Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Historias Leyenda de Los Cinco Anillos
Historias Leyenda de Los Cinco Anillos
El coste de la guerra
Por Mari Murdock
La ola creciente
Por Marie Brennan
Espadas curvas
Por Ree Soesbee
—¿Estás listo?
—Sí, sensei.
Isawa Atsuko golpeó con un bastón de bambú las rodillas del joven,
que se envaró a causa del dolor.
Nobu era muy prometedor, pero su sensei necesitaba asegurarse de
que mantuviese los pies en el suelo.
—No, sensei —se corrigió—. No estoy listo.
—Mejor. No estás realmente preparado para ser testigo del Vacío.
Debemos reeducar tu visión para que puedas aprender a verlo sin
ver, y fortalecer tu voluntad para que no pierdas tu identidad en el
Reino del Vacío.
El iniciado asintió y cerró los ojos. Respiró profundamente, de forma
tranquila y dedicada, centrándose en aquel instante. Atsuko asumió
una postura de meditación a su lado. Le dolían las rodillas y hacía
demasiado calor en aquella habitación, pero el dolor y la
incomodidad desaparecerían rápidamente.
—Deja que los sonidos del templo lleguen hasta ti y que se
atraviesen —prestó atención a sus oídos y se concentró en la
corriente del mundo—. Escucha el sonido amortiguado de pies en
movimiento que se acercan y se alejan, que aparecen y
desaparecen, del viento que sopla entre los pinos, de los pájaros
que cantan en sus ramas…
Prosiguieron de esta forma durante un tiempo, y la respiración de
Nobu se ralentizó aún más. Atsuko podía oír las conversaciones de
otras personas en el resto del complejo. Una ráfaga de viento, el
crujido de una rama. También llegaba a escuchar levemente el
sonido del agua al caer en el estanque desde la cascada situada
más allá del complejo. Ahora su aprendiz debería ser capaz de
percibir el río por su cuenta, y de permitir a su ego dejarse llevar por
la corriente. Atsuko se permitió hacer lo propio.
Pasaron minutos, puede que horas. Se encontraba alzada sobre el
curso del río, actuando como ancla para su discípulo, cuando un
nudo lejano tiró de ella, como si fuese un trozo de seda al que se
hubiese retorcido.
Algo va mal. Nobu-kun, márchate.
Esperó hasta que su aprendiz llegó a la superficie. Una vez tuvo la
certeza de que Nobu había llegado a un lugar seguro, Atsuko se
puso a buscar la sensación de atadura que había notado, tiró de ella
y la siguió hasta su origen, que fluía contra el torrente de espacio y
tiempo.
Con los ojos cerrados, Atsuko tanteó en busca de su cuenco de
videncia. En ocasiones la mente mortal tenía dificultades para
entender el fluir del Vacío, pero el metal sagrado era capaz de
capturar imágenes fugaces en la superficie del agua que contenía.
El escalofrío de la insustancialidad se filtró hasta sus manos, como
si estuviese sosteniendo un tazón de nieve. Abrió los ojos y miró
hacia su interior.
Las ropas púrpura y las pieles de un jinete a caballo.
Una cornamenta esculpida con reflejos de plata.
Unas alas de oro que se desplegaban, y un brillante rubí entre ellas,
partiéndose en dos.
El sol y la luna cambiando de sitio en el horizonte, y sumiendo al
mundo en la oscuridad.
Esa oscuridad se acumuló en el cuenco, contorsionándose y
bullendo, retorciéndose, haciéndose cada vez más larga y profunda
hasta convertirse en una figura sombría. Donde sus pies tocaban la
tierra brotaba la sangre como un río, que atravesaba arroyos,
montañas y llanuras. La criatura siguió la sangre, y a su paso se
extendía la oscuridad, como una nube que ocultase el sol.
Este… se dirigía hacia el este. Hacia el sol naciente, hacia el
Palacio Imperial, radiante en el amanecer.
El miedo la golpeó como lo harían los restos de un naufragio en un
río revuelto. Trató de buscar un asidero y alejarse del torrente. Gritó
cuando su consciencia se asentó de nuevo en su arqueado cuerpo,
y cayó hacia atrás. El cuenco rebotó contra el suelo.
Mientras se levantaba, se dio cuenta de que Nobu estaba
vomitando. La perturbación debía haber resonado también en su
poco preparado discípulo. Para que el Vacío le haya alcanzado, a
pesar de que le mandé fuera…
Por todo el complejo comenzaron a oírse suaves gemidos de dolor,
confirmando sus temores. Necesitaba ponerse en contacto de
inmediato con el maestro Ujina y la dama Kaede. Tenían que alertar
al Emperador antes de que fuese demasiado tarde.
***
La cascada voz de Atsuko se desvaneció de su mente, pero aunque
el toque del Vacío se alejó de Kaede, el frío de su corazón no lo
hizo.
No debería sorprenderla… los shugenjas del Clan del Fénix llevaban
mucho tiempo sospechando que la hechicería extranjera del Clan
del Unicornio era peligrosa. El Emperador nunca debería haberlos
aceptado en el Imperio.
Y ahora había causado perturbaciones en la propia realidad,
ondulaciones que habían sentido todos aquellos con el don de
percibir el Vacío. la fortuna debía de haber sonreído a Atsuko, de
otra forma la ishiken no hubiese tenido la oportunidad de
desentramar los embrollados nudos del futuro y de vislumbrar un
atisbo del origen de estas perturbaciones.
Kaede se sirvió una taza de té y situó las manos a ambos lados del
recipiente de porcelana en un vano intento de disipar el frío que
sentía.
Cuando cerró los ojos, ecos de la perturbación le asaltaron de
nuevo, y el mareo regresó. Inspiró el fuerte aroma del jengibre para
centrarse y amortiguar la incomodidad.
Podía alejarse, tratar de enviarse al lugar y el momento en el que se
produjo la perturbación, pero no se atrevía a intentar dar comienzo a
ese viaje desde dentro de la capital. Se podría ahogar en ese vacío,
o aún peor, arrastrar a otros con ella. Igual que había hecho la otra
vez. No se arriesgaría a perder a nadie más.
Abrió los ojos y dio un sorbo al té, pero sus manos seguían
temblando.
Se decía que había heredado el don de Ujina, que algún día podría
llegar a ser una ishiken más poderosa que él. Pero, ¿qué bien le iba
a hacer su don a nadie si era demasiado poderoso como para
arriesgarse a utilizarlo?
—Kaede, el universo busca el equilibrio en todas las cosas —le
había asegurado su padre. Ser receptora de un don tan terrible era
indicativo de que habría una enorme necesidad de él a lo largo de
su vida, y que algún día sucedería a su padre como Maestro del
Vacío.
Rezaba por estar preparada cuando llegase aquel día, tanto para la
pérdida de su padre como para el peso de la responsabilidad que
recaería sobre sus hombros.
Aquí, en la capital, podía utilizar otros poderes: erudición y
diplomacia. Era la representante en la corte más importante de
todas de su padre y del resto del Consejo de los Maestros
Elementales, y aconsejaba a su Majestad Imperial en aquellos
asuntos relacionados con los espíritus y sus reinos. El Clan del
Fénix tenía autoridad suprema sobre todos estos reinos salvo uno:
Ningen- dō, el reino mortal, el reino que se encontraba en peligro en
la visión de Atsuko. El único reino cuya autoridad recaía en los
demás clanes.
Clanes que no verían con buenos ojos que se interfiriese en su
autoridad.
***
Todos los asuntos oficiales del Imperio habían quedado suspendidos
durante el Festival del Crisantemo, pero el mensaje de Kaede no
podía esperar. No cuando los ishiken habían recurrido a poderosos
rituales para ponerse en contacto con ella de forma instantánea a
través de cientos de kilómetros.
Y no cuando existía la posibilidad de que el Clan del Unicornio
hiciese una demostración de su magia extranjera ante el Emperador,
poniéndole en peligro a él y a aquellos inocentes que fuesen a las
celebraciones.
Kaede encontró al Emperador y a sus hijos, a sus guardias Seppun
y a los miembros de mayor rango de los ministerios Imperiales en la
segunda planta de la casa de guardia que delimitaba la entrada del
palacio. Cortinas Kichō y persianas de caña amortiguaban el calor
del verano y protegían al Hantei de las miradas del populacho, al
tiempo que le permitían observar las ceremonias. Mientras entraba
haciendo una reverencia, se percató de la sonrisa socarrona y la
mirada descarada del príncipe Sotorii, pero ahora no podía
permitirse la distracción.
Kaede reconoció a Ishikawa, el capitán de la Guardia de Honor
Seppun, y se acercó a él, acertando al suponer que se apartaría
para saludarla. Intercambiaron una sofisticada retahíla de saludos,
pero necesitaba hablar a solas con él, alejados del resto de la
delegación real.
—Capitán, ¿me acompañaréis mientras trato de encontrar un sitio
donde ver mejor el desfile? —los sonidos del gentío en la
celebración de abajo evitaría que sus palabras se convirtiesen en la
comidilla de la corte.
—Por supuesto —respondió Ishikawa, lanzando una rápida mirada
hacia la Campeona Rubí, Agasha Sumiko, que asintió y se acercó a
sus protegidos, el Emperador y sus herederos.
Los ciudadanos de la Ciudad Prohibida lanzaron una ovación, y la
procesión giró la esquina. Había estado esperando ansiosa este día,
en el que se pondría fin con una celebración al periodo de luto por
Doji Satsume. Ahora, el crescendo de los badajos de madera y de
los tambores se le hacían similares al desagradable sonido de una
cigarra.
Bajo ellos, entre las abarrotadas calles, los representantes de las
familias Otomo, Seppun y Miya desfilaban con sus atuendos
Imperiales y atravesaban el portón. Llevaban atados pétalos de
crisantemo en lazos, y portaban estandartes esmeralda con el mon
dorado Imperial.
—¿Qué es esa sombra que os oscurece la mirada? —preguntó el
capitán.
Kaede tomó aliento profundamente. —Hoy he recibido noticias del
Santuario del Cielo Estrellado —Ishikawa reconocería el nombre de
la escuela de los shugenjas del Vacío, y sabría que fuese cual fuese
el mensaje, no podría esperar—. Han sido testigos de terribles
portentos. Nuestros ishiken creen que el Emperador se encuentra
en peligro.
—Una oscuridad nos amenaza desde muy lejos al oeste, a través de
las Montañas del Espinazo del Mundo. Todos la hemos sentido, pero
uno de nosotros ha captado un atisbo de su procedencia. Creemos
que ha sido originada por el Clan del Unicornio y su hechicería de
talismanes, su “magia de los nombres”, el meishōdō.
El capitán asimiló en silencio sus palabras.
Tras las familias Imperiales marchaban los León, sus guerreros
ataviados con armadura completa y melenas blancas en sus yelmos
que ondeaban al viento. Sus samuráis habían defendido una y otra
vez al Imperio de invasiones, ya proviniesen de las Arenas
Ardientes, de las flotas de los Reinos de Marfil o de extranjeros de
tierras aún más lejanas.
Pero, ¿serían capaces de proteger al Emperador de esta sombría
amenaza? Una vez que se formase la oscuridad, ¿habría alguna
manera de detenerla? ¿Estaría el Clan del León preparado,
dispuesto como parecía estar a comenzar una guerra total contra el
Clan de la Grulla? Shiba Tsukune, la Nueva Campeona del Clan del
Fénix, tendría problemas para mantener la paz entre estos dos
encarnizados rivales. Llegados a este punto era probable que ni
siquiera el Emperador fuese capaz de detenerlos.
Los guerreros León se giraron e hicieron una reverencia al unísono
hacia la casa de guardia, en perfecta formación. Se alzaron y
gritaron “¡Banzai!” en honor a su Emperador antes de continuar la
procesión a través de la Ciudad Prohibida.
Sus palabras serían un insulto al honor de la familia Seppun y de
sus escuelas, pero Kaede reunió el coraje suficiente como para
preguntar: —Si el Clan del Unicornio utiliza sus execrables
talismanes el día de hoy y sucede algo, ¿estarán preparados para
ello los guardias del Emperador?
Ishikawa abrió los ojos como platos y se giró de inmediato para
mirar al resto de la sala, asegurándose de que la familia Imperial
seguía segura. —Los miembros de la Guardia de Honor están
dispuestos a sacrificarlo todo para proteger la vida del Emperador, y
los shugenjas de la Guardia Oculta han jurado defender su alma.
Kaede le continuó presionando… sus palabras rozaban lo
indecoroso, pero se conocían desde hacía años. Podían ser
honestos el uno con el otro. Si hubiese tratado de ofrecer consejo a
los shugenjas Seppun la hubieran ignorado de buenas a primeras.
Tomó aliento de nuevo, y preguntó: —¿Podrían defenderlo de
fuerzas que no comprenden?
Ishikawa se envaró, y sus manos se cerraron hasta formar puños,
resuelto. —Son los mejores de los mejores, y nunca le han fallado a
su Majestad.
Antes de que el contingente León terminase de atravesar el portón
se empezaron a escuchar los tambores y canciones de otro clan al
otro lado de la calle. los siguientes eran los Grulla, y prometían una
exhibición espectacular de bailes y artes. Sus ropajes y cintas
cerúleas fluían y menguaban como el gran Mar de la Diosa Sol, y de
la misma forma que un banco de peces, sus espadas plateadas
refulgían como salidas de la escena de una obra de kabuki. Su
belleza era efímera, y sería fácil que la iniquidad del mundo acabase
con ella.
Kaede continuó, con la voz entrecortada. —Las técnicas de cada
familia son su secreto más fielmente guardado. La familia Isawa sólo
ha logrado comprender las fortalezas y debilidades de los shugenjas
de cada clan tras muchos siglos de observación: los Soshi son
capaces de elevar sus plegarias sin utilizar palabras, mientras que
los Kitsuki invocan la guía y la protección de sus ancestros. No
sabemos exactamente cómo lo hacen, pero como mínimo tanto
nosotros como la Guardia Oculta sabemos qué esperar de ellos.
—¿Y no son los fetiches de los shugenjas Asahina muy similares a
los talismanes Iuchi, si es que no son exactamente iguales? —
Ishikawa giró levemente la cabeza y miró de reojo a Kaede—. Tanto
los amuletos Unicornio como los fetiches Grulla parecen otorgar a
sus portadores las bendiciones de los kami.
¿Eran realmente las bendiciones de los kami… o el truco de algún
demonio? —No podemos estar seguros de ello. Nadie lo está —los
fetiches Asahina de bambú, papel plegado, seda y campanillas no
parecían muy diferentes de los omamori que fabricaban los
guardianes de las capillas para compartir las bendiciones de sus
kami, aunque las protecciones de los Asahina eran mucho más
poderosas. Por el contrario, muchos de los talismanes Iuchi tenían
formas terribles y monstruosas: formas humanas corrompidas, con
una cola cubierta de escamas, alas emplumadas, cabezas con
cuernos y piernas peludas. Eran tan grotescas como los oni de
Jigoku.
Kaede tenía que hacerle comprender. — Capitán, os juro que no es
un asunto que os hagamos llegar a la ligera. Lideráis a los
defensores del Emperador. Por favor, transmitidle mis temores; sólo
le dará importancia si la advertencia proviene de vos. Si el meishōdō
es tan peligroso como tememos, y vuestros guardias se encaran con
una terrible amenaza al Emperador…
—Entonces creéis que debemos prohibirlo —Ishikawa acabó la
frase por ella, y suspiró—. Los Fénix y los León se alegrarán al ver
cómo se pone fin a una costumbre que consideran herejía, pero los
Dragón y los Grulla no se quedarán de brazos cruzados mientras su
aliado sufre la censura Imperial. Es posible que los Cangrejo se
sientan aliviados al ver debilitado a su antiguo enemigo, o puede
que lo vean como la pérdida de una posible nueva defensa para su
Muralla. Sin lugar a dudas los Escorpión tratarán de aprovecharse
de la situación, se resuelva como se resuelva. Y por encima de todo,
que el Emperador se niegue a aceptar que le sirvan de esa forma no
gustará a los Unicornio.
Sí, habría muchas ramificaciones políticas, pero las amenazas
espirituales eran mucho más complejas y peligrosas que las simples
preocupaciones mortales. Kaede respondió: —Sin embargo, si
trajeron consigo brujería de las Arenas Ardientes, de seguro será el
Emperador el que tenga la sabiduría para determinar si estas artes
deben continuar sirviendo a su Imperio —como canal de sus
descendientes perdidos con la Dama Sol, el Emperador era a
efectos prácticos un ser divino, y su sabiduría resultaba irrefutable,
excepto por otro Hantei.
La siguiente procesión era la Fénix, reconocible de inmediato por la
capilla portátil que transportaban los guardianes de la familia Shiba.
Alrededor de los guerreros, un gran grupo de shugenjas, sacerdotes
y guardianes de la capilla bailaban y cantaban a la gloria del espíritu
que transportaban. Se decía que era el kami de la Colina Seppun, el
espíritu guardián de la tierra situada bajo la ciudad, que había
protegido el linaje Hantei desde su fundación.
—Existe otra manera —comenzó Ishikawa—. Si, tal y como sugerís,
el verdadero peligro consiste en la falta de conocimiento, puede que
en lugar de prohibir la práctica por completo los Unicornio debieran
acceder a enseñar a la Guardia Oculta la naturaleza de sus
poderes.
—Los Iuchi se mostrarán reacios a divulgar sus secretos —
respondió Kaede. Una solución tan simple como la sugerida por el
capitán nunca funcionaría.
—Los Unicornio son un clan práctico. Es posible que su Campeona
decida que más vale acceder a las exigencias Seppun que
arriesgarse a perder las artes de sus shugenjas.
—Veremos —dijo Kaede. Ishikawa lanzó una mirada a la multitud.
La siguiente delegación pareció aparecer por sorpresa, muy cerca
de la comitiva Fénix, como si saliese de las sombras más profundas
tras la luz más brillante. Un grupo de acróbatas se contorsionaban y
hacían cabriolas, saltando de las espaldas de otros y girando en el
aire antes de aterrizar grácilmente de pie. Se les unieron bailarines,
que cambiaban de máscara una y otra vez y giraban entre sedas de
tal forma que parecían revolotear por la calle. También esto debía
ser un truco, aunque Kaede no sabía cuál podía ser.
—La mía no será la única voz que le aconseje. El Emperador cuenta
con muchos consejeros, y podéis estar segura de que cada uno
tendrá su opinión. La decisión que se tome no será rápida ni se
tomará a la ligera.
Para entonces podría ser demasiado tarde. Tendría que encontrar
una forma de convencer a los demás consejeros, o de encontrar
alguna manera de proteger a la familia Imperial por su cuenta. —
¡Esta cuestión no puede retrasarse de la misma forma que sucede
con tantos de los asuntos de palacio! Por favor, transmitídselo
directamente al Emperador, os lo ruego. Por mí, pero también por él.
Ishikawa la miró a los ojos durante un instante demasiado largo,
pero ninguno de los dos podía apartar la mirada.
—Muy bien, Kaede-san. Si el Emperador considera que vuestros
temores son realmente fundados, necesitará ayuda para hacer
cumplir sus leyes. Tenemos a los magistrados Esmeralda, pero los
magistrados Jade de la antigüedad… —Los vítores ahogaron su
voz.
—El Clan del Fénix asistirá en lo que sea necesario, y hará cuantos
sacrificios se le exijan —respondió rápidamente Kaede. El puesto de
Campeón Jade no había sido necesario desde hace siglos, y el
Imperio tampoco lo necesitaba ahora. Los Maestros Elementales
eran la autoridad suprema en cuestiones espirituales, y se
asegurarían en persona de que se cumpliese la ley. Se asegurarían
también de que no hubiese motivos para que se reinstaurase el
ministerio Imperial dedicado a perseguir a shugenjas herejes.
Finalmente apareció la delegación que más temía ver, y su
contingente venía a lomos de sus aterradoras monturas. Sus
ropajes púrpuras y blancos lucían patrones que no había visto
nunca antes. De los caballos se elevaba un efluvio dulzón y
enfermizo que le revolvía el estómago. El golpeteo de las pezuñas
contra el pavimento de piedra de la avenida acompañaba al fuerte
latido de su corazón: sus relinchos le hacían estremecerse.
Por favor, no permitáis que pase nada, rezó. Su poder respondió de
forma espontánea a la plegaria, acumulándose en su interior. La fría
inexistencia del Vacío le bañaba los pies, como si estuviese de pie
en una costa estrellada. A pesar del calor del día, se estremeció
bajo sus múltiples capas de ropa.
—Kaede, ¿estáis…?
—No os preocupéis por mí —logró susurrar—. Id con el Emperador.
Aseguraos de que esté protegido.
Mientras los caballos trotaban en círculos, trazando un patrón como
el del movimiento del sol, un shugenja Unicornio situado en el centro
del círculo levantó un talismán dorado con alas, dentro del que
relucía un rubí con la luz de Amaterasu.
¡No!
El Vacío le hizo caer de rodillas, y una oleada de poder amenazó
con consumirla. Déjate llevar, y tendrás todo el poder que necesitas.
Ríndete a la voluntad del mundo.
No me doblegaré. Pero debo ver… Su visión se oscureció, y se
centró de nuevo en el Reino del Vacío. Donde antes sólo había
existido el desfile, ahora una infinidad de celebrantes se
arremolinaban en la avenida, almas de todos los instantes, desde el
lejano pasado hasta el futuro distante, y sus elementos se
derramaban en la escena como una cuatricromía. Guerra, paz,
desolación, profanación. Se esforzó por encontrar un único hilo
temporal para poder ver el lugar en el que se encontraba el
shugenja Unicornio.
El frío del Vacío continuó presionándola, tratando de ahogarla. ¡Allí!
Pudo verlo durante apenas un instante: un espíritu, una criatura
sombría de fuego sin humo, bestial y con cuernos. Aullaba,
retorciéndose ante una fuerza que la ataba, tratando de liberarse.
Más y más profundamente, hacia la nada, uniéndose al océano que
nunca terminaba…
Recuérdate, escuchó con la voz de su padre. No pierdas tu ser.
Soy Isawa Kaede, hija de Ujina, hija de Ninube, hermana de Tadaka,
consejera espiritual de Hantei el trigésimo octavo, prometida de
Akodo Toturi, amiga de Ishikawa…
Salió de la oscuridad y boqueó cuando sintió nuevamente el calor
del sol. El Emperador, los príncipes…
Se oyó un grito proveniente del gentío, un grito de alegría, no de
miedo.
Tenía la espalda apoyada contra las almenas, le temblaban las
piernas, y su respiración era irregular. Rezó porque nadie le hubiese
visto tambalearse, y que no hubiesen sentido cómo estuvo a punto
de perderse en su propio poder.
Los Unicornio pusieron fin a su exhibición haciendo una reverencia
al Emperador, y lanzaron sus caballos al trote al alejarse de la casa
de guardia.
La atención de buena parte de la multitud se apartó del desfile para
centrarse en la siguiente celebración, o en los innumerables puestos
de comida y vino. Los Cangrejo, que eran la siguiente delegación,
únicamente habían contribuido al desfile de los Grandes Clanes con
un austero contingente de guerreros.
El capitán regresó con una mirada de preocupación.
—He visto algo —logró decir, con la voz temblorosa—. Un espíritu,
atrapado dentro del talismán. Estaba tratando de liberarse, de llegar
hasta el Emperador.
Kaede se le quedó mirando durante un largo rato. Algo en sus ojos
le indicó que le creía, pero que no estaba completamente
convencido. —Me aseguraré de que su Majestad queda alertado,
pero es todo lo que puedo garantizar —hizo una reverencia a modo
de despedida y regresó a la casa de guardia.
—Que las fortunas nos guíen a todos —susurró Kaede.
Sólo quedaban los Dragón. El embajador Kitsuki Yaruma y su
exigua delegación marcharon en silencio.
El embajador se giró y dedicó a Kaede una mirada fría y
conocedora. No podía imaginarse el motivo.
El mundo es un escenario
Por D.G. Laderoute
Ambición ciega
Por D.G. Laderoute
Publicado originalmente en el pack de dinastía Las lágrimas de
Amaterasu
Deber familiar
Por Robert Denton III
Publicado originalmente en el pack de dinastía En la Ciudad
Prohibida
Juegos cortesanos
Por D.G. Laderoute
Publicado originalmente en el pack de dinastía El Trono de
Crisantemo
Hisha estático
Por Gareth-Michael Skarka
—No todas las preguntas tienen una respuesta perfecta, pero todas
las respuestas tienen una pregunta perfecta.
-Shinsei
Toturi se despertó al oír un chillido estridente, como el grito de algún
espíritu afligido. Se sentó, frío a pesar del calor veraniego de la
habitación, pero el sonido se detuvo abruptamente mientras se
incorporaba. Estaba solo entre las sombras, trémulas formas a la luz
de la luna que se colaba por el biombo. Su espada descansaba en
el atril junto a la puerta, pero no la cogió. No se oía ningún ruido,
excepto el zumbido lejano de los insectos en el exterior, ni tampoco
había ningún movimiento. El aullido era ya un recuerdo, quizás parte
de un sueño. Puso una mano a su lado sobre la estera y se dio
cuenta de que estaba fría.
¿Dónde está Kaede?
Se levantó en silencio, se puso su túnica y se dirigió hacia el panel:
su instinto le decía que ella estaba allí. Apartó el panel a un lado,
revelando una extensión de color plata y gris. Una solitaria figura
estaba sentada en el porche, con el cabello negro colgando suelto
por la espalda. Su kimono blanco brillaba a la luz de la luna, como si
fuese un fantasma.
—Kaede —dijo—, ¿estáis bien?
No se giró, así que Toturi se adelantó y se sentó a su lado, cruzando
las piernas. Era la cuarta noche que no podía dormir. Desearía
haberse despertado, como lo había hecho las veces anteriores, y
haberla abrazado.
No tiene por qué enfrentarse sola a sus problemas.
Kaede permaneció inmóvil, con la cabeza inclinada y el rostro
parcialmente oculto por el cabello. Incluso el aire estaba en calma, y
ofrecía poco alivio ante el calor. Ella parecía estar escuchando; no a
él, o al continuo chirrido de los grillos, sino a algo más allá.
—Kaede.
Colocó una mano muy suavemente sobre su hombro,
sorprendiéndola.
—Toturi, perdonadme.
Se volvió para hacerle una reverencia, y mientras se erguía sobre
sus talones de dio cuenta de que tenía el rostro sereno, aunque
pálido. Le brillaban los ojos, pero no vio ninguna lágrima, ninguna
señal de que el sonido antinatural hubiera provenido de ella.
—¿Estabais soñando de nuevo? —preguntó en voz baja, consciente
de que una conversación a aquellas horas podría llamar la atención.
—En cierto modo.
—No habéis entrado en el Reino del Vacío.
—No, esposo. Sin embargo, en mis sueños... no viajo a Yume-dō,
pero de todos modos, mi alma deambula. Los he visto: espíritus
caminando por los campos, en busca de algo. Debo ir a verlos.
—Hablemos dentro —dijo Toturi, antes de que pudiera decir algo
más.
Ella obedeció, regresando con él al palacio del Campeón
Esmeralda. Cerró la pantalla contra la oscuridad y encendió una
lámpara, mientras ella se acomodaba sobre las esteras de tatami.
Le habría traído té si no hubiera tenido miedo de dejarla sola.
—Debo partir al amanecer —dijo ella, mientras él se arrodillaba ante
ella—. He de ir a Toshi Ranbo.
Esa ciudad también atormentaba sus sueños, aunque por razones
diferentes. El recuerdo de su hermano era como un fantasma, y
Agasha Sumiko planteaba en cada reunión el tema del destino de la
ciudad.
—Quizás no son más que sueños —intentó tranquilizarla—. Vuestro
sueño no se vio afectado hasta que recibisteis la carta de vuestro
padre. Vuestros pensamientos están plagados de espíritus… eso es
todo.
—Cuatro noches —susurró—. Y esta vez, vi una cara.
—¿La cara de quién?
—No estoy segura —se mordió el labio, sus ojos distantes. Toturi
esperó, pero no la presionó.
—Nuestros shugenja deben partir de inmediato —dijo ella—, con o
sin mí. ¿Habéis aprobado la petición de mi honorable padre?
—Daidoji Uji ocupa actualmente la ciudad —explicó él—. La Grulla
de Hierro podría ofenderse ante las afirmaciones de que sus
shugenja no han conseguido apaciguar a los caídos. Por eso me he
visto obligado a rechazar la petición Fénix.
—¿Esto lo habéis decidido vos?
Toturi asintió, aunque aún albergaba dudas. Ella no cuestionó su
decisión, pero se quedó mirando pensativamente al suelo durante
un largo rato.
—Entonces iré sola —dijo al fin—. No puede ofenderse ante un
único visitante. Tendrá que dar la bienvenida a la esposa del
Campeón Esmeralda.
—No —dijo Toturi—. Os prohíbo que vayáis.
El canto de las cigarras era lo único que llenaba aquel silencio.
Eres demasiado valiosa como para arriesgarte.
Su rostro permaneció inmóvil. —Como deseéis, esposo.
Kaede hizo una reverencia formal y se marchó. Pero el hombre no
fue capaz de dejarla partir con sus palabras como único punto de
contacto entre ellos.
Y entonces, tomó una decisión. —Iré yo —dijo—. Iré a Toshi Ranbo,
y me aseguraré de que los espíritus estén en paz.
Ya se lo había planteado antes, pero ahora no le quedaba otra
opción. Era la única forma de satisfacer a los Fénix sin ofender a los
Grulla.
—Gracias —dijo ella con voz temblorosa.
Sintió un dolor en el pecho al verla tratar desesperadamente de
mantener el control. —Estáis agotada —dijo—. Tratad de dormir.
Ella no le dejó aquella noche, y durmieron con la lámpara
encendida.
***
Toturi apretó el sello con suavidad, y plasmó sobre el pergamino la
imagen del crisantemo Imperial en verde esmeralda. El peso del
sello en la mano le seguía resultando extraño y engorroso, como
también lo era el poder que simbolizaba. Poder concedido por el
Emperador, el propio Hijo del Cielo, y todo lo que hacía falta para
ejercerlo era dejar su marca en un papel y cambiar el destino de un
samurái, de una familia, de todo un clan.
No era algo que debiera hacerse a la ligera. Observó cómo se
secaba la pasta de color esmeralda. Brillaba ligeramente a la luz del
sol que se filtraba desde la pantalla que se encontraba a su lado,
como la piedra preciosa molida que se había utilizado en el
pigmento. Apartó el pergamino con un suspiro; tenía muchos más
que leer y considerar.
—La Campeona Rubí ha llegado —dijo la sirvienta.
El resto tendría que esperar hasta su regreso. Toturi limpió
cuidadosamente el sello y lo volvió a colocar en su caja antes de
asentir para indicar que estaba dispuesto a recibir a Agasha Sumiko.
La guerrera Dragón cruzó el umbral y se inclinó profundamente. Al
sentarse, reveló el rostro impasible de siempre, pero sus mejillas
estaban sonrojadas y su cabello inusitadamente desordenado. A
menos que hubiese estado entrenando con el kimono que llevaba
puesto, se había tomado muy en serio el mensaje de que se trataba
de un asunto urgente.
—Campeón Toturi, la sirvienta me hizo suponer que mi presencia
era requerida de inmediato.
Sus palabras fueron muy educadas, pero el énfasis en la palabra
"Campeón" sonaba forzado.
—Sumiko-san, gracias por venir con tanta rapidez. Deseaba hablar
con vos antes de irme, y partiré pronto. Hasta mi regreso, podéis
actuar con toda mi autoridad.
La expresión de Sumiko se mantuvo serena, su mirada sobre la
estera ante ella, pero su respuesta traicionó su sorpresa. —Por
supuesto —dijo ella—. Pero, ¿adónde vais?
—Voy a perseguir fantasmas —dijo, y en esta ocasión la mujer fue
incapaz de contenerse durante un instante, y sus ojos se
encontraron con los de él.
—¿"Fantasmas"?
—Mi esposa se ha visto asediada por sueños acerca de Toshi
Ranbo —le dijo—. Desde que oyó los rumores sobre espíritus
inquietos más allá de sus murallas, sus pensamientos se han
tornado inquietos. Solicitó ir ella misma e investigar la posible
perturbación, pero no puedo permitir que viaje. En este momento, su
salud es delicada.
Se detuvo cuando el viento hizo crujir los pergaminos de la mesa
situada junto a él.
Teniendo en cuenta el asentimiento de Sumiko, probablemente
había adivinado sus motivos. Hotaru no hubiese buscado la guerra
de haberse quedado en la ciudad como Campeona del Clan de la
Grulla, pero no conocía lo bastante al daimyō Daidoji como para
poder predecir sus acciones. Ya se vislumbraba el peligro de una
guerra entre los clanes del León y la Grulla, y entre el León y el
Unicornio. Toturi no permitiría que los pacíficos Fénix se viesen
arrastrados también al conflicto.
—Mientras esté allí, hablaré con el general Daidoji y determinaré
sus intenciones. Espero encontrar una forma de salvaguardar el
destino de la ciudad, sin necesidad de una guerra.
—Espero que vuestra esposa vuelva a sentirse fuerte pronto,
Campeón —dijo Sumiko—. Me alegro de que os haya convencido
de que actuéis, aunque yo no pudiera.
Incluso ahora, Sumiko cree que no la escucho.
No había nada desafiante en su conducta, sólo en sus palabras.
Pero el movimiento de su cabello al viento hacía que su quietud
pareciese forzada. Durante toda la vida de Toturi, habían confundido
su comportamiento reflexivo por inacción, o peor aún, por
indiferencia. Esperaba que Sumiko lo entendiese, pero no todos los
samuráis Dragón tenían la paciencia de los monjes. Tal vez si la
hubiese tenido no habría llegado nunca a su posición actual en la
capital, donde vivían pocos Dragón.
—No pudisteis persuadirme de que tomase la ciudad en nombre del
Emperador y en contra de sus deseos —le recordó Toturi—. Eso no
significa que desee ver una guerra entre clanes.
Toturi echó un vistazo a la caja lacada que contenía el sello de su
cargo. Haría falta una demostración de su confianza para ganarse la
de ella. Él no estaría lejos mucho tiempo; no podría deshacer todo
su trabajo en tan poco tiempo, aunque deseara hacerlo.
—Toshi Ranbo está en los pensamientos de muchos —dijo Sumiko,
reclamando su atención—. Se rumorea que se han encontrado
nuevas minas cerca de la ciudad, vetas de gemas descubiertas
hace poco. La posibilidad de encontrar jade tentaría hasta a los
Cangrejo.
¿Por qué no me lo ha dicho antes? No puedo escuchar si no me
habla.
—El conflicto entre los Grulla y los León —dijo Toturi, su tono
cuidadosamente neutral— ya ha causado bastantes conflictos.
Luego estaba la petición Unicornio que habría puesto a la ciudad
bajo el control Imperial....y bajo la influencia Escorpión. Y ahora los
Cangrejo también van a querer tener voz en el destino de la ciudad.
Sumiko no dijo nada. Quizás no confiaba lo bastante en él como
para hablar con franqueza. Tal vez debería haberla invitado a beber
sake alguna noche, como hizo Kitsuki Yaruma. No era posible forzar
la confianza de una larga amistad, pero Toturi necesitaba su apoyo
en el nuevo cargo.
—Sumiko, durante vuestros encuentros con el embajador del Clan
del Dragón, ¿os ha dado alguna razón para suponer que vuestro
clan se interese también por la ciudad?
—Mi señor, fue una visita entre amigos. Hablamos de cosas triviales
mientras bebíamos sake. Hablamos de casa, del tiempo. No hubo
ninguna mención a Toshi Ranbo —se detuvo, sin responder a una
pregunta. No le habló de los rumores que había oído; no eran más
que rumores.
Piensa que dudo de su lealtad, pero también debe ganarse mi
confianza.
Había quién cuestionaba su propia lealtad al Imperio, y aún tenía
que probarla. —Desde la petición Unicornio —empezó—, la cuestión
del gobierno de Toshi Ranbo ha sido objeto de discusión en todo el
Imperio. Es una ubicación militar estratégica para el conjunto del
norte. El destino de la ciudad me preocupa mucho, y ahora que
hasta mi propia esposa...
Toturi se detuvo antes de seguir. No le iba a contar a Sumiko todos
sus temores.
—Hasta que regrese, podéis actuar con plena autoridad —repitió—.
Mi partida no es un secreto, pero preferiría que tampoco se
convirtiera en la comidilla de la corte. Que todo continúe
funcionando sin interrupciones, como si yo siguiera aquí.
Y más vale que Matsu Tsuko no se entere hasta que regrese.
—Gracias, Campeón, así se hará —hizo una pausa— ¿Puedo daros
un consejo? —Toturi asintió—. Por favor, hacedlo.
—Aseguraos de cabalgar ataviado con la armadura de vuestro
cargo, u os matarán antes de que lleguéis a las puertas. Los Grullas
de Hierro no vacilarán en actuar si os aproximáis con los colores
León.
¿Se cree que soy tan estúpido como para ir de marrón?
—No quiero que parezca que voy a la batalla —dijo—. Sólo me
llevaré una pequeña compañía.
—¿Seguís sin tener la intención de asumir el control en nombre del
Imperio?
—El Emperador no lo desea —dijo, en un tono que esperaba que
fuera definitivo.
—Pero es posible que el Imperio lo requiera.
—No puede haber distinción —dijo Toturi, pero no la reprendió. No
deseaba que todas sus conversaciones terminaran en discusiones.
Cogió la pesada caja y le entregó su sello para que lo guardase,
aunque sintió que el gesto había quedado deslucido a consecuencia
del giro que había tomado la reunión.
Sumiko lo recibió educadamente. Sin duda el peso le resultaba más
familiar a ella que a él, ya que había estado bajo su cuidado tras la
muerte de su predecesor.
—Hasta que volváis —dijo ella.
Toturi asintió, listo para despedirla, pero ella continuó.
—Campeón, espero que encontréis lo que buscáis —dijo ella—.
Pero me temo que estáis buscando la respuesta perfecta. A veces
no hay ninguna, y aun así deberéis tomar una decisión.
***
Cabalgó a través de la bruma estival, sudando bajo la armadura de
acero lacado y cuero del Campeón Esmeralda. Los cascos de su
caballo removían el polvo del camino, y las moscas zumbaban en
ociosos círculos alrededor de su estoica cabeza. Pronto aparecería
en el horizonte la silueta de Toshi Ranbo, una ciudad amurallada
con el escarpado santuario de Bishamon elevándose por encima de
las murallas hasta arañar el cielo. ¿Se abrirán o cerrarán las puertas
cuando él se acercase?
En otra vida, podría haber venido como guerrero León en busca de
venganza. Arasou había muerto fuera de aquellas puertas víctima
de la guerra, y su muerte no había proporcionado una victoria a su
clan.
Tsuko quería que Toturi reconquistase la ciudad en nombre de su
hermano, pero a él no le parecía que hubiese honor que ganar en
asolar Rokugán con una guerra innecesaria.
Su pequeño grupo de viajeros, cinco asistentes escogidos entre los
magistrados Esmeralda, se encontraron a la vista de las murallas de
la ciudad al doblar el camino. Las puertas de Toshi Ranbo
permanecieron cerradas, y la única señal de vida eran las aves que
revoloteaban sobre ella como copos de ceniza oscura flotando al
viento. En la muralla habría oteadores, esperando a ver qué haría el
Campeón Esmeralda. Toturi no se acercó a las puertas. En lugar de
ello, hizo una señal para que su compañía esperase, y se dirigió a
caballo desde la carretera hacia lo que había sido un campo de
batalla.
El campo se había convertido en un prado florido, con puntos
amarillos que se movían con la brisa, como pequeñas linternas
funerarias flotando en el verde mar de hierba. Frenó a su caballo y
desmontó. Lo único que se oía era el canto de las cigarras. Los
Grulla habían sido muy eficientes en sus intentos de purificar el
campo de batalla y limpiar cualquier rastro de muerte. No habrían
descuidado los ritos por los caídos. Su hermano había recibido
todas las debidas ceremonias, y estaba seguro que Tsuko también
había cumplido con sus obligaciones para con los difuntos. No
debería haber espíritus ligados a este lugar.
Se giró hacia el oeste y recitó una silenciosa oración por los
muertos, haciendo los rápidos movimientos del mudra de la espada
en el aire con los dedos, tal y como le habían enseñado en el
monasterio, para instar a cualquier espíritu no deseado a que se
marchara. Sentía el calor del sol en el rostro; no tardaría demasiado
en regresar y asegurar a Kaede que los sueños que perturbaban
sus noches no eran más que terrores nocturnos.
Se volvió hacia la ciudad, donde ahora las puertas estaban abiertas.
Una compañía de guerreros de hierro Daidoji salió cabalgando con
sus pendones en alto, sus grises y azules amortiguados por el azul
más brillante del cielo sobre ellos. La última vez que Toturi había
visto el blasón Daidoji fue el día en que perdió a su hermano, el día
en que Hotaru mató a Arasou. Ahora, el general Daidoji Uji venía a
encontrarse con él en persona, ataviado para la guerra. Cinco
jinetes trotaban tras su comandante para igualar el número de sus
guardaespaldas. Toturi montó en su caballo y se reunió con sus
acompañantes mientras los jinetes cruzaban el campo.
Uji no habló hasta que se encontraron cara a cara y los caballos se
quedaron quietos y callados.
—Campeón Esmeralda —dijo Uji, su voz apenas algo más que un
susurro. Su mirada acerada no mostraba ninguna de la deferencia
que transmitían sus palabras—. Bienvenido a Toshi Ranbo.
—Señor Daidoji, no hemos venido buscando hostilidades ni
hospitalidad. Vengo a ver de nuevo el lugar donde falleció mi
hermano, Akodo Arasou.
Uji simplemente asintió.
—Algunos shugenja han acudido a mí para expresar su
preocupación por espíritus perturbados —al llevar siglos sin estar
ocupado el cargo de Campeón de Jade, las herejías y la hechicería
también quedaban comprendidas dentro de las obligaciones de su
cargo, pero no se atrevió a lanzar tan pronto acusaciones de
semejante envergadura.
—Nuestros shugenja no han tenido problemas —dijo el Grulla—,
pero entrad, ved por vos mismo la ciudad y sus santuarios.
Toturi asintió. Sin decir una palabra más, Uji se giró y cabalgó hacia
la puerta, seguido de sus invitados. Atravesaron las gruesas
murallas, construidas sólidamente de piedra y madera, diseñadas
para resistir grandes impactos. Dentro, los sirvientes se encargaron
de sus caballos, pero no les quitaron las armas.
—Permitidme que os lleve ante los shugenja, Campeón Toturi —dijo
el Grulla de Hierro—. Vuestro séquito puede aguardaros aquí y
cuidar de vuestros caballos.
No era tanto una sugerencia como una exigencia, pero soportable.
Toturi avanzó con su guía por las estrechas calles. El camino que
tomaron era extraño, tortuoso y retorcido, y les llevó a lo largo de la
ciudad. Guerreros bushi Grulla con armadura completa montaban
guardia y hacían patrullas, mientras que los ashigaru practicaban en
un campo de entrenamiento. Todos se detuvieron para hacer una
reverencia a su paso, y bajaron los ojos.
Uji caminaba en silencio, y su camino les llevó al lado de un
santuario dedicado a Hachiman, la Fortuna de la Batalla.
El arco era de un reluciente color rojo, recién pintado: el color de la
sangre. Más allá podía verse el gran santuario de Bishamon.
Durante generaciones, guerreros Grulla y León por igual habían
entrado en el santuario de la Fortuna de la Fuerza para pedirle la
fortaleza necesaria como para defender la ciudad.
Pasaron al lado de komainu dorados, construidos por el clan de
Toturi. El jardín que rodeaba el santuario era ordenado y elegante,
pero carecía de la belleza típica de los jardines Grulla. Allí, tanto
León como Grulla habían plantado pinos, helechos y plantas
medicinales.
—Mi señor Daidoji, me gustaría que habláramos de asuntos
mundanos antes de que entremos en este lugar sagrado.
Toturi continuó mirando hacia delante mientras se detenían en el
sendero, aunque la mirada de Uji se detuvo sobre él. —Estáis
preparados para la guerra —observó Toturi. Una vez más, el Grulla
se limitó a asentir.
—El Emperador prohíbe la guerra entre Grandes Clanes.
—No queremos una guerra —dijo Uji—, pero la esperamos.
—Los León han retirado sus tropas...
—La guerra se aproxima, Campeón —dijo Uji—. Estamos
preparados, y eso no es un crimen.
***
El sol fue desapareciendo mientras se alejaban de la ciudad. Habían
masajeado y abrevado a los caballos, y ahora trotaban con un vigor
renovado. Alguien los estaba observando, pero Toturi no echó la
vista atrás hacia los muros. Su mirada se posó sobre el bosquecillo
donde había esperado para unirse a las tropas de su hermano el día
en que intentaron conquistar la ciudad. Sus altos cedros se mecían
con el viento. El suelo estaba cubierto de una neblina baja que se
pegaba a los árboles y los envolvía, nebulosos y fantasmales, en la
creciente oscuridad.
Durante un instante, la débil luz pareció reflejar un ojo que lo
observase desde los árboles. Luego desapareció. Aquí no había
espíritus inquietos; los shugenja Grulla habían insistido en ello. Sólo
había recuerdos, el rostro de su hermano con un ojo vidrioso y el
otro traspasado por la flecha que lo mató. Toturi llevaría esa imagen
consigo para siempre, aunque el sonido de la voz de Arasou se
desvanecería de su mente. Aun así, casi podía oírlo en aquel
momento.
Arasou, igual que Tsuko, solo veía un camino, y clamaba venganza.
Estaban a punto de perder de vista la ciudad. Otro destello en los
árboles... no era un simple recuerdo. Alguien los vigilaba.
¿Alguien de la ciudad? ¿O algo distinto?
Toturi frenó la marcha de su caballo, y uno de sus compañeros se
acercó para cabalgar a su lado mientras los demás se quedaban
atrás.
—¿Viste eso, Kāgi-san? —preguntó Toturi. La inclinación de cabeza
del yoriki apenas fue perceptible— ¿Daidoji?
—No. Un explorador. No es de la ciudad.
Un frío temor se asentó en su interior, uno que nada tenía que ver
con el atardecer que se aproximaba ni con la posible existencia de
espíritus errantes. ¿Acaso marchaba ya un ejército sobre la ciudad?
—Averigua de dónde es —dijo Toturi.
Kāgi descabalgó, dejando al animal sin jinete, y corrió rápida y
silenciosamente hacia los árboles. Ningún explorador o espía sería
capaz de eludir a Kitsuki Kāgi, un Dragón adoptado que había
estudiado su Método. Era solo cuestión de tiempo antes de que el
joven fuese nombrado magistrado Esmeralda de pleno derecho por
sus logros.
Toturi y su séquito siguieron cabalgando, como si nada hubiese
ocurrido. No oyó sonidos de marcha, ni armaduras aparte de las
suyas, pero a pesar de todo, cada curva del camino esperaba
encontrarse con una hueste de bushi de camino a Toshi Ranbo;
¿qué les iba a decir?
Y si era un ejército, ¿cómo iban a salir vivos de aquello él y cinco
samuráis? ¿Podrían confiar en que el honor los protegiera de un
general lo bastante ambicioso como para provocar una guerra?
¿Había persuadido Tsuko a sus generales para que tomasen la
ciudad? ¿La deseaban los Unicornio como trofeo en una guerra
contra el León? ¿Podría la desesperación de los Cangrejo haberles
llevado a librar una guerra en busca de jade? Sin duda los Fénix no
abandonarían sus ideales pacifistas para abrirse paso hasta la
ciudad en busca de fantasmas....
Hasta el regreso de Kāgi estos pensamientos no eran más que
miedos, inútiles para un samurái. Toturi se concentró en su
respiración y en el ritmo del caballo bajo él.
Quizás Uji había estado en lo cierto al prepararse para la guerra;
quizás era inevitable. Quizás pronto habría nuevos fantasmas en
aquel campo de batalla.
El arrepentimiento no es lo primero
Por Robert Denton III
Tempestades y mareas
Por Annie VanderMeer Mitsoda
Publicado originalmente en el pack de dinastía El aliento de los
Kami
Mirada a la oscuridad
Por D. G. Laderoute
Publicado originalmente en el pack de dinastía Tierras
manchadas
La aldea de Kurosunai
Por Chris Longhurst
Despertado
Por Nancy M. Sauer
Publicado originalmente en el pack de dinastía Los fuegos
internos
Eran enormes. Cada uno de ellos era de una longitud varias veces
mayor que la altura de Tatsuo, y sus cuerpos serpenteantes eran tan
gruesos que no creía poder abarcarlos con los brazos. Tenían
dibujos en la piel de un color verde fangoso y marrón, como si el
mismo Shinomen les hubiera dotado de sus colores. No llevaban
ropa, pero cada uno tenía un arco y una aljaba sobre los hombros,
además de cuchillos largos y curvos. Uno de ellos también tenía una
bolsa grande. Se quedaron quietos, mirándolo fijamente. ¿Debería
hablar con ellos, y si lo hiciera, le entenderían?
La pregunta se hizo irrelevante cuando una flecha se enterró en el
árbol más cercano a las criaturas. Tatsuo escuchó a Kogoe
murmurar una maldición, y por el rabillo del ojo vio cómo preparaba
otra flecha. Las criaturas comenzaron a moverse en dirección a él y
a Kogoe, con una velocidad inusitada.
Sacó su arco y disparó. El disparo se desvió y preparó otra flecha de
forma precipitada. Había sido entrenado para disparar contra
criaturas que caminaban sobre dos o cuatro patas, pero los
movimientos sinuosos de la criatura hacían difícil predecir su
camino. Consiguió disparar sólo una vez más antes de que llegara
hasta él.
Cuando la criatura se deslizó hacia arriba y sobre él, Tatsuo sintió
músculo sólido y un poder apenas contenido, como si le estuviese
apartando a un lado un caballo. Dejó caer el arco que había dejado
de serle de utilidad y agarró su espada, pero la cola de la criatura se
movió, golpeando tan fuerte su mano que soltó la empuñadura.
Tatsuo intentó forcejear con la criatura, pero la suave piel escamosa
no le daba a sus dedos ningún punto de apoyo mientras la criatura
se enrollaba a su alrededor, levantándolo del suelo. El peso de su
oponente lo aplastó contra el suelo del bosque, y luchó por respirar
mientras la vista se le llenaba de puntos oscuros.
De repente, la criatura se movió y Tatsuo jadeó agradecido en busca
de aire mientras su visión se aclaraba.
—¿Qué haces en Shishomen? —preguntó la criatura, y su voz
retumbó como un trueno distante. La sintaxis era extraña, aunque
arrastraba algunas de las consonantes, y decía las palabras con una
acentuación extraña de sílabas, pero en última instancia hablaba un
rokuganés bastante comprensible.
—Me llamo Shinjo Tatsuo. Soy un explorador —dijo mientras se
recuperaba—. Te estaba siguiendo, o… —se detuvo mientras
ordenaba sus pensamientos—…o seguía a tu compañero, al que
fuera que hubiese ido a las tierras de mi clan, al norte del bosque.
—¿Qué es “clan”? ¿Por qué estás en Shishomen?
—El bosque, el Shinomen, está lleno de cosas peligrosas —
respondió Tatsuo—. Lo vigilamos.
—Dices que vigilas, pero llevas armas —replicó la otra criatura—.
Éste —dijo, señalando a Kogoe con un gesto de su cabeza
escamosa—, éste está listo para matar.
Estábamos siendo cautelosos —explicó Tatsuo—. Varios ashigaru
han desaparecido en esta región. Y ella luchará contra vosotros
mientras siga viva y crea que sois un enemigo. El clan de Hiruma
Kogoe es famoso por sus batallas contra las criaturas de las Tierras
Sombrías.
—¿”Las Tierras Sombrías”? —los dos Naga se volvieron el uno al
otro, y luego miraron a Tatsuo con aire de confusión.
—Un lugar al sur de aquí —dijo Tatsuo—. Una tierra rota y retorcida
llena de demonios y otras monstruosidades.
La cola que aferraba a Tatsuo se estremeció violentamente, y las
dos criaturas se pusieron a hablar con voces fuertes y sibilantes.
¿Qué había dicho para desencadenar esto? Si eran criaturas de las
Tierras Sombrías, ¿por qué no se habían limitado a matar a los dos
exploradores? Y si no lo eran, ¿de qué discutían?
—¡Dejad de hacer ese ruido! —la voz de Kogoe era lo
suficientemente alta como para que la escuchasen sobre la
discusión— ¿Quiénes sois vosotros? ¿Y qué habéis hecho con
nuestros ashigaru?
Las dos criaturas se detuvieron y bajaron la vista hacia Kogoe. —Yo
soy —la criatura que mantenía aferrado a Tatsuo se detuvo un
momento— el Apieshu. Este es el Ishikibal. No hemos hecho nada a
tus ashigaru; tú los perdiste.
—Llevamos demasiado tiempo hablando aquí —dijo el Ishikibal—.
No estamos seguros de qué hacer con vosotros, así que os
llevaremos al Shushual para ser juzgados —metió la mano en una
bolsa que llevaba sobre el hombro y sacó una cuerda trenzada.
El Clan del Unicornio tenía ocho siglos de historias de encuentros
con culturas extranjeras, y todas esas historias coincidían en que no
se había encontrado con un par de monstruos. “El Apieshu” y “el
Ishikibal” eran claramente miembros de una sociedad organizada.
Por un lado, esto hacía menos probable que estuvieran Manchados.
Por el otro, significaba que en el bosque Shinomen había una nueva
amenaza contra la que el Imperio no tenía guardias, porque nadie
sabía que existía. Los ojos de Tatsuo buscaron a Kogoe mientras las
criaturas terminaban de atarlos y se los echaban al hombro. La
joven había dejado de luchar contra sus captores y sus ojos estaban
claros y concentrados: los ojos de un explorador, que recopilaban
todo lo que sucedía a su alrededor.
Al principio, la sección del bosque por la que viajaron era sólo eso,
bosque, pero poco a poco fue cambiando: los árboles se
distanciaron más entre sí, y el sendero se convirtió en un camino
que se ensanchó hasta convertirse en carretera. Entonces
comenzaron a aparecer edificios, hechos de piedra tallada y
cuidadosamente labrada con elaboradas esculturas y ornamentos a
lo largo de los portales y zaguanes. Algunos estaban en ruinas, y en
su interior y a su alrededor crecían árboles, pero muchos estaban
intactos y repletos de seres serpentinos que se dedicaban a sus
quehaceres. Mientras pasaban, Tatsuo vio tejedores, fabricantes de
cuerdas y talladores de piedra. Todos ellos se detenían un momento
para observar a los cautivos.
Finalmente, llegaron a una pequeña estructura donde otra de las
criaturas serpentinas esperaba junto a la puerta. Era más pequeña
que las dos que los habían capturado, y sus escamas eran de una
fría tonalidad azul verdosa. El Apieshu y el Ishikibal intercambiaron
unas palabras sibilantes con él, tras lo que empujaron a sus
prisioneros al edificio y cerraron la puerta. Una cerradura resonó al
cerrarse detrás de ellos.
Tatsuo se puso en pie y miró a su alrededor. Una luz tenue se
filtraba a través de ventanas bajas y anchas cerca del techo, gracias
a lo que pudieron ver que se encontraban en una habitación de
paredes de piedra desnudas y suelo igualmente de piedra.
—No creo que estén Manchados —dijo Kogoe—, pero, ¿qué son?
—No lo sé —admitió Tatsuo—. He oído leyendas de criaturas
gigantes con forma de serpiente en el bosque, pero he oído
leyendas que hablan de todo tipo de criaturas extrañas en el
bosque. Lo único que no se ha visto por aquí son karakasakozō,
pero nadie usa paraguas de papel en el Shinomen.
Kogoe sonrió brevemente ante aquella afirmación. —Tenemos que
encontrar una salida antes de que vuelvan. No vi mucha actividad
en esta zona, así que una vez que salgamos del edificio podemos
adentrarnos en el bosque y regresar al campamento.
Era un plan sensato que les daría la oportunidad de advertir al
campamento, pero...—Tal vez deberíamos quedarnos y hablar con
su “Shushual”. Podemos averiguar más cosas acerca de quiénes
son y qué hacen en el Shinomen.
—Es preciso advertir a Shuichi y a los demás.
—Nuestra desaparición los habrá puesto en guardia —dijo Tatsuo.
El Clan del Unicornio no compartía la xenofobia del resto del
Imperio; el mero hecho de aprender más cosas acerca de estas
criaturas era ya un objetivo importante. Pero había más que eso:
aparte de la zona en la que los Cangrejo protegían la Muralla, el
Imperio carecía de defensas en su frontera sur. El Shinomen había
servido como defensa natural. Pero si ahora el bosque estaba
habitado, era importante para el Imperio que los habitantes del
Shinomen no fueran enemigos—. Si descubrimos más sobre ellos,
podríamos establecer un tratado —dijo—. Podríamos encontrar algo
que necesiten y cambiarlo por la protección de nuestra frontera sur.
Esperaba que Kogoe rechazara la idea de inmediato, pero parecía
pensativa. —Sería como… —se detuvo y dirigió una mirada extraña
a Tatsuo—. No puedo decir cómo sería.
—Sería como tratar con gaijin —dijo Tatsuo, solícito—. Ni siquiera
tendrás que hablar con ellos; yo puedo hacerlo. Mi clan tiene
experiencia en estas cuestiones.
—Como tú digas.
La plaza estaba llena de individuos del pueblo serpiente. La mayoría
de ellos eran del color del bosque, como el Apieshu y el Ishikibel,
pero algunos eran de tonos marfil o marrón oscuro, y aquí y allá
había otros azulados que se parecían a su carcelero. Tatsuo los
observó abiertamente, intentando calcular cuántos de ellos vivían en
esta ciudad y qué porcentaje podrían ser guerreros. Kogoe
permaneció a su lado, sin duda sacando sus propias conclusiones.
Alguna señal que Tatsuo no pudo discernir se extendió entre la
multitud, haciendo que todos se volvieran en la misma dirección.
Tatsuo se giró también y vio una fila de seis hombres serpientes que
se dirigían hacia una plataforma de piedra cerca de donde se
encontraban él y Kogoe, guiados por otro que llevaba una faja verde
con multitud de bordados alrededor de sus hombros y cintura. Este,
supuso Tatsuo, era el Shushual.
Cuando los recién llegados se situaron en la plataforma, el Apieshu
y el Ishikibel se adelantaron. —Os traduciré las palabras del
Shushual —dijo Apieshu en voz alta—. El Ishikibel le traducirá a él
las vuestras —junto a él, el Ishikibal siseó en voz alta en su lengua
materna. Cuando terminó, el Shushual habló, sus palabras
sibilantes, pero al mismo tiempo cortantes—. ¿Qué sabéis de los
naga y del Gran Sueño? —tradujo el Apieshu.
—Nunca antes había oído hablar de los naga —dijo Tatsuo—. Se
cuentan historias muy antiguas que hablan de gente que vivía en el
Shinomen que había visto serpientes gigantes, pero siempre pensé
que eran cuentos de viajeros —nunca más volvería a subestimar el
bosque.
El Ishikibel tradujo sus palabras, lo que provocó un brote de
conversación entre los presentes en la plataforma. El Shushual los
ignoró y volvió a hablar. —No sabéis nada útil. Tal vez deberíamos
mataros para protegernos de vuestra especie.
—La muerte nos llega a todos en el momento apropiado —contestó
Tatsuo. Era uno de los dichos favoritos de su senséi—, pero
sabemos muchas otras cosas, y nuestro pueblo tiene eruditos que
saben mucho más. Si nos dejáis marchar, podemos informarles de
vuestra existencia.
—Eso no parece prudente. Nuestros videntes profetizan las tierras
del Shishomen arrasadas, ciudades que no construimos, y espíritus
errantes que huelen a sol y roca. ¿Y qué es lo que queréis? Éste -
dijo, señalando a Kogoe- intentó matarnos en cuanto nos vio. ¿Por
qué deberíamos dejaros ir para que podáis contarle a vuestro 'clan'
de nosotros?
—Dejad regresar a Tatsuo —dijo Kogoe de repente—, y me quedaré
aquí como rehén.
Tatsuo la miró fijamente, con la boca algo abierta a causa de la
sorpresa. Los naga también debieron haberse sorprendido, dada la
pausa que hicieron antes de que el Ishikibel tradujera sus palabras,
y el torrente de siseos que provocó.
—¿Por qué? —preguntó el Shushual, ignorando la discusión que
continuaba tras él—. ¿Por qué hacer esta oferta?
—Me precipité al disparar a tus exploradores; había supuesto que
ellos eran responsables de la desaparición de nuestros ashigaru.
Mis actos son mi honor, así que me quedaré como muestra de
buena fe.
—¿Y tú apruebas esto? —preguntó el Shushual a Tatsuo.
—Kogoe no es un miembro de mi clan, y no tengo autoridad sobre
ella —dijo Tatsuo—. Si aceptáis su oferta, yo debo aceptarla.
El Shushual permaneció en silencio durante un tiempo, mirando a lo
lejos. —El Akasha considera que esta oferta es aceptable. El Kogoe
se quedará entre nosotros, y el Tatsuo será devuelto a su pueblo.
—¿Qué es lo que dijo ella? —preguntó Kaiu Shuichi—. ¿Por qué se
quedó atrás?
—Ya os lo he dicho —contestó Tatsuo—. Tres veces —el método
del Apieshu para devolverlo consistió en llevarlo en mitad de la
noche al claro donde él y Kogoe se habían encontrado con el naga y
dejarlo allí. Tatsuo logró regresar al campamento mucho después
del amanecer, donde estuvo a punto de ser ensartado por la lanza
de un nervioso guardia Cangrejo. Luego tuvo que explicarle la
situación a Iuchi Rimei, que consideró difícil de creer su historia de
hombres serpiente capaz de hablar. Shuichi y Kuni Heki no pusieron
en duda la existencia del pueblo serpiente, pero se mostraron más
suspicaces acerca del motivo por el que Kogoe no había regresado
con él.
—Examina tus recuerdos —exigió Shuichi—. ¿Qué has olvidado
decirnos?
—Kaiu-sama —dijo Tatsuo—, con que me digáis qué presunta
mentira os gustaría oír otra vez, estaré encantado de repetírosla.
—Shinjo, necesitas… —comenzó Shuichi.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Heki, mirando por la puerta de la
tienda.
Tatsuo escuchó el sonido en el silencio que siguió a la pregunta del
Kuni: un repentino chillido y luego el inconfundible sonido del
entrechocar de armas. El samurái del Clan del Cangrejo salió
corriendo de la tienda, y Tatsuo y Rimei le siguieron. Al otro extremo
del claro, los ashigaru parecían estar combatiendo entre ellos.
—¡Traidores! —exclamó Heki—. ¡Esos son los ashigaru
desaparecidos!
Shuichi gritó al tiempo que señalaba, —¡Debemos mantenerlos
alejados de la madera!
Tatsuo rodeó un montón de troncos, desenvainando su espada
mientras avanzaba. Todo su entrenamiento le gritaba que protegiera
a su shugenja, pero refrenó el impulso de plantarse junto a ella. La
mejor manera de garantizar la seguridad de Rimei era despachar a
los atacantes lo antes posible. Un ashigaru montaba guardia al
borde de la pila, mirando a la multitud, y Tatsuo se detuvo junto a él.
—¡Tú! ¿Por qué no estás ayudando?
El ashigaru se giró. Por segunda vez en el mismo día, Tatsuo estuvo
a punto de ser empalado por una lanza. Evitó el golpe y vio que
había algo extraño en los ojos del hombre. Era como si se hubiese
ennegrecido los párpados y la piel circundante con carbón vegetal.
Cuando se acercó para asestar un golpe mortal, vio que no era en
absoluto carbón vegetal: los ojos del hombre estaban abiertos de
par en par y cubiertos de moscas.
Sus largos años de entrenamiento le permitieron terminar su ataque,
aunque se le revolviera el estómago. Su espada atravesó el vientre
de su adversario, derribándolo, pero después de un momento
comenzó a levantarse. Tatsuo se agachó para esquivar el ataque del
ashigaru y lanzó un nuevo tajo, cortándole esta vez un brazo. El
ashigaru muerto se tambaleó pero no cayó, y se lanzó hacia delante
con su brazo restante extendido. Tatsuo le lanzó un tajo a la muñeca
y un segundo corte más potente hacia el cuello. La cabeza se
estrelló contra la arena, y el cuerpo se derrumbó a su lado.
Una ojeada a través del claro reveló que las cosas no habían
mejorado. Otro ashigaru no muerto estaba atacando a Rimei,
aunque aún no había conseguido hacerle daño. Heki estaba
luchando contra dos al mismo tiempo. Shuichi se defendía de otro.
Los ashigaru vivos que quedaban se habían dispuesto en un círculo
y estaban luchando contra sus antiguos camaradas. Mientras Tatsuo
miraba, otros dos cadáveres se levantaron y comenzaron a
acercarse a él.
Tendría que lidiar con ellos antes de poder ir en ayuda de Rimei. Se
adelantó, gritando desafiante, y luego miró asombrado al ver que
ambos se desplomaban con flechas sobresaliendo de sus espaldas.
Mientras se esforzaban por volver a levantarse, Hiruma Kogoe salió
del bosque con el Apieshu y el Ishikibel a su lado. Los hombres
serpiente fueron en ayuda de los ashigaru vivos, Kogoe desenvainó
su espada y corrió en defensa de Heki, y Tatsuo se adelantó para
ayudar a Rimei.
—¡Esto es magia negra! —gritó Rimei mientras luchaban.
Antes de que Tatsuo pudiese contestar, se escuchó un chillido de
dolor sobre el estruendo de la batalla. Miró a su alrededor para ver
al Ishikibel retorciéndose en el suelo con una lanza sobresaliendo de
su hombro. Tres ashigaru no muertos le rodearon, y antes de que
Tatsuo pudiese intervenir lo atravesaron con sus lanzas. Un
segundo chillido, esta vez de furia, provino del borde del claro, y se
volvió para ver cómo los ashigaru vivos comenzaban a atacar al
Apieshu. —¡No! —gritó Tatsuo, corriendo hacia ellos. Los ashigaru
le ignoraron, y se dio cuenta de que no había nada que pudiese
hacer; no aceptarían órdenes de él, y no podía matar a otro
rokuganés en defensa de un extraño. El Apieshu murió antes de que
pudiera apelar a Shuichi.
Con esto, un repentino silencio descendió sobre el claro. —¡Kogoe!
—dijo Tatsuo, acercándose a ella—. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué
estás aquí?
—Cuando regresó el Apieshu dijo que había encontrado un rastro
de lo Siniestro en el bosque, y el Ishikibel quiso seguirlo. Fui con
ellos a ver qué podía aprender. Cuando nos dimos cuenta de que el
rastro se dirigía hacia aquí, los convencí para que nos ayudaran a
proteger el campamento —había líneas de tensión alrededor de sus
ojos—. No sé cómo voy a explicarle esto al Shushual.
—No vas a explicar nada —dijo Shuichi—. Te quedas aquí.
—¡Pero dije que me quedaría con ellos!
—Esa es una decisión que debe tomar tu señor, no tú —dijo
secamente Shuichi—. No podemos salvar el campamento;
cogeremos la madera que tenemos y nos iremos.
—Murieron luchando en nuestra batalla —argumentó Kogoe—. Al
menos necesitamos informar a su señor de su muerte.
Antes de que Shuichi pudiese contestar, Heki les interrumpió. —
Haremos para ellos una pira funeraria honorable, separada de la de
los ashigaru. Es todo lo que podemos hacer en el tiempo que
tenemos.
—Yo… —Shuichi dudó—. De acuerdo. Id y organizad un equipo
para cargar la madera y otro para construir las piras —su atención
se centró en Tatsuo y Rimei—. Tenéis la respuesta que estabais
buscando. Ahora marchaos.
Forasteros
Por Robert Denton III
Kosori-san,
Parece que el consejo por fin coincide conmigo. Gracias a vuestras
recientes hazañas, a otros triunfos similares de estimados miembros
de la familia Kaito en nuestras tierras y a las amables palabras de
Tadaka, que acabaron conmoviendo al consejo, ahora reconocen lo
que siempre he sabido que era verdad. Los documentos que definen
los nuevos territorios de la familia Kaito están en camino, y pronto
presentaré la decisión del consejo ante la Corte Imperial para su
reconocimiento oficial.
Me temo que no os hemos hecho ningún favor. Aunque los Kaito
disfrutarán de más prestigio y un papel más importante en el clan,
también tendrán más responsabilidad, y les aguardan nuevas
dificultades como familia de un Gran Clan. Tal vez yo mejor que
nadie puedo deciros que hay cosas para las que nunca podemos
estar totalmente preparados.
Pero sé que podéis hacerlo. Creo en vos, Kosori. No importa lo
difícil que pueda parecer, debéis saber que siempre estaré a vuestro
lado. Demos juntas lo mejor de nosotras.
Hablaremos pronto. Deberíais encargar un kamishimo formal.
Sospecho que lo necesitaréis. Os repito lo que le dije a Tetsu el día
de su primer ascenso: “Felicidades. Lo siento mucho”.
- Shiba Tsukune.
Sueños de sombra
Por D. G. Laderoute
Publicado originalmente en el pack de dinastía El flujo y reflujo
La gravilla del suelo crujió bajo los pies del guardia Seppun,
quebrando la quietud de la Ciudad Prohibida. Shosuro Sadako se
detuvo. El guardia se paró y miró a los ojos de Sadako a menos de
un brazo de distancia.
Sadako se orientó hacia el punto vulnerable entre el dō, la parte de
la armadura que protegía el pecho del hombre, y el sode que le
protegía el hombro. Después lo miró fijamente, concentrándose en
los ojos del Seppun, preparada en caso de ver que los entrecerrase,
o que los abriese de par en par, o de cualquier otra señal de que
había sido descubierta. Eso era improbable, pero-
El Seppun gruñó y se giró. Mientras se alejaba, Sadako le oyó decir:
—No era nada... probablemente ese maldito mapache otra vez —la
conversación continuó entre los Seppun y su compañero, otro
guardia que se había quedado a cierta distancia. Sadako esperó
mientras desaparecían de la vista y sus voces se atenuaban.
Finalmente, silencio.
Sadako salió de las sombras...
...un soplo de aire nocturno, como si saliera del agua helada... la
sangre corriendo por sus venas, un río helado que se ramificaba,
una y otra vez... la presión del suelo contra sus pies, de la ropa
oscura contra su piel, del ninjatō negro contra la palma de su mano
y sus dedos…
...y se detuvo, aspirando una gran bocanada de aire nocturno para
restablecer su equilibrio. Las marcas de sombra grabadas en su piel
se inflamaron durante un momento y quemaron como el hielo, pero
se obligó a mantenerse concentrada en sus alrededores. En una
ocasión, permitió que la angustiosa transformación desde el estado
informe hasta el formado la distrajera, y estuvo a punto de acabar
empalada en la lanza de un sorprendido soldado León.
Pero ahora no había bushi esperándola, solo el profundo silencio de
la noche en el recinto más íntimo del Imperio.
Sadako envainó su ninjatō y continuó avanzando hacia la casa de
huéspedes Grulla. Se deslizó fácilmente por la oscuridad,
deteniéndose con frecuencia para escuchar y mirar a su alrededor.
Tuvo que detenerse debajo de un sauce llorón cerca del foso que
rodeaba la capilla dedicada a Hantei-no-Kami, y se quedó tan
inmóvil como el tronco del sauce hasta que una patrulla cercana
continuó su camino. Las marcas de sombra hormiguearon mientras
observaba y esperaba, pero se quedó quieta. Los guardias estaban
lo bastante lejos como para que el sigilo normal fuera suficiente. No
había necesidad de-
...sin aliento, sin latido del corazón, sin sensación de frío o calor...
sin sensación alguna. Solamente identidad y oscuridad... y cada
vez, parecía sentir menos de lo primero y un poco más de lo
segundo…
Sadako continuó con ánimo sombrío, sus pies enfundados en tabi
pisaban silenciosos sobre el suelo de la Ciudad Prohibida. El señor
Hametsu le había encomendado tres tareas que debía completar
esa noche, y ya había concluido dos de ellas. Por la mañana, un
vasallo Grulla de menor importancia sería encontrado muerto en el
distrito Chisei, al igual que un criado específico de la residencia del
Campeón Esmeralda, aparentemente por causas naturales. Pero
esas tareas eran directas, incluso sencillas, dado que ninguno de los
objetivos era difícil de alcanzar ni estaba bien protegido. La tarea
final, la que se preparaba para acometer, era la más difícil, y la que
el señor Hametsu había proclamado ser la más importante de las
tres.
Y no implicaba matar a nadie.
Isawa Ujina jadeó y se levantó de repente. La oscuridad lo
rodeaba... pero sólo la oscuridad familiar de la noche, nada más.
Se levantó del futón, liberándose de la ropa de cama empapada en
sudor, y se dirigió hacia la ventana. La oscuridad de la noche
ocultaba el recinto de la casa de huéspedes Fénix. Fuera del recinto
planificado de la Ciudad Prohibida, las lámparas brillaban
suavemente entre los edificios. Más allá de eso estaba la caótica
urbe de Otosan Uchi, y aún más allá, el cielo.
—Se llama Heihō —dijo el viejo ishiken, su voz suave en la noche—.
El Cuadrado. ¿La ves?
Isawa Ujina, que estaba sentado con las piernas cruzadas sobre la
hierba húmeda, asintió. —Sí, senséi. Veo cuatro estrellas en un
cuadrado perfecto, en la Casa de...—Ujina se detuvo y estudió la
posición de la Luna—... de la Serpiente.
—Bien. Cada una de las estrellas se corresponde con un elemento:
Tierra en la parte superior izquierda, Aire en la parte superior
derecha, Fuego en la parte inferior derecha, y el último es Agua.
Esto es algo importante, pero no lo más importante. Quiero que
pienses en el cielo oscuro entre y alrededor de esas cuatro estrellas.
—¿Porque la oscuridad es... el Vacío?
Su senséi no dijo nada.
Ujina estudió las cuatro estrellas llamadas Heihō Formaban un
cuadrado casi perfecto. Pero su atención no tardó en centrarse en la
oscuridad que rodeaba a las cuatro estrellas. Era un vacío, que no
contenía nada... pero que al mismo tiempo unía a las cuatro
estrellas, definiendo su forma, el lugar de cada una y la disposición
del conjunto...
Empezó a comprender, una idea tan profunda que se quedó sin
aliento. Pero a la comprensión le siguió...
Ujina apartó el recuerdo del sueño y localizó a Heihō, el cuadrado
de estrellas. Lo había utilizado infinidad de veces como punto de
referencia para su meditación, y siempre había encontrado paz y
armonía en su pura y simple perfección.
...algo más, la sensación de sumergirse en aguas profundas, tan
frías y oscuras como el cielo... de que aquella inmensa oscuridad se
cernía sobre él, ahogándolo. Y ahora estaba cayendo...
sacudiéndose, se volvió desesperadamente hacia su senséi, pero
había desaparecido. Otra mujer había ocupado su lugar, una mujer
mucho más joven, poco más que una niña, su rostro un conjunto
perfecto de curvas y ángulos enmarcados por un cabello tan blanco
que brillaba-
—¡Ninube!
Ujina acercó la mano hacia Doji Ninube, su prometida, su amada...
pero ahora era ella la que caía, su rostro perfecto retorcido de dolor
y terror mientras se precipitaba a un océano de nada,
desplomándose, haciéndose infinitamente pequeña y gritando,
gritando todo el tiempo.
Ujina se frotó la cara con una mano. Sólo había sido un sueño. ¿Por
qué, entonces, ya no podía mirar a Heihō sin ver el rostro de
Ninube, como si fuera real y estuviera justo delante de él, pero
cayendo dentro de ese vacío cósmico? Era el Maestro Elemental del
Vacío. El control de sus pensamientos debería ser absoluto.
—Algo no va bien —dijo al cuadrado de estrellas.
Ujina se giró de nuevo en su habitación y echó una mirada al futón.
Su desorden parecía desolador y poco atractivo, así que en lugar de
meterse de nuevo en él comenzó a vestirse.
Sadako se detuvo al borde de un grupo de árboles sugi que
rodeaban un pequeño altar. Podía ver su destino al otro lado de una
amplia extensión de hierba inmaculada; la magnífica silueta de la
casa de huéspedes Grulla.
Escuchó. En algún lugar a su derecha, un par de guardias hablaban
en voz baja, sus pies arañando contra la piedra. Pero se alejaban de
ella, así que volvió a dirigir su atención hacia el espacio abierto.
Tenía una anchura de al menos cien pasos, y aparte de una estatua
del Kami Hantei carecía de lugares donde ocultarse. Si utilizaba sus
capacidades podría llegar hasta la estatua sin ser vista y utilizarla
para ocultarse. Pero no sólo el riesgo era enorme, sino que la simple
noción de utilizar la representación de un Kami de una manera tan
pragmática... le resultaba desagradable.
Sadako echó mano de su tenugui, un trozo de tela simple pero útil
que normalmente usaba como máscara, pero que en aquel
momento estaba utilizando como cinturón. El estuche de
pergaminos aún se encontraba seguro y en su sitio.
Aquel estuche de pergaminos era su tercera tarea, y la más
importante.
Asegúrate de que este pergamino llegue a un lugar concreto de la
casa de huéspedes Grulla, había dicho el señor Hametsu. Aunque
no logres cumplir ningún otro objetivo, esto debes lograrlo.
Sadako soltó el pergamino. Podía ir hacia la izquierda o hacia la
derecha y sortear el espacio abierto, pero esto la acercaría a las
casas de huéspedes de los otros clanes si iba en una dirección, y a
las residencias de las Familias Imperiales si iba en la otra.
Cualquiera de estas dos posibilidades llevaría mucho tiempo y los
guardias, siempre atentos, podrían descubrirla. Aún faltaban varias
horas para el amanecer, pero necesitaría ese tiempo para llevar a
cabo esta última tarea y asegurarse de que escapaba sin ser
detectada. El camino más seguro, por lo tanto, era el más directo.
Sadako fijó la mirada en una sombra distante, proyectada por una
linterna que iluminaba la puerta principal de la casa de huéspedes
Grulla. Respiró hondo y se concentró en la imagen de la sombra a
través de su íntimo conocimiento de sus marcas de sombra, del
doloroso cosquilleo que producían al escarbar en su carne, hasta
llegar a los huesos. Luego se adentró en la sombra de un árbol
sugi...
...una sensación de precipitación... ni frío ni calor, ni aliento, ni tacto
ni sensación, sólo negrura como aguas impenetrables, y ella era una
mota infinitamente pequeña suspendida en su interior...
...y salió de la sombra arrojada por la linterna delante de la casa de
huéspedes Grulla.
Sadako contuvo un jadeo. Durante un instante la cabeza le palpitó y
sus marcas de sombra ardieron como cables calientes clavados en
su carne.
... identidad y oscuridad... cada vez menos de lo primero, y un poco
más de lo segundo...
Sadako se recuperó, y comenzó a avanzar rápidamente por el
lateral del edificio. Buscó una ventana a una habitación concreta,
que se encontraba a corta distancia del lugar donde estaban
guardadas las posesiones de Satsume. Tardaría sólo unos minutos,
y luego se iría, como si nunca hubiera estado allí.
Isawa Ujina salió de la casa de huéspedes Fénix y se adentró en la
fría noche. La plácida quietud nocturna de la Ciudad Prohibida lo
envolvió, como siempre lo hacía. Con todo, había algo raro, en
alguna parte...
Un par de guardias se detuvieron y le hicieron una reverencia. Sin
duda les sorprendió encontrarse con un Maestro Elemental... pero
en la Ciudad Prohibida había muchas personas poderosas, y
probablemente todos ellos tendrían alguna noche de sueño difícil.
Ujina respondió a su saludo y les conminó a continuar su ronda.
Pero a medida que se retiraban, se planteó volver a llamarlos, para
alertarles...
¿De qué? ¿De una vaga sensación de malestar tras un sueño
problemático?
Doji Ninube... menguando hasta una pequeñez infinita y gritando...
Ujina empezó a caminar, sin un destino específico. Al principio
estaba decidido a alejar los restos del sueño....
Doji Ninube... gritando...
...pero no tenía sentido. La visita que había efectuado aquella noche
a Yume-dō, el Reino de los Sueños, simplemente no podía ser
ignorada. Así que, en lugar de ello, se decidió a recordar tanto del
sueño como pudiera.
... gritando...
Ujina disminuyó la velocidad. Doji Ninube, su primera esposa, nunca
se había alejado de sus pensamientos, por supuesto, pero no había
tenido una pesadilla sobre ella desde...
Se detuvo, no lejos de la casa de huéspedes Grulla.
Desde que había desaparecido misteriosamente poco antes de su
matrimonio. Se suponía que había sido secuestrada, pero
quienquiera que se la llevase la había liberado de forma igualmente
misteriosa, y ella no tenía ningún recuerdo de la experiencia. Se
habían casado y poco después de que Kaede naciera...
—Ah —dijo Ujina hacia la noche—. Sí... por supuesto.
Kaede, que ahora era del Clan del León, ya no vivía en la casa de
huéspedes Fénix, una realidad que aún le costaba conciliar cuando
pasaba junto a su habitación vacía. Se había ido... y le recordaba
tanto a Ninube... su rostro un conjunto perfecto de curvas y
ángulos...
Ninube, que había muerto poco después de nacer Kaede. Ujina
volvió a andar de nuevo.
Aquella noche, la ausencia de su hija le había mandado de viaje a
Yume-dō, donde había revivido el dolor de perder a su madre. Así
que no pasaba nada, aparte de los dolorosos recuerdos de su
pasado...
Y aun así...
Ujina frenó de nuevo el paso y miró a los inmaculados contornos de
la casa de huéspedes Grulla. No parecía diferente, pero había algo
que parecía estar mal. Se detuvo y expandió su conciencia hasta
llegar a las aguas familiares e inquietas del Vacío... pero aquello no
resolvió nada. La molesta sensación de que algo andaba mal le
seguía molestando como un diente recién arrancado.
Decidió avanzar un poco más. Quizás pasear por los jardines que
rodeaban la casa de huéspedes Grulla. Los había admirado muchas
veces bajo la luz de la Dama Sol, pero aún no había experimentado
su sutil belleza nocturna. Luego, a menos que se le presentara algo
más sustancial que el malestar después de un sueño desagradable,
volvería a la cama y trataría de dormir lo que quedaba de la noche.
Sadako se deslizó por la misma ventana por la que había entrado en
la casa de huéspedes Grulla. Había colocado el pergamino justo
donde el señor Hametsu le había indicado, y ahora simplemente
tenía que salir de la Ciudad Prohibida sin ser vista.
Pasó silenciosamente entre las perfumadas gardenias y azaleas
mokusei, poniendo gran cuidado al hacerlo para evitar arrancar
ninguna de las hojas o flores. Los jardineros Grulla preferían tapizar
sus jardines con virutas de cedro, en las que sus cautelosas pisadas
no hicieron ruido alguno. Un sauce en particular, que se derramaba
sobre un estanque justo delante, marcaba el límite de los jardines en
aquella dirección. Dirigiéndose hacia allí se acercó demasiado a otra
azalea, y una rama le tocó el muslo. Se quedó inmóvil de inmediato,
y luego se preparó para retroceder, mirando a su alrededor mientras
lo hacía. Fue por eso que se percató de la figura que se acercaba
antes de que esta pudiera detectarla. Instintivamente, Sadako
retrocedió, concentrándose en sus marcas de sombra y-
...sin aliento, sin tacto ni sensación...
...desapareciendo en.... convirtiéndose en…. una sombra más entre
tantas otras en los jardines.
Ujina se detuvo. Había visto movimiento. Estaba seguro de ello. Su
pensamiento inmediato fue que era sólo otro guardia, haciendo sus
rondas... pero, no. Los guardias no acechaban en la oscuridad como
ladrones.
Empezó a avanzar, expandiendo sus sentidos a medida que lo
hacía. Una parte de él se planteó no hacerlo, sino retroceder y
buscar ayuda. Pero todavía no había nada específico por lo que
buscar ayuda. Si había alguien escondido en las sombras de los
jardines Grulla, sentir su presencia resultaría trivial para Ujina, por
muy sigiloso que fuera. Tampoco habría ninguna amenaza con la
que no pudiera lidiar, y sólo le haría falta un pensamiento.
Pero... no había nada. El Vacío era tan plácido como un estanque
tranquilo, lo que no resultaba extraño en un lugar diseñado para la
reflexión tranquila.
Ujina sentía únicamente la misma inquietud fugaz que ya sentía, y
nada más. Las sombras estaban vacías.
Suspirando, comenzó a darse la vuelta.
...su rostro un conjunto perfecto de curvas y ángulos enmarcados
por un cabello tan blanco que brillaba...
Ujina se giró lentamente, mientras pensaba, he regresado a Yume-
dō…
Excepto que no lo había hecho. Esto no era un sueño, ni el recuerdo
de un sueño. Doji Ninube, su amada esposa, se encontraba a sólo
unos pasos de distancia, sonriéndole.
Sadako vio al hombre, un Fénix por la forma en que vestía,
comenzar a apartarse... y luego darse la vuelta y mirarla
directamente. Vio reconocimiento en sus ojos. Lo vio comenzar a
avanzar de repente, diciendo: —¿Ninube?
Sadako miró más allá de él, hacia las sombras bajo el lejano grupo
de árboles sugi. Podía utilizar sus marcas de sombra para escapar
de quienquiera que fuese aquel hombre, que de alguna forma era
capaz de verla entre una oscuridad como el agua infinita, y ella una
mota infinitamente pequeña suspendida en su interior.
El hombre, que se encontraba a sólo un brazo de distancia, levantó
la mano hacia ella al tiempo que ella...
...una sensación de precipitación...
...en una oscuridad absoluta que se los tragó a ambos.
¿Era aquella Kaede, que había regresado a la Ciudad Prohibida por
algún motivo? No, era Ninube, que había vuelto de algún modo
hasta él después de todo ese tiempo. El resto del mundo se alejó
apresuradamente mientras él levantaba su mano hacia ella,
dejándolos solos únicamente a los dos, rodeados por una noche
infinita. Sus ojos se llenaron de lágrimas de alegría mientras la cogía
en brazos y la abrazaba para que nadie pudiera arrebatársela de
nuevo...
Y de repente ella desapareció, y él se encontró cayendo... cayendo
en aguas profundas, tan frías y oscuras como el cielo... una inmensa
oscuridad que se cerró sobre él, ahogándolo.
Shosuro Sadako se arrodilló bajo los árboles sugi. No recordaba
cómo llegó allí. Había visto a un hombre, que se había enfrentado
con ella... su mano buscó su ninjatō por instinto... entonces la
oscuridad se había tragado a ambos, y ahora se encontraba aquí.
Tomó aliento. Trató de recordar. ¿Le había matado? Pero no había
sangre en la hoja del ninjatō. Tampoco había un cadáver... ni aquí ni,
estaba segura, fuera de la casa de huéspedes Grulla. Se había ido,
quienquiera que fuese.
Sadako se puso de pie, temblando. La conmoción, el
arrepentimiento y las dudas podían esperar. Al parecer, su misión no
se había visto comprometida, pero tampoco la había completado.
Se adentró en la oscuridad. Sus marcas de sombra hormigueaban.
...menos de lo primero, y un poco más de lo segundo...
...pero apretó los dientes e hizo caso omiso.
Para cuando la Dama Sol alejó la noche, Shosuro Sadako ya estaba
lejos de la Ciudad Prohibida.
Huellas en barro
Rompen con la perfección
Deben borrarse
***
Cuarto día del mes de Bayushi
Sol y nieve
Por Marie Brennan
Publicado originalmente en el pack de dinastía Todo y nada
En un día como este, lavar la ropa era más un placer que una tarea.
La ropa mojada pesaba mucho, y frotarla contra la tabla era
agotador, pero la frescura del agua resultaba refrescante cuando el
calor apretaba en aquel valle resguardado.
Hige parecía infatigable con la tabla, y sus nudosos brazos
trabajaban sin descanso. Mantenía el ritmo utilizando el famoso
cántico: “Shoshi ni kie. Shoshi ni kie”. Devoción al pequeño maestro.
En una ocasión, Yuki había preguntado al monje si lo hacía para
demostrar que estaba siempre pensando en Shinsei, el Pequeño
Maestro; al fin y al cabo, algunos miembros de la Secta de la Tierra
Perfecta sostenían que debías recitar el kie siempre que pudieras si
querías alcanzar la salvación. Hige simplemente se rio. —No, niña
—dijo—. El ritmo me ayuda a mantener estos viejos brazos en
movimiento cuando se cansan.
Le gustaba Hige. Cumplía con sus obligaciones en aquella aldea
escondida, como lo hacía todo el mundo, pero con menos quejas
que la mayoría.
Dos niñas pequeñas bajaban por uno de los desgastados senderos
entre las casas, riéndose y gritando mientras perseguían una pelota.
Incluso aquí, la visión era mucho menos frecuente de lo que debería
haber sido.
Algunos habitantes del pueblo decían que la escasez de niños era
otra señal del descontento de Tengoku, el castigo de los Cielos
Celestiales contra las flaquezas de los samuráis. Pero si eso fuera
cierto, ¿por qué habían sufrido también los campesinos el mismo
destino? ¿Y por qué la reducción en el número de nacimientos
estaba confinada a las tierras del Clan del Dragón, en lugar de
extenderse por todo el Imperio? Los samuráis de aquí no eran
peores que los de cualquier otro lugar.
Yuki cogió aliento para preguntarle a Hige. Se había mostrado
dispuesto, ansioso incluso, por discutir con ella de cuestiones
teológicas desde el momento en que la mujer había llegado al
pueblo, unos meses antes. Pero antes de que la pregunta pudiera
salir de sus labios, le interrumpió el ruido de unos cascos.
Hige detuvo el movimiento de la tabla, y se cubrió los ojos con una
mano. Unos jinetes estaban entrando en el valle, gente a la que Yuki
no había visto antes, armados y acorazados. La mujer que iba al
frente llevaba un daishō a la cintura. Yuki se encogió contra el barril
de lavar, pero Hige le sonrió de forma tranquilizadora. —Son
amigos, niña. Si no lo hubieran sido, nuestros guardias nos habrían
avisado antes de que llegaran tan lejos.
A pesar de sus palabras, ella mantuvo la cabeza agachada mientras
los recién llegados se acercaban al centro del pueblo, provocando
que un grupo de pollos se dispersase en una nube indignada y
graznante. La mujer de las dos espadas era claramente una rōnin;
su armadura estaba bien cuidada, pero no llevaba ningún mon de
clan. Los demás eran un grupo heterogéneo: otra monja, dos
hombres con el aspecto orondo de mercaderes ricos, y varios
campesinos fornidos con lanzas. Todos ellos, desde la rōnin hasta
los mercaderes, montaban en robustos ponis de montaña, capaces
de atravesar incluso el terreno más accidentado de estas cumbres
septentrionales.
La rōnin miró a su alrededor hasta que divisó a Hige. Luego le pasó
las riendas de su caballo a uno de los mercaderes y caminó
directamente hasta el viejo monje, tras lo que se puso de rodillas y
unió el puño de una mano con la palma del otro a modo de saludo.
—Senséi. Tenemos que informarle de muchas cosas.
Hige dejó caer su pala y la ayudó gentilmente a levantarse. —Satto.
¿Cuántas veces debo decírtelo? No hay necesidad de arrodillarse.
Todos somos iguales a ojos del Pequeño Maestro.
Así que aquella era Satto. Yuki había oído el nombre, pero nunca la
había visto. Se había ido del valle al comienzo del invierno, y nadie
parecía conocer su misión. Hige debía saberlo, por supuesto, pero
Yuki no había tenido la osadía de fisgonear. Puede que el líder de la
Tierra Perfecta se implicara en la vida cotidiana de la aldea de
manera notable, pero eso no significaba que sus seguidores
tuvieran derecho a saber todo lo que hacía.
Aun así, el hombre se merecía respeto por su sabiduría, no por
ninguna condición innata. Yuki dijo vacilante. — Senséi... puedo
terminar yo sola, si os necesitan en otra parte.
Sus palabras hicieron que Satto temblara de impaciencia, pero Hige
sonrió. —No, no pasa nada. Shinsei dijo “No dejes el arroz a medio
hervir, ni la guerra a medias”, y estoy seguro de que tampoco
querría dejar la colada a medio hacer. Satto, ¿nos ayudas? Con tres
pares de manos, iremos el doble de rápido.
Después de que poner la ropa a secar, Hige desapareció con Satto,
dejando a Yuki barrer la empinada granja que compartía con otros
ocho miembros de la Tierra Perfecta.
La gente del resto del Imperio tenía nociones ridículas acerca de la
secta y la gente que la seguía. Se imaginaban todo tipo de locuras:
que pasaban todas las horas del día, menos una, cantando sin
pensar, que todos los integrantes de la secta tenían que entregar
todos sus bienes y su nombre. Que participaban en rituales
heréticos que iban desde bailes embriagados y frenéticos hasta
prohibidos sacrificios de sangre.
La verdad era mucho más banal. Como decía el viejo refrán: cortar
leña, llevar agua. Yuki había cortado mucha leña y llevado mucha
agua desde que llegó a la aldea.
Una sombra eclipsó el brillante umbral. Silueteada por el sol no
podía ver la cara del hombre, pero conocía esa forma. Si Hige-
senséi era el corazón del pueblo, este hombre era su fuerte brazo
derecho. —Ichirō -sempai.
Se movía con la gracia marcial de un rōnin, y no tenía ninguna de
las señales de malnutrición o de heridas frecuentes que
caracterizaban a muchos plebeyos. Pero a diferencia de Satto, no
llevaba espadas a la cintura. Ichirō dijo: —Ven a la plaza. Puedes
terminar de barrer más tarde.
Yuki pensó que Hige estaría esperando allí, en la hierba pisoteada
que luchaba por sobrevivir bajo tantos pies. Tal vez fuera a darles
alguna noticia que le hubiese comunicado Satto. Pero cuando Yuki
llegó a la plaza no vio ni a Hige ni a Satto, sólo a uno de los
hombres que mentalmente había catalogado como mercader.
Ichirō se unió al hombre y le dijo: —Aquí están todos, Kanbei-san.
Yuki se quedó mirando al mercader. Ya había visto suficiente, sin
tener que mirar a su alrededor. Todas y cada una de las personas
presentes, incluida ella misma, eran recién llegadas a la aldea.
Aguardó con los brazos recatadamente doblados mientras el
mercader llamaba al primero de ellos y le indicaba que se acercase.
Momoe, una mujer de tierras Fénix que había huido a través de las
montañas después de que su familia fuese ejecutada por herejía. El
mercader la llevó a un lado y le habló en voz baja durante bastante
tiempo antes de asentir a Ichirō y llamar a la siguiente persona.
Como muchos otros de los que esperaban, Yuki empezó a
murmurar el kie. Tenía una cualidad agradable, meditativa, aunque
no creyera ni por un momento que tuviera el poder de salvar a
alguien del ciclo del renacimiento.
Dejó que el ritmo del canto se llevase aquel pensamiento. Yuki creía
en el kie. Yuki era devota del Pequeño Maestro, en cuerpo y alma;
sabía con certeza que él la salvaría, que se la llevaría después de la
muerte a la Tierra Perfecta donde él moraba, donde podría alcanzar
la iluminación sin el sufrimiento de la vida en el reino mortal. Yuki
era nieve, fría como el hielo por dentro. Su nombre le resultaba
dolorosamente irónico, después de ver a sus vecinos de Masado
Mura congelarse hasta morir en las duras noches del pasado
invierno. Murieron porque el daimyō local les había confiscado
demasiada leña para su propio uso. Se preguntaba si no hubiese
sido mejor que ella también se hubiera congelado. De aquella forma,
habría podido escapar de esta vida con la esperanza de que la
próxima fuera mejor.
En vez de eso había viajado al norte, a aquella aldea oculta. Al lugar
donde vivía la esperanza.
Cuatro personas se habían sometido al examen sin incidentes. El
quinto, Seijin, era un monje fortunista caído en desgracia, y al llegar
hasta él, el mercader Kanbei sacudió la cabeza. Ichirō hizo a Seijin a
un lado. —¿Qué pasa? —preguntó el monje, desconcertado.
Ichirō dijo: —Sólo a aquellos cuya fe es verdaderamente pura tienen
permitido quedarse aquí, tan cerca de Hige-senséi. Tu fe es
imperfecta, igual que lo fue cuando adorabas a los espíritus
llamados Fortunas.
—Pero... ¡no! Soy devoto del Pequeño Maestro y de Hige-senséi.
¡No puedes echarme!
Sus protestas no sirvieron de nada. Varios hombres se lo llevaron,
no muy bruscamente, pero tampoco le dieron demasiadas
oportunidades de resistirse. Nadie habló en su favor. Hasta los más
tontos o ingenuos podían ver qué era lo que pasaba.
Los samuráis de Rokugán temían a su secta porque suponía un reto
para el Orden Celestial. Y aunque hablasen de honor, muchos de
ellos no dudarían en enviar espías a las montañas, para infiltrarse
entre ellos y acabar con los que consideraban herejes.
El trabajo de aquel mercader consistía en encontrar y expulsar a
estos individuos. Y si acababa expulsando a algún creyente de vez
en cuando... bueno, era un precio pequeño por garantizar su
seguridad. Si la fe de Seijin era auténtica, Shinsei le recompensaría
por ella después de la muerte.
—Yuki.
Se adelantó dócilmente, sin dudarlo. Yuki no tenía nada que ocultar.
Kanbei consultó un pergamino. Su mirada pasó sobre ella; una
campesina analfabeta no tenía razón alguna para apartar la vista. La
letra era de Ichirō. —Masado Mura —dijo—. Sí... fue terrible lo que
pasó allí. He oído que sobrevivió menos de la mitad del pueblo.
—Algo más de la mitad, sempai —le corrigió suavemente—.
Habrían muerto más, pero el jefe del pueblo nos dejó derribar las
chozas de las familias que habían muerto para usarlas de
combustible.
—¿Estabas casada?
Yuki apretó los labios hasta que le dolió. —Tadao. Pero no se
congeló.
El mercader levantó la vista. —¿Qué le pasó?
—Se volvió loco —dijo ella sin emoción—. Atacó a los samuráis que
vinieron a contar los cadáveres. Lo mataron. Y cuando corrí hacia él
me apuñalaron a mí también.
El hombre entrecerró los ojos. —Déjame ver.
La herida de lanza que recorría su costado tenía varios meses, y
había quedado reducida a una fea cicatriz. En el pueblo había
buenos curanderos... por supuesto, nada comparado con las
oraciones de los shugenjas, pero con conocimientos de plantas y
encantamientos. Kanbei le pinchó con el pulgar, y ella se retorció,
cerrando una vez más su kimono. —Os ruego me perdonéis,
sempai.
El mercader se le quedó mirando un momento, pero no con la
mirada calculadora de un hombre que estuviese pensando en sexo.
Finalmente asintió con la cabeza a Ichirō y pasó al siguiente
nombre. No le sonrió cuando se fue a continuar barriendo.
Puede que su rostro estuviese desnudo, pero siempre llevaba una
máscara.
La aldea estaba tranquila en mitad de la noche, y había llegado el
momento de cambiar una máscara por otra.
Shosuro Miyako se escabulló silenciosamente de la granja
comunitaria. Yuki nunca se encontraba demasiado lejos; todavía
llevaba puesta la ropa sencilla de la campesina, y podía volver a
asumir esa identidad al instante. Pero pensar acerca de sí misma en
aquellos términos debilitaría su disfraz mientras emprendía acciones
que la fiel Yuki nunca soñaría. Era mejor mantener las dos
personalidades separadas: la seguidora devota de las enseñanzas
de la Tierra Perfecta y la shinobi Escorpión enviada a investigar
aquella herejía.
Se veía luz en el interior del edificio que antes había sido el
santuario fortunista del pueblo. Teniendo en cuenta todo lo que
había visto y oído, Hige era un hombre dulce y gentil, pero no
toleraba que sus seguidores adorasen a las Fortunas o a los
antepasados. Sólo importaba Shinsei, y el sutra que prometía que
aquellos que lo recitasen con un corazón sincero pasarían a
Tengoku después de la muerte, donde podrían alcanzar la
iluminación bajo la guía del Pequeño Maestro. Comparado con eso,
todo lo demás era pura distracción.
Aquí, en tierras Dragón, los santuarios se construían a menudo al
estilo antiguo: elevados del suelo como si fueran graneros en un
intento de proteger su interior de las ratas, lo que, irónicamente, hizo
que le resultase más fácil deslizarse por debajo de la plataforma.
Miyako reprimió un respingo al sentir un dolor en el costado. Puede
que decir que los kami le debían algo fuese una blasfemia, pero
cuando terminase aquella misión requeriría los servicios de un
shugenja. Si su señor se negaba, le recordaría que una cicatriz era
una marca identificativa, y que ningún shinobi se podía permitir tener
ninguna.
Miyako escuchó voces sobre ella. Hige, Ichirō, Satto, y el mercader
Kanbei, el que había investigado a los recién llegados en busca de
traidores. Otros más; a algunos había llegado a conocerlos durante
su estancia en el pueblo, los demás probablemente fuesen los que
habían llegado con Satto.
Kanbei estaba hablando mientras ella se colocaba en posición,
cerca de donde se había desprendido un nudo de una de las tablas.
Un pequeño punto de luz entraba por el agujero. —Yo también lo di
por sentado, Hige-senséi, pero no. Hasta donde sabemos, no se
están movilizando contra nosotros.
—¿Contra quién, entonces? —preguntó el líder de la secta—. Me
temo que podría ser una distracción. Sólo gracias a la bendición de
Shinsei hemos podido evitar su furia durante tanto tiempo; todos
sabemos que acabará por llegar.
Satto le contestó. —Todas las señales indican que los ejércitos del
clan marchan hacia el sur.
Los ojos de Miyako se abrieron de par en par. Para los Dragón, “el
sur” no era sólo una dirección. Se refería a más allá de las tierras
del clan. ¿Sería posible que el solitario Clan del Dragón estuviera
realmente planeando una acción militar en otra parte del Imperio?
Si era cierto, ponía en duda todo lo que había descubierto hasta
ahora, desde el nombre y los antecedentes del líder de la secta
hasta el hecho de que la tasa de natalidad del Clan del Dragón
había descendido a niveles alarmantes. Hacía que, de repente, todo
hubiese merecido la pena: su arduo viaje desde tierras Escorpión, la
lanza que había clavado en su propio costado, los meses que había
pasado haciendo tareas domésticas como una campesina. Tras
siglos de tranquilidad y aislamiento casi total, el Clan del Dragón
había comenzado a actuar.
Pero no contra los herejes en sus montañas. Lo que significaba que
algo más estaba sucediendo... y al mismo tiempo, los seguidores de
la Tierra Perfecta tendrían una oportunidad única para atacar.
La conversación continuó sobre ella: comenzaron a especular
acerca del propósito, el momento, si aquel movimiento era por orden
del enigmático Campeón del Clan del Dragón. Entonces Satto dijo
algo que atrajo la atención de Miyako como una flecha hacia su
objetivo.
—Ichirō. ¿Estás listo? ¿O aún sientes lealtad hacia el hombre al que
una vez llamaste padre?
Miyako se habría vuelto a clavar una lanza si con ello hubiese
podido ver la cara de Ichirō en aquel instante. Pero acercar el ojo al
agujero de arriba como si fuera una especie de yōkai curioso habría
resultado muy peligroso. En lugar de ello cerró los ojos, centrando
toda su atención en la voz del hombre.
Ichirō no respondió de inmediato. Cuando por fin habló, sus
palabras no tenían la tensión del engaño o la incertidumbre, sino de
la cólera apenas contenida. —Ese hombre es un mentiroso y un
hipócrita. Afirma que al oponerse a esta secta defiende el Orden
Celestial, y al mismo tiempo socava ese orden. ¿Cómo podría sentir
lealtad hacia un hombre que me mintió toda mi vida?
Miyako se mantuvo inmóvil, pero sus pensamientos se aceleraron.
¿Quién era el padre del que hablaban? Ichirō se comportaba como
un hombre entrenado para la guerra; ella había supuesto que había
nacido rōnin, o que había sido un bushi de clan expulsado por
alguna indiscreción. No llevaba el daishō que indicaba el rango de
un samurái, pero en vista de la filosofía de la Tierra Perfecta, eso
resultaba comprensible.
Pero parecía que había elegido marcharse. Y también que su padre
no era un mero jizamurai, sino alguien importante. Por desgracia, el
nombre Ichirō solamente significaba “primer hijo”, y era el tipo de
nombre que cualquier niño podría llevar antes de su gempuku. No le
decía nada.
Miyako se retorció las manos, rogando a cualquier Fortuna cuyo
poder aún pudiera habitar en el altar situado sobre ella que alguien
dijera alguna cosa más.
Y tal vez esos espíritus no habían huido después de todo, porque
Satto volvió a hablar.
—Si te encuentras con Mirumoto Masashige en el campo de batalla,
¿podrás levantar tu espada contra él?
—Sí —la respuesta de Ichirō fue rápida y feroz—. Y le demostraré lo
bien que he aprendido las lecciones que me enseñó.
Miyako se quedó dónde estaba, inmóvil, sin apenas respirar,
mientras la reunión concluía y los líderes de la Secta de la Tierra
Perfecta se dispersaban. Tenía que volver a su choza antes de que
alguien se despertara y notara la ausencia de Yuki, pero su corazón
le latía tan fuerte que casi temía que les despertaría.
El hijo perdido de Mirumoto Masashige. Su clan sabía que había
desaparecido hacía tres años, pero no por qué ni dónde. Fieles a sí
mismos, los Dragón habían mantenido la verdad en secreto: que
Mirumoto Ichirō se había unido a los seguidores de la Tierra
Perfecta, la secta que acusaba a los samuráis de fracasar en el
cumplimiento de sus obligaciones con los Cielos.
No tenía que informar a Yogo Hiroue hasta dentro de cinco días.
¿Merecía la pena arriesgar su tapadera para informarle de aquello
antes de tiempo? No, tenía que ser disciplinada, especialmente
ahora que Kanbei estaba buscando traidores. Debería aguardar,
mantener su mascarada y ver qué más podía averiguar.
De acuerdo con su propio hijo, el daimyō Mirumoto era un mentiroso
que socavaba el Orden Celestial al tiempo que combatía la
propagación de la secta de la Tierra Perfecta. La posibilidad
resultaba fascinante.
No sabía qué sería lo que sus superiores fuesen a hacer con aquella
información. Pero si las enseñanzas de Hige-senséi eran acertadas
y esta era la Era de la Decadencia de la Virtud, cabía la posibilidad
de que los samuráis del Clan del Dragón se merecieran lo que les
pasaba.
Torció los labios, molesta. Ese era un pensamiento de Yuki, no de
Miyako, y no debería de escapársele sin pensar. No tenía ningún
interés en las cuestiones teológicas que tanto obsesionaban a los
Fénix y los Dragón. Su deber estaba claro.
Y en aquel momento, su deber era ser una campesina. Rezando en
silencio y con nostalgia por que cambiara pronto, Miyako abandonó
la parte inferior del altar y regresó a la vida de Yuki.
Entre líneas
Por Marie Brennan
—¡Seguid bailando!
Los agotados y desnudos plebeyos trataron de obligar a sus
cuerpos a moverse con mayor brío. Unas flechas se clavaron en el
suelo junto a sus pies, animándolos a saltar con una renovada
desesperación.
Suna apartó la vista, desconsolada. Se suponía que tenía que mirar.
Los rōnin habían insistido en que todo el pueblo mirase, porque
decían que era un castigo por ocultarles comida. Como si hubiera
comida que ocultar... esto era pura y simple crueldad, nada más.
Había visto suficiente como para reconocerla.
Un movimiento atrajo su mirada hacia el campo desolado más allá
de la última choza. Se acercaba un estandarte. Los rōnin no se
habían dado cuenta, ocupados con su brutal divertimento.
Los hombros de la anciana se hundieron. ¿León? ¿Grulla? Apenas
importaba. Su aldea había cambiado de manos tres veces en los
últimos cinco años, y cada vez su situación había empeorado.
Pero el estandarte no era amarillo ni azul. Era verde. Y al acercarse
más rápidamente, vio que el símbolo que llevaba dibujado era una
forma sinuosa y retorcida.
¿Un dragón?
***
Mitsu subió de un solo salto a lo alto de una choza, abrió la boca, y
exhaló.
Una oleada de llamas pasó sobre las cabezas de los rōnin reunidos
en la plaza del pueblo. La repentina sorpresa ante la aparición de un
hombre medio desnudo, cubierto de tatuajes y exhalando llamas,
hizo que mercenarios y plebeyos por igual saliesen corriendo. Los
gritos de los heimin le hicieron sentir una punzada de
arrepentimiento. Lo arreglaré después.
Ahora mismo, otras cosas demandaban su atención.
Los dos bushi de su grupo de exploradores cargaron desde detrás
de la choza, lanzando gritos de guerra.
Cuando Mitsu cambió de postura, la destartalada paja de la choza
se hundió peligrosamente bajo sus pies. Se le apareció una imagen
en la mente, la del heredero del Campeón del Clan del Dragón
cayendo de forma ignominiosa a través de un agujero en un techo...
antes de que pudiese ocurrir dio un salto para reunirse con sus
aliados.
Al aterrizar, el tatuaje del tigre de su espalda cobró vida, y una
energía salvaje recorrió sus brazos y transformó sus manos en
zarpas. Cuando Mitsu abrió de nuevo la boca lo que salió de ella no
fue fuego, sino un potente rugido gutural.
Su primer golpe impactó a uno de los rōnin en el hombro,
destrozando los cordones de su armadura y dejando profundos
surcos ensangrentados en su piel. Un golpe en la barbilla lanzó
hacia atrás la cabeza del hombre, tras lo que Mitsu se hizo con su
espada y la lanzó hacia uno de los compañeros del rōnin que se
acercaban para unirse al combate.
El poder del tigre era tanto una bendición como una maldición. Su
ferocidad era estimulante, le permitía ignorar la moderación y
lanzarse a la batalla, pero le impedía hablar para dar órdenes a sus
aliados. Perdieron la oportunidad de rodear a uno de los rōnin como
haría un grupo de lobos al aislar al ciervo más débil de la manada.
La sorpresa había proporcionado una gran ventaja inicial a los
Dragón, lo que les ayudó a despachar a cuatro mercenarios y a
apartar a un quinto fuera de alcance, sangrando y sin armas... pero
la sorpresa no les serviría de mucho más a partir de ese momento.
El líder de los rōnin ladró unas órdenes a sus hombres para que se
agruparan en una unidad más organizada. Incluso con cinco
muertos, el pequeño grupo de exploradores de Mitsu seguía siendo
inferior en número, y ahora no podía utilizar su aliento de fuego
contra ellos sin incendiar también la aldea. Sin palabras, hizo un
gesto a sus bushi para que se pusiesen de espaldas a la pared de la
cabaña más cercana, mientras hacía un recuento de los enemigos
supervivientes e intentaba recordar cuántos de ellos habían visto al
principio. ¿Podría alguno de los rōnin haber dado un rodeo para
flanquearlos?
Oyó un débil trueno, pero el cielo estaba despejado.
Mitsu sonrió.
Un latido más tarde, Mirumoto Hitomi entró en la aldea como un
ejército de una sola mujer, con su katana y wakizashi en alto. Tras
ella avanzaba una veintena de bushi y ashigaru a pie, sus
estandartes de espalda ondeando mientras corrían. Los rōnin ni
siquiera intentaron resistir: salieron corriendo inmediatamente en
todas las direcciones disponibles, excepto hacia Mitsu.
El joven dejó que la energía del tigre se retirase hacia el tatuaje,
ofreció una reverencia a Hitomi, y fue a convencer a los plebeyos de
que salieran de sus escondrijos.
Un final rápido
Por Lisa Farrell
Publicado originalmente en el pack de dinastía Elementos
desencadenados
Pequeñas misericordias
Por Robert Denton III
Hoy
Hoy
Tiempo atrás la casa había sido la mejor del pueblo, con su tejado
de tejas y sus puertas correderas de papel en lugar de madera.
Ahora, las tejas se habían agrietado y caído, y suciedad y hojas
secas se habían amontonado en las esquinas, arrastradas por el
viento por las aberturas en las que habían estado esas puertas.
Las tablas del suelo se hundieron peligrosamente bajo los pies de
Satto mientras deambulaba por la casa abandonada. Podía oír
hablar a sus compañeros en el exterior, haciendo preparativos para
los días venideros... incluyendo la interrogante de dónde dormiría
Hige-sensei.
Con cualquier otro grupo, la respuesta hubiera sido la casa en la
que se encontraba Satto. Aunque el suelo se hundiera un poco,
seguía estando en mejores condiciones que cualquier otro edificio
de la antigua Aldea de las Flores Blancas. Pero había pertenecido al
supervisor samurái de la aldea, y Hige-sensei era demasiado
humilde para descansar en cualquier lugar asociado con la
dominación de la casta samurái.
Una pantalla rota se encontraba parcialmente cerrada, cerrando el
paso a la siguiente habitación. Satto la apartó a un lado y arrugó la
nariz ante el olor que desprendía la habitación. Probablemente
algún animal lo había convertido en su refugio, probablemente un
mapache o un zorro.
El samurái se había llevado consigo casi todo cuando se marchó,
pero aún quedaban algunos objetos: unas cuantas ollas viejas en la
cocina, una mesa baja con una pata coja. Golpeó con un pie un
montón de escombros en la parte inferior de la alcoba y encontró un
pergamino de pared caído, arrugado hasta convertirse en un montón
rígido. El papel era viejo y quebradizo, se rompía al desplegarlo,
pero los kanji aún eran legibles:
Las circunstancias rectificadas son la armadura de un alma sin
tacha.
El crujido de las tablas del suelo le advirtió que alguien más había
entrado. Satto levantó la vista y se encontró con Ichirō.
Era el nuevo del grupo, y lo bastante joven como para que la mujer
lo considerara un muchacho. Pero Ichirō creía con el mismo fervor
que cualquiera de ellos en los principios de la Secta de la Tierra
Perfecta, la misericordia de Shinsei y en la muerte de la virtud en el
mundo. Había visto de primera mano la muerte de esa virtud.
—¿Qué has encontrado? —preguntó Ichirō
Satto arqueó los labios. —Confirmación de lo que ya sabíamos: que
quienquiera que viviera aquí era un hipócrita.
Entregó el frágil pergamino a Ichirō, que lo estudió con gran
atención. —Esta marca de aquí —señaló la marca roja de un hanko
en la esquina inferior izquierda—. Es el sello de Agasha no Seiya
Fukuai. No es el mejor calígrafo de las tierras Dragón, pero es muy
respetado. Dudo que Mirumoto Hyōgin fuera el tipo de persona que
coleccionara sus obras. Debió de ser un regalo, algo con lo que
impresionar a sus invitados. Aunque no es que fuese a tener
muchos invitados aquí.
—Parece que lo conocieras.
—Sólo por su reputación. Cada estación mandaba una carta
solicitando que se le reasignase a un lugar menos remoto —Ichirō
apretó la mandíbula—. Debió parecerle una bendición cuando la
aldea decayó lo suficiente como para argumentar que fuese
abandonada.
No pocas aldeas de las tierras Dragón se habían enfrentado a ese
destino. A medida que su población se reducía, los samuráis
obligaban a los plebeyos a abandonar sus hogares y trasladarse a
otros asentamientos. Esas crueles medidas terminaron beneficiando
a la Secta de la Tierra Perfecta: Hige-sensei y sus seguidores
podían difundir su teología en valles abandonados, y luego dejar
que sus conversos transmitieran el mensaje cuando los samuráis los
reubicaran.
Ichirō tiró el pergamino de vuelta a la alcoba, sin preocuparse por el
daño que le causara. —Un hombre mejor se lo habría llevado con él,
como un recordatorio para no anhelar riquezas o atención. Esas
cosas despojan a un hombre de su honor aún más rápido que la
cobardía.
—Honor —dijo Satto con desdén—. Si los samuráis pasaran menos
tiempo pensando en el honor, puede que se les diera mejor hacer lo
correcto.
—El honor es lo correcto —respondió Ichirō.
Una carcajada silenciosa la hizo resoplar. Le habían criado como un
samurái de clan, inmerso en la filosofía del Bushidō y sus preceptos.
Satto había nacido rōnin y sólo conocía el código desde el exterior.
Era capaz de verlo con una claridad que tal vez Ichirō nunca
lograría.
Pero eso no le impidió intentar abrirle los ojos. —También yo solía
creer eso —dijo—, hasta que la compasión me impulsó a ayudar a
un plebeyo que juró que se encontraba en circunstancias
desesperadas; Incluso convencí a mi sensei para que me ayudara,
porque el honor me dijo que era lo correcto.
La mujer sonrió poco a poco a Ichirō —¿Sabes dónde estábamos?
Su frente se arrugó al tratar de recordar lo que había oído sobre su
pasado. —¿Ryokō Owari?
—También conocida como la “Ciudad de las Mentiras”. Más tarde
nos enteramos de que el plebeyo al que ayudamos era un
contrabandista. Todo fue una trampa para meter a mi sensei en
problemas —incluso ahora, el recuerdo hizo que los hombros de
Satto se tensaran—. Los Escorpión entienden el honor mejor que
nadie. Saben que el Bushidō es un sistema de control: uno que
explotan los que no creen en él para manipular a los que sí lo
hacen.
Momentos como este eran los que hacían que pensara que Ichirō
era sólo un niño. No era mucho más joven que ella, pero no dudó en
replicar. —Entonces, ¿ya no crees en la compasión? ¿En la
honestidad? ¿En la justicia?
—Yo no he dicho eso. Pero el Bushidō hace falsas promesas: afirma
que simplemente con que sigas sus requisitos, todo saldrá como
debe ser. La verdad es que gente despiadada se aprovecha de esos
requisitos en tu contra para que todo salga como ellos quieren.
Se había esforzado tanto para que Kitsuki Shomon se diera cuenta.
No hicimos nada malo a sabiendas, le dijo. ¿Por qué debemos
soportar el castigo por ello? Ojalá Shomon le hubiera permitido a
Satto arreglar el problema.
Pero no, Shomon creía tanto en el honor que hasta enseñaba sus
principios a los plebeyos. Insistió en dar un testimonio honesto, a
pesar de que sabía que eso la condenaría. Satto, por su parte, huyó.
No se enteró hasta meses después de que Shomon se había
ofrecido a aceptar el castigo por las dos.
Y los Escorpión no habían perdido tiempo en explotar aquello aún
más. Le permitieron continuar dirigiendo su dōjō... después de que
jurara que, si sus enseñanzas conducían a cualquier discípulo suyo
a una transgresión, ella también compartiría su castigo.
Kitsuki Shomon era un ejemplo hermoso y brillante de honor, y Satto
se compadecía de ella.
Ichirō no tenía una buena respuesta. En vez de eso, se revolvió
incómodo y dijo: —Nos necesitan fuera.
Satto estaba más que dispuesta a abandonar los apestosos
confines de la casa. A la luz del sol y al aire libre, descubrieron que
la discusión sobre el alojamiento de Hige-sensei se había resuelto
en favor de una tienda de campaña situada en la parte posterior de
la aldea. A la suya se le unieron algunas otras, indistinguibles en
materiales o tamaño, ya que el líder de la Secta de la Tierra Perfecta
no tenía ningún interés en los lujos ni en la ostentación.
No necesitaba un pergamino elegante para recordarse a sí mismo
qué era lo correcto.
—¿Vendrá alguien? —preguntó Ichirō, volviéndose para mirar las
chozas medio hundidas de la aldea abandonada—. Nadie será
capaz de obtener documentos de viaje, no por algo así. Y si no
tienen documentos, las patrullas los detendrán.
Más ingenuidad. Ichirō no llevaba mucho tiempo con ellos;
subestimaba lo que los devotos de la Tierra Perfecta eran capaces
de hacer. Ella dijo, —Los heimin conocen más caminos y senderos
secundarios de los que las patrullas de samuráis pueden
imaginarse. No subestimes a los seguidores de Hige-sensei, Ichirō-
san: vendrán.
***
Habían escogido la aldea con cuidado, eligiendo una lo bastante
alejada para no llamar la atención, al tiempo que al alcance de los
plebeyos que se arriesgaban a ser arrestados y azotados por
escuchar hablar a Hige-sensei. El campo abandonado al sur de las
casas tenía la forma de un enorme cuenco poco profundo, lo que
permitía a todo el mundo ver y oír al líder de la secta sin que tuviera
que sentarse en una plataforma por encima de todos ellos.
Ahora ese campo estaba repleto de gente. A pesar del riesgo,
cientos de personas habían atravesado las montañas para llegar a
este lugar, trayendo consigo paquetes de comida y regalos que
Hige-sensei siempre rechazaba: otro acto de humildad que sólo les
hacía admirarle más.
Satto quería contar cuántos había, pero tenía que mantener
vigilados los diferentes accesos desde el este. Ichirō y dos de los
otros lugartenientes de Hige-sensei estaban haciendo lo mismo al
norte, sur y oeste. Aunque los plebeyos hubieran logrado llegar a la
aldea abandonada, eso no significaba que lo hubieran hecho sin que
los hubiesen visto. La intromisión final de samuráis no solo era una
posibilidad, sino casi una certeza.
Su posición privilegiada, situada en lo alto de un abedul, le permitía
ver a lo lejos sin perderse las palabras de Hige-sensei, a menos que
el viento soplara en contra.
El comienzo del discurso le resultaba familiar: las acostumbradas
exhortaciones sobre la restauración de la virtud en esta Era de la
Disminución de la Virtud. Satto se preguntó si Hige-sensei había
sido deliberadamente ambiguo en su redacción. En reuniones
pasadas, algunas personas entendieron que “restaurar” significaba
que los samuráis se reformarían, poniendo fin a las injusticias que
hacían sufrir a las castas inferiores. Otros lo interpretaron como una
promesa de que algún día derrocarían a los samuráis. Sería
ingenioso por su parte dejar que ambos grupos siguiesen creyendo
en su interpretación, una forma de atraer una gran base de apoyo
sin comprometerse con un único curso de acción.
No, decidió Satto. A su manera, Hige-sensei era tan sincero como
Kitsuki Shomon.
Creía en su propio mensaje, y la fuerza de esa creencia impulsaba a
la gente a unirse a él.
Como había impulsado a la propia Satto.
Entonces, la voz de Hige-sensei cambió, y Satto se dio cuenta de
que había empezado a prestar más atención. —Hijos míos —dijo—,
tengo algo que deciros. Anoche, en mis meditaciones, entré en la
Tierra Perfecta.
Una ola de murmullos asombrados surgió de entre la multitud.
Hige-sensei, con las piernas cruzadas sobre una simple alfombra,
extendió sus manos a modo de bendición. —Sí, mi espíritu viajó a
esa bendita región de Tengoku donde Shinsei espera a los fieles, y
allí hablé con el Pequeño Maestro. Con sólo unas pocas palabras,
me iluminó, mostrándome el verdadero poder del kie.
El murmullo cambió, de jadeos y sorpresas al mantra de su secta:
Shoshi ni kie. “Creencia en el Pequeño Maestro” o “Confianza
absoluta en el Pequeño Maestro”, dependiendo de cómo se
escribiese
Lograr la Iluminación no requería largas horas de meditación o
prácticas esotéricas. Solo precisaba de la ayuda de Shinsei.
—¡Estas palabras que nos ha enseñado no sólo tienen el poder de
salvar almas individuales! —dijo Hige-sensei, levantando la voz para
que se oyese por encima del creciente estruendo del kie—.
Recitadas por un auténtico creyente, llevarán su alma a la Tierra
Perfecta tras la muerte, para alcanzar la Iluminación a los pies de
Shinsei y escapar del sufrimiento de este mundo. ¡Pero el Pequeño
Maestro me dijo que el kie también será la salvación del propio
Rokugán!
Satto giró bruscamente la cabeza. ¿Salvar el Imperio? Nunca había
oído a Hige-sensei hablar de aquello. Y si hubiese estado
trabajando deliberadamente hacia esa idea, ella y los demás lo
habrían sabido.
Un escalofrío le recorrió la piel. Esa mañana, hubiera dicho que la
salvación de Rokugán era una ilusión igual de grande que la
creencia de Shomon en el honor. Pero, si Hige-sensei decía la
verdad...
Muchos de sus oyentes estaban ahora inclinados hacia el suelo, con
las manos extendidas y la cabeza apretada contra la tierra,
recitando el kie al unísono hasta que parecía que todo el campo
hablaba con una única voz apasionada. La oleada creciente de su fe
pareció levantar a Hige-sensei, aunque permanecía sentado en su
estera.
Él gritó. —Hoy, somos pocos. ¡Pero si difundimos la bendición del
kie, si suficientes personas en todo el Imperio recitan esas palabras
con el corazón puro, el propio Shinsei volverá a Rokugán y dará
comienzo a una nueva Era de la Virtud Celestial!
Satto se agarró al árbol como si éste tratara de tirarlo al suelo. ¿El
regreso del Pequeño Maestro? ¡Imposible! Había aparecido en los
albores del Imperio para instruir a los sagrados Kami, lo que inició la
primera Edad de la Virtud Celestial, pero eso fue hace mil años.
Después de eso, se había desvanecido; algunos decían que había
partido a tierras extranjeras para llevarles la Iluminación, otros que
se había unido al Vacío. Las enseñanzas de la Tierra Perfecta
revelaron la verdad: que ahora vivía en Tengoku. A pesar de la
respuesta, sin duda se había ido y no regresaría.
Pero le resultaba aún más imposible mirar la expresión de Hige-
sensei y no creer.
¿Podría aquel humilde hombre haber llegado realmente a la Tierra
Perfecta en espíritu, y recibido ese mensaje?
La gente agolpada en el campo ciertamente creía que lo había
hecho. Gritaban de alegría, dando gracias a Shinsei, y gritaban el
kie como si su volumen fuera suficiente para hacer que volviese.
Satto vio a padres abrazando a sus hijos, llorando contra la áspera
tela de sus kimonos, regocijándose al saber que sus hijos e hijas no
tendrían que sufrir, no sólo después de la muerte, sino también en
esta vida.
Una ráfaga de viento hizo que la rama en la que Satto estaba
sentada se balanceara, provocándole un intenso sentimiento de
aprehensión. Ese sentimiento se redobló cuando se dio cuenta... el
camino.
Había dejado de vigilarlo.
Satto se volvió de nuevo. A lo lejos, vio movimiento: una tenue nube
de polvo estival que se elevaba desde una carretera que no debería
tener tráfico alguno ahora que la Aldea de la Flor Blanca había sido
abandonada.
Su corazón golpeó contra sus costillas a toda prisa. Los samuráis
venían.
***
Toda la gente que viajaba con Hige-sensei estaba acostumbrada a
moverse en la espesura. Se movieron con rapidez, pero en silencio,
evitando colinas en las que se les podría detectar con facilidad,
siguiendo un riachuelo para interrumpir el rastro.
Amortiguadas por la distancia, Satto podía escuchar una poderosa
masa de voces que hablaban al unísono: Shoshi ni kie. Shoshi ni
kie. Shoshi ni kie.
A pesar de la necesidad de sigilo, la mayoría de la gente que la
acompañaba susurraba las mismas palabras. Hige-sensei les
hablaba en voz queda, con el rostro marcado por las lágrimas.
Provenían tanto de la tristeza por el destino de aquellos a los que
habían dejado atrás, como de la alegría por esta prueba de su
devoción, pensó Satto.
No había querido irse. A diferencia de los falsos monjes que
predicaban en las esquinas de las ciudades o que practicaban su
teología engañosa en las aldeas, Hige-sensei se aferraba a su
filosofía incluso al enfrentarse al peligro. Si sus lugartenientes se lo
hubieran permitido, aún estaría en aquel campo, guiando a sus
seguidores en la recitación del kie.
Por supuesto, había aconsejado a esos mismos seguidores que se
marcharan. Se habían arriesgado al ir allí, pero eso no significaba
que tuvieran que morir por su fe. Algunos de ellos le escucharon y
se escabulleron entre los árboles, dispersándose entre los cuatro
vientos como semillas de diente de león.
Una anciana habló en representación de los que se quedaron. —Si
los samuráis nos matan —dijo—, entonces Shinsei nos dará la
bienvenida a la Tierra Perfecta. Y quizá nuestro ejemplo les enseñe
el verdadero camino.
Satto lo dudaba. Había conocido a demasiados samuráis como para
creer que aprenderían algo de unos plebeyos, especialmente de
aquellos que muriesen ante sus espadas. Pero Hige-sensei había
bendecido a la anciana y a todos los que se quedaron con ella,
indicándoles que no ofrecieran resistencia alguna, sino que
simplemente se mantuvieran firmes y siguieran orando. Sus
palabras de despedida fueron: —Que el poder de vuestra
dedicación acelere el regreso del Pequeño Maestro.
Pronto, dejaron de oírse las voces. ¿Porque Satto y los demás se
habían alejado demasiado? ¿O porque algo las había silenciado?
Forzó el oído, pero no pudo escuchar ningún golpe metálico, ningún
grito que no fuera el de los halcones sobre ella. Hasta las
repeticiones del kie en su propio grupo se habían ido deteniendo
poco a poco a medida que dedicaban su atención a la difícil tarea de
atravesar las montañas, de regreso a la aldea que habían
reclamado como actual base de operaciones.
No habían sido tan estúpidos como para celebrar la reunión
demasiado cerca de la base. Regresar les llevaría al menos tres
días, viajando campo a través. Tres días duros, además, porque no
habían perdido el tiempo en desmontar las tiendas de campaña
antes de abandonar la aldea. Cuando se detuvieron por la noche,
sus futones fueron agujas de pino y su único techo las ramas de los
árboles.
Nadie se quejó, y menos aún Hige-sensei. Simplemente se pusieron
a trabajar recogiendo leña para hacer una pequeña hoguera, agua
para lavarse y comida silvestre con la que poder complementar las
raciones que llevaban.
Satto aprovechó la oportunidad para hablar con Hige-sensei al
margen de los demás. Llevaba con él más tiempo que nadie: no
desde el principio, pero casi todos los que la precedieron se habían
ido, habían muerto o sido arrestados, o habían partido a transmitir
las enseñanzas de la Tierra Perfecta a otros rincones del Imperio.
Hige-sensei nunca evitaba trabajar (ahora mismo estaba recogiendo
cañas de la orilla de un arroyo para hervirlas y comer las raíces),
pero a pesar de su humildad, resultaba mucho más fácil persuadirle
cuando lo intentaba gente que conocía desde hacía mucho tiempo.
—Sensei —dijo ella—, la noticia del retorno futuro de Shinsei es
verdaderamente maravillosa.
La tristeza se había apoderado de Hige-sensei durante gran parte
del día, pero al incitarle recobró parte de su brillo habitual. —Puedo
oír el “pero” en tus palabras, aunque no lo hayas dicho.
—Pero os aconsejo respetuosamente que no habléis demasiado
abiertamente de vuestra visita con la Tierra Perfecta. Todavía no.
El sensei le entregó un montón de cañas, una solicitud tácita para
que lavara la tierra de las raíces. —Temes represalias de los
samuráis.
Satto se puso a fregar. —Sensei, el kie no puede propagarse si les
provocamos con demasiada prontitud. Los Fénix ya lo han prohibido
en sus tierras; si los Dragón hacen lo mismo, nos enfrentaremos a
grandes dificultades.
—¿Por qué debería alguien intentar suprimir la esperanza del
retorno del Pequeño Maestro? —Hige-sensei se arrodilló junto a ella
con otro montón de cañas—. Era una pregunta retórica, niña; no
necesitas responder. Sé por qué la gente con poder podría intentar
evitar algo tan maravilloso. Pero hable o no de ello, la noticia no se
mantendrá en secreto, no cuando la he compartido con tanta gente.
Si es que alguno de ellos sobrevive, pensó Satto.
No podía soportar la idea de ver morir a Hige-sensei, ajusticiado allí
donde lo detuvieran por un samurái enfurecido, o peor aún, llevado
a una ejecución pública. El maestro se enfrentaría a ese destino con
dignidad, y su ejemplo podría inspirar a algunos... pero sin él, la
Secta de la Tierra Perfecta se desmoronaría. Era el alma de la
senda, y sin duda era por eso por lo que Shinsei había hablado con
él.
Haría lo que fuera para evitar su muerte.
Pero Satto había aprendido la lección con Shomon. Hige-sensei no
necesitaba conocer las medidas que tomase para protegerle.
Si aquello significaba que no habría lugar para ella en la Tierra
Perfecta, o en el Imperio redimido que él imaginaba, sería un precio
pequeño.
—Entiendo —dijo Satto—. Pero, aun así, sensei... por favor, tened
cuidado.
Hige le dio una palmadita en la manga con una mano húmeda y
embarrada. —Confía en el Pequeño Maestro, niña. Con eso
bastará.
Gobierno a caballo
Por Daniel Lovat Clark
Sotorii sólo podía oír sus propios jadeos. ¿Cómo había llegado
hasta allí, en el centro de la habitación? Kunshu, desenvainada en
sus manos, goteaba sobre el tatami. Había salpicaduras rojas por
todas partes: por el suelo, por los cojines de terciopelo y por la mesa
rota, a pocos centímetros de la espada del Clan del León. Sobre la
hoja de Kunshu. Y sobre su padre, tendido boca abajo en medio de
la destrucción.
No.
¡No!
La espada se soltó de sus débiles dedos, golpeando contra las
esteras. Cayó al lado de su padre, con el corazón acelerado. No
podía sentir ni un latido. Sólo humedad.
Sus manos estaban tan llenas de sangre.
Tú le has matado.
Respira. Se puede arreglar, deshacer, se puede curar. No es tan
malo como parece. No es posible que lo sea. ¿No estaba esta
cámara custodiada por los Seppun? ¿No lo sabrían si hubiese
muerto?
Sotorii se agarró de las rodillas. No había suficiente aire.
No. Su padre estaba muerto y él lo había matado. Y ahora vendrían
a por él. Debía huir.
¡Corre, ahora! ¿Por qué no estás corriendo?
Lágrimas cálidas recorrían su rostro, congelado en una mueca. No
lo había hecho en serio. ¿No podía retractarse? Lo hizo otra
persona. Sí. ¡Un criado! Yo no. No...
La puerta de la cámara se abrió.
Un grito ahogado. Bayushi Kachiko se quedó inmóvil a medio paso
del umbral. Junto a ella, la máscara demoníaca de Bayushi Aramoro
no era capaz de disimular su asombro. El séquito de sirvientes de
Kachiko retrocedió en medio del horror colectivo. Una de ellas gritó.
Estoy acabado.
¿Qué sentido tenía resistirse ahora? Sotorii se dejó caer, convertido
en un derrotado fardo. Cuando el criado volvió a gritar, se rindió a
una calma extraña y repentina. Se merecía lo que fuera a suceder a
continuación.
El grito se vio interrumpido por una sonora bofetada. La chica se
alejó de Kachiko tambaleándose, agarrándose la mejilla. —Aiko, por
favor —dijo Kachiko—, estás montando una escena.
Se volvió hacia Aramoro. —Cierra la puerta y asegura el pasillo. No
permitas que nadie pase a excepción de los criados. Y cuando
hayan pasado, toma nota de sus nombres.
La puerta se cerró tras él.
Sotorii miró por encima de sus rodillas mientras Kachiko se dirigía a
sus criados. —No le digáis a nadie lo que habéis visto aquí —se
cogió un adorno del pelo y lo puso en las manos de una sirvienta
con ojos de búho—. Lleva esto a la embajada Escorpión. Dile al
guardia que es para Ruiseñor.
Los demás le miraban a hurtadillas. Se los imaginó susurrando.
Riéndose entre dientes.
Hundió el rostro entre las rodillas. Sentía como si el techo se hubiera
derrumbado sobre él y, lo que era peor, había sido él el que había
tirado de la viga.
Unas pisadas suaves se acercaron y se detuvieron. Sintió la
presencia de Kachiko, olió su perfume floral. —¿Mi príncipe? —su
voz era suave, como una flauta dulce. La mujer bajó la cara hasta
quedar a su altura, con sus profundos ojos marrones como los de un
cervatillo—. ¿Qué ha sucedido?
—Le he matado —confesó—. Yo... perdí los estribos...
—¿Por qué?
Su tono estaba exento de juicios y de sorpresa, sólo se podía
percibir curiosidad. Casi se ríe. —Iba a abdicar. Iba a nombrar
heredero a Daisetsu.
Se sentó y miró a la pantalla de papel que protegía la ventana. Los
ojos de Sotorii volvieron a descansar sobre el cadáver de su padre.
Esas manos nudosas y manchadas le habían enseñado a sostener
un pincel. Ese rostro, sepultado en el suelo, le había observado
durante su Shichi-Go-San.
Le dolía el pecho. Se balanceó de un lado a otro. Sólo quería que su
padre lo mirase de nuevo.
—¿Alguien más lo sabe?
¿Lo de su padre? No, se refería a Daisetsu. —T-Toturi. Él escribió el
edicto. Mi padre lo dijo.
Eso es. Akodo Toturi había hecho esto. —Debe haber convencido a
padre —susurró, mientras regresaba el calor—. ¿Escuchaste cómo
me habló? ¡Él y Daisetsu deben haberlo planeado juntos!
Kachiko le tocó la mano. Sus ojos oscuros centellearon bajo una
ceja fruncida por la preocupación. Se inclinó hacia él. No podía mirar
a ningún lado sin verle los hombros, el cuello, sus ríos de cabello
aterciopelado. Se le acaloró el rostro. Kachiko era como una manta
que lo envolvía lentamente. Caliente. A salvo.
—No fue culpa de nadie —dijo—. No os preocupéis. Os ayudaré a
soportar esta carga —se levantó como el humo—. Siento que le
hayáis tenido que descubrir así.
¿Descubrirlo? ¿De qué estaba hablando? Ella sonrió, y la sonrisa
tenía algo extraño, como si estuviese mirando a través de él.
Se mojó los labios resecos. —¿Estoy...? ¿Qué vas a...?
Dos paredes se deslizaron a un lado, desvelando pasillos
frecuentados solo por sirvientes. Una docena de personas vestidas
de criados entraron en la habitación.
Las puertas de la cámara se abrieron. Más personas entraron. Sin
hacer ruido. Rápidamente. Quitaron los tatami del suelo. Retiraron la
mesa rota. Le quitaron la bata a su padre. Le midieron con una cinta
de seda. Limpiaron la sangre de Kunshu y la metieron de nuevo en
su vaina. Todo estaba retrocediendo. Reversión.
Kachiko habló, llenándole la cabeza, reemplazando a sus
pensamientos.
—Sé que esto es difícil para vos, mi príncipe. Adorabais a vuestro
padre. Todos lo hacíamos. Pero era inevitable. Estaba envejeciendo.
Sabía que el fin se acercaba. Está con vuestros ancestros, y ahora
debéis ser fuerte. Debéis aguantar y seguir adelante.
Mientras los criados sustituían la espada en el atril, ella le lanzó una
sonrisa tranquilizadora. —Después de todo, pronto seréis
Emperador.
Hora de la rata
Maniobras estratégicas
Por Nancy M. Sauer
Kunshu, carta 2
Kunshu, carta 3
Honorable samurái,
No os haré perder el tiempo con elocuencia, ya que los sacrificios
que seguís haciendo son vitales para preservar el futuro del Imperio.
Se ha presentado una oportunidad. Los cambios en la Corte
Imperial pueden proporcionarnos nuevos aliados que podrían ser de
ayuda en nuestra interminable contienda. He ordenado al daimyō
Yasuki que se reúna con el magistrado principal de Toshi Ranbo,
Bayushi Yojiro. En este momento viaja hacia el norte para negociar
la compra de una importante provisión del jade que tanto
necesitamos. Después del éxito de vuestros tratos durante los
últimos meses, creo que podéis tener éxito en esta empresa.
Después de todo, aún tenemos algunos amigos en el Clan del
Escorpión.
La oscuridad a la que nos enfrentamos sigue siendo impenetrable.
Aún no he recibido ningún informe de la torre de vigilancia de la
provincia de Ishigaki. He enviado a Yasuki Oguri para descubrir el
destino que ha sufrido su guarnición. Es rápido y astuto, pero no
emprenderá esta tarea en solitario. No lo estorbéis ni lo retraséis.
Las máquinas de guerra se desplomarán ante los golpes de nuestro
eterno enemigo, a menos que operen en conjunto. El Imperio no
está preparado para lo peor.
Iréis a Otosan Uchi. Una rana en un pozo no puede conocer el mar,
así que el príncipe heredero ignora nuestro deber. La espada
ancestral de su familia, Kunshu, necesita un guardián. No espero
que Su Excelencia conceda tal honor a nuestro clan, ya que está
rodeado de consejeros Escorpión, Grulla y Fénix que continuarán
abogando por los intereses de sus clanes. Sin embargo, el favor del
príncipe heredero será inestimable para garantizar el futuro apoyo
imperial. Despreocupaos de los murmullos vanidosos que se ciernen
sobre él. Estos susurros no son distintos de las mentiras que
cuentan sobre nuestro barbarismo. No temáis si Kunshu no acaba al
cuidado de nuestro clan, siempre y cuando no acabe en manos de
los Grulla. Si los Grulla se ganan la confianza del príncipe heredero,
no me cabe duda de que la capital olvidará por completo nuestro
deber.
Partid tan pronto como podáis. Espero que vuestro informe sea
puntual y que vuestro regreso tras la resolución de este asunto sea
inmediato. Nuestro enemigo ancestral se fortalece cada día que
pasa.
Señor Hida Kisada, Defensor de la Muralla
Kunshu, carta 4
Kunshu, carta 5
Kunshu, carta 6
Consejero de confianza,
La transformación de las llanuras despejadas a medida que caen las
hojas y soplan los vientos del norte siempre me ha llenado de
alegría. Mientras la tierra se endurece, nos reunimos junto al fuego y
recordamos nuestros vínculos de compañerismo, que somos los
hijos del viento. Mientras los León continúan presentando quejas
contra nuestro clan, Utaku Kamoko conduce a los jinetes de la
compañía Higashi Kaze hacia el sur a lo largo del Río de las Tres
Orillas para mantener alejados a nuestros agresivos vecinos de
nuestras tierras. Saben que no pueden vencernos mientras
podamos cabalgar a nuestro antojo, por lo que intentan atraernos a
las plazas de las aldeas y a patios amurallados. Si no fuese por
nuestros aliados Grulla, sospecho que los Akodo enviarían con
gusto todas sus fuerzas al otro lado del río, pensando que no
podríamos derrotar a la totalidad de sus legiones. Por suerte,
nuestra amistad se mantiene sólida. Los Grulla se niegan a ceder, y
los León se ven refrenados.
Para proteger la aldea que Ikoma Anakazu declaró tan
descaradamente suya, he nombrado a Moto Juro como
administrador de Hisu Mori Toride. Es un estratega astuto que no
dará cuartel en batalla, pero sé que se sentirá mucho más
satisfecho cuando su deber no le exija tanta violencia. Su pasión por
la justicia y el entendimiento guiará sin duda la aldea hacia un futuro
próspero.
Y a pesar de todo, me duele leer las noticias que el cortés Ide Tadaji
nos manda desde su puesto en Otosan Uchi. Nuestra querida hija
Iuchi Shahai permanece encerrada en la Ciudad Prohibida, fuera del
alcance de nuestros diplomáticos y mediadores, después de
muchos meses de leales servicios. Aunque se le ha concedido el
honor de educar a la élite de los guardianes del Emperador, ningún
ave debería permanecer enjaulada fuera del alcance de su propia
familia. Os confío una carta de su padre, y os conmino a que
cabalguéis con rapidez hasta la capital Imperial y encontréis la
forma de entregársela a ella, y solo a ella. Su padre quiere que sepa
que no la hemos abandonado en la capital.
Mientras recorréis las benditas calles que bordean la Colina Seppun,
probablemente también os encontraréis con la nueva pasión de la
corte. La espada ancestral de Su Majestad pronto será entregada al
clan en el que más confíe para mantenerla a salvo. Aunque me
imagino que serán los Escorpión, dada la confianza que el Hantei
tiene con el señor y la dama Bayushi, nos beneficiaría si se la
confiasen a los Grulla. Si surgiese el tema mientras os encontráis
allí, no dudéis en elogiar a los hijos e hijas de Doji-no-Kami.
Cuando los seguidores de la Dama Shinjo se dirigieron a lo
desconocido, no sabían los obstáculos a los que deberían
enfrentarse, pero su compañerismo y su coraje les ayudaron a
superarlas. Sé que demostraréis estas mismas cualidades, ya que
también sois Unicornio.
Shinjo Altansarnai,
Buscadora del Sol Poniente, Khan de khanes, Soberana de los
Cinco Vientos, daimyō de la familia Shinjo y Campeona del Clan del
Unicornio
Kunshu, carta 7
Mi leal vasallo, mantened esta carta y su contenido en secreto con
vuestra vida.
Esta noche Onnotangu ha dirigido su mirada hacia abajo, hacia
Otosan Uchi. Nuestro más glorioso Emperador, el Hijo del Cielo, se
ha unido a sus ancestros en Tengoku. Ahora está en paz, habiendo
envejecido a pesar de su edad. Puede que estuviese preparado
para su hora señalada, pero para nuestra tristeza, a los demás nos
llegó de forma bastante imprevista. Sin embargo, nuestro deber
exige que demos un paso adelante para servir al príncipe heredero
en su hora de duelo. La responsabilidad que ha recaído sobre él
será una pesada carga sobre sus jóvenes hombros, por lo que sus
consejeros y leales vasallos deberemos proporcionarle el consejo y
el apoyo que necesite.
Es sabido que el Emperador pronto elegiría cuál de los Grandes
Clanes sería el encargado de custodiar su espada ancestral,
Kunshu, hasta la coronación de Hantei Sotorii. Esta elección se hará
igualmente, y en este momento es aún más importante que su
protección recaiga sobre el Clan del Escorpión. Sotorii siempre ha
tenido una gran afición por el kenjutsu. Sin embargo, todavía es
joven y vigoroso, y se le ha bendecido con más fuerza que mesura.
Si otro clan se convirtiese en custodio de Kunshu, podrían darle
acceso ilimitado a la espada de su familia sin entrenamiento ni
meditación adicionales. Sería más prudente continuar la instrucción
del príncipe mientras Kunshu se deposita al cuidado de los Yogo,
cuyos maestros de protecciones pueden salvaguardar un artefacto
celestial tan venerable.
Cuando la noticia del ascenso del Hantei a Tengoku se extienda por
la Ciudad Prohibida, también lo hará la confusión. Puede que Kakita
Yoshi trate de gobernar el Imperio como Canciller hasta que Hantei
Sotorii ascienda al trono, y puede incluso que conceda la tutela de la
espada ancestral al Clan de la Grulla en nombre de Sotorii, para
afianzar su propia autoridad. Con los ejércitos de Daidoji Uji, que
retornan ahora de sus guarniciones en Toshi Ranbo, y los espías
que Yoshi-sama ha diseminado por esta bendita ciudad, no
podemos ignorar las maquinaciones Grulla. Debemos recortar sus
elegantes alas. Vigiladlos, socavad todos sus esfuerzos y estad
preparados para un acto de desesperación una vez que se den
cuenta de que no pueden aceptar aquello que tanto nos ha costado
conseguir.
Vuestros servicios son imprescindibles mientras me ocupo de
nuestro difunto Emperador. Observad a nuestros enemigos entre los
Grulla y los Fénix, que son los que probablemente se opondrán más
cuando se decida quién se ocupará de preservar el linaje Hantei.
Informadnos de sus movimientos y acciones. Si envían mensajes,
interceptadlos y destruidlos. El futuro será difícil para todos
nosotros. Mantened cerca a aquellos en los que más confiéis y
dejad que sean ellos los que os inspiren confianza. Y si tenéis
alguna duda, mantened ignorantes de la verdad incluso a vuestros
sirvientes o guardaespaldas personales. El Clan del Escorpión solo
se verá recompensado con el éxito si nuestra lealtad se mantiene
firme.
Bayushi Kachiko,
Consejera Imperial y Señora de los Susurros