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LECTURAS COMPARTIDAS
© Mariana Toledo Peña
© 2018, Lolita Editores Limitada
ISBN: 978-956-8970-71-0
Registro de Propiedad Intelectual: N° 293.357
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Lecturas compartidas
Mariana Toledo
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NOTA PRELIMINAR
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esforcé en escribir. Intenté primero buscar las palabras que
mejor expresaran de qué iba el libro, traté de ser objetiva,
pero a medida que pasaban los meses la subjetividad fue
reclamando y exigiendo su lugar. Los personajes de las no-
velas, los cuentos e incluso la voz que surge de los ensayos
leídos me llamaban como ecos de personas verdaderas, y
ante una persona que nos muestra su mundo uno no puede
quedar indiferente y acaba involucrándose. Traté en estos
escritos de dar cuenta de mi experiencia con la lectura, pero
no creo haberlo logrado del todo. No importa, he apren-
dido en estos años que la experiencia lectora es inagotable.
No pude escribir de todos los libros leídos, lo que no
significa que aquellos de los que no escribí no me hayan
gustado. Algunos simplemente no alcancé a leerlos com-
pletos, y otros sí los leí pero por diversas circunstancias no
acabé escribiendo sobre ellos.
Difícilmente estos textos hubieran podido convertirse
en un libro si no hubiera sido por mis compañeros talleris-
tas. Ellos fueron el estímulo constante para escribir sobre
nuestras lecturas compartidas. Al principio no tenía muy
clara la manera en que debía abordar la escritura, tampoco
la voz que había que usar para escribirlos, ni para qué o
para quién los escribía. Pero a medida que pasó el tiempo
me resultó obvio que debía escribirlos para tratar de dar
cuenta de las fibras que esas lecturas movían en mí, que
la voz que debía emplear no podía ser otra que mi propia
voz, y que los destinatarios de estos textos eran los amigos
que escuchaban mi lectura al arrancar la sesión del taller y
después, si querían, los leían en sus casas.
He hecho algunas correcciones a las páginas que envié
por correo todas las semanas a mis compañeros de taller,
sobre todo tratando de enmendar errores ortográficos y
gramaticales que con el apuro no alcanzaba a corregir.
Si estos escritos tienen algún valor, es el de dejar testi-
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monio de un tiempo maravilloso de nuestras vidas en que
hemos sido felices leyendo y compartiendo nuestras lecturas.
Mariana Toledo
Agosto de 2018
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DE A PARA X. UNA HISTORIA EN CARTAS
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baja de azúcar. Acompaña impotentemente a Gassan el día
en que él visita las ruinas de su casa destruida por un misil.
A’ida es sensual.
A’ida resiste, y resiste no más.
***
¿Es algo que hice hace mucho tiempo? ¿O es algo que que-
ría hacer y todavía no he hecho? Igual da. El caso es que en al-
gún momento pensé en poner mi mano en una carta, dibujar
su contorno y enviártela. Un poco después de cuando fuera que
lo pensara, me topé con un libro en el que enseñaban a dibujar
manos y lo abrí y lo vi página a página. Decidí comprármelo.
Se parecía a la historia de nuestra vida. Todas las historias son
también historias de manos, manos que agarran, que sopesan,
que señalan, que unen, que amasan, que enhebran, que aca-
rician; manos abandonadas en el sueño, manos que cortan,
que comen, que limpian, que tocan música, que rascan, que
asean, que pelan, que se aferran, que aprietan un gatillo, que
se cruzan. En cada página del libro hay un delicado dibujo de
manos ejecutando una acción específica. Te voy a copiar una.
Te estoy escribiendo.
***
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LA LIBRERÍA AMBULANTE
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“Un buen libro debe ser simple. Y como Eva, debe pro-
venir de algún lugar entre la segunda y la tercera costi-
lla: debe haber un corazón latiendo en su interior”. Y el
segundo, tan universal y lúcido como el anterior: “He
aprendido que el trabajo honesto vale tanto en la escri-
tura de libros como a la hora de lavar platos. Un hombre
puede ser un holgazán en todo lo demás, mientras haga
una sola cosa con todo el esmero posible”.
En algún momento pensé que La librería ambulante era
un libro inofensivo, pero no lo es, como no lo es ningún
libro donde lata en su interior una historia bien contada.
***
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La librería ambulante, de Christopher Morley, estadounidense
(1890-1957). Título original: Parnassus on wheels. Traducción:
Juan Sebastián Cárdenas. Editorial Periférica. 184 páginas.
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MENDEL EL DE LOS LIBROS
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que pasaba a su alrededor. No veía ni oía nada ni a nadie:
“En Jakob Mendel, aquel pequeño librero de viejo de Ga-
litzia, contemplé por primera vez, siendo joven, el vasto
misterio de la concentración absoluta, que hace tanto al
artista como al erudito, al verdadero sabio como al loco
de remate, esa trágica felicidad y desgracia de la obsesión
completa”.
El viejo Mendel era un comprador y vendedor de li-
bros, un anticuario, un catálogo universal humano. Su me-
moria podía almacenar y encontrar cualquier clase de libro.
Muchos expertos en los más variados ámbitos acudían a él
cuando necesitaban algo, por singular que fuese. Pero un
día Mendel es detenido por un miembro de la policía secre-
ta y es llevado a un campo de concentración. Después de
pasar allí más de dos años logra salir y volver al café Gluck,
su taller, su hogar y su patria, pero algo se había roto y ya
nunca volvió a ser el mismo: “Mendel ya no era Mendel,
como el mundo no era ya el mundo”.
Publicado en 1929, entre las dos guerras, Mendel el de
los libros quizás refleje algo de lo absurdo, de la locura que
se había apoderado de los hombres en esos lugares y en esos
tiempos.
***
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Yo, en cambio, me había olvidado de Mendel el de los libros
durante años. Precisamente yo, que debía saber que los libros
solo se escriben para, por encima del propio aliento, unir a los
seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de
toda existencia: la fugacidad y el olvido.
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LA EDAD DEL PERRO
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LA PEQUEÑA COMUNISTA QUE NO
SONREÍA NUNCA
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todo! ¡Las zonas oscuras, las zonas oscuras! Usted me obli-
ga a juzgar todo el tiempo. ¡Me niego a ser la juez de otra
persona!”. Lafon continuamente está escarbando en el lado
oscuro de las personas, aunque me siento más cómoda lla-
mándolas personajes del libro, y también se interna en las
zonas oscuras de la prensa y de los sistemas políticos y eco-
nómicos de un lado y otro de la Cortina de Hierro de esos
años.
El último fin de semana leí una entrevista al destacado
arquitecto chileno Alejandro Aravena. Allí cuenta Arave-
na que recién titulado asistió en Venecia a una cátedra que
lo marcó profundamente: “Pensamiento trágico”. Relata
el arquitecto: “Ese profesor decía que la tragedia no es
una forma literaria, sino una forma de conocimiento. La
tragedia clásica dice que no hay una única respuesta, sino
que realidades en conflicto. La fertilidad del mundo se
da porque hay fuerzas opuestas en fricción”. Lo que él
piensa y ocupa en la arquitectura tal vez se pueda pensar
para cualquier hecho de la vida, y más aún para leer me-
jor este libro. Está tan bien logrado seguramente porque
casi en todo momento hay fuerzas opuestas en constante
fricción.
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asiente lentamente con la cabeza mientras mantiene los dedos
extendidos frente al rostro, centenares de cámaras le tapan a la
niña, las compañeras del equipo rumano bailan a su alrede-
dor, sí, cielo, sí, ese uno coma cero cero es un diez.
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LA LIBRERÍA
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marcadores de páginas y postales, y como la señora Green
era una auténtica librera, dejaba a sus clientes hojear los li-
bros aunque no los compraran. Incluso permitía la entrada
a un pequeño scout que iba todos los días después de clases
a leer un capítulo de Yo volé con el Führer. La página donde
el chico detenía su lectura estaba marcada con una cuerda
de la que colgaba un caramelo.
Cuando Florence Green se decidió a vender Lolita de
Nabokov y no se dejó amedrentar por fuerzas ocultas que
desde siempre le sugerían lo que estaba permitido y no per-
mitido hacer en el pueblo, se nos reveló una mujer no solo
de buen corazón, sino también valiente. Cuando más tarde
tuvo que abandonar el pueblo, lo hizo con dignidad. El
enemigo era fuerte, vanidoso, codicioso y tenía mucho po-
der. Lamentablemente, la mayoría de las veces esta mezcla
es imposible de vencer.
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UN HOMBRE ENAMORADO
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sabían hacer nada, y lo poco que sabían hacer, como ma-
mar, levantar los brazos como acto reflejo, mirar a su alre-
dedor, imitar, lo sabían hacer todos, de manera que lo que
son no tiene nada que ver con cualidades, no tiene nada que
ver con lo que saben hacer o lo que no saben hacer, es más
bien una especie de luz que arde dentro de ellos”. Este pen-
samiento, esta manera de decir lo particular que cada uno
de nosotros es, me pareció maravillosa: una luz que arde
dentro. Y entonces pensé en llamas tenues que se mantie-
nen ardiendo con dificultad, casi como un milagro, y otros
fuegos abrasadores que queman y arrasan; fuegos alegres y
fuegos melancólicos; llamas tímidas, llamas extravertidas y
todas sus infinitas combinaciones.
Este voluminoso libro es como un sólido bloque de
acero: sin capítulos, sin páginas a medio terminar, casi sin
respiros, como si lo hubiera escrito de una sola vez y fuera
enlazando las acciones, los hechos y los pensamientos en
un gran y único acontecimiento: un trozo de vida.
Para Karl Ove Knausgård, estar enamorado es más
que un sentimiento exclusivo hacia Linda; y esto lo refleja
cuando se refiere a los hijos que tuvo con ella, se advierte
en la ternura que emana de su trato hacia ellos, ser capaz
de fijarse en los gestos mínimos de los pequeños: el haber
sentido el deseo intenso de querer tener hijos con ella, cui-
darla y acompañarla, ser capaz de sentir y de mostrar lo que
Linda estaba sintiendo cuando estaba pariendo a Vanja y la
felicidad inmensa que le causó ver a toda su familia dormir
cansados después de una larga jornada mientras él iba ma-
nejando su automóvil. Querer formar una familia con ella
y ayudarla en todo lo posible, compartir las tareas domésti-
cas y el cuidado de los hijos, eso es estar enamorado para él.
Es lícito suponer que todo lo que Karl Ove Knausgård
escribe, sus sentimientos, sus emociones, los hechos que
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narra, son verdaderos, ya que en las últimas páginas de este
libro escribe sobre lo que tiene valor en la literatura para
él, y ese valor no radica precisamente en la ficción: “Vivir
con eso, con la certeza de que igual todo podría haber sido
distinto, era desesperante. Yo era incapaz de escribir así, no
funcionaba, cada frase era respondida con la idea: esto es
simplemente algo que acabas de inventar. No tiene ningún
valor, lo documentado no tiene ningún valor. Lo único que
para mí seguía teniendo valor y todavía tenía sentido eran
los diarios y los ensayos, la parte de la literatura que no es
narración, que no trata de nada, que solo consta de una
voz, la voz de la propia personalidad, una vida, un rostro,
una mirada con la que uno podía encontrarse. ¿Qué es una
obra de arte sino la mirada de otro ser humano? No por
encima de nosotros, ni tampoco por debajo de nosotros,
sino justo a la altura de nuestra propia mirada. El arte no
se puede vivir colectivamente, el arte es eso con lo que uno
se encuentra a solas. Uno se encuentra a solas con esa mira-
da”. ¡Qué bonita manera de definir el arte!
“La literatura no es solo palabras, la literatura es aque-
llo que las palabras despiertan en el que lee” anoté en mi
cuaderno de apuntes. A mí me despertaron unas ganas in-
mensas de volver a leerlo y también de leer sus otros libros.
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a entretejer mi vida con la suya, hasta que ya se había hecho
inseparable. Si me hubiera ido a Londres, que podría haber
sido muy probable, lo mismo habría ocurrido allí, solo que con
otras personas. Tan fortuito era, y tan vital.
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INTIMIDAD
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pequeño, quiere salir. El sufrimiento que causará a otros no
lo puede evitar, tiene que salir, quebrar la envoltura que lo
aprisiona y respirar un aire nuevo, aunque no sepa la clase
de aire que encontrará afuera. No le basta aceptar, no quie-
re, o no puede comportarse como un hombre responsable;
se debate entre el ser y el no ser, el estar y el no estar. Todo
lo que tiene puede que no valga su autonomía y su libertad.
Jay tiene dos amigos. Víctor es un hombre individualis-
ta e incorrecto en muchos sentidos, abandonó a su mujer
y a sus hijos, por esto es odiado. Asif, en cambio, es un
hombre correcto y responsable; enamorado de su mujer,
su mujer enamorada de él, ve a sus hijos a diario gritar y
corretear alegremente por toda la casa; es demasiado feliz.
Ellos tres forman una especie de club de chicos buenos y
chicos malos, pero altamente complejos.
Cualquiera sabe que los chicos buenos son felices ha-
ciendo lo culturalmente correcto, y los chicos malos ha-
ciendo lo que ellos quieren y cómo ellos quieren. Que
los chicos buenos tienden a querer convencer a los chicos
malos de que se cambien de bando, pero los chicos malos
siempre están bien como están. No esperan ser felices, es
probable que ni crean en la felicidad; ellos solo esperan que
exista el amor, porque tras él irán.
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indeterminado, dormiré en el suelo de la pequeña habitación
situada junto a la cocina que amablemente me ha ofrecido.
Cada mañana arrastraré el delgado y estrecho colchón hasta el
trastero. Guardaré el edredón impregnado de humedad en una
caja. Y recolocaré los almohadones en el sofá.
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COLECCIÓN PARTICULAR
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Colón, doblar en Freire, jugar en el Parque Italia, bañarse en
las Torpederas. Mirar el mar desde el balcón de una casa ins-
talada en cualquier cerro de Valparaíso. Caminar por Inde-
pendencia hasta llegar a la plaza Victoria. Mirar el reloj Turri
en la calle Esmeralda. Ir al cerro Alegre. Escuchar el chirrido
de los cables del ascensor que lo encumbrará para mirar nue-
vamente el mar eterno, el de siempre. Valparaíso vive en esta
historia porque vive en Gonzalo Eltesch Figueroa.
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SENDINO SE MUERE
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Sendino se muere es una suerte de tributo al alma de una
mujer que vivía su religiosidad y su espiritualidad desde
muy adentro, profundamente entregada a su Dios y por lo
mismo capaz de irradiar esa espiritualidad a los que estaban
a su lado, con su cuerpo, sus maneras, sus acciones, sus
gestos. Creo que solo una persona así poseída de Dios se
entrega como ella se entregó a la enfermedad y antes de la
enfermedad a la vida que eligió vivir.
“Fiat” –Hágase–, susurra Sendino ante la imagen de la
Anunciación de Fra Angélico que está colgada en la pared
de su habitación en el hospital. “Fiat”, pero no con resigna-
ción dolorida, sino con una vivida desde la fe: con los ojos
cerrados y los brazos extendidos.
África Sendino era una mujer de mirada franca y lim-
pia, de sonrisa tímida y amable. Tenía un modo de ser sen-
cillo y elegante. Cuando supo el diagnóstico de su enferme-
dad fue a la capilla y rezó: “Señor, solo se me ocurre decirte
que lo que me toque vivir a partir de ahora quiero que sirva
para tu mayor gloria. Tú sabrás el camino que inicias. Tú
sabrás adónde me conduces”.
La condujo hacia la muerte, hacia donde todos, final-
mente, iremos a parar.
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ayudar por ellos. Dejarse ayudar es un nivel espiritual muy
superior al del simple ayudar. Porque si es bueno ayudar a los
demás, es mejor ser ocasión para que los demás nos ayuden.
Quien se deja ayudar se parece a Cristo más que quien ayuda.
Pero nadie que no haya ayudado a sus semejantes sabrá dejarse
ayudar cuando le llegue su momento. Sí, lo más difícil de este
mundo es aprender a ser necesitado.
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CHILEAN ELECTRIC
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de su órbita. Salva a Pier Paolo Pasolini y unas luciérna-
gas. Salva a las vidas perdidas en la Guerra del Pacífico –a
las bajas bolivianas, a las bajas chilenas–, a los trabajadores
del salitre que cumpliendo labores en condiciones precarias
enriquecieron a este país permitiendo la llegada de la luz
eléctrica a fines del siglo 19. Salva a sus vecinos de la calle
Nataniel Cox, salva a los hijos de los inmigrantes peruanos
que ahora viven en este país. Salva a una mujer que baila
sola en la Plaza de Armas como si estuviera loca. Salva a
tantos hombres y mujeres que han vivido en algún mo-
mento aquí.
Salva al Santiago que un día fuimos y ya no somos. Al
Santiago que vivía sin luz eléctrica, un mundo tan lejano
para nosotros, tan difícil de imaginar hoy, cuando para todo
ocupamos la electricidad, que nos lleva a escuchar otros so-
nidos y ver las noches con otros colores. Salva un Santiago
de cités y de luchas sociales, pero otras luchas sociales; salva
del olvido al Santiago de la difícil década de los ochenta.
Salva a la vieja máquina de escribir con la que su abuela
iba dejando registro de cuanta reunión, conferencia, en-
trevista o evento importante sucedía en el Ministerio del
Trabajo, lugar donde era secretaria; máquina de escribir en
la que la narradora escribió su primer cuento.
Salvar, o lo que en este caso vendría a ser lo mismo, ilu-
minar con la letra la temible oscuridad, es el lema con el que
creo fueron escritas estas breves pero contundentes páginas.
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Dijo que el trabajo demoró años. No especificó cuántos, pero
imagino que los suficientes como para que uno de esos eléctricos
alemanes conociera a una mujer y tuviera cuatro hijos chilenos
con ella. Dos morenitos de ojos azules, una niña rubia de pelo
tieso y por último un colorín.
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EL HOMBRE SEMEN
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Lo que sentimos ante unos brazos fuertes que aprietan, unas
manos que acarician, un aliento que envuelve, o ante la voz
o el olor del ser amado, o ante incluso el placer que nos hace
gritar, son reacciones generadas por esta máquina biológica
que después de haber realizado eficientemente su trabajo,
deja a las mujeres con sus hijos y a los hombres listos para
continuar su camino. ¿Por qué para algunos hombres es más
fácil tomar sus cosas e irse, por qué nos tenemos que ena-
morar del hombre que nos tome en la urgencia y aguantar
después el vacío que nos deja su partida?
Yo no sé de guerras, ni de pueblos sin hombres, ni de
compartir hombres. Solo sé que si uno me faltara, mi má-
quina biológica se pondría en funcionamiento y ¡ay! sálve-
se quien pueda, y que la primera que tendría que ponerse
a salvo sería yo misma, quien seguramente padecería las
consecuencias porque la máquina biológica no tiene nada
que ver con consideraciones éticas, morales ni religiosas,
porque cuando la máquina biológica se pone a trabajar se
sufre, ya sea que nos dejemos llevar por ella, ya sea que
tratemos de oponerle alguna resistencia.
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VIDAS FRÁGILES, NOCHES OSCURAS
Una vez leí que, al nacer, cada persona lleva impresa una
herida sicológica: la de la separación. Comenzamos la vida
tan estrechamente unidos a nuestra madre, tan ligados es-
tamos a ella que se diría que somos un solo ser con ella. A
estas alturas es de público conocimiento que el sistema ner-
vioso del bebé que se está formando en el vientre materno
empieza a desarrollarse desde la fecundación del huevo por
un espermatozoide paterno, y es así como vamos escuchan-
do y poco a poco sintiendo todo lo que sucede a nuestro
alrededor. Dicen que las hormonas de felicidad o de tristeza
que nuestra madre genera en su cuerpo mientras nos está
gestando van moldeando también nuestras estructuras cere-
brales. Entonces, ¿cómo no pensar que la separación que se
produce con el nacimiento nos deja una marca en la siquis
de cada uno al momento de cortar el cordón umbilical, una
marca de separación, de la que no somos conscientes, pero
que sin duda existe? Ya no somos más uno, somos, desde ese
momento y en adelante, seres separados. Y entonces, ¿cómo
no pensar que el deseo de otro, la búsqueda de un otro que
nos sea cercano, tan cercano que queramos unirnos a él y ser
uno con él, no ocurra para aligerar esa separación primige-
nia con quien nos dio la vida?
Escribo esta pequeña digresión biológica para presentar
a estos personajes que ha creado Hiromi Kawakami en un
libro que en español se titula Vidas frágiles, noches oscuras, y
lo hago porque veo en Lili, en Haruna, en Yukio, en Akira
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y en Satoru una búsqueda que nunca encuentra, una bús-
queda que no sana la herida de la separación.
Todos ellos van construyendo amores equivocados. No
logran acercarse, son unos desconocidos los unos para los
otros. “¿Cómo tengo que vivir, señorita?” le pregunta Saya,
una pequeña alumna, a Haruna. “No lo sé”, le responde la
maestra. Es una pregunta aparentemente simple, sin em-
bargo, no podemos responderla, ¿o acaso alguno de no-
sotros sabe cómo hacerlo o siempre supo cómo hacerlo,
cómo vivir?
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UNA PENA EN OBSERVACIÓN
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nacer no importa. Alzo los ojos al cielo de la noche. Es de
todo punto evidente que si me fuera permitido rebuscar en
toda esa infinitud de espacios y tiempos, nunca volvería a
encontrar en ninguna parte el rostro de ella, ni su voz, ni su
tacto. Murió. Está muerta. ¿Es que se trata de una palabra
tan difícil de comprender?”.
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CINECLUB
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estaba quebrándose o definitivamente rota, entonces veían
una de esas películas que “infunden ganas de coger una
escopeta y pegar unos cuantos tiros en la puerta de tu pro-
pio automóvil”. Si no quería que cayera en ningún tipo de
introspección, veían películas absorbentes que no le permi-
tieran pensar en ninguna otra cosa. Sin embargo, creo que
la mayor parte del tiempo veían películas porque sí, sin un
motivo específico, para entretenerse, para aprender a mirar,
para estar juntos.
La lista de películas que vieron suma un número impor-
tante. Solo por nombrar algunas, vieron Los cuatrocientos
golpes de François Truffaut, Bajos instintos con la actuación
de Sharon Stone, Crímenes y pecados, Annie Hall y Hannah
y sus hermanas de Woody Allen, Gigante con James Dean,
Un tranvía llamado deseo con un joven Marlon Brando. Yo
no veo muchas películas; si tengo un par de horas para gas-
tar en lo que quiera, prefiero leer un libro, pero creo que
me haría bien ver a lo menos un par de las que nombro.
Jesse creció. Mudó su piel de adolescente por otra y es
probable que David se calce también un nuevo traje: el de
hombre que tiene, ya no a un niño, sino a otro hombre
como hijo.
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que normalmente un padre y un hijo no tienen ocasión de dis-
frutar en una fase tan tardía de la vida de un adolescente. Ya
no lo veo tanto como antes (así es como debe ser), pero aquella
fue una época maravillosa. Un golpe de suerte para los dos”.
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NOSTALGIA DEL FUTURO
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así eran personas que pasaban por una gran pena, y me pre-
guntaba qué tristeza tan grande podía estar viviendo para
no poder mantener recta su escritura. Era 1991. Su padre
y su madre pasaban por momentos duros, muy duros; ten-
dría que haber sido una piedra para no estar deprimido.
Una vez, conversando con él, me comentó un poema de su
papá, no recuerdo cuál, pero desde ese momento me nació
una curiosidad infinita por conocer lo que escribía el padre
de mi profesor.
Jorge Teillier, el hombre y el poeta, hunde sus raíces
en los objetos cotidianos, en el paisaje donde habita, en la
familia, en los amigos. En Otoño secreto, poema aparecido
en su primer libro, Para ángeles y gorriones, publicado en
1956, cuando tenía veintiún años, vemos el surgimiento
de su poesía:
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del desván a donde nadie sube
y la cruel blancura de la eternidad
hace que la luz huya de sí misma,
algo nos recuerda la verdad
que amamos antes de conocer:
las ramas se quiebran levemente,
el palomar se llena de aleteos
el granero sueña otra vez con el sol,
encendemos para la fiesta
los pálidos candelabros del salón polvoriento
y el silencio nos revela el secreto
que no queríamos escuchar.
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EL AMANTE DE LAS LIBRERÍAS
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canasto de mimbre. Aún conservo ese libro, era un cuento
de Hans Christian Andersen: La vendedora de fósforos.
El amante de las librerías es una declaración de amor a
los libros, y Claude Roy la escribe sin remilgos. Bellamente.
Claramente. Venera las bibliotecas, pero ama las librerías
porque es aquí, en las librerías, y no allá, en las bibliotecas,
donde puede llevarse los libros y no tiene que ir después a
devolverlos. Ama los libros y le gusta que los libros com-
partan su vida a toda hora y lugar, son sus amigos, con ellos
puede hablar de hombre a hombre, de ser humano a ser
humano. “Los libros o son personas o no son nada”, dice.
Claude Roy murió en 1997 en un país que nunca he vi-
sitado y que probablemente nunca visitaré. Si yo no hubie-
se leído este libro, es posible que nunca hubiera conocido
a Roy. Y a pesar de que él ya no vive en este mundo, y por
lo tanto no es posible que nos encontremos físicamente en
ningún tiempo ni en ningún espacio, gracias a los libros, yo
de todas formas puedo leer sus palabras e incluso escuchar-
las, aunque nunca haya oído su voz. Los libros son pura
magia, un milagro. Parafraseando a Roy, yo más bien diría:
los libros o son personas inmortales o no son nada.
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se marchitan, se debilitan, pronto tienen cara de acelga y, de
tanto desmejorarse, acaban por perecer.
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ARENAS MOVEDIZAS
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pelear por las injusticias humanas, sobre los que protegen el
legado histórico escondiendo manuscritos en las arenas en
Tombuctú, y también sobre los que tratan de destruirlos.
También es sobre los legados que vamos dejando, sobre los
riesgos y las decisiones que vamos tomando. Es un libro
sobre el tiempo.
Mankell llegó a pensar una leyenda para su lápida que
diría: “He oído cantar al mirlo, luego he vivido”. Puede que
en esta frase esté reflejada su alegría de vivir; las ganas de
vivir que es, según él, la energía que mueve al mundo, lo
que también nos hace humanos.
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Nunca oí decir que hubiera que reducir el montón de ba-
sura del vertedero del pueblo. Los residuos no crecían necesa-
riamente con el incremento del consumo. La mayoría de los
envases se hacían aún de materiales que se degradaban rápido.
He vivido lo suficiente como para recordar la época en la que
enrollábamos los escasos restos del día en un periódico viejo y
los arrojábamos a un cubo y de ahí a un lugar donde termina-
ban por descomponerse sin necesidad de otra intervención. Me
crié en la “era del cartón”. Luego vino la “edad del plástico”,
en la que todavía vivimos.
Conservo algunos recuerdos nítidos de cómo fue cambian-
do todo.
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DEL COLOR DE LA LECHE
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Quizás la niñez y toda su vitalidad tengan algo que ver
con esta sensación. O tal vez sean los cuidados que Mary le
prodiga a su abuelo. Quizás sea el trabajo de sol a sol de sus
padres y hermanas. O la primavera llena de luz, de capullos
y flores. También pueden ser el verano y los frutos jugosos
y dulces que se cosechan de los árboles. El pan amasado
recién horneado o el queso. O el otoño con su viento suave
capaz de desprender las hojas secas de los árboles. Quizás
sea el invierno y el frío y la escarcha sobre las hierbas y el
fuego que enciende para las chimeneas; quizás sea el hielo
que penetra hasta los huesos. Acaso sea la presencia de Dios
o su ausencia. Quizás sea el chorro de sangre que brota y
corre por los pasillos y baja por las escaleras. Quizás sean
los hijos que las mujeres cargan en sus vientres como ben-
diciones o como frutos inevitables de la naturaleza huma-
na. Quizás sea que la historia contada por Mary se parece
a tantas que no quisiéramos que fueran ciertas, pero que
sí, lo son.
Tal vez sea que somos seres humanos y no podemos
hacer nada para evitarlo. ¿Alguien es más optimista?
***
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VOLVERSE PALESTINA
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mirada –la de ella– desde dos puntos de vista. El primero
es una mirada personal, es ella escarbando en la memoria
de su padre, visitando la tierra palestina y sometiéndose
al encuentro de los ocupantes formales de esas tierras, los
israelíes. Esta primera parte lleva por título “Volverse pales-
tina”. En la segunda parte, Lina Meruane expone los ejes
del conflicto palestino-israelí y la voz de hombres y muje-
res que han expresado públicamente alguna opinión al res-
pecto. Esta segunda parte se llama “Volvernos otros”. Aquí
explora, entre otros elementos, el uso del lenguaje y cómo
este puede ser un arma para crear y justificar la violencia o
cómo podría convertirse en una herramienta que intente el
entendimiento entre los hombres.
Al leer este libro caigo en la cuenta de que las primeras
palabras que aprenden los niños que viven en el conflicto
están casi todas relacionadas a la agresión y la violencia:
enemigos, balas, muro, ejército, lo que también ocurre en
los juegos con que ensayan su vida futura. No puedo dejar
de pensar en las mujeres, los jóvenes y los hombres que vi-
ven en esta zona y en cualquier otro sitio donde se vive en
estado de guerra. En el miedo permanente en que se desa-
rrollan sus vidas. ¿Se llegará alguna vez a un entendimiento
entre las partes, o se trata de conflictos tan arraigados en la
cultura que llegan a formar parte de ella? Espero que no.
Espero que un día, ojalá cercano, las personas podamos ir
más allá de nosotros mismos y solucionar este y otros en-
frentamientos. Sé que es más fácil desearlo que llevarlo a la
realidad, que hay que estar en el pellejo del que sufre para
experimentar los sentimientos que se despiertan en unos y
otros, pero todo parte por el deseo de lograr un cambio. A
mí me gustaría que ellos desearan estar y vivir en paz.
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LA NOSTALGIA FELIZ
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insisto un o una natsukashii lo entiendo más bien como
un bonito recuerdo. Pues visitó el Japón de sus recuerdos
bonitos y luego quedó vacía.
En una parte del libro Amélie es acompañada en una en-
trevista por Corinne Quentin, la intérprete francés-japonés
más conocida de Tokio. Amélie, que ha comenzado a olvi-
dar el japonés, le cuenta a su entrevistadora qué es lo que
ha significado su visita a estas tierras, pero no da con las
palabras justas y la traductora le ayuda a decir lo que quiere
decir. Nothomb se da cuenta de que para traducir su reco-
rrido por el Japón de su niñez, la traductora dice nostalgic
y no natsukashii. Amelie le pregunta después a la intérprete
por qué usó esa palabra, la occidental nostalgic en vez de
natsukashii, y Corinne le explica que “natsukashii es el mo-
mento en que el recuerdo hermoso regresa a la memoria y
la llena de dulzura”, pero que cuando ella estaba hablando
su expresión y su voz expresaban pena, por lo que inter-
pretó que se trataba de una nostalgia triste, que no es un
concepto japonés.
Quedé perpleja ante esta revelación: ¿acaso los japo-
neses no sienten tristeza cuando extrañan algo o a alguien
muy querido?, ¿no anhelan dolorosamente el hogar cuan-
do no están en él?, ¿no tienen ese sentimiento o lo sien-
ten, pero no quieren nombrarlo? ¿Cómo no va a haber
una palabra para designar lo que nosotros entendemos por
nostalgia?
Tal vez la influencia japonesa de Amélie Nothomb la
marca más de lo que ella cree, y si bien la expresión de su
cara y el tono de su voz eran de tristeza al recordar su Ja-
pón, el libro que escribió no trae esa melodía; para mí, lo
que ella ha escrito parece una natsukashii, un sentimiento
profundamente japonés y no una narración nostálgica al
estilo occidental; o tal vez sea más correcto decir que ha
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escrito una mixtura japonesa-europea, es decir, una emo-
ción o sentimiento completamente nuevo.
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VERANO EN BADEN-BADEN
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EL FINAL DE LA HISTORIA
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esté ni siquiera en sus pensamientos, que desaparezca de su
vida completamente.
El final de la historia es un libro obsesivo y doloroso;
por lo menos a mí me dolió, sabe a confesión y a olvido.
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EL SANTO
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bellas, el nombre del mercenario que quería matar al San-
to (Cobalto), las palabras raras o en desuso que ocupa
Aira para describir una época pretérita (periclitar, falúa,
piélago o hurí) y el primer párrafo: “En una pequeña ciu-
dad catalana empinada en los acantilados sobre el azul
Mediterráneo, vivía un monje con fama de santo. Había
sido peregrino de muchas tierras, venía de lejos, pero des-
de que huyera de él la juventud se había afincado en el
monasterio del lugar, y allí envejecía lentamente. Trans-
currían los últimos siglos de la Edad Media, que pare-
cía como si no fuera a terminar nunca. La cultura de la
época, sus sueños, sus guerras, se desarrollaban sobre el
suelo europeo como una colorida alfombra a la que el
Tiempo volvería Historia. Por el momento era una con-
fusión nada más. Nadie se ocupaba de aclararla, porque
no les convenía y porque los trabajos de la Razón estaban
devaluados. La fe subyugaba al pueblo. Era una época de
milagros y resurrecciones, en la que todo era posible. Se
mezclaba el saber con la ignorancia, y las rigideces del
dogma corrían lado a lado con las libertades de lo coti-
diano. Ciclos inmutables de las estaciones embebían las
fachadas de las grandes iglesias, verdaderos palacios de lo
sobrenatural, a los que acudía una grey siempre mayor en
busca de la poesía y fantasía que no tenían en sus vidas.
También en busca de consuelo y esperanza, bienes tan
apreciados como necesarios. En ese estadio de la civiliza-
ción la esfera humana se encontraba relativamente inerme
frente a los embates naturales de sismos, plagas, epide-
mias, inundaciones, incendios forestales, sin contar con
los males inevitables como el envejecimiento y la muerte,
contra los cuales ni los avances de la ciencia ni los de la
magia podrían nada en el futuro. Aunque sin hacerse mu-
cha ilusión, el hombre se volvía a Dios”.
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GRATITUD
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Oliver Sacks fue siempre diferente al resto. De niño
buscó y encontró refugio y compañía en los elementos de
la tabla periódica. Nunca conocí a alguien que al cumplir
once años dijera “soy sodio” –en alusión al número ató-
mico de este elemento–, o que al cumplir ochenta años
celebrara su cumpleaños de mercurio. Tal vez mis grises
años de juventud hubiesen sido distintos si hubiera pensa-
do que a los veintiséis estaba viviendo los magnéticos años
de hierro, o a los veintinueve los bellos y superconductores
años de cobre.
Después de leer Gratitud, no puedo evitar preguntar-
me: ¿quiénes de nosotros moriremos en paz?, ¿quiénes lle-
nos de rabia?, ¿quiénes sin darnos cuenta siquiera? Tal vez
las respuestas a estas preguntas tengan que ver con la ma-
nera en que hemos vivido. Tengo la impresión de que Sacks
fue un hombre que vivió la vida plenamente y se marchó
de este mundo con el corazón liviano, al igual que muchos
de sus pacientes octogenarios o nonagenarios que recitaban
el cántico evangélico Nunc dimittis: “Ahora Señor, según tu
promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz”.
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EL HOMBRE QUE AMABA A LOS PERROS
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es hasta muy avanzada nuestra vida que, a veces, nos damos
cuenta que no nos pertenecen, que son ajenas a nosotros.
Ramón Mercader del Río hizo suyas las creencias de su ma-
dre, las de los amigos de su madre, las de la mujer que amó,
y según su forma de ser se las fue apropiando obediente-
mente. Ramón Mercader se convirtió en tantos hombres,
que casi se pierde por completo a sí mismo. Pero me pre-
gunto: ¿qué partícula de su ser nunca perdió?, ¿quién fue
aquel que nunca dejó de ser? Me oigo contestar así bajito,
casi al oído: nunca dejó de ser el hombre que amaba a los
perros.
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LA URUGUAYA
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LA CENA
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conociendo la personalidad de Paul, que a mi modo de ver
es también uno de los elementos importantes de la novela.
¿Cómo se sentirá vivir con ese veneno dentro? Es la
pregunta que recorre mi lectura a medida que Paul va des-
tilando una saña rencorosa. No muestra sentimientos com-
pasivos ni le agrada que sientan compasión por él. Cuando
se siente más orgulloso de su hijo lo describe como un de-
predador. Prefiere a los victimarios antes que a las víctimas,
cree que las víctimas nunca son tales.
Vivir implica ir apropiándose de posibilidades, pero
¿de qué depende lo que vamos tomando o lo que deci-
dimos rechazar? No logro recordar con exactitud en qué
otros libros se desarrolla esta idea, pero está claro que es
una idea ampliamente extendida la de que toda persona
tiende a ser la que le corresponde por naturaleza, y que
aplicada a todas y cada una de las personas del planeta,
enunciarlo me produce escalofríos. ¿Y si uno es un asesino?
¿Y si por naturaleza uno tiende a ser más un depredador
que una presa, y entiendo por presa a quien no anda a la
caza de nadie, sino que prefiere la cooperación, la colabora-
ción, hablo de cualquier hombre o mujer que vive su vida
a la manera socrática, prefiriendo padecer injusticias antes
que cometerlas? No puedo evitar preguntarme: Mariana,
¿dónde quedó la tan valorada diversidad? ¿Acaso el depre-
dador no es también parte de la naturaleza? Sí, pero...
Paul está diagnosticado con una enfermedad que nun-
ca se especifica, pero se puede inferir que es una patología
que le dificulta el control de la ira. ¿Serán sus pensamientos
venenosos consecuencia de su constitución biológica? Por
prescripción médica, Paul debe tomar unos medicamentos
que anulan la cólera y las acciones violentas que ella pro-
voca. Pero la nueva personalidad de Paul no es Paul, es un
remedo del hombre que ama y admira Claire. Al parecer
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esta enfermedad tiene un alto componente hereditario, es
detectable a través de una amniocentesis, lo que, en Holan-
da, permite la opción de la vida o de la muerte del hijo o
hija que la padece. Si los avances médicos hubiesen estado
disponibles en el tiempo en que Paul fue concebido, sus
padres habrían podido optar por matarlo, y él no hubiese
nacido, ni hubiese nacido Michel, y la indigente en la case-
ta no hubiese… y Serge no… ni Beau…
¿O son Paul y Michel víctimas de su naturaleza, que es
como decir que no son responsables de sus actos?
Tengo la impresión de que la vida humana se hace cada
vez más compleja, y que hay materias que reclaman de cada
uno de nosotros una toma de posición. Cuando esto suce-
de uno debería ser capaz de recordar aquella sencilla idea,
presente en muchas culturas desde tiempos inmemoriales,
y que ha sido extendida con algunas variaciones de for-
ma, pero no de fondo: “No hagas a los demás lo que no
te gustaría que te hicieran a ti”. De este modo podríamos
orientar las acciones que realizamos y las que nos gustaría
que los otros también realizaran.
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echar un vistazo a los ordenadores de los llamados restaurantes
selectos, porque resulta que todos esos datos se guardan. Si la
vez anterior el señor L. estuvo dispuesto a esperar tres meses por
una mesa junto a la ventana, bien esperará ahora cinco por
una mesa al lado de la puerta de los servicios. En esos restau-
rantes, a eso se lo llama “llevar los datos de los clientes”.
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CONFERENCIA SOBRE LA LLUVIA
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tenga una explicación para este comportamiento, no lo sé.
Cuando era chica y debía preguntar algo, supongamos a
algún profesor, las preguntas no me nacían de forma natu-
ral, y antes de formular la pregunta en voz alta, la ordena-
ba en mi cabeza eligiendo rigurosamente el orden de cada
palabra; recién cuando la pregunta estaba completamente
lista, la soltaba como cuando uno lanza un aro al cuello de
una botella. Actualmente he logrado superar en parte esta
condición, puedo preguntar sin haber construido antes la
pregunta en mi cabeza, pero siempre y cuando las frases
que deba decir sean cortas o duren el tiempo que media
entre una inhalación y otra. Si lo pienso bien, creo que mis
palabras necesitan un medioambiente relajado para orde-
narse, sino se rebelan y huyen.
Mejor volvamos al libro: el bibliotecario de Conferen-
cia sobre la lluvia nos cuenta, entre muchas otras cosas, de
Soledad, una chichimeca áspera y ruda de la que tuve la
tentación de transcribir todos los párrafos referidos a ella:
la chaparra imperial, la controladora de libros: “Cuando la
conocí admiré su determinación, su capacidad de orden,
su temperamento recio, incontrovertible. Miraba con tal
enjundia que pensé que ante sus ojos los libros se clasifica-
rían solos. Y no me equivoqué. Ordenó los libros con una
dedicación que solo puede tener alguien que los odia”.
Pero no era para hablar de Soledad que escribió la con-
ferencia, sino para hablar de otra mujer, de una que detiene
todas las búsquedas: Laura. Para hacer esto, el biblioteca-
rio usa un párrafo extraído de Rayuela de Julio Cortázar
que me permito ampliar: “Lo que mucha gente llama amar
consiste en elegir a una mujer y casarse con ella. La eligen,
te lo juro, los he visto. Como si se pudiese elegir en el amor,
como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja
estaqueado en la mitad del patio. Vos dirás que la eligen
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porque-la-aman, yo creo que es al revés. A Beatriz no se la
elige, a Julieta no se la elige. Vos no elegís la lluvia que te va
a calar hasta los huesos cuando salís de un concierto”.
Laura, la mujer que no se elige. La que hace que caiga
un aguacero por dentro del propio cuerpo. Laura, el agua
de los poetas.
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PODRÍA MORDER ESTO
Y OTROS POEMAS DE PERROS
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fueron los hombres quienes domesticaron a los lobos, sino
que estos se domesticaron a sí mismos. Descubrimientos
paleontológicos hechos sobre roca sedimentaria encontra-
ron huellas de pie de un niño junto a las huellas de un perro
o de un lobo. Las huellas encontradas están desfasadas en
el tiempo, pero eso no quiere decir que más adelante no
se puedan encontrar pasos grabados en el suelo por donde
caminaron juntos, alguna vez, un niño y su perro.
Vivo hace muchos años en una calle en la que vive
un hombre con síndrome de Down. Ahora es un hombre,
pero yo lo conozco desde que era un niño; aunque decir
que lo conozco es una exageración, porque todo lo que sé
de él es lo que he observado durante estos años. El otro día
lo vi paseando a su perro, un pastor grande y bonito. Lo
llevaba amarrado a una correa. El hombre iba cantando en
voz alta lo que parecía un canto de alegría por salir a pasear
con su amigo. Resulta significativo verlos juntos, porque
su perro no es cualquier perro, es un perro cojo, camina
dando saltos porque le falta una de sus patas delanteras. Es
curioso cómo a veces elegimos a nuestras mascotas. Conoz-
co a otro niño que cuando le dieron a elegir entre muchos
perros que había en una perrera, eligió precisamente a uno
chico, blanco y crespo que también nació sin una pata y
además estaba medio ciego.
Mi padre amaba a los perros, y los perros lo amaban a
él. No le importaba la raza ni el tamaño; cuando los adop-
taba pasaban a ser un miembro más de su familia. Se pre-
ocupaba de que tuvieran un tarro grande de agua fresca y
comida. Mucho antes de que se instalara la costumbre de
recogerles los excrementos con una bolsa y después botarles
los desperdicios a la basura, él les abría la puerta de la calle
para que salieran a caminar y a hacer sus necesidades fuera
de casa. Varias horas después, incluso días después, los pe-
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rros volvían dichosos de haber corrido a sus anchas, de ha-
berse peleado con algún otro perro o de haberse montado
a alguna perra en celos. Es tanto lo que la vida de mi padre
estuvo ligada a la de los perros, que no deja de ser inolvi-
dable lo que sucedió en el cementerio el día de su funeral.
Fue un suceso inesperado e inexplicable. Los hombres que
transportaban el carro donde iba el ataúd con el cuerpo
de mi padre olvidaron las sogas para bajarlo a la bóveda
familiar. Dejaron el carro junto a nosotros, mientras iban a
buscar lo que habían olvidado. Todos los que estábamos allí
presentes nos miramos contrariados. ¡Cómo podía suceder
una cosa así! ¡Qué poco cuidado! Pero entonces, de pronto
y de la nada, apareció un perro, de pelaje corto y negrísimo
que luego de olfatearnos se instaló tranquilamente deba-
jo del carro que cargaba a mi padre muerto. Nuevamente
nuestras miradas se cruzaron, pero ahora con una emoción
contenida. Cada quien tuvo su propia explicación ante este
hecho. La mía fue, tal vez, la más hereje y fantasiosa de
todas: el espíritu de mi padre se hacía presente en ese perro
para asistir a su propio funeral y decirme: mi cuerpo murió,
pero yo seguiré presente allí donde me necesites, en forma
de perro, en forma de árbol, en forma de halcón. Nómbra-
me, recuérdame y no me iré de ti.
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Nunca han sido tímidos los perros para expresar sus emo-
ciones. Cuando están contentos, mueven la cola. Cuando están
nerviosos, mueven la cola. Y cuando están sufriendo de tedio,
mueven la cola –un lento y triste balanceo compuesto para
piano solitario– mientras su alma sigue tan vacía como el pla-
to que devoraron antes de rasgar una bolsa de basura repleta
de incertidumbre y pedazos de pizza.
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EL RUIDO DEL TIEMPO
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los años esto resultaba tanto más milagroso porque le pareció
un medio de mantener a su madre y sus hermanas. No era un
hombre convencional y el suyo no había sido un hogar conven-
cional, pero aun así… A veces, tras el éxito de un concierto en
que había recibido aplausos y dinero, casi se sentía capaz de
convertirse en aquello tan esquivo, el hombre de la casa. Aun-
que otras veces, incluso después de haber abandonado la casa
familiar, de haberse casado y haber tenido una hija, se sentía
todavía un chico perdido.
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EN PANA
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“Nunca pude aprender a manejar. Alguna vez mi pa-
dre me quiso enseñar, pero no aprendí”. Con estas palabras
arranca el libro de Cinzano. Me parece un buen comienzo.
Podría, a partir de él, hacer un contrapunto. Yo sí pude
aprender a manejar. Mi padre trató de enseñarme formal-
mente a los dieciocho años: “Lo primero que debes hacer
si quieres que te enseñe a manejar un auto es aprenderte
las leyes del tránsito”, me dijo, así que antes de recibir su
instrucción debí memorizar todos los artículos de la ley.
No los aprendí todos, pero sí los suficientes para que con-
sintiese en darme sus lecciones. En todo caso, creo que yo
había aprendido a manejar mucho antes. Les contaré. En
mi casa no había una biblioteca muy grande. Mejor di-
cho, toda la biblioteca de la casa de mis padres consistía
en unos pocos libros. Entre esos pocos libros había uno de
mecánica de automóviles. Yo tendría unos nueve años y me
encantaba jugar con ese libro porque era el único que tenía
dibujos. Lo usaba como libro de clases de un imaginario
curso del cual yo era la profesora. En las páginas finales
había un Apéndice que yo utilizaba como la lista del curso.
Cuando nombraba a los alumnos de mi clase, sus apellidos
eran Austin, Chrysler, Citroën, Fiat, Peugeot, Renault; los
puntajes de sus pruebas eran las cilindradas del motor o el
tamaño de los neumáticos. Es posible que haya aprendido
a manejar hojeando ese libro. Mirando sus dibujos, los en-
granajes y los nombres de las piezas. Cilindros, pistones,
bujías, biela, cigüeñal, caja de cambios, rodamientos, pasti-
llas de frenos, pedal, manubrio, eje de dirección: todas ellas
son palabras de mi niñez.
Aunque también es posible que haya aprendido a ma-
nejar cuando todavía siendo una niña o una adolescente, me
sentaba en el asiento del copiloto y como la arena que absor-
be el agua del mar absorbía los movimientos de mi padre y
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los sonidos del automóvil. Sentado enfrente del manubrio,
mi padre primero movía la palanca de cambios verificando
que estuviera en posición neutra, luego introducía la llave y
la hacía girar con un toque corto y preciso hasta encender el
motor, luego pisaba el embrague, ponía marcha atrás para
salir de la casa, miraba por los espejos laterales y por el retro-
visor cerciorándose de que no hubiera nadie detrás del auto
y aceleraba un poco, salía de la casa y giraba el manubrio
para estacionar, apretaba nuevamente el pedal del embra-
gue, ponía la primera velocidad, apretaba el acelerador y el
motor rugía hasta que cambiaba nuevamente la marcha a
segunda. Aumentaba la velocidad, el motor nuevamente se
tensionaba un poco así que nuevamente pisaba el embra-
gue, pasaba la marcha a tercera, aceleraba y las revoluciones
del motor disminuían, luego el motor volvía a tensionarse y
volvía a pisar el embrague, cambiaba a la siguiente marcha,
cuarta, y así. Toda una música que movía al automóvil y nos
llevaba a donde quisiéramos ir. “Tienes que escuchar el so-
nido del motor, él te indicará cuándo debes hacer el cambio
de velocidad”; esas fueron sus palabras cuando ya me pasó el
automóvil para que lo manejara, pero ni falta hacía que me
lo dijera, porque ese movimiento sincronizado y su sonido
ya los tenía incorporados.
Puedo incluso retroceder un poco más: antes de ser
una niña, antes de tomar ese libro de mecánica y de sen-
tarme en el asiento del copiloto. Antes, casi en el límite
de mi aparición en este mundo, me contaron que en el
tiempo en que yo nací mi padre manejaba una motone-
ta, así que cada fin de semana, siendo yo una guagua, mi
madre me envolvía en un montón de chales y se montaba
en la motoneta conmigo, en un brazo me cargaba a mí y
con el otro se abrazaba fuertemente a mi padre, mientras él
conducía su Lambretta. Los tres partíamos como un rayo a
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la casa de mis abuelos. Puede ser entonces que las primeras
lecciones de conducción las haya tomado allí, cuando iba
detrás de la espalda de mi padre, cubierta con el pecho de
mi madre, custodiada por esos dos calores. En esos tiem-
pos yo sufría unos horribles dolores de oídos, y cuando ya
adulta me contaron de estos viajes pude suponer su causa.
Cuando cumplí tres años vendió la motoneta y se compró
su primer auto: un Austin blanco, no recuerdo el modelo,
un automóvil amplio, para la familia, pero muy viejo. Al
momento de comprarlo ya tenía unos veinte años de uso.
Era un auto muy divertido: cuando íbamos de paseo se
quedaba en pana, si teníamos alguna emergencia no partía,
pero cuando mi papá tenía que ir a alguna fiesta, giraba la
llave y con un solo toque el motor repiqueteaba fuerte y
claro. Tal vez algún día cuente las peripecias que vivimos
con ese auto, o con cualquiera de los otros autos que tuvo.
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RONDÓ PARA BEVERLY
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Que prefería los escritorios y mesas de patas torneadas al
mobiliario minimalista moderno. Que posiblemente en al-
gún momento, mientras escribía frente a su computador,
mirara por la ventana y detuviera sus ojos en el cielo azul,
las colinas de pastos verdes y las plantas que le gustaba regar.
Que le gustaba leer. No conozco a nadie que teniendo los
libros ordenados –o desordenados– de esa forma sobre una
mesa, no le gustara leer. En la página 11 y en la página 43
hay dibujos de Beverly realizados por John y por Yves con
la misma fecha, 01.08.2013, dos días después de su muerte.
Era la última vez que tendrían la posibilidad de observar la
silueta y la luz que irradiaba su cuerpo. ¿Qué luz irradia una
persona que acaba de morir?, ¿qué luz nos deja su recuerdo?
Es posible que lo que podamos captar dependa de cuán cer-
ca hayamos estado de ella, de qué clase de huellas imprimió
en nosotros o de cuán robustas hayan sido sus obras. Si mi-
ramos con los ojos de John, su luz, la de Beverly, era la de
una exploradora silenciosa y persistente.
Hace no mucho tiempo leí La muerte de la polilla,
breve ensayo de Virginia Woolf donde hace una delicada
observación de una polilla que una mañana de mediados
de septiembre llega a su ventana; eran sus últimas horas de
vida, pero Virginia no lo sabía; en un momento se da cuen-
ta de que cierta torpeza se empieza a apoderar de esta ma-
riposilla de colores pajizos y se detiene a observar la lucha
infructuosa, pero plena de dignidad, que libra este peque-
ño y frágil ser vivo ante la poderosa e invencible muerte.
El resultado, la rigidez y la parálisis en donde antes había
existido movimiento y color.
La mariposa que revoloteaba en mi jardín nunca vol-
vió. Uno no piensa en la muerte de las mariposas. Cuan-
do nos fijamos en ellas, las vemos siempre bonitas, alegres,
llenas de vida, y no pensamos que, precisamente por estar
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tan llenas de vida ante nuestros ojos, en algún momento
estarán llenas de muerte. El tiempo de vida de las maripo-
sas es breve, todo depende de la especie de la que se trate y
si antes no se las come algún depredador. Algunas viven un
par de días, otras algunas semanas, las más longevas algo así
como un año. Beverly vivió 71. ¿Cuántos años iré a vivir
yo?
***
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AUTORRETRATO
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libro: me puse a pensar en cuadros cubistas. Como no ten-
go formación artística, mi manera de acercarme a las obras
de arte es desde la ignorancia, es decir, desde el instinto;
desde la sensación pura que causa en mí el encuentro con
la obra. Busqué pinturas cubistas, encontré como ejemplo
dos de Juan Gris: Retrato de Josette y Arlequín con guitarra.
El cubismo geometriza la realidad, la despoja de emociones
al fragmentar los objetos. Descompone los rostros y enton-
ces los ojos, la nariz, la boca, las orejas, la frente, las mejillas
pasan a ser simples elementos fuera de su unidad original,
que es el rostro. La realidad creada en el cuadro es caótica
y entonces nuestro ser, que necesita orden, trata de darle
un significado. Pero ¡qué difícil es descubrir en la mirada
de Josette algún destello de ternura o seducción!, ¿y cómo
podemos saber de qué forma la mano del arlequín tenía
agarrada la guitarra? ¿O la tiene a un lado reposando sobre
un sillón? No se entienda lo que escribo como una crítica
al cubismo, ¡cómo podría! Es que la primera impresión que
tengo al mirar pinturas cubistas es el desconcierto, y a ve-
ces, incluso, el desasosiego. Gugleando en Internet encon-
tré la siguiente cita atribuida a Picasso: “Cuando hacíamos
cubismo no teníamos ninguna intención de hacer cubis-
mo, sino únicamente expresar lo que teníamos dentro”.
¿Qué era entonces lo que tenían dentro? ¿Acaso una rotura
en el alma, un sinsentido de la mirada?, ¿rabia? Autorretrato
tiene algo de cubismo, así como también tiene mucho de
desesperanza; si no, cómo interpretar el final del libro: “El
día más hermoso de mi vida quizá ya pasó”.
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He pasado tres años y tres meses en el extranjero. Prefiero mi-
rar hacia la izquierda. Uno de mis amigos se deleita en la
traición. Terminar un viaje me provoca el mismo dejo de tris-
teza que terminar una novela. Olvido lo que me desagrada.
Quizás he hablado sin saberlo con alguien que ha matado a
alguien. Me meto a mirar en callejones sin salida. No me da
miedo lo que haya al final de la vida. No escucho realmente lo
que me dicen. Me sorprende que me pongan un apodo cuando
apenas me conocen. Tardo en ver que alguien se está portando
mal conmigo, tanto me sorprende que me pase algo así: el mal
es, en cierto sentido, irreal. Archivo cosas. Le hablé a Salvador
Dalí cuando yo tenía dos años. La competencia no me estimu-
la. Describir con precisión mi vida me llevaría más tiempo
que vivirla. Me pregunto si de viejo me volveré reaccionario.
Sentado, con las piernas desnudas sobre cuero sintético, mi piel
no se desliza, rechina. Engañé a dos mujeres, se los dije, una se
mostró indiferente, la otra no.
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EL CURIOSO INCIDENTE DEL PERRO
A MEDIANOCHE
112
a hacerlo Cristopher. Yo todavía no lo logro, quiero decir,
alguna vez lo he hecho y me ha resultado, pero la mayoría
de las veces se me olvida el lugar que ocupo. Debe ser esta
conciencia humana que me dice que soy yo entre otros y
que los unos y los otros somos, a pesar de nuestra insignifi-
cancia, importantes.
***
***
113
BALZAC Y LA JOVEN COSTURERA CHINA
114
después narrarla a los campesinos en una sesión de cine
oral. A veces, a pesar de la energía de la juventud, o tal vez
precisamente por eso, la soledad se les hacía insoportable;
el pesimismo se apoderaba de ellos cuando pensaban en las
pocas probabilidades que tenían de volver a sus antiguas
vidas, solo tres sobre mil.
Pero la vida de estos jóvenes cambia cuando encuen-
tran una maleta llena de libros que era escondida celosa-
mente por el Cuatrojos. En la China de Mao, los libros, sal-
vo El Libro Rojo de Mao o su versión simplificada llamada
El pequeño Libro Rojo, estaban prohibidos, así que hacerse
con este tesoro, tener la posibilidad de leer esta literatura
los llenará de coraje. Flaubert, Gogol, Melville, Romand
Rolland y Balzac. Los libros escritos por estos hombres,
sobre todo los de Balzac, harán descubrir a la rústica sas-
trecilla un fuego dentro de sí que aún no conocía. Uno de
los párrafos más bellos y elocuentes para mostrar lo que
nos pueden hacer los libros que leemos es cuando Luo nos
describe a la sastrecilla, que a esas alturas ya ha bebido bas-
tantes palabras de las novelas leídas: “¿De qué me acuerdo?
¿De si ella nada bien? Sí, a las mil maravillas, ahora nada
como un delfín. ¿Antes? No, nadaba como los campesinos,
solo con los brazos, nada de piernas. Ahora sabe nadar, in-
cluso el estilo mariposa… Lo que descubrió sola fueron los
saltos peligrosos. A mí me horroriza la altura, por lo tanto
nunca me he atrevido a darlos. En nuestro paraíso acuático,
una especie de poza completamente aislada, de agua muy
profunda, cada vez que trepa a lo alto de un pico vertigi-
noso para saltar me quedo abajo y la miro desde un plano
contrapicado casi vertical, pero me da vueltas la cabeza y
mis ojos confunden el pico con los grandes ginkgos que se
recortan por detrás, como una sombra chinesca. Se vuelve
muy pequeña, como una fruta pendiente de la copa de un
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árbol. Me grita cosas, pero es una fruta que susurra. Un rui-
do lejano, apenas perceptible debido al agua que cae sobre
las piedras. De pronto la fruta cae flotando en el aire, vuela
atravesando el viento, en mi dirección. Por fin, se convierte
en una flecha de purpurina, ahusada, que se zambulle de
cabeza en el agua sin mucho ruido ni salpicaduras”.
La joven costurera china experimenta el poder de los
libros, ese poder que nos permite descubrirnos a nosotros
mismos, que le da forma a la libertad, a la posibilidad de
determinarnos y de elegir a dónde queremos ir.
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GEOLOGÍA DE UN PLANETA DESIERTO
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se emparenta con desertor: el que abandona. El padre de
Rodrigo, consciente o inconscientemente, fue un desertor
de la vida, murió porque no pudo dejar de beber, murió
producto de su alcoholismo. El fantasma de su padre viene
a despedirse y a anunciar nuevas presencias.
La pena es un planeta desierto. Repito: la pena es un
planeta desierto. La frase me queda rondando en la cabe-
za. Quiero medir el tamaño de su pena. Concluyo que es
inconmensurable, como también es inconmensurable la
alegría, la sorpresa de escuchar los latidos del corazón de
un pequeño ser en gestación. Inconmensurable como los
granos de arena en un planeta desierto.
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En este mismo prólogo, Giannini cita a modo de epígrafe
una frase corta y enigmática de Alcmeón de Crotona, filó-
sofo pitagórico del siglo VI a.C: “Perecen los hombres por
no saber unir el principio con el fin”. Desconozco el con-
texto en que Alcmeón de Crotona pensó esta frase, pero es
muy sugestivo que Giannini la incluya en un libro donde
reflexiona sobre el encuentro que tenemos todos los días
los seres humanos con otros seres humanos en lo que en-
tendemos por cotidianeidad, y que esta reflexión cotidiana
sea hecha ni más ni menos que mediante la conversación.
“Perecen los hombres por no saber unir el principio con el
fin”, podría querer decirnos que para no morir estando aún
vivos, podríamos dar un sentido a lo que hacemos diaria-
mente conversando sobre ello, incluyendo todas nuestras
actividades, desde que comenzamos el día hasta que este
llega a su fin. En otras palabras, que terminar el día conver-
sando sobre lo que han sido nuestras experiencias diarias
nos ayudaría a dar sentido a lo que hacemos, porque nos
alejaría de la soledad. Esa soledad radical en que vive el
hombre podría ser superada a partir del encuentro íntimo
entre amigos o amantes, o entre personas que quieran com-
partir su mundo cotidiano.
Miro por la ventana. Este libro me hace recordar viejas
tardes de primavera. Ese aroma a flores y ese calor tenue
con que se carga el aire de octubre. Recuerdo el viento,
entre tibio y fresco, que me golpeaba suavemente la cara
mientras caminaba al encuentro de un amigo con quien
nos juntaríamos a conversar. Todavía no alcanzo el tiempo
de la vejez y la soledad, no logro imaginarlas siquiera en mi
vida. Mientras me llega la hora espero que el tibio sol que
se cuela hoy por la ventana derrita la nieve acumulada en
las montañas, mientras poco a poco se oyen los murmullos
de las flores que están por surgir en una nueva primavera.
122
***
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123
LA NOCHE DE LOS ALFILERES
124
de hacerse cargo de él, vivían en la misma casa, pero pasaba
borracho todo el tiempo, así es que Moco debía procurar
el dinero para la comida de ambos, por lo que necesitaba
un trabajo fácil y lucrativo. Manu era hijo de un militar
traumatizado por las guerras que había luchado, el chico lo
idealizaba y necesitaba muchísimo, pero el padre no sentía
lo mismo. En cambio, Beto tenía una madre comprensible
y un padre preocupado, pero no estaba seguro de cómo
reaccionarían cuando se enteraran de su homosexualidad.
Finalmente, Carlos tampoco era un modelo de estabilidad
familiar: su padre iba y volvía, no se decidía nunca a de-
jar la casa o quedarse, y su madre lloraba a escondidas sin
preocuparse mucho de lo que hacía su hijo.
La Lima de los noventa, tiempo y lugar donde se desa-
rrolla la novela, era una ciudad donde el miedo estaba muy
presente, prácticamente todos los días había apagones, se-
cuestros y muertes; Roncagliolo toma para La noche de los
alfileres esta circunstancia social y la funde con los aconte-
cimientos que protagoniza este grupo de cuatro amigos.
Todos sabemos que un alfiler es un elemento pequeño
y aparentemente inofensivo, pero capaz de provocar dolor
si penetra la piel de algún ser vivo. ¡Pínchese un alfiler en
un brazo y verá lo que duele y cómo no lo olvida fácilmen-
te! Los chicos no querían pasar por la vida sin ser recorda-
dos, querían fama –a esa edad a veces se quiere ese tipo de
cosas–, querían que sus otros compañeros los admiraran y
los recordasen. Querían ser unos alfileres enterrados en la
carne viva de un ser humano. Tuvieron que mantener en
secreto el delito y fueron unos alfileres, pero nadie nunca
se enteró, salvo, tal vez, sus propias conciencias y nosotros,
los lectores de esta novela.
***
125
No éramos unos monstruos. Quizá nos pusimos un tan-
to… extremos. Y solo durante un momento. Unos días. Un
par de noches.
Eso no es nada. A nuestro alrededor, todo el mundo era
mucho peor.
Es verdad que lo que hicimos no aparece en los manuales
de buena conducta. Si acaso, en las páginas policiales, entre
los crímenes sexuales y los asaltos a mano armada. Pero, como
abogado penalista, puedo citar numerosos atenuantes: mino-
ría de edad, defensa propia, prescripción del delito… Y eso si
hubo delito. Ni siquiera estoy tan seguro al respecto. En un par
de horas podría tener un dictamen aquí mismo desbaratando
cualquier acusación.
Aunque, para empezar, yo me acogería a mi derecho a no
declarar.
No tengo ganas de sentarme frente a una cámara y con-
tarlo todo, como si fuera una aventura adolescente o un paseo
por la playa. ¿Por qué ahora? ¿Después de tanto tiempo? ¿Y por
qué recordar todo el horror? Me he pasado la vida tratando de
olvidarlo.
***
126
KRAMP
127
Cuando M tenía siete años, decidió que sería la ayu-
dante de D. D vendía productos de ferretería: clavos, se-
rruchos, martillos, picaportes y ojos mágicos, todos marca
Kramp. Como era vendedor viajante recorría un pueblo
tras otro ofreciendo sus productos. M quería viajar con él y
lo hizo durante un tiempo, muchas veces burlando las in-
dicaciones de su madre. Pero un día la dulce voz de M, que
nos explica su visión del mundo a partir de los elementos
que tiene a la mano, cambia. Un insecto de la suerte divide
su vida en un antes y un después. A partir de este momento
M sufrirá cambios físicos, psicológicos y emocionales que
nos revelarán el paso a un nuevo estado vital que la desafia-
rá a decir adiós a algunas cosas y dar la bienvenida a otras.
A veces, sobre todo cuando vemos que la realidad de
la que habíamos estado disfrutando se nos escapa como
agua entre los dedos, queremos con todas nuestras fuer-
zas detener el tiempo. Pero el tiempo no se puede detener,
aunque conozco personas que lo intentan. En la casa que
era de mis abuelos, en una de las paredes de la cocina, lugar
de encuentro de la familia, había un calendario; un objeto
inofensivo como el que imagino hay en casi todas las casas.
Un día, sin embargo, mi abuelo decidió que no quería ver
cómo seguían avanzando los días en el calendario. Lo dejó
detenido en la hoja del mes de agosto de año 1990, hizo un
círculo muy grueso con un plumón sobre el día 5, y nunca
más se cambió la hoja de ese calendario. Mi abuelo quiso
detener el tiempo el día en que mi abuela, su esposa, había
muerto.
En esta historia escrita por María José Ferrada no se
dice, pero no debe ser un disparate suponer que en el ca-
lendario de la mamá de M también hubo un día en que el
tiempo se quebró. Y seguramente también M tuvo ganas
de detener el tiempo, pero como era una niña no sabía de
128
qué modo hacerlo. No se le ocurrió dejar de pasar hojas en
el calendario, como lo hizo mi abuelo, aunque ese recurso
desesperado también es infructuoso, cualquiera sabe que
nadie puede detener el tiempo. Así que M se dedicó a ver
pasar los días, y mientras se sucedían unos tras otros ella
crecía, y algo más que el tiempo se iba quebrando en su
vida.
***
***
129
EL REFLEJO DE LAS PALABRAS
130
plasmar sus muchas habilidades. Según su tío, Aga Akbar
era un poeta sordomudo y analfabeto, pero poeta, sensible
tanto con los colores como con las palabras.
El reflejo de las palabras no es solo una historia ínti-
ma, también atraviesa sus páginas parte de la historia de
un país: Irán. Cuando Ismail se quiso independizar de su
padre, se unió a la fracción izquierdista que derrotó al últi-
mo Sha que gobernó este país. Con el régimen del Ayatolá
Jomeini, que se hizo con el poder una vez derrotado el mo-
narca, no tuvo tan buena suerte.
Leer este libro deja una leve impresión a cuento de Las
mil y una noches. Huele a príncipes y a preciosas alfombras
tejidas a mano. A cuevas que guardan secretos milenarios
donde se pueden encontrar pensamientos también mile-
narios, concebidos cuando no había papel ni alfabeto. El
reflejo de las palabras huele a lugares sagrados, a pozo don-
de un hombre santo duerme un sueño de trescientos años.
Pero también huele a presente: a detenciones y a guerras.
Sin embargo, creo que a lo que más huele es a cariño in-
menso y a respeto: la relación que establecen Aga Akbar e
Ismail es profunda y conmovedora; tanto como Aga Akbar
ama a su hijo, Ismail ama a su padre.
***
131
su lenguaje de gestos. Cosas inalcanzables, incomprensibles,
impalpables, que de pronto lo conmovían y que se quedaba
contemplando impotente. La muerte, por ejemplo, o la luna,
la lluvia que caía, el pozo y, por supuesto, el amor: aquella
sensación indescriptible que afectaba al corazón. Y también
los acontecimientos más relevantes que habían jalonado su
vida, uno de los cuales ocurrió cuando se dirigía a la aldea de
Savodshbolaj.
***
132
UN AMOR ESPECIAL
133
podría ser el modo en que Hikari se vinculara con el mun-
do. Al trino de pájaros le siguieron las composiciones que
escuchaban sus padres: primero Beethoven y Chopin, des-
pués Mozart y Bach. Hasta que la señora o señorita Ku-
miko Tamura le comenzó a dar clases de piano. Entonces,
con una concentración sin igual y con una paciencia que
bien se sabe debe durar toda la vida, Hikari Oé se dedicó
en cuerpo y alma a su universo musical.
Ciertamente la decisión de salvarle la vida a Hikari no
facilitó la existencia de la familia Oé. Una parte del traba-
jo de Kenzaburo Oé fue estudiar los efectos que tuvo, en
la población japonesa, la bomba atómica que cayó sobre
Hiroshima al término de la Segunda Guerra Mundial. Así
conoció al doctor Fumio Shigeto, quien atendió a las vícti-
mas directas de la bomba. Tomar contacto con este médico
le mostró a Kenzaburo que a pesar de la desesperanza que
se pueda sentir en algún momento de la tragedia, bien vale
la pena tratar de ayudar, aun cuando creamos que es muy
poco lo que se logra: la preocupación y la compañía tam-
bién pueden sanar o ayudar a sanar. En este mismo relato,
Kenzaburo declara que en algún sentido el nacimiento de
su hijo fue como la caída de una bomba en su vida. Al
recordar el trabajo del doctor Shigeto, Kenzaburo también
aludió a un profesor universitario, el señor Kazuo Watana-
be, especialista en Renacimiento francés, que le enseñó una
definición de humanismo que puede servir para hacer fren-
te al dolor de cualquier tragedia: ni demasiada esperanza,
ni demasiada desesperación.
Los Oé, a través de los años, han compilado en dis-
cos las piezas musicales que su hijo ha compuesto. Es su
música, la que Hikari tenía adentro, la que con esfuerzo
y concentración ha nacido de él. En una charla que Ken-
zaburo pronunció antes de un concierto que organizaron
134
para lanzar el segundo cedé de Hikari, y como respuesta a
una nota que encontraron tirada en la puerta de su casa en
la que se sugería que su hijo no tenía talento o que otros
verdaderamente talentosos merecían ese concierto más que
él, Kenzaburo dijo: “Tanto en el campo de la música como
en el de la literatura, crear una obra de arte es el acto de
aportar orden a algo que hasta entonces era caótico, dar
forma a algo que era vago e indefinido. Y esto es, precisa-
mente, lo que ha hecho Hikari”.
Los discos de Hikari Oé son el arte salido de lo más
profundo de su ser, y es la mejor forma que él tiene de
pertenecer al mundo.
***
135
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136
LA DIMENSIÓN DESCONOCIDA
137
En 1974 yo apenas tenía dos años. Recorría las calles
de Santiago en brazos de mi madre. Hasta 1976, es decir
hasta que cumplí cuatro años, el sonido de sus zapatos –o
tal vez sus botas– de taco alto marcaban en el pavimento
el ritmo de su zancada; para igualar su avance, mientras
ella daba uno, yo tenía que dar tres pasitos cortos. Yo la
seguía tomada de su mano. Regularmente caminábamos
por calle Amunátegui, entre Alameda y Moneda, ya que en
un edificio del sector estaba ubicado su lugar de trabajo y
mi sala-cuna. Durante esos años, al mismo tiempo en que
yo caminaba con mi madre por el centro de Santiago, un
hombre o una mujer en Chile era torturado y a veces asesi-
nado en algún lugar de mi país.
En 1976, mi abuela materna llegó a nuestra casa para
cuidarme a mí y a mi hermano recién nacido, mientras mi
padre y mi madre trabajaban. En las mañanas me iba a
dejar al jardín infantil, y a mediodía volvíamos a la casa,
donde yo disponía de una tarde larga para ver televisión.
Algunos años después empecé a ir al colegio. En las tardes,
a medida que pasaban los minutos, después de las seis y
media y viendo que ni mi mamá ni mi papá regresaban
de sus trabajos, me bajaba una angustia de que algo malo
pudiera haberles pasado: un asalto, un choque, algún acci-
dente; odiaba tener que acostarme sin que ellos estuvieran
en casa. Contaba cada minuto. Caminaba hacia la ventana,
descorría levemente las cortinas y desde ahí miraba hacia el
portón que daba a la calle esperando a que uno de los dos
apareciera. A veces, incluso, lloraba por el terror de que no
volvieran. La pesadilla nunca se hizo realidad. Otros niños
no tuvieron la misma suerte.
En 1984, yo tenía 12 años y cursaba séptimo básico
en el colegio. Por primera vez caminaba sola a la escuela.
Tardaba diez minutos entre que salía de mi casa y entraba
138
a la sala de clases. Al volver a casa, solía detenerme en el
quiosco que vendía diarios y revistas y leía los titulares que
allí se destacaban. Desde hacía un par de años mi abue-
la me compraba en ese quiosco la colección de historietas
Érase una vez el hombre. Pero en 1984 también era posible
encontrar otro tipo de publicaciones: las revistas Apsi, Cau-
ce, Análisis, La Bicicleta. Ejemplares que, por cierto, yo no
tenía la oportunidad de leer, pues mis padres no compra-
ban revistas, imagino que en parte porque era un gasto que
no se podían permitir, y también porque vivían asustados
de que alguien descubriera revistas de oposición en la casa.
Mientras en una dimensión yo y mi familia, y muchas
otras familias chilenas, veíamos en televisión La Torre 10 o
Villa Los Aromos o Los títeres o La represa, en otra dimen-
sión, Andrés Valenzuela Morales formaba parte de grupos
organizados que torturaban y asesinaban.
La lectura de La dimensión desconocida me llevó a bus-
car más antecedentes de los protagonistas de esta historia.
En el sitio web del Centro de Investigación Periodística
(CIPER) encontré el diálogo que Andrés Valenzuela sos-
tuvo con la periodista aquel 27 de agosto de 1984. Así lo
presenta Mónica González: “Una historia simple que retra-
ta en forma descarnada la crueldad de un régimen, el abuso
de poder que transformó a campesinos, jóvenes ciudadanos
de Chile, en vulgares asesinos al amparo de la autoridad”.
Valenzuela había llegado a hacer el servicio militar a los
dieciocho años desde Papudo. Cuando era niño soñaba en
convertirse en detective o carabinero.
Pienso que muchas veces la realidad está demasiado
lejos de parecerse a nuestros sueños.
***
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¿Por qué escribir sobre usted? ¿Por qué resucitar una his-
toria que empezó hace más de cuarenta años? ¿Por qué hablar
otra vez de corvos, parrillas eléctricas y ratas? ¿Por qué hablar
otra vez de desaparecimiento de personas? ¿Por qué hablar de
un hombre que participó de todo eso y en un momento decidió
que ya no podía hacerlo más? ¿Cómo se decide que ya no se
puede más? ¿Cuál es el límite para tomar esa decisión? ¿Existe
un límite? ¿Tenemos todos el mismo límite? ¿Qué habría hecho
yo si a los dieciocho años, igual que usted, hubiera ingresado al
servicio militar obligatorio y mi superior me hubiera llevado
a hacer guardia a un grupo de prisioneros políticos? ¿Habría
hecho mi trabajo? ¿Habría escapado? ¿Habría entendido que
ese sería el comienzo del fin? ¿Qué habría hecho mi pareja?
¿Qué habría hecho mi padre? ¿Qué haría mi hijo en su lugar?
¿Tiene alguien que tomar ese lugar? ¿De quién son las imáge-
nes que rondan mi cabeza? ¿De quién son esos gritos? ¿Los leí
en el testimonio que usted entregó a la periodista o los escuché
yo misma alguna vez? ¿Son parte de una escena suya o de una
escena mía? ¿Hay algún delgado límite que separe los sueños
colectivos? ¿Existe un lugar donde usted y yo soñamos con una
pieza oscura llena de ratas? ¿Se cuelan esas imágenes también
en su vigilia sin dejarlo dormir? ¿Podremos escapar de ese sue-
ño alguna vez? ¿Podremos salir de ahí y dar al mundo la mala
noticia de lo que fuimos capaces de hacer?
***
140
EL RUIDO DE LAS COSAS AL CAER
141
podrirlo todo. Sí, las drogas y su comercialización son esas
criaturas bellas y hechiceras que en un comienzo seducen
con su canto e invitan al placer, pero que luego conducen a
la muerte, no sin antes darte un paseo por el infierno.
Hace un tiempo, por motivos que no viene al caso
contar en estas líneas, estaba yo dentro de mi automó-
vil estacionada en una calle de un barrio de los llamados
marginales. De pronto me doy cuenta de que, doblando
la esquina, viene caminando, bamboleándose, un hombre.
Entonces le pregunto a mi acompañante, vecino del sector,
qué le pasaba a ese muchacho: “La droga”, me dijo, “le falta
la droga, como él andan muchos por aquí”. Era un mucha-
cho flaco, con el rostro desencajado, le costaba mantenerse
erguido, con dificultad lograba mantener los pies sobre el
pavimento y su torso se inclinaba levemente hacia adelante,
trataba de caminar en línea recta, pero se iba hacia un lado
y hacia otro. Llevaba una mano metida en el bolsillo de su
pantalón y la otra tocándose el pecho, como si le doliera
algo o como si se le hubiera perdido algo ahí adentro. Ese
hombre no parecía un hombre, parecía un fantasma, un
alma en pena, un proyecto humano inconcluso, perdido,
malgastado, abortado.
Recordé a este hombre mientras escribía estas líneas y
de mi boca salió un lamento y una plegaria: ¡Ay ay ay ay ay!
¡No quisiera ver que mi gente sea tocada por el canto de las
sirenas! Mi gente son mis hijos, los hijos de mis hijos, los
descendientes de mis amigos, cualquier niño o joven que
camine por esta tierra.
***
142
mediados de 2009. Había escapado dos años atrás del antiguo
zoológico de Pablo Escobar en el valle del Magdalena, y en ese
tiempo de libertad había destruido cultivos, invadido abre-
vaderos, atemorizado a los pescadores y llegado a atacar a los
sementales de una hacienda ganadera. Los francotiradores que
lo alcanzaron le dispararon un tiro a la cabeza y otro al cora-
zón (con balas de calibre .375, pues la piel de un hipopótamo
es gruesa); posaron con el cuerpo muerto, la gran mole oscura y
rugosa, un meteorito recién caído; y allí, frente a las primeras
cámaras y los curiosos, debajo de una ceiba que los protegía
del sol violento, explicaron que el peso del animal no iba a
permitirles transportarlo entero, y de inmediato comenzaron
a descuartizarlo.
***
143
LOS DIARIOS DE EMILIO RENZI (TOMO II)
Los años felices
144
Escucho nuevamente la voz del escritor, y luego trans-
cribo en mi propio cuaderno el fragmento del documental
donde se despliega esta idea:
“Sábado 26 de junio
Son las tres de la tarde, acabo de almorzar un par de
sándwiches con un vaso de leche, una manzana y un
café doble en el bar de la esquina, ahora estoy solo en
casa, cerré la puerta con llave, tapé con mantas el telé-
fono para ahogar el timbre. Hace frío, la tarde es gris,
tengo las manos tan heladas que me cuesta escribir y
soy feliz”.
“Viernes 10
Es hermoso ver caer la tarde, el río se oscurece, la últi-
ma luz del sol se refleja en el vidrio del edificio de un
banco y parece que se hubiera incendiado. Son las siete
de la tarde y estoy sentado en el sillón de cuero y es-
cribo esto tomando un whisky, esperando a Lola, fan-
tasías varias. Extraña mezcla entre el deseo y el amor”.
146
“Lunes 15 de septiembre
Serie A: ¿Estaré muerto al empezar el siglo XXI? Menos
melodramáticamente, ¿alcanzaré a ver el año 2.000?
¿Cómo seré a los sesenta años? ¿Toda mi sorda ambi-
ción tendrá respuesta?
***
***
Los diarios de Emilio Renzi. Tomo II. Los años felices. Autor: Ricardo
Piglia, argentino (1940–2017). Editorial Anagrama. 424 páginas.
147
UMAMI
148
las cualidades de la comida y de sus métodos de produc-
ción. Una de sus publicaciones fue precisamente un trabajo
sobre el umami y la comida prehispánica. Aún hoy el sabor
umami no es muy conocido, a pesar de que fue descubierto
por un químico japonés en 1908. Los hombres prehistó-
ricos descubrieron para nosotros, los hombres modernos,
muchos de los alimentos que componen nuestro régimen
alimenticio. A veces por intuición, pero la mayoría de las
veces por observación, descartaron de su dieta alimentos
amargos, muy ácidos o agrios, y acogieron gustosos los
dulces y las carnes asadas por el fuego. Hoy sabemos que
muchos alimentos venenosos o tóxicos son amargos, que
alimentos un poco ácidos suelen estar descompuestos, que
los alimentos que tienen azúcares nos inyectan energía, que
los salados aportan a un balance correcto de electrolitos y
que el umami detecta alimentos ricos en proteínas, pues
estas contienen moléculas de ácido glutámico (o glutamato
cuando se ioniza). Y Alfonso, en un rapto creativo, llamó a
cada una de las casas de la privada Campanario con un sa-
bor. Así, él vive en la casa Umami; Ana y su familia arrien-
dan dos casas, una la usan para vivir, la casa Salado, y en
la otra, la casa Dulce, instalaron una academia de música,
donde trabajan. Pina, la mejor amiga de Ana, vive con su
padre en la casa Ácido, y finalmente, en la casa Amargo,
vive Marina Mendoza.
En esta historia sabemos que Ana es una niña de 13
años y quiere plantar una milpa en su patio. Maíz, frijol y
calabazas. Los mesoamericanos prehispánicos eran hombres
de milpa. Sembraban plantas comestibles en forma combi-
nada y así aprovechaban la sinergia que producen algunas
mezclas. Esta es especialmente fructífera: el frijol capta del
ambiente el nitrógeno atmosférico y lo fija en sus raíces,
enriqueciendo el suelo donde crecen el maíz y la calabaza,
149
que no tienen esta propiedad. El maíz le otorga un medio
de apoyo a las plantas de poroto para que estas se envuelvan
en su tallo y puedan alcanzar la luz, y la planta de calabaza,
que tiene unas enormes hojas y que crece arrastrándose por
el suelo, impide que crezcan malezas y evita también que
se pierda tan rápidamente el agua del suelo. Una mezcla
maravillosa. Pensé que yo también podría cultivar una mil-
pa en mi jardín y comer porotos granados durante todo el
verano. También podría incluir en la milpa cilantro, perejil
o chiles, como le dicen los mexicanos a las plantas de ají.
El blansible es el color blanco con el que estaban pinta-
dos los muros de la casa Amargo donde vivía Marina Men-
doza. El blansible es el blanco de lo posible. De las oportu-
nidades que se le abrían a Marina para comenzar una vida
nueva. Era la tonalidad de la esperanza, el panorama de un
blanco todo en potencia. El griste es el gris triste, el néctri-
co el negro de la ciudad nocturna iluminada con los faroles
de las calles, las casas y las autopistas. Marina era pintora e
inventaba colores, pero no con óleos, sino con significados.
México es un país de colores, y su artesanía, ya sea en
forma de tapices bordados o de vajillas de cerámica, mezcla
sin miedo y hasta de manera audaz colores luminosos: el
celeste con el verde, el fucsia y el azul, amarillos, naranjas,
turquesas. Con este mismo arrojo de artesana mexicana,
Laia Jufresa combina las palabras en Umami.
***
150
los que vivimos aquí tenemos que saltar el asa de la campana
(una protuberancia metálica en el suelo) para entrar y salir de
nuestras casas.
***
151
MI AMIGA GLADYS
152
La crónica titulada La ternura insolente de tu mirar es
como una carta de amor. ¡Y ese título!: ¡La ternura insolente
de tu mirar! Hay algo que le transmiten los ojos y la mirada
de Gladys, algo que tiene que ver con su mirada desafiante,
frontal. También en la crónica comentada más arriba (Don-
de estés y siempre) se lee la vez en que la escritora mexicana
Elena Poniatowska le dijo que los ojos de Gladys le recor-
daban a los del subcomandante Marcos. Lemebel, hacien-
do un chiste, exclamó: “Son lentes de contacto, niña”, y la
Poniatowska: “No, Pedro, no hablo del color, me refiero a
la forma de mirar”. Lemebel remata: “Ahí quedé yo como
tonta, frente a la escritora mexicana y a la Gladys, riéndose
a dúo de mi liviano comentario”. Estas crónicas dicen mu-
cho de la Gladys, pero dicen mucho también de Lemebel.
En todas las historias se escuchan sus voces, las muletillas
que usan para hablar, las risas, la complicidad; se las puede
ver disfrutando el estar juntas. Ya sea arriba del tren que
Gladys se consiguió con los empleados de ferrocarriles, y
que iba repleto de militantes comunistas y simpatizantes
de la candidata presidencial, un tren donde habían plani-
ficado paradas en cada pueblo llevando los discursos de su
cabalgata justiciera. Ya sea en el Teatro Municipal, donde
asistieron a una función de La Traviata invitados por los
trabajadores del teatro. Ya sea eligiendo el nombre que le
pondrían a la fonda que la candidata presidencial pensaba
instalar en el Parque O’Higgins, y que finalmente se llamó
“La Chingana” aunque pudo llamarse “El Paciente Inglés”,
“Adiós Londres”, “Mal Bicho”, “I Love You, Garzón”, “El
Beatle Pinocho” o “La Moneda Conchesuma”.
153
Zanjón de la Aguada en donde los niños jugaban con los
perros a perseguir guarenes. Una vez leí su Manifiesto, un
texto preparado y leído en un acto político de la izquierda
en septiembre de 1986, en Santiago de Chile. Me conmo-
vió la forma y el lugar desde donde se expresa. Es un texto
largo, y aquí les transcribo un fragmento:
Manifiesto
(Hablo por mi diferencia)
154
Porque la dictadura pasa
Y viene la democracia
Y detrasito el socialismo
¿Y entonces?
¿Qué harán con nosotros compañeros?
¿Nos amarrarán de las trenzas en fardos con destino a un
sidario cubano?
***
155
***
156
LA FELICIDAD DE LOS PECECILLOS
157
puede decir que el haber leído bibliotecas enteras no es ga-
rantía de sabiduría, que de esta forma queda demostrado
que los libros son perfectamente inútiles, y que debe ser
por esta razón que los amamos tanto.
De las crónicas o breves ensayos publicados en La fe-
licidad de los pececillos, me detengo en Mentiras Verdaderas.
El subtítulo del ensayo es La paradoja del arte y de la lite-
ratura. Una de las preguntas que intenta poner en relieve
Leys es la siguiente: ¿por qué caminos llega nuestro espíritu
a la verdad? La respuesta está esbozada, pero no respondida
del todo: es a merced de un salto de la imaginación como
se capta la verdad, pero no explicita cómo este salto de la
imaginación, esta chispa del espíritu, se detona. Una de las
anécdotas que ocupa Leys para intentar su respuesta la ob-
tiene de un cuento chino atribuido a Lie Zi, historia en que
se nos descubre que parte del procedimiento para captar la
verdad tiene que ver con la capacidad de obviar lo que está
en la superficie, ignorar las apariencias exteriores y tratar de
descubrir la naturaleza interior. Parece fácil, pero no se me
ocurre cómo uno podría ejercitarse en estos asuntos.
Los ensayos contenidos en La felicidad de los pececillos
deberían bastar para profundizar y escribir muchas páginas
de comentario, así que pido disculpas por referirme aquí a
un texto que no figura en este libro, sino en el Breviario de
saberes inútiles. Ensayos sobre sabiduría en China y literatura
occidental, otro volumen de Simon Leys. El prólogo de este
Breviario lleva por título La escuela de la inutilidad. Leys,
como gran conocedor de la cultura china, suele citar a mu-
chos escritores, sabios y poetas de ese lado del globo, y en
este caso relata un rasgo esencial del carácter oriental: “Los
artistas, hombres de letras y sabios chinos, solían poner un
nombre evocador a sus residencias, ermitas, bibliotecas y
estudios. En realidad no tenían residencias, ni ermitas, ni
158
bibliotecas ni estudios, ni siquiera un techo bajo el que co-
bijarse, pero la existencia o inexistencia de un soporte ma-
terial para ese nombre nunca les pareció que tuviera dema-
siada importancia. Y yo me pregunto si uno de los mayores
atractivos de la cultura china no estará relacionado con el
poder evocador que otorga a la palabra escrita. No me re-
fiero a abstracciones esotéricas, sino a una realidad viva”.
Nosotros, los occidentales, demasiado compenetrados
con las cosas materiales, solemos olvidar la fuerza del espí-
ritu. Y qué decir de las palabras que usamos a diario, donde
reina impunemente el imperio de lo feo. Damos demasiada
importancia a lo que está en la superficie, nos comporta-
mos como filisteos, y no nos entregamos a lo que nunca de-
beríamos dejar de practicar: el ejercicio de la imaginación.
La felicidad de los pececillos lleva como subtítulo Car-
tas desde las antípodas, una expresión que propone que los
puntos de vistas expresados en estos textos fueron escritos
por alguien que habita un lugar completamente opuesto a
la mayoría, o puede sugerir también que sus puntos de vista
no son triviales, lo que es absolutamente verdadero.
***
159
de un viejo campesino conocido suyo para abrevar su caballo.
Mientras el campesino, taciturno, como lo son en esa región, se
ocupaba de traer un cubo de agua, los dos amigos, que se ha-
bían quedado dentro del coche, proseguían su charla. “Según
Montaigne”, dijo uno, apoyando su argumento en una cita,
cuando el campesino, que seguía sosteniendo el cubo, intervi-
no: “No fue Montaigne quien dijo eso, sino Montes-ki-ew”. (Y
tenía razón).
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IMPOSIBLE SALIR DE LA TIERRA
161
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162
JEIDI
163
cuestionamientos. Algunos dirán que eso es ingenuidad;
otros, ignorancia. A mí se me vienen a la mente los tiempos
mitológicos en que los griegos se explicaban el mundo a
partir del enojo de Zeus o Poseidón. En la antigua Grecia,
los dioses eran parte de la realidad. Y los griegos creían en
ellos porque esos dioses habitaban su espíritu de un modo
vívido, real.
No veo más semejanzas entre estas dos niñas que la
orfandad y el haber sido criadas por su abuelo. El espesor
de las historias es distinto, y es muy probable que el tiempo
haya complejizado nuestra visión de la realidad. Heidi (con
H) es un libro escrito entre 1880 y 1885 por Johanna Spyri,
una maestra rural y escritora suiza. En 1880 escribió Heidi
y un año más tarde, en 1881, publicó De nuevo Heidi, libro
continuación donde la pequeña es llevada a Frankfurt para
hacer compañía a la hija inválida de un hombre muy rico,
el señor Sesemann. En 1885 ambas historias se fundieron
en un solo libro, y casi un siglo después de que Spyri diera
vida a la pequeña Heidi, en 1974, se estrenó la serie de di-
bujos animados donde la historia se popularizó no solo en
Japón, sino también en países europeos y latinoamericanos.
Me gusta cuando los libros me traen chispazos de re-
cuerdos. Y este libro iluminó brevemente la imagen de mi
abuela materna. Me acuerdo de algunas tardes de verano
cuando yo me recostaba en el sofá y mi abuela, una mujer
muy gorda a la que no le quedaban cómodos los sillones,
cogía una silla del comedor y se sentaba junto a mí a ver
televisión. A mi abuela le gustaba mucho Heidi, y Pedro, y
las cabras cuando balaban y corrían por las montañas, y el
queso fundido que preparaba el abuelo, y los jarros de leche
que bebía la niña. Varias veces, viendo la serie, vi a mi abue-
la reír y también llorar. Ella reía con una mano tapándose
la boca para que no se le vieran sus encías desdentadas, y
164
cuando hacía esto se le achinaban aún más sus pequeños
ojos; y cuando lloraba lo hacía discretamente, secándose
las lágrimas con un pañuelo de género blanco que siempre
llevaba guardado en un bolsillo de su delantal. Mi abue-
la era una mujer muy sencilla, tal vez por eso le gustaba
Heidi. La niña encarnaba, en estado puro, la inocencia, la
alegría, la confianza ante los pesares. En 1880 apenas si se
explicaban o reconocían traumas psicológicos causados por
la ausencia de madres y padres, o por culpas inconscientes,
y entonces difícilmente estos traumas se veían reflejados en
las historias para niños. En los libros, los niños huérfanos
eran unos luchadores que a pesar de las carencias, o tal vez
precisamente por ellas, eran portadores de virtudes como
la compasión y la alegría, y casi siempre solo vivían breves
momentos de tristeza. Hoy es diferente.
En algún momento, mientras leía Jeidi, sentí orgullo
por esta joven escritora chilena. No sé por qué. No recuer-
do otra ocasión en que haya tenido este sentimiento mien-
tras leía. Es como lo que uno siente cuando un hijo ha he-
cho un trabajo excelente. No quiero decir que haya hecho
un trabajo perfecto, pero sí muy noble.
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–Buenas tardes, señorita. ¿Ángela Muñoz y don Raúl
Muñoz, cierto? Me llamo Cynthia Donoso. Mi compañera de
trabajo, la que los visitó la última vez, está con licencia, así
que vine yo.
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EL FERROCARRIL SUBTERRÁNEO
167
ubicada la plantación Randall, pasando por Carolina del
Sur, Tennessee e Indiana hasta algún desconocido destino
en el norte. Por estos túneles se desplazarán los carros que
transportan a los esclavos de un lugar a otro.
En El ferrocarril subterráneo, Colson Whitehead se
toma la libertad de imaginar que verdaderamente existió
un ferrocarril que corría bajo la tierra. La idea la tomó del
nombre con que se hacía llamar una agrupación abolicio-
nista creada en el siglo XIX en Estados Unidos y Canadá
para ayudar a escapar a esclavos fugitivos. La organización
clandestina ocupaba los términos ferroviarios de manera
metafórica para poder planear con más libertad la ayuda
a los negros.
El ferrocarril subterráneo, junto a otros libros que recrean
la época de la esclavitud en Estados Unidos, como Raíces
de Alex Haley o La cabaña del Tío Tom de Harriet Beecher
Stowe, tienen el mérito de hacernos recordar la historia de
los primeros africanos que llegaron a nuestro continente y
la de sus descendientes. Hasta 1850, miles, quizás millones
de niños, mujeres y hombres habían sido arrancados de su
tierra en África, alejados de sus pueblos y traídos a América
como esclavos. De manera bárbara y absurda unos hombres
se apoderaban de otros hombres. Cuando uno ha nacido
en un entorno tan privilegiado, como es mi caso, resulta
incomprensible el nivel que puede alcanzar la maldad hu-
mana. Muchas veces el mundo no es lo que uno imaginaba.
Comprar personas. Vender personas. Subyugar a un hom-
bre como se subyuga a un animal. Infligir latigazos hasta
hacer sangrar la carne, humillar, violar, colgar de los árboles
hasta la asfixia. Eso hacían unos hombres a otros hombres.
Eso y muchas otras cosas que no sé decir.
Encontré en Internet un documento escrito por Ro-
cío Cobo donde analiza un poema de Gayl Jones, escritora
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afrodescendiente, titulado Song for Anninho. En este poema
se cuenta la destrucción en el siglo XVII del asentamiento
de esclavos fugitivos Palmares en Alagoas, un estado brasi-
lero del nordeste. Este largo poema se centra en Almeyda,
la esclava que canta-recita sus sentimientos por Anninho,
quien es asesinado a manos de soldados portugueses. En
palabras de Rocío Cobo, en este canto se expresa la dificul-
tad de amar en un entorno donde la crueldad impera im-
punemente. Así como siente la esclava Almeyda, también a
Cora se le hace difícil ablandar su corazón para poder amar,
al punto de evitar participar de las fiestas y bailes que se
organizan de vez en cuando en la plantación Randall, posi-
blemente porque la alegría le duele como duele la pimienta
espolvoreada sobre una herida abierta.
Dicen que las experiencias de nuestros antepasados van
quedando registradas de alguna forma en nuestros cuerpos
y nuestras almas. Si así fuera, ya sabemos qué clase de ex-
periencias carga el pueblo afroamericano. Para curar esas
marcas han debido expulsar, transformar, convertir el dolor
en arte y les ha nacido, primero, el blues. En los tiempos de
la esclavitud aún no existía el blues, pero se estaba gestan-
do allí, en las plantaciones, en las duras y eternas horas de
trabajo, con cada latigazo, con cada separación forzada. En
la añoranza de la tierra perdida. Yo no sé si alguna vez llegó
alguna armónica a alguna plantación algodonera del sur
de los Estados Unidos, desde luego a la plantación Randall
no, pero tuvo que haber sucedido en alguna otra. Enton-
ces imagino que allí, al atardecer, un negro, sentado junto
a un barracón, sopló una armónica y sacó un sonido que
primero fue su propio llanto y luego el sonido de un tren
en movimiento y empezó a soñar que iba dentro de uno
de los vagones y que este lo llevaba lejos, muy lejos, donde
pudiera sentirse un hombre digno.
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ÍNDICE
173
La uruguaya, de Pedro Mairal ................................................83
La cena, de Herman Koch .....................................................86
Conferencia sobre la lluvia, de Juan Villoro .............................90
Podría morder esto y otros poemas de perros,
de Francesco Marciuliano .....................................................93
El ruido del tiempo, de Julian Barnes ......................................97
En pana, de Martín Cinzano ...............................................100
Rondó para Beverly, de John Berger e Yves Berger ................105
Autorretrato, de Édouard Levé .............................................108
El curioso incidente del perro a medianoche,
de Mark Haddon ................................................................111
Balzac y la joven costurera china, de Dai Sijie ........................114
Geología de un planeta desierto, de Patricio Jara ....................118
Nosotros en la noche, de Kent Haruf .....................................121
La noche de los alfileres, de Santiago Roncagliolo ..................124
Kramp, de María José Ferrada ..............................................127
El reflejo de las palabras, de Kader Abdolah ..........................130
Un amor especial, de Kenzaburo Oé .....................................133
La dimensión desconocida, de Nona Fernández .....................137
El ruido de las cosas al caer, de Juan Gabriel Vásquez .............141
Los diarios de Emilio Renzi. Los años felices,
de Ricardo Piglia .................................................................144
Umami, de Laia Jufresa .......................................................148
Mi amiga Gladys, de Pedro Lemebel ....................................152
La felicidad de los pececillos, de Simon Leys ..........................157
Imposible salir de la Tierra, de Alejandra Costamagna ...........161
Jeidi, de Isabel M. Bustos ....................................................163
El ferrocarril subterráneo, de Colson Whitehead ...................167
174
Este libro se terminó de imprimir
en el invierno de 2018.