un memorial en el Cementerio General.
Diez años separaron la muerte de Marín y Lemebel. Diez
años estuvo Lemebel sin la Marín. Es bastante si se piensa
que solo compartieron juntos seis años o un poco menos.
Se conocieron en 1999, en plena campaña presidencial de
la dirigente comunista, cuando Pedro la entrevistó en su
programa Cancionero de radio Tierra y ese mismo día nació
una amistad fulminante. Lemebel lo expresa así en la cró-
nica Donde estés y siempre:

“…nos hicimos amigos en el acto. Un amor batallante, un


amor de improviso, como un pájaro rojo que entra sin per-
miso por la ventana entreabierta del corazón”.

En las once crónicas que conforman este libro, Leme-


bel logra configurar el lado alegre y divertido de esta mujer
aguerrida. A través de estas páginas el cronista irreverente,
el cáustico, se permite también la ternura. En todas ellas
siempre hay dos protagonistas centrales: Gladys y Pedro.
Las que fueron escritas antes de la muerte de su amiga sue-
len descubrir anécdotas compartidas, las escritas después
de su muerte emanan profundas notas de nostalgia y des-
consuelo por su pérdida.

152
La crónica titulada La ternura insolente de tu mirar es
como una carta de amor. ¡Y ese título!: ¡La ternura insolente
de tu mirar! Hay algo que le transmiten los ojos y la mirada
de Gladys, algo que tiene que ver con su mirada desafiante,
frontal. También en la crónica comentada más arriba (Don-
de estés y siempre) se lee la vez en que la escritora mexicana
Elena Poniatowska le dijo que los ojos de Gladys le recor-
daban a los del subcomandante Marcos. Lemebel, hacien-
do un chiste, exclamó: “Son lentes de contacto, niña”, y la
Poniatowska: “No, Pedro, no hablo del color, me refiero a
la forma de mirar”. Lemebel remata: “Ahí quedé yo como
tonta, frente a la escritora mexicana y a la Gladys, riéndose
a dúo de mi liviano comentario”. Estas crónicas dicen mu-
cho de la Gladys, pero dicen mucho también de Lemebel.
En todas las historias se escuchan sus voces, las muletillas
que usan para hablar, las risas, la complicidad; se las puede
ver disfrutando el estar juntas. Ya sea arriba del tren que
Gladys se consiguió con los empleados de ferrocarriles, y
que iba repleto de militantes comunistas y simpatizantes
de la candidata presidencial, un tren donde habían plani-
ficado paradas en cada pueblo llevando los discursos de su
cabalgata justiciera. Ya sea en el Teatro Municipal, donde
asistieron a una función de La Traviata invitados por los
trabajadores del teatro. Ya sea eligiendo el nombre que le
pondrían a la fonda que la candidata presidencial pensaba
instalar en el Parque O’Higgins, y que finalmente se llamó
“La Chingana” aunque pudo llamarse “El Paciente Inglés”,
“Adiós Londres”, “Mal Bicho”, “I Love You, Garzón”, “El
Beatle Pinocho” o “La Moneda Conchesuma”.

No resulta rara esta amistad. Por un lado, una lucha-


dora incansable de los sueños proletarios, y por el otro un
proletario él mismo, criado junto a las aguas pestilentes del

153
Zanjón de la Aguada en donde los niños jugaban con los
perros a perseguir guarenes. Una vez leí su Manifiesto, un
texto preparado y leído en un acto político de la izquierda
en septiembre de 1986, en Santiago de Chile. Me conmo-
vió la forma y el lugar desde donde se expresa. Es un texto
largo, y aquí les transcribo un fragmento:

Manifiesto
(Hablo por mi diferencia)

No soy Pasolini pidiendo explicaciones


No soy Ginsberg expulsado de Cuba
No soy un marica disfrazado de poeta
No necesito disfraz
Aquí está mi cara
Hablo por mi diferencia
Defiendo lo que soy
Y no soy tan raro
Me apesta la injusticia
Y sospecho de esta cueca democrática
Pero no me hable del proletariado
Porque ser pobre y maricón es peor
Hay que ser ácido para soportarlo
Es darle un rodeo a los machitos de la esquina
Es un padre que te odia
Porque al hijo se le dobla la patita
Es tener una madre de manos tajeadas por el cloro
Envejecidas de limpieza
Acunándote de enfermo
Por malas costumbres
Por mala suerte
Como la dictadura
Peor que la dictadura

154
Porque la dictadura pasa
Y viene la democracia
Y detrasito el socialismo
¿Y entonces?
¿Qué harán con nosotros compañeros?
¿Nos amarrarán de las trenzas en fardos con destino a un
sidario cubano?

Tenaces luchadores los dos, testigos de las injusticias y


de la pobreza en Chile; ya no respiran este aire contamina-
do, pero gracias a los libros siguen vivos: Lemebel en todas
las crónicas que dejó escritas, Gladys Marín en los textos de
su amigo Pedro.

***

Me han pedido que diga unas palabras en el aniversario


de tu muerte, Gladys. ¿Y qué podría decir mi niña? A un año
de tu partida, los recuerdos se me cruzan en el aire como pája-
ros ciegos, como alondras expatriadas; las imágenes no pueden
recuperar el color lejano de tu abandono. No sé qué decir, pero
lo que sí sé es que tú me entiendes, porque aún no despierto,
aún no resucito desde aquella noche cruel en que te fuiste,
niña mía. Desde entonces no tiene mucho que decir este cora-
zón atolondrado que no se convence cuando le digo que nun-
ca más reiremos juntas, nunca más lloraremos juntas, nunca
más marcharemos juntas, nunca más pelearemos juntas por los
avatares justicieros de esta patria. Lo cierto es que estas pala-
bras no tienen eco en el abismo sordo de tu ausencia, querida.
Lo cierto es que no estás, y eso es todo. Alabarte o ensalzar la
gesta gloriosa de tu vida no agrega demasiado en esta hora en
que nos concentramos para sellar definitivamente el mausoleo
que guardará tus cenizas, mi querida Gladys.

155
***

Mi amiga Gladys. Autor: Pedro Lemebel, chileno (1952-2015).


Editorial Seix Barral. 100 páginas.

156
LA FELICIDAD DE LOS PECECILLOS

Temo que cualquier opinión que pueda expresar sobre


este libro corra el riego de resultar banal, pues los ensayos
contenidos en él son tan inteligentes y exigentes que desa-
fían mi entendimiento. Creo que su mejor sabor se obtiene
no en el primer bocado, sino en los siguientes. Hay que
leer estos ensayos más de una vez para captar su sentido y
elegancia. Si alguien pidiera mi opinión, recomendaría su
lectura en un ambiente tranquilo y sin prisas.
Elegante digo en voz alta, mientras intento captar el
tono en el que están escritos, su delicada forma de decir.
Pienso que a veces resulta fácil darnos cuenta cuando una
lectura es de buen gusto, pero que nos cuesta saber exacta-
mente por qué es así; tal vez tenga que ver con una cierta
sensibilidad o armonía de los elementos que la componen,
o de una cierta mesura en el uso de las palabras, o en las
palabras mismas que usa, no sé. Lo huelo así, lo siento así,
no sé decir por qué. Estas veintiocho crónicas escritas por
Simon Leys, seudónimo del escritor belga Pierre Ryck-
mans, fueron publicadas principalmente en Le Magazine
Littéraire entre los años 2005 y 2006, y tienen una prosa
distinguida, pero son mucho más que eso. Con elegancia
puede hacer los comentarios más virulentos y mordaces, y
son especialmente filudos, filudos como la hoja de un sa-
ble, aquellos esgrimidos contra hombres de espíritu vulgar,
de escasos conocimientos y de poca sensibilidad. También
con elegancia, infinitamente más de la que yo soy capaz,

157
puede decir que el haber leído bibliotecas enteras no es ga-
rantía de sabiduría, que de esta forma queda demostrado
que los libros son perfectamente inútiles, y que debe ser
por esta razón que los amamos tanto.
De las crónicas o breves ensayos publicados en La fe-
licidad de los pececillos, me detengo en Mentiras Verdaderas.
El subtítulo del ensayo es La paradoja del arte y de la lite-
ratura. Una de las preguntas que intenta poner en relieve
Leys es la siguiente: ¿por qué caminos llega nuestro espíritu
a la verdad? La respuesta está esbozada, pero no respondida
del todo: es a merced de un salto de la imaginación como
se capta la verdad, pero no explicita cómo este salto de la
imaginación, esta chispa del espíritu, se detona. Una de las
anécdotas que ocupa Leys para intentar su respuesta la ob-
tiene de un cuento chino atribuido a Lie Zi, historia en que
se nos descubre que parte del procedimiento para captar la
verdad tiene que ver con la capacidad de obviar lo que está
en la superficie, ignorar las apariencias exteriores y tratar de
descubrir la naturaleza interior. Parece fácil, pero no se me
ocurre cómo uno podría ejercitarse en estos asuntos.
Los ensayos contenidos en La felicidad de los pececillos
deberían bastar para profundizar y escribir muchas páginas
de comentario, así que pido disculpas por referirme aquí a
un texto que no figura en este libro, sino en el Breviario de
saberes inútiles. Ensayos sobre sabiduría en China y literatura
occidental, otro volumen de Simon Leys. El prólogo de este
Breviario lleva por título La escuela de la inutilidad. Leys,
como gran conocedor de la cultura china, suele citar a mu-
chos escritores, sabios y poetas de ese lado del globo, y en
este caso relata un rasgo esencial del carácter oriental: “Los
artistas, hombres de letras y sabios chinos, solían poner un
nombre evocador a sus residencias, ermitas, bibliotecas y
estudios. En realidad no tenían residencias, ni ermitas, ni

158
bibliotecas ni estudios, ni siquiera un techo bajo el que co-
bijarse, pero la existencia o inexistencia de un soporte ma-
terial para ese nombre nunca les pareció que tuviera dema-
siada importancia. Y yo me pregunto si uno de los mayores
atractivos de la cultura china no estará relacionado con el
poder evocador que otorga a la palabra escrita. No me re-
fiero a abstracciones esotéricas, sino a una realidad viva”.
Nosotros, los occidentales, demasiado compenetrados
con las cosas materiales, solemos olvidar la fuerza del espí-
ritu. Y qué decir de las palabras que usamos a diario, donde
reina impunemente el imperio de lo feo. Damos demasiada
importancia a lo que está en la superficie, nos comporta-
mos como filisteos, y no nos entregamos a lo que nunca de-
beríamos dejar de practicar: el ejercicio de la imaginación.
La felicidad de los pececillos lleva como subtítulo Car-
tas desde las antípodas, una expresión que propone que los
puntos de vistas expresados en estos textos fueron escritos
por alguien que habita un lugar completamente opuesto a
la mayoría, o puede sugerir también que sus puntos de vista
no son triviales, lo que es absolutamente verdadero.

***

Los torpes sarcasmos lanzados por el brazo derecho del pre-


sidente Bush con la “vieja” Europa no deberían hacer olvidar
que también hubo una “vieja” América, cuyo refinamiento y
humanismo en nada les iban a la zaga a los de sus primos
europeos. Kipling, que se instaló por un tiempo en Vermont,
sucumbió al encanto de Nueva Inglaterra; lo evoca en Algo
sobre mí mismo, donde refiere una anécdota vivida por un
amigo, profesor de Harvard. Este docente universitario se pa-
seaba por el campo con un colega, en un coche de caballos.
Los dos profesores de ética se detuvieron un momento en casa

159
de un viejo campesino conocido suyo para abrevar su caballo.
Mientras el campesino, taciturno, como lo son en esa región, se
ocupaba de traer un cubo de agua, los dos amigos, que se ha-
bían quedado dentro del coche, proseguían su charla. “Según
Montaigne”, dijo uno, apoyando su argumento en una cita,
cuando el campesino, que seguía sosteniendo el cubo, intervi-
no: “No fue Montaigne quien dijo eso, sino Montes-ki-ew”. (Y
tenía razón).

***

La felicidad de los pececillos. Autor: Simon Leys, belga


(1935-2014). Título original: Le bonheur des petits poissons.
Traducción del francés: José Ramón Monreal. Editorial
Acantilado. 144 páginas.

160
IMPOSIBLE SALIR DE LA TIERRA

En un texto escrito por Roberto Bolaño y publicado


en su libro Entre paréntesis, uno que lleva por título Frag-
mentos de un regreso al país natal, Bolaño se refiere a algunas
escritoras chilenas de la nueva generación que ha leído y de
las que espera produzcan gran literatura. Nombra a la cabe-
za de esta generación a Lina Meruane y a Alejandra Costa-
magna, seguidas de Nona Fernández. Casi veinte años des-
pués de esta apuesta, si hay algo que no ha sufrido cambios
es el estilo y el modo en que Bolaño definió la literatura de
Alejandra Costamagna. Dice que desciende directamente
de la literatura norteamericana: objetiva, rápida, con pocos
ornamentos.
Al leer los diez cuentos cortos que contiene Imposible
salir de la Tierra, es difícil no estar de acuerdo con Bolaño.
Escritos entre 2005 y 2015, se trata precisamente de relatos
directos, rápidos, con pocos ornamentos. En algunos de
estos cuentos se insinúan relaciones incestuosas (Naturale-
zas muertas y Cachipún) o lésbico-pedofílicas (Cielo raso),
otros exploran relaciones superficiales, ligeras, obsesivas,
muchas de ella un poco desequilibradas. En estos cuentos
hay poco espacio para el cariño, menos para sueños nobles
o idealistas; aquí la crudeza se tomó la palabra. Es como si
el título del libro fuera la consigna de las historias: “¡Olví-
dalo! No puedes escapar. Esta es la vida. Es imposible salir
de la Tierra”.

161
***

La muchacha, dicen, es muy pero muy loca. Se llama Vic-


toria Melis y ha llegado a Japón como llegan los desaconseja-
dos, los que andan un poco perdidos: siguiendo a un hombre.
Él, Santiago Bueno, es oriundo de Traiguén y está en Kamaku-
ra por negocios. Es un experto en pollos y lo que hace en Ka-
makura es persuadir a su cartera de potenciales clientes para
que compren pollos de altísima calidad. Pollos de exportación,
que no son alimentados con pescados ni inflados con hormonas
y que tienen una muerte no digamos dulce pero en ningún
caso estresante. Hay una epidemia local, sin embargo, una
epidemia que afecta solo a los pollos de Traiguén y que cada
cierto tiempo amenaza las negociaciones de las empresas aví-
colas. Santiago Bueno, gerente de Pollos Traiguén Ltda., debe
tomar las mayores precauciones acerca de este punto. Cuando
los pollos son contagiados se debilitan, enflaquecen, se ponen
muy feos. Es como si de golpe se vieran afectados por una de-
presión crónica. Ese es el único síntoma. Y un día cualquiera
caen muertos.

***

Imposible salir de la Tierra. Autora: Alejandra Costamagna,


chilena (1970- ). Editorial Estruendomudo. 112 páginas.

162
JEIDI

Debo haber tenido seis o siete años cuando junto a


mi abuela veíamos Heidi (con H) por la televisión. La se-
rie contaba la historia de una pequeña de unos cinco años,
dulce y alegre, que tenía el pelo corto y negro y las mejillas
sonrosadas. Vivía sola con su abuelo en las montañas de
Los Alpes. Isabel Bustos pensó en ella cuando bautizó a la
protagonista de este libro. Jeidi (con J) es una niña huérfana
que vive con su abuelo en Villa Prat, un pequeño poblado
que se sitúa paralelo al río Mataquito, cerca de Curicó. La
casa donde vive con su abuelo está en la punta de un cerro,
alejada de las otras casas del pueblo, y por esta razón los
amigos y vecinos la llaman así, Jeidi, en alusión a la pequeña
protagonista de la serie de dibujos animados que desde fines
de los setenta se transmitió por la televisión chilena durante
varias temporadas. El verdadero nombre de Jeidi (con J) era
Ángela Muñoz Muñoz. En 1986, la casa de Ángela y las
demás viviendas de Villa Prat eran de adobe, oscuras, de
techos bajos y suelo de tierra, y en el lugar destinado a la
cocina ardía constantemente la leña. En las tardes, cuando
hacía buen tiempo, los vecinos sacaban sillas a la calle y se
sentaban a tomar el fresco mientras veían pasar la vida. Los
vecinos de Ángela eran gente sencilla, campesinos en su ma-
yoría. Un día se enteran que Jeidi es una santa y comienzan
un masivo peregrinaje a su modesta vivienda.
La gente de Villa Prat cree en la santidad de Jeidi
como se cree que el sol saldrá cada mañana, es decir, sin

163
cuestionamientos. Algunos dirán que eso es ingenuidad;
otros, ignorancia. A mí se me vienen a la mente los tiempos
mitológicos en que los griegos se explicaban el mundo a
partir del enojo de Zeus o Poseidón. En la antigua Grecia,
los dioses eran parte de la realidad. Y los griegos creían en
ellos porque esos dioses habitaban su espíritu de un modo
vívido, real.
No veo más semejanzas entre estas dos niñas que la
orfandad y el haber sido criadas por su abuelo. El espesor
de las historias es distinto, y es muy probable que el tiempo
haya complejizado nuestra visión de la realidad. Heidi (con
H) es un libro escrito entre 1880 y 1885 por Johanna Spyri,
una maestra rural y escritora suiza. En 1880 escribió Heidi
y un año más tarde, en 1881, publicó De nuevo Heidi, libro
continuación donde la pequeña es llevada a Frankfurt para
hacer compañía a la hija inválida de un hombre muy rico,
el señor Sesemann. En 1885 ambas historias se fundieron
en un solo libro, y casi un siglo después de que Spyri diera
vida a la pequeña Heidi, en 1974, se estrenó la serie de di-
bujos animados donde la historia se popularizó no solo en
Japón, sino también en países europeos y latinoamericanos.
Me gusta cuando los libros me traen chispazos de re-
cuerdos. Y este libro iluminó brevemente la imagen de mi
abuela materna. Me acuerdo de algunas tardes de verano
cuando yo me recostaba en el sofá y mi abuela, una mujer
muy gorda a la que no le quedaban cómodos los sillones,
cogía una silla del comedor y se sentaba junto a mí a ver
televisión. A mi abuela le gustaba mucho Heidi, y Pedro, y
las cabras cuando balaban y corrían por las montañas, y el
queso fundido que preparaba el abuelo, y los jarros de leche
que bebía la niña. Varias veces, viendo la serie, vi a mi abue-
la reír y también llorar. Ella reía con una mano tapándose
la boca para que no se le vieran sus encías desdentadas, y

164
cuando hacía esto se le achinaban aún más sus pequeños
ojos; y cuando lloraba lo hacía discretamente, secándose
las lágrimas con un pañuelo de género blanco que siempre
llevaba guardado en un bolsillo de su delantal. Mi abue-
la era una mujer muy sencilla, tal vez por eso le gustaba
Heidi. La niña encarnaba, en estado puro, la inocencia, la
alegría, la confianza ante los pesares. En 1880 apenas si se
explicaban o reconocían traumas psicológicos causados por
la ausencia de madres y padres, o por culpas inconscientes,
y entonces difícilmente estos traumas se veían reflejados en
las historias para niños. En los libros, los niños huérfanos
eran unos luchadores que a pesar de las carencias, o tal vez
precisamente por ellas, eran portadores de virtudes como
la compasión y la alegría, y casi siempre solo vivían breves
momentos de tristeza. Hoy es diferente.
En algún momento, mientras leía Jeidi, sentí orgullo
por esta joven escritora chilena. No sé por qué. No recuer-
do otra ocasión en que haya tenido este sentimiento mien-
tras leía. Es como lo que uno siente cuando un hijo ha he-
cho un trabajo excelente. No quiero decir que haya hecho
un trabajo perfecto, pero sí muy noble.

***

La gente se avisa de pueblo en pueblo cuando viene la vi-


sitadora, para que no los vayan a pillar desprevenidos. El aseo
se hace a fondo y se visten las mejores prendas. Se ofrece una
rica once, ojalá de tortillas de rescoldo con pebre y mate. Hay
que estar serio cuando ella pregunta y reírse cuando ella se ríe.
Siempre ha sido un trámite aburrido pero relativamente fácil.
Que venga ahora es la peor noticia posible. Deberá enfrentarla
con la gran guata que tiene y con esa historia rara en la que se
ha convertido.

165
–Buenas tardes, señorita. ¿Ángela Muñoz y don Raúl
Muñoz, cierto? Me llamo Cynthia Donoso. Mi compañera de
trabajo, la que los visitó la última vez, está con licencia, así
que vine yo.

***

Jeidi. Autora: Isabel M. Bustos, chilena (1977- ). Editorial Libros


del Laurel. 160 páginas.

166
EL FERROCARRIL SUBTERRÁNEO

Cierro los ojos y escucho un pesado tren avanzando


con rumbo desconocido. Lo imagino guiado por esas vie-
jas locomotoras a vapor cuyas ruedas se desplazan ruido-
samente por la vía férrea. Lentamente primero, agarrando
vuelo después, el ferrocarril avanza vertiginoso. A medida
que el carbón se quema en el hogar, por la chimenea del
tren se escapan bocanadas de vapor y humo gris. La loco-
motora arrastra los vagones mientras el maquinista tira del
silbato. Corre cada vez más rápido. El tren que estoy ima-
ginando es una visión creada a partir de una armónica. Un
hábil músico de blues es capaz de hacerlo: imitar el sonido
de una locomotora en movimiento.
La trama del libro escrito por Colson Whitehead se
inicia en la plantación algodonera de la familia Randall. En
este lugar, Cora, luego de sufrir una feroz e injusta golpiza,
decide escapar junto a Caesar, otro esclavo rebelde. La ilu-
sión de ambos es alcanzar los estados donde la esclavitud
no está permitida. Para lograr su objetivo deberán evitar ser
encontrados por Ridgeway, un tenaz cazador de negros. Los
fugitivos contarán con la complicidad de muchos hombres
y mujeres, quienes a riego de perder sus propias vidas los
esconderán y guiarán hacia tierras donde no los alcance el
yugo de su amo. Esta huida, y la de muchos hombres que
aspiran a ser hombres libres, estará mediada por una intrin-
cada red de túneles cavados por anónimos abolicionistas
que conectan distintos estados desde Georgia, donde está

167
ubicada la plantación Randall, pasando por Carolina del
Sur, Tennessee e Indiana hasta algún desconocido destino
en el norte. Por estos túneles se desplazarán los carros que
transportan a los esclavos de un lugar a otro.
En El ferrocarril subterráneo, Colson Whitehead se
toma la libertad de imaginar que verdaderamente existió
un ferrocarril que corría bajo la tierra. La idea la tomó del
nombre con que se hacía llamar una agrupación abolicio-
nista creada en el siglo XIX en Estados Unidos y Canadá
para ayudar a escapar a esclavos fugitivos. La organización
clandestina ocupaba los términos ferroviarios de manera
metafórica para poder planear con más libertad la ayuda
a los negros.
El ferrocarril subterráneo, junto a otros libros que recrean
la época de la esclavitud en Estados Unidos, como Raíces
de Alex Haley o La cabaña del Tío Tom de Harriet Beecher
Stowe, tienen el mérito de hacernos recordar la historia de
los primeros africanos que llegaron a nuestro continente y
la de sus descendientes. Hasta 1850, miles, quizás millones
de niños, mujeres y hombres habían sido arrancados de su
tierra en África, alejados de sus pueblos y traídos a América
como esclavos. De manera bárbara y absurda unos hombres
se apoderaban de otros hombres. Cuando uno ha nacido
en un entorno tan privilegiado, como es mi caso, resulta
incomprensible el nivel que puede alcanzar la maldad hu-
mana. Muchas veces el mundo no es lo que uno imaginaba.
Comprar personas. Vender personas. Subyugar a un hom-
bre como se subyuga a un animal. Infligir latigazos hasta
hacer sangrar la carne, humillar, violar, colgar de los árboles
hasta la asfixia. Eso hacían unos hombres a otros hombres.
Eso y muchas otras cosas que no sé decir.
Encontré en Internet un documento escrito por Ro-
cío Cobo donde analiza un poema de Gayl Jones, escritora

168
afrodescendiente, titulado Song for Anninho. En este poema
se cuenta la destrucción en el siglo XVII del asentamiento
de esclavos fugitivos Palmares en Alagoas, un estado brasi-
lero del nordeste. Este largo poema se centra en Almeyda,
la esclava que canta-recita sus sentimientos por Anninho,
quien es asesinado a manos de soldados portugueses. En
palabras de Rocío Cobo, en este canto se expresa la dificul-
tad de amar en un entorno donde la crueldad impera im-
punemente. Así como siente la esclava Almeyda, también a
Cora se le hace difícil ablandar su corazón para poder amar,
al punto de evitar participar de las fiestas y bailes que se
organizan de vez en cuando en la plantación Randall, posi-
blemente porque la alegría le duele como duele la pimienta
espolvoreada sobre una herida abierta.
Dicen que las experiencias de nuestros antepasados van
quedando registradas de alguna forma en nuestros cuerpos
y nuestras almas. Si así fuera, ya sabemos qué clase de ex-
periencias carga el pueblo afroamericano. Para curar esas
marcas han debido expulsar, transformar, convertir el dolor
en arte y les ha nacido, primero, el blues. En los tiempos de
la esclavitud aún no existía el blues, pero se estaba gestan-
do allí, en las plantaciones, en las duras y eternas horas de
trabajo, con cada latigazo, con cada separación forzada. En
la añoranza de la tierra perdida. Yo no sé si alguna vez llegó
alguna armónica a alguna plantación algodonera del sur
de los Estados Unidos, desde luego a la plantación Randall
no, pero tuvo que haber sucedido en alguna otra. Enton-
ces imagino que allí, al atardecer, un negro, sentado junto
a un barracón, sopló una armónica y sacó un sonido que
primero fue su propio llanto y luego el sonido de un tren
en movimiento y empezó a soñar que iba dentro de uno
de los vagones y que este lo llevaba lejos, muy lejos, donde
pudiera sentirse un hombre digno.

169
***

El Nanny había zarpado de Liverpool y había hecho dos


escalas previas en la Costa de Oro. El capitán alternaba las
adquisiciones para no acabar con un cargamento de un úni-
co temperamento y cultura. Dos marineros de pelo amarillo
acercaron a Ajarry al barco en bote, tarareando. Tenían la piel
blanca como los huesos.
El aire tóxico de la bodega, la penumbra del confina-
miento y los gritos de los demás encadenados la enloquecieron.
Dada su tierna edad, sus captores no satisficieron inmediata-
mente sus impulsos con ella, pero al final, a las seis semanas
de travesías, algunos de los oficiales más veteranos terminaron
sacándola a rastras de la bodega. Ajarry intentó suicidarse dos
veces durante el viaje a América, una privándose de comer y
la otra ahogándose.

***

El ferrocarril subterráneo. Autor: Colson Whitehead,


estadounidense (1969- ).Título original: The underground
railroad. Traducción: Cruz Rodríguez Juiz. Editorial Penguin
Random House. 320 páginas.

170
ÍNDICE

Nota Preliminar .................................................................... 7


De A para X. Una historia en cartas, de John Berger ................11
La librería ambulante, de Christopher Morley .......................13
Mendel el de los libros, de Stefan Zweig ..................................16
La edad del perro, de Leonardo Sanhueza ...............................19
La pequeña comunista que no sonreía nunca, de Lola Lafon ......21
La librería, de Penelope Fitzgerald .........................................24
Un hombre enamorado, de Karl Ove Knausgård .....................26
Intimidad, de Hanif Kureishi ................................................30
Colección particular, de Gonzalo Eltesch ................................33
Sendino se muere, de Pablo d’Ors ...........................................35
Chilean electric, de Nona Fernández ......................................38
El hombre semen, de Violette Ailhaud ....................................41
Vidas frágiles, noches oscuras, de Hiromi Kawakami ................43
Una pena en observación, de C.S. Lewis .................................45
Cineclub, de David Gilmour .................................................47
Nostalgia del futuro. Biografía del poeta Jorge Teillier,
de Luis Marín y Carlos Valverde ............................................50
El amante de las librerías, de Claude Roy ...............................54
Arenas movedizas, de Henning Mankell .................................57
Del color de la leche, de Nell Leyshon .....................................60
Volverse palestina, de Lina Meruane .......................................63
La nostalgia feliz, de Amélie Nothomb ..................................66
Verano en Baden-Baden, de Leonid Tsypkin ...........................69
El final de la historia, de Lydia Davis ......................................71
El santo, de César Aira ...........................................................73
Gratitud, de Oliver Sacks ......................................................76
El hombre que amaba a los perros, de Leonardo Padura .............79

173
La uruguaya, de Pedro Mairal ................................................83
La cena, de Herman Koch .....................................................86
Conferencia sobre la lluvia, de Juan Villoro .............................90
Podría morder esto y otros poemas de perros,
de Francesco Marciuliano .....................................................93
El ruido del tiempo, de Julian Barnes ......................................97
En pana, de Martín Cinzano ...............................................100
Rondó para Beverly, de John Berger e Yves Berger ................105
Autorretrato, de Édouard Levé .............................................108
El curioso incidente del perro a medianoche,
de Mark Haddon ................................................................111
Balzac y la joven costurera china, de Dai Sijie ........................114
Geología de un planeta desierto, de Patricio Jara ....................118
Nosotros en la noche, de Kent Haruf .....................................121
La noche de los alfileres, de Santiago Roncagliolo ..................124
Kramp, de María José Ferrada ..............................................127
El reflejo de las palabras, de Kader Abdolah ..........................130
Un amor especial, de Kenzaburo Oé .....................................133
La dimensión desconocida, de Nona Fernández .....................137
El ruido de las cosas al caer, de Juan Gabriel Vásquez .............141
Los diarios de Emilio Renzi. Los años felices,
de Ricardo Piglia .................................................................144
Umami, de Laia Jufresa .......................................................148
Mi amiga Gladys, de Pedro Lemebel ....................................152
La felicidad de los pececillos, de Simon Leys ..........................157
Imposible salir de la Tierra, de Alejandra Costamagna ...........161
Jeidi, de Isabel M. Bustos ....................................................163
El ferrocarril subterráneo, de Colson Whitehead ...................167

174
Este libro se terminó de imprimir
en el invierno de 2018.

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