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Un imperio plagado de conflictos

Por Katrina Ostrander


Publicado originalmente en el documento “Aprende a jugar” del
LCG

– ¡Allí! ¿Lo ves?


La armadura de Doji Kuwanan, lacada en el azul y plata del Clan de
la Grulla, repiqueteó al señalar hacia la delgada columna de polvo
que se elevaba sobre el horizonte, donde las llanuras se
encontraban con el cielo.
Su compañero de patrulla, Takeaki, se protegió con la mano del
brillo del sol y entrecerró los ojos.
– ¿Un carro de comerciantes? Las lluvias primaverales se están
retrasando este año -dijo, levantando también polvo con sus
blindadas sandalias zori.
A su alrededor se entremezclaba el canto de los pájaros con el
tamborileo de los campesinos que araban rítmicamente el terreno y
plantaban semillas en los surcos. Una fresca brisa llevó hasta la
pareja de guerreros samuráis el olor terroso del fertilizante, al tiempo
que provocaba ondulaciones en la llanura.
–Demasiado polvo para un solo carro –negó Kuwanan meneando la
cabeza–. Y no esperamos ninguna caravana en semanas.
Avanzó rápidamente hasta colocarse en lo más alto del puente
arqueado cercano para ver mejor. Desde detrás de una suave colina
aparecieron un montón de siluetas desdibujadas de color marrón
oscuro, que apretaron el paso a medida que se acercaban a ellos.
– ¡Silencio! –gritó Kuwanan a los campesinos, que dejaron de arar y
plantar en un instante. El trueno lejano de cascos de caballo al
galope se impuso al canto de los pájaros, y Takeaki maldijo entre
dientes–. ¡Viene alguien! ¡Regresad a la aldea!
Los plebeyos echaron a correr carretera abajo. Los dos samuráis
encordaron sus arcos y se situaron en posiciones defensivas sobre
el puente.
–Si los León se han decidido por fin a lanzar una ofensiva, ¡que
intenten quitarnos esta aldea!
Puso una flecha en el arco y se preparó para apuntar.

Una estación de guerra


Por Katrina Ostrander
Publicado originalmente en el documento “Aprende a jugar” del
LCG

Kakita Asami, del Clan de la Grulla, rellenó con delicadeza cuatro


tazas de té: una para cada uno de sus anfitriones León, una para su
guardaespaldas, y la última para ella. Cómo deseaba ser de nuevo
una alumna, cuando la mayor de sus preocupaciones era dominar
las técnicas correctas para servir el té, en lugar de si sería capaz de
evitar una guerra entre su gente y el Clan del León.
Ahogó un suspiro anhelante, y se sentó de nuevo, arrodillada en el
suelo de tatami. La sala de reunión era pequeña y sencilla para lo
que era normal en el Clan de la Grulla, pero claro, se encontraba en
un castillo en el corazón de tierras León.
-Nuestros sacerdotes han escuchado los lamentos de nuestros
honorables ancestros. Exigen que el Clan de la Grulla devuelva las
Llanuras Osari a sus legítimos propietarios, –advirtió Ikoma Eiji,
historiador del Clan del León y su contrapartida diplomática.
Su asistente, la guerrera Matsu Beiona, se paseaba con el ceño
fruncido de un lado a otro en un lateral de la habitación. Su máscara
de autocontrol apenas podía ocultar su ira y frustración. No haría
falta presionar mucho para provocar un altercado, pero esto no
serviría a los propósitos de Asami. Su padre le había rogado que
abriese un canal diplomático secundario, por si las tensiones se
intensificaban demasiado durante las negociaciones más públicas
llevadas a cabo en la Capital Imperial.
Y si aquí también aumentaba la tensión… bueno, ese era el motivo
por el que habían designado a Kaezin-san como su guardaespaldas
personal, su yojimbo.
Asami sorbió su té y sonrió suavemente. –Puede que los shugenja
de su clan hayan interpretado mal los presagios. El Clan de la Grulla
es el legítimo propietario de las llanuras. –Aunque los shugenja
León fuesen verdaderos intermediarios de este mundo con sus
ancestros, los “testimonios” sobrenaturales no eran admisibles como
prueba en ningún procedimiento legal.
El historiador Ikoma se levantó e hizo un gesto hacia el horizonte,
mientras sus ojos se entrecerraban con enojo. –Vuestros guerreros
ocuparon esas tierras hace apenas dos cambios de estación. Hasta
ese momento, estaban bajo la protección del Clan del León.
Asami miró hacia su estoico guardián, que vigilaba de cerca a la
Matsu. Comenzó diplomáticamente: –Es cierto, durante tres cortas
generaciones el Clan del León estuvo a cargo de su protección.
Pero nuestros ancianos recuerdan los días en los que el Clan de la
Grulla criaba animales en aquellos pastos y cosechaba los campos,
tal y como hicimos durante innumerables siglos.
Su clan necesitaba estas tierras ahora más de lo que nunca lo había
hecho. Como consecuencia del tsunami, los arrozales de las
provincias costeras habían quedado arrasados, y sus sacerdotes no
sabían cuándo regresarían los espíritus de la tierra a los campos
para bendecirlos nuevamente. Por esa misma razón, su clan no
podía permitirse una guerra, especialmente con el aumento de los
combates en Toshi Ranbo.
– ¡La Grulla robó esas tierras al Clan del León! –el Ikoma cerró de
golpe su abanico y apuntó con él a Asami–. Y no se ganó mediante
la fuerza de la espada y el honor, sino por medio de despreciables
artimañas. El Clan de la Grulla carecía de las tropas suficientes para
hacerse con la victoria, y a pesar de todo, de algún modo lo hizo. El
León recuerda. Nuestros ancestros no mienten.
Asami tomó aliento profundamente. Sabía que acabarían haciéndole
esa acusación, pero saberlo no redujo el dolor de sus palabras.
El historiador se detuvo frente a un pergamino con una cita de
Liderazgo, de Akodo, el tratado definitivo sobre el arte de la guerra
escrito por el propio Kami. Decía: “Sin honor, no hay victoria. Sin
miedo, no hay derrota”. El Ikoma se acarició la perilla, como si
estuviese pensando.
Asami recordó un pasaje distinto del tratado de Akodo, y se planteó
compartir este pensamiento con su anfitrión: “En el campo de
batalla, toda acción es honorable”.
Pero el hombre continuó antes de que pudiese hablar. –En los
albores del Imperio, el primer Hantei encargó al señor Akodo en
persona proteger aquellas tierras en su nombre. Los mismísimos
Cielos ordenaron que se situasen bajo el estandarte León.
Asami cerró los ojos, y rezó a la Dama Doji para que lo que iba a
decir transmitiese el peso de su determinación y la levedad del
carisma de su antepasada. –No podemos fijarnos para siempre en
el pasado: donde debemos vivir es en el presente. Si los Cielos
hubiesen decretado realmente que el Clan del León debía ser el
protector de aquellas tierras, sus ejércitos no hubiesen salido
derrotado ante los nuestros.
Un silencio incómodo se extendió entre los dos. Más allá de las
abiertas puertas de paneles shoji y de la terraza que rodeaba el
patio interior, pétalos de cerezo bailaban en la brisa. Los pétalos le
recordaron una tormenta de nieve, las largas noches pasadas en su
hogar entre historias, canciones y las sonrisas de su amor de
juventud. Pero el invierno ya había pasado, y la primavera también
se acabaría pronto. El verano, la estación de la guerra, se
aproximaba.
El Ikoma dio comienzo a su contraataque. –El hecho sigue siendo
que el León es el clan mejor equipado para proteger las llanuras.
Las posesiones costeras de vuestro clan han sufrido ataques piratas
en demasiadas ocasiones. Sería una vergüenza que alguna banda
de forajidos similar fuese a atacar las aldeas de Osari. ¿Acaso no
deseamos todos lo mismo, proteger las tierras del Emperador de la
forma más eficaz posible?
Asami debía elegir cuidadosamente sus palabras para evitar
insinuar que la respuesta era “no”. –Nosotros protegeremos esas
tierras de forma adecuada.
– ¡Probemos entonces la teoría de la cortesana! –gritó la Matsu–.
¡Nuestro honor exige que reclamemos esas tierras por la fuerza!
Estamos perdiendo el tiempo en discusiones. ¡Demostremos
nuestra valía en el campo de batalla! Mis ancestros gritan pidiendo
justicia. ¡Los Grulla huirán ante nuestro poderoso rugido!
–Por favor, tranquilice a su compañera –dijo Asami sin alterarse,
ignorando el exabrupto de la bushi–. Por un momento, creyó ver al
historiador sonreír levemente.
Ikoma Eiji preguntó: – ¿Tenéis miedo de que Beiona-san cumpla sus
amenazas? ¿Acaso no se encuentra Doji Kuwanan-sama destinado
ahora mismo a la frontera, a la protección de la aldea de Shirei?
A Asami se le encogió el pecho. Era posible que lo estuviese, pero
no podía saberlo con certeza. No le había visto en meses, y desde
la muerte de su padre tampoco había recibido cartas. ¿Realmente
había sido tan evidente su afecto en público? ¿Estaba el historiador
al corriente de este hecho?
No. Imposible. Seguro que Kuwanan se encontraría destinado en
algún otro lugar, sirviendo en la seguridad de una corte en nombre
de su hermana.
El panel tras ellos se abrió de repente, tras lo que entró un sirviente
que entregó un pergamino a su señor. –Una carta urgente, mi señor.
El Ikoma cogió el pergamino y despidió al mensajero. La habitación
se sumió en el silencio mientras el Ikoma leía.
–Dama Asami, parece que nuestra conversación ha terminado. Tal y
como temía, una banda de ronin sin honor ha masacrado a las
fuerzas Grulla destinadas en Shirei Mura.
El cuerpo de Kuwanan inmóvil entre el lodo, mientras la sangre y el
polvo embotaban el brillo de su armadura azul y plata. Un horrible
ronin levantaba la katana ancestral del Grulla, burlándose de la
técnica familiar Kakita.
Asami apartó la imagen de su mente, pero a pesar de ello su
corazón latió con fuerza en su pecho, y sus mejillas ardieron,
coloradas. De forma instintiva, Asami alzó su abanico para cubrirse
la boca y lo bajó de nuevo, en un único grácil movimiento, como si
no hubiese tratado de ocultar su reacción.
–Es una noticia terrible –logró decir. Ikoma Eiji se sentó
nuevamente, abrió su conjunto de caligrafía, y comenzó a escribir
una carta.
No era posible que las fuerzas del Clan de la Grulla hubiesen
sucumbido, no ante “una banda de ronin”, como afirmaba el León.
Aunque hubiese ronin en vanguardia, lo más probable era que
hubiesen sido pagados por los León, y sin lugar a dudas recibieron
el apoyo de ashigaru del Clan del León sin estandartes distintivos.
El honor exigía a Asami creer las palabras del León, o al menos
actuar como si le creyese, pero la esperanza en su interior se
negaba a hacerlo. Doji Kuwanan no podía haber muerto. Si la
Campeona del Clan de la Grulla perdía tanto a su padre como a su
hermano en la misma estación, ¿seguiría siendo capaz de asegurar
la paz? ¿O se vería obligada a vengar a sus parientes?
Desaparecida su influencia negociadora, lo único que podía hacer
era rezar para que su clan retomase la aldea a tiempo. Si los León
“vencían” primero a los ronin, la posición Grulla sufriría un duro
revés. El Clan del León trataba una vez más de provocar al de la
Grulla, y el que atacase primero perdería el favor del Emperador.
–Kaezin-san –dijo, levantándose por fin al mismo tiempo que lo
hacía su yojimbo–. Volvamos a casa.
La mano de Matsu Beiona se movió hasta descansar sobre la
empuñadura de su katana. Kaezin dio un paso frente a Asami, que
le vio quitar discretamente la cadena a su espada, preparándola
para atacar en cualquier momento.
Ikoma Eiji soltó su pincel y suspiró. –Las negociaciones en Otosan
Uchi aún no han concluido, y a nuestro señor le gustaría que
permaneciesen aquí como honorables huéspedes hasta que todo se
haya resuelto.
Eso fue lo que dijo el historiador, pero Asami entendió el mensaje
que realmente transmitía: ella, Kaezin y su séquito eran rehenes.
Por si se acababa declarando una guerra.
–Dama Asami, si lo desea puede escribir unas líneas –dijo,
señalando hacia el pergamino–. A la delegación Grulla en la capital
le gustará ver su caligrafía y saber que estará segura durante el
tiempo que permanezca con nosotros.
Al escribirle, Kakita Yuri sabría con certeza que le había fallado,
como diplomática y como hija.
El último pétalo de cerezo se soltó de la rama y cayó hasta el suelo.

De tal padre, tal hija


Por D.G. Laderoute

En algún punto de la Carretera del Emperador…


Daidoji Nerishma miró hacia la lúgubre maleza que crecía a lo largo
de la carretera al ir pasando la caravana del Clan de la Grulla que se
encontraba escoltando. Entre el golpeteo de cascos de los bueyes
de tiro y el retumbar y rechinar de los carros llenos hasta los topes
de sacos de arroz, se esforzó por discernir qué era lo que había
visto, u oído…
Nerishma se lanzó hacia un lado, y la flecha dirigida hacia su rostro
se clavó en un saco de arroz. Se recuperó rápidamente, alzó su
lanza en forma de tridente y gritó: –¡Emboscada!¡Atentos!
De entre la maleza comenzaron a salir hombres encallecidos,
vestidos con ropas harapientas de campesino. De repente,
Nerishma se encontró en combate cerrado con dos, no, con tres de
ellos, que le atacaban con armas de campesino. Desvió
frenéticamente los golpes y contraatacó en un torbellino de polvo,
sudor, acero y confusión…
La larga hoja de una naginata desprendió un reflejo plateado al
golpear contra uno de los bandidos, después contra otro, y cortarles
la garganta. Nerishma destripó al tercero, y luego se giró a tiempo
para ver cómo alguien pasaba a su lado a toda prisa, haciendo
ondular una túnica oscura cuya capucha se mantenía en su sitio
gracias a un gorro cónico de paja. La figura encapuchada, a la que
Nerishma reconocía vagamente como otro de los guardias de la
caravana, derribó a un bandido detrás de otro sin apenas reducir el
paso, con golpes de naginata aparentemente sin esfuerzo. Daba
unos pasos, y caía otro bandido. Y otro.
A lo largo del resto de la caravana los guardias acuchillaban y
cortaban a sus atacantes, manteniendo su posición al tiempo que
los rechazaban. Nerishma aferró su lanza y se apresuró a seguir a
la figura encapuchada en dirección al frente de la caravana, decidido
a no dejar combatir en solitario a su benefactor. Se puso a su altura
justo a tiempo de ver cómo el guardia encapuchado se enfrentaba
con un hombre delgado que blandía las espadas de un samurái, una
katana en su mano derecha y un wakizashi en la izquierda. El
hombre no llevaba mon alguno ni heráldica de otro tipo en su
kimono pardo. Era un ronin, pues, y probablemente el líder de este
grupo de bandidos.
Nerishma se apresuró a acercarse a la figura encapuchada, que
probablemente era también un ronin, un mercenario contratado para
proteger la caravana. Pero la naginata, de la que caían gotas de
sangre, le bloqueó el paso. Al mismo tiempo, una voz de mujer gritó
al líder bandido: –¡Esta caravana tiene derecho a viajar por la
Carretera del Emperador! ¿Cómo osas asaltarla?
El ronin alzó sus espadas. –Esta gente y sus familias se muere de
hambre. El arroz de esos carromatos se usará mejor llenando sus
estómagos que en las casas de impuestos del Emperador. Así que
hacen lo que deben.
–No estás en posición de decidir algo así. Ni tampoco es excusa
suficiente por los crímenes que habéis cometido hoy aquí. Sólo hay
un posible castigo, la muerte.
–La muerte nos llega a todos –respondió el hombre, asumiendo una
posición de combate que Nerishma reconoció como perteneciente a
niten, el estilo de esgrima con dos espadas preferido por el Clan del
Dragón. Nerishma dio nuevamente un paso al frente, decidido a
ayudar a acabar con ese deshonroso perro ronin… y una vez más,
la naginata le bloqueó el paso. Esta vez, su portador se giró.
El rostro que le observó desde debajo de la capucha brillaba como
el alabastro, un rostro de una belleza turbadora, rodeado de cabello
del color de la nieve. Nerishma reconoció de inmediato ese rostro, y
rápidamente dio un paso atrás, desconcertado.
Era Doji Hotaru, Campeona del Clan de la Grulla, y su ama y
señora.
Nerishma comenzó a inclinarse de forma instintiva, pero Hotaru
negó con la cabeza. –Mantén tu posición, samurái-san, y da un paso
atrás. Agradezco tu deseo de ayudar, pero me encargaré yo misma
de esto.
–Po-por supuesto, Doji-ue. Como ordenéis.
Se enderezó, todavía presto para asistir a su Campeona a pesar de
sus órdenes y de la sorpresa, que aún le hacía sentirse atónito.
Resultaba evidente que llevaba tiempo en la caravana, disfrazada
con ropas de viajero. Pero, ¿por qué? ¿Y por qué se dignaba ahora
a combatir con este ronin, un hombre tan inferior a ella en el Orden
Celestial que bien podría ser un insecto?
Pero estas preguntas no le concernían, por lo que dio un paso atrás.
Hotaru se giró hacia el ronin y alzó su naginata. El ronin se inclinó
ante ella, y la mujer hizo lo propio. Tras un instante, el hombre se
lanzó hacia ella como un relámpago. Hotaru saltó a un lado mientras
propinaba un golpe con su naginata, de mucho mayor alcance,
obligando al ronin a detener su ataque. Pero el hombre se recuperó
en un instante, y se coló bajo el arco de la naginata. Hotaru esquivó
la katana por un dedo, pero el wakizashi le hizo un corte poco
profundo en el brazo.
Nerishma soltó un grito ahogado y dio un paso al frente de forma
involuntaria-
Mantén tu posición, samurái-san.
Nerishma se debatía entre dos impulsos contrapuestos: ayudar a su
Campeona, y obedecerla…
Finalmente obedeció, al tiempo que apretaba los dientes.
El ronin atacó una y otra vez, pero Hotaru era como el agua, y sus
fluidos movimientos esquivaban los ataques. A pesar de ello,
Nerishma comenzó a desesperarse ante la incapacidad de su
Campeona para ganar la iniciativa… hasta que, abruptamente, lo
hizo. Sus movimientos se hicieron de repente como el fuego, un
torbellino de furia incineradora, pero canalizada con la sutileza del
aire. Nerishma se dio cuenta de que hasta aquel momento
simplemente se había limitado a engañar a su contrincante,
animándole a lanzar sus ataques más poderosos para estudiar sus
movimientos y contraataques. Y lo hizo en cuestión de segundos,
aunque a él se hubiesen parecido minutos.
El ronin retrocedió, tratando desesperadamente de evitar el
torbellino de ataques de la naginata. Acabó encontrando un punto
débil por el que atacar y se lanzó de lleno… pero era una finta, que
le dejó desequilibrado y expuesto. Hotaru lanzó su naginata contra
el hombro del ronin, infligiéndole un corte que le llegó hasta la
clavícula opuesta. El ronin cayó al suelo entre borbotones de
sangre, con la boca abierta en busca de un aire que nunca le
llegaría a los pulmones.
La Campeona del Clan de la Grulla no dudó, y su segundo golpe
decapitó al ronin.
Nerishma aguardó a que su Campeona se retirase de la
confrontación. En lugar de ello, la mujer se limitó a quedarse
mirando a su oponente caído. ¿Era posible que hubiese sufrido una
herida de mayor gravedad de la que el hombre no se hubiera
percatado? Comenzó a avanzar hacia Hotaru, diciendo —Doji-ue,
sigo a vuestro servicio, si necesitáis—
—No —dijo, al tiempo que lanzaba un golpe corto con la naginata
para limpiarla de sangre, tras lo que se miró la herida—. He sufrido
heridas peores entrenando con Toshimoko-sensei —miró en
dirección a la caravana, y luego se giró hacia Nerishma—. Los
demás bandidos huyen. Recoge las espadas del ronin, Daidoji-san,
por si hay alguien que merezca que le sean devueltas. Y luego
dejadnos volver a nuestro lugar en la caravana a esperar a que
partamos de nuevo hacia Otosan Uchi.
Nerishma se inclinó. —Hai, Doji-ue.
No le concernía hacer preguntas. A pesar de todo, durante el resto
del trayecto Nerishma tuvo que esforzarse mucho en ignorar el
hecho de que la Campeona de su clan caminaba a unos pasos de
él.
***
Los aposentos de su hermana en el Palacio Imperial tenían una
vista impresionante. Hotaru se percató de que los jardines bajo ellos
habían sido preparados de forma impecable para la estación. El
brillo fucsia del musgo rosado contrastaba a la perfección con los
apagados colores crema y púrpura de las glicinas. Y el florecer de
las primeras rosas proporcionaba un contrapunto amarillo y carmesí.
Su esplendor rivalizaba con el de los jardines del distrito Chise en
Otosan Uchi, donde se encontraba situada la embajada Grulla.
Rivalizaban, sí, pero sin lugar a dudas no los superaban. Ahí: una
ligera incompatibilidad de las rosas, un pequeño desequilibrio que la
mayoría de samuráis pasarían por alto. En los Jardines Fantásticos
de Kyūden Doji nunca se tolerarían este tipo de imperfecciones.
Pero esos eran los jardines más perfectos del Imperio, siempre
emulados, pero nunca igualados. Ni siquiera aquí, en la Ciudad
Imperial…
Kyūden Doji. Hotaru se aferró a la repisa de la ventana, pero había
dejado de ver los jardines. Ahora estaba viendo la sede ancestral de
gobierno de su clan, un palacio de piedra blanca y gracia impecable,
colgado sobre unas colinas desde las que se podía contemplar el
Mar de la Diosa Sol. Las olas golpeaban de forma incesante contra
la base rocosa, un golpeteo rítmico, profundo…
Las colinas desde las que su madre se había arrojado al mar… las
olas que la habían tragado y se la habían llevado… porque su
padre, Doji Satsuma, la había impulsado a ello—
Hotaru soltó la repisa al tiempo que sus pensamientos cambiaban
de nuevo de dirección. Doji Satsume, que se había aferrado
tozudamente al puesto de Campeón del clan durante años, incluso
después de haber sido elegido como Campeón Esmeralda, el
campeón personal del Emperador, comandante de las Legiones
Imperiales y magistrado principal de Rokugán. Satsume, que había
delegado el título de Campeón del clan en ella con reluctancia a
instancias de sus cuñados, Kakita Toshimoko y Kakita Yoshi.
Satsume, que había muerto justo cuando el Imperio más necesitaba
al Campeón Esmeralda.
Hotaru escuchó un golpeteo apagado tras ella, y dirigió allí su
mirada. Enmarcada entre dos paneles shōji de papel perfectamente
igualados, Doji Shizue dirigía una mirada desaprobadora a su gato,
Fumio, que había tirado un pergamino de la mesa. Apoyándose en
su bastón, Shizue puso el pergamino de nuevo en su sitio y ajustó
ligeramente el arreglo floral ikebana que al parecer el gato también
había descolocado. Hotaru no pudo evitar sonreír. Los aposentos de
Shizue eran impecables, desde el suelo de madera de teca pulida
proveniente de las lejanas Islas de la Seda y las Especias hasta el
grupo de dibujos sumi-e en tinta a juego que decoraban las paredes.
Aquí nunca habría algo como rosas mal emparejadas.
Shizue cojeó al unirse a Hotaru al lado de la ventana mientras su
bastón golpeteaba con suavidad. —¿Qué es lo que miras, Doji-ue?
Hotaru disimuló. —Los jardines, por supuesto. Resplandecientes
bajo los rayos de la Dama Sol —con fingido desagrado, añadió—. Y
no hace falta ser tan formal como para llamarme “–ue” , hermana.
No aquí, que estamos solas.
—Si el protocolo es algo arraigado en las cortes Grulla, Doji-ue, aquí
es una reacción completamente refleja. Sea como fuere… ¿Eso es
todo lo que miras desde mi ventana?
Hotaru dirigió su mirada de nuevo hacia los jardines mientras su
sonrisa desaparecía, pero esta vez su mirada se dirigió por encima
de ellos, por encima del muro del palacio y de los abigarrados
tejados de la ciudad, hasta la extensión dorada de las lejanas
Llanuras Osari. Por supuesto, no podía ver la sangre Grulla
derramada en ellos durante su contienda con el Clan del León, pero
sabía que allí estaba, secándose al sol de finales de primavera.
Durante un instante Hotaru se planteó decir que sí, que eso era
todo, pero en lugar de ello sacudió la cabeza. —No. Veo un Imperio
turbulento.
—Difícilmente se puede catalogar un ataque de bandidos como “un
Imperio turbulento”, ni siquiera uno tan llamativamente cerca de la
Capital Imperial.
Hotaru se tocó la manga del kimono y palpó la venda oculta bajo el
bordado de una grulla blanca sobre la pálida seda azulada. Un
shugenja Seppun se había ofrecido a importunar a los kami
elementales de Agua para acelerar la curación de su herida, pero
ella se negó. Tal como había dicho al soldado Daidoji que había
presenciado su combate con el ronin, había sufrido heridas peores
entrenando con Kakita Toshimoko, su tío y vivaracho viejo sensei, y
esas heridas sólo se las habían vendado…
El ronin. El hombre era un criminal, y se había merecido la muerte.
Pero…
Hotaru no podía evitar comprender sus motivaciones, al menos en
parte. Tres años atrás, un terrible tsunami había asolado la costa del
Clan de la Grulla, destruyendo parte de sus tierras más fértiles.
Nadie sabía cuánto tiempo pasaría hasta que se pudiera plantar
arroz de nuevo, menos aún hasta que volviesen a producir con la
abundancia por la que eran famosas. El pueblo estaba hambriento,
y cuanto más tiempo pasase, más lo estaría.
Shizue frunció el ceño —Hay algo que te preocupa de verdad, ¿no
es así?
—El ronin que lideraba a los bandidos no carecía por completo de
honor. Su intención era la de conseguir comida para sus seguidores
y sus familias. Por eso le permití morir en combate, como un
samurái, en lugar de ejecutarle como a un vulgar criminal.
—Bueno, pues tienes que contármelo todo. Siendo como soy
narradora de la Corte Imperial, tengo necesidad constante de
nuevas historias que contar. Esta no sólo divertirá a la corte, sino
que también aumentará tu reputación.
—El trabajo primero —dijo Hotaru, sacudiendo la cabeza—. Pero sí,
es cierto que un único ataque de bandidos no augura la perdición
del Imperio. Sin embargo, cuando los bandidos son plebeyos que
simplemente buscan comida… —se tocó de nuevo el vendaje—. Y
la hambruna es sólo uno de los problemas a los que nos
enfrentamos. Nuestras desavenencias con el Clan del León por la
posesión de Toshi Ranbo continúan. De hecho, pronto tendré que
viajar hasta allí para evaluar la situación. Al norte, los Dragón
quieren nuestra ayuda para acabar con una secta creciente de
apóstatas y herejes, pero poco podemos ofrecerles. Al sur, El Clan
del Cangrejo está siendo fuertemente presionado en la Muralla del
Carpintero, pero tampoco les podemos ofrecer mucha asistencia. Y
cada día que pasa, el Clan del Escorpión controla más férreamente
la Corte Imperial…
Hotaru se obligó a detenerse —Pero bueno —continuó—, el Imperio
siempre se ha visto afectado por problemas, ¿no es así? A lo mejor
lo que pase es que aún no me he acostumbrado a mi puesto.
Hotaru movió con rapidez su Naginata para completar los
movimientos finales de la kata llamada Hoja de golpe único y se
detuvo, asumiendo una posición de descanso. Kakita Toshimoko
asintió, de pie bajo un árbol sakura, abriendo su boca para decir…
algo, pero Doji Satsume le cortó.
—Muy bien, hija mía.
Hotaru se inclinó. —Gracias, padre.
—No me lo agradezcas —dijo Satsume, su rostro adusto como la
piedra—. “Muy bien” no es más que un primer paso en el camino
hacia la perfección… un lugar que visitar brevemente, pero en el
que no demorarse. Y tú, Hotaru, parece que lo has convertido en tu
hogar. Algún día dirigirás a nuestro clan. Si tu liderazgo es
simplemente “muy bueno”, habrás fracasado.
Eso había sido… ¿hace un año y medio? Pocos meses antes de
que Satsume abdicase como Campeón del clan y de que Hotaru
asumiese el puesto. Nunca le había escuchado hablar de la calidad
de su liderazgo sobre el Clan de la Grulla, ni siquiera para decir que
estaba siendo “muy bueno”.
Y ahora estaba muerto.
Shizue se apoyó en su bastón. —Si me perdonas el atrevimiento —
dijo—, te diría que estoy de acuerdo en que la novedad del puesto
puede ser un problema. Mira, por ejemplo, tu llegada. Acabó siendo
muy emocionante, pero por lo más sagrado, ¿por qué estabas
viajando en esa caravana en lugar de con la comitiva oficial, como
es debido? ¿Y en secreto, además?
—Gracias a los bandidos ahora no es precisamente un secreto,
¿verdad? —dijo Hotaru, haciendo un gesto con la mano como para
ignorar el asunto—. Simplemente deseaba llegar a Otosan Uchi de
forma discreta, tener algo de tiempo para descubrir lo que pudiese
de la muerte de Satsume antes de tener que enfrentarme a la
inevitable pompa.
—Una acción atrevida. Temeraria, incluso. Ciertamente no algo que
padre hubiese hecho. Motivo, sospecho, por el que lo intentaste.
Hotaru se limitó a mirar por la ventana.
—Bueno —continuó Shizue—, habrías acabado encontrándote
directamente con los magistrados Esmeralda y su investigación. La
muerte de un Campeón Esmeralda no es una cuestión baladí.
—Puede ser, pero ahora ya no importa, ¿verdad? Ahora no me
queda otra elección que aceptar lo que sea que las fuentes oficiales
estén dispuestas a compartir.
Shizue soltó aire e hizo un ajuste minúsculo en otro centro de
ikebana, este cerca de la ventana —Siguen existiendo fuentes
relativamente extraoficiales disponibles, y tienes delante una de
ellas. Después de todo, la habilidad más importante de un narrador
es la capacidad para escuchar.
—Muy bien ¿Y qué ha escuchado esta fuente relativamente
extraoficial?
—Que la muerte de Satsume continúa siendo un completo misterio.
Parece que simplemente… se murió. Por supuesto, esto ha
provocado todo tipo de especulaciones.
—¿Cómo por ejemplo?
—Hay quien dice que las Fortunas decidieron que le había llegado
la hora de regresar al ciclo kármico. Otros sugieren otras causas
más… siniestras.
Hotaru entrecerró los ojos —Esta no es una de tus historias, Shizue.
Los tintes dramáticos son innecesarios.
Shizue sonrió y retocó mínimamente de nuevo el ikebana —Otra
cosa que se me ha quedado arraigada, me temo. En todo caso, se
dice que su muerte no fue natural ni accidental, y que ahora el
puesto se encuentra disponible para los que los desean.
—Si eso es lo que han descubierto los magistrados, exigirá un
precio en sangre.
—Y uno de los primeros en exigirlo será nuestro hermano.
Hotaru suspiró. —Ciertamente. Kuwanan-kun no ha creído
necesario esperar a que los magistrados completen su
investigación. Ya está clamando sangre en nombre del honor de
nuestro clan.
Shizue se apoyó de nuevo en su bastón. —Satsume era tan padre
suyo como lo era nuestro. Sospecho que su ira se ve también
alimentada por el honor familiar. —inclinó a un lado la cabeza—.
¿Cómo espero que lo haga la tuya?
Hotaru se giró de nuevo hacia la ventana. —La muerte de Doji
Satsume, Campeón Esmeralda, es sin lugar a dudas una cuestión
de extrema gravedad. Su muerte es una gran pérdida para el
Imperio. Y si finalmente se descubre que fue asesinado, entonces
sí, se pagará con sangre, y mucha. Puede que incluso haya guerra
—miró hacia el jardín—. Sin embargo, la muerte de Satsume,
nuestro padre… —se detuvo, con la mirada perdida en una charca
de carpas koi rodeada de coloridos hibiscos— Es posible que eso
sea simplemente justicia, al fin.
El silencio se mantuvo durante un largo instante. Finalmente, Shizue
dijo —En última instancia, la muerte de madre fue su propia
elección...
—Una elección que nunca debería haberse visto obligada a hacer
—saltó Hotaru, dándose la vuelta—. Padre prácticamente la empujó
por ese acantilado-
Un suave golpeteo contra la puerta le interrumpió. Shizue dirigió una
mirada de confusión a Hotaru, y luego se dirigió cojeando hacia la
puerta dejando atrás los paneles shōji. Abrió la puerta y se encontró
a un sirviente que le hizo de inmediato una reverencia y luego se
hizo a un lado, dejando entrar a otra persona.
A Hotaru se le cortó el aliento al reconocer a la recién llegada.
Bayushi Kachiko, Consejera Imperial de Rokugán…
...y la mujer más bella del Imperio.
Hotaru, combatiendo el deseo de sonreír y estrechar a Kachiko en
un fuerte abrazo, se limitó a inclinarse. Shizue hizo lo mismo, pero
más profundamente, tal y como se correspondía a su posición en
relación con la de la mujer que aconsejaba al propio Emperador. Al
mismo tiempo, las dos asumieron de inmediato una imagen de
perfecta formalidad.
—Bayushi Kachiko-dono —dijo Hotaru-. Qué agradable sorpresa.
¿A qué debemos el honor de una visita de la estimada Consejera
Imperial?
Kachiko, toda una demostración de sinuoso carisma en negro y
carmesí, se inclinó a su vez. —¿Cómo podría no presentar mis
respetos a la honorable Campeona del Clan de la Grulla a su
llegada a la Capital Imperial? —se detuvo a admirar uno de los
centros de ikebana de Shizue, mientras sus dedos rozaban una
ramita de gardenia, cuyo significado en hanakotoba, el lenguaje de
las flores, era “amor secreto” —. Sin embargo, parece que se ha
producido una ruptura significativa del protocolo, por lo que os
presento mis más abundantes disculpas en nombre de la Corte
Imperial. No recibimos una notificación apropiada de vuestra llegada
a Otosan Uchi, y mucho menos de que ya hubieseis llegado.
—No es motivo de preocupación —dijo Hotaru.
Los ojos de Kachiko centellearon a través de la minúscula máscara
que los rodeaba y dejaba expuestas el resto de sus facciones, tan
delicadas como la porcelana. —De ningún modo. Os aseguro que
se tomarán las medidas apropiadas para corregir esta situación, de
forma que en el futuro recibáis el reconocimiento debido a un
Campeón de clan.
Mientras hablaba, cada uno de los movimientos de la Escorpión
eran absolutamente deliberados y calculados. Desde la ranura de su
kimono que revelaba una cantidad prácticamente escandalosa de
sus piernas al andar, hasta la forma en la que ladeaba la cabeza lo
bastante como para mostrar de forma apenas apropiada parte de
sus hombros. Bayushi Kachiko era completamente efectista… y el
efecto buscado era una seductora promesa de más.
Hotaru lanzó una mirada a su hermana. —Shizue-san, a riesgo de
dar por supuesta tu hospitalidad, ¿nos permitirías utilizar tus
aposentos durante un breve rato?
—Por supuesto, Doji-ue. Me proporcionará una excusa para
disfrutar de los jardines antes de que se ponga la Dama Sol. Fumio-
chan, no causes problemas a nuestros invitados.
El gato parpadeó hacia Shizue, e inmediatamente después tiró un
pincel al suelo.
Shizue suspiró y luego se inclinó, se dio la vuelta y salió de la
habitación, cerrando la puerta deslizante tras ella.
***
Kachiko y Hotaru mantuvieron su aire de decoro cortesano durante
un momento después de que saliese Shizue, y luego se dedicaron
una cálida sonrisa. Kachiko dio un paso adelante, estrechó las
manos de Hotaru con las suyas y abrió la boca para hablar. Sin
embargo, antes de que pudiese comenzar, Hotaru la acercó hacia
ella con la intención de besarla…
Hotaru dudó, al pensar de repente en su esposo, ahora de camino a
Shizuka Toshi para averiguar lo que pudiese en relación a un ataque
pirata reciente y sobre Yoritomo, el hombre que lo había liderado.
Hotaru se detuvo, y se limitó a mirar a los oscuros ojos de Kachiko.
Un instante de silencio. Mi corazón, pensó Hotaru… seguro que
Kachiko es capaz de oírlo, de lo fuerte y rápido que late. Finalmente,
fue Kachiko la que rompió el silencio.
—Bueno, Hotaru, ¿cuál es la verdadera razón de entrar a
escondidas en la ciudad? —Kachiko le lanzó una exagerada mirada
de sospecha fingida— ¿Estabas tratando de evitarme?
—Por supuesto que no. Simplemente tenía la esperanza de tener
algo de tiempo para mí, antes de que la inevitable pompa se
enrollase a mi alrededor cual sofocante seda.
Kachiko soltó las manos de Hotaru —¿Y para qué querías ese
tiempo?
Ahora llegó el turno de Hotaru de mostrarse juguetona. Dirigiéndole
una tímida sonrisa, dijo —Bueno, puede que, en lugar de tratar de
evitarte, lo que quería era tener algo de tiempo para pasarlo contigo.
Una ceja enarcada sobresalió por encima de la máscara de Kachiko.
—Eso puede arreglarse. De hecho, debes permitirme que sea tu
anfitriona esta noche. Acabo de recibir un sake de Ryokō Owari
Toshi que estoy segura de que será la envidia incluso de alguien tan
exigente como la Campeona del Clan de la Grulla.
—Lo espero con ansia.
Un instante después, Kachiko dio un paso atrás, y su
comportamiento se hizo más formal. —Aunque me halaga pensar
que te adentrarías a escondidas en Otosan Uchi sólo para pasar
algo de tiempo conmigo, eso no es motivo para tu… injustificada
discreción, ¿verdad? Creo que esperabas poder aprovechar el
relativo anonimato, por breve que este fuese, para descubrir alguna
que otra cruda verdad sobre la muerte del Señor Satsume.
—Un plan evidente, entonces… y parece que no demasiado bueno.
—Al contrario. Si por el camino no te hubieses visto involucrada en
un indecoroso combate con bandidos, podrías haberlo conseguido.
Hotaru dirigió una mirada irónica hacia Kachiko, la mujer conocida
como la Dama de los Secretos. —¿De verdad?
—Durante un tiempo. Con tiempo suficiente acabo por enterarme de
todo aquello de importancia que pasa en la ciudad, pero con tiempo
suficiente no es de inmediato— La expresión de Kachiko se tornó
grave— En lo que se refiere al Señor Satsume… tienes mis más
profundas condolencias, Hotaru. Era un gran hombre, y un siervo
leal y honorable del Emperador. Será echado en falta.
Hotaru quería aparentar estar –y sentirse— apropiadamente
apesadumbrada, pero sólo lograba recordar las colinas cercanas a
Kyūden Doji. —Será echado en falta, —logró decir finalmente.
Kachiko entrecerró los ojos al escuchar el tono de Hotaru. —No es
que me sean desconocidas las relaciones problemáticas con un
padre… pero si me permites la presunción, el Señor Satsume está
muerto, Hotaru. Odiaría que tu amargura le sobreviviera, al menos
durante mucho tiempo.
Hotaru dirigió su mirada hacia uno de los paneles shōji de Shizue,
en el que había pintadas lúgubres montañas contra una rojiza
puesta de sol. —No niego mi amargura. Pero es más que eso. Las
circunstancias que rodean su muerte resultan… preocupantes.
—Ah, sí… Por lo que sé, los magistrados Esmeralda continúan su
investigación. ¿Puede que tu llegada en secreto haya tenido
después de todo algún beneficio y oyeras algo que desconozca?
Hotaru se giró para mirar al gato Fumio, que se había tumbado
sobre una estera tatami cerca del pincel que había tirado. Si su
interlocutora no fuese Bayushi Kachiko, Hotaru podría haber
pensado que se sentía verdaderamente preocupada ante la
posibilidad de que se le hubiese escapado algo… o incluso que le
preocupase que se llegara a descubrir algo que no se debiese. Pero
era Kachiko, por lo que le resultaba inconcebible que no supiese
exactamente qué habían descubierto los magistrados Esmeralda
hasta el momento.
…se dice que su muerte no fue natural ni accidental, y que ahora el
puesto se encuentra disponible para los que los desean.
Hametsu, el hermano de Kachiko y daimyō de la familia Shosuro,
era conocido por ser un experto con los venenos, más que capaz de
hacer que pareciese que una persona simplemente… se había
muerto. Aunque la relación entre él y Kachiko no era precisamente
estrecha, la lealtad de ambos a su clan estaba fuera de toda duda.
…cada día que pasa, el Clan del Escorpión controla más
férreamente la Corte Imperial…
Hotaru alzó la vista del gato y se encontró con Kachiko mirándole.
—No —dijo finalmente Hotaru—. No he oído nada, aparte de
retazos de chismorreos. Como todo el mundo, sólo puedo aguardar
a que los magistrados Esmeralda concluyan su investigación.
Una pausa, tras lo que Kachiko asintió. —Por supuesto. Mientras
tanto, ¿tienes intención de permanecer en la capital?
—Por ahora. Hay que preparar un funeral. En un primer momento
había pensado celebrarlo en Kyūden Doji, pero creo que resultaría
más apropiado hacerlo aquí, en Otosan Uchi.
—Una decisión apropiada, sin duda. Si hay algo que pueda hacer
para ayudar, sólo tienes que pedirlo.
Hotaru estrechó la mano de Kachiko. —Gracias. Significa mucho
para mí.
Kachiko puso su otra mano sobre las de Hotaru. —Bueno, me
encantaría quedarme, pero me temo que hay asuntos de la corte a
los que tengo que atender. Pero espero verte esta noche.
Hotaru no deseaba otra cosa que quedarse con Kachiko, pero se
limitó a asentir. —Por supuesto.
—Entonces enviaré a un sirviente con la hora. Hasta entonces… —
Kachiko estrechó la mano de Hotaru durante un instante más, y
luego la soltó para dirigirse hacia la puerta. Intercambiaron
inclinaciones apropiadas, y después se marchó.
Hotaru se quedó un momento simplemente mirando la puerta.
Finalmente, se giró y se dirigió de nuevo a la ventana. Las luces y
sombras del jardín habían cambiado con el movimiento de la Dama
Sol, haciendo que pareciese un lugar completamente distinto. Sin
embargo, su mirada se perdió de nuevo más allá, hacia el horizonte.
Arrozales, vacíos y resecos… sangre en las Llanuras Osari… la
oscuridad que golpeaba contra la Muralla del Carpintero… herejía y
sedición…
Si Rokugán era el Imperio Esmeralda, la esmeralda tenía un
defecto: pequeñas grietas que amenazaban con alargarse y
extenderse, hasta partirla y convertirla en polvo.

El coste de la guerra
Por Mari Murdock

Semanas después, en territorio disputado…


Matsu Tsuko se agachó en el bosquecillo, preparada para lanzar
una emboscada con cerca de una docena de unidades de samuráis
del Clan del León. El denso follaje ahogaba los gritos y golpes de
aceros del combate cercano, pero nada podía limpiar del aire el
crudo olor a hierro de la sangre. El olor le estaba enfureciendo,
hacía que sus piernas deseasen entrar en acción, atacar. Dirigió su
mirada hacia Akodo Toturi, su comandante, pero mientras
observaba desde lejos el combate la tersura de su rostro no dejaba
entrever ninguna pista sobre su estrategia.
¿A qué está esperando el idiota?
El contingente de Tsuko había llegado casi una hora antes,
dispuesto a proporcionar refuerzos para las menguantes fuerzas de
Akodo Arasou, Campeón del Clan del León, en su disputa territorial
con el Clan de la Grulla. En un acto de insolencia, el Clan de la
Grulla había reforzado las fuerzas que ocupaban Toshi Ranbo, la
ciudad León más septentrional, para apartar a un ejército León de
las tierras de cultivo en disputa de las Llanuras Osari, al sur. Arasou
llevaba varias semanas de campaña a los pies de la ciudad,
construyendo máquinas de asedio, y sólo necesitaba refuerzos con
los que lanzar su ataque final para retomar la ciudad y asegurarse
de que el Clan de la Grulla no pudiese utilizarla como base de
operaciones contra ellos. Toturi, el hermano mayor de Arasou, había
sido llamado del monasterio para responder a la solicitud de
asistencia, pero…
¿Por qué duda?
Un pequeño contingente Grulla pasó rápidamente cerca de su
escondite. Portaban antorchas, y marchaban con la intención de
escurrirse tras las fuerzas de Arasou para prender fuego a sus
arietes. Tsuko aferró su katana y esperó a que el abanico de señales
dorado de Toturi diese la señal de cargar. Pero el hombre se
mantuvo quieto.
– ¿A qué estamos esperando? –siseó Tsuko, mientras le hervía la
sangre y apretaba con fuerza los dedos alrededor de su katana
hasta que su puño comenzó a temblar–. ¡Los Grulla están ahí!
Toturi no respondió, sino que se limitó a levantar su abanico hasta
ponerlo paralelo al suelo, la señal de espera. Tsuko se dio la vuelta,
indignada, y centró su atención en sus compañeros de armas, cuya
anticipación era tan palpable como la suya. En primera línea, Matsu
Gohei sonreía, tan alarmantemente jovial como siempre ante el
peligro. Directamente tras Tsuko, las botas de Kitsu Motso crujieron
al hacer un movimiento nervioso, probablemente tratando de
dilucidar en qué estaba pensando Toturi.
Como si pensar fuese a servir de algo. Miró de nuevo a Toturi,
enfurecida. Pusilánime. Arasou no aguardaría a efectuar cálculos
arteros. ¡La victoria está al alcance de la mano!
Tsuko se esforzó para tratar de ver a Arasou en la escaramuza
lejana. El brillo dorado se su casco atrajo su atención cuando el
hombre acabó de un solo golpe con un ashigaru Grulla. La cabeza
del Grulla se separó de sus hombros, y Arasou se lanzó a través del
espacio dejado por él hasta llegar a otro guerrero Grulla, al que
propinó un feroz golpe en el rostro al tiempo que lanzaba un feroz
grito de batalla. El lugar de Tsuko era a su lado, combatiendo hacia
la victoria, no escondida en unos arbustos como una mula
vergonzosa con un amo cobarde.
A pesar de la ferocidad de Arasou, los Grulla con antorchas habían
resultado ser distracción suficiente como para apartar a los León de
las murallas de la ciudad. Un torrente de guerreros Grulla armados
con lanzas aprovecharon aquel momento para salir por las puertas
de la ciudad y estrellarse contra la retaguardia de las fuerzas de
Arasou, como una ola azul golpeando contra arena dorada. El aire
se llenó de gritos cuando la línea de lanceros chocó con las tropas
León, separándolos de los arietes. Arasou dio la señal para llevar a
cabo una retirada para reagruparse y los samuráis León
retrocedieron, pasando de largo los árboles en los que se escondían
los refuerzos de Toturi, mientras eran perseguidos por los furiosos
lanceros Grulla.
– ¡Toturi! –imprecó Tsuko mientras los ejércitos León y Grulla
pasaban de largo, pero Toturi permaneció tranquilo, limitándose
simplemente a observar. La mujer alzó un brazo como para
golpearle, pero Motso le agarró por el codo.
– ¡Paciencia, Tsuko-sama! –murmuró Motso, esforzándose por
mantener aferrado su brazo mientras ella trataba de soltarse–
¡Nuestro comandante está esperando a que el avance Grulla supere
el punto de no retorno!
De repente, Toturi dio la señal de carga con un movimiento de su
abanico. Gritos de batalla salieron del bosque cuando los refuerzos
León saltaron del bosquecillo y se unieron finalmente a la refriega.
Arasou se percató de la aparición de los refuerzos León y ordenó
redoblar el ataque, atrapando al contingente Grulla en una estrecha
maniobra de pinza. Tsuko se abrió paso por el campo de batalla
hasta llegar al lugar en el que Arasou combatía contra tres ashigaru
Grulla, con los que acabó rápidamente a pesar de la fatiga del
combate.
–Llegas tarde –gritó a Tsuko, sonriente, con el apuesto rostro
manchado de sangre Grulla y polvo. Con un diestro juego de
piernas, se giró para contrarrestar el rápido ataque de un samurái
Grulla contra su garganta, acabando con él con un veloz corte.
–Tu hermano titubeaba –le gritó Tsuko por encima del golpe de los
aceros, al tiempo que atravesaba hábilmente a un samurái Grulla
que se acercó demasiado. El cadáver cayó con un fuerte golpe, y
Tsuko saltó sobre él en dirección a otra Grulla que combatía contra
Motso, y que con su gallarda kata amenazaba con cercenarle la
cabeza. Tsuko se estrelló contra ella, perturbando la pretenciosa
fluidez del estilo de combate de la Grulla al tiempo que lanzaba un
golpe letal.
– ¡Toturi-kun piensa demasiado! –rio Arasou, saltando hacia delante
para enfrentarse con otros dos ashigaru Grulla que trataban
frenéticamente de recuperar la iniciativa– ¡Siempre se lo digo!
– ¡Por eso eres Campeón del Clan en lugar de él! –respondió,
girándose para enfrentarse con un enérgico samurái Grulla con
armadura lacada en azul. Tsuko cargó, desafiando la grácil agilidad
del Grulla con una violenta embestida. A pesar de su fuerza
superior, las diestras paradas y esquivas del Grulla desviaron los
ataques, y su armadura embotó el poder de sus ataques. Una serie
de rápidos ataques hicieron cortes en el brazo, el hombro, el
costado y el rostro de Tsuko, pero ella sonrió a pesar del dolor.
¡Somos los dientes del León!
Tsuko se lanzó hacia adelante para contrarrestar la posición
defensiva de su oponente, abrumándolo con su brutal ferocidad.
Con un fuerte grito, Tsuko lanzó un ataque contra un punto débil en
su garganta, y su oponente cayó al suelo.
Sonaron tambores desde las murallas de Toshi Ranbo, y los Grulla
respondieron efectuando una retirada. Tsuko se giró para
encontrarse nuevamente con Arasou, preparada para responder a la
orden de perseguirles, pero Toturi había llegado primero hasta su
hermano. Tsuko corrió para escuchar el final de su conversación.
–…asedio sería mejor –insistió Toturi, y de nuevo la calma de su
rostro contrastaba con la violencia de la escena–, si capturamos la
ciudad por la fuerza…
– ¿Admites entonces que si continuamos la tomaremos? –dijo
Arasou, con su hermoso ceño fruncido– ¡Ahora la situación nos
favorece! Gracias a ese ataque en pinza, hemos reducido
seriamente sus fuerzas. ¡Todo lo que nos resta por hacer es
presionar! ¡Las puertas están abiertas! ¡Hoy recuperaremos lo que
nos pertenece por derecho!
La boca de Toturi se frunció en una mueca de seriedad, y se alzó
cuan alto era como tratando de representar mejor el papel de
hermano mayor. –Tomar la ciudad por la fuerza provocaría una
guerra total con el Clan de la Grulla, y volvería al Emperador en
nuestra contra. Mediante un asedio, podemos esperar a que los
Grulla se rindan para mantener su dignidad y evitar una masacre.
Tsuko dio un salto al frente. –¿Esperar que se rindan? ¿Qué clase
de León eres? –rugió– Confía en tus instintos, Arasou-sama.
Recuerda, “el primero en atacar saldrá victorioso”. Ese es el camino
hacia nuestra victoria. No hay gloria en un asedio, y la esperanza no
conquista ciudades.
Arasou miró a Tsuko a los ojos, con la mirada llena de orgullo.
Sonrió, y el corazón de Tsuko comenzó a arder.
–La Dama Tsuko se muestra de acuerdo conmigo, Toturi-san.
Siguiendo su consejo, lideraré nuestra carga final hacia la ciudad.
¡Toshi Ranbo será nuestra!
Con un poderoso brazo, hizo una señal a sus estandartes. Las
fuerzas León, unidas a las órdenes de su Campeón, se reagruparon
en filas disciplinadas, preparados para la carga. Tsuko y Toturi se
unieron a las tropas, uno a cada lado de Arasou.
–¡Hacia la victoria! –gritó, lanzando una última mirada primero a
Toturi, luego a Tsuko, antes de cargar contra los Grulla en retirada.
Tsuko corrió hacia Toshi Ranbo, con el corazón henchido mientras
sus hermanos y hermanas León se lanzaban a aniquilar al enemigo.
Arasou y sus espadachines de élite corrieron con ferocidad hacia los
Grulla, y llegaron en cuestión de instantes hasta los más rezagados.
Con un poderoso salto, se lanzó contra la espalda de un voluminoso
lancero Grulla, derribándolo al suelo. Saltó hacia adelante para
golpear contra las piernas de otro de los Grulla en retirada antes de
continuar y lanzarse sobre otro.
Tsuko giró hacia la izquierda para abrirse camino por su cuenta
hasta las puertas de Toshi Ranbo. Apuñaló a un Grulla, que derribó
a su vez a otro al caer, tras lo que Tsuko acabó con ellos
rápidamente. Su katana se quedó atascada profundamente entre los
pliegues lacados de la armadura pectoral, por lo que lanzó una
patada para liberarla, y comenzó a correr de nuevo para recuperar
el tiempo perdido.
¡Sólo trescientos pasos más hacia las puertas! ¡La victoria está al
alcance de la mano!
Un destello blanco y azul emergió de Toshi Ranbo. Doji Hotaru, la
Campeona del Clan de la Grulla, apareció con un pequeño
contingente de arqueros para proporcionar fuego de cobertura a la
retirada Grulla. Lanzaron una andanada de muerte contra el avance
León. Dos flechas pasaron al lado de su rostro, por lo que se lanzó
hacia la puerta para tratar de buscar cobertura. Saltó sobre varios
cadáveres mutilados Grulla, dejados al paso del feroz Arasou.
Vislumbró la parte superior de su brillante casco.
Tsuko aceleró para reunirse con él. Podía escuchar sus gritos de
guerra, alimentados por la pasión del combate. Se estaba abriendo
paso a través de las filas Grulla, derribando cuerpos azules a un
lado y a otro, como hojas secas ante una tormenta. Se encontraba a
apenas doscientos pasos de las puertas. Tsuko podía ver el rostro
de Hotaru, retorcido en una mueca de miedo frente al vendaval que
se aproximaba. En los ojos de la Campeona Grulla brillaban las
lágrimas.
–¡Victoria! –gritó Tsuko– ¡Arasou, llévanos a la victoria!
Sin embargo, cuando Tsuko se acercó logró ver claramente la
expresión de Hotaru. No era miedo: era tristeza.
La Campeona del Clan de la Grulla tiró de la cuerda de su arco con
un movimiento largo y grácil, y soltó una flecha. La flecha golpeó,
rápida como un relámpago, contra el pecho de Arasou. El Campeón
León no redujo el paso. Tsuko se abrió paso entre la multitud,
tratando de llegar hasta Arasou, pero el camino aún estaba
bloqueado por varias docenas de ashigaru Grulla, que la
zarandeaban en todas direcciones. Soltó su katana y empujó contra
los cuerpos de sus enemigos.
Otra flecha voló desde el arco de Hotaru. Con un sonido enfermizo,
la punta se estrelló contra la parte posterior del casco de Arasou. Su
impulso se redujo, y Arasou se estrelló contra el suelo.
Tsuko gritó, pero no logró escuchar el sonido. El silencio se extendió
por su cuerpo, su estómago, su garganta. Su corazón. Sus
extremidades se entumecieron. Las piernas comenzaron a temblar,
apenas capaces de sostener su peso mientras se tambaleaba. Por
último, después de un instante eterno, se encontró frente al que
fuese el mayor samurái del Clan del León.
Cayó de rodillas, ahogándose al sentir cómo sus pulmones se
agarrotaban, cada parte de su ser temblando de incredulidad.
¡No!
Aferró su hombro, pero sus manos temblaban demasiado como para
levantarlo.
¡Esto es un sueño! ¡Una pesadilla!
Toturi corrió a su lado, y dio la vuelta a Arasou. La flecha de Hotaru
le había impactado en el ojo, y agua rojiza se acumulaba en el astil,
extendiéndose hasta el otro ojo, claro, abierto, con la mirada ciega.
Estremeciéndose, Tsuko se apartó de la mirada muerta de Arasou y
observó a Toturi, pero él no se percató de su presencia. Toturi, con
la mandíbula apretada como única señal de su dolor, miraba a
Hotaru. La samurái de cabello blanco se enjugó las lágrimas antes
de retirarse con los Grulla supervivientes hasta Toshi Ranbo. Las
puertas de la ciudad se cerraron tras ella.
El silencio se quebró. El caos del campo de batalla se estrelló
nuevamente contra Tsuko: los gemidos de los heridos y los
moribundos. El color carmesí, que manchaba a partes iguales
formas azules y pardas.
Motso se acercó, con la katana de Arasou en la mano. Sangre
Grulla caía aún de la hoja, manchando la armadura dorada de
Arasou.
–Mi señor Toturi –susurró Motso, su tersa voz quebrada. Dirigió la
empuñadura de la espada ancestral hacia el desolado hermano–.
Como heredero superviviente mayor de Akodo Un-Ojo, sois ahora el
Campeón del Clan.
Tsuko cerró los ojos y, ciegamente, aferró la mano enguantada de
Arasou. Aún estaba caliente.
***
–¡Guerra! –gritó Tsuko, golpeando con el puño sobre la mesa y
tirando al suelo mapas y marcadores de tropas.
Toturi apretó los dientes y observó las caras de los demás samuráis
León reunidos en el pabellón de guerra, como en una tragedia. Sus
rostros ensombrecidos a la luz del fuego. La tristeza formaba surcos
en sus ceños. Kitsu Motso inquieto, incapaz de mirar a Tsuko o a
Toturi. La arrugada boca de Matsu Agetoki torcida en una mueca de
tristeza. Toturi daba la espalda a Tsuko. El rostro de la mujer era el
único en el que se veía furia… furia pura e hirviente.
–¡Guerra contra la Grulla! –repitió Tsuko, y la dureza de su voz se
estrelló contra los otros, como tratando de forzarlos a rendirse– ¡Las
bajas de hoy no quedarán sin castigo! Es un insulto a nuestro clan.
Es…
–¡El coste de la guerra! –gruñó Agetoki. El viejo León le lanzó una
mirada de odio– ¡Nuestro clan, más que ningún otro, debería ser
consciente de este coste, y será mucho mayor en una guerra total
contra el Clan de la Grulla!
–El Emperador no verá con buenos ojos una declaración ilegal –
murmuró Motso–. Arasou decidió atacar al Clan de la Grulla. Los
Grulla pueden argumentar que se estaban defendiendo, por lo que
no podemos buscar venganza de inmediato por la muerte de
nuestro Campeón. Debemos seguir los canales apropiados.
–¿Más esperas? –escupió Tsuko– ¡Toturi, deja de comportarte como
un crío idiota y actúa! ¡Busca venganza! ¡Conquista Toshi Ranbo,
las Llanuras Osari, más incluso, de manos de esos ladrones y
asesinos! ¡Hazles encogerse de miedo como consecuencia de sus
insultos! ¡Piensa en el honor de nuestro clan! Ahora eres nuestro
Campeón. ¿Qué es lo que harás?
Sus miradas exigían una respuesta. Ahora era el Campeón, él, al
que en otro tiempo su clan ignoró en favor de su hermano Arasou,
más joven, más fuerte y más poderoso.
¿Qué haré?
Mil caminos se abrían ante él. Decisiones. Tantas decisiones.
Arasou. Muerte. El Emperador. El Imperio. Hotaru.
En su mente, cada senda se abría como un río en una docena de
ramas, como la explosión de una estrella. Siguió cada una de estas
sendas en un instante, descubriendo el trazado, sopesando a la
gente y sus acciones, introduciendo figuras inciertas. Cada una de
ellas era peligrosa. Todas eran un riesgo.
Venganza. Guerra.
Comenzó a contar los cadáveres, el verdadero precio que exigiría.
–¡Maldito seas, Toturi! –gritó Tsuko, perturbando sus pensamientos–
¡Eres un cobarde! ¡No eres digno de liderarnos como Campeón!
¡Fuiste rechazado por tu falta de habilidad marcial! ¡Eres una burla
ante nuestras tradiciones!
–¡Silencio, Tsuko-sama! –rugió Agetoki, mientras su mano se
lanzaba hacia su katana–. ¡Vuestra insubordinación es una terrible
falta de disciplina! Akodo-ue se encuentra ahora al mando, y…
–¡Alto! –gritó Toturi, alzándose sobre los samuráis León reunidos
frente a él. Su ceño se encontraba fruncido en una mueca de
seriedad, pero puso la mano con tranquilidad sobre la mesa–.
Agetoki-san, os doy las gracias por defender nuestras costumbres:
disciplina, honor y decoro. Pero las voces León no deben ser
silenciadas. Tsuko-san tiene derecho a hablar, especialmente en
estos momentos de tristeza y angustia.
Tsuko entrecerró los ojos, con la furia impresa en sus facciones. –
¡Cómo te atreves! –susurró, su voz afilada como un cuchillo, y salió
del pabellón.
Agetoki sacudió la cabeza en un gesto de vergüenza, y apartó la
mano de la espada. –Estúpido. La forma de actuar de la Dama
Tsuko es indigna del daimyō de la familia Matsu.
–Agetoki-san –replicó Toturi–, sabéis bien que los Matsu nacen y se
crían para combatir por cualquier causa que consideren justa. No se
lo echéis en cara. Como Akodo, debo asumir la responsabilidad de
liderar incluso a los más rebeldes.
Se giró, apartándose del consejo para mirar al fuego, con la
esperanza de que le mostrase el camino correcto a través del
laberinto de sus pensamientos. Pero las señales del camino eran
ilegibles en la oscuridad.
Finalmente, dijo –No tomaré una decisión hasta que haya hablado
con los generales del clan y con los demás daimyō familiares.
También solicitaré el consejo del Emperador. Enviad mensajeros al
palacio de Otosan Uchi e informad de la muerte de mi hermano.
Motso-sama, cabalgaréis hasta Yōjin no Shiro y prepararéis los
rituales funerarios para Arasou-sama. Haré que Tsuko-sama os siga
para entregar el cadáver.
–No querrá ir –dijo Motso.
–El deber cabalga por delante –respondió Toturi, inclinando la
cabeza en señal de respeto–. Era su prometida, y esta es su última
obligación hacia él.
Motso se inclinó y dejó la tienda.
Agetoki se quedó un momento, de pie frente a la puerta, más de una
cabeza más bajo que su nuevo Campeón, pero de andar aún recto y
orgulloso. –Akodo-ue –dijo, y puso su mano, fuerte pero arrugada,
sobre el hombro de Toturi–. Vuestro momento ha llegado. Conocéis
las costumbres Akodo, pero un león es mucho más que su rugido,
su melena, sus dientes o su corazón. Un león es todo esto a la vez.
Tsuko-san tenía razón en preguntaros qué haréis, porque ahora,
todas las familias del clan se guiarán por vuestras acciones para
actuar unidas.
Toturi asintió. –Temo que, con la muerte de mi hermano, un cisma
resulte inevitable. La furia de Tsuko-san envenenará a muchos en mi
contra.
–Y como Campeón del Clan, no debéis permitir que esto nos divida.
–Nunca.
Agetoki se inclinó, y desapareció en la noche.
Toturi caminó hasta los mapas y marcadores de tropas caídos. Los
recogió en varias tandas y los colocó de nuevo en un montón en la
mesa. La figura de un soldado de madera León tenía una pierna
rota.
Vaya desastre, ¿verdad? Cogió la figura y tocó el muñón amputado.
Mi desastre. Toturi miró el mapa de Toshi Ranbo situado encima del
montón, con el papel arrugado formando llanuras fruncidas y falsas
montañas. De nuevo comenzaron a aparecer ante él diversas
sendas. Podía ver la ira de Tsuko, que viraba bruscamente hacia un
fuego vengador. También veía la respuesta, educada y anémica, del
Emperador a las noticias de la muerte de Arasou.
Hoy, Hotaru-san mató a mi hermano.
Las palabras afloraron de forma inesperada desde una profunda
presa en el interior de su mente. Con un gruñido, Toturi aplastó la
figura León hasta convertirla en astillas, y apretó hasta que sus
dedos se entumecieron. Lentamente volvió a abrir la mano, y allí
seguía el inerme León de madera. Gotas de sangre brotaban
alrededor de las astillas, como huesos, que habían atravesado la
piel.
Mi hermano… Arasou…
Un ruido en la puerta llamó su atención, y al girarse Toturi vio a
Motso, de pie.
–Un mensaje, Akodo-ue –dijo, algo falto de aliento, como si hubiese
atravesado corriendo el campamento–. De la Campeona Doji
Hotaru.
En la mano llevaba un delicado pergamino blanco con un sello
plateado. Toturi lo cogió y asintió antes de que Motso se inclinase y
saliese corriendo. El papel desprendía un olor a pétalos de ciruelo,
símbolo al mismo tiempo de perseverancia, de esperanza y de la
transitoriedad de la vida. Escrito en una elegante caligrafía podía
leerse “Para el Campeón del Clan del León, Akodo Toturi”.
Rompió el sello.
–Akodo Toturi, compañero de armas, hermano de mi corazón, y
ahora Campeón del Clan del León. Escribo en mitad de una noche
de tristeza mientras el sol se pone sobre una era para vuestro clan.
Akodo Arasou-dono era el mejor de vuestro clan, un noble guerrero
cuya vida enorgullecía a vuestros ancestros en los Cielos. Era un
enemigo admirable, y…
La florida diplomacia Grulla y las obligaciones sociales se fundieron
tras una pausa del pincel.
–…y sé que vuestra alma es demasiado fuerte como para admitir
vuestro dolor. Sin embargo, si bien mi propia alma apenas es capaz
de discernir el horror de lo acecido hoy, sé que en algún lugar en
vuestro interior yace el mismo sentimiento: esta angustia, esta
oscuridad.
–No puedo brindaros consuelo alguno capaz de sortear este
abismo. No puedo ofreceros ninguna reparación por lo que os he
quitado. Y, sin embargo, ahora sois el Campeón de vuestro clan, y lo
que hagáis no sólo hablará en recuerdo de vuestro hermano y en
nombre de la familia Akodo, sino en nombre de todo vuestro clan.
–Sé que sois juicioso, sabio y honorable, por lo que confío en que
tomaréis el mejor curso de acción. Sin embargo, aunque hemos sido
amigos durante muchos años, difícilmente puedo ver cuál será este
camino. Escribo para preguntaros, Toturi-san, ¿qué es lo que
haréis?
–Leal y fielmente vuestra, camarada en el pasado y en servicio al
Emperador, Doji Hotaru.
Toturi cerró los ojos.
Hotaru mató a mi hermano.
Se derrumbó en el suelo, soltando la ensangrentada figura León y la
carta, y enterró la cabeza entre las manos al tiempo que la escena
se repetía una y otra vez ante él.
Dos flechas. El cadáver, roto. Las lágrimas de Hotaru. El corazón de
Tsuko. Arasou, ¿por qué no me escuchaste? ¿Por qué me dejaste
con este desastre?
¿Qué vas a hacer? Todos se lo habían preguntado: Tsuko, Agetoki,
incluso Hotaru.
¿Qué voy a hacer?
Ante él se retorcía el caos, de nuevo convertido en una multitud de
posibles caminos, cada uno deseando ser hollado. Nudos retorcidos
de acciones, los inevitables gritos de venganza, la amenaza de la
guerra, los objetivos y las victorias de Arasou interrumpidos por un
millar de ensangrentados callejones sin salida, todos ellos retorcidos
alrededor de elecciones que Toturi no se atrevía a hacer. Todos los
caminos acababan uniéndose en un profundo océano que golpeaba
a su alrededor. Se apretó el corazón con la mano ensangrentada.
La voz de Arasou, un profundo eco de su memoria, se impuso a la
confusión. –Hermano, piensas demasiado –la imagen del fuerte
rostro de su hermano se alzó ante él, ahora tuerto de la misma
forma que Akodo Un-Ojo, y sonrió–. Piensas demasiado.
–¡Lo sé! –respondió Toturi en voz alta. Golpeó el suelo con los
puños–. ¡Por eso fuiste tú el elegido! No yo. Tú eras el hombre de
acción. ¡Tú eras el que era capaz de todo!
El silencio fue su única respuesta. El silencio de los muertos. Arasou
nunca volvería a responderle, y en ese silencio, Toturi sintió una
pausa. El universo esperaba a que actuase.
¿Qué voy a hacer?
Toturi abrió los ojos. En el lado contrario de la tienda, sobre la figura
rota de madera del soldado León, el mon del clan se sacudía con la
leve brisa, dorado, brillando con un feroz esplendor a la luz del
fuego.

La ola creciente
Por Marie Brennan

Mientras tanto, en las montañas más septentrionales de Rokugán…


Un hombre más cauteloso, o con menos motivos para serlo, no
habría tratado de partir de Shiro Mirumoto tan poco avanzada la
estación. El invierno había sido duro, incluso para los estándares
Dragón, y a pesar de estar remitiendo aún no había concluido.
Seguía habiendo montañas de nieve acumuladas allí donde los
heimin las habían dejado al apartarlas a paladas de las calles, y por
la noche el terreno despejado se convertía en una réplica en
miniatura de las montañas, al congelarse el barro y convertirse en
picos y valles, duros como piedras.
Mirumoto Masashige hubiese preferido esperar otra semana antes
de dar comienzo a su viaje, o tal vez incluso dos. No por él, sino por
sus seguidores, aunque el paso de los años hacía que sus
articulaciones sufriesen cada vez más el frío. Ponía en peligro su
seguridad al viajar tan poco después del equinoccio, y lo sabía
perfectamente.
Pero retrasar la partida serviría únicamente para arriesgar a su clan
a sufrir problemas aún más graves. Y Masashige sabía también que
si les preguntase, los integrantes de su séquito insistirían en partir
tan pronto como había solicitado, aunque acabasen cabalgando
directamente a una ventisca.
Nunca insultaría su honor preguntándoles. Así pues, montaron en el
patio del castillo y atravesaron el bullicio del pueblo, por la calle
principal en dirección a las puertas: siete bushi y sus ashigaru,
mientras los aldeanos se apartaban a su paso. Masashige esperaba
que esto fuese suficiente para asegurarse un viaje tranquilo hacia el
noroeste. Las montañas Dragón no eran como los pacíficos
territorios Grulla, ni siquiera en los mejores momentos, y después de
un invierno tan cruento se veía obligado a tomar precauciones.
Estando como estaba pensando en los peligros del camino, no se
percató del peligro que tenía enfrente hasta que casi fue demasiado
tarde.
Masashige tiró fuertemente de las riendas. Su caballo capón se
echó hacia atrás con un fuerte relincho, y patinó hacia un lado
cuando una pezuña resbaló en el barro. Masashige se tiró al suelo y
rodó, sabiendo que de no hacerlo el caballo caería sobre sus
piernas y se las partiría. El relincho equino que se impuso al ruido
generado por su armadura le indicó que su caballo no había sido tan
afortunado.
Pero la niña…
Masashige se puso a buscar a la niña antes incluso de levantarse.
La encontró arrodillada a un lado de la calle, humillándose como
muestra de arrepentimiento. Tendría unos doce años, e iba vestida
con el kimono y hakama sencillos típicos de un aprendiz de bushi.
La niña apoyó la frente contra el barro helado. —¡Mirumoto-ue, por
favor, disculpad mi imprudencia!
Masashige ayudó a la niña a levantarse, mientras comprobaba que
no estuviese herida. —¿Estás bien? —Sí, mi señor, no tengo
excusas por mi falta de cuidado… ¡perdonadme!
El alivio convirtió en agua los huesos del hombre. Si hubiese llegado
a herir a una niña…
—¡Mi señor! —su hatamoto, Mirumoto Hitomi, se encontraba de pie
frente a su caballo—. Rakusetsu se encuentra gravemente herido.
No estoy segura de que se le pueda salvar.
Masashige habría sacrificado una docena de caballos para salvar la
vida de esa chiquilla. Fuese cual fuese el problema que afectase al
Clan del Dragón, o la ofensa que hubiesen causado a la Fortuna de
la fertilidad, sólo afectaba a la gente, no a los animales de sus
tierras. Caballos, lobos y osos medraban, mientras los humanos
iban declinando a cada año que pasaba. El problema había ido
creciendo durante más de un siglo antes de que las mentes
preclaras de la familia Kitsuki se percatasen de su existencia. En la
actualidad era ya un hecho innegable: el Clan del Dragón no tenía
niños suficientes.
Y en la casta samurái el problema era lo bastante acuciante como
para que se tomasen medidas desesperadas. La niña a la que
Masashige acababa de salvar… ¿habría nacido en el seno de una
familia samurái? ¿O sería originalmente una plebeya a la que un
shugenja Agasha consideró poseedora de suficiente valor espiritual
como para ser adoptada y recibir la educación, el entrenamiento, la
identidad de un samurái?
No había forma de saberlo simplemente mirando. En realidad,
Masashige no quería saberlo. Recuperando la compostura y la
dignidad, se alejó a una distancia algo más respetable. Se dirigió a
la niña y dijo: —En el futuro deberás tener más cautela. Un bushi no
teme al peligro, pero debe mantenerse alerta ante su presencia.
La niña se arrodilló de nuevo en el barro a medio deshelar. —Hai,
Mirumoto-ue.
—Ahora vete —dijo Masashige. No se volvió hacia Hitomi y su
caballo hasta que la niña no se marchó.
Un rápido examen le reveló la situación: ni el veterinario de mayor
talento sería capaz de salvar a su caballo. El tiempo de curación
sería demasiado largo incluso con un cabestrillo para evitar que
pusiese peso sobre la pierna mala, y nunca volvería a ser adecuado
para montarlo. Sólo las plegarias de un shugenja podrían devolverle
su montura, y Masashige detestaría rogar las bendiciones de los
kami para una cuestión de tan poca importancia, no cuando los
Cielos parecían estar castigando a su clan por algún pecado
desconocido.
Masashige cortó él mismo la garganta de Rakusetsu para que el
caballo no sufriese. Después, Hitomi limpió su cuchillo mientras él
se encaminó a un templo cercano. Se vertió un cucharón de agua
de la fuente sobre las manos y sobre su cabeza rapada, y luego
buscó a un monje para que le purificase de la impureza de la muerte
con un bastón decorado con papel ++dependiendo de cuál,
probablemente gohei, onbe, heisoku o nusa++. Para cuando salió
del templo, uno de sus bushi había regresado al castillo y traído un
nuevo caballo.
Masashige montó de nuevo. Fuera de las murallas de Shiro
Mirumoto crecían los problemas. Necesitaba hablar con el Campeón
del clan antes de que fuera demasiado tarde.
***
La pérdida del caballo de Masashige había alterado a sus
seguidores. Ninguno de ellos lo dijo en voz alta, pero podía ver la
frecuencia con la que rezaban o se detenían para dejar ofrendas en
las capillas del camino. Era un presagio siniestro con el que dar
comienzo a un viaje… y cuando llegaron a la aldea del pino alto, se
encontraron con otro.
—¿Dónde está el pino? —preguntó Hitomi de forma abrupta,
poniendo fin al silencio que había durado la mayor parte de la tarde.
El pino había estado situado sobre un cerro al este de la aldea en un
solitario esplendor, visible desde kilómetros de distancia. Ahora el
cerro se encontraba vacío. Si se esforzaba, Masashige podía
vislumbrar un tocón irregular y ennegrecido. Murmullos de inquietud
se multiplicaron detrás de él, para luego hacerse el silencio.
Pasaron al lado de los restos del árbol poco antes de la puesta de
sol. Una tormenta invernal debía haberlo derribado, y los heimin de
la zona habían cortado buena parte del tronco. Masashige ordenó a
Kobori Sozan, su escriba, que tomase nota del asunto y preguntase
si los plebeyos habían recibido permiso de su supervisor para usar
la madera como leña. Según la ley, los árboles de gran tamaño
como aquel eran propiedad del daimyō local para su uso como
material de construcción, pero esto no evitaba que los heimin
cogiesen la madera y la utilizasen para sus propios fines. Y
habiendo sido este un invierno tan crudo, se le antojaba complicado
que hubiesen dudado en hacerlo.
La aldea del pino alto era un lugar pequeño, y su única importancia
residía en actuar como lugar de paso para viajeros. A tenor de lo
que allí encontraron, Masashige y su comitiva debían ser los
primeros en pasar desde que comenzó el deshielo. Las casas no
estaban preparadas para acoger a viajeros, los tatami estaban
mohosos y húmedos, y la comida que les sirvieron consistía en los
restos del invierno, granos toscos cocidos con raíz de bardana.
—¿Por qué no hay arroz? —demandó Hitomi.
El jefe del pueblo, Sanjirō, se inclinó profundamente. Hitomi era una
mujer alta, y aunque su armadura ocultaba un cuerpo delgado, era
todo músculo. Sería capaz de partir al jefe en dos sin tan siquiera
utilizar su espada. —Por favor, Mirumoto-sama, perdonad a nuestra
humilde aldea —dijo—. El pasado otoño las alimañas entraron en
nuestro almacén, y el arroz que no se comieron se echó a perder.
Habíamos guardado este grano para vos, pero es prácticamente lo
último que nos queda.
Hitomi frunció el ceño, pero cuando dirigió la mirada hacia él,
Masashige detuvo su diatriba con una pequeña sacudida de la
cabeza. Sanjirō llevaba más de una década siendo el líder de la
aldea. No era de los que engordaban a su gente con arroz robado y
mentían a su daimyō sobre ello. No, las desgracias de la aldea eran
simplemente otra señal del descontento de los Cielos.
—Esto bastaría para que un Grulla se desmayase —murmuró
Hitomi, pero después del exabrupto se tranquilizó. Los Dragón
estaban acostumbrados a las adversidades, y con la estación tan
avanzada, las comidas en Shiro Mirumoto tampoco eran demasiado
mejores. El deshielo era lo único que podía alterar la situación.
El deshielo, y el favor de Tengoku. Masashige sólo podía esperar
acelerar uno de ellos.
Siendo una aldea tan pequeña y con un tiempo que aún era
inclemente, hubo pocos divertimentos tras la comida. Sus bushi se
sentaron hombro contra hombro alrededor del brasero para
mantener el calor guarecido en el círculo formado por sus cuerpos, y
hablaron quedamente entre ellos. Masashige salió para encargarse
de los preparativos, observando cómo su aliento se congelaba en el
aire a la luz de la luna. En las tierras más cálidas del sur ya estarían
floreciendo los cerezos.
El aire tranquilo y frio transportaba el sonido con absoluta claridad.
No muy lejos, en la choza en la que Yuki, la esposa de Sanjirō, le
preparaba la comida, escuchó la voz de una mujer murmurando: —
Shoshi ni kie. Shoshi ni kie. Shoshi ni kie.
La sangre de Masashige quedó aún más congelada que el aire.
Devoción al Pequeño Maestro… o si se escribía utilizando un
carácter distinto, confianza absoluta en el Pequeño Maestro.
El mantra de la secta de la Tierra Perfecta.
La Tierra Perfecta, aquí, en la aldea del pino alto. La secta había
proliferado durante años en las tierras más remotas del clan y en
aldeas tan pequeñas que ni siquiera tenían un nombre. Tan
pequeñas que se consideraban afortunadas si llegaban a ver dos
veces al año a un monje de la Hermandad de Shinsei. La gente que
vivía en estos valles aislados desarrollaba muchas costumbres
extrañas, y adoptaron con gusto una teología que les dijese que no
tenían que aprenderse prácticas complicadas ni hacer méritos: sólo
tenían que invocar a Shinsei, el Pequeño Maestro, para que les
liberase del ciclo del renacimiento.
Evidentemente esto atraía a los plebeyos, que carecían del tiempo y
de la educación necesarias para dedicarse a los requerimientos de
la Hermandad. Tres sencillas palabras, y Shinsei les salvaría. En el
mejor de los casos era una práctica controvertida. El Clan del Fénix
había prohibido por completo el kie, y castigaba con dureza a
cualquiera al que se descubriese entonando el cántico, fuese monje,
plebeyo o incluso samurái. Afirmaban que era una herejía, una
senda falsa, no una ruta genuina hacia la iluminación.
Masashige no era un erudito religioso. Entendía muy poco sobre los
debates teológicos centrados en el kie y su eficacia, o falta de ella.
Lo único que sabía era que los seguidores de la Secta de la Tierra
Perfecta se habían vuelto más ruidosos en los últimos tiempos… y
también más violentos. Encontrarlos en este lugar, y no en una zona
remota, sino en una zona de paso de vital importancia para el
camino hacia el norte…
Olvidadas las demás preocupaciones, Masashige entró de nuevo en
la casa. —Hitomi-kun. Permíteme robarte un momento.
La mujer se levantó sin dudarlo y le siguió al exterior. la voz había
dejado de recitar, pero antes de describirle lo que había oído,
Masashige llevó a Hitomi a un lugar alejado de cualquiera que
pudiese escucharles.
¿Había habido alguna época en la que Hitomi sonriese? Puede que
antes de la muerte de su hermano, pero desde entonces lo hacía
con poca frecuencia, y en los últimos años prácticamente nunca. El
ceño fruncido que le dedicó ahora era característico, como también
lo fue su respuesta. —¿Es ese el motivo por el que no tenemos
arroz? ¿Por qué se lo han estado enviando a los líderes de la secta?
—Lo dudo —dijo Masashige—. Estos últimos años los Grulla han
tenido poco arroz para vender. Nuestra escasez actual es algo
natural. Me preocupa más esta prueba del crecimiento de la secta.
Normalmente a estas alturas tendría la atención completa de Hitomi,
pero en aquel momento la mujer se encontraba de pie, en actitud
cautelosa, con las manos en las empuñaduras de sus armas y lista
para desenvainarlas. Sus ojos saltaban de un lado para otro
mientras examinaba las silenciosas sombras. —Nuestro camino
tenía que atravesar esta aldea. Si su objetivo era tenderos una
emboscada, este sería un lugar perfecto para ello.
Los informes afirmaban que la secta se había vuelto más atrevida,
pero seguramente no tan atrevida. —¿Y qué ganarían con ello?
Asesinar al daimyō de la familia Mirumoto sólo les convertiría en
criminales a ojos de todo el Imperio.
—Ya son criminales —escupió Hitomi.
—Solamente en tierras Fénix. Aquí no se hay ninguna ley contra la
secta. Hitomi-kun, existen muchas sendas hacia la iluminación, y si
hay alguna posibilidad de que ese mantra les lleve hasta ella, ¿no
deberíamos permitirles seguirla?
La mandíbula de la mujer se tensó. —Dicen que encontrarán la
iluminación tras la muerte, en el paraíso que afirman que Shinsei ha
creado para ellos. Alguien que crea eso no dudará en lanzarse
contra nuestras espadas por su causa.
Podría estar en lo cierto. Los últimos informes que había recibido
antes de la llegada del invierno habían apuntado a que los
seguidores de la secta se estaban armando. Ese, más que los lobos
hambrientos o que los típicos bandidos de finales del invierno, había
sido el motivo por el que había ordenado a su grupo que viajase con
armaduras. Los líderes de la secta afirmaban que el mundo había
entrado en la Era de la Virtud en Declive, y que los culpables de los
muchos males del Imperio eran los samuráis. Estas afirmaciones se
encontraban peligrosamente cerca de ser traición, si es que no lo
eran directamente.
Masashige tomó aliento profundamente, sintiendo cómo le mordía el
gélido aire. —¿Qué curso de acción recomendarías, Hitomi-kun?
La mujer respondió sin dudarlo. —Evitar que la secta eche raíces en
esta zona. Mirumoto-ue. Deberíamos reunir a todos los plebeyos e
interrogarlos hasta que sepamos con cuántos partidarios cuenta. Y
luego dar ejemplo con ellos, de forma que mostremos el destino al
que ese camino les aboca.
Siete bushi y sus ashigaru: serían capaces de hacer lo que sugería
Hitomi. Mandar expediciones militares a lugares recónditos de las
montañas era prácticamente imposible, pero aquí el problema era
de fácil alcance.
De fácil alcance… y de difícil solución. Seguir el consejo de Hitomi
podría precipitar precisamente el tipo de conflicto armado
generalizado que esperaba poder evitar.
Pero no seguir su consejo… ¿qué precio podría verse el clan
obligado a pagar en el futuro? ¿Y qué precio se vería obligado a
pagar el Imperio?
Masashige apretó la mandíbula. Se imaginó a su hijo arrodillado
junto a Sanjirō y a Yuki, con la cabeza retorcida por el golpe de una
espada.
—Tomar una decisión ahora resultaría prematuro —dijo finalmente
—. Ya tenía intención de consultar este asunto con el Campeón del
clan. Le informaré de la situación en la aldea, y veré qué curso de
acción prefiere.
A Hitomi no le gustó, era consciente de ello. Siempre había preferido
actuar con rapidez, incluso cuando el precio a pagar era elevado.
Pero su disciplina era más férrea que su ira; hizo una reverencia y
murmuró: —Como digáis, mi señor. Tendré listos los caballos al alba
de mañana. Y esta noche haremos guardia.
Masashige nunca sería tan presuntuoso como para cuestionar la
sabiduría del fundador divino de su clan. El Kami Togashi había
dado importancia al aislamiento, rasgo compartido por todos sus
sucesores, y no había mejor sitio donde encontrarlo que en los picos
septentrionales del territorio Dragón, los márgenes de la cadena
montañosa conocida como la Gran Muralla del Norte. Si esto hacía
que conferenciar con el Campeón del clan resultase complicado en
el mejor de los casos… bueno, sin duda que había buenos motivos
para ello, más allá de su entendimiento.
Al menos el camino siempre estaba despejado para él. Era un
camino que recorría salientes estrechos, cuestas pronunciadas y
pasos aún repletos de nieve y hielo, pero ahí estaba. Los que
trataban de encontrar la Gran Casa de la Luz sin haber sido
invitados podían acabar perdidos en las montañas, a veces para
siempre.
La Gran Casa se elevaba sobre el grupo de Masashige mientras se
aproximaban. Mitad fortaleza y mitad monasterio, se aferraba a la
piedra desnuda de su pico como las zarpas de alguna gran bestia.
La única vía de acceso era una fila de más de un millar de estrechos
escalones. En la parte inferior de estas escaleras se situaba un
grupo de edificios dispuestos para recibir visitantes, y que
proporcionaban refugio a aquellos que no iban a adentrarse en la
Gran Casa. Acólitos silenciosos, niños con las túnicas sencillas de
aquellos que entrenaban para unirse a las filas de los ise zumi,
cogieron las riendas de sus caballos.
Masashige subió las escaleras en solitario. Dejó al resto atrás,
incluso a Hitomi. Colgada al hombro llevaba una bolsa con los
informes de su escriba, listos para confiarlos a las manos
adecuadas. En otros lugares de Rokugán esta tarea sería
considerada indigna de un daimyō familiar, pero no aquí.
Alguien le aguardaba al final de las escaleras, una figura inmutable
que no se movió ni un ápice mientras Masashige avanzaba de forma
constante. Incluso a lo lejos, resultaba fácil de identificar: ni siquiera
entre los ise zumi había muchos individuos que se atreviese a
aparecer en público vistiendo pantalones cortos jinbei teñidos de
verde… y absolutamente nada más.
Pero Togashi Mitsu era un individuo excepcional incluso dentro de
su orden. Mientras que los samuráis del resto del Imperio
acostumbraban a adoptar niños cuando no tenían herederos
apropiados de su linaje, el liderazgo del Clan del Dragón siempre se
había transmitido al monje de mayor talento entre los ise zumi,
independientemente de sus orígenes. Cuando el Campeón del clan
le había encontrado, el joven llamado Sō era un acólito en
Fukurokujin Seidō, abandonado allí por unos padres desconocidos.
Ahora se había convertido en Togashi Mitsu, heredero del Clan del
Dragón.
La mayoría de los herederos vestían kimono o armadura, pero el
único elemento decorativo de Mitsu eran sus tatuajes, que su casi
completa desnudez dejaba completamente a la vista. Decoraban su
torso, sus brazos, e incluso la parte inferior de sus piernas: monos y
cuervos, ciempiés y libélulas, un gran cangrejo en el pecho, un tigre
en la espalda, y la cabeza de un dragón que le subía por el cuello y
sobre su rapado cuero cabelludo. Todos ellos obra de Togashi
Gaijutsu, el mejor tatuador de los ise zumi.
El invierno había pasado factura en la condición física de
Masashige: tuvo que concentrarse para no jadear de forma visible
en busca de aliento mientras saludaba al heredero de su clan. —He
venido para solicitar una audiencia con Togashi-ue.
—Por supuesto —dijo Mitsu. La llegada de Masashige nunca
resultaba una sorpresa en la Gran Casa de la Luz—. Se me ha
dicho que os lleve ante él tan pronto como estéis listo.
Espero que eso sea un buen presagio. Incluso un daimyō familiar se
veía a menudo obligado a esperar para hablar con el Campeón del
clan. Masashige entregó su bolsa a una ise zumi que aguardaba en
el interior del portón, una mujer que llevaba muy poco tiempo en la
orden, ya que sólo tenía dos tatuajes en sus brazos desnudos: una
serpiente y una mariposa. Después siguió a Mitsu al interior de la
Gran Casa de la Luz.
A diferencia de la mayoría de los castillos de Rokugán, las
fortificaciones de la Gran Casa no estaban compuestas por muros
resistentes y fosos profundos. La primera línea de defensa eran las
montañas, y la segunda eran las extrañas fuerzas que a menudo
ocultaban el camino. Cualquiera que superase estas defensas y
desease asaltar la Gran Casa debería elegir entre hacerlo por la
estrecha escalera o por las laderas prácticamente verticales del
pico. En cualquier otro lugar, la capital del Campeón del clan tendría
torres de arqueros: la Gran Casa tenía capillas y salas de
meditación. En los baluartes de otras familias había armerías y
barracones para ashigaru: los Togashi tenían a los ise zumi y sus
extrañas habilidades. El lugar estaba permeado por una atmósfera
de serenidad… serenidad y algo más, un toque ultraterreno que
ponía de punta el vello de la nuca de Masashige.
Se bañó rápidamente, agradecido de poder quitarse una armadura
que parecía fuera de lugar en este ambiente monacal. Cuando
terminó se vistió con el kimono y el hakama que le proporcionaron,
mucho más sencillos. El viento cortaba como un cuchillo a través de
la fina tela, pero apartó la sensación de su mente y se centró en su
tarea.
Togashi Yokuni, Campeón del Clan del Dragón, no recibió a
Masashige en un gran salón. En lugar de ello, se encontraba
sentado en una plataforma desnuda situada frente a uno de los
precipicios que actuaban como murallas exteriores de la Gran Casa
de la Luz. Yokuni, en fuerte contraste con la escasa vestimenta de
Mitsu, llevaba una armadura completa de diseño antiguo, con un
panel separado que cubría la parte derecha de su cuerpo.
Masashige nunca había visto al Campeón sin armadura, incluyendo
el casco y el mempō que cubrían su rostro.
Masashige sabía que no debería comparar a su Campeón con el del
deshonroso Clan del Escorpión. Pero servir a un hombre sin verle
jamás el rostro… resultaba difícil.
Mitsu se arrodilló a escasa distancia de donde se sentaba Yokuni
con las piernas cruzadas. Masashige hizo una profunda reverencia
hasta tocar la piedra con la frente, mientras que el aire de montaña
se deslizaba como hielo sobre su monda cabeza. —Mi señor
Togashi. Aunque difícilmente puede decirse que el invierno nos ha
dejado, los problemas en vuestras tierras no pueden esperar. Os
ruego me permitáis presentaros mi informe.
Un ligero movimiento de la mano acorazada de Yokuni le indicó que
continuase.
Masashige describió los puntos más importantes de la misma forma
que se compone una pintura con tinta, dejando los detalles menores
para una consideración posterior. La crudeza del invierno, y la
sombra acechante de la violencia León al sur. El declive continuo de
nacimientos en el clan. El peligro que representaba la secta de la
Tierra Perfecta. Fuerzas que ejercían presión por todos lados, y que
amenazaban con aplastar al clan entre ellas.
—Togashi-ue —dijo Masashige—, debemos mirar más allá de
nuestras fronteras y formar una alianza con el Clan del Fénix. Por
separado, nuestros clanes resultan presa fácil para el Clan del León,
pero unidos aún podemos resistirles. Además, nuestros intentos por
resolver el misterio del declive de nacimientos han resultado
infructuosos. De entre los demás clanes, el Fénix es el que tiene
más posibilidades de tener la sabiduría necesaria para ayudarnos.
Pero no lo harán a menos que les ofrezcamos concesiones, y en
ese aspecto sólo tenemos dos opciones reales.
—La primera significaría romper lazos con el Clan del Unicornio. Los
Isawa siguen mostrando la misma suspicacia de siempre hacia las
técnicas Iuchi de meishōdō y otras costumbres heréticas. Les
encantaría vernos cerrar la frontera occidental. Pero nos
beneficiamos del poderío militar Unicornio. Y lo que es más
importante, sin las alianzas matrimoniales que hemos establecido…
sin los niños que estos viudos nos traen e integran en nuestro clan,
estaríamos arriesgando el futuro de nuestro clan con la esperanza
de que el Clan del Fénix pueda encontrar una solución a nuestro
problema.
Se detuvo. Ni siquiera un daimyō familiar podía mirar al Campeón a
los ojos, pero observó cualquier posible cambio minúsculo en su
lenguaje corporal en busca de indicios de lo que pensaba. La
armadura se lo impidió: le hacía tan inescrutable como la piedra bajo
él. Masashige no tuvo más opción que continuar.
—La segunda posibilidad consiste en actuar contra la secta de la
Tierra Perfecta, algo que los Fénix llevan años solicitando. Si
podemos eliminar esa herejía de raíz… si es que de hecho juzgáis
que son una herejía, mi señor, estoy seguro de que Shiba Ujimitsu-
dono lo consideraría una gran muestra de amistad hacia su clan.
Finalmente, Yokuni habló. —Cuando el grano cae antes de madurar
la cosecha es mala, y le sigue la hambruna.
¿Significaba aquello que creía que aún no había llegado el momento
de actuar? Masashige tenía años de experiencia en tratar con el
Campeón de su clan, y a pesar de ello seguía teniendo problemas
para interpretar las crípticas respuestas de Yokuni. Sin embargo, en
esta ocasión pensaba que el significado estaba claro. Ningún
samurái debía temer a la muerte, pero toda vida perdida reducía las
fuerzas de su clan en un momento en el que difícilmente podía
permitírselo. —Sí, el coste sería elevado. Hacer la guerra en
nuestros valles es difícil, y cualquier ataque contra la secta conlleva
el peligro de provocar rebeliones como represalia. Pero existe otra
posibilidad.
Se inclinó una vez más ante Yokuni. —Togashi-ue, he oído historias
sobre una ise-zumi con un don que podría evitarnos el dolor y el
desperdicio de un derramamiento de sangre. Dicen que cuando
Togashi Kazue-san habla con un hombre, sus palabras se asientan
en su mente hasta que no puede pensar en otra cosa, y pierde la
voluntad de combatir. Si esto es cierto, podría neutralizar a los
líderes de la secta y acabar con el control central que la convierte en
una amenaza tan importante. Sin ellos, nuestras posibilidades de
devolver a sus seguidores a la auténtica senda de Shinsei por
medios distintos a la espada serían muy inferiores.
Mitsu comenzó a hablar, sin ninguna indicación por parte de Yokuni
que Masashige pudiera ver. —El talento de Kazue-san no debe
utilizarse a la ligera, Mirumoto-ue. La muerte únicamente destruye el
cuerpo, y los que fallecen al servicio de los Cielos aumentan su
karma para su próxima vida. Pero interferir con la mente es… una
cuestión distinta.
—No lo sugiero a la ligera —dijo Masashige. A pesar de su
autocontrol, las palabras salieron de su boca duras y afiladas—. Si
fueran un puñado de vidas contra un puñado de mentes no dudaría
en desenvainar mi espada. Pero la supervivencia de nuestro clan
está en juego. ¿Qué son unos pocos herejes y rebeldes ante ello?
¿Qué es una sola niña ante eso?
Masashige apartó la mirada del monje y puso de nuevo la frente en
el suelo, a modo de súplica. Esto se repetía demasiado a menudo:
Masashige se doblaba bajo el peso de sus problemas, de las
decisiones que carecía de autoridad para tomar… mientras Yokuni,
que poseía la autoridad, se sentaba en silenciosa contemplación. Y
a su alrededor, el mundo se acercaba cada vez más al borde del
desastre.
—Por favor, Togashi-ue —dijo Masashige con el tono más fuerte que
pudo—. Os ruego que me prestéis la asistencia de Togashi Kazue-
san. Con su ayuda todavía podemos evitar una matanza.
El rugir del viento fue su única respuesta. Y luego, el ruido de la
armadura al moverse.
Masashige miró hacia arriba, esperanzado. Pero para su horror, lo
que vio fue que Yokuni se había quedado rígido, que su cabeza se
había estirado hacia atrás y que su cuerpo temblaba bajo la antigua
armadura.
—¡Calmaos! —Mitsu le detuvo mientras levantaba una mano—. No
hay nada que temer. Simplemente está teniendo una visión.
Masashige sabía que los Campeones del Clan del Dragón habían
heredado parte del poder de visión del futuro de su Kami, pero
nunca había sido testigo de ello. Espero, con los puños apretados y
sin apenas poder respirar. Ahora. Por fin. Me dirá qué hacer y será
lo correcto, porque los Cielos le habrán guiado.
Pareció durar para siempre. Pero finalmente el temblor pasó, y el
cuerpo de Yokuni se relajó. Mitsu se agachó a su lado, pero no le
hizo falta ayuda. Yokuni levantó una mano hacia su mempō, y luego
se lo quitó.
—He visto una ola —dijo, su voz apenas audible entre el viento—.
Una gran ola que se alza para golpear contra la tierra.
Masashige nunca había visto el océano, solamente ilustraciones en
pinturas y grabados en madera. Pero podía imaginar la forma
descrita por la mano de Yokuni: la cresta de la ola encorvada como
la cola de un escorpión.
—Donde impacta… —la voz de Yokuni se apagó, pero luego
regresó—. Ruina. Otosan Uchi arrasada. Incontables vidas perdidas.
¿Otro tsunami? Masashige dio un respingo. El que asoló las tierras
Grulla hacía tres años había provocado una gran devastación en
todo Rokugán, empezando por escasez de comida y acabando por
el dominio Escorpión de las cortes. La Capital Imperial se había
librado de la peor parte, pero podía no ser tan afortunada una
segunda vez.
—enviaré un mensajero de inmediato a Kitsuki Yaruma-san —dijo
Masashige—. Él avisará al Emperador.
Pero Yokuni sacudió la cabeza y continuó.
—Despojado por la ola, el erial se convierte en campo de batalla. En
su llanura yerma no hay lugar donde el enemigo pueda ocultarse,
ningún refugio para protegerlo del poder del Imperio. Es… —sus
ojos eran casi imposibles de ver, ocultos en las profundidades de su
casco, pero Masashige tenía la sensación de que la mirada de
Yokuni le atravesaba y se posaba en las tierras más allá de las
suyas.
—Así debe ser —murmuró Yokuni—. Si la batalla debe producirse,
que sea en una llanura baldía. Sólo allí podremos imponernos.
No era una ola real. No era un tsunami. Yokuni hablaba utilizando
metáforas: lo que había predicho era algo completamente distinto.
Algo, temía Masashige, que no tenía nada que ver con los
problemas que había venido a tratar de resolver.
Finalmente, el Campeón del clan centró su atención en Masashige.
—Prepara a tus bushi. Avisa a los daimyō de las familias Agasha y
Kitsuki: el Clan del Dragón debe salir por fin de sus fronteras. Lo que
sucede en nuestras montañas es apenas un guijarro en la
avalancha que se aproxima.

Siniestras manos del Cielo


Por Annie VanderMeer Mitsoda

Mientras tanto, lejos, al sudeste…


Un fuerte viento cruzó las resecas llanuras, revolviendo las túnicas
de los shugenja y rompiendo los estandartes situados sobre la
Muralla Kaiu. Impertérrito, Hida Kisada observaba impasible desde
las almenas en dirección a las Tierras Sombrías, donde un enorme
ejército de tropas enemigas se retorcía y bamboleaba como si
fueran hojas de hierba.
Kisada había vislumbrado una sombra de miedo en los ojos de sus
soldados, a pesar de que eran veteranos encallecidos. Un samurái
no le teme a la muerte, pensó. Fácil de decir para los que se
refugian tras la protección de nuestra Muralla. Mis samuráis
conocen demasiado bien a la muerte como para no temerla. Pero se
enfrentarán a ella a pesar de todo.
El Campeón del Clan del Cangrejo observó al enemigo con esa
mirada impávida por la que era tan famoso. Le rodeaban sus hijos y
sus vasallos de mayor confianza, que no parecían compartir el
humor taciturno del Gran Oso.
—Mira cómo sitúan sus fuerzas de forma tan considerada. Casi se
les podría confundir con Grulla —se burló Yakamo, el hijo mayor de
Kisada, mientras levantaba su tetsubō como si nada y se lo apoyaba
en el hombro, haciendo poses con el gran martillo de guerra de
hierro y jade como haría un niño con un juguete—. Eso hará que
nos resulte aún más sencillo aplastarlos por completo.
A la izquierda de Kisada se oyó un murmullo preocupado —hm—, y
sin necesidad de mirar supo que procedía de Sukune. —Esto no me
gusta —dijo su hijo menor con sobriedad—. Las tropas de las
Tierras Sombrías no suelen agruparse de esta forma. Suele ser
mucho más común que oculten sus auténticas fuerzas.
—Mostrar sus fuerzas de esta forma es una maniobra un tanto
costosa como para que sea un truco —comentó O-Ushi, y Kisada
dio una rápida ojeada a su derecha para ver cómo su hija fruncía el
ceño con gesto consternado antes de mirarle—. ¿Crees que podría
haber algún tipo de relación con el ataque del norte, padre? —
Kisada respondió con un profundo gruñido contemplativo, eclipsado
por la repentina carcajada de Yakamo y por el sonido del garrote de
guerra de su hijo al golpear contra el suelo.
—¡Como niños que se encogen al ver unos trasgos! —se burló el
joven—. Qué altanero ejemplo para nuestro noble padre. ¿Queréis
que os lea un cuento antes de meteros en la cama mientras los
verdaderos guerreros combaten?
Sukune se le encaró, encrespado. —¿Y tú te lanzarías de cabeza al
combate, poniendo en peligro el futuro de nuestro clan con tu sed de
sangre? ¿Crees acaso que puedes acabar con todo un ejército por
tu-
Kisada profirió un gruñido seco y alzó la mano, satisfecho al ver
cómo sus hijos se sumían de inmediato en un silencio reluctante.
Los ojos del Campeón pasaron de nuevo por la inmensidad del
campo de batalla, al tiempo que tomaba nota de cada unidad como
si fuesen piezas en un tablero de juego, colocadas en pulcras filas.
Su ceño se arrugó durante un momento. Suele ser mucho más
común que oculten sus auténticas fuerzas. Imaginó un pequeño
montón de piezas ocultas en la mano del oponente. La incomodidad
le encogió el corazón.
Apartando la mirada de la visión que tenía ante él, Kisada dirigió su
atención hacia el amplio corredor situado sobre la gran muralla,
buscando a su consejera elegida. —¡Kaiu Shihobu! —gritó, y su
profunda voz resonó con un poder capaz de llevar a sus guerreros
hacia la victoria y la muerte. Una mujer de elevada estatura levantó
la vista de una de las gigantescas máquinas de asedio cercanas, se
giró y se acercó rápidamente mientras se limpiaba las manos en un
trapo. Aunque líder de una poderosa familia, Shihobu nunca estaba
muy lejos de algo que hubiese construido o reparado, y estaba claro
que no consideraría que la batalla podía comenzar hasta que no
hubiese inspeccionado personalmente todo el equipo de asedio. Su
reverencia fue breve, pero preñada de respeto.
—¿Hida-ue, ¿cómo puedo serviros?
—¿Cómo es el último informe de progreso sobre la brecha parcial
en la provincia Ishigaki?
—La reparación se ha visto ralentizada por la lluvia, pero continúa
avanzando. Los daños han sido graves, pero estimamos que se
podrá completar la reparación en siete días.
Kisada hizo un pequeño gesto de asentimiento. —Teniendo en
cuenta los efectivos actuales, ¿cuáles son nuestras capacidades de
asedio?
Los ojos normalmente pardos de la daimyō de la familia Kaiu se
apagaron, y al juntar el cejo la larga cicatriz de su mejilla se arrugó.
—Contamos con las tropas necesarias para las máquinas de asedio,
y un pequeño contingente para efectuar reparaciones y para el
transporte de munición. Pero estamos sobre extendidos —suspiró
—. La familia Kaiu nunca decepcionará al Clan del Cangrejo. Pero si
la Muralla es atacada directamente por el ejército de ahí fuera, no
puedo garantizar su seguridad.
Sukune exhaló aire profundamente, con gesto de preocupación. —
Padre, nuestros almacenes de jade… —el joven tembló durante un
instante al contener una tos, pero tragó con fuerza y continuó—
Están prácticamente vacíos. Si un contingente importante logra
abrirse paso, nuestros recursos resultarán insuficientes para
enfrentarse con una posible incursión de la Mancha. Si la tierra
queda corrompida, no contaremos con los medios necesarios para
purificarla. Perderemos terreno.
Kisada dirigió la mirada hacia un joven vasallo nervioso, que
comenzó a hacer una reverencia cuando se dio cuenta de que la
mirada del Campeón del Clan se había posado en él. —Yasuki
Oguri. ¿Qué hay de nuestras misivas al Emperador? ¿No han
conseguido llegar?
Oguri negó con la cabeza y habló en tono cauteloso. —Han llegado,
Hida-ue. Mi padre ha confirmado que han sido entregadas, y nos ha
hecho llegar las respuestas del Emperador. Pero la respuesta ha
sido siempre igual. Una carta formal, escrita con la caligrafía más
elegante en el papel más delicado, y en la que dice: “El Emperador
lamenta no poder enviaros ayuda en este momento”, ya sea al
hablar de suministros, de tropas o de jade… —El joven bajó la
mirada torpemente, avergonzado—. La respuesta es siempre la
misma.
Yakamo lanzó un gruñido al tiempo que estrellaba de nuevo su
garrote de guerra contra el suelo. —¡Una falacia cortés! —rugió
enfurecido—. ¡Debería ir a Otosan Uchi en persona y exigir lo que
se nos debe como protectores de Rokugán!
Kisada hizo un movimiento con la mano como si cerrase una puerta,
y Yakamo puso fin de inmediato a su diatriba para pasar a gruñir en
voz baja. —No faltes al respeto a los Yasuki. Su daimyō está allí
ahora. Si Yasuki Taka no es capaz de captar el interés del
Emperador… —su mente se desvió un momento, tras lo que centró
nuevamente su atención en Shihobu.
—Digo esto con respeto por la familia Kaiu y por su Muralla —dijo el
Campeón enérgicamente— pero, ¿dónde están los puntos débiles
más cercanos a este lugar?
Las cejas de Shihobu se juntaron al pensar. Mientras que el rostro
de Kisada se mantenía tan rocoso como había planeado, el de la
daimyō Kaiu se mostraba repleto de energía: se podía ver cómo
hacía cálculos a toda velocidad igual que lo haría un comerciante en
un soroban moviendo las cuentas a uno y otro lado. —Justo al norte
de aquí. Un torrente de buen tamaño exigió la instalación de una
canalización de escorrentía. Debería haber una rejilla, pero ninguna
barrera es perfecta. Si lo deseáis, indicaré a un vasallo que os la
enseñe.
Kisada asintió agradecido, y luego se aclaró la garganta: a su
alrededor todo el mundo se puso firme. Este es el deber del Clan del
Cangrejo. La Muralla Kaiu se alza para proteger Rokugán, pero así
también lo hace nuestro pueblo. Y hasta la piedra sólo puede
aguantar cierto número de impactos antes de quebrarse. Hoy
alzaremos una muralla de hierro, igual que Kuni Osaku levantó una
de agua para que se pudiese construir la Muralla. Kaiu Shihobu.
La espigada daimyō hizo una reverencia a su Campeón.
—Haz que tus tropas se encarguen de las máquinas de asedio y del
transporte de municiones. Hiruma Yoshino, divide tus tropas. Arcos
largos sobre la Muralla, arcos cortos en su base, cada uno con una
flecha de señales.
La daimyō de la familia Hiruma se inclinó, y el hidratado cuero de su
vestimenta de explorador se dobló sin el menor crujido. —¿Alguna
otra cosa, Hida-ue?
Kisada se quedó pensando un momento. —Procede si tú consideras
que están listos —Yoshino se inclinó de nuevo, y Kisada sintió el
peso de la curiosidad del resto de los presentes. No importaba: el
plan tendría éxito o fracasaría, y el resto tenía otras cosas de las
que preocuparse.
—Kuni Yori —continuó, y el daimyō de la familia Kuni se inclinó a su
vez, mientras su oscuro mostacho se retorcía sobre una sonrisa
demasiado amplia—. Divide también tus fuerzas: una cuarta parte
para apoyar a los Kaiu, y el resto asistiendo en el terreno.
Necesitaremos tus habilidades y las de tus shugenja en el campo de
batalla.
Por último se dirigió a sus hijos, que se inclinaron todos a una. —
Yakamo, estarás a mi lado. Sukune, te quedarás en la Muralla para
transmitir mis órdenes.
—O-Ushi. Reúne a tus mejores tropas, sigue al enviado Kaiu hasta
la debilidad que comentó Shihobu y haz barridos en la zona.
Asegúrate de dejar claro que se debe mantener una vigilancia
extrema.
Aunque su hija no hizo ningún gesto evidente de desagrado ante la
idea de verse apartada de la batalla principal, Kisada se percató de
cómo se puso tensa un instante antes de hacerle una reverencia. —
Así lo haré, Campeón —asintió girando rápidamente sobre sus
tacones para marcharse al tiempo que uno de sus vasallos se
tambaleaba en su afán por seguirla. Volvía a mascarse la tensión
mientras Yakamo se sonreía con una expresión traviesa y Sukune
lanzaba una mirada envenenada a su hermano al tiempo que
apretaba los dientes para evitar una discusión. Kisada levantó el
mentón de forma enérgica y nuevamente los hermanos se
sosegaron, la tensión disipada como una mano dispersa el humo.
Kisada apartó su atención de las discusiones de sus hijos y lanzó
una última mirada desde la parte superior de la Muralla. Los
ejércitos de las Tierras Sombrías se agitaban y removían, esperando
pacientemente el comienzo de su encuentro. Tanta paciencia
resultaba extraña: una tormenta no aguardaba a que los soldados
encontrasen cobijo antes de comenzar a descargar lluvia.
El Campeón del Clan del Cangrejo emitió un gruñido bajo, que todos
los que conocían al Gran Oso reconocieron como el punto final
antes de dar por concluido un asunto. Se giró y comenzó a bajar las
escaleras, seguido por sus hijos y por sus vasallos con tanta
precisión como una de las máquinas de Shihobu.
***
En las puertas de la Muralla Kaiu, los ejércitos Cangrejo se situaban
en posición, esperando la orden del hombre que una vez más
miraba impasible hacia la lejanía. Kisada aguardaba, tan alto e
imperturbable como los cedros que crecían tras la protección de la
Muralla, mientras los que le rodeaban pasaban su peso de un pie a
otro con nerviosismo, o se encogían de hombros para ajustar la
posición en la que los sode de sus armaduras se encontraban
situados. Para el daimyō de la familia Hida la armadura era como
una segunda piel… aunque al comenzar a sentir una incomodidad
en la base del cuello, deseó poder aguantar la mitad de bien el peso
de los años.
Los ejércitos Cangrejo aguardaron pacientemente mientras sus
unidades se situaban en formación. Kisada hizo un recuento
cuidadoso de sus efectivos y los comparó con el plan que tenía en
mente. Su hijo mayor se encontraba situado a su derecha, haciendo
crujir los huesos de su cuello y echando los hombros atrás como si
fuera un mastín atado con una correa. Uno por uno, sus
comandantes fueron rodeándole hasta que finalmente llegó la
daimyō Hiruma, andando con unas pisadas tan ruidosas como la
nieve al caer. Los ojos oscuros de Kisada se encontraron con los de
ella, haciendo una pregunta sin palabras que la daimyō respondió
con un leve asentimiento.
—La corte está reunida —afirmó Yori medio susurrando en su
característica voz sibilante—. Aguardamos vuestras órdenes, Hida-
ue.
Kisada asintió a sus generales, sacó su gunbai del cinto y lo levantó.
A su alrededor el movimiento de miles de hombres se detuvo de
forma abrupta, y el fuerte sonido de legiones de tropas situándose
en orden de revista desprendió ecos del paisaje. Cada gesto de su
abanico de guerra se correspondía con el movimiento de piedras a
lo largo de la espesura de madera de un tablero de juego, y con el
movimiento de centenares de soldados por las ventosas planicies de
las Tierras Sombrías. Un gesto hacia adelante del abanico seguido
de un barrido de izquierda a derecha envió a los shugenja Kuni
hacia los flancos para evitar que el enemigo les cortase la retirada
de vuelta hacia la Muralla. Otro gesto hacia adelante seguido de un
barrido, esta vez de derecha a izquierda, y los exploradores Hiruma
alzaron sus arcos, daikyū los situados sobre la Muralla, hankyū los
que se encontraban debajo. Un movimiento hacia arriba seguido de
un giro de muñeca hacia atrás, y las máquinas de asedio sobre la
Muralla se prepararon, el sonido de sus mecanismos audible incluso
a centenares de metros de distancia.
Por último, las tropas se situaron en posición. Kisada bajó su gunbai
un instante y se colocó finalmente su mempō: la máscara de acero y
oro ocultaba sus rasgos por completo, a excepción de los ojos, que
mostraban una expresión de concentración. Levantó el abanico de
guerra una vez más, manteniéndolo situado alto en el aire mientras
sus generales lo observaban nerviosos: vida y muerte, equilibradas
en una pieza de hierro grabado con el símbolo del Clan del
Cangrejo. Pasaron unos instantes, como si el mundo estuviese
tomando aliento por última vez.
Entonces el gunbai cortó el aire con un movimiento hacia delante, y
todo se sumió en el caos al dar comienzo la batalla.
Hordas de aullantes bakemono se lanzaron a toda prisa hacia
delante, algunos incluso en llamas en lo que los trasgos
consideraban un “honor”, y docenas de ellos murieron atravesados
por flechas Hiruma.
De entre las filas del enemigo salió un horror lleno de tentáculos,
pero sus rugidos se tornaron en aullidos de dolor cuando el certero
disparo de una de las catapultas Kaiu acertó en su objetivo. El
monstruo se revolvió en estertores agónicos antes que quedar
inmóvil.
Tambaleantes fuerzas de no muertos trataron de abrirse paso por el
flanco meridional, pero las plegarias de los shugenja Kuni
fracturaron el suelo por el que pasaban, haciéndolos caer cuerpo a
tierra.
La imponente forma de Hida Kisada destacaba en medio del caos.
Su gunbai barría el aire y guiaba a los ejércitos Cangrejo como si
fuesen fichas en un tablero, que se movían para enfrentarse a
cualquier amenaza y acabar con ella.
De repente, un aullido infernal cortó el aire: un destacamento de
onikage, montados por los maléficos samuráis no muertos
conocidos simplemente como los Perdidos, se abrió paso desde las
filas del enemigo para ejecutar una maniobra de barrido en forma de
guadaña y lanzarse directamente al corazón de los ejércitos Hida.
Kisada frunció el cejo. Había situado sus tropas de forma que
provocasen al enemigo a atacar desde la izquierda y poder
atraparlos con una maniobra de pinza. Incluso había elegido aquel
lugar, situado a un centenar de metros de la Muralla como su puesto
de mando porque era terreno abrupto. Atacar desde la derecha, a
través de una zona pensada para interrumpir cargas rápidas y
donde la defensa Cangrejo era más fuerte parecía equivocado
incluso para los engendros más estúpidos de las Tierras Sombrías.
Con todo, los onikage eran criaturas poderosas, y los Perdidos lo
eran aún más.
Kisada se imaginó un tablero en el que el enemigo hacía avanzar
una ficha para abrir un agujero en la línea de batalla al retirarse sus
tropas. Parecían haber dedicado sus mejores tropas a un único
ataque, con la esperanza de que sobreviviesen los suficientes como
para lanzar un golpe letal contra el centro de mando de su
oponente. Kisada estaría encantado de hacer que el intento
resultase fútil.
Efectuó un movimiento rápido con el gunbai que hizo silbar el aire, lo
que mandó avanzar a un destacamento de tropas equipadas con
naginata. Las lanzas acabadas en hojas de un filo de las tropas
Cangrejo cortaban con una eficacia letal incluso al enfrentarse con
la velocidad ultraterrena de los caballos no muertos. Cadáveres
acorazados salieron volando mientras sus monturas lanzaban
escalofriantes chillidos al estrellarse contra el suelo. Mientras los
Perdidos supervivientes se esforzaban por levantarse, más tropas
avanzaron para enfrentarse al enemigo, y Yakamo, incapaz de
continuar controlando su sed de sangre, lanzó un fuerte grito y se
lanzó a la refriega.
Kisada gruñó ante la estupidez de su hijo y abrió la boca para
gritarle que volviese, justo en el momento en el que el suelo se
estremeció bajo sus pies, y los sonidos normales de la batalla se
convirtieron en gritos de terror. Una extensa forma, negra y rugosa
como la piedra, saltó desde detrás de la destrozada masa de los
onikage y se estrelló contra las tropas Cangrejo como un meteoro,
destrozando cuerpos a su paso.
Así que el ataque contra el puesto de mando había sido genuino
después de todo. Pero no había identificado correctamente cuál era
el contingente enemigo más poderoso. Cuando había enviado a sus
tropas a enfrentarse con la caballería se había quedado expuesto.
Una maldición muy poco característica se le escapó de los labios
mientras levantaba su kanabō justo a tiempo de detener la retorcida
espada negra de su oponente, cuyo impacto hizo retroceder
tambaleando al Campeón del Clan del Cangrejo.
El enemigo de Kisada se estiró hasta alcanzar toda su monstruosa
altura: un oni, cuyo enorme cuerpo estaba protegido por astilladas
placas de obsidiana y cuyos ojos ardían con el fuego del mismísimo
Jigoku. —¡Campeón del Clan del Cangrejo! —tronó la bestia,
apuntando a Kisada con su deformado sable— ¡Tú y tus tropas
sucumbiréis aquí! ¡Disfrutaré despedazándote miembro a miembro y
devorándote vivo, como la carne que eres!
Kisada se permitió esbozar una sonrisa, delgada y peligrosa como el
filo de un cuchillo, y situó su garrote de guerra frente a él, preparado
para el combate. —Comencemos entonces —declaró, y el oni dio un
salto adelante con un aullido.
El mundo alrededor del Campeón pareció difuminarse, toda su
complejidad desaparecida, como una tela lanzada a las llamas. Sólo
existían él y el oni, golpe y parada, estocada y esquiva. El oni rugió
enfurecido cuando el garrote de hierro del Campeón destrozó una
de las placas de obsidiana atadas a su cuerpo demoníaco. El
Campeón ahogó un gemido cuando el revés de la criatura le golpeó
contra el muslo, haciéndole tambalearse brevemente con una sola
pierna. La risa sofocada del monstruo se convirtió en un gruñido
estrangulado de sorpresa cuando el barrido de Kisada le golpeó
bajo la barbilla y destrozó parte de su mandíbula, al tiempo que
manchaba el suelo con pegajosa sangre negra. El envejecido
Campeón gruñó mientras bloqueaba otro ataque con su kanabō,
mientras por sus articulaciones se extendía un dolor que nunca
había sentido de joven. La edad era el otro enemigo al que se
enfrentaba, y contra el que la mejor defensa era simplemente
ignorarlo por completo, un acto estudiado y unido al pragmatismo y
la tozudez por las que su clan era famoso.
De repente el oni bramó, sorprendido: más sangre negra manó
hacia el suelo, y apareció un bushi solitario, ōtsuchi en mano y con
el martillo de guerra resbaladizo de sangre. La figura dedicó un
instante a agachar la cabeza en dirección a Kisada y rápidamente le
rogó que perdonase la interrupción. Kisada, aún aturdido por el
frenesí del combate, únicamente gruñó a modo de respuesta. Los
dos combatieron juntos contra la criatura: el combatiente de menor
tamaño actuaba como distracción mientras Kisada destrozaba más
partes de la armadura de la bestia. La corrupta obsidiana quedaba
reducida a cascotes, y esquirlas quedaban clavadas a la carne de la
criatura. El oni rugió y dio otro paso adelante, como para lanzar un
barrido con su espada contra los dos atacantes…
…y aulló de dolor cuando el suelo se hundió bajo su pierna
izquierda, atrapándola a la altura de la rodilla. El oni lanzó un grito
atronador de furia y confusión, moviéndose de forma espasmódica
al tiempo que su pierna iba quedando cada vez más atrapada y que
gruesas cuerdas se estiraban sobre él y se clavaban al suelo.
Pequeñas criaturas peludas salieron del agujero, escurriéndose al
interior de otros túneles bajo tierra. Estaba claro que el extraño plan
de Hiruma Yoshino había funcionado.
Se revolvió al sentir la mano del bushi en su brazo.
—¡Perdonadme, mi señor! —gritó el bushi—, ¡pero el campo de
batalla está sumido en la confusión! Sukune-sama os ruega que le
mandéis señales. ¡Puedo contener a esta bestia mientras os retiráis!
El aturdimiento de Kisada pasó, y el caos del combate regresó.
Kisada oyó al mismo tiempo los rugidos de más oni y los gritos de
sus tropas. La niebla roja del combate se había disipado, y el tablero
de juego se asentó una vez más en la mente del Campeón.
Estrechó la mano del bushi y asintió, tras lo que se dio la vuelta
mientras el guerrero corría hacia el monstruo atado, martillo en
mano. La imagen desapareció en instantes mientras Kisada se
retiraba, y la batalla se tragó a la pareja de combatientes.
Kisada se encaminó en dirección a la Muralla y vio a Yakamo, riendo
presa de la sed de sangre mientras convertía en fragmentos de
hueso a un trío de guerreros Perdidos. Gritó el nombre de su hijo
con toda la fuerza de sus pulmones, y el joven pareció despertar de
un sueño para después correr a situarse al lado de su padre sin
pronunciar una palabra. La pareja se abrió paso a través de
docenas de trasgos y Perdidos, y la locura de un centenar de
pequeños combates, hasta llegar al borde de la Muralla, donde
Hiruma Yoshino y sus arqueros disparaban tan rápido como les
permitían las manos. Yakamo agarró a uno de ellos, que se
sobresaltó y a punto estuvo de dejar caer el arco a causa de la
sorpresa.
—¡Preparad la señal! —ordenó Kisada. El arquero cogió de forma
apresurada una flecha especial de caña y la disparó hacia el cielo.
El proyectil dejó un pequeño hilo de polvo rojo a su paso por el cielo,
y al caer contra el suelo lo hizo con un potente silbido que lanzó
ecos por el campo de batalla.
Las fuerzas Cangrejo comenzaron a retirarse de forma casi
instantánea en dirección a la Muralla. Los ejércitos de las Tierras
Sombrías lanzaron un grito de triunfo y comenzaron a
perseguirlos…
En ese momento Kisada levantó su gunbai en el aire, y el repentino
movimiento hacia atrás del abanico de guerra se vio reflejado por un
coro de sonidos de cuerdas al soltarse, proveniente de la parte
superior de la Muralla al liberarse a la vez incontables mecanismos.
Las primeras líneas de las fuerzas enemigas tuvieron justo el tiempo
suficiente para gritar en caso de ser capaces de ello, a diferencia de
los no muertos, antes de ser aplastados por toda roca, estaca y
canto que los ingenieros de asedio Kaiu fueron capaces de disparar.
Durante un breve instante sólo hubo polvo y silencio, pasado el cual
el abanico de guerra de Kisada hizo una nueva señal y las tropas
dieron la vuelta hacia el campo de batalla, ensangrentados pero
decididos a continuar.
***
Un humo negro y oleoso se elevaba desde la pira de cadáveres de
las Tierras Sombrías. Un grupo de plebeyos cubiertos con sucios
ropajes pardos de la cabeza a los pies iban lanzando los cadáveres
de apestosos bakemono, corruptos Perdidos y restos de oni a un
montón cada vez más grande. Ver a estos cuervos enfangados era
algo común tras una batalla, ya fuese porque se vieran atraídos a
ella por una necesidad económica o porque se les ordenase ir como
castigo por algún crimen. Resultaba sencillo distinguir entre los dos
tipos, ya que los que estaban allí para proporcionar sustento a sus
familias llevaban abalorios para repeler la Mancha de las Tierras
Sombrías: talismanes atados a la manga, relicarios con plegarias
escritas, o brazaletes desconchados que llevaban en sus delgadas
muñecas. Probablemente sabían que este tipo de protecciones
resultaban inútiles ante una maldad como aquella: solamente los
materiales benditos como el jade mostraban capacidades evidentes
para evitar la corrupción física y mental que transmitían las Tierras
Sombrías y sus criaturas.
Los cuervos enfangados iban echando aceite en cualquier lugar de
la pira en la que el fuego comenzaba a apagarse, obligando al fuego
a acabar de devorar su desagradable dieta de cadáveres. De
repente se dio cuenta de que había más de los que jamás había
visto juntos en un solo lugar. A lo largo de su vida había participado
en muchas batallas y sentido dolores como los que sentía en aquel
momento. Pero hoy había sido distinto. Tanto sus dolores como el
conflicto habían aumentado de intensidad. Algún día su fortaleza no
bastaría para sobreponerse a ninguno de los dos.
El sonido de unos fuertes pasos se aproximó a donde se
encontraba, y el daimyō supo quién era antes de oír su voz. —
¡Menuda batalla! —dijo Yakamo, exultante y riendo orgulloso—. Y
esta no es precisamente la única hoguera de cadáveres enemigos.
¡La próxima vez, la escoria de las Tierras Sombrías debería
ahorrarnos problemas y tirarse directamente a la pira!
Kisada permaneció en silencio, y esta vez Yakamo pareció no darse
cuenta, ocupado como estaba relatando la forma en que había
acabado con un trío de trasgos de un solo golpe de su tetsubō. El
Campeón del clan giró la cabeza lentamente y un samurái cercano
se acercó corriendo a su lado, acostumbrado a interpretar los gestos
más sutiles de su señor.
—¿Mi señor?
Un bushi me ayudó a combatir contra un oni ataviado con obsidiana,
lo que me permitió retirarme y prestar atención a otros menesteres
—comentó Kisada suavemente—. Comprueba qué ha pasado con
aquel samurái, e infórmame de inmediato —el vasallo hizo una
rápida reverencia y se retiró, tras lo que Kisada centró de nuevo su
atención en la Muralla Kaiu, justo a tiempo para ver cómo se
acercaba corriendo una mensajera. Yakamo hizo ademán de
interceptar a la mujer pero se detuvo al ver que la mensajera llevaba
un trapo con el sello personal de O-Ushi y se inclinaba ante ambos.
—Mis señores, os ruego me disculpen. La dama Hida ha regresado
y me ha pedido que solicite vuestra presencia en el patio de armas.
También ha hecho llamar al señor Sukune —Kisada hizo un sonido
a modo de asentimiento e indicó a la mensajera que fuese en
cabeza. Él y su hijo le siguieron.
—Es una pena que no acabases tú mismo con el oni, padre —dijo
Yakamo mientras caminaban—. Especialmente uno protegido con
obsidiana. ¡Imagina la gloria de acabar con él! Hubieras-
Kisada se paró de repente; Yakamo se tambaleó durante un
momento, confundido, y se giró a mirar a su padre mientras el
daimyō cruzaba los brazos y se enderezaba. —¿Tengo acaso
necesidad de gloria, hijo mayor? ¿Crees que la familia Hida la
necesita? ¿De entre todo el Clan del Cangrejo, acaso es eso lo que
buscamos?
Yakamo abrió la boca para responder, pero un gesto de su padre le
hizo enmudecer de nuevo.
—Debes aprender bien esta lección, hijo mayor —dijo Kisada,
hablando de forma controlada, en voz baja—. La fuerza es algo
espléndido. La tuya me recuerda a la mía cuando tenía tu edad.
Pero la fuerza es hierro, que debe templarse. Y la gloria también es
algo espléndido, pero inútil sin pragmatismo. Recuérdalo —Yakamo
asintió con gesto un tanto hosco, pero con humildad. Kisada profirió
un gruñido satisfecho y comenzó a andar de nuevo. Su hijo y su
comitiva le siguieron.
O-Ushi y sus tropas aguardaban en el gran patio situado en el
interior de las puertas de la Muralla Kaiu con las armaduras
manchadas de sangre y con un grupo de prisioneros encadenados
tras ellos, compuesto por varios trasgos y un ogro. Sukune bajó los
últimos escalones de la Muralla, sin aliento y jadeando levemente al
tiempo que se aproximaban Kisada y Yakamo, y O-Ushi hizo un
rápido gesto a uno de sus vasallos para que ofreciese a su
enfermizo hermano un trago de su cantimplora de tela. —Relájate,
hermano, he sobrevivido —dijo amablemente, con voz evidente de
preocupación.
—Veo que… no todas tus… tropas tuvieron tanta suerte —replicó
Sukune mientras recuperaba el aliento—. Me preocupa ese hecho, y
tus prisioneros. Esperaba que fuesen menos los que tratasen de
abrirse paso.
La expresión de O-Ushi se tornó sombría. —De hecho fueron dos
grupos los que trataron de atravesar la Muralla. Los trasgos se
metieron por la canalización que nos indicó Kaiu Shihobu, pero el
ogro y sus compañeros llegaron escalando una sección más baja de
la Muralla. Allí fue donde sufrimos bajas, pero a pesar de todo
logramos capturar a uno de ellos. Me aseguraré de entregárselo a
Kuni Yori-sama, tal como había solicitado.
El rostro de Sukune quedó aún más pálido y se tambaleó durante un
momento al darse cuenta del peligro implícito indicado por lo que
acababa de escuchar. Yakamo gruñó y apretó los dientes al tiempo
que aferraba las empuñaduras de sus armas. Sólo Kisada mantuvo
una apariencia de tranquilidad y asintió lentamente. —Manda a un
par de shugenja a las zonas de combate para que comprueben si
hay restos de Mancha, y asegúrate de que estén bien pertrechados
de jade —Sukune comenzó a abrir la poca para protestar, pero en
lugar de ello asintió.
—Comprobaré nuestras reservas, padre —suspiró—. Sé que no
habrá mucho, pero haré lo que pueda. Rezo porque no lo
necesitemos.
La tensión del encuentro se vio perturbada cuando apareció
caminando por la puerta el samurái con el que Kisada había hablado
antes. Le seguían dos plebeyos con vestimentas pardas, llevando
un cadáver tapado con una tela sobre unas parihuelas. —Mi señor,
os ruego me disculpéis —dijo mientras hacía una profunda
reverencia—, pero he explorado el campo de batalla tal y como me
ordenasteis. El oni ataviado de obsidiana está muerto, lo encontré
con un martillo alojado en el cráneo.
—Por desgracia, cuando movimos el cuerpo descubrimos que
aferraba este cadáver —el samurái se acercó al cuerpo y levantó la
tela, revelando el cadáver del bushi, manchado con la negra sangre
del oni—. Parece que dio su vida para matar a la bestia.
Kisada se acercó lentamente, dándose cuenta por primera vez de
que la heráldica del yelmo del bushi era Hida, de su propia familia.
La correa que mantenía fijo el mempō en el yelmo se había roto, y el
daimyō apartó cuidadosamente la máscara. El vasallo profirió una
exclamación de sorpresa, y Kisada agradeció profundamente que al
hacerlo ocultase su propia conmoción.
—Ah, Hida Tomonatsu —dijo el samurái—. Era una guerrera
prometedora. La fortuna puede ser cruel. Al menos tuvo una buena
muerte.
El rostro de la bushi mostraba una expresión tranquila, casi pacífica,
turbadoramente joven para ir ataviada con semejante armadura y
manchada de sangre. Kisada levantó la vista y se encontró con O-
Ushi mirándole, y durante un momento algo en su interior tembló
como la cuerda de un shamisen. Recordó la primera vez que cada
uno de sus hijos se había puesto una armadura. Yakamo, que casi
no cabía en la suya incluso a una edad tan temprana; Sukune, que
se tambaleó bajo su peso; y O-Ushi, tan confiada como si hubiese
nacido para vestirla.
Tan confiada como lo había estado Tomonatsu mientras combatió a
su lado contra el oni. —Hacedle un funeral apropiado, con todos los
honores —se oyó decir mientras colocaba de nuevo la tela sobre el
cuerpo y recuperaba la compostura, ocultando sus emociones bajo
la armadura—. Ha honrado a su familia, y ha servido bien a su
daimyō.
El samurái hizo una reverencia y se retiró junto con los dos plebeyos
y el cadáver de Tomonatsu.
Kisada oyó a sus hijos hablar detrás de él, Yakamo y O-Ushi
departiendo sobre sus batallas respectivas y Sukune comentando
con un vasallo que encontrasen el jade que pudieran, pero el
Campeón del Clan del Cangrejo apenas se dio cuenta. En lugar de
ello se quedó mirando la comitiva de los cuervos enfangados que
traían las bajas: algunos gritaban solicitando ayuda, destinados a le
enfermería. Otros debían entregarse a sus familias, para que les
limpiasen y vistiesen con túnicas sencillas antes de ser incinerados
y de que se entregasen sus efectos personales de acuerdo con la
tradición. Y otros se colocaban en filas separadas, tan infectados
con la Mancha que debían incinerarse de inmediato en el patio
pequeño situado más allá del patio de armas, donde unos sirvientes
llevaban troncos de cedro burdamente cortados para las piras. Se
quedó contemplando durante un largo instante las filas de
cadáveres, tan pulcras como las fichas en un tablero. Los más
corrompidos serían incinerados junto con sus armaduras, sin dejar
nada para sus familias aparte de una nota de agradecimiento y
condolencias. No estaría escrita con un papel tan delicado como el
de la misiva del Emperador, pero tendría significado. Al menos para
un Cangrejo.
Finalmente los ojos de Hida Kisada se alzaron hacia el cielo,
siguiendo las columnas de humo negro a ambos lados de la Muralla
que se alzaban como dedos negros hacia el cielo, alimentadas por
cadáveres de aliados y enemigos.
¿Cuándo humo haría falta para obligar a actuar al Emperador? ¿O
sería necesario que ardiese todo Rokugán para que su majestad se
percatase?

Salido de las llamas


Por Robert Denton III

Una semana más tarde, al este, en tierras Fénix…


Tsukune ya se encontraba en mitad del umbral que llevaba hasta la
capilla del bosque cuando se percató de su error. Se encogió al
tocar el terreno sagrado situado al otro lado del arco torii con el pie
derecho antes que con el izquierdo. Se había presentado ante sus
pares, en el hogar de sus ancestros, en la capilla de su familia, tal y
como lo haría cualquier León.
Después de pasar la entrada, Tsukune susurró al hombre que
caminaba a su lado: —Lo he vuelto a hacer.
—Nadie se ha dado cuenta —respondió Tadaka—, limítate a seguir
andando.
Tsukune metió las manos en las mangas de su kimono y acomodó el
paso del hombre cuya protección tenía asignada, manteniendo la
posición dentro de la silenciosa procesión de copetes, mon de la
familia Shiba y obi de color blanco crema. Subían por un sinuoso
camino de piedra adornado con arcos torii de un ardiente color rojo.
La fuerte brisa agitaba los claros elevados de musgo rosado
situados a uno y otro lado, esparciendo pétalos sobre el camino. Era
una bendición en aquella extrañamente cálida primavera, a pesar de
que cubriese los arcos del templo con una gruesa capa de polen.
Tadaka susurraba plegarias mientras caminaba, al tiempo que iba
pasando una por una las esferas de jade de su collar de cuentas de
una mano a otra. Era una cabeza más alto que los demás, y las
elaboradas capas de su kimono convertían su ancha espalda en un
estandarte solitario de la familia Isawa. Tsukune podía ver cómo las
facciones de aquellos que le miraban de reojo quedaban iluminadas
por el respeto que le profesaban. Sin embargo, no podía descifrar el
significado de las miradas que le dedicaban a ella.
Al final de las escaleras, el camino acabó por llevar al patio de
piedra del templo. En el centro del patio aún podía verse una tabilla
mortuoria, pero el resto de elementos del funeral llevado a cabo días
atrás ya habían sido retirados. La procesión se separó al llegar al
patio: los samuráis Shiba se separaron en pequeños grupos
mientras aguardaban su turno en el gran honden de dos plantas.
Tsukune se echó agua en las manos y antebrazos con un cucharón,
tras lo que dejó su lugar en las aguas benditas al siguiente de la fila.
Se apartó de la asfixiante muchedumbre para contemplar el
espejado estanque cercano, que las doncellas del templo limpiaban
de las flores de melocotonero que habían caído sobre su superficie.
Desde la superficie del ondulante espejo situado a sus pies, le
devolvió la mirada una chica de diecisiete veranos.
—Te estás obsesionando —comentó Tadaka, que apareció a su lado
en el estanque.
—No puedo cometer este tipo de errores —susurró ella—. Aquí no.
Si me equivoco en la ceremonia de esta noche…
—Nadie se dará cuenta —le aseguró—. Estarán demasiado
ocupados mirándose a sí mismos como para preocuparse por ti.
Bueno —añadió—, excepto las damas. Ellas me estarán mirando a
mí.
Los labios de Tsukune se enarcaron en una media sonrisa. —
Apuesto a que realmente lo crees.
Se quedaron de pie, en silencio, mirando trabajar a las miko:
introducían firmemente la red en el lustroso estanque y barrían
ceremoniosamente el borde de piedra entre los trinos de los
ruiseñores.
—Sabes —dijo Tadaka—, si alguien debería estar preocupado por
esta noche, soy yo. —Eso sería una novedad —respondió Tsukune.
—Exacto —sonrió Tadaka. El viento hizo estremecer el dosel de
color blanco rosado, provocando la caída de una cascada de pétalos
al tiempo que se filtraba la luz a través de él. Sus ojos centellearon
ante la zozobra de las doncellas del templo mientras las flores se
esparcían a su alrededor—. Cuando el viento roba sus flores a los
melocotoneros, parece espontáneo. Pero en realidad es algo
planeado. Que el viento sople, que el árbol esté ahí, que los pétalos
caigan de esa manera… todo ello estaba ya determinado cuando
fueron engendrados. Teniendo esto en cuenta, ¿qué sentido tiene
preocuparse?
—Qué fatalista —dijo Tsukune.
—Me reconforta —Tadaka se acercó al estanque. Por su cuerpo se
movieron haces de luz, reflejados por el agua.
—He visto indicios alentadores —susurró—. Los maestros me
prefieren… o bueno, la mayoría —se rio entre dientes—. La
ceremonia de esta noche me proporcionará la autoridad que
necesito. Cuando vean la sabiduría de mis planes, iré a tierras
Cangrejo a completar mi investigación. Y tú vendrás conmigo. Allí
plantaremos la simiente del futuro —hizo una pausa, y luego añadió
—. De nuestro futuro.
Sus nudillos se tocaron con los de ella. En el reflejo del estanque,
las mejillas de la chica se tornaron del color de las camelias en flor.
—¿Me engañan mis ojos, o Isawa Tadaka-sama ha bajado
finalmente de su montaña?
Tsukune se envaró al tiempo que Tadaka sonreía en dirección a la
nueva voz. Un deslumbrante joven se acercaba desde la
congregación del patio. Sobre su obi blanco, dibujada sobre las
elaboradas sedas que le cubrían el pecho, se veía un ala flamígera
rodeando una naginata, el mon del Ala del Cielo.
Tadaka echó sus brazos sobre el recién llegado. —¡Tetsu-san! Me
preguntaba cuándo tendrías el valor de acercarte. —Los dos rieron
mientras Tsukune observaba, como un niño pequeño haría al mirar a
unos adolescentes.
—Esto merece una felicitación —dijo Tetsu—. El Maestro Rujo te ha
hecho un gran honor.
—Me esforzaré por ser digno de él —replicó Tadaka—. Tengo
entendido que también participarás en la ceremonia, ¿no es así?
Tetsu asintió. —Hai. Esta noche haré una demostración de las
adiciones que hizo sensei a las kata del Ala del Cielo. Aunque sin
duda no seré capaz de igualar su donaire y pericia, haré todo cuanto
esté en mi mano para honrar su memoria.
Tsukune apartó la mirada mientras conversaban. Sus voces se
perdieron entre los ruidos del patio, una algarabía de saludos, gritos
de reconocimiento y profundas reverencias.
Había reunidos más miembros de la familia Shiba de los que jamás
recordase haber visto juntos: viejos, jóvenes y recién salidos del
gempukku. Sobre ellos, el viento movía los tapices colgados de los
techos inclinados que se utilizaban para la danza sagrada. Regalos
de otros templos situados en distintas provincias, eran como los
Shiba que se encontraban bajo ellos: vibrantes pinceladas de color
entre la piedra gris y la madera pulida de la capilla. Todos, a
excepción de uno: una representación rústica y desvanecida de una
cascada situada muy por encima de un dosel de pinos. La columna
de estampados situados en una austera esquina contaban la historia
del tapiz: su origen era León, y había sido completado en tierras
Fénix. En comparación con los demás, sus colores parecían
apagados, inexpertos y desequilibrados.
Tsukune decidió que le gustaba. Podía entenderlo.
—Después de todo, tengo que resarcir a Tsukune-kun —bromeó
Tadaka, y la mención de su nombre hizo a Tsukune volver a prestar
atención de repente. Puede que Tadaka fuese la única persona que
le pudiese llamar “kun” y salirse con la suya—. Es por mi culpa que
no pueda dejar de lado sus deberes como yōjimbō, aunque todos
los demás lo hayan hecho.
Tsukune le dirigió una mirada airada. A modo de respuesta, él le
dedicó una sonrisa juguetona.
—Tsukune-san es muy diligente —comentó Tetsu. Su sonrisa se
veía reflejada en sus ojos—. Me alegra verte de nuevo. Te echamos
de menos en el festival Kanto. Hubo algunos comentarios, pero les
aseguré que hubieses estado allí si tus deberes no te lo hubieran
impedido.
Tsukune se limitó a asentir y responder —Como digas—, tal y como
hacía siempre que se quedaba sin argumentos.
***
Finalmente solos dentro del santuario interior, Tsukune situó
respetuosamente su tazón de incienso sobre las brasas. En cuestión
de instantes comenzaron a levantarse un par de espirales gemelas
de humo de madera de agar, entrelazándose sobre el receptáculo
de los recién fallecidos, una caja lacada de cenizas en la que se
mostraba una tira de papel. Tsukune leyó lo que había escrito en el
papel a la luz color avellana de las velas: Shiba Ujimitsu, Campeón
del Clan del Fénix.
Tsukune aferró el collar de cuentas tal y como le había enseñado la
miko. Trató de no pensar en lo que le había oído decir: que el
Campeón del Clan del Fénix había fallecido antes de que le llegase
su hora. Que su muerte había afectado gravemente a su hermano.
En lugar de ello cerró los ojos e inclinó la cabeza mientras susurraba
una plegaria por el espíritu del fallecido.
Ujimitsu se había sentado en el centro del salón del banquete
durante la ceremonia de gempukku en la que Tsukune había
alcanzado la mayoría de edad. Recordaba la apariencia que tenía
entonces: su cuerpo achaparrado y sus rasgos poco agraciados en
contraste con su gloriosa chaqueta alada kataginu, abierta como si
fuese a alzar el vuelo. A su derecha se sentaba su alumno más
prometedor, otro puesto de grandes honores.
Aquel día era Shiba Tetsu el que se sentaba en el asiento en el que
imaginaba que se habría sentado su hermano, si aún estuviera vivo.
Se escuchó un estrépito proveniente del exterior. El recuerdo se
desvaneció. Tsukune alzó la vista hacia la estatua de piedra de
Shiba, el fundador de su familia. La estatua se encontraba
arrodillada. En aquel momento le parecía más grande que nunca.
Desde fuera oyó cómo una sacerdotisa regañaba a las doncellas del
templo a la vez que dirigía los preparativos de la ceremonia.
Sólo una noche. Después, ella y Tadaka podrían volver a sus vidas
sencillas. A su futuro juntos.
Metió la mano discretamente en su obi y sacó un delgado trozo de
tela. La sencilla tela, que no era más larga que su antebrazo y se
encontraba deshilachada en los bordes, aún mostraba el roto mon
del dojo de su hermano. Sus dedos apretaron la tela, su tenugui.
Exhaló en silencio. Y durante un instante, pareció como si su
hermano estuviera ahí, quitándose la tela de la frente y vendando
con ella una pequeña rozadura en su rodilla, mientras sonreía a su
hermanita.
—Haré cuanto pueda —susurró. Sobre ella, el rostro de piedra de
Shiba le observaba.
***
La estilizada naginata de Tetsu seguía el rastro de las estrellas con
su hoja en el patio situado ante la capilla a la luz de la luna. El filo
trazaba arcos argénteos a su alrededor sin detenerse entre sus
pasos. Tsukune no veía dos entidades, hombre y arma, sino un
único cuerpo rendido a una danza de luz, acero y vacuidad. Cada
grácil gesto implicaba la muerte de un oponente invisible, cada
estocada era un último aliento. Tetsu se detuvo, con un pie colocado
tras la rodilla opuesta, equilibrado sobre una única pierna y con la
lanza extendida hacia fuera. En aquel momento se convirtió en un
bastón de bambú, flotando en un torrente que reflejaba el cielo.
Tetsu colocó el arma en su atril y apretó la frente contra el suelo. Al
levantarse, el patio quedó iluminado por la luz de su ejecución. Los
feroces braseros aniquilaban, celosos, polillas del cielo nocturno.
Regresó a su asiento, un sakura solitario entre arces.
Nadie habría sido capaz de ejecutar la kata de las Alas del Cielo con
mayor perfección, ni siquiera si Ujimitsu aún hubiese estado vivo. Si
el fallecido Campeón aún moraba en este mundo, tenía la certeza
de que lo hacía en la habilidad de su mejor pupilo.
El tañido apagado que señalaba el comienzo de la hora de la rata
rompió el silencio. Los testigos del patio se giraron todos a una para
situarse encarados con la entrada del templo. Sus puertas pintadas
se abrieron. Los Shiba se inclinaron, todos a una. Tsukune captó el
reflejo de la luz de la luna al deslizarse por los bordes de un
palanquín lacado situado en mitad de la procesión de doncellas del
templo, sacerdotes y shugenja que se adentraron silenciosamente
en el patio.
Una espada curva se encontraba colocada sobre un pedestal de
madera de ciprés. Los delicados grabados de alas en la funda
reflejaban la luz de los braseros, haciéndola brillar con tonos
carmesíes y de oro bruñido. Incluso desde donde se encontraba
sentada, Tsukune podía ver cada una de las perlas incrustadas en
su empuñadura de piel de manta, las cintas de seda inmaculada
trenzadas perfectamente alrededor del pomo, y las alas curvadas de
bronce que conformaban la guarda tsuba de la espada.
Ofushikai, la espada ancestral del Clan del Fénix, portada por todos
los Campeones del clan desde los albores del Imperio.
Los últimos en salir de la capilla fueron cinco personas ataviadas
con elaboradas túnicas de seda, y los kataginu alados de cada una
de las figuras portaban un mon diferente, un elemento capturado
dentro de un círculo perfecto. Mientras se adentraban en la
oscuridad de la noche del patio, Tsukune recordó cómo Tadaka le
había hablado de los elementos, hace ya tantos años: Fuego, Agua,
Aire, Tierra y Vacío. Cinco elementos naturales, y un Maestro
Elemental para cada uno de ellos.
Finalmente vislumbró a Tadaka cuando éste se colocó en su lugar,
al lado del Maestro de la Tierra. Vestido con sus ropas
ceremoniales, tenía un aspecto aún más resplandeciente que antes.
El espacio vacante tras él parecía llamar a Tsukune, pero fortaleció
su corazón ante el instinto de ir junto a él y permaneció en su
asiento. Sólo los individuos queridos por los kami podían presidir
esta parte de la ceremonia. Si se sentía incómodo sin Tsukune a su
lado, Tadaka no dio muestras de ello. Mucho más alto que su sensei
y de la mitad de su edad, parecía un gran pino al lado de un roble
marchito. También había otros aprendices, uno por cada uno de los
Maestros Elementales. Todos ellos bajaron la cabeza y movieron los
labios al unísono. Sus palabras no podían ser oídas por la
audiencia, y en lugar de ello se alzaron directamente hacia los
Cielos.
Tsukune sintió de forma instintiva una mirada. El señor temporal del
Castillo Shiba la observaba desde su asiento en el estrado del patio.
Shiba Sukazu, antiguo hatamoto del Campeón del clan y hermano
de éste. La luz de los braseros parecía formar arrugas en su rostro,
e iluminó la cinta de plata que adornaba su sien. El blanco de su obi
prácticamente brillaba, igual que lo hacía el pergamino que llevaba
entre las manos. Las últimas palabras de Shiba Ujimitsu, su poema
de muerte, estaban escritas en ese pergamino.
Tsukune se quedó congelada ante aquella mirada inexpresiva: un
sentimiento de culpa por haber cruzado la mirada con él encendió
su rostro mientras se esforzaba por identificar el error que había
cometido para llamar su atención. Pero no hubo respuesta del señor
del castillo. Simplemente asintió y centró su atención nuevamente
en la ceremonia. Ella hizo lo mismo, al tiempo que soltaba un
suspiro de alivio.
La primera aprendiz en dar un paso al frente fue la acompañante del
Maestro del Aire. Cinco doncellas del templo le rodearon. El sonido
rítmico de los tambores taiko llenó el aire. Cada golpe atronador
parecía golpear directamente al corazón de Tsukune. Las doncellas
ejecutaron una elaborada danza mientras la shugenja cogía una
pequeña concha y se la llevaba a los labios. El sonido reverberaba
entre la multitud, y una ráfaga de viento golpeó contra las copas de
los árboles, provocando una lluvia de pétalos de melocotonero. Los
kami habían aceptado la ofrenda.
Había llegado el turno de Tadaka. Dominaba el claro con sus ropas
ceremoniales y su impresionante estatura. La danza de las
doncellas del templo cambió. Ahora era más pesada, más centrada.
Tadaka sacó un tazón de cerámica, en cuyo interior se ocultaba un
verde retoño. Con la otra mano movió las cuentas de su collar de
plegarias a la vez que murmuraba para sí. Primero lentamente, y
luego de repente, el retoño se abrió y floreció con pétalos blancos.
Tsukune dio un respingo cuando escuchó cómo a su alrededor los
espectadores se quedaron sin aliento. Callaron de nuevo
rápidamente, pero a pesar de todo no pudo evitar imaginarse lo que
pensarían sus mayores de aquella revoltosa nueva generación.
A continuación le tocó actuar al aprendiz del Maestro del Fuego. La
danza sagrada cambió de nuevo, ahora todo pasos ágiles y giros
enérgicos. El joven sacó una vela y efectuó su ofrenda con un
movimiento hacia fuera. Cerró los ojos y murmuró. La luz del patio
vaciló y creció con cada plegaria susurrada. La multitud levantó la
mirada hacia el pábilo de la vela.
El alumno se detuvo. Abrió los ojos. Nada cambió. Parpadeó,
confundido. Luego se escuchó un fuerte grito cuando uno de los
tapices del patio estalló en llamas.
La multitud se giró rápidamente ante el repentino destello de luz. El
fuego consumió la envejecida tela. Una ráfaga de viento golpeó
contra las llamas, prendiendo fuego al tejado de paja de la capilla.
Tsukune sintió cómo la empujaban. La noche se llenó de gritos al
tiempo que los siervos corrían desde sus puestos designados. Shiba
Sukazu se levantó, pero su rostro no se alteró. Su boca se movió al
dar órdenes. Los samuráis reunidos comenzaron a actuar de
inmediato, evacuando el patio, cogiendo agua. Algunos corrieron
hacia la capilla. De repente se dio cuenta de que ella formaba parte
de ese grupo.
El fuego devoraba, ansioso, gruesas tiras de lacado, haciéndolas a
un lado antes de morder profundamente la madera ancestral situada
bajo él. El fuego ya había tocado tierra, como si fuera pintura
derramada.
Los Maestros Elementales se mantuvieron inmóviles cerca de la
capilla en llamas. Sus rostros, iluminados por el fuego, observaban
con calmado interés cómo se extendían las llamas, como si
estuviesen leyendo un pergamino o estudiando una pintura. Dos de
ellos parecían conversar, pero Tsukune no podía oírlos. Un
fragmento de baldosa ardiente se rompió al golpear contra el suelo
al lado de la Maestra de Agua. Ni siquiera dio un respingo. Y Tadaka
observaba junto a ellos, el único alumno que quedaba en el patio,
indistinguible salvo por su enorme figura.
Tsukune corrió a su lado y consiguió tomar aliento. Le agarró del
brazo. —¡Tadaka-sama! Es demasiado peligroso. Venid conmigo.
—¡No! —el poco característico grito de Tadaka le congeló la sangre
en las venas. Se giró, con los ojos brillantes, y su rostro enmarcado
por la luz anaranjada—. ¡No te preocupes por mí! ¡La capilla interior!
¡La biblioteca! —Genealogías, plegarias, diagramas estelares,
ensalmos. Conocimientos irremplazables, de incalculable valor.
Alguien pasó corriendo a su lado. Al girarse hacia la capilla vio a
Shiba Tetsu. Sus resplandecientes ropas de seda se agitaban al
correr. Mientras saltaba al interior de la capilla en llamas, su rostro
era el de un hombre en paz. Y así desapareció, tragado por la luz.
Ella le siguió. El calor golpeó su rostro y los ojos comenzaron a
llorarle, pero continuó avanzando hacia el santuario interior, el lugar
al que Tetsu debía haberse dirigido. A su alrededor todo era brillante
luz anaranjada o humo del oscuro color del hierro. No podía
continuar. Se giró, pero no vio ninguna salida. Apenas unos pasos
detrás de ella, las llamas le cortaban el paso. ¿Era normal que se
extendiesen tan rápido? Recordó el tenugui de su hermano y lo sacó
del obi. Lo apretó contra su rostro y tomó aire a través de la tela, al
tiempo que se agachó para situarse bajo el humo y buscar una
alternativa.
Acertó a escuchar una voz desesperada entre el estrépito del fuego.
—¡Ayudadnos, por favor! —provenía de la habitación lateral que
otrora había sido la oficina administrativa. Allí se encontró con dos
sirvientes y una doncella del templo. Uno de los sirvientes se
encontraba atrapado bajo un mueble en llamas, el otro gritaba en
busca de ayuda. La miko se había quedado mirando las llamas que
caían de las paredes.
Tsukune empujó el estante con el hombro. El estante se estremeció,
pero no se movió. Mientras empujaba, la tela se le cayó de las
manos. La doncella del templo pareció despertar del trance en el
que se había sumido, se situó a su lado y empujó también. Juntas
lograron apartar el mueble. Tsukune no tuvo que mirar la pierna del
hombre para saber que no podría andar con ella.
Una gran nube de humo se acumuló por encima de ellos. Tsukune
buscó una salida, pero no encontró ninguna aparte del muro situado
frente a ella, que era pasto de las llamas, compuesto por un
armazón de madera, papel grueso y una delgada capa de yeso.
—¡Por aquí! —gritó, y se lanzó contra el muro con todas sus
fuerzas.
El calor abrasó su mejilla, y las llamas se curvaron a su alrededor.
Pero el muro de papel cedió, y logró hacer un agujero de gran
tamaño que daba al jardín de la capilla. Cayó sobre un arbusto y
rodó boca abajo. Tras ella, la miko ayudó a los renqueantes
sirvientes a salir del templo por el agujero.
Tsukune comenzó a levantarse, pero se detuvo de inmediato. Se
encontraba a los pies de un hombre vestido con majestuosos
ropajes ceremoniales, y tras él su sombra se extendía como unas
alas abiertas. El mon del Maestro Elemental del Fuego brillaba
orgulloso en su pecho. Observó las llamas mientras con las manos
apretaba firmemente un largo collar de cuentas ambarinas. Su rostro
tenía una expresión seria, pétrea, pero su voz entonaba plegarias
con un tono casi suplicante. Retorció las manos. El collar se rompió
con un sonoro chasquido, esparciendo cuentas por el suelo.
Para cuando la última cuenta cayó al suelo, las últimas llamas de la
capilla se habían apagado. El maestro cerró los ojos y susurró, —
Gracias, kami de las llamas, por aceptar esta ofrenda.
Tsukune vio cómo unos hilos de humo se alzaban de una cuenta de
plegarias a apenas unos centímetros de su rostro. Los instantes
posteriores se sucedieron rápidamente mientras los samuráis del
Clan del Fénix hacían un recuento de los daños. El honden había
aguantado mejor de lo que parecía. Gracias a las órdenes de Shiba
Sukazu y a la experiencia del Maestro del Fuego, las llamas nunca
llegaron al santuario interior ni al recinto más sagrado. Una tercera
parte de la estructura exterior había resultado destruida, pero las
secciones supervivientes no se habían hundido. Aparte de una
cuerda shimenawa rota y que su espíritu huésped había
abandonado, se había perdido relativamente poco de importancia.
Las doncellas del templo comenzaron a soltar linternas flotantes
torrente abajo para guiar al espíritu perdido de vuelta a la capilla
mientras se preparaba una nueva cuerda bendecida. Los sacerdotes
ofrecieron plegarias con la esperanza de que el estado de la capilla
no ofendiese a los espíritus que aún se encontraban en ella. Con el
tiempo, las cicatrices provocadas por el fuego sanarían.
Algunos Shiba se alejaron de la capilla. Llevaban artefactos,
documentos y gran cantidad de ceniza y quemaduras. Al mirarse en
el estanque, Tsukune vio que no le había ido mucho mejor. Tenías
oscuras manchas en la frente y las mejillas, y su cabello de color
castaño oscuro era ahora negro y rígido. Su kimono bueno había
sufrido daños a consecuencia de las llamas, y tenía manchas de
hollín. Frunció el ceño y trató de quitarse la ceniza de las mangas.
Luego miró detrás suyo, hacia el agujero que había abierto en el
muro de la capilla. Más allá del irregular agujero se veía una capa
negra de escamas de leña carbonizada y humo. Se quedó mirando
el lugar en el que recordaba que se le había caído la tela de su
hermano. Ahora era como él: únicamente cenizas, nada quedaba en
este mundo.
—¡Tsukune!
La voz era la de Tetsu. Se encontraba junto con los Maestros
Elementales devolviendo la caja de pino que contenía las cenizas de
Ujimitsu, que había salvado de las llamas. Varios pergaminos
antiguos asomaban de una bolsa colgada alrededor de su
inmaculado kimono. Se acercó a Tsukune, con los ojos llenos de
preocupación. Aunque olía a humo, no mostraba señal alguna de
cenizas o quemaduras.
—¿Estás bien? —preguntó— ¡No deberías hacer cosas como saltar
así al interior de un edificio en llamas, Tsukune-san!
Ella simplemente se le quedó mirando, chamuscada y llena de
hollín, como un pájaro con las alas quemadas.
—Ven con nosotros —susurró el Maestro del Fuego al pasar al lado
de Tadaka—. Necesitas escuchar esto.
Tadaka asintió y siguió al Maestro del Fuego hasta la cábala de los
Maestros Elementales, para asegurarse de que su conversación
sería privada. Se plantó al lado de su sensei, Isawa Rujo, el Maestro
de la Tierra, e ignoró su mirada censuradora.
—Vuestro alumno ha aceptado la responsabilidad al completo,
Tsuke-sama —dijo Rujo.
El ceño del Maestro del Fuego se arrugó visiblemente. —Resulta
vergonzoso tener que prescindir de él. Era muy prometedor.
—No hay nada que hacer —replicó Rujo—. Debemos preservar
nuestro prestigio e impedir el pánico. Que haya hecho lo necesario
para evitarlo es una demostración de nobleza.
—Aun así… —murmuró el Maestro del Fuego.
—Ha… empeorado —dijo sin aliento el decrépito Maestro del Aire.
Se apoyó en un bastón tachonado de jade y se esforzó por respirar
mientras los demás aguardaban—. No podemos… continuar
esperando a que el desequilibrio… se resuelva por sí solo.
Debemos… involucrarnos… de forma directa.
La Maestra del Agua asintió. Su rostro estaba oculto tras dos
cascadas gemelas de cabello negro, que caían de su sombrero
cónico. —Hasta un guijarro causará ondas en el agua. Pronto los
demás clanes se harán preguntas. Es mejor que sea el Clan del
Fénix el que las responda. —Tal vez sería inteligente suspender la
ceremonia de forma temporal —sugirió Rujo—. La destrucción de la
capilla es un mal presagio.
Uno por uno, todos ellos se giraron hacia el Maestro del Vacío.
Isawa Ujina había dibujado un círculo en el suelo. Se levantó y cogió
un puñado de piedras pulidas de uno de sus muchos saquitos. Las
tiró al círculo mientras los demás observaban, y después se acuclilló
al lado y estudió las piedras con el cejo profundamente fruncido.
Tadaka dio un paso adelante. —¿Padre?
—La ceremonia debe continuar —Ujina miró hacia atrás—. El Clan
del Fénix precisa de un Campeón.
***
Tsukune regresó a su sitio en el círculo de los Shiba. A su derecha
se encontraba Tetsu, con la mirada hacia el suelo en señal de
respeto. Incluso Shiba Sukazu se unió al círculo. Todos se
mantuvieron juntos de pie, hombro con hombro, con el Maestro del
Vacío en el centro. En las manos del Maestro se encontraba la
espada ancestral del Clan del Fénix.
—Ofushikai —dijo el Ujina—, te rogamos humildemente que nos
reveles a tu elegido. —A continuación, se giró hacia el hombre
situado directamente tras él y se inclinó, extendiendo las manos y
ofreciendo la espada al mismo tiempo.
Shiba Sukazu recibió la espada con la cabeza inclinada. La sostuvo
durante unos instantes mientras los demás le observaban. Ujina se
levantó. Desde donde se encontraba situada, al otro lado del círculo,
Tsukune pudo ver el alivio en la sonrisa de Sukazu.
Sukazu se giró hacia el Shiba situado a su derecha y le ofreció la
espada. El otro la aceptó. El samurái sostuvo la espada, pero no
sucedió nada, por lo que inclinó la cabeza y la ofreció al siguiente.
La espada fue pasando de un Shiba al siguiente, de forma lenta y
reverencial, bajo la siempre atenta mirada del Maestro del Vacío.
Tsukune miró a Tetsu y se percató de su mirada de preocupación,
aunque le dirigió una mirada reconfortante. Ella le devolvió una
expresión similar. El mon de las Alas del Cielo y el sello personal de
Shiba Ujimitsu situado en sus hombros brillaban a la luz de la luna
que caía en su inmaculado kimono.
Serás tú, Tetsu-sama, pensó. Su sonrisa se ensanchó. Tal y como
debe ser.
Se inclinó cuando la espada llegó hasta ella. Era más ligera que la
de su madre, como si la vaina estuviese vacía. Durante un breve
instante observó cómo la luz de la luna se reflejaba en los bordes de
la guarda de bronce y en las exquisitas perlas que tachonaban la
empuñadura. La vaina había sido exquisitamente esculpida a partir
de un único fragmento de madera, como si plumas auténticas
simplemente se hubiesen petrificado alrededor de la hoja. No pudo
encontrar ni un solo defecto. La espada ancestral carecía de la
drástica curva de una auténtica katana y de los beneficios de la
herrería moderna, pero su aspecto y la sensación que desprendía
daban la impresión de que acabase de haber sido forjada. Esta
sería la única vez que tendría el honor de sostener esta espada.
Contuvo el aliento para hacer que el instante durase un poco más.
Se giró hacia Tetsu. Entregarte a Ofushikai será el mayor de los
honores, Tetsu-sama.
La espada saltó de la vaina, revelando varios centímetros de espada
sin mácula.
Isawa Ujina boqueó. Tsukune se quedó congelado. Los Shiba del
círculo intercambiaron miradas y susurros. Al otro lado, Sukazu
sonrió. Tsukune miró a Tetsu. Sus ojos estaban abiertos como
platos. Igual que los de ella.
—¡Ha sido elegida! —anunció Ujina. Tsukune abrió la boca, pero no
pudo emitir sonido alguno. Ujina le miró a los ojos, sonriente, y le
tomó de las manos—. ¡Sois vos, Shiba Tsukune, Campeona del
Clan del Fénix!
El silencio que se extendió por el patio no fue roto ni siquiera por los
gorjeos de las ranas nocturnas. Tsukune quería ponerle fin, gritar
que había habido un error. Ella no podía ser la elegida. No era
posible.
Pero contradecir al Maestro del Vacío era algo inimaginable. Así que
en lugar de ello inclinó la cabeza, y finalmente pareció capaz de
hablar. —Como digáis —se inclinó ante el Isawa y juró servir.
***
Tsukune se encontraba sola en el santuario interior. La luz de la luna
se colaba en gruesas columnas a través de los agujeros provocados
en el techo por las llamas. Habían pintado su nuevo kataginu alado
con secciones plateadas. En su obi descansaba el mapa del Castillo
Shiba y la provincia circundante, su nuevo hogar. Se planteó
encender incienso ante la estatua de Shiba y la capilla de Ujimitsu,
pero la idea le revolvió las tripas. El lugar ya apestaba a ceniza y a
ciprés quemado. Si Tadaka estuviese aquí, le hubiese dejado
encender a él incienso para no ofender a los espíritus presentes.
Pero Tadaka no se encontraba allí. Y pasado mañana, cuando
regresase a sus deberes, ella no le acompañaría.
Bajó la mirada hacia Ofushikai, que sostenía en las manos,
sintiendo su peso y los surcos de su vaina grabada. Tocaba aquella
espada perfecta con unas manos torpes, toscas, sucias y llenas de
callos. No tenía unas manos elegantes como las de Shiba Tetsu,
unas manos que nunca habían tenido la oportunidad de tocar esta
espada. Y ahora nunca lo harían.
En el instante después de que fuese elegida, sus ojos se apagaron,
y apenas pudo ocultar una mueca. Cuando la espada saltó de la
vaina, ¿estaba ya Tetsu extendiendo la mano hacia ella?
Respiró rápidamente una vez. Luego otra. Después una y otra vez,
de forma constante. Su pecho se tensó como si unas manos frías
aferrasen su corazón. Se estaba ahogando. Estaba ardiendo. Cayó
hacia arriba a través del agujero irregular del techo. Las nubes
cubrieron la luna. Los pensamientos escaparon de su mente como si
se derramasen de una taza demasiado llena. Esto es un error. No
deberías estar aquí. No es correcto. Todo está mal.
Sintió un suave peso sobre el hombro. Abrió los ojos. La capilla
seguía allí. Ella seguía allí. Tenía un suelo bajo los pies y la luz de la
luna se filtraba a través del techo. Las luciérnagas habían
comenzado a entrar a través del agujero. Brillaban, suspendidas en
el aire, parpadeando como si apareciesen y desapareciesen de la
existencia. Fuera, el viento movía los árboles. Dentro, todo estaba
en calma.
Tsukune aún sentía algo sobre el hombro, un ligero toque que
descansaba sobre él, pero no había nada ahí. Enrolló los dedos
alrededor de la empuñadura de Ofushikai y después de un instante,
sacó la mitad de la espada de su funda. En el reflejo de la hoja, vio
el rostro de una niña de diecisiete veranos.
Y tras ella, el rostro de Ujimitsu. Sus arrugas y su glorioso kataginu
alado habían desaparecido. Ahora vestía un sencillo atuendo rústico
y una media sonrisa. Su mano descansaba sobre el hombro de ella.
Tras él vio a docenas de guerreros Fénix. Viejos, jóvenes, hombres
y mujeres. Sus ropajes variaban desde recientes a ancestrales, y
ocupaban completamente la cámara. Sus cuerpos resplandecientes
dejaban pasar la luz de la luna, y no proyectaban sombras.
Generaciones de Campeones del Clan del Fénix se alzaban ante
ella, y todos le sonreían con aquella media sonrisa.
Un pensamiento apareció en su mente, en una voz que no era la
suya, pero que sonaba familiar. Nunca estarás sola, Tsukune.
Envainó la espada y exhaló en silencio.
—Haré cuanto pueda —susurró. Sobre ella, el rostro de piedra de
Shiba le sonrió.

Espadas curvas
Por Ree Soesbee

Lejos, al oeste, en tierras Unicornio…


Los cortesanos hicieron gráciles reverencias a su paso, un arcoíris
de elegantes ropajes relucientes, como flores cargadas de rocío.
Ella sonrió, pensando no en los cortesanos, sino en la celebración y
en los jinetes del patio.
Cimitarras golpeaban unas contra otras bajo el brillante sol, y el
baile de sus afiladas hojas lanzaba reflejos prismáticos por el patio.
Dos samuráis vestidos con los colores púrpura y blanco del Clan del
Unicornio combatían en una zona de frondoso verdor. Su exhibición
de esgrima atraía por igual la atención de los cortesanos, intérpretes
y niños que los rodeaban. Y entre los abanicos y las suaves risas de
los cortesanos, los malabaristas hacían malabares, los músicos
tocaban y los jinetes ejecutaban proezas atléticas a lomos de
magníficos corceles.
Era un día especial, un día festivo. El palacio, orgulloso y rígido, de
pizarra gris y madera blanqueada, se encontraba hoy adornado con
flores y coloridos emblemas púrpura y blanco para celebrar la
ocasión. Un cálido viento movía los estandartes como si fuesen
llamas de velas sobre los toldos encorvados.
Shinjo Altansarnai bajó por el camino central de los terrenos del
castillo, vestida con pantalones ajustados de monta y un keikogi
púrpura plegado en forma de elaboradas olas sobre una túnica
interior de plata y oro. Mientras otros samuráis llevaban sus espadas
en el cinturón obi, la funda de la espada curvada de Altansarnai le
colgaba de un tahalí al costado, y de la parte superior de su bota
sobresalía el mango de un cuchillo.
—Shinjo-sama —dijo un invitado, un cortesano Grulla con un
abanico que siempre estaba en movimiento—, felicidades por
vuestra futura boda —sus ropas eran del color del cielo de verano, y
su cabello blanco le llegaba por debajo de la cintura, todo él
trenzado con cordones de oro y plata.
Altansarnai le dedicó una sonrisa de agradecimiento y continuó
hacia el borde de la zona de monta. Antes de que pudiese
responder, un despliegue mágico en el patio atrajo su atención. Allí,
una shugenja Unicornio alzaba las manos y recitaba nombres
ancestrales siguiendo las prácticas del meishōdō. En las manos
tenía dos pequeñas esculturas de marfil y gran antigüedad. Al
tiempo que invocaba a los talismanes con una voz suave y
reverente, las esculturas comenzaron a brillar con un fulgor rojizo.
Oscuros zarcillos de magia se trenzaron alrededor de las figurillas,
iluminadas por fuegos de artificio interiores que se movían y jugaban
entre la oscuridad. Los espectadores Unicornio del patio aplaudieron
con entusiasmo. El resto de los cortesanos mantuvieron silencio, al
tiempo que apartaban la vista de la demostración, mientras sus
abanicos se levantaban cono una brisa invernal.
—Este tipo de magia… es un despliegue inusual. En el Imperio no
estamos acostumbrados a ver a los espíritus tratados de esta forma
—dijo el cortesano con cautela.
Por supuesto, los tradicionalistas estrictos se horrorizarían ante las
inusuales costumbres Unicornio. —La magia de nombre del
meishōdō es la tradición de nuestro pueblo —el Grulla pareció
apocarse, pero Altansarnai no se detuvo ahí—. No importa qué es lo
que digan los shugenja Fénix: es nuestra magia, la dominamos y la
controlamos.
—Pero vuestro clan lleva aquí más de dos siglos —instó el Grulla
suavemente—. ¿Sin duda estas peligrosas tradiciones pueden
dejarse atrás?
Los caballos cabalgaron en círculos, manteniendo el paso al
unísono con sus jinetes de pie en el lomo. Con un grito, los atletas
Unicornio fueron cambiando de caballo entre saltos,
intercambiándose monturas para alborozo de la audiencia. Sus
pantalones de montar ondeaban al viento y se apretaban contra sus
piernas mientras bailaban sobre los corceles. Cimitarras curvas
partían en dos las naranjas que les lanzaban, dejando a su paso
limpias mitades.
—Mirad allí —dijo al Grulla—. ¿Veis las espadas curvas que utilizan
nuestros samuráis? —levantó la mano y apuntó—. Estas espadas
sirvieron a nuestros padres, a nuestros abuelos y a sus ancestros
antes de ellos. Son tan sagradas como vuestra katana, y más
resistentes. Sí, podríamos aprender a utilizar una espada recta, pero
esa no es nuestra naturaleza. Eso no es lo que podemos ofrecerle al
Emperador. Los Ki-Rin, nuestros ancestros, fueron enviados a
estudiar el mundo más allá de Rokugán. Nuestro objetivo era el de
ser una sorpresa poco ortodoxa contra los enemigos del Imperio en
las Tierras Sombrías. Durante nuestros viajes decidimos adoptar
nuevas costumbres. Nuevas tradiciones. Las mezclamos con la
cultura que traíamos del Imperio. Acero antiguo, recién forjado.
—Aunque nos encontramos en Rokugán, muchos hemos decidido
seguir combatiendo con espadas curvas porque nuestro dominio de
sus técnicas resulta valioso. Avanzamos hacia el futuro con nuestro
pasado, y lo unificamos con lo nuevo. Recordamos lo que
aprendimos durante nuestros viajes, y estas lecciones nos hacen
valiosos para el Emperador.
—Los Unicornio no dejan nada atrás, Doji-san. Y en especial nada
que nos haga más fuertes, o que nos haya salvado la vida tan a
menudo como lo ha hecho el meishōdō. El Imperio tendrá que
acostumbrarse a aceptar el pragmatismo. Deberá aceptar nuestras
espadas curvas.
—¿Y continuaréis con vuestras tradiciones cuando os caséis con un
miembro del Clan del León, Shinjo-sama? —preguntó el Grulla.
No había motivo para permitir que su ignorancia empañase un día
tan bonito, por lo que Altansarnai se limitó a responder con una
penetrante mirada.
En ese preciso momento, al otro lado del corral una figura salió
desde las sombras. Un hombre, con cabello largo y oscuro echado
hacia atrás y recogido en un apretado matojo de trenzas, sonrió e
hizo una respetuosa reverencia. Iuchi Daiyu. El mundo se ralentizó
alrededor de los dos mientras ella levantaba la mirada. Altansarnai
no pudo evitar esbozar que una tímida sonrisa le iluminase el rosto.
Habían pasado casi veinte años, pero Daiyu aún era capaz de
hacerle sentir como una chiquilla que estuviese siendo cortejada.
—¡Madre! —saludó un samurái, y el tiempo volvió a fluir. Altansarnai
saludó a su vez. Shinjo Shono, su hijo menor, cabalgaba a lomos de
su caballo de guerra, y su armadura, de piezas lacadas en púrpura y
unidas con cordel plateado, brillaba a la luz del sol. Shono era el
favorito de los cortesanos: joven, franco y entusiasta, pero al mismo
tiempo obediente con su madre y fiel a su clan.
—Debéis sentiros muy orgullosa —sonrió el Grulla.
—Estoy orgullosa. Mis tres hijos se han hecho fuertes en tierras
Imperiales. Nuestro clan se ha esforzado por encontrar nuestro
hogar durante un millar de vidas… y lo hemos encontrado aquí, en
Rokugán. Mis hijos son un presagio del pasado y el futuro
combinados. Nuestro pasado como Ki-Rin y nuestro futuro como
Unicornio.
—Cierto, dama Shinjo Altansarnai —la voz del cortesano se trabó
ligeramente al pronunciar las extrañas sílabas de su nombre—, y os
deseo todo lo mejor al inclinaros ante tal futuro.
Altansarnai asintió educadamente, giró el hombro y dirigió la mirada
hacia el campo de exhibiciones. Shinjo Shono se puso de pie sobre
la silla de su caballo, primero con una sola pierna y luego con la
otra, mientras su caballo trotaba suavemente. Cabalgaba en círculos
alrededor del corral y cogía argollas con su lanza al pasar. Tras la
valla sus otros dos hijos, Haruko y Yasamura, animaban a su
hermano menor con fuertes gritos de alegría.
—¡Altansarnai-sama! —la mujer dio un ligero respingo. La voz era
fuerte, bronca, y se encontraba demasiado cerca para su gusto,
pero era cierto que nadie había acusado nunca a Utaku Kamoko de
tener un exceso de decoro—. ¿Podéis venir conmigo?
Altansarnai se giró para mirar a su amiga. —Kamoko-san —asintió.
Algo no iba bien—. Por supuesto.
En el campo de exhibiciones, Iuchi Daiyu colocaba un pie en el
estribo y se subía a su montura.
Altansarnai suspiró. Ya habría tiempo más tarde para disfrutar del
día. Se alejó de las festividades y siguió a la joven samurái hacia el
interior del castillo.
El salón del trono del Clan del Unicornio era más pequeño de lo
usual, se usaba con muy poca frecuencia y estaba impoluto. Tenía
un estrado con resplandecientes almohadas púrpura, un lugar
reservado para la armadura de la Campeona, y en una alcoba un
exhibidor con diversas armas de caballería colocadas como si
fuesen flores. Eran antiguos trofeos, conservados siglos después de
que sus portadores hubieran sido derrotados. Algunas eran armas
rokuganesas ancestrales. El resto provenían de tierras extranjeras,
desde las arenas del desierto hasta inmensas montañas, todos
aquellos lugares que su clan había visitado durante el tiempo que
había pasado fuera del Imperio Esmeralda. Estas armas eran
historias, en otro tiempo contadas con orgullo, pero que ahora eran
vestigios de una libertad vagabunda que había diferenciado a su
pueblo, los hijos del viento, del resto. Guardias vestidos de blanco y
púrpura se pusieron firmes como señal de respeto cuando
Altansarnai entró en la sala. Sus ojos miraban hacia abajo, y sus
manos estaban colocadas sobre sus armas, listos para responder a
cualquier movimiento efectuado por la figura situada en el centro de
la habitación.
Allí, arrodillada en el suelo entre dos guardias, se encontraba una
mujer vestida completamente de blanco funerario.
Altansarnai caminó hasta el estrado y se acomodó en el tatami,
cruzando las piernas con un movimiento elegante.
—Esta es Asako Akari, del Clan del Fénix. La encontraron en uno de
los jardines. Con esto —explicó Kamoko, sacando del cinturón una
pequeña daga con mango blanco y tirándola al suelo frente a la
mujer, junto con una pieza de cordel blanco puro. El arma repicó
contra el suelo, desprendiendo reflejos plateados al reflejar la luz de
la luna que se filtraba por las ventanas.
—¿Un cuchillo de jigai? —Altansarnai frunció el ceño. El jigai era
una forma de seppuku practicada por aquellos samuráis que no eran
guerreros, de sangre noble pero sin entrenamiento militar. La cuerda
formaba también parte de la ceremonia, igual que los ropajes
blancos que llevaba la persona que se preparaba para morir.
Kamoko se mantuvo pegada a la cautiva como una nube de
tormenta. Altansarnai la indicó que se apartase. —No es peligrosa,
Kamoko-san. Déjala hablar.
Asako Akari murmuró de forma lenta y entrecortada —Deseo
cometer jigai como protesta por vuestro casamiento —levantó la
barbilla al tiempo que sus suaves labios comenzaban a temblar
levemente. La mujer era sólo algo más joven que Altansarnai, y de
una belleza callada y serena. Al lado de Kamoko parecía un pájaro
junto a un tigre, a la espera de ser devorada viva—. Tengo… tengo
el derecho a hacerlo.
—Protesta —Altansarnai recordó los sucesos recientes—. He oído
que hay protestas en tierras León. Incluso con una dote de corceles
Unicornio, a los León no les gusta ver cómo uno de sus respetados
samuráis se desposa con una Shinjo. Esperaba tener que
enfrentarme a problemas por ese lado. No del Clan del Fénix.
En el Imperio no estamos acostumbrados a ver a los espíritus
tratados de esta forma. La oposición del Clan del Fénix a la magia
Unicornio era aún más enconada. ¿Habrían consentido los Fénix
este jigai porque deseaban humillar al Clan del Unicornio? Era
posible.
La mujer se estremeció. —Sólo deseo dar mi vida como lo hubiesen
hecho mis ancestros, sacrificándola por aquello que se me quitó.
—¿Qué se os quitó? —saltó Altansarnai —Yo soy la que va a
abdicar de mi puesto como Campeona del clan para llevar a cabo
esta unión. Yo soy la que dejo atrás mis tierras, mi familia, mi… —
Iuchi Daiyu, sus largas trenzas oscuras cayendo delicadamente
sobre su hombro—. Yo soy la que va a dejar todo atrás para que
haya paz. ¿Pero vos decís que se os ha quitado algo?
Inclinando la cabeza, la Asako respondió. —Lo habéis hecho, gran
Campeona, aunque no lo sabéis.
Curioso. Altansarnai respondió, —Contadme vuestra historia.
—En otro tiempo fui Ikoma Akari, esposa del señor Ikoma Anakazu,
daimyō de la familia Ikoma. Durante muchos años fuimos una
familia. Tenemos una hija… pero ahora, por su clan y su deber, se le
ha ordenado hacernos a un lado —la voz de la Asako fue
fortaleciéndose al ir avanzando su narración—. Podéis creer que no
me gustáis, mi señora. Pero no es cierto. No son vuestras
costumbres extranjeras ni vuestros extraños hábitos los que me
llevan hoy a la muerte. Es el amor. No puedo vivir sin él. Como se
ha divorciado de mí, moriré a modo de protesta.
Esta mujer era una desvergonzada por hablar de aquella forma a
una Campeona. —¿Y qué me debe importar a mí? Vuestros
problemas no son los míos. Con todo, no me gustaría ver cómo se
desperdicia una vida. ¿No podríais continuar como hasta ahora,
pero sin el título? La nuestra es una unión política, no una cuestión
amorosa.
—No —Akari sacudió la cabeza. Sus ojos se apagaron, y se inclinó
profundamente hasta tocar el reluciente suelo con la cabeza y las
manos—. Anakazu-sama es un hombre obediente y leal. Será fiel a
su esposa… cualquiera que esta sea.
—¿Y os ama? —el amor no formaba parte del código de un
samurái, sólo el deber. Sin embargo, la historia de la mujer le había
sorprendido. ¿Cómo era posible que no se lo hubieran comunicado?
—Lo hace.
La sala se sumió en una frágil quietud.
¿Era este algún retorcido truco Escorpión? Si la mujer cometía jigai,
especialmente aquí, en tierras Unicornio, Altansarnai quedaría
deshonrada. La ceremonia se consideraría un mal augurio de cara a
las Fortunas. —Ahora que tengo conocimiento de la situación, debo
actuar. ¿Sois consciente de ello, por supuesto?
—Es mi sino —murmuró la Asako apesadumbrada—. Es la única
forma que tengo de atacar. Por mí. Por mi hija. Para mi gran
vergüenza, he sido descubierta antes de poder completar mi tarea.
—Os dije que la boda no era un buen presagio —saltó Kamoko—.
Llevamos tres años esforzándonos por establecer la paz con el Clan
del León, sólo para que nos exijan algo que condena a esta mujer.
¿Qué ha hecho ella de malo? Nada.
Altansarnai se removió en su asiento. La decisión de actuar de la
mujer había sido valiente, aunque poco pensada. La muerte no la
reuniría de nuevo con su esposo. —Kamoko-san, una boda con
Ikoma Anakazu es la única forma de conseguir la paz con el Clan
del León. Si su clan ha decidido poner fin a vuestro matrimonio, esa
es decisión de su Campeón —pensar en ello resultaba perturbador,
pero necesario. Los divorcios no eran algo inaudito, aunque
resultaba inevitable que uno de los dos integrantes acabase
deshonrado.
—Incluso si es algo que le acarrea la muerte.
—De acuerdo con los rokuganeses, su muerte no significa nada.
—Lo significa todo. No ha cometido ningún crimen, no se ha
deshonrado de forma alguna. Y a pesar de ello despojamos a una
mujer de su esposo, de su hija a una madre. ¿Acaso no nos han
enseñado que se debe honrar a la familia? ¿Qué la vida es algo
sagrado?
—Aquí, en Rokugán…
En Rokugán se aferran a costumbres retrógradas, y destruyen vidas
—la Utaku movió su larga melena, lo que le arrancó brillantes
reflejos a la luz del sol. —Esta mujer está dispuesta a morir por su
familia. ¿Estáis vos dispuesta a vivir por la vuestra? Iuchi Daiyu-
sama…
—¡Ya basta! —con el simple sonido de su nombre, Altansarnai sintió
cómo se le calentaban las mejillas. Su voz era tan fuerte como la de
un cuerno de caza, y sus ecos reverberaron por toda la habitación.
Se detuvo un momento para recuperar la compostura, cerró los ojos
y se frotó la frente con una mano—. Ya basta —dijo más
tranquilamente, mirando a Kamoko a los ojos—. Daiyu-sama es el
padre de mis herederos, y mi compañero. Leal como es, apoya
nuestra unión. No le he dejado de lado.
—Os apoya a vos, Altansarnai-sama. No la boda —respondió
Kamoko en tono comedido.
Su relación con Daiyu era asunto de ellos y de nadie más, y en parte
ese era el motivo por el que nunca se habían casado formalmente.
Ese, y las complicaciones derivadas de unos esponsales entre la
Campeona del clan y un daimyō familiar. Y sin embargo, ¿le estaba
siendo infiel a Daiyu? Tratando de ignorar su incomodidad, estudió
la situación con ojo crítico. —Deber, amor… no siempre pueden
coexistir. Debemos escoger, y por el bien de mi clan, debo elegir la
paz. El contrato está firmado. Debemos cumplir nuestra parte del
mismo —después suspiró y añadió—. ¿Qué otra cosa podemos
hacer, Kamoko? Ya hemos tenido antes esta discusión.
—¡No será paz si sois una prisionera! Cuando accedisteis, no
sabíais que se desharía de su esposa como un cobarde, como
tampoco sabíais…
La habitación se sumió en el silencio, roto únicamente por los
quedos lloros de Akari. Titubeante, Kamoko continuó. —¡Esos León!
Los Ki-Rin viajamos solos durante siglos, y nos enfrentamos a
nuestros peligros en solitario. Luchamos, sangramos, nos
esforzamos, y finalmente regresamos a nuestro hogar…
¡únicamente para ser tratados como intrusos! No se han reconocido
nuestros sacrificios. No se respeta nuestra fuerza. Los León se
niegan a reconocer nuestros territorios ancestrales, ¡y tratan de
hacerse con ellos a la menor oportunidad! Matan a nuestros padres
y hermanos por mezquinas cuestiones de orgullo.
—Aislado y lejos de su hogar, el Clan del Ki-Rin aprendió a respetar
la vida como sagrada. El seppuku era algo inaudito y los castigos,
aunque podían llegar a ser crueles, rara vez acababan en la muerte.
Necesitábamos todas las espadas que pudiésemos conseguir
simplemente para seguir con vida.
—Nuestro clan ha regresado, y ha redescubierto nuestra tierra natal.
Como Clan del Unicornio protegemos a Rokugán, pero para
continuar viviendo en el Imperio se nos pide que olvidemos todo lo
que hemos aprendido y que seamos iguales que los demás. No
debemos olvidar las lecciones aprendidas por el vagabundo Clan del
Ki-Rin. Ni en beneficio de los León, ni de nadie.
—Gran Campeona —Asako Akari levantó de forma vacilante la
mirada del suelo—. Es cierto: no entiendo vuestras costumbres. No
sé por qué se me ha mantenido con vida para hablar con vos en vez
de haber sido ejecutada por mi atrevimiento. No puedo vivir sin
Anakazu-sama —tomó profundamente aliento—. No hay lugar para
mí en este mundo, no sin mi familia. Por eso, os ruego que me
matéis o que no os desposéis con Anakazu-sama —el Bushidō
debería haber evitado que la Fénix hiciese semejante solicitud. Akari
se había deshonrado con sus palabras, había desobedecido a su
familia y había traicionado su honor. Le había costado mucho hacer
semejante petición en voz alta, pero su atrevimiento no alteraba la
situación.
—No tienes derecho a pedirme eso.
—Tal vez ella no lo tenga —Kamoko se puso lentamente de rodillas
—, pero yo sí.
—El Clan del Unicornio respeta los preceptos del Bushidō, pero
nuestros largos años de viajes nos han enseñado que actuar con
sentido práctico es la clave de la supervivencia. Os encontráis atada
por vuestra palabra dada, por vuestro sentido del honor… pero
ignoráis lo correcto… —Kamoko hablaba de forma apasionada, y
sus ojos oscuros brillaban—. Poderosa Campeona, ¿si rogase a mi
daimyō que reconsiderase sus planes de matrimonio, me
escucharía?
—Kamoko-san —Altansarnai sacudió la cabeza—. Nuestros dos
clanes ya han llegado a un acuerdo. Si no me desposo con él,
nuestro clan sufrirá una gran pérdida de honor, que nos podría llevar
a la guerra —dejó caer los brazos a sus costados, y las mangas
púrpura de su keikogi formal rozaron sus nudillos—. El Clan del
León ofreció este matrimonio como forma de lograr la paz. Les
entregamos una dote de caballos, y ellos retiraron su demanda de
nuestros territorios meridionales.
—¡Los León nos han engañado! No erais consciente del precio. Si
os desposáis con él, dejaréis el clan y perderemos un gran líder.
Accedimos a este matrimonio antes de saber que os convertiríais en
su trofeo. Antes de que fuésemos conscientes de la costumbre
Ikoma por la que la esposa siempre asume el nombre del marido y
anexa sus tierras a las de su esposo. No le solicitamos unirse a
nuestra casa porque no sabíamos que necesitábamos hacerlo.
Afirmar que las condiciones han cambiado no nos hará perder
prestigio, y si con ello salvamos la vida de esta mujer, aún mejor.
—Altansarnai se detuvo. Los argumentos de Kamoko eran hirientes,
y su temperamento los volvía apasionados, pero la mujer no estaba
equivocada. Sin embargo, ella no pensaba en el deber, sólo en el
sentido práctico. ¿Qué pasaría con la posibilidad de una guerra con
el Clan del León? ¿Debería negarse a aceptar las tradiciones de
Rokugán y su deber? ¿O dejar de lado las tradiciones de su pueblo
para aliviar las tensiones con otro clan? Para evitar una guerra, se
estaba planteando renunciar a su futuro.
Los Unicornio no dejan nada atrás.
Espadas curvas. Era una cuestión de espadas curvas, de encontrar
una manera de incorporar el sentido práctico Unicornio a las
tradiciones del Imperio. A veces era necesario cambiar cosas para
fortalecerse. ¿Acaso no había sido ese el propósito del Clan del Ki-
Rin? ¿Hallar poder fuera del Imperio y traerlo de vuelta para
beneficio de Rokugán? Esta boda se basaba en tradiciones
ancestrales, tradiciones que su clan no había sabido cómo
contradecir. Ahora se encontraban atrapados, y el clan sufriría por
ello. —Los León no lo verán de esa forma —dijo finalmente—. Sólo
les importará que no se haya seguido la tradición.
—Entonces son tan desafortunados e indefensos como ella. Casaos
con él, y vuestro espíritu morirá. No lo hagáis, y tal vez muera
vuestro honor. Sea como fuere, habrá sangre en vuestra hoja. El
tantō de esta mujer nos pregunta a qué haremos caso, ¿al espíritu o
al deber? —dijo Kamoko—. Nuestros ancestros se marcharon del
Imperio para responder a esa pregunta. Regresamos con la única
respuesta que tuvo sentido: libertad. La libertad para elegir entre los
dos.
—¿Piensas que estoy rindiendo esa libertad?
—No tomaríais esta decisión por vos misma. Decís que el clan lo
necesita… ¡no lo necesitamos! Nuestros corceles son veloces, y
nuestras espadas certeras. ¡Podemos derrotar a los León! —las
palabras reverberaron en la habitación durante un largo y tenso
instante, y la tensión oscureció la luz del día. Kamoko se ruborizó,
claramente avergonzada por su arrebato—. Perdonadme,
Campeona, no debería…
La pasión se veía claramente en el rostro de Kamoko… demasiada
pasión. Pero tenía razón, y Altansarnai no podía continuar diciendo
lo contrario. El sentimiento era como una piedra que se hundía en
su vientre. Si tomaba esta decisión, dejaría a su clan a merced de
un millar de tramas políticas. En su mente se dibujó la imagen del
puntilloso cortesano Grulla, y frunció el ceño. —Tienes razón. Es
una elección. Pero no una entre espíritu y honor. Es una elección
entre el pasado y el futuro. Debemos llevar a Rokugán hacia el
futuro, sea de la forma que sea.
Altansarnai cerró los ojos. —El matrimonio era político, diseñado
para fomentar la paz entre nuestros clanes. Pero esta paz no se
logrará a expensas de todo aquello que representa el Clan del Ki-
Rin, el Clan del Unicornio, todo aquello que hemos aprendido y en lo
que nos hemos convertido. Y los León deberán aprender a respetar
nuestras tierras ancestrales, de una vez por todas.
—Tienes razón —repitió Altansarnai mientras tocaba la empuñadura
de la cimitarra en su cintura—. La tradición de Rokugán no es su ley.
Me niego a que me arrebaten mi posición por algo que no se
encuentra en los términos de nuestro acuerdo. Accedí a
desposarme, no a rendir mi nombre y mi posición. Debemos dejar
clara esta distinción —hizo sonar una campanilla para llamar a un
mensajero, que se detuvo un instante al ver a la mujer vestida de
blanco arrodillada ante su Campeona, pero tuvo la perspicacia de no
hacer preguntas y de aparentar mantenerse completamente
impertérrito. Altansarnai dijo—: Preparad una misiva para el
embajador Ikoma y para el Clan del León. Decidles que hemos
dejado de aprobar su oferta de matrimonio. Retiro mi mano, y no
pagaré mi dote —el mensajero hizo una reverencia y salió a toda
prisa.
Altansarnai se levantó, lo que hizo que los soldados de la habitación
se inclinasen al unísono. Kamoko también se inclinó hacia adelante,
bajando grácilmente la cabeza como señal de respeto. La Asako
hizo la reverencia más profunda de todas, hasta que su frente tocó
el suelo ante los pies de Altansarnai.
—Levantaos, Ikoma Akari-san. Se os ha salvado la vida. Marchad
para siempre de estas tierras. Regresad con vuestro esposo, y
contad con mis bendiciones para vuestro matrimonio renovado.
Podéis marcharos.
Kamoko pestañeó y entornó los ojos. Sin embargo, se hizo a un
lado, permitiendo a la Asako levantarse con elegancia. Akari, sin
aliento a causa de la alegría, no perdió el tiempo: se recompuso y
prácticamente salió huyendo del lugar, con las mejillas aún
manchadas de lágrimas.
—Kamoko-san. Llevarás personalmente un mensaje al Emperador.
Esta yegua no será domada por ninguna silla o brida, y tampoco
comprometeré mi clan en nombre de la paz. Si el Clan del León
desea realmente una guerra dará comienzo a una, y lo hubiese
hecho con o sin matrimonio. Pero si lo hace, descubrirá que un
caballo libre vale por diez felinos de montaña encadenados.
—Sólo cambiaré de opinión si el Emperador en persona me lo exige.
Dejad que me lo ordene… o que permanezca como hasta ahora,
únicamente a su servicio.
Utaku Kamoko hizo una profunda reverencia, y el movimiento
provocó que su largo cabello se derramase sobre los hombros. —
Así lo haré, mi Campeona.
Altansarnai se levantó y se dirigió hacia la ventana para mirar a los
jinetes que se encontraban bajo ella. Sonrió al verlos correr a través
de campos verdes como si no tuviesen ninguna preocupación,
únicamente alegría. Las pezuñas hollaban el césped, y sus melenas
y colas danzaban en el fuerte viento, un viento proveniente de las
montañas y desiertos de tierras lejanas. —Dejad que el pasado se
quede en el pasado —dijo—, aceptaré la vergüenza que me
ofrecen.
—Haremos avanzar al Imperio hasta donde sea posible, a pesar de
su apego a antiguas costumbres y tradiciones limitadoras.
Mostraremos nuestra fortaleza a sus gentes, y les mostraremos
también nuestro deber —con los ojos brillantes, se alejó de Kamoko
y de los guardias hacia el campo y los corceles.
—Les enseñaremos cómo combatir con espadas curvas.

Fuego sin humo


Por Katrina Ostrander

—¿Estás listo?
—Sí, sensei.
Isawa Atsuko golpeó con un bastón de bambú las rodillas del joven,
que se envaró a causa del dolor.
Nobu era muy prometedor, pero su sensei necesitaba asegurarse de
que mantuviese los pies en el suelo.
—No, sensei —se corrigió—. No estoy listo.
—Mejor. No estás realmente preparado para ser testigo del Vacío.
Debemos reeducar tu visión para que puedas aprender a verlo sin
ver, y fortalecer tu voluntad para que no pierdas tu identidad en el
Reino del Vacío.
El iniciado asintió y cerró los ojos. Respiró profundamente, de forma
tranquila y dedicada, centrándose en aquel instante. Atsuko asumió
una postura de meditación a su lado. Le dolían las rodillas y hacía
demasiado calor en aquella habitación, pero el dolor y la
incomodidad desaparecerían rápidamente.
—Deja que los sonidos del templo lleguen hasta ti y que se
atraviesen —prestó atención a sus oídos y se concentró en la
corriente del mundo—. Escucha el sonido amortiguado de pies en
movimiento que se acercan y se alejan, que aparecen y
desaparecen, del viento que sopla entre los pinos, de los pájaros
que cantan en sus ramas…
Prosiguieron de esta forma durante un tiempo, y la respiración de
Nobu se ralentizó aún más. Atsuko podía oír las conversaciones de
otras personas en el resto del complejo. Una ráfaga de viento, el
crujido de una rama. También llegaba a escuchar levemente el
sonido del agua al caer en el estanque desde la cascada situada
más allá del complejo. Ahora su aprendiz debería ser capaz de
percibir el río por su cuenta, y de permitir a su ego dejarse llevar por
la corriente. Atsuko se permitió hacer lo propio.
Pasaron minutos, puede que horas. Se encontraba alzada sobre el
curso del río, actuando como ancla para su discípulo, cuando un
nudo lejano tiró de ella, como si fuese un trozo de seda al que se
hubiese retorcido.
Algo va mal. Nobu-kun, márchate.
Esperó hasta que su aprendiz llegó a la superficie. Una vez tuvo la
certeza de que Nobu había llegado a un lugar seguro, Atsuko se
puso a buscar la sensación de atadura que había notado, tiró de ella
y la siguió hasta su origen, que fluía contra el torrente de espacio y
tiempo.
Con los ojos cerrados, Atsuko tanteó en busca de su cuenco de
videncia. En ocasiones la mente mortal tenía dificultades para
entender el fluir del Vacío, pero el metal sagrado era capaz de
capturar imágenes fugaces en la superficie del agua que contenía.
El escalofrío de la insustancialidad se filtró hasta sus manos, como
si estuviese sosteniendo un tazón de nieve. Abrió los ojos y miró
hacia su interior.
Las ropas púrpura y las pieles de un jinete a caballo.
Una cornamenta esculpida con reflejos de plata.
Unas alas de oro que se desplegaban, y un brillante rubí entre ellas,
partiéndose en dos.
El sol y la luna cambiando de sitio en el horizonte, y sumiendo al
mundo en la oscuridad.
Esa oscuridad se acumuló en el cuenco, contorsionándose y
bullendo, retorciéndose, haciéndose cada vez más larga y profunda
hasta convertirse en una figura sombría. Donde sus pies tocaban la
tierra brotaba la sangre como un río, que atravesaba arroyos,
montañas y llanuras. La criatura siguió la sangre, y a su paso se
extendía la oscuridad, como una nube que ocultase el sol.
Este… se dirigía hacia el este. Hacia el sol naciente, hacia el
Palacio Imperial, radiante en el amanecer.
El miedo la golpeó como lo harían los restos de un naufragio en un
río revuelto. Trató de buscar un asidero y alejarse del torrente. Gritó
cuando su consciencia se asentó de nuevo en su arqueado cuerpo,
y cayó hacia atrás. El cuenco rebotó contra el suelo.
Mientras se levantaba, se dio cuenta de que Nobu estaba
vomitando. La perturbación debía haber resonado también en su
poco preparado discípulo. Para que el Vacío le haya alcanzado, a
pesar de que le mandé fuera…
Por todo el complejo comenzaron a oírse suaves gemidos de dolor,
confirmando sus temores. Necesitaba ponerse en contacto de
inmediato con el maestro Ujina y la dama Kaede. Tenían que alertar
al Emperador antes de que fuese demasiado tarde.
***
La cascada voz de Atsuko se desvaneció de su mente, pero aunque
el toque del Vacío se alejó de Kaede, el frío de su corazón no lo
hizo.
No debería sorprenderla… los shugenjas del Clan del Fénix llevaban
mucho tiempo sospechando que la hechicería extranjera del Clan
del Unicornio era peligrosa. El Emperador nunca debería haberlos
aceptado en el Imperio.
Y ahora había causado perturbaciones en la propia realidad,
ondulaciones que habían sentido todos aquellos con el don de
percibir el Vacío. la fortuna debía de haber sonreído a Atsuko, de
otra forma la ishiken no hubiese tenido la oportunidad de
desentramar los embrollados nudos del futuro y de vislumbrar un
atisbo del origen de estas perturbaciones.
Kaede se sirvió una taza de té y situó las manos a ambos lados del
recipiente de porcelana en un vano intento de disipar el frío que
sentía.
Cuando cerró los ojos, ecos de la perturbación le asaltaron de
nuevo, y el mareo regresó. Inspiró el fuerte aroma del jengibre para
centrarse y amortiguar la incomodidad.
Podía alejarse, tratar de enviarse al lugar y el momento en el que se
produjo la perturbación, pero no se atrevía a intentar dar comienzo a
ese viaje desde dentro de la capital. Se podría ahogar en ese vacío,
o aún peor, arrastrar a otros con ella. Igual que había hecho la otra
vez. No se arriesgaría a perder a nadie más.
Abrió los ojos y dio un sorbo al té, pero sus manos seguían
temblando.
Se decía que había heredado el don de Ujina, que algún día podría
llegar a ser una ishiken más poderosa que él. Pero, ¿qué bien le iba
a hacer su don a nadie si era demasiado poderoso como para
arriesgarse a utilizarlo?
—Kaede, el universo busca el equilibrio en todas las cosas —le
había asegurado su padre. Ser receptora de un don tan terrible era
indicativo de que habría una enorme necesidad de él a lo largo de
su vida, y que algún día sucedería a su padre como Maestro del
Vacío.
Rezaba por estar preparada cuando llegase aquel día, tanto para la
pérdida de su padre como para el peso de la responsabilidad que
recaería sobre sus hombros.
Aquí, en la capital, podía utilizar otros poderes: erudición y
diplomacia. Era la representante en la corte más importante de
todas de su padre y del resto del Consejo de los Maestros
Elementales, y aconsejaba a su Majestad Imperial en aquellos
asuntos relacionados con los espíritus y sus reinos. El Clan del
Fénix tenía autoridad suprema sobre todos estos reinos salvo uno:
Ningen- dō, el reino mortal, el reino que se encontraba en peligro en
la visión de Atsuko. El único reino cuya autoridad recaía en los
demás clanes.
Clanes que no verían con buenos ojos que se interfiriese en su
autoridad.
***
Todos los asuntos oficiales del Imperio habían quedado suspendidos
durante el Festival del Crisantemo, pero el mensaje de Kaede no
podía esperar. No cuando los ishiken habían recurrido a poderosos
rituales para ponerse en contacto con ella de forma instantánea a
través de cientos de kilómetros.
Y no cuando existía la posibilidad de que el Clan del Unicornio
hiciese una demostración de su magia extranjera ante el Emperador,
poniéndole en peligro a él y a aquellos inocentes que fuesen a las
celebraciones.
Kaede encontró al Emperador y a sus hijos, a sus guardias Seppun
y a los miembros de mayor rango de los ministerios Imperiales en la
segunda planta de la casa de guardia que delimitaba la entrada del
palacio. Cortinas Kichō y persianas de caña amortiguaban el calor
del verano y protegían al Hantei de las miradas del populacho, al
tiempo que le permitían observar las ceremonias. Mientras entraba
haciendo una reverencia, se percató de la sonrisa socarrona y la
mirada descarada del príncipe Sotorii, pero ahora no podía
permitirse la distracción.
Kaede reconoció a Ishikawa, el capitán de la Guardia de Honor
Seppun, y se acercó a él, acertando al suponer que se apartaría
para saludarla. Intercambiaron una sofisticada retahíla de saludos,
pero necesitaba hablar a solas con él, alejados del resto de la
delegación real.
—Capitán, ¿me acompañaréis mientras trato de encontrar un sitio
donde ver mejor el desfile? —los sonidos del gentío en la
celebración de abajo evitaría que sus palabras se convirtiesen en la
comidilla de la corte.
—Por supuesto —respondió Ishikawa, lanzando una rápida mirada
hacia la Campeona Rubí, Agasha Sumiko, que asintió y se acercó a
sus protegidos, el Emperador y sus herederos.
Los ciudadanos de la Ciudad Prohibida lanzaron una ovación, y la
procesión giró la esquina. Había estado esperando ansiosa este día,
en el que se pondría fin con una celebración al periodo de luto por
Doji Satsume. Ahora, el crescendo de los badajos de madera y de
los tambores se le hacían similares al desagradable sonido de una
cigarra.
Bajo ellos, entre las abarrotadas calles, los representantes de las
familias Otomo, Seppun y Miya desfilaban con sus atuendos
Imperiales y atravesaban el portón. Llevaban atados pétalos de
crisantemo en lazos, y portaban estandartes esmeralda con el mon
dorado Imperial.
—¿Qué es esa sombra que os oscurece la mirada? —preguntó el
capitán.
Kaede tomó aliento profundamente. —Hoy he recibido noticias del
Santuario del Cielo Estrellado —Ishikawa reconocería el nombre de
la escuela de los shugenjas del Vacío, y sabría que fuese cual fuese
el mensaje, no podría esperar—. Han sido testigos de terribles
portentos. Nuestros ishiken creen que el Emperador se encuentra
en peligro.
—Una oscuridad nos amenaza desde muy lejos al oeste, a través de
las Montañas del Espinazo del Mundo. Todos la hemos sentido, pero
uno de nosotros ha captado un atisbo de su procedencia. Creemos
que ha sido originada por el Clan del Unicornio y su hechicería de
talismanes, su “magia de los nombres”, el meishōdō.
El capitán asimiló en silencio sus palabras.
Tras las familias Imperiales marchaban los León, sus guerreros
ataviados con armadura completa y melenas blancas en sus yelmos
que ondeaban al viento. Sus samuráis habían defendido una y otra
vez al Imperio de invasiones, ya proviniesen de las Arenas
Ardientes, de las flotas de los Reinos de Marfil o de extranjeros de
tierras aún más lejanas.
Pero, ¿serían capaces de proteger al Emperador de esta sombría
amenaza? Una vez que se formase la oscuridad, ¿habría alguna
manera de detenerla? ¿Estaría el Clan del León preparado,
dispuesto como parecía estar a comenzar una guerra total contra el
Clan de la Grulla? Shiba Tsukune, la Nueva Campeona del Clan del
Fénix, tendría problemas para mantener la paz entre estos dos
encarnizados rivales. Llegados a este punto era probable que ni
siquiera el Emperador fuese capaz de detenerlos.
Los guerreros León se giraron e hicieron una reverencia al unísono
hacia la casa de guardia, en perfecta formación. Se alzaron y
gritaron “¡Banzai!” en honor a su Emperador antes de continuar la
procesión a través de la Ciudad Prohibida.
Sus palabras serían un insulto al honor de la familia Seppun y de
sus escuelas, pero Kaede reunió el coraje suficiente como para
preguntar: —Si el Clan del Unicornio utiliza sus execrables
talismanes el día de hoy y sucede algo, ¿estarán preparados para
ello los guardias del Emperador?
Ishikawa abrió los ojos como platos y se giró de inmediato para
mirar al resto de la sala, asegurándose de que la familia Imperial
seguía segura. —Los miembros de la Guardia de Honor están
dispuestos a sacrificarlo todo para proteger la vida del Emperador, y
los shugenjas de la Guardia Oculta han jurado defender su alma.
Kaede le continuó presionando… sus palabras rozaban lo
indecoroso, pero se conocían desde hacía años. Podían ser
honestos el uno con el otro. Si hubiese tratado de ofrecer consejo a
los shugenjas Seppun la hubieran ignorado de buenas a primeras.
Tomó aliento de nuevo, y preguntó: —¿Podrían defenderlo de
fuerzas que no comprenden?
Ishikawa se envaró, y sus manos se cerraron hasta formar puños,
resuelto. —Son los mejores de los mejores, y nunca le han fallado a
su Majestad.
Antes de que el contingente León terminase de atravesar el portón
se empezaron a escuchar los tambores y canciones de otro clan al
otro lado de la calle. los siguientes eran los Grulla, y prometían una
exhibición espectacular de bailes y artes. Sus ropajes y cintas
cerúleas fluían y menguaban como el gran Mar de la Diosa Sol, y de
la misma forma que un banco de peces, sus espadas plateadas
refulgían como salidas de la escena de una obra de kabuki. Su
belleza era efímera, y sería fácil que la iniquidad del mundo acabase
con ella.
Kaede continuó, con la voz entrecortada. —Las técnicas de cada
familia son su secreto más fielmente guardado. La familia Isawa sólo
ha logrado comprender las fortalezas y debilidades de los shugenjas
de cada clan tras muchos siglos de observación: los Soshi son
capaces de elevar sus plegarias sin utilizar palabras, mientras que
los Kitsuki invocan la guía y la protección de sus ancestros. No
sabemos exactamente cómo lo hacen, pero como mínimo tanto
nosotros como la Guardia Oculta sabemos qué esperar de ellos.
—¿Y no son los fetiches de los shugenjas Asahina muy similares a
los talismanes Iuchi, si es que no son exactamente iguales? —
Ishikawa giró levemente la cabeza y miró de reojo a Kaede—. Tanto
los amuletos Unicornio como los fetiches Grulla parecen otorgar a
sus portadores las bendiciones de los kami.
¿Eran realmente las bendiciones de los kami… o el truco de algún
demonio? —No podemos estar seguros de ello. Nadie lo está —los
fetiches Asahina de bambú, papel plegado, seda y campanillas no
parecían muy diferentes de los omamori que fabricaban los
guardianes de las capillas para compartir las bendiciones de sus
kami, aunque las protecciones de los Asahina eran mucho más
poderosas. Por el contrario, muchos de los talismanes Iuchi tenían
formas terribles y monstruosas: formas humanas corrompidas, con
una cola cubierta de escamas, alas emplumadas, cabezas con
cuernos y piernas peludas. Eran tan grotescas como los oni de
Jigoku.
Kaede tenía que hacerle comprender. — Capitán, os juro que no es
un asunto que os hagamos llegar a la ligera. Lideráis a los
defensores del Emperador. Por favor, transmitidle mis temores; sólo
le dará importancia si la advertencia proviene de vos. Si el meishōdō
es tan peligroso como tememos, y vuestros guardias se encaran con
una terrible amenaza al Emperador…
—Entonces creéis que debemos prohibirlo —Ishikawa acabó la
frase por ella, y suspiró—. Los Fénix y los León se alegrarán al ver
cómo se pone fin a una costumbre que consideran herejía, pero los
Dragón y los Grulla no se quedarán de brazos cruzados mientras su
aliado sufre la censura Imperial. Es posible que los Cangrejo se
sientan aliviados al ver debilitado a su antiguo enemigo, o puede
que lo vean como la pérdida de una posible nueva defensa para su
Muralla. Sin lugar a dudas los Escorpión tratarán de aprovecharse
de la situación, se resuelva como se resuelva. Y por encima de todo,
que el Emperador se niegue a aceptar que le sirvan de esa forma no
gustará a los Unicornio.
Sí, habría muchas ramificaciones políticas, pero las amenazas
espirituales eran mucho más complejas y peligrosas que las simples
preocupaciones mortales. Kaede respondió: —Sin embargo, si
trajeron consigo brujería de las Arenas Ardientes, de seguro será el
Emperador el que tenga la sabiduría para determinar si estas artes
deben continuar sirviendo a su Imperio —como canal de sus
descendientes perdidos con la Dama Sol, el Emperador era a
efectos prácticos un ser divino, y su sabiduría resultaba irrefutable,
excepto por otro Hantei.
La siguiente procesión era la Fénix, reconocible de inmediato por la
capilla portátil que transportaban los guardianes de la familia Shiba.
Alrededor de los guerreros, un gran grupo de shugenjas, sacerdotes
y guardianes de la capilla bailaban y cantaban a la gloria del espíritu
que transportaban. Se decía que era el kami de la Colina Seppun, el
espíritu guardián de la tierra situada bajo la ciudad, que había
protegido el linaje Hantei desde su fundación.
—Existe otra manera —comenzó Ishikawa—. Si, tal y como sugerís,
el verdadero peligro consiste en la falta de conocimiento, puede que
en lugar de prohibir la práctica por completo los Unicornio debieran
acceder a enseñar a la Guardia Oculta la naturaleza de sus
poderes.
—Los Iuchi se mostrarán reacios a divulgar sus secretos —
respondió Kaede. Una solución tan simple como la sugerida por el
capitán nunca funcionaría.
—Los Unicornio son un clan práctico. Es posible que su Campeona
decida que más vale acceder a las exigencias Seppun que
arriesgarse a perder las artes de sus shugenjas.
—Veremos —dijo Kaede. Ishikawa lanzó una mirada a la multitud.
La siguiente delegación pareció aparecer por sorpresa, muy cerca
de la comitiva Fénix, como si saliese de las sombras más profundas
tras la luz más brillante. Un grupo de acróbatas se contorsionaban y
hacían cabriolas, saltando de las espaldas de otros y girando en el
aire antes de aterrizar grácilmente de pie. Se les unieron bailarines,
que cambiaban de máscara una y otra vez y giraban entre sedas de
tal forma que parecían revolotear por la calle. También esto debía
ser un truco, aunque Kaede no sabía cuál podía ser.
—La mía no será la única voz que le aconseje. El Emperador cuenta
con muchos consejeros, y podéis estar segura de que cada uno
tendrá su opinión. La decisión que se tome no será rápida ni se
tomará a la ligera.
Para entonces podría ser demasiado tarde. Tendría que encontrar
una forma de convencer a los demás consejeros, o de encontrar
alguna manera de proteger a la familia Imperial por su cuenta. —
¡Esta cuestión no puede retrasarse de la misma forma que sucede
con tantos de los asuntos de palacio! Por favor, transmitídselo
directamente al Emperador, os lo ruego. Por mí, pero también por él.
Ishikawa la miró a los ojos durante un instante demasiado largo,
pero ninguno de los dos podía apartar la mirada.
—Muy bien, Kaede-san. Si el Emperador considera que vuestros
temores son realmente fundados, necesitará ayuda para hacer
cumplir sus leyes. Tenemos a los magistrados Esmeralda, pero los
magistrados Jade de la antigüedad… —Los vítores ahogaron su
voz.
—El Clan del Fénix asistirá en lo que sea necesario, y hará cuantos
sacrificios se le exijan —respondió rápidamente Kaede. El puesto de
Campeón Jade no había sido necesario desde hace siglos, y el
Imperio tampoco lo necesitaba ahora. Los Maestros Elementales
eran la autoridad suprema en cuestiones espirituales, y se
asegurarían en persona de que se cumpliese la ley. Se asegurarían
también de que no hubiese motivos para que se reinstaurase el
ministerio Imperial dedicado a perseguir a shugenjas herejes.
Finalmente apareció la delegación que más temía ver, y su
contingente venía a lomos de sus aterradoras monturas. Sus
ropajes púrpuras y blancos lucían patrones que no había visto
nunca antes. De los caballos se elevaba un efluvio dulzón y
enfermizo que le revolvía el estómago. El golpeteo de las pezuñas
contra el pavimento de piedra de la avenida acompañaba al fuerte
latido de su corazón: sus relinchos le hacían estremecerse.
Por favor, no permitáis que pase nada, rezó. Su poder respondió de
forma espontánea a la plegaria, acumulándose en su interior. La fría
inexistencia del Vacío le bañaba los pies, como si estuviese de pie
en una costa estrellada. A pesar del calor del día, se estremeció
bajo sus múltiples capas de ropa.
—Kaede, ¿estáis…?
—No os preocupéis por mí —logró susurrar—. Id con el Emperador.
Aseguraos de que esté protegido.
Mientras los caballos trotaban en círculos, trazando un patrón como
el del movimiento del sol, un shugenja Unicornio situado en el centro
del círculo levantó un talismán dorado con alas, dentro del que
relucía un rubí con la luz de Amaterasu.
¡No!
El Vacío le hizo caer de rodillas, y una oleada de poder amenazó
con consumirla. Déjate llevar, y tendrás todo el poder que necesitas.
Ríndete a la voluntad del mundo.
No me doblegaré. Pero debo ver… Su visión se oscureció, y se
centró de nuevo en el Reino del Vacío. Donde antes sólo había
existido el desfile, ahora una infinidad de celebrantes se
arremolinaban en la avenida, almas de todos los instantes, desde el
lejano pasado hasta el futuro distante, y sus elementos se
derramaban en la escena como una cuatricromía. Guerra, paz,
desolación, profanación. Se esforzó por encontrar un único hilo
temporal para poder ver el lugar en el que se encontraba el
shugenja Unicornio.
El frío del Vacío continuó presionándola, tratando de ahogarla. ¡Allí!
Pudo verlo durante apenas un instante: un espíritu, una criatura
sombría de fuego sin humo, bestial y con cuernos. Aullaba,
retorciéndose ante una fuerza que la ataba, tratando de liberarse.
Más y más profundamente, hacia la nada, uniéndose al océano que
nunca terminaba…
Recuérdate, escuchó con la voz de su padre. No pierdas tu ser.
Soy Isawa Kaede, hija de Ujina, hija de Ninube, hermana de Tadaka,
consejera espiritual de Hantei el trigésimo octavo, prometida de
Akodo Toturi, amiga de Ishikawa…
Salió de la oscuridad y boqueó cuando sintió nuevamente el calor
del sol. El Emperador, los príncipes…
Se oyó un grito proveniente del gentío, un grito de alegría, no de
miedo.
Tenía la espalda apoyada contra las almenas, le temblaban las
piernas, y su respiración era irregular. Rezó porque nadie le hubiese
visto tambalearse, y que no hubiesen sentido cómo estuvo a punto
de perderse en su propio poder.
Los Unicornio pusieron fin a su exhibición haciendo una reverencia
al Emperador, y lanzaron sus caballos al trote al alejarse de la casa
de guardia.
La atención de buena parte de la multitud se apartó del desfile para
centrarse en la siguiente celebración, o en los innumerables puestos
de comida y vino. Los Cangrejo, que eran la siguiente delegación,
únicamente habían contribuido al desfile de los Grandes Clanes con
un austero contingente de guerreros.
El capitán regresó con una mirada de preocupación.
—He visto algo —logró decir, con la voz temblorosa—. Un espíritu,
atrapado dentro del talismán. Estaba tratando de liberarse, de llegar
hasta el Emperador.
Kaede se le quedó mirando durante un largo rato. Algo en sus ojos
le indicó que le creía, pero que no estaba completamente
convencido. —Me aseguraré de que su Majestad queda alertado,
pero es todo lo que puedo garantizar —hizo una reverencia a modo
de despedida y regresó a la casa de guardia.
—Que las fortunas nos guíen a todos —susurró Kaede.
Sólo quedaban los Dragón. El embajador Kitsuki Yaruma y su
exigua delegación marcharon en silencio.
El embajador se giró y dedicó a Kaede una mirada fría y
conocedora. No podía imaginarse el motivo.

El mundo es un escenario
Por D.G. Laderoute

Mientras tanto, en la capital Imperial…


Bayushi Shoju, Campeón del Clan del Escorpión, saltó para evitar la
estocada que venía dirigida a él, al tiempo que esquivaba hacia la
derecha y golpeaba hacia la izquierda. Sus movimientos eran fluidos
como el agua, situándose allá donde los ataques de su contrincante
no iban dirigidos. Los movimientos de su oponente eran como el
fuego, rápidos y agresivos al lanzar un torbellino de ataques que
hubiesen acabado rápidamente con un adversario inferior.
Un nuevo ataque: Shoju esquivó una vez más. Esta vez lanzó al
mismo tiempo una patada, que impactó en el hombro de su
contrincante. La mujer se recuperó rápido, pero no lo bastante. El
arma de Shoju se lanzó a través del minúsculo hueco en las
defensas de su oponente provocado al romper su cadena de
ataques e impactó contra el estómago de la mujer, haciéndola
retroceder con un gemido, tras lo que se arrodilló de inmediato y
soltó su arma.
El ataque de Shoju había sido más potente de lo que había
pretendido, y se detuvo un instante para recuperarse. Frunciendo el
ceño bajo su máscara, se giró hacia la bushi a la que acababa de
derrotar.
—Has combatido bien, Yunako-san. Si no te hubieses sobre
extendido en tu penúltimo ataque, ahora sería yo en lugar de tú el
que estaría arrodillado en el suelo del dōjō.
Bayushi Yunako hizo una reverencia. —Me honráis, Bayushi-ue.
Shoju sopesó en su mano derecha el bokken, la espada de madera
para prácticas. El efecto de las pociones Shosuro que
proporcionaban fuerza y flexibilidad a su brazo derecho, agostado
de nacimiento, estaba comenzando a disiparse. Se giró hacia el atril
de armas de entrenamiento con la intención de poner fin al combate
de entrenamiento… pero se detuvo. La noche anterior se le había
ocurrido algo, y aquel era el momento idóneo para ponerlo en
práctica. Se dio la vuelta de nuevo.
—Yunako-san —dijo—, recoge tu katana.
—Hai, Bayushi-ue.
Shoju aguardó a que la otra Bayushi atravesase la sala de
entrenamiento del dōjō, mientras escuchaba el susurro de sus pies
al andar sobre la arena que cubría el suelo. La mujer dejó el bokken,
sacó su katana con un suave sonido de acero contra acero, colocó
cuidadosamente la vaina en su obi junto a su wakizashi, la otra arma
de su daishō, y regresó para encararse de nuevo con su Campeón.
—Y ahora —dijo Shoju—, quiero que me mates.
Yunako se inclinó. —Como deseéis, Bayushi-ue —la mujer se
enderezó y saltó de inmediato, lanzando un corte a Shoju que lo
hubiese decapitado de haber impactado.
No impactó, pero el ataque falló por apenas un dedo al saltar Shoju
a un lado. Retorciéndose en mitad del salto, contraatacó con su
bokken. Una vez más, era agua; una vez más, Yunako era fuego.
Sin embargo, esta vez los ataques de la mujer tenían el filo de acero
y la intención de matar, tal y como Shoju le había ordenado.
Un tajo salvaje silbó junto al estómago de Shoju, a punto de
destriparlo. El hombre sonrió ligeramente tras su máscara y lanzó
una potente estocada con su bokken. La otra Bayushi esquivó el
ataque dando un paso a un lado y contraatacó como un auténtico
escorpión, con un golpe descendente que se lanzó, apenas visible,
contra el cuello de Shoju. El hombre se retorció y pateó la pierna de
Yunako, haciéndola perder el equilibrio durante el tiempo suficiente
para permitirle agacharse y esquivar el ataque. Ahora su sonrisa era
completa, y continuó su ataque con un revés que impactó en el
brazo de Yunako. La mujer cambió de dirección tan rápida como el
pensamiento, amortiguando el golpe con su movimiento, al tiempo
que atacaba con su katana en un amplio arco contra la espalda de
Shoju.
Shoju comenzó a reír.
Aún como el agua, Shoju se abalanzó hacia delante, lanzando todo
su peso contra Yunako de forma tan sólida e inevitable como la
tierra. Ahora era también fuego, rápido como una llama… aire,
consciente del menor movimiento de sus brazos y manos, piernas y
pies, de cada cambio de posición, cada tensión y relajación de sus
músculos… y vacío, en la unión de todo ello para conformar un
único instante perfecto, completamente consciente y enteramente
inconsciente…
Su salto hacia delante y su impacto repentino contra su oponente
provocaron una minúscula vacilación en el ataque de la mujer…
tiempo suficiente para golpear con su bokken contra la mano de la
espada de Yunako, levantar su mano izquierda y arrancarle la
katana de la mano. Desvió el impulso del arma hacia abajo, luego
en un arco a su alrededor y frente a su cuerpo, dejando que su
propio peso continuase presionando contra la espalda de la mujer y
hacia abajo hasta aterrizar sobre ella, con una rodilla contra su
estómago y atrapándola contra el suelo, mientras que la katana
finalizaba su nuevo arco y acababa posada sobre el cuello de la
Bayushi.
La sangre brotó a partir del contacto del acero con la carne, de un
carmesí tan brillante como el de la flor de tsubaki, la camelia roja
que florecía en los Jardines Imperiales. Shoju sonrió una vez más
bajo su máscara ante lo apropiado de la situación.
Por su parte, Yunako se limitó a aguardar con el rostro tranquilo,
casi sereno, y sus ojos fijos durante un largo instante en algo
situado más allá de su Campeón y por encima de él. Finalmente,
desvió la mirada hasta encontrarse con la de Shoju.
—Mi honor —dijo—, y mi vida, por el Escorpión.
Shoju mantuvo la vista clavada en Yunako. En la corte, un contacto
ocular tan directo sería una ruptura de la etiqueta… pero no estaban
en ninguna corte. La mirada de la mujer no mostraba ningún miedo,
duda ni pesar.
Shoju asintió una vez y tensó el brazo son el que sostenía la
katana…
Luego dio un salto y se acuclilló al aterrizar, con la espada de
Yunako lista para enfrentarse contra cualquiera que fuese el que
había entrado en silencio en el dōjō y que ahora se encontraba de
pie cerca de ellos.
—Mis disculpas, mi señor Shoju —dijo Bayushi Kachiko con una
sonrisa juguetona en los labios— ¿Interrumpo algo?
Shoju bajó la espada e indicó a Yunako que se levantase. Giró la
espada y se la entregó a la mujer con la empuñadura por delante. —
Creo que esto te pertenece, Yunako-san.
Yunako hizo una profunda reverencia en reconocimiento hacia el
Campeón de su clan, y ahora también de la Consejera Imperial. De
la herida de su cuello continuaba brotando sangre. —Soy yo quien
debe disculparse, Bayushi-ue, por la falta de habilidad que os he
demostrado hoy. Me temo que he sido una oponente indigna de vos.
—Al contrario, Yunako-san, has sido una oponente totalmente digna.
Volveremos a entrenar juntos. Restaña tu herida y preséntate aquí al
amanecer.
—Hai, Bayushi-ue —Yunako aceptó la katana de manos de Shoju,
recuperó el resto de su daishō, se inclinó de nuevo y se retiró del
dōjō.
Kachiko dirigió su media sonrisa nuevamente hacia Shoju. —
¿Tenéis la intención de convertir a esa mujer en vuestra concubina?
Shoju recogió el bokken y lo puso de nuevo en su sitio. —¿Y qué
pasaría si lo hiciese?
—Hay opciones mejores. Recuerdo a una Shosuro que sería una
buena candidata, y también podría sugerir a cierta Yogo… pero
aconsejaría que no os enamoraseis de ella, teniendo en cuenta la
maldición de su familia.
Shoju alisó la arena del suelo del dōjō y se limpió el sudor de la
frente con la mano. Su agostado brazo derecho le ardió de nuevo,
recordándole que necesitaba tomar otra dosis de las pociones
Shosuro. —¿Qué necesidad tengo de una concubina…? —dijo,
acercándose a Kachiko— ¿…cuando mi esposa es la mujer más
deseable del Imperio?
—Cuidado, mi señor Shoju… si vuestra esposa escuchase tales
palabras, podría comenzar a creérselas.
Shoju se permitió que la sonrisa se reflejase en sus ojos. —Creer lo
que es cierto es completamente sensato.
—Qué ironía, viniendo del Señor de los Secretos y las Mentiras.
—En ocasiones digo la verdad.
La luz en los ojos de Kachiko se intensificó. —Y siempre resultan
ser verdades que me agradan.
Shoju se permitió alargar un momento el instante de intimidad, y
luego dio un paso atrás. —Supongo que no habréis venido
simplemente para verme entrenar. Permitid que me bañe, luego
hablaremos con tranquilidad. Reunámonos en el estanque de peces
koi más elevado, al final de la hora del mono.
Kachiko pasó un dedo por la palma de la mano de Shoju al retirar la
suya. —Lo espero con ansia, esposo mío.
***
Shoju observó a los peces koi nadar de forma irreflexiva por el
estanque. Los había anaranjados, dorados, blancos crema y
algunos negros. Sus movimientos eran realmente como el agua, un
fluir lánguido e incesante. Algunos miembros del Clan del Fénix
creían que estudiar las acciones de los peces koi podía desvelar
pistas del futuro.
Se agachó y tocó la superficie del agua con el dedo, bloqueando el
paso de uno de los peces. El pez se golpeó contra su dedo,
retrocedió y nadó en otra dirección. Como consecuencia de ello otro
pez cambió de dirección, y así hasta que se vieron afectados los
movimientos de casi todos los peces.
Puede que los Fénix tengan razón, pensó Shoju. Pero simplemente
ver el futuro no era suficiente. Cambiarlo, darle forma igual que
había cambiado las acciones de los peces koi… eso era lo que
importaba.
—A vuestro hijo —dijo Kachiko detrás de él— le encantaría veros
jugando con los peces.
Shoju continuó mirando a los peces koi. —Dairu es lo bastante
mayor como para diferenciar qué es un juego… y qué no lo es.
—¿Entonces estáis cuidando de los peces? Tenemos sirvientes
para este tipo de tareas.
Mientras nadaban, Shoju se percató de que ahora los peces
evitaban su dedo: habían incorporado su presencia a su
comportamiento. Sacó el dedo del estanque y se levantó. —En
ocasiones —dijo—, dedicarse a cosas sencillas como cuidar a los
peces puede tener su importancia… especialmente cuando dicha
sencillez resulta engañosa.
Kachiko se puso a su lado. —La sencillez casi siempre resulta
engañosa.
Shoju asintió. A escasa distancia, un jardinero plebeyo recortaba los
capullos marchitos de un matojo púrpura de violetas. Algo más lejos,
en otra dirección, un par de obreros llevaban madera hacia una casa
de té que estaba siendo reparada, discretamente oculta entre unos
cerezos. Shoju sabía que había otros sirvientes entre el follaje a su
alrededor, dedicados a las diferentes tareas necesarias para que los
jardines continuasen siendo un lugar de cuidada belleza. Gente
sencilla, dedicada a tareas sencillas.
Y en su conjunto, todo ello una mentira.
Eran sirvientes, sí, pero también agentes Escorpión. Por medio de
su presencia y de sus movimientos, se asegurarían de que nadie
fuese capaz de acercarse lo bastante a Kachiko y a él como para
escuchar lo que estuviesen diciendo, o al menos no sin que se
diesen cuenta. El jardinero dirigiría su atención a un hibisco cercano,
los obreros que trabajaban en la casa de té moverían un trozo
específico de madera, lo que valdría a Shoju para darse cuenta de
que alguien se acercaba mucho antes de que fuese un problema.
Acciones nimias y sencillas llevadas a cabo por personas
aparentemente anónimas y sencillas, pero que en realidad tenían un
gran significado… simplicidad engañosa, al servicio del Clan del
Escorpión.
—Algo os preocupa, esposo mío —dijo Kachiko.
—Me preocupan muchas cosas.
—¿Es ese el motivo por el que os estabais planteando seriamente
matar a aquella samurái en el dōjō?
Shoju dirigió su mirada hacia Kachiko, luego comenzó a recorrer un
camino serpenteante que se alejaba del estanque de peces koi.
Kachiko ajustó elegantemente su paso al de él para caminar a su
lado.
—Necesitaba saber que mi intención de matarla era auténtica —dijo
—, de forma que me permitiese ver su reacción.
—La estabais probando.
Shoju observó cómo los siervos que no eran tales comenzaban a
caminar por los jardines, cambiando de posición para adaptarse a
sus movimientos y a los de Kachiko. —Se me sugirió a Bayushi
Yunako como candidata para comandar a la Guardia de Élite
Bayushi. Un puesto de semejante prestigio exige una lealtad
absoluta y una dedicación inquebrantable a su deber.
—Un cadáver no sería un buen comandante, no importa lo leal o
devoto que sea.
—Es una suerte, entonces —dijo Shoju— que aparecieseis cuando
lo hicisteis.
Kachiko sonrió. Durante un rato se limitaron a caminar bajo los
árboles floridos, a observar los colores y disfrutar del olor de un
millar de flores. Finalmente llegaron a un pequeño puente arqueado
situado sobre un plácido riachuelo, uno de los muchos que
atravesaban los jardines del Palacio Imperial. Shoju se detuvo en la
parte más elevada del puente y se inclinó sobre la barandilla para
seguir con la mirada la corriente hasta el punto en el que
desaparecía bajo un grupo de sauces llorones.
Kachiko puso la mano en la barandilla, apenas tocando la de él. —
Aún no me habéis respondido —dijo—. Algo os preocupa… algo
más que la simple cautela a la hora de elegir a un comandante de
confianza para las fuerzas militares de nuestro clan.
Shoju se quedó mirando un solitario pétalo de rosa que flotaba en la
corriente. —Me acuerdo de una obra de kabuki que vi hace poco —
comentó—. Por supuesto, se suponía que la atención debía estar
centrada en los actores, y todos ellos interpretaban sus papeles con
la adecuada habilidad. Sin embargo, los que llamaron mi atención
fueron los kuroko: los tramoyistas, todos ellos vestidos de negro,
que movían objetos de un lado a otro y reorganizaban el escenario
al ir avanzando la obra. Iban vestidos de negro porque se supone
que deben ser ignorados e invisibles —dirigió su mirada a Kachiko
—. No obstante, me resultó interesante el hecho de que los kuroko
son en realidad los intérpretes más importantes que hay en el
escenario. Su colocación del decorado y los objetos en el escenario
determina los movimientos de los actores. Cambia de posición un
elemento, aunque sea un poco, y es posible hacer que un intérprete
se meta entre las sombras, o que se encorve ligeramente, o que se
acerque de más al borde del escenario. Esto alterará la forma en la
que el actor interpretará su papel y al mismo tiempo, la propia obra.
Kachiko se quedó mirando a su esposo, pero no dijo nada, y esperó
a que continuase.
Shoju dirigió nuevamente su atención al pétalo atrapado en la
corriente. —Si el Imperio es la obra y los clanes son los intérpretes,
nuestro lugar actual se encuentra en el centro del escenario, el
punto en el que se centran todas las miradas —se giró hacia
Kachiko—. ¿Pero es ese el lugar apropiado para el Clan del
Escorpión? ¿Acaso no es nuestro cometido ser los kuroko? ¿Vestir
de negro y ser ignorados, moldear y dar forma a lo que sucede en el
Imperio mientras todas las miradas apuntan en otra dirección?
—Hemos dedicado grandes esfuerzos a obtener el poder que
tenemos ahora —replicó Kachiko—. Años de cuidadosos planes, de
hacerse con puestos clave y de concertar matrimonios de influencia.
Años de eliminar a aquellos que se interponían en nuestro camino…
todo ello ha culminado en lo que ahora tenemos. El Clan del
Escorpión se ha ganado el centro del escenario Imperial, ¿no es
así?
—No lo pongo en duda —dijo Shoju—. Ciertamente, nos hemos
ganado lo que ahora tenemos. Pero eso no quiere decir que
debiéramos tenerlo.
—Me parece escuchar ecos en vuestra voz, esposo. Ecos de los
daimyō de las familias Soshi y Yogo…
—Sí, Soshi Shiori y Yogo Junzo me han transmitido su opinión. A su
manera, ambos creen que hemos acumulado poder a expensas de
nuestra verdadera misión en el Imperio.
—¿Y vos estáis de acuerdo con ellos?
Shoju buscó el pétalo de rosa con la mirada, pero había
desaparecido bajo las copas de los sauces. —No estoy
completamente en desacuerdo con ellos —sonrió a Kachiko—. Sin
embargo, no me posicionaré sin antes escuchar la opinión de mi
asesora de mayor confianza.
—Parece que sugerís que renunciemos parte de nuestro poder en
favor de los demás clanes, permitiéndoles obtener réditos en la
Corte Imperial. ¿Y que esto nos permitiría actuar de forma más
subrepticia desde una posición más debilitada? —Kachiko enarcó
una ceja—. Es un punto de vista interesante a la hora de hacer
avanzar los objetivos de nuestro clan.
Bayushi Ogoe, mi predecesor lejano, hizo exactamente esto, ¿no es
así? En aquella época nuestro clan se encontraba en una posición
ascendente en el Imperio prácticamente en todo. Jactándose de lo
fácil que sería derrotar al Clan del Unicornio cuando todos los
demás clanes habían fracasado, para luego perder ante ellos de
forma humillante, hizo que nuestro clan pareciese pecar de un
exceso de confianza y debilidad. Los demás clanes decidieron
ignorarnos y comenzaron a competir nuevamente entre ellos,
condiciones perfectas para que nuestro clan se dedicase a lo que
mejor sabe hacer.
—La diferencia —respondió Kachiko— es que el Rokugán de la
época de Ogoe era relativamente próspero y estable. A los clanes
les resultó fácil considerar al Clan del Escorpión como un enemigo
común. —Kachiko dirigió la mirada a un grupo de arces situado más
adelante en el camino que habían seguido. Sin embargo, sus ojos
parecían distantes, como si mirasen más allá de los árboles—. En
comparación, el Imperio de hoy en día es turbulento. El Clan de la
Grulla se encuentra al borde de una hambruna, una que podría
extenderse a otros lugares simplemente conque una cosecha no
sea buena en otra parte del Imperio. El Clan del Dragón se enfrenta
a una tasa de nacimientos en constante declive, al mismo tiempo
que la Secta de la Tierra Perfecta gana poder predicando herejía y
sedición. El Clan del Cangrejo lucha desesperadamente por
mantener la Muralla del Carpintero libre de la oscuridad, mientras
que el Clan del Fénix ve cómo la comunión con los kami
elementales se hace aún más difícil…
—Soy plenamente consciente de los problemas a los que se
enfrenta el Imperio —dijo Shoju—. De hecho, es precisamente a
causa de ellos que los demás clanes nos miran con envidia. Mira,
por ejemplo, a Doji Hotaru. Puede que sea joven e inexperta en su
puesto de Campeona del Clan de la Grulla, pero sigue siendo la hija
de Doji Satsume. Buscará afianzar su poder en las cortes para
contrarrestar la debilidad de su clan en otras áreas, especialmente
tras la muerte del Campeón Esmeralda. Y para ello probablemente
encontrará aliados dispuestos entre los clanes del Fénix y el
Unicornio.
—El Clan del Fénix resulta de poca importancia —replicó Kachiko,
encogiéndose levemente de hombros—, y no debemos permitir
alianza alguna entre los clanes de la Grulla y el Unicornio. Además,
que su clan haya perdido al Campeón Esmeralda puede ser una
ganancia para el nuestro. Creo que vuestro hermano, Aramoro,
podría ser un candidato excelente.
—Tal vez… pero Kakita Yoshi sigue siendo el Canciller Imperial.
probablemente se mostrará muy complaciente cuando Hotaru desee
imponer los planes de su clan en la corte.
—Os aseguro que no necesitáis preocuparos por Hotaru, esposo
mío, y por extensión, tampoco por el Clan de la Grulla.
Shoju bajó la vista hacia el agua al percatarse de la certeza en el
tono de voz de Kachiko. Después de una breve pausa para permitir
a Kachiko darse cuenta de que se había percatado, continuó. —
Luego está el Clan del Cangrejo. Hida Kisada ha comenzado a
hablar mal de nosotros como consecuencia de la aparente falta de
interés del Emperador en la amenaza creciente para la Muralla. En
el mejor de los casos se plantea por qué no utilizamos nuestra
influencia para convencer al Emperador de que mantener segura la
Muralla es el problema más acuciante del Imperio.
—Es poco probable que Kisada admita su debilidad de forma tan
abierta.
—Le he ofrecido la asistencia de nuestro clan, tropas y material,
pero exige un nivel inaceptable de control sobre ellos.
—Una simple muestra del obstinado orgullo Cangrejo.
—Por supuesto, pero no altera el hecho de que otro clan ha
comenzado a sentir un resentimiento cada vez mayor por el poder e
influencia de nuestro clan.
Kachiko no dijo nada durante un rato. En el silencio, Shoju sintió que
estaba sopesando algo, como si estuviese decidiendo si debía
hablar, y en caso de hacerlo, qué palabras utilizar. Aguardó con
curiosidad, oyendo mientras tanto el suave borboteo del riachuelo
que fluía bajo el puente.
—Tal vez —dijo finalmente Kachiko— exista una forma alternativa
de ver esta obra. —Shoju la miró.
—Tal vez —continuó— en lugar de entregar poder y trasladarnos a
las sombrar como vuestros kuroko, debiéramos hacer lo contrario.
De igual forma que os sugerí asegurarnos de convertir en Campeón
Esmeralda a Aramoro, tal vez debiésemos reunir y consolidar aún
más poder para nuestro clan.
—Sería una estrategia descarada.
—Probablemente. Pero, una vez más, este no es el Imperio de
Ogoe. En tiempos difíciles el Imperio precisa fuerza y liderazgo.
Deshacernos de nuestras ganancias y permitir recuperarse a otros
clanes hace que corramos el riesgo de que todos los clanes se
mantengan debilitados, en el preciso momento en el que al menos
uno de ellos debe mantenerse fuerte.
—Bayushi-no-Kami dijo al primer Emperador que sería su villano —
comentó Shoju—, no que haría cumplir su voluntad.
—Cierto. Pero a lo largo de los años se han sucedido muchos
emperadores Hantei. Y ninguno de ellos había disfrutado del favor
de los Cielos de forma tan clara como el primero. Y este, el
trigésimo octavo…
Shoju alzó una mano. —Vuestras palabras están adquiriendo un
tinte peligroso, esposa mía, si es que sugerís que los Cielos
Celestiales han retirado su favor al Hantei.
—No tengo intención de sugerir tal cosa —continuó Kachiko—.
Simplemente digo que a lo largo del Imperio hay cada vez más crisis
y contiendas. En una época como esta, el Emperador precisa ser
especialmente fuerte. Necesita la fuerza que vos tenéis, Bayushi
Shoju del Clan del Escorpión.
Shoju juntó las manos a la espalda, agarrando su mano mala con la
buena. —Se me ocurre una idea absurda —dijo—. Es posible que
se deba únicamente al cansancio acumulado en el dōjō. Sin
embargo, sería posible interpretar lo que acabáis de decir como una
sugerencia de que debería ser yo el que se sentase en el Trono
Crisantemo —sonrió—. Sin embargo, como he dicho, es absurdo
pensar que ni siquiera vos seríais capaz de sugerir tal cosa,
¿verdad?
Kachiko se rio.
—Oh, esposo mío---, ¿realmente pensáis que podría siquiera
imaginar tal cosa? ¿Qué sería capaz de ver a alguien que no fuese
un Hantei en el trono de Rokugán? —rio de nuevo—. Cuando
Bayushi-no-Kami dijo que sería el villano de Hantei-no-Kami, no
creo que implicase semejante nivel de villanía. Tal y como habéis
dicho, es un pensamiento absurdo.
—Es posible entonces —respondió Shoju, desaparecida su sonrisa
— que debáis elegir con mayor cautela vuestras palabras, esposa
mía.
Al mirar a su alrededor vio al jardinero, que ahora se encontraba
cortando el césped bajo un hibisco… mientras los obreros de la
casa de té estaban moviendo otro trozo de madera. Estos jardines,
igual que la Corte Imperial, pertenecían a efectos prácticos al Clan
del Escorpión. Era casi una certeza que nadie sería capaz de
escucharles.
Casi.
Kachiko hizo una reverencia a modo de disculpa. —Tenéis razón,
por supuesto, esposo mío. Me aseguraré de no ser tan descuidada
en el futuro.
Shoju asintió y comenzó a caminar de nuevo, a través del puente y
en dirección a los arces. Una vez más Kachiko se situó a su lado y
continuaron su discusión hablando de los muchos problemas a los
que se enfrentaba el Imperio, así como de los desafíos, y
oportunidades, que estos presentaban para el Clan del Escorpión.

Una maestra sumamente apropiada


Por Katrina Ostrander

Varias semanas después…


Ide Tadaji habría esperado un truco semejante del Clan del
Escorpión, pero no del Clan del Fénix. De repente, los rumores
relativos al meishōdō se habían propagado entre las altas esferas.
Se decía que algunos consejeros abogaban por que el Emperador lo
prohibiese por completo. Habían tenido muy poco tiempo para
preparar una respuesta, para reclamar favores entre los consejeros
de mayor confianza del Emperador con los que asegurarse de que
su clan no sufriese una gran pérdida de prestigio durante la próxima
sesión de la corte. Había tenido que mover tantos hilos como le fue
posible para hacerse con alguna ventaja, para obligar al juego a
desarrollarse como deseaba.
Si su contrincante le había ganado la partida, Altansarnai tendría
derecho a exigir su retirada… o su seppuku.
—Embajador Ide Tadaji —la voz del capitán Ishikawa le llegó al girar
una esquina y entrar en la cámara de audiencias. Tadaji se inclinó
profundamente en la estera. Cuando asumió nuevamente la
verticalidad, el capitán se había sentado junto al bosque de bambú
pintado en la pared. Cada uno de los paneles de la pared tenía
incrustados medallones de crisantemos de oro, por si alguien
olvidase el linaje real de la familia Seppun.
—Capitán Ishikawa. Gracias por invitarme —dijo Tadaji.
Normalmente la familia Seppun era retraída, centrada de forma
obsesiva en su tarea de proteger al Emperador y a su familia
directa. El representante Unicornio había sido invitado a su sede
como parte de esta tarea.
—No me cabe duda que habréis oído las dudas referentes a las
prácticas mágicas de vuestro clan —comenzó Ishikawa. Tadaji
asintió—. Sí, capitán —Ishikawa había omitido cuidadosamente que
era el Clan del Fénix el que tenía esas dudas. ¿Se debía aquello a
sus simpatías hacia ese clan, o a que era uno de los pocos
miembros de las familias Imperiales que no consideraba beneficioso
el incremento de las rivalidades entre clanes?
Se notaba una pesadez en el aire. Había llegado el momento de la
verdad. Ishikawa se encontraba sentado ante él, pero también podía
sentirle de pie tras él: su asistente en el seppuku, preparado para
poner fin a la agonía auto infligida.
¿Había condenado Iuchi a su clan al adoptar las prácticas de los
sahir? Cuando las fortunas y los kami ignoraron sus plegarias en las
Arenas Ardientes, ¿deberían haber aceptado su negativa?
La mismísima Shinjo-no-Kami permitió esta práctica. No la
deshonres con tus dudas, Tadaji.
Aunque sólo había sido un momento, Ishikawa dijo finalmente, —El
Emperador no cree que la magia del Clan del Unicornio necesite ser
censurada.
La sombra que se alzaba tras él se desvaneció con sus palabras,
pero Tadaji no se permitió emitir un suspiro de alivio. Nada podía ser
tan sencillo… a continuación vendrían los términos del perdón del
Emperador, y los Fénix no permitirían a su clan salir de esta
completamente incólume. No si los Maestros Elementales tenían
algo que decir en el asunto.
—Los Unicornio han servido bien al Emperador durante sus viajes
por tierras extranjeras, así como desde su regreso. No vemos
motivo para evitar que sigan sirviéndole de la misma forma. Sin
embargo…
Aquí llegaba.
—Los Seppun también debemos cumplir con nuestro deber, y no
podemos proteger al Emperador sabiendo tan poco de esta práctica
y su naturaleza. Solicitamos que uno de los expertos Unicornio en
esta práctica viaje hasta la capital para enseñar a nuestros guardias.
¡Modifica el trato! Endulza el airag de algún modo para
beneficiarnos. Empezó a hablar, pero se detuvo. ¿Qué podría decir
para hacer que los imperiales mostrasen más clemencia de la que
ya habían demostrado?
Ishikawa continuó. —Sabemos que la hija de Iuchi Daiyu ha
completado hace poco su gempukku y se encuentra entre los
practicantes de meishōdō más prometedores de vuestro clan.
Ah, sí. Shahai. La candidata perfecta para servir de maestra… y de
rehén. ¿Había sido idea de Kaede?
Un golpe maestro: si la magia Unicornio dejaba de ser aceptable, el
clan se vería obligado a cesar de inmediato en su uso o arriesgarse
a que algo le sucediese a la hija del daimyō Iuchi.
El sombrío asistente se había apartado para situarse sobre su
cabeza, con la espada lista para golpear.
—Será un huésped de honor en este palacio, y disfrutará de todos
los lujos de la Ciudad Prohibida.
Así que la apartarían de su gente, de su padre y de su hogar. Iban a
convertirla en un simple engranaje de las maquinaciones de la corte,
y en una traidora a ojos de los suyos. Revelaría los secretos de su
familia traicionando con ello sus tradiciones, aunque fuese siguiendo
una orden directa del Emperador. Nunca volvería a ser realmente
bienvenida en la familia Iuchi.
Nada de aquello le importaba al Emperador ni a su familia. ¿Y por
qué debería importarles? —Por supuesto. Enviaré un mensajero al
señor Iuchi Daiyu en una de nuestras monturas más veloces.
—El Emperador os asegura que todos sus vasallos son altamente
valorados por su servicio.
—Aceptamos humildemente la fe del Emperador, y nos sentimos
inmensamente agradecidos de tenerla —el resto del clan tendría
que sentir lo mismo. No les quedaba otra elección.
Sí; la sabiduría del Emperador había librado a la delegación
Unicornio de la humillación de sufrir un revés terrible en sus
recursos en el momento en el que necesitaban ser aliados fuertes y
atractivos ante el Clan de la Grulla y utilizar el poder político de ese
clan, aunque los cofres de Hotaru no fuesen capaces de engrasar
las ruedas diplomáticas con tanta facilidad como antaño.
El Clan del León se enfurecería, pero sus relaciones con el Clan del
Unicornio no eran precisamente cordiales. Se encargaría del
embajador Ikoma Ujiaki, aunque fuese posible que sus palabras se
transformasen pronto en ataques en el campo de batalla.
Sin embargo, el Clan del Fénix no dejaría de mirar al Clan del Viento
con suspicacia. Resultaría casi imposible obtener su ayuda, ni
siquiera con la asistencia del Clan del Dragón.
Con un solo golpe se habían movido todas piezas de la partida,
como si alguien hubiese cogido el tablero de juego y lo hubiese
movido todo a un lado. Algunas piezas acabarían cayendo por
completo.
La cuestión era si sería posible devolver a las piezas al tablero una
vez hubiesen sido eliminadas de la partida. Y qué podía hacer Tadaji
para asegurarse de que sucediese.

Capítulo 1 de La espada y los espíritus


Una novela corta del Clan del Fénix
por Robert Denton III
Publicado originalmente en el pack del Clan del Fénix

El bokken de Yūka se estrelló contra el suelo con un fuerte ruido. La


joven cayó al suelo hecha un ovillo mientras se llevaba la mano al
ojo derecho.
Hatsu soltó su arma de práctica y corrió a su lado. —Déjame verlo
—ordenó.
Parpadeando para evitar las lágrimas, Yūka le enseñó el verdugón
hinchado en la mejilla y la frente. El ojo estaba comenzando a
oscurecerse poco a poco con un tinte purpúreo. —¿Me quedará
cicatriz? —dijo con voz trémula.
La culpa se reflejó en el rostro de Hatsu. —¿Por qué bajaste la
guardia? ¡Pensaba que lo detendrías! —Yūka se le quedó mirando
desde el suelo. No tenía nada que decir. Su padre les había
advertido que no se entusiasmaran demasiado con el combate de
entrenamiento, que tenían que acudir a un acto importante aquella
noche y estaban obligados a hacer acto de presencia. Sintió un
picor ardiente mientras su ojo se inflamaba, hasta convertirse en
una esfera hinchada dividida por una pequeña hendidura. La ira de
su padre era legendaria; Probablemente Hatsu sufriría una severa
reprimenda. Sorbió por la nariz mientras su rostro se acaloraba.
La expresión decepcionada de Hatsu le rompió el corazón, que latía
desbocado.
—Tienes que fortalecerte, Yūka-chan. Donde vas, no habrá lugar
para la delicadeza.
Yūka empezó a llorar. Su voz resonó por el dōjō vacío.
La expresión de Hatsu se suavizó. Se arrodilló mientras sacaba del
obi su tenugui, una pequeña toalla de mano que le regaló su senséi.
Secó las lágrimas de Yūka con movimientos similares a los picoteos
de un gorrión. La toalla olía como él: a sándalo y a pino.
—No soy tan fuerte como tú, Nii-chan —susurró Yūka—. Ojalá
tuviera tu valor.
El joven sonrió. Y el dōjō pareció hacerse más brillante. —Eres más
fuerte de lo que crees, Yūka-chan.
Hatsu le ayudó a ponerse de pie mientras ella se tocaba
suavemente el ojo. —Siento haber llorado.
—No pasa nada —Hatsu posó la mano sobre su hombro y adoptó
una expresión seria—. Puedes llorar en el dōjō si ríes en el campo
de batalla.
Su pecho se hinchó. Asintió. Daría lo mejor de sí.
—Es suficiente por hoy —dijo mientras se dirigía a recoger su
bokken caído.
—Una vez más —Yūka había asumido de nuevo su posición, con la
espada de madera preparada.
Hatsu sonrió. Asumió también su posición de combate con mirada
orgullosa. —Esa es mi hermanita.
Shiba Tsukune abrió los ojos. Aquello había sucedido hacía mucho
tiempo, en un lugar parecido. Ahora tenía un nombre diferente.
Ahora se encontraba aquí.
Un golpe descendente desarmó a su primer atacante. El siguiente
golpe, arriba y a la izquierda, habría cortado los antebrazos del
segundo. Se giró y se arrodilló, lanzando un corte horizontal hacia el
tercero, y acabó con otro enemigo. Dos ataques más y se situó de
nuevo en su posición original, mientras las armas de práctica de los
últimos atacantes golpeaban contra el suelo.
Los cinco alumnos se inclinaron mientras Tsukune bajaba su
bokken. Al levantar la vista dirigió la mirada hacia arriba, en
dirección a un antiguo estandarte que colgaba del balcón: el
estandarte del dōjō, la Orden de Chikai. En su centro destacaba un
dibujo del mon del Clan del Fénix, junto con una frase escrita con el
código Shiba: Sólo cuando estés dispuesto a sacrificarlo todo se te
podrá confiar el mundo.
Se sobresaltó al escuchar unos aplausos. Un joven de aspecto
inteligente se encontraba apoyado contra la pared cercana, y su
elaborado atuendo de seda resplandecía bajo su sonrisa. —Os
estáis haciendo más rápida, Tsukune-sama.
Tsukune se encogió al escuchar el honorífico “sama”. Aún no se
había acostumbrado. Le hizo una reverencia. —Quizás nuestras
sesiones de entrenamiento están dejando su huella.
—Probablemente yo habré dejado algunas —dijo con un guiño—,
pero espero que no.
Al acercarse, los alumnos tocaron el suelo con la frente y salieron de
la habitación, dejándolos solos.
—Así que estoy mejorando —dijo Tsukune.
Tatsu cambió su forma de hablar a una más casual, el dialecto de la
amistad. —Sigues haciendo una pausa en la parte final. En la
postura del dragón, el impulso debería llevarte de vuelta.
Compórtate como un muelle enrollado.
Tsukune asintió mientras sus hombros se hundían de forma
pronunciada. Tenía que hacerlo mejor. —Me lo grabaré en el hígado
—le aseguró.
El joven asintió y puso las manos detrás de su espalda.
—¿Te apetece entrenar? —se ofreció mientras se dirigía al armero.
Cambió su bokken por un largo shinai, una espada de bambú para
prácticas de contacto—. Quizás hoy te gane por fin.
Hizo una pausa, a medio aliento, ante su expresión inexpresiva.
—Puede que en otra ocasión —dijo con menos jovialidad—. Están
listos.
Se puso rígida. —¿Ahora?
Un asentimiento.
Tsukune apretó el shinai con fuerza. Tomó aire profundamente,
aunque no le pareció suficiente. —Yo... no debería hacerlos esperar
—murmuró, sintiendo cómo el golpeteo constante de su corazón
contra la caja torácica aumentaba de velocidad. La primera
impresión era la única que importaba.
—No vas a ir así, ¿verdad? —preguntó Tetsu.
Tsukune bajó la mirada hacia su sudoroso kimono de práctica y su
hakama. De ninguna manera podía presentarse tal como estaba.
Tetsu se rio entre dientes. —No te preocupes. Tengo preparado algo
que te valdrá, y una de mis sirvientas es costurera. No tardará
mucho en hacer cambios.
Ella asintió. Ninguna respiración parecía tan profunda como para
calmar sus temblorosas extremidades.
—¿Estás nerviosa?
Desde el exterior se coló el sonido de las cigarras.
Sacudió la cabeza. —No. Estoy bien, estoy bien. Estoy lista —se las
arregló para sonreír y se volvió bruscamente para dejar el shinai en
su sitio—. Tú primero…
Al girarse, su shinai golpeó contra el atril de los bokken con un
fuerte ruido. El atril se tambaleó durante un instante antes de caer,
provocando un fuerte estruendo que se oyó por todo el dōjō.
Tsukune hizo una mueca de dolor al ver cómo su acción había tirado
al suelo las armas de práctica.
—¿Qué ha sucedido? —se escuchó un grito desde la puerta.
Tsukune se quedó inmóvil ante la mirada del instructor mientras
abría la puerta. El alarmado rostro del hombre se suavizó hasta
convertirse en una mueca de exasperación apenas oculta.
Tetsu se interpuso entre ella y el instructor. —¡Qué descuidado por
mi parte! Mis disculpas.
La culpabilidad arañó el corazón de Tsukune, pero no dijo nada.
El instructor agitó la mano. —No pasa nada. El atril era bastante
viejo. Hubiera ocurrido antes o después.
—Encargaré uno nuevo —dijo Tetsu.
Apaciguado, el instructor se inclinó profundamente ante Tsukune y
se fue.
Tetsu la fijó con una mirada conocedora. Tsukune le dedicó una
sonrisa avergonzada. —Puede que esté un poco nerviosa, confesó.
—Apenas se nota —replicó Tetsu.
***
Tetsu se quedó esperando frente a un vestidor, una fina pantalla de
papel shōji que los separaba. Tsukune observó su impaciente silueta
a través de la pantalla mientras la sirvienta, una mujer mayor con el
pelo canoso, hacía un lazo elaborado con su obi. La mujer apartó a
un lado el shōji y Tsukune dio un respingo ante el fuerte ruido.
Los kimonos estampados de Tsukune formaban una serie de capas
contrastadas de llamas bajo un kataginu dorado de hombros anchos
bordado con el mon del Clan del Fénix. El apresurado añadido de la
sirvienta, dos mangas que colgaban más allá de sus rodillas y que
estaban sujetas mediante puntadas gruesas y visibles, proclamaban
su condición de joven doncella elegible. Al mirar la expresión
apreciativa de Tetsu, Tsukune supuso que parecía algún tipo de
pájaro extraño.
Finalmente asintió. —Mejor. No estoy seguro de que el color resulte
adecuado.
La sirvienta resopló. —Me temo que vuestro kataginu rojo fue
desmontado para su limpieza.
Tsukune tiró de una de las largas mangas y jadeó al ver cómo la
costura se deshacía parcialmente. Un exasperado resoplido escapó
de los labios de la anciana mujer mientras lo arreglaba, cosiéndolo
de nuevo con una habilidad que no había disminuido con la edad.
—¿Y el pelo? —preguntó Tetsu, haciendo referencia a su sencilla
coleta.
—No hay tiempo —contestó la sirvienta, terminando de coser.
—¿Qué le pasa a mi pelo? —preguntó Tsukune.
La mujer mayor se rio entre dientes y agitó la cabeza, como si la
respuesta fuera evidente. La mirada inquisitiva de Tsukune no
encontró respuesta alguna en el rostro de Tetsu.
—Está bien —decidió con un gesto de asentimiento—. Tampoco es
que vaya a entrevistarse con un nakōdo.
—Los hombros de la chaqueta son demasiado grandes —observó la
sirvienta.
Tsukune observó la rígida tela que formaba un toldo puntiagudo
sobre sus hombros. A Tsukune le recordaban al tejado de una
pagoda, a unas alas.
—Tiene aspecto autoritario —sintió como su mirada le atravesaba
una vez más—. Necesitará tenerlo —añadió.
Tal vez, si tenía suerte, se caería en un agujero camino a las
dependencias del consejo.

Pronto, se encontraron bajo el tejado de una pagoda en el Jardín de


la Mente Vacua. Una alfombra de musgo rosado se arremolinaba
alrededor de islotes de piedra grisácea y árboles frondosos con
flores de níspero. El sol era como un disco dorado que flotaba a
poca altura sobre una lluvia leve e intermitente.
—Una boda de zorros —murmuró.
—¿Eh? —Tetsu tenía las manos a la espalda.
—Es como llaman a cuando llueve mientras está soleado. Una boda
de zorros.
—¿Quién lo llama así?
La duda se tragó su respuesta. —Gente —dijo ella y comenzó a
toquetearse las mangas.
Ella sintió su sombra. Miró hacia arriba, y se quedó inmóvil al cruzar
su mirada con la de él. Grácilmente, Tetsu tiró del cordón que
sujetaba una de las bamboleantes mangas y tiró de él. La seda cayó
como una cortina al soltarse, liberando el brazo de Tsukune. Hizo lo
mismo con la otra.
—¿Mejor? —preguntó Tetsu.
Tsukune flexionó sus brazos bajo la cálida luz del sol y asintió.
Juraría que vio reflejado a su senséi en la sonrisa que le devolvió.
Cuando la lluvia escampó dejaron la protección de la pagoda y
atravesaron el musgo rosado hasta la base del despeñadero que
dominaba el jardín. Los escalones de piedra tallados en la cara del
acantilado aún estaban secos. Ascendieron en silencio, Tsukune
caminando lentamente a la sombra de Tetsu. El vibrante zumbido de
las cigarras del jardín sonaba en perfecta armonía con el corazón de
Tsukune.
En la cima de las escaleras se levantaba el roble milenario situado
en el centro de la Arboleda de los Cinco Maestros, y sus raíces se
enrollaban alrededor de la entrada a la cámara interior, una antigua
casa de té de piedra con cinco paredes. Una representación de los
elementos equilibrados alrededor de un círculo parecía brillar en el
panel shōji que hacía de puerta. Tetsu la abrió deslizándola. Más
allá de las puertas del muro más lejano estaría la escalera en espiral
que conducía a la cámara subterránea.
Tsukune aguantó la respiración, como para doblegar a su corazón y
evitar que se le escapase. Apartó la mirada de la puerta y miró hacia
el símbolo situado en el hombro de Tetsu, el emblema de la orden
de Chikai, el guardaespaldas personal del Consejo de los Cinco.
—¿Cómo son? —preguntó ella.
—Excéntricos. Te acostumbrarás a ellos.
—¿Qué debo decir? ¿Qué…?
Tetsu le dedicó una mirada alentadora. —Haz una reverencia y
muestra respeto. Comienza a caminar con la izquierda, nunca con la
derecha. Cuando te pregunten algo, contesta con honestidad. Si no,
limítate a escuchar. Estás aquí para ejercer de testigo para que, si el
Emperador te llama, puedas recordar sus decisiones —sus ojos se
desviaron hacia su espada—. Ten confianza. Aunque no la sientas,
debes tratar de aparentarlo.
—Así que debería ser más como tú —bromeó, su voz vacilante.
Tetsu la miró fijamente, sin pestañear, durante un largo instante. —
Sí —dijo finalmente—. Como yo.
Ella tragó con fuerza, hacer a un lado la sensación de que había
pisado algo que él intentaba mantener oculto y puro, o que había
abierto una puerta que Tetsu quería mantener cerrada.
El joven entrecerró los ojos. —Acompañé a mi senséi a las
reuniones una o dos veces —murmuró—, pero nunca he estado
dentro de las dependencias del consejo. Nunca he sido testigo de la
sesión informativa de un campeón.
Se había quedado mirando su espada. Su tsuba estaba formada por
alas de bronce, la empuñadura forrada de piel de manta tenía
incrustaciones de perlas, y su vaina estaba exquisitamente tallada a
partir de una sola pieza de madera, como si las plumas se hubieran
petrificado simplemente alrededor de la hoja. El arma era una
precursora de la katana, sólo estaba ligeramente curvada, y se
llevaba en el cinturón con el filo hacia abajo. Todos los Campeones
del Clan del Fénix, incluido el propio Shiba, la habían llevado:
Ofushikai, la espada ancestral del Fénix.
Y por su mirada supo que Tetsu la quería. Que sentía que debería
haber sido suya: la espada, el puesto y los elogios. Y por derecho,
debería haberlo sido. Tetsu era el descendiente del difunto
Campeón del Clan del Fénix. Las enseñanzas de Ujimitsu, sus
lecciones, sus técnicas... todas sobrevivían en él. No era ningún
secreto que era el mejor guerrero de la familia Shiba y el miembro
más prometedor de la Orden de Chikai. Al menos, no era un secreto
entre los alumnos de la Academia Chikai, que lo comentaban en voz
baja cuando creían que Tsukune no les escuchaba, o entre los que
propagaban el rumor de que Tsukune no estaba preparada, que su
nombramiento había sido un error, o peor aún, una maquinación
política. Al consejo le resultaría mucho más fácil controlar a una
joven de apenas diecisiete años sin ningún logro que a alguien de la
reputación de Tetsu. Sin duda la espada de Ujimitsu estaba
destinada a él.
Pero la espada no lo había elegido. La había elegido a ella.
—Deberías continuar —dijo bruscamente—. Te están esperando —
sus ojos nunca abandonaron la espada.
Tsukune se inclinó y lo dejó en la entrada, aunque lanzó una rápida
mirada hacia atrás justo antes de desaparecer por los escalones.
Tetsu no llegó a moverse, su silueta permaneció enmarcada por el
panel shōji. A donde iba, él no podía seguirla. Mientras descendía
hacia la cámara, se preguntó si alguna vez la perdonaría.
***
—¡Esto es inaceptable! —rugió Isawa Tsuke. Bajo sus ardientes
ojos, el mon del Maestro del Fuego prácticamente brillaba sobre sus
inmaculados ropajes—. Eju, esta aventura personal tuya ha
desperdiciado demasiado tiempo del consejo. ¡Elige a alguien y
termina de una vez!
Tsukune salió de su ensimismamiento y miró hacia abajo. Su
pergamino, las notas de la reunión, estaba completamente en
blanco. El anciano Maestro del Aire tomó aliento de forma laboriosa.
Tenía la apariencia de un hombre que no había comido ni dormido
desde su juventud. —Tu sugerencia... explica... mucho.
Tsuke se envaró. —¿Acaso insinúas que he ascendido a un alumno
indigno?
El Maestro de la Tierra se encogió de hombros, haciendo sonar las
campanas de madera de su chaqueta alada. —Me gustaba más el
anterior.
—No estoy seguro de que estés en posición de hablar de
aprendices, Rujo —dijo Tsuke.
El Maestro de la Tierra frunció el ceño y no respondió.
De niña, Tsukune siempre había admirado a los Maestros
Elementales, imaginándolos como sabios cuyos corazones y mentes
estaban siempre en armonía. Llevaban gobernando al clan desde
los albores del Imperio y desde el día en que Shiba hincó su rodilla
ante Isawa. Representaban lo mejor de la casta sacerdotal. Su
palabra estaba fuera de toda duda, y su criterio siempre era
homogéneo. No podían ser los mismos hombres y mujeres que se
estaban gritando alrededor de la mesa de reuniones de la Cámara
de los Cinco.
—¿Podemos volver al tema que nos ocupa? —preguntó Asako
Azunami, y sus penetrantes ojos azules parpadean tras dos
cataratas gemelas de cabello negro que salían de su sombrero
cónico.
—Naturalmente, Azunami —Tsuke entrelazó los dedos—. Hace tres
días, Azunami y yo tratamos de purificar una plaga en las tierras de
cultivo Shiba situadas al este. Los kami de agua guardaron silencio;
no tuvimos otra opción que quemar los cultivos afectados para
contener la enfermedad —evitó mencionar las consecuencias que
tendría sobre los impuestos de otoño y durante el invierno que se
avecinaba—. Por contra, justo hoy un alumno intentó invocar a los
kami de fuego y sufrió diversas quemaduras —sacudió la cabeza—.
El desequilibrio elemental empeora cada día.
—Hay señales por todas partes —dijo Azunami—. Inundaciones,
sequías, tormentas... sin duda se ha extendido a las provincias de
los demás clanes.
—Debemos... actuar —logró decir Eju—. Por el bien... del Imperio.
—No es sabio precipitarse —comentó Rujo—. Todavía recordamos
lo que ocurrió cuando Kaiyoko-sama trató de rectificar el equilibrio
por su cuenta. ¡Era la más fuerte de entre nosotros, su vínculo con
los kami de agua era incomparable! Pero su ceremonia no tuvo
ningún efecto, ni siquiera con sus visiones.
—No diría que no tuvo efecto —comentó Tsuke—. Después de todo,
las tierras Grulla sufrieron un tsunami.
Los maestros dejaron de hablar, y miraron a Tsukune al unísono. Su
rostro palideció, y el pincel resbaló de sus laxos dedos.
—Quizás debamos abstenernos de anotar esa parte —aconsejó
Azunami.
Ujina suspiró. —Aprendimos mucho sobre el desequilibrio elemental
gracias a esa ceremonia, pero eso sería un parco consuelo para
nuestros aliados.
El aire se volvió sombrío. Tsukune había creído, como tantos otros,
que Isawa Kaiyoko se había retirado de forma voluntaria para
estudiar el Tao. Pero ahora, al oír aquello, ya no estaba tan segura
de que su retiro hubiera sido voluntario.
Rujo rompió el silencio. —¿Estamos seguros de que no hay
precedentes? El ascenso y declive de los elementos siempre fue
parte del ciclo natural. Tal vez esto no sea diferente.
—Esto nunca... había pasado... antes —dijo Eju—. No desde... los
albores... del Imperio.
Tsuke se burló. —Tú deberías saberlo. Al fin y al cabo, estuviste allí.
Tsukune hizo una mueca mientras Azunami apenas pudo ocultar
una sonrisa. Ujina se llevó las manos a la frente. —Por favor, Tsuke.
Trata de recordar tu posición —Eju, por su parte, no reaccionó.
—Entonces, ¿cuál es el motivo? —desafió Rujo—. A pesar de todo
el tiempo que hemos estudiado este desequilibrio, no parecemos
estar más cerca de discernir un patrón.
—¿No es obvio? —dijo Tsuke—. Los kami se han ofendido. Durante
doscientos años, los Unicornio los han estado forzando con sus
técnicas de meishōdō, invocándolos sin las ofrendas adecuadas.
Para esos bárbaros, los kami son meramente espíritus a los que dar
órdenes, no divinidades que deben ser aplacadas. Su ignorancia
tendrá repercusiones en todo el Imperio.
—Pocas cosas buenas... han llegado... de más allá del Imperio —
asintió Eju—. Ya sea el meishōdō... de los Unicornio... o la
hechicería... de los yobanjin.
Tsukune torció el gesto ante aquella palabra. Los yobanjin eran el
pueblo que habitaba más allá de la frontera septentrional,
descendientes de aquellos que no se sometieron al Emperador, y
por lo tanto fueron desterrados. Ahora, eran conocidos por hacer
incursiones contra su pueblo, el Clan del Fénix.
—En el fondo hay poca diferencia —presionó Tsuke—. Ambas
prácticas son igualmente irrespetuosas hacia los espíritus,
demasiado centradas en el resultado final como para preocuparse
por el rumbo elegido.
Rujo dedicó una mirada crítica a Tsuke. —No sabía que eras un
experto en brujería gaijin, Tsuke, ya sea yobanjin o Unicornio.
Tsuke respondió con tono equilibrado. —Un maestro espadachín no
puede ocultar la esencia de sus técnicas de otro maestro
espadachín, sólo de los principiantes. Cualquiera que preste
atención se dará cuenta.
El Maestro del Vacío habló, y su voz retumbó en un tono bajo. —
Qué suerte, entonces, que los Unicornio vayan a enseñar sus
técnicas a los Seppun, siguiendo las órdenes del Emperador.
Aquello puso fin a las conversaciones durante un rato.
Rujo se inclinó hacia delante. —Tu hija advirtió a los Seppun, Ujina.
El Hijo del Cielo ha decidido no censurar a los Unicornio por
practicar sus artes. Que nadie esté particularmente complacido
probablemente sea indicativo de la sabiduría de su decisión. En
cualquier caso, ahora ya no hay nada que hacer al respecto —.
Nada excepto esperar. Esperar y observar.
La expresión de Tsuke indicaba claramente su desagrado.
—Forzar a los kami a manifestarse sin ofrendas podría causar
comportamientos impredecibles—, apuntó Azunami. —No obstante,
no creo que podamos concluir que el meishōdō sea responsable del
desequilibrio ni de la profecía de Atsuko. No hasta que entendamos
mejor su naturaleza.
—¿Tienes una teoría mejor? —contestó Tsuke.
—Tal vez estamos siendo castigados —su mirada recorrió la mesa
—. Con tantos presagios, ¿es posible que hayamos ofendido a las
Fortunas?
Eju se golpeteó una mano encallecida —Razón de más... para
actuar. El arrepentimiento... no es lo primero... que se produce...
—¿Arrepentimiento por qué? —Tsuke sacudió la cabeza—. Si esto
es un castigo divino, habría señales. Las Fortunas dejarían claro
dónde erramos.
Tsukune habló antes de darse cuenta. —¿Hemos preguntado a los
demás clanes?
Los maestros se volvieron todos a una, como una muralla de ojos
curiosos.
El corazón de Tsukune se desbocó, y sintió que sus palmas se
humedecían, pero ahora no podía volver atrás. Tragó saliva y
continuó. —Puede que carezcan de nuestra comprensión de los
elementos, pero sus perspectivas son únicas. Los Grulla son
nuestros aliados desde hace mucho tiempo; sus shugenjas, la
familia Asahina, aunarían encantados esfuerzos y compartirían sus
conocimientos sobre las estrellas y los océanos. Puede que los
León sean asertivos, pero también son calculadores, y se les puede
hacer razonar una vez que entiendan como les afectará el
desequilibrio —miró de un rostro a otro con creciente confianza—. Si
contactamos con los demás clanes, esta crisis podría reforzar
nuestros lazos con las otras familias de shugenjas. Si combinamos
la experiencia y perspectivas de todas estas familias, podríamos
descubrir rápidamente la causa del desequilibrio.
Los braseros crepitaron, arrancando ecos por toda la sala.
—Tsukune —dijo Tsuke, inclinándose sobre la mesa para mirarla
abiertamente—, los León han estudiado con mirada envidiosa
nuestras tierras durante mucho tiempo. Si descubriesen que no
podemos depender de los kami para defendernos, ¿crees que no
harían nada o que tratarían de conquistarlas?
Tsukune apretó la mandíbula. —Bueno...
Azunami le irrumpió. —Para un herbolario, todas las enfermedades
se curan con hierbas. Para el que repara huesos, todas las
enfermedades se curan reajustando los huesos. Así, cuando uno
elige a un médico, escoge su dolencia —miraba a Tsukune con un
gesto evidente de paciencia— ¿Tan segura estás de que múltiples
perspectivas especializadas nos revelarán la verdad? ¿O es posible
que la inclusión de más voces genere más ruido?
Tsukune se hundió en su asiento. —Yo... yo no había...
Rujo negó con la cabeza. —Si revelamos la existencia del
desequilibrio antes de que tengamos una respuesta, el Trono
Imperial responderá tal como lo hizo con la profecía de Atsuko. Es
mejor que el Clan del Fénix tenga una respuesta antes de que
presentemos la pregunta. Hacer otra cosa avergonzaría al clan.
—¡Por lo menos... ha propuesto... algo! —resopló Eju— ¡Este
consejo... parece satisfecho... con no hacer nada!
A medida que la discusión se acaloraba, Tsukune bajó la cabeza y
se juró no interrumpir nunca más una reunión del consejo.
***
A medida que los maestros se levantaron para marcharse, el
ambiente de la sala se transformó. Azunami le preguntó a Rujo
sobre la inminente boda de su hija. Isawa Tsuke ayudó al decrépito
Maestro del Aire a levantarse de su asiento, asintiendo ante los
susurros amistosos del anciano. Se acabaron los resentimientos y
recelos. Dejaron su hostilidad en la mesa. Este era el consejo que
Tsukune se imaginó de niña.
Por fin lo entendió; en la mesa que quitaban la máscara y hablaban
libremente, pero una vez que abandonaban esta sala la cortesía y la
unidad se reanudaban. Daban por hecho lo mejor de los demás,
independientemente de la posición que hubieran defendido o de lo
vehemente que hubiese sido su desacuerdo.
¿Esta cortesía se le extendería también a ella?
Rujo y Tsuke se retrasaron un momento al pie de los escalones.
Mientras se lavaba los antebrazos en el arroyo cercano, Tsukune no
pudo evitar escuchar su discreta conversación.
—Me pasé de la raya antes —dijo Tsuke—. Mis disculpas.
—No te preocupes. Fui un estúpido al aceptar al chico como mi
aprendiz —suspiró—. Tal vez Tadaka se vuelva razonable después
de esta semana.
El aliento de Tsukune se detuvo al oír el nombre de Tadaka.
—Si es tan inteligente como dijiste una vez que era, más vale que lo
haga.
—Cree que no voy a seguir adelante con esto —Rujo frunció el ceño
—. Está muy equivocado.
Cuando se quedó finalmente sola, Tsukune se sentó y contempló a
Ofushikai entre sus manos. Sus dedos se enrollaron tentativamente
alrededor de la empuñadura. Sus delgados dedos parecían poco
apropiados para la empuñadura, demasiado frágiles, no lo
suficientemente grandes. Miró fijamente a la espada durante mucho
tiempo, esperando algo. Cualquier cosa.
Bajó los labios hacia la tsuba de bronce. —¿Estás ahí? —susurró.
—Lo estoy —respondió una voz cercana.
Tsukune dio un respingo, y luego se giró lentamente. El Maestro del
Vacío se encontraba junto a la mesa, apoyado en un bastón de
ciprés.
—¡Maestro Ujina! —hizo una reverencia envarada— ¡Mis disculpas!
No os había visto.
—Soy yo quien debería disculparse —contestó, y luego señaló hacia
un lado— ¿Os importa? Preferiría ir por las escaleras, pero hay
muchas.
Tsukune asintió. Cogiéndole del brazo, le llevó más allá de la
escalinata y bajaron por un largo camino que trazaba una espiral.
Caminaron en silencio hasta que llegaron a los soleados Jardines de
la Mente Vacua. Ujina dio las gracias a Tsukune, y se quedaron
mirando un rato el estanque mientras la brisa del verano agitaba las
petasitas.
—Hablé más de la cuenta —admitió Tsukune.
—Más de la cuenta, decís —Ujina observaba a una libélula danzar
con un mosquito.
—No era mi intención cuestionar al consejo. Sólo deseo ser de
alguna utilidad. No debería haber dicho nada.
—Me alegro de que dijeseis lo que dijisteis. Había que hacerlo.
Su rostro se iluminó lentamente. —Entonces, ¿estáis de acuerdo?
—se quedó pensando un momento—. Si lo mencionáis, podría
convencer a los demás. Vuestra estimada opinión...
—Estoy de acuerdo con el consejo —dijo—. Simplemente me alegro
de que estuvieseis dispuesta a hablar en su contra.
—Oh. Ya veo.
Ujina levantó la mirada. El sol trazaba sombras en su arrugada cara.
—Sois joven, Tsukune-sama. Veis el mundo como deseáis que sea.
Creéis que involucrar a los demás clanes facilitará esta cuestión.
Por desgracia, no es así. Provocaría lo contrario —Tsukune pudo
ver un destello de tristeza en sus ojos oscuros—. Puede que los
demás clanes deseen lo mejor para el Imperio, pero primero se
preocupan por sí mismos. Buscarían una ventaja, y sus intrigas sólo
servirían para hacer nuestra tarea más difícil. Aunque es cierto que
cada clan posee una sabiduría especial, esta tarea debe
emprenderla el Clan del Fénix en solitario.
—Entiendo.
—Shiba Ujimitsu, vuestro predecesor, fue un campeón muy
proactivo. No es algo muy conocido, pero no siempre estuvo de
acuerdo con las decisiones del consejo. Sin embargo, siempre
sirvió. Ahora, el consejo pone a prueba al nuevo campeón y se
pregunta qué clase de daimyō será.
—Yo también me lo he estado preguntando —murmuró la joven.
Un ruiseñor comenzó a cantar y otro respondió.
—¿Cómo está vuestro hijo? —preguntó de repente Tsukune.
—Fuerte y orgulloso. Todavía.
—Escuché algo por casualidad —admitió—. No estaba segura de
qué estaban hablando, pero le mencionaron.
Ujina suspiró. —Sí. Una situación inusual. Resulta que mi hijo
desafió al maestro Rujo a un duelo, y Rujo aceptó. Se resolverá al
final de la estación.
Tsukune abrió la boca de par en par. —Él... ¿hizo qué?
—Una desavenencia surgida de su propuesta de estudiar con los
Kuni. El consejo rechazó su propuesta, y le echó la culpa a Rujo —
volvió a suspirar y se restregó la frente—. Vos erais la única que
podía hacerle entrar en razón, ya lo sabéis. Es una lástima que no
estuvieseis allí para hacerlo.
Tsukune apretó la mandíbula. —¿Dónde se encuentra ahora?
—Aún tiene una obligación para con el consejo, así que fue enviado
a una investigación. Sucesos insólitos en Sanpuku Seidō, la Capilla
del Acantilado —agitó la mano—. No os preocupéis. Está en manos
de las Fortunas.
Ella asintió con gesto ausente.
—Así que —dijo el maestro—, vos y Ofushikai habéis empezado a
conoceros, ¿no?
—Por así decirlo —miró la espada en su obi—. Cuando me deja.
—¿Ha hablado con vos?
—Lo ha hecho.
—¿Qué dijo?
Sintió como si estuviese arrodillada en la oscuridad ante el altar de
Shiba, con el peso de un nuevo kataginu alado presionándole los
hombros, y la carga del clan situada silenciosamente en sus manos.
Recordaba aquel momento, al mirar a la espada, en el que decenas
de rostros le devolvieron la mirada...
—Dijo, “nunca estarás sola”.
El Maestro del Vacío se acarició el mentón. —Interesante.
—¿Por qué yo?
La pregunta la sorprendió, aunque había salido de su propia boca.
Ujina la miró con una sonrisa paciente.
—¿Por qué yo? —repitió— ¿Cómo elige la espada?
—No puedo asegurarlo —respondió Ujina finalmente—. Ni siquiera
los Maestros Elementales han sido capaces de discernir un patrón.
La espada elige como desea.
—Debió haber sido Tetsu —se arrepintió de haber dicho aquellas
palabras tan pronto como salieron de sus labios. Su rostro se
encendió.
Ujina se encogió de hombros. —Si la espada estaba destinada para
Tetsu, le habría elegido. No lo hizo. Os escogió a vos —la miró con
una mirada estrellada—. Si buscáis la respuesta, mirad en vuestro
interior.
Su mano se enrolló distraídamente sobre la empuñadura demasiado
grande de Ofushikai.
Sonó una campana distante. Era la Hora de la Serpiente. Más
compromisos. Tsukune hizo una reverencia y se excusó.
Se detuvo y miró hacia atrás. Ujina seguía mirando el estanque, y el
mon del Vacío parecía brillar con un fulgor blanco contra el oscuro
carmesí de su espalda.
—Sanpuku Seidō —dijo Tsukune en su dirección— ¿Dónde está eso
exactamente?
Por su voz, Tsukune pensó que quizás estuviese sonriendo. —Al
norte. Provincia de Garanto. Se encuentra en la montaña más alta
de la cordillera, en la misma frontera del territorio Fénix —hizo una
pausa—. Tres días de viaje. Tal vez cuatro.
—Gracias —respondió Tsukune y se inclinó antes de irse.
Después de un rato, Ujina sonrió en dirección a una hoja de petasita
en la que una mariposa secaba el rocío de sus alas. —Ahora
estamos en paz, amigo mío.

La historia continúa en La espada y los espíritus


por Robert Denton III.

En el jardín de las mentiras (Primera parte)


Por Marie Brennan

En la Ciudad de las Mentiras, resultaba relativamente novedoso ver


cómo se resolvía una disputa por el limpio método de un duelo de
iaijutsu.
Yogo Hiroue había sugerido a su señora que podría resultarles
beneficioso si Bayushi Gensato perdía el combate a propósito. —Al
fin y al cabo, Kitsuki-san no se sentirá inclinada a quedarse mucho
tiempo en vuestra fiesta si se siente humillada por haber sido
derrotada.
Shosuro Hyobu, la gobernadora de la ciudad, había rechazado esta
idea con un simple gesto de su abanico. —Puede que Kitsuki-san no
haya sido entrenada como investigadora, pero aunque su estilo
resulte poco ortodoxo es una experta en la técnica Mirumoto. Si
Gensato no da lo mejor de sí mismo contra ella, lo sabrá.
Así que ahora los dos bushi se encontraban cara a cara en mitad de
la noche, con los pies cuidadosamente plantados en la arena del
patio, mientras las antorchas que los rodeaban proyectaban
sombras que se movían aunque las luces que las generaban
permanecieran inmóviles. Hiroue se dedicó a estudiar de forma
evidente la postura de Kitsuki Shomon, pero en realidad era para
mantener las apariencias; en el mejor de los casos se le podía
considerar un espadachín corriente. Como todos los bushi
entrenados en la escuela Mirumoto, Shomon estaba preparada para
desenvainar no sólo su katana sino también su wakizashi. Sin
embargo, aparte de aquello cualquier otra falta de ortodoxia le
resultaba imperceptible.
Era una mujer fornida, y entre cortesanos se la hubiese considerado
poco agraciada, pero Hiroue siempre había creído que la habilidad
tenía su propia belleza. Allí, de pie, con unos mechones de pelo
golpeándole el rostro y los ojos fijos en Gensato, tenía una
apariencia impactante. Podía creerse que esta era la mujer que,
desafiando cualquier convención, había establecido un dōjō en
Ryoko Owari en el que se aceptaba a cualquier alumno: no sólo a
otros miembros del Clan del Dragón, no sólo a samuráis de todos
los clanes, sino a cualquiera que tuviese el derecho de portar un
daishō, incluso un ronin. ¡E incluso dedicó parte de su tiempo a
instruir a campesinos! No en esgrima, por supuesto; cualquier
campesino al que se encontrase con una espada acabaría siendo
ejecutado, y el senséi sería afortunado si se le daba la oportunidad
de purgar su vergüenza con el seppuku. Pero Shomon les enseñó
los fundamentos del jūjutsu, como si fuera una monja de la
Hermandad, afirmando que esto resultaba beneficioso para sus
cuerpos y sus espíritus. Y si con ello ayudaba a los campesinos a
protegerse de las despiadadas bandas de "apagafuegos" que
dominaban gran parte de la ciudad... seguramente era una
coincidencia.
Dado que muchas de esas bandas estaban en la nómina de la
gobernadora, Shosuro-sama había sorprendido a casi todo el
mundo al permitir que Shomon llevase su dōjō como le pareció
oportuno. Pero Hiroue sabía que Shomon, con la típica actitud
impredecible Dragón, se había comprometido a compartir el destino
de cualquier alumno que usara sus enseñanzas para infringir la ley.
Al menos hasta ahora, Shosuro-sama no había hecho ningún intento
de volver esta promesa en su contra.
Incluso le había brindado a Shomon esta oportunidad de demostrar
la validez de sus métodos, para acallar a sus críticos. Una docena
de samuráis se encontraban situados alrededor del recinto del
duelo, a la espera de ver quién demostraba ser el mejor, Shomon o
Gensato. Eran demasiado respetuosos con la tradición del duelo
como para cotillear, pero el sonido sorprendentemente fuerte de un
abanico al abrirse de golpe rompió el silencio. Hiroue no apartó la
vista de los duelistas, pero miró de reojo al culpable: Bayushi
Masanao. El hombre pagaría más tarde por la interrupción.
Sin embargo, el ruido no había inquietado a ninguno de los
duelistas. Gensato esbozaba incluso una ligera sonrisa arrogante.
Había menospreciado públicamente el estilo de Shomon siguiendo
órdenes de la gobernadora, y afirmó que no valdría mucho si podía
aprenderlo hasta un ronin. Shomon nunca habría aceptado una
invitación casual a una fiesta en la mansión de la gobernadora, pero
difícilmente podía negarse a defender su honor. Conforme a la
tradición del iaijutsu, el próximo ataque resolvería la disputa de una
u otra forma.
Se escuchó el sonido de la grava cuando uno de los duelistas movió
un pie en un movimiento demasiado pequeño para que Hiroue lo
viera, y se dio cuenta de que la expectación le había hecho contener
la respiración. Resulta mucho más interesante cuando no sé cómo
va a terminar.
No hubo ningún indicio de movimiento. Casi no lo vio suceder. Los
dos duelistas estaban justo fuera del alcance de sus espadas
cuando de repente se produjo un torbellino de movimiento de
aceros, breve y explosivo. Cuando terminó, los dos se encontraban
en lados opuestos, con las espadas desenvainadas. La situación se
mantuvo un instante antes de que Gensato se relajase y se inclinase
ante Shomon. Su manga izquierda tenía una pequeña mancha
oscura. —Me doy por corregido, Kitsuki-san. Por favor, aceptad mis
disculpas. Realmente me habéis mostrado el poder de vuestra
espada.
Siendo como era una verdadera Dragón, Shomon tenía demasiado
autocontrol como para regodearse. Le devolvió la reverencia. —No
hay nada que perdonar, Bayushi-san.
Los espectadores presentes murmuraron entre ellos, debatiendo
sobre las implicaciones políticas del duelo. Shosuro-sama se
adelantó con una sonrisa, dispuesta a felicitar a la vencedora.
Hiroue no se les unió. Como invitado de la gobernadora, Shomon no
podía abandonar inmediatamente la fiesta sin insultarla. Pero Hiroue
dudaba que fuese el tipo de persona que disfrutase de los
sofisticados pasatiempos de Shosuro-sama. Tarde o temprano,
buscaría un rincón tranquilo para recobrar la calma.
Recogiendo su shamisen de manos de un criado, Hiroue fue en
busca de un rincón adecuado, y aguardó.
***
Hiroue aún tenía el shamisen en las manos, pero habían pasado
muchos minutos desde la última vez que había tocado una nota. El
instrumento había servido a su propósito, incitando a Shomon a
encontrar la fuente de la delicada música que se escuchaba flotando
en la tranquilidad nocturna de los jardines de la gobernadora.
El lugar era encantador incluso en la oscuridad primaveral, pero no
era nada en comparación con su belleza durante el día. Por otra
parte, quizás era mejor que Shomon sólo fuera a ver los jardines de
noche. Los campesinos de Ryokō Owari se referían a la suntuosa
mansión de la gobernadora como "la casa que el opio construyó"…
aunque nunca donde pensaran que un samurái podría oírles. No
estaban equivocados, pero la verdad no era defensa ante la furia de
un samurái. Especialmente en tierras Escorpión.
Hiroue ya había estado muchas otras veces en los jardines, pero
ahora se encontraba en territorio desconocido. Normalmente tenía
un arsenal de trucos para ocasiones como estas: un roce
"accidental" de su manga contra la mano del objetivo. Un contacto
ocular que se prolongaba apenas un instante en exceso para ser
apropiado, pero no tanto como para resultar desagradable. Una
bajada paulatina de su tono de voz, hasta que se asentaba en un
profundo tono bajo que sugería la languidez del dormitorio. Gestos
que hacían resaltar sus manos: había desarrollado su talento
musical hacia el shamisen porque le proporcionaba la oportunidad
de mostrar su rasgo más atractivo. Había utilizado estos trucos
contra un sinnúmero de hombres y mujeres, y muy pocos habían
sido capaces de resistirse a sus encantos.
En el caso de Shomon, había abandonado ese acercamiento a los
pocos minutos de encontrarse. Seducirla podía resultar posible, pero
llevaría mucho más tiempo del que podía dedicarle, y cualquier
intento de precipitar el proceso no haría más que alejarla. En lugar
de ello, Hiroue había conducido la conversación hacia asuntos
religiosos, y se sentía sorprendido por el resultado.
—“El viento sopla, las naciones cambian, las fortunas se alzan y
caen, pero a la gente sencilla siempre se le pedirá que asuma la
carga” —dijo Shomon citando al Tao—. Y el sutra de la Hoja Única
nos recuerda que la resistencia de una cadena depende de su
eslabón más débil. Si se pide a los heimin que soporten una carga
tan pesada, ¿no deberíamos dedicar nuestros esfuerzos a
asegurarnos de que son lo bastante fuertes como para resistirla? De
hecho, exigimos de ellos que cumplan con los preceptos del
Bushidō de innumerables maneras, aunque no los llamemos por ese
nombre. De los ashigaru esperamos coraje, de los trabajadores
deber y lealtad, y de todos ellos respeto y cortesía cuando están en
presencia de sus superiores. La honestidad es tan digna de elogio
en un campesino como en un samurái. Pero carecen de instrucción,
y sin conocer los obstáculos a los que se enfrentan, ¿cómo pueden
elegir el camino correcto?
Hiroue estaba bastante seguro de que la última pregunta era otra
alusión al Tao. Le hubiese gustado contestar de la misma manera,
pero ninguna de las citas que le vinieron a la mente apuntaba en la
dirección que necesitaba. En lugar de ello, se vio obligado a recurrir
a hablar sin rodeos. —Pero el camino correcto para un heimin es
diferente del de un samurái, ¿no es así? ¿Y si, al instruirlos en los
preceptos de Bushidō, los alejáis del dharma que les corresponde?
La mujer se mofó de la pregunta. —Explicadme en qué sirve al
Imperio que un campesino sea cobarde, cruel o deshonesto. La
naturaleza de su deber es diferente de la de un samurái, no lo
pongo en duda, pero la virtud es la virtud. Y la auténtica virtud es el
núcleo del que proviene todo lo demás.
Hiroue estuvo a punto de sonreír. No era un espadachín, pero tanto
en una conversación como en un combate, había momentos en los
que el oponente bajaba la guardia y dejaba una apertura perfecta.
—¿Y qué hay de la idea de que vivimos en una era de decadencia
de la virtud?
Lo dijo como una frase en lugar de usar su nombre específico,
Suijindai, pero Shomon entendió la referencia de todos modos. Se
envaró en el banco, y respondió. —Las personas pueden apartarse
del sendero del honor —dijo, masticando cada palabra—, pero lo
único que hacen los que afirman esto es poner excusas ante su
propia debilidad. El mismo Kami Akodo nos enseñó la senda del
Bushidō y es un bastión para nuestros espíritus sin importar la
época. Si no logramos cumplir con sus ideales, sencillamente
debemos esforzarnos más para superarnos. Como dice el sutra de
la Flecha, “el sendero que atraviesa la llanura es fácil, el que
conduce a la cima de una montaña es difícil; pero sólo desde la
cima podemos ver muy lejos”. Afirmar que la llanura nos conducirá a
un punto de vista superior no es más que una ilusión.
Su vehemencia lo dejó perplejo. Hiroue había leído los informes,
fragmentados e incompletos, acerca de la controvertida secta que
se había arraigado en tierras Dragón. Se autodenominaban la Tierra
Perfecta, en honor al reino paradisíaco que decían que esperaban a
los creyentes tras la muerte. Uno de sus postulados centrales era
que Rokugán se había adentrado en la Era de la Decadencia de la
Virtud y que los samuráis eran la causa, al haberse apartado de su
camino.
Los informes hablaban de ejércitos campesinos reunidos en las
montañas al norte. Aquí, en Ryokō Owari, Kitsuki Shomon
entrenaba abiertamente a heimin en combate cuerpo a cuerpo. No
resultaba difícil imaginar que pudiera tener relación con la secta.
Pero a juzgar por su reacción, la idea no era más que eso:
imaginaciones.
Aun así, tenía que asegurarse. —¿No dice el Clan del Dragón que
hay muchas sendas hacia el mismo destino?
—Algunas sendas son falsas —contestó Shomon—. Mi propio
alumna...
Antes de que pudiese terminar esa frase, Hiroue levantó una mano,
al tiempo que miraba más allá de Shomon, hacia la oscuridad de los
jardines. —¡Silencio! Oigo a alguien.

En el jardín de las mentiras (Segunda parte)


Por Marie Brennan

Los jardines de la mansión de la gobernadora estaban en silencio.


Los sonidos de risas y música provenientes del edificio principal
parecían muy distantes. Después de un momento, Yogo Hiroue bajó
la mano y exhaló, tirando de las mangas bordadas de su kimono
para ponerlas de nuevo en su sitio. —Por favor, perdonadme por
interrumpiros, Kitsuki-san. Escuché a alguien que pasaba cerca y no
quería que malinterpretaran nuestra conversación, al oír sólo una
parte.
Kitsuki Shomon se relajó poco a poco. No había intentado coger sus
espadas, pero no le quedaba ninguna duda de que podría haberlas
desenvainado en un abrir y cerrar de ojos si se hubiera presentado
una auténtica amenaza. —Gracias, Yogo-san —dijo. Su voz era
ahora mucho más suave de lo que había sido un instante antes—.
Como podéis ver, este es un tema que me apasiona, pero no
debería permitir que eso me haga hablar sin moderación. Ha sido...
—dudó, y luego continuó—. Ha sido un placer poco común hablar
con un miembro de vuestro clan sin sentir que estoy siendo
manipulada como una marioneta.
Se compadeció de ella. Kitsuki Shomon era un alma buena y
honorable; no encajaba en la Ciudad de las Mentiras, con su
comercio del opio, sus bandas de apagafuegos y sus cortesanos,
que conocían mil maneras de manipular a alguien, no todas ellas
evidentes.
Por otra parte, reflexionando sobre lo que había dicho acerca de los
campesinos y el Bushidō... tal vez pensaría que era exactamente
donde debía estar para llevar la luz del honor hasta un lugar que la
vislumbraba con muy poca frecuencia.
Si así era, deseaba que las Fortunas la bendijeran. Lo iba a
necesitar.
Shomon se levantó del banco e hizo una reverencia. —Os he
quitado demasiado tiempo —dijo—. Y no quisiera ofender a la
gobernadora desapareciendo demasiado rato de su fiesta.
Hiroue también se levantó, apartando su shamisen. —No hay
necesidad de disculparse, Kitsuki-san. Asisto a muchas de estas
fiestas, pero nunca he tenido una conversación como esta. Me
habéis dado mucho en qué pensar —miró hacia el edificio principal y
se las arregló para parecer un poco avergonzado—. Me quedaré
aquí un rato más. Si regresáramos juntos, alguien podría sacar
conclusiones equivocadas sobre dónde habéis estado y qué habéis
estado haciendo —cualquier otra noche, con cualquier otra persona,
esas conclusiones podrían haber sido acertadas.
Pero no esta noche, y que lo tuviera en cuenta hizo sonreír a
Shomon. —Gracias —dijo con vehemencia—. Gracias de nuevo.
Intercambiaron reverencias una última vez, y luego Shomon se
volvió y se abrió paso por los jardines, hacia los brillantes farolillos
de la fiesta de Shosuro-sama.
Hiroue aguardó hasta que la mujer entró, se sentó y comenzó a
tocar ociosamente el shamisen. Disfrutaba realmente de la música,
y el sonido ocultaría su siguiente conversación de cualquier oyente
entrometido que no debiese andar cerca.
No se movió ni una sola hoja cuando Shosuro Miyako apareció a su
lado de repente. No estaba vestida con la vestimenta clásica de un
shinobi, pero el gris apagado de su jinbei se mezclaba
perfectamente con la oscuridad. Hiroue ni siquiera sabía dónde
había estado escondida. Ninguna de las piedras, árboles ni arbustos
parecía lo suficientemente grande como para esconder a una mujer,
por pequeña que fuese. Pero claro, no había sido entrenado para
ello.
—¿Por qué la interrumpisteis? —preguntó Miyako—. No se
acercaba nadie. Y estaba a punto de decir algo acerca de su
discípula.
Hiroue se encogió de hombros y giró levemente una de las clavijas
para afinar el shamisen. —Ya sabemos lo de su discípula. Se
pelearon, y Satto se fue. Según los informes recientes, ahora está
muy bien situada en la jerarquía de la Tierra Perfecta en el norte. La
gratitud de Kitsuki-san vale más para mí que cualquier otro detalle
adicional que hubiese podido aportar sobre una mujer a la que no ha
visto en años. Acabo de demostrar que soy un tipo curioso de
Escorpión: un hombre en el que puede confiar.
Miyako ahogó una risa. Ella actuaba en las sombras mientras que
Hiroue lo hacía a la luz, pero eso no significaba que fuese más
honorable que ella. —Entonces, ¿qué sentido tenía esto, si no era
para saber más sobre Satto?
—Se sospechaba que la desavenencia de Kitsuki-san con su
alumna podía haber sido un engaño, y que podría haber estado
usando su dōjō para reclutar nuevos partidarios de la Tierra Perfecta
y entrenarlos para una revuelta. Si ese hubiera sido el caso, podría
haber indicado que los líderes del Clan del Dragón apoyaban en
secreto a la secta —si se hubiese tratado de cualquier otro clan,
Hiroue hubiera desechado la noción desde un principio. Los
sermones de los líderes de la secta cuestionaban los mismos
cimientos del dominio de los samuráis, culpándolos de los
problemas cada vez mayores del Imperio. Pero la tolerancia Dragón
hacia la excentricidad con frecuencia los conducía en direcciones
sorprendentes, y los campeones de su clan habían dictado algunas
órdenes inexplicables en el pasado. Hiroue no podía dejar pasar
nada por alto, no sin investigarlo primero.
Esta vez, la investigación había conducido a un callejón sin salida.
—Sonaba sincera —dijo Miyako. Hiroue asintió—. Creo que lo era
—o eso, o es una mentirosa lo bastante hábil como para invitarla a
dar clases a nuestros alumnos—. No excluye por completo el apoyo
Dragón a la secta, por supuesto, pero creo que se puede tachar a
Kitsuki-san de la lista.
—¿Y ahora qué?
Hiroue puso una mano sobre las cuerdas del shamisen,
silenciándolas. —Ahora... ahora irás al norte.
Miyako era experta a la hora de quedarse quieta, pero esta vez se
giró para mirarle. —¿Mi señor?
—Sabemos muy poco sobre esta secta, pero lo que sabemos me
preocupa. Te voy a mandar a las montañas. Disfrázate de
campesina, Infíltrate en la secta y acércate lo más posible a sus
líderes. Quiero saber cuáles son sus objetivos, y si tienen vínculos
con el Clan del Dragón más allá de que Satto se entrenara con
Kitsuki-san —el Clan del Escorpión podría vender lo que
descubriese, u ofrecerse a eliminar la amenaza... o, si fuera
necesario, provocar una chispa en el lugar preciso para convertir
esta montaña de madera en un gran fuego. Lo que mejor sirviera a
sus propósitos. Pero sólo si tenían más información.
Miyako hizo una reverencia, más profunda de lo que normalmente
hacía. Su dicción empeoró para adecuarse a la forma de hablar de
un campesino. —Escucho y obedezco, su señoría.

Hacia el sur (Parte I)


Por Marie Brennan

Un viento polvoriento atravesó la aldea de Kosō, que era apenas


una mota en el borde occidental del Imperio. Shinjo Tatsuo cerró los
ojos para protegerse de la arena, pero los abrió tan pronto como
pudo. Hasta que no pudiera establecer si había algún motivo real de
preocupación, no le gustaba la idea de que algo pudiera cruzarse
con él o acercarse a hurtadillas.
Cuando abrió los ojos, todo estaba tranquilo. Después de echar un
rápido vistazo a su alrededor, se inclinó para estudiar el terreno
delante suyo, que descendía hacia una hondonada cubierta de
maleza.
Sus ashigaru se habían desplegado en abanico a ambos lados de
él, buscando a su vez. Escuchó a lo lejos un par de voces, la de
Iuchi Rimei interrogando a la encorvada anciana que lideraba la
aldea. No podía distinguir las palabras, pero no le hacía falta. Había
podido oír más de una vez la expresión "campesinos
supersticiosos". Se podría esperar que Rimei, en su condición de
shugenja, diera crédito a las explicaciones espirituales con más
facilidad que el samurái típico, pero en realidad era al contrario. En
su opinión, a menos que se demostrase lo contrario todos los
extraños avistamientos habían sido animales salvajes o granjeros
borrachos.
No obstante, su patrulla tenía el deber de investigar los rumores. Un
cerdo muerto, sonidos extraños en plena noche, y movimientos a lo
lejos, cerca del lindero del bosque.
Una zona de hierba seca aplastada llamó la atención de Tatsuo. La
siguió hasta el arbusto, donde encontró ramas rotas esparcidas por
el suelo. Ninguna criatura tan grande se habría molestado en
adentrarse en la maleza... a menos que buscara un lugar discreto
desde el que observar el pueblo.
Tras varias dolorosas lecciones, el senséi de Tatsuo le había
enseñado a permanecer atento a todo lo que le rodeaba, no sólo al
camino que tenía frente a él. Se enderezó y se volvió antes de que
Rimei le alcanzara. —No me digas que encontraste algo —dijo con
la resignación de alguien que ya sospechaba la respuesta.
Llevaba el tiempo suficiente trabajando con la patrulla como para
saber que debía dejarle suficiente espacio, para no pisotear ningún
rastro. Tatsuo le enseñó lo que había descubierto. —No parece un
rastro humano —dijo—. O si lo es, estaban arrastrando algo.
—¿Hacia dónde conduce?
Siguieron juntos el rastro, a lo largo de una depresión en el suelo
que habría ocultado al intruso desde el pueblo. Esta criatura es
inteligente, pensó Tatsuo. El rastro continuó y continuó, hasta que
levantó la mano para indicar a Rimei que se detuviese. —
Deberíamos regresar, traer a los caballos y a los ashigaru antes de
continuar.
Ella le miró con los ojos entrecerrados, levantando una mano para
apartar el sol de sus ojos. —¿Continuar? Estamos cerca de la
frontera meridional de nuestro territorio, y esta cosa se dirige aún
más hacia el sur. Deberíamos informar, no perseguirlo hasta tierras
que no son responsabilidad nuestra.
Sobre el papel, las tierras hacia el sur eran propiedad Imperial. En la
práctica, prácticamente nadie vivía allí, a excepción de algún
ermitaño loco ocasional o de criminales huyendo de la justicia.
Ninguno de los cuales debería estar ahí, por lo que nadie tenía la
responsabilidad de protegerlos.
—¿Y si regresa? —replicó Tatsuo—. No sé qué es esta criatura,
pero demuestra señales de ingenio. Fuimos enviados aquí para
investigar; no consideraré mi tarea cumplida hasta que no haya
encontrado algo más que un rastro.
Su posición era superior a la de Rimei, pero Tatsuo sabía que no
podía ignorar sus opiniones. Había un motivo por el que estas
patrullas estaban compuestas por dos personas. Un shugenja veía
las cosas de forma distinta que un bushi, y no se podía esperar que
un ashigaru discutiese con un samurái.
—¿Hasta dónde seguimos, entonces? ¿Cuándo considerarás que
ha llegado el momento de abandonar el rastro?
Tatsuo sonrió. —Somos Unicornio, Rimei-san. ¿Existe algo en este
mundo a lo que no podamos dar caza?
***
Rimei era demasiado educada como para hacer que Tatsuo se
tragase sus palabras.
Podría haber culpado a los caballos de los ashigaru, que eran de
peor raza que su caballo, Naegi, o que el de Rimei, Irugel. Pero lo
cierto era que, fuera lo que fuese lo que seguían, era rápido. Y al
igual que un jugador que intentaba recuperar sus pérdidas, Tatsuo
no podía permitirse admitir que deberían darse por vencidos,
aunque con el paso de los días y las leguas el rastro los fuese
conduciendo cada vez más hacia el sur, siguiendo la frontera
occidental del Shinomen Mori.
El gran bosque era una sombra esmeralda a su izquierda,
primigenia y salvaje, que ocultaba en sus profundidades secretos
inimaginables. Patrullas como la de Tatsuo, los Rastreadores del
Shinomen, vigilaban los lindes septentrionales del bosque para
asegurarse de que nada saliera de él y causase problemas en
tierras Unicornio. Pero ni siquiera ellos solían adentrarse
demasiado. Si el rastro hubiese conducido al corazón del bosque
Shinomen, Tatsuo se habría visto obligado a poner fin a la
persecución. Se contaban historias acerca de lo que le sucedía a la
gente que se arriesgaba a enfrentarse con el poder del bosque, y
pocas tenían un final feliz. Era posible que salieran un año más
tarde, o un siglo. O que no saliesen nunca.
Pero el rastro siguió el lindero del bosque, zigzagueando entre los
macizos de árboles donde los caballos Unicornio podían seguirlo sin
dificultad. Como si la criatura diese más importancia a la velocidad
que al sigilo. Y aunque esperaba que Rimei repetiría sus
argumentos para abandonar la persecución e informar, cuanto más
avanzaban, más comprometida se tornaba.
Averiguó por qué casi una semana después de iniciar la
persecución, cuando se encontraba sentado arrojando nudos de
hierba a su diminuta fogata y haciendo una lista de todas las
criaturas que se le ocurrían que pudieran ser su presa.
Era una lista corta. Los espíritus animales rara vez se trasladaban
de forma tan premeditada; los hibagon nunca se atrevían a salir del
bosque; las criaturas más malévolas, como los fantasmas
hambrientos o los espíritus de la matanza, no dejaban los rastros
que habían encontrado. Cuando terminó su lista, Rimei dijo: —¿Te
has preguntado adónde se dirige esta cosa?
Tatsuo dejó de atar hierba. —¿Qué quieres decir?
Ella hizo un gesto con el mentón en la dirección de su marcha. —No
está persiguiendo a ninguna otra criatura, o al menos no hemos
visto rastros de ella. No está deambulando, como lo haría si
estuviera buscando algo. Creo que esta cosa sabe adónde va. ¿Y
qué hay hacia el sur?
Nada digno de mención, hasta llegar a las Montañas del
Crepúsculo. Hogar del Clan Menor del Halcón... y del Cangrejo.
Que protegía Rokugán de las Tierras Sombrías.
El viento volvió a soplar de nuevo, arrancando las briznas de hierba
de las yemas de los dedos de Tatsuo. Recordaba historias... los
Moto enviaron tiempo atrás una aciaga expedición a las Tierras
Sombrías, confiando en que sus caballos y sus espadas les
permitirían derrotar cualquier cosa que se encontraran. Los pocos
supervivientes regresaron con el cabello completamente encanecido
a causa del miedo. Algunos lo consideraban todo exageraciones,
pero los Rastreadores del Shinomen habían visto demasiadas cosas
extrañas como para que Tatsuo opinase lo mismo. Los enemigos a
los que se enfrentaba el Clan del Cangrejo ponían en peligro algo
más que el cuerpo.
Si alguna criatura de pesadilla había encontrado la manera de
atravesar la Muralla Kaiu, en esta desolada región occidental se
encontraría con una forma fácil de cruzar el Imperio hasta alcanzar
las tierras Unicornio.
Centró su atención una vez más en Rimei, mientras de repente el
corazón le comenzó a latir más rápido. —Entonces tendremos que
prevenir a nuestro señor. Si desaparecemos, nadie será consciente
del peligro.
—Ahora mismo sólo es una conjetura —le recordó Rimei—. No
tengo pruebas. No soy una Kuni; no sé cómo hacer que los kami me
digan si lo que estamos siguiendo está corrompido. Y ninguno de
mis talismanes puede ayudarme a hacerlo. Si hacemos saltar la
alarma y luego resulta no ser nada serio...
La reputación de los Rastreadores ya era discutible. Como sucedía
con los Cangrejo, sus informes eran a menudo demasiado
extravagantes como para nadie que no hubiese visto nunca el
Shinomen Mori con sus propios ojos pudiese creerlos con facilidad.
Tatsuo sabía que no debía dejar que el temor a la vergüenza
influyera en su decisión, pero Rimei tenía razón. Ahora mismo, no
había nada de lo que informar.
—Entonces seguimos adelante —dijo—. Pero en cuanto estemos
seguros...
Ella asintió. —Cabalgo hacia el norte.
No había duda de que ella sería la que debía ir. Solo unos pocos
elegidos eran capaces de aprender el lenguaje de los nombres con
el que controlar a los kami; en comparación con ella, Tatsuo era
prescindible. En caso de ser necesario, mantendría ocupada a la
criatura el mayor tiempo posible.
Como si pudiese oír sus pensamientos, Rimei dijo: —Pero
asegurémonos de que no llegue a ser necesario.
Dos días después, vieron humo.
Provenía del interior del bosque, pero no muy adentro, y era una
columna de humo demasiado delgada para ser un incendio forestal.
Pero el rastro no conducía directamente hacia ella, así que se giró
hacia Rimei. —¿Qué opinas?
—No hemos sido capaces de dar caza a esta cosa en una
persecución directa —dijo—. Y puede que hayan visto algo.
Si son humanos. O espíritus, supuso; si lo eran, le correspondería a
Rimei hablar con ellos. A menos que...
Rimei negó con la cabeza antes de que pudiese hablar. —Todavía
no.
Tenía razón. Un fuego no era prueba de nada. Rimei aún no tenía
que cabalgar hacia el norte.
Se acercaron al linde del bosque. Los árboles eran viejos y altos, y
sus troncos más grandes de lo que Tatsuo y Rimei podían abarcar
juntos con los brazos. Sus raíces se extendían en montículos
desiguales, entre los que crecían helechos que ocultaban baches
inesperados en el suelo. Cabalgar hasta allí sólo serviría para dejar
cojo a uno de sus caballos. Tatsuo hizo un gesto a Tama, el más
joven y menos experimentado de sus ashigaru. —Espera aquí —dijo
—. Si no hemos regresado al atardecer, cabalga hacia el norte.
Coge mi caballo, y usa a Irugel como montura de refresco. ¿Lo has
entendido?
El joven tragó saliva y asintió. El resto de los ashigaru desmontaron
junto con los samuráis y continuaron a pie.
Se movieron lentamente, poniendo tanto cuidado en dónde pisaban
como en el bosque a su alrededor, a sabiendas de que un paso en
falso podría resultar en una caída que revelaría su posición. En poco
tiempo Tatsuo perdió de vista a sus compañeros, y se planteó tratar
de reagruparlos. Pero no estaba muy lejos del origen del humo. Un
poco más adelante podía ver tres árboles en lo alto de una pequeña
colina. Si podía subir hasta allí...
No se produjo ningún sonido, ningún movimiento que pudiese ver,
ningún cambio en el viento. Lo único que notó fue cómo se le
erizaban los pelos de la nuca.
Se giró y sacó su arco al tiempo que lo preparaba.
Sólo le sirvió para encararse con la punta de otra flecha. Y tras ella,
una mujer con armadura, encordada para que no hiciera ruido, con
la cara pintada para fundirse con el bosque.
Con el acento cortante del Clan del Cangrejo, la mujer dijo: —Dime
tu nombre antes de que te ensarte con esa flecha.

Hacia el sur (Parte II)


Por Marie Brennan

Teniendo en cuenta la reputación del Shinomen Mori, Shinjo Tatsuo


estaba dispuesto a creer que lo que tenía ante él era una ilusión
elaborada por algún espíritu embaucador.
Al menos dos docenas de ashigaru del Clan del Cangrejo estaban
atareados talando madera, supervisados por un samurái de rostro
afilado y con un holgado rollo de papeles bajo el brazo. A juzgar por
el montón de troncos que habían depositado a un lado, llevaban ya
algún tiempo trabajando y no habían desperdiciado ninguna de las
ramas. El material sobrante se había transformado en una ordenada
empalizada de estacas endurecidas al fuego. Era claramente una
expedición maderera, pero ¿qué hacía en aquel bosque milenario?
La exploradora Hiruma que los guiaba hacia el campamento no era
muy conversadora. Ordenó a un grupo de sus ashigaru que
vigilasen a los de la pareja, y luego llevó a Tatsuo y a Rimei ante su
comandante, que soltó unos papeles mientras se acercaban. —
Gunsō -san —dijo la exploradora, con una breve reverencia—. Estos
Unicornio estaban explorando nuestro campamento.
—Estábamos investigando el humo —la corrigió Tatsuo—. Soy
Shinjo Tatsuo, gunsō de los Rastreadores del Shinomen, y ésta es
Iuchi Rimei. Estamos persiguiendo a una criatura que fue avistada al
norte, fuera de un pueblo Unicornio, y pensamos que quienquiera
que hubiera en este campamento podría brindarnos ayuda.
Estaba al mando de su patrulla, pero Rimei era la encargada de los
asuntos espirituales, e interrumpió diciendo: —¿Y qué hace vuestra
gente aquí? Talar madera en el Shinomen Mori… ¿Tenéis alguna
idea de a qué espíritus podríais enfurecer? ¿Tenéis alguna forma de
controlarlos?
Desde detrás de ellos se oyó otra voz, con un deje de humor y
fastidio. —Ese es mi trabajo.
Tatsuo se giró para ver cómo se acercaba un segundo hombre. No
llevaba armadura, pero su hakama y sus mangas atadas a la
espalda tampoco tenían la formalidad habitual de las túnicas de un
shugenja. Si no fuera por su inquietante pintura facial, blanca con
líneas rojas, Tatsuo nunca le habría identificado como un Kuni. El
recién llegado miró a Tatsuo y a Rimei y dijo: —¿Rastreadores del
Shinomen? Creía que los Unicornio preferían las llanuras.
—Nuestras obligaciones no siempre nos llevan a donde preferimos
—dijo Tatsuo tajantemente, mientras se giraba de nuevo hacia el
comandante—. Por favor, perdonad la franqueza de Rimei, pero la
pregunta es válida. Me alegro de ver a un shugenja en vuestro
grupo, pero en este bosque acechan grandes peligros, y talar
árboles es una buena manera de despertarlos.
El comandante se mantuvo impasible. —Somos conscientes de los
riesgos. Pero como habéis dicho, nuestras obligaciones no siempre
nos llevan a donde queremos. Heki tiene la tarea de apaciguar a los
espíritus de los árboles antes de cortarlos.
Ese debía ser el nombre del Kuni. —¿No hay árboles en vuestras
tierras?
—Ninguno que se ajuste a nuestras necesidades —dijo—. Me llamo
Kaiu Shuichi, soy ingeniero de la Doceava Torre. Necesitamos vigas
grandes para hacer reparaciones en el extremo norte de la Muralla
del Carpintero, y no hemos encontrado nada adecuado más cerca.
Contamos con el permiso Imperial para talar madera aquí.
Estando al mando de un ingeniero Kaiu, no era de extrañar que el
campamento estuviese tan bien construido. Pero Tatsuo tenía la
sensación de que no era solamente la paranoia típica Cangrejo la
que les hacía tomar tales precauciones, una impresión que se vio
reforzada cuando Shuichi continuó hablando. —Esa criatura a la que
estáis persiguiendo.... ¿qué es?
Lo preguntó como si ya tuviera una respuesta en mente. Y dadas las
sospechas de Rimei, Tatsuo no veía ninguna razón para no
decírselo. Aunque los cortesanos traten la información como un
tesoro que debe guardarse y gastarse con cuidado, en la frontera
del Imperio prefería tratar de formar alianzas. —No lo sabemos —
admitió—. Es grande, y deja un rastro amplio y aplanado. Y es
rápido. Se nos ha pasado por la cabeza la posibilidad de que
pudiera ser algo de... más al sur —no se atrevió a decir Manchado.
—Imposible —dijo Shuichi, sin dudarlo. Antes de que Tatsuo
pudiese calificarlo de arrogancia, añadió—, Kogoe está
constantemente explorando los alrededores, y Heki se mantiene
alerta ante cualquier indicio de la Mancha de las Tierras Sombrías.
—Pero habéis visto algo —dijo Tatsuo.
Shuichi echó una mirada detrás de él, hacia la exploradora Hiruma-
Kogoe, probablemente. Ella dijo: —Visto, no. Sin embargo, varios de
nuestros trabajadores han desaparecido. En general sin dejar
señales, pero en un lugar específico encontré un breve rastro similar
al que habéis descrito.
—¿Hace cuánto tiempo?
—Seis días.
No había forma de que la criatura que Tatsuo había estado
persiguiendo pudiera haber estado allí hace seis días; su rastro no
era tan antiguo. Lo que significaba que había más de uno. —¿A qué
os referís con' un breve rastro'?
—No quiero decir que lo perdiese —dijo tranquilamente—. Quiero
decir que desapareció. Y Heki no sabe de nada que vuele y deje un
rastro como ese. ¿Y tú?
—No —admitió Rimei—. Estábamos siguiendo un rastro no muy
lejos de aquí; sólo nos desviamos porque vimos el humo de vuestra
hoguera. Si regresamos y continuamos siguiendo el rastro, tal vez
encontremos el origen de ambos problemas.
Eso era optimista por su parte, dado que aún no habían podido dar
caza a la criatura, pero Tatsuo estaba aún menos dispuesto que
antes a rendirse. Miró más allá de la empalizada, hacia el bosque.
Estaba seguro de que ahí encontraría las respuestas... si estaba
dispuesto a arriesgarse para obtenerlas.
Ya había llevado a su patrulla más allá de los límites que les
imponía su deber. Y era posible que fuesen dos clanes en lugar de
uno los que estuviesen en peligro a causa de esta amenaza
desconocida.
—Kaiu-san —dijo—. Como es lógico, debéis dedicar una gran parte
de vuestros esfuerzos a la protección de este campamento, por lo
que no podréis dedicar muchos esfuerzos a explorar el bosque
cercano. Pero nosotros hemos venido hasta aquí para investigar, y
estamos más familiarizados con los peligros del Shinomen Mori que
vuestra gente. Haré un barrido de la zona con mis subordinados y si
encontramos algo, os lo comunicaremos antes de poner rumbo al
norte.
— ¡ Gunsō-san! —Rimei le miró fijamente. La repentina formalidad
en su forma de expresarse demostraba lo mucho que la sugerencia
la alarmaba. Una cosa era cabalgar hacia el sur, pero adentrarse
más en el bosque...
Tatsuo agitó la cabeza. —Tú no. Si Kaiu-san está dispuesto, te
quedarás aquí en su campamento hasta que regresemos—. O hasta
que quedase claro que no lo harían.
Su expresión era rebelde. —¿Cómo esperas lidiar con un espíritu si
no te acompaña ningún shugenja?
—No tengo la menor intención de tratar con ninguno —sabía tan
bien como ella que este tipo de deseos rara vez se cumplían, pero
así no sería responsable de perderla en el bosque.
Kuni Heki intervino. —Si os quedáis aquí, Iuchi-san, podríamos
trabajar juntos y averiguar más sobre los espíritus. Y si vuestra
intención es explorar, Shinjo-sama… —se giró hacia su comandante
—. ¿Podría ir Kogoe-san con ellos?
Tatsuo no podía negar que podría resultar de utilidad, dada la
eficacia con la que les había emboscado. Hizo una reverencia a
Shuichi. —La reputación de los Hiruma es bien conocida en tierras
Unicornio. Agradecería su ayuda.
Shuichi asintió. —Descubrid qué está causando esto, y encontrad
una solución —sólo tenía autoridad para dar órdenes a Kogoe, pero
parecía dirigirse indistintamente a ambos exploradores—. No
podemos permitirnos perder más tiempo ni efectivos.
Tatsuo tenía que admitir que Hiruma Kogoe parecía mucho más
cómoda en el bosque que él. En tierras Unicornio también había
árboles, por supuesto, y él llevaba años entrando y saliendo de los
confines del Shinomen Mori; pero sus antepasados establecieron su
hogar en las llanuras, y nunca se había sentido cómodo atrapado en
un bosque.
Pero ella no sabía tanto del Shinomen como él. —Donde suelo
patrullar no hay muchas cosas amigables —admitió después de
estar a punto de abatir un espíritu conejo. Se desvaneció un instante
antes de que su flecha le impactase—. Estamos entrenados para
dar por sentado que cualquier cosa que veamos es peligrosa.
—A los rastreadores nos enseñan lo mismo —dijo Tatsuo—, pero
generalmente tratamos de evitar confrontaciones. En el Shinomen,
"peligroso" y "hay que matarlo" no son siempre sinónimos. La
mayoría de las criaturas del bosque te dejarán en paz si no las
molestas.
—Cuando encontremos a esa criatura —dijo Kogoe sombríamente
—, no le daré el beneficio de la duda.
No podía reprochárselo. Pero no importaría si no lograban encontrar
a la criatura. O criaturas, no importa cuántas hubiera.
Kogoe fue la que acabó por descubrir lo que pasaba, demostrando
una vez más la veracidad de las afirmaciones de su senséi. Detuvo
a Tatsuo con la mano extendida, y se susurró en una voz tan baja
que apenas pudo oírla: —Creo que son capaces de moverse
utilizando los árboles.
Una vez que supo qué tenía que buscar, también lo vio. Hojas y
ramas caídas en el suelo, y por encima de ellos, ramas
sospechosamente desnudas. Podrían haber sido hibagon, los simios
solitarios que acechaban en el bosque, pero utilizaban los brazos
para moverse por las copas de los árboles, lo que no dejaría rastros
como aquellos. Sin decir una palabra, puso una flecha en su arco.
Kogoe hizo lo mismo.
Poco después oyeron un sonido por delante de ellos. No era el
parloteo de animales ni de sus parientes espirituales, y tampoco el
llanto de alguna criatura con forma de mujer o de bebé, a la espera
de atraer a los incautos a su perdición. Dos sonidos diferentes, que
se alternaban entre sí como si conversaran. Pero la cadencia no se
parecía en nada al rokuganés.
Él y Kogoe se separaron, de forma que si descubrían a uno de ellos,
el otro podría atacar o escapar. A continuación Tatsuo comenzó a
avanzar, avanzando de forma lenta y cautelosa.
Las voces provenían de una pequeña cuenca con un estanque
tranquilo y oscuro en su centro. Al lado del estanque se encontraban
dos piedras altas, estrechos afloramientos de una roca de mayor
tamaño situada bajo tierra...
Una de las rocas se movió.
No eran piedras. Una criatura... no, dos criaturas, cada una de ellas
de al menos 4 metros y medio de largo y que se mantenían erguidas
sobre sus largas colas. Hablaban en un lenguaje sibilante y fluido
que Tatsuo no había oído jamás.
Era posible que en aquel instante crucial le traicionase el miedo al
encontrarse con una pareja de criaturas gigantescas con rasgos de
serpiente, que su mente gritaba debían provenir de las Tierras
Sombrías. Tatsuo no creyó haber hecho ruido alguno...
Pero una de las criaturas dejó de hablar, y se giró para mirarle
directamente.

El destino de las llamas


Por Annie VanderMeer Mitsoda

Hilos de humo se escapaban por las mandíbulas del león de piedra,


cargados de aromas a canela y sándalo. Matsu Tsuko inhaló
profundamente, esforzándose por evitar la tos que amenazaba con
interrumpir el profundo y solemne cántico. Este era su mundo ahora:
la tienda ensombrecida, los cantos fúnebres, la bruma del incienso,
y el yelmo entre sus manos, su metal caliente por su constante
toque. De niña, había soñado con poder llevar algo tan preciado
como un fragmento de la armadura ancestral del Clan del León. Su
corazón estaba lleno de un deseo, insustancial como el humo: el
deseo de poder devolverlo, de que Arasou todavía lo llevase con
orgullo.
Ante ella yacía sobre una plataforma Akodo Arasou, Campeón del
Clan del León, y su prometido. Vestía con una inmaculada túnica
funeraria blanca, su lado derecho doblado pulcramente sobre el
izquierdo, con las manos dobladas sobre su inmóvil pecho. La
armadura que debería haber llevado puesta parecía un cadáver
hueco y sin cabeza en un rincón, que estuviese siguiendo al de su
antiguo propietario como un fantasma hasta su entierro. Los dedos
de Tsuko se apretaron contra la única parte de la armadura que no
pasaría a otro propietario: Su pulgar derecho descansaba sobre el
metal dañado por donde había salido la flecha, mientras su mirada
permanecía fija en la tela que cubría los ojos de su amado.
El chasquido del arco de Doji Hotaru. El cuerpo de Arasou en mis
brazos, vuelto hacia el cielo. Un ojo ciego, el otro destrozado, y las
lágrimas falsas en los ojos de Hotaru mientras se giraba y huía de
vuelta a Toshi Ranbo, la ciudad que los desleales Grulla les habían
robado. Toturi mirando fijamente la huida de Hotaru, lento y
entumecido como siempre, observando inútilmente cómo la asesina
de su hermano corría y cerraba las puertas tras ella.
—¡Tsuko-sama! —una voz irrumpió en sus pensamientos, teñida de
preocupación—. Vuestra mano...
Tsuko bajó la mirada bruscamente. De pronto el dolor rompió la
ardiente neblina de su rabia, y retiró la mano del yelmo. Se había
hecho un profundo corte en la yema de su pulgar derecho,
provocado por el borde rasgado del yelmo dañado, y había
provocado que un hilillo de sangre se hubiese derramado como una
lágrima por su brazo. Profirió un pequeño suspiro de irritación y
cogió la tela que le tendió su acompañante, asintiendo a modo de
agradecimiento.
Kitsu Motso inclinó su cabeza con un gesto de condolencia. —Todos
los León lamentan la muerte de Akodo Arasou. Aunque no deseo
apurar vuestro viaje hasta Yōjin no Shiro más allá de lo que exige el
protocolo, me preocupa que este retraso os atormente.
Tsuko terminó de vendar la pequeña herida y se puso en pie,
negando con la cabeza. —Ese dolor es el fuego que convierte mi ira
en algo útil, Motso-san.
Motso esbozó una sonrisa apenas sugerida. —¿Estáis acaso
forjando un arma? ¿Una espada de agonía, un gran filo León?
Tsuko se rio amargamente mientras colocaba el yelmo de nuevo en
su soporte. —Necesitamos una de forma desesperada. Aún en la
muerte, Arasou tiene una dirección más clara que su hermano —sus
dedos se detuvieron un momento contra el metal y cerró los ojos
para no llorar. Se hará justicia. Acabaré con todos los que te
apartaron de mí. Volvió a abrir los ojos y miró fijamente a Motso, e
incluso él pareció incomodado por su ardor—. No podré descansar
hasta que arranquemos las llanuras Osari de las garras de los
Grulla, y tampoco podrá su espíritu.
Mientras los criados se encargaban de limpiar los restos del servicio
religioso, Tsuko salió de la tienda con Motso pisándole los talones,
para encontrarse con el agradecido bullicio de un ejército
preparándose para la guerra. Líneas organizadas de soldados León
realizaban ejercicios casi constantes con espadas, lanzas, arcos e
incluso sin armas. Los León nos preparamos para la guerra toda la
vida. ¿Cuántos hemos llegado a experimentarla de verdad?
¿Cuántos se lanzarían valientemente a la carga como hicieron
nuestros mayores héroes, y cuántos vacilarían al ver morir a sus
compañeros? Su semblante se tornó aún más sombrío. Deberán
practicar hasta que pensamiento y acción sean uno, carente de
indecisión o de temor y lleno de determinación. No fracasarán como
lo hizo Toturi. Su mirada era ardiente. Y yo tampoco lo haré.
La pareja estaba a punto de llegar a las tiendas de los oficiales
cuando se les acercó una joven bushi Matsu con una mirada
extraña, a medio camino entre alegría y preocupación. —Disculpad
esta interrupción, mi señora, pero un grupo de rōnin desea hablar
con vos. ¡Dicen que han capturado Shirei Mura!
Kitsu Motso hizo un pequeño ruido de curiosidad. A su lado, Tsuko
se puso rígida y frunció el ceño. —¿Rōnin? ¿Quién los contrató?
La bushi miró inquieta a su alrededor, y bajó la voz hasta que
apenas se pudo oír. —Dijeron que lo hizo el Clan del León, mi
señora.
Tsuko apretó la mandíbula hasta que su boca quedó convertida en
una delgada línea. —Motso-san, id hasta donde se encuentran esos
rōnin e indicadles que esperen fuera de mi tienda. Los recibiré
cuando esté lista —su mirada parecía desprender un calor
silencioso—. Y continuad los preparativos para la batalla de
mañana.
Tsuko no esperó a que Motso se ocupase de los rōnin, ni tampoco
despidió a la avergonzada y joven bushi, sino que se adentró
directamente en su tienda. Los criados levantaron la vista,
sorprendidos por la expresión en el rostro de la mujer, pero
obedecieron con asentimientos rápidos y respetuosos a sus órdenes
de encender un fuego y sacar el juego de té. Mientras sus sirvientes
se apuraban en sus tareas, otro servidor ayudó a Tsuko a ponerse
su armadura. Los ojos de la leona no se fijaron en los lazos de la
armadura, sino en el pedernal y el acero que hacían saltar chispas
sobre sobre la ávida lumbre.
Rōnin. Sus rasgos se retorcieron en una mueca cuando sintió una
oleada de dolor en su herida al colocarse una greba. No se me
había comunicado. Y si Motso había oído hablar de semejante
orden, no había dado señal alguna. Ya está actuando en contra de
las órdenes de Toturi al cabalgar conmigo, lo que me permite
posponer el momento de llevar a Arasou a su logar de reposo. No
ha sido él. Una chispa prendió y saltó una pequeña llama, llenando
el aire del olor a tallos de arroz quemados, los restos secos de los
campos que les rodeaban. Tampoco ha sido obra de Toturi. Ni
siquiera él es tan carente de honor como para contratar a rōnin... e
incluso si lo fuera, no posee la determinación necesaria.
De repente miró hacia abajo al tiempo que un siseo se le escapaba
de los labios, y vio que la venda que cubría su herida estaba
manchada de sangre. Tomó aire profundamente para tranquilizarse,
se quitó la venda, limpió el corte y volvió a vendarlo con cuidado.
Dio un paso para coger su casco, pero se detuvo con la mano sobre
la blanca melena que lo cubría y lo dejó en el estante. Veré estos
rōnin directamente, y escucharé lo que tengan que decir.
—Hacedles pasar —ordenó, y se quedó de pie junto al fuego
mientras los criados hacían una reverencia y salían de la tienda.
Poco después la entrada de la tienda de campaña se abrió, y
entraron cuatro personas, una de ellas al frente mientras que las
otras dos arrastraban a un preso encapuchado. El líder miró de
inmediato a Tsuko con una sonrisa, e hizo una elaborada reverencia
al mismo tiempo demasiado profunda y demasiado desvergonzada.
Un hombre poco acostumbrado a lidiar con la autoridad.
—Dama Tsuko, temible daimyō de los Matsu, os saludo —declaró el
rōnin, y su tono era tan untuoso como su fino cabello oscuro y su
bigote canoso—. Soy Kujira, señor de los guerreros del Jabalí, y hoy
os traigo dos presentes. El primero de ellos es la aldea de Shirei,
capturada por mis hombres. Y el segundo —hizo un gesto brusco
con la cabeza a sus acompañantes, que empujaron sin miramientos
al prisionero hasta situarlo al lado de Kujira— es este magnífico
espécimen.
Con una floritura arrancó la capucha de la cuarta figura, de la que
salió una maraña de largos cabellos blancos. El corazón de Tsuko
se detuvo un momento, y casi ni se dio cuenta de que tenía la mano
en la empuñadura de su espada antes siquiera de reconocer al
individuo. No es Doji Hotaru, sino Kuwanan, su hermano. En nombre
de los Cielos, ¿qué hace aquí?
La áspera risa balbuceante de Kujira la interrumpió en sus
cavilaciones. —No temáis, Matsu-sama, ya no tiene más ganas de
pelea, y yo mismo me encargué de atarlo —resopló, metiendo sus
pulgares bajo el áspero cinturón de cuero que mantenía su mal
ajustada armadura sobre su corpulento cuerpo—. Hasta un pájaro
grande se rompe con facilidad cuando lo golpeas un poco, ¿verdad?
Tsuko dio un paso hacia adelante mientras sus ojos oscuros se
posaban sobre los pálidos de Kuwanan. Aunque era fuerte y
corpulento, el heredero del Clan de la Grulla se había encontrado en
mejores circunstancias. Su respiración entrecortada indicaba que
tenía al menos una costilla rota, y su piel estaba salpicada de
cardenales amoratados. Vestía un conjunto sencillo de ropas pálidas
y una armadura acolchada, ambos sucios y salpicados de sangre.
—Habéis demostrado habilidad, para capturarlo vivo —se descubrió
diciendo Tsuko, sin apartar la mirada de Kuwanan—. ¿Y dices que
también capturaste la aldea?
—Sí, y apenas tuvimos bajas en el combate —Kujira resopló,
obviamente orgulloso de sí mismo—. Envié a un grupo de mis
mejores soldados al galope con sus caballos. Asustaron a los
campesinos y a un montón de tropas Grulla que estaban dentro de
las murallas. Éste y algunos de sus arqueros se quedaron para
cubrir su retirada... ¡y tampoco lo hicieron nada mal, se cargaron a
más de los que me esperaba! Pero no resulta fácil para un arquero
correr más que un caballo, sobre todo cuando teníamos soldados en
los campos disfrazados de campesinos. Después de eso sólo hizo
falta encontrar a alguien que valiera la pena, y matar al resto.
El ojo de Tsuko tembló, pero su mirada no vaciló. —¿Y la aldea?
La voz de Kujira rechinaba como las cigarras en verano. —Eso fue
lo mejor. Hice que la mitad de mis hombres se pusiesen las
armaduras Grulla, y atamos a los demás para que se hiciesen pasar
por prisioneros. Llamamos a los aldeanos como si hubiésemos
vencido (hacernos con las contraseñas Grulla resultó muy útil) y una
vez que los tuvimos a todos juntos, matamos a todos los Grulla que
pudimos encontrar y a cualquier campesino lo bastante estúpido
como para intentar esconderles. Puede que huyeran uno o dos, pero
eso sólo servirá para que los Grulla sepan que fueron brutalmente
vencidos por el Clan del León... y por los guerreros del Jabalí.
Uno de los rōnin que sujetaba a Kuwanan se rio, y su sonrisa medio
desdentada se amplió cuando la espada de Tsuko comenzó a salir
de su vaina con un lento sonido de metal aceitado. El samurái Grulla
no parpadeó, ni siquiera cuando Kujira exhaló una siniestra risa
entre dientes. —Pensé que a lo mejor deseabais pedir un rescate, si
no os habríamos ahorrado el trabajo, aunque también había oído lo
que su hermana le hizo a vuestro hombre. No es mala idea, pagar
una muerte con otra.
Tsuko estudió la mirada de Kuwanan. En ella no pudo hallar miedo,
furia o lágrimas falsas. Sólo una intensidad que la observaba como
lo hacía ella, esperando. Tsuko desvió la mirada hacia Kujira, cuya
nariz parecía estar aleteando de anticipación ante el derramamiento
de sangre. —Los guerreros del Jabalí —dijo lentamente—. Imagino
que el nombre no proviene del desaparecido Clan del Jabalí.
Kujira pareció confundido durante un momento, y luego se quedó
boquiabierto. —¿Qué? ¿Existía un Clan del Jabalí? —el voluminoso
rōnin sacudió la cabeza, lo que arrancó un sonido a su armadura—.
El nombre de "jabalí" se refiere únicamente a la riqueza, de la que
ciertamente hemos obtenido lo que nos correspondía en este trato,
creedme. El Clan de la Grulla no es muy grande pero sus armas, a
pesar de ser pequeñas y bonitas, matan igual de bien. Y aunque los
campesinos no tienen mucho, esos malditos escurridizos guardan
alijos escondidos donde menos te lo esperas —el rōnin medio
desdentado comenzó a reírse mientras Tsuko colocaba la hoja de su
espada sobre el hombro de Kuwanan.
—Tenías razón sobre una cosa, líder de los guerreros del Jabalí —
dijo ella con firmeza—. Existe una muerte que hará que las cosas
sigan un camino mejor.
El hombre grandote esbozó una sonrisa que se mantuvo, de forma
espeluznante, incluso después del golpe de Tsuko, que se hincó en
su cuello casi hasta la columna vertebral.
Los otros dos rōnin gritaron horrorizados mientras el cuerpo de
Kujira caía al suelo y su sangre formaba oscuros charcos en el suelo
de arena. Tsuko les apuntó con su espada al instante, y levantaron
las manos en señal de rendición.
—¡Dejadnos vivir! —gritó el de la boca mellada—. ¡No quiero morir!
—La gente de Shirei Mura tampoco quería morir, pero seguro que a
pesar de ello los matasteis a todos.
—Por favor —suplicó el joven rōnin situado a su izquierda, que
apenas parecía haber superado la infancia—. Juro que no todos
somos como Kujira. ¡No todos nos entregamos al saqueo!
Tsuko le miró fijamente. —Entonces serás responsable de encontrar
a Kitsu Motso, de asegurarte de que todas vuestras tropas se rinden
ante él, y de devolver todo lo que habéis robado. Aquellos que
hayan cometido violencia contra el pueblo de las tierras León, y
Shirei Mura pertenece al León, deberán sufrir los castigos
apropiados —el joven rōnin asintió, y él y su quejumbroso
compañero salieron rápidamente de la tienda, arrastrando tras ellos
los restos del jactancioso Kujira.
La lona de la tienda de campaña apenas se había cerrado antes de
que la espada se moviese una segunda vez, cortando las fibras de
la cuerda con una gracia precisa y peligrosa. Kuwanan miró hacia
abajo mientras las ataduras caían de sus brazos y se frotó
lentamente las magulladas muñecas. Tsuko señaló con su espada a
un lugar en el lateral de la tienda, separado por un biombo de papel.
—Allí encontraréis agua y ropa limpia. Haced lo que queráis.
Cuando Kuwanan salió de detrás del biombo, vio que habían
esparcido arena por el suelo ensangrentado como medida temporal
hasta que pudieran recolocar la tienda. Tsuko se había sentado
junto al brasero, y estaba bebiendo de una taza de té. Señaló a un
taburete de campaña frente a ella, y observó en silencio a Kuwanan
mientras éste se sentaba con cuidado a causa de sus heridas y
cogía agradecido una taza de té. Transcurrió un largo momento
antes de que hablase ninguno de los dos, puntuado brevemente por
pequeños sorbos y por el crujir de las llamas.
—¿Por qué me habéis perdonado la vida? —dijo Doji Kuwanan con
cautela.
Tsuko apartó la vista de la taza de té y le miró a los ojos. —Vuestra
captura fue un acto traicionero, un vil engaño contra vos. No
responderé a tal acto con más deshonor —tomó un largo sorbo de
té, y el orgullo reforzó su voz como si fuese acero—. Los León no
engañan, ni roban. Tomamos lo que queremos mediante la fuerza
del honor, o no lo hacemos.
Lo examinó cuidadosamente antes de beber otro trago. —Y no soy
un animal que vaya a matar a cualquier Grulla con el que me
encuentre fuera del campo de batalla. Antes odiaría a una espada
por las acciones de su portador, o culparía a una flecha... —se
maldijo interiormente por su inesperada tos: su garganta se quejó
por el sorbo demasiado largo de té— ...a una flecha por el lugar al
que la mandó el arquero.
Otro largo instante de silencio se extendió por la tienda, que
Kuwanan volvió a romper. —Lamento profundamente lo de Ara… la
muerte de Akodo-sama —la voz del hombre era entrecortada, algo
extraño viniendo de alguien de complexión tan buena—. Entrené
con él, y admiraba su habilidad y su coraje —la mirada del hombre
se deslizó hacia las llamas del brasero, su tono amargo—. No sois
la única persona enfadada por una muerte injusta, Tsuko-sama —su
asentimiento fue lento, comprensivo.
—Entonces, ¿sigue sin conocerse cómo murió? ¿Vuestro padre?…
perdonadme, ¿el Campeón Doji Satsume?
—Hay quien cree que las afirmaciones de mi hermana sobre causas
naturales son suficientes —el tono de Kuwanan era tirante como la
piel de un tambor—. Pero por supuesto, el honor simplemente exige
más. Si no nos mantenemos fieles al Bushidō...
—No seremos mejores que el rōnin al que que maté —terminó
Tsuko mientras apuraba su taza de té—. Soy perfectamente
consciente de por qué Toturi evitó actuar en la batalla de Toshi
Ranbo... es débil, y necio. Pero si Hotaru fue capaz de aceptar su
solemne deber como Campeona del Clan de la Grulla y matar a
Akodo Arasou... ¿qué le impide cumplir con su deber más
importante, el de investigar la prematura muerte de vuestro padre?
La mirada de Kuwanan se apartó de los ojos de Tsuko y se posó en
las profundidades de su taza de té. El silencio les rodeó como una
neblina de humo, y los ojos de Tsuko volvieron a las llamas del
brasero situado ante ella. De forma deliberada, empujó las brasas
encendidas con un rastrillo de metal, lo que provocó que saltasen
pequeñas chispas en todas direcciones.
Maldito sea este sentimiento de desazón, gruñó para sí. Ojalá me
hubiera encontrado con este Grulla en el campo de batalla. Ojalá
hubiese visto cómo nuestras fuerzas se alzaban sobre ellos y los
consumían: así todo habría terminado ya. ¡Ojalá hubiese capturado
yo misma Shirei Mura, de forma que los Grulla hubiesen pagado con
sangre por su presunción!
Su mano tembló, y su mirada se posó sobre el suelo salpicado de
sangre cerca de la entrada de la tienda. Rōnin despreciables.
Atacáis a nuestros enemigos en nombre del León, ¿y decís que
vuestra paga proviene de nuestras arcas? Su rabia le espoleaba,
insistente como una llama hambrienta. ¿Por qué nos rebajaríamos a
tratar con criaturas tan despreciables? ¿Cómo supieron quién era
Kuwanan cuando lo capturaron... y por qué no se limitaron a pedir
ellos mismos un rescate por él? ¿Qué otra cosa deseaban obtener?,
pensó mientras ahogaba un gruñido, ¿o qué era lo que alguien
estaba tratando de arrebatarme?
Las llamas del brasero se apagaban lentamente bajo los dientes del
rastrillo. Más allá de la tela de su tienda podían oírse los sonidos de
un fuego de mucha mayor envergadura: los preparativos de su
ejército para la guerra. No podía matar a Doji Kuwanan, ahora no.
Pero era posible que volviera a encontrarse con él en el campo de
batalla y que pudiese zanjar en combate honorable esta cuestión,
vengar a Arasou, recuperar las llanuras Osari y demostrar su valía
sobre la de Toturi.
O podía enviar a Kuwanan con Hotaru, donde podría enfrentarse a
su hermana por su incumplimiento del Bushido, lo que tal vez
ayudaría a Tsuko a descubrir la identidad de quienes estaban
jugando con ellos como si fueran fichas en un tablero.
El deber y la lealtad exigían que vengara la muerte de Arasou. La
justicia exigía que llevara a los traidores ante la justicia.
El honor del Clan del León estaba en juego, y a ella le tocaba
defenderlo, aunque Akodo Toturi no lo hiciera.

Más vale asegurarse


Por Robert Denton III

Hiruma Shizuyo no levantó su campamento hasta que las sombras


del reseco paisaje dejaron de coincidir con aquello que las
proyectaba. Incluso su propia sombra era alta y ramificada, como un
roble defectuoso despojado de su corteza.
Así jugaban las Tierras Sombrías.
Examinó sus provisiones y contó su reserva de flechas, todas ellas
con bendiciones de papel atadas a sus astiles. Dejó todo en el carro
y soltó al buey para que regresase sin ella a la Muralla. Mientras lo
miraba alejarse, sus dedos rozaron el único objeto del que no podía
prescindir: el suave colgante de jade que le colgaba del cuello.
Se pasó el día colocando cuerdas trampa con campanillas y
clavando antorchas en el suelo agrietado alrededor del
campamento. Memorizar el terreno resultaba inútil, ya que cambiaría
en cuanto mirase a otro lado. Los únicos puntos de referencia
consistentes serían los que había dejado.
Shizuyo encendió las antorchas cuando el sol tocó el horizonte al
oeste, y su nariz se arrugó ante el olor a aceite de pescado y pino.
Dolorida después de llevar puesta la armadura durante todo un día,
encendió una hoguera junto a su tienda de campaña y plantó su
tetsubō como si fuera un estandarte. Una advertencia. Luego se
sentó mirando hacia el sur y esperó.
Apenas se oía el viento al pasar bajo el pequeño resquicio de pálida
luna añil. Más allá de la esfera de luz de su fogata nada se movía, ni
siquiera los escasos matojos de hierba muerta. Después de un rato,
sacó una baraja de cartas de su bolsa y las barajó. Cogió una carta
del fondo de la baraja. Desde la carta le devolvió la mirada un dibujo
a tinta de una lombriz solitaria llena de espinas con un espacio
blanco en forma de diamante que formaba una boca inhumana.
"Tsumunagi", dijo. "Se esconde en los suministros. Matar con fuego
o ahogar con aceite de jade ".
La siguiente carta de la parte inferior reveló una enorme criatura
llena de músculos y tendones, con una enorme boca llena de
dientes donde debería haber estado la cabeza.
"Oni de Kanu. Enfrentamiento a distancia. Usa flechas de jade, o
aprovecha la estrechez de la tráquea."
Otra carta. Un cascarón segmentado y una masa de patas de
cucaracha rematadas por manos humanas.
"Gokimono. Una vez fue humano. Se siente impulsado a apagar
luces. Matar con… "
Desde fuera del campamento se oyó el canto de un carricerín. Al
final del trino podía escucharse una voz humana, un lúgubre grito
sin palabras. Shizuyo levantó la vista. No vio ningún movimiento,
aparte de la temblorosa sombra de su tetsubō. Se acercó más.
Otra carta. Un humano salpicado de manchas caminando vestido
con una armadura astillada, y uno de sus ojos convertido en un
hueco vacío.
"Hyakuhei. Un cadáver animado. "Miró fijamente a las llamas
danzantes. "Matar como matarías a un hombre".
***
Shizuyo ignoró el dolor sordo de su espalda y el ardor bajo sus
párpados mientras examinaba las trampas bajo un sol matutino
teñido de un morado enfermizo. Una noche tranquila vestida con su
armadura había dejado sus extremidades cargadas y rígidas. Su
cuerpo gritaba de sueño, pero dormir no sería seguro hasta la hora
más alejada de la hora del buey, la hora a la que a veces se llamaba
la hora de Fu Leng.
Sólo una de las trampas había cogido algo: una temblorosa mata de
pelo blanco y marrón con orejas delgadas. El conejo estaba
enredado en la soga, indefenso. Lanzó una mirada suplicante a
Shizuyo.
Ella entrecerró los ojos.
La liebre se movió, como si intentara liberarse una última vez. La
mujer lanzó un golpe hacia abajo con su tetsubō. Se oyó un crujido
húmedo, como el de una calabaza kabocha aplastada. Exhaló hasta
que desapareció cualquier remordimiento.
Más valía asegurarse.
***
Shizuyo llevaba identificadas treinta y cinco criaturas de su baraja
demoníaca cuando el sonido de una campanilla rompió el silencio.
En la oscuridad más allá de la fogata, una de las antorchas se
apagó.
La mujer encordó su arco y recogió sus flechas. A lo lejos, algo se
deslizó hacia la luz de la siguiente antorcha. Antes de que la luz se
apagara pudo vislumbrar a duras penas unas extremidades de
cucaracha acabadas en manos humanas.
Su aliento se congeló con un jadeo. La criatura venía del sur, la
dirección de la caravana.
Sus dedos tocaron el colgante. El jade podía matarlo. Sólo hacía
falta un toque...
No. No si era él.
Shizuyo preparó una flecha y apuntó hacia la siguiente antorcha.
Contó hasta cinco, y luego disparó. La antorcha se apagó. Algo
gritó.
Otra flecha lo acertó al llegar a la siguiente antorcha. Cuando llegó a
la siguiente, vio cómo los astiles de las flechas sobresalían de sus
brillantes placas quitinosas. Quedaban cinco antorchas. Luego iría a
por la fogata. Y luego...
Otra flecha. Luego otra. Una y otra vez. Se había revuelto, iba cada
vez más rápido, cada vez estaba más cerca. Su silueta se iba
haciendo más grande contra el cielo nocturno, apagando las
estrellas con su oscuridad. El corazón de Shizuyo, que palpitaba a
toda velocidad, se estremeció al disparar la última flecha al tiempo
que la última de las antorchas, situada a unos cien pies de distancia,
se apagaba de repente.
Un chillido. Un golpe sordo. Silencio.
Shizuyo cogió un tronco de la fogata y lo llevó hasta el cuerpo
inmóvil de la horrible criatura. Las flechas se habían clavado
profundamente, y las bendiciones que habían llevado escritas eran
ahora jirones de papel en blanco. No pudo recuperar ninguna.
Aguantó la respiración mientras finalmente acercó su antorcha
improvisada al lugar en el que su última flecha sobresalía del ojo de
su rostro humano.
No era él.
Tiró la antorcha sobre el cadáver y regresó al campamento.
***
Shizuyo se despertó alarmada. Las cenizas flotaban contra el cielo
del mediodía. Ladró una maldición. Una mañana entera
desperdiciada, ya no había tiempo para reemplazar las trampas
usadas. Convirtió la carreta en leña mientras el sol recorría un
camino carmesí hacia la cordillera occidental. Luego encendió el
resto de las antorchas. No tardó mucho, a pesar del dolor de sus
huesos.
Las horas pasaron en silencio, y la fogata se fue consumiendo
lentamente. La luz de la lumbre hizo brillar su colgante de jade al
girarlo. Su mente conjuró la imagen onírica de la liebre, con su
cuerpo tendido y desesperación en los ojos. Sacudió la cabeza y la
visión desapareció. Quizás había sido una liebre real. Quizá no. La
única forma de asegurarse era utilizar su jade.
Oyó un tenue sonido de campanillas. Una de las trampas que
quedaban, lejos de las antorchas restantes. Otra vez. Frunció el
ceño. Cogió su tetsubō y se adentró en la oscuridad.
La trampa había sido activada, pero no había cogido nada. Sus
dedos trazaron la forma de unas marcas de garras en la tierra, y se
quedó paralizada al entender su significado.
Se giró y corrió de vuelta a la fogata, pero llegó demasiado tarde. Su
tiendahabía quedado convertida en una maraña ennegrecida en en
el interior de una columna de fuego, y sus provisiones crepitaban en
las llamas. Apretó los dientes al oír unas risas agudas. Siluetas
trasgoides danzaban alrededor de las llamas, y sus alargadas
sombras se entrelazaban. Bakemono. Tres de ellos. Uno tiró sus
cartas al fuego junto con el resto de las antorchas. Se volvió a reír.
Se acercó hasta él y lo aplastó con su tetsubō. La criatura quedó en
silencio.
Los dos restantes se giraron, y su mirada desencajada se movió de
Shizuyo a su camarada muerto.
Gritaron.
Sus dedos se deslizaron de la empuñadura del tetsubō cuando uno
de los trasgos cargó hacia ella, empujándola hacia atrás. Su
armadura se rompió y sus pulmones se vaciaron de aire. Unas
garras arañaron su mejilla mientras la criatura chillaba, una y otra
vez. Su mano se lanzó hacia su cadera, pero la vaina de su
wakizashi estaba vacía. Apretando los dientes, aferró a la criatura y
la lanzó a la hoguera. La noche se llenó de gritos.
Comenzó a levantarse, pero el último trasgo le saltó al pecho. Su
espada destelló en manos de la criatura, y sus estocadas
penetraron su armadura. Trató de coger su tetsubō, pero sólo llegó
a rozar la empuñadura. El trasgo arqueó el lomo y levantó la espada
sobre su cabeza, preparándose para lanzar un golpe mortal. Rugió
triunfante.
El colgante de jade. No tenía alternativa. Lo arrancó del cordón y lo
metió en las fauces de la criatura.
El trasgo se estremeció, y comenzó a chillar mientras se arañaba el
rostro, como si tuviera en la boca un carbón ardiendo. Shizuyo se
lanzó hacia su tetsubō con energías renovadas. Lo hizo girar sobre
su cabeza y lanzó un golpe hacia abajo. La cabeza del duende se
partió como un huevo.
Su respiración era irregular, entrecortada. El colgante se había
vuelto negro, y rezumaba de la mandíbula destrozada de la criatura.
Le golpeó el rostro de nuevo. Y una vez más. Una y otra vez, hasta
que sólo le quedaron fuerzas para maldecir a las Fortunas.
***
Al atardecer, otro movimiento llamó su atención: una delgada silueta
que cojeaba lentamente hacia los restos carbonizados de su
campamento, protegida por una capa azul marino destrozada y
manchada. Humano.
La mujer se levantó mientras observaba su lento avance, al tiempo
que su corazón latía al compás de sus pesados pasos.
La figura no alzó la vista hasta que el sol casi había desaparecido.
El crepúsculo pintaba el paisaje con tonos púrpura. Se detuvo a
poca distancia. Abrió sus labios agrietados.
—¿Madre?
Sus ojos, ambarinos como los de su padre, se iluminaron. Su capa
destrozada cayó al suelo cuando comenzó a correr. —¡Madre!
¡Gracias a los dioses! Pensé que nunca volvería a verte.
Ella entrecerró los ojos.
Se detuvo lentamente, la confusión pintada en su rostro. La
empuñadura del tetsubō de Shizuyo presionó contra su palma.
—¿Madre? ¿Qué estás...? —sacudió la cabeza—. ¡Soy yo, madre!
¡Hiruma Kenjirō! ¡Tu hijo!"
Ella no reaccionó.
Sus ojos ambarinos miraron al suelo. —Nunca llegamos al castillo
Hiruma. Soy el único que queda. Estaba decidido a sobrevivir, a
volver a ver a Yukino. Ella está bien, ¿verdad? —sonrió débilmente
—. Nos casaremos en primavera. ¿Recuerdas? Insististe en que
fuese en primavera...
Shizuyo sentía como si su pecho fuese una cuerda demasiado
apretada. El ruido de los insectos era ensordecedor. El sol se
derramaba sobre las cumbres. No reconoció la sombra de Kenjiro.
No reconoció la suya propia.
La sonrisa del joven desapareció. —L-llévame con los shugenjas
Kuni —balbuceó—. ¡Estoy bien! Puedo demostrarlo —le lanzó una
mirada suplicante—. Madre...
Shizuyo le lanzó un golpe con su tetsubō contra la cara. El cráneo
del joven se aplastó como una concha hueca. Cayó.
La sombra de la mujer se extendió sobre el cadáver.
El cuerpo se estremeció, como si intentara mirar desde el ahora
vacío hueco de un ojo. Su grito húmedo rompió la noche.
El tetsubō cayó de nuevo. Después de aquello, el único sonido fue
el del corazón estremecido de la mujer.
***
Shizuyo acunó unas cuentas de jade mientras la shugenja Kuni de
rostro pintado de rojo y blanco le arrancaba un negro cabello y,
manteniéndolo tenso, se lo llevaba a su aleteante nariz. El Maestro
de Caballería Hida Tsuru se sentó ante ella con los brazos cruzados.
Ella se detuvo un momento ante las puertas del patio. Sus pulmones
parecían estar a punto de estallar por su respiración contenida.
—¿Está hecho?
Ella asintió.
—¿Estáis segura?
Levantó la vista, carente de expresión. —Me aseguré —el viento
transportaba motas de ceniza por el cielo rojizo. En algún lugar ardía
una pira funeraria.
La Kuni cogió las cuentas y miró sus palmas durante un largo
instante. No se estremeció. Finalmente, la dejó ir. —No hay rastro
de la Mancha, Tsuru-sama. Aun así, debería estar en cuarentena en
el altar durante siete días de purificación.
—Haced los preparativos.
Después de que la shugenja se marchase, Tsuru ofreció a Shizuyo
un delgado pergamino. Ella lo aceptó con dedos entumecidos. En el
pergamino estaba escrito el nuevo nombre de su hijo, el nombre que
usarían para recordarlo. Su antiguo nombre había quedado
mancillado.
—Mis condolencias —dijo él—. Pondremos una placa en recuerdo
suyo. Aunque la caravana nunca llegó a su destino, deberíais estar
orgullosa. Murió sirviendo al Clan del Cangrejo —se levantó para
marcharse.
—Era igual que él.
Se detuvo.
Shizuyo vaciló. —Tenía su voz. Sabía... cosas —una vez más, su
mirada se encontró con la de él—. Incluso me llamó “madre”.
—A eso juegan las Tierras Sombrías. Usa los rostros de nuestros
seres queridos para sembrar la duda en nuestros corazones. Pero
esa criatura era un impostor. No podía haber sido humano —
arrodillándose de nuevo, Tsuru le puso la mano sobre el hombro—.
Después de todo, si el pino que ardía dentro de las antorchas lo
repelió, si retrocedió ante vuestras flechas y ardió al tacto de vuestro
jade, no pudo haber sido vuestro hijo —el hombre le dirigió una
sonrisa de seguridad—. De eso, al menos, podéis estar segura.

Los fuegos de la justicia


Por Annie VanderMeer Mitsoda

Matsu Tsuko salió de su ensimismamiento cuando una de las brasas


se partió bajo la presión del rastrillo de hierro, generando un
pequeño chasquido y una corona de llamas. No se sobresaltó ni
parpadeó, pero por el ligero cambio de postura del hombre que se
encontraba frente a ella, se dio cuenta de que el cambio en su
comportamiento no había pasado desapercibido.
Sus ojos se dirigieron de nuevo al borde de la habitación, cerca de
la entrada de la tienda de campaña, y se posaron sobre la arena
precipitadamente esparcida por encima de un charco de sangre que
la había empapado parcialmente. Hasta hacía muy poco tiempo, esa
sangre había pertenecido al cuerpo de un detestable rōnin llamado
Kujira, que había cometido actos deshonrosos para capturar tanto a
la aldea de Shirei Mura como al prisionero que tenía ante ella.
Una banda de rōnin contratada por los León para masacrar una
aldea León, pensó, y apretó fuertemente los dientes. No podía ser.
Se animó a mirar al hombre, que estaba silenciosamente haciendo
ademán de apurar una taza de té que llevaba ya varios minutos
vacía: aunque había entrenado junto a muchos clanes, Doji
Kuwanan seguía siendo un Grulla, y sospechaba que su corazón le
fallaría antes que su cortesía.
Una repentina ráfaga de viento agitó la lona de la tienda, y Tsuko
sintió como su mirada se fijaba en la imagen pintada sobre ella: un
león acechando entre la hierba alta. Eran leones de aquí, de las
llanuras Osari, acechando y persiguiendo a su presa y reclamando
lo que les pertenecía.
—Desconozco quién contrató a esos rōnin —admitió Tsuko en voz
alta mientras sus ojos se encontraban con los de Kuwanan—. Ni
siquiera sé si se esperaba que me importase. Tengo la sospecha de
que se suponía que os mataría, que alguien pensó que mi rabia así
me lo exigiría —respiró profundamente, y apretó la herida de su
mano derecha para recordarse lo que se jugaban. El dolor actuó
como una fuerza estabilizadora—. Alguien nos ha tratado como si
fuéramos fichas en una partida de go.
El rostro de Doji Kuwanan se oscureció de repente, pero su furia se
convirtió en confusión mientras se esforzaba por hacer desaparecer
cualquier posible insulto. —¿Estáis segura?
Tsuko frunció los labios. —Lo que me hace dudar es la
incertidumbre de la situación —dijo con cautela—. No sabía que
estarías en Shirei Mura, no sé si fue algún León el que ordenó el
ataque, ya que como mínimo nadie consideró oportuno
comunicármelo. Y tampoco sabía nada acerca de estos rōnin. Se
esperaba de mí que... que estuviese de camino hacia Yōjin no Shiro,
para enterrar a mi prometido. Pero... —la rabia se inflamó en su
interior al recordar la reunión en el pabellón de guerra después del
desastre en Toshi Ranbo. La condena de Matsu Agetoki, la
condescendencia de Akodo Toturi ante su dolor, aunque no ante sus
argumentos, e incluso la renuencia del propio Kitsu Motso a
involucrarse.
—Me imagino que pocos creían que me iba a limitar a obedecer y a
viajar allí directamente —continuó Tsuko—. Alguien podría haber
supuesto que las llanuras Osari atraerían más mi atención.
—Y la venganza —añadió Kuwanan en voz queda. Tsuko asintió
lentamente, y el hombre bajó la vista un momento mientras digería
la afirmación, tras lo que sacudió la cabeza, disgustado—. Utilizar
vuestro dolor, y a la muerte de un hombre de tal valía... resulta
despreciable —los dos se quedaron en silencio durante un momento
que se fue alargando como un hilo de humo—. ¿Qué desearíais que
hiciésemos? —preguntó finalmente.
—Mi deber es para con mi pueblo, con mi clan y con mi Campeón —
admitió ella—. Me debo a ello. A expulsar a los rōnin de Shirei Mura,
a viajar a Yōjin no Shiro y a llevar a a Akodo Arasou a su descanso
final para, por último, regresar aquí y reconquistar las llanuras Osari
para el clan del León.
—Pero en este preciso momento, vuestra vida se encuentra a mi
merced —Kuwanan se tensó un momento, pero después levantó
una mano a modo de aquiescencia, y se relajó—. Los dos honramos
el Bushidō. Y sentimos un respeto mutuo. Y de igual forma que vos
odiáis la noción de que se me esté utilizando como moneda de
cambio, también yo detesto la idea de que lo estéis siendo vos.
—Os pido que abordéis el deseo de vuestro corazón, y que
contestéis a la pregunta que no pudisteis responderme —dijo Tsuko
mientras sentía cómo su rostro se encendía al apretar el puño y
notar el dolor subirle por el brazo—. Preguntadle a Doji Hotaru,
Campeona del Clan de la Grulla, asesina de mi amado. Preguntadle
a vuestra hermana por qué no cumple con su deber e investiga la
muerte de vuestro padre.
Tsuko respiró hondo. —Nos ha unido una tempestad de hados
extraños. Pero si alguien cree que deseáis hacer una pregunta que
resulta peligrosa por el mero hecho de hacerla... —sus ojos se
posaron en los de Kuwanan—. Es posible, entonces, que alguien
considerase conveniente tratar de silenciaros.
***
Las estrellas habían comenzado a salir cuando Matsu Tsuko y Doji
Kuwanan salieron de la tienda de campaña, este último vestido
como un simple mercader: con un sombrero de paja muy calado y
su distintivo cabello blanco recogido y oculto. Era posible que el
caballo al que montó fuese demasiado bueno para un mercader
ordinario, y el porte del jinete era demasiado orgulloso, pero Tsuko
confiaba en que llegaría a su destino antes de que alguien
empezase a sospechar.
—Este acuerdo me sigue pareciendo muy extraño —admitió
Kuwanan mientras se subía a la silla de montar con una mueca de
dolor—, pero comprendo su sensatez. Amigo o enemigo, quizás lo
mejor sea que no me vean.
—Para mí también resulta extraño —admitió Tsuko, entregándole
las riendas del animal—. Pero nuestra causa es justa.
Desapareceréis de Shirei Mura...
—Y apareceré en Kyūden Kakita con una historia sobre cómo logré
huir de mis estúpidos captores rōnin —terminó Kuwanan—. No soy
un dramaturgo, pero debería tener una historia apropiada para
cuando llegue a la ciudad. Y conozco a alguien con mucho más
talento que yo para las palabras que me estará aguardando en el
castillo —Tsuko asintió, su gesto casi imperceptible con tan poca
luz, e hizo una nueva pausa: ya se habían acostumbrado a aquel
ritmo.
—Hasta la vista, Tsuko-sama —dijo por fin Kuwanan.
—Sayonara, Kuwanan-sama.
Tsuko observó su figura en retirada hasta que se perdió de vista y el
suave eco de los cascos se desvaneció en el aire nocturno. La
imagen de la partida del hombre desencadenó en su mente la
aparición de otra imagen distinta: la de una golondrina con la cola en
llamas, que regresaba aterrorizada a su hogar sólo para prenderle
fuego.
Una parte siniestra de su interior se preguntó cómo comenzaría la
conflagración, aunque tenía la leve esperanza de que Kuwanan
fuera lo bastante astuto como para sobrevivir a ella. Y se preguntó
también si esas llamas serían suficientes para consumir las malas
artes de sus enemigos.
Las historias que contamos
Por Nancy M. Sauer

—En primer lugar, sé que sois un hombre sabio y deseo que el


mundo comparta esa sabiduría. Estoy convencida de que el día de
nuestra boda podréis revivir a lo que está muerto.
Doji Shizue se detuvo y frunció el ceño. Su dicción había sido
impecable, pero necesitaba perfeccionar el gesto con el abanico. En
aquel punto de la historia Doji-no-Kami despreciaba a Kakita, pero
su corazón pronto se abriría ante él, y su relato tenía que reflejarlo.
Cuando se tenía la oportunidad de narrar historias para un príncipe
Imperial, lo único que valía era la perfección.
Practicó una y otra vez el movimiento del abanico, un movimiento de
barrido en el aire como el de un ave elegante, hasta que encontró el
movimiento exacto que expresaba simultáneamente la gracia y la
sutil condescendencia de la Dama Doji.
—En segundo lugar, sé que sois un hombre culto... —un discreto
toque en el marco de la puerta la interrumpió, y Shizue luchó contra
el impulso de arrojar su abanico contra ella. ¿Cómo iba a poder
practicar entre tantas distracciones?
—Lo lamento mucho. Shizue-sama —dijo el sirviente en el pasillo—,
pero acaban de llegar dos cartas; son de vuestros hermanos.
***
El templo de Fukurokujin, la Fortuna de la Sabiduría, estaba igual
que siempre: La madera pulida resplandecía a la luz de las velas, y
el aroma del incienso llenaba el aire. A medida que Shizue
caminaba hacia el interior del santuario, el peso de siglos de
oraciones y meditación se asentaba a su alrededor como una
armadura, pero las palabras que contenían las dos cartas aún
ardían como heridas abiertas.
Shizue se detuvo ante la estatua dorada de la Fortuna y se preparó
para la oración. Dio dos palmadas y se inclinó. —Gentil Fukurokujin,
el más sabio de las Fortunas, escuchadme. Guiad mis
pensamientos, para que pueda honrar a mi clan y a mis ancestros.
Ayudadme a actuar como una auténtica hija de la Dama Doji —
Shizue se detuvo. ¿Osaría decirlo en voz alta? Pero, ¿cómo si no
iba a escucharla la Fortuna?—. Concededme vuestra sabiduría para
discernir la verdad sobre la muerte del Señor Satsume.
La luz de las velas vaciló como si se moviera con la brisa. Las
palabras de su hermana resonaron en el silencio.
No podemos permitirnos actuar precipitadamente en esta cuestión.
¡Y llegar directamente a la conclusión de que fue un asesinato es
realmente precipitado! Debemos permitir a los magistrados
Esmeralda llevar a cabo su propia investigación, y el Clan de la
Grulla se atendrá a su veredicto. Son los agentes del Emperador, y
los garantes de sus leyes. Que cumplan con su deber, y nosotros
cumpliremos con el nuestro.
Parecía que Hotaru se contentaba con mantenerse apartada por el
momento. Pero, ¿sobre qué habían hablado en aquella ocasión ella
y Bayushi Kachiko, la Consejera Imperial? ¿Podría ser que Hotaru
estuviera siguiendo alguna nueva pista que había ocultado al resto
del clan?
¿O buscaba algún tipo de venganza sutil?
Para Hotaru, Doji Satsume era un tirano y un padre terrible. Hotaru
nunca perdonó el papel que había desempeñado en el suicidio de
su esposa. Y ahora, parecía dispuesta a dejar que su muerte
quedara impune. Un niño tenía el deber de vengar el asesinato de
sus padres, y el deber era uno de los siete pilares del Bushidō.
Hotaru nunca violaría directamente sus dictados, pero parecía
segura de que no había nada que vengar. Durante el funeral de
Satsume había mantenido una actitud adecuadamente
apesadumbrada, pero al día siguiente delegó en Shizue la tarea de
acudir a los diversos templos de la capital y disponer las oraciones e
incienso en recuerdo de su padre.
Con todo, era cierto que Hotaru tenía otras preocupaciones. La
muerte a sus manos de Akodo Arasou, y el ascenso como resultado
directo de aquella muerte de su viejo amigo Akodo Toturi al puesto
de Campeón del Clan del León. El asedio ininterrumpido contra
Toshi Ranbo. El compromiso roto entre los clanes del León y el
Unicornio. La nueva Campeona del Clan del Fénix.
Era posible que la muerte de Satsume fuera simplemente una
lamentable tragedia... natural, aunque inesperada. Pero en el
Palacio Imperial corrían los rumores, y Shizue no podía estar
segura.
Las palabras de su hermano relataban una historia distinta.
La muerte de Satsume fue demasiado repentina, ¡y en la corte su
desaparición ha servido para consolidar la posición del Clan del
Escorpión por encima de la nuestra! Mientras protegemos nuestras
posesiones en las llanuras Osari contra el Clan del León, nuestros
agentes en la capital deben llegar al fondo de este asunto y actuar.
Habían pasado semanas desde que Kuwanan redactó aquella carta,
que estaba inusitadamente manchada de barro. Probablemente la
escribió en primera línea del frente, en aquella aldea perdida en la
que había sido destinado, y que se sintiera impotente para hacer
algo más aparte de escribir la misiva.
Al menos se había asegurado de no culpar en su carta al Clan del
Escorpión de forma directa, ni de mencionar a Hotaru. Para el Clan
de los Secretos resultaba muy fácil interceptar su correspondencia.
Si se hacía caso de la versión de Kuwanan. Doji Satsume era un
padre exigente pero justo. Kuwanan había amado a Teinko tanto
como lo hacía Hotaru, y la había llorado igual de intensamente, pero
él era el hijo que Satsume siempre había querido. Su padre le había
colmado de atenciones, y él por su parte era incapaz de imaginar a
Satsume como el frío comandante que veía Hotaru. Para él, las
muertes de sus padres eran cuestiones separadas. No era posible
vengarse por el suicidio de Teinko, así que no podía hacer nada por
su madre. Pero creía que su padre había sido asesinado, por lo que
era necesario encontrar al asesino y hacerle pagar por sus actos;
era su deber, y lo aceptaba con orgullo.
¿Qué historia debía creer? Teinko había acogido a Shizue y le había
prodigado el mismo amor y atenciones que a Hotaru y Kuwanan.
Satsume la había adoptado formalmente. No se había limitado a
incluirla en su familia, sino que la había convertido en parte del linaje
de Doji-no-Kami. Había sido una figura paterna hosca y distante,
como muchos padres, pero nunca la había tratado con crueldad.
Entre algunos de los miembros de su familia habían circulado
desagradables rumores en relación a su pierna deformada, pero
Satsume sólo se lo había mencionado una vez. —Tu cojera hará
que la gente te subestime —había dicho—: asegúrate de que se
equivocan.
Las historias opuestas libraban una guerra en su corazón. Shizue
debía obediencia a su campeona, lo que significaba que debía
aceptar la muerte de Satsume. Kuwanan y el Bushidō exigían
venganza, lo que requería acción.
Las dos historias no podían ser ciertas.
Se quedó mirando fijamente a la estatua de Fukurokujin durante un
largo rato.
***
El guardia abrió la puerta y Shizue entró lentamente en el salón del
príncipe. Tal y como exigía el protocolo se arrodilló de inmediato y
apretó la cabeza contra el suelo respetuosamente.
—Shizue-san, es un placer veros —dijo la suave voz del príncipe—.
Por favor, venid y sentaos ante mí.
La práctica prolongada había dotado a Shizue de la habilidad de
parecer elegante mientras cogía su bastón y se levantaba con
esfuerzo. Avanzó a un ritmo decoroso, aprovechando el tiempo para
observar discretamente al príncipe y determinar su estado de ánimo.
Hantei Daisetsu siempre parecía pensativo, pero hoy tenía una
apariencia aún más contemplativa de lo habitual. Estaba vestido de
manera un tanto informal, y su cabello suelto caía sobre sus
hombros y su espalda en una cascada exuberante. Pronto se
sometería a su gempuku y se lo cortarían todo. Shizue lloró la
pérdida de tal belleza, pero no había nada que hacer: las familias
Imperiales eran muy tradicionales respecto a la longitud y el estilo
de peinado de los varones.
Shizue se arrodilló sobre un cojín colocado frente al estrado bajo en
el que se encontraba sentado el príncipe. —Gracias por llamarme,
Su Alteza —dijo humildemente—, es un placer servir a un miembro
de la familia Imperial.
—Escuchar vuestras historias es una delicia, así que esta tarde
ambos nos sentiremos privilegiados —hizo un pequeño gesto y un
sirviente se adelantó para servirle una taza de té. Otro sirviente puso
una taza ante Shizue—. Será un momento de calma entre los
problemas que nos rodean.
Era un pensamiento inusualmente filosófico para alguien tan joven.
—Es uno de los muchos regalos que una historia puede dar —dijo.
—Y los Grulla son expertos en hacer regalos —dijo Daisetsu. Su
sonrisa convirtió la frase en una broma en lugar de en una burla—.
Y como sois Grulla, supongo que ya habréis oído hablar de la nueva
Campeona Fénix.
—Shiba Tsukune —dijo Shizue—. Sé poco de ella, aparte de que es
algo joven.
—Muy joven, lo que la convierte en una extraña elección para
sustituir a la experiencia de Shiba Ujimitsu —comentó el príncipe—.
Al parecer entrenó como bushi durante algún tiempo con el Clan del
León. Quizás eso influyó en la elección: hay indicios de problemas
entre los dos clanes.
—Sin duda contará con una mayor capacidad para entender las
motivaciones León que la mayoría de los samuráis Fénix —asintió
Shizue.
—Por otro lado, vuestro hermano Kuwanan también entrenó con el
Clan del León, y no parece que haya servido de ayuda.
Shizue comenzó a sentirse incómoda cuando la conversación se
desvió hacia un terreno peligroso. Se tranquilizó y dirigió una sonrisa
triste al príncipe. —Me temo que no se necesita ningún
conocimiento especial en nuestro conflicto con los León. Nuestra
posesión de las llanuras Osari es perfectamente legal, y los León
han decidido recurrir a la violencia porque es lo que conocen. Nos
limitamos a tratar de preservar las tierras que el Emperador nos ha
concedido, y a usar la abundancia que nos proporcionan para
cumplir con nuestros deberes hacia el Imperio.
—El Príncipe heredero está a favor de ignorar oficialmente la
cuestión y permitir que vuestros dos clanes diriman la disputa en el
campo de batalla.
El tono de Daisetsu daba a entender que no estaba del todo de
acuerdo con la idea. El hecho de que los príncipes Imperiales
tuvieran opiniones encontradas acerca del conflicto era información
de vital importancia. Tendría que informar de ello a Kakita Yoshi lo
antes posible.
Y sin embargo, escuchar que la relación entre Daisetsu y Sotorii no
era muy diferente de la de Hotaru con Kuwanan... Deseaba poder
decir que lo entendía, pero jamás osaría hablar de las luchas
internas de su familia con un extraño, especialmente con alguien tan
importante.
Con renovada determinación, Shizue redirigió la conversación al
tema en el que Hotaru estaría más interesada. —¿Y qué piensa Su
Majestad?
Su respuesta fue una sonrisa y una risa breve. —¡Me sorprende que
no preguntéis qué es lo que opina mi madre! ¿O simplemente dais
por hecho que favorece a su antiguo clan?
—La Emperatriz Hochiahime es una mujer sabia y gentil —dijo
Shizue con cierto remilgo. Sin embargo, su mala salud no era
ningún secreto, y se rumoreaba que estaría ausente de las
ceremonias y festividades del Kiku Matsuri para recuperarse—.
Nunca hablaría de política imperial delante de los hijos del
Emperador.
Esto arrancó una auténtica carcajada del príncipe, e indicó a los
sirvientes que retiraran las tazas de té. —Ni siquiera habéis
comenzado vuestra historia y ya me he divertido —dijo—. ¿Qué me
habéis traído hoy?
—Su Alteza, hoy os traigo la historia del cortejo de Kakita a la Dama
Doji —Shizue sacó su abanico del obi y lo abrió de golpe—.
Después del primer Campeonato Esmeralda, el Emperador Hantei y
Kakita se habían hecho muy amigos —comenzó.
La historia fluyó a través de Shizue, que la contó con palabras y
gestos rápidos de su abanico: las tres solicitudes imposibles de la
Dama Doji, la larga búsqueda de Kakita, y la sabia anciana
pescadora que le había ayudado.
—“Prometida mía”, comenzó Kakita, “me pedisteis que llevara vida a
la muerte el día de nuestra boda”. De una pequeña bolsa, Kakita
sacó un pedazo de madera envejecida. “Lo encontré en la orilla de
un pequeño pueblo de pescadores, a gran distancia de los bosques.
Lleva muerto mucho tiempo, desde aquel invierno que lo arrancó de
su árbol y lo arrojó al océano. Flotó a la deriva durante estaciones,
seco y sin vida en las lluvias estivales. Sin duda, esto concuerda con
vuestra solicitud”. Mientras un divertido Hantei enarcaba una ceja en
gesto de curiosidad, Kakita sacó un extraño instrumento de cuerda
de su bolsa.
Shizue imitó el gesto, mostrando delicadamente un instrumento
ficticio en sus manos.
—“De un pedazo de madera que encontré, he creado este regalo”.
Con dedos suaves, Kakita entonó una melodía de amor con la biwa,
el primero de estos instrumentos creado en Rokugán. La biwa
entonó notas puras que resonaron por todo el palacio. Dondequiera
que se escuchaba la melodía, la gente se detenía a escuchar con
asombro la hermosura de la composición. Cuando terminó, nadie
pudo discutir que la biwa había cobrado vida. La Dama Doji sólo
pudo asentir con la cabeza.
El cuerpo de Shizue se puso rígido al asumir la personalidad de la
Dama Doji, asintiendo a su audiencia dejando escapar de su gesto
tranquilo tan sólo el más leve indicio de miedo y esperanza. Con
otro cambio de postura, volvió a adoptar la personalidad cordial de
Kakita.
—“En segundo lugar, gentil hija de Amaterasu, me pedisteis que os
dijera lo amplio que es el mundo, y cuánto tiempo llevaría caminar
de un lado al otro. La respuesta a vuestra pregunta no se encuentra
en el viaje, sino en la compañía. Si un hombre despertara cuando
sale el sol sobre el mar y viajara junto a vuestra madre,
seguramente se encontraría al otro lado del mundo cuando ella
buscara descanso en las tierras occidentales”. La sonrisa de Kakita
era amplia y alegre. “Así, como la propia Amaterasu es mi guía, sólo
hace falta un día para recorrer el mundo”. La corte sonrió, y Hantei
tuvo que esforzarse para contener su risa ante tan elocuente
contestación. La Dama Doji se ruborizó levemente como respuesta,
y ocultó su sonrisa tras un abanico rápidamente levantado.
Shizue abrió su abanico y se lo acercó para ocultarse el rostro,
sonriendo en cambio con las cejas.
—Kakita sonrió a Doji y continuó: “Por último, mi señora, me
pedisteis que os trajera un ejemplo de belleza perfecta, una belleza
que no tuviera rival, ni siquiera vos misma. Fue difícil, mi señora,
encontrar la cosa más hermosa de todo Rokugán, pero creo que
puedo mostrárosla”. Con las manos cerradas, extrajo el objeto final
de su bolsa y lo sostuvo ante ella. La Dama Doji se inclinó hacia él
con curiosidad, y Kakita abrió sus manos.
Daisetsu también se había inclinado hacia adelante, y Shizue hizo
una pausa dramática.
—Sostenido cuidadosamente entre los dedos de Kakita se
encontraba un pequeño espejo dorado, situado de forma que la
Dama Doji pudiera ver su propio reflejo. El corazón de la Dama Doji
quedó conquistado por completo. La boda de Kakita y Doji se
celebró de inmediato, y los festejos duraron siete días.
Cuando terminó su narración, Shizue se encontraba exhausta pero
satisfecha: su actuación había sido impecable. Se inclinó una vez
más, y volvió a sentarse en el cojín. Sin embargo, cuando le miró
por el rabillo del ojo, vio que Daisetsu tenía el ceño levemente
fruncido, y su corazón le dio un vuelco.
—Shizue-san, sois tan hábil como dice vuestra reputación —dijo—.
Podía ver los hechos como si hubieran ocurrido delante mío, pero
eso me hizo notar algo de lo que no había percatado antes —se
detuvo para reflexionar sobre sus próximas palabras—. Kakita hizo
trampa. La madera flotante no había vuelto a la vida: era sólo parte
de una biwa, no un árbol vivo.
Nadie se había cuestionado antes una de sus historias. Tampoco
había necesitado nunca defender a uno de los fundadores de su
clan sin insultar a un príncipe Imperial. —Así es, Su Alteza —Shizue
sonrió mientras ordenaba rápidamente sus posibles respuestas—.
Es cierto que el trozo de madera ya no era un árbol vivo. Pero la
historia que Kakita contó, con sus palabras y su música, hicieron
que volviese a la vida a ojos de la Dama Doji.
El príncipe pareció estar dando vueltas a algo en su cabeza. —Así
que la verdad es simplemente lo que uno cree que es.
Shizue no podía rebatir esta afirmación, ya que en Rokugán las
apariencias eran la realidad. Un cortesano arrogante era un marido
perfecto, siempre y cuando su esposa jamás se encontrara con su
infidelidad. Un samurái amante del sake no era un borracho
mientras cumpliera con sus deberes para con su señor.
Al final, no importaba si Satsume había sido asesinado o si
simplemente había muerto.
Todo lo que importaba era lo que Hotaru y Kuwanan creían. Y cada
uno de ellos creía una cosa distinta.
Shizue mantuvo su rostro completamente inmóvil, y se inclinó
profundamente. —Su Alteza es verdaderamente sabio.

Ambición ciega
Por D.G. Laderoute
Publicado originalmente en el pack de dinastía Las lágrimas de
Amaterasu

La mano de Otomo Sorai tembló, y el sake que estaba vertiendo


casi se salió de la delicada taza de porcelana. Bayushi Kachiko
ignoró educadamente la falta de decoro casi cometida.
–Mis más profundas disculpas, Bayushi-dono –dijo, ofreciéndole la
jarra para que pudiese servirle el sake a su vez–. Me temo que la
edad hace que mi pulso sea menos firme que cuando era joven.
–Pero mi señor, habéis aprendido tanto durante vuestra vida. Sería
afortunada si llegase a obtener apenas una fracción de vuestra
sabiduría –Kachiko terminó de servir el sake, pero al coger su copa
el kimono se le resbaló levemente, dejando expuesto un leve atisbo
de su garganta y su hombro. Al otro lado de la mesa, Sorai se tensó,
y los dos cogieron sus tazas.
Mientras bebían en silencio, Sorai, el daimyō de la familia Otomo,
dio un vistazo a la cámara de audiencias de Kachiko y admirando la
severa decoración: un panel shōji en el que se habían pintado
algunas flores de cerezo, un mural con una cita del libro Mentiras,
de Bayushi (“La mejor máscara es no usar ninguna”), en tinta
escarlata bajo el mon Escorpión, y un jarrón rojo colocado sobre una
mesa accesoria de caoba, con un único clavel blanco. Hasta la luz
de los farolillos era de un tono rojizo.
–Y bien, Otomo-dono, deseabais hablar de algo.
–Sí. Siento una cierta… preocupación, relativa a las relaciones entre
los Grandes Clanes.
Kachiko asintió. La familia Otomo, una de las Familias Imperiales de
Rokugán, existía para provocar disensiones entre los clanes, para
evitar que actuasen de forma unida contra el Emperador. Por este
motivo, lo siguiente que dijo fue exactamente lo que no se esperaba
escuchar. –Ah. ¿Estáis preocupado entonces porque sus relaciones
sean excesivamente tensas?
Sorai parpadeó. –En realidad… no. Las relaciones entre los clanes
de la Grulla, el Dragón, el Fénix y el Unicornio parecen ser cada vez
más cordiales. Es posible que se esté formando una coalición.
–Cielos. Eso resulta preocupante. Sin embargo, estoy segura de
que ya habéis ideado una forma de evitar que llegue a suceder.
Sorai se inclinó hacia delante. –Ciertamente. En todos los clanes
involucrados hay cónyuges Otomo en posiciones de relativa
importancia. Su influencia ciertamente… reducirá las probabilidades
de que se produzca una coalición de estas características.
–El Emperador es afortunado de que contéis con semejantes
recursos a vuestra disposición, Sorai-dono –dijo suavemente,
utilizando su nombre propio para resaltar la confianza (y el nivel de
familiaridad) que deseaba manifestar hacia el dignatario Otomo–.
Ahora sé a quién debería pedir ayuda el Clan del Escorpión, en caso
de necesitarla –Kachiko se estiró y ajustó levemente el jarrón en el
que reposaba el clavel– Sorai-dono, el tiempo que pasamos juntos
significa mucho para mí.
Le interrumpió un leve golpeteo en la puerta. –Debe ser urgente –
dijo, con aspecto desilusionado–. Cuando estoy agasajando a
ciertos invitados, sólo se me molesta en caso de que resulte
absolutamente esencial.
La frustración se reflejó en el rostro de Sorai, pero se limitó a asentir.
–Por supuesto. Cualquier asunto de urgencia para la Consejera
Imperial debe tratarse sin dilación –se levantó del cojín y se inclinó
ante Kachiko–. Hasta nuestro siguiente encuentro, Bayushi-dono.
Kachiko se levantó y se inclinó a su vez con una sonrisa. –Lo espero
con ansia, Otomo-dono.
Sorai le dedicó una última, larga mirada, tras lo que fue hasta la
puerta y la abrió. Un hombre vestido con un kimono oscuro
decorado con el mon de la familia Shosuro se hizo a un lado. Al
pasar Sorai le dedicó una profunda reverencia, y luego entró en la
habitación y cerró la puerta. –Dama Bayushi, traigo noticias
importantes –dijo, lo bastante alto como para que lo escuchase el
Otomo, e hizo una nueva reverencia.
Kachiko se ajustó el kimono y dirigió su mirada hacia el clavel.
Takeru había estado observando la flor en secreto, esperando a que
Kachiko hiciese la señal. Esperó un instante más hasta que
estuvieron verdaderamente solos. –Me gustaría escuchar tu opinión
acerca de Sorai, pero debo prepararme para mi visita al Emperador
de esta tarde.
–Por supuesto, mi señora. Sin embargo, hay un asunto que creo
que debería poner ahora en vuestro conocimiento.
–Por supuesto, Takeru-san. Eres mi siervo de mayor confianza.
–Vuestra confianza me honra, Bayushi-dono. Hoy he tenido la
oportunidad de jugar una partida de go con mi amigo, el estimado
embajador Unicornio Ide Tadaji. Su clan tiene la intención de hacer
una solicitud al trono, en la que propondrá una nueva ley por la que
se declararía ciudad Imperial a Toshi Ranbo. Esto evitaría que fuese
atacada por ningún clan que careciese de la aprobación Imperial
oficial.
–Interesante. ¿Y cuál sería el pretexto?
–La preocupación por el pueblo llano de Toshi Ranbo, que lleva
muchos años sufriendo conflictos. El Clan del Unicornio desea
aliviar su sufrimiento.
–Qué compasivo por su parte. Y supongo que los Unicornio desean
el apoyo de nuestro clan.
–Ciertamente, Dama Bayushi. El embajador Unicornio afirma contar
ya con importantes apoyos, pero el respaldo del Clan del Escorpión
sería… muy beneficioso. Le recomendé entrevistarse con el
Campeón del clan en referencia a este asunto.
Kachiko asintió. –Muy bien. Bueno, si eso es todo, debo prepararme
para encontrarme con nuestro glorioso Emperador.
–Por supuesto, mi señora –dijo Takeru, inclinándose profundamente.
Kachiko se entretuvo un poco después de que se marchase. Era
cierto que tenía muchas cosas que hacer antes de entrevistarse con
el Emperador, pero la información de Takeru podía cambiar la
situación. La preocupación del Clan del Unicornio por el bienestar de
los granjeros heimin era encantadora, pero predecible. Sin embargo,
seguro que eso no era todo.
Dirigió su mirada al sake que había tomado con Sorai.
Las relaciones entre los clanes de la Grulla, el Dragón, el Fénix y el
Unicornio parecen ser cada vez más cordiales.
La valoración que el anciano había hecho de la situación era
correcta. Irrelevante en la importancia que creía tener en ella, pero
correcta a pesar de todo.
…no se debe permitir ninguna alianza importante entre los Clanes
de la Grulla y el Unicornio, había dicho a su esposo la última vez
que se habían reunido en los Jardines Imperiales.
Y a pesar de ello, resultaba evidente que los Unicornio estaban
tratando de hacer algo en beneficio del Clan de la Grulla, que
ocupaba Toshi Ranbo en la actualidad a pesar de los intentos León
por expulsarlos. Con la ley que proponían los Unicornio el control
Grulla de la ciudad, así como la validez de su derecho sobre ella, se
verían fortalecidos de forma dramática.
¿Qué sacaba de todo aquello el Clan del Unicornio? Si se negaba
Toshi Ranbo al Clan del León, lo más probable era que lanzasen
todo su poderío militar contra los Unicornio, simplemente por
frustración y deseos de venganza…
–Ah… por supuesto.
Lo más probable era que el fracasado matrimonio de Shinjo
Altansarnai con un miembro del Clan del León desembocase de
todas formas en una guerra. Y aunque el apoyo militar Grulla podría
resultar de utilidad para el Clan del Unicornio, su apoyo en la Corte
Imperial a la hora de mitigar el escándalo político provocado por la
ruptura del compromiso matrimonial de la Campeona Unicornio
podría resultar más potente que toda una legión de bushi. Esto
costaría al Clan de la Grulla una parte de su menguante reserva de
capital político, pero merecería la pena si con ello solidificaba su
posición en Toshi Ranbo.
Kachiko siguió los hilos de los distintos peligros y oportunidades,
una telaraña de posibilidades que se extendían a partir de la petición
Unicornio…
…el Clan del Unicornio, en guerra con el Clan del León, desvía su
atención del comercio de opio en Ryokō Owari Toshi…
…el Clan del Fénix, enfurecido por el uso Unicornio de magia gaijin
y fortalecido por la boda de Isawa Kaede con su nuevo Campeó, se
alía con el Clan del León, lo que debilita su alianza actual con el
Clan de la Grulla…
…el Clan de la Grulla, envalentonado en las cortes, aumenta su
influencia política—
Doji Hotaru, su perfecto rostro enmarcado por delicado cabello
blanco e iluminado con una bella sonrisa… sus manos sobre las de
Kachiko, fuertes, pero al mismo tiempo suaves y cálidas…
Los ojos de Kachiko se entrecerraron al mirar al clavel.
…no se debe permitir ninguna alianza importante entre los Clanes
de la Grulla y el Unicornio.
Kachiko salió de forma abrupta de su cámara de audiencias. Un
sirviente aguardaba cerca de la entrada, esperando para limpiar la
habitación. Se detuvo y lanzó una mirada feroz al hombre, que se
inclinó hasta tocar el suelo con la frente.
–El bienestar de los plebeyos –saltó–. ¿Por qué le importa siquiera a
los Unicornio?
El sirviente no dijo nada, por supuesto, y Kachiko continuó su
camino.
***
Bayushi Kachiko se detuvo fuera del templo de Hantei-no-Kami. Se
encontraba sobre un largo puente que descansaba sobre los
hombros de una serie de parejas de estatuas, cada una de ellas
esculpida a la imagen de un Emperador de antaño. Nenúfares y
flores de loto salpicaban la tranquila superficie del agua. Aquí, en la
Ciudad Prohibida, el corazón Imperial de Otosan Uchi, no existían el
ruido y el bullicio de las calles cercanas. La serenidad envolvía el
templo como un manto sedoso, motivo por el que el Emperador lo
utilizaba para escapar de las tensiones de la Corte Imperial.
Su deber consistía en llevar los asuntos de la corte hasta el
Emperador. Y eran apremiantes.
Kachiko continuó, respondiendo a las inclinaciones de los miharu, la
guardia de honor Seppun, que flanqueaban la entrada del templo.
Un joven asistente Miya la llevó por el interior del templo, que
resultaba sorprendentemente pequeño y austero para su venerado
propósito. Se detuvieron frente a una sencilla puerta de madera
flanqueada una vez más por otros dos atentos miharu. El Miya corrió
la puerta y dio un paso atrás.
Kachiko entró, se puso de rodillas y presionó su frente contra la
madera pulida del suelo en un único movimiento.
–Levántate, Kachiko-san –dijo una voz suave–, y ven a tomar el té.
Kachiko se levantó de nuevo y se situó frente a su interlocutor, su
Augusta Majestad Imperial, Hantei XXXVIII, Emperador de Rokugán.
–Será un honor para mí, majestad –dijo, situándose frente al
Emperador en una pequeña mesa en la que había un juego de té y
un tablero de go. Como siempre, le sorprendió la austera simplicidad
de la habitación: la mesa, un par de cojines confortables, y tres
paneles shōji sin adornos. Sabía que al Emperador le gustaba huir
de la pompa y ceremonia que le rodeaba en cada movimiento, pero
esto resultaba parco incluso para sus gustos reservados. Hasta su
ropa era simple: un kimono verde con el crisantemo del mon
Imperial bordado en oro.
Kachiko examinó el tablero de go mientras un sirviente servía té. El
tablero mostraba una partida a medias.
–Dime, Bayushi-san –dijo el Emperador al advertir su interés–,
¿cómo crees que se resolverá esta partida?
Kachiko estudió la colocación de las piedras –Suponiendo que
ninguno de los jugadores cometa un error, y una colocación óptima
de sus piedras… después de colocar la sexta piedra, el jugador
blanco tendrá una ventaja insuperable.
El Emperador asintió –Estoy muy de acuerdo. ¿Qué tienes hoy para
contarme, Bayushi-san?
Kachiko comenzó a discutir diversos asuntos de la corte con el
Emperador, todos ellos importantes, pero ninguno vital. El
Emperador escuchó, comentando de forma ocasional o haciendo
preguntas para luego, en caso de ser apropiado, tomar una
decisión. Cuando llegó a la cuestión de las tensiones León y Grulla
alrededor de Toshi Ranbo, y a la muerte del Campeón del Clan del
León, el Emperador frunció el ceño.
–Una situación desventurada. Ya ha costado la vida a muchos
samuráis leales.
Kachiko esperó a que el Emperador continuase, y lo hizo, pero para
hablar de otras cuestiones. La petición Unicornio podía ser
apremiante, pero no se encontraba preparada para presentarla ante
el Emperador… no hasta haberlo hablado con Shoju.
Continuaron su discusión, y Kachiko estudió al Emperador como si
estuviese viéndolo por primera vez. El hombre llevaba en el Trono
Crisantemo casi tanto tiempo como ella llevaba viva. Era, por
definición, divino: un vástago de Tengoku, los Cielos Celestiales.
Podía trazar su linaje hasta la mismísima Dama Sol. A pesar de todo
su pragmatismo, Kachiko nunca había dudado este hecho. Pero por
segunda vez en el día de hoy, sus pensamientos retornaron a la
conversación que había mantenido con Shoju en los jardines,
después de que su esposo mencionase al Kami Hantei, el primer
Emperador.
A lo largo de los años se han sucedido muchos emperadores
Hantei, dijo Kachiko. Y ninguno de ellos había disfrutado del favor
de los Cielos de forma tan clara como el primero. Y este, el
trigésimo octavo…
Shoju la detuvo, y evitó que dijese en voz alta lo que había tenido
intención de decir: este, el trigésimo octavo, puede que haya perdido
por completo el favor de los Cielos.
Blasfemia. Traición. Y sin embargo… si el Emperador había sido
infundido con el poder de Tengoku, ¿por qué se encontraba tenso y
cansado? ¿Por qué su cabello se volvía gris? ¿Por qué le fallaba la
vista de tal forma que había que escribirle los documentos en letra
cada vez más grande?
–¿Algo más, Bayushi-san? –preguntó el Emperador.
Kachiko se dio cuenta de que se había hecho el silencio, y asumió
una apariencia pensativa.
–Sí, majestad. Yasuki Taka-dono ha solicitado una audiencia en
privado con vos. Aboga por un mayor apoyo Imperial para el Clan
del Cangrejo, de forma que potencie sus defensas en la Muralla del
Carpintero.
El Emperador suspiró. –Se dedicará a parlotear sobre jade, arroz y
enviar a las Legiones Imperiales. ¿No podemos simplemente
acceder a su solicitud?
–Podríamos, su majestad, si no fuese por la escasez que hay en
todo el Imperio. El Clan de la Grulla, que normalmente contaría con
importantes excedentes de arroz, continúa sufriendo las secuelas
del daño provocado por el tsunami en sus campos de cultivo. Esta
escasez hace que no contemos con excedentes para paliar ninguna
posible carestía adicional. Y en lo que se refiere al jade, las minas
existentes se encuentran casi agotadas, y no se han descubierto
minas nuevas capaces de sustituirlas.
El ceño del Emperador se frunció aún más.
… este, el trigésimo octavo, puede que haya perdido por completo el
favor de los Cielos.
–Y entonces, ¿qué sugieres que le diga? –le preguntó finalmente el
Emperador.
Kachiko consideró la pregunta, pero su vena política avistó una
oportunidad. –Su majestad, me atrevería a sugerir que el señor
Yasuki podría reunirse con un delegado para esta cuestión. Esto os
evitaría tener que tratar asuntos tan… específicos. Me gustaría
sugerir a Kakita Yoshi-dono. Entrevistarse con el Canciller Imperial
otorga a la cuestión el peso de la Corte Imperial.
Kachiko aguardó. El peso de la Corte Imperial no significaría nada
para Taka, que simplemente se enfadaría al no entrevistarse con el
Emperador en persona. Pero si no se le podían dar buenas noticias,
no sería mala idea que fuese Yoshi el que se lo comunicase. Y
cualquier cosa que mantuviese ocupado al Canciller reduciría las
posibilidades de que interfiriese en otras cuestiones…
–Muy bien –dijo el Emperador–. El Canciller se reunirá con Taka.
¿Alguna cosa más?
–Sí, su majestad –continuó–. La última cuestión es la del Campeón
Esmeralda.
–Sí, Bayushi Shoju comentó el asunto ayer durante la cena. Esta fue
nuestra partida de go –El Emperador dedicó una penetrante mirada
a Kachiko–. Jugó con blancas.
¿Le había molestado la partida al Emperador? Tendría que ajustar a
este hecho lo que iba a decir a continuación. Antes de que pudiese
responder, el Emperador hizo un gesto despectivo con la mano.
–Me he acabado acostumbrando a que Shoju me derrote, mi
señora. En lo que respecta al Campeón Esmeralda, es un asunto de
gravedad. Su procesión funeraria no se va a olvidar con facilidad.
–Efectivamente, el Imperio entero continúa llorando su pérdida. Pero
a lo que me refería era al puesto de Campeón Esmeralda. El cargo
debería cubrirse lo más pronto posible. Demasiados asuntos
polémicos afectan al Imperio como para dejarlo vacante.
–Básicamente lo mismo que dijo Shoju.
–Nuestros pensamientos al respecto son similares. Por este motivo,
os recomiendo elegir de inmediato un nuevo Campeón Esmeralda,
que se haga cargo del puesto de forma provisional hasta que se
pueda celebrar el torneo para determinar a un titular permanente.
Me atrevería a recomendar para el puesto a Bayushi Aramoro, el
estimado hermano de Bayushi Shoju.
–Recomiendas a un Escorpión. Qué sorpresa.
Kachiko esbozó una mueca de auto desprecio. –Soy consciente de
que mi recomendación es difícilmente imparcial. Sin embargo,
gracias a las Fortunas, en la actualidad el Clan del Escorpión no se
encuentra involucrado en ninguno de los complejos y exigentes
problemas que distraen a otros clanes. El Clan del Cangrejo
necesita a todos y cada uno de sus soldados en la Muralla. Los
León y los Grulla están siendo consumidos por sus desavenencias
en relación a Toshi Ranbo, y deberían resolverlas antes siquiera de
pensar en adoptar una posición respecto al resto del Imperio.
Aramoro, sin embargo, sería capaz de actuar con la objetividad y
perspectiva general que exige el puesto
–Resulta inusual elegir a un nuevo Campeón Esmeralda. Es
costumbre decidir su titularidad mediante el campeonato.
–Inusual… pero no sin precedentes. Hantei III lo hizo, que su alma
se mantenga en la gloria de los Cielos. Es cierto que las
circunstancias eran diferentes, ya que el anterior cometió seppuku
como protesta y murió por su propia mano para no llevar a cabo una
ejecución, pero la necesidad del Imperio no era mayor que ahora, y
puede que fuese menor.
El Emperador observó el tablero de go. Kachiko aguardó, con la
mirada también en la partida. Muchos consideraban el go un
ejemplo de pensamiento táctico, pero en opinión de Kachiko el juego
describía con mayor precisión el comportamiento de la gente.
Conociendo tan bien como conocía a los dos jugadores de esa
partida, podía predecir con facilidad el resultado más probable. De la
misma forma que Shoju se encontraba a seis movimientos de la
victoria, su experiencia con el Hantei le decía que su sucesión de
movimientos cortesanos debería acabar con Aramoro siendo
nombrado nuevo Campeón Esmeralda. Y una vez hubiese obtenido
el puesto en funciones, no debería resultar difícil convertirlo en
permanente…
–No.
Kachiko levantó la vista de la partida.
–No –repitió el Emperador–, el nuevo Campeón Esmeralda será
elegido utilizando el método tradicional, el campeonato, no por
nombramiento directo. Puedes informar al honorable Heraldo
Imperial para que comience con los preparativos necesarios.
Kachiko se le quedó mirando. Estuvo a punto de negar con la
cabeza.
Suponiendo que ninguno de los jugadores cometa un error, y una
colocación óptima de sus piedras…
Esto no era ninguna de las dos cosas.
–¿Tienes alguna pregunta, Bayushi-san?
En la mente de Kachiko se agolpaban una docena de escenarios.
Finalmente, dijo: –No, su majestad. Vuestra sabiduría, vuestra
voluntad.
Al salir del templo de Hantei-no-Kami, Kachiko se detuvo de nuevo
sobre el puente. Esta vez no miró a las plantas en flor, ni al agua,
sino que miró a las estatuas que soportaban el arco formado por el
puente. Dieciocho parejas de estatuas, los primeros treinta y seis
Emperadores de Rokugán. Cuando el actual Emperador falleciese,
se rediseñaría el puente para hacer sitio para su estatua, así como
la de su padre y predecesor.
Pero a lo que me refería era al puesto de Campeón Esmeralda. El
cargo debería cubrirse lo más pronto posible. Demasiados asuntos
polémicos afectan al Imperio como para dejarlo vacante.
Pero eso era exactamente lo que el Emperador había decidido
hacer. Había llevado a cabo un movimiento completamente
inesperado. Un movimiento poco característico. Incluso se podría
decir que un error, que volvería caótica la partida. Necesitaría
plantearse cuál sería su movimiento de respuesta.
Durante un momento, Kachiko miró al lugar en el que se alzaría la
estatua de Hantei XXXVIII, una vez falleciese. Luego se giró y se
dirigió de vuelta hacia el Palacio Imperial, a paso lento pero
decidido.
Servicio y sacrificio
Por Mari Murdock

Ikoma Ujiaki vadeó el caudaloso río de bushi, cortesanos y


shugenjas León que abarrotaban la casa de sake. Los aromas de
vino y perfume permeaban el aire mientras las sirvientas corrían de
una mesa a otra, inclinándose después de entregar las vasijas de
porcelana. Ujiaki divisó a una solitaria samurái acurrucada en un
rincón, su rostro vacío de expresión indudablemente una máscara.
Se arrodilló sobre el cojín junto a la mesa baja, colocándose frente a
ella, y le dedicó una educada inclinación de cabeza como disculpa
por su intromisión.
—Akodo Matoko-san —dijo aclarándose la garganta, mientras
observaba la mesa abarrotada de botellas vacías como si fuesen
cadáveres en un campo de batalla—. Parecéis... ausente de los
festejos. ¿Os preocupan los esponsales de Akodo-ue que se
celebrarán mañana?— ¿O tal vez los teméis?
La senséi retirada no contestó, sino que se limitó a apretar los
dientes. Ujiaki siguió su mirada hacia la botella de sake situada
entre ellos: estaba decorada con dibujos de pequeñas grullas que
rodeaban el kanji que significaba "gracia". Indicó a la sirvienta que
se acercase a su mesa.
—Hatsuko —gruñó el hombre, pero evitó la grosería de señalar la
botella—. Una botella distinta. Ahora.
Creyó ver en los labios de la sirvienta el atisbo de una sonrisa
traviesa, pero la inocencia instantánea de su disculpa ahogó el
sentimiento. —Mis más profundas disculpas, Ujiaki-sama. Ruego el
perdón de nuestro estimado cliente del Clan del León. Traeré una
botella digna de vos y de vuestro invitado.
—¿Estimado? —Matoko se rio, su voz llena de un humor reticente,
mientras Hatsuko se llevaba la botella y traía una nueva carente de
decoraciones.
Ujiaki se envaró, pero mantuvo a raya sus emociones. —Los
diplomáticos frecuentan estos establecimientos para discutir
estrategias. El buen sake es un potente lubricante para las
negociaciones.
—Ah, por supuesto —respondió Matoko, golpeteando con sus
fuertes dedos sobre la mesa—. Yo tengo mi campo de batalla, vos
tenéis el vuestro.
—Efectivamente —Ujiaki se acarició la enmarañada barba hasta
alisarla. No había esperado tal condescendencia de ella, pero dio
con las palabras adecuadas para lanzar el contraataque adecuado
— ¿Y cómo va vuestra batalla personal, Matoko-san? En este
momento no se habla de otra cosa en la embajada León. He oído
que vuestro esposo, Daidoji Utsugiri, os ha abandonado para unirse
al ejército Grulla. Espero que sus acciones no se hayan ganado
vuestra simpatía en nuestra rencilla contra los Grulla.
El rostro de Matoko se endureció ante su asalto. La luz de la linterna
proyectó sombras en las arrugas de remordimiento en la comisura
de sus labios, aunque el sentimiento se vio rápidamente ahogado
por la cólera. Ha bebido demasiado sake como para poder controlar
sus emociones.
—Ujiaki-sama, he jurado lealtad al Clan del León... a Akodo Toturi-
ue. Y los actos de mi ex esposo no son de vuestra incumbencia.
—Al contrario —presionó Ujiaki, manteniendo su ímpetu—. Los
conflictos militares definen mis relaciones en la corte. La guerra nos
convierte a todos en enemigos de amigos y familiares. Supongo que
es natural que queráis que nuestro clan dude en lugar de aplastar a
aquellos que desearían poder insultarnos con impunidad.
Matoko se puso en pie de un salto, lista para desenvainar su arma,
pero se contuvo mientras los demás clientes la miraban de reojo. Se
sentó de nuevo con lágrimas de vergüenza. —Ese ha sido un golpe
de cobarde, Ujiaki —siseó antes de aferrar otra taza de sake lo
bastante fuerte como para romper el pequeño recipiente de
porcelana.
Ujiaki sonrió ante la victoria. —Sí, perdóname, Matoko-san —le
sirvió otra ronda—. Todos vivimos y morimos por el Clan del León a
nuestra manera —murmuró, como si intentara convencerse a sí
misma—. Sacrificaremos lo que sea necesario en nombre del honor.
—Sí. Lo has hecho. La separación de tu esposo es muestra más
que suficiente de los sacrificios que has hecho por lealtad a nuestro
clan —Ujiaki estudió la habitación una vez más, asegurándose de
que no les estuvieran escuchando antes de continuar—. Ojalá otros
se empeñaran en declarar su lealtad de forma tan rápida como tú.
Hay algunos de los nuestros que aún... aprecian sus vínculos con
los Grulla, incluso ante su traición.
Matoko frunció el ceño. —¿Estás hablando del Señor Toturi?
Mientras la mujer trazaba el camino que había dejado para ella,
Ujiaki volvió a acariciar su barba. —Pero, por otra parte, puede ser
difícil para amigos de la infancia crecer y distanciarse por el bien de
su clan —continuó, evitando aún nombrar directamente a Toturi—.
Tal vez el lugar al que pertenezca sea un monasterio Asako. De
todas formas, es más Fénix que León... un filósofo vacilante
resultaría perfecto para un clan de bibliotecarios pacifistas.
—Toturi-sama es nuestro líder —insistió Matoko, demasiado
achispada para seguir las sutilezas de la trampa verbal de Ujiaki—.
Estas disputas internas sólo debilitan a nuestro clan. Debemos
superarlas. Debería contar con nuestro apoyo en su nuevo cargo de
Campeón. Déjalo que se convierta en el líder en que debe
convertirse.
—Ojalá hubiera tiempo para tener paciencia —se lamentó Ujiaki—.
Pero una guerra en ciernes requiere acción inmediata. Lealtad.
Servicio. Sacrificio. De todos nosotros. Como el tuyo.
Matoko miró más allá de él, hacia la joven Mikiu que se encontraba
a varias mesas de distancia. La hija de Matoko se reía junto a una
multitud de jóvenes bushi. La joven militar acababa de superar su
gempukku, y la nube de sus presentes problemas familiares había
desaparecido entre la camaradería de sus nuevos compañeros. Tras
observar la felicidad en el rostro de su hija, la senséi retirada
sacudió la cabeza y exhaló con dificultad.
—Creo en Toturi-sama, Ujiaki-san. Nuestro honor proviene de la
obediencia: A nuestro Emperador y a nuestro Campeón. Haríamos
bien en recordarlo.
Ujiaki ocultó una mueca bajo una sonrisa amistosa y se inclinó ante
ella: el punto muerto al que habían llegado en la discusión le picaba
como si fuera una incómoda gota de sudor. Continuaron en silencio
hasta que de repente Hatsuko disipó la tensión al traer una bandeja
de nuevas botellas.
—Lamento que el sake no os siente bien. Nuestro ilustre dueño me
ha indicado que os sirva nuestro koshu casero. Lo guardábamos
para los festejos del torneo del Campeonato Esmeralda, pero es
posible que sea del gusto de nuestros fieles comensales del Clan
del León —antes de marcharse a servir otras mesas dejó varias
botellas.
Por supuesto. —El Campeonato Esmeralda —se rio entre dientes.
¿Cómo es posible que no lo hubiera visto antes?
Matoko cogió la taza, con la suspicacia dibujada en el ceño. —
¿Hm?
El cargo de Campeón Esmeralda era el honor más grande que el
Emperador podía otorgar a un clan... y llevaba aparejado el favor del
Hantei.
Ujiaki sonrió. Obviamente participaremos en el torneo, y nuestro
clan cuenta con muchos de los guerreros y magistrados más fuertes
y experimentados. Pero hay alguien que necesita una oportunidad
para demostrar su valía. Alguien al que no se echaría de menos
durante sus constantes viajes por el Imperio...
***
El rostro de Akodo Toturi onduló sobre la superficie de la fuente de
ablución. Arasou. Hotaru. Tsuko. Y ahora el Campeonato
Esmeralda.
Destruyó su reflejo al hundir el cucharón de cobre en la pila y sacar
agua fría que se echó sobre las manos para purificarlas.
Y Kaede, mi prometida.
Cada uno de ellos era una ola que se extendía por todo el Imperio, y
que pronto volverían, como las ondulaciones que rebotaban en los
muros de piedra de la fuente.
—Ah, Akodo-ue. Llegáis bastante temprano —el largo cabello
blanco de Akodo Kage se derramaba por sus hombros sobre un
inmaculado kimono negro sujetado con un hakama marrón y dorado.
El sol brillaba contra sus ojos, arrugados pero penetrantes, y sonrió
cálidamente mientras se acercaba— ¿Nervioso el día de vuestra
boda?
Toturi asintió. Su anciano maestro sin duda poseería la sabiduría
que necesitaba. —No parece el día de la boda. Tengo demasiadas
cosas en la cabeza.
—¿Qué os preocupa?
Toturi respiró hondo antes de levantar la mirada hacia las ramas de
un ciruelo rojo, cuyas hojas se agitaban en la brisa como manos
ensangrentadas. —Arasou.
Kage no parecía sorprendido.
Toturi continuó. —Debería haber estado aquí, aceptando a Kaede
en nuestra familia, a mi lado. Siempre bromeaba conmigo sobre
Kaede, y ahora ha llegado el día en eso sería verdaderamente
importante.
—Hotaru, ella...
Toturi se quedó sin palabras, y Kage pareció satisfecho con permitir
que el silencio invadiera su conversación. El viento cálido movió las
hojas suavemente, como el murmullo de los espíritus.
¿Qué es lo que harás?
Todavía no había hablado con Hotaru desde aquel día... ni siquiera
la había visto. No tenía forma de saber si aún estaba en Toshi
Ranbo, o si ya había vuelto a la Capital Imperial.
—Me pregunto si me enfrentaré a ella en el Campeonato
Esmeralda. O puede que con su tío, Kakita Toshimoko, el que
posiblemente sea el duelista más famoso de todo Rokugán.
¿Cómo podría derrotar a la Grulla Gris, si era él a quien Hotaru
elegía para competir? Y si por algún milagro llegara a ganar, Toturi
se enfrentaría a preguntas aún mayores.
La capilla se oscureció cuando una nube de lluvia ocultó el sol, y los
cielos temblaron como si estuviera tan convulso como sus
pensamientos.
—Pensé que era sólo Tsuko, pero ahora... parece que intentan
desterrarme a la corte. Cada día que no declaro una guerra abierta
contra los Grulla, el abismo entre las facciones emergentes de
nuestro clan se va haciendo más profundo.
—Lo peor de todo esto es que todos los senderos están despejados.
Simplemente hay... demasiados.
Kage se rio cortésmente y golpeó la frente de Toturi con su abanico.
—Toturi-kun, vuestra mente siempre ha sido un laberinto.
—Es mi maldición.
—Nunca —se rio Kage—. Arasou siempre os decía que pensáis
demasiado, pero es por eso por lo que él se encuentra donde está y
vos estáis aquí.
Toturi frunció el ceño y sus hombros se envararon ante el
comentario, pero la astuta sonrisa de Kage insinuaba la lección
oculta tras sus palabras.
—Toturi-kun —continuó Kage— ¿Recordáis cuando conocisteis a
Isawa Kaede? Su padre la trajo con él al castillo Akodo para
negociar los últimos detalles de vuestro compromiso. Teníais
alrededor de ocho años, puede que nueve.
—Tenía ocho años. Lo recuerdo porque Arasou acababa de cumplir
seis años.
—Ja, vuestra memoria es la más afilada de las espadas. Vos y
Arasou estabais pescando con lanzas en el estanque del jardín,
para consternación de los criados, y que se os uniese una pequeña
y extraña chica Fénix resultó una experiencia de lo más curiosa. La
pobre dama Kaede no sabía nada de pescar, y Arasou se rio de ella.
Le dijo que él sería capaz de pescar diez antes de que ella pudiese
pescar tan siquiera uno.
—Simplemente estaba haciendo gala de su orgullo León. Padre le
enseñó a ser más fuerte, rápido y temible que los miembros de
cualquier otro clan.
—Tal vez, pero por algún motivo vos no aprendisteis esas lecciones.
No visteis a un rival en Kaede. Visteis a un joven pájaro que
aprendería a volar por los cielos, no a un cachorro de león que
pudiese cazar y luchar. También visteis a una niña triste que tal vez
no podría pescar ni un solo pez antes de que Arasou capturase sus
diez. ¿Recordáis lo que hicisteis?
—La ayudé a pescar uno.
—Hicisteis más que eso, Toturi-kun. Le gritasteis a Arasou:"¡Allí veo
un pez enorme!" y él se lanzó hacia el extremo posterior del
estanque como un caballo desbocado. Sus chapoteos asustaron a
todos los peces en dirección a Kaede, y ella logró ensartar uno.
—Había un pez enorme. No estaba mintiendo. Arasou incluso lo
pescó.
—Lo hizo, pero fuisteis vos el que hizo que ocurriera. Y lo que es
más importante, ayudasteis tanto a Arasou como a Kaede a coger
peces.
Toturi recordó a Kaede y a Arasou de pequeños, sonriendo... Arasou
con una risa arrogante con una trucha inmensa y Kaede llena de
una alegría inocente aferrando un delicado espinoso.
—Vuestro hermano tenía su puesto. Cumplió bien su papel. Era un
guerrero poderoso y enérgico que encabezaba las cargas y derramó
suficiente sangre como para ser el más feroz y formidable Campeón
del Clan León de todos los tiempos. Sin embargo, siempre se centró
únicamente en la tarea que tenía entre manos, en un único objetivo.
De la misma manera, vos tenéis vuestro puesto. No os limitáis a ver
un único pez a la vez, sino el estanque, la costa y el pescador que
hay en él. Para vos, la situación se ramifica mucho más allá de un
único sendero, más allá de la batalla actual, hasta las docenas de
ramificaciones posteriores. Vuestra perspectiva trasciende a las
disputas entre clanes, a la venganza, a la rabia y a los errores
insensatos.
Kage cruzó los brazos sobre su pecho como siempre hacía antes de
terminar una lección. —Hay quienes pueden lanzarse contra un
único pez y cogerlo, y luego hay unos pocos como vos, capaces de
ver dónde debe estar una persona para obtener logros aún
mayores. Por eso os eligieron a vos. Y esta es la razón por la que
podéis ser el mejor Campeón Esmeralda posible para el Imperio.
El recuerdo destelló durante un último instante en la mente de Toturi
antes de desaparecer. El amable anciano asintió con la cabeza,
como siempre lo había hecho en tiempos difíciles. Toturi se inclinó
ante Kage. —Gracias, senséi. Vuestra sabiduría me ha guiado de
nuevo por el camino correcto.
Kage soltó una risa envejecida pero fuerte. —No mintáis, Toturi-kun.
El camino correcto siempre ha estado ante vos. A veces es
necesario un empujón para dar los primeros pasos. Ahora id y unid
vuestra vida con la del joven pájaro que se ha convertido en una
brillante ave fénix. Y recordadle a Kaede que se ha quedado con el
hermano amable.
Toturi se inclinó por última vez antes de adentrarse entre los árboles
de sakaki donde comenzaría la procesión nupcial. Los nervios
hacían que le temblasen las manos, y que pareciese que su
estómago estaba lleno de piedras.
Esta boda es tan inoportuna. Demasiado pronto después del funeral
de Arasou, durante mi lucha de poder con Tsuko y los demás, al
borde de la guerra... Quizás deberíamos haberla pospuesto....
Pero es demasiado tarde.
Ikoma Ujiaki, Akodo Matoko, y el resto del contingente Imperial del
Clan del León se unieron a él.
Las campanas del templo comenzaron a repicar, como anunciando
este momento y todos los cambios que traería consigo.
Isawa Kaede entró en el patio del templo llevando un fluido kimono
de color blanco con remates rojos y flores, hojas y pájaros con vetas
carmesíes. Un tocado nupcial adornado con un ave fénix dorada
cubría su oscuro cabello, del que colgaban hileras de perlas a cada
lado de su rostro.
Junto a ella caminaba su padre y su señor, Isawa Ujina, el Maestro
Elemental del Vacío. Un joven bushi la seguía, con aspecto de estar
completamente perdida, y entonces la reconoció: la había visto en el
dōjō de la Escuela de Mando Akodo, y la distintiva empuñadura de
Ofushikai era un detalle imposible de obviar.
Kaede se inclinó ante Toturi, ofreciendo una sonrisa elegante y
nerviosa antes de volverse hacia las cercanas doncellas del templo.
La vista de Toturi permaneció un último instante centrada en su
prometida. Observó la facilidad con la que seguía la etiqueta del
templo, con la que cumplía sus obligaciones sociales, y con la que
mantenía la nobleza de la ocasión. Podría trabar amistad fácilmente
con una decena de invitados antes de que él se ganara la buena
opinión de uno.
Tengo suerte de que sea ella. No me merezco una esposa
semejante.
Ocupó su lugar al lado de Kaede, y la procesión atravesó las
puertas hasta la zona exterior de la capilla.
Se detuvieron ante un brasero en llamas, y todos se inclinaron al
acercarse un shugenja ataviado de bermellón con una rama de
cerezo larga y en flor. Entonó un canto a los kami, y su voz pura les
rogó que otorgasen su bendición a esta unión. Toturi miró a Kaede.
Estaba tranquila, perdida en el espíritu del canto. Al sentir la
presencia de los kami, sus ojos se llenaron de una suave luz.
La calidez de la comunión suavizó su rostro, y Toturi se dio cuenta
de que seguía pudiendo ver huellas de aquella niña de antaño, que
ahora había florecido en una belleza adulta.
A instancias del shugenja, Toturi recitó el voto ceremonial. —Seré tu
marido. Te honraré y te aceptaré en mi casa. Te protegeré y
proveeré para ti, esposa mía.
Las doncellas del templo trajeron tres tazas de sake purificado.
Toturi sorbió de cada una de ellas antes de ofrecérselas a Kaede. A
continuación, el sacerdote tiró la rama de cerezo ante sus pies,
murmurando una oración para encenderla como ofrenda final a los
kami. Mientras las llamas consumían la madera, Toturi tendió su
mano a Kaede, que ella tomó con ternura en la suya, y entrelazaron
sus dedos. Su piel era cálida. El shugenja hizo una oración final de
bendición, y cayó un torrente de pétalos de cerezo de las arboledas
circundantes. La oración terminó, y la novia y el novio quedaron
convertidos en uno.
El sacerdote se inclinó ante ambos, y Toturi y Kaede se separaron
para reencontrarse con sus respectivos clanes antes de la
recepción. Toturi sintió como sus pulmones se aflojaban, y suspiró,
como si de repente pudiera respirar de nuevo. Se dirigió hacia su
clan para encontrarse con las tupidas cejas de Ikoma Ujiaki, que
apenas lograban disimular la forma en la que fruncía el ceño tras el
resto de los representantes León, todos ellos gloriosamente
engalanados para la ceremonia.
Nuestro clan necesita unidad, aunque para ello sea necesario que
yo me quede apartado. El cisma puede resolverse si me convierto
en Campeón Esmeralda y delego el liderazgo del clan en alguno de
mis subalternos. Quizás entonces podamos apartarnos de la guerra,
y ellos se considerarán partícipes de la decisión.
El Clan del León no puede pagar el precio de la guerra. Rokugán no
puede permitirse una guerra en este momento.
Se abrió paso a través de miles de felicitaciones de todos los que le
rodeaban antes de regresar y ver a Kaede y su familia acercarse a
él. Se había quitado el kimono blanco exterior y ahora estaba
completamente vestida de marrón y oro, con el mon de un león
bordado en dorado en el obi.
—Esposo mío —llamó. ¿Acaso podía percibir un atisbo de felicidad
en su voz?— ¿Nos dirigimos al palacio para la fiesta de
celebración?
Él asintió, y le ofreció su brazo. Kaede posó su mano en el brazo y
los dos guiaron a la comitiva desde la capilla. El peso de su mano le
reconfortaba.
Nuestro matrimonio es una unión, una ofrenda de paz para las
relaciones entre los clanes del León y el Fénix, pensó. Ya no soy un
sólo hombre, un único soldado. Debo mirar más allá de mí mismo
para ver la perspectiva general.
Levantó la vista del Camino de las esperanzas rápidas hacia el
Palacio Imperial, que brillaba bajo el sol de la mañana.
Debo estar dispuesto para servir a todo Rokugán.

Una diferencia de iluminación


Por Annie VanderMeer Mitsoda
Publicado originalmente en el pack de dinastía Por el honor y la
gloria
Yasuki Taka se mantuvo quiero y con el ceño fruncido mientras los
sirvientes se arremolinaban a su alrededor como lavanderas,
alisando, entremetiendo y apretando su vestimenta. No se debe
mirar mal a alguien que sólo cumple con su deber, igual que hacía
él, pero el pesado hoeki no hō de seda que le estaban poniendo
sobre las demás capas de ropa formal era la gota que colmaba el
vaso.
–Os agradezco vuestros esmerados cuidados, pero ya debería ser
suficiente –dijo suavemente, con una sonrisa educada al tiempo que
hacía señas a los sirvientes para que se apartasen–. Puede que
estas manos mías sean menos en número a las vuestras, ¡pero no
les falta destreza! –hizo ademán de ajustarse los ropajes, pero se
fue fijando en los sirvientes mientras se marchaban, apercibiéndose
de cuáles parecían tener más prisa en marcharse y cuáles se
quedaban algo más de lo debido. Sin lugar a dudas habían sido
enviados por diversos clanes para estar al tanto de sus actividades:
el truco consistía en descubrir para cuál trabajaba cada uno.
El primero en salir por la puerta era nuevo en esto del espionaje…
un movimiento estúpido, hacer tu huida tan evidente, y
probablemente fuese un espía del Emperador, elegido por ser
conveniente más que por su habilidad. Después de todo, ¿quién no
esperaría sentir la mirada Imperial, dentro de Otosan Uchi?
Los que le hicieron una reverencia y se retiraron en grupo
resultaban más difíciles de asignar, al ser más astutos o más
experimentados, y probablemente actuasen como agentes de
clanes con un relativo interés por sus actividades. Unicornio, tal vez,
y sin lugar a dudas León. Los Fénix y Dragón se enterarían de sus
actividades por medio de rumores, si es que se enteraban. Y en lo
que se refería a los Escorpión… Taka se sonrió. Lo más probable
era que no les importase, o que tuviesen alguien oculto bajo su
cama.
La afiliación del último de los sirvientes había sido la más sencilla de
dilucidar: totalmente formal, y con un interés tan grande en doblar
todos y cada una de las piezas de tela descartadas que marcharse
casi había parecido una ocurrencia tardía. Grulla, por supuesto, ya
que tenía tanto su obsesión por los formalismos como el profundo
deseo de mantener atentamente vigilado a uno de sus antiguos
vasallos. Ni siquiera siglos de paz habían logrado arreglar el daño
causado por la primera guerra auténtica entre clanes, la guerra que
había llevado al Emperador a prohibir guerras directas entre
Grandes Clanes.
No había vecinos peor avenidos que los clanes del Cangrejo y la
Grulla… a menos, por supuesto, que se tuviesen en cuenta las
Tierras Sombrías.
Taka arrugó la frente, dejando ver las emociones que había ocultado
con anterioridad, y dirigió la mirada hacia el juego de escritura
preparado en un rincón de la habitación, a la espera del resultado de
su encuentro con el Soberano Celestial, Hantei XXXVIII, y de todo el
duro trabajo y ruegos persistentes de Taka. En ese escritorio se
habían escrito ya demasiadas cartas de disculpa, en las que tuvo
que decir a su gente que aún no había tenido oportunidad de
entrevistarse con el Emperador, que necesitaban aguantar como
mejor pudiesen, que no llegaría ayuda. Su hijo trataba de ocultarle
las bajas causadas por las batallas contra los monstruos de las
Tierras Sombrías, pero décadas de hacerse pasar por un simple
mercader itinerante le habían proporcionado una red de información
privada envidiable. A la tenue luz del farol de la habitación, las cifras
de bajas se alzaban como las columnas de humo que salían de las
piras funerarias.
–Tenue, ciertamente –se dijo Taka de repente, irritado, al tiempo que
alisaba su delicada capa exterior de ropa y el mon de la familia
Yasuki, una carpa dorada rodeando una flor de azur profundo,
bordado cuidadosamente sobre el pecho. Dirigió una desdeñosa
mirada hacia los acanalados faroles que había en la habitación–. Se
podría pensar que se está celebrando algún tipo de festival, con
todos estos farolillos, pero ninguno hace más que fluctuar y quedar
bonito. ¿Por qué tantas lucecillas estúpidas cuando lo único que
hace falta es una única luz potente?
Taka tuvo que dar unos tirones más al hoeki no hō antes de
calmarse un poco. Su último instante de verdadera felicidad se
había producido al regatear con el mercader al comprar la seda para
hacer este atuendo. Y era precioso, sin lugar a dudas… pero
completamente sofocante y molesto. –Sin embargo –el hombre
razonó para sí–, no hay un mejor candidato para rogar ayuda al
Emperador que el daimyō de la familia Yasuki –se le apareció la
imagen mental de Hida Yakamo, heredero del Campeón del Clan del
Cangrejo, pateando la puerta del salón del trono ataviado con una
armadura completa deteriorada por el combate mientras gritaba
exigiendo jade. Taka se rio con disimulo, a su pesar.
Fuera, en algún lugar, una gran campaña de bronce tañía señalando
el mediodía, y Taka suspiró. –Bendito Daikoku, escuchadme, y
permitidme honrar hoy a mi clan. Que mis palabras sean
escuchadas, y que mis ruegos sean atendidos –susurró, y esbozó
una sonrisa retorcida.
–Cuanto antes acabe, antes podré quitarme este traje ostentoso,
apartarme de estos farolillos inútiles y volver al camino.
Los patios de la Ciudad Prohibida parecían extrañamente desiertos
al acercarse al palacio, aunque se vislumbraban figuras
conversando en los jardines, medio ocultas por la vegetación.
Habían pasado semanas desde el grandioso funeral en recuerdo de
Doji Satsume, el Campeón Esmeralda, y los dignatarios de visita ya
habían presentado sus respetos y regresado a casa. Sin embargo,
la última reunión de la Corte Imperial antes del verano estaba
cercana, y la zona debería haber estado a rebosar de cortesanos y
asistentes.
Las pocas miradas que le siguieron parecían posarse sobre él como
insectos en un pantano, y Taka calmó sus nervios al recordar
aquella vez en la que había utilizado su labia para evitar una
emboscada de bandidos, un simple mercader itinerante contra siete
matones. El truco había consistido en establecer un terreno común
entre él, un hombre sencillo luchando por ganarse la vida, y las
penurias de los bandidos; los granujas habían quedado tan
emocionados que no sólo le dejaron marcharse sin un rasguño, sino
que le hicieron varias compras. Aunque a primera vista parecían
muy distintas de las retorcidas carreteras de montaña y de los
asuntos del pueblo llano, los engaños de la Capital Imperial no
alteraban la cuestión de que en ambos casos el asunto era el
mismo: la supervivencia. El Clan del Cangrejo no sólo luchaba por
su vida, sino por el futuro de Rokugán. Necesitaría hacer que el
Emperador fuese consciente de qué era lo que había realmente en
juego, y por fin esta audiencia le otorgaba la oportunidad de hacerlo.
Unos sirvientes de confianza, con el crisantemo Imperial bordado en
el pecho de sus uniformes con hilo color de jade, saludaron a Taka
con profundas reverencias al entrar en el palacio. –El honorable
representante del Clan del Cangrejo, Yasuki-sama –anunció el
primero de los sirvientes, que tenía una brillante banda indicativa de
su rango en las anchas mangas de su kosode–. Seréis recibido en
la sala de música de su Majestad Imperial. Seguidme, por favor.
Taka asintió cortésmente y siguió al sirviente, que caminó
suavemente por los suelos pulidos con un paso formal y preciso
fruto de la práctica… aunque algo rápido. Se notaba una cierta
tensión en el aire, como un nudo atado demasiado fuerte, y el
daimyō Yasuki decidió hablar: –Disculpadme, pero no soy tan joven
como era, y vuestra velocidad me resulta un tanto…
Se pararon de golpe, y el sirviente abrió un panel shōji y le hizo una
reverencia con un único movimiento elegante. –La sala de música
del Soberano Celestial, honorable daimyō –entonó–. Les dejaré en
privado –otra inclinación, de nuevo ligeramente demasiado rápida, y
el sirviente desapareció.
Al otro lado de la puerta se veía una habitación repleta de elegantes
instrumentos: una biwa fabricada de maderas nobles y con cuerdas
con un toque dorado, árboles alargados de bronce recubiertos de
minúsculas campanillas, incluso un extraño shamisen.
Curiosamente, ninguno de los farolillos de la habitación estaba
encendido, pero Taka podía vislumbrar una figura indistinta inclinada
sobre una larga cítara que pasaba los dedos sobre las cuerdas. El
daimyō Yasuki hizo una profunda reverencia en el umbral.
–Mi más sincero agradecimiento Soberano Celestial, por acceder a
hablar conmigo –comenzó… pero el resto de su discurso se vio
abruptamente interrumpido por una risa profunda y resonante,
melodiosa como una de las campanillas del árbol de bronce, e igual
de cálida. Taka estuvo a punto de levantarse de golpe a causa de la
sorpresa, pero se mantuvo quieto y borró la sorpresa de su rostro.
–El placer es mío, aunque me temo que no soy poseedor de tal
título. Pero su Majestad Imperial, Hantei XXXVIII, me ha transmitido
el deber de esta audiencia –el tono era suave como la curva del
pétalo de una peonía, o como el de la hoja de una katana–. Podéis
levantaros, Yasuki-dono.
Taka se levantó, y miró a los ojos color azul hielo de Kakita Yoshi,
daimyō de una de las grandes familias del Clan de la Grulla, cuya
sonrisa nunca se vio reflejada por encima de su nariz. –Canciller
Imperial –dijo Taka, dando a su voz un todo de amabilidad tan cálido
como la sonrisa de Yoshi, e igual de sincero–. Estaré encantado de
tratar con vos el asunto que me trae hoy aquí, de la mayor
importancia.
–Por supuesto –replicó Yoshi, su voz casi un ronroneo–. Me
disculpo por la ausencia de su Majestad, pero otros asuntos
repentinos requerían su atención, y no quise que os preparaseis
para nada. –Yoshi abrió su abanico, y Taka se dio cuenta de repente
de que no era el habitual de seda y madera de sándalo, sino un
tessen hecho de plata pura, y sus filos brillaron mientras el
cortesano Grulla hacía un gesto hacia el atuendo formal de Taka–.
Ciertamente es muy espectacular. Qué seda tan delicada.
Taka inclinó la cabeza a modo de agradecimiento. –Os agradezco
semejante cumplido. Por desgracia no es tan elegante como los
instrumentos de esta habitación. De hecho, apenas sí os veía tras
esa cítara. ¿Tocáis, o simplemente la admirabais?
–Me temo que carezco del tiempo libre necesario para hacer otra
cosa que apreciar los instrumentos –Yoshi suspiró dramáticamente–.
Pero ¿lo hacéis vos? No la cítara, pero ¿tal vez el arpa de boca?
Tiene un sonido realmente divertido.
–El mejor uso para mi boca ha sido siempre el de negociar con ella
–la risa de Taka era suave y hueca, como un huevo vaciado–.
¿Podemos comenzar?
El Canciller Imperial asintió, y los dos hombres se sentaron,
enfrentados en un duelo de gestos mientras lo hacía. Yoshi hizo
revolotear su tessen con gesto ausente, al tiempo que gesticulaba
delicadamente con la otra mano. –Y bien, ¿qué puede hacer por vos
la Corte Imperial?
–Obviamente, seréis consciente de las peticiones del Clan del
Cangrejo, honorable Canciller –comenzó Taka–. Es bien sabido en
la corte que la situación en la Muralla Kaiu es precaria. Los ataques
de las Tierras Sombrías crecen en tamaño, frecuencia y ferocidad
con cada día que pasa.
–Por supuesto –murmuró Yoshi, su profunda voz seria–. Y la corte
llora ante vuestras tribulaciones. Pero con certeza seréis consciente
de las dificultades inherentes a la hora de enviar tropas en apoyo del
Clan del Cangrejo, ¿verdad? –el abanico se cerró con un golpe, y
Yoshi hizo con él un gesto en el aire–. En primer lugar, viajar por mar
no es una opción. Por si el coste de enviar tantos buques no fuese
ya una carga para el Tesoro Imperial, no cabe duda de que estas
naves serían un objetivo tentador para los despreciables piratas que
se autodenominan Clan de la Mantis. Su líder, Yoritomo, maldito sea
su nombre, tiene una vena salvaje tan profunda como la cicatriz que
le surca el rostro. Si un solo buque Mantis detectase estas naves,
¡estarían todas condenadas!
Taka asintió con un gesto conocedor. –Por supuesto. Los ataques
Mantis son bien conocidos. ¿A lo mejor una fuerza de tales
características podría viajar por tierra? El camino sería largo, pero la
necesidad del Clan del Cangrejo es grande.
De nuevo esa sonrisa, acompañada de esos gélidos ojos azules. –
Ah, pero ¿quién no se contrariaría al ver un ejército atravesar sus
tierras? Los plebeyos se asustan con facilidad. ¿Cómo podría hacer
pasar a mi pueblo la ansiedad de ver a un ejército marchar hacia el
sur por carreteras Grulla hasta territorio Cangrejo?
–Nuestros clanes no se han enfrentado desde hace siglos,
honorable Canciller –apuntó Taka amablemente–. Y las carreteras
Grulla no son el único camino hacia el sur. También hay caminos a
través de tierras León.
Yoshi inclinó la cabeza con gesto de simpatía, mientras se tocaba la
barbilla con el abanico. –Disculpad mi memoria, Yasuki-dono, pero
¿acaso el Clan del León no ha ofrecido ya su ayuda al Clan del
Cangrejo, y ha sido rechazado?
Taka liberó un tenso aliento. –Es cierto, Canciller, pero los términos
exigidos por el Clan del León eran imposibles de cumplir por nuestro
clan. Exigían un control total sobre el despliegue de sus tropas, y
con todo respeto hacia los generales León, pero el combate en la
Muralla Kaiu y contra los horrores de las Tierras Sombrías es algo
sobre lo que no tienen experiencia…
El tessen hizo un gesto como para descartar las protestas. –¿Acaso
implicáis que no se molestarían en aprender? Por desgracia, tanta
exigencia me hace plantearme si realmente la necesidad de vuestro
clan es tan grave como la pintáis.
La habitación, que ya se encontraba tenuemente iluminada, pareció
volverse más oscura, y Taka extendió las manos en un gesto cordial,
como para protegerse de ella. –Hablemos entonces de jade y de
armas, y dejemos a un lado las manos que vayan a blandirlas. Un
cargamento de estos materiales podría viajar fácilmente desde
Otosan Uchi hasta Kyūden Hida con mucha mayor rapidez y con
menos posibilidades de atraer las atenciones Mantis.
Yoshi exhaló un doloroso suspiro. –Por desgracia, las provincias
costeras son principalmente territorio Grulla, y serían las primeras
en sufrir si este plan fracasase y las armas cayesen en manos de
Yoritomo. Puede que el Clan del Cangrejo tenga escasez de equipo,
¡pero mi pueblo se vería asediado por un peligro reforzado! –El tono
del Canciller se hizo más duro–. Debo protegerlos de los piratas
Mantis, o de cualquiera que acabase en posesión de estas armas.
La sonrisa de Taka se hizo más cálida, como tratando de derretir la
oposición. –Existe la posibilidad de la ruta terrestre…
–¿No recordáis acaso mi oposición a la marcha de un ejército?
–Si lo deseáis pueden caminar más tranquilamente.
El instante pasó, y la sonrisa de Yoshi desapareció, así como
cualquier resto de humor. –¿Alguna otra cosa, Yasuki-dono?
Taka juntó las manos y bajó la vista, como sosteniendo unas cartas.
–Si las armas son demasiado peligrosas, hablemos de jade. Las
reservas del Clan del Cangrejo están bajando a niveles peligrosos, y
sin él nuestras tropas son vulnerables a la terrible Mancha de las
Tierras Sombrías. Ya es un problema combatir fuera de la Muralla
Kaiu: no nos gustaría ver cómo la Mancha inflige su locura y agonía
también dentro de ella.
–¡Ciertamente no! –exclamó Yoshi, moviendo su abanico a uno y
otro lado para dejar clara su conmoción–. Pero debéis entender que,
como Canciller, debo cumplir las leyes tal cual han sido escritas. El
jade extraído por cada uno de los clanes está pensado ante todo
para ellos.
–Pero de seguro las necesidades de nuestro clan…
–¡Son ciertamente acuciantes! –la sonora voz de Yoshi reflejaba su
simpatía como sólo puede hacer la práctica–. ¿Pero acaso conoce
realmente el Clan del Cangrejo las necesidades de los demás
clanes, necesidades que yo debo escuchar y acomodar? Cada
historia que me cuentan me rompe el corazón… pero debo ser como
la piedra, y mantenerme firme, resuelto e inquebrantable.
La risa de Taka tenía un poso de amargura. –La Muralla Kaiu está
fabricada en piedra, Canciller. Desearía que fuese tan
inquebrantable como vuestra voluntad, pero parece que no somos
tan afortunados.
Yoshi sonrió levemente de forma socarrona, mientras se apoyaba el
abanico contra la mejilla. –Tengo la poco popular creencia de que la
suerte no existe, y de que lo único que existe son las acciones de la
humanidad o el favor de los dioses… las intenciones de unos u
otros. Todo lo demás es coincidencia, igual que sucede en la
naturaleza –cerró los ojos con gesto dramático–. Una cereza cae, un
koi dorado nada en círculo…
–Un buey vacía sus tripas –finalizó Taka, y ocultó una risa ahogada
al ver cómo los ojos de Yoshi se abrían de repente–. Perdonadme,
Canciller. Como dije, mi don es la negociación, no la música ni la
poesía. Y aunque no es posible comprar nada en una tienda
cerrada, le sigo debiendo a mi clan el intento –se levantó, e hizo una
profunda reverencia–. Con vuestro permiso, Kakita-dono, me
retiraré.
–Qué… rústico –Yoshi soltó una risa ahogada, y ondeó su tessen en
dirección a la puerta–. Ha sido un placer, Yasuki-dono. Podéis
retiraros.
El tiempo había cambiado desde que había entrado en el palacio, y
Taka se vio obligado a caminar de forma agonizantemente lenta
mientras unos aplicados sirvientes sostenían sobre su cabeza un
largo paraguas de bambú. La fuerte lluvia hizo que el viaje de
regreso pareciese aún más lento, y aunque esta vez no pareció que
se posasen ojos sobre él, les tapaban ramas empapadas de arces y
rododendros.
En todas las negociaciones entabladas por Taka, ya fuese con
daimyō, bandidos o plebeyos, siempre había existido una idea
central, una certeza sin complicaciones. Él lo buscaba, igual que un
barco en la mar, o que un niño en una casa sombría: la luz de la
idea: “quiero llegar a un acuerdo”. Esta luz, ya fuese tan fuerte como
la de un enorme brasero o tan débil como la de una temblorosa vela,
hacía posible cualquier negociación.
Si el Emperador se hubiese simplemente limitado a cancelar su
entrevista, Taka hubiese esperado a buscar otra oportunidad para
tratar de encontrar esa luz en Otosan Uchi. En lugar de ello, el
Canciller Kakita Yoshi había demostrado que la Corte Imperial no
sólo estaba a oscuras, sino que era un vacío. No es que se hubiese
apagado esa luz: es que nunca llegaría a encenderse.
Los valerosos esfuerzos de los sirvientes evitaron que la ropa de
Taka se mojase, pero por desgracia no pudo hacer lo mismo por sus
calcetines: para cuando llegó a sus aposentos sus tabi estaban
empapados. Agotado, y llegados a este punto un tanto hastiado de
formalidades, Taka se descalzó con agrado en cuanto se quitó los
geta, y se puso unas zapatillas más cómodas. Una sirviente recogió
todo con una reverencia, y desapareció con tanta habilidad como lo
hizo anteriormente. Taka le dirigió una mirada penetrante durante un
momento, pero luego suspiró y continuó su camino hacia sus
aposentos, cerrando la puerta tras él.
Ya había recorrido la mitad de la habitación cuando se dio cuenta de
algo de forma repentina, y se detuvo sorprendido. En una esquina
brillaba con fuerza una pequeña lámpara, y a su lado un tazón con
incienso soltaba dos pequeñas columnas de humo gemelas. Taka
tomó aliento profundamente, y se vio de repente envuelto en los
aromas de su tierra natal: cedro y camelias, cálido y picante.
La relajación, sin embargo, duró poco. Al abrir los ojos, Taka se
percató también de la presencia de una figura encapuchada al otro
lado de la habitación, y a pesar suyo comenzó a decir –P-
perdonadme –tartamudeó, y se aclaró la garganta para calmarse un
poco–, no esperaba visitas, y mis sirvientes no os anunciaron de
forma apropiada. Si este incienso es cosa vuestra os lo agradezco
mucho, y desearía saber cuál es vuestro nombre.
El desconocido se rio de forma expresiva y se levantó, dejando ver
que era un hombre alto y de complexión atlética. –La formalidad te
resulta tan familiar como esas ropas –apuntó–, aunque debo decir a
tu favor que llevas ambas con donaire. –Se quitó la capucha,
revelando cabello negro y ojos verdes… y una larga cicatriz que le
recorría el rostro.
–Supongo que sois Yoritomo –dijo Taka después de un momento, y
el desconocido sonrió y asintió–. Es un placer… único.
El líder del Clan de la Mantis esbozó una sonrisa burlona. –
Impasible. Lo admiro. Llevo ya un tiempo deseando hablar contigo.
Tengo una proposición de negocios que creo que puede resultarte
tentadora.
Taka asintió, y estaba a punto de hacer más preguntas cuando de
repente le pusieron un gran saco sobre la cabeza, y el mundo
pareció verse tragado por la oscuridad. Sólo podía vislumbrar la luz
de la lámpara a través de la tela del saco, que fue desapareciendo
mientras se lo llevaban.

Deber familiar
Por Robert Denton III
Publicado originalmente en el pack de dinastía En la Ciudad
Prohibida

La flecha zumbadora sonó fuertemente al atravesar el dosel del


bosque. El ciervo saltó de un arbusto cercano con un fuerte ruido, y
se lanzó a un galope fruto del pánico. El bosque se lo tragó. Shinjo
Yasamura lo observó salir corriendo, tras lo que acarició a su caballo
y chasqueó la lengua.
–Debería haber disparado –murmuró. Su caballo resopló
afirmativamente.
Shinjo Shono apareció instantes después, con un arco descordado
en la mano. –¿Hacia dónde? –preguntó, observando la zona.
Yasamura indicó la dirección con su arco –Está cansado… no
durará mucho.
Shono asintió y cogió una cuerda de su alforja. La ató a un extremo
de su yumi, y luego colocó el arco en el gancho de metal situado en
la parte inferior de su silla. Su suave frente se llenó de arrugas al
hacer fuerza para doblar el arco lo suficiente como para encordarlo.
Yasamura se mesó la corta barba que le ocultaba la prominente
mandíbula. –Se había ocultado tumbándose en el arbusto –
continuó–, probablemente con la esperanza de que pasásemos de
largo. Es listo.
–¿Vais a matar a ese pobre animal o no? –llegó la voz de Shinjo
Haruko desde el borde del claro. Se puso su guante de tiro mientras
su poni blanco atravesaba el claro–. Si sufre demasiado, la carne no
sabrá bien.
Shono terminó de encordar su arco. Sus juveniles ojos centelleaban.
–Puedes quedarte la carne, Haruko-chan. Lo que yo quiero es un
nuevo trofeo para el salón rojo.
–Y algún día puede que logres ganarte uno –bromeó Yasamura. Su
caballo salió disparado, dejando atrás las risas de Yasamura,
seguidas por las protestas de Shono al galopar tras él.
Haruko suspiró, al tiempo que se giró en su silla chapada hacia la
mujer que venía detrás de ella. –Supongo que simplemente debería
olvidarme de comer venado a la brasa recién cocinado y resignarme
a comerlo en guiso.
Shinjo Altansarnai sonrió afectuosamente desde su caballo. La brisa
veraniega levantó su trenza color azabache y sus mangas color
lavanda, y en sus ojos grises se veía el reflejo dorado del sol.
Haruko ladeó la cabeza, lo que hizo que su coleta alta de color nuez
se balancease. –Te has quedado mirando de nuevo. ¿Qué pasa? –
se miró, buscando algo descolocado en su kimono púrpura y en el
muneate acolchado negro que le protegía el pecho.
–No es nada –Altansarnai miró hacia arriba desde la sombra de los
árboles. Su sonrisa se veía reflejada en sus ojos, que al
entrecerrarlos crearon minúsculas arrugas en sus comisuras–.
Simplemente estoy admirando las peonías.
Haruko siguió su mirada hasta los floridos capullos suspendidos
entre el verdor color jade del dosel veraniego del bosque.
–Ya se les están cayendo pétalos –continuó la mujer de mayor
edad–. Florecen durante muy poco tiempo, apenas unos días. Con
una simple brisa o llovizna caen derrotadas, como una pompa de
jabón. ¿Realmente es tan oneroso que me detenga a ver las flores
un momento más?
La mirada de Haruko se suavizó. –¿Madre?
Altansarnai soltó una risa ahogada, y sacudió la cabeza. –No pasa
nada, Haruko-chan. Siempre me pongo así al veros a todos juntos,
hijos míos. Deberíamos hacerlo más a menudo –sus ojos grises se
llenaron de nostalgia–. No hace tanto tiempo que eras mi pequeña
potrilla.
–Otra vez con lo mismo –Haruko cogió su arco y comenzó a
encordarlo.
–Solías agarrárteme a la pierna, y tenía que llevarte a rastras
conmigo a todas partes. Entrabas hasta en la Corte de los Cinco
Vientos.
El caballo de Haruko soltó un resoplido.
–Ya lo sé, Yue –respondió Haruko–, pero es mejor dejarle hablar.
–Por supuesto –continuó Altansarnai–, si hubiese sabido que
estabas prestando atención en esas reuniones, ahora serías la que
se encargase de ellas
Se oyó un estrépito proveniente del bosque. Las dos mujeres se
detuvieron al escuchar una maldición indescifrable, seguida por lo
que claramente era la risa de Yasamura.
–Tengo entendido que tengo que felicitarte –dijo Altansarnai–. Es un
gran honor encontrarse entre los candidatos para la Guardia
Imperial.
Con el arco ya encordado, Haruko movió la mano por el carcaj con
gesto ausente.
–Puede ser, pero imagino que sólo llegaré hasta la selección
preliminar.
–Con todas las recomendaciones que tienes? No estoy tan segura.
Haruko mantuvo la mirada fija, al tiempo que iba descartando una
flecha tras otra. –Ni todo un libro de recomendaciones sería
suficiente para prevenir una censura Imperial, y mucho menos para
impresionar a quienquiera que acabe convirtiéndose en Campeón
Esmeralda.
El caballo de Altansarnai se situó junto al de Haruko sin que su
dueña le hiciese la más leve indicación. Estrechó la mano de su hija.
–En más de una ocasión me ha quedado demostrado que no
merece la pena tratar de predecir lo que harán los poderosos. Y en
lo que respecta a la censura Imperial… –se encogió de hombros–.
No creo que los Miya vayan a apoyarla.
–Puede ser –respondió Haruko.
Altansarnai miró hacia arriba una vez más. Estaban cayendo
pétalos. Sus delgados dedos se enrollaron alrededor de su oscura
trenza, tras lo que le dio un tirón.
–Podría haberme asegurado –susurró.
El rostro de Haruko palideció. Su coleta trazó un arco al girarse. –
No. Madre…
–Si hubiese accedido al tratado, ya habrías sido elegida, Yasamura
tendría su hacienda y Shono su…
No acabó de decir el resto. Una briza soltó pétalos de las copas por
encima de ellas. Durante un largo rato, ninguna de las dos dijo nada.
–¿Por qué no designas a Yasamura como tu heredero? –preguntó
Haruko–. Después de todo, es el mayor.
–No le haría feliz –respondió Altansarnai.
–¿Es eso un requisito? –Haruko miró a los ojos color piedra de su
madre–. Se dice que no querer el puesto es una ventaja.
–¿Ah, si? –sonrió Altansarnai–. Cuando eras pequeña tratamos de
enseñarte la ceremonia del té, y tú te dedicaste a pelearte con tu
senséi. No tenías la paciencia para ello. Lo que era predecible, por
supuesto. Cuando naciste, hasta los Iuchi afirmaron que donde te
encontrarías más cómoda sería en mitad de una tormenta –hizo un
gesto hacia el yumi de Haruko–. Pero la primera vez que cogiste un
arco disparaste mejor que todos tus compañeros, y demostraste que
eras hija mía. La diferencia es sencilla: odiabas lo primero y te
encantaba lo segundo. Así que ya ves, la felicidad convierte en
fáciles las tareas difíciles. Por tanto, deberíamos buscar lo que
queremos.
–En ese caso –replicó Haruko–, tenías toda la razón en rechazar el
tratado.
Altansarnai se detuvo.
–Habrías sido desgraciada desperdiciando tu vida encadenada al
taburete de algún gerifalte Ikoma indigno, como un trofeo para
enseñar. Sea lo que fuere que hubiésemos obtenido a cambio del
tratado, no habría bastado para sustituir lo que hubiésemos perdido
–Haruko eligió finalmente una flecha de su carcaj y la colocó en el
arco, al tiempo que miraba hacia el bosque–. Es más fácil cuidar a
un potro cuando está en tus establos. Me forjaré mi propio destino, y
no necesito ningún tratado para ello. ¡Los Cinco Vientos no pueden
ser domados, no importa qué se interponga en su camino!
Los ojos de Altansarnai brillaron. –Entonces tendrás un futuro
espléndido, Haruko-chan.
Un grito atravesó el aire. El ciervo entró en el claro de un salto, con
sus afilados cuernos golpeando contra las copas. Haruko le apuntó
con un movimiento fluido, tensó el arco, giró su muñeca, exhaló y
soltó la flecha.
El ciervo se derrumbó, y quedó inmóvil.
–¡Ja! –el anguloso rostro de Yasamura apareció apenas instantes
después– ¡Menudo disparo!
Shono apareció a continuación, con el ceño fruncido. La flecha de
Haruko se había clavado en el ojo del animal, y sobresalía como
una bandera. Suspiró, y bajó el arma. –Bah –gruñó.
Yasamura se rio, con la afilada nariz apuntando al cielo. –Te ganó
de nuevo, Shono-kun. Pero ya deberías estar acostumbrado, ¿no? –
dijo, al tiempo que le clavaba el codo en un costado.
–Bien hecho, hermana –Shono sonrió, reluctante–. Dudo que llegue
a ser tan bueno con el arco como tú.
Haruko descordó tranquilamente su arco. –Resulta estúpido decir lo
que todo el mundo sabe, Shono-kun. Pero sigue siendo agradable
escucharte decirlo.
Shono suspiró y le hizo una reverencia. –La victoria es tuya, pues,
Haruko-chan. Bien merecida. –se enderezó–. Supongo, entonces,
que el animal es tuyo.
–Bueno –dijo Yasamura mientras desmontaba–, para ser justos,
todos hemos contribuido a la victoria. Madre vio al ciervo y lo separó
del rebaño, Shono lo cansó, y Haruko puso fin a la persecución. Y
yo –añadió, al tiempo que se enderezaba–, compuse un poema
sobre la cacería.
Haruko sonrió, burlona. –La tarea más importante de todas.
Sus ojos centellearon. –Puede incluso que te mencione en él,
hermanita. Si me acuerdo.
–Supongo entonces que los cuatro hemos participado en la victoria
–caviló Shono.
Yasamura se arrodilló al lado del animal y lo cogió por la
cornamenta.
–Ciertamente, Shono-kun. Por tanto, para conmemorar nuestra
victoria compartida, propongo que mandemos hacer cuatro dagas, y
que hagan las empuñaduras con esta cornamenta.
–Una idea espléndida –asintió Haruko–. Cuatro puntos, cuatro
dagas.
Altansarnai sonrió a sus hijos y asintió. –Pediré que nos las hagan
cuando volvamos.
Los hermanos compartieron una sonrisa triunfante.
–Y deberíamos pedir que hiciesen una quinta con el último cuerno –
añadió Altansarnai–, para que haya una también para Shahai-san.
El último de los pétalos de peonía cayó al suelo envuelto en
sombras. El zumbido de las cigarras se apagó de repente.
–¿Y qué ha hecho ella para cazar a este ciervo? –preguntó Shono.
–Está aquí en espíritu –respondió Altansarnai–. El gesto significaría
mucho, para ella y para Iuchi Daiyu-sama: un recordatorio de que es
bienvenida entre nosotros. Bien podría ser tu hermana, Shono.
Yasamura asintió, pero Haruko apartó la mirada.
–Si ese es tu deseo, madre –masculló Shono, desmontando para
atar la pieza. Altansarnai le miró a la espalda en silencio. El joven no
dijo nada en todo el resto del viaje.
***
Altansarnai encontró a Shono en los establos familiares. Estaba
cepillando la melena de su caballo y susurrándole al oído. La
entrada era una puerta que llegaba a la altura de la rodilla, y un
panel shōji decorado separaba al caballo del patio, oscurecido ahora
que era de noche. Altansarnai aguardó en el pasillo hasta que el
joven la vio, e inclinó la cabeza a modo de saludo.
–Tsubasa parece estar más que saludable –dijo. Acarició el cuello
del animal y le ofreció un puñado de alargadas zanahorias
amarronadas.
-Está inquieto –respondió Shono–. Creo que está resentido porque
me llevé a Umeboshi esta tarde en lugar de a él.
Rascó el morro del caballo mientras éste masticaba las zanahorias.
–No montarlo cada día es por su propio bien. Siempre ha sido difícil
de cuidar. Si te lo llevases siempre volvería a adelgazar demasiado
–se detuvo, y a continuación dirigió una aguda mirada a Shono–.
Pero por supuesto, tus inferiores no son siempre conscientes de
cuando actúas por sus intereses, ¿verdad?
–Tsubasa lo entiende –afirmó Shono–. Simplemente no está de
acuerdo.
Altansarnai miró detenidamente el juvenil rostro de Shono. –
¿Cuándo pasó esto?
Shono frunció el ceño.
–¿Cuándo comenzaste a sentir que ya no podías contármelo todo?
Me has estado evitando, incluso hoy. No teníamos secretos, Shono.
¿Cuándo hemos cambiado?
Los caballos se movieron nerviosos en sus habitáculos. Los puños
de Shono se cerraron. De repente, estalló –¿Es cierto que
rechazaste el tratado León simplemente para preservar tu felicidad?
¿Qué te antepusiste al bienestar del clan?
Altansarnai miró a su hijo con los ojos abiertos como platos. –
¿Quién se ha atrevido…?
–Nadie, madre. Nadie salvo yo –Shono se le quedó mirando, con el
rostro encarnado–. Sabes mejor que nadie lo que ese tratado
hubiese significado para nosotros. Si el Clan del León nos hubiese
aceptado, ¡los demás no habrían tenido excusas para hacer lo
contrario! Todo lo que habría hecho falta era que lo soportases por
el bien de tu pueblo –se dio la vuelta–. Toda mi vida me has dicho
que un buen Campeón debe poner los intereses del clan por encima
de los suyos. ¿Cómo voy a decirle lo mismo a mis hijos, sabiendo
que su abuela no lo hizo cuando tuvo la oportunidad?
–¿Es eso realmente lo que piensas?
El joven no respondió.
Altansarnai dio un paso adelante y le puso la mano en el hombro. –
Shono, eres mi sol y mi cielo, y tu corazón es como un río salvaje.
Pero te has vuelto atrevido, y aún eres joven. Sólo ves lo que tienes
directamente enfrente. De igual forma que un caballo que desafía a
su jinete será la perdición de ambos, también será la tuya si no
confías en el camino que he elegido.
Shono apartó la mirada. –¿Puedes decir al menos que, sean cuales
fueren tus razones, tus deseos no fueron una de ellas?
Ella apretó la mandíbula. –Todos libramos batallas invisibles, Shono.
No debemos juzgar las de los demás.
–Eso dices –replicó.
Altansarnai abrió la boca para responder, pero se detuvo. Tsubasa
había girado el cuello perezosamente hacia el patio. Se podían
escuchar sonidos apagados al otro lado del panel shōji. Se apartó
de su hijo y abrió el panel.
Una joven se encontraba arrodillada en el césped del patio, rodeada
de guardias y vasallos del Castillo del Viajero Lejano. En sus ropas
de viaje destacaba el mon de la familia Utaku, un círculo de color
lavanda. Tenía las dos manos en el suelo, y luchaba por recuperar el
aliento.
Altansarnai salió de los establos. Sus vasallos hicieron una
reverencia todos a una, y los guardias inclinaron la cabeza.
–¿Qué significa esto? –exigió.
–Honorable señora –dijo uno de sus vasallos–, esta es Utaku
Yumino-sama. Trae un mensaje urgente, pero no nos ha dicho cuál
–lanzó una mirada resentida a la doncella de batalla–. Afirma que
sólo debéis escucharlo vos.
La mujer jadeó. –Perdonadme, mi señora…
Altansarnai miró en dirección a la agotada mujer. –¿Utaku Yumino-
san? –se detuvo–. Estabais destinada en… Hisu Mori Mura,
¿verdad? ¿Vuestra madre fue la heroína del terremoto de Kōbaku?
Los ojos de Yumino se abrieron de par en par, y sus mejillas se
encendieron. –S-sí, mi señora –balbuceó–, es como decís.
Altansarnai arrugó el semblante al escuchar la ronquera de la mujer.
En aquel momento se percató de la capa parda de polvo del camino
que manchaba el kimono de la doncella, así como de su cabello
alborotado. –Traed algo de agua a esta mujer –ordenó–. Lleva
cabalgando bastante tiempo.
–Cuatro horas –dijo Yumino. Las lágrimas se agolpaban en la
comisura de sus ojos enrojecidos–. Estuvo a punto de matar al
pobre Kiso, pero entendió el motivo.
–¿Qué ha sucedido? –demandó Altansarnai.
–El Clan del León ha tomado la aldea, Shinjo-ue.
Los vasallos se cruzaron miradas. Uno de los guardias escupió.
–Altansarnai asintió. –¿Cuántos?
–Una fuerza pequeña, mi señora. Compuesta principalmente por
ashigaru. Marchaban bajo el estandarte de la familia Matsu.
–¿Bajas?
–Solamente una. La Dama Hisako desafió a su comandante. Con su
muerte nos aseguró el derecho a evacuar. Los demás acompañaron
a los aldeanos en dirección a la Ciudad de la Rana Rica. Se me fue
confiada la misión de transmitiros la noticia. Yo… –cerró los ojos–,
debería haberme quedado a combatir. He fallado a Hisako-sama.
Altansarnai sacudió la cabeza. –¿De qué hubiese servido que
desperdiciaseis vuestra vida? No, Yumino-san. Hicisteis lo correcto.
La joven Utaku buscó entre sus ropajes y sacó un pequeño
pergamino, que ofreció con ambas manos. Estaba sellado con la
imagen de una zarpa de león sosteniendo la empuñadura de una
espada: el mon Matsu.
Mientras Altansarnai leía, Shono se situó detrás de ella. Sus ojos se
entrecerraron. –Decreto de intención oficial –leyó, y su voz asumió
un tono interrogatorio.
–Contemplad la cortesía León –Altansarnai dirigió la mirada a sus
vasallos–. Afirman que, como Hisu Mori Mura se encontraba entre
las aldeas designadas para ser intercambiadas en el tratado, tienen
derecho a reclamarlas como compensación por lo que afirman que
fue una promesa rota.
–Ultrajante –dijo uno de los vasallos.
Sus ojos se fueron abriendo cada vez más al continuar leyendo.
Empezó a cerrar el pergamino, pero Shono dio un paso adelante
antes de que pudiese hacerlo, y agarró un borde del papel. –¿Esto
es cierto? –exigió–. ¿La comandante que lideró el ataque era Matsu
Mitsuko?
La doncella de batalla asintió.
Se alzaron murmullos entre la multitud. No era un secreto para
nadie que el compromiso matrimonial entre Matsu Mitsuko y Shono
era uno de los términos del tratado. Shono desvió la mirada hacia la
luna, pálida y lejana. Era menguante, y apenas se veía: sólo
quedaba un hilo plateado para atestiguar su existencia. –Mitsuko –
susurró.
Un hombre con el mon Ide dio un paso al frente. –Mi señora, parece
que los Matsu han considerado apropiado darnos motivos
suficientes como para solicitar la intervención Imperial. Esta es una
adquisición ilegal de tierras. Dad la orden y enviaré un mensajero a
la Ciudad Prohibida. Con la bendición de los kami de Aire, debería
llegar rápidamente.
Sus vasallos aguardaron. Finalmente, Altansarnai dijo: –No voy a
esperar a la respuesta Imperial. El Clan del León debe aprender que
no puede simplemente hacerse con lo que desee –miró hacia el
Ide–. Traedme al menos a veinticinco guerreros listos para cabalgar.
Y preparad a Yuki –las cejas del Ide se alzaron al escuchar el
nombre de la armadura ancestral del Clan del Unicornio. Altansarnai
asintió–. Me encargaré personalmente de ello.
–Espera –dijo Shono–. Esto es una prueba. Este ataque no es digno
de tu atención, madre. Mándame a mí.
Una vez más, los vasallos comenzaron a murmurar. Altansarnai miró
a su hijo. –Shono –comenzó.
Shono dio un paso al frente y la miró a los ojos, con gesto de
determinación. –Los León mandaron a Mitsuko porque creían que
nos dividirían. Piensan que pueden utilizar mis sentimientos contra
el clan. Déjame demostrarles que este tipo de tácticas no servirán –
observó a los demás–. ¡Déjame probaros que vuestro futuro
Campeón no es tan fácil de manipular!
Todo el mundo dirigió la mirada hacia Shinjo Altansarnai. Shono
agachó la cabeza.
–Muy bien –dijo finalmente.
Yumino se puso en pie de un salto. –Shono-sama, os lo ruego…
permitidme acompañaros. Conozco la distribución de la aldea y las
fuerzas que la han ocupado. Puedo seros de gran ayuda.
–Que así sea –respondió Shono–. Pero no pondré en peligro la
salud de una montura Utaku, y vuestro caballo debe recuperarse de
la cabalgata. Tendréis que apañároslas con uno de los míos –se
dirigió hacia un caballerizo–. Llevadla hasta Tsubasa y que se
conozcan.
Yumino hizo una profunda reverencia. –No os fallaré, Shono-sama.
Los guardias se dispersaron. Los vasallos se fueron del patio.
Shono se dirigió hacia la torre del homenaje, enviando por delante a
sirvientes para que fuesen cogiendo su espada. Pero antes
Altansarnai le cogió y se lo llevó a un lado.
–Eres consciente de que deberás enfrentarte a ella en el campo de
batalla –dijo–. Querría habértelo evitado, Shono. ¿Estás preparado
para levantar tu acero contra ella?
–¿Me preguntas si estoy preparado para hacer a un lado mis
sentimientos personales y hacer lo que sea mejor para el clan? –
Shono le miro a los ojos–. Por supuesto que lo estoy, madre.
¿Acaso no es eso lo que debe hacer un Campeón?
Altansarnai se quedó fuera, mirando alejarse a Shono. Los
melocotoneros que bordeaban el patio había perdido ya todas sus
flores, y se alzaban desnudos en la polvorienta noche.

Abajo, debajo, más allá


Por Annie VanderMeer Mitsoda

—Preparaos, Yasuki-dono. Me temo que esto podría ser un tanto


brillante.
Yasuki Taka agradeció la advertencia, pero a pesar de todo la luz en
los ojos le dolió cuando le quitaron el saco de la cabeza. Hizo todo
lo posible para parecer sereno y despreocupado mientras
parpadeaba y se frotaba las doloridas muñecas donde se las habían
atado.
El borrón que tenía al lado... sí, un hombre. El largo cabello negro y
la cicatriz le señalaban como Yoritomo, famoso pirata para algunos,
gallardo líder para otros, y Campeón del Clan de la Mantis para
todos. Yoritomo asintió con un ademán de disculpa que resultaba
evidente a pesar de la vista borrosa de Taka.
—Bienvenido a mi segunda casa, respetado daimyō... y mis
disculpas por haberos traído aquí de esta forma —continuó, con la
voz áspera de alguien acostumbrado a dar órdenes a gritos en
mares tormentosos—. Hasta las cuerdas de seda acaban rozando.
Pero me imaginé que si tuviésemos la mala fortuna de ser
capturados, sería mejor que el representante del Clan del Cangrejo
pareciese haber sido secuestrado por viles malhechores en lugar de
ser escoltado por el mayor azote de su rival.
—Pudo agradecer el gesto —dijo Taka, asintiendo—. Incluso el plan
más sabio implica riesgos y sacrificios. Después de todo, no soy
ninguna cortesana ruborosa a la que desespera hasta la más
mínima mancha. Nadie va a mirarme las muñecas aparte de
aquellos que piensen que escondo algo en la manga.
—Lo que me imagino que hacéis, de vez en cuando.
Taka sonrió. —Parece que me conocéis bien, Hijo de las Tormentas.
Me encantaría saber la localización de vuestros túneles secretos
bajo Otosan Uchi, aunque solo fuese un poco. ¿Pasajes bajo la
Ciudad Imperial que ni siquiera conoce el Clan del Escorpión? —el
hombre mayor se recostó en el banco en el que estaba sentado y
miró con una sonrisa mitad indulgente y mitad socarrona—. Sin
embargo, estoy seguro de que si me hubierais sacado de allí
apresuradamente con las manos atadas, habría funcionado igual de
bien. Me pregunto si ponerme esa capucha en la cabeza y meterme
en ese saco era para continuar con el engaño del secuestro... o para
proteger vuestros secretos.
Una pausa tensa. Las tripas de Taka se tensaron de forma refleja,
esperando un resultado negativo... pero de repente Yoritomo
empezó a reírse en voz alta, mostrando los dientes, y el daimyō de
la familia Yasuki se relajó de forma discreta. —Tenía la sensación de
que me gustaríais —se rio el Campeón Mantis, sus negros ojos
intensos—, pero nunca es posible confiar plenamente en las
palabras de los espías, especialmente en lo que se refiere a
referencias. Me alegra saber que estaban en lo cierto.
Yoritomo se levantó del asiento y cruzó la habitación, y Taka
parpadeó para aclararse la vista mientras observaba la habitación
en la que se encontraba. Estaba elegantemente panelada con
madera de cedro (el agradable aroma le recordaba a Taka los altos
bosques que rodeaban su casa en Yasuki Yashiki) y
adecuadamente iluminada con luces parpadeantes fijadas a las
paredes en candelabros de latón y cristal. Las ventanas estaban
cubiertas por contraventanas de madera, no pantallas de papel
deslizantes, y sus listones estaban cerrados y asegurados con
pestillos metálicos. Los muebles no sólo se elevaban por encima del
suelo, al estilo gaijin, sino que estaban fijados con remaches de
latón. Los labios de Taka temblaron, ocultando una sonrisa. Un
visitante cualquiera podría concluir por los numerosos cierres,
cerraduras, y remaches que el Campeón Mantis sentía paranoia
porque le robaran, pero alguien con tanta experiencia en el comercio
como Taka sabía que el coste total de estos materiales valiosos
haría que cualquier persona sensata desconfiase de ellos. Volviendo
a prestar atención a su compañía actual, Taka observó con
paciencia mientras Yoritomo abría un cajón de un gran cofre y
sacaba un fardo, deslizando el cajón y cerrándolo con un leve
chirrido de madera bien pulida antes de volver a cerrarlo. Sonriendo,
entregó el paquete a Taka, que lo cogió y trató de no traicionar su
leve sorpresa ante lo que parecía ser un simple fardo de ropa. —
Esto es algo incómodo de pedir, Yasuki-dono, pero os pido que os
cambiéis de ropa antes de proceder. Me gustaría enseñaros algo
fuera de mis aposentos, y vuestro traje actual es bastante distintivo
—Yoritomo asintió con la cabeza—. Podría muy bien atraer el tipo
equivocado de atención.
Taka miró su traje de seda con el mon de la familia Yasuki
cuidadosamente bordado en el pecho, arrugado y un poco sucio por
el viaje pero evidentemente valioso, y se rio mientras se ponía en
pie. —Se podría decir que sí —abrió el fardo, y se alegró de ver que
contenía un conjunto holgado de kosode y hakama, en una tela
simple pero de buena factura.
—Sé que no es precisamente apropiado para alguien de vuestra
posición. Pero el subterfugio... —Yoritomo esbozó una sonrisa
escueta y astuta—. Es algo que creo que en vuestra familia
conocéis bien —otra reverencia, y el hombre alto salió de la
habitación, abriendo la puerta apenas lo suficiente como para poder
pasar antes de cerrarla deslizándola sin apenas hacer ruido.
Yasuki Taka desdobló la ropa, dedicando un momento a pasar las
manos por el material... simple, pero mucho más cómodo que la
arpillera en la que le habían envuelto como si fuera un saco de
arroz. Preparó la ropa y se detuvo un instante a examinar su propia
vestimenta; por poco que le gustara usarla, había parecido práctico
preocuparse por mantener la calidad. Resultaba sorprendente que
su ropa hubiese sobrevivido a la insensatez de ser transportado por
innumerables túneles, subiendo y bajando escaleras y fuertes
pendientes, todo ello sin que nada manchara o rasgara la fina seda
ni enganchara el bordado. Aunque posiblemente resultase menos
sorprendente que cualquiera de los demás extraños sucesos del
día, agravados por el hecho de que en algún momento entre su
secuestro y su llegada aquí parecía recordar una cierta neblina, una
interrupción casi imperceptible, como si se hubiera quedado
dormido. No podían habérselo llevado demasiado lejos de Otosan
Uchi, ya que una ausencia prolongada de la Ciudad Prohibida
hubiera hecho saltar las alarmas, pero el lugar donde podían
habérselo llevado era todo un misterio. Aunque el interior de la
morada de Yoritomo era ciertamente distintivo, resultaba difícil decir
si esa misma singularidad se vería reflejada en el exterior....
Aunque no era que no apreciase la oferta de una "propuesta de
negocios" del líder del Clan de la Mantis. Taka suspiró, moviéndose
para quitarse su ropa formal. Pero si hubiera sabido que iba a
implicar ser secuestrado de mis aposentos y llevado a los kami
saben dónde, ¡a lo mejor hubiese pedido algo más de tiempo para
pensarlo!
En fin, “Una vida predecible es una vida muerta” se citó a sí mismo
Taka, y se rio. Si eso es cierto, puede que sea el hombre más vivo
de todo Rokugán. La alegría se convirtió en fastidio mientras tiraba
de los nudos de su ropa formal; tal como sospechaba, los sirvientes
le habían atado el hoeki no hō demasiado fuerte. Tras una diligente
lucha, se las arregló para quitarse la elaborada túnica y el resto de
sus prendas, dejándolas caer en un montón casi con rencor en el
banco cercano. La vestimenta campesina le hizo imaginarse
saliendo de un paso de montaña para regresar a su hogar después
de un largo viaje, aunque antes de lo esperado. La inclusión de una
bolsa de dinero en la indumentaria, aunque estuviese vacía,
convenció a Taka de que Yoritomo sabía de sus aventuras secretas
como vendedor ambulante. Taka se rio para sí mismo mientras se
ataba el cinturón.
Yoritomo es un auténtico hombre Mantis... busca cualquier
oportunidad para ponerme en evidencia, y ya ha atacado. Me
pregunto si alguna vez le he vendido algo sin saber quién era, pero
¿que me conozca tan bien? El daimyō Yasuki dudó de repente
mientras se ataba un nudo, y su risa se tornó algo más agria. Si lo
he hecho, espero que le hiciera un buen precio.
Taka alisó los pequeños pliegues del kosode, sonriendo para sí
mismo al verse nuevamente vestido con ropas familiares, pero tras
un aliento sus manos se detuvieron, y la sonrisa se desvaneció. La
última vez que había estado vestido así fue antes de su viaje a
Otosan Uchi, antes de la urgente misión del campeón de su clan,
antes de todas las cartas de su hijo que describían los cadáveres
amontonados de guerreros y enemigos Cangrejo y el humo de sus
piras funerarias.
Taka se miró en el panel de plata bruñida sujeto a la pared y se fijó
en los detalles del traje que llevaba, de color marrón y gris azulado,
los colores del Clan del Cangrejo. La ropa era un gesto sutil, y tan
intencionado como cada palabra de las elegidas por Yoritomo, que
disimulaba diligentemente su acento regional. A pesar de las
historias en las que se retrataba a los Mantis como animales,
resultaba evidente que Yoritomo era un hombre de muchos matices,
y su disposición a ponerse en peligro secuestrando a Taka de forma
directa insinuaba que fuese cual fuese su oferta, era muy
importante. Y aunque parecía imposible que los Mantis estuviesen
en una posición tan desesperada como los Cangrejo, los riesgos
que habían corrido solo para traerle aquí indicaban algo grave.
El hombre mayor se sorprendió frotándose las manos con
anticipación y se detuvo rápidamente, dejando su rostro sereno y
serio. —Daikoku-no-Kami, Fortuna de la Riqueza y el Comercio —
susurró Taka—, ciertamente parecéis estar escuchando, ya que
habéis mostrado un gran sentido del humor en los sucesos del día
de hoy. Una vez me ayudasteis a escapar de una emboscada de
bandidos. Ahora, son piratas. Vos y yo sabemos que estoy en mi
elemento, pero... —sonrió para sí mismo— un poco de suerte no
hace daño.
Taka se volvió hacia la puerta, y vio que estaba cerrada con otro
pestillo de latón. —¿Suspicacia, importada de algún gaijin? —musitó
en voz alta, y luego gruñó con sorpresa cuando la puerta resultó ser
sorprendentemente pesada— ¿O es que esa desconfianza nace en
casa? —con una bravuconería poco característica, Taka resopló y
abrió la puerta de par en par, y se quedó sin palabras mientras
contemplaba la escena que se extendía tras ella.
No se encontró con ninguna calle o montaña, ni tampoco una
fortaleza en el bosque. Lo que tenía ante él era la cubierta de un
barco, de una longitud y una anchura impresionantes, fabricada con
el mismo cedro de montaña que la habitación, sobre unas aguas
azules y siniestramente tranquilas, tras lo que se veía una masa de
cañas ondulantes y pantanosas. Dos velas negras, forradas con
largas barras horizontales de bambú y blasonadas con el mon verde
azulado del Clan de la Mantis, revoloteaban ociosamente en la brisa
constante. Los marineros trabajaban a un ritmo tranquilo, casi sin
mirar al recién llegado.
Un silbido agudo y repentino casi le hizo dar un salto. Giró sobre sí
mismo y levantó la vista para ver a Yoritomo situado encima de él,
apoyado contra una barandilla sobre el techo de la cabaña y
sonriendo.
—Bienvenido, amigo mío, al Viento Amargo, buque insignia de la
Primera Tormenta. —el líder Mantis sonrió con un orgullo casi
paternal mientras señalaba a uno de las empinados escaleras que
conducían a la cubierta sobre la que se encontraba—. Tenemos
mucho de qué hablar, vos y yo.
Yasuki Taka se reafirmó tomando aliento profundamente y se agarró
a la barandilla (también de latón, otro guiño tanto a las influencias
gaijin de Yoritomo como a su riqueza) y ascendió los escalones
hasta donde le esperaba el Campeón Mantis.
Yoritomo hizo una leve reverencia al llegar Taka; una sutil muestra
de respeto que, estando como estaba Taka vestido como un
mercader, hubiese parecido cuestionable a cualquier forastero que
los observase durante demasiado tiempo. La única otra persona en
la cubierta superior, una mujer mayor vestida con ropajes de lino
verde azulado, miró a la pareja pero no dejó de agitar suavemente
las manos, como si estuviese trazando figuras dentro de la niebla.
—Un buque... singular —dijo Taka finalmente, frotándose la barbilla
con un pensamiento de consternación—. No puedo decir que haya
visto jamás algo así.
—Eso es porque no existe ningún otro barco como este —dijo
Yoritomo con orgullo—. El Viento Amargo es un diseño mío, que
combina las innovaciones navales de todas las culturas extranjeras
con nuestro estilo rokuganés. Es la costumbre Mantis: observar,
adaptarse, mejorar. El orgullo de mi clan yace aquí en las tablas
bajo nuestros pies.
—He notado que las tablas son inusualmente estables —añadió
Taka, cruzando los brazos como si se sintiera un poco incómodo—
¡Una parte de mí se pregunta si todo esto es una ilusión! Cierro los
ojos y estoy medio convencido de que aún estoy en tierra.
Yoritomo hizo un gesto a la mujer de mediana edad que se
encontraba cerca, que asintió con un simple movimiento de su
cabeza. —Eso, y los detalles más específicos de vuestro viaje hasta
aquí, se lo debemos en gran medida a Kudaka —el Campeón
Mantis sonrió con un afecto feroz y amistoso—. Es la mejor de mis
tenkinja, nuestras sacerdotisas de las tormentas y las mareas. No
hay nadie en todo el Imperio Esmeralda con tanto talento como ellos
—la mujer mayor chasqueó la lengua y puso los ojos en blanco
durante un momento, un gesto que hubiese provocado gritos
ahogados en la Corte Imperial.
—A Yoritomo le encanta el sonido de su voz, eso está claro —
suspiró, y en su tono se notaba el fuerte acento de las Islas de la
Seda y las Especias—. Tan plagado de cumplidos como velas en un
día tormentoso. No soy la única que me ocupo de esta tarea, tengo
la ayuda de los gemelos en cubierta —giró la cabeza hacia dos
figuras esbeltas vestidas de forma similar, situadas en el centro del
navío, agachadas a ambos lados del barco y agitando las manos
hacia el agua como niños en una fuente. Bajo sus dedos, el mar
estaba cristalino y en calma como un espejo—. Y esto es una
tradición, simplemente pedir ayuda a los kami. Tratamos de no
hacerlo durante demasiado tiempo, los pone nerviosos. Pero saben
que es porque tenemos compañía importante, así que nos ayudan.
Taka se rio un poco a su pesar. —Os agradezco que lo pongáis tan
claro. Hasta los shugenjas Cangrejo son algo más... opacos, cuando
describen sus dones —Kudaka se encogió de hombros—. Si me
dejas te lo puedo explicar hasta aburrirte, pero aún tengo trabajo
que hacer —sacudió la cabeza hacia Yoritomo, que sonreía como
un niño travieso—. Vale, ya está. Ya has alardeado bastante, ahora
vete a hablar de negocios y déjame trabajar en paz.
Yoritomo hizo una media reverencia juguetona. —Ciertamente —y
condujo a Taka de vuelta por el camino opuesto hacia la proa del
barco, como intentando ignorar el resoplido de desdén de Kudaka
mientras se marchaban.
El pulido cedro de la cubierta del Viento Amargo apenas crujía bajo
los pies de los dos hombres, lo cual resultaba sorprendente tras el
constante rechinar de los tan cacareados suelos de ruiseñor del
Palacio Imperial y su coro de chirridos sibilantes. Junto a ellos,
marineros vestidos de negro con fajas de color verde azulado se
movían a un ritmo lento y deliberado, pasando a su alrededor como
si fueran rocas en un torrente, sus respetuosas inclinaciones de
cabeza hacia su capitán y daimyō eficientes y apenas perceptibles.
Yoritomo caminaba como un hombre totalmente tranquilo, en su
ambiente, mientras Taka seguía su estela.
—El mundo está dividido —dijo repentinamente Yoritomo, solemne
—. Los elementos, los reinos espirituales, la vida y la muerte. Son
útiles, como los cometidos en un barco. Yo soy el capitán, y luego
están mis subordinados, que me obedecen, y sus subordinados.
Jerarquías, linajes, cadenas de mando (algo que sé que los
Cangrejo pueden apreciar) que aseguran que si uno sucumbe, no lo
harán todos.
—Pero hay quienes llevan demasiado lejos esas divisiones, que las
crean donde no las hay, que las convierten en verdaderas grietas —
el daimyō frunció el ceño, y Taka aceleró el paso para poder oírle
mientras la voz del alto hombre se apagaba—. Esto es algo que no
puedo entender. No es la costumbre de los Mantis, ni siquiera en
nuestros comienzos. En otra época vuestro clan y el mío eran un
mismo pueblo, y cuando mi ancestro Kaimetsu-Uo no fue elegido
Campeón Cangrejo, se marchó para forjar su propio destino, y no
hubo mala sangre entre nuestra gente. Nos volvimos diferentes, no
inferiores.
—Creo entender qué es lo que queréis decir —dijo Taka con una
sonrisa irónica—. No es la forma de actuar de los Grulla.
Yoritomo resopló, y luego suspiró. —En realidad, no guardo rencor a
los Grulla, más bien les tengo lástima. Fuimos aliados en el pasado,
y confiaron en nuestras habilidades como mercenarios. Nuestro
poder era respetado, y todos entendían la importancia del comercio
marítimo. Ahora, los Grulla no miran al mar con admiración, para ver
tierras llenas de riquezas al otro lado. Lo único que ven es un
paisaje bonito que pintar. Se han vuelto egocéntricos, mezquinos...
—Y me imagino que actuar como piratas no ayuda mucho —bromeó
Taka, suscitando una sombría sonrisa en el otro hombre.
—No lo hace. Pero para ser justos, hemos hecho lo que había que
hacer, y cuando los demás dudaban, nosotros asumimos la
responsabilidad. Algo que al Clan del Cangrejo le suena bastante,
me imagino —Taka asintió, y los dos hombres se apoyaron contra la
proa del barco (Yoritomo mucho más despreocupadamente que
Taka) y miraron más allá. El Viento Amargo estaba anclado cerca de
una ensenada pantanosa, donde tanto las aves marinas como las
terrestres cazaban en los altos pastizales cuando se acercaba el
atardecer. La mayor de estas aves era una grulla gris, de estatura
majestuosa, que inclinaba la cabeza y miraba de cerca al agua,
ladeando la cabeza con minúsculos movimientos mientras se
esforzaba por seguir a su presa en las turbias aguas.
—Sabéis, siento una gran simpatía hacia vuestro clan. —Taka miró
a Yoritomo, cuyos ojos permanecían fijos en las aves cazadoras—.
A los samuráis de la familia Yasuki se les obligó a elegir entre dos
imposibles: renunciar a su poder dentro de un clan que les
despreciaba, o unirse a los Cangrejo y arriesgarse a la ruina en un
intento por ganarse un mayor respeto.
—Lo que provocó la primera y única guerra entre clanes —suspiró
Taka—. Un hecho que aún irrita a los Grulla.
—Lo que es una paradoja estúpida, que trata el pasado como si
fuera el presente, y el presente como si fuera un sueño —los ojos de
Yoritomo se dirigieron hacia el cielo, y sin decir palabra señaló hacia
un cormorán que se zambullía casi sin hacer ruido en el agua, con
las plumas resbaladizas como el aceite. Instantes después, el
desgarbado pájaro salió del agua con un pez plateado retorciéndose
en el pico. Yoritomo soltó una carcajada y aplaudió, viendo como el
cormorán se tragaba su comida.
—Ah, mirad... mi ave favorita —se rio—. Poco elegante, pero
adaptable. Cambia para adaptarse a la situación en la que se
encuentra, aire o agua, y lo hace bien —sonrió a Taka, inclinando la
cabeza hacia el pájaro—. Soy consciente del motivo por el que os
enviaron a Otosan Uchi, Yasuki-dono, pero era una misión
imposible, en cierto modo. Los Grulla os estaban vigilando, y el brillo
de vuestras escamas bajo el agua. Pero para ellos ya no sois más
que un animal aburrido, ni pez ni pájaro, así que os ignoran y os
dejan de lado. Y es por eso por lo que habéis vencido.
Taka se rio, y alzó las manos. —¡Parece que me han superado la
puja y ni siquiera se han discutido las condiciones! El temible
Yoritomo es un marino poeta y sabe que soy un líder vendedor
ambulante. De acuerdo entonces, el sol se está poniendo y es el
momento oportuno para hacer un trato. Conocéis mis necesidades
—dijo mirando fijamente al Campeón del Clan de la Mantis—, y
ahora debo conocer vuestras condiciones.
Yoritomo asintió, y cruzó con autoridad los brazos sobre su ancho
pecho. —El contrabando no es más que comercio con un nombre
distinto. Cuento con muchas flotas, compuestas por barcos bastante
menos llamativos que este, que podrían proporcionaros un flujo
constante de las armas que tanto necesita el Clan del Cangrejo.
Sólo carecemos de los medios.
Taka sacudió la cabeza y sonrió. —Una cuestión sencilla. No es
nada raro enviar barriles a una destilería como la mía, la Fábrica de
Sake Viajero Amistoso. Las armas se pueden ocultar en fondos
falsos, y os podemos enviar de vuelta esos mismos barriles,
cargados esta vez de monedas —abrió las manos, convertido ahora
por completo en astuto mercader—. Y también un poco de sake, a la
salud de vuestras tropas.
Yoritomo asintió con entusiasmo, y Taka metió cuidadosamente los
brazos en las mangas, su mirada repentinamente penetrante.
—Pero Yoritomo-dono, no puedo creer que los Mantis estén
teniendo problemas monetarios, o que sientan un deseo especial
por los koku del Clan del Cangrejo. Queréis algo más, y si no me
decís claramente qué es, me temo que no podremos ayudarnos
mutuamente.
La mirada de Yoritomo se endureció, y tras un momento, el gran
hombre asintió. —Antes os hablé de divisiones, y de cómo no
deberían ser tan habituales. Mi clan no hace distinción entre los
clanes menores y los grandes clanes, ni entre capitán o marinero;
cuando las olas rompen contra cubierta tiran de mis pies igual que
de los de cualquier plebeyo. Y mi posición no me salvará si nos
hundimos en una tormenta.
—Pero no puedo ser un líder y no luchar por algo mejor para mi
pueblo. Nuestro fundador provenía de un gran clan, y tengo la
intención de alcanzar esta misma grandeza, para que sus
descendientes podamos demostrar que somos dignos de su sangre.
Pero el simple hecho de decirlo no lo convierte en realidad —sus
ojos se clavaron en los de Taka, sombríos como una tormenta
inminente—. Los Mantis necesitamos de un gran aliado que nos
ayude a hacer esta reclamación, a defender nuestra causa ante el
Emperador, o mis esperanzas no servirán de nada —Yasuki Taka se
quedó en silencio durante un largo instante, golpeándose los labios
con un dedo. Finalmente, habló en un tono mesurado—. Tenéis mi
comprensión y mi simpatía —dijo lentamente—. Pero un acto así
requeriría de la aprobación del Campeón del Clan del Cangrejo, y yo
no soy él.
La mirada de Yoritomo no vaciló. —¿Acaso el señor Kisada no os
envió a Otosan Uchi para obtener la ayuda que necesitaba vuestro
clan? ¿Acaso lo que os ofrezco, no sólo las armas, sino también
nuestra amistad, no encaja con lo que necesitáis? —esbozó una
leve sonrisa con la comisura de sus labios, y sus ojos brillaron como
un relámpago—. Si no contarais con su permiso para actuar como
creyeseis que debéis por el bien de vuestro clan, nunca os habrían
enviado.
Taka entrecerró los ojos con una mirada... que se convirtió en una
sonrisa irónica, a la que siguió una risotada. —Nunca pensé que me
vencerían en un argumento dos veces en un mismo día —suspiró—,
o que me sentiría agradecido en ambas ocasiones. Muy bien,
Yoritomo-dono, Campeón del Clan de la Mantis. Cuando os alcéis y
habléis en nombre de la grandeza de vuestro clan, los Cangrejo
estarán a vuestro lado —otra sonrisa burlona—. Y mientras tanto, le
encontraremos uso a las armas que nos habéis ofrecido.
—¡Un trato! —gritó Yoritomo, haciendo que varios pájaros cercanos
levantasen la vista asustados y salieran volando—. Y hay algo más
de lo que quiero hablaros. No un nuevo acuerdo, precisamente, sino
un apéndice —Taka arqueó una ceja al ver acercarse a un par de
marineros llevando un gran cofre. A un gesto de Yoritomo los dos
marineros abrieron la tapa, revelando el contenido cubierto por una
tela con el mon del Clan de la Grulla. Cuidadosamente, los
marineros se hicieron a un lado mientras Yoritomo agachaba la
mano y apartaba la tela, revelando hileras de brillantes barras de
jade.
Enmudecido, Taka se adelantó y cogió uno de los esbeltos lingotes
de piedra preciosa, dándole la vuelta con la mano.
Una batalla en la Muralla Kaiu, hombres gritando mientras la
Mancha consumía a aquellos que no se encontraban protegidos por
el poder de aquel material verde pálido, al tiempo que les salían
ampollas en el rostro y la garganta.
Cortesanos en Otosan Uchi jugando ociosos con pulseras y
colgantes de jade tallado, cuyas virutas podrían haber salvado la
vida de un guerrero Cangrejo.
La sala de música del palacio, la fría mirada azul de Kakita Yoshi, y
su despedida cruel y resonante mientras aplastaba la esperanza de
Taka de llegar a algún tipo de acuerdo con el que salvar a su
pueblo.
En el crepúsculo, el cormorán se zambulló de nuevo en el agua, una
forma negra que se agitaba bajo las olas. Con un chapoteo, el
cormorán voló para posarse sobre el tronco, con otro pez plateado
en la boca. De un solo golpe, el pájaro desgarbado se tragó al
suculento pez. Taka levantó la vista hacia Yoritomo.
El daimyō Yasuki se inclinó profundamente ante el Campeón Mantis
y sonrió mientras se enderezaba. —Trato hecho.

Juegos cortesanos
Por D.G. Laderoute
Publicado originalmente en el pack de dinastía El Trono de
Crisantemo

Kakita Yoshi se detuvo en su deambular por los jardines de la


embajada del Clan de la Grulla. Le había llamado la atención una
azalea Kirishima, cuyos pétalos de color rojo brillante destacaban a
la luz matutina. Por supuesto, estaban perfectamente podadas.
Casi, pero no completamente esféricas, con una leve asimetría
absolutamente calculada. Imperfección perfecta, elaborada
deliberadamente para adaptarse a su posición en el jardín.
Yoshi sonrió al apreciar el trabajo del invisible jardinero. Qué
gratificante deber ser, pensó, ser capaz de diseñar los defectos que
afligen a tus subordinados. Por desgracia, la gente venía ya con
defectos incluidos. Lo más que podía hacer era saber cuáles eran
estos defectos y aprovecharlos. Resentimiento, celos, ambición,
lujuria… todos los delegados de la Corte Imperial sufrían de alguna
imperfección, de algún defecto de carácter que se podía aprovechar.
El truco, y el problema, consistía en determinar la manera de utilizar
lo que había. Resultaría mucho más sencillo si pudiese hacer como
el jardinero, y decidir que este cortesano se había obsesionado con
aquella mujer, o que aquel otro era adicto al opio. Si así fuera,
podría controlar y reformar la Corte Imperial como el jardinero había
hecho con la azalea, y lograr cada vez el resultado exacto que
deseaba.
Sí, la vida del jardinero era mucho más sencilla.
Yoshi se quedó mirando una flor shion, de pétalos púrpura y centro
amarillo. Representaba el recuerdo… No lo olvidaré. Seguía sin
poder olvidar la última vez que había estado allí.
***
Yoshi caminó a lo largo del serpenteante camino en dirección a la
embajada, pero se detuvo cuando se encontró alguien delante de él
bloqueándole el paso. Yoshi comenzó a arrugar el ceño a modo de
desaprobación y a preparar una increpación para quienquiera que
fuese el que no se había apartado de inmediato de su camino, pero
se detuvo al reconocer el kimono gris con bordados de grullas
blancas. Era Kakita Toshimoko, conocido como la Grulla Gris, y su
hermano.
–Ah, ya estás aquí, Yoshi-san –dijo Toshimoko, haciéndole una
reverencia–. Escuché que habías logrado sacar algo de tiempo libre
a tus deberes de Canciller Imperial.
Yoshi devolvió la reverencia. –Saludos, hermano. Yo veo también
que has encontrado la oportunidad para pasear por los jardines.
–Están preciosos a la luz de la Dama Sol, ¿verdad? –Con una
sonrisa conspiradora, añadió–, pero parecen aún más bellos bajo la
suave luz del Señor Luna y en brazos de una mujer bella, ¿verdad?
Yoshi evitó proferir un suspiro. Toshimoko sería un senséi famoso de
la Academia de Duelo Kakita, mentor y consejero de confianza de
Doji Hotaru, además de antiguo mentor del mismísimo Emperador,
pero también era una persona carente de elegancia, a veces incluso
zafio. Esbozando una sonrisa indulgente, Yoshi respondió. –Si tú lo
dices, hermano.
–¡Lo digo! –replicó Toshimoko, pero su sonrisa se desvaneció–.
Pero bueno, seguramente tendrás asuntos urgentes que exijan tu
atención… no estás aquí para disfrutar del paisaje. ¿Qué te trae
realmente por aquí?
–No me he reunido con Hotaru-ue desde su llegada a Otosan Uchi –
dijo Yoshi–. Deseo presentarle mis condolencias por la muerte del
Señor Satsume antes del funeral.
Lo poco que quedaba de la sonrisa de Toshimoko desapareció. –
¿De verdad? ¿Condolencias… o felicitaciones?
Yoshi comenzó a abrir y levantar su abanico, una reacción instintiva
para un cortesano experto a la hora de ocultar su conmoción ante
semejante afirmación. En lugar de ello lanzó una dura mirada a
Toshimoko. –No sabía que el dominio de la espada provocaba tal
degradación en el resto de cualidades... como por ejemplo la
decencia y el decoro.
–Bah. No me vengas con tu indignación fingida, hermano –hizo un
gesto hacia la flor de shion–. Esa flor nos pide recordar. Teinko se
tiró de las colinas de Kyūden Doji por culpa de Satsume. Hotaru y yo
lo recordamos con claridad. Y tú deberías hacerlo también.
–Sean cuales sean nuestros sentimientos al respecto, es una forma
indigna de hablar de los muertos, hermano.
–Y otra vez, ¡bah! Lo único que le importa a la flor de shion es que
se recuerde a Satsume, no cómo se le recuerde. Si su legado no es
agradable, es un peso con el que tendrá que cargar en su próxima
vida, ya que llevarlo fue decisión suya.
Yoshi miró de nuevo hacia la flor de shion. No lo olvidaré. Yoshi no
lo haría, pero no por las indignas razones de Toshimoko. No
olvidaría a Satsume porque había sido un líder fuerte… y sí,
exigente. Pero exigir distinción a tus vasallos también les hacía
fuertes. No olvidaría tampoco a su hermana, que había acabado con
su vida, desesperada al creer que nunca sería capaz de cumplir las
expectativas de su esposo en lugar de trabajar con más ahínco por
cumplirlas, como era su deber.
La gente, por desgracia, venía ya con defectos incluidos. El de
Teinko había sido su terrible fragilidad. Pero Hotaru y Toshimoko
habían decidido que Satsume era el villano de la historia. Era un
punto de vista nostálgico y revisionista, que pecaba de una ceguera
provocaba por su amor hacia Teinko. Esta era su debilidad… el
defecto de ambos.
Se giró de nuevo hacia Toshimoko. –Satsume era un gran hombre –
dijo–. Representó y sirvió con honor a nuestra familia, a nuestro clan
y a nuestro Imperio. Puedes decidir recordarle de otra forma, pero
yo no permitiré que todo esto quede en el olvido –estuvo también a
punto de añadir y ahora lo más probable es que resida en Yomi, el
Reino de los Ancestros Sagrados, mientras que Teinko languidece
en Meido, a la espera de un juicio…
Pero no lo hizo. Otro de los defectos de Toshimoko era la pasión.
Hacía que resultase sencillo provocarlo, algo de lo que Yoshi era
más que consciente. Una vez, de pequeños, le había presionado en
exceso por… algo. Ahora ni siquiera era capaz de recordar el
motivo. Toshimoko había tirado a Yoshi a un estanque de peces koi
y se había quedado agarrándole, bajo el agua, mientras él se
debatía inútilmente, hasta que casi se ahogó. Incluso a día de hoy,
recordar los húmedos sonidos y movimientos de los peces le hacían
temblar y alejarse.
Toshimoko se limitó a lanzar a su vez una dura mirada a Yoshi. –No
negaré los servicios de Satsume, ni sus contribuciones, hermano.
Pero cuando veas a Hotaru recuerda que, igual que me pasa a mí,
sus sentimientos hacia él son… poderosos.
–Por supuesto.
***
Un grupo de árboles de cerezo cercanos se bamboleaban al sol,
nubes de verdor ahora que ya no quedaba traza alguna de pétalos.
Habían florecido hacía semanas, antes de la muerte de Akodo
Arasou. Antes de la disolución de un matrimonio de vital importancia
entre los clanes del Unicornio y el León. Antes de que Doji
Kuwanan, heredero al trono del Clan de la Grulla, hubiese sido
atacado en las Llanuras Osari. Antes del secuestro de Yasuki Taka y
de que Kakita Asami hubiese sido convertida en rehén.
Kakita Yuri aguardaba cerca del mirador, y su expresión perfecta de
cordialidad no dejaba entrever preocupación alguna por el bienestar
de su hija. El hombre hizo una profunda reverencia. –Saludos,
Kakita-ue.
–Saludos, Yuri-san. Afirmasteis tener asuntos importantes que tratar.
–Y alejados de la Corte Imperial, nada menos.
–Sí, mi señor. El Clan del Unicornio continúa buscando apoyos para
su petición. Creo que una nueva ley, por la que se declare Toshi
Ranbo como ciudad Imperial.
–Es cierto. Parece que en estos momentos Bayushi Shoju apoya
también esta petición. Esto dejaría únicamente la oposición del Clan
del León –Yoshi dio un resoplido–. No demasiado sorprendente. Si
el Emperador aprueba esta petición, es el clan que más tiene que
perder.
–Mi señor, sería conveniente que la petición Unicornio fuese el
primer tema a tratar por la corte cuando reanude su actividad. Como
Canciller Imperial, vos os encargáis de supervisar el orden del día
de la corte, por lo que podríais aseguraros de que así fuese.
Normalmente sólo se plantearía aceptar una petición semejante a
cambio de algo… útil. Que la petición proviniese de su clan, y de
uno de sus vasallos directos, tenía poca importancia. Como
Canciller, servía únicamente al Emperador.
Además, el hombre había hecho ni más ni menos que lo que se
esperaba de él al enviar a su hija a tierras León para negociar. La
toma de rehenes no era precisamente algo inusual, especialmente
después de las bajas León sufridas en Toshi Ranbo. Y sin
embargo…
Ikoma Ujiaki, del Clan del León, prácticamente había exigido ser el
primer peticionario. Y no cabía duda alguna de que la delegación
León no había ofrecido al Canciller nada de utilidad, sino que se
habían limitado a dar por hecho que el puesto era suyo por derecho.
–No veo motivo alguno –dijo Yoshi– por el que la petición Unicornio
no pueda ser el primer tema en el orden del día. Haré los arreglos
apropiados.
El rostro de Kakita Yuri no mostró ningún cambio de expresión, pero
se inclinó. –Gracias. Informaré al resto de la delegación Grulla.
Yuri asintió, hizo una nueva reverencia, y se encaminó de vuelta a la
embajada.
–Por cierto, Yuri-san…
El hombre se detuvo.
–Nos aseguraremos de que ni la Dama Asami ni su comitiva sufran
daño alguno.
–Gracias, mi señor –el hombre se inclinó de nuevo en respuesta a
esta afirmación, aún más profundamente, y se excusó.
Yoshi dedicó una última mirada a la flor de shion y continuó con su
paseo por los jardines.
***
La sala de audiencias Imperial de Rokugán era el epicentro de la
política del Imperio, un lugar extenso y elevado en el centro del
palacio de la Ciudad Prohibida. Una sala de piedra y madera oscura
pulidas hasta parecer espejos, y en cuya gran extensión se ubicaba
a las legiones de cortesanos, burócratas y ministros que
conformaban la incesante maquinaria de gobierno de Rokugán. En
este lugar todo era de corte impecable, todo había sido situado con
precisión, y todo seguía una estudiada coreografía. Era un lugar tan
alejado y diferente de la suciedad, sangre y confusión de un campo
de batalla como pudiese imaginarse.
Pero para Kakita Yoshi no había diferencia alguna. La Corte Imperial
era otro campo de batalla, en el que las consecuencias eran a
menudo tan terribles como los golpes y cortes de una katana o un
yari. Y no sólo un campo de batalla, sino el campo de batalla, el más
importante de todos. Aquí se ganaban y perdían guerras antes
siquiera de que un solo samurái se hubiese puesto su armadura.
Yoshi llevaba un tessen para resaltar este hecho, un abanico de
guerra cuyas varillas habían sido lacadas y fortalecidas con tanta
habilidad y astucia que tenían casi la misma fuerza y dureza que la
hoja de una katana. Era sin lugar a dudas un arma, algo que estaba
prohibido en la Corte Imperial. Pero era el Canciller Imperial, y la
corte la dirigía él. Sólo el Emperador o el Campeón Esmeralda
podían contradecirle. Las dudas de cualquier otro individuo
resultaban irrelevantes.
Yoshi, haciendo ostentación de su abanico, subió al gran estrado,
una inmensa construcción de piedra y madera pulida que dominaba
la sala. En cada uno de los distintos niveles del estrado se iban
situando funcionarios de la corte de un nivel cada vez más elevado,
culminando con el Emperador en su cúspide, sentado en el
gigantesco Trono Crisantemo. Los pilares situados a ambos lados
del trono tenían grabadas inscripciones de sabiduría: “El mundo está
en orden” a la derecha y “Honra al cielo, ama a la gente” a la
izquierda. Yoshi llegó al su lugar reservado, en el nivel
inmediatamente bajo el trono, se dio la vuelta y se encaró con la
corte.
Cientos de cortesanos se arrodillaron, bloques de colores que
representaban a los Grandes Clanes de Rokugán, a las Familias
Imperiales y a varios de los Clanes Menores. Todos esperaron a que
Yoshi devolviese la reverencia colectiva. Sin embargo, estudió el
proceso con ojo crítico. Un fallo incluso en el detalle más pequeño
avergonzaría al que lo provocase, además de provocar que debiese
disculparse, que le destinasen a algún puesto lejano y carente de
importancia, o incluso que se viera obligado a cometer seppuku.
Pero todo había salido exactamente como debía, algo que hizo que
Yoshi se sintiese al mismo tiempo satisfecho y un tanto
desilusionado.
Alargó el momento un poco más, tras lo que se inclinó en
aceptación del respeto de la corte. Los dignatarios se enderezaron
todos a una. La única excepción fue Bayushi Kachiko, la Consejera
Imperial, que se encontraba arrodillada al mismo nivel en el estrado
que Yoshi, a la izquierda del Emperador, mientras que él se situaba
a su derecha. Al tener el mismo estatus no se había inclinado ante
él, sino que se había limitado a saludarlo con una inclinación de
cabeza. Él se la devolvió, al tiempo que se daba cuenta de que la
mujer había llegado justo antes que él. Normalmente llegaba a la
corte mucho antes de que lo hiciese él, probablemente para
supervisar alguna trama vulgar.
Apartó la mirada. Era una mujer extremadamente desagradable, tan
vil y peligrosa como el escorpión que daba nombre a su clan. Por
supuesto tenía sus defectos, igual que todo el mundo… pero Yoshi
no estaba seguro de cuáles eran. Kachiko se encontraba oculta
detrás de demasiados velos de ofuscación y secreto. Sin embargo,
más tarde o más temprano apartaría todos, y cuando lo hiciera…
Las grandes puertas se abrieron, y Yoshi apartó a Kachiko de su
mente. Se postró, igual que todo el resto de la sala, hasta que su
frente tocó el suelo.
El paso firme de los kōgake, zapatos acorazados, anunciaba la
llegada de una escuadra de la Guardia de Honor Seppun. Les
seguía una procesión de vasallos y más miharu, la obsequiosa
comitiva de un único hombre: Hantei XXXVIII, Emperador de
Rokugán.
Con absoluta precisión, los miharu y la muchedumbre de
funcionarios se separaron y se encaminaron a sus lugares
reservados. El Emperador, seguido por el Heraldo Imperial y otros
funcionarios de alto nivel, ascendió por el gran estrado. Cuando
llegó a su asiento se dio la vuelta en dirección a la corte y le dedicó
una sencilla inclinación antes de sentarse en el trono.
Los cortesanos se enderezaron al unísono, pero se mantuvieron
arrodillados. Tras una pausa, Yoshi se levantó.
–Leales samuráis de Rokugán –dijo–, es un honor y un privilegio
declarar abierta esta sesión de la Corte Imperial, en el décimo día
del mes de Akodo, del año 1123 según el calendario Isawa –su voz
se podía escuchar en toda la sala gracias al experto diseño de la
misma–. Que las diez mil fortunas guíen vuestros pensamientos,
palabras y actos en los trascendentales asuntos que ocupan hoy al
Imperio.
Yoshi hizo una pausa y lanzó una nueva mirada a la corte. Los
pinceles de los escribas estaban levantados, listos para apuntar de
forma detallada todo lo que aconteciese. En la parte posterior de la
sala se agrupaban las diferentes delegaciones, todas ellas listas
para aproximarse por orden hacia el gran estrado. Al frente de estas
delegaciones Yoshi vio a Ide Tadaji, del Clan del Unicornio. El Clan
del León había ejercido una gran presión para hacerse con el primer
puesto de peticionarios, probablemente para impedir hablar a los
Unicornio. Por desgracia, Yoshi sólo había sido capaz de ofrecerles
el tercer puesto, tras una delegación Dragón que deseaba solicitar a
la corte ayuda para enfrentarse con la herética Secta de la Tierra
Perfecta. El líder de la delegación León, Ikoma Ujiaki, le estaba
dedicando una mirada tan penetrante como un rayo de sol directo.
Yoshi le ignoró.
Todo estaba listo. Yoshi levantó su abanico para indicar a la primera
delegación que se aproximase… pero se detuvo al notar movimiento
detrás de él.
El Emperador se levantó, al parecer para decir algo.
Yoshi bajó su abanico de inmediato. Era… inesperado. Con todo,
era prerrogativa del Emperador hacer lo que se le antojase, así que
se limitó a darse la vuelta para escuchar lo que el Hijo del Cielo
fuese a decir.
–Samuráis de Rokugán –dijo el Emperador–, antes de dar comienzo
a esta corte, deseo hablar de un asunto de gravedad. Hace poco, el
Imperio sufrió una gran pérdida con la muerte de Doji Satsume, el
Campeón Esmeralda. Deseo honrar a Satsume-san y reconocer,
con gratitud, su lealtad y sus incansables esfuerzos para mejorar el
Imperio.
Se hizo el silencio durante un momento, antes de que el Emperador
continuase.
–Por supuesto, la muerte del Señor Satsume ha dejado vacante el
puesto de Campeón Esmeralda. He ordenado al Heraldo Imperial
que dé comienzo a los preparativos para celebrar el Campeonato
Esmeralda, en una fecha y lugar aún por determinar, de forma que
los Cielos, en su sabiduría, puedan elegir un nuevo titular para este
honorable puesto.
Otra pausa. Yoshi miró de forma subrepticia a la corte, y se aseguró
de que las delegaciones seguían preparadas para acercarse en
cuanto el Emperador terminase de hablar.
–Por último –continuó el Emperador–, voy a emitir un decreto. El
ascenso de un nuevo Campeón Esmeralda por medio del
campeonato tradicional es una costumbre ancestral que contribuye
de forma directa a la estabilidad del Imperio. Para asegurar aún más
esa estabilidad, decreto que hasta que un nuevo Campeón
Esmeralda haya asumido el augusto puesto de magistrado supremo
de Rokugán, ninguna ley Imperial existente podrá ser reformada ni
abolida, y que no se establecerán ni propondrán nuevas leyes
Imperiales. Y una vez emitido este decreto, la corte puede
comenzar.
¿Un decreto? ¿Ninguna nueva ley, ni reformas en las existentes…?
¿Por qué? ¿Por qué había hecho algo así el Emperador? ¿Y por
qué no había sido informado? Era el Canciller. Una proclama como
esta no debería ser una sorpresa para él.
¿Quedaba alguna otra sorpresa desagradable en la corte?
El instinto estuvo a punto de hacer que Yoshi levantase su abanico
para ocultar su consternación tal como habían hecho docenas de
cortesanos en la sala. Pero no podía permitirse semejante lujo. Por
fortuna su semblante, entrenado gracias a sus años de experiencia
en la corte, le permitió mantener una expresión casi perfecta de
aburrida neutralidad.
Yoshi dirigió la mirada hacia el fondo de la sala. El decreto del
Emperador había hecho que, de repente, la solicitud Unicornio
careciese de sentido. Ide Tadaji se hizo a un lado y permitió a la
delegación Dragón adelantarse en su lugar. Yoshi podía ver su
sorpresa y su desilusión. Cruzó la mirada un momento con Kakita
Yuri, situado en el grupo Grulla, y también notó su conmoción y
turbación.
Yoshi mantuvo su expresión impasible mientras los Dragón se
aproximaban al gran estrado. Los León se situaron detrás de ellos
con impaciencia, su resentimiento sustituido por la satisfacción.
¿Por qué había hecho algo así el Emperador?
Un movimiento a su izquierda llamó la atención de Yoshi. Bayushi
Kachiko había comenzado a abanicarse. En su abanico podía verse
el dibujo de un paisaje con un castillo… y una joven doncella.
Yoshi apretó su abanico con fuerza.
Kachiko había llegado curiosamente tarde a la corte. ¿Dónde había
estado exactamente? ¿Con el Emperador?
Por su parte, Kachiko parecía mostrar interés únicamente hacia la
delegación Dragón. Sin embargo, dedicó una breve mirada a Yoshi,
una mirada efímera que no le decía nada…
Y se lo decía todo.
Apretó de nuevo el puño, hasta que sus nudillos quedaron blancos.
Tenía sus defectos, igual que todo el mundo… pero Yoshi no estaba
seguro de cuáles eran. Kachiko se encontraba oculta detrás de
demasiados velos de ofuscación y secreto.
Yoshi se apartó de Kachiko. Las flores de shion de los jardines del
Clan de la Grulla seguían manteniendo su promesa.
No lo olvidaré.

Hisha estático
Por Gareth-Michael Skarka

—Un movimiento de apertura de shogi es como tomar una medicina.


Elige la correcta y ganarás fuerza. Elige la equivocada y morirás.
-Agasha Seigen, Maestro de shogi
Tenerle esperando era un insulto, pero Ide Tadaji lo sobrellevó.
El embajador del Clan del Unicornio se sacudió las mangas para
dejar caer parte del agua de lluvia que le había empapado de
camino al Palacio Miya, y se acercó al pequeño brasero de carbón
que habían encendido para contrarrestar la humedad de principios
del verano. Los pueblos y aldeas de Rokugán habían quedado
cubiertos de barro debido a las torrenciales lluvias de la estación, y
aunque la Ciudad Prohibida se había librado de esa suerte gracias a
sus calles empedradas, estaba igual de húmeda.
La lluvia cae tanto sobre el Emperador como sobre los campesinos,
musitó Tadaji, recordando el pasaje del Tao de Shinsei.
Hoy había caído, sin duda. El camino desde su residencia
permanente en la casa de huéspedes del Clan Unicornio no era
demasiado largo, pero la lluvia había sido una compañera constante
e inoportuna, e hizo que el camino se le hiciera aún más largo a un
hombre con un pie deforme. Para cuando Tadaji llegó al palacio de
la familia Miya, se sentía como si se hubiese abierto camino a través
de una cascada, y sus ropas le colgaban del cuerpo como musgo
húmedo de un árbol. Su pie, que le había impedido toda su vida
cabalgar a lomos de los caballos de su clan, ahora le dolía
terriblemente. Gravitó hacia el otro lo mejor que pudo, apoyándose
pesadamente en su bastón.
Tadaji había recorrido el camino en solitario tal y como dictaba la
tradición, a excepción de un único guardaespaldas. A pesar de que
esta visita no era oficial, no se podía esperar que ningún embajador
viajara sin ningún tipo de protección, y mucho menos un daimyō
familiar, ni siquiera en la parte la parte más segura de la capital. Y
su guardaespaldas era formidable. Utaku Kamoko había cabalgado
a toda velocidad para llegar hasta Otosan Uchi, con la misión de
transmitir directamente al Emperador las noticias de la Campeona
del Clan del Unicornio, Shinjo Altansarnai.
No le había hecho la menor gracia descubrir que ningún samurái, ni
siquiera la comandante de las temidas Doncellas de batalla
Unicornio, tenía permitido dirigirse directamente al Emperador.
Como embajador oficial ante la Corte Imperial, este deber recaía en
Tadaji, pero cuando llegó el momento de elegir un guardaespaldas
para la visita, supo que no podía más que elegirá aquella feroz
guerrera, que había recorrido todo Rokugán para estar allí. Era una
manera de permitirle estar presente cuando se diese la noticia al
Emperador, y de cumplir con su obligación. Kamoko había dejado
bien claro que consideraba esto como una solución apenas
aceptable, pero asumió a regañadientes su deber con un mínimo de
estridencias, algo poco habitual para la ardorosa doncella de batalla.
Tadaji sonrió para sí al mirar en su dirección y encontrarla sombría
como una nube de tormenta en un rincón de la habitación, lejos del
calor del carbón.
La visita no oficial permitió a Ide Tadaji dar las malas noticias en
privado. Miya Satoshi, el Heraldo Imperial y daimyō de la familia de
heraldos Miya, escucharía la noticia y se la transmitiría al
Emperador, lejos de las miradas y oídos de la corte, para que el
Trono de Crisantemo tuviera tiempo de formular una respuesta, en
lugar de obligarle a responder en mitad de la corte. Era una cortesía,
aunque esperada, y a pesar de su naturaleza no oficial estaba tan
envuelta en rituales y tradiciones como cualquier otra de las
funciones gubernamentales.
Tradiciones que Miya Satoshi violaba al obligarle a esperar. El
Heraldo era un hombre ocasionalmente descarado, un rasgo poco
apropiado para un diplomático, a juicio de Tadaji. Estaba seguro de
que aquel insulto menor, hacerle esperar, era para recordar al Clan
del Unicornio su lugar en el Imperio.
Esa posición no mejoraría con la noticia. Puede que costase a su
clan algún tipo de censura Imperial, o algo peor. Tadaji sacudió la
cabeza, desechando la idea. No tenía sentido rumiar sus temores.
Lo hecho, hecho está.
La sala de audiencias no presentaba muchos rasgos distintivos.
Tadaji había elegido situarse cerca del brasero para secarse un
poco, pero no contaba con que tuviese que hacerlo durante tanto
tiempo. Su pie había empezado a molestarle, pero ahora le dolían
las piernas, tanto por el largo paseo y la humedad como por haberse
quedado de pie. El único sitio para sentarse era alrededor de un
tablero de shogi, que se encontraba llamativamente situado en
medio de la sala.
El tablero rectangular, con sus casillas labradas, estaba listo para
jugar, los dos conjuntos de fichas colocadas en los extremos de los
jugadores, mirando al oponente. También había plataformas para las
fichas capturadas a la derecha del asiento de cada jugador. Era un
tablero muy hermoso, fabricado delicadamente a mano con madera
lacada.
—¿Jugáis, Kamoko-san?
El silencio en el que se había sumido la sala quedó roto, pero si
Kamoko se había sorprendido, no lo demostró. La respuesta llegó al
instante: —No lo hago.
Tadaji asintió, mirando el tablero. —A mí tampoco me gusta el juego.
Prefiero la pureza simplista del go… piedras negras y blancas,
proporcionan una claridad de la que carece el shogi.
Las fichas de shogi no tenían ningún color que las identificase, su
lealtad estaba determinada únicamente por la dirección en la que
encaraban a su oponente. Cuando un jugador capturaba una pieza
opuesta, se retiraba del tablero, pero podía ponerse en juego
nuevamente en manos del contrincante y entre sus fichas originales.
Además, cada ficha tenía su propio conjunto único de movimientos,
que cambiaban y se complicaban si se "promocionaba" al moverla
hasta el territorio del oponente. La ficha se daba la vuelta, revelando
un símbolo diferente, que indicaba el cambio de estado.
Los generales decían que el shogi reflejaba la realidad de la guerra.
Los diplomáticos afirmaban que el juego representaba las
complejidades y maniobras de la corte. Ambos grupos consideraban
el juego como una metáfora de los conflictos de sus respectivos
oficios. En gran medida este era el motivo por el que Tadaji prefería
otros juegos; ya estaba harto de estos conflictos en su vida
cotidiana; no deseaba encontrarlos también en forma de metáforas
durante su tiempo libre.
Prefería dedicar su tiempo a jugar al go con Shosuro Takeru. Sus
largas partidas, disputadas en una de las islas del Jardín Imperial
del Agua, constituían una gran fuente de solaz para los dos.
—El juego me parece bastante claro, Tadaji-sama —dijo Kamoko—.
Pero es un juego de Rokugán. No puedo entender un juego bélico
sin caballería.
Tadaji sonrió. Ella tenía razón, por supuesto. El juego incluía una
pieza llamada el Caballo de Cassia, destinado a representar a un
samurái montado, pero ninguna unidad caballería en sentido alguno
que el Clan del Unicornio pudiera entender. El equivalente más
cercano en el shogi era el Hisha, o carro volador, capaz de moverse
por todo el tablero de juego hacia delante, hacia atrás o de lado a
lado. Era una de las fichas más poderosas del tablero y con mayor
capacidad de movimiento, junto con el Kakugyō o alfil, su pieza
complementaria, que tenía un alcance similar pero en diagonal. A
Tadaji le parecía caballería, fuera cual fuese el nombre que le
hubieran dado.
—Siento haberos hecho esperar, Tadaji-sama —una nueva voz
resonó en los confines de la habitación. Miya Satoshi entró por un
panel deslizante, que criados ocultos en el pasillo cerraron
silenciosamente tras él. El Heraldo Imperial estaba vestido con la
ropa relativamente sencilla de un señor en su hogar, en su palacio,
en lugar de con sus galas cortesanas habituales.
Tadaji se encrespó un poco. Además de insultarle haciéndole
esperar, Satoshi se había referido a él como -sama, en vez del -
dono más apropiado para su posición como daimyō de la familia Ide.
Satoshi tenía un rango lo bastante elevado como para hacer que
corregirle pareciese estúpido por su parte, pero a pesar de ello
había mostrado al Unicornio menos respeto del que se le debía. Si
Satoshi ya se ha enterado de la noticia a través de espías o por
cualquier otro método, estas provocaciones podrían tener algún tipo
de motivación, en lugar de ser meramente los errores de un hombre
descarado.
—¿Creo que hay algo que deseáis que le diga al Emperador? —
Satoshi se enrolló la túnica y se sentó en uno de los asientos del
jugador en el tablero de shogi—. Hagamos algo mientras hablamos.
¿Jugáis?
Tadaji atravesó la habitación y se sentó en el otro asiento,
examinando la expresión de Satoshi, tratando de entender sus
motivaciones ¿Lo sabe?
—A veces, Satoshi-san. Sólo de vez en cuando.
Satoshi señaló hacia el tablero con un amplio movimiento de la
mano. Obviamente estaba orgulloso de su belleza, y del estatus que
indicaba su presencia en su hogar. —Como invitado de honor,
podéis hacer el primer movimiento.
Tadaji se sacudió por última vez las mangas húmedas ante el
brasero, y se sentó frente a Satoshi. El primer movimiento se realizó
mucho antes de llegar. Todo lo que queda ahora es ver cómo se
desarrolla la partida.
***
Mientras los criados mantenían las puertas abiertas, Utaku Kamoko
se situó a la izquierda de Ide Tadaji, el lugar tradicional de un
guardaespaldas, protegiendo el lado indefenso… aunque Tadaji
sostenía un bastón en la mano derecha, lo que hacía poco probable
que pudiese sacar un arma para proteger su costado derecho. Poco
después salieron del Palacio Miya y se adentraron en las calles de
la Ciudad Prohibida. Por suerte, el torrencial aguacero que les había
acompañado en su primera travesía había disminuido un poco, y
ahora sólo se enfrentaban a una lluvia ligera.
Kamoko exhaló. La lluvia en el rostro era un alivio refrescante en
comparación con el calor rancio de la habitación. No sabía si el calor
provenía del diseño del palacio en sí, o de la tensión del encuentro.
Pero le recordó algo de lo que estaba segura: su sitio estaba en las
llanuras. Ya bastaba de maquinaciones: volvería junto a Altansarnai
y las demás doncellas de batalla, y dejaría muy lejos aquel lugar.
Las complejidades de la capital le resultaban más desconocidas que
el doumbek o el rik de las Arenas Ardientes.
Ide Tadaji había conversado con el Heraldo Imperial, Miya Satoshi,
durante más de una hora mientras jugaban al shogi. Sin embargo,
hablaron tan bajo que no llegaba hasta donde se encontraba, por lo
que la conversación le resultó tan misteriosa como el progreso de un
juego de una complejidad innecesaria. Nunca antes había pensado
en el juego y, sin embargo, ahora parecía tener una gran
importancia en su situación.
Una metáfora perfecta para la diplomacia en Rokugán. Reglas
transmitidas durante generaciones, apenas comprendidas por los
extranjeros, pero cargadas de consecuencias.
Que Shinjo Altansarnai hubiese rechazado la oferta de matrimonio
de Ikoma Anakazu del Clan del León era una violación de esas
reglas inútiles. Le habían pedido que abandonase demasiado: su
deber hacia su clan como campeona; su verdadero amor y padre de
sus tres hijos, Iuchi Daiyu; su honor. El coste era demasiado elevado
para mantener la paz con un clan por el que los Unicornio no
necesitaban preocuparse. Pero Ide Tadaji había sido uno de los
mediadores de esa paz, y ahora tenía la tarea de dar la noticia de su
fracaso al Trono de Crisantemo.
Si esto desembocaba en una guerra, que así sea. Los traicioneros
León llevan demasiado tiempo siendo un molesto zumbido bajo la
silla de montar.
La única pregunta era la reacción Imperial. Si el Emperador se ponía
del lado de los León, el Clan del Unicornio podría acabar teniendo
como enemigo a algo más que a su antiguo rival. La Corte Imperial
podía despojarles de sus tierras, de su posición, convertirles en
auténticos marginados. Siempre nos han tratado como a extraños.
Gaijin, nos llaman. Esta podría ser su oportunidad de expulsarnos
por completo.
Todo dependía de esta reunión. El destino de todo un clan, que
pende de un hilo, de una partida jugada por dos hombres que se
lanzaban palabras mientras intercambiaban fichas capturadas en el
tablero. Era preferible que este tipo de cosas se decidieran en el
campo de batalla, a lomos de un caballo y cimitarra en mano, en
lugar de verse constreñidos por las complejidades de la tradición y
la diplomacia.
Mientras caminaban, Kamoko no se atrevió a decir nada a Tadaji.
No estaba segura de poder confiar en él, y mucho menos de cómo
reaccionaría.
Tadaji la detuvo con una suave e inesperada mano en el brazo, y
señaló a un banco de piedra cercano orientado hacia uno de los
muchos estanques de carpas koi de la Ciudad Prohibida. —
Hagamos un descanso, Kamoko-san.
Se sentaron, viendo a los peces deslizarse bajo la superficie del
agua, el dorado, rosado, rojo y blanco de sus escamas los únicos
colores en aquel día gris. La superficie del agua era una danza
interminable de ondas que se cruzaban, se unían, se separaban y
rebotaban, ondulando desde las gotas de lluvia que golpeaban el
estanque. Incluso allí, todo estaba enmarañado.
Tenía que empezar a desenredarlo por algún lado. —El Heraldo
tenía a alguien observando la reunión. Escondido tras un biombo.
Tadaji asintió. —Lo supuse. Las noticias viajarán rápido.
—¿Y cómo se recibió la noticia? ¿Se enfrentará el clan a la
censura?
—Hisha estático —fue la única respuesta de Tadaji. Kamoko esperó
a una explicación más detallada.
El hombre se inclinó hacia delante, apoyando la barbilla en sus
manos cruzadas sobre su bastón, y miró nadar a los peces.
—No lo entiendo, Tadaji-sama.
—Yo tampoco, al principio —Tadaji meneó la cabeza, como para
despejarla, y se giró para dedicarle una mirada bondadosa—. Es
parte de ese juego al que no jugáis. Existen una serie de estrategias
tradicionales para ganar, y muchas de ellas se basan en la ficha
conocida como hisha, y sacan partido de su amplia gama de
movimientos.
—Satoshi, sin embargo, dejó sus hisha atrás, y empezó a mover sus
piezas más valiosas a los espacios situados tras ellos.
—Usándolos como guardaespaldas —continuó Kamoko, probando
la terminología del juego.
—No exactamente. La estrategia se llama Hisha estático, y en ella
se utilizan los hisha como baluartes, tal y como habéis dicho, pero el
objetivo principal es utilizar el conocimiento del oponente de los
puntos fuertes del hisha en su contra. Para hacerles preocuparse de
por qué no los has desplegado de acuerdo con sus capacidades... y
esto está diseñado para atraer a un oponente: para hacer que se
derrote a sí mismo, básicamente.
—Ya veo... —mintió Kamoko, aunque probablemente Tadaji se
percataría de su mentira con mucha mayor facilidad de la que el
observador oculto podría haber escuchado la conversación a través
del biombo.
Tadaji sacudió la mano, como si estuviese disipando la mentira
como el que ahuyenta una mosca. —Es más complejo que eso, por
supuesto, pero ése es el meollo de la cuestión. Me hizo darme
cuenta de algo. Vi que Satoshi consideraba cualquier posible
enfrentamiento entre los clanes del León y el Unicornio como algo
que beneficiaba al Trono de Crisantemo.
Las cejas de Kamoko se levantaron. —¿Quiere que vayamos a la
guerra?
—No exactamente. Es probable que dude de que se llegue a tal
punto, pero si lo hace, él y el Emperador están dispuestos a
censurar a uno o ambos bandos. Pero las luchas intestinas entre
clanes ha sido durante mucho tiempo el objetivo de las Familias
Imperiales, especialmente de los Otomo, aunque a la familia Miya se
la conocía como “el puente entre clanes''. La guerra nos mantendría
ocupados mutuamente, y careceríamos del poder suficiente como
para convertirnos en un elemento desequilibrante. Los gaijin
extranjeros con su incomparable caballería —Tadaji dio un ligero
golpecito a la armadura de Kamoko—, asegurándose de que los
León, la Mano Derecha del Emperador, no se vuelva demasiado
poderosa... y también a la inversa. Y si los León comienzan a
emplear sus fuerzas al norte contra nosotros, quizás se vuelvan más
cautelosos al este contra el Clan de la Grulla.
Como si los León fueran a poder presentar algún tipo de obstáculo
contra los Unicornio...
—El Emperador y la corte se sientan tras su baluarte, mientras
nosotros nos derrotamos solos.
Los ojos de Kamoko se abrieron de par en par. Asintió. —Hisha
estático.
Pero fueran cuales fuesen las intenciones del Trono, dejaba libre a
su clan para demostrar de una vez por todas su poder contra los
León sin interferencias Imperiales. El desafío era tan factible como
largamente esperado.
Tras un instante de silencio, roto únicamente por el ocasional
chapoteo de una carpa koi atravesando la superficie del estanque,
Tadaji suspiró. —Me encontré preguntándome cuánto de aquello era
la opinión de Miya Satoshi, y cuánto era la de Otomo Sorai o la del
Emperador, o si, en última instancia, hay alguna diferencia real.
Temo por lo que nos espera, Kamoko-san —se apoyó pesadamente
en su bastón mientras se ponía de pie, dedicando un momento a
echar un último vistazo al estanque antes de irse. Kamoko le siguió
de cerca, y luego se detuvo.
Kamoko recordó cómo el Heraldo Imperial se había parado
repentinamente, frunciendo el ceño como si se hubiese tragado una
rana, y concluyó la reunión de forma tan abrupta que no rayó en la
grosería, pero que estuvo tan cerca de ella como una carga de
caballería de la infantería.
Kamoko se aclaró la garganta. —Tadaji-sama... si Satoshi-sama
espera que los Unicornio y los León se agoten mutuamente, ¿por
qué se mostró tan descontento con la noticia?
Tadaji sonrió. —Oh, no le desagradó la noticia. Estaba enfadado
porque una vez que identifiqué su estrategia de shogi, le gané.
Bastante rápido, de hecho.
Kamoko parpadeó.
—Os dije que no me gusta el juego, Kamoko-san, no que no juegue
bien.

La brillante llama de la gloria del mundo


Por Nancy M. Sauer
Publicado originalmente en el pack de dinastía El destino no
tiene secretos

Bayushi Aramoro aferró la empuñadura de su katana y la


desenvainó en un único ágil movimiento. Impulsó la espada hacia
delante con todas sus fuerzas, y la parte superior del tronco de
bambú situado frente a él salió volando hasta el jardín. Aramoro se
acercó al tronco para examinarlo, y recorrió con los dedos la
superficie del corte. Era un buen corte, pero no perfecto… y
necesitaba perfección, o su equivalente. En una semana se
celebraría el Campeonato Esmeralda, y Aramoro debía ganarlo. Su
señor confiaba en él. Su clan confiaba en él.
Kachiko confiaba en él.
Se escuchó un sonido en la arena del suelo detrás de él, y Aramoro
se giró y lanzó una dura mirada al sirviente que se había arrodillado
en el camino. –Dije que no quería ser molestado.
–Mi señor, es el magistrado Bayushi Yojiro. Desea veros.
La irritación de Aramoro desapareció. –No se debe hacer esperar a
un magistrado Esmeralda –dijo–. Traedle aquí de inmediato –su voz
no transmitió el entusiasmo que sentía. La devoción de Yojiro por el
honor demostraba que era un idiota, pero era un idiota obediente: su
presencia significaba que había encontrado una forma de cumplir
las órdenes de Kachiko.
Minutos más tarde Yojiro fue acompañado al jardín. No llevaba la
máscara tradicional utilizada por los samuráis Escorpión, sino que
en lugar de ello prefería vestir ropajes con cuellos elevados que le
ocultaban la parte inferior del rostro. Aramoro podía ver la cara del
hombre con claridad, y en aquella cara no se veía otra cosa que la
reserva apropiada para un samurái. Era una máscara muy buena.
Yojiro no dijo nada, sino que se limitó a hacer una reverencia a
modo de saludo. Aramoro devolvió la reverencia, y aguardó en
silencio hasta que escuchó salir del jardín al sirviente. –Tienes algo
para mí.
–Sí, mi señor –Yojiro metió la mano en una de sus mangas y sacó
una horquilla de mujer. Era una elaborada obra de artesanía
compuesta por multitud de pequeñas flores de papel que colgaban
alrededor de un gran grupo central de cuentas compuesto por
fragmentos irregulares de espejo. –Esta es vuestra victoria.
–¿Qué? –dijo Aramoro–. Esto es…
Un repentino rayo de sol le dio en los ojos, cegándolo. Levantó el
brazo de forma refleja al tiempo que parpadeaba furiosamente.
Cuando pudo ver de nuevo, vio que Yojiro tenía levantada la
horquilla espejada.
–Hace algún tiempo infiltramos una agente en el seno de la familia
Otomo concertando un matrimonio con un cortesano de aquella
familia. Le he dado una horquilla igual que esta, que llevará cuando
asista al duelo final del campeonato. Sé dónde se sentarán los
miembros de la familia Otomo, y me aseguraré de que el duelo final
se libre a una hora que proporcione el mejor ángulo posible de luz
solar. Cegará a vuestro oponente, y vos golpearéis.
–Ingenioso –dijo Aramoro–. ¿Pero qué pasa si alguien ve el
destello?
–Es poco probable –respondió Yojiro. Su encogimiento de hombros
le pareció un poco demasiado despreocupado, pero no estaba
seguro–. Si se descubre algo oficialmente, se quedará horrorizada al
darse cuenta de que al tocarse el cabello interfirió en el duelo y
rogará entre llantos que se le permita cometer seppuku, para evitar
cualquier posible deshonra a la familia Otomo.
–Sí, eso servirá –dijo Aramoro–. Me has proporcionado el favor de la
mismísima Amaterasu. Bien hecho.
Kachiko… ahora estaré aún más cerca de ti.
***
El sol se encontraba casi en el horizonte, y las sombras se iban
alargando por el suelo mientras Akodo Toturi se dirigía a su tienda.
Tomó aliento profundamente para aclararse la mente. Otro duelo,
otra victoria, y habría completado la primera parte de su plan.
Siguiendo el camino, estuvo a punto de darse de bruces con otro
samurái al girar una esquina. Mientras se ponían de acuerdo en por
qué lado pasar cada uno, Toturi se percató de que el samurái vestía
los colores rojo y negro del Clan del Escorpión, y a continuación del
rostro que las acompañaba: Bayushi Yojiro.
Toturi se puso tenso. Al estudiar el puesto del Campeón Esmeralda
y los magistrados que le servían, había visto diversas menciones a
Yojiro, “el Escorpión honesto”. El hombre llevaba años al servicio del
Imperio, y en todo momento había actuado como un samurái
honorable cuyo único objetivo era el de servir fielmente al
Emperador. Esto significaba que, o bien Yojiro era uno de los
escasos Escorpión honorables, o que era más experto que la
mayoría a la hora de ocultar su deshonor. Una ambigüedad
exquisitamente peligrosa.
–Mis disculpas, Akodo-sama –dijo Yojiro al tiempo que se inclinaba–.
No debería haberme permitido estar tan distraído.
–No hablemos más de ello –dijo Toturi–. ¿Hay algún problema? Soy
consciente de que los magistrados Esmeralda han estado muy
ocupados estos últimos días.
–En absoluto –respondió Yojiro–. Simplemente estaba dedicando un
momento a disfrutar de la puesta de sol, “que nos muestra la
brillante llama de la gloria del mundo”.
Toturi reconoció al instante la cita de la clásica obra, y sus ojos se
entrecerraron un poco al quedarse mirando detenidamente al
Escorpión. –Y la oscuridad que todo lo cubre cuando la llama de la
pira se apaga –continuó recitando.
Yojiro sonrió calurosamente. –Exacto, exacto –dijo–. Y ahora debo
partir: tal y como decís, durante el campeonato tengo muchos
deberes. –Hizo una profunda reverencia y se marchó.
***
Un corazón henchido con el Bushidō no puede verse perturbado.
Eso era lo que habían enseñado a Toturi desde su niñez, y aquella
mañana, mientras meditaba sentado, buscaba la calma proveniente
de la certeza de un comportamiento honorable. Pero le asolaban las
perturbaciones, como pequeñas ondulaciones en una charca
profunda y tranquila.
El objetivo de sus compañeros de clan era apartarlo del resto del
mismo otorgándole uno de los mayores honores del Imperio. Se
vería obligado a pasar la mayor parte del tiempo alejado de Shiro
Akodo y de sus generales. Mientras tanto, Matsu Tsuko exigiría
guerra a gritos, y si lograba de algún modo arrebatarle el título de
Campeón de clan de la misma forma en la que Doji Satsume se
había visto obligado a defender su título de Campeón años antes, la
situación podría seguir esos derroteros.
Al mismo tiempo Kaede, su nueva esposa, se estaba ajustando
lentamente a la vida de casada. Aún mantenía aposentos propios
después de la boda, así como contactos frecuentes con sus amigos
en la Capital Imperial.
¿Y qué planeaba Bayushi Yojiro? La obra que le había citado
terminaba en un duelo a muerte: dos antiguos amigos que se veían
obligados a luchar entre ellos, y durante el que cuando el sol obliga
a uno a cerrar los ojos, el otro aprovecha el instante para atacar.
El encuentro parecía inocente, al menos de forma aislada. Pero
aquella mañana Toturi había conocido quién sería su oponente en el
duelo final: Bayushi Aramoro. El título de Campeón Esmeralda era
un premio de inmenso valor. ¿Lo bastante valioso como para tentar
a un Escorpión honesto? Pero, ¿qué objetivo tenía citarle una
antigua representación? Nadie necesitaba que le recordasen que la
mayoría de los duelos acababan con una muerte, y en este
campeonato los duelos habían sido específicamente diseñados para
ser no letales. ¿Qué quería decirle Yojiro? ¿O había sido simple
coincidencia?
Sacudió la cabeza, irritado, y se levantó.
Había terminado de vestirse y estaba colocándose las espadas en el
obi cuando un guardia anunció que Ikoma Ujiaki deseaba verle.
Toturi accedió, y los guardias le llevaron hasta él. –Akodo-ue –dijo
Ujiaki haciendo una reverencia. El movimiento hizo moverse arriba y
abajo su espectacular melena, no muy distinta de la de un león–.
Espero poder resolver este asunto con rapidez. A lo largo del día de
hoy las delegaciones León y Unicornio han tenido varios…
desencuentros.
Ujiaki no específico a qué se debían los “desencuentros”, lo que
quería decir que Toturi sabía perfectamente cuál era la causa. La
ruptura por parte de la Dama Altansarnai de su compromiso con
Ikoma Anakazu continuaba provocando tensiones en el Clan del
León; que un samurái pudiese comportarse con semejante
desprecio por su clan y su honor resultaba increíble. Había
provocado una importante pérdida de prestigio a la familia Ikoma, y
a Toturi no le sorprendía que algunos samuráis León hubiesen
encontrado la oportunidad para expresar su desagrado con el Clan
del Unicornio.
–Estoy seguro de que simplemente estaban borrachos –dijo Toturi–.
Os dejaré a vos la tarea de encargaros de los samuráis de vuestra
familia. El Clan del Unicornio deberá encargarse de los suyos por su
cuenta.
–Sin duda. Otro asunto, mi señor: la gunsō Matsu Mitsuko ha
comandado una incursión contra Hisu Mori Mura, en tierras
Unicornio.
–¿Qué? ¿Quién ha osado autorizar…?
Se respondió sólo a su pregunta. Matsu Tsuko. Por supuesto. Toturi
frunció el ceño. Cada día que pasaba, la guerra parecía ser más
inevitable. –Nos ocuparemos de ello más tarde.
–Como deseéis, Akodo-ue. Por último, Miya Satoshi-dono nos ha
comunicado que el duelo tendrá lugar dentro de dos horas.
Toturi asintió con gravedad. –Estoy preparado siempre que lo
solicite el Emperador.
–Tal y como corresponde a un samurái –Ujiaki dudó–. Akodo-ue, si
me permitís una palabra. Podríamos haber recuperado las Llanuras
Osari con facilidad si Doji Satsume no hubiese utilizado su poder
como Campeón Esmeralda para defender la reclamación de
propiedad de su clan. Si nos aseguramos de que el próximo
Campeón Esmeralda sea un samurái honorable, no deberemos
preocuparnos más de ello.
Ikoma Ujiaki tenía razón, pero a pesar de ello su razonamiento era
corto de miras. El título de Campeón Esmeralda no era para un
único clan, sino para todos ellos. Bayushi Aramoro sería únicamente
una marioneta Escorpión, que lo utilizaría para hacer cumplir la
voluntad de Shoju y Kachiko.
–Las ventajas de tener un Campeón Esmeralda León resultan
evidentes –continuó Ujiaki–. Nos honraría inmensamente que
salieseis victorioso en el campeonato.
–Estoy seguro –respondió Toturi.
Algunos León pueden lanzarse a coger un pez y lograr cogerlo, pero
también los hay capaces de ver dónde necesitan estar los primeros
para obtener logros mayores. Esta es la razón por la que fuiste
escogido.
No fracasaría.
La importancia del Campeonato Esmeralda era tanta que el
Emperador presenciaría el duelo final. La importancia del
Emperador era tal que todo aquel capaz de presenciarlo, lo haría.
Desde donde se encontraba situado Toturi la muchedumbre parecía
extenderse frente a él, y la exquisitez de sus brillantes kimonos
hacía que el recinto del torneo semejase una pradera llena de flores
veraniegas. Los grandes señores y sus vasallos predilectos se
encontraban sentados en los graderíos construidos en el ala
oriental, flanqueando el pabellón del Emperador, mientras que los
menos afortunados se situaban de pie allá donde habían encontrado
sitio. El murmullo de la multitud, compuesto por todas las voces que
intercambiaban chismorreos, rumores y algún retazo ocasional de
información real, era como el oleaje que golpea contra la costa.
Ello nos muestra la brillante llama de la gloria del mundo.
No. Ahora era el momento de centrarse.
A la señal del Heraldo Imperial, Toturi comenzó a caminar
lentamente hacia el centro del recinto. Bayushi Aramoro se acercó
desde el lado opuesto. Cuando los dos hombres se situaron a diez
pasos de distancia, se detuvieron y se hicieron una reverencia, tras
lo que se giraron hacia el este y se postraron ante el Emperador. El
Heraldo Imperial dio un paso al frente para leer un escueto
pronunciamiento del Emperador, y a continuación un shugenja
bendijo a los dos combatientes y el campo en el que se iba a dirimir
el duelo. Mientras le envolvía el reconfortante peso de los rituales
ancestrales, Toturi dedicó una ferviente plegaria a sus ancestros,
rogándoles que le bendijesen.
Akodo-no-Kami, hermano, guiadme por el camino correcto.
Una vez concluidas las ceremonias, los dos hombres se levantaron
y se situaron a cinco pasos de distancia entre ellos. A continuación,
llevaron a cabo una demostración de habilidad, una última
oportunidad para que los duelistas hiciesen alarde de su pericia
antes del auténtico desafío del duelo. Aramoro, de menor estatus,
fue el primero. A su señal se aproximó un chiquillo Escorpión
llevando dos manzanas. Aramoro se situó en su posición de duelo al
tiempo que el niño tiraba rápidamente las dos frutas al aire, una
detrás de otra. Aramoro desenvainó e hizo múltiples cortes rápidos
mientras las manzanas caían al suelo. El chico recogió los pedazos
del suelo y se los llevó al árbitro principal, que los contó. –¡Dieciséis!
–anunció, y a través de la muchedumbre se escuchó un torrente de
comentarios de admiración.
Toturi mantuvo el rostro impasible mientras la incertidumbre se
extendía en su seno, como una gota de tinta en un tazón de agua
limpia. No era la demostración de habilidad: aunque era un truco
impresionante, no indicaba que Aramoro fuese más hábil de lo que
Toturi había esperado. Había algo extraño en la posición de su
oponente. Un cierto aire de distracción, como si Aramoro estuviese
concentrado en algo más aparte de la situación actual.
Ello nos muestra…
No tenía tiempo para las distracciones de Yojiro.
Toturi tomó aliento profundamente y lo soltó de forma pausada al
tiempo que daba unos pasos adelante. A continuación, comenzó a
ejecutar de forma lenta y cuidadosa una kata básica de iai, una tan
antigua que se decía que la había inventado el propio Kakita. Dobló
lentamente las piernas hasta alcanzar la posición de iai y luego, con
la misma lentitud, colocó su mano derecha en la empuñadura de su
katana mientras con la derecha aflojaba la vaina.
El tiempo se arrastraba lentamente en silencio, y Toturi sacó su
espada, moviéndola lentamente en un arco suave y limpio. El tiempo
no existía. El gentío no existía. Sólo existía el hombre, la espada y la
desaparición de la diferencia entre ellos. Al final del arco, Toturi se
detuvo. En un único movimiento cuidadoso y controlado, ejecutó el
movimiento con la muñeca diseñado para limpiar de sangre la hoja.
Después llevó lentamente a cabo el proceso de devolver la espada
a su vaina.
El recinto continuó en silencio. La mayoría de los espectadores
tenían expresiones de confusión: sólo un puñado de samuráis
pareció aprobar su forma. Miró de forma discreta hacia la delegación
Grulla, en la que Doji Hotaru hacía un esfuerzo creíble por mantener
una apariencia impasible. Kakita Toshimoko se sentaba a su lado,
con una amplia sonrisa. Ambos habían reconocido con claridad el
insulto que acababa de lanzar a Aramoro: no me verás desenvainar
durante el duelo, así que te lo voy a enseñar ahora, lentamente.
Resultaba tentador intentar ver si Aramoro se había dado cuenta,
pero hacerlo arruinaría el efecto.
A la señal del árbitro principal, dos asistentes se acercaron para atar
largos objetivos de papel a los antebrazos de los dos duelistas. Una
vez colocados sus objetivos, Toturi se giró en dirección a su
oponente y parpadeó a causa de la sorpresa. Durante el proceso de
colocación de sus objetivos, Aramoro había alterado su posición de
forma subrepticia, de tal modo que ahora se encontraba más al este.
No había nada que lo prohibiera, pero al encararse con el sol
poniente se había situado en una posición de ligera desventaja. Esta
vez Toturi no pudo controlar la inquietud que le asaltó. Estaba claro
que Aramoro planeaba algo, y no había nada que Toturi pudiese
hacer para evitarlo.
El duelo era ahora, y no podía detenerlo porque tuviese una vaga
sensación de inquietud.
Toturi se centró, y se concentró simplemente en su respiración.
Tomó aliento desde su estómago.
Si Aramoro tenía intención de hacer trampas, era un oponente débil.
Mantuvo el aliento.
No temería a una persona de esa calaña, pero quería saber a qué
se enfrentaba. Soltó aire a través de la nariz, y encontró fortaleza en
el núcleo de su ser.
Toturi estudió a Aramoro mientras daba un paso adelante y se
inclinaba una vez más ante él. Existía alguna relación entre su
postura y su decisión de encararse hacia el oeste. Cuando
descubriese qué era, descubriría la forma de evitar el truco. Si es
que aún tenía tiempo.
Aramoro asumió su posición. Toturi hizo lo mismo, buscando en su
interior la calma necesaria para el iai, tratando de aislar los febriles
intentos de su mente por desvelar el misterio.
Ello nos muestra…
Aramoro movió ligeramente la cabeza. Su rostro estaba oculto por
su máscara, pero sus ojos se entrecerraron al darles el sol poniente.
Su posición.
El sol.
…la brillante llama de la gloria del mundo.
Desenvainó, cerrando los ojos y confiando en su velocidad y su
memoria para saber exactamente el lugar en que se encontraba
Aramoro.
Su espada hizo silbar el aire, y a continuación escuchó la reacción
sorprendida de la multitud.
Abrió los ojos. Aramoro estaba de pie, con la espada a medio
desenvainar, y con los dos objetivos de papel cortados limpiamente.
Toturi había ganado.
***
Después de aceptar el nombramiento oficial del Emperador y la
Armadura Esmeralda llegó la interminable sucesión de admiradores,
la mayoría de los cuales solicitaban sutilmente (o no tan sutilmente)
que Toturi designase a algún familiar como magistrado Esmeralda.
Deshacerse de todos resultó tan agotador como una batalla. La
siguiente persona en aproximarse fue su esposa. ¿Qué sería lo que
le pediría ella?
–Habéis obtenido mucha gloria para vuestros ancestros –dijo,
inclinándose ante él.
–Me esforzaré por conservarla –respondió Toturi.
–Y vuestra kata antes del duelo fue un acto de gran belleza –
continuó Kaede.
Sus ojos chispeaban mientras lo dijo, y se dio cuenta de que ella
también se había percatado del sutil insulto que ocultaba. Le dedicó
una sonrió. –Me alegra que lo apreciaseis.
Kaede le devolvió una escueta sonrisa, y se alejó. Mientras se iba,
la multitud situada alrededor del recinto del torneo se desplazó, y
durante un momento Toturi vislumbró a Bayushi Yojiro hablando con
un cortesano Escorpión. La muchedumbre se movió de nuevo, y los
perdió de vista.
¿A qué jugaba Yojiro? ¿Por qué le había prevenido de la treta de
Aramoro? ¿Era acaso el acto de un magistrado honorable tratando
de defender la integridad del puesto de magistrado Esmeralda? ¿O
era alguna enrevesada treta Escorpión para ganarse su confianza?
Había pocas certezas al tratar con el Clan de los Secretos.
Finalmente, se le acercó su lugarteniente, la Campeona Rubí, que le
dedicó una profunda reverencia. –Será un honor serviros, Campeón
Akodo Toturi-sama –dijo Agasha Sumiko en tono ceremonial–.
Tenemos mucho de qué hablar, cuando tengáis tiempo.
–Sin duda –replicó Toturi con una ligera inclinación–. Estoy
deseando comenzar a trabajar juntos.
La Dragón se inclinó una vez más, y el rubí de su armadura
centelleó al sol. ¿Sería por fin alguien en el que poder confiar? ¿O
era cómplice de algún modo en la muerte de su predecesor? ¿Qué
nuevos detalles acerca de la muerte del señor Doji Satsume se le
revelarían ahora que se encargaría de supervisar la investigación?
Durante un instante, la Armadura Esmeralda pareció lastrarle con el
peso de toda una montaña. El peso del Clan del León era una cosa,
pero ahora servía al Imperio en su totalidad. Toturi se envaró en un
acto reflejo.
Era un samurái León, del linaje del mismísimo Akodo.
No fracasaría.

Honor, lealtad, deber


Por Mari Murdock

Yojiro clavó la hoja de su cuchillo contra la blanda y pulposa


superficie de la madera. Al ir esculpiendo, cintas arremolinadas de
madera fueron cayendo sobre el furoshiki que había colocado en el
suelo. Yojiro golpeó ligeramente el cuchillo sobre el banco para que
cayeran las astillas de madera adheridas a la hoja. El golpeteo era
un reflejo del ritmo de la lluvia.
Tap tap. Tap. Tap tap tap.
Un jardinero vestido con ropa sencilla de color marrón apareció
desde detrás de una puerta, con el hombro cubierto por un paraguas
de papel.
Una figura improbable: el jardinero se le quedó mirando durante un
tiempo ligeramente más largo de lo decoroso antes de comenzar a
retirar las hojas caídas en el camino de grava con un par de pinzas
de latón. Yojiro continuó tallando y limpiando de vez en cuando las
virutas de su cuchillo.
Tap tap tap.
Desde el interior de la embajada se escaparon unas risas cuando un
grupo de damas se acercó a una ventana del segundo piso. La
lánguida voz de la dama Kachiko se elevó por encima de las demás.
Se abrió el postigo, y las cortesanas suspiraron ante el espectáculo.
—Ah, una suave tormenta de verano —dijo Kachiko desde la
ventana—. ¿Os parece que disfrutemos del paisaje mientras
jugamos?
—Oh, sí, una partida de hanafuda mientras contemplamos las flores.
Qué emotivo —contestó otra mujer. Yojiro reconoció la voz como la
de Shosuro Hatsuko, la espía geisha favorita de Kachiko.
Al empezar la partida, las cartas de madera lacada comenzaron a
caer sobre la mesa con un golpeteo rítmico, que también se hacía
eco del sonido de la lluvia.
Clic clic. Clic. Clic clic.
Yojiro volvió a golpear el banco con su cuchillo.
Tap tap.
Se había establecido contacto. Yojiro escuchó los golpeteos de las
cartas de hanafuda, y los convirtió en las palabras que se le había
ordenado aguardar.
Clic. Clic clic clic.
Los sonidos que salían de la ventana quedaban prácticamente
apagados por la lluvia, pero Yojiro logró escuchar cada palabra con
claridad.
Magistrado. Poder. Torneo.
Yojiro extrapoló las palabras codificadas en su mente,
conectándolas con el significado pretendido. Kachiko se refería a su
posición como magistrado Esmeralda, un honor que le otorgaba
control sobre la planificación del torneo del Campeonato Esmeralda.
Aramoro, el hermano de Bayushi Shoju y contendiente Escorpión,
iba a librar el último combate dentro de unos días.
Yojiro respondió, golpeteando la madera con su cuchillo y tirando al
suelo las virutas.
Sí. Mi señora.
—Señoras —dijo Kachiko en voz alta, sus palabras poco más que
una cortina de humo para ocultar la verdadera conversación—. Me
temo que mi reciente visita a los cortesanos Grulla resultó
decepcionante.
El jardinero se acercó. Su trabajo lo había conducido directamente
bajo la ventana de Kachiko, ya que debía recoger las hojas de un
estanque de peces koi con una larga red de bambú. El jardinero no
podría oír nada.
—Kakita Yuri carece por completo de estilo —continuó Kachiko—.
¿Quién iba a decir que un buen kimono podría echarse a perder
cuando el orgullo de su portador se convierte en terquedad?
—Sí, hay algo en los giros obstinados de expresión que altera el
equilibrio de los patrones —contestó Hatsuko—. Alguien debería
decirle a Yuri-san que el atuendo no hace al hombre. El hombre
hace al atuendo.
Siguieron cayendo cartas de hanafuda.
Clic. Clic, clic. Clic, clic.
Torneo. Escorpión. Victoria.
Yojiro se interrumpió, con la respuesta en la punta de los dedos.
Una punzada en el estómago lo hizo detenerse durante un instante.
Kachiko le estaba pidiendo que sabotease el torneo, que utilizase
sus habilidades para asegurarse de que Aramoro se convirtiera en
Campeón Esmeralda. Frunció el ceño.
Podía imaginarse la cara de Kachiko en aquel momento. Sus
carnosos labios carmesí entornados en aquella sonrisa conocedora
pero insondable que la caracterizaba, disfrutando del placer de la
conspiración.
Su mensaje continuó.
Tú. Astuto. Tú. Victoria.
Podía imaginarse su mirada, oscura y misteriosa, con un deje
coqueto.
Yojiro había sido a menudo testigo de aquella mirada al lado del
Emperador. Allí, los amables ojos del Hantei, sentado
majestuosamente, extendían su mirada hasta el cielo. La sabiduría
inocente y confiada con la que hablaba. Su fuerte mano apoyada en
el Trono de Crisantemo.
Un sabotaje de aquellas características sería una traición, se
recordó Yojiro. Peor aún. Un insulto personal al Emperador, una
blasfemia ante el poder de los Cielos.
Pero Yojiro no era capaz de hacer desaparecer de su mente por
completo el rostro de Kachiko, cuya ambiciosa mirada ardía con una
lealtad inmutable hacia el Clan del Escorpión, esa misma lealtad que
acababa de impulsarle a idear una forma de sabotear el torneo en el
mismo instante en que ella se lo había pedido.
Suspiró. Por encima de todo, era un siervo de su clan. Por encima
de su honor. Por encima de su alma.
Bajó de nuevo el cuchillo.
Yo sirvo. Escorpión.
—Es una alegría saber que los combates entre los clanes del León y
la Grulla habrán de cesar durante el torneo del Campeón Esmeralda
—dijo Kachiko, con una sinceridad al parecer no fingida—. Debería
proporcionarnos algunos días de paz, mucho más de lo que
podríamos haber esperado.
Trabaja bien, Yojiro. Trabaja con astucia.
—Una paz merecida —contestó Hatsuko—. La guerra es algo tan
desagradable.
Yo sirvo. Mi señora.
El jardinero miró a Yojiro con suspicacia, pero él lo ignoró.
Espero. Buena suerte.
Yojiro envolvió con cuidado su montón de virutas de madera en el
furoshiki y se lo metió en la manga. Cruzó nuevamente la mirada
con el jardinero antes de acercarse a él entre la lluvia y entregarle
su talla.
Una pequeña grulla de madera para un espía Grulla.
Mortificado, el jardinero se quedó paralizado al verse descubierto,
por lo que Yojiro metió la grulla en el obi del hombre antes de
marcharse. Tenía otro proyecto en el que trabajar.
***
El cuello alto de Bayushi Yojiro parecía apretarle la garganta. Sus
esquinas le pinchaban los costados de la cara, y sentía como si lo
dejaran encerrado en su confusión...
Honor. Deshonor. ¿Soy un traidor? ¿Y ante quién lo sería?
—Yoji-kun. ¿Qué te preocupa?
Yojiro había olvidado que estaba caminando junto a su hermana. —
No es nada, Mii-chan.
Otomo Mikuru le lanzó una mirada desconfiada, exagerada en un
contrapunto burlesco de sus normalmente impecables habilidades
interpretativas. —Llevas la angustia marcada en el rostro. Ese cuello
rígido no me oculta nada, hermano.
Yojiro dudó. Su hermana siempre había demostrado una lealtad más
firme que él. Adiestrada desde muy temprana edad para ser una
actriz excepcional, a los diez años se ofreció voluntaria para
participar en un plan artero en el que estuvo involucrado un
representante de la familia Otomo de visita a Kyūden Bayushi. El
plan había funcionado a la perfección. Ahora que estaba casada con
un Otomo preparaba tramas distintas cada hora, y disfrutaba de
cada instante.
—Que no pueda ocultarte nada, Mii-chan, no significa que pueda
decir lo que me venga a la mente. Ya no somos niños que
comparten secretos.
— ¿Así que tienes un secreto? —su sonrisa se amplió hasta las
mejillas. Hizo una pausa en el camino de madera entarimado para
mirar fijamente a los terrenos del torneo. El sendero conducía a una
serie de vistosas columnas pintadas de tonos vivos y engalanadas
con estandartes en los que se veían los colores y emblemas de los
siete clanes. Las columnas se encontraban alrededor de un
espacioso escenario de mármol de forma octogonal y de la
plataforma del Emperador, decorada con seda esmeralda y
crisantemos, y que conformaba uno de los lados del octógono.
— ¿Tu secreto tiene que ver con el torneo? —preguntó Mikuru.
Yojiro asintió.
— ¿Se trata del auténtico motivo por el que el torneo se celebra en
la capital? Bayushi Goshiu y yo hemos estado comentando los
rumores que afirman que el Emperador no está contento con el
estado del Palacio del Campeón Esmeralda. He oído que Doji
Satsume dejó el castillo totalmente desorganizado.
—No hay ningún escándalo —suspiró Yojiro, cansado de sofocar los
rumores—. Nuestro bendito Emperador es simplemente demasiado
mayor para viajar. Sinceramente, Mii-chan. ¿Alguna vez habías oído
las palabras "Campeón Satsume" y "desorganización" en la misma
frase antes de estos rumores?
Mikuru se rio a carcajadas, algo impropio de una dama de la corte.
—Supongo que tienes razón. Pero para tener la reputación de ser
"el único Escorpión honesto", te estás guardando muchas cosas.
¿Cuál es tu verdadero secreto, Yoji-kun?
Yojiro se quedó mirando el límpido rostro de su hermana, casi sin
ver el matiz de preocupación en el leve giro de su siempre serena
boca.
¿A quién estoy dispuesto a traicionar?
Yojiro sacudió la cabeza. —Lo siento —sacó un largo paquete de
seda de la manga y se lo ofreció—. Un regalo. Lo hice para ti.
Mikuru desenvolvió el paquete de seda para revelar un kanzashi que
brillaba cegadoramente a la luz del sol. Tocó las delicadas cuentas
espejadas que colgaban de la punta como un arco de rocío. Una de
las cuentas no se movía, ya que un pequeño reborde estaba
enganchado en el hilo de seda, mientras que las demás cuentas
colgaban libremente: la astucia de Yojiro quedaba oculta en aquel
aparente defecto.
— ¿Debo llevar esto en el torneo, Yojiro?
El joven asintió con la cabeza, procurando ocultar a su hermana un
leve temblor incontrolable en el ceño con su cuello alto. —Tú y la
familia de tu esposo tenéis asientos en la grada del Emperador.
Ayudarás a Aramoro a vencer, cegando con esto a su oponente.
Deberías ser capaz de controlar los espejos en apenas unos
minutos.
Mikuru tocó la manga de su hermano. — ¿Y tu preocupación? ¿Qué
aflige tu corazón en esta empresa?
—Si alguien saca a colación el reflejo de las cuentas, deberás
ofrecerte a cometer seppuku por la deshonra acarreada por el
accidente.
Mikuru sonrió, sin que le molestase la orden. — ¿Te preocupa que
lleguemos a este extremo? ¿Que tenga que morir?
Yojiro negó con la cabeza, apartando de su mente la perspectiva de
la muerte. —No, Mii-chan. Lo que me preocupa es más... sutil. Y
aún más angustiante. Traicionar la confianza del Emperador no es
algo fácil de plantearse.
—Tienes razón. No lo es —Mikuru empezó a caminar, deteniéndose
solo cuando se situó justo ante el estrado del Emperador.
Suavemente, introdujo el kanzashi en los intrincados bucles de pelo
que tenía enrollados sobre la cabeza y se inclinó como si se
estuviese preparando para una audiencia. Al levantar la cabeza,
Yojiro vio en sus ojos el mismo fuego que ardía a menudo en los de
Kachiko. Lealtad más allá de la muerte. Ansia de poder. La
presencia de Kachiko le había intimidado hasta hacerle arder
también a él con ese fuego… su fervor le había consumido. Sin
embargo, verlo reflejado en los ojos de su propia hermana le
removía las tripas.
— ¿Qué espera el Emperador de ti?
Yojiro reflexionó durante un momento. —Como magistrado
Esmeralda, debo cumplir con mis deberes lo mejor que pueda, y
servir a Rokugán con dignidad y ecuanimidad.
Mikuru se giró para mirar hacia el estandarte Escorpión que colgaba
sobre una de las gradas. —El Emperador confía en que el señor
Shoju también lo haga, Yojiro —se volvió hacia él—. Y el señor
Shoju confía en que yo haga otro tanto, incluso a costa de mi vida.
Mikuru se inclinó ante su hermano, haciendo que el sol poniente
reflejado en las cuentas de su kanzashi cegaran a Yojiro. Sonrió,
divertida con su nueva técnica, y se fue.
Yojiro parpadeó para aclararse la vista mientras recordaba a su
astuto e insondable Campeón. El rostro enmascarado de Shoju no
revelaba nada, pero sus ojos penetraban hasta el alma de
cualquiera, más allá de sus vicios y debilidades. Su mirada siempre
había sido astuta, incluso feroz, pero clara, sin el fuego de la
ambición que ardía en los ojos de Kachiko.
De repente, Yojiro se dio cuenta de cómo la ambición de Kachiko
empañaba el plan del Campeonato Esmeralda. Ella y Aramoro se
arriesgaban a quedar deshonrados por la posibilidad de obtener
poder en nombre de su clan. Sin embargo, Shoju no pondría en
peligro la confianza del Emperador en un plan tan descarado como
el de amañar el torneo, ni siquiera ante la perspectiva de hacerse
con el poder que ofrecía el título de Campeón Esmeralda.
Yojiro se quedó mirando el estrado del Emperador. Podía confiar en
la lealtad de Shoju hacia el Imperio, en que sus motivaciones
siempre pusieran por encima de todo el bien de Rokugán. Aquello
era honorable.
Tus sentimientos son acertados, Mii-chan, pensó. Debo ser un
hombre en el que el señor Shoju pueda confiar para proteger
Rokugán, incluso a costa de mi clan. Si he de inclinar la balanza a
favor de Aramoro, la inclinaré también en favor de su oponente,
hasta que quede nuevamente equilibrada.

Gatos monteses y dientes de dragón


Por Lisa Farrell
—La mordedura más afilada proviene de dientes ocultos.
-Shinsei
Era como aquel joven gato montés que una vez se interpuso en su
camino y siseó a su caballo. Había sido en un estrecho sendero de
montaña, la última vez que viajó desde el castillo Agasha hasta
Otosan Uchi. Aunque el gato le gruñó, con el pelaje color oro
erizado, su caballo había demostrado lo bien que estaba entrenado
limitándose a pasar e ignorarlo. El gato huyó, desapareciendo
montaña abajo en lugar de arriesgarse a ser pisoteado. Igual que
probablemente pasase ahora.
El oponente de Agasha Sumiko observaba cada uno de sus
movimientos, con una intensidad feroz en su mirada que, si hubiese
sido cualquier otro alumno, hubiese provocado un castigo por su
actitud desafiante. Sumiko se alzaba ante él sin su armadura y
empuñando únicamente dos bokken de madera, pero se movía
como si estuviese en un campo de batalla: con una postura relajada
y las armas de entrenamiento como si fueran una prolongación de
sus extremidades. Nuevamente hizo una demostración con
ejercicios de niten, sus movimientos elegantes y fluidos. Juntó las
espadas formando una cruz sobre su cabeza, las lanzó hacia abajo
y golpeó con el bokken más largo, mientras que la espada más corta
se hundió para incapacitar a su invisible enemigo. Luego otro
chasquido, otro movimiento, otro chasquido, y prosiguió el ritmo del
baile.
Hantei Sotorii aún no había encontrado su ritmo. Imitó el golpe, el
barrido, el ruido sordo de madera contra madera. Sin embargo, a
pesar de la sombría determinación de su mirada, los movimientos
del príncipe carecían de intención. Era un reflejo imperfecto:
reflejaba las formas, pero faltaba un fluir, una gracia unificadora.
Mientras que Sumiko manejaba los bokken con el respeto que
sentía hacia sus propias armas, el príncipe los agarraba con fuerza,
como para castigarlos.
Decepcionada con su actuación, comenzó nuevamente la
demostración.
—¡Basta! —gritó el príncipe, y ella se detuvo de inmediato,
inclinándose ante su alumno.
—Buen trabajo, Alteza —le dijo—. Dominar el estilo de las dos
espadas lleva muchos años. Os guiaré con mucho gusto en la
perfección de vuestro arte.
—Sólo tenía curiosidad —dijo a la defensiva—. Satsume-sensei me
enseñó todo lo que sabía, ¡y me basta con ello para ganar mis
propias batallas!
—Como deseéis, Alteza —contestó ella.
Los sirvientes se adelantaron para ofrecer agua al príncipe, pues
tenía el rostro enrojecido. No le brindaron tal cortesía a Sumiko, la
Campeona Rubí, pero llevaba dando lecciones del arte de la espada
desde antes de que naciese el joven príncipe, y haría falta algo más
que un poco de ejercicio para cansarla.
—Debemos batirnos en duelo con katana, como auténticos
guerreros —exclamó de repente el príncipe—. He invitado a los
presentes a presenciar mi entrenamiento. ¡Mostrémosles un
espectáculo digno de ver!
Le falta paciencia. No lo hizo bien a la primera, así que quiere
compensarlo y triunfar con otra cosa. —Si ese es vuestro deseo,
Alteza —dijo, entregando su bokken a los sirvientes del príncipe.
Las miradas que los cortesanos dirigían a su espalda eran tan
intensas como el sol que se posaba sobre ellos. Pobres; nadie tenía
razones suficientes para justificar su ausencia a aquel espectáculo.
Kitsuki Yaruma también se encontraba allí, agonizando con el calor.
No se merecía aquello. Por su bien, pondría fin rápidamente al
ejercicio. Le había ayudado en multitud de ocasiones, era lo menos
que podía hacer.
Sumiko adoptó su posición.
El príncipe ocupó su lugar y se enfrentó a ella, preparado para el
duelo simulado.
Si esto hubiese sido un enfrentamiento real, el combate habría
terminado antes de empezar. Sumiko se erguía como las montañas
de su hogar, más alta que el príncipe, con mayor alcance, y con el
peso de años de experiencia.
El príncipe que se enfrentaba a ella ataviado con sedas era como el
gatito dorado, pero seguía siendo el heredero. Su poder y posición
exigían un respeto incondicional.
Desenvainaron sus armas, y la espada Agasha de ella brilló
cegadora a la luz del sol. Mientras preparaba la katana
especialmente forjada, su filo quedó ensombrecido durante un
instante, revelando el patrón choji, los dientes de dragón que daban
nombre a la katana.
Por ahora sólo le enseñaría una espada.
Sumiko extendió lentamente el brazo, dando al príncipe tiempo para
reaccionar.
El joven atacó de forma prematura y ella apenas se tuvo que mover
para evitar el golpe.
El estilo Kakita era preciso, rápido como un rayo. Este joven Hantei
no era un duelista Kakita.
Doji Satsume le había entrenado, pero ¿le había enseñado algo? La
lealtad del viejo sensei al Emperador y a su linaje habían sido
grandes virtudes, pero también podían haberlo cegado. ¿Había
impedido el honor y el protocolo que el hombre criticase al joven
príncipe?
Sumiko dio un paso atrás, permitiendo al joven recuperar el aliento,
volver a atacar. Sotorii había superado su genpuku, se había
afeitado la cabeza y preparado el moño tradicional, y había sido
investido formalmente como príncipe heredero. Pero en el fondo,
aún era un niño. Sólo un niño sentiría tal necesidad de probar de
aquella manera su valía ante la corte.
Sumiko le dio múltiples oportunidades de probarse con movimientos
exagerados, que también tenían el propósito de recordar a la
audiencia que esto seguía siendo una lección.
El príncipe frunció el ceño, al darse cuenta con frustración de las
oportunidades que había desperdiciado. Sus ataques se volvieron
más alocados, los tajos y estocadas más intensos, y el metal
comenzó a repicar en dolorosa afrenta a sus hojas, afiladas como
cuchillas.
El príncipe parecía decidido a provocarla para que combatiera
contra él de igual a igual, pero ella se contuvo. Tenía que hacerlo,
igual que tuvo que hacer su viejo sensei.
Sumiko atacó de nuevo, y el príncipe apartó su espada con un
rápido golpe. Si continuaban así, el joven acabaría dañando su
espada. Las técnicas de forja Agasha le darían a la suya cierta
protección, pero no contra los abusos más flagrantes.
A pesar de ello no puso fin al duelo, sino que esperó a que el
príncipe hallara una oportunidad y se hiciera con esa victoria que
tanto codiciaba. El príncipe gruñó frustrado, y gritó mientras lo
intentaba una y otra vez. Se negó a modificar sus movimientos,
esperando vencer por medio de la determinación y la fuerza, a pesar
de su desventaja de tamaño.
Finalmente, Sumiko hizo un barrido con su katana en un suave arco
y posó suavemente la espada sobre el hombro del príncipe.
Negándose a reconocer que podría haberle cortado la cabeza, el
príncipe se lanzó hacia delante y dirigió la katana hacia su vientre.
Ella se retorció ligeramente, sintió el mordisco del frío acero en su
carne. Un grito ahogado escapó de la multitud cuando la sangre
manchó sus blancos ropajes.
El silencio se apoderó durante un instante del jardín. Sumiko estudió
al joven Hantei. Su mirada estaba fija en su costado herido, con los
ojos abiertos de par en par a causa de la emoción, mientras sus
labios se enarcaban en una sonrisa de satisfacción.
Le importaba ganar más de lo que le importaba el honor.
Sumiko se inclinó ante el príncipe, haciendo saber a los cortesanos
que no había sido herida de gravedad.
Le había permitido hacerle un corte leve, para satisfacer su orgullo.
No sabía qué habría sido de ella si no lo hubiese hecho.
—¿Acaso vuestra espada no está encantada? —dijo el príncipe—
¿De qué sirve si no os ayuda a vencer en los duelos? ¿Anhela a su
compañera?
—Fueron creadas como un par —admitió Sumiko con calma,
envainando su espada.
Los cortesanos se apresuraron a felicitar a su príncipe por su
victoria mientras él hacía un gesto hacia su asiento.
Sumiko buscó a su viejo amigo, asintiendo educadamente a los
cortesanos que pasaban a su lado: Grulla con kimonos elegantes,
Escorpión escondiéndose tras sus máscaras, León de rostros
pétreos. Les habría sido imposible perderse la demostración del
carácter del príncipe.
Y allí estaba él, el embajador del Clan del Dragón ante la Corte
Imperial, erguido, alto, ataviado con pesados ropajes de seda verde
que colgaban de sus huesudos hombros.
—El príncipe tiene dientes, Campeona —dijo Yaruma mientras se
acercaba.
—No perderá batallas por falta de esfuerzo, Yaruma-sama —
respondió ella, bajando la voz para que las palabras no se oyesen
lejos.
El hombre frunció un poco el ceño, pero se limitó a cambiar de tema.
—Me gustaría ver vuestras espadas actuando al unísono —dijo—,
los dientes y las garras del dragón.
Era un tema importante para ella, pero también le dio el pretexto que
necesitaba para encontrarse con él y discutir asuntos que no podía
mencionar aquí.
—Os invito a visitarme y observarlas tanto como deseéis —dijo
Sumiko—. Espero que vengáis a verme esta tarde, Yaruma-san.
Tenéis buen ojo para los detalles, y a veces veis cosas que yo no
veo.
No era ningún investigador, pero era Kitsuki, y confiaba en él. Si
podía expresar a alguien sus temores, era a él.
El hombre se la quedó mirando durante un momento, pareciendo
entender su significado. —Os agradezco la invitación —dijo Yaruma
—. Estaré encantado de contemplar vuestro daishō esta noche. Y
ahora tengo trabajo que hacer dentro, lejos de este sol, y será mejor
que os curen esa herida.
Sumiko se permitió una sonrisa. —No es nada —insistió ella—.
Espero ansiosa vuestra visita, y os prometo que el sake será
estupendo. Que tengáis un buen día, Yaruma-san.
Sumiko dirigió nuevamente la mirada al príncipe, y se lo encontró
observándola desde su asiento acolchado. Hizo un gesto a los otros
cortesanos para que se apartaran, y Sumiko se acercó a él con la
piel de gallina y una extraña sensación de pesadez en las entrañas.
—¿De qué estabais hablando con el embajador Dragón? —exigió
saber el príncipe mientras se inclinaba ante él.
—Hablábamos de vuestra habilidad, Alteza —dijo ella—. Si así lo
deseáis, continuaré personalmente vuestro adiestramiento. Tal vez
deseéis continuar algún otro día nuestras lecciones en el estilo
niten.
—¡Ja! Satsume-sensei decía que sólo un tonto necesita dos manos
cuando basta con una. Algún día dominaré ese estilo, pero creo que
primero practicaré la esgrima como debe ser. Akodo Toturi puede
hacerse cargo de mi entrenamiento.
—Por supuesto —dijo ella—. Deseáis batiros en duelo tal y como lo
hizo el Campeón Esmeralda.
—¿Acaso no he vencido hoy a la Campeona Rubí? ¿Por qué no
podría vencer mañana al Campeón Esmeralda?
Su ridículo alarde hizo perder la compostura a Sumiko, y le miró a
los ojos. Todavía estaban radiantes de emoción. Bajó la mirada.
Aunque era joven, su poder se extendía sobre todo el mundo
excepto su padre. Quizás había cometido un error al permitirle que
la hiriese, al recordarle aquel poder.
El implacable sol fue reemplazado por una repentina penumbra
cuando una sombra cayó sobre ella. Durante un momento pensó
que el príncipe se había levantado y estaba a punto de hacer alguna
terrible proclamación, pero eran sólo nubes.
—Decidme —exigió el príncipe— ¿Qué pensáis del Campeón
Esmeralda?
—Su técnica fue excelente —dijo ella—. Magnífica ejecución.
—Sí, lo sé, pero ¿creéis que será tan buen Campeón Esmeralda
como Satsume-sensei?
Sumiko no sabía cómo responder sin decir nada, como podría haber
hecho Yaruma. Aún no conocía a Akodo Toturi, por lo que todavía
no podía confiar en él. No había sido amiga de Doji Satsume, pero
nunca había cuestionado su lealtad, ni él la suya. Le había
respetado, y siempre trabajaron bien juntos. Todo sería diferente con
el nuevo campeón, pero no podía permitirse manifestar su inquietud.
—Hablad —dijo el príncipe.
Un trueno retumbó por los jardines, y el príncipe se puso en pie
súbitamente, sin esperar su respuesta.
—¡Maldita sea la lluvia! ¿De qué sirve tener shugenja si ni siquiera
pueden mantener el cielo despejado?
Ella mantuvo la boca cerrada. ¿De verdad esperaba el príncipe que
los shugenja interfirieran con las estaciones y el orden natural, solo
para poder entrenar al sol?
La partida de Hantei Sotorii se convirtió en un desfile cuando sus
guardaespaldas, cortesanos, sirvientes y ayudantes se pusieron a
un paso por detrás de él. Las coloridas sedas flotaban alrededor de
ellos en la fuerte brisa, muchas de ellas con el símbolo del
crisantemo Imperial, arrastrándose como plumas de la cola, pero el
sol no regresó.
Tal vez la propia Dama Sol se había sentido avergonzada al
presenciar el comportamiento del príncipe.
Luciérnagas
Por Robert Denton III
Publicado originalmente en el pack de dinastía Meditaciones
sobre lo efímero

–Has venido –dijo Kaede, y sus ojos resplandecieron mientras


Seppun Ishikawa se inclinaba en la estrecha alcoba.
–Tenéis buen aspecto, Dama Akodo.
Kaede dio un respingo. –Por favor, Ishikawa. No seas tan formal –
hizo un gesto en dirección al cojín vacío situado al lado opuesto de
la mesa. Ishikawa tomó asiento, mientras dirigía frecuentes miradas
al resto de la pequeña casa de té. Los clientes susurraban bajo la
sombra producida por los farolillos ámbar entre tañido y tañido de
biwa, pero ninguno miraba en dirección a ellos–. Espero no haberte
incomodado demasiado –dijo, vertiendo té de color pajizo en su
taza.
El hombre sacudió la cabeza. –En absoluto. Tenía la esperanza de
que pudiésemos hablar –examinó una vez más la habitación antes
de dirigirle de nuevo la mirada–. ¿Has venido sin escolta?
–Puedo cuidarme sola, Ishikawa.
–Estos encuentros serán más sencillos una vez tú y tu marido os
hayáis trasladado oficialmente al Palacio del Campeón Esmeralda.
Kaede no respondió, y en lugar de ello le acercó su taza de té. –
Toma. Me temo que vas a tener que tomarte toda la tetera.
Personalmente, no me gusta demasiado la variedad.
–¿No? –se acercó la taza a la nariz, y tomó un sorbo–. Es un té
fuerte de soldado –indicó–. Amargo. Apropiado para fortalecer la
resolución.
–Es en su mayor parte cebada –rio–. La única variedad que parecen
servir en esta provincia. De hecho, me quejé a mi esposo. Llega a
hacerte añorar el aguja dorada –apartó la mirada, y apoyó su
puntiaguda barbilla en la palma–. Se llegan a añorar muchas cosas
–añadió suavemente.
Ishikawa bajó su taza. –Deberíamos cerrar el panel shōji–se estiró
en dirección al panel de entramado y papel de arroz.
–Déjalo abierto –dijo ella sin mirar.
Ishikawa torció el gesto, pero apartó la mano. –Sabes qué va a
parecer si alguien nos ve.
–¿Y qué parecería si nos ocultásemos detrás de un panel? ¿Acaso
dos viejos amigos no pueden encontrarse en un lugar público? –se
giró hacia él–. Aquí podemos hablar con libertad.
–Como digas. Con todo, puede que tu esposo no apruebe que
hayas venido sin escolta.
–Tú le conoces mejor que yo –respondió con voz queda.
Ishikawa se echó hacia atrás y cruzó los brazos sobre la mesa. No
dijo nada, sino que se limitó a observarla. Kaede esperó, mientras la
presión se iba incrementando en su pecho, hasta que finalmente el
hombre le hizo un mudo gesto de asentimiento.
Las palabras comenzaron a brotar. –No sé cómo ser una buena
esposa para él –confesó. La vergüenza le encarneció las mejillas–.
Me evita. Apenas me habla. Su rostro nunca cambia de expresión.
Ni siquiera estoy segura de cuáles son sus sentimientos hacia mí.
Yo… –cerró los ojos. No debería decir estas cosas a un capitán de
la Guardia Imperial, un hombre que trabajaría en una relación
estrecha con su esposo, el recién designado Campeón Esmeralda–.
Ni siquiera estoy segura de quién es en realidad. ¿Cómo voy a
reducir las tensiones entre nuestros clanes actuando como su
esposa si ni siquiera sé qué se oculta en su corazón?
–Dale tiempo –dijo Ishikawa finalmente–. Puede que te reconforte
saber que poca gente en el Imperio sabe en qué piensa Akodo
Toturi. Una de sus mayores fortalezas consiste en que no se le
puede predecir ni estudiar con facilidad. Pero tú no eres cualquiera,
Maryoku-no-Kaede. Eres la hija del Maestro del Vacío, y su mejor
alumna. Sobreviviste tres meses en las montañas del Clan del
Dragón. Esto no debería ser un problema.
Kaede se mordió el labio.
–¿Recuerdas cuando éramos niños? –continuó Ishikawa–. En
verano, mi padre visitaba al tuyo, y yo me quedaba con tu familia.
Durante las noches dejabas todas las ventanas abiertas para que
entrasen luciérnagas en la casa. Decías que querías que hubiese
estrellas tanto dentro como fuera de la casa –sonrió–. Alguien tan
voluntarioso no puede rendirse con tanta facilidad.
El rubor no desapareció de sus mejillas, pero Kaede asintió. –Es
posible –susurró.
Ishikawa metió la mano en el cuello de su kimono y sacó un
rectángulo de papel rojo plegado. Estaba atado con una cinta y
marcado con el mon de la familia Isawa. Lo colocó sobre la mesa. –
Una carta de tu hermano.
Sus ojos se abrieron de par en par. Se acercó la carta, inhalando el
aroma de pino y madera de sándalo del papel. En su mente se
dibujó una imagen efímera de las pagodas doradas de Kyūden
Isawa. –Me has hecho una gran gentileza –dijo.
–No ha sido nada –respondió él–. Me alegra verte sonreír.
Kaede se guardó la carta y le rellenó la taza. –Bueno –dijo–, has
estado en tierras Fénix hace poco –dudó–. ¿Hablaste con padre,
entonces?
Ishikawa asintió.
–¿Dijo… algo? ¿Acerca de la… situación inusual?
El hombre se detuvo con la taza a punto de tocar sus labios. La bajó
de nuevo lentamente. Kaede mantuvo un semblante de tranquilidad,
como un lago tranquilo, mientras se obligaba a apartar de su mente
la agitación que sentía en el estómago.
–Lo hizo –Ishikawa habló en voz baja. Kaede tuvo que inclinarse
hacia delante para escucharle–. Está empeorando. Han aparecido
dos estrellas nuevas en el cielo boreal. Los Asako no saben decir a
qué se debe. Y mientras tanto los kami de Agua ignoran todas las
ofrendas salvo las más importantes. Los Maestros Elementales
discuten acerca de lo que debe hacerse –se detuvo–. Tu padre dijo
que el tsunami que asoló las costas Grulla podría estar relacionado.
Kaede apretó la mandíbula. –¿Dijo de qué forma?
–Me temo que cualquier explicación que hubiese hecho habría
estado más allá de mi capacidad de comprensión.
Ella asintió, y cogió aliento profundamente para tranquilizarse. –Se
está extendiendo. También lo he sentido aquí.
El rostro de Ishikawa se quedó lívido.
–Las lluvias veraniegas han sido escasas e irregulares –continuó–.
Los kami de las nubes no hablan conmigo. Y se han dado otras
señales más sutiles que pueden explicarse como tales.
–¿Has dicho algo? ¿A tu esposo? ¿A alguien?
Kaede bajó la mirada hasta sus muñecas, en las que podía verse el
mon Akodo. –No puedo –admitió–. Si los León se dan cuenta de que
el Clan del Fénix no es capaz de defenderse por su cuenta… –dio el
resto por entendido.
–Kaede –la expresión de Ishikawa era solemne–. Si el desequilibrio
está extendiéndose… –trató de encontrar las palabras apropiadas, y
su rostro dejó ver brevemente la angustia que sentía–. Eres
consciente de lo que debo hacer –dijo finalmente. Bajó la cabeza–.
Perdóname. No tengo elección.
El estrépito de la casa de té ocupó el silencio. Kaede movió
lentamente la mano por la mesa, hasta dejarla apoyada al lado de la
de Ishikawa. El hombre levantó la mirada.
–Por favor –susurró–. Padre te encomendó esta tarea. Te pido que
confíes en él. Los Maestros lo pondrán en conocimiento de la familia
Seppun a su debido tiempo. Pero antes debemos entender qué es lo
que pasa, o los demás clanes actuarán de forma precipitada.
Podrían empeorar las cosas –le miró a los ojos–. Por favor,
Ishikawa. ¿Por mí?
Ishikawa se quedó mirando un largo rato sus ojos color medianoche.
Finalmente apartó la mirada, se llevó la taza a los labios y bebió su
contenido lentamente de un solo trago. Luego cerró los ojos, y
asintió.
–Gracias –dijo Kaede–. No lo olvidaré.
–Me gustaría otra taza de té –respondió Ishikawa.
***
Ishikawa subió a su caballo y comprobó que todo estuviese en su
sitio. Echó una última mirada hacia atrás mientras un sirviente cogía
las riendas del caballo. A través de la ventana de la casa de té pudo
ver que Kaede aún estaba allí. Estaba hablando con alguien,
sonriendo, riéndose. Pero la risa no llegaba a sus ojos.
Se dio la vuelta, sombrío. Susurró –No eres digno de ella, Toturi-
sama.
***
Después de leerla por segunda vez, Kaede dejó la carta de su
hermano y fijó la mirada en el farolillo de papel que había en una
esquina. En el vívido color de su superficie brillaban soldados,
aparentemente atrapados en una batalla perpetua contra las polillas
gigantes atraídas por la luz. –Tadaka –susurró–, ¿por qué tienes
siempre que elegir el camino más corto para alcanzar tus objetivos?
–¿Mi señora?
Kaede levantó la vista. La luz del farolillo reflejaba la expresión de
curiosidad de su sirvienta, expresión que destacaba más aún
gracias a su maquillaje blanco. –Mi hermano –explicó Kaede–.
Parece que ha desafiado a su senséi a un duelo.
El rostro de la doncella adoptó una expresión horrorizada –¿Con su
propio senséi? Pero… ¡el vínculo entre senséi y alumno es sagrado!
¿Acaso es algo común en el Clan del Fénix?
–Maki-san –dijo Kaede, tajante–, por favor, tráeme papel y algo para
escribir. Responderé a la misiva de mi hermano esta noche.
La mujer inclinó la cabeza hasta que tocó el suelo. –Por supuesto –
murmuró, y salió silenciosamente de la habitación.
Se escuchó un lejano aullido lastimero desde más allá de la pantalla
de seda que separaba a Kaede del balcón. Se giró hacia la pantalla
y escuchó en busca de una respuesta, pero no hubo ninguna. Un
lobo solitario, decidió. Eran frecuentes en las montañas de su hogar,
pero no aquí, en las extensas llanuras del Clan del León, en las que
incluso de noche las granjas estaban bien protegidas y los caminos
tenían tráfico constante. Estaría lejos de su hogar, entonces.
Llamaba en vano, buscando algo familiar.
Kaede se levantó y alejó el farolillo de la danza de las polillas. Dejó
la carta abierta en la mesa, confiando en los retorcidos glifos del
código Fénix y salió de la habitación, impaciente. El salón situado
fuera de su habitación era un cuadrado perfecto: la luz de su farolillo
apenas llegaba hasta la balaustrada de las escaleras. A lo lejos, los
sirvientes del turno de noche chismorreaban en tonos apagados.
Aguardaban el regreso de Toturi, sin importar cuándo se produjese.
Kaede miró por encima de la balaustrada y vislumbró sus sombras
entre las luces trémulas.
La puerta deslizante estaba decorada con una escena en la que se
veía cómo una manada de leones se lanzaba sobre una bandada de
grullas mientras comían. Tras aquella puerta se encontraba el
estudio de su esposo. El pulso de Kaede se aceleró mientras miraba
el tapiz del panel shōji y se preguntaba qué podría haber al otro
lado.
–No te preocupes, Maki-san –dijo en voz alta. Una leve sonrisa se
posó en sus labios–. Lo cogeré yo misma.
Se aproximó a la puerta casi de puntillas. Los ojos de los animales
en el mural siguieron sus movimientos mientras se acercaba.
¿Acaso no soy la administradora de la hacienda de mi esposo? ¿No
puedo ir allá donde se me antoje?
Ojos pintados de leones la observaron mientras su palma tocaba el
entramado de la puerta y la abría.
En la oscuridad, el estudio de Toturi parecía sencillo y práctico. Le
dio un vuelco el corazón al ver una figura humanoide silueteada en
una esquina, pero la luz del farolillo reveló las láminas pulidas de
una armadura completa, vacía, y se relajó, exhalando con aire
culpable. Eran los sirvientes los que no podían entrar aquí. Su
razonamiento no tuvo efecto alguno en el pulso de su corazón. Se
adentró en la habitación como un niño buscando golosinas, y cerró
lentamente la puerta detrás de ella.
Dejó el farolillo a un lado y se acercó al escritorio de su esposo, que
le llegaba a la altura de las rodillas, y cada paso provocaba un
chirrido acusador en el suelo de ruiseñor. Su mirada fue pasando
entre varios objetos: un atril para un daishō, vacío, cerca de la
puerta, un kodachi envainado con el mon de la familia Matsu en el
pomo, una grulla de origami pulcramente doblada descansando
sobre un pequeño pedestal, y una estantería tana de tres alturas en
la que podían verse antiguos pergaminos. La estantería fue lo que
más atrajo su atención. Muchos de los pergaminos estaban hechos
de piezas de bambú, anteriores a la invención del papel.
Sobre la estantería, una pequeña escultura de un león de piedra
reflejó la luz del farolillo. Era una réplica del león guardián del
Monasterio de la Nube Celestial, exactamente como lo recordaba.
Su padre se había reído cuando se subió a lomos del león cuando
era pequeña. Sus dedos siguieron los surcos en el granito pulido. El
estilo era inconfundible: esta escultura había sido hecha por manos
Asako. ¿Qué hacía esta réplica en el estudio del Campeón del Clan
del León?
Kaede apartó la vista. Papel, se recordó. Papel, tinta y un pincel.
Nada más.
El escritorio estaba frustrantemente limpio, no se parecía en nada a
los escritorios en los que había rebuscado cuando era una
adolescente. En el cajón había varios palitos de tinta y un pincel,
pero ninguna piedra en la que diluir la tinta. Faltaba la mitad. Puso lo
que había encontrado sobre el escritorio.
¿Dónde guardaría su…?
Su pie se topó con algo. Cayó al suelo boqueando de dolor al
tiempo que los contenidos del cofre bajo se desparramaban. Kaede
hizo una mueca al cofre de madera, hasta entonces oculto entre las
sombras, pero ahora iluminada por el farolillo. –Estúpida –se
regañó, y se levantó del suelo.
O puede que no. entre las cosas que se habían desparramado vio
una piedra de tinta pulida, un frasco de agua y un montón de papel.
Triunfante, se acercó a la caja y cogió los objetos.
Mientras lo hacía, el farolillo reveló un último objeto: un delgado
cuaderno con lomo de cuerda, tirado en el suelo.
Kaede se quedó congelada. Había visto libros como este. Casi con
total seguridad era un diario, en el que se encontrarían los
pensamientos íntimos de su propietario. El diario de Toturi.
No es justo.
Olvidada la carta, se sentó en el escritorio y puso el libro frente a
ella. Su estómago se agitaba con una sensación de agobio. el agua
derramada no volvía a la jara. Hemos llegado hasta aquí, bien
podría abrir el libro. Su mano se situó sobre el diario. De todas
formas, probablemente estará cifrado. Sus dedos aferraron la
portada. Y si no lo está, ¿acaso no debe una esposa saber lo que
piensa su marido? Con un asentimiento, abrió el diario.
Frunció el ceño. La primera página estaba en blanco, salvo por el
número “1” en una esquina. Giró la página. Las dos páginas
siguientes también estaban en blanco. Confundida, abrió el
cuaderno en una página al azar.
Aquí. Algo escrito en rokuganés culto. Igual que un océano para un
pequeño torrente así debe ser un líder para su pueblo, este es el
Tao del mundo.
Una cita del Tao de Shinsei… En la página siguiente encontró otras
dos citas. Frunció más el ceño y continuó hojeando. En algunas
páginas había sutras enteros. Muchas estaban vacías. ¿Estaba
copiando fragmentos del Tao?
Con un suspiro, Kaede levantó la vista de su infructuosa búsqueda.
La puerta estaba abierta, y en la entrada se encontraba Akodo
Toturi, observándola.
El diario cayó al suelo cuando los dedos dejaron de responderle.
Toturi aún estaba vestido con polvorienta ropa de viaje, y sus
espadas seguían en su cinto. Las sombras del farolillo le impedían
estudiar su rostro.
La boca de Kaede se quedó reseca de repente, al tiempo que se
extendía por ella un desagradable sentimiento de culpabilidad. Se
sentía como un zorro al que hubiesen pillado con una bola de arroz
en la boca. Bajó la cabeza. –Mi comportamiento resulta inexcusable
– murmuró finalmente, a la espera de un furioso exabrupto.
En lugar de ello, Toturi sacó las espadas del obi y las colocó sobre el
atril. Luego atravesó la habitación y abrió la otra puerta deslizante
que daba al balcón. El aire nocturno desordenó el cabello azabache
de Kaede. Su esposo se quedó de pie, silueteado en una luna
perfecta. Más allá, la hierba salvaje de las llanuras León brillaba con
la luz de innumerables luciérnagas. Se quedó así un largo rato.
Finalmente, Toturi habló. –¿Habéis oído alguna vez la historia de
Shinsei y Akodo? –como Kaede no respondía, continuó–. Después
de que el Pequeño Maestro conversara con Hantei-no-Kami, y de
que el Señor Shiba escribiera lo que acabaría por convertirse en el
Tao, Akodo-Un-Ojo hizo ademán de irse. Hantei le dijo “hermano,
demuestras falta de respeto hacia este monje y su sabiduría”. Akodo
respondió simplemente, “Su senda no es mi senda”.
–Ante esto, Shiba dijo “No es su senda, sino la del mundo”. De
nuevo, Akodo replicó, “No es mi senda”.
–Finalmente habló Shinsei, y dijo “El Tao no puede ser una única
cosa, porque entonces no podría ser otra”. Cuando dijo esto, Akodo
sacó su espada y la levantó. “Esta es mi senda”, dijo, y se marchó.
Kaede respondió, en un susurro. –Nunca lo he escuchado contar de
esa forma.
Toturi se dio la vuelta. Sus fuertes rasgos, iluminados por la luz de la
luna no mostraban señal de enfado. –Originalmente, Akodo prohibió
que entrase ninguna copia del Tao en tierras León. Cuando el
Emperador se enteró decretó lo contrario: habría una copia del Tao
en un lugar de honor de todo dōjō León. Y así sigue siendo hoy en
día. –Toturi devolvió la mirada al cielo estrellado–. Y hasta hoy, ni
una sola de esas copias ha sido abierta. Nadie se atrevería. Ni
siquiera el Campeón del Clan del León.
Kaede abrió los ojos de par en par. Sentía como si tuviera el
corazón en las manos. En aquel momento las nubes de su mente se
disiparon, y durante un breve instante vio la luna.
Se sentó en el escritorio de Toturi. Preparó la tinta de forma ritual.
Luego abrió el diario en la primera página. Mojó el pincel y escribió
con trazos cuidadosos, fruto de la práctica.
Cuando llegó a la tercera página, sintió la mirada de Toturi puesta
sobre ella. la confusión se veía en su rostro, mientras le dedicaba
una mirada de conmoción. –Os faltan muchas partes –indicó–. Por
suerte, lo he memorizado. Probablemente lo pueda completar esta
noche –le miró a los ojos–. Si es que así lo deseáis.
Toturi apartó la mirada. Se alejó en un instante, por la puerta y hacia
el salón.
Kaede bajó el pincel al tiempo que se le hundía el corazón. Era una
frágil hoja a su paso, lanzada impotente al aire. Sus ojos se
ensombrecieron. El fracaso era una solitaria pincelada en la fría y
vacía página del diario de su esposo.
–Nunca conectaremos –concluyó, y comenzó a guardarlo todo.
Se detuvo. Toturi se encontraba de nuevo en la puerta. Ahora
llevaba una tetera de hierro y una pequeña bandeja de madera.
Cuando dejó todo, Kaede pudo ver varias tazas pequeñas y un
paquete verde en forma de ladrillo de hojas prensadas. Estaba
atado con una trenza, y una pequeña tira de papel identificaba el té.
Llevaba el mon de la familia Isawa.
Kaede se quedó sin aliento. –Aguja dorada –susurró.
–Pensé que sería más de vuestro gusto –Toturi abrió el paquete y
empapó las hojas. Sus movimientos eran expertos, deliberados.
Colocó una taza ante ella con ojos huidizos, girándola tres veces.
Sirvió el té. Kaede inhaló el aroma de pino, cítricos y hojas tostadas
por el sol. Su hogar. Los dos miraron hacia arriba al mismo tiempo.
A la luz de la luna, podía verse que las mejillas de Toturi estaban
ligeramente encarnadas.
Se sentó en el balcón en la posición del loto, mirando a la noche.
Ella se sentó a su lado. Las luciérnagas volaban a su alrededor. A la
luz de sus breves destellos, las ondulaciones de la hierba a
medianoche no le parecieron tan distintos de los de las tierras en las
que nació.
–Dejareis entrar a las luciérnagas –avisó.
Toturi puso su mano con la palma hacia arriba sobre el suelo de
madera. –Espero que no os importe.
–En absoluto –respondió, y puso su mano sobre la de él.

Los espectros de la guerra


Por Lisa Farrell

—No todas las preguntas tienen una respuesta perfecta, pero todas
las respuestas tienen una pregunta perfecta.
-Shinsei
Toturi se despertó al oír un chillido estridente, como el grito de algún
espíritu afligido. Se sentó, frío a pesar del calor veraniego de la
habitación, pero el sonido se detuvo abruptamente mientras se
incorporaba. Estaba solo entre las sombras, trémulas formas a la luz
de la luna que se colaba por el biombo. Su espada descansaba en
el atril junto a la puerta, pero no la cogió. No se oía ningún ruido,
excepto el zumbido lejano de los insectos en el exterior, ni tampoco
había ningún movimiento. El aullido era ya un recuerdo, quizás parte
de un sueño. Puso una mano a su lado sobre la estera y se dio
cuenta de que estaba fría.
¿Dónde está Kaede?
Se levantó en silencio, se puso su túnica y se dirigió hacia el panel:
su instinto le decía que ella estaba allí. Apartó el panel a un lado,
revelando una extensión de color plata y gris. Una solitaria figura
estaba sentada en el porche, con el cabello negro colgando suelto
por la espalda. Su kimono blanco brillaba a la luz de la luna, como si
fuese un fantasma.
—Kaede —dijo—, ¿estáis bien?
No se giró, así que Toturi se adelantó y se sentó a su lado, cruzando
las piernas. Era la cuarta noche que no podía dormir. Desearía
haberse despertado, como lo había hecho las veces anteriores, y
haberla abrazado.
No tiene por qué enfrentarse sola a sus problemas.
Kaede permaneció inmóvil, con la cabeza inclinada y el rostro
parcialmente oculto por el cabello. Incluso el aire estaba en calma, y
ofrecía poco alivio ante el calor. Ella parecía estar escuchando; no a
él, o al continuo chirrido de los grillos, sino a algo más allá.
—Kaede.
Colocó una mano muy suavemente sobre su hombro,
sorprendiéndola.
—Toturi, perdonadme.
Se volvió para hacerle una reverencia, y mientras se erguía sobre
sus talones de dio cuenta de que tenía el rostro sereno, aunque
pálido. Le brillaban los ojos, pero no vio ninguna lágrima, ninguna
señal de que el sonido antinatural hubiera provenido de ella.
—¿Estabais soñando de nuevo? —preguntó en voz baja, consciente
de que una conversación a aquellas horas podría llamar la atención.
—En cierto modo.
—No habéis entrado en el Reino del Vacío.
—No, esposo. Sin embargo, en mis sueños... no viajo a Yume-dō,
pero de todos modos, mi alma deambula. Los he visto: espíritus
caminando por los campos, en busca de algo. Debo ir a verlos.
—Hablemos dentro —dijo Toturi, antes de que pudiera decir algo
más.
Ella obedeció, regresando con él al palacio del Campeón
Esmeralda. Cerró la pantalla contra la oscuridad y encendió una
lámpara, mientras ella se acomodaba sobre las esteras de tatami.
Le habría traído té si no hubiera tenido miedo de dejarla sola.
—Debo partir al amanecer —dijo ella, mientras él se arrodillaba ante
ella—. He de ir a Toshi Ranbo.
Esa ciudad también atormentaba sus sueños, aunque por razones
diferentes. El recuerdo de su hermano era como un fantasma, y
Agasha Sumiko planteaba en cada reunión el tema del destino de la
ciudad.
—Quizás no son más que sueños —intentó tranquilizarla—. Vuestro
sueño no se vio afectado hasta que recibisteis la carta de vuestro
padre. Vuestros pensamientos están plagados de espíritus… eso es
todo.
—Cuatro noches —susurró—. Y esta vez, vi una cara.
—¿La cara de quién?
—No estoy segura —se mordió el labio, sus ojos distantes. Toturi
esperó, pero no la presionó.
—Nuestros shugenja deben partir de inmediato —dijo ella—, con o
sin mí. ¿Habéis aprobado la petición de mi honorable padre?
—Daidoji Uji ocupa actualmente la ciudad —explicó él—. La Grulla
de Hierro podría ofenderse ante las afirmaciones de que sus
shugenja no han conseguido apaciguar a los caídos. Por eso me he
visto obligado a rechazar la petición Fénix.
—¿Esto lo habéis decidido vos?
Toturi asintió, aunque aún albergaba dudas. Ella no cuestionó su
decisión, pero se quedó mirando pensativamente al suelo durante
un largo rato.
—Entonces iré sola —dijo al fin—. No puede ofenderse ante un
único visitante. Tendrá que dar la bienvenida a la esposa del
Campeón Esmeralda.
—No —dijo Toturi—. Os prohíbo que vayáis.
El canto de las cigarras era lo único que llenaba aquel silencio.
Eres demasiado valiosa como para arriesgarte.
Su rostro permaneció inmóvil. —Como deseéis, esposo.
Kaede hizo una reverencia formal y se marchó. Pero el hombre no
fue capaz de dejarla partir con sus palabras como único punto de
contacto entre ellos.
Y entonces, tomó una decisión. —Iré yo —dijo—. Iré a Toshi Ranbo,
y me aseguraré de que los espíritus estén en paz.
Ya se lo había planteado antes, pero ahora no le quedaba otra
opción. Era la única forma de satisfacer a los Fénix sin ofender a los
Grulla.
—Gracias —dijo ella con voz temblorosa.
Sintió un dolor en el pecho al verla tratar desesperadamente de
mantener el control. —Estáis agotada —dijo—. Tratad de dormir.
Ella no le dejó aquella noche, y durmieron con la lámpara
encendida.
***
Toturi apretó el sello con suavidad, y plasmó sobre el pergamino la
imagen del crisantemo Imperial en verde esmeralda. El peso del
sello en la mano le seguía resultando extraño y engorroso, como
también lo era el poder que simbolizaba. Poder concedido por el
Emperador, el propio Hijo del Cielo, y todo lo que hacía falta para
ejercerlo era dejar su marca en un papel y cambiar el destino de un
samurái, de una familia, de todo un clan.
No era algo que debiera hacerse a la ligera. Observó cómo se
secaba la pasta de color esmeralda. Brillaba ligeramente a la luz del
sol que se filtraba desde la pantalla que se encontraba a su lado,
como la piedra preciosa molida que se había utilizado en el
pigmento. Apartó el pergamino con un suspiro; tenía muchos más
que leer y considerar.
—La Campeona Rubí ha llegado —dijo la sirvienta.
El resto tendría que esperar hasta su regreso. Toturi limpió
cuidadosamente el sello y lo volvió a colocar en su caja antes de
asentir para indicar que estaba dispuesto a recibir a Agasha Sumiko.
La guerrera Dragón cruzó el umbral y se inclinó profundamente. Al
sentarse, reveló el rostro impasible de siempre, pero sus mejillas
estaban sonrojadas y su cabello inusitadamente desordenado. A
menos que hubiese estado entrenando con el kimono que llevaba
puesto, se había tomado muy en serio el mensaje de que se trataba
de un asunto urgente.
—Campeón Toturi, la sirvienta me hizo suponer que mi presencia
era requerida de inmediato.
Sus palabras fueron muy educadas, pero el énfasis en la palabra
"Campeón" sonaba forzado.
—Sumiko-san, gracias por venir con tanta rapidez. Deseaba hablar
con vos antes de irme, y partiré pronto. Hasta mi regreso, podéis
actuar con toda mi autoridad.
La expresión de Sumiko se mantuvo serena, su mirada sobre la
estera ante ella, pero su respuesta traicionó su sorpresa. —Por
supuesto —dijo ella—. Pero, ¿adónde vais?
—Voy a perseguir fantasmas —dijo, y en esta ocasión la mujer fue
incapaz de contenerse durante un instante, y sus ojos se
encontraron con los de él.
—¿"Fantasmas"?
—Mi esposa se ha visto asediada por sueños acerca de Toshi
Ranbo —le dijo—. Desde que oyó los rumores sobre espíritus
inquietos más allá de sus murallas, sus pensamientos se han
tornado inquietos. Solicitó ir ella misma e investigar la posible
perturbación, pero no puedo permitir que viaje. En este momento, su
salud es delicada.
Se detuvo cuando el viento hizo crujir los pergaminos de la mesa
situada junto a él.
Teniendo en cuenta el asentimiento de Sumiko, probablemente
había adivinado sus motivos. Hotaru no hubiese buscado la guerra
de haberse quedado en la ciudad como Campeona del Clan de la
Grulla, pero no conocía lo bastante al daimyō Daidoji como para
poder predecir sus acciones. Ya se vislumbraba el peligro de una
guerra entre los clanes del León y la Grulla, y entre el León y el
Unicornio. Toturi no permitiría que los pacíficos Fénix se viesen
arrastrados también al conflicto.
—Mientras esté allí, hablaré con el general Daidoji y determinaré
sus intenciones. Espero encontrar una forma de salvaguardar el
destino de la ciudad, sin necesidad de una guerra.
—Espero que vuestra esposa vuelva a sentirse fuerte pronto,
Campeón —dijo Sumiko—. Me alegro de que os haya convencido
de que actuéis, aunque yo no pudiera.
Incluso ahora, Sumiko cree que no la escucho.
No había nada desafiante en su conducta, sólo en sus palabras.
Pero el movimiento de su cabello al viento hacía que su quietud
pareciese forzada. Durante toda la vida de Toturi, habían confundido
su comportamiento reflexivo por inacción, o peor aún, por
indiferencia. Esperaba que Sumiko lo entendiese, pero no todos los
samuráis Dragón tenían la paciencia de los monjes. Tal vez si la
hubiese tenido no habría llegado nunca a su posición actual en la
capital, donde vivían pocos Dragón.
—No pudisteis persuadirme de que tomase la ciudad en nombre del
Emperador y en contra de sus deseos —le recordó Toturi—. Eso no
significa que desee ver una guerra entre clanes.
Toturi echó un vistazo a la caja lacada que contenía el sello de su
cargo. Haría falta una demostración de su confianza para ganarse la
de ella. Él no estaría lejos mucho tiempo; no podría deshacer todo
su trabajo en tan poco tiempo, aunque deseara hacerlo.
—Toshi Ranbo está en los pensamientos de muchos —dijo Sumiko,
reclamando su atención—. Se rumorea que se han encontrado
nuevas minas cerca de la ciudad, vetas de gemas descubiertas
hace poco. La posibilidad de encontrar jade tentaría hasta a los
Cangrejo.
¿Por qué no me lo ha dicho antes? No puedo escuchar si no me
habla.
—El conflicto entre los Grulla y los León —dijo Toturi, su tono
cuidadosamente neutral— ya ha causado bastantes conflictos.
Luego estaba la petición Unicornio que habría puesto a la ciudad
bajo el control Imperial....y bajo la influencia Escorpión. Y ahora los
Cangrejo también van a querer tener voz en el destino de la ciudad.
Sumiko no dijo nada. Quizás no confiaba lo bastante en él como
para hablar con franqueza. Tal vez debería haberla invitado a beber
sake alguna noche, como hizo Kitsuki Yaruma. No era posible forzar
la confianza de una larga amistad, pero Toturi necesitaba su apoyo
en el nuevo cargo.
—Sumiko, durante vuestros encuentros con el embajador del Clan
del Dragón, ¿os ha dado alguna razón para suponer que vuestro
clan se interese también por la ciudad?
—Mi señor, fue una visita entre amigos. Hablamos de cosas triviales
mientras bebíamos sake. Hablamos de casa, del tiempo. No hubo
ninguna mención a Toshi Ranbo —se detuvo, sin responder a una
pregunta. No le habló de los rumores que había oído; no eran más
que rumores.
Piensa que dudo de su lealtad, pero también debe ganarse mi
confianza.
Había quién cuestionaba su propia lealtad al Imperio, y aún tenía
que probarla. —Desde la petición Unicornio —empezó—, la cuestión
del gobierno de Toshi Ranbo ha sido objeto de discusión en todo el
Imperio. Es una ubicación militar estratégica para el conjunto del
norte. El destino de la ciudad me preocupa mucho, y ahora que
hasta mi propia esposa...
Toturi se detuvo antes de seguir. No le iba a contar a Sumiko todos
sus temores.
—Hasta que regrese, podéis actuar con plena autoridad —repitió—.
Mi partida no es un secreto, pero preferiría que tampoco se
convirtiera en la comidilla de la corte. Que todo continúe
funcionando sin interrupciones, como si yo siguiera aquí.
Y más vale que Matsu Tsuko no se entere hasta que regrese.
—Gracias, Campeón, así se hará —hizo una pausa— ¿Puedo daros
un consejo? —Toturi asintió—. Por favor, hacedlo.
—Aseguraos de cabalgar ataviado con la armadura de vuestro
cargo, u os matarán antes de que lleguéis a las puertas. Los Grullas
de Hierro no vacilarán en actuar si os aproximáis con los colores
León.
¿Se cree que soy tan estúpido como para ir de marrón?
—No quiero que parezca que voy a la batalla —dijo—. Sólo me
llevaré una pequeña compañía.
—¿Seguís sin tener la intención de asumir el control en nombre del
Imperio?
—El Emperador no lo desea —dijo, en un tono que esperaba que
fuera definitivo.
—Pero es posible que el Imperio lo requiera.
—No puede haber distinción —dijo Toturi, pero no la reprendió. No
deseaba que todas sus conversaciones terminaran en discusiones.
Cogió la pesada caja y le entregó su sello para que lo guardase,
aunque sintió que el gesto había quedado deslucido a consecuencia
del giro que había tomado la reunión.
Sumiko lo recibió educadamente. Sin duda el peso le resultaba más
familiar a ella que a él, ya que había estado bajo su cuidado tras la
muerte de su predecesor.
—Hasta que volváis —dijo ella.
Toturi asintió, listo para despedirla, pero ella continuó.
—Campeón, espero que encontréis lo que buscáis —dijo ella—.
Pero me temo que estáis buscando la respuesta perfecta. A veces
no hay ninguna, y aun así deberéis tomar una decisión.
***
Cabalgó a través de la bruma estival, sudando bajo la armadura de
acero lacado y cuero del Campeón Esmeralda. Los cascos de su
caballo removían el polvo del camino, y las moscas zumbaban en
ociosos círculos alrededor de su estoica cabeza. Pronto aparecería
en el horizonte la silueta de Toshi Ranbo, una ciudad amurallada
con el escarpado santuario de Bishamon elevándose por encima de
las murallas hasta arañar el cielo. ¿Se abrirán o cerrarán las puertas
cuando él se acercase?
En otra vida, podría haber venido como guerrero León en busca de
venganza. Arasou había muerto fuera de aquellas puertas víctima
de la guerra, y su muerte no había proporcionado una victoria a su
clan.
Tsuko quería que Toturi reconquistase la ciudad en nombre de su
hermano, pero a él no le parecía que hubiese honor que ganar en
asolar Rokugán con una guerra innecesaria.
Su pequeño grupo de viajeros, cinco asistentes escogidos entre los
magistrados Esmeralda, se encontraron a la vista de las murallas de
la ciudad al doblar el camino. Las puertas de Toshi Ranbo
permanecieron cerradas, y la única señal de vida eran las aves que
revoloteaban sobre ella como copos de ceniza oscura flotando al
viento. En la muralla habría oteadores, esperando a ver qué haría el
Campeón Esmeralda. Toturi no se acercó a las puertas. En lugar de
ello, hizo una señal para que su compañía esperase, y se dirigió a
caballo desde la carretera hacia lo que había sido un campo de
batalla.
El campo se había convertido en un prado florido, con puntos
amarillos que se movían con la brisa, como pequeñas linternas
funerarias flotando en el verde mar de hierba. Frenó a su caballo y
desmontó. Lo único que se oía era el canto de las cigarras. Los
Grulla habían sido muy eficientes en sus intentos de purificar el
campo de batalla y limpiar cualquier rastro de muerte. No habrían
descuidado los ritos por los caídos. Su hermano había recibido
todas las debidas ceremonias, y estaba seguro que Tsuko también
había cumplido con sus obligaciones para con los difuntos. No
debería haber espíritus ligados a este lugar.
Se giró hacia el oeste y recitó una silenciosa oración por los
muertos, haciendo los rápidos movimientos del mudra de la espada
en el aire con los dedos, tal y como le habían enseñado en el
monasterio, para instar a cualquier espíritu no deseado a que se
marchara. Sentía el calor del sol en el rostro; no tardaría demasiado
en regresar y asegurar a Kaede que los sueños que perturbaban
sus noches no eran más que terrores nocturnos.
Se volvió hacia la ciudad, donde ahora las puertas estaban abiertas.
Una compañía de guerreros de hierro Daidoji salió cabalgando con
sus pendones en alto, sus grises y azules amortiguados por el azul
más brillante del cielo sobre ellos. La última vez que Toturi había
visto el blasón Daidoji fue el día en que perdió a su hermano, el día
en que Hotaru mató a Arasou. Ahora, el general Daidoji Uji venía a
encontrarse con él en persona, ataviado para la guerra. Cinco
jinetes trotaban tras su comandante para igualar el número de sus
guardaespaldas. Toturi montó en su caballo y se reunió con sus
acompañantes mientras los jinetes cruzaban el campo.
Uji no habló hasta que se encontraron cara a cara y los caballos se
quedaron quietos y callados.
—Campeón Esmeralda —dijo Uji, su voz apenas algo más que un
susurro. Su mirada acerada no mostraba ninguna de la deferencia
que transmitían sus palabras—. Bienvenido a Toshi Ranbo.
—Señor Daidoji, no hemos venido buscando hostilidades ni
hospitalidad. Vengo a ver de nuevo el lugar donde falleció mi
hermano, Akodo Arasou.
Uji simplemente asintió.
—Algunos shugenja han acudido a mí para expresar su
preocupación por espíritus perturbados —al llevar siglos sin estar
ocupado el cargo de Campeón de Jade, las herejías y la hechicería
también quedaban comprendidas dentro de las obligaciones de su
cargo, pero no se atrevió a lanzar tan pronto acusaciones de
semejante envergadura.
—Nuestros shugenja no han tenido problemas —dijo el Grulla—,
pero entrad, ved por vos mismo la ciudad y sus santuarios.
Toturi asintió. Sin decir una palabra más, Uji se giró y cabalgó hacia
la puerta, seguido de sus invitados. Atravesaron las gruesas
murallas, construidas sólidamente de piedra y madera, diseñadas
para resistir grandes impactos. Dentro, los sirvientes se encargaron
de sus caballos, pero no les quitaron las armas.
—Permitidme que os lleve ante los shugenja, Campeón Toturi —dijo
el Grulla de Hierro—. Vuestro séquito puede aguardaros aquí y
cuidar de vuestros caballos.
No era tanto una sugerencia como una exigencia, pero soportable.
Toturi avanzó con su guía por las estrechas calles. El camino que
tomaron era extraño, tortuoso y retorcido, y les llevó a lo largo de la
ciudad. Guerreros bushi Grulla con armadura completa montaban
guardia y hacían patrullas, mientras que los ashigaru practicaban en
un campo de entrenamiento. Todos se detuvieron para hacer una
reverencia a su paso, y bajaron los ojos.
Uji caminaba en silencio, y su camino les llevó al lado de un
santuario dedicado a Hachiman, la Fortuna de la Batalla.
El arco era de un reluciente color rojo, recién pintado: el color de la
sangre. Más allá podía verse el gran santuario de Bishamon.
Durante generaciones, guerreros Grulla y León por igual habían
entrado en el santuario de la Fortuna de la Fuerza para pedirle la
fortaleza necesaria como para defender la ciudad.
Pasaron al lado de komainu dorados, construidos por el clan de
Toturi. El jardín que rodeaba el santuario era ordenado y elegante,
pero carecía de la belleza típica de los jardines Grulla. Allí, tanto
León como Grulla habían plantado pinos, helechos y plantas
medicinales.
—Mi señor Daidoji, me gustaría que habláramos de asuntos
mundanos antes de que entremos en este lugar sagrado.
Toturi continuó mirando hacia delante mientras se detenían en el
sendero, aunque la mirada de Uji se detuvo sobre él. —Estáis
preparados para la guerra —observó Toturi. Una vez más, el Grulla
se limitó a asentir.
—El Emperador prohíbe la guerra entre Grandes Clanes.
—No queremos una guerra —dijo Uji—, pero la esperamos.
—Los León han retirado sus tropas...
—La guerra se aproxima, Campeón —dijo Uji—. Estamos
preparados, y eso no es un crimen.
***
El sol fue desapareciendo mientras se alejaban de la ciudad. Habían
masajeado y abrevado a los caballos, y ahora trotaban con un vigor
renovado. Alguien los estaba observando, pero Toturi no echó la
vista atrás hacia los muros. Su mirada se posó sobre el bosquecillo
donde había esperado para unirse a las tropas de su hermano el día
en que intentaron conquistar la ciudad. Sus altos cedros se mecían
con el viento. El suelo estaba cubierto de una neblina baja que se
pegaba a los árboles y los envolvía, nebulosos y fantasmales, en la
creciente oscuridad.
Durante un instante, la débil luz pareció reflejar un ojo que lo
observase desde los árboles. Luego desapareció. Aquí no había
espíritus inquietos; los shugenja Grulla habían insistido en ello. Sólo
había recuerdos, el rostro de su hermano con un ojo vidrioso y el
otro traspasado por la flecha que lo mató. Toturi llevaría esa imagen
consigo para siempre, aunque el sonido de la voz de Arasou se
desvanecería de su mente. Aun así, casi podía oírlo en aquel
momento.
Arasou, igual que Tsuko, solo veía un camino, y clamaba venganza.
Estaban a punto de perder de vista la ciudad. Otro destello en los
árboles... no era un simple recuerdo. Alguien los vigilaba.
¿Alguien de la ciudad? ¿O algo distinto?
Toturi frenó la marcha de su caballo, y uno de sus compañeros se
acercó para cabalgar a su lado mientras los demás se quedaban
atrás.
—¿Viste eso, Kāgi-san? —preguntó Toturi. La inclinación de cabeza
del yoriki apenas fue perceptible— ¿Daidoji?
—No. Un explorador. No es de la ciudad.
Un frío temor se asentó en su interior, uno que nada tenía que ver
con el atardecer que se aproximaba ni con la posible existencia de
espíritus errantes. ¿Acaso marchaba ya un ejército sobre la ciudad?
—Averigua de dónde es —dijo Toturi.
Kāgi descabalgó, dejando al animal sin jinete, y corrió rápida y
silenciosamente hacia los árboles. Ningún explorador o espía sería
capaz de eludir a Kitsuki Kāgi, un Dragón adoptado que había
estudiado su Método. Era solo cuestión de tiempo antes de que el
joven fuese nombrado magistrado Esmeralda de pleno derecho por
sus logros.
Toturi y su séquito siguieron cabalgando, como si nada hubiese
ocurrido. No oyó sonidos de marcha, ni armaduras aparte de las
suyas, pero a pesar de todo, cada curva del camino esperaba
encontrarse con una hueste de bushi de camino a Toshi Ranbo;
¿qué les iba a decir?
Y si era un ejército, ¿cómo iban a salir vivos de aquello él y cinco
samuráis? ¿Podrían confiar en que el honor los protegiera de un
general lo bastante ambicioso como para provocar una guerra?
¿Había persuadido Tsuko a sus generales para que tomasen la
ciudad? ¿La deseaban los Unicornio como trofeo en una guerra
contra el León? ¿Podría la desesperación de los Cangrejo haberles
llevado a librar una guerra en busca de jade? Sin duda los Fénix no
abandonarían sus ideales pacifistas para abrirse paso hasta la
ciudad en busca de fantasmas....
Hasta el regreso de Kāgi estos pensamientos no eran más que
miedos, inútiles para un samurái. Toturi se concentró en su
respiración y en el ritmo del caballo bajo él.
Quizás Uji había estado en lo cierto al prepararse para la guerra;
quizás era inevitable. Quizás pronto habría nuevos fantasmas en
aquel campo de batalla.

El arrepentimiento no es lo primero
Por Robert Denton III

Su padre solía decir que no era prudente “apostar cuando ya se


habían tirado los dados”, pero ya los había lanzado, así que ya no
había lugar para la duda. A partir de aquel momento, su corazón y
su mente debían ir al unísono. Isawa Tadaka se armó de valor y
abrió la puerta.
—¡Tadaka! —Shiba Tetsu se levantó de su almohadón con una
brillante sonrisa. El escudo de la Orden de Chikai brillaba sobre su
túnica carmesí a la tenue luz de la casa de té.
Tadaka sonrió a su vez. —Eres un espectáculo para la vista, Tetsu-
san.
—Me alegra ver que sigues de una pieza. ¡Últimamente corres
riesgos innecesarios!
Tadaka se encogió de hombros. —La fruta está al final de la rama.
Se sentaron ante una pequeña mesa lacada, mientras Tetsu dejaba
su tetera de hierro sobre un lecho de carbón caliente y preparaba su
cazo y sus batidores. —¿Cómo va tu recuperación?
—Tan bien como cabe esperar —Tadaka resistió el impulso de
tocarse el costado vendado—. La provincia de Garanto me dio una
lección de... humildad.
—Eso he oído —dijo Tetsu, vertiendo agua en la tetera— ¿Qué te
parecieron los Kaito?
—Encantadores, pero ingenuos.
Se rio ante aquella afirmación. —Es de esperar, cuando uno pasa
toda su vida en las montañas aislado del mundo exterior —miró
fugazmente a Tadaka—. Pero tú no sabes cómo es eso, ¿verdad?
—Bajé para los festivales —una pausa—. Algunas veces.
Tetsu sonrió y preparó dos tazas.
—Aun así —continuó Tadaka—, creo que constituyen un recurso
infrautilizado por el clan. Es hora de que asuman un papel más
activo en los asuntos del clan.
La jovialidad de Tetsu se desvaneció. —¿Y... Tsukune-sama?
¿Cómo le va a ella?
Tsukune de pie, herida, al borde de un pozo de piedra. Su espada
en una mano debilitada.
—¡Tsukune!
Tadaka cerró los ojos. —Está en manos de las Fortunas.
La luz de la tarde se filtraba a través de las grietas de la pared. Los
dos se quedaron callados un rato.
Tadaka había adquirido un hábito durante el último mes: tanteó con
los dedos el lugar donde debería haber estado su amuleto de paja, y
se le hizo un nudo en el estómago. Es verdad... lo había dejado
fuera. Era curioso ver cómo el hecho de dejar atrás algo que
estabas acostumbrado a llevar, por pequeño que fuera, podía hacer
que te sintieras más vacío.
—Debería haber ido yo —dijo de repente Tetsu—. No estaba
preparada.
Normalmente aquella afirmación habría sido presuntuosa, insultante.
Al decir aquello, Tetsu insinuaba que el habría tenido éxito donde
Tsukune había fracasado, que si hubiese ido en su lugar habría
hecho entrar en razón a Tadaka y evitado toda aquella situación.
Había sugerido, sin querer, que la culpa era de la terquedad de
Tadaka, de su negativa a escuchar a la Campeona del Clan del
Fénix.
Tadaka no podía discutírselo.
—Ninguno de nosotros sabía lo que nos aguardaba en el Santuario
del Acantilado —el pecho de Tadaka se encogió—. Ni siquiera yo.
—Aun así —insistió Tetsu—, que arriesgase el liderazgo del clan,
que actuase con tanta precipitación....
—Reconócele algo —dijo Tadaka, su voz quebrada—. Estoy aquí
gracias a ella —…y ella está ahí ahora por mi culpa.
Tetsu evitó su mirada, y solo entonces se dio cuenta Tadaka de que
la culpa le estaba reconcomiendo de forma visible. Se recompuso
con un suspiro. —Tu entrenamiento le sirvió bien —comentó—. Su
habilidad con la espada ha mejorado, al menos en mi opinión.
—Ojalá pudiera hacer más —susurró Tetsu. La tetera silbó, y el
hombre se acercó para sacarla de las brasas.
Era el momento. Tadaka respiró hondo por última vez. —Tal vez
puedas.
Tetsu se detuvo. Aunque no podía ver su expresión, Tadaka se
imaginó cómo una practicada máscara de estoicismo ocultaba sus
facciones, una expresión sencilla que no traicionaba nada.
—Tus habilidades se desperdician día tras día en este santuario —
continuó Tadaka—. Podrías ascender más. Yo podría asegurarme
de ello.
—¿No me digas?
—Ya sabes lo que te voy a preguntar.
Tetsu se giró lentamente, y le tembló la boca. —Sospecho que sí.
Tadaka dejó un pergamino sobre la mesa. Llevaba el sello del
Consejo de Maestros Elementales. —Necesito un segundo para el
duelo —dijo.
Tetsu no miró el pergamino. —Esta noche te prepararé una lista de
recomendaciones. Muchos de mis discípulos resultarían apropiados
para la tarea.
—Te necesito a ti, Tetsu-san —se cruzó de brazos, mirando las
sombras entre las grietas de luz de la pared—. El segundo de Rujo
será mi padre. Es propio de él. Busca desequilibrarme, y si se diera
el caso, la palabra del Maestro del Vacío tiene mucho peso. Pero tú
has oficiado cinco duelos y has participado en tres. Nadie
cuestionaría tu juicio, ni tampoco la agudeza de tu vista. Por favor,
Tetsu. No hay nadie más.
Tetsu dividió una cucharada de polvo de matcha entre las tazas.
Continuó el silencio.
—Esperaba que a estas alturas ya hubieses dicho que sí —bromeó
Tadaka.
Tetsu vertió agua caliente en la taza y removió el líquido de color
verde hierba con un batidor.
Tadaka estudió el rostro de su amigo. —Quizás pienses que si
pierdo, el consejo recordará a quién apoyaste. Puedo entenderlo. Yo
también he oído los rumores. Nadie cree que pueda vencer al
maestro Rujo —cerró la mano en un puño lentamente—. Pero no
perderé, Tetsu. Mi destino no es perder. Debo ganar por el bien del
Fénix.
Por fin, Tetsu dirigió una mirada triste a su amigo. —Tengo confianza
en que puedes ganar. No tiene nada que ver con eso. Somos
amigos, Tadaka. No te ayudaré a destruirte.
La respuesta lo dejó atónito. Sacudió la cabeza. —No es lo que
piensas.
Tetsu se levantó. —¿Piensas invocar la Promesa?
Tadaka se detuvo.
En los albores del Imperio, en su momento más desesperado,
Shinsei acudió a Isawa en busca de ayuda. Únicamente Isawa tenía
el conocimiento necesario para ejecutar el plan de Shinsei, y solo él
poseía la capacidad de desterrar para siempre a un dios caído. Sin
él la guerra se perdería, y el Imperio se hundiría en la oscuridad.
Pero esto le costaría todo a Isawa. Tendría que sacrificar su vida, y
las vidas de incontables parientes e hijos de su tribu, en el altar de
su mayor enemigo. Hacerlo era impensable, y por eso se negó.
Entonces el Kami Shiba, un dios hecho mortal, se arrodilló ante
Isawa. Prometió que si Isawa accedía a la propuesta de Shinsei, su
linaje serviría para siempre al de Isawa. Isawa aceptó.
Hacer referencia a la Promesa equivalía a hacer valer el pacto entre
Shiba e Isawa, una promesa que se había mantenido a lo largo de
generaciones. Era el derecho de cualquiera que tuviera el nombre
de Isawa. Independientemente de las diferencias de estatus social o
posición personal, o incluso de la naturaleza misma de la petición,
cuando un Isawa recurría a la Promesa ante un Shiba, ese Shiba
debía cumplirla. Hacer lo contrario significaba perder prestigio
dentro del clan.
Tadaka estuvo a punto de hacerlo. La tenía ahí, en la punta de la
lengua. Con ella, podría obligar a Tetsu a obedecerle. Sabía que si
lo hacía, su amigo no se negaría. Era la única forma. Todo lo que
tenía que hacer era hablar.
Pero si lo hacía, Tetsu nunca se lo perdonaría. Y ese precio era
demasiado elevado.
—Sólo estoy preguntando, Tetsu. Como amigo. Lo consideraría un
favor, nada más.
Tetsu colocó una humeante taza de té ante Tadaka y sonrió. —
Amigo mío, yo consideraría un favor que no me lo pidieras.
***
Cuando llegó, la puerta de Tadaka ya estaba abierta. La sombra de
su sensei se extendía por la entrada; lo había visto mucho antes de
percatarse de su ceño fruncido o de la desgastada caja de
pergaminos que tenía entre las manos.
—¿Dónde lo has encontrado? —preguntó Rujo.
Provenía de la biblioteca de su familia, una cámara subterránea que
ni siquiera los sirvientes parecían conocer. —No tenéis ningún
derecho a hurgar en mis cosas —murmuró Tadaka.
El ceño fruncido de Rujo se hizo más pronunciado. —Lo sabía. Esas
técnicas que utilizaste de forma tan descuidada, ¡no las aprendiste
de mí! —sacudió la caja de pergaminos con gesto acusador—. Las
sacaste de aquí, ¡de los escritos de un loco deshonrado!
Tadaka se estremeció. —Las escribió en su juventud —insistió—.
Están relacionadas con la purificación de los elementos, ¡no son tan
diferentes de los métodos Kuni! ¡Leedlas vos mismo!
—¡Ésa no es la cuestión! —bramó Rujo— ¡Lo que me preocupa es
esta atracción por cuestiones siniestras! Y me veo obligado a actuar
ante estas preocupaciones, aunque me duela hacerlo.
Rujo había cambiado de posición, inclinándose de tal forma que su
costado derecho, incluyendo el brazo que sostenía la caja, quedaba
iluminado por el resplandor de la estufa de carbón colocada en el
suelo.
Rujo tenía la intención de destruir la caja.
Tadaka sostuvo la mirada de Rujo y se quitó las cuentas de oración
de la muñeca para colocárselas en la mano. —No lo entendéis —
susurró.
—Tal vez. Pero tampoco necesito hacerlo —con un movimiento de
muñeca, lanzó la caja a las llamas.
Tadaka luchó por contener las lágrimas mientras su señor se erguía,
inclinándose hacia él hasta que su agrietado y torvo rostro ocupó
todo el ángulo de visión del joven. —Da las gracias a tu padre la
próxima vez que lo veas. Él es la única razón por la que sigues
siendo mi alumno.
Y luego se fue.
Tadaka esperó un momento antes de lanzarse hacia la estufa de
carbón. Sólo entonces se atrevió a ver si su ofrenda había sido
aceptada. La caja de pergaminos, antigua y seca, ya se estaba
desmenuzando, pero el papel que había dentro seguía intacto.
Recuperó agradecido el pergamino, susurrando su gratitud a los
kami del carbón por preservarlo. Ignorando la sangre que goteaba
por la comisura de sus labios, dejó el pergamino sobre la mesa y lo
examinó en busca de daños. Tener sólo una copia era demasiado
arriesgado; tendría que transcribirlo lo antes posible.
Después de todo lo que Tadaka había hecho por su maestro,
después de haberse mordido la lengua cuando sus investigaciones
e ideas aparecían en sus escritos, Rujo seguía sin respetar a su
alumno. Ni siquiera se había dado cuenta cuando Tadaka había
invocado a los kami ante sus propias narices. ¿Realmente era tan
grandioso el Maestro de la Tierra?
Y, llegado el caso, ¿qué podría hacer ese viejo estúpido para
detenerlo?
***
El amuleto de paja seguía colgando de la rama más baja del viejo
roble. Tadaka lo soltó y comprobó su peso. Aparte de la pizca de
polvo de agar que todavía tenía dentro, estaba vacío. El kodama
(espíritu del árbol) había rechazado su ofrenda.
Tadaka tocó el tronco del árbol con la frente y volvió a colgar el
amuleto. —Que así sea —susurró—. Si no es a cambio de un favor,
os ruego que lo aceptéis como muestra de mi respeto.
Una hoja verde, nueva y viva, cayó y le rozó el hombro. Tadaka dio
dos palmadas y se inclinó. Luego quitó de nuevo el amuleto de paja
de la rama.
¿Quizás le pasaba algo al amuleto? Lo inspeccionó de nuevo. No,
no había cometido ningún error. La cinta estaba entrelazada con la
paja de la forma apropiada, y la campanilla colgaba brillante y
tentadora. Era un digno hogar temporal para cualquier espíritu
voluntarioso. El problema, entonces, era esa voluntad.
Nueve días. No le quedaba mucho tiempo.
Tadaka se colocó el amuleto de nuevo alrededor del cuello, e intentó
ignorar la sensación de que se estaba hundiendo. No tenía nada en
contra de Tetsu, pero la negativa de su amigo, combinada con estas
recientes dificultades, no era un buen presagio. Pero aún había una
parte de él que le instaba a seguir adelante, que insistía en que su
destino no era fracasar. Sólo necesitaba seguir buscando, seguir
intentándolo. La solución llegaría cuando los elementos se
alinearan....
Sus oídos se destaparon de repente. Se quedó inmóvil. Los sonidos
de los bosques Isawa regresaron como el reflejo de un lago
ondulante. ¿Qué había causado aquella sensación?
A escasa distancia se encontraba un pequeño farolillo de piedra,
que apenas le llegaba al tobillo. Estaba cubierto de musgo y se
confundía con la maleza que la rodeaba, con el fogón cubierto de
hojas por la falta de uso.
¿Podría ser?...
Se arrodilló a su lado, quitándose el sombrero cónico e inclinó la
cabeza. —Perdonadme —susurró—, no os había visto —metió la
mano en el obi y sacó un cucurucho de incienso y una de sus
cerillas de azufre. Encendió el cucurucho y dejó que fueran
apareciendo espesas telarañas de humo en el fogón del farolillo.
Al principio era bajo, tan suave que apenas podía sentirlo. Un leve
retumbar, que crecía rápidamente: un reverberar bajo como la nota
más grave que se podía arrancar de un koto y que le resonaba en el
pecho.
Tadaka sonrió. —Estáis despierto —cogió sus cuentas de oración y
se colocó en la posición del loto—. Contadme vuestra historia,
anciano.
Los kami no se comunican con palabras. O al menos, no con
palabras como las entienden los humanos. Su lenguaje son las
emociones, las sensaciones, los sentimientos. Por eso las
emociones de un shugenja pueden provocar reacciones no
deseadas; esta interpretación de los sentimientos es mutua. Para
poder comunicarse, un shugenja tiene que permitirse sentir lo que
dicen los kami, y confiar en que su corazón lo traduzca.
Tadaka se sentía como si estuviese sentado al pie de un enorme
tambor taiko que retumbaba con fuerza por todo su cuerpo. Sintió
una emoción para la que no existía término humano; la experimentó
como un olor a moho que también podía saborear, que emanaba de
la fosa de su vientre, como si algo estuviese fermentándose en sus
entrañas.
Puso la palma de la mano contra la superficie del farol. Su mente se
llenó de pensamientos, pero no provenían de él. —Habéis estado
aquí mucho antes que el kodama de este árbol. Con el tiempo, os
ocultó en su sombra —miró hacia la copa del roble. Ocultaba el
cielo; incluso ahora robaba la luz al kami del farolillo—. Lleváis
anhelando volver a ver el sol desde entonces, ¿verdad?
Era como si las piedras que había bajo su asiento se hubiesen
partido en dos.
Quería que derribara el árbol. Tadaka lo pensó. Un kami del tipo de
piedra de la que se había hecho la linterna, y especialmente de
aquella época, sería un poderoso aliado para lo que estaba por
llegar. Pero no podía destruir el árbol. Aunque había agraviado al
kami, seguía teniendo derecho a vivir, y su destrucción alteraría el
equilibrio de aquel lugar.
—Perdonadme, anciano, no puedo hacer lo que me pedís. Pero os
ofrezco un trato distinto —cogió otro pellizco de polvo de agar de su
amuleto de paja—. Si me prestáis vuestra ayuda, erigiré un
santuario para vos en la cima de una montaña, y tendréis todo el sol
que deseéis.
Nada.
Tadaka bajó la mirada. —¿No es suficiente? ¿Necesitáis algo más?
Todas las cosas están compuestas por los elementos. El cuerpo
humano no era ninguna excepción. Tadaka sabía que su ofrenda
tendría que ser grande. Y sabía que no existía una ofrenda mayor
que la de su propia Tierra.
Ya lo había hecho antes. Por esto, estaba dispuesto a hacerlo una
vez más.
—Muy bien —susurró, y recordó las enseñanzas de su ancestro.
***
Tadaka se limpió la línea de sangre de la comisura de los labios.
Podía sentir el espacio de su interior, que ahora estaba vacío, como
el que siente un diente roto. Se levantó tembloroso. El amuleto de
paja se había vuelto pesado, como si estuviera lleno de piedra.
Tadaka bajó la cabeza. —Gracias, kami venerable —a sus pies, el
farolillo estaba apagado y sin vida.
***
El lugar del duelo era un amplio círculo de tiza en las Llanuras del
Corazón del Dragón. Allí nadie les interrumpiría. Tadaka susurró por
encima del montón de piedras situado justo al borde del círculo. El
viento tiraba de la diminuta linterna en forma de orbe del santuario y
de la delgada cuerda de paja que lo rodeaba.
En el extremo opuesto del círculo se encontraba el santuario de
Rujo, una estatua de un komainu. El perro-león sentado estaba
adornado con campanillas y dos cuerdas de paja, y la suavidad y el
detalle de la piedra no hacían sino demostrar que el Maestro de la
Tierra disponía de más tiempo, de más recursos.
Isawa Rujo apoyó su mano sobre la cabeza de la estatua, como si
fuese a acariciarla. El viento agitaba su elaborada túnica y le
revolvía el pelo alborotado y grisáceo.
¿Qué tipo de kami había encantado para aquella demostración?
—Que comience el duelo —dijo la voz del juez. Asako Togama
había sido sabio mucho antes de llegar a viejo, y había arbitrado
muchas de estas competiciones para el clan. Como daimyō de otra
familia del Clan del Fénix, sería totalmente imparcial. Pero Togama
conocía a Rujo mucho más que a Tadaka. ¿Se aliaría la experiencia
con la experiencia en esta cuestión?
Tadaka se acercó e hizo una reverencia ante el grupo de testigos.
Una vez mostrado el debido respeto, se enfrentó a su sensei. La ira
le cerró los puños, pero a pesar de ello devolvió la reverencia de su
señor.
La voz de Rujo parecía llena de gravilla. —Ha pasado algún tiempo,
Tadaka-san.
—Parece que no el suficiente —miró fijamente al espacio vacío
donde debería haber estado el segundo de Rujo—. Veo que mi
padre no pudo asistir.
—No le pregunté. Nunca lo angustiaría de tal manera —Rujo se
puso serio—. Y por lo que veo, tú tampoco tienes un segundo.
—No necesito uno. Cuando esto termine, no habrá dudas sobre el
vencedor.
—Como tú digas —contestó Rujo.
Togama levantó las manos. —Este duelo resolverá el asunto de
honor entre el Maestro de la Tierra, Isawa Rujo, y el Vástago de la
Tierra, Isawa Tadaka —sus palabras eran contundentes y claras, y
omitió los honoríficos para evitar cualquier apariencia de parcialidad
— ¡Introducid a vuestros kami en el santuario!
De forma reverente, Tadaka bajó su amuleto de paja hasta el
montón de piedras. El kami se había fortalecido durante aquella
semana, y la paja había reverdecido en algunos lugares; ahora, de
los tallos secos brotaban diminutos cogollos. Tadaka colocó una
hoja de petasita sobre el santuario para completar la consagración,
y se alejó dando dos palmadas. Entonces, se enfrentó a Rujo.
Todo lo había llevado a este momento. No se guardaría nada.
Togama continuó. —Este duelo concluirá cuando dos espíritus
habiten en un mismo santuario, o cuando un bando se rinda al otro.
Que los Cielos favorezcan al legítimo —se sentó abruptamente, al
igual que la docena de testigos—. Podéis comenzar.
—Espera —Rujo extendió la mano y se adelantó—. Aguardad un
momento.
Tadaka entrecerró los ojos. El Maestro Elemental se acercó, con los
brazos extendidos en gesto de súplica.
—Tadaka, esto ha ido demasiado lejos. Sin duda, después de tu
terrible experiencia en el Santuario del Acantilado, serás consciente
de lo absurdo de seguir por camino. Si continuamos, perderás, y esa
derrota será una sombra que arrastrarás el resto de tus días. Sin
embargo, si te retractas ahora y aceptas el fallo del consejo... —los
ojos de Rujo se ablandaron— ... perdonaré esta indiscreción y
consideraré el asunto resuelto. ¿Qué me dices?
Sus palabras parecían sinceras, y eran más de lo que se les había
ofrecido a muchos de los que habían menospreciado a los
Maestros.
—Sois muy generoso —contestó Tadaka—. Todo lo que necesito
hacer es abandonar mi destino, y todo puede volver a ser como
antes—. Puedo volver a proveeros de investigaciones e ideas, y vos
podéis volver a reclamarlas como vuestras. Pero por supuesto, las
victorias del alumno pertenecen a su sensei; ¿no es cierto?
Tadaka esperaba ver el rostro de Rujo retorcido de ira, pero sólo vio
decepción. —Sí. Y también sus fracasos —dijo el hombre.
Tadaka se adelantó primero. Corrió hacia delante, cuentas de
oración en mano, y se concentró en el santuario de Rujo.
Algún tipo de vida parpadeaba en la inmóvil piedra, pero no pudo
sentir qué era. Sin conocer la naturaleza del espíritu consagrado,
nunca podría persuadirlo. Pero Rujo adoptaría un enfoque
conservador. Siempre lo hacía. Tendría tiempo para…
Rujo rompió una bolsa de ofrendas contra el suelo y gritó una
palabra de poder. La tierra escupió un canto rodado que se lanzó
contra el santuario de Tadaka.
Dando un salto hacia atrás, Tadaka plantó en el suelo un talismán
sagrado de papel. El papel se desintegró en la palma de su mano.
Frente a su santuario apareció un muro de piedra. El canto se
estrelló contra el muro con un ruido atronador, y el sonido de la roca
al partirse ensordeció el claro. Trozos de roca se dispersaron por
todo el recinto, y estuvieron a punto de impactar contra los
sorprendidos espectadores.
Tras el fino velo de polvo, los ojos de Rujo brillaban divertidos.
Tadaka apretó los dientes. Destruir un santuario haría que los kami
no tuviesen lugar en el que refugiarse aparte del otro. Rujo había
optado por el enfoque directo.
Muy bien.
Tadaka sacó un pergamino de su bolsa y lo abrió. La voz de Rujo
volvió a alzarse, pero Tadaka habló rápidamente mientras hacía una
ofrenda de sal al tiempo que las palabras brotaban de sus labios en
un torrente. Los kami respondieron a su ira. El aire alrededor de su
pergamino se convirtió en cristal, y el pergamino se transformó en el
mango de un enorme tetsubō de piedra. Un grito surgió del pecho
de Tadaka mientras blandía el garrote y se lanzaba contra la estatua
komainu.
Rujo cerró el puño por encima de su cabeza. Unas frías manos
aferraron los pies de Tadaka. El suelo le tiró de las piernas,
hundiéndolo hasta la cintura en tierra compactada.
Un miedo irracional paralizó sus extremidades y le sacudió la
espalda, pero Tadaka se obligó a respirar, susurrando un pequeño
cántico con cada inhalación. Si se dejaba llevar por el pánico, los
kami reaccionarían de forma impredecible. Lanzó el garrote de
piedra en arcos cerrados sobre su cabeza, tratando de impactar
contra el komainu.
Rujo dio una fuerte palmada, de la que salió una nube de polvo
arenoso.
Una roca escarpada surgió de la tierra y golpeó contra el tetsubō. El
garrote se rompió en docenas de fragmentos brillantes. Trozos de
piedra cayeron del cielo. Los chasquidos de las rocas al romperse
se mezclaban con los aullidos de los espectadores, algunos de los
cuales a duras penas se las arreglaban para apartarse del camino
de una roca en caída libre. Rujo se protegió la cara de los guijarros
con una manga de seda.
Sin duda, ahora que el duelo había llegado a este punto Togama
intervendría. Pero el daimyō Asako se limitó a observar, impasible,
sin mostrar ningún indicio de preocupación por su propia seguridad,
mientras los espectadores se agachaban para evitar los escombros.
Muy bien. Sigamos, entonces.
Tadaka golpeó contra el suelo. Estaba atrapado en una prensa, pero
podía sentir a los kami dentro de la tierra, las vibraciones de sus
movimientos reverberando en su oído interno. Con la ofrenda
apropiada, con la humildad debida, podría convencerlos de que lo
dejaran ir.
Rujo sacó de su túnica una vara de madera de agar gris mientras
seguía entonando un cántico.
La sangre se congeló en las venas de Tadaka. Una ofrenda de esa
magnitud solo resultaría apropiada para un kami muy antiguo. Con
un fuerte chasquido de piedra, la estatua komainu se separó de sus
cimientos y salió corriendo hacia delante a cuatro patas, jadeando
como una bestia hambrienta.
Así que esa era la jugada de Rujo. Lo había planeado desde el
principio.
El perro-león de piedra se lanzó hacia adelante con un estruendo en
dirección a su santuario. La estatua animada lo destruiría con
facilidad. Al otro lado del círculo de duelo, Rujo observaba con los
brazos cruzados y una sonrisa de satisfacción.
El corazón de Tadaka sonaba atronador en sus oídos. Se le nubló la
vista. Sus músculos se tensaron, y apretó la mandíbula. Sus dedos
se cerraron alrededor de un puñado de tierra.
No. No voy a perder. No ante Rujo, ese sabelotodo, odioso....
Tadaka sacó un hilo de paja de la manga, en el que se veía un brote
nuevo.
¡Oh, espíritu ancestral, os ruego que cumpláis nuestro pacto!
Desde el cielo comenzó a caer un torrente de piedras, pero lo hizo
en una zona extensa, y no acertó al komainu por unos centímetros.
Las piedras excavaron una profunda zanja, y siguieron cayendo en
dirección a Rujo. El Maestro Elemental observó la tempestad de
rocas con una calma escalofriante. La multitud se quedó
boquiabierta. El corazón de Tadaka dio un vuelco; por culpa de su
ira, el kami había malinterpretado sus órdenes.
El suelo se rompió bajo los pies de Rujo. Una columna de roca lo
lanzó hacia arriba mientras el torrente de piedras se estrellaba
inofensivamente contra el pedestal que tenía debajo. Una extraña
sensación de alivio se apoderó de Tadaka mientras dirigía su mirada
hacia la estatua animada. El perro-león de piedra aceleró mientras
daba una vuelta al círculo. Su impulso era más que suficiente como
para hacer añicos el santuario de Tadaka.
El joven se maldijo. ¡Idiota! Te faltaba concentración, y eso ha
acabado con tus posibilidades.
La tierra a su alrededor se debilitó; logró liberarse. Parpadeó.
¿Acaso sus maldiciones habían ofendido a los kami que le
mantenían encerrado? ¿O su ira, malinterpretada por los kami, les
había asustado?
El komainu saltó. Con un grito silencioso, Tadaka salió de entre la
tierra. Apenas tuvo tiempo para interponerse en el camino de la
estatua antes de que el mundo se tornara negro.
Tadaka recobró la consciencia en el suelo. Sólo había estado
inconsciente un momento. Sentía como si sus costillas estuvieran
hechas de vidrios rotos. Cada respiración era una agonía. Se
encontraba bajo las patas del komainu, que jadeaba sobre él. Rodó
hasta ponerse de espaldas, y miró hacia arriba al rostro de piedra.
De la mano de Rujo colgaba un amuleto de paja, verde y cargado de
hojas.
El mundo se quedó quieto. En la otra mano tenía una ofrenda de
incienso. Un gesto, una sola palabra, y el santuario del perro-león no
contendría un kami, sino dos. Unos instantes y todo habría acabado.
Tadaka había perdido.
Pero el hechizo no salió de los labios de Rujo. En lugar de ello, se
quedó mirando a su antiguo alumno a los ojos. —¿Lo ves ahora,
Tadaka? ¿Te das cuenta por fin de hasta dónde te ha llevado tu
orgullo?
Tadaka sintió un fuerte dolor en las costillas, pero lo ignoró. Mantuvo
la voz calmada. —Me encuentro exactamente donde las Fortunas
quieren que esté. Mi destino no es perder hoy.
Rujo habló mientras apretaba los dientes. —¡Sigues siendo un
testarudo! ¿Estás dispuesto a perderlo todo? ¡Todo! ¿Por una
petición denegada y por orgullo?
—No —respondió Tadaka—. Pero lo haría por el futuro de nuestro
clan.
Rujo dudó. El aire estaba cargado de incertidumbre en aquel
instante congelado en el tiempo.
—Puede que sólo fuera un niño cuando mi padre nos llevó a tierras
Cangrejo, pero recuerdo lo que vi allí. Teniendo en cuenta lo que
sacrifican los Kuni para mantener a raya a la oscuridad, hasta dónde
están dispuestos a llegar... —su mirada cayó pesadamente sobre el
rostro de Rujo— ¿Cómo podría hacer menos el mayor shugenja del
Imperio?
Rujo se rio. —Ese es su deber. No el nuestro —pero su resolución
se quebró. La mención de los Kuni le había hecho palidecer, apretar
los puños, estremecerse....
Tadaka se irguió e hincó una rodilla. —Estáis equivocado. Las
Fortunas nos convirtieron en los guardianes del espíritu del Imperio.
No podemos ignorar las señales. El desequilibrio elemental, el
incremento de los ataques de las Tierras Sombrías, el
desplazamiento de las estrellas nocturnas... algo se acerca. Vendrá
del sur. Del Pozo. Y sea lo que sea, ¡sabéis que no estamos
preparados!
—¡Entonces deja que enviemos a algún otro!
Todos se callaron ante el arrebato de Rujo. Hasta los grillos
enmudecieron.
—Enviaremos a otro —continuó. Sus curtidas facciones estaban
llenas de dolor—. Pero no a ti, Tadaka. Hay oscuridad en tu corazón,
como la hay en todos los que comparten nuestro linaje. No perderé
a mi alumno ante esa oscuridad. No repetiré lo que le pasó a
nuestro antepasado.
Sonoros lamentos escaparon de múltiples bocas. Hasta Togama
apartó la mirada. Los dedos de Tadaka se cerraron en un puño. Por
eso Rujo le había tratado así. Durante todos esos años, al mirar a
Tadaka sólo veía la vergüenza de su familia. Su antepasado caído,
un nombre que nadie se atrevía a pronunciar. Isawa Akuma.
—Sus acciones siguen proyectando a día de hoy una sombra sobre
nuestro clan. Dentro de mil años, su deshonra seguirá persiguiendo
a nuestra familia. Cuando te encontré con sus pergaminos, ¡supe
que te encaminabas hacia el mismo destino siniestro! ¡Sé que has
oído su voz! Por eso me opuse a tus investigaciones. Sabía que si
se te permitía continuar, compartirías su destino.
—No soy como él —susurró Tadaka.
—¿Acaso crees ser el primero en pensar eso? —Rujo sacudió la
cabeza—. Cada Vástago de la Tierra ha experimentado esta
tentación, ¡desde los albores del Imperio y el propio hijo de Isawa!
—se apretó la mano contra el pecho, arrugando el símbolo del
Maestro de la Tierra— ¡Yo estuve donde tú estás! Yo también oí la
llamada de las Tierras Sombrías y creí, durante un tiempo, que
podría doblegarlas. Pero fui lo bastante sabio como para reconocer
mi arrogancia. Abandoné la investigación.
La expresión pétrea de Tadaka se difuminó.
—Ahora te pido que hagas lo mismo —Rujo bajó el amuleto y
extendió la mano—. No tiene por qué acabar así. Otro puede
continuar donde tú lo dejaste, y todavía puedes servir al clan. Pero
debes olvidarlo, Tadaka. No es para ti.
Todo el mundo se mantuvo inmóvil durante un largo tiempo.
Finalmente, Tadaka susurró. —¿Vos también lo estudiasteis?
Rujo asintió.
—Tuvisteis la oportunidad de preparar a nuestro clan contra la
oscuridad… —sus palabras eran penetrantes, acusadoras— …¿y
os negasteis?
Rujo estaba desconcertado. —¡Elegí permanecer puro, por el bien
del Fénix!
—Entonces fracasasteis en vuestro deber.
El Maestro de la Tierra palideció. Dejó caer la mano. —¿Cómo...
cómo te atreves?
Tadaka se puso en pie, lentamente. El dolor se intensificó en una
pierna temblorosa, pero lo ignoró. —La tierra que es demasiado
pura no da frutos. El agua demasiado pura no tiene peces. Estar
dispuesto a ignorar lo que nos amenaza no es una virtud, Rujo-
sama. El trabajo del Maestro de la Tierra, de todo el consejo,
consiste en comprender la naturaleza de las sombras para poder
combatirlas —se había levantado por completo, y ahora dirigía su
mirada hacia abajo, a su antiguo maestro. Su corazón y su mente
estaban en perfecta armonía—. Cuando os apartasteis de la
investigación no fue por virtud, sino por cobardía. Evitasteis las
sombras porque temíais sucumbir a su llamada. Porque teníais
miedo —mantuvo los brazos a los lados, como alas desplegadas—.
Confío en las Fortunas. Confío en los kami. No tengo nada que
temer. Y no fracasaré.
Una lágrima cayó por la mejilla de Rujo. —Perdonadme, Ujina-dono
—levantó el amuleto de Tadaka.
El momento de la victoria de Rujo aún no había llegado. Sólo tenía
un instante. Tadaka no dudó. Ofreció lo único que sabía que los
kami desearían más que la ofrenda de Rujo, además de la fuerza
para reclamarlo.
El amuleto onduló ingrávido en la brisa, seco y vacío. Rujo se quedó
boquiabierto. El vello de los brazos de Tadaka se erizó mientras
extendía las manos. Podía sentir la estática en el suelo,
desesperada por ser liberada. Por fin supo de dónde provenía el
kami del Maestro de la Tierra. Lo que quería. Cruzó por última vez la
mirada con un aturdido Rujo. —Dejadme enseñaros algo.
Frotó las manos una con la otra.
La ráfaga eléctrica convirtió la zona en un destello blanco. No existía
nada excepto el trueno retumbante. Tadaka recobró finalmente la
vista, y los colores desteñidos del mundo volvieron a aparecer.
El aire estaba viciado y olía a ozono. El cuerpo de su maestro yacía
a sus pies. Rujo tosió y rodó hacia un costado. La cabeza del
komainu santuario había desaparecido. Más allá, el santuario de
Tadaka estaba cubierto de musgo y bañado por el resplandor del
atardecer. El kami de Rujo provenía de una montaña. Ansiaba la
liberación de la electricidad estática latente en el suelo para poder
tocar los cielos. Tadaka sólo tuvo que ofrecerle la fuerza de su
propia Tierra para que lo hiciera.
—Tadaka es el vencedor —anunció Togama. Su voz temblaba. Solo
ahora Tadaka se dio cuenta de que el rostro del anciano estaba
pálido, y que todos los testigos le miraban horrorizados.
Rujo jadeó. —Tadaka... ¿Qué has hecho?
Cuando ofreció precipitadamente su propia Tierra al kami de Rujo y
al suyo propio, no le había importado saber de dónde la iban a
sacar. La victoria era lo único que le preocupaba. Ahora, semanas
después, Tadaka seguía haciendo una mueca de dolor al ver su
nuevo rostro en el espejo. La piel marcada se retorcía alrededor del
enorme agujero donde había estado su mejilla, exponiendo sus
dientes y el hueso de su mandíbula. El aceite de clavo calmaba el
dolor. Un bálsamo suavizó las arrugas de la carne destrozada. Pero
ninguna medicina podría restaurar sus rasgos. Esta herida nunca
sanaría.
La puerta se abrió sin permiso. Tadaka se giró. Un joven vestido con
un atuendo Shiba se quedó inmóvil y palideció. —¡Mil perdones! —
se las arregló a decir, sin dejar de mirar el rostro arruinado de
Tadaka con los ojos muy abiertos.
—No pasa nada, Yasuhide-san —Tadaka se volvió hacia el espejo y
se maquilló bajo el ojo— ¿Traes noticias?
Yasuhide tragó. —Hai. El maestro Ru- —se detuvo, y volvió a
empezar—. El rōnin antes conocido como 'Rujo' ha dejado
Nikesake. Se dirige hacia el Castillo de la Libélula y hacia las tierras
Dragón —una pausa—. Dad la orden, y la familia Sesai os seguirá.
Hay una oscuridad en tu interior, Tadaka.
—Dejadle en paz —contestó Tadaka—. Le deseo buena suerte,
vaya donde vaya.
Su nuevo yōjimbō se movió ligeramente. En su kimono se veía el
emblema de la Orden de Chikai junto al de la familia vasalla Sesai
de los Shiba. —Un antiguo Maestro Elemental es un enemigo
poderoso —demasiado para dejarlo vivo, parecían añadir los ojos de
Yasuhide.
—No es mi enemigo. En realidad, le estoy agradecido. El viejo
finalmente me enseñó algo.
—¿Oh?
Tadaka sonrió con suficiencia mientras se sentaba sobre su
almohada. —Actué con demasiada precipitación. Utilicé las ideas de
mi antepasado sin entenderlas por completo. Eso fue una
insensatez. No lo volveré a hacer.
—Entonces, ¿os estáis replanteando renovar vuestra propuesta?
—Al contrario. Sufrí esto porque no entendí qué era lo que había
ofrecido. Rujo debería haber ganado, pero perdió porque no me
comprendía. En todo caso, el duelo también me dio la razón —
mientras hablaba, cogió una pequeña tela y la envolvió alrededor de
la mitad inferior de su rostro, ocultando sus cicatrices tras la delgada
seda—. Si no entendemos la oscuridad, no estaremos preparados
para enfrentarnos a ella.
Tadaka se levantó, alisando las ropas de su antiguo maestro. Las
palmas de sus manos rozaron el emblema plateado del Maestro de
la Tierra. Pronto estaría en tierras Cangrejo, exactamente donde se
suponía que debía estar.
La ignorancia es la raíz del sufrimiento, no del conocimiento. Pero
incluso el conocimiento se puede utilizar con ignorancia. No lo
olvides, Tadaka-san. No cometas mi error.
—No lo haré —susurró Tadaka.
Bajo el maquillaje y la sombra de su sombrero cónico, la red de
cicatrices alrededor de su ojo era apenas visible. Si hubiera sabido
lo que le costarían sus acciones, a dónde le llevaría su camino,
quizás habría encontrado otra forma. Pero el arrepentimiento era un
pecado. No era posible deshacer el repicar de una campana. La
única forma de aprender era seguir adelante.
Y el arrepentimiento no era lo primero.

Tempestades y mareas
Por Annie VanderMeer Mitsoda
Publicado originalmente en el pack de dinastía El aliento de los
Kami

Las suaves olas de color verde azulado parecían burlarse de ella, y


aunque no había ni una nube en el cielo, Asahina Maeko se sentía
como si una nube gris colgara sobre ella. La shugenja suspiró
profundamente y miró hacia el costado del Pato Leal, que recorría
lentamente su camino desde la Costa Solitaria a través del mar para
regresar a la Ciudad del Viento Frío. Por muy aburrido que haya
sido este viaje, reflexionó, no tengo ningún deseo de volver a casa.
El plácido mar y el cielo despejado hacían que pareciese poco
probable encontrarse con las misteriosas tormentas que la habían
conducido hasta aquí, y lo único que haría sería regresar fracasada
al lado de su señor.
La joven suspiró, haciendo que una pequeña tempestad girase
sobre la palma de su mano. Su estrecho vínculo con los kami de
aire le había hecho sospechar inmediatamente de todos los
informes que afirmaban que se habían perdido naves en el mar
como consecuencia de las tormentas. Abundaban las historias de
borrascas repentinas surgidas del océano como demonios furiosos;
los marineros afortunadas habían llegado a sus botes salvavidas y
acabaron siendo arrastrados a la orilla con historias que contar,
mientras que los más desgraciados se hundieron entre los restos del
naufragio o desaparecieron bajo las olas. Parecía excesivamente
conveniente que hubiesen aparecido tantas pequeñas tormentas sin
que la costa hubiese sufrido sus efectos, pero tras el desastroso
tifón de hacía unos años, ningún funcionario Grulla parecía
interesado en investigar el tema … o estaba demasiado ocupado
con el conflicto contra el Clan del León, al norte, como para
preocuparse por ello.
Sin embargo, Maeko no se desanimaba con tanta facilidad,
especialmente después de que su primo Kenji acabase entre los
desaparecidos. Sus solicitudes de ver los itinerarios de los buques y
la información de los cargamentos habían sido tan reiteradas que la
hija del daimyō intervino en su nombre. Aunque su posición en la
familia no era muy elevada, Maeko se había ganado un mayor
respeto por la fuerza de su devoción y por el aprecio que sentían los
kami por ella. Así que la dama Takako le concedió su deseo: un
pequeño estipendio, un guardaespaldas y un pasaje a la Ciudad de
la Costa Solitaria para determinar la veracidad de los rumores.
Lo que no se esperaba era lo aburrido que iba a ser el viaje en el
Pato Leal, llamado así por un insoportable cuento infantil sobre la
mascota favorita de un joven emperador. Los marineros la
ignoraban, e incluso el yōjimbō al que habían ordenado acompañar
a Maeko se mantuvo distante. La joven había declarado
abiertamente que esperaba sufrir ataques reiterados hasta llegar a
su destino, y su embarcación iba cargada de barriles de brea: Sin
embargo, habían llegado al ajetreado puerto sin incidentes.
Frustrada por su fracaso y decidida a no dejarse convencer, Maeko
gastó hasta el último koku que se le había entregado para
procurarse su propia mercancía, para asegurarse de que el Pato
Leal viajase con la línea de flotación baja, de forma que pareciera
estar abarrotado de suministros. Los comerciantes protestaron por
este añadido y, al principio, se negaron a embarcar los productos,
aceptando finalmente el compromiso de amarrarlos a la cubierta
bajo lonas embreadas, para que los pudieran lanzar fácilmente por
la borda en caso necesario. Había partido desde el puerto comercial
segura de su plan... pero esa confianza se fue disipando a medida
que se acercaban a su hogar.
Un grito del vigía le sacudió como un trueno. —¡Tormenta!
¡Tormenta a la vista!
Maeko se giró hacia el capitán, que se mostraba desolado. —¿Con
este tiempo? ¿Dónde? —gritó a su vez.
—¡Hacia el sur, y ganando terreno con rapidez! ¡Que las fortunas
nos protejan, se acerca muy rápido! ¡Nunca he visto nada
semejante!
El rostro del capitán se torció en una mueca casi teatral, y comenzó
a gritar. —¡Todos a sus puestos! ¡Preparad los botes salvavidas! Si
no podemos escapar de la tormenta, no acabaremos convertidos en
cuento con moraleja.
Maeko jadeó, sacudiendo violentamente la cabeza. —¡No, no,
capitán, no debemos huir! ¡Es lo que hemos estado esperando, la
prueba que necesito!
El hombre resopló de forma desdeñosa.
—¿Prueba de qué? ¿De piratería? ¿En un temporal? No, haced lo
que queráis, shugenja. Mi deber hacia vos termina el instante en
que mi tripulación corra peligro. Vos y vuestro guardaespaldas estáis
solos.
Maeko se hizo torpemente a un lado mientras los marineros corrían
a su alrededor, preparándose para lo peor, y vio como las hinchadas
nubes de tormenta avanzaban de forma inexorable. El viento tiró de
su ropa, y a su alrededor los marineros comenzaron a murmurar
asustados, acercándose a los costados del Pato Leal y
esforzándose por soltar los cabos que sostenían los botes
salvavidas. Maeko intentó gritarles que esperaran, que había algo
extraño en todo aquello, pero apenas se la oía entre el rugido del
viento. Su corazón le palpitaba fuertemente en el pecho mientras
trataba de concentrarse.
¿Y si me equivoco? Miró fijamente a la tormenta que se acercaba,
enfurecida y temerosa, y tragó con fuerza. ¡Pero ya estoy tan metida
en esta locura que bien podría seguir adelante!
Abandonando a su protector, Maeko salió corriendo hacia popa
haciendo que sus ropajes de color azul pálido ondeasen a su
alrededor, y subió por la escalerilla posterior. Entrecerrando los ojos,
levantó un brazo y agitó su mano como si limpiase el rocío de una
hoja. —¡Kaze-no-Kami, señor de los vientos, escuchad mi oración!
¡Os ofreceré lo que me pidáis, si me ayudáis ahora!
El gesto de la joven shugenja provocó una gran ráfaga de viento,
que se estrelló contra la tormenta. Los truenos se disiparon, y
Maeko se quedó paralizada un momento cuando desaparecieron las
nubes oscuras hasta que logró entender por completo lo que había
tras ellas: un barco se acercaba, aparejado con velas negras y la
proa cubierta de marineros fuertemente armados, todos ellos
ataviados con fajas de color verde azulado.
El aliento se escapó de sus pulmones como el agua de una jarra
rota. Nunca pensé que me enfadaría tanto conmigo misma por tener
razón.
—¡Mantis! —gritó uno de los marineros tras ella, rompiendo la
repentina calma— ¡Piratas! ¡Van a matarnos a todos!
Maeko se tiró a la cubierta por instinto cuando un torrente de garfios
de abordaje se lanzó hacia ella, aterrizando contra la cubierta con
un horripilante coro de golpes secos y una horrible armonía de
sonidos de cabos al tensarse. Se levantó, temblando, mientras su
guardián apartaba a los marineros y corría hacia la popa del barco.
Una mano le aferró el brazo, y Maeko miró con súbito asombro al
rostro del capitán, cuya expresión era una extraña combinación de
respeto e irritación.
—Ya habéis hecho bastante, jovencita —dijo— ¡Retroceded y dejad
que los guerreros hagan su trabajo!
Maeko abrió la boca para responder indignada, pero se vio cortada
por su propio grito de sorpresa cuando su guardaespaldas le empujó
bruscamente hacia atrás, y los marineros la cogieron de los brazos y
la arrastraron hacia un lugar seguro. Conmocionada, vio a los
primeros grupos de piratas Mantis lanzarse sobre la cubierta,
trepando por las cuerdas que mantenían los dos buques unidos.
Uno de los guerreros Grulla levantó un arco y disparó una certera
flecha que lanzó a uno de los marineros Mantis por la borda. Otro
intentó solar un garfio de abordaje del lugar donde había quedado
profundamente clavado, y cayó muerto con un cuchillo en la
garganta. Todo se llenó de gritos. Maeko se agachó, se quedó
acurrucada, y vio morir a un Grulla tras otro.
La cólera ardió en su corazón. No puedo permitir que se ejerza
violencia contra quienes sólo querían ayudarme. Se puso de pie,
con sus ropas ondeando a su alrededor, y caminó hacia delante
mientras los gritos de los comerciantes volvían a quedar ahogados
por el viento. ¡Soy Asahina Maeko, elegida por los kami, y no dejaré
que estos piratas hagan daño a nadie!
Con los ojos entrecerrados, Maeko hizo un repentino movimiento de
tajo con el brazo, provocando un coro de gritos cuando uno de los
cabos de abordaje se partió, cortado limpiamente por la mitad. Otro
movimiento y cortó un segundo cabo, lanzando a los Mantis que
avanzaban por él contra la espuma de las olas. Comenzó a correr,
sus ojos pálidos e intensos. Luego se giró con las palmas abiertas,
haciendo ondear el aire frente a ella, y los cabos que quedaban se
rompieron como si hubiesen quedado atrapados en un tifón,
lanzando al agua a sus pasajeros. Unos pocos giros de sus manos,
y los piratas Mantis que se encontraban demasiado cerca de la
barandilla gritaron sorprendidos mientras caían por la borda. Viendo
su oportunidad, los guardias Grulla cortaron los demás cabos, y
acabaron con el resto de los marineros Mantis con una eficacia
extenuada.
Los ojos de la joven se volvieron a abrir al escuchar un extraño
sonido, y comenzó lentamente a esbozar una sonrisa mientras se
daba cuenta de que sus compañeros de barco la estaban
vitoreando. Quizá esto no termine tan mal después de-
Las ovaciones se interrumpieron de forma repentina cuando una
figura se estrelló contra la cubierta, sacudiendo el barco con una
enorme onda de choque. Maeko trató de invocar al viento para que
formara una barrera que les protegiera, pero no fue suficiente: los
guardias de la popa del barco que no habían caído por la borda a
consecuencia de la onda de choque se estrellaron contra los
costados del barco y quedaron inmóviles contra los pasamanos.
La figura se irguió lentamente: una mujer mayor, quizás de la edad
de su madre, de tez y ojos oscuros y vestida con ropas de lino. Giró
con calma la cabeza un momento antes de dedicar una mirada
calculadora a Maeko, que hizo que la joven se sintiese como si un
maestro la estuviera juzgando... y la hubiese considerado indigna.
—Eres un pajarito bien listo —se rio la mujer, con un fuerte acento
de las Islas de la Seda y las Especias—. Parece que tienes bastante
poder.
Maeko se enfureció ante el tono de la mujer. —Soy Asahina Maeko,
vasalla del Clan de la Grulla, y este barco está bajo mi protección.
¡Vete ahora, o sufrirás las consecuencias!
La mujer sonrió con aprobación. —Mi nombre es Kudaka, tenkinja
del Clan de la Mantis, sacerdotisa de las tempestades y las mareas,
discípula de Suiten. Siempre quise probar mis poderes contra tu
familia —su sonrisa se tornó depredadora—. Así que veamos quién
cuenta con el favor de los kami, ¿te parece?
Maeko asintió con la cabeza, para a continuación lanzar un grito de
sorpresa cuando se vio lanzada hacia atrás dando volteretas,
empujada por una ráfaga de aire procedente de las manos de
Kudaka. Gruñendo de vergüenza, la joven shugenja se enderezó y
pidió a los espíritus que le ayudasen a descender, aterrizando con
cuidado en la cubierta mientras planeaba su siguiente movimiento.
—Menudo rugido has soltado —comentó Kudaka, chasqueando la
lengua—. No creía que los pájaros hiciesen ese tipo de sonidos.
—¡Y no pensaba que los Mantis fueran tan charlatanes! —Maeko le
devolvió el golpe, haciendo un movimiento de barrido con los brazos
hacia arriba, izquierda y derecha en sucesión, enviando corrientes
de aire a lo largo de la cubierta y hacia arriba. Kudaka esquivó como
una brizna de hierba, inclinándose en ángulos que parecían
imposibles. La suave flexión se convirtió en una patada giratoria, y la
mujer lanzó una hoja de aire afilado contra Maeko, que levantó otro
escudo de turbulencias para alejarlo. Antes de que Kudaka pudiese
atacar por segunda vez, Maeko se lanzó hacia delante y lanzó un
fuerte soplido, creando una ráfaga de aire que hizo que la mujer
mayor retrocediera torpemente unos cuantos pasos antes de
recuperar el equilibrio.
—¡Bien! —gritó Kudaka, aplaudiendo con entusiasmo—. Isawa
Asahina debería estar orgulloso de su descendiente. Eres muy joven
para tener un control tan bueno sobre los dones de los kami —su
sonrisa se volvió sombría—. Pero yo tengo ventaja.
La mujer giró repentinamente, trazando un círculo, y el barco se vio
azotado por un torbellino que hizo que todo el navío crujiera y se
balanceara. Maeko bloqueó rápidamente el ataque y abrió la boca
para desatar una agresiva respuesta... pero antes miró tras ella y vio
a los marineros caer por la cubierta en varias posiciones,
magullados y gimiendo, pero vivos. Se volvió hacia Kudaka
conmocionada, pero la mujer mayor simplemente asintió.
—¿Ves lo que quiero decir? —cruzó sus brazos con confianza.
Maeko gritó—. ¡Dijiste que era un duelo!
Kudaka agitó la cabeza. —Nunca he dicho eso. Pero lo más
importante es que hay que aprender a reconocer cómo funciona una
auténtica prueba de nuestros poderes: hagamos lo que hagamos,
por muy limpiamente que intentemos luchar... siempre habrá
consecuencias para aquello que nos rodea. Los míos están
esperando a que acabe, mientras los tuyos están al descubierto.
Aunque me ganes, es probable que pierdan. Ahora... ¿quieres
rendirte? ¿O acaso tienes algún truco que me pueda sorprender?
Maeko comenzó a pensar, desesperada. Miró a los maltrechos
marineros detrás de ella; al buque Mantis flotando a corta distancia,
a los marineros que había tirado al agua ya trepaban por sus
costados. Miró a Kudaka, que la observaba a su vez. Miró una vez
más a los marineros, y al minúsculo temblor de las velas al ser
tocadas por el viento...
Espera. ¡Por supuesto!
La joven shugenja se dio la vuelta, apuntando su cuerpo hacia la
vela del barco, y abrió todo su ser a los espíritus que la rodeaban.
Kami de aire, os lo ruego: ¡escuchad ahora mi súplica, aunque
nunca volváis a hacerlo, y prestadme vuestra fuerza!
El mundo pareció convertirse en un rugido cuando una enorme
ráfaga de viento brotó de los dedos de Maeko, golpeando tan
violentamente la vela del Pato Leal que el mástil estuvo a punto de
hacerse pedazos. Los marineros aullaron mientras derrapaban por
la cubierta, e incluso Kudaka maldijo al caer derribada. La vela se
hinchó mientras Maeko canalizaba aire hacia ella durante lo que
pareció una eternidad, hasta que el poder de la joven se agotó y
cayó a cubierta, extenuada. Se giró y vio el barco Mantis a lo lejos,
ganando terreno con rapidez, pero aún lo bastante lejos como para
que su táctica mereciera la pena.
Kudaka se puso en pie, gimiendo. —Ay. Tengo que admitirlo, chica,
fue un movimiento que no vi venir. No sé qué es lo que vas a ganar
realmente con ello, porque mi barco nos alcanzará pronto y
saqueará vuestros suministros, pero...
Sus palabras se fueron apagando cuando Maeko se tambaleó y
arrancó la lona aceitada de uno de los bultos de cubierta, revelando
una pila de ladrillos de arcilla. —Este es nuestro cargamento —
tosió, sacudiendo la cabeza—. Ni jade ni oro, sólo ladrillos. Algo que
sabía que nos iba a ralentizar, y que llamaría la atención de
cualquiera que buscara un botín que mereciera la pena.
—Así que —Maeko trató de ocultar una mueca de dolor mientras se
levantaba—, la pregunta no es si puedes vencerme, sino a cuántos
de nosotros puedes vencer antes de que tu nave te alcance... y si
merece la pena por un montón de ladrillos.
El rostro de Kudaka permaneció impasible durante un largo instante.
Luego la tenkinja comenzó a reírse lentamente. —Me equivoqué
cuando dije que te parecías al fundador de tu familia. Te pareces
más a su esposa, que le venció en la Victoria sin Golpe. Nunca
pensé que alguien usaría ese tipo de táctica conmigo —la mujer
mayor se encogió de hombros, y saltó al pasamanos del barco—.
Buen trabajo, Asahina Maeko. Espero que podamos volver a pelear
—su sonrisa regresó una última vez—. Lo estoy deseando —
Kudaka saltó por la borda, y momentos después, Maeko vio una
figura sobre las olas que volvía hacia el barco Mantis y se perdía de
vista.
Maeko suspiró y las rodillas le fallaron; se habría estrellado con
fuerza contra la cubierta, pero una mano firme la cogió y la bajó con
cuidado. El capitán apareció dentro de su campo visual, con una
mirada respetuosa.
—Dama Asahina —dijo el capitán con cuidado—, el Pato Leal sigue
en condiciones de navegar, pero necesita urgentemente verse
sometido a reparaciones. ¿Cuáles son vuestras órdenes?
—Soltad todos los ladrillos y tiradlos por la borda; han cumplido su
propósito. Debemos regresar a la Ciudad del Viento Frío lo antes
posible. Tengo noticias importantes que comunicar —la joven hizo
una mueca, y suspiró justo antes de perder el conocimiento—. Y a
veces odio tener razón...
Los vientos azotaron la cubierta del Marea Venenosa mientras
regresaba a Kyūden Gotei, haciendo maldecir a los marineros
mientras corrían tras los cabos que se soltaban y se esforzaban por
arriar las velas empapadas de agua. Kudaka estaba al timón, con
los ojos ensombrecidos mientras se comunicaba con los kami. Una
mano le temblaba ligeramente, como si estuviera esculpiendo
patrones en el aire. La tenkinja parecía encontrarse en otro mundo.
Su cabello y su ropa apenas eran mecidas por una suave brisa,
aunque cualquier marinero que se acercaba a ella parecía verse
empujado por un huracán.
Por fin, el barco atracó en el puerto, y la mujer se estremeció al ver
a un trío de figuras familiares esperando en el muelle. Luchando
contra el impulso de saltar del barco y dejar que los espíritus del
viento la transportasen hasta el muelle, esperó pacientemente para
desembarcar y saludar a su Campeón y a sus protegidos.
—El Marea Venenosa navega muy alto sobre el agua —observó
Yoritomo despreocupadamente— ¿Supongo que tu ataque contra el
cargamento de jade de la Ciudad de la Costa Solitaria no fue según
lo planeado?
Kudaka levantó orgullosa la barbilla, dirigió a sus alumnos (los
gemelos Fuu y Umi) una larga mirada instructiva, y luego se inclinó
profundamente ante su daimyō. Mientras se enderezaba, pudo ver
genuina preocupación en los vívidos ojos verdes de Yoritomo. Este
no era el comportamiento informal del que solían disfrutar, pero las
circunstancias dictaban que debía hacerle entender la gravedad de
la situación.
—Todo lo contrario, prácticamente se fue todo al traste —dijo de
forma directa—. Bastante fue que lograse escapar cuando lo hice.
Pero, aun así, tenemos muchos arrecifes por delante.
Yoritomo asintió con seriedad, e indicó a Kudaka que continuase. La
mujer mayor así lo hizo, teniendo especial cuidado en detallar el
ingenioso razonamiento de su oponente, algo inusual en los
agitados Grulla, y el hombre alto absorbió cada palabra. Fuu y Umi
se mantuvieron en silencio, como de costumbre, y sus brillantes ojos
grises iban saltando entre los dos.
Después de un instante, el rostro de Yoritomo se iluminó con una
amplia sonrisa, tan feroz que los gemelos se apartaron de él. —
Pues... bien por esa Asahina. Parece que uno de los pájaros de la
bandada es lo bastante atento como para vigilar las mareas, en vez
de quedarse mirando fijamente el agua turbia —se rio entre dientes
—. Aunque es una suerte que los Grulla aún no se hayan dado
cuenta de que abastecemos a los Cangrejo con lo que les quitamos.
Kudaka enarcó una ceja. —¿Y ahora cuál es tu plan? ¿Seguir
asaltando, o pasar a algo nuevo?
Yoritomo sonrió, e hizo sonar sus nudillos. —Hemos estado
enviando chubascos a objetivos solitarios. Esa estrategia nos sirvió
para iniciar nuestra asociación con los Cangrejo, pero ahora, con
una red ya establecida y los Grulla inmersos en un conflicto con los
León, podemos hacer valer realmente nuestro dominio sobre las
aguas.
El hombre apretó el puño, y Kudaka vio con gran emoción la
determinación de su rostro. —Ahora las tormentas se lanzarán
contra los Grulla. Y pronto todo Rokugán será testigo del poder del
Clan de la Mantis.

Una grulla alza el vuelo


Por D.G. Laderoute

La desesperación colgaba de un ejército derrotado como una nube


de humo.
Doji Hotaru podía sentirla, tan espesa y agria como el humo real que
contaminaba el aire del campamento militar del Clan de la Grulla,
que salía de una miríada de fogatas para cocinar, herrerías y
hogueras de vigilancia. Llevaba horas atravesándolo, con su séquito
de guardias y oficiales de estado mayor a remolque. Horas durante
las que se había ido parando para hablar con los hoscos
escuadrones de soldados que contemplaban esas mismas hogueras
con rostros duros y distantes mientras revivían revivía la pequeña
parte que les había tocado en la derrota de aquel día contra el Clan
del León. Cada una de las veces que se había detenido había
tratado de ser un soplo de inspiración para disipar aquel manto de
desesperación. Había hablado a los soldados Grulla del orgullo de
sus ancestros, de su importancia para el clan, de que la derrota era
solo algo temporal, un crisol que purificaría al ejército y lo haría más
fuerte, todo ello puntuado por las citas apropiadas del Libro de Sun
Tao. Y cada vez, cuando se marchaba, los soldados parecían al
menos un poco más alegres, la neblina de desesperación que los
rodeaba se disipaba un poco.
Yo he sido ese viento purificador...
¿O no?
Hotaru y su séquito se acercaron al siguiente grupo de soldados,
uno de los últimos. O al menos uno de los últimos si no contaba a
los escuadrones de guerreros adustos y algo escuálidos agrupados
a lo lejos, en torno a un grupo de hogueras alejadas del
campamento principal. Y ella no los contaba. Eran una partida de
guerra de rōnin, uno de los muchos grupos contratados por el
ejército Grulla como mercenarios.
Hotaru apenas les dedicó una mirada. Perros sin honor... y sin duda
bandidos, cuando no les pagaban para luchar. No necesitan otra
inspiración que el oro Grulla...
Oro Grulla. Cada día había menos. Sin duda, no el suficiente como
para desperdiciarlo en toscos mercenarios. Pero el ejército del Clan
de la Grulla, que ya para empezar era pequeño comparado con los
de los demás Grandes Clanes, había sufrido tantas pérdidas
durante sus batallas en torno a Toshi Ranbo que contratar
mercenarios había sido la única solución. Y eso requería oro.
La escultura, titulada Una grulla alza el vuelo, estaba embalada para
su entrega a los mercaderes del Concilio Comercial Daidoji que la
estaban esperando. La estatua había estado expuesta en el mismo
lugar en Kyūden Doji desde que tenía memoria, en el recodo de un
pasillo.
Alguien, no podía recordar quién, le había dicho que había sido
tallada por uno de los mejores escultores Grulla en la época en la
que el Clan del Unicornio volvió a Rokugán… así que hace unos
trescientos años.
Y ahora había desaparecido, vendida como consecuencia de su
decreto, para pagar a los mercenarios...
Pero el arrepentimiento era un pecado. Lo que importaba era su
clan. Su pueblo y sus súbditos no podían comer arte, pero si con
ello ayudaba al clan a defender las fértiles Llanuras Osari, vendería
hasta la última obra maestra si fuera necesario.
¿Y qué diría Satsume al respecto?
Hotaru aceleró el paso, evitando a los rōnin silueteados contra su
hoguera y dirigiéndose hacia su puesto de mando. Por el camino,
ella y su personal pasaron por una tienda de campaña médica
rodeada de soldados caídos en camillas. El cántico de un solitario
shugenja salía del interior, pero las oraciones no eran suficientes
para ahogar los gemidos que se elevaban de muchas de las
camillas. Y con todo, ¿no era el sonido del sufrimiento una
bendición, cuando la alternativa era el silencio eterno?
No tenía forma de saberlo.
La hierba alrededor de la entrada de la tienda de campaña había
quedado aplastada y embarrada. ¿Qué parte del barro era agua y
qué parte era sangre? Podía detenerse, hablar con los heridos...
El arrepentimiento es un pecado...
...y simplemente siguió adelante.
El viento purificador se había agotado, y aún le quedaba mucho por
hacer.
***
La comitiva de Hotaru se dispersó al acercarse a su puesto de
mando, un grupo de tiendas de campaña en un lugar elevado cerca
del centro del campamento. Entró sola en su tienda de mando y se
detuvo. Ya había un hombre aguardándola. Daidoji Netsu: el general
que hoy había perdido la batalla para los Grulla.
Hotaru se quitó la chaqueta haori que había llevado para protegerse
del frío de la noche y dejó que sus ojos se habituaran al resplandor
de las linternas, suaves y pálidas, pero aun así muy brillantes en
comparación con la oscuridad del exterior. Daidoji Netsu se arrodilló
ante ella, de espaldas a la mesa de mapas en la que se veían las
posiciones de las tropas Grulla y León alrededor de Toshi Ranbo.
Cuando sus ojos finalmente se encontraron, Netsu se inclinó hacia
delante y plantó la frente sobre las tablas de cedro del suelo de la
tienda.
—Levantaos, Netsu-san —dijo Hotaru—, y decidme qué es lo que
ha salido tan mal hoy.
Netsu se enderezó, pero permaneció arrodillado. No llevaba
armadura, sólo un kimono azul y gris, y había colocado su daishō en
el suelo a su izquierda, listo para desenvainarlo en defensa de su
señora. Hotaru se fijó en un trozo de papel plegado bajo el
wakizashi.
—He comprometido nuestras reservas demasiado pronto, Doji-ue —
dijo Netsu—. Por este motivo, cuando apareció la fuerza de flanqueo
León y nuestro flanco derecho comenzó a flaquear, no tenía nada
con lo que reforzarlo.
Hotaru miró fijamente a la mesa de mapas. Su descripción de la
situación estratégica general en torno a Toshi Ranbo hacía que la
batalla perdida, que sólo estaba representada por un puñado de las
muchas fichas de madera que representaban las disposiciones de
las tropas León y Grulla, pareciese algo trivial. Pero al vencer aquel
día, el Clan del León había forzado a los Grulla a retirarse de una
aldea conocida como Tres Árboles. Sin lugar a dudas, los León ya
habían conquistado y fortificado la aldea, cortando con ello otro de
los caminos que conducían a Toshi Ranbo. Eso dejaba a los Grulla
en una posición precaria: sólo quedaba una carretera, que llevaba al
palacio de su familia vasalla Tsume, Kyūden Kyotei, en el Valle de
Kintani, desde la que abastecer a la guarnición que aún defendía
Toshi Ranbo.
Con la mirada aún sobre la mesa de mapas, Hotaru preguntó, —
¿Por qué utilizasteis las reservas cuando lo hicisteis, Daidoji-san?
—Percibí una debilidad en la formación central León —dijo Netsu—
y traté de aprovecharla. —Hotaru oyó al Daidoji cambiar de postura
tras ella—. Fracasé. Y ese fracaso es el motivo por el que he
preparado esto, Doji-ue.
Hotaru se dio la vuelta y se encontró a Netsu sosteniendo el papel
que había colocado bajo su wakizashi.
—Es mi poema fúnebre, mi señora. Por supuesto, llevaré a cabo los
tres cortes para expiar mi fracaso de hoy.
Hotaru aceptó el papel pero no lo desplegó. En lugar de ello, se
volvió hacia la mesa de mapas y dejó que su mirada deambulara por
ella. Netsu permaneció arrodillado, esperando a que ella aceptase
su ofrecimiento de cometer seppuku.
El instante de silencio se alargó bastante, roto sólo por los sonidos
lejanos e inquietos de un ejército acampado.
Patrimonio Grulla... empleado para financiar la supervivencia del
clan.
¿No hemos gastado ya suficiente?
Hotaru puso el poema fúnebre, aún doblado, en el lugar que
marcaba Tres Árboles en la mesa de mapas.
El arrepentimiento es un pecado.
—No —dijo ella, volviéndose hacia Netsu—. No permitiré que hagáis
los tres cortes —el rostro de Netsu empezó a tensarse con asombro,
pero Hotaru levantó la mano—. No es porque me niegue a que
recuperéis vuestro honor, Netsu-san. Todo lo contrario, de hecho.
Quiero que restauréis vuestro honor llevando a nuestro ejército a la
victoria en su próxima batalla.
—Mi señora...
—Empleasteis la reserva porque visteis la oportunidad de romper
las líneas León, ¿correcto?
—Sí, mi señora.
—Así que buscabais la oportunidad de ganar la batalla. Y como
consecuencia de ello, no pudisteis evitar que la perdiéramos,
¿verdad?
—...Supongo que es cierto, Doji-ue.
—¿Y acaso no dijo el propio Akodo-no-Kami en Liderazgo, su obra
principal, que “defender es simplemente ser optimista, mientras que
atacar es ser victorioso”?
—Lo hizo, mi señora.
—Prefiero tener un general al mando de nuestro ejército que desee
la victoria de forma agresiva, Daidoji-san, que uno que simplemente
se esfuerce para no perder.
—Entiendo, Doji-ue. Pero eso no altera el hecho de que os fallé, que
fallé a nuestro clan...
—Un fracaso que espero que recordéis, y no repitáis, Daidoji-san.
Netsu miró a Hotaru durante un instante, y luego se inclinó. —No
soy digno de la confianza que depositáis en mí, mi señora. Me
esforzaré por ganármela.
—De eso, no tengo duda alguna —miró a la mesa de mapas, al
papel colocado en Tres Árboles—. Mientras tanto, dejaré vuestro
poema fúnebre donde está. Os lo devolveré después de vuestra
victoria en nuestra próxima batalla contra el León.
Y si sois derrotado de nuevo, leeré vuestro poema, y ejecutaréis los
tres cortes, Daidoji-san. Eso no lo dijo, porque no era necesario.
Ambos sabían que el seppuku de Netsu había sido suspendido, no
cancelado.
El Daidoji abrió la boca para decir algo más, pero una repentina
conmoción en el exterior le detuvo. Se oyeron voces, una
exclamación repentina, y luego una figura envuelta en una pesada
capa entró en la tienda de campaña. Netsu se lanzó de inmediato
hacia su katana, pero se detuvo cuando la figura echó hacia atrás su
capucha.
Hotaru... simplemente se le quedó mirando.
El hombre de pie en la entrada sonrió.
—Saludos, hermana —dijo Doji Kuwanan—, veo que no me
esperabas.
—Kuwanan —sonrió Hotaru ampliamente tras despedir a Netsu— ...
¡estás vivo!
Kuwanan resopló. —A menos que creas que soy un shiryō que ha
venido a atormentarte eso parece, hermana.
La sonrisa de Hotaru se encogió un poco al percibir la dureza de las
palabras de su hermano. Fantasmas... ¿Le acechaba ahora el
fantasma de Satsume, saboteando sus esfuerzos por guiar al clan
en estos tiempos difíciles?
Estúpida, se regañó a sí misma. Está muerto y enterrado.
—Todo lo que sabíamos —se las arregló a decir en lugar de eso—
es que habías desaparecido después de una escaramuza en Shirei
Mura. No se encontró un cadáver, pero sin más pistas, tuvimos que
pensar lo peor.
—Fui hecho prisionero por un grupo de rōnin. Afortunadamente,
pude escapar de ellos. Me dirigí a Kyūden Kakita, donde descubrí
que estabas aquí.
Hotaru miró la mesa de mapas. Hecho prisionero por un grupo de
rōnin. No muy diferentes a los que ahora luchaban contratados por
el ejército Grulla. ¿Podrían ser...?
Apartó esa idea y miró de nuevo a Kuwanan. —Bueno, agradezco a
las Fortunas tu regreso, hermano. Me alegra mucho volver a verte.
Kuwanan se quitó su capa de viaje de paja, la colocó sobre un
taburete de campaña, y luego se calentó las manos sobre un
brasero lleno de resplandecientes ascuas. Mientras lo hacía, su
mirada recorrió la mesa de mapas.
—Nuestra situación no parece prometedora —dijo por fin, y luego
frunció el ceño ante el papel doblado colocado en el mapa sobre
Tres Árboles—. ¿Qué es eso?
—El poema fúnebre de Daidoji Netsu-san —explicó Hotaru—. Se
ofreció a realizar los tres cortes, para expiar nuestra derrota de hoy
ante los León.
—Ya veo. ¿Y cuándo sucederá? Sería apropiado asistir.
—No ocurrirá. No acepté su seppuku.
Kuwanan miró de reojo a Hotaru. —¿Por qué no?
—Es un general hábil y un recurso para nuestro clan. Por lo tanto, le
encargué que se hiciera con la victoria en nuestra próxima batalla,
como una mejor manera de expiar la derrota en ésta.
—Aunque fue derrotado hoy.
—Sí, pero…
—¡Pero nada! —soltó Kuwanan—. Llevó a nuestro ejército a la
derrota, dejando nuestra posición estratégica... —hizo un gesto con
la mano a la mesa de mapas— ...no sólo débil, sino prácticamente
insostenible. Tenemos soldados, súbditos, incluso rehenes en la
balanza. Kakita Asami… —se detuvo, y recuperó la compostura
antes de continuar—. Y a pesar de lo que está en juego, ¿éste es el
hombre al que volverás a poner al frente de nuestras fuerzas? —
Kuwanan lanzó un vistazo airado al poema fúnebre durante un
momento, y luego se encaró de nuevo con Hotaru— Deberías haber
aceptado, haber dado por hecho, que realizara los tres cortes,
hermana. Eso es lo que exige el Bushidō.
Hotaru se obligó a no encogerse ante la dura mirada de su
hermano. No tenía ni idea de lo que se exigía de ella. —El Bushidō
exigía que hiciera el ofrecimiento, hermano. Y lo hizo. Es mi elección
como campeona aceptarlo o no.
Kuwanan echó la mirada hacia el papel doblado y asintió. —Así es
—miró a Hotaru—. Es sólo que resulta lamentable que tiendas a
hacer tales... compromisos.
¿Qué sabes tú de compromisos, hermano, cuando nunca has sido
realmente puesto a prueba?
Se hizo el silencio durante un instante, perturbado solamente por el
suave chasquido de un rescoldo en el brasero. No podía dejar pasar
aquel insulto. —¿Compromisos?
Kuwanan, con la mirada aún puesta en el papel, suspiró lentamente.
—Tus decisiones no tienen sentido para mí, hermana. Pones al
mando de nuestro ejército a un general fracasado, cuando una
derrota más probablemente signifique la pérdida de Toshi Ranbo —
se giró y la miró fijamente a los ojos—. Y no haces nada sobre la
muerte de nuestro padre.
—Los magistrados Esmeralda...
—Lo están investigando, sí. Eso me dijeron en Kyūden Kakita. ¿Y
qué han averiguado?
—Aún no habían hecho un informe cuando me marché de Otosan
Uchi.
—Así que nada, entonces. ¡Doji Satsume muere, las semanas se
convierten en meses, pero no hay interrogatorios, ni arrestos, ni
cargos contra nadie!
Hotaru apretó los puños a un costado. —Para que haya
sospechosos, hermano, debe haber habido un asesinato. Pero los
magistrados Esmeralda han dictaminado que la muerte fue por
causas naturales.
—¿Entonces Satsume no fue asesinado?
—¿No estás escuchando? He dicho…
—¡No estás haciendo ningún esfuerzo para descubrir la verdad por
ti misma! —la interrumpió Kuwanan, paseándose por la tienda de
campaña. —Tienes la obligación de que se haga justicia con él, con
nuestra familia y con nuestro clan. De determinar quién mató a
nuestro padre, y vengarse de ellos —se detuvo, hizo una pausa y
agregó—. Eso es ciertamente lo que nuestro honorable padre
hubiera esperado de ti... y es lo que habría hecho en tu lugar.
¡Cómo te atreves! Tú, que nunca has pasado por lo que yo he tenido
que soportar....
Hotaru se dio cuenta de que estaba apretando los dientes de nuevo.
Relajó deliberadamente la mandíbula. —Pero no es nuestro padre
quien se enfrenta a estas decisiones. Soy yo.
Kuwanan se giró hacia ella. —Eso es lo único que está claro aquí.
Tú estás tomando estas decisiones. Ciertamente no son las que
padre hubiera tomado.
Porque yo no soy él, y no tengo ningún deseo de serlo. Pero era
evidente que Kuwanan no lo entendería. No la había aceptado en
lugar de su padre. Y tal vez nunca lo haría.
En vez de eso, simplemente dijo, —Todo lo que sabemos es que
nuestro padre murió, Kuwanan. Es posible que las Fortunas
decretaran que era su hora de volver a la Rueda Kármica. Los
magistrados Esmeralda...
—¡No son el Clan de la Grulla! ¡No son nuestra familia! —Kuwanan
se acercó a Hotaru, con la expresión aún dura, pero con mirada
suplicante—. ¿No lo ves, hermana? El honor exige que nosotros...
que tú descubras la verdad sobre su muerte, sea la que sea. Y si fue
asesinado, entonces debes hacer justicia por su muerte.
Hotaru miró a la mesa de mapas, pero no quería ver su terrible
mensaje, así que se volvió hacia el brasero.
Todo te parece tan sencillo porque no ibas a ser el campeón de
nuestro clan. Padre no esperaba de ti lo que esperaba de mí. Nunca
le fallaste, porque tus éxitos no importaban. ¿Cómo puedes no
verlo?
Su silencio hizo fruncir el ceño a Kuwanan. —Tal vez simplemente
no deseas investigar la muerte de Satsume, Hotaru. Tal vez no te
importa la verdad... o sencillamente no quieres descubrirla.
Esta vez Hotaru apretó los puños además de la mandíbula. Se giró
hacia la mirada ardiente de su hermano, con las uñas clavadas en
las palmas de las manos. —¿Cómo puedes decir tal cosa?
—Porque, hermana, no creo que lamentes mucho la muerte de
Satsume. Todavía lo culpas por el suicidio de nuestra madre...
—Y si lo hago —soltó Hotaru— es porque él la impulsó a hacerlo.
Pero incluso si eso es cierto, ¡cómo te atreves a sugerir que dejaría
que eso nublara mi juicio o evitaría mi deber por ello!
—Y aun así, no haces nada.
Hotaru tomó aliento profundamente... y exhaló de nuevo. Esta
conversación se estaba dirigiendo a lugares de los que tal vez no
pudiera regresar. Se obligó a bajar el tono. —Los magistrados
Esmeralda, como tú mismo has reconocido, llevan semanas
investigándolo. No han encontrado nada que sugiera que Satsume
haya sido asesinado. ¿Crees que están mintiendo, o que
simplemente son unos incompetentes?
—Lo que creo —replicó Kuwanan— es que te contentas con dejar el
asunto en manos de otros, sin importar su honestidad o su
capacidad —se detuvo, frunciendo los labios con la mirada aún
puesta en su hermana. Finalmente, dijo—. Los Escorpión tienen
mucho que ganar con la muerte de nuestro padre. He oído que
Bayushi Aramoro fue uno de los contendientes finales del
Campeonato Esmeralda. Puede que haya sido Akodo Toturi el que
acabase ganando el título, pero eso no cambia el hecho de que la
pérdida de nuestro clan no puede sino ser la ganancia del
Escorpión... la ganancia de Bayushi Kachiko.
Hotaru se movió hacia la mesa de mapas; el tablero militar
desapareció de la vista. Que Kuwanan insinuara que Kachiko estaba
implicada de alguna manera en la muerte de Satsume era tan
censurable que quería golpearlo…
“...algunos sugieren que su muerte no fue natural ni accidental…”.
Eso había dicho Shizue poco después de que Hotaru llegase a la
Capital Imperial, “...y que ahora el Campeonato Esmeralda está
disponible para aquellos que puedan codiciarlo”.
Hotaru continuó planteándose que Shosuro Hametsu, el hermano de
Kachiko, era un maestro en el uso de venenos. Y luego estaban sus
propias palabras, al hablar aquel mismo día con Shizue:
“...cada día que pasa, el control Escorpión sobre la Corte Imperial se
hace más fuerte…”
Kuwanan se puso a su lado. —Hermana... escúchame. Creo que
nosotros… tú, yo y muchos otros, estamos siendo manipulados.
Alguien nos considera poco más que marionetas que mover a su
antojo —se acercó más a Hotaru—. La muerte de Satsume....mi
captura a manos de rōnin... el Campeonato Esmeralda... todo es
una obra de teatro, escrita con el pincel y la tinta de algún
dramaturgo invisible. Ese dramaturgo podría ser la Consejera
Imperial —levantó una mano mientras ella abría la boca—. Y puede
que no. Pero debemos estar seguros. Y no soy el único que cree
que esto es posible.
Hotaru miró a su hermano. El repentino resplandor de indignación e
ira se había desvanecido, pero seguía queriendo que
simplemente.... se callase.
—¿Qué pruebas tiene de esto? —preguntó.
—¿Pruebas? —Kuwanan se encogió de hombros—. Por el
momento, no tengo ninguna. Pero eso no significa que no existan, o
que esa manipulación no sea real.
—Cualquier cosa puede ser verdad, si es suficiente con decir que lo
es.
—Dije que no tengo pruebas por el momento, hermana.
Simplemente necesito encontrarlas —se acercó de nuevo—.
Déjame hacerlo, Hotaru. Déjame encontrar las pruebas. Permíteme
desentrañar esta conspiración y llevar a sus autores ante la justicia.
Hotaru miró una vez más a la mesa de mapas. Había crecido con
Una grulla alza el vuelo, siempre en el mismo lugar, como una
presencia sólida y constante. Una vez estuvo a punto de romper la
escultura mientras perseguía a Kuwanan por el pasillo cuando eran
sólo unos niños. Había tropezado y golpeado la escultura y ésta se
había tambaleado hacia su destrucción, pero Kuwanan logró
salvarla, tras lo que se quedaron mirándose fijamente con los ojos
desorbitados ante el desastre que había estado a punto de ocurrir.
Y ahora había desaparecido. Aquel oscuro rincón de palacio estaba
vacío.
La mesa de mapas se desdibujó. Hotaru parpadeó hasta que volvió
a ver claramente aquella sombría visión de las fortunas Grulla.
El arrepentimiento es un pecado.
El poema fúnebre de Daidoji Netsu atrajo su atención. Había
rechazado su seppuku porque los Grulla le necesitaban. El clan
había gastado demasiada de su menguante riqueza... demasiada de
su herencia y de sus reliquias... demasiadas de sus vidas. No podía
permitirse más.
Igual que había hecho con Netsu, se volvió hacia Kuwanan y le dijo.
—No, te necesitamos aquí, Kuwanan. Necesito que ayudes a
estabilizar nuestra situación estratégica y luego comiences a
preparar una contraofensiva para consolidar y asegurar nuestro
control sobre Toshi Ranbo.
Kuwanan miró fijamente a su hermana durante un momento. Igual
que cuando eran niños, Hotaru podía ver como su mirada se
endurecía con testarudo desafío. Si se le hubiese exigido lo mismo
que a ella, Satsume se habría asegurado de que aquella rebeldía
hubiese sido sólo algo del chico, y no parte del hombre. Pero no lo
había hecho, así que...
Kuwanan sacudió la cabeza.
No... por favor, Kuwanan-kun, no hagas esto...
—Quieres que haga cosas que son meramente necesarias,
hermana —cogió su capa de paja y se la puso sobre los hombros—.
Pero debo hacer lo correcto. Lamento que no puedas entenderlo.
Podía detenerlo. Ponerlo bajo vigilancia. Pero no lo hizo. Conocía
bien los arranques de mal genio de su hermano. Eran como los
chubascos que caían a menudo sobre Kyūden Doji desde el
océano... intensos, pero breves. Puede que se resista a sus
órdenes, pero al final, Doji Kuwanan se sentiría obligado por el
deber, igual que ella.
Kuwanan desapareció por la puerta de la tienda de campaña y se
adentró en la noche.
Que descubra la verdad que tanto anhela. Sé que no fue Kachiko.
Kachiko ya había elegido a Hotaru antes que a su clan. No habría
matado al padre de Hotaru… a menos que pensase que era lo que
ella quería.
¿Lo era? ¿Era feliz ahora?
No, imposible. Debo de estar agotada para siquiera planteármelo.
No, ahora solo había una mayor presión para que tuviera un
heredero con Kuzunobu. La alianza de su clan con el Clan del Zorro
dependía de ello, una alianza que podría albergar el secreto para
restaurar la armonía elemental en sus tierras.
Pero, ¿qué importaría la sucesión si no hay nada que heredar? No
haría como Satsume, no dejaría a su heredero un clan en ruinas.
Nuestros sacrificios no habrán sido en vano.
A lo lejos, unos truenos cayeron sobre las llanuras.
Y no me arrepentiré.

Mirada a la oscuridad
Por D. G. Laderoute
Publicado originalmente en el pack de dinastía Tierras
manchadas

Un viento seco sopló desde las Tierras Sombrías, haciendo ondear


los talismanes protectores de papel que Kuni Yori había adherido a
la Muralla. Cuernos y tambores sonaban desde una torre de
vigilancia lejana, pero Yori los ignoró, manteniendo la mirada fija en
el sur. Kuni Utagu miró en dirección a las señales, y luego se acercó
a su daimyō.
—Mi señor Yori —dijo Utagu—, la Torre de la Vela Solitaria indica
que el enemigo ha lanzado un ataque a gran escala hacia el norte.
Si nos vamos ahora…
—Nuestro sitio está aquí, Utagu-san.
La voz de Kuni Utagu se hizo aún más débil. —Mi señor, si
queremos probar este nuevo talismán que habéis diseñado,
deberíamos…
—Hay un puesto vacante en nuestra embajada con el Clan de la
Grulla, Utagu-san —dijo Yori, volviéndose hacia el hombre—.
Cuestionar mis acciones una tercera vez me convencerá de que
eres un excelente candidato para ella.
Utagu se inclinó y dio un paso atrás. Al hacerlo, Yori señaló. —Y...
ahí, Utagu-san, ¿lo ves? Nuestro enemigo se acerca incluso ahora.
Una ola de oscuridad se elevó desde el devastado paisaje hacia la
Muralla, convirtiéndose rápidamente en una horda de horribles
monstruosidades, como un enjambre de hormigas. Volvieron a sonar
cuernos y tambores, esta vez a su alrededor, mientras los bushi, los
arqueros que los apoyaban y las máquinas de asedio se preparaban
para el ataque.
Utagu entrecerró los ojos ante la horda que se acercaba. —¿Cómo
supisteis que atacarían este lugar, mi señor? ¿Y en este momento?
—Conozco a nuestro enemigo, Utagu-san.
Si Utagu tenía una respuesta ante esta afirmación, se vio
interrumpida por el ensordecedor estruendo de miembros
segmentados y mandíbulas chocantes que iba aumentando por
momentos. Las flechas salían volando de manos de los arqueros
entre siseos, y golpeaban ineficazmente contra caparazones
quitinosos. Una pesada piedra lanzada desde una catapulta se
estrelló contra las columnas de criaturas, convirtiendo a varios de
los monstruos en una pulpa negruzca, pero la horda no se detuvo.
Continuó su ataque de frente, cargando directamente hacia donde
se encontraba Yori entre los revoloteantes talismanes.
Ya estaban a medio tiro de arco de distancia.
Yori cerró los ojos y empezó a entonar una oración. Algunos de los
talismanes de papel se estremecieron salvajemente como
respuesta, mientras una luz verde jade comenzó a brillar en uno de
ellos, luego en otros, cada vez más rápidamente. El enjambre que
se precipitaba hacia ellos se apartó a un lado, golpeando contra el
muro situado a la izquierda de Yori. Un hedor cáustico se levantó de
las criaturas mientras se amontonaban unas sobre otras,
apretándose contra la piedra.
Llovieron flechas sobre la creciente columna de monstruosidades
mientras los chūi y gunsō ladraban órdenes, preparando a sus
tropas para el ataque. La cresta de la retorcida columna llegó a las
almenas, mientras piernas segmentadas escarbaban contra la
piedra. Los tetsubō y las grandes hachas llamadas masakari se
alzaron y cayeron, cercenando extremidades y agrietando
caparazones al golpear a las criaturas-
Algo inmenso surgió de la columna ascendente, una vil fusión de
criaturas, docenas de ellas, unidas en una sola entidad monstruosa.
Escaló con facilidad la Muralla, y parecía tener mandíbulas dentadas
por todas partes, mandíbulas que atacaban en todas direcciones,
masticando armaduras, carne y hueso. Más bushi se unieron al
combate, golpeando y cortando, pero la enorme aglomeración de
criaturas seguía empujando hacia delante, haciendo retroceder a los
defensores.
—¡Mi señor! —gritó Utagu.
—Ciertamente —dijo Yori, cerró los ojos y volvió a entonar su
cántico.
El resto de los talismanes de papel revolotearon salvajemente. Yori
sintió a los kami de la Tierra rugir en la piedra bajo sus pies, pero su
voluntad, concentrada a través de los talismanes, les infundió un
propósito unificado. Gritó una última palabra de súplica y levantó los
brazos.
Un estruendo profundo. La Muralla tembló... entonces, un enorme
espigón de roca se elevó desde las almenas, atravesando a la
monstruosidad fusionada como un colosal yari que la hubiese
golpeado desde abajo. Una explosión de vísceras fétidas bañó a los
bushi que se habían enfrentado a ella, haciéndolos retroceder a
trompicones mientras daban arcadas y se limpiaban
desesperadamente la boca y los ojos.
Yori bajó las manos y observó como el resto de los bushi cerraba
filas de nuevo. —Hemos terminado, Utagu-san.
—Pero... mi señor Yori —dijo Utagu—, estos guerreros aún
necesitan nuestra ayuda.
—¿Acaso estás diciendo que precisan de nuestra ayuda para ganar
esta batalla, Utagu-san?
—Yo... no, por supuesto que no, mi señor.
—Bien. Ahora, escoge a seis de los más afectados por los restos de
la criatura. Que los lleven al castillo Kuni —se detuvo y miró al
aprendiz de Utagu, un joven que miraba fijamente la carnicería con
los ojos muy abiertos—. Tú... Kuni Daigo, ¿no es así?
El aprendiz parpadeó, y luego se inclinó. —Sí, mi señor...
—Los acompañarás, y mientras lo haces llevarás un registro
detallado de tus observaciones. Cuando lleguen al castillo Kuni,
entrégame directamente a mí tu informe.
—Sí, mi señor.
Yori hizo un gesto con la mano y el resto de los talismanes de papel
se convirtieron en cenizas. Se dio la vuelta y se alejó del agónico
clamor de la batalla.
Kuni Yori se apoyó en su mesa de trabajo y examinó las notas
tomadas por el aprendiz, Daigo. Las observaciones acerca de los
efectos de los sucios fluidos derramados sobre los bushi eran tanto
detalladas como inteligentes, lo que le resultó sorprendente. Debería
vigilar a este Kuni Daigo...
Un débil sonido hizo que Yori se girase. Estaba solo en su cámara
de trabajo, una espartana mazmorra en las profundidades del
castillo Kuni. Empezó a girarse de nuevo hacia las notas, pero su
mirada se posó sobre algo parecido a un gran pájaro clavado en una
tabla de madera manchada. Tenía plumas de hueso, cada una de
ellas tan afilada como la hoja de una katana, y una cabeza bulbosa
dividida por una boca llena de dientes afilados como agujas. Un
engendro del Oni de Nairu. Estaba muerto, por supuesto, y debería
de estar en la cámara de especímenes. Pero la vil belleza de sus
delicadas y peligrosas plumas le fascinaba, por lo que lo había
conservado, como curiosidad...
La cabeza del engendro de Nairu estaba girada hacia él, sus órbitas
llenas de oscuridad, astucia y conocimiento.
Los condenarás a todos, Yori, siseó, con tu estúpido orgullo.
Yori cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, la cabeza del engendro
de Nairu se encontraba inclinada hacia un lado, sus ojos tan vacíos
y muertos como siempre lo habían estado.
Exhalando un aliento que sabía a las sustancias químicas que se
filtraban de los laboratorios cercanos, Yori se volvió hacia las notas
de Daigo...
Otro sonido: esta vez, un suave golpeteo sobre la pesada puerta de
madera que separaba su cámara de trabajo de los laboratorios. Yori
se acercó a la puerta y la abrió. Fuera le aguardaba una mujer.
—Kuni Ayame-san —dijo, devolviéndole su reverencia y haciendo
un gesto para invitarla a pasar—, me alegro de veros.
—Yo también, mi señor Yori —Ayame entró en la cámara de trabajo,
seguida por un criado que llevaba una gran caja de madera—.
Vuestra convocatoria era claramente urgente, así que vine tan
rápido como pude.
Yori cerró la puerta con un suave golpe seco. —Es más preciso
decir que el tiempo resulta esencial —mientras se acomodaban en
lados opuestos de una pequeña mesa, dijo—. He seguido vuestro
trabajo con interés. Parece... prometedor.
Ayame se encogió de hombros. —He hecho pocos progresos, mi
señor, desde la última vez que nos vimos.
Yori entrecerró los ojos ante lo que podría ser considerado un
pequeño reproche. Había visitado por última vez el laboratorio de
Ayame en los Yermos Kuni... ¿hacía un año? ¿Más tiempo? No
podía recordarlo.
—Pocos progresos siguen siendo progresos —dijo, devolviéndole el
encogimiento de hombros—. En cualquier caso, tengo un renovado
interés por vuestro trabajo. Según el último informe que leí, habéis
sido capaz de suprimir la Mancha en un sujeto, ¿no?
Como respuesta, Ayame hizo un gesto al criado para que pusiera el
contenido de la caja sobre la mesa entre los dos. Era un pequeño
bonsái en un tarro grande de vidrio. No parecía ser distinto de los
numerosos bonsáis que adornaban las casas y cortes de todo el
Imperio. Pero Yori se percató inmediatamente de que la tierra era
gris, como ceniza, y estaba llena de hongos, algunos tan delgados
como un cabello, que se retorcían contra el cristal; otros bulbosos y
palpitantes, como venas descarnadas.
—He aplicado mis métodos al árbol —dijo Ayame—, que está
enraizado en tierra sacada de las Tierras Sombrías. No se ha visto
afectado en absoluto por la Mancha. —se detuvo, y luego continuó
—. Creo que es un logro significativo... y es muy gratificante que lo
reconozca mi estimado daimyō.
Yori levantó la mirada del árbol. De nuevo, un atisbo de
recriminación. Yori frunció el ceño. No debía a sus vasallos ninguna
explicación por su interés en su trabajo, ni tampoco por su ausencia.
Quizás eso no es lo que le duele, Yori.
El engendro de Nairu le miró, astuto...
—¿Yori? —dijo Ayame mientras paseaban por una almena del
castillo Kuni— ¿Ese es el nombre que has elegido para tu
gempuku?
El joven que pronto sería conocido como Kuni Yori asintió. —¿Por
qué? ¿Lo encuentras... censurable?
Ella frunció el ceño exageradamente. —Yori —dijo, como probando
el nombre, para ver qué tal le quedaba en la boca—. Yori... —el
ceño de él se profundizó y Ayame se rio— ¡No seas tan serio! Es un
buen nombre —su mano rozó la de él y ella sonrió alegremente—.
Estoy segura de que me acostumbraré pronto a él.
Yori miró hacia abajo, hacia sus manos... y luego miró nuevamente
a Ayame, y sonrió a su vez.
Yori se volvió hacia Ayame. —El señor Kisada ha dejado claro que
todos los recursos, todas las oportunidades de ayudar al clan, deben
ser aprovechados —miró al bonsái—. Vuestro trabajo ha progresado
claramente hasta el punto de ser más que una curiosidad. Es algo
que debe explorarse más a fondo.
Hablas de la promesa de su trabajo. Quizá piense en otra promesa
que nunca cumpliste.
Yori se volvió de nuevo hacia el engendro de Nairu, pero, por
supuesto, estaba callado y sin vida.
—Ya veo —dijo Ayame—. Bueno, he empezado a aplicar el método
a animales pequeños... ratones y conejos sacados de las Tierras
Sombrías. Estos sujetos son-
—¿Y hombres?
Ayame lo miró fijamente durante un momento. —Nosotros... todavía
tenemos mucho que aprender, mi señor, antes de empezar a usar
humanos como sujetos de prueba.
Yori miró al engendro de Nairu. —No tenemos el lujo de disponer de
tiempo. Mandamos a nuestros hermanos Manchados más allá de la
Muralla, a Los Malditos, pero esa es una solución imperfecta. No
hace sino retrasar lo inevitable. Debemos conservar a todos los
guerreros que podamos en la Muralla.
—Pero mi señor...
—Hay sujetos de prueba disponibles —continuó Yori, recogiendo las
notas hechas por Kuni Daigo y presentándoselas a Ayame—. Estas
son observaciones detalladas con respecto a ellos, desde el
momento en que se vieron expuestos por primera vez... una rara
oportunidad. Hable con Kuni Utagu... él se encargará de
transportarlos a vuestro laboratorio, junto con cualquier otra cosa
que podáis necesitar.
Ayame abrió la boca, pero la volvió a cerrar.
—Somos Cangrejo, Ayame-san —dijo Yori—. No desperdiciamos
nada —ella finalmente asintió—. Vuestra voluntad, mi señor.
Cuando ella se fue. Yori reanudó otro trabajo que había dejado de
lado. Echó una mirada al engendro de Nairu, pero permaneció...
estaba... muerto.
Yori se protegió los ojos de la triste luz del sol de los Yermos Kuni. El
laboratorio de Ayame, que era su vez un adusto conjunto de
edificios de piedra, estaba rodeado únicamente por tierra y roca
estéril y sin vida. En otra época toda esta zona había estado
Manchada, como permanente consecuencia de un ataque milenario
que había atravesado la Muralla. Décadas de esfuerzos habían
mitigado la corrupción, pero los métodos utilizados eran un callejón
sin salida, adecuado sólo para tierra y piedra desnuda... y aun en
estos casos dejaban la tierra completamente muerta.
Yori continuó hacia el laboratorio. Puede que dentro le esperase
algo más prometedor.
Cruzó un vestíbulo y entró en una habitación tenuemente iluminada,
abarrotada con las herramientas de trabajo Kuni: conjuntos de
aparatos alquímicos, vasos de precipitados, frascos, alambiques y
crisoles, algunos de ellos burbujeando sobre llamas abiertas. Unas
pocas botellas contenían fluidos viscosos que brillaban con luz
propia. Pasó junto al tarro en el que se encontraba el bonsái, y junto
a otro que parecía relleno de tentáculos que se retorcían
lentamente. Otro contenía una mano desencarnada sumergida en
un líquido amarillento, cuyas uñas desgarradas rasparon el vaso al
pasar Yori. Un humo, empalagoso y acre, empapaba el aire.
Encontró a Ayame en la parte de atrás del laboratorio, hablando con
un enorme bushi Hida encerrado en una celda con barrotes. Otros
tres guerreros Cangrejo ocupaban las celdas cercanas. Todos
parecían estar bien. Se inclinaron ante la llegada de Yori.
—Mi señor Yori —dijo Ayame—. Como podéis ver, estamos
haciendo progresos importantes.
Yori asintió secamente, y luego volvió su atención hacia el Hida. —
¿Cómo te sientes?
—Me encuentro bien, Kuni-sama —rugió—. De hecho, estoy listo
para abandonar esta celda y retomar mis deberes.
—Éstos son tus deberes, Hida-san, hasta que se te indique lo
contrario.
El hombre apretó la boca hasta convertirla en una delgada línea,
pero asintió. —Por supuesto, Kuni-sama.
Yori hizo un gesto a Ayame para que le siguiera. Se detuvieron
cerca del frasco que contenía la mano inquieta. —Parece que
vuestros métodos siguen dando fruto, Ayame-san.
—Soy... cautelosamente optimista. Los cuatro sujetos restantes
todavía encuentran desagradable el toque del jade, pero incluso eso
parece estar desapareciendo.
—Excelente —la mano se aplastó bruscamente contra el frasco,
como si estuviese tratando de alcanzarlos. Yori le echó un vistazo, y
luego dijo—. Espero tener pronto otro sujeto para vos.
Ayame frunció el ceño. —Preferiría centrarme en estos casos, mi
señor. Como he dicho, soy optimista, pero el resultado está lejos de
ser seguro. Aún no ha comenzado la etapa final del proceso, y
conlleva el mayor riesgo, tanto para los sujetos como para el
médico.
—Los deseos del señor Kisada son claros. Esto reviste una urgencia
considerable. Y...—Yori volvió a mirar al frasco que contenía la
mano.
La mano de ella rozó la suya...
Se volvió hacia Ayame. —Y hay pocos en los que confiaría una
empresa tan importante. Yo... tengo fe en ti, Ayame-san.
Ayame…
... sonrió radiante...
...hizo una reverencia. —Vuestra confianza me honra, mi señor Yori.
—Cuánto tiempo esperáis que durará esta última etapa?
—Por lo menos varios días. Quizás una semana.
Yori asintió. —Muy bien. Avisadme cuando hayáis completado el
proceso. Volveré entonces.
—Como deseéis, mi señor.
Pasó una semana. Y otra más. Y seguía sin haber noticias de
Ayame. Yori finalmente no pudo esperar más y volvió a su remoto
taller, acompañado por Utagu, su aprendiz Daigo y un pelotón de
bushi Hida, a insistencia de Utagu.
Le resultó evidente de inmediato que algo iba mal.
Yori estudió el grupo de edificios. No se movía nada aparte de un
viento fuerte que levantaba remolinos de polvo del suelo reseco, y el
silencio era absoluto.
Yori entró en el laboratorio sin decir una palabra, seguido por Utagu,
Daigo y los bushi.
Ningún humo nublaba el aire. Las lámparas y los quemadores
estaban apagados y fríos.
Yori se percató de que los bushi se habían puesto en tensión y
habían sacado las armas. Utagu aferró un dedo de jade, su rostro
lúgubre. Dijo: —Mi señor...
Yori alzó la mano, haciéndole callar. Ahora oía algo... un sonido
suave y húmedo que venía de la parte trasera del laboratorio. Yori
comenzó a avanzar en esa dirección, pero el gunsō que dirigía a los
bushi se adelantó. —Kuni-sama, debéis permitirnos ir delante de
vos.
Yori frunció el ceño, y luego asintió bruscamente. Los guerreros Hida
avanzaron con cautela, y su armadura arrancaba ecos en el silencio.
Yori y los demás le siguieron. Cuando llegaron a las celdas de la
parte posterior del laboratorio, el Hida se detuvo de repente. Yori
oyó al gunsō susurrar, —Por los Kami...
Yori rodeó al voluminoso hombre acorazado.
La celda que había contenido al bushi Hida estaba ahora ocupada
por una masa de carne que sobresalía obscenamente a través de
los barrotes. Las otras celdas contenían...
Algo peor. Mucho peor.
Pero la mirada de Yori se centró en la figura tendida en el suelo.
Era, suponía, Kuni Ayame, pero la forma gris y quebradiza podría
haber sido la de cualquiera. Se adelantó y se arrodilló. Se acercó
peligrosamente a la carne distendida de la celda, hasta tal punto que
tanto Utagu como el gunsō se adelantaron de inmediato. Utagu dijo:
—Mi señor, ¡cuidado! —pero Yori le ignoró, mirando en lugar de ello
a la desmoronada figura del suelo. Era horripilante, pero más
horroroso aún era el hecho de que aún seguía con vida, aunque al
moverse se le caían fragmentos como de grasienta ceniza. La boca
comenzó a moverse...
... sonrió radiante...
Un sonido suave y seco que se convirtió brevemente en palabras
reconocibles. —... No... funciona...
Kuni Yori sacudió su cabeza. —No, Ayame-san. Parece que no.
Kuni Utagu colocó el bonsái en la mesa de trabajo de Yori. —Tal y
como ordenasteis, mi señor Yori. Esto es todo lo que queda, aparte
de las notas de Ayame. Todo lo demás ha sido destruido.
—¿Y qué hay de Ayame?
—Ella... vive, en cierto modo. Daigo se quedó a su lado, para
estudiarla... también siguiendo sus órdenes.
—Muy bien.
Yori esperaba que Utagu se marchase, pero el hombre dudó. —Mi
señor, si me permitís... nos vimos obligados a acabar con los
sufrimientos de los sujetos de pruebas de Ayame. ¿No deberíamos
hacer lo mismo por Ayame-san?
Yori miró fijamente al bonsái. La mayoría de sus agujas habían sido
remplazadas por tentáculos delgados y retorcidos. —Somos
Cangrejo, Utagu-san.
La mano de ella rozó la suya... sonrió radiante...
—No desperdiciamos nada.
Utagu hizo una pausa, como si quisiera decir algo más. Pero
finalmente se inclinó y se fue.
Durante un rato, Yori se quedó mirando fijamente a la vulgar
corrupción del bonsái.
Finalmente, lo cogió y lo llevó a gruesa bóveda de piedra. Tardó un
momento en abrir la cerradura, un complicado dispositivo de
construcción Kaiu. Abrió la pesada puerta, y luego reorganizó parte
de su contenido: una lisa máscara de porcelana de origen
desconocido que había descubierto entre los efectos personales de
su difunto padre, y una gruesa resma de papeles con un solo
nombre, el de su bisabuelo, Kuni Mokuna... un hombre cuyo nombre
era denigrado por todo el Imperio a consecuencia de sus
investigaciones. Pero para Yori, era alguien a quien admirar.
Se detuvo, pasando un dedo sobre el papel quebradizo, tocando la
cinta que había usado como marca páginas en los antiguos diarios
de Mokuna. Luego se giró, recogió el bonsái y lo puso en el espacio
recién despejado de la bóveda. Luego cerró la pesada puerta, y
volvió a echar el cerrojo.
Has sido engañado, Yori.
Miró al engendro de Nairu. —No... no lo fui.
¿Entonces eras consciente de que no funcionaría? ¿Y aun así, le
permitiste continuar a pesar de todo?
Yori se movió hacia el engendro y lo miró a los ojos, más negros que
la noche.
—De lo que soy consciente —dijo Yori— es de ti.
El engendro de Nairu no dijo nada, porque llevaba mucho tiempo
muerto. Aun así, cuando dejó su cámara de trabajo, Yori sintió como
sus ojos le seguían.

La aldea de Kurosunai
Por Chris Longhurst

El poste de la valla estaba torcido. Katsuo maldijo en voz baja,


rodeó el poste con ambas manos, y tiró. Se desprendió del suelo
seco con demasiada facilidad; el largo verano había convertido la
tierra en polvo grueso.
—¿No se supone que deberías estar arreglando esa valla?
Katsuo dejó el poste en el suelo, se giró, y dedicó una sonrisa
cansada a Tomoko. Estaba de pie bajo un nudoso árbol de alcanfor
a un lado del camino, aprovechando la sombra que no llegaba hasta
el lugar en que Katsuo se encontraba trabajando. A su lado, en el
suelo, había dos cubos de agua.
—Yo no construyo como los Kaiu —hizo un gesto al hoyo—. Estaba
torcido.
—Lo sé —Tomoko sonrió con suficiencia—. Te he estado mirando
sudar durante un rato.
Katsuo puso los ojos en blanco y extendió la mano. —Ven aquí.
Tomoko se quedó donde estaba e imitó el gesto de Katsuo. —Ven tú
aquí. Hay más sombra —Katsuo se encogió de hombros. Era
verdad. Atravesó el camino y la saludó con un beso.
—Tu madre va a preguntarse dónde está el agua —dijo. Tomoko le
rodeó con los brazos y apoyó la cabeza sobre su hombro.
—Me ofrecí voluntaria para ir al pozo por el camino que pasa junto a
tu granja —dijo—. Ella sabe exactamente dónde está su agua.
Además —añadió—, a mis padres les gustas.
Katsuo no dijo nada y abrazó a Tomoko. Se había puesto una flor en
el pelo, y su perfume se mezclaba con el olor a alcanfor del árbol. Si
miraba por encima de su hombro, bajo las ramas cargadas de
bayas, veía los campos en terrazas de la aldea de Kurosunai, el
bosque local que los bordeaba a su derecha, y a la izquierda el
camino de tierra por el que iban y venían los pocos visitantes de la
aldea. Más allá, la extensa provincia de Ishigaki. Tal vez algún día
tendría la oportunidad de ver algo de aquello.
Entrecerró los ojos y se los protegió de la luz. Tomoko se giró para
ver qué estaba mirando. Había figuras en el camino. Un pequeño
grupo, montado, con gallardetes, demasiado lejos para poder
distinguir su emblema.
—¿Samuráis? —dijo. Tomoko asintió.
—Eso parece. Pero Yasuki-sama suele venir sola, ¿verdad?
—Normalmente. ¿Por qué necesitaría?... —Katsuo notó un
escalofrío repentino—. Es el alambique. La cebada. Tiene que serlo.
—No —Tomoko se alejó de él. Se mordió el labio— ¿Quizás? No.
¿Quién se lo diría?
—Lleva el agua a tu madre, y hazle saber que vienen samuráis —
dijo Katsuo.
—No puedo irme a ningún lado antes de arreglar esta valla.
—Hazlo rápido —dijo Tomoko. Se agachó para coger su vara de
transporte, la enganchó a las asas de los dos cubos y se la echó al
hombro mientras se ponía de pie—. Yasuki-sama todavía te adora
como a una madre, así que eres nuestra mejor opción para que no
sea dura con nosotros.
Katsuo la miró mientras se alejaba a toda prisa. Esta vez no sintió
alegría, ni se maravilló de que, de entre todos los muchachos, ella lo
hubiera escogido a él... sólo sintió un gélido terror en el estómago.
Yasuki Hikaru había cuidado de la aldea desde antes de que él
hubiese nacido, y le había salvado a él y a su familia de unos
bandidos cuando él era demasiado joven para recordarlo. Desde
aquel momento comenzó a ir con mayor frecuencia para asegurarse
de que los bandidos habían desaparecido de verdad, y nunca había
dejado de hacerlo. Se había aprendido su nombre y el de los demás
aldeanos, y les había visto crecer a él, a Tomoko y a Shiro. El que
los samuráis se preocupasen por sus súbditos era algo inusual, al
mismo tiempo una bendición y una maldición.
Desviar la atención de la magistrada del alambique de shōchū y de
la cebada desaparecida que utilizaba se había convertido en algo
rutinario. Pero la llegada de un grupo de samuráis no auguraba
nada bueno. Katsuo respiró hondo y se volvió hacia el hueco de la
cerca. Las cosas de una en una. Primero una valla recta, luego
directo a casa.
Katsuo caminó en dirección a su casa, demasiado aprensivo como
para sentirse cansado, a pesar del pesado martillo que descansaba
sobre su hombro. Había gente fuera de la casa: los voluminosos
contornos de su padre y su madre, la poderosa forma de su amigo
Shiro, cortando leña, y las marcadas líneas de la ropa de viaje y la
armadura de la Yasuki. Katsuo empezó a correr, y luego se obligó a
ir más despacio. Todavía nada parecía fuera de lugar.
Justo delante de su casa, su perro saludó a la samurái con
entusiasmo; ella se agachó para acariciarlo, antes de coger un palo
de la pila de leña y tirarlo para que Takuhiro lo cogiese. La
magistrada era de la misma edad que su madre, con el pelo negro
ya entrecano y arrugas en el rostro, pero ni vestida con harapos se
la confundiría con una plebeya. Tenía demasiado aplomo, estaba
demasiado segura de su propia fuerza, y sus brazos estaban
cubiertos de cicatrices de las que se negaba a contar su historia.
Vestida con su haori azul celeste, con su armadura laminada
brillando bajo el sol, podría haber sido un kami emergiendo del
mismo aire. Saludó a Katsuo con un gesto casual que hizo que su
padre se estremeciese.
—¡Katsuo-kun! —llamó— Tu padre me dice que has estado
arreglando cercas.
—Así es, Yasuki-sama —contestó Katsuo. Dejó caer la cabeza del
martillo de su hombro y se inclinó profundamente.
—Y se está tomando su tiempo —dijo el padre de Katsuo— ¿Dónde
has estado, Katsuo-kun?
—Arreglando la valla del prado de cabras, padre —contestó Katsuo
—. El primer poste de la cerca estaba torcido, así que tuve que
reajustarlo.
—La diligencia de Katsuo-kun te honra —dijo la Yasuki—. Has
criado un buen hijo. Un buen hijo que parece preocupado por algo.
¿Qué te aflige, Katsuo-kun?
Katsuo dudó un momento, y luego dijo.
—He visto a varios samuráis en el camino, Yasuki-sama —dijo—.
Me preguntaba qué les trae por aquí.
—He venido sola —la Yasuki frunció el ceño— ¿Puedes describir a
esos samuráis?
Katsuo sacudió la cabeza. —Estaban demasiado lejos, Yasuki-
sama.
—Bueno. Debería estar presente cuando lleguen. Sanjiro-san, por
favor, cuida de mi caballo. Me apetece estirar las piernas.
—Por supuesto, samurái-sama —el padre de Katsuo se inclinó tanto
como pudo, pero la Yasuki ya se estaba alejando. Apenas había
llegado a la carretera cuando Shiro se acercó y dio una fuerte
palmada a Katsuo en el hombro, haciéndole tambalearse. Tenía la
misma edad que él, pero mientras que el trabajo en la granja había
hecho a Katsuo fibroso, el duro trabajo en la herrería había
convertido a Shiro en una mole de músculos y más músculos.
—¡Alabanzas de la magistrada! —su rostro se abrió en una amplia
sonrisa— ¡Quizás algún día te quiera contratar como uno de sus
dōshin!
—¿Para que se pase el día recorriendo toda la provincia por
asuntos de samuráis? No, te necesitamos aquí en el pueblo, Katsuo
—el padre de Katsuo miró hacia la Yasuki por encima de su hijo
mientras se alejaba por el camino— ¿Pero dijiste que había otros
samuráis?
—Sí —dijo Katsuo—. Creo que están aquí por el alambique, o al
menos por la cebada que hemos utilizado en él.
—No tienes forma de saberlo —dijo Shiro, aunque parecía tenso.
—¿Por qué si no iba a venir aquí un grupo de samuráis? —replicó
Katsuo—. Deben saber que les hemos estado dando menos cebada
de la debida.
—¿Cómo? —presionó Shiro—. Son samuráis. No saben cuánta
cebada obtenemos en una cosecha.
—¿A lo mejor alguien se lo dijo? —respondió Katsuo—. No lo sé.
Pero sin duda alguna vienen.
—¿Dónde están los barriles? —la madre de Katsuo les interrumpió.
—En la casa del jefe de la aldea —dijo su padre—. Mientras Yasuki-
sama no entre...
—¿A dónde más va a ir? —estalló la madre de Katsuo. Su cara se
retorció como un puño—. Si va a recibir a otros samuráis, lo hará
allí. Dime al menos que los barriles están escondidos.
Katsuo vio cómo el color desaparecía del rostro de su padre. —
Estábamos esperando a Shin...
La madre de Katsuo se dio la vuelta. Blasfemó de forma explosiva, y
Katsuo dio un paso atrás de forma involuntaria.
—Lo hemos temido demasiado fácil durante demasiado tiempo —
dijo su padre disculpándose. Sacudió la cabeza—. El orgullo nos ha
puesto en ridículo a todos, Maki.
—Nos convertirá a todos en cadáveres —dijo Maki. Volvió a
maldecir, con mucho entusiasmo—. Katsuo, Shiro, venid conmigo.
Necesitamos mantener a Yasuki-sama y a los demás fuera de esa
casa o nos matarán a todos.
—¿Realmente nos matarían? —preguntó Shiro mientras corrían por
los arrozales. Estrechos senderos pasaban a través del arroz para
los aldeanos que no querían tomar el camino de vuelta, y ahora
serían un atajo de vital importancia— ¿Por shōchū?
—Los samuráis nos matarían por hacer una reverencia demasiado
escasa —dijo Maki—, o porque han tenido un mal día. No me cabe
duda que nos matarían a todos por escamotear cebada de los libros
de cuentas.
—Pero Yasuki-sama siempre pareció que se preocupaba por
nuestro pueblo —protestó Shiro.
—Los samuráis son humanos —dijo Maki. Su cara era una máscara
fija de tensión—. Pero el Bushidō viene de los Kami. Harán lo que
crean que deben hacer, aunque los convierta en monstruos.
***
Otros habitantes de la aldea habían pensado de manera similar.
Cuando Katsuo, Shiro, y Maki llegaron al centro del pueblo, el jefe y
los demás aldeanos mayores, los que no trabajaban en los campos
ni se ocupaban de otras tareas, se habían reunido y estaban
saludando a Yasuki-sama. Los rituales de saludo la retrasarían, pero
estaba claro que quería recibir a los otros samuráis en el ambiente
más formal que podía brindarles la aldea.
—¿Dónde están los demás samuráis? —dijo Katsuo mientras el trío
reducía la marcha a un paso despreocupado. Miró a su sombra para
ver la posición del sol—. Los vimos hace al menos una hora, tal vez
dos.
—Preocúpate por eso cuando lleguen —dijo Maki. Bajó la voz y
acercó a los dos jóvenes—. Katsuo-kun, tú y yo hablaremos con
Yasuki-sama. Shiro-kun, explica a los demás la situación cuando se
distraiga.
Su rostro asumió una sonrisa agradable y se dirigió hacia la
samurái, seguida por Katsuo. Intentó igualar su comportamiento
pero no pudo… Yasuki-sama había percibido fácilmente su anterior
ansiedad, y se sentía mal engañando a alguien que siempre había
sido muy amable con él. ¿No podían explicarlo? ¿Llegar a algún tipo
de acuerdo?
—Yasuki-sama —dijo Maki, inclinándose profundamente— ¿Puedo
robaros un momento de vuestro tiempo?
—Por supuesto, Maki-san —dijo la samurái. Se excusó del anciano
con el que había estado hablando. Tan pronto como se dio la vuelta,
el hombre salió corriendo hacia donde los otros ancianos se estaban
reuniendo alrededor de Shiro.
—Aunque —añadió la samurái—, si llegan mis compañeros, deberé
saludarlos de inmediato.
—Naturalmente, Yasuki-sama —Maki se inclinó de nuevo—. Mi hijo
ya tiene edad para elegir un camino en la vida, y desea
comprometerse a vuestro servicio. ¿Lo aceptarías como un
ashigaru?
Katsuo hizo una profunda reverencia para esconder la sorpresa de
su expresión. ¿Un ashigaru? ¿Qué hay de la granja? ¿Y de
Tomoko?
La Yasuki no dijo nada. Katsuo no estaba segura de cuándo... de si
sería apropiado que se enderezara. Los aldeanos murmuraban no
muy lejos. Los insectos cantaban. Sin embargo, no se oían pájaros.
¿Sería un presagio?
—Katsuo-kun. Maki-san. Levantaos —si la voz de Yasuki-sama
fuese una espada, su mano estaría en la empuñadura.
Katsuo obedeció. El rostro de la samurái coincidía con su voz, una
suave máscara lo suficientemente delgada como para que se viese
el acero que había debajo.
—Conozco a vuestra familia desde hace diecisiete años —dijo,
dirigiéndose tanto a Katsuo como a su madre—, así que pasaré por
alto el insulto implícito en vuestro engaño. Pero me siento herida.
¿Por qué me estáis mintiendo?
Katsuo abrió la boca para decir algo, pero inmediatamente se vio
interrumpido por un horrible grito. Era una forma novedosa de
distraer a Yasuki-sama...
Cascos de caballo. ¿Quién tenía un caballo? La Yasuki le golpeó en
el pecho y el joven cayó hacia atrás, sin aliento al golpear contra el
suelo. Una enorme forma se sacudió entre ellos en un torbellino de
pezuñas, justo donde había estado. Se puso en pie de un salto para
ver a una figura montada (¡un samurái a caballo!) abatiendo a
aldeanos. Gente a la que conocía, gente con la que había crecido.
¿Era aquella la justicia de un samurái por usar un poco de cebada
para hacer shōchū? ¿No habría juicio, ni ceremonia? ¿Sólo una
masacre?
—¡Entra! —gritó la Yasuki— ¡Cierra las puertas!
Se encontraba sola en el centro de un círculo cada vez más amplio.
Los aldeanos no necesitaban que les animaran a huir. Un puñado de
cuerpos inmóviles reflejaban lo que sucedería a aquellos que no
reaccionaran con la suficiente rapidez.
Katsuo vislumbró a los samuráis a caballo dando vueltas alrededor
de la herrería, volviendo para otra carga.
¡Y ahí, otra! Con su andrajoso caballo al trote, daikyū en mano, sus
ojos inexpresivos sobre la máscara en forma de perro de su casco.
Pero si no eran aliados de los Cangrejo, ¿por qué estaban aquí?
¿Por qué estaban matando gente?
—¡Katsuo! ¡Adentro! ¡Ahora!
—Pero...
Ella le dedicó una mirada, y estuvo a punto de tirarse al suelo y
rogar que le perdonase. En su mirada no había más que muerte. La
de él. la de ella. La de cualquiera.
Una flecha silbó. La espada de la Yasuki saltó y la flecha cayó
partida en dos pedazos. Katsuo corrió.
La puerta de la herrería estaba cerrada. Bloqueada. La siguiente
casa también. Todo el mundo se estaba tomando en serio las
instrucciones de la Yasuki. Tras él oyó el trueno de los cascos, otro
silbido de flecha, el grito kiai de la Yasuki haciendo temblar las
persianas. Miró hacia atrás, pero el combate se había perdido de
vista...
Algo rodó bajo su pie, y el joven cayó al suelo. Mirando hacia abajo,
vio que había tropezado con una cabeza.
No tenía ni idea de quién era. No podía ver ningún cadáver cerca. El
instinto lo impulsó a levantarse y alejarse de ella: las piernas y los
brazos se movían por sí solos, sus manos se aferraron a un edificio
cercano. Se apoyó contra él, respirando pesadamente, incapaz de
apartar sus ojos de la ensangrentada cabeza.
De la casa salieron gritos, como si hubiese tocado un nervio. Las
persianas cercanas resonaron violentamente contra sus ataduras
cuando un gran peso se estrelló contra ellas desde el interior,
seguido por el distintivo y húmedo sonido de una espada contra la
carne. Una carnicería.
—¡Katsuo!
Tomoko corrió hacia él con la ropa empapada de sangre y los ojos
desorbitados por el terror. Shiro le seguía de cerca.
—¡Corre! —gritó Shiro— ¡Están en las casas! ¡Están matando a
todo el mundo!
—También están en el centro de la aldea —gritó Katsuo. ¿Cuántos
eran?
Tomoko se estrelló contra él, abrazándole y llorando sobre su
hombro con fuertes sollozos. Seguía teniendo la flor en el pelo,
observó Katsuo. Los pétalos estaban un poco doblados.
No había ni una gota de sangre en ellos. Shiro estaba pálido, sus
ojos saltaban a uno y otro lado mientras apretaba y aflojaba los
puños. Más gritos los hicieron estremecerse a todos. No podían
quedarse allí.
Una puerta crujió al abrirse. Katsuo no esperó a ver quién salía. —
Corred —instó, soltándose de Tomoko— ¡Corred!
Ella gimió, pero se movió. Katsuo la siguió, y Shiro a él, pero Shiro
no estaba hecho para correr. Katsuo le escuchó gritar y caer, y luego
gritar desafiante y lanzar todos los improperios que conocía a su
perseguidor, mientras Katsuo y Tomoko le dejaban atrás. Katsuo
miró hacia atrás mientras giraba la esquina de la siguiente casa:
Shiro de rodillas, agarrándose el pecho con los brazos. Sobre él, un
samurái con una armadura que en algún momento había sido verde.
El samurái partió el estómago de Shiro de lado a lado con un
movimiento de muñeca. Katsuo se agachó a la vuelta de la esquina,
mientras rezaba a cualquiera que estuviese escuchando para que
no le viesen. Tomoko hizo un gesto desde una puerta abierta, y
corrió a unirse a ella.
—¿Qué está pasando? —dijo ella, con la voz aguda y tensa. Katsuo
sacudió la cabeza mientras cerraba la puerta con gran lentitud y
colocaba la barra en su sitio.
—No tengo ni idea —susurró. Las persianas de las ventanas de la
habitación principal seguían abiertas. Si el samurái les seguía,
podría mirar dentro de la casa y verles—. No podemos quedarnos
aquí.
—¿Adónde podemos ir? —preguntó Tomoko. Se mordió los nudillos
para ahogar un sollozo. Katsuo miró a su alrededor.
—Por la ventana trasera —susurró—. Rápido y en silencio.
Podemos escabullirnos mientras él está...
—¿Y después de eso? —Tomoko se aferró a la camisa de Katsuo.
El joven respiró hondo, cogió las manos de ella y se obligó a no
mirar por la ventana por la que el samurái pasaría en cualquier
momento. Todo lo que ella quería era esperanza. Tenía que
convencerla de que todo podía salir bien.
—Después de eso, mi casa. Y después de eso... —interrumpió su
protesta antes de que empezara— …simplemente... lejos de aquí. A
cualquier lugar menos este. Podemos hacerlo. Pero tiene que ser
ahora.
Ella asintió y se acercó a la ventana trasera, trepando ágilmente a
pesar de su kimono y del temblor de sus manos. Katsuo le siguió, y
luego regresó para coger un cuchillo de gran tamaño de la cocina
antes de reunirse con Tomoko en el exterior. Le entregó el cuchillo.
Ella se le quedó mirando sin entender.
—Si tienes la oportunidad, apuñálalo.
—¡No puedo matar a nadie! —dijo Tomoko horrorizada.
— Puede que no —dijo Katsuo. A un lado de la casa había un
montón de leña cortada, y junto a ella herramientas, incluyendo un
pesado mazo como el que había usado para clavar los postes de las
vallas esa mañana. Lo cogió—, pero mejor tenerlo y no necesitarlo.
Un gran grito resonó por la aldea. Algo pesado había chocado
contra el suelo no muy lejos, el ruido de madera contra madera. La
Yasuki seguía viva, seguía luchando.
—Vete a mi casa —dijo Katsuo—. Coge los atajos. Los samuráis no
los conocen y sus caballos no cabalgarán bien por los arrozales.
—Oh, no —sollozó Tomoko, negando con la cabeza al adivinar qué
era lo que quería decir—. Tú te vienes conmigo.
Katsuo se esforzó por encontrar las palabras adecuadas. Cualquier
palabra.
—Yasuki-sama está luchando sola contra ellos —dijo al fin, como si
eso explicase algo.
—¿Y qué vas a hacer? —suplicó Tomoko—. No puedes luchar
contra samuráis. ¡Morirás!
¿Cómo podría no luchar contra ellos? ¿Cómo podría dejar luchar y
morir a la magistrada cuando su presencia podría marcar la
diferencia? Ella lo salvó una vez, y ahora podría devolverle el favor.
—Escucha —Katsuo inclinó la barbilla de Tomoko para mirarla a los
ojos—. Vuelve a tu granja, busca a tu familia y nos reuniremos en mi
casa. Si no llego pronto, vete sin mí.
Tomoko cogió a Katsuo de los brazos. —Te quiero —dijo ella—.
Necesito que lo sepas.
—Yo también te quiero —dijo Katsuo, y lo decía en serio. La besó—.
Pero no podría irme sin... saberlo.
Otro grito kiai proveniente del centro de la aldea, esta vez apagado.
La Yasuki había seguido su propio consejo y se había metido en un
edificio.
—Vete. Cuídate. Haré lo que pueda.
Haré lo que tenga que hacer.
Katsuo dio un pequeño empujón a Tomoko, y luego se apartó de
ella. No se atrevió a mirar hacia atrás para verla marcharse.
***
El movimiento llamó la atención de Katsuo entre la quietud del
centro de la aldea. La puerta de la casa del jefe, abierta y oscilando
de sus bisagras. No había rastro de los samuráis, de sus caballos ni
de la Yasuki. Ningún grito. Ni un sonido excepto el suave ruido de
sus pasos al acercarse a la puerta. Si la magistrada estaba en algún
lado, seguramente estaría allí.
Resultaba lógico que el jefe de la aldea tuviera la casa más grande.
Casi toda la planta baja estaba compuesta por una sola habitación
abierta, lo bastante grande para que toda la aldea se reuniese si era
necesario, y lo suficientemente bien equipada para recibir a la
Yasuki, a Shin el mercader, o a cualquier otro invitado de honor.
Hoy había recibido algo diferente. El aire estaba cargado con el olor
de la sangre. Dos grandes barriles de shōchū se encontraban donde
los habían dejado, sin marcar pero de naturaleza evidente. Las
esteras de tatami en el suelo estaban empapadas de sangre, había
cadáveres tirados allá donde los habían derribado. Y en el extremo
opuesto de la habitación, sentado a la mesa del jefe de la aldea,
había una criatura de pesadilla.
A primera vista parecía un samurái, armado y acorazado como un
samurái con un yelmo con forma de calavera... pero al acercarse,
Katsuo se dio cuenta de que el cráneo era su cara, sin piel, y que
tenía una expresión espantosa a consecuencia de los trozos de
carne que quedaban pegados a él. El monstruo examinaba una fila
de globos oculares colocados ante él sobre la mesa: los sostenía
delicadamente entre dos delgados dedos y los estudiaba con sus
cuencas vacías.
Katsuo se quedó paralizado en la puerta. Su estómago se encogió.
Aquello no era un samurái.
Era algo mucho peor. Historias de miedo de la infancia, medio
recordadas, se disputaron su atención. “Si no te portas bien te
llevarán los trasgos”. ¿Era aquella… cosa... una especie de castigo
divino por robar la cebada?
La criatura dejó el ojo que estaba examinando en la fila que tenía
ante ella y pasó al siguiente.
La Yasuki no estaba allí. Katsuo intentó escabullirse por la puerta
pero se detuvo cuando su mirada errática se posó sobre la forma
caída de su madre, acurrucada en un ovillo no muy lejos del
monstruo sin ojos. Mientras la miraba, Maki se movió un poco y
gimió. ¡Estaba viva!
El monstruo continuó con su macabro examen.
Katsuo se acercó a su madre con dolorosa lentitud. El sudor le
goteaba por la cara. Le dolieron los nudillos de aferrar el garrote. La
cara de Maki estaba destrozada, pero aun así respiraba de forma
profunda y temblorosa.
Katsuo se obligó a dar los últimos pasos lenta y silenciosamente; la
criatura parecía estar ciega, al carecer de ojos. Se agachó junto a su
madre, tratando de no percibir el horror.
—No digas nada —susurró, y Maki ahogó un gimoteo—. Soy yo,
Katsuo. La criatura no puede ver. Si nos mantenemos callados,
podemos escapar.
—Puedo ver perfectamente —dijo la voz demacrada.
Katsuo se puso en pie de un salto, dándose la vuelta. Aquella
parodia de samurái estaba tan cerca de él que retrocedió,
tropezándose con sus propios pies hasta que su espalda se estrelló
contra una columna de apoyo. Uno de los ojos estaba alojado ahora
en la cuenca derecha de la criatura. Su mandíbula colgaba suelta,
su profunda voz sepulcral resonaba sin lengua ni labios.
La criatura puso una mano sobre la empuñadura de su katana. Con
la otra señaló al rostro de Katsuo (a sus ojos, comprendió) y luego
golpeó el pómulo bajo su cuenca vacía. Toc, toc, sonó el guantelete
contra el hueso.
Katsuo aferró el mazo en una postura defensiva. Sus intestinos
parecían estar llenos de agua helada. Tenía el corazón en la
garganta, latiendo como si fuera a estallar.
El ser cerró la mandíbula con un chasquido definitivo. Su katana
tañó como una campana al deslizarse de su funda. Avanzó hacia
Katsuo, sin molestarse en adoptar una postura de kenjutsu. Katsuo
levantó el mazo mientras le acosaban las palabras de Tomoko.
No puedes luchar contra samuráis.
Morirás.
Un aullido sobrenatural resonó por la habitación, y una desgarrada
forma se estrelló contra el monstruo, desequilibrándolo.
—¡Madre!
Maki gritó como un espíritu salido de Jigoku mientras se aferraba al
brazo de la espada de la criatura con todo el cuerpo, haciendo girar
y caer al suelo a los dos.
El monstruo desenvainó su wakizashi con la mano libre y lo clavó
tan fuerte en el pecho de su madre que Katsuo lo oyó golpear contra
la madera del suelo. Maki se estremeció y tosió sangre pero se
aferró a la criatura con la tenacidad de la muerte. La criatura
samurái se detuvo para ponerse de pie, lista para liberarse de una
vez por todas de la mujer.
Como plantar el poste de una valla. El golpe de Katsuo convirtió en
astillas el cráneo de la criatura.
***
Cuando llegó a la granja de su familia, la única señal de vida era el
caballo de la Yasuki, que aún esperaba pacientemente fuera.
¿Matarían las abominaciones a toda la gente pero dejarían vivos a
los caballos? Katsuo no lo sabía.
—¡Katsuo-kun! —Tomoko salió corriendo por la puerta y le abrazó.
Luego se echó para atrás—. Encontré a Yasuki-sama. ¡Está aquí!
Por supuesto, la samurái había seguido a Tomoko fuera de la casa.
Estaba armada con el mazo que Katsuo había dejado en la granja,
tenía la ropa desaliñada, su armadura mostraba señales de haber
estado en combate, pero aparte de eso estaba indemne. Era como
ver una montaña salir de su casa. Detrás de ella se escondía su
padre, que aferraba a Takuhiro por el collar. El perro se quejó y
enseñó los dientes, consciente de que algo andaba mal. Quizás
podía olerlos.
—Yasuki-sama —dijo Katsuo, inclinándose—. No son humanos. El
que maté no tenía cara. No sé.... no sé qué es lo que son.
—¿Mataste a uno? —Yasuki alzó un poco las cejas y miró al mazo
que llevaba—. Impresionante.
—Tuve ayuda —Katsuo no podía mirarla. Su elogio le recordó a
Shiro, segado como si fuera trigo—. Padre… madre está muerta.
El padre de Katsuo asintió bruscamente, con el rostro pálido pero
sin mostrar ninguna otra reacción. Él y Katsuo llorarían más tarde.
—Son los Perdidos —dijo la Yasuki. Apoyó el mazo contra el marco
de la puerta—. Samuráis que han sido consumidos por las Tierras
Sombrías. ¿Puedo ver tu martillo?
—No tenía cara —repitió Katsuo mientras le daba el martillo a la
samurái. Dicho en voz alta, sonaba absurdo.
—Las Tierras Sombrías generan todo tipo de horrores —continuó la
Yasuki. Parecía distraída mientras examinaba la cabeza del martillo
—. Sin rostro y de muchos otros tipos. Di la verdad: ¿realmente lo
mataste?
—Sí, samurái-sama.
—Entonces le has hecho un favor a Rokugán —dejó el mazo al lado
del otro. Salió a la parte delantera de la granja, miró hacia arriba y
hacia abajo del camino, y luego regresó con la familia. Durante un
instante, Katsuo vio como una expresión luchaba por llegar a su
cara, pero la reprimió—. Y ahora yo también debo hacer un servicio
a Rokugán.
—La provincia de Midakai no está lejos, al este —dijo el padre de
Katsuo. Su voz era débil—. Puede que allí estemos a salvo, y
avisaremos al clan de lo que ha pasado.
—No —la Yasuki negó con la cabeza—. Para detener la
propagación de la Mancha de las Tierras Sombrías, todos debéis
morir —desenvainó su katana. La hoja brilló al sol.
—¿Qué? —chilló Tomoko— ¡Hemos sobrevivido!
—Katsuo, Tomoko. Estáis cubiertos de sangre. Habéis quedado
expuestos a las criaturas de las Tierras Sombrías. La Mancha podría
estar arraigando ahora mismo en vuestros cuerpos. Como samurái
al servicio de mi clan, no puedo permitir que viváis y la propaguéis
más. Lo más que puedo ofreceros es una muerte limpia, a mis
manos.
—¿ Y qué hay de ser humano, Yasuki-sama? —preguntó en voz
baja el padre de Katsuo—. Nos salvasteis de los bandidos. Habéis
visto crecer a Katsuo-kun. ¿Lo máximo que podéis ofrecernos, como
persona, es una muerte limpia?
—Como persona, me rompe el corazón —el rostro de la Yasuki no
mostró ningún rastro de emoción—. Pero mi deber está claro. Por
favor. Inclinad la cabeza.
—¿Y qué hay del jade? —preguntó Katsuo, tratando de recordar las
historias— ¡Podemos purificarnos con jade!
Un silbido, y el sonido de metal contra carne. Katsuo medio
esperaba ver su propia cabeza caer de su cuerpo, pero al primer
silbido le siguió un segundo, y esta vez la Yasuki se movió como un
borrón mientras su espada cortaba una flecha espinosa en mitad del
aire. Una tercera flecha, que cayó una vez más al suelo partida en
dos. Katsuo tardó un instante en localizar la primera: clavada
firmemente en la espalda de la Yasuki.
En el camino, la mujer con la máscara de perro de antes había
regresado, daikyū en mano. Ahora que sabía cómo buscarla, Katsuo
podía ver la Mancha tanto en ella como en su caballo: su apariencia
demacrada, su piel gris, translúcida, salpicada de venas negras.
Casi con indiferencia, la mujer descordó su arco y desmontó.
Desenvainó su espada y miró hacia abajo, inspeccionándola en
busca de defectos, pero no se acercó.
—No hay jade —dijo la Yasuki. Una pequeña vacilación en su voz.
¿Un dolor físico, o del corazón? Sobre su haori brotaba sangre
donde se había clavado la flecha—. Los demás clanes no nos lo
venderán, y no tenemos suficiente para cumplir con nuestro deber.
Katsuo trató de encontrar palabras. —No... no lo entiendo.
—Ellos tampoco —la Yasuki intentó respirar hondo, y no pudo.
Tosió, la sangre salpicó sus labios mientras se doblaban en una
amarga sonrisa—. He vivido lo suficiente como para olvidarme de la
mortalidad. Voy a morir aquí, Katsuo, y necesito que me hagas un
juramento.
—¿Un juramento?
—Si tu padre, Tomoko o Takuhiro muestran el menor síntoma de la
Mancha....tienes que matarlos. Si tú manifiestas los síntomas de la
Mancha...
—Entiendo —Katsuo miró a Tomoko, que miraba aterrada hacia la
pálida samurái del camino. ¿Podría matarla a sangre fría?—. Lo
haré.
—Entonces serás mejor samurái que yo —la Yasuki echó la mano
hacia atrás y con un jadeo de dolor rompió el astil de la flecha—.
Utilizaré lo que me queda de vida para conseguirte todo el tiempo
que pueda. Coge a tu familia y corre.
El padre de Katsuo se acercó a ellos. Con un gesto silencioso
entregó a la Yasuki un mazo. La mujer devolvió su espada a su
vaina y lo cogió. Lo aferró y se dirigió hacia la otra mujer, que estaba
haciendo cortes en el aire con su espada como haría un matón sin
experiencia.
—Soy Yasuki Hikaru, del Clan del Cangrejo —escupió ella—, y
morirás a mis manos.
La mujer sonrió y negó con la cabeza. Levantó su espada en
posición de combate.
Katsuo se volvió hacia su padre. —Tenemos que irnos —su padre
asintió, y los tres huyeron, seguidos por Takuhiro. Tras ellos, se oyó
una vez más el grito de guerra de la Yasuki.
***
Katsuo no había viajado nunca tan lejos de su casa. Se había hecho
de noche hacía ya unas horas, pero ninguno de ellos había querido
detenerse. Ahora había salido la luna, y los restos del calor del día
se desvanecían en el frío de la noche. Se sentó en el suelo, con
Tomoko apretada a su lado, mientras Takuhiro y su padre dormían
juntos al otro lado de una pequeña hoguera. ¿Verían los Perdidos el
fuego? Tal vez. Pero no sobrevivirían la noche sin él.
—No lo entiendo —murmuró Tomoko—. Estaba dispuesta a
matarnos... ¿y luego cambió de opinión?
Katsuo se quedó escuchando a los insectos, el crepitar del fuego.
En algún lugar, un pájaro nocturno cantaba. —Los samuráis son
humanos —repitió al cabo de un tiempo—. Nunca quiso matarnos.
Pensó que tenía que hacerlo. Que era su deber.
Porque los Cangrejo no tenían jade suficiente para cumplir
correctamente con su deber. ¿Acaso no era el deber de la Muralla
Kaiu mantener a los monstruos de las Tierras Sombrías alejados de
Rokugán? ¿Y no era el deber de los demás clanes proporcionar a
los Cangrejo lo que necesitaban? ¿Cuántas aldeas habían
sacrificado los Cangrejo para mantener contenida la Mancha?
—Deber —dijo Tomoko sobre su hombro, con voz malhumorada—.
Oí lo que te preguntó. ¿Me matarías? ¿Si la Mancha me infectase?
En última instancia, Yasuki Hikaru había guardado su espada.
¿Tendría Katsuo el valor de matar donde ella había elegido morir?
—No lo sé —admitió finalmente—. No lo hubiera creído, pero...
¿quieres convertirte en algo así?
Tomoko se estremeció. —No.
Se quedaron sentados en silencio durante un rato, mientras Katsuo
escuchaba los sonidos de la noche. La respiración de Tomoko se
volvió lenta y regular cuando finalmente sucumbió al sueño, y él la
recostó suavemente sobre la hierba.
Se acostó de espaldas junto a ella, mirando las estrellas. El mundo
estaba quebrado. ¿Estarían observando las Fortunas mientras todo
se desmoronaba como un carro con un eje roto? ¿O estarían
tratando de arreglarlo? ¿Era aquello parte de su plan?
—Algo ha salido terriblemente mal —lo dijo en voz alta, como para
ver cómo sonaba, y al oírlo cimentó su convicción de que era cierto.
Los gigantes estaban peleando, y todo lo que podía hacer era rezar
para que procuraran no pisar a las hormigas.

Despertado
Por Nancy M. Sauer
Publicado originalmente en el pack de dinastía Los fuegos
internos

Eran enormes. Cada uno de ellos era de una longitud varias veces
mayor que la altura de Tatsuo, y sus cuerpos serpenteantes eran tan
gruesos que no creía poder abarcarlos con los brazos. Tenían
dibujos en la piel de un color verde fangoso y marrón, como si el
mismo Shinomen les hubiera dotado de sus colores. No llevaban
ropa, pero cada uno tenía un arco y una aljaba sobre los hombros,
además de cuchillos largos y curvos. Uno de ellos también tenía una
bolsa grande. Se quedaron quietos, mirándolo fijamente. ¿Debería
hablar con ellos, y si lo hiciera, le entenderían?
La pregunta se hizo irrelevante cuando una flecha se enterró en el
árbol más cercano a las criaturas. Tatsuo escuchó a Kogoe
murmurar una maldición, y por el rabillo del ojo vio cómo preparaba
otra flecha. Las criaturas comenzaron a moverse en dirección a él y
a Kogoe, con una velocidad inusitada.
Sacó su arco y disparó. El disparo se desvió y preparó otra flecha de
forma precipitada. Había sido entrenado para disparar contra
criaturas que caminaban sobre dos o cuatro patas, pero los
movimientos sinuosos de la criatura hacían difícil predecir su
camino. Consiguió disparar sólo una vez más antes de que llegara
hasta él.
Cuando la criatura se deslizó hacia arriba y sobre él, Tatsuo sintió
músculo sólido y un poder apenas contenido, como si le estuviese
apartando a un lado un caballo. Dejó caer el arco que había dejado
de serle de utilidad y agarró su espada, pero la cola de la criatura se
movió, golpeando tan fuerte su mano que soltó la empuñadura.
Tatsuo intentó forcejear con la criatura, pero la suave piel escamosa
no le daba a sus dedos ningún punto de apoyo mientras la criatura
se enrollaba a su alrededor, levantándolo del suelo. El peso de su
oponente lo aplastó contra el suelo del bosque, y luchó por respirar
mientras la vista se le llenaba de puntos oscuros.
De repente, la criatura se movió y Tatsuo jadeó agradecido en busca
de aire mientras su visión se aclaraba.
—¿Qué haces en Shishomen? —preguntó la criatura, y su voz
retumbó como un trueno distante. La sintaxis era extraña, aunque
arrastraba algunas de las consonantes, y decía las palabras con una
acentuación extraña de sílabas, pero en última instancia hablaba un
rokuganés bastante comprensible.
—Me llamo Shinjo Tatsuo. Soy un explorador —dijo mientras se
recuperaba—. Te estaba siguiendo, o… —se detuvo mientras
ordenaba sus pensamientos—…o seguía a tu compañero, al que
fuera que hubiese ido a las tierras de mi clan, al norte del bosque.
—¿Qué es “clan”? ¿Por qué estás en Shishomen?
—El bosque, el Shinomen, está lleno de cosas peligrosas —
respondió Tatsuo—. Lo vigilamos.
—Dices que vigilas, pero llevas armas —replicó la otra criatura—.
Éste —dijo, señalando a Kogoe con un gesto de su cabeza
escamosa—, éste está listo para matar.
Estábamos siendo cautelosos —explicó Tatsuo—. Varios ashigaru
han desaparecido en esta región. Y ella luchará contra vosotros
mientras siga viva y crea que sois un enemigo. El clan de Hiruma
Kogoe es famoso por sus batallas contra las criaturas de las Tierras
Sombrías.
—¿”Las Tierras Sombrías”? —los dos Naga se volvieron el uno al
otro, y luego miraron a Tatsuo con aire de confusión.
—Un lugar al sur de aquí —dijo Tatsuo—. Una tierra rota y retorcida
llena de demonios y otras monstruosidades.
La cola que aferraba a Tatsuo se estremeció violentamente, y las
dos criaturas se pusieron a hablar con voces fuertes y sibilantes.
¿Qué había dicho para desencadenar esto? Si eran criaturas de las
Tierras Sombrías, ¿por qué no se habían limitado a matar a los dos
exploradores? Y si no lo eran, ¿de qué discutían?
—¡Dejad de hacer ese ruido! —la voz de Kogoe era lo
suficientemente alta como para que la escuchasen sobre la
discusión— ¿Quiénes sois vosotros? ¿Y qué habéis hecho con
nuestros ashigaru?
Las dos criaturas se detuvieron y bajaron la vista hacia Kogoe. —Yo
soy —la criatura que mantenía aferrado a Tatsuo se detuvo un
momento— el Apieshu. Este es el Ishikibal. No hemos hecho nada a
tus ashigaru; tú los perdiste.
—Llevamos demasiado tiempo hablando aquí —dijo el Ishikibal—.
No estamos seguros de qué hacer con vosotros, así que os
llevaremos al Shushual para ser juzgados —metió la mano en una
bolsa que llevaba sobre el hombro y sacó una cuerda trenzada.
El Clan del Unicornio tenía ocho siglos de historias de encuentros
con culturas extranjeras, y todas esas historias coincidían en que no
se había encontrado con un par de monstruos. “El Apieshu” y “el
Ishikibal” eran claramente miembros de una sociedad organizada.
Por un lado, esto hacía menos probable que estuvieran Manchados.
Por el otro, significaba que en el bosque Shinomen había una nueva
amenaza contra la que el Imperio no tenía guardias, porque nadie
sabía que existía. Los ojos de Tatsuo buscaron a Kogoe mientras las
criaturas terminaban de atarlos y se los echaban al hombro. La
joven había dejado de luchar contra sus captores y sus ojos estaban
claros y concentrados: los ojos de un explorador, que recopilaban
todo lo que sucedía a su alrededor.
Al principio, la sección del bosque por la que viajaron era sólo eso,
bosque, pero poco a poco fue cambiando: los árboles se
distanciaron más entre sí, y el sendero se convirtió en un camino
que se ensanchó hasta convertirse en carretera. Entonces
comenzaron a aparecer edificios, hechos de piedra tallada y
cuidadosamente labrada con elaboradas esculturas y ornamentos a
lo largo de los portales y zaguanes. Algunos estaban en ruinas, y en
su interior y a su alrededor crecían árboles, pero muchos estaban
intactos y repletos de seres serpentinos que se dedicaban a sus
quehaceres. Mientras pasaban, Tatsuo vio tejedores, fabricantes de
cuerdas y talladores de piedra. Todos ellos se detenían un momento
para observar a los cautivos.
Finalmente, llegaron a una pequeña estructura donde otra de las
criaturas serpentinas esperaba junto a la puerta. Era más pequeña
que las dos que los habían capturado, y sus escamas eran de una
fría tonalidad azul verdosa. El Apieshu y el Ishikibal intercambiaron
unas palabras sibilantes con él, tras lo que empujaron a sus
prisioneros al edificio y cerraron la puerta. Una cerradura resonó al
cerrarse detrás de ellos.
Tatsuo se puso en pie y miró a su alrededor. Una luz tenue se
filtraba a través de ventanas bajas y anchas cerca del techo, gracias
a lo que pudieron ver que se encontraban en una habitación de
paredes de piedra desnudas y suelo igualmente de piedra.
—No creo que estén Manchados —dijo Kogoe—, pero, ¿qué son?
—No lo sé —admitió Tatsuo—. He oído leyendas de criaturas
gigantes con forma de serpiente en el bosque, pero he oído
leyendas que hablan de todo tipo de criaturas extrañas en el
bosque. Lo único que no se ha visto por aquí son karakasakozō,
pero nadie usa paraguas de papel en el Shinomen.
Kogoe sonrió brevemente ante aquella afirmación. —Tenemos que
encontrar una salida antes de que vuelvan. No vi mucha actividad
en esta zona, así que una vez que salgamos del edificio podemos
adentrarnos en el bosque y regresar al campamento.
Era un plan sensato que les daría la oportunidad de advertir al
campamento, pero...—Tal vez deberíamos quedarnos y hablar con
su “Shushual”. Podemos averiguar más cosas acerca de quiénes
son y qué hacen en el Shinomen.
—Es preciso advertir a Shuichi y a los demás.
—Nuestra desaparición los habrá puesto en guardia —dijo Tatsuo.
El Clan del Unicornio no compartía la xenofobia del resto del
Imperio; el mero hecho de aprender más cosas acerca de estas
criaturas era ya un objetivo importante. Pero había más que eso:
aparte de la zona en la que los Cangrejo protegían la Muralla, el
Imperio carecía de defensas en su frontera sur. El Shinomen había
servido como defensa natural. Pero si ahora el bosque estaba
habitado, era importante para el Imperio que los habitantes del
Shinomen no fueran enemigos—. Si descubrimos más sobre ellos,
podríamos establecer un tratado —dijo—. Podríamos encontrar algo
que necesiten y cambiarlo por la protección de nuestra frontera sur.
Esperaba que Kogoe rechazara la idea de inmediato, pero parecía
pensativa. —Sería como… —se detuvo y dirigió una mirada extraña
a Tatsuo—. No puedo decir cómo sería.
—Sería como tratar con gaijin —dijo Tatsuo, solícito—. Ni siquiera
tendrás que hablar con ellos; yo puedo hacerlo. Mi clan tiene
experiencia en estas cuestiones.
—Como tú digas.
La plaza estaba llena de individuos del pueblo serpiente. La mayoría
de ellos eran del color del bosque, como el Apieshu y el Ishikibel,
pero algunos eran de tonos marfil o marrón oscuro, y aquí y allá
había otros azulados que se parecían a su carcelero. Tatsuo los
observó abiertamente, intentando calcular cuántos de ellos vivían en
esta ciudad y qué porcentaje podrían ser guerreros. Kogoe
permaneció a su lado, sin duda sacando sus propias conclusiones.
Alguna señal que Tatsuo no pudo discernir se extendió entre la
multitud, haciendo que todos se volvieran en la misma dirección.
Tatsuo se giró también y vio una fila de seis hombres serpientes que
se dirigían hacia una plataforma de piedra cerca de donde se
encontraban él y Kogoe, guiados por otro que llevaba una faja verde
con multitud de bordados alrededor de sus hombros y cintura. Este,
supuso Tatsuo, era el Shushual.
Cuando los recién llegados se situaron en la plataforma, el Apieshu
y el Ishikibel se adelantaron. —Os traduciré las palabras del
Shushual —dijo Apieshu en voz alta—. El Ishikibel le traducirá a él
las vuestras —junto a él, el Ishikibal siseó en voz alta en su lengua
materna. Cuando terminó, el Shushual habló, sus palabras
sibilantes, pero al mismo tiempo cortantes—. ¿Qué sabéis de los
naga y del Gran Sueño? —tradujo el Apieshu.
—Nunca antes había oído hablar de los naga —dijo Tatsuo—. Se
cuentan historias muy antiguas que hablan de gente que vivía en el
Shinomen que había visto serpientes gigantes, pero siempre pensé
que eran cuentos de viajeros —nunca más volvería a subestimar el
bosque.
El Ishikibel tradujo sus palabras, lo que provocó un brote de
conversación entre los presentes en la plataforma. El Shushual los
ignoró y volvió a hablar. —No sabéis nada útil. Tal vez deberíamos
mataros para protegernos de vuestra especie.
—La muerte nos llega a todos en el momento apropiado —contestó
Tatsuo. Era uno de los dichos favoritos de su senséi—, pero
sabemos muchas otras cosas, y nuestro pueblo tiene eruditos que
saben mucho más. Si nos dejáis marchar, podemos informarles de
vuestra existencia.
—Eso no parece prudente. Nuestros videntes profetizan las tierras
del Shishomen arrasadas, ciudades que no construimos, y espíritus
errantes que huelen a sol y roca. ¿Y qué es lo que queréis? Éste -
dijo, señalando a Kogoe- intentó matarnos en cuanto nos vio. ¿Por
qué deberíamos dejaros ir para que podáis contarle a vuestro 'clan'
de nosotros?
—Dejad regresar a Tatsuo —dijo Kogoe de repente—, y me quedaré
aquí como rehén.
Tatsuo la miró fijamente, con la boca algo abierta a causa de la
sorpresa. Los naga también debieron haberse sorprendido, dada la
pausa que hicieron antes de que el Ishikibel tradujera sus palabras,
y el torrente de siseos que provocó.
—¿Por qué? —preguntó el Shushual, ignorando la discusión que
continuaba tras él—. ¿Por qué hacer esta oferta?
—Me precipité al disparar a tus exploradores; había supuesto que
ellos eran responsables de la desaparición de nuestros ashigaru.
Mis actos son mi honor, así que me quedaré como muestra de
buena fe.
—¿Y tú apruebas esto? —preguntó el Shushual a Tatsuo.
—Kogoe no es un miembro de mi clan, y no tengo autoridad sobre
ella —dijo Tatsuo—. Si aceptáis su oferta, yo debo aceptarla.
El Shushual permaneció en silencio durante un tiempo, mirando a lo
lejos. —El Akasha considera que esta oferta es aceptable. El Kogoe
se quedará entre nosotros, y el Tatsuo será devuelto a su pueblo.
—¿Qué es lo que dijo ella? —preguntó Kaiu Shuichi—. ¿Por qué se
quedó atrás?
—Ya os lo he dicho —contestó Tatsuo—. Tres veces —el método
del Apieshu para devolverlo consistió en llevarlo en mitad de la
noche al claro donde él y Kogoe se habían encontrado con el naga y
dejarlo allí. Tatsuo logró regresar al campamento mucho después
del amanecer, donde estuvo a punto de ser ensartado por la lanza
de un nervioso guardia Cangrejo. Luego tuvo que explicarle la
situación a Iuchi Rimei, que consideró difícil de creer su historia de
hombres serpiente capaz de hablar. Shuichi y Kuni Heki no pusieron
en duda la existencia del pueblo serpiente, pero se mostraron más
suspicaces acerca del motivo por el que Kogoe no había regresado
con él.
—Examina tus recuerdos —exigió Shuichi—. ¿Qué has olvidado
decirnos?
—Kaiu-sama —dijo Tatsuo—, con que me digáis qué presunta
mentira os gustaría oír otra vez, estaré encantado de repetírosla.
—Shinjo, necesitas… —comenzó Shuichi.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Heki, mirando por la puerta de la
tienda.
Tatsuo escuchó el sonido en el silencio que siguió a la pregunta del
Kuni: un repentino chillido y luego el inconfundible sonido del
entrechocar de armas. El samurái del Clan del Cangrejo salió
corriendo de la tienda, y Tatsuo y Rimei le siguieron. Al otro extremo
del claro, los ashigaru parecían estar combatiendo entre ellos.
—¡Traidores! —exclamó Heki—. ¡Esos son los ashigaru
desaparecidos!
Shuichi gritó al tiempo que señalaba, —¡Debemos mantenerlos
alejados de la madera!
Tatsuo rodeó un montón de troncos, desenvainando su espada
mientras avanzaba. Todo su entrenamiento le gritaba que protegiera
a su shugenja, pero refrenó el impulso de plantarse junto a ella. La
mejor manera de garantizar la seguridad de Rimei era despachar a
los atacantes lo antes posible. Un ashigaru montaba guardia al
borde de la pila, mirando a la multitud, y Tatsuo se detuvo junto a él.
—¡Tú! ¿Por qué no estás ayudando?
El ashigaru se giró. Por segunda vez en el mismo día, Tatsuo estuvo
a punto de ser empalado por una lanza. Evitó el golpe y vio que
había algo extraño en los ojos del hombre. Era como si se hubiese
ennegrecido los párpados y la piel circundante con carbón vegetal.
Cuando se acercó para asestar un golpe mortal, vio que no era en
absoluto carbón vegetal: los ojos del hombre estaban abiertos de
par en par y cubiertos de moscas.
Sus largos años de entrenamiento le permitieron terminar su ataque,
aunque se le revolviera el estómago. Su espada atravesó el vientre
de su adversario, derribándolo, pero después de un momento
comenzó a levantarse. Tatsuo se agachó para esquivar el ataque del
ashigaru y lanzó un nuevo tajo, cortándole esta vez un brazo. El
ashigaru muerto se tambaleó pero no cayó, y se lanzó hacia delante
con su brazo restante extendido. Tatsuo le lanzó un tajo a la muñeca
y un segundo corte más potente hacia el cuello. La cabeza se
estrelló contra la arena, y el cuerpo se derrumbó a su lado.
Una ojeada a través del claro reveló que las cosas no habían
mejorado. Otro ashigaru no muerto estaba atacando a Rimei,
aunque aún no había conseguido hacerle daño. Heki estaba
luchando contra dos al mismo tiempo. Shuichi se defendía de otro.
Los ashigaru vivos que quedaban se habían dispuesto en un círculo
y estaban luchando contra sus antiguos camaradas. Mientras Tatsuo
miraba, otros dos cadáveres se levantaron y comenzaron a
acercarse a él.
Tendría que lidiar con ellos antes de poder ir en ayuda de Rimei. Se
adelantó, gritando desafiante, y luego miró asombrado al ver que
ambos se desplomaban con flechas sobresaliendo de sus espaldas.
Mientras se esforzaban por volver a levantarse, Hiruma Kogoe salió
del bosque con el Apieshu y el Ishikibel a su lado. Los hombres
serpiente fueron en ayuda de los ashigaru vivos, Kogoe desenvainó
su espada y corrió en defensa de Heki, y Tatsuo se adelantó para
ayudar a Rimei.
—¡Esto es magia negra! —gritó Rimei mientras luchaban.
Antes de que Tatsuo pudiese contestar, se escuchó un chillido de
dolor sobre el estruendo de la batalla. Miró a su alrededor para ver
al Ishikibel retorciéndose en el suelo con una lanza sobresaliendo de
su hombro. Tres ashigaru no muertos le rodearon, y antes de que
Tatsuo pudiese intervenir lo atravesaron con sus lanzas. Un
segundo chillido, esta vez de furia, provino del borde del claro, y se
volvió para ver cómo los ashigaru vivos comenzaban a atacar al
Apieshu. —¡No! —gritó Tatsuo, corriendo hacia ellos. Los ashigaru
le ignoraron, y se dio cuenta de que no había nada que pudiese
hacer; no aceptarían órdenes de él, y no podía matar a otro
rokuganés en defensa de un extraño. El Apieshu murió antes de que
pudiera apelar a Shuichi.
Con esto, un repentino silencio descendió sobre el claro. —¡Kogoe!
—dijo Tatsuo, acercándose a ella—. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué
estás aquí?
—Cuando regresó el Apieshu dijo que había encontrado un rastro
de lo Siniestro en el bosque, y el Ishikibel quiso seguirlo. Fui con
ellos a ver qué podía aprender. Cuando nos dimos cuenta de que el
rastro se dirigía hacia aquí, los convencí para que nos ayudaran a
proteger el campamento —había líneas de tensión alrededor de sus
ojos—. No sé cómo voy a explicarle esto al Shushual.
—No vas a explicar nada —dijo Shuichi—. Te quedas aquí.
—¡Pero dije que me quedaría con ellos!
—Esa es una decisión que debe tomar tu señor, no tú —dijo
secamente Shuichi—. No podemos salvar el campamento;
cogeremos la madera que tenemos y nos iremos.
—Murieron luchando en nuestra batalla —argumentó Kogoe—. Al
menos necesitamos informar a su señor de su muerte.
Antes de que Shuichi pudiese contestar, Heki les interrumpió. —
Haremos para ellos una pira funeraria honorable, separada de la de
los ashigaru. Es todo lo que podemos hacer en el tiempo que
tenemos.
—Yo… —Shuichi dudó—. De acuerdo. Id y organizad un equipo
para cargar la madera y otro para construir las piras —su atención
se centró en Tatsuo y Rimei—. Tenéis la respuesta que estabais
buscando. Ahora marchaos.

Forasteros
Por Robert Denton III

Los sacerdotes no sabían que era lo que había enfurecido al kami


del Santuario del Estanque Hōseki, solo que sus vidas habían
estado en peligro mortal cuando les expulsó de la sala de oración.
Describieron el incidente con gran detalle: ofrendas en llamas,
pergaminos lanzados de las estanterías, iconos de porcelana
destrozados, y la viga rota que estuvo a punto de aplastar al pobre
Kichi. Desde entonces, cualquiera que entraba era atacado por
fuerzas invisibles. Los sacerdotes estaban desconcertados. El
espíritu consagrado nunca había actuado de aquella manera antes.
Pero tal y como se recordó Kosori, sólo eran sacerdotes laicos. No
podían percibir al kami al que servían, mucho menos discernir qué
habían hecho para ofenderlo. Esa era potestad única de los
shugenja. Así que se retorcieron las manos inútilmente y esperaron
a que llegase un Isawa.
Isawa Kosori no Kaito puso una mueca de dolor ante la carta
mientras la leía de nuevo. Ella y los demás guardianes debían
descubrir cuanto pudiesen y mantener a salvo a los testigos, pero en
última instancia sus instrucciones eran esperar a la llegada del
shugenja.
Dentro de diez días.
Se oyó un estruendo en la sala de oración. Otro artefacto, o una
parte del propio santuario, destruido por la ira del espíritu. Kosori
suspiró. Quizás era una suerte que hubiese perdido la voz de forma
permanente. De aquella forma, no podía decir nada vergonzoso.
Miró a sus asistentes, dos guardianes de santuario Kaito, familia
vasalla de los Isawa, mientras intentaban tranquilizar al trío de
afligidos sacerdotes. Uno le lanzó una mirada exasperada, y Kosori
se la devolvió. Cada día, la ira del kami aumentaba, así como la
violencia de sus acciones. ¿Qué quedaría para cuando la ayuda
llegara finalmente? Pero había poco que hacer al respecto, ya que
los desequilibrios elementales en las tierras Fénix habían hecho que
los Isawa tuvieran que presentarse en zonas de toda la región.
Kosori arrugó la carta al apretar el puño. ¡No puedo perder el tiempo
esperando! Tsukune-sama no esperaría. ¡Se lanzaría a un edificio
en llamas en vez de quedarse de brazos cruzados!
Pero sin un shugenja, había límites a lo que podía hacer. Los Kaito
eran guardianes de santuarios, entrenados para ayudar a los
sacerdotes y proteger los templos. Su vocación era la de
guardianes: protecciones, amuletos, medicinas, folklore, la lucha
contra espíritus malignos. Si se alcanzaba el pináculo de su arte,
uno podía convertirse en un altar viviente en el que los kami podían
habitar. Pero no tenían el don de los Isawa. No podían entrar
realmente en comunión con los espíritus.
Y aunque pudiera, sus órdenes eran claras. Era una mera vasalla de
los Isawa. Incluso con su nuevo puesto en la familia, ¿podría
desafiar tan audazmente a sus amos?
Cerró los ojos. Por favor, Isawa Kaito, honorable ancestro, ¡guiad a
vuestra humilde sierva!
Un relincho captó su atención. En el lado no consagrado del
encarnado arco torii, un hombre alimentaba a su caballo en el
humilde establo reservado para los viajeros. Tenía una nariz
ganchuda y una mandíbula angulosa, y los ojos de un intenso color
castaño que combinaban con su cabello. En el hombro de su
kimono púrpura podía verse un pergamino desplegado de color
blanco. Kosori recordaba el mon, el símbolo de la familia Iuchi, los
shugenja del Clan del Unicornio. Su caballo cogió un rábano de la
palma de su mano y él lo acarició en su largo hocico, y luego hizo
una serie de gestos rápidos. El caballo observó los movimientos con
ojos profundos.
Sólo había pasado un mes desde que se había marchado de la
Capilla del Acantilado. Maezawa había hecho lo que pudo como
curandero, pero el ki del propio meridiano había quedado
interrumpido. Para cuando la herida sanó por fin, Kosori había
perdido completamente la voz. La cicatriz estriada que tenía en la
garganta resultaba evidente.
Ahora hablaba con las manos. Todavía estaba aprendiendo, por
supuesto. El lenguaje era tan complejo como el rokuganés hablado,
pero totalmente distinto. Llevaría años dominarlo por completo. Pero
sabía lo bastante como para reconocer que el Unicornio le había
pedido a su caballo que no se moviera demasiado en el establo. Le
estaba hablando con las manos.
Pocos en el país conocían aquel lenguaje de signos. Recordó los
largos días pasados en silencio, rodeada de gente, pero incapaz de
conversar con ellos. Era muy solitario. Ver ahora a aquel forastero
hablar como ella lo hacía....
Tenía que hablar con él.
Kosori nunca había visto un caballo de cerca. Lo miró con asombro
mientras se acercaba. Aquellos animales no eran delicados con los
caminos y aumentaban el coste de su mantenimiento, por lo que
sólo se expedían cincuenta permisos de viaje cada año que
permitieran el paso de caballos por tierras Fénix. Que este hombre
hubiera obtenido uno delataba su posición.
El desconocido finalmente se dio cuenta de que se había quedado
mirando fijamente a su montura. Trazó una línea hacia su propia
cara y agitó los dedos, como si sostuviera un abanico. —Es
hermoso —había dicho. Esperó, conteniendo la respiración. El
hombre la observó con el ceño fruncido. El corazón le dio un vuelco.
Tal vez no la entendería después de todo.
Pero entonces sonrió. —Es hermosa —contestó él, dando
palmaditas al flanco del caballo—. Su nombre es Mayu.
Una sonrisa se extendió por el rostro de Kosori. ¡Por fin! Alguien
más con quién hablar aparte de sus asistentes y su sensei. Trazó su
nombre en el aire, dibujando el kanji al revés.
—Saludos, Kosori-san —contestó—. Yo soy Iuchi Takeya —mientras
ella se inclinaba, él levantó repentinamente su mano abierta. Kosori
le miró confundida, sin saber qué hacer.
Takeya retiró la mano con una risa nerviosa. —¡Ah, mis disculpas!
La costumbre —algo en su risa y en la forma en que sus ojos
centelleaban la hizo sonrojarse—. A veces se me olvida.
Otro Isawa habría considerado descortés la forma en que mantuvo
la mirada posada sobre ella, así como su carácter campechano y
directo. Pero Kosori no. En la ciudad todos eran educados, y la
cortesía obligaba a no mirar directamente a nadie. Como ella
hablaba por gestos, si nadie la miraba se volvía verdaderamente
muda. Se pasó días deseando que alguien fuera grosero, y la
mirase.
—Es la primera vez que vengo a estas tierras —confesó—. ¿Sois de
por aquí?
Kosori carecía del vocabulario para responder, así que sólo señaló
el horizonte, donde las lejanas montañas de la provincia de Garanto
se encontraban bañadas por el azul del cielo, apenas visibles.
Él se río. —Ah. Eso está un poco lejos de donde voy.
—¿Emprendiendo el peregrinaje? —se las arregló para indicar.
Los Fénix y los Unicornio tenían un acuerdo, que llevaba vigente
casi trescientos años, por el que los samuráis Unicornio podían
viajar libremente al Monasterio del Ki-Rin del Clan del Fénix sin
necesidad de papeles de viaje. No existía ningún otro acuerdo como
aquel en el Imperio, una señal de amistad entre los dos clanes.
El hombre asintió con la cabeza. —Sí. Pero antes de poder
continuar, debo hacer ofrendas aquí, tal como hicieron mis
antepasados —suspiró—. Por desgracia, parece que nadie puede
entrar. No pude evitar oír los problemas de vuestro santuario.
Kosori frunció el ceño. Por su propia seguridad, los sacerdotes no
dejaban entrar a nadie mientras el kami siguiese airado. Pero
Takeya era un Iuchi, un shugenja. ¡Sin duda sería diferente en su
caso!
Takeya acarició distraídamente la melena color azabache de Mayu.
—Me ofrecí a ayudar, pero... —una sonrisita torció sus labios—.
Bueno, parece claro que los sacerdotes preferirían a un Isawa.
La mente de Kosori se puso en movimiento. Preguntó con las
manos: —Pero ¿ayudaríais si se os pidiera?
—¿No es ese el deber de un shugenja?
Aquello zanjó la cuestión. Kosori dio una palmada. Sus asistentes
aparecieron al instante. Mientras se arrodillaban, intentó no sonreír
ante el asombro mostrado por Takeya. —No podemos esperar más.
Llevaré a este hombre conmigo al santuario. Apaciguaremos al
kami. Ocupaos de la seguridad de los sacerdotes.
—Kosori-sama —dijo uno de los asistentes—, nuestras órdenes son
esperar la llegada de los Isawa.
Ella sacudió la cabeza. —Nuestras instrucciones decían que
“esperáramos la llegada de shugenja” —señaló a Takeya—.
Tenemos a un shugenja aquí mismo.
Los dos guardianes sonrieron.
Cuando se fueron, Takeya le dirigió una mirada tímida. —Por algún
motivo, tengo la impresión de que sois más de lo que aparentáis,
Kosori-san.
Ella le devolvió la sonrisa y fue a buscar su arco.
***
Kosori retrocedió contra el peso de Takeya al caer al suelo. Un
sólido golpe sacudió la cámara inmediatamente después. Una viga
se había estrellado contra el suelo, astillándola y esparciendo las
ofrendas. Kosori parpadeó hacia la viga de madera. Si Takeya no
hubiera actuado tan rápido, le habría aplastado.
—¿Estáis bien? —preguntó el Unicornio mientras se levantaba.
Ella le agarró del cuello de la chaqueta haori y tiró de él, obligándole
a tumbarse de nuevo justo a tiempo para esquivar una lámpara de
aceite que voló por los aires, se estrelló contra la pared y la cubrió
de llamas.
Takeya corrió para apagar el fuego, sofocando las llamas con su
haori. Kosori se puso en pie y buscó una protección en su obi.
Cuando sus dedos rozaron el papel, el aire se tornó viciado. El
espíritu había desaparecido.
Cojeando, recuperó el ofuda de papel que había dejado en el centro
de la habitación. La superficie era impecable, la palabra de poder
estaba inscrita perfectamente. Debería haber ligado el espíritu a
esta cámara. ¿Qué había salido mal?
—Supongo que a la tercera no siempre va la vencida —dijo Takeya
con gesto distraído.
Kosori hizo una mueca de dolor. Había ofrendas destrozadas
esparcidas por la sala interior, cuerdas shimenawa cortadas y
quemadas, y la kamidana, la estantería y el altar que mostraba los
símbolos del kami, estaba tirada en el suelo, los artefactos rotos.
Había presentado una ofrenda en tres ocasiones, cada vez con más
medidas de seguridad y protección. Y cada vez se había desatado
una conflagración.
—Los kami nunca atacarían a un Kaito —dijo por signos—. Nunca.
Takeya arrugó el rostro ante las vigas derrumbadas. —Como vos
digáis.
Bueno, no podía explicar aquello del todo. Aunque su familia
disfrutaba del favor de los kami, nunca se había encontrado con uno
tan enfadado. Tal vez había un límite al afecto natural que tenían los
kami hacia los miembros de su linaje.
Takeya meneó la cabeza al ver la kamidana caída. El pergamino
que llevaba el nombre del kami yacía arrugado a sus pies. —Esto no
tiene sentido. Actúa como un kami invocado en todos los sentidos,
excepto que no nos responde —un destello azulado entre los dedos
del hombre llamó la atención de Kosori. Estaba jugueteando con
una baratija extraña—. Si así es como se escribe el nombre del kami
del Estanque Hōseki, entonces su verdadero nombre debería ser...
Se detuvo, siguiendo la mirada de Kosori. Rápidamente cerró la
mano alrededor del amuleto.
Ella no sabía cómo dar forma a su pregunta con las manos, así que
la escribió en una hoja con tinta derramada. ¿Eso es meishōdō?
Takeya se quedó en silencio durante un buen rato. Los huesos de
ella temblaban bajo su piel ante su mirada. Estaba juzgándola,
estudiándola. Finalmente asintió, y sacó la baratija para que la viera:
nublada, engastada en bronce, y pintada con letras extrañas.
—Hace mucho tiempo, mis ancestros catalogaron los auténticos
nombres de todos los kami consagrados a lo largo del camino hacia
el Santuario del Ki-Rin. Este es el amuleto del kami del Estanque
Hōseki.
La pequeña baratija se movió ante sus ojos. Lo único que sabía del
meishōdō era lo que otros le habían contado. Que era hechicería, un
método por el que los Unicornio daban órdenes a los kami contra su
voluntad y sin ofrendas. La idea de que este Iuchi pudiese obligar a
cualquiera de los kami consagrados a lo largo de su ruta le helaba la
sangre y la llenaba de pavor.
Kosori indicó —¿Les daríais órdenes?
Sus ojos marrones se giraron hacia el amuleto de la palma de su
mano. —El meishōdō es mucho más que eso. Al invocar el auténtico
nombre del espíritu, alguien con el entrenamiento adecuado puede
utilizar el amuleto para comunicarse directamente con él —lo agarró
como si fuera un collar de cuentas de oración—. Esperaba poder
hablar directamente con el kami de este altar. Iba a preguntarle...
Una vacilación. —...si conoció a mi padre —su expresión se suavizó
—. Cómo era...
Sus palabras conmovieron a Kosori y la llenaron de vergüenza. Y
pensar que había sospechado de sus intenciones, de alguien que
había arriesgado su vida y su bienestar para restaurar el equilibrio
de un altar en las tierras de un desconocido.
El Unicornio hizo una mueca de autodesprecio y se le encarnó el
rostro. —No es importante. Por favor, olvidad que dije nada.
Kosori se movió hacia estar dentro de su ángulo de visión. —Sé lo
que se siente —y luego, tímidamente—. Espero que obtengáis una
respuesta.
El hombre asintió, metiendo la baratija en su kimono. —Gracias.
Se hizo un silencio incómodo, y luego tosió. —Bueno —señaló a las
ofrendas quemadas—. Es curioso que el kami del Estanque Hōseki
se manifestara como fuego, ¿no creéis?
Sí que era curioso. El kami era en realidad el espíritu de la niebla
suspendida sobre el estanque. Era más fuerte por la mañana,
cuando el rocío cubría las petasitas. Nunca podría manifestarse
como llamas.
La voz de Tsukune resonó en la mente de Kosori. El desequilibrio
elemental se inclina hacia los kami de Fuego. Se manifiestan incluso
con pequeñas ofrendas. El consejo dice que esta es la causa de la
sequía, del calor intempestivo...
Un golpe. Takeya se giró. Otro más, desde lo más profundo del
santuario. Se miraron a los ojos y asintieron. Recogieron sus cosas
y se abrieron paso con cautela hacia los sonidos.
El santuario interior era un balcón alto con vistas a un estanque
pantanoso. Serpentinas de papel revoloteaban en los árboles que
rodeaban las aguas. El cielo vespertino pintaba las tibias aguas de
colores ardientes, y el claro estaba cubierto por una espesa neblina.
Kosori sintió la humedad en la cara y el vello erizado de sus
antebrazos. Ante la ausencia de insectos y del croar de las ranas,
sólo escuchó un extraño zumbido que le provocaba un picor en el
oído interno.
—Aquí hay algo —dijo Takeya nervioso.
Con un estallido ensordecedor, uno de los árboles se rompió, como
si lo hubiera impactado un rayo. Kosori se sobresaltó, y el corazón
pareció saltarse varios latidos. Fue entonces cuando se dio cuenta
de las marcas de quemaduras a lo largo de las piedras y de las
ramas caídas que bordeaban el estanque. Eran las cicatrices de una
batalla.
Unas ondulaciones recorrían la superficie del estanque, como si una
pequeña mano estuviera trazando líneas en el agua. Luego vino otro
estallido, otra rama de árbol que se estrelló contra el suelo. Takeya
volvió a sacar su baratija y agarró el amuleto por la cadena.
Colgado, comenzó a balancearse suavemente.
Los ojos de Kosori saltaron del amuleto al estanque y de vuelta. Se
movía al unísono con las ondulaciones del estanque.
Está aquí, pensó. Ha estado aquí todo el tiempo. Y entonces, una
revelación.
Sujetando su arco, se levantó sobre la barandilla. Su reflejo la miró
desde las aguas poco profundas, tres pisos más abajo. Takeya se
lanzó hacia adelante. —¿¡Qué estáis haciendo!?
Con su mano libre trazó un signo: —Saltar.
Y dio un paso más allá de la barandilla.
Una ráfaga de viento golpeó contra sus piernas, amortiguando su
caída. Aterrizó sin sufrir daños. Los kami vinieron en su ayuda,
como sabía que harían. Era una Kaito, y aunque no poseía el don
de los shugenja, los kami acudían en masa a aquellos con la sangre
de su ancestro. No permitirían que sufriera daños.
Y en aquel instante, supo que los sacerdotes estaban equivocados.
El kami del Estanque Hōseki no se había ofendido, y no estaba
airado. Se giró hacia Takeya en el balcón y levantó dos dedos.
Parecía confundido, pero ella los levantó una y otra vez, con gesto
de urgencia. Dos. Dos.
Sus ojos se abrieron de par en par.
—Dos espíritus.
Lo que los sacerdotes habían creído que era un kami enfadado eran
realmente dos espíritus enzarzados en una batalla por el santuario.
Una batalla de voluntades invisibles que golpeaban los muros y
rompían las vigas, fuerzas primigenias enfrentadas en una lucha
tempestuosa. Las ofrendas, que habrían otorgado poder al kami del
estanque, no estaban siendo rechazadas, sino canceladas por su
oponente invisible.
Y fuera lo que fuera, estaba aquí.
Una sombría resolución se adueñó de Takeya. —Creo que sé a lo
que nos enfrentamos. Puedo… puedo hacerlo corpóreo por un
tiempo, pero no mucho. Necesitaré toda mi concentración.
El cielo se oscureció. Un viento comenzó a sacudir el estanque
desde el centro. Lo sabe, pensó Kosori. Sabe lo que intentamos
hacer.
Takeya sacó de su manga un pequeño amuleto. Desde donde se
encontraba, Kosori apenas podía ver la silueta en forma de lobo y el
brillo de la plata. Una letanía de palabras salió de sus labios, un
lenguaje musical que ella no podía entender. Se dio cuenta de que
no era rokuganés. ¿Esto es meishōdō?
Kosori se encontraba de espaldas al estanque cuando la luz tomó
forma, iluminando el balcón con una luz amarilla y proyectando su
sombra contra la pared del santuario. Había una chimenea ardiente
detrás de ella. Se giró lentamente, con los ojos llorosos por el calor
mientras su mandíbula se aflojaba. Sobre el estanque había un
torrente de fuego encerrado en una enorme forma humanoide. Un
humo negro se desprendía de su cuerpo como si fuera tinta
derramada. Sus ojos eran dos estrechas ascuas.
—Es un jann —dijo Takeya—. Un tipo de djinn.
¿Qué es un djinn? pensó, ausente.
—¡Kosori!
Un rayo de fuego explotó contra la pared detrás de ella. Kosori cayó
de cabeza en el estanque. Sintió un calor abrasador cuando otro
proyectil le pasó sobre la espalda. Se levantó, chapoteando
mientras corría. Una mirada a Takeya le confirmó que no podía
ayudarla; si dejaba de canalizar, la criatura volvería a ser incorpórea.
Debería arreglárselas sola.
No. No estaba sola. Ahí estaba Mayu, apenas visible entre los
árboles. La conmoción debía haberla atraído hasta aquí. El caballo
estaba nervioso, se balanceaba de un lado a otro, se acercaba y
luego retrocedía. Kosori recordó lo que le había dicho Tayeka por
signos ¿Cuántos conocía Mayu?
Kosori hizo un gesto a Mayu. —¡Distráelo!
El caballo se detuvo durante lo que pareció ser un largo instante, y
luego se tiró al estanque. El agua salpicó al djinn mientras Mayu
pasaba galopando, agua que se convirtió en vapor humeante contra
su ardiente piel.
Bajo las crepitantes llamas, Kosori escuchó un doloroso grito.
El djinn centró su atención en Mayu, y formó una bola de llamas
entre las manos. Mayu galopaba alocadamente, con los ojos
vidriosos y muy abiertos, pero su trote no parecía aterrado. Kosori
no tuvo tiempo de asombrarse de su aliado. Sacó una flecha y
colocó un sutra sagrado en el astil. El agua bajo ella se agitó.
Kami del Estanque Hōseki, por favor escuchad mis plegarias...
El djinn cubrió el claro de proyectiles ígneos. Las explosiones
chamuscaron la crin de Mayu, pero no se detuvo.
Kosori encordó ceremoniosamente su arco. Estamos aquí para
ayudaros. No necesitáis librar esta batalla vos sólo....
Un delgado humo se elevó del amuleto en forma de lobo en la
palma de la mano de Takeya. Apretó los dientes. —¡No puedo
seguir haciendo esto mucho tiempo!
La flecha se colocó en su sitio. Kosori bajó el arco y lo tensó al
tiempo que tomaba aliento.
...Permitidme ser vuestro recipiente. Habitad en mi interior y guiad
esta flecha. ¡Expulsemos juntos a este invasor de vuestro hogar!
Exhaló. La flecha se deslizó de sus dedos. Durante un instante,
Kosori vio un poco de rocío húmedo cubriendo la punta del proyectil.
Al instante, la visión de Kosori se desvaneció entre fuego blanco. Su
mente se estremeció con gritos sin palabras. La voz le era familiar:
ya la había oído antes, pero no sabía dónde.
Su vista volvió lentamente. Estaba encorvada, con las rodillas en el
estanque. El djinn se retorcía en una conflagración, arañándose la
espalda, de la que un géiser de luz dorada brotaba hacia el cielo. De
allí, del hombro de la criatura, sobresalía su flecha, preservada
contra todo pronóstico. Las llamas de su cuerpo se debilitaron al
agitarse, el proyectil clavado repelía sus manos con una barrera
invisible. Cada tirón desesperado derramaba cintas brillantes. Le
recordó a un odre de cuero pinchado, soltando chorros de líquido
mientras se desinflaba.
El grito. La voz. Era la de ella. El djinn aullaba en su mente con su
propia voz perdida.
El djinn enloqueció, volando sobre las copas de los árboles mientras
arrastraba cintas doradas como si fueran fuegos artificiales.
Entonces se esfumó, y el fantasma de la voz de Kosori quedó
silenciado.
Takeya se derrumbó contra el balcón mientras el amuleto en forma
de lobo chocaba contra el suelo. Se sopló la piel ampollada de la
palma de la mano y se permitió tomar aliento antes de llamarla a voz
en grito, con la voz cargada de preocupación. Pero Kosori no había
resultado herida. Estaba sonriendo, mientras gotas de rocío se
formaban en las puntas de sus dedos al tiempo que Mayu se movía
en círculos juguetones a su alrededor.
***
La paloma mensajera regresó con un mensaje de respuesta apenas
un día después de la restauración del santuario. El pequeño sello
del Consejo de Maestros Elementales hizo que a Kosori le diera un
vuelco en el corazón, pero en lugar de una reprimenda, la carta la
felicitaba por haber restablecido el equilibrio del santuario. A partir
de su informe, el consejo consideró que las habilidades de los Kaito
se podían utilizar más para ayudar a restaurar la armonía de sus
tierras. Debía encontrarse con Shiba Tsukune en Shiro Gisu tan
pronto como le fuese posible para discutir cómo se podía alcanzar
este objetivo.
Pero tardó un tiempo en acabar de leer la carta. Releyó una y otra
vez la primera línea. Se dirigía a ella como “Kaito Kosori del
Santuario del Acantilado”.
No como “Isawa Kosori no Kaito”. Kaito Kosori. Esta no era la forma
normal de dirigirse a un mero vasallo de la familia. Sólo había una
razón por la que hacerlo de aquella forma. Aun así, no era capaz de
entenderlo.
Una segunda carta llegó instantes después. La caligrafía, modesta
pero segura, era claramente la de Shiba Tsukune. Kosori devoró las
palabras con los ojos abiertos de par en par.

Kosori-san,
Parece que el consejo por fin coincide conmigo. Gracias a vuestras
recientes hazañas, a otros triunfos similares de estimados miembros
de la familia Kaito en nuestras tierras y a las amables palabras de
Tadaka, que acabaron conmoviendo al consejo, ahora reconocen lo
que siempre he sabido que era verdad. Los documentos que definen
los nuevos territorios de la familia Kaito están en camino, y pronto
presentaré la decisión del consejo ante la Corte Imperial para su
reconocimiento oficial.
Me temo que no os hemos hecho ningún favor. Aunque los Kaito
disfrutarán de más prestigio y un papel más importante en el clan,
también tendrán más responsabilidad, y les aguardan nuevas
dificultades como familia de un Gran Clan. Tal vez yo mejor que
nadie puedo deciros que hay cosas para las que nunca podemos
estar totalmente preparados.
Pero sé que podéis hacerlo. Creo en vos, Kosori. No importa lo
difícil que pueda parecer, debéis saber que siempre estaré a vuestro
lado. Demos juntas lo mejor de nosotras.
Hablaremos pronto. Deberíais encargar un kamishimo formal.
Sospecho que lo necesitaréis. Os repito lo que le dije a Tetsu el día
de su primer ascenso: “Felicidades. Lo siento mucho”.
- Shiba Tsukune.

Kosori salió corriendo de su tienda con paso alegre, seguida de los


gritos de júbilo de sus ayudantes y de las alabanzas de su fundador
ancestral. Su familia ascendía en el mundo como una flecha. El
futuro les deparaba muchas cosas, tenían mucho que resolver, pero
de momento nada de aquello era importante. Lo primero era lo
primero. Tenía que decírselo a Takeya.
Necesitaba decirle muchas cosas. Que era la daimyō de la familia
Kaito. Que había cambiado de opinión con respecto al meishōdō.
Que quería que la acompañase hasta Shiro Gisu. Después de todo,
le cogía de camino. El pensamiento le hizo sonreír aún más. Tal vez
podría averiguar más de él. Eso estaría bien.
Takeya se encontraba en el establo, colocando la silla de montar en
la espalda de Mayu. El caballo le dirigió una perezosa mirada, y
luego se giró de nuevo hacia su señor. Kosori asedió a Takeya con
gestos excitados. —¡Traigo noticias! Es importante!
Takeyu le dio la espalda. —Hola, Kosori-san.
Ella se detuvo. Su voz era fría. Se puso delante de él. Su rostro era
inexpresivo, sus ojos distantes. Sólo entonces se dio cuenta de que
llevaba la mochila llena y la capa de viaje.
—¿Os marcháis? —dijo por señas. Le había dicho que se quedaría
hasta que terminase la reparación del santuario, hasta que pudiese
hablar con el kami del estanque—. ¿Y vuestra pregunta?
—Me voy a casa —respondió.
Kosori le miró fijamente, sin comprender.
—Se me ha prohibido entrar en el santuario —continuó—. Parece
que los sacerdotes creen que fui yo el que llevé el “demonio” al
santuario. Que me siguió —lanzó una furiosa mirada a Kosori—. Me
pregunto cómo llegaron a esa conclusión.
Un sentimiento de horror cayó sobre Kosori como una manta
empapada. En su informe al consejo, nombró específicamente a
Takeyu y el meishōdō, con la intención de elogiarle. Pero no existían
los kanji para el término “djinn”, no había forma de describir al
espíritu en el dialecto rural, la única forma de escribir que ella
conocía. Así que se inventó una palabra: “Gai-yu-ki”. Demonio
extranjero.
Había usado el mismo kanji usado para los gaijin.
—¡Les sacaré de su error! —insistió.
—Ya no importa —contestó—. Van a enviar magistrados para
arrestarme por sacrilegio. Debo irme antes de que lleguen —se
subió a la silla de montar.
Kosori se acercó al caballo. —¡Esperad! ¡Esperad! —quería decirle
que no le había echado la culpa, que los sacerdotes habían sacado
sus propias conclusiones. Pero no conocía las palabras. Y carecía
de voz.
Takeyu entrecerró los ojos. —¿Creéis que soy culpable por lo que
ha pasado aquí?
Ella negó con la cabeza. ¡No! Pensó. ¡No, no lo creo!
—Vuestro informe... ¿de dónde decía que venía el djinn?
Ella dudó. Luego miró hacia otro lado.
De sus tierras. El informe decía, haciendo honor a la verdad, que el
espíritu provenía de tierras Iuchi. Takeya fue capaz de identificarlo
porque provenía de las tierras de su pueblo. Estaba retrocediendo
hacia tierras Unicornio. Lo habían descubierto juntos.
¡Pero aquello no significaba que le hubiera echado la culpa a él!
Miró hacia arriba una última vez, como si sus ojos pudieran
comunicarle todo lo que quería decir, aquello que sus manos eran
incapaces de transmitirle. Como si él pudiera entenderla.
Takeya cerró los ojos. —Madre tenía razón. A pesar de la decisión
del Emperador, los Fénix siguen deseando prohibir nuestras
tradiciones.
Sus ojos se abrieron de par en par. ¡No! ¡No!
Mayu se giró, provocando que Takeya le diese la espalda a Kosori.
—Nadie trata siquiera de entendernos. ¿Por qué van a molestarse?
—Para ellos no somos más que extranjeros.
Mayu se lanzó al galope después de recibir una orden muda,
dejando a Kosori envuelta en una nube de polvo. La joven se sentía
como un estandarte que ondease impotente al viento. Por culpa de
su ignorancia, había alejado a alguien que podría haber sido su
aliado. Y tal vez su amigo.
Si lo hubiera sabido, si hubiera elegido sus palabras más
sabiamente, no habría acabado de aquella forma. Pero no había
nada que hacer al respecto. No era posible destañir una
campanada.
No es posible detener el vuelo de una flecha una vez disparada.

Sueños de sombra
Por D. G. Laderoute
Publicado originalmente en el pack de dinastía El flujo y reflujo
La gravilla del suelo crujió bajo los pies del guardia Seppun,
quebrando la quietud de la Ciudad Prohibida. Shosuro Sadako se
detuvo. El guardia se paró y miró a los ojos de Sadako a menos de
un brazo de distancia.
Sadako se orientó hacia el punto vulnerable entre el dō, la parte de
la armadura que protegía el pecho del hombre, y el sode que le
protegía el hombro. Después lo miró fijamente, concentrándose en
los ojos del Seppun, preparada en caso de ver que los entrecerrase,
o que los abriese de par en par, o de cualquier otra señal de que
había sido descubierta. Eso era improbable, pero-
El Seppun gruñó y se giró. Mientras se alejaba, Sadako le oyó decir:
—No era nada... probablemente ese maldito mapache otra vez —la
conversación continuó entre los Seppun y su compañero, otro
guardia que se había quedado a cierta distancia. Sadako esperó
mientras desaparecían de la vista y sus voces se atenuaban.
Finalmente, silencio.
Sadako salió de las sombras...
...un soplo de aire nocturno, como si saliera del agua helada... la
sangre corriendo por sus venas, un río helado que se ramificaba,
una y otra vez... la presión del suelo contra sus pies, de la ropa
oscura contra su piel, del ninjatō negro contra la palma de su mano
y sus dedos…
...y se detuvo, aspirando una gran bocanada de aire nocturno para
restablecer su equilibrio. Las marcas de sombra grabadas en su piel
se inflamaron durante un momento y quemaron como el hielo, pero
se obligó a mantenerse concentrada en sus alrededores. En una
ocasión, permitió que la angustiosa transformación desde el estado
informe hasta el formado la distrajera, y estuvo a punto de acabar
empalada en la lanza de un sorprendido soldado León.
Pero ahora no había bushi esperándola, solo el profundo silencio de
la noche en el recinto más íntimo del Imperio.
Sadako envainó su ninjatō y continuó avanzando hacia la casa de
huéspedes Grulla. Se deslizó fácilmente por la oscuridad,
deteniéndose con frecuencia para escuchar y mirar a su alrededor.
Tuvo que detenerse debajo de un sauce llorón cerca del foso que
rodeaba la capilla dedicada a Hantei-no-Kami, y se quedó tan
inmóvil como el tronco del sauce hasta que una patrulla cercana
continuó su camino. Las marcas de sombra hormiguearon mientras
observaba y esperaba, pero se quedó quieta. Los guardias estaban
lo bastante lejos como para que el sigilo normal fuera suficiente. No
había necesidad de-
...sin aliento, sin latido del corazón, sin sensación de frío o calor...
sin sensación alguna. Solamente identidad y oscuridad... y cada
vez, parecía sentir menos de lo primero y un poco más de lo
segundo…
Sadako continuó con ánimo sombrío, sus pies enfundados en tabi
pisaban silenciosos sobre el suelo de la Ciudad Prohibida. El señor
Hametsu le había encomendado tres tareas que debía completar
esa noche, y ya había concluido dos de ellas. Por la mañana, un
vasallo Grulla de menor importancia sería encontrado muerto en el
distrito Chisei, al igual que un criado específico de la residencia del
Campeón Esmeralda, aparentemente por causas naturales. Pero
esas tareas eran directas, incluso sencillas, dado que ninguno de los
objetivos era difícil de alcanzar ni estaba bien protegido. La tarea
final, la que se preparaba para acometer, era la más difícil, y la que
el señor Hametsu había proclamado ser la más importante de las
tres.
Y no implicaba matar a nadie.
Isawa Ujina jadeó y se levantó de repente. La oscuridad lo
rodeaba... pero sólo la oscuridad familiar de la noche, nada más.
Se levantó del futón, liberándose de la ropa de cama empapada en
sudor, y se dirigió hacia la ventana. La oscuridad de la noche
ocultaba el recinto de la casa de huéspedes Fénix. Fuera del recinto
planificado de la Ciudad Prohibida, las lámparas brillaban
suavemente entre los edificios. Más allá de eso estaba la caótica
urbe de Otosan Uchi, y aún más allá, el cielo.
—Se llama Heihō —dijo el viejo ishiken, su voz suave en la noche—.
El Cuadrado. ¿La ves?
Isawa Ujina, que estaba sentado con las piernas cruzadas sobre la
hierba húmeda, asintió. —Sí, senséi. Veo cuatro estrellas en un
cuadrado perfecto, en la Casa de...—Ujina se detuvo y estudió la
posición de la Luna—... de la Serpiente.
—Bien. Cada una de las estrellas se corresponde con un elemento:
Tierra en la parte superior izquierda, Aire en la parte superior
derecha, Fuego en la parte inferior derecha, y el último es Agua.
Esto es algo importante, pero no lo más importante. Quiero que
pienses en el cielo oscuro entre y alrededor de esas cuatro estrellas.
—¿Porque la oscuridad es... el Vacío?
Su senséi no dijo nada.
Ujina estudió las cuatro estrellas llamadas Heihō Formaban un
cuadrado casi perfecto. Pero su atención no tardó en centrarse en la
oscuridad que rodeaba a las cuatro estrellas. Era un vacío, que no
contenía nada... pero que al mismo tiempo unía a las cuatro
estrellas, definiendo su forma, el lugar de cada una y la disposición
del conjunto...
Empezó a comprender, una idea tan profunda que se quedó sin
aliento. Pero a la comprensión le siguió...
Ujina apartó el recuerdo del sueño y localizó a Heihō, el cuadrado
de estrellas. Lo había utilizado infinidad de veces como punto de
referencia para su meditación, y siempre había encontrado paz y
armonía en su pura y simple perfección.
...algo más, la sensación de sumergirse en aguas profundas, tan
frías y oscuras como el cielo... de que aquella inmensa oscuridad se
cernía sobre él, ahogándolo. Y ahora estaba cayendo...
sacudiéndose, se volvió desesperadamente hacia su senséi, pero
había desaparecido. Otra mujer había ocupado su lugar, una mujer
mucho más joven, poco más que una niña, su rostro un conjunto
perfecto de curvas y ángulos enmarcados por un cabello tan blanco
que brillaba-
—¡Ninube!
Ujina acercó la mano hacia Doji Ninube, su prometida, su amada...
pero ahora era ella la que caía, su rostro perfecto retorcido de dolor
y terror mientras se precipitaba a un océano de nada,
desplomándose, haciéndose infinitamente pequeña y gritando,
gritando todo el tiempo.
Ujina se frotó la cara con una mano. Sólo había sido un sueño. ¿Por
qué, entonces, ya no podía mirar a Heihō sin ver el rostro de
Ninube, como si fuera real y estuviera justo delante de él, pero
cayendo dentro de ese vacío cósmico? Era el Maestro Elemental del
Vacío. El control de sus pensamientos debería ser absoluto.
—Algo no va bien —dijo al cuadrado de estrellas.
Ujina se giró de nuevo en su habitación y echó una mirada al futón.
Su desorden parecía desolador y poco atractivo, así que en lugar de
meterse de nuevo en él comenzó a vestirse.
Sadako se detuvo al borde de un grupo de árboles sugi que
rodeaban un pequeño altar. Podía ver su destino al otro lado de una
amplia extensión de hierba inmaculada; la magnífica silueta de la
casa de huéspedes Grulla.
Escuchó. En algún lugar a su derecha, un par de guardias hablaban
en voz baja, sus pies arañando contra la piedra. Pero se alejaban de
ella, así que volvió a dirigir su atención hacia el espacio abierto.
Tenía una anchura de al menos cien pasos, y aparte de una estatua
del Kami Hantei carecía de lugares donde ocultarse. Si utilizaba sus
capacidades podría llegar hasta la estatua sin ser vista y utilizarla
para ocultarse. Pero no sólo el riesgo era enorme, sino que la simple
noción de utilizar la representación de un Kami de una manera tan
pragmática... le resultaba desagradable.
Sadako echó mano de su tenugui, un trozo de tela simple pero útil
que normalmente usaba como máscara, pero que en aquel
momento estaba utilizando como cinturón. El estuche de
pergaminos aún se encontraba seguro y en su sitio.
Aquel estuche de pergaminos era su tercera tarea, y la más
importante.
Asegúrate de que este pergamino llegue a un lugar concreto de la
casa de huéspedes Grulla, había dicho el señor Hametsu. Aunque
no logres cumplir ningún otro objetivo, esto debes lograrlo.
Sadako soltó el pergamino. Podía ir hacia la izquierda o hacia la
derecha y sortear el espacio abierto, pero esto la acercaría a las
casas de huéspedes de los otros clanes si iba en una dirección, y a
las residencias de las Familias Imperiales si iba en la otra.
Cualquiera de estas dos posibilidades llevaría mucho tiempo y los
guardias, siempre atentos, podrían descubrirla. Aún faltaban varias
horas para el amanecer, pero necesitaría ese tiempo para llevar a
cabo esta última tarea y asegurarse de que escapaba sin ser
detectada. El camino más seguro, por lo tanto, era el más directo.
Sadako fijó la mirada en una sombra distante, proyectada por una
linterna que iluminaba la puerta principal de la casa de huéspedes
Grulla. Respiró hondo y se concentró en la imagen de la sombra a
través de su íntimo conocimiento de sus marcas de sombra, del
doloroso cosquilleo que producían al escarbar en su carne, hasta
llegar a los huesos. Luego se adentró en la sombra de un árbol
sugi...
...una sensación de precipitación... ni frío ni calor, ni aliento, ni tacto
ni sensación, sólo negrura como aguas impenetrables, y ella era una
mota infinitamente pequeña suspendida en su interior...
...y salió de la sombra arrojada por la linterna delante de la casa de
huéspedes Grulla.
Sadako contuvo un jadeo. Durante un instante la cabeza le palpitó y
sus marcas de sombra ardieron como cables calientes clavados en
su carne.
... identidad y oscuridad... cada vez menos de lo primero, y un poco
más de lo segundo...
Sadako se recuperó, y comenzó a avanzar rápidamente por el
lateral del edificio. Buscó una ventana a una habitación concreta,
que se encontraba a corta distancia del lugar donde estaban
guardadas las posesiones de Satsume. Tardaría sólo unos minutos,
y luego se iría, como si nunca hubiera estado allí.
Isawa Ujina salió de la casa de huéspedes Fénix y se adentró en la
fría noche. La plácida quietud nocturna de la Ciudad Prohibida lo
envolvió, como siempre lo hacía. Con todo, había algo raro, en
alguna parte...
Un par de guardias se detuvieron y le hicieron una reverencia. Sin
duda les sorprendió encontrarse con un Maestro Elemental... pero
en la Ciudad Prohibida había muchas personas poderosas, y
probablemente todos ellos tendrían alguna noche de sueño difícil.
Ujina respondió a su saludo y les conminó a continuar su ronda.
Pero a medida que se retiraban, se planteó volver a llamarlos, para
alertarles...
¿De qué? ¿De una vaga sensación de malestar tras un sueño
problemático?
Doji Ninube... menguando hasta una pequeñez infinita y gritando...
Ujina empezó a caminar, sin un destino específico. Al principio
estaba decidido a alejar los restos del sueño....
Doji Ninube... gritando...
...pero no tenía sentido. La visita que había efectuado aquella noche
a Yume-dō, el Reino de los Sueños, simplemente no podía ser
ignorada. Así que, en lugar de ello, se decidió a recordar tanto del
sueño como pudiera.
... gritando...
Ujina disminuyó la velocidad. Doji Ninube, su primera esposa, nunca
se había alejado de sus pensamientos, por supuesto, pero no había
tenido una pesadilla sobre ella desde...
Se detuvo, no lejos de la casa de huéspedes Grulla.
Desde que había desaparecido misteriosamente poco antes de su
matrimonio. Se suponía que había sido secuestrada, pero
quienquiera que se la llevase la había liberado de forma igualmente
misteriosa, y ella no tenía ningún recuerdo de la experiencia. Se
habían casado y poco después de que Kaede naciera...
—Ah —dijo Ujina hacia la noche—. Sí... por supuesto.
Kaede, que ahora era del Clan del León, ya no vivía en la casa de
huéspedes Fénix, una realidad que aún le costaba conciliar cuando
pasaba junto a su habitación vacía. Se había ido... y le recordaba
tanto a Ninube... su rostro un conjunto perfecto de curvas y
ángulos...
Ninube, que había muerto poco después de nacer Kaede. Ujina
volvió a andar de nuevo.
Aquella noche, la ausencia de su hija le había mandado de viaje a
Yume-dō, donde había revivido el dolor de perder a su madre. Así
que no pasaba nada, aparte de los dolorosos recuerdos de su
pasado...
Y aun así...
Ujina frenó de nuevo el paso y miró a los inmaculados contornos de
la casa de huéspedes Grulla. No parecía diferente, pero había algo
que parecía estar mal. Se detuvo y expandió su conciencia hasta
llegar a las aguas familiares e inquietas del Vacío... pero aquello no
resolvió nada. La molesta sensación de que algo andaba mal le
seguía molestando como un diente recién arrancado.
Decidió avanzar un poco más. Quizás pasear por los jardines que
rodeaban la casa de huéspedes Grulla. Los había admirado muchas
veces bajo la luz de la Dama Sol, pero aún no había experimentado
su sutil belleza nocturna. Luego, a menos que se le presentara algo
más sustancial que el malestar después de un sueño desagradable,
volvería a la cama y trataría de dormir lo que quedaba de la noche.
Sadako se deslizó por la misma ventana por la que había entrado en
la casa de huéspedes Grulla. Había colocado el pergamino justo
donde el señor Hametsu le había indicado, y ahora simplemente
tenía que salir de la Ciudad Prohibida sin ser vista.
Pasó silenciosamente entre las perfumadas gardenias y azaleas
mokusei, poniendo gran cuidado al hacerlo para evitar arrancar
ninguna de las hojas o flores. Los jardineros Grulla preferían tapizar
sus jardines con virutas de cedro, en las que sus cautelosas pisadas
no hicieron ruido alguno. Un sauce en particular, que se derramaba
sobre un estanque justo delante, marcaba el límite de los jardines en
aquella dirección. Dirigiéndose hacia allí se acercó demasiado a otra
azalea, y una rama le tocó el muslo. Se quedó inmóvil de inmediato,
y luego se preparó para retroceder, mirando a su alrededor mientras
lo hacía. Fue por eso que se percató de la figura que se acercaba
antes de que esta pudiera detectarla. Instintivamente, Sadako
retrocedió, concentrándose en sus marcas de sombra y-
...sin aliento, sin tacto ni sensación...
...desapareciendo en.... convirtiéndose en…. una sombra más entre
tantas otras en los jardines.
Ujina se detuvo. Había visto movimiento. Estaba seguro de ello. Su
pensamiento inmediato fue que era sólo otro guardia, haciendo sus
rondas... pero, no. Los guardias no acechaban en la oscuridad como
ladrones.
Empezó a avanzar, expandiendo sus sentidos a medida que lo
hacía. Una parte de él se planteó no hacerlo, sino retroceder y
buscar ayuda. Pero todavía no había nada específico por lo que
buscar ayuda. Si había alguien escondido en las sombras de los
jardines Grulla, sentir su presencia resultaría trivial para Ujina, por
muy sigiloso que fuera. Tampoco habría ninguna amenaza con la
que no pudiera lidiar, y sólo le haría falta un pensamiento.
Pero... no había nada. El Vacío era tan plácido como un estanque
tranquilo, lo que no resultaba extraño en un lugar diseñado para la
reflexión tranquila.
Ujina sentía únicamente la misma inquietud fugaz que ya sentía, y
nada más. Las sombras estaban vacías.
Suspirando, comenzó a darse la vuelta.
...su rostro un conjunto perfecto de curvas y ángulos enmarcados
por un cabello tan blanco que brillaba...
Ujina se giró lentamente, mientras pensaba, he regresado a Yume-
dō…
Excepto que no lo había hecho. Esto no era un sueño, ni el recuerdo
de un sueño. Doji Ninube, su amada esposa, se encontraba a sólo
unos pasos de distancia, sonriéndole.
Sadako vio al hombre, un Fénix por la forma en que vestía,
comenzar a apartarse... y luego darse la vuelta y mirarla
directamente. Vio reconocimiento en sus ojos. Lo vio comenzar a
avanzar de repente, diciendo: —¿Ninube?
Sadako miró más allá de él, hacia las sombras bajo el lejano grupo
de árboles sugi. Podía utilizar sus marcas de sombra para escapar
de quienquiera que fuese aquel hombre, que de alguna forma era
capaz de verla entre una oscuridad como el agua infinita, y ella una
mota infinitamente pequeña suspendida en su interior.
El hombre, que se encontraba a sólo un brazo de distancia, levantó
la mano hacia ella al tiempo que ella...
...una sensación de precipitación...
...en una oscuridad absoluta que se los tragó a ambos.
¿Era aquella Kaede, que había regresado a la Ciudad Prohibida por
algún motivo? No, era Ninube, que había vuelto de algún modo
hasta él después de todo ese tiempo. El resto del mundo se alejó
apresuradamente mientras él levantaba su mano hacia ella,
dejándolos solos únicamente a los dos, rodeados por una noche
infinita. Sus ojos se llenaron de lágrimas de alegría mientras la cogía
en brazos y la abrazaba para que nadie pudiera arrebatársela de
nuevo...
Y de repente ella desapareció, y él se encontró cayendo... cayendo
en aguas profundas, tan frías y oscuras como el cielo... una inmensa
oscuridad que se cerró sobre él, ahogándolo.
Shosuro Sadako se arrodilló bajo los árboles sugi. No recordaba
cómo llegó allí. Había visto a un hombre, que se había enfrentado
con ella... su mano buscó su ninjatō por instinto... entonces la
oscuridad se había tragado a ambos, y ahora se encontraba aquí.
Tomó aliento. Trató de recordar. ¿Le había matado? Pero no había
sangre en la hoja del ninjatō. Tampoco había un cadáver... ni aquí ni,
estaba segura, fuera de la casa de huéspedes Grulla. Se había ido,
quienquiera que fuese.
Sadako se puso de pie, temblando. La conmoción, el
arrepentimiento y las dudas podían esperar. Al parecer, su misión no
se había visto comprometida, pero tampoco la había completado.
Se adentró en la oscuridad. Sus marcas de sombra hormigueaban.
...menos de lo primero, y un poco más de lo segundo...
...pero apretó los dientes e hizo caso omiso.
Para cuando la Dama Sol alejó la noche, Shosuro Sadako ya estaba
lejos de la Ciudad Prohibida.

El centro del jardín


Por Edward Bolme

Cuarto día del mes de Doji

Iuchi Shahai entró a toda prisa en los Jardines Imperiales, e


inmediatamente disminuyó su ritmo hasta adoptar una velocidad de
paseo tranquilo. Llevaba el rostro cubierto de un polvo blanco como
la porcelana, que ocultaba el rubor de sus mejillas. Sus años de
entrenamiento espiritual le ayudaron a mantener su rostro
perfectamente inexpresivo, como una máscara, un ejemplo perfecto
de decoro samurái. Sin embargo, a pesar de todo aquello, la
sensación de ardor y humedad en los ojos nublaba las flores del
jardín hasta hacerlas irreconocibles.
Vagó por los senderos del jardín, atravesando el nebuloso paisaje
por instinto hasta que las flores de elegantes colores, emborronadas
por sus emociones, dejaron finalmente paso al rostro de su padre.
Le había visto por última vez en el Castillo del Recolector de los
Vientos. Habían celebrado allí la corte no para honrarla, ni para
anunciar un compromiso, ni para festejar su ascenso a un nuevo
nivel de maestría, sino para que estuviese presente en el momento
de su destrucción más absoluta.
Se arrodilló con la cabeza inclinada hacia el suelo mientras las
miradas indiscretas de cientos de ojos se clavaban en su espalda.
Aunque estaba llena de gente, la sala parecía vacía, no se oía nada
aparte del murmullo ocasional de un kimono de seda. Podía intentar
gritar, pero nadie la oiría; no sería educado percatarse de tal
arrebato, por muy justificado que estuviera. Era una pesadilla.
Unas pisadas silenciosas ascendieron por los escalones junto al
estrado, y una voz dijo suavemente su nombre. Levantó la cabeza,
pero permaneció arrodillada. En el estrado estaba sentado Iuchi
Daiyu, su padre y daimyō. Un cortesano Seppun se arrodilló a un
lado del estrado, frente a ella.
—Dama Iuchi Shahai —dijo el heraldo con indiferencia—, habéis
sido invitada a la Ciudad Imperial para vivir como honorable
huésped del Emperador en su propia casa. Semejante invitación,
que el Emperador desee vuestra compañía, honra a vuestro clan. La
gente hablará durante generaciones de vuestra fidelidad a vuestro
deber y de la sabiduría de vuestras enseñanzas en el Palacio
Eterno, y encontraréis reposo dentro de sus muros y jardines.
Qué lenguaje tan bonito... como una katana: artístico, pero creado
para destruir. Ella, la honorable huésped del Emperador, al que
nunca se le permitiría ver. Alojada en aposentos con
guardaespaldas para asegurarse de que estaba a salvo de
asesinos… y de que no saliese jamás de la ciudad. Su vida sería
protegida a toda costa, ya que se le había honrado con servir al
Emperador transmitiendo los secretos más estrechamente
guardados de su pueblo, convirtiéndose en una traidora a su clan, a
su familia, y a su padre. Obligada a romper sus juramentos,
enseñaría los nombres del mundo a la familia Seppun, a aquellos
que habían garantizado la seguridad de la familia Imperial durante
un milenio, y que temían y codiciaban la magia extranjera del Clan
del Unicornio.
Miró a su padre, que en otro tiempo la habría abrazado para
protegerla de las burlas de sus medio hermanos, para aliviarle el
dolor de una rodilla raspada o para tranquilizarla después de una
pesadilla. Su padre le devolvió la mirada... pero no a ella, sino al
centro del espacio que ocupaba. Un espacio que pronto estaría
vacío. Sus ojos miraban sin mirar, como si estuviera presenciando
una obra mal escrita. Incluso su mano, normalmente expresiva y
siempre en movimiento, descansaba con perfecta quietud en el
reposabrazos de su trono.
El cortesano se aclaró educadamente la garganta, instándole a que
respondiese.
Bajó la mirada. —Yo... ¿Estoy cómo? ¿Feliz de ir? ¿Preparada para
cumplir las órdenes del Emperador? ¿Ansiosa de vivir como invitada
Imperial? ¿La humilde servidora de la corte? ¿Honrada de haber
sido elegida? No, nada de eso. Eran todas mentiras.
—Me someto a la autoridad del Emperador —dijo al fin. Una pausa,
luego murmuró—. Y haré todo lo que pueda —era la verdad, pero
no prometía nada. Volvió a inclinarse.
El cortesano extendió su brazo y le ofreció la citación Imperial.
Shahai se levantó y alargó las manos para cogerla de forma
respetuosa. Se inclinó de nuevo, dio varios pasos hacia atrás e hizo
una última reverencia. La postura de su padre no había cambiado, ni
tampoco su mirada, que miraba con desinterés el espacio vacío
donde su hija se había arrodillado ante él.
¿Cuándo volvería a ver aquella sala de audiencias? ¿A su padre?
En cierto modo, no importaba, porque nada volvería a ser igual.
Salió de la sala sin mirar atrás, ni a la derecha ni a la izquierda. Se
dirigió directamente a su caballo, intentando irse de inmediato antes
de que sus emociones la dominaran.
Lágrimas calientes se derramaron desde su memoria hasta sus
mejillas. Pensé que había dejado mi corazón atrás, pero aún puedo
sentirlo romperse. Abrió su abanico en un acto reflejo y se cubrió la
cara, tragándose los sollozos que amenazaban con brotar de su
garganta. Cuando pudo respirar de nuevo, se frotó la cara con la
manga de su kimono, limpiándose las lágrimas y una cantidad
significativa de polvo blanco. No puedo hacer nada bien, ¿verdad?
Se quitó también el resto del maquillaje.
Al levantar la vista, se sintió aliviada al encontrarse sola al final de
un pequeño camino secundario. Miró a su alrededor. Nadie la había
visto perder la compostura.
Luego miró de nuevo al sendero, a la forma en que terminaba en un
suelo húmedo y oscuro al que no estaba permitido entrar.
Un callejón sin salida, musitó. Qué apropiado.
***
Sexto día del mes de Doji

Iuchi Shahai entró en los Jardines Imperiales, y luego frenó el paso


para dar un paseo tranquilo. Era un alivio alejarse de sus sirvientas
personales, un trío de doncellas a las que ya había apodado “las
mozas de establo”. Su trabajo consistía en satisfacer sus
necesidades y ocultarle el hecho de que no era más que un animal
precioso metido en un establo, una cabra a la que había que
ordeñar todos sus conocimientos hasta que llegara el momento de
ser sacrificada. Su cordura le exigía asegurarse de poder pasar
tiempo alejada de ellas. Tanto tiempo como fuera posible.
Si pudiera quemar estos jardines, verlos todos convertidos en humo
y cenizas... destruir algo precioso para las familias Imperiales, igual
que ellos habían destruido a su familia. Pero los jardines eran el
mejor refugio que había podido encontrar. Eran demasiado
artificiales como para sentirse al aire libre, pero al menos los
árboles, arbustos y cañas ayudaban a ocultar el hecho de que
estaba atrapada entre los muros de piedra del palacio del
Emperador, cuyas puertas estaban cerradas, lo que convertía a todo
el palacio en su prisión.
A algunos les podía parecer una prisión muy grande, pero ella había
galopado por llanuras interminables. Volvió la vista hacia arriba,
hacia el Cielo sin nombre. Ojalá pudiese dejar atrás toda la Ciudad
Imperial, como si fuera un puñado de piedras amontonadas a la
orilla de un río fangoso. Cabalgar de nuevo como el viento...
Si, a pesar de las apariencias, el Palacio Imperial de Otosan Uchi
era en realidad una prisión muy pequeña, y las ataduras de
“bienvenidas”, “generosidad” y “honor” la encadenaban con la
misma seguridad con la que lo haría el hierro.
Se encontró de nuevo en el callejón sin salida que encontró dos días
antes. En cierto modo ya era su sitio, su lugar en los jardines. Un
lugar donde podría tratar de desentrañarlo.... todo.
Así que esto es lo que se siente cuando tu vida termina.
Esto es lo que se siente: nada.
Ni la nada del Vacío, ni la paz del no-pensamiento, ni nada parecido
a la perfecta quietud interior de la meditación y la claridad. Había
encontrado ese profundo equilibrio, esa quietud suave y retorcida,
dos veces en todas sus meditaciones, y temía no volver a conocer
nunca más aquella paz.
No, este era el vacío de una pesadilla. El vacío de la caída eterna.
El vacío de la tristeza, el vacío del dolor cuando no se tiene a nadie
con quien compartirlo. El vacío de estar aislado del mundo, pero aun
así poder verlo. El vacío de los ojos de tu padre, que no muestran
tristeza cuando te arrojan a un pozo de alquitrán, para morir de
hambre y de sed y hundirte, pudrirte, en la oscuridad.
Y, sin embargo, de alguna manera todo aquello tenía sentido. El
Emperador, que la había declarado honorable huésped cuando no
tenía intención de verla. Las mozas de establo Seppun que
derrochaban generosidad con un prisionero. La Corte Imperial, que
había hallado un peligro mortal para el propio Imperio, en la forma
de una joven doncella Unicornio. Una vida aplastada con sonrisas,
reverencias, banquetes y todas las maravillosas facetas de la
cortesía y el Bushidō.
Se encontraba verdaderamente sola. La Corte Imperial no confiaría
en que traicionase a su gente. Su gente no confiaría en que
guardara sus secretos. No le quedaba nadie; tendría que seguir su
propio camino.
Y de repente aparecieron sus hermanos, los tres, caminando hacia
ella: Shinjo Shono, Shinjo Haruko, y Shinjo Yasamura.
Medio hermanos, se recordó a sí misma. La sangre de Altansarnai
no corría por sus venas.
Estaba atrapada en el callejón sin salida, no podía alejarse de su
presencia sin perder prestigio. Su mirada se movió por ellos,
absorbiendo la incomodidad de sus expresiones, sus cambios de
postura. Los conocía tan bien, pero no se le ocurría la razón por la
que podrían estar aquí, a menos que...
—Hermana —dijo Shono—, tenemos un regalo para ti —usando
ambas manos, levantó una espada con la empuñadura hecha con
una cornamenta.
Por la mente de Shahai pasaron conjeturas extravagantes. —No...
no puedo aceptarla —dijo ella—. Una espada de tan buena calidad
debe entregarse a alguien que la necesite más que yo.
—La mandamos hacer especialmente para ti —dijo Haruko,
mostrando una espada similar—. Eres nuestra hermana. Hicimos
uno para cada uno de nosotros.
Shahai negó con la cabeza. —No soy digna de tal...
Yasamura se inclinó hacia ella, y su actitud tranquila sofocó sus
protestas. —Tú —dijo, señalando a Shahai y a los demás—,
siempre serás... uno de nosotros —asintió con la cabeza—.
Aceptarás nuestro regalo, hermana.
Con manos temblorosas, extendió la mano y aceptó el regalo.
Sonrió, y sus esperanzas y temores lo convirtieron en un rictus.
Quería darles las gracias. Aún más, quería creerles.
Pero no se atrevió a levantar la vista para descubrir si era verdad.
***
Decimoctavo día del mes de Doji

Iuchi Shahai entró en los Jardines Imperiales, y luego aceleró el


paso para dar un paseo tranquilo. Caminaba despacio, siempre por
mitad del camino. El aroma de la tierra olía ligeramente a su hogar.
A la que nunca podría regresar.
Pero podía disfrutar de sus pequeñas venganzas. Por medio de
“accidentes”, malentendidos deliberados y oportunos arrebatos de
ira, hacía cuanto podía durante su rutina diaria para asegurarse de
que las mozas de establo siempre tuvieran mucho que limpiar.
Mientras caminaba, otros visitantes de los jardines encontraban
motivos convenientes para coger un camino sinuoso distinto o girar
en un matojo de hierba para sentarse en un banco, o incluso para
estudiar una flor de forma muy, muy atenta, lo que fuera con tal de
no tener que interactuar con ella. Todos sabían por qué estaba allí.
Toda la ciudad sabía por qué estaba allí. La temían, la
despreciaban, la miraban con disgusto, pero si eso significaba que
la dejaban tranquila con sus pensamientos, le parecía bien.
Esa misma mañana le habían ordenado que comenzase a enseñar
a un trío de shugenja Seppun los conceptos más básicos del
meishōdō. El golpe había caído por fin, había llegado el momento,
su perdición había llegado.
Sus instructores le habían enseñado secretos increíbles. Su padre, y
el Abuelo Iuchi, habían confiado en ella. La habían aceptado.
¿Cómo podía preservar los nombres secretos sin desobedecer las
órdenes directas del Emperador? No había podido encontrar una
respuesta a ese rompecabezas.
Para ganar algo de tiempo, hizo planes: planes para que sus
enseñanzas fuesen incompletas, planes para usar términos que
confundiesen a los oyentes no acostumbrados, planes para redactar
las cosas de tal manera que sus alumnos probablemente hicieran
suposiciones erróneas. Por supuesto, tenía que parecer que estaba
ayudando sinceramente, para que no se dieran cuenta de que
estaba desafiando el edicto del Emperador. Sin embargo, si sus
alumnos aprendían lentamente y eran propensos a cometer
errores... bueno, unas cuantas rabietas bien situadas podrían
arruinar varios días de trabajo, e incluso hacer que los sustituyeran.
Entonces podría empezar el ciclo de nuevo.
¿Pero durante cuánto tiempo podría prolongarlo? ¿Cuánto tiempo
podría retrasar enseñarles cómo atar y dar órdenes a un espíritu
mediante su nombre antes de que la descubrieran?
Una sombra se cernió sobre su camino, y Shahai se detuvo
abruptamente. Un adusto samurái se apartó lo suficiente de su
camino como para evitar bloquearla, pero tan cerca que se vio
obligada a aceptar su presencia. Se percató rápidamente de la
mano que descansaba despreocupadamente sobre la empuñadura
de seda de su katana, de la mirada tranquila en sus ojos, y de los
emblemas de la familia Seppun hábilmente bordados en su kimono
marrón. El hombre se inclinó, y ella hizo lo propio. Shahai miró más
allá de él y se inclinó más profundamente hacia el joven que se
encontraba unos pasos más adelante en el camino.
—Alteza —dijo en su más perfecta voz de porcelana, equilibrando el
miedo y la familiaridad—. Nos encontramos de nuevo en vuestros
hermosos jardines.
—Iuchi Shahai-sama —dijo con una sonrisa—. Podría... pasar
menos a menudo si no fueseis tan predecible.
El favor del príncipe podría ayudarla a evitar su destino. Ya habían
tenido esta conversación antes. Se obligó a lanzar una risita tímida,
y se permitió la más mínima insinuación de familiaridad hacia él. —
Mi príncipe es muy amable al fijarse en una simple huésped entre
los muchos cortesanos y solicitantes que buscan vuestro favor.
—Favor....sí —miró a su alrededor—. Es....bueno, yo...todos los días
veo la imagen de la tristeza deslizarse por el jardín, como un
fantasma vestido de iris y lavanda —inhaló bruscamente—. ¿Cómo
podría no percatarme? —dio una palmada, golpeando las palmas de
las manos—. Bueno, Sanosuke, dejemos que la dama... admire los
jardines en paz.
Shahai se hizo a un lado y se inclinó profundamente mientras el
príncipe y su guardaespaldas pasaban, sin hacer ningún otro
reconocimiento de su presencia. Una vez estuvieron fuera de la
vista, miró en su dirección. —Dice palabras tan bonitas —murmuró
para sí misma. Sacudió la cabeza. Probablemente estaba
practicando la oratoria que le había enseñado algún anciano
maestro Seppun.
Ninguno de ellas tenía valor alguno.
Continuó su camino. Los jardines eran bonitos, sin duda, aunque de
la misma forma en que lo era una geisha perfectamente equilibrada,
vestida de forma ingeniosa y excesivamente maquillada.
Encontró el camino de vuelta a su lugar, el callejón sin salida.
Cuando se detuvo, una sonrisa burlona alcanzó sus labios. Ni
siquiera en este lugar podían hacerlo todo perfecto. Allí, al lado del
camino, unas huellas en el suelo húmedo se dirigían hacia el borde.
Una de las muchas imperfecciones que había visto mientras
caminaba por el jardín en las últimas dos semanas.
Pero en aquel lugar, en el callejón sin salida, ver esas pisadas hizo
que sus ojos se llenaran de cálidas lágrimas. Fuera de aquí, el barro
que soltaban los cascos de un caballo al galope era una señal de
libertad. Aquí, apartarse incluso un paso del camino se consideraba
impensable, una imperfección que había que limpiar y cubrir. Igual
que.... yo.

Huellas en barro
Rompen con la perfección
Deben borrarse
***
Cuarto día del mes de Bayushi

Iuchi Shahai se deslizó suavemente hacia los Jardines Imperiales


mientras su kimono susurraba tras ella. Pasó lentamente por los
senderos como un cisne, llegando por fin a su lugar favorito.
Se arrodilló, cerró los ojos y aspiró los olores que preñaban el aire.
Flores, hierba, tierra. Las plantas seguían siendo hermosas, aunque,
como ella, estaban enjauladas.
—¿Shahai?
Empezó a levantarse rápidamente, se giró y se inclinó
profundamente. —Mi príncipe —dijo ella, su voz claramente
nerviosa—. Mis más sinceras disculpas. No os oí acercaros.
—Ciertamente. Parecíais estar en la meditación más profunda.
—Yo... sí, lo estaba —dijo ella, aun mirando hacia abajo. Se colocó
un mechón de cabello de nuevo detrás de la oreja, usando el
movimiento para ocultar cómo se enjugaba una lágrima del rostro.
El joven inclinó la cabeza. —¿Sobre qué estabais meditando?
—Sobre nada —contestó en voz baja.
Sanosuke se enfureció. —El príncipe os ha hecho una pregunta.
Daisetsu volvió a levantar la mano. —La joven dama ha dicho que
no meditaba sobre nada, y yo la creo.
Sanosuke se revolvió, pero no respondió.
Daisetsu observó su vestimenta, su postura, sus ojos inclinados
hacia abajo. —¿Hay algo que mi príncipe necesite de mí? —
preguntó Shahai.
—¿Qué es lo que tenéis en vuestra mano derecha, Shahai, que
estáis intentando ocultar con tanto empeño?
Shahai se puso tensa, y luego, muy lentamente, reveló una larga y
delgada espada con la empuñadura hecha con una cornamenta.
Sanosuke se situó al instante entre los dos, con la espada
desenvainada y lista para atacar.
—Sanosuke-san —dijo Daisetsu en voz baja—, he sido yo el que le
he pedido que me lo mostrara.
—Mi príncipe-
—Puedes dejarnos.
—Mi deber es el de proteger...
—Tu deber es obedecer a tu príncipe —al ver que Sanosuke no se
movía, añadió—. Si se decidiera a atacar, podría... probablemente...
matarnos a los dos. Si estás lejos, sólo puede matarme a mí, y su
clan será destruido como castigo.
—Pero vos sois-
—No soy el heredero —dijo Daisetsu—. Déjanos.
Sanosuke envainó su katana con grandes reservas, lanzó una
mirada iracunda a Shahai, luego se inclinó ante el príncipe y se
retiró. Shahai escuchó mientras se dirigía a una posición que
apenas estaba fuera de la vista. Estaba segura de que Sanosuke
podía verlos a través del follaje.
Shahai respiró hondo. —¿Hay algo que mi príncipe desee..?
—Vinisteis aquí para suicidaros —dijo simplemente Daisetsu—. Una
espada en el corazón.
Shahai abrió la boca para responder, pero no logró decir nada.
—No intentéis responder —permanecieron allí en silencio durante
un rato.
Esta no era la forma en que se suponía que iba a desarrollarse la
tarde. Una vez más estaba perdida, perdida en la nada, sin puntos
de referencia que la guiaran. Daisetsu y ella juntos, aquí en este
rincón del jardín...
Se encontró mirando directamente a Daisetsu a los ojos. ¿Le había
pedido que lo mirara? No podía recordarlo...
—Os han traído aquí para enseñar a la familia Seppun los secretos
de vuestro clan. El motivo de ello es proteger la dinastía Hantei, la
vida del Emperador, la de mi hermano y la mía. Sois un huésped de
mi familia. ¿Por qué, entonces, elegir el seppuku?
—Dicen que es por vuestra seguridad —balbuceó ella—. ¡Quizás
hasta lo crean! Pero revelar nuestros secretos quebranta todos mis
juramentos. ¡Traiciona mi propio linaje! Y pone la espada de los
Seppun en la garganta de los Unicornio; si dicen que somos una
amenaza, todos los demás clanes se unirán contra mi pueblo.
¿Qué has hecho? ¿Cómo te atreves a decir aquello en voz alta?
Pero...
Daisetsu ladeó la cabeza. —Me lo imaginaba —tomó aliento de
forma lenta y prolongada y continuó—. ¿Realmente habéis
reflexionado sobre vuestras acciones?
—Prefiero arrancarme el corazón que apuñalar a mi familia por la
espalda —dijo Shahai, mientras otra lágrima le recorría la mejilla.
—Y si os suicidáis, ¿entonces qué? En el mejor de los casos, otro
miembro de vuestro clan se verá obligado a acudir aquí y hacer lo
que vos no estáis dispuesta a hacer. Probablemente alguien con
quien estudiasteis, algún alumno predilecto de vuestro maestro. Y
esa persona también acabaría aquí, en este jardín, meditando
sobre... nada. Pero, ¿sabéis qué es mucho más probable?
—No, mi príncipe —contestó Shahai.
—Que vuestro suicidio sea considerado una prueba irrefutable de la
culpabilidad del clan del Unicornio. Dirían que, en lugar de revelar
los males de los que sois partícipe os habríais dado muerte para
ocultar la vergüenza de vuestra familia.
—¡Pero eso no es verdad! —gritó Shahai, perdiendo una vez más la
compostura. Bajó la mirada de nuevo rápidamente, al tiempo que se
ruborizaba.
—Lo sé. Vuestro clan ejemplifica el Bushidō: compasivos, valientes
y leales —resopló—. Y sin embargo, aquí os encontráis. Una cosa
que he aprendido es que aquello que creemos cierto acaba por
volverse cierto. Y lo que ellos creen es que vuestro clan es un
peligro.
—¿Y cuál creéis vos que es la verdad, mi príncipe?
—Creo que... las ondulaciones de vuestro cabello son muy
hermosas, y que sin ellas el Imperio se vería disminuido. Creo que
amáis a vuestra madre. Os fue arrebatada, pero a pesar de ello
deseáis arrebataros vos misma. Y creo que estáis jugando según
sus reglas —señaló a los hermosos jardines a su alrededor—.
Pensad en este lugar... ¿habéis notado que todo el mundo camina
únicamente por caminos que fueron trazados para ello hace cientos
de años? Los jardines son hermosos, pero ¿por qué estos son los
únicos senderos?
Shahai se quedó en silencio. La espada le pesaba en la mano. Se la
había regalado... su familia. No la habían abandonado.
Salió de su ensimismamiento y la envainó. —Mi príncipe es muy
sabio —dijo.
—Perdonadme, no quise interrumpiros; os dejaré con vuestras
meditaciones —dijo—. La próxima vez que nos encontremos,
recordadme que os cuente la historia de cómo Kakita se ganó el
corazón de la Dama Doji. Buenas noches, dama Iuchi.
Shahai hizo una profunda reverencia mientras el príncipe daba la
vuelta y se marchaba. El borde de su sandalia tenía adherido un
pegote de barro. El barro dejó una leve huella parcial en el camino
mientras se alejaba, seguido inmediatamente por su
guardaespaldas.
Así que ni siquiera el príncipe era tan perfecto como la Corte
Imperial lo presentaba. Quienquiera que estuviera a cargo de su
vestuario debería ser ejecutado por haber dejado tan sucias sus
sandalias. Parecía que hubiera estado...
Se agachó, cogió un pequeño terrón de tierra y observó
detenidamente el color. Se levantó y miró hacia el sendero por
donde había pasado Daisetsu.
Shahai se dio la vuelta y miró al borde, el barro que bordeaba su
callejón sin salida. Entonces las vio: un grupo de huellas en la tierra
blanda, que salían del callejón sin salida cerca de unos rosales.
La luz del día estaba desapareciendo. Miró a su alrededor para
asegurarse que no había nadie cerca, y luego salió del camino,
poniendo cuidadosamente sus pies en las huellas que le había
dejado Daisetsu. Una docena de pasos más tarde pudo ver lo que
había detrás de los rosales que adornaban el camino. Un matorral
de rosas rojas y ramas espinosas, en estado salvaje en un lugar en
el que nadie podría verlas, una cascada de rojos y verdes
rebosantes de luz y confusión, alejada de los meticulosos confines
de los senderos del jardín.
A las últimas luces del crepúsculo, aquel estallido de color era como
el amanecer.

Sol y nieve
Por Marie Brennan
Publicado originalmente en el pack de dinastía Todo y nada

En un día como este, lavar la ropa era más un placer que una tarea.
La ropa mojada pesaba mucho, y frotarla contra la tabla era
agotador, pero la frescura del agua resultaba refrescante cuando el
calor apretaba en aquel valle resguardado.
Hige parecía infatigable con la tabla, y sus nudosos brazos
trabajaban sin descanso. Mantenía el ritmo utilizando el famoso
cántico: “Shoshi ni kie. Shoshi ni kie”. Devoción al pequeño maestro.
En una ocasión, Yuki había preguntado al monje si lo hacía para
demostrar que estaba siempre pensando en Shinsei, el Pequeño
Maestro; al fin y al cabo, algunos miembros de la Secta de la Tierra
Perfecta sostenían que debías recitar el kie siempre que pudieras si
querías alcanzar la salvación. Hige simplemente se rio. —No, niña
—dijo—. El ritmo me ayuda a mantener estos viejos brazos en
movimiento cuando se cansan.
Le gustaba Hige. Cumplía con sus obligaciones en aquella aldea
escondida, como lo hacía todo el mundo, pero con menos quejas
que la mayoría.
Dos niñas pequeñas bajaban por uno de los desgastados senderos
entre las casas, riéndose y gritando mientras perseguían una pelota.
Incluso aquí, la visión era mucho menos frecuente de lo que debería
haber sido.
Algunos habitantes del pueblo decían que la escasez de niños era
otra señal del descontento de Tengoku, el castigo de los Cielos
Celestiales contra las flaquezas de los samuráis. Pero si eso fuera
cierto, ¿por qué habían sufrido también los campesinos el mismo
destino? ¿Y por qué la reducción en el número de nacimientos
estaba confinada a las tierras del Clan del Dragón, en lugar de
extenderse por todo el Imperio? Los samuráis de aquí no eran
peores que los de cualquier otro lugar.
Yuki cogió aliento para preguntarle a Hige. Se había mostrado
dispuesto, ansioso incluso, por discutir con ella de cuestiones
teológicas desde el momento en que la mujer había llegado al
pueblo, unos meses antes. Pero antes de que la pregunta pudiera
salir de sus labios, le interrumpió el ruido de unos cascos.
Hige detuvo el movimiento de la tabla, y se cubrió los ojos con una
mano. Unos jinetes estaban entrando en el valle, gente a la que Yuki
no había visto antes, armados y acorazados. La mujer que iba al
frente llevaba un daishō a la cintura. Yuki se encogió contra el barril
de lavar, pero Hige le sonrió de forma tranquilizadora. —Son
amigos, niña. Si no lo hubieran sido, nuestros guardias nos habrían
avisado antes de que llegaran tan lejos.
A pesar de sus palabras, ella mantuvo la cabeza agachada mientras
los recién llegados se acercaban al centro del pueblo, provocando
que un grupo de pollos se dispersase en una nube indignada y
graznante. La mujer de las dos espadas era claramente una rōnin;
su armadura estaba bien cuidada, pero no llevaba ningún mon de
clan. Los demás eran un grupo heterogéneo: otra monja, dos
hombres con el aspecto orondo de mercaderes ricos, y varios
campesinos fornidos con lanzas. Todos ellos, desde la rōnin hasta
los mercaderes, montaban en robustos ponis de montaña, capaces
de atravesar incluso el terreno más accidentado de estas cumbres
septentrionales.
La rōnin miró a su alrededor hasta que divisó a Hige. Luego le pasó
las riendas de su caballo a uno de los mercaderes y caminó
directamente hasta el viejo monje, tras lo que se puso de rodillas y
unió el puño de una mano con la palma del otro a modo de saludo.
—Senséi. Tenemos que informarle de muchas cosas.
Hige dejó caer su pala y la ayudó gentilmente a levantarse. —Satto.
¿Cuántas veces debo decírtelo? No hay necesidad de arrodillarse.
Todos somos iguales a ojos del Pequeño Maestro.
Así que aquella era Satto. Yuki había oído el nombre, pero nunca la
había visto. Se había ido del valle al comienzo del invierno, y nadie
parecía conocer su misión. Hige debía saberlo, por supuesto, pero
Yuki no había tenido la osadía de fisgonear. Puede que el líder de la
Tierra Perfecta se implicara en la vida cotidiana de la aldea de
manera notable, pero eso no significaba que sus seguidores
tuvieran derecho a saber todo lo que hacía.
Aun así, el hombre se merecía respeto por su sabiduría, no por
ninguna condición innata. Yuki dijo vacilante. — Senséi... puedo
terminar yo sola, si os necesitan en otra parte.
Sus palabras hicieron que Satto temblara de impaciencia, pero Hige
sonrió. —No, no pasa nada. Shinsei dijo “No dejes el arroz a medio
hervir, ni la guerra a medias”, y estoy seguro de que tampoco
querría dejar la colada a medio hacer. Satto, ¿nos ayudas? Con tres
pares de manos, iremos el doble de rápido.
Después de que poner la ropa a secar, Hige desapareció con Satto,
dejando a Yuki barrer la empinada granja que compartía con otros
ocho miembros de la Tierra Perfecta.
La gente del resto del Imperio tenía nociones ridículas acerca de la
secta y la gente que la seguía. Se imaginaban todo tipo de locuras:
que pasaban todas las horas del día, menos una, cantando sin
pensar, que todos los integrantes de la secta tenían que entregar
todos sus bienes y su nombre. Que participaban en rituales
heréticos que iban desde bailes embriagados y frenéticos hasta
prohibidos sacrificios de sangre.
La verdad era mucho más banal. Como decía el viejo refrán: cortar
leña, llevar agua. Yuki había cortado mucha leña y llevado mucha
agua desde que llegó a la aldea.
Una sombra eclipsó el brillante umbral. Silueteada por el sol no
podía ver la cara del hombre, pero conocía esa forma. Si Hige-
senséi era el corazón del pueblo, este hombre era su fuerte brazo
derecho. —Ichirō -sempai.
Se movía con la gracia marcial de un rōnin, y no tenía ninguna de
las señales de malnutrición o de heridas frecuentes que
caracterizaban a muchos plebeyos. Pero a diferencia de Satto, no
llevaba espadas a la cintura. Ichirō dijo: —Ven a la plaza. Puedes
terminar de barrer más tarde.
Yuki pensó que Hige estaría esperando allí, en la hierba pisoteada
que luchaba por sobrevivir bajo tantos pies. Tal vez fuera a darles
alguna noticia que le hubiese comunicado Satto. Pero cuando Yuki
llegó a la plaza no vio ni a Hige ni a Satto, sólo a uno de los
hombres que mentalmente había catalogado como mercader.
Ichirō se unió al hombre y le dijo: —Aquí están todos, Kanbei-san.
Yuki se quedó mirando al mercader. Ya había visto suficiente, sin
tener que mirar a su alrededor. Todas y cada una de las personas
presentes, incluida ella misma, eran recién llegadas a la aldea.
Aguardó con los brazos recatadamente doblados mientras el
mercader llamaba al primero de ellos y le indicaba que se acercase.
Momoe, una mujer de tierras Fénix que había huido a través de las
montañas después de que su familia fuese ejecutada por herejía. El
mercader la llevó a un lado y le habló en voz baja durante bastante
tiempo antes de asentir a Ichirō y llamar a la siguiente persona.
Como muchos otros de los que esperaban, Yuki empezó a
murmurar el kie. Tenía una cualidad agradable, meditativa, aunque
no creyera ni por un momento que tuviera el poder de salvar a
alguien del ciclo del renacimiento.
Dejó que el ritmo del canto se llevase aquel pensamiento. Yuki creía
en el kie. Yuki era devota del Pequeño Maestro, en cuerpo y alma;
sabía con certeza que él la salvaría, que se la llevaría después de la
muerte a la Tierra Perfecta donde él moraba, donde podría alcanzar
la iluminación sin el sufrimiento de la vida en el reino mortal. Yuki
era nieve, fría como el hielo por dentro. Su nombre le resultaba
dolorosamente irónico, después de ver a sus vecinos de Masado
Mura congelarse hasta morir en las duras noches del pasado
invierno. Murieron porque el daimyō local les había confiscado
demasiada leña para su propio uso. Se preguntaba si no hubiese
sido mejor que ella también se hubiera congelado. De aquella forma,
habría podido escapar de esta vida con la esperanza de que la
próxima fuera mejor.
En vez de eso había viajado al norte, a aquella aldea oculta. Al lugar
donde vivía la esperanza.
Cuatro personas se habían sometido al examen sin incidentes. El
quinto, Seijin, era un monje fortunista caído en desgracia, y al llegar
hasta él, el mercader Kanbei sacudió la cabeza. Ichirō hizo a Seijin a
un lado. —¿Qué pasa? —preguntó el monje, desconcertado.
Ichirō dijo: —Sólo a aquellos cuya fe es verdaderamente pura tienen
permitido quedarse aquí, tan cerca de Hige-senséi. Tu fe es
imperfecta, igual que lo fue cuando adorabas a los espíritus
llamados Fortunas.
—Pero... ¡no! Soy devoto del Pequeño Maestro y de Hige-senséi.
¡No puedes echarme!
Sus protestas no sirvieron de nada. Varios hombres se lo llevaron,
no muy bruscamente, pero tampoco le dieron demasiadas
oportunidades de resistirse. Nadie habló en su favor. Hasta los más
tontos o ingenuos podían ver qué era lo que pasaba.
Los samuráis de Rokugán temían a su secta porque suponía un reto
para el Orden Celestial. Y aunque hablasen de honor, muchos de
ellos no dudarían en enviar espías a las montañas, para infiltrarse
entre ellos y acabar con los que consideraban herejes.
El trabajo de aquel mercader consistía en encontrar y expulsar a
estos individuos. Y si acababa expulsando a algún creyente de vez
en cuando... bueno, era un precio pequeño por garantizar su
seguridad. Si la fe de Seijin era auténtica, Shinsei le recompensaría
por ella después de la muerte.
—Yuki.
Se adelantó dócilmente, sin dudarlo. Yuki no tenía nada que ocultar.
Kanbei consultó un pergamino. Su mirada pasó sobre ella; una
campesina analfabeta no tenía razón alguna para apartar la vista. La
letra era de Ichirō. —Masado Mura —dijo—. Sí... fue terrible lo que
pasó allí. He oído que sobrevivió menos de la mitad del pueblo.
—Algo más de la mitad, sempai —le corrigió suavemente—.
Habrían muerto más, pero el jefe del pueblo nos dejó derribar las
chozas de las familias que habían muerto para usarlas de
combustible.
—¿Estabas casada?
Yuki apretó los labios hasta que le dolió. —Tadao. Pero no se
congeló.
El mercader levantó la vista. —¿Qué le pasó?
—Se volvió loco —dijo ella sin emoción—. Atacó a los samuráis que
vinieron a contar los cadáveres. Lo mataron. Y cuando corrí hacia él
me apuñalaron a mí también.
El hombre entrecerró los ojos. —Déjame ver.
La herida de lanza que recorría su costado tenía varios meses, y
había quedado reducida a una fea cicatriz. En el pueblo había
buenos curanderos... por supuesto, nada comparado con las
oraciones de los shugenjas, pero con conocimientos de plantas y
encantamientos. Kanbei le pinchó con el pulgar, y ella se retorció,
cerrando una vez más su kimono. —Os ruego me perdonéis,
sempai.
El mercader se le quedó mirando un momento, pero no con la
mirada calculadora de un hombre que estuviese pensando en sexo.
Finalmente asintió con la cabeza a Ichirō y pasó al siguiente
nombre. No le sonrió cuando se fue a continuar barriendo.
Puede que su rostro estuviese desnudo, pero siempre llevaba una
máscara.
La aldea estaba tranquila en mitad de la noche, y había llegado el
momento de cambiar una máscara por otra.
Shosuro Miyako se escabulló silenciosamente de la granja
comunitaria. Yuki nunca se encontraba demasiado lejos; todavía
llevaba puesta la ropa sencilla de la campesina, y podía volver a
asumir esa identidad al instante. Pero pensar acerca de sí misma en
aquellos términos debilitaría su disfraz mientras emprendía acciones
que la fiel Yuki nunca soñaría. Era mejor mantener las dos
personalidades separadas: la seguidora devota de las enseñanzas
de la Tierra Perfecta y la shinobi Escorpión enviada a investigar
aquella herejía.
Se veía luz en el interior del edificio que antes había sido el
santuario fortunista del pueblo. Teniendo en cuenta todo lo que
había visto y oído, Hige era un hombre dulce y gentil, pero no
toleraba que sus seguidores adorasen a las Fortunas o a los
antepasados. Sólo importaba Shinsei, y el sutra que prometía que
aquellos que lo recitasen con un corazón sincero pasarían a
Tengoku después de la muerte, donde podrían alcanzar la
iluminación bajo la guía del Pequeño Maestro. Comparado con eso,
todo lo demás era pura distracción.
Aquí, en tierras Dragón, los santuarios se construían a menudo al
estilo antiguo: elevados del suelo como si fueran graneros en un
intento de proteger su interior de las ratas, lo que, irónicamente, hizo
que le resultase más fácil deslizarse por debajo de la plataforma.
Miyako reprimió un respingo al sentir un dolor en el costado. Puede
que decir que los kami le debían algo fuese una blasfemia, pero
cuando terminase aquella misión requeriría los servicios de un
shugenja. Si su señor se negaba, le recordaría que una cicatriz era
una marca identificativa, y que ningún shinobi se podía permitir tener
ninguna.
Miyako escuchó voces sobre ella. Hige, Ichirō, Satto, y el mercader
Kanbei, el que había investigado a los recién llegados en busca de
traidores. Otros más; a algunos había llegado a conocerlos durante
su estancia en el pueblo, los demás probablemente fuesen los que
habían llegado con Satto.
Kanbei estaba hablando mientras ella se colocaba en posición,
cerca de donde se había desprendido un nudo de una de las tablas.
Un pequeño punto de luz entraba por el agujero. —Yo también lo di
por sentado, Hige-senséi, pero no. Hasta donde sabemos, no se
están movilizando contra nosotros.
—¿Contra quién, entonces? —preguntó el líder de la secta—. Me
temo que podría ser una distracción. Sólo gracias a la bendición de
Shinsei hemos podido evitar su furia durante tanto tiempo; todos
sabemos que acabará por llegar.
Satto le contestó. —Todas las señales indican que los ejércitos del
clan marchan hacia el sur.
Los ojos de Miyako se abrieron de par en par. Para los Dragón, “el
sur” no era sólo una dirección. Se refería a más allá de las tierras
del clan. ¿Sería posible que el solitario Clan del Dragón estuviera
realmente planeando una acción militar en otra parte del Imperio?
Si era cierto, ponía en duda todo lo que había descubierto hasta
ahora, desde el nombre y los antecedentes del líder de la secta
hasta el hecho de que la tasa de natalidad del Clan del Dragón
había descendido a niveles alarmantes. Hacía que, de repente, todo
hubiese merecido la pena: su arduo viaje desde tierras Escorpión, la
lanza que había clavado en su propio costado, los meses que había
pasado haciendo tareas domésticas como una campesina. Tras
siglos de tranquilidad y aislamiento casi total, el Clan del Dragón
había comenzado a actuar.
Pero no contra los herejes en sus montañas. Lo que significaba que
algo más estaba sucediendo... y al mismo tiempo, los seguidores de
la Tierra Perfecta tendrían una oportunidad única para atacar.
La conversación continuó sobre ella: comenzaron a especular
acerca del propósito, el momento, si aquel movimiento era por orden
del enigmático Campeón del Clan del Dragón. Entonces Satto dijo
algo que atrajo la atención de Miyako como una flecha hacia su
objetivo.
—Ichirō. ¿Estás listo? ¿O aún sientes lealtad hacia el hombre al que
una vez llamaste padre?
Miyako se habría vuelto a clavar una lanza si con ello hubiese
podido ver la cara de Ichirō en aquel instante. Pero acercar el ojo al
agujero de arriba como si fuera una especie de yōkai curioso habría
resultado muy peligroso. En lugar de ello cerró los ojos, centrando
toda su atención en la voz del hombre.
Ichirō no respondió de inmediato. Cuando por fin habló, sus
palabras no tenían la tensión del engaño o la incertidumbre, sino de
la cólera apenas contenida. —Ese hombre es un mentiroso y un
hipócrita. Afirma que al oponerse a esta secta defiende el Orden
Celestial, y al mismo tiempo socava ese orden. ¿Cómo podría sentir
lealtad hacia un hombre que me mintió toda mi vida?
Miyako se mantuvo inmóvil, pero sus pensamientos se aceleraron.
¿Quién era el padre del que hablaban? Ichirō se comportaba como
un hombre entrenado para la guerra; ella había supuesto que había
nacido rōnin, o que había sido un bushi de clan expulsado por
alguna indiscreción. No llevaba el daishō que indicaba el rango de
un samurái, pero en vista de la filosofía de la Tierra Perfecta, eso
resultaba comprensible.
Pero parecía que había elegido marcharse. Y también que su padre
no era un mero jizamurai, sino alguien importante. Por desgracia, el
nombre Ichirō solamente significaba “primer hijo”, y era el tipo de
nombre que cualquier niño podría llevar antes de su gempuku. No le
decía nada.
Miyako se retorció las manos, rogando a cualquier Fortuna cuyo
poder aún pudiera habitar en el altar situado sobre ella que alguien
dijera alguna cosa más.
Y tal vez esos espíritus no habían huido después de todo, porque
Satto volvió a hablar.
—Si te encuentras con Mirumoto Masashige en el campo de batalla,
¿podrás levantar tu espada contra él?
—Sí —la respuesta de Ichirō fue rápida y feroz—. Y le demostraré lo
bien que he aprendido las lecciones que me enseñó.
Miyako se quedó dónde estaba, inmóvil, sin apenas respirar,
mientras la reunión concluía y los líderes de la Secta de la Tierra
Perfecta se dispersaban. Tenía que volver a su choza antes de que
alguien se despertara y notara la ausencia de Yuki, pero su corazón
le latía tan fuerte que casi temía que les despertaría.
El hijo perdido de Mirumoto Masashige. Su clan sabía que había
desaparecido hacía tres años, pero no por qué ni dónde. Fieles a sí
mismos, los Dragón habían mantenido la verdad en secreto: que
Mirumoto Ichirō se había unido a los seguidores de la Tierra
Perfecta, la secta que acusaba a los samuráis de fracasar en el
cumplimiento de sus obligaciones con los Cielos.
No tenía que informar a Yogo Hiroue hasta dentro de cinco días.
¿Merecía la pena arriesgar su tapadera para informarle de aquello
antes de tiempo? No, tenía que ser disciplinada, especialmente
ahora que Kanbei estaba buscando traidores. Debería aguardar,
mantener su mascarada y ver qué más podía averiguar.
De acuerdo con su propio hijo, el daimyō Mirumoto era un mentiroso
que socavaba el Orden Celestial al tiempo que combatía la
propagación de la secta de la Tierra Perfecta. La posibilidad
resultaba fascinante.
No sabía qué sería lo que sus superiores fuesen a hacer con aquella
información. Pero si las enseñanzas de Hige-senséi eran acertadas
y esta era la Era de la Decadencia de la Virtud, cabía la posibilidad
de que los samuráis del Clan del Dragón se merecieran lo que les
pasaba.
Torció los labios, molesta. Ese era un pensamiento de Yuki, no de
Miyako, y no debería de escapársele sin pensar. No tenía ningún
interés en las cuestiones teológicas que tanto obsesionaban a los
Fénix y los Dragón. Su deber estaba claro.
Y en aquel momento, su deber era ser una campesina. Rezando en
silencio y con nostalgia por que cambiara pronto, Miyako abandonó
la parte inferior del altar y regresó a la vida de Yuki.

Entre líneas
Por Marie Brennan

—¡Seguid bailando!
Los agotados y desnudos plebeyos trataron de obligar a sus
cuerpos a moverse con mayor brío. Unas flechas se clavaron en el
suelo junto a sus pies, animándolos a saltar con una renovada
desesperación.
Suna apartó la vista, desconsolada. Se suponía que tenía que mirar.
Los rōnin habían insistido en que todo el pueblo mirase, porque
decían que era un castigo por ocultarles comida. Como si hubiera
comida que ocultar... esto era pura y simple crueldad, nada más.
Había visto suficiente como para reconocerla.
Un movimiento atrajo su mirada hacia el campo desolado más allá
de la última choza. Se acercaba un estandarte. Los rōnin no se
habían dado cuenta, ocupados con su brutal divertimento.
Los hombros de la anciana se hundieron. ¿León? ¿Grulla? Apenas
importaba. Su aldea había cambiado de manos tres veces en los
últimos cinco años, y cada vez su situación había empeorado.
Pero el estandarte no era amarillo ni azul. Era verde. Y al acercarse
más rápidamente, vio que el símbolo que llevaba dibujado era una
forma sinuosa y retorcida.
¿Un dragón?
***
Mitsu subió de un solo salto a lo alto de una choza, abrió la boca, y
exhaló.
Una oleada de llamas pasó sobre las cabezas de los rōnin reunidos
en la plaza del pueblo. La repentina sorpresa ante la aparición de un
hombre medio desnudo, cubierto de tatuajes y exhalando llamas,
hizo que mercenarios y plebeyos por igual saliesen corriendo. Los
gritos de los heimin le hicieron sentir una punzada de
arrepentimiento. Lo arreglaré después.
Ahora mismo, otras cosas demandaban su atención.
Los dos bushi de su grupo de exploradores cargaron desde detrás
de la choza, lanzando gritos de guerra.
Cuando Mitsu cambió de postura, la destartalada paja de la choza
se hundió peligrosamente bajo sus pies. Se le apareció una imagen
en la mente, la del heredero del Campeón del Clan del Dragón
cayendo de forma ignominiosa a través de un agujero en un techo...
antes de que pudiese ocurrir dio un salto para reunirse con sus
aliados.
Al aterrizar, el tatuaje del tigre de su espalda cobró vida, y una
energía salvaje recorrió sus brazos y transformó sus manos en
zarpas. Cuando Mitsu abrió de nuevo la boca lo que salió de ella no
fue fuego, sino un potente rugido gutural.
Su primer golpe impactó a uno de los rōnin en el hombro,
destrozando los cordones de su armadura y dejando profundos
surcos ensangrentados en su piel. Un golpe en la barbilla lanzó
hacia atrás la cabeza del hombre, tras lo que Mitsu se hizo con su
espada y la lanzó hacia uno de los compañeros del rōnin que se
acercaban para unirse al combate.
El poder del tigre era tanto una bendición como una maldición. Su
ferocidad era estimulante, le permitía ignorar la moderación y
lanzarse a la batalla, pero le impedía hablar para dar órdenes a sus
aliados. Perdieron la oportunidad de rodear a uno de los rōnin como
haría un grupo de lobos al aislar al ciervo más débil de la manada.
La sorpresa había proporcionado una gran ventaja inicial a los
Dragón, lo que les ayudó a despachar a cuatro mercenarios y a
apartar a un quinto fuera de alcance, sangrando y sin armas... pero
la sorpresa no les serviría de mucho más a partir de ese momento.
El líder de los rōnin ladró unas órdenes a sus hombres para que se
agruparan en una unidad más organizada. Incluso con cinco
muertos, el pequeño grupo de exploradores de Mitsu seguía siendo
inferior en número, y ahora no podía utilizar su aliento de fuego
contra ellos sin incendiar también la aldea. Sin palabras, hizo un
gesto a sus bushi para que se pusiesen de espaldas a la pared de la
cabaña más cercana, mientras hacía un recuento de los enemigos
supervivientes e intentaba recordar cuántos de ellos habían visto al
principio. ¿Podría alguno de los rōnin haber dado un rodeo para
flanquearlos?
Oyó un débil trueno, pero el cielo estaba despejado.
Mitsu sonrió.
Un latido más tarde, Mirumoto Hitomi entró en la aldea como un
ejército de una sola mujer, con su katana y wakizashi en alto. Tras
ella avanzaba una veintena de bushi y ashigaru a pie, sus
estandartes de espalda ondeando mientras corrían. Los rōnin ni
siquiera intentaron resistir: salieron corriendo inmediatamente en
todas las direcciones disponibles, excepto hacia Mitsu.
El joven dejó que la energía del tigre se retirase hacia el tatuaje,
ofreció una reverencia a Hitomi, y fue a convencer a los plebeyos de
que salieran de sus escondrijos.

Hitomi se lo encontró hablando con los plebeyos a los que habían


obligado a bailar, que se encontraban ahora vestidos ahora
decorosamente y descansando a la sombra del granero de la aldea.
Mitsu la vio detenerse a corta distancia y esforzarse por controlar su
ira. Era consciente de que, para ella, aquella situación era
complicada. Mitsu era el samurái de mayor rango del destacamento
Dragón, y había visto más del Imperio fuera de las fronteras de su
clan que todos los demás juntos. Pero Mitsu era un monje, no un
líder militar, por lo que Hitomi estaba al mando, y debía dar órdenes
a un hombre que en cualquier otra situación era su superior social.
Cuando logró asumir algo similar a la calma, se acercó. —
Deberíamos hablar.
Con lo que quería decir lejos de los plebeyos. Mitsu asintió y se
excusó. Hitomi se controló hasta que llegaron al borde de la aldea,
donde nadie podía oírles. Entonces se puso las manos detrás de la
espalda y dijo: —Se suponía que estabais explorando. No atacando
aldeas aleatorias.
Mitsu se encogió de hombros. —Al explora vi a un grupo de rōnin
torturando campesinos. Así que tomé medidas.
—Por vuestra cuenta. Enviando a vuestros ashigaru para avisarme
cuando era demasiado tarde para deteneros, ¡porque sabíais que lo
haría! —un músculo se tensó en la mandíbula de Hitomi.
Había algo de verdad en aquella afirmación, pero no su totalidad. —
Si hubiera esperado, los plebeyos podrían haber muerto.
—¿Y qué? —dijo en un gruñido—. ¡No estamos aquí por esos
plebeyos! Tenemos una misión más importante, que nos ha
encomendado el campeón de nuestro clan, ¡y vos la habéis puesto
en peligro!
Hitomi mantuvo el autocontrol suficiente como para mostrar el
respeto que exigía su rango, pero sus palabras eran contundentes y
airadas. Mitsu no la insultó fingiendo que no entendía por qué. Se
encontraban en mitad de un territorio en disputa al oeste de Toshi
Ranbo, no lejos de la ciudad León de Oiku... y no tenían permiso
para estar allí.
Habían llegado hasta aquí sin percances, sorteando el puente
controlado por el Clan del León y cruzando el Río del Mercader
Ahogado con la ayuda de las oraciones de sus shugenja. Hitomi
creía que su ejército era de gran tamaño, y para los Dragón lo era,
pero a pesar de ello era lo bastante pequeño como para que, si se
movían con rapidez y se mantenían ocultos, no lo detectasen hasta
llegar a zonas firmemente bajo el control del Clan de la Grulla,
donde tendrían una mayor probabilidad de ser bienvenidos.
Detenerse a combatir contra rōnin no era, admitió, una buena forma
de evitar ser visto.
La mirada de Mitsu se dirigió a la otra punta del campo en el que se
encontraban. Antes de que alguien rompiera la presa que impedía
que el agua de riego se filtrara había sido un arrozal. Los diques
bajos que marcaban los límites de las parcelas habían sido
pisoteados, y aquí y allá hojas secas de plantas de arroz salpicaban
la tierra estéril.
Cuando la gente pensaba en la guerra, se imaginaba ejércitos
enfrentados, flechas volando, samuráis con armadura, ashigaru con
sus lanzas. Mitsu pensaba en lugares como aquel: pueblos que
deberían ser pacíficos y fértiles, aplastados y muertos.
—En mis viajes por el Imperio, he visto mucho sufrimiento. Parte de
estos por la voluntad de los kami: inundaciones, hambrunas y
sequías. No hay mucho que yo pueda hacer al respecto. Pero ¿la
crueldad humana? —extendió las manos—. Ahí sí puedo marcar la
diferencia. Para esto me ha entrenado mi orden, hatamoto: para
encontrar el equilibrio entre la contemplación y la acción. Si renuncio
a la compasión por miedo a que ayudar a los necesitados me cause
problemas, si me escondo de mi enemigo y de mi deber, ¿qué clase
de samurái sería?.
Lo dijo en términos de su propio honor, pero no había forma de que
Hitomi no entendiese lo que quería decir, y tampoco tenía intención
de que así fuera. Él no era quién para discutir su decisión de
atravesar sin ser vistos los límites de las tierras León hacia
territorios más amistosos: ella estaba al mando, y tenía buenas
razones para evitar la confrontación. Pero Mitsu no iba a dejarla
ocultarse de las implicaciones de esa decisión.
El cuerpo de Hitomi se tensó. —Esos rōnin fueron contratados por
los Grulla —dijo ella—. El mismo clan en el que confiamos que nos
deje paso franco. Si os hubieseis coordinado conmigo de antemano,
si hubierais presentado vuestros argumentos y me hubieseis
convencido de que valía la pena arriesgar nuestro auténtico deber
por ello, entonces podría haber rodeado la aldea y haberme
asegurado de que ninguno de los rōnin escapase. Pero tal como se
desarrolló la situación, uno de ellos escapó. He mandado
exploradores en su busca, pero ¿qué creéis que pasará si llega
primero hasta los Grulla?
Mitsu trató de controlar una mueca de desazón. Había creído que
esta zona seguía bajo el control de los León, y que los rōnin estaban
a sus órdenes. La participación Grulla era... una cuestión diferente.
Era un ise zumi y un maestro de la orden de Togashi, entrenado a lo
largo de muchas vidas para canalizar el poder de sus tatuajes en los
momentos y lugares adecuados para marcar la diferencia, pero
ningún tipo de entrenamiento podía garantizar una perfecta
comprensión del mundo que le rodeaba. Incluso ahora, había
cometido errores.
Mitsu no se arrepintió de su elección, pero entendía la ira de Hitomi.
Antes de que pudiese encontrar una forma de disculparse por la
parte de la que se arrepentía, ella se giró de repente hacia la aldea,
y sus manos se dirigieron hacia sus espadas.
La anciana que se acercaba a través del campo muerto no era
ningún tipo de amenaza. Pero en territorio enemigo, Hitomi no
estaba dispuesta a arriesgarse. Mitsu dijo: —Su nombre es Suna.
Me estaba ayudando a atender a las víctimas.
Hitomi no se relajó.
A una respetuosa distancia, Suna se detuvo y se agachó
rígidamente hasta el suelo. —Samurái-sama. No podemos
agradecerlos lo que habéis hecho lo bastante. Nuestras humildes
vidas no valen mucho, pero…
Mitsu se acercó a ella y la puso en pie. La tela de su kimono era casi
tan fina y desgastada como su piel, bien remendada con otros
materiales. —Abuela, levántate. Esos rōnin eran bestias sin honor;
nunca deberías haber tenido que sufrir a sus manos.
La mujer se mantuvo medio inclinada, moviéndose arriba y abajo en
una serie de reverencias mientras reiteraba su gratitud. —Por favor,
honradnos aceptando nuestra humilde hospitalidad durante esta
noche. Todo cuanto tenemos es vuestro.
—Nos quedaremos —dijo Hitomi, sorprendiendo a Mitsu—. Habla
con Mirumoto Akitake, el hombre con la armadura lacada con un
dibujo de una montaña. Él se ocupará de los preparativos.
Suna le dedicó unas cuantas reverencias y agradecimientos más, y
luego retrocedió con pasos cuidadosos y cojeantes por el áspero
suelo. Cuando se fue, Mitsu dijo, —Eso fue cortés. Esperaba que
insistierais en que siguiéramos adelante —era muy posible que la
hospitalidad de esta aldea fuera menos confortable que acampar al
aire libre. Sin embargo, supondría una carga para los campesinos...
vería si podía contribuir con sus propias provisiones.
—No lo hice para ser cortés —soltó Hitomi—. Está a punto de
anochecer, y poner unos pocos kilómetros más entre nosotros y
quienquiera que venga a por nosotros no cambiará mucho las
cosas. La única pregunta es si serán los León o los Grulla.
***
El amanecer trajo consigo un mar de estandartes marrón y oro.
Mitsu mantuvo la boca cerrada, observando a Hitomi contemplar la
escena. Había hecho preparativos la noche anterior para que los
Dragón se defendiesen, pero a pesar de las advertencias de Mitsu,
había subestimado el tamaño de la fuerza que se acercaba.
El contingente de Hitomi estaba compuesto por un mayor número de
soldados de los que su clan había reunido desde que se tenía
recuerdo, pero este ejército, que era apenas una fracción de la
totalidad de las fuerzas León, les sobrepasaba sustancialmente en
número. Y no eran sólo soldados: viajaban con cocineros,
lavanderas, peones de caballerizas, herreros... un segundo ejército
completo para apoyar al primero. Los Dragón llevaban sus propios
sirvientes, pero la pobreza y el pragmatismo hacían que la suya
fuese una unidad de movimiento rápido, reducida a lo esencial. A lo
que se enfrentaban ahora era a una ciudad ambulante.
Hitomi nunca admitiría que aquello la intimidada. A la edad de ocho
años había intentado retar a Hida Yakamo a un duelo por la muerte
de su hermano; entre la espada y la pared caería luchando, sin
importar lo difícil que fuese la situación. Pero eso no serviría a los
propósitos de nadie en aquel momento.
Mitsu divisó un estandarte conocido entre los demás. —Ikoma
Tsanuri —dijo.
Las manos envueltas en guanteletes de Hitomi se cerraron en
puños. —No están familiarizados con las capacidades Dragón,
especialmente las de los ise zumi. Si lo aprovechamos...
—En el mejor de los casos, sólo algunos de nosotros
sobreviviremos para continuar, y nos habremos enemistado aún
más con los León —una idea empezó a tomar forma en la mente de
Mitsu—. Dijisteis que los rōnin se encontraban a las órdenes de los
Grulla, hatamoto. Aprovechémoslo, y pidamos una audiencia a
Ikoma-sama.
Se encontraron en el mismo campo pisoteado donde él y Hitomi
habían hablado, a plena vista de ambos ejércitos. Pero no de pie en
la tierra: Los soldados León sacaron esteras de tatami y
construyeron rápidamente una plataforma baja, con cojines, mesas
y té para que se arrodillasen sobre ella.
Hitomi pasó el tiempo preparándose a su manera. La posición de
Mitsu hacía que las negociaciones diplomáticas fuesen su
responsabilidad, pero si fracasaba le correspondería a Hitomi liderar
a los Dragón para que luchasen por su libertad. Estaban invadiendo
el territorio de otro clan, aunque dicho territorio estuviese en disputa
con los Grulla; Tsanuri estaría totalmente en su derecho de enviarlos
de vuelta al norte, o incluso de masacrarlos allí mismo.
—Ayer por la tarde capturamos un rōnin —dijo Tsanuri una vez que
terminaron las cortesías iniciales—. Mis capitanes creyeron al
principio que estaba loco, ya que hablaba de un hombre que
exhalaba fuego. Pero conozco vuestra reputación, Togashi-sama.
Sólo me sorprende que atacarais una aldea sin provocación.
—¿Es así como lo describió? —dijo Mitsu, ocultando su ira con
humor—. Pensé que estaba tomando medidas para proteger a los
heimin contra los ataques de unos bandidos. ¿Quién habría creído
que los honorables Grulla contratarían a mercenarios que hacen
bailar desnudos a plebeyos y les disparan flechas por diversión?
La sonrisa se Tsanuri desapareció. Bien, no ha perdido su sentido
de la compasión. Mitsu la había visto una vez, hacía años, no
mucho después de que volviese de una temporada entre los
Unicornio. De todos los León que podrían haberlos encontrado aquí,
ella estaba lejos de ser la peor. —Ya veo —dijo ella—. Esta guerra
ha hecho que mucha gente se comporte de formas inusitadas. Por
ejemplo, el famoso y solitario Clan del Dragón parece haber hecho
marchar un ejército hacia nuestro territorio, sin hacer ningún intento
de acordar un paso seguro. ¿O acaso no recibí el mensaje?
Mitsu se las arregló para parecer sorprendido. —Perdonadme,
Ikoma-sama. Como vos decís, somos solitarios, y las noticias que
recibimos a menudo son anticuadas. ¿Este territorio no está en
manos de los Grulla? Y sin embargo, sus rōnin estaban aquí. Qué
raro.
Era un equilibrio delicado. Atribuir la disputada tierra a los enemigos
del León podía ser visto como un insulto... pero le brindaba la
oportunidad a Tsanuri de dejar pasar este incidente como un simple
malentendido, más que como un acto de guerra.
Si es que decidía hacerlo.
La mujer se sentó impasible, pensando. Tsanuri era una mujer
paciente; se había ganado su nombre de niña, cuando se quedó
sentada durante horas sobre una víbora negra para evitar que la
mordiera y la matara. Finalmente dijo, —¿Así que vuestros asuntos
aquí son con los Grulla?
Mientras los soldados León construían su plataforma y Hitomi se
preparaba para la batalla, Mitsu se había estado preparando a su
manera, contemplando los distintos derroteros por los que podría ir
aquella conversación. Ahora sonrió. —Me imagino, Ikoma-sama,
que habéis oído historias sobre la clarividencia que Tengoku creyó
conveniente otorgar a los campeones de nuestro clan.
Todo el mundo conocía esas historias. Los Dragón dependían
mucho de ellas, porque eso a veces les permitía salirse con la suya
en acciones que habrían provocado repercusiones contra cualquier
otro clan. ¿Quién quería decir que había ido en contra de la voluntad
de Tengoku?
Tsanuri asintió con cautela. —¿Decís que esa es la razón por la que
estáis aquí?
—La Grulla se verá obligada a dirigir su mirada hacia el interior —
citó Mitsu—. Esas fueron las palabras de Togashi-ue, antes de que
nos enviara al sur.
Tsanuri se inclinó hacia atrás, con los dedos golpeando brevemente
contra sus rodillas antes de que pudiera evitarlo. El entrenamiento
meditativo de Mitsu le fue muy útil en aquel momento, ayudándole a
mantener la respiración tranquila y calmada mientras ella pensaba.
—Estáis en territorio León, no Grulla —dijo finalmente. Una
declaración necesaria: no podía darse el lujo de conceder validez a
la reivindicación de otro clan, no si los León esperaban hacer suya
Toshi Ranbo—. Pero no os encontráis muy lejos de sus fronteras.
¿Me dais vuestra palabra de honor, Togashi-sama, de que vuestro
ejército no viaja con el propósito de ayudar a los Grulla en su guerra
contra mi clan?
—Os la doy —dijo Mitsu sin dudarlo.
—¡Ikoma-sama!
Tsanuri levantó una mano, deteniendo la protesta de su capitán
antes de que pudiese decir algo más que su nombre. Ciertamente,
los Cielos habían bendecido a Mitsu poniéndola a ella al frente de la
negociación. —Entonces os permitiré continuar, siempre y cuando
os dirijáis hacia el este y no volváis atrás. Si os encontráis en tierras
León dentro de dos días, nos veremos obligados a tratar vuestra
presencia como una invasión. ¿Lo entendéis?
Mitsu se inclinó, algo más profundamente de lo que la etiqueta
requería del heredero de un campeón de clan a un comandante del
rango de Tsanuri. —Os agradezco vuestra generosidad, Ikoma-
sama.
Al alejarse del campo le picaba la piel de los omóplatos, donde se
encontraba el tatuaje del tigre, pero Tsanuri era demasiado
honorable como para traicionarle; nadie le disparó. Hitomi estaba
esperando al borde de la aldea. —¿Funcionó? —dijo ella. Las
palabras eran una pregunta, pero su entonación era pura
incredulidad.
Mitsu asintió. —Cree que Togashi-ue nos envió aquí para interferir
con los Grulla.
Todo lo que le había dicho a Ikoma Tsanuri había sido verdad. El
campeón del clan había tenido una visión del futuro de los Grulla;
había dicho que volverían su mirada hacia el interior. Hasta donde
sabía Mitsu, aquello no tenía nada que ver con su misión... pero no
era culpa suya si Tsanuri había sacado conclusiones incorrectas de
lo que había dicho.
Hitomi exhaló lentamente. —Así que... ¿somos libres de irnos?
—Mientras sigamos viajando hacia el este —Mitsu volvió la vista
hacia el horizonte, donde la Dama Sol se elevaba lentamente en el
cielo—. Como vos dijisteis, hatamoto, nuestro deber se encuentra
en otro lugar.

Un final rápido
Por Lisa Farrell
Publicado originalmente en el pack de dinastía Elementos
desencadenados

—Un samurái honorable concede a su enemigo una muerte


gloriosa.
-Liderazgo, de Akodo

El sol naciente llenaba el cielo con una luz dorada, un color


favorable. Matsu Mitsuko entrecerró los ojos a causa del viento,
mientras observaba las oscuras formas de bushi montados que se
acercaban a toda velocidad entre la bruma matutina. Las púas de
sus yelmos les hacían parecerse más a oni con cuernos que a ki-rin.
Pero no eran demonios; el explorador había visto el emblema del
unicornio con melena de fuego de los estandartes Shinjo, junto a la
flecha azul hielo de los Minami Kaze. Hoy se enfrentaría con la
familia a la que había estado a punto de pertenecer. Sería un reto
digno, y si se hacía con la victoria contando con tan pocos efectivos,
su nombre sería recordado. Únicamente le quedaba esperar a ver
quién los dirigía, y saber qué amigo se había convertido hoy en su
enemigo.
Los jinetes eran rápidos y levantaban nubes de polvo a su paso,
pero se detuvieron de repente, justo fuera del alcance de los arcos.
El terreno situado entre los jinetes y Hisu Mori Toride era rocoso y
desigual, traicionero para los pesados caballos acorazados que
montaban. Desde esta distancia no podía distinguir sus rostros, pero
sí podía distinguir al comandante por su porte orgulloso. Shono...
Mitsuko se quedó sin aliento, y obligó a su rostro a mantener un
semblante duro como la piedra. El caballo de Shono se quedó
quieto como una escultura debajo de él, mientras que los demás
inclinaban la cabeza o daban unos pisotones con las pezuñas antes
de que sus jinetes pudieran calmarlos. Estaba segura de que la
había reconocido observándole desde la muralla. Su penetrante
vista no pasaba nada por alto.
—Cerca de treinta jinetes —dijo Hosokawa Tesshū mientras se
desplazaba para situarse junto a ella—. No tomarán la fortaleza con
una fuerza tan pequeña.
—Estamos aquí para luchar —dijo Mitsuko.
—Comandante... mis disculpas, pero no disponéis de los efectivos
necesarios para enfrentaros a ellos a campo abierto.
Mitsuko no dijo nada, pero bajó por la escalera hasta donde
esperaban sus soldados tras el portón. Habían formado en cuatro
filas perfectas. Sus rostros se mantenían firmes, y sus ojos brillaban
con expectación. Eran todos ashigaru, pero los ashigaru León eran
mejores que los de cualquier otro clan. Estos campesinos eran
leales a los Matsu, y habían sido entrenados para luchar en la Sexta
Legión. Carecían de la habilidad de los samuráis, pero no de su
devoción, y estaban dispuestos a morir por su clan. Para muchos de
ellos, esta sería su primera batalla, pero llevaban esperándola toda
su vida. Querían luchar y morir, ganarse una vida mejor, y hoy eso
era lo que importaba. Mitsuko tenía sus órdenes, así como el
corazón y los redaños de un auténtico León. No había lugar para
dudas.
—Mi caballo —ordenó, y un heimin llevó al animal a su lado. Mitsuko
colocó una palma en su cálido cuello, y la cabeza del corcel se giró
hacia ella con un resoplido. Ella le devolvió el saludo. Había sido un
regalo de su prometido, pero ella prefería combatir con los dos pies
bien plantados en el suelo, sin depender de nada aparte de sí
misma. Se subió a la silla de montar y sujetó las riendas siguiendo la
costumbre Unicornio que Shono le había enseñado, teniendo
cuidado de que su postura permaneciese relajada pero alerta. Le
demostraría que lo recordaba.
—Abrid el portón.
Ahora sus soldados y los jinetes podían verse, estudiarse
mutuamente. La León no hizo la señal de avanzar. Se encontraría
con él a solas.
—¿Es prudente? —preguntó Tesshū, cortándole el paso mientras se
adelantaba—. El honor Unicornio no es digno de confianza.
—Estáis aquí para documentar e informar, no para aconsejar —dijo.
El historiador era demasiado presuntuoso. Espoleó a su caballo al
trote y Tesshū se apartó mientras ella atravesaba el portón.
Mitsuko se alegró al ver que Shono hacía lo propio, adelantándose
en solitario desde sus filas para encontrarse con ella en el
serpenteante sendero a través de las escarpadas rocas. Una jugada
inteligente: Shono trataría de sacarlos de la fortaleza si podía, y
llevarlos a un terreno más despejado donde sus jinetes tuvieran
ventaja. Puede que esperase ganar a pesar de todo, pero no era
tonto. Sabía que la fortaleza sería difícil de tomar, y conocía la
aptitud León para la guerra; ella misma le había instruido en ello.
Mientras se acercaban, ella casi sonrió. El largo cabello de Shinjo
Shono ondulaba tras él con la brisa. El viento en su cabello le daba
sensación de libertad, le dijo. Los dos se acercaron hasta quedar a
unas dos espadas de distancia. Podía ver el color azul celeste de
sus ojos.
—Matsu Mitsuko —dijo, su voz clara y fuerte—. Los León han
ocupado esta tierra de forma ilegal. Exijo que se retiren.
—Shinjo Shono, tal como dice el decreto, sólo tomamos lo que es
nuestro por derecho —se detuvo, bajando un poco la voz—. Los
Unicornio han roto una promesa —afirmó—. Merecemos una
recompensa.
Los ojos de él se posaron sobre la yegua que cabalgaba ella, el
último regalo que le hizo, pero no dijo nada.
—Exijo que os retiréis —dijo Mitsuko.
—Entonces os desafío —respondió él—. Combatamos por Hisu Mori
Mura.
Ella sacudió la cabeza. Era un pensamiento noble, pero imposible.
—Tengo órdenes —le dijo—. Debemos aguantar, hasta el último
soldado. Hisu Mori Mura es nuestro. Para tomarlo, tendréis que
matarnos a todos.
Shono se detuvo, considerando su respuesta, y ella maldijo
interiormente cuando su caballo se movió bajo ella. ¿Podría sentir
su tensión, aunque se la hubiese ocultado a todos los demás? El
viento se levantó, su toque amargo, y una repentina ráfaga de viento
la obligó a pestañear para sacarse polvo de los ojos. Esperaba que
Shono no lo tomara por lágrimas. Necesitaba que su determinación
se mantuviese firme, como lo era la suya, a pesar de que una parte
de ella desearía que ambos pudieran huir juntos a caballo, allá
donde les llevara el viento.
—Entonces tendremos que mataros a todos —afirmó, su mirada
fría.
Ella asintió enérgicamente. Quiso decir más, pero Shono espoleó a
su caballo más rápido de lo que ella pudo hacer moverse al suyo, y
galopó de vuelta a sus filas. Mitsuko apretó los dientes y tiró de las
riendas, pateando al caballo más fuerte de lo que había querido.
Volvió con sus soldados y desmontó. El portón ya estaba
cerrándose tras ella.
—¡Hosokawa! —llamó, y el hombre apareció enseguida—.
Observad —dijo ella—, pero si la fortaleza cae, cabalgad a toda
velocidad para comunicar la noticia al señor Matsu Gohei. Ganemos
o perdamos hoy, debe saber que la guerra ha comenzado.
—Por supuesto, Mitsuko-sama —contestó el jizamurai. Documentar
y cabalgar, ese era el juramento que su familia había hecho a los
Ikoma. El hombre hizo una reverencia rápida y se llevó su caballo.
Mitsuko volvió a su puesto en lo alto de la muralla, y vio a los
Unicornio retroceder por donde habían venido. ¿Qué pasaría si
simplemente siguieran adelante y no combatieran después de todo?
Pero no iba a ser así. Con una velocidad y precisión que provocaron
su admiración, la mitad de los jinetes salieron disparados en una
dirección y la otra mitad en la contraria, sus cascos retumbando
mientras giraban para atacar la fortaleza por los dos lados. Tras la
fortaleza se encontraba el pueblo evacuado que todos habían
venido a reclamar. un montón de casas vacías por las que muchos
iban a morir. Los jinetes se mantuvieron justo más allá de las rocas,
pero se movían de forma constante, entrando y saliendo del alcance
de las flechas.
—¡Flecha de señales, ahora! —gritó al arquero que aguardaba sus
órdenes, y que disparó una flecha silbadora al aire sobre el
enemigo.
Mitsuko levantó su abanico. Sus soldados ya se encontraban en
posición con los arcos en la mano. La caballería atacó. Cuando la
mayoría de los Unicornio se pusieron dentro del alcance de los
arcos, hizo una señal, y las flechas llovieron sobre el enemigo. Un
caballo tropezó y cayó, luego otro, pero sus jinetes saltaron y
aterrizaron a salvo. Entonces las flechas Unicornio impactaron
contra la fortaleza con notable precisión, y sonaron los gritos de los
heridos. Volvió a mover su abanico y los arcos cantaron una vez
más, pero los Unicornio se pusieron fuera de su alcance antes de
que cayesen las flechas. Ninguna flecha alcanzó su objetivo. Si los
kami estaban de su parte, los arqueros del otro lado de la fortaleza
habrían tenido más éxito.
Cuando se les acabaran las flechas, ella conduciría a sus soldados
al encuentro del enemigo. Si hubiera contado con infantería Matsu,
ya lo habría hecho. Era una forma mejor de luchar, pero tenía sus
órdenes. Los jinetes Unicornio se estaban acercando de nuevo, y
una llama parecía parpadear en la palma de cada uno de ellos.
—¡Fuego! —exclamó antes de que cayeran las primeras flechas. Se
giró para ver a una de ellas atravesar una ventana que daba a la
torre de vigilancia. Ladró órdenes y los heimin corrieron a apagar las
llamas. Al otro lado de la muralla, los jinetes cabalgaban en un
patrón aleatorio, sin proporcionar a los arqueros un blanco fácil.
Volvió a girar su abanico y más flechas impactaron contra el suelo,
desperdiciadas. Si hubiera tenido arqueros Ikoma, habrían acertado
a más caballos.
Otra andanada de flechas ardientes cayó sobre la fortaleza: su
objetivo era la propia estructura de madera. ¿Así que los Unicornio
estaban dispuestos a quemar el lugar hasta los cimientos en lugar
de permitir que siguiese en manos León? No iba a esperar a que la
ahumaran.
—¡A las puertas! —gritó, bajando por la escalera y poniéndose en
posición ante su unidad. Había perdido cuatro soldados, eso era
todo. Todavía le quedaban efectivos suficientes para llevar a cabo el
plan. Cuando se abrió el portón, condujo a las tropas en una carga
caótica hacia las rocas para encontrarse con los caballos, y derribó
con su naginata al jinete más cercano. Se adelantó y su acción se
vio recompensada por el sonido del metal atravesando armadura y
acabando en la carne. Lanzó otro ataque con su arma y cercenó las
piernas de un Unicornio desmontado. La cimitarra del soldado salió
volando de sus manos.
—¡Por los Matsu! —gritó Mitsuko con su naginata en alto— ¡Por el
León!
Sus ashigaru dejaron cojos a los caballos situados dentro del
alcance de las largas hojas de sus naginata, intentando desmontar a
un jinete con cada estocada. Más caballos cayeron, y sus jinetes
cayeron rodando y se pusieron en pie de inmediato para acto
seguido lanzarse contra los León con sus cimitarras. Mitsuko se
interpuso entre ellos cuando uno de sus soldados juzgó mal el
ataque y su arma se quedó enganchada en una silla de montar,
arrancándola de sus manos. La joven clavó su naginata con fuerza
en el costado de un jinete que se acercaba, apartando su cadáver
del caballo y dando tiempo al soldado para que recuperara su arma.
—¡Compensa tu error! —gritó, y se abrió paso entre la multitud,
buscando a Shono. Él aún iba a caballo, pero no lo veía. ¿Temía
enfrentarse a ella? Se oyó un crujido cuando un caballo se levantó y
pateó a un soldado cercano, partiéndole la espalda. Mitsuko dio un
salto hacia delante y golpeó al tiempo que ese mismo caballo
trataba de darse la vuelta, pero perdió el equilibrio al pisar un
cadáver bajo ella. Un destello de oro lo señalaba como uno de los
suyos. Los Unicornio habían perdido un puñado de caballos, pero no
era suficiente. Se girase hacia donde se girase veía caer guerreros
León que se llevaban por delante a tantos como podían. Cada vez
quedaban menos.
Ahora nadie podía ver el abanico, así que gritó a voz en cuello, —¡Al
pueblo!
Los soldados León supervivientes, que sorprendieron a los
Unicornio con su inusual retirada, treparon sobre las rocas y se
dirigieron a la aldea de Hisu Mori. Habían estado preparados para
su señal, sabían el plan que su señor les había asignado. Mitsuko
corrió con ellos, saltando sobre las rocas, mientras veía a los
Unicornio reagruparse y dar vueltas hasta darse cuenta de cuál era
su destino. Rodearon las rocas mientras disparaban flechas a sus
soldados. Dos desafortunados León cayeron, atravesados por la
espalda como cobardes. Pasó junto a sus cuerpos y se lanzó entre
las casas mientras flechas golpeaban el suelo a sus pies.
Los jinetes los siguieron hasta las estrechas calles. Sus cascos
retumbaban sobre la tierra seca, que se había endurecido en
profundos surcos. Los León ya habían desaparecido y habían
llegado a sus nuevas posiciones. Allí les aguardaba un nuevo
suministro de arcos y flechas, escondidos en las casas de los
campesinos, junto con espadas sacadas de la fortaleza, espadas sin
probar que hoy podrían recibir un nombre.
Mitsuko aguardó en un pequeño altar, donde había dejado una daga
como ofrenda a Bishamon antes del amanecer. Susurró una oración,
para tener una buena muerte aquel día y honrar con ello a sus
antepasados.
—¡Manteneos unidos! —era la voz de Shono. Mitsuko miró desde la
oscuridad de la puerta. Estaba decidida a enfrentarse a él en
solitario.
Le habían prohibido aceptar su desafío, pero si luchaba contra él
ahora nadie se atrevería a interferir. Ya había cumplido su misión,
tanto si vencían como si no.
Shono reunió a sus tropas, y lo rodearon mientras avanzaban hacia
el centro de la aldea. Una joven mujer caminaba a su lado,
hablándole, pero Mitsuko no pudo oír sus palabras.
La mujer vestía la armadura de las Doncellas de batalla que Mitsuko
había expulsado de aquella aldea. Puede que supiera qué calles
evitar con los caballos. Era mejor actuar ahora.
Mitsuko levantó su abanico para captar la luz, y al ver su señal los
arqueros dispararon a corta distancia contra el cauteloso grupo de
Unicornio desde los edificios circundantes, hiriendo a muchos. Las
flechas se detuvieron mientras la guerrera salía a la calle, y sus
guerreros salieron corriendo para combatir con espadas. En aquel
instante sopló un gran viento por el pueblo, que asustó a los
caballos y a punto estuvo de derribar a Mitsuko. Parecía una
advertencia.
—¡Enfréntate a mí, Shono! —llamó, dejando que la emoción de la
batalla se antepusiera a sus modales—. ¡Pelea conmigo!
El joven se giró hacia ella, ignorando la batalla que le rodeaba, pero
ella pudo ver el dolor en su rostro, la tensión de sus labios, las
líneas que atravesaban su frente. Sus camaradas estaban muriendo
a su alrededor, pero ahora que no le veían, dejaba que la compasión
le ablandara los ojos. Su caballo giró la cabeza en su dirección y
pensó que Shono cabalgaría hacia ella, pero entonces se alejó
deliberadamente para unirse a la turba.
—¡No! —gritó, corriendo tras él, lanzando ataques a hombres y
caballos en su camino, enfurecida—. ¡No demuestres ser un
cobarde! ¡Eres un Unicornio sin honor, como tu madre! ¡Lucharás
contra mí!
Saltó hacia él y atravesó las patas de su caballo, haciéndole caer al
suelo. Shono se puso en pie de inmediato, con su cimitarra en alto,
pero ella saltó hacia atrás y tiró su naginata a un lado. Eso le hizo
detenerse.
—Ahora debes luchar contra mí —dijo en voz baja, desenvainando
su katana y moviéndola hacia delante. Shono saltó a un lado, y
lanzó su espada en un arco descendente hacia ella, pero la mujer se
giró y volvió a atacar hacia delante, golpeando contra la armadura
de su hombro, pero sin llegar al cuerpo. Sus ojos parecían arder con
un fulgor azulado, había en él una ferocidad que nunca antes había
visto, que reflejaba la suya. Ahora ambos podrían combatir, y uno de
ellos se ganaría una buena muerte.
—¡León desalmada! —escupió mientras ella corría hacia él, y vio
demasiado tarde la hoja curva que en otra época le había ganado
sus burlas por ponerla en su camino. Su propio impulso empujó la
espada a través de su armadura y hasta la suave carne de su
vientre. El dolor la dobló, pero mantuvo aferrada su propia espada
mientras caía de lado al duro suelo.
Sangre en su boca, en su nariz el olor del humo proveniente del
incendio en la fortaleza. El suelo temblaba con el martilleo de los
cascos.
Los León habían perdido. Ella había perdido. El fuerte sonido que
llenaba sus oídos hacía que le fuera imposible saber si la batalla
había terminado o no, pero entonces Shono se arrodilló junto a ella
y le puso la cabeza en su regazo. No lo habría hecho si todavía
hubiera soldados con quienes combatir.
—¿Deseaste la muerte hoy? —preguntó él, y la amargura de su voz
le dolió. ¿Acaso no podía ver que aquello era necesario? Las
acciones de su madre les habían llevado a esto. Los León y los
Unicornio eran iguales en muchos aspectos. Ojalá compartiesen la
devoción León por el Bushidō. Pensó que Shono lo entendería.
Mitsuko le miró fijamente a la cara, brillando contra el pálido cielo.
Aquel día las Fortunas habían bendecido más la espada de él que la
suya, pero su corazón se alegraba. No deseaba verle desangrarse,
ver aquella luz apagarse en sus ojos. Mientras ella se unía a sus
antepasados, él viviría solo, se enfrentaría a las consecuencias de
sus actos, le impondrían decisiones imposibles.
—Hemos ganado —dijo con tristeza—. El pueblo es nuestro.
No sabía si hablaba con ella. Su cara estaba inclinada hacia arriba,
su mirada sobre ella. Si sólo pudiera responder, explicarle su
verdadero propósito. Al tomar el pueblo aquel día, había dado
comienzo a una guerra que los Unicornio no podían ganar. Había
incitado a los bushi Unicornio a derramar sangre León. Ahora, ni
siquiera el propio Emperador podía negarle a su clan el derecho a
librar una guerra. Pero el deber la hizo mantenerse en silencio; no
podía advertirle.
Entonces la miró. Su expresión era feroz pero sus manos, que
acunaban su cabeza, eran suaves. ¿Dónde se le había caído el
yelmo? ¿Aún sostenía su espada? No podía sentir los dedos.
—¿Era esto lo que querías? —preguntó—. ¿Morir a mis manos?
—Yo quería… —logró decir, y tosió; su cuerpo se sacudió de forma
más dolorosa de lo que había sido su herida—…quería luchar a tu
lado —le dijo—. Eres espléndido en combate, Shono.
La mirada de él se dirigió hacia su vientre, y Mitsuko vio cómo el
dolor dibujaba líneas alrededor de aquellos hermosos ojos. Quería
decirle que fuera fuerte, pero él estaba viendo cómo su vida se
apagaba, podía verlo en su rostro. Le quedaba poco tiempo.
—Perdóname —susurró. Su control sobre la vida, y su autocontrol,
se le escapó un poco.
Tal vez no le había escuchado. Muy suavemente, muy despacio,
levantó la cabeza de ella lo suficiente como para mover las rodillas
de debajo de ella. Puso su cabeza en el suelo frío. Se levantó y le
pareció un gigante, tan lejos que le dolía mirarlo. Cerró los ojos y
escuchó, más allá del rugido de la sangre en sus oídos, mientras
sus pasos se alejaban de ella.
Cuando abrió los ojos, le vio inclinarse sobre su caballo y acabar
con su sufrimiento. Vio a la bestia temblar, su vientre levantarse y
caer una última vez cuando la vida lo abandonó. Mitsuko gritó
mientras un espasmo de dolor se apoderó de ella de repente, pero
Shono no miró hacia atrás. La dejó, su cabello oscuro azotando al
viento tras él, y los últimos supervivientes le siguieron.
Mitsuko se quedó allí tendida, con los cadáveres de sus guerreros,
con el caballo muerto y el sonido del viento a través del santuario
cercano.

El tigre acecha a su presa


Por D.G. Laderoute

Los jardines eran el único lugar de la Ciudad Prohibida lo


suficientemente tranquilo como para permitir a Akodo Toturi
reflexionar sobre sus pensamientos. El equilibrio de poder en Toshi
Ranbo había cambiado gracias a una exitosa contraofensiva;
entretanto, los Unicornio habían lanzado su propia ofensiva contra
Hisu Mori Mura. Matsu Tsuko aguardaba la orden de izar todos sus
estandartes para ir a la guerra... órdenes que se vería obligado a
dar. Las pesadillas de la pobre Kaede se habían ido recrudeciendo
hasta el día en que su padre abandonó misteriosamente Otosan
Uchi…
Kaede dijo que ni siquiera podía sentirle en el Vacío. ¿Cómo era eso
posible, a menos que el señor Ujina se hubiese ocultado de ella a
propósito?
Ahora ella era incapaz de dormir, y el intentarlo sólo empeoraba sus
dolores de cabeza y náuseas. Toturi no podía acallar sus
preocupaciones y pensamientos el tiempo suficiente como para
quedarse dormido durante más de una hora. Era como si estuviera a
la deriva en una neblina mientras sus pensamientos se retorcían
sobre sí mismos, o no llevaban a ninguna parte en absoluto.
Se detuvo a la orilla de un estanque de carpas koi rodeado de
hierba impecablemente cortada. Varios vasallos estaban sentados
en un chashitsu, una casa de té con vistas al estanque, mientras un
destacamento de guardias de honor Seppun se mantenían firmes
alrededor del claro.
Una figura solitaria junto al estanque ejecutaba los movimientos de
una kata: El tigre acecha a su presa, un ejercicio diseñado para
acentuar la paciencia y el control mediante movimientos lentos y
deliberados que evocaban a un gran felino durante una cacería. Era
una kata básica, que se aprendía a una edad temprana y que la
mayoría de los bushi usaban con frecuencia. Pero el practicante no
era un joven samurái en formación, sino Hantei XXXVIII, el
mismísimo Emperador de Rokugán.
El Emperador pasó del quinto movimiento de la kata al sexto... del
sexto al séptimo. Si su posición social no se lo impidiese, habría
criticado la transición en los movimientos del Emperador, la
colocación de sus pies, el ángulo de los hombros, la inclinación de la
cabeza. Todos estaban un poco fuera de lugar, los movimientos
deberían ser suaves en lugar de ligeramente vacilantes, titubeantes
incluso. La katana temblaba visiblemente en sus manos. Pero no le
correspondía a él juzgar al Hijo del Cielo.
El Emperador trastabilló, perdiendo el equilibrio en mitad del octavo
movimiento. Logró recuperar el equilibrio antes de caer, se detuvo y
volvió a comenzar desde el principio del séptimo movimiento.
Los rostros de los asistentes y de los vasallos en la casa de té se
mantuvieron pétreos, sin revelar ningún signo de desaprobación
ante los esfuerzos del Hantei.
—Mis disculpas, Akodo-san —dijo una voz justo detrás de Toturi—.
Es lamentable que tengáis que ser testigo de semejante...
demostración impropia.
La voz pertenecía a Hantei Sotorii, hijo mayor del Emperador y
heredero al trono. Tras él caminaban otro par de guardias de honor,
sus caras obedientemente impasibles. Toturi se inclinó de inmediato,
luego se enderezó y miró al Emperador. El Hantei de mayor edad se
limitó a continuar con la kata, pero una de sus ayudantes en la casa
de té, miembro de la familia Otomo, había levantado su abanico
para que le cubriese la cara. Si ella había oído por casualidad el
comentario de Sotorii, seguramente el Emperador también lo había
hecho.
—Llovió el día que volví de Toshi Ranbo, alteza —dijo Toturi.
El chico frunció el ceño, perplejo. —¿Llovió...? —sacudió la cabeza
—. Me temo que no os entiendo, Akodo-san.
—Ya que parece que estáis ofreciendo disculpas en nombre de los
Cielos, pensé que podría recibir una por la lluvia que hizo que la
última parte de mi viaje resultase tan desagradable.
Sotorii mantuvo una expresión imperturbable mientras reflexionaba
sobre las palabras. Toturi simplemente esperó a que el joven Hantei
hablara, se marchase o continuase haciendo lo que fuera que
estuviese haciendo antes de sentir la necesidad de disculparse en
nombre del hombre cuyas acciones y palabras eran sacrosantas.
La confusión en el rostro del niño dio paso a una de comprensión
repentina, y luego a una ira fuerte y sombría. —Presumes
demasiado, Akodo-san.
Toturi hizo una profunda reverencia. —Tenéis razón, por supuesto,
alteza. Doy por sentado demasiadas cosas. Doy por sentado cosas
en nombre de los Cielos, que son equivocadas e indignas de mí.
Espero que aceptéis mis más sinceras disculpas.
La mirada de Sotorii se hizo aún más sombría. —Y yo espero que
encuentres satisfactoria tu carrera como Campeón Esmeralda,
Akodo-san... mientras dure. —el joven Hantei dio la vuelta y se
alejó, con sus guardias tras él. Toturi mantuvo su reverencia hasta
que Sotorii desapareció entre un grupo de árboles sakura que
cubrían uno de los senderos que se alejaban del estanque de
carpas koi.
Toturi se enderezó. No debería hacer enfadar al príncipe heredero,
especialmente con todo lo que está ocurriendo. Después de todo,
era el heredero al trono. Pero el chico aún no era Emperador. Y su
posición, digna de respeto o no, no le daba derecho a hablar mal del
hombre que no sólo era el Emperador, sino también su padre…
—Akodo-san.
Toturi se volvió otra vez. El Emperador se acercó a él, limpiándose
la cara con una tela blanca como la nieve. Un joven asistente le
seguía discretamente, con varios paños más.
Toturi se puso de rodillas y se postró en la hierba. El Emperador se
detuvo. —Por favor, Campeón Esmeralda, levantaos.
Toturi así lo hizo. —Deseabais hablar conmigo, majestad.
El Emperador asintió y continuó limpiándose la cara, reluciente de
esfuerzo y sudor, como un hombre que acabase de esforzarse
duramente y durante mucho tiempo. Sí, una kata debía ser exigente,
pero no tanto como para dejar a su practicante con un aspecto
tan.... enrojecido y agotado.
El Emperador finalmente entregó el paño al ayudante, que
inmediatamente le ofreció otro.
El Emperador le hizo un gesto con la mano para que se alejase, y
dijo, —Así es, Akodo-san, pero... no aquí. Podéis esperarme en el
Santuario del Kami Hantei, mientras me baño y adecento.
—Como deseéis, majestad.
Toturi hizo una reverencia y se retiró. Al hacerlo, vio que el
Emperador finalmente aceptó otro paño del ayudante, y lo usó para
limpiarse una vez más el sudor de la cara.
***
Toturi se revolvió al arrodillarse en el Santuario de Hantei, buscando
una posición más cómoda para las piernas. Echó una mirada a la
puerta por la que finalmente entraría el Emperador, y luego levantó
otro pergamino del montón que le había entregado un fervoroso
heraldo de la familia Miya. Podía intentar aplazar el papeleo hasta
otro momento, cuando estuviese más descansado, pero no tenía ni
idea de cuánto tiempo debería esperar al Emperador, ni de si alguna
nueva crisis se sumaría a sus preocupaciones.
El pergamino era otro edicto que debía revisar antes de que se
promulgara. Este hacía referencia a una revisión del tipo impositivo
sobre la cebada. Probablemente era importante a su modo, y
ciertamente parecía estar dentro de las responsabilidades del
Campeón Esmeralda, el principal ejecutor de la ley del Emperador y
por lo tanto también su principal recaudador de impuestos. Los
burócratas que lo habían redactado sin duda conocían su oficio y la
necesidad de tales detalles, así que se limitó a poner su hanko en el
pergamino como muestra de aceptación, y lo colocó a un lado de la
mesa lacada. Los siguientes pergaminos eran también detalles
administrativos esotéricos, tras lo que sólo quedaba un pergamino.
Toturi lo abrió... y frunció el ceño.
En la parte superior del pergamino estaban las habituales palabras
de introducción: “Un edicto...”, y nada más.
El resto del pergamino estaba tan en blanco como los muros sin
adornar que le rodeaban.
Toturi dejó el pergamino a un lado. Obviamente era un error: un
error que discutiría con el funcionario Miya que le había entregado
los pergaminos. Alguien pagaría muy caro un error tan flagrante, lo
cual era lamentable, pero al parecer la burocracia Imperial parecía
seguir el lema “todo lo que no es perfecto es un fracaso”…
Un suave murmullo rompió el sereno silencio al abrirse la puerta de
la habitación. Toturi había esperado a los Miya, no ver al propio
Emperador entrar sin ceremonias seguido por un joven que llevaba
un ornamentado juego de té. Tras la reverencia de Toturi, el Hantei
se arrodilló sobre un cojín en el lado opuesto de la única mesa de la
habitación, y luego hizo un gesto con la mano hacia el Miya.
—Hace poco le he cogido el gusto al té conocido como Flor de
Cristal —dijo el Emperador—, que cultivan los estimados Dragón. Al
parecer, crece en sus altas montañas, pero sólo cerca de donde los
árboles dejan paso a las nieves perpetuas. Espero que lo encontréis
tan delicioso como yo, Akodo-san.
—Estoy seguro de que lo haré, majestad —dijo Toturi, mientras el
Miya preparaba el juego de té. El Miya comenzó entonces la forma
abreviada de la ceremonia del té, conocida como chakai. Cuando
terminó, Toturi sorbió la humeante infusión. Era al mismo tiempo
empalagosamente dulce y fuertemente amarga, y en general, más
penetrante que agradable. Pero hizo un asentimiento de satisfacción
hacia el Emperador, y otro hacia el Miya, que se inclinó
profundamente, recogió las piezas innecesarias del juego de té, y se
retiró.
El Hantei ya no parecía tan acalorado como en el jardín. Ahora
simplemente parecía cansado. Cansado y... viejo. Como los viejos
monjes con los que Toturi se había relacionado durante su estancia
en el monasterio. Incluso la manera como la taza de té temblaba en
su mano....
—Bueno —dijo el Emperador, dejando la copa y señalando a la pila
de pergaminos—, ¿Confío que hayáis tenido tiempo para revisar
estos documentos?
—Lo he hecho, majestad.
Damos comienzo a las minucias burocráticas... Pero el Hantei cogió
el pergamino extrañamente vacío y lo puso sobre la mesa ante los
dos.
—Decidme, Akodo-san... ¿qué os ha parecido éste?
Toturi mantuvo su rostro tan inexpresivo como el pergamino.
Seguramente el Emperador era consciente de que no había nada
escrito en el papel... ¿no?
El Hantei le regaló con una leve sonrisa. —No os preocupéis,
Akodo-san. Soy muy consciente de que no tiene nada escrito. Al
menos, todavía no.
—Yo... lo siento, majestad. No entiendo...
—¿Qué pensáis del príncipe Sotorii?
Esta vez, Toturi no pudo reprimir un parpadeo de sorpresa. Se tomó
un momento para poner su taza de té en la mesa. ¿Estaba
probándolo el Emperador? ¿Era aquella la forma que tenía el Hantei
de sondear el carácter de su nuevo Campeón Esmeralda?
—Es... un joven decidido —dijo finalmente Toturi.
—La respuesta perfecta, por supuesto. Perfecta de la misma
manera que se podría decir que yo he fijado un nuevo estándar para
la ejecución de El tigre acecha a su presa. Es cierto, pero no
necesariamente halagador.
—Majestad, yo...
El Emperador levantó una mano. —No os estoy criticando, Akodo-
san. Es simplemente una.... observación —el Hantei bajó la mirada
hacia su taza de té—. Lo cierto es que mi hijo mayor no es sólo
determinado. Es arrogante y obstinado y me atrevería a decir que
puede llegar a ser cruel.
Toturi no dijo nada. Era, por supuesto, prerrogativa del Emperador
decir esas cosas de su hijo y heredero si así lo deseaba, pero sería
inapropiado que ni siquiera el Campeón Esmeralda hiciera algo más
aparte de reconocer que lo había dicho... y puede que ni tan siquiera
eso. Así que mantuvo el rostro cuidadosamente inexpresivo y
simplemente esperó a que el Emperador continuara.
—No necesitáis responder a eso, Akodo-san —dijo el Hantei—.
Hace poco os habéis enfrentado a la peor parte de su
comportamiento —el Hantei le dedicó una leve sonrisa de
arrepentimiento—. No es Hantei XVI, pero me temo que Sotorii no
entiende el camino que sigue... y a dónde puede llevar su viaje al
resto del Imperio. Con la debida guía y tutelaje, creo que algún día
podría convertirse en un líder fuerte y capaz, pero...
—Es joven —dijo Toturi—, y los jóvenes son apasionados, a
menudo en detrimento de palabras y acciones más meditadas y
reflexivas. Encontrar la sabiduría suficiente como para dejar de lado
la pasión es parte de la madurez.
—Ciertamente. Aprender tal sabiduría debería ser algo progresivo y
gradual, demostrado por los niños a medida que crecen y se
convierten en adultos, ¿no es así? Sin embargo, en el caso de
Sotorii...
El Emperador dejó las palabras suspendidas en el apacible aire del
altar. Toturi podía responder Tenéis razón, majestad, no sería un
buen Emperador. Sin duda ahora no, y quizás nunca. Pero no le
correspondía a Toturi, ni siquiera como Campeón Esmeralda, decir
algo así. Quizás debería simplemente reiterar que Sotorii es joven, y
sí, inmaduro, pero puede ser capaz de aprender y crecer. Y en
cualquier caso, es vuestro heredero, majestad, así que, ¿cuál es la
diferencia?
El silencio continuó, suavemente interrumpido por el irregular sonido
de campanillas de viento proveniente de algún lugar fuera del
santuario. Toturi intentó frenéticamente encontrar una respuesta,
dándose cuenta de que tenía que decir... algo, aunque toda esta
conversación le pareciese en cierto modo impropia.
—Majestad —dijo finalmente Toturi—, todos hemos visto crecer a
niños, convertirse en jóvenes samuráis, y luego continuar
madurando a medida que acumulan años y experiencia. Algunos lo
hacen muy rápidamente. Otros siguen un camino más... indirecto —
Toturi tocó la taza de té pero no la cogió—. Estoy seguro de que el
príncipe Sotorii encontrará y seguirá el camino correcto para
él....uno que lo llevará finalmente a la sabiduría y al buen juicio.
Interiormente, Toturi hizo un gesto de dolor ante sus propias
palabras. Tu esposa, Kaede, cree que puede estar embarazada,
pero aún no está segura...y aun así, te atreves a dar lecciones sobre
la maduración de los hijos. Eres presuntuoso, tal como dijo Sotorii.
Pero si el Emperador consideró presuntuosas las palabras de Toturi,
no dio muestras de ello. En vez de eso, alzó la vista de su taza de té
y miró directamente a los ojos del Akodo. Toturi, por supuesto,
nunca había mantenido antes un contacto visual tan directo con el
Hantei. Ahora se dio cuenta, con sorpresa, que los ojos del
Emperador estaban nublados, como si una fina y pálida bruma
cubriese el espacio detrás de sus pupilas. Pero a pesar de lo turbios
que parecían, su mirada estaba cargada de un propósito repentino.
—Puede que tengáis razón, Akodo-san —dijo el Emperador—. Pero
no estamos hablando de un joven samurái de uno de los clanes.
Estamos hablando del heredero al trono de Rokugán, un heredero
cuyo padre parece volverse más frágil cada día —el Emperador se
detuvo, y Toturi vio como desviaba la mirada hacia el pergamino en
blanco, permaneciendo allí un momento, para luego volver a
encontrarse con la suya.
—Sotorii no está lista para sentarse en ese trono. Mi corazón me
dice que tal vez nunca lo esté. Dije que era arrogante, obstinado y
cruel... pero no es sólo eso. Hay una oscuridad en su interior... una
sombra proyectada en su alma por algo que no comprendo. Pero si
voy a ascender pronto a la vida eterna en Yomi, se sentará en ese
trono.
Una vez más se oyó únicamente el silencio y las campanillas de
viento. ¿Debería protestar ante la sombría predicción del Emperador
de su propia muerte? ¿No sonaría aquello superficial y
condescendiente? ¿Y debería mostrarme de acuerdo o en
desacuerdo con la contundente valoración que el Emperador había
hecho de su propio hijo?
Sea como fuere, Toturi tenía que dar alguna respuesta. Abrió la
boca, listo para decir lo que esperaba que fueran las palabras
adecuadas, pero el Emperador empezó a hablar de nuevo.
—No puedo... no permitiré que eso suceda. Ahora el Imperio
necesita un gobernante fuerte, quizás más de lo que lo ha hecho en
mucho tiempo. Pero esa fuerza debe ser templada con la razón, la
reflexión y la voluntad de escuchar, reflexionar y transigir. Sotorii no
es ese gobernante. Daisetsu, mi hijo mejor, lo es.
Toturi frunció el ceño, y lo frunció cada vez más mientras meditaba
sobre la senda de los pensamientos y palabras del Emperador. —
Majestad, os ruego que me disculpéis... ¿estáis sugiriendo nombrar
al príncipe Daisetsu como vuestro heredero, en lugar de a su
hermano mayor?
El Emperador cogió el pergamino que estaba en blanco a excepción
de las palabras “Un edicto”, y lo puso sobre la mesa frente a él. —
No lo estoy simplemente sugiriendo, Akodo-san, estoy declarando
que esa es mi intención —alzó la vista del pergamino y la posó de
nuevo en los ojos de Toturi—. Pero eso no es todo. Mi intención es
abdicar y retirarme, y dejar el trono a mi hijo menor. Y como aún no
es mayor de edad, ascenderá como Emperador bajo la guía de un
regente, alguien fuerte y capaz, que pueda ayudarle a convertirse en
el gobernante que creo que puede ser y será. Ese regente será el
estimado Bayushi Shoju.
Toturi le miró fijamente.
Más tarde, reconocería haber sentido un orgullo indecoroso de no
haber permitido caer su máscara y revelar la profundidad de su
asombro ante las palabras del Emperador. Pero en aquel momento,
solo pudo quedarse sentado y mirar fijamente al Hantei.
La abdicación del Emperador... sólo había ocurrido un puñado de
veces a lo largo de la historia.
Sotorii pasado por alto... ¿cómo reaccionaría ese joven
tempestuoso?
Daisetsu ascendiendo en su lugar, el nuevo Emperador... su
genpuku tendría que ser apresurado, lo que haría que llegase a la
edad adulta antes de estar verdaderamente preparado.
¡Bayushi Shoju como regente!... ¡Bayushi Shoju!
Sotorii no sería Emperador. Gracias a los Kami por eso.
Pero... ¿acaso Shoju no es igual, aunque astuto en vez de cruel?
Por primera vez en su vida, no sabía a dónde llevaría ese camino.
Pero como Campeón Esmeralda, su sendero estaría
inevitablemente entrelazado con él.
¿Qué voy a hacer?
—Majestad... esto es... trascendental. Me disculpo por necesitar un
momento para... considerarlo.
El Emperador asintió. —Entiendo, Akodo-san. Trascendental es una
palabra excelente para describir lo que acabo de decir.
Toturi bajó la mirada hacia su taza de té... la recogió... la dejó otra
vez.
¿Bayushi Shoju...?
—Majestad —dijo, y luego se detuvo. Estaba a punto de decir la
frase superficial y condescendiente que se abstuvo de decir hacía
sólo un momento. Pero eso fue antes de que el Emperador
declarase su intención de poner al Campeón del Clan del Escorpión
en el trono como regente. Cogió aliento de nuevo, y dijo—. ¿Es esto
necesario? Vuestro reinado puede ser largo y fructífero...
—¿Largo? —el Emperador le interrumpió, con una breve sonrisa
irónica en la cara—. Ya ha sido bendecido con creces. Mi dificultad
con El tigre acecha a su presa es sólo un síntoma de mi creciente
dolencia... uno de los cada vez más numerosos síntomas —la
sonrisa desapareció, y el Emperador pareció aún más cansado que
antes, si cabe.
—Majestad, ningún shugenja dudaría un instante en rezar por
vuestra salud...
—El hombre que pide a los Cielos que se retrase su juicio ante
Emma- Ō es un hombre desafiante.
—Para ser francos, Akodo-san —continuó, moviendo una mano en
dirección a los pergaminos de la mesa—, ya no puedo leer
documentos como estos. Sólo puedo tener la esperanza de
entenderlos si los escriben con letras estúpidamente grandes —el
Emperador suspiró—. Y si no soy capaz de leer, entonces debo
confiar únicamente en las palabras de mis consejeros. Y un
Emperador tan confiado como para que otros perciban el mundo por
él, aunque sea por necesidad, es un Emperador propenso a ser
manipulado.
El Hantei negó con la cabeza. —No puedo permitir que un
optimismo infundado, o mi propio orgullo, se interponga en el
camino de lo que sé, en mi interior, que debe ser. Estoy pensando
en el Imperio. Parece que todos los días llegan heraldos con noticias
calamitosas de todo Rokugán —el Emperador volvió a sonreír, pero
esta vez era una sonrisa sombría y sin humor—. Tengoku parece
estarme diciendo de múltiples maneras que ha llegado el momento
de retirarme.
—Eso no puedo creerlo, majestad.
—¿Cómo podéis no hacerlo, Akodo-san? Además de las muchas
dificultades a las que se enfrentan los clanes, ahora se avecina una
guerra entre ellos. Incluso dejando de lado el conflicto en ciernes
entre vuestro propio clan y los Grulla por Toshi Ranbo, está la
cuestión de Hisu Mori Mura. El honor exigirá vengar la derrota de
vuestros compatriotas en ese lugar a manos Unicornio.
—Majestad...
—¿Lo negáis, Akodo-san?
Toturi cruzó las manos sobre su regazo. Hosokawa Tesshū había
llegado a la Capital Imperial dos días antes con noticias de la
batalla, por lo que aún no había decidido como proceder. Pero... ¿lo
había hecho? Con Hisu Mori Mura tan pronto después del insulto de
la ruptura del compromiso de Shinjo Altansarnai con el daimyō
Ikoma, ¿dudaba realmente que a su clan le quedara otro remedio
que pedir al trono el derecho a declarar la guerra a los Unicornio?
El Emperador sacudió lentamente la cabeza. —Por supuesto que no
lo negáis, Akodo-san, porque no podéis hacerlo. Y aunque
encontrarais algún motivo para negarlo, ¿creéis de verdad que
vuestros generales, que vuestro clan, lo aceptaría?
Toturi negó finalmente con la cabeza. —No, majestad.
—Hubo un tiempo, Akodo-san, en el que creo que podría haber
evitado muchos de estos problemas que preocupan al Imperio, y
mitigado los que no pudiera evitar. Pero ese tiempo ha quedado
atrás. Ahora, soy un hombre viejo, de salud delicada. Si no hago
nada, Sotorii se convertirá en Emperador cuando yo muera... y esa
sombra que empaña su alma se extenderá, me temo, sumergiendo
al Imperio aún más en el caos y la oscuridad. No puedo permitir que
eso suceda.
Toturi tomó aliento profundamente y se quedó mirando su taza de té
mientras reflexionaba sobre las palabras del Emperador. Quería
seguir oponiéndose, persuadir al Emperador de que estaba
equivocado, que debía permanecer en el trono, que la abdicación y
el nombramiento de su hijo menor como heredero sería un enorme
tumulto, con un resultado impredecible y peligroso para el Imperio....
Pero.
Pero veía una profunda sabiduría en las palabras del Emperador.
Sotorii era peligroso, y de una forma que resultaba impredecible. Era
más que una simple arrogancia o una naturaleza voluble. En otra
época los samuráis trataron de convencerse de que el joven que se
convertiría en Hantei XVI, el llamado Crisantemo de Acero, era
simplemente arrogante y obstinado y que, con el tiempo, se
convertiría en un gobernante sabio y justo. En lugar de ello fue cruel,
paranoico y destructivo, hasta el punto de que sus propios guardias
Seppun y samuráis de los clanes acabaron matándolo en vez de
arriesgarse a que su malvado reinado destrozase el Imperio por
completo. Y eso fue en una época en la que el Imperio se
encontraba en un momento de relativa paz y estabilidad. Si ahora
ascendiese al trono un nuevo Crisantemo de Acero, podría hundir a
Rokugán en un caos del que quizás nunca se recuperaría.
Por lo tanto, abdicar y nombrar a Daisetsu su sucesor era, de hecho,
la mejor decisión para el Imperio.
¿Pero Bayushi Shoju como regente...?
Toturi miró al Emperador. —¿Habéis informado a alguien más de
vuestras intenciones, majestad?
—No lo he hecho. De hecho, he tomado esta decisión hace poco —
el Emperador miró fijamente a Toturi—. Sin embargo, me gustaría
escuchar vuestros pensamientos sobre esta decisión, Campeón
Esmeralda.
Toturi asintió ante el uso específico que había hecho el Emperador
de su título. No deseaba escuchar lo que Toturi el hombre tenía que
decir, ni a Toturi de la familia Akodo, ni a Toturi, Campeón del Clan
del León.
—Muy bien, majestad. Veo sabiduría en esta decisión, a pesar de la
posibilidad de que provoque trastornos y disturbios. Creo que el
príncipe Daisetsu sería un excelente Emperador... uno que podría,
con la orientación apropiada y debida, guiar al Imperio a través de
esta época de problemas y unirlo hasta llegar a una de paz y
prosperidad.
—Habrá, por supuesto, quienes verán este cambio en las
tradiciones como una afrenta —dijo el Emperador—. Algunos
pueden seguir siendo leales a Sotorii-san a pesar de todo.
—Es un riesgo, majestad. Pero como el vuestro, mi corazón me dice
que es mejor unir al Imperio tras el príncipe Daisetsu a su debido
tiempo, que unirlo más rápidamente contra vuestro hijo mayor.
El Emperador miró a Toturi durante un instante, y luego sirvió más té
en ambas tazas. —Es muy alentador oíros decir esto, Akodo-san.
Pero es lo que no habéis dicho lo que más me interesa.
Toturi asintió. —Admito, majestad, tener profundas dudas sobre su
intención de nombrar regente al Señor Bayushi.
El Emperador bebió té. —¿Y cuál es la naturaleza de esas... dudas?
Toturi se puso tenso sin darse cuenta. Debía actuar con cautela. Ni
siquiera el Campeón Esmeralda tenía derecho a denigrar a un
Campeón de clan. Además, sabía que Shoju era amigo del
Emperador. Tal vez su confidente más cercano.
—Bayushi —dijo Toturi— es, claramente, un líder fuerte y capaz
para su clan. Ha situado al Clan del Escorpión en una posición de
preeminencia en el Imperio. Por eso, debe ser respetado, incluso
admirado.
El Emperador asintió y sorbió más té, pero no dijo nada.
—Mis dudas surgen de esa misma verdad —continuó Toturi—. Me
preocupa que al señor Bayushi le pueda resultar.... difícil...
anteponer los intereses del Imperio, y de los clanes en su conjunto,
a los del Escorpión —se detuvo, y luego se armó de valor para
continuar—. E incluso si es capaz de hacerlo, tal vez me preocupe
más que otros, en posición de influenciarlo, puedan no hacerlo.
—Habláis de la dama Kachiko.
No solo de ella, pensó Toturi, recordando como Bayushi Aramoro, el
medio hermano de Shoju, había intentado hacer trampas en el
Torneo del Campeón Esmeralda... Pensó en otros, en una legión de
ellos... aduladores, conspiradores y manipuladores Escorpión, que
tratarían de aprovechar el hecho de que su campeón estuviese a
efectos prácticos sentado en el trono.
—Es ambiciosa —dijo Toturi—. Creo que intentará explotar el poder
que la regencia otorgará a su esposo.
—¿No podría decirse lo mismo de casi cualquiera al que pudiera
nombrar regente, Akodo-san? ¿Que habrá gente en la que confíen y
que puedan utilizarla para sus propios intereses? Y de hecho... ¿no
es eso ya cierto en mi caso?
¿Estaba ahora oyendo las palabras de Bayushi Kachiko? Después
de todo, era la Consejera Imperial, y podía hablar con el Emperador
siempre que lo deseaba.
...un Emperador tan confiado como para que otros perciban el
mundo por él, aunque sea por necesidad, es un Emperador
propenso a ser manipulado.
Sin embargo, no tenía mucho sentido seguir insistiendo. El
pergamino solo había parecido estar en blanco; el Emperador ya
había decidido lo que se escribiría en él. Ahora, lo único que podía
hacer Toturi era dar forma y contener lo que estaba a punto de ser
liberado sobre el Imperio.
—De nuevo, majestad, me siento humillado por vuestra sabiduría —
fue todo lo que dijo finalmente.
El Emperador asintió y pidió a un sirviente que le trajese un pincel y
tinta. Cuando se los trajeron, el Emperador los empujó, junto con el
pergamino en blanco, hacia Toturi.
—De la misma forma que mis ojos han empezado a fallarme,
Akodo-san, mis manos tiemblan demasiado como para poder
escribir. Y no permitiré que un mero funcionario escriba una misiva
tan importante. Debéis escribirla por mí.
Aquella afirmación estuvo a punto de derribarlo al suelo. Una orden
tan trascendental, escrita no del puño y letra del Emperador, sino de
su campeón.
¿Le considerarían los demás clanes como un manipulador? ¿Había
sido ese el plan de Shoju desde el principio?
No podía escribir aquello. Pero tampoco podía protestar ni dar voz a
esas palabras. No podía desobedecer a su señor, el Emperador.
El Emperador tenía razón, por supuesto. Ningún simple escriba o
burócrata podía escribir un documento como aquel, un documento
que prometía sacudir a Rokugán con tanta fuerza como cualquier
terremoto. Y hacer que viniera del Campeón Esmeralda, en lugar del
Canciller Kakita Yoshi o de la Consejera Bayushi Kachiko... era la
opción más neutral que tenía el Emperador.
Toturi tomó aliento lentamente, y apartó a un lado la taza de té.
Colocó el pergamino ante él, mojó el pincel en la tinta, y cuando el
Emperador comenzó a dictar, empezó a escribir.
La tinta de su pincel parecía herir al papel como una espada,
dejando rastros de sangre negra a su paso.
¿Fue así como te sentiste, Hotaru, cuando me escribiste acerca de
tu dolor? No sabías adónde nos llevarían tus palabras, pero ya
estaba hecho.
Pero estas palabras eran más pesadas que la muerte de un
Campeón de clan, o de un hermano. Este pergamino, este trozo de
papel en particular, era probablemente el más importante que jamás
escribiría. No, este pergamino sería el más importante que se
escribiría, al menos durante su vida.
“Un edicto...”
“...de Su Augusta Majestad Imperial, Hantei XXXVIII...”
Una vez terminada, la misiva era breve, apenas ocupaba la mitad de
la página. Estaba escrita claramente de la mano de Toturi, algo que
Sotorii sin duda vería y reconocería.
El Emperador cogió el pergamino de manos de Toturi. —Os
agradezco vuestra ayuda, Akodo-san. Lo promulgaré mañana, en la
corte —los ojos nublados del Emperador se encontraron con los
suyos—. ¿Hay algo más que deseéis discutir conmigo hoy?
—No, majestad —dijo Toturi, mirando el pergamino. Ahora mismo,
no había otras palabras que importaran más.

Una sencilla prueba


Por Mari Murdock

El deslumbrante sol de la tarde atravesó las ventanas del salón del


trono, iluminando las oscuras tablas del suelo de caoba. Dos
sirvientas lavaban el suelo con paños de lino blanco en manos y
rodillas, corriendo como insectos de un lado a otro entre los puntos
de luces y sombras. Bayushi Aramoro gruñó mientras les observaba
desde un oscuro rincón. Trataron de ignorar su presencia mientras
trabajaban, aunque una de las chicas temblaba ostensiblemente,
mientras que la piel de la otra estaba empapada de un sudor
nervioso.
No podrían haber sido capaces de ignorarme si fuese el Campeón
Esmeralda.
La humillación de su derrota contra Akodo Toturi le había dolido más
que la pérdida del campeonato... todos los integrantes de la corte le
habían visto ser derrotado por un León. Y lo que era aún peor, su
derrota había provocado un temblor en el tranquilo rostro de la
Dama Kachiko, como una leve grieta en una máscara de porcelana.
Por fortuna, no había pagado su decepción con él. Ambos sabían
que el fracaso no había sido culpa suya. Aramoro sospechaba que
había sido traicionado, pero Yojiro era el favorito de Kachiko. La
mujer se limitaba a atormentarlo en lugar de castigarlo. Fuese cual
fuera el destino de aquel cobarde, la posición de Aramoro estaba
garantizada aún después del fracaso. En vez de ser Campeón
Esmeralda, Aramoro mantuvo su puesto cerca de Kachiko como su
yōjimbō, una responsabilidad que le mantenía más cerca de ella que
nadie. Se humedeció los labios.
Las sirvientas parecían estar tardando demasiado tiempo.
¿Era su trabajo tan descuidado? O tal vez estuvieran demorándose
por razones más siniestras...
No, simplemente estaban preparando la habitación para la reunión
de la corte de aquella noche, limpiando los alféizares de las
ventanas y el suelo, puliendo los reposabrazos y desapelmazando
los cojines de los elegantes asientos labrados sin respaldo de
palisandro, así como el Trono Esmeralda, para los que iban a
ocuparlos: El Emperador Hantei, su heredero, y la dama Kachiko.
Aramoro torció el gesto, oculto tras su mempō carmesí en forma de
oni.
En las últimas semanas, los informantes Escorpión repartidos por
las casas de sake de dudosa reputación de Otosan Uchi habían
oído rumores de amenazas de muerte contra la dama Kachiko.
Como su guardaespaldas, Aramoro se había dedicado durante los
últimos días a investigar a fondo la conspiración, y a partir de estas
investigaciones obtuvo una lista de todos los que podían tener
contactos con las tabernas y acceso al palacio. El cocinero de
palacio que preparó las comidas de Kachiko. Las dos sirvientas que
limpiaban los cuartos de palacio. Un humilde cortesano que podía
confundirse entre el resto de los aduladores. Gente invisible.
Aramoro había dado caza a todos ellos.
¿Quién podría atreverse?
Los rumores acerca de traidores ocultos en la capital y puede
incluso que en otros lugares del Imperio habían comenzado a surgir
de muchas fuentes, no solo de los Confidentes de Bayushi. La furia
ardía en el pecho de Aramoro, y apretó los puños hasta que sus
nudillos chasquearon. Los rumores sobre asesinatos de figuras
poderosas no eran comunes. Uno en el que se hablase del propio
consejero personal del Emperador era algo inconcebible, casi una
blasfemia contra el Cielo, y marcaba a los conspiradores como un
peligro más allá de toda expectativa.
Mientras Aramoro gruñía para sí mismo, un gemido de sorpresa se
elevó desde la puerta. El Escorpión cruzó la mirada con un
quejumbroso cortesano Otomo mientras entraba a hurtadillas en el
salón del trono por la puerta abierta. Al hombre le siguió yōjimbō
voluminoso y de mirada vacua.
—Otomo Utoshi-san —dijo socarronamente Aramoro mientras una
alegría malvada le iluminaba el rostro—, veo que llegáis varias
horas antes de que comience la corte, como cabría esperar de
alguien que se dedica a arrastrarse con tanto fervor.
Utoshi tragó saliva con fuerza, pero su respuesta fue poco más que
un tartamudeo. —Buenas tardes, Aramoro-san. Estaba
simplemente.... comprobando el estado de la estancia.
—Sí, entiendo que un mono parlanchín invitado a entrar en un
palacio se sienta obligado a inspeccionar todas las habitaciones, no
sea que se haya dejado excrementos en alguna de ellas.
El flagrante insulto dejó al Otomo sin habla. Le hizo una temblorosa
reverencia parcial y huyó de la habitación. Masao miró brevemente
en la dirección por la que huía su señor. Dirigió la mirada ha a
Aramoro, con el ceño fruncido, antes de dirigirle un gesto de
asentimiento y seguir pesadamente a su señor. Aramoro resopló,
divertido. Hacía poco que habían sobornado por bastante poco al
joven yōjimbō para espiar a los Otomo. Si Utoshi o alguno de los
demás Otomo tuviesen algún secreto, Aramoro lo sabría.
Por el rabillo del ojo notó movimiento en los jardines del patio de
abajo. Un grupo de damas de la corte paseaban cerca del estanque
del loto, con sus elegantes galas y adornos. Al frente de ellas
caminaba una sensual silueta envuelta en seda escarlata y negra. A
pesar de la sombra proyectada por la sombrilla que sostenía en sus
delgadas manos, la mujer resplandecía. Su regia belleza destacaba
entre la turba de nobles extravagantes. De pronto se río ante algún
comentario, y todas las demás mujeres siguieron su ejemplo,
desesperadas porque se les viera participando en la broma.
Aramoro frunció el ceño, a pesar de la elegancia de la mujer. Era la
viva imagen de la dama Kachiko en todos los aspectos. El delicado
arco de su cuello. Los labios encarnados y llenos. Incluso sus ojos,
de aquel mismo marrón hipnotizador. Pero la realidad empañaba la
belleza perfecta y destruía la ilusión.
Caminas demasiado rápido, Asami. Con demasiada impaciencia. La
dama Kachiko nunca se apresura. Camina a su propio ritmo.
Observó como Asami, la doble de Kachiko, cruzaba un puente sobre
el estanque con pasos impacientes. Disgustado, se giró para lanzar
una mirada fulminante a las sirvientas. Las mujeres habían recogido
sus utensilios de limpieza, y permanecían allí sólo para comprobar
por última vez la perfección del acabado.
—Un cadáver podría abandonar esta habitación antes que vosotras
dos —gruñó Aramoro.
Asustadas, las jóvenes recogieron sus trapos de limpieza y huyeron,
dejando abiertas las recargadas puertas ornamentales. Se
escabulleron por el pasillo, desapareciendo por una salida de
servicio. El sol se estaba poniendo, bañando el salón del trono en
tonos anaranjados. Las chicas tendrían que regresar para encender
las lámparas de la tarde en alrededor de una hora. Sin embargo, no
eran la amenaza que estaba buscando. Volvería con Kachiko esa
noche para la reunión de la corte.
Aramoro lanzó una última mirada por la ventana hacia el jardín. Las
damas se habían ido. Se marchó del salón del trono, cerrando la
puerta tras él.

La puerta de la sala de estar de la dama Kachiko se abrió, y de ella


surgió Bayushi Yojiro. Aramoro apretó la mandíbula, y aferró la
empuñadura de su katana para evitar hacer lo propio con su
garganta. El cuello alto del magistrado no lograba ocultar el rubor
de sus mejillas. Confusión. Dolor. Lujuria. Asombro. Kachiko debía
de haber regañado al desgraciado, aunque no tanto como merecía.
Aramoro arrugó su nariz al cruzarse con él.
—Aramoro-san —dijo Yojiro, recordando sus modales incluso en su
estado de agitación—, me disculpo si os he hecho esperar.
—Para ver a la dama Kachiko no espero por nadie —se mofó
Aramoro.
—Se me ocurre una persona —replicó Yojiro, ignorando el tono
intimidatorio de Aramoro al ir recobrando la compostura. El
magistrado hizo una rápida inclinación a modo de despedida y se
marchó.
Unos profundos celos hicieron hervir aún más la sangre de un ya
enfurecido Aramoro, hasta convertirse en ira. Yojiro se refería a
Shoju. Por supuesto, Shoju tendría más derecho a reclamar las
atenciones de Kachiko. Era el Campeón de su clan. Su esposo. Su
medio hermano. Diablo afortunado.
Aramoro deseaba partirle el cuello a Yojiro. Ese imbécil siempre
actuaba con un aire de superioridad, como si fuera mejor que el
resto de su clan gracias a su arrogante moral.
Debería ahogar la arrogancia de él. Quizás algún día, Kachiko me
deje hacerlo.
Entró en los aposentos de Kachiko y cerró de golpe el panel shoji
detrás de él, haciendo temblar la madera y el papel. Para su gran
disgusto, la que se encontraba sentada en mitad de la sala con un
grupo de las damas de compañía de Kachiko era Asami. Llevaba
uno de los mejores kimonos de noche de Kachiko, de tonos
carmesí, salpicado de pétalos negros y dorados en forma de
aguijones de escorpión. Sin embargo, la seda colgaba torpemente
alrededor de sus hombros, cayendo levemente en la parte
delantera. Sus piernas y su espalda se esforzaban por imitar la
postura naturalmente seductora de Kachiko en el zabuton. Y lo peor
de todo, se le iluminaron los ojos al verle entrar con una alegría
desesperada que la dama Kachiko nunca sentiría.
¿Engañaba realmente a toda la corte?
La verdadera Kachiko debía estar ocupada escribiendo una carta a
Hotaru. Tendría que presentar su informe a Asami.
—Aramoro-san —musitó Asami con el aire regio de Kachiko aún
intacto—. Sois tan puntual como el sol.
Se sentó frente a ella, poniendo cuidado de mantener la postura
respetuosa a pesar de su identidad. —Mi señora —gruñó, mirando a
las mujeres sentadas a su alrededor, que los observaban con sus
rostros pintados.
— Señoras, permitidnos un momento de intimidad mientras atiendo
a mi escolta —ordenó Asami, sonriendo mientras se levantaban en
silencio y desaparecían en una habitación trasera. Su conducta
elegante y digna se desvaneció abruptamente para dar paso a la
sencillez de chica de campo de Asami. Su amor y devoción
aparecieron de forma más descarada en su rostro. Aramoro gruñó,
concentrándose en la boca y garganta de Asami, las partes de ella
que más se parecían a Kachiko. La piel era tan suave.
—Aramoro-san —le saludó de nuevo Asami, su voz suavizada por
un deje de modestia—. Me alegro de veros.
—Dama Kachiko —contestó secamente, entonando aquel nombre
falso. Asami transmitiría su informe a su señora exactamente como
lo diese, por lo que debería atemperar su desdén para que no
resultase evidente—. Mi investigación en busca del posible asesino
continúa. He investigado a los sirvientes del palacio en cuestión.
Son ratones, no víboras. Durante la reunión de esta noche estudiaré
a los miembros de la corte. Deberíais manteneros cerca mío durante
toda la reunión, por si ocurre algo.
Asami hizo una pausa, frunciendo un poco el ceño al darse cuenta
de que su informe había terminado. —¿Qué hay del cocinero?
—Examinaré la cocina esta noche después de la corte.
Su esposa asintió, no en señal de aprobación, sino de conformidad.
—Gracias por hacerlo. Yo... aprecio vuestros esfuerzos.
Aramoro asintió enérgicamente y se puso en pie, pero Asami
levantó una mano, rogándole que se quedase. —Por favor, esposo
—el rabillo de un ojo brillaba con un rastro de lágrimas.
Aquella salida de su papel le asustó. Nunca lo hacía.
—¿Qué sucede?
Se atragantó una vez más con las lágrimas antes de continuar. —
Nuestro hijo está enfermo. Me llegó la noticia hace dos días de
Kyūden Bayushi.
Aramoro parpadeó. —¿Y?
—Yo... pensé que querríais saberlo.
No tenía tiempo para preocuparse por un niño cuando la vida de la
dama Kachiko estaba en juego. —El clan cuida de él.
—Sí, pero... —Asami reprimió un sollozo. Se mordió un labio jugoso
y delicado antes de continuar—. He oído que es muy grave.
Aramoro la miró fijamente.
Pide demasiado.
—Un viaje tan lejano es imposible —dijo bruscamente—. ¿Cómo os
atrevéis a pedírmelo cuando vuestra vida está en peligro? —intentó
hacer que asumiera de nuevo su papel. Ni siquiera aquí era seguro
dejar de actuar durante mucho tiempo.
Asami endureció un poco el gesto. —Conozco mi deber, Aramoro —
insistió enfadada—. Mi lealtad es más fuerte que mi amor como
madre. Solo pregunto porque Shoju-sama ha ordenado que
encontréis hoy a los supuestos asesinos. No más retrasos, no sea
que nos pongáis en peligro de forma innecesaria.
Aramoro pasó de estar de rodillas a una posición acuclillada, listo
para saltar, mientras una ira ardiente le recorría. —Shoju me ordena
que haga lo que ya he planeado, ¿no es así? ¿Quiere alardear de
su control, de su triunfo sobre mí? —entrecerró los ojos mientras se
reía con una risa seca y malvada ante la ironía—. Y hacerlo a través
de la esposa que se me ha endosado...
Asami recuperó algo de la actitud de Kachiko, con un pequeño brillo
desafiante en la mirada. —Me elegisteis a mí, Aramoro. Me
ayudasteis a entrar en el Clan del Escorpión gracias a mi matrimonio
con aquel emisario Yogo. Su muerte está más en vuestras manos
que en las mías.
Aramoro refunfuñó como respuesta, sin negar el pasado.
Tomé mi decisión: no asfixié a Shoju mientras dormía la noche
después de que se anunciase su compromiso con Kachiko,
¡después de que fuera elegido como Campeón del clan!
Sacudió la cabeza para hacer desaparecer ese pensamiento traidor.
Su clan era mucho más importante para él que cualquier deseo
egoísta. En última instancia, el Escorpión le había separado de
Kachiko, relegándole al estatus de yōjimbō a pesar de su
entrenamiento, ¡de su lealtad! Vivía con aquella decisión, con aquel
brutal sacrificio, incluso cuando para ello hubo que casarse con una
doble plebeya. Se sentó de nuevo y miró una vez más hacia la boca
y la garganta de Asami.
Un sonido apagado de pisadas le alertó de la llegada de un
sirviente. La forma en la que Asami se había salido de su papel
había sido demasiado peligrosa, demasiado emocional. La
regañaría por ello más tarde.
—Haré lo que Shoju ordene, dama Kachiko —gruñó—. Vos debéis
hacer lo mismo aquí, en Otosan Uchi, hasta que todos los
conspiradores de la capital hayan sido descubiertos y neutralizados.
Asami asintió lentamente. —Como vos digáis, Aramoro-san.
Tras el suave y esperado golpeteo en la puerta, Asami recuperó sin
dudarlo el porte de la dama Kachiko, y las lágrimas desaparecieron
de su rostro.
—Entra —dijo.
Una criada de cocinas entró con la cena de Kachiko en una bandeja
lacada en negro.
—Que la bendición del Emperador recaiga sobre ti —recitó Asami,
haciendo un gesto a la sirvienta para que pusiese la comida cerca
de ella. Tan pronto como la puerta se cerró tras la sirvienta, Aramoro
se acercó para inspeccionar los platos. Sin embargo, Asami ya
había cogido los palillos con dedos ágiles. Un pequeño trozo de
pescado acabó en su boca antes de que pudiera detenerla.
—Estúpida —siseó Aramoro, apartando de ella la bandeja.
Inspeccionó rápidamente los diminutos platos de arroz, algas con
sésamo, ciruelas encurtidas y miso, en busca de rastros de polvo,
aceites o colorantes mortales. No parecía haber ningún ingrediente
venenoso. Le miró a la boca. Ya se había tragado el pescado. Si
estuviera envenenado, podría morir en pocos momentos. Su
corazón se aceleró mientras esperaba oír un aliento difícil o un grito
de dolor. Nada.
¿Lo ha hecho a propósito? ¿Para ponerme a prueba?
El destello de desafío había desaparecido, dejando solo la modesta
obediencia de Asami. Ella pareció no darse cuenta de su pánico.
Frunció el ceño.
¿Me importaría la muerte de Asami?
La pregunta se desvaneció tan rápido como el hielo. Empujó la
bandeja hacia ella, haciéndole un gesto para que terminase de
probar el resto de la comida para Kachiko.
No. Kachiko, no Asami, es la que tiene precedencia en todo. El
deber de ella sería morir por su señora.
Como si le hubiese leído los pensamientos, Asami susurró —Me
habéis enseñado bien, esposo, tanto las costumbres Escorpión
como sobre asesinatos. Protegeré con mi vida la de la dama
Kachiko. Pero, si muriese, nuestro hijo se quedaría huérfano porque
el secreto de mi posición os impide legitimarlo públicamente.
¿Puedo al menos escribirle? Puedo mandar la carta por medio de
los agentes de nuestro clan entre los mensajeros Miya.
Ella le miró a los ojos. El brillo de las lágrimas había vuelto.
—No —Aramoro se levantó para marcharse—. Concentraos en la
dama Kachiko. Nada más.
Asami asintió, mientras las comisuras de sus labios descendían —
Como deseéis. ¿Os veré de nuevo mañana? ¿Después de que
hayáis concluido vuestra investigación?
—No es probable —su desesperación había empezado a resultar
tediosa—. Shoju va a mandarme a Ryokō Owari Toshi durante las
próximas semanas. La gravedad de la misión es probablemente el
verdadero motivo por el que quiere que termine la investigación esta
noche.
Su mandíbula cayó ligeramente. —No he oído nada sobre vuestra
misión a Ryokō Owari.
—Que siga así.
Otro golpeteo en el panel indicó la llegada de un mensajero. Asami
se convirtió en Kachiko una vez más.
—Entra.
—Mi señora Kachiko —dijo el joven heraldo, inclinándose con
practicada sinceridad y humildad—. Os traigo un recordatorio de
vuestra audiencia con los enviados Fénix tras la reunión de esta
noche...
Aramoro dejó de escuchar mientras abandonaba los aposentos de
Kachiko, prácticamente pegado al joven Fénix, y dejó actuar a
Asami.

El calor de la sala del trono hacía picar el rostro de Aramoro bajo el


mempō mientras se formaban gotas de sudor en su labio superior.
La habitación estaba atestada de docenas de aduladores
aterciopelados que intentaban aferrarse al trono para alimentar sus
ambiciones. Ignoró sus balbuceos retóricos y vigiló cada uno de sus
movimientos de abanico y el movimiento de cada manga en busca
de amenazas ocultas.
El Emperador, normalmente paciente y digno como sólo podía serlo
el Hijo del Cielo, escuchaba las lisonjerías con gesto cansado; la
hora y el calor de la reunión agotaban claramente su cuerpo
envejecido. El príncipe Sotorii, sentado a la derecha de su padre,
miraba airado a los charlatanes. A la izquierda del Emperador, la
dama Kachiko, no Asami, había ocupado el lugar que le
correspondía junto a él como su consejera. A pesar de sentarse al
lado de su majestad el Emperador, cada giro seductor de su
orgullosa cabeza afirmaba su dominio sobre la sala como cortesana
de mayor importancia. Situada frente a Sotorii en perfecta oposición,
sonrió mientras observaba la reunión. Sus labios se separaron un
poco con un deleite seductor y sus ojos brillaban con un fuego
travieso, como si fuese capaz de revelar el secreto más oscuro de
todos los presentes por capricho. Su mirada se detuvo durante más
tiempo en Doji Kuwanan, recién llegado del frente en el que Hotaru
lideraba las tropas Grulla.
Aramoro se encontraba a pocos centímetros del asiento de
palisandro de Kachiko, cerca del borde del estrado, bloqueando el
acceso directo a ella desde ese lado de la habitación. No muy lejos
de ellos se aproximó un acobardado Otomo Utoshi. Le seguía
Masao, y la mirada del yōjimbō apenas se apartaba de la espalda de
Utoshi mientras éste se abría paso con cuidado entre los
cortesanos. Utoshi se iba acercando cada vez más al tiempo que la
discusión sobre rōnin se intensificaba hasta convertirse en frenéticas
acusaciones y desvíos de responsabilidad, una cacofonía que
revolvía el mar de nobles de la habitación. Se escurrió entre los
presentes para situarse frente al estrado al lado de Kachiko, con
Masao muy cerca, a pocos pasos de Aramoro.
Aramoro no estaba armado, ya que había entregado sus armas
igual que todos los samuráis antes de entrar en la sala del trono.
Pero la cercanía del Otomo no representaba ninguna amenaza.
Aramoro podía arrancarle los ojos y la lengua en dos latidos, si era
necesario, pero eso apenas parecía necesario. El rostro de Utoshi
estaba pálido, lleno de ansiedad, y se ladeaba de un pie al otro
como si el miedo le privase de estabilidad. El miedo impulsaba a los
hombres débiles a actuar de forma precipitada.
¿Se atrevería aquel imbécil a intentar algo en el salón del trono,
ante el propio Emperador?
Aramoro hio chascar los nudillos de su mano izquierda, una señal
que él y Kachiko habían ideado para llamar su atención. Miró a
Utoshi con elegancia y le dedicó una sonrisa astuta. El hombre
jadeó, alarmado por su atención personal. Un escalofrío le retorció
la espalda, y retrocedió medio paso. Ella continuó mirándole
fijamente, con los ojos fijos en los suyos, cautivándole hasta que,
con un último chillido silencioso, desapareció entre la muchedumbre
envuelta en sedas. Masao frunció el ceño, enfadado por tener que
abrirse camino de nuevo entre la multitud de cortesanos. Hizo una
mueca a Aramoro antes de desaparecer. Aramoro sonrió.
Sin embargo, el sudor de su labio volvió a picarle. Había algo raro.
Utoshi se había arriesgado a sufrir la ira de los cielos acercándose
al Trono Esmeralda, solo para desaparecer como una telaraña ante
una vela. Quizás la estratagema venía de otro lado.
La sala se quedó en silencio cuando el Emperador se levantó,
suspendiendo el pleno hasta la semana siguiente, y después de que
el Hijo del Cielo y su heredero se retiraron de la sala, la
muchedumbre les siguió, agolpándose en dirección a las puertas.
Aramoro hizo un gesto a Kachiko para que se quedase un momento
donde estaba sentada.
—Mi señora —susurró, inclinándose un poco sobre ella, mirando a
los cortesanos mientras pasaban. Utoshi se quedó atrás, mirándolos
—. Vuestra sombra se alarga con el sol poniente. Tal vez
deberíamos caminar hasta donde podamos hacerla desaparecer.
Ella asintió, serena ante el peligro, aunque sus ojos se dirigieron
hacia la puerta durante un breve instante. —Como aconsejéis,
Aramoro. Quizás un paseo a la luz de la luna por los jardines del
palacio aliviará nuestra pesada carga. Probablemente a estas horas
sea un lugar privado.
Aramoro se hizo a un lado para dejarla levantarse antes de seguir
su andar tranquilo mientras se mezclaba con la multitud, a solo unos
centímetros de su lado. Recogió su katana y wakizashi de manos de
los sirvientes situados en la sala fuera del salón del trono, mientras
hacía un gesto de asentimiento a Kachiko para soltar su trampa.
Cuando vio a Utoshi siguiéndoles a distancia, Kachiko le llamó.
—Utoshi-san —dijo, llamándole con un sensual movimiento de la
mano—. Me temo que el calor de la reunión de esta noche ha sido
abrumador. ¿Podríais uniros a mí en el jardín para un breve respiro?
He oído que el perfume de los jazmines que florecen durante la
noche es una excelente cura para el cansancio.
La boca del Otomo se abrió con dificultad mientras su mirada
pasaba de Kachiko a Aramoro, en busca de un motivo. Aramoro
resopló ante su mirada.
—P-por supuesto, dama Kachiko —tartamudeó Utoshi, indicándole
torpemente el pasillo, para poder seguirla—. Si deseáis tener
compañía.
Al entrar en el jardín, la luna llena brillaba por encima del muro. La
luz delineaba los troncos oscuros de los árboles y los senderos de
gravilla con un espectral tono plateado, lo que hacía innecesario el
uso de una linterna. Utoshi titubeó al borde del jardín, apenas
atreviéndose a adentrarse en la oscuridad, pero Kachiko ya había se
había adelantado, y le indicaba que la siguiese. Aramoro se quedó
unos pasos más atrás con Masao, contando en dagas la distancia
entre ellos y sus señores.
—¿Habéis... disfrutado de la reunión, dama Kachiko? —murmuró
Utoshi, agarrándose unas manos agitadas y nerviosas por detrás de
la espalda.
Kachiko se río, acercando una modesta mano a su boca. —Oh, fue
bastante tranquila, ¿no creéis? Ni un solo movimiento atrevido de
nadie.
De repente, Utoshi tropezó con una piedra en el oscuro camino,
tambaleándose un instante antes de chocar contra el costado de
Kachiko. Ella jadeó y tropezó, a punto de caerse con él. Rápido
como un rayo, Aramoro desenvainó su katana y agarró las
vestiduras de Utoshi. Echó hacia atrás al cortesano antes de tirarlo
al suelo. Kachiko recuperó el equilibrio y se adentró en la oscuridad,
para situarse tras un bosquecillo de pinos patula. Aramoro levantó la
espada, señalando directamente a Masao.
—No te muevas —gruñó, ignorando el balbuceo lloriqueante del
Otomo en el suelo. Masao se quedó helado, su rostro distorsionado
por la confusión. Aramoro sonrió. Su estratagema había atrapado a
la presa correcta—. Te he estado buscando, asesino, pero ocultarte
tras una cortina temblorosa es un lugar terrible para esconderse.
Masao lanzó una mirada iracunda hacia Utoshi, que sollozaba
acurrucado en la arena. Mirando torvamente a Aramoro, le enseñó
los dientes durante un segundo antes de tirarse por debajo de la
punta de la espada y lanzarse por encima del Otomo caído.
Aramoro lanzó su katana hacia abajo, pero solo consiguió cortar la
seda del kimono de Masao. El hombre salió corriendo hacia los
pinos patula, atravesando el lugar en que había desaparecido
Kachiko. Aramoro corrió hacia él.
Dos figuras ensombrecidas forcejeaban a la tenue luz que tenía ante
él. Vislumbró un pequeño destello en la oscuridad cuando Kachiko
desenvainó su afilada daga de horquilla, pero Masao le aplastó la
mano y tiró el arma al suelo. Le aferró del brazo y se lo colocó
detrás de la espalda, sujetándola antes de sacar una larga aguja
envenenada de la manga. Ella se retorció entre sus manos mientras
él intentaba clavarle la punta en el cuello.
Durante una fracción de segundo, miró directamente a los ojos de
Aramoro. Un frío miedo relampagueaba tras su suavidad. Eran los
ojos de Asami. No los de Kachiko.
Aramoro metió la mano entre la aguja y Asami, mientras con la otra
mano aferraba el cuello de Masao, aplastando instantáneamente su
tráquea con la presa de la Garra del Escorpión. Ni un sólo sonido
salió de la garganta de Masao mientras se estremecía durante un
instante antes de quedarse colgado como un fardo de los dedos de
Aramoro.
Asami se liberó de la presa sin vida de su atacante y tomó el brazo
de su marido. —¿Qué has hecho? —siseó ella mientras le
desclavaba la aguja de la greba de tela. Desató el tejido,
entrecerrando los ojos en la oscuridad para encontrar el pinchazo en
su piel.
Aramoro recuperó lentamente la compostura, dejando caer
finalmente a Masao. Asami tenía razón. Había sido un imbécil
enloquecido, en su premura había cometido un error fatal. ¿Y por
qué, por Asami? Se detuvo, sintiendo la sangre latir con fuerza en
sus manos.
Miró a su esposa, una vez más, todas las diferencias entre ella y la
dama Kachiko. Seguía siendo una mujer inferior, y sus lágrimas de
ira por miedo a su seguridad le repelían.
Pero estaba a salvo.
Aramoro se giró para inspeccionar a Masao. El desgraciado aún
respiraba, aunque la arrugada carne que tenía en la garganta
evitaría que le pudiesen interrogar durante bastante tiempo.
—Al menos está vivo —gruñó, sin dirigirse específicamente a Asami
—. Con el tiempo, el clan podrá averiguar de dónde vino y para
quién trabajaba.
—Aramoro —respiró Asami. Ella le soltó el brazo—. La aguja no os
perforó la piel. Sólo se enganchó en vuestra greba.
Aramoro no dijo nada. En lugar de ello, agarró el cuello del kimono
de Masao y empezó a arrastrarlo.
Después de unos pasos, se detuvo. Una vez capturado el asesino,
Kachiko estaba a salvo por ahora. Los Escorpión no necesitarían a
Asami hasta que Hotaru volviese a la corte, lo que no sería hasta
finales de otoño, después de que pasase la estación de la guerra.
Su esposa podía irse a Kyūden Bayushi antes del amanecer, y él
podría proteger en solitario a la auténtica Kachiko, manteniéndose
cerca de ella....
Aramoro frunció el ceño. Shoju le iba a mandar a Ryokō Owari por la
mañana. Kachiko sería vulnerable sin su yōjimbō. Su deber hacia el
Clan del Escorpión tenía prioridad por encima de todo.
—Os veré cuando vuelva, dama Kachiko —gruñó, volviéndose de
nuevo hacia la oscuridad, mientras el pesado cuerpo raspaba la
grava que tenía detrás de él—, y saludad a los Miya de mi parte.

Pequeñas misericordias
Por Robert Denton III

Bosque Shinomen Occidental, Siglo X

Para continuar su viaje, un alma debe estar en paz. Ese era el


motivo por el que el mundo estaba plagado de fantasmas. ¿Quién
se enfrenta a su final habiendo hecho acopio de suficientes cosas,
habiendo resuelto todos sus problemas, con un corazón tranquilo?
Ocupada por interminables inquietudes y deseos, el alma no
advierte cuando le llega la muerte. El momento pasa y queda atrás,
invisible e inadvertida, alimentándose de los vivos.
Nyotaka se alegraba de poder desterrar a estas criaturas. No había
nacido con la capacidad de ver fantasmas, pero había aprendido a
hacerlo después de su genpuku. Daba las gracias por ello a su
sensei y a las costumbres Halcón.
—Ese era el último —dijo, sacudiendo su espada. Los demás
yureigumi, cazadores de fantasmas, se encontraban arrodillados
frente a la luz que se iba apagando dejada por sus oponentes
desterrados mientras susurraban oraciones a Emma-Ō—. Lo más
probable es que en vida fuesen Asesinos del Bosque. Malditos
bandidos. ¡Son un fastidio incluso cuando están muertos!
Cerca de ellos, Masaomi depositó un fragmento de un sutra sobre
una de las luces fantasmales que se iban difuminando mientras
murmuraba. Con la otra mano introdujo su espada, una katana
purificada con la empuñadura envuelta en escrituras sagradas, en
su vaina.
—Ni siquiera el ruiseñor malgasta sus cantos —comentó Nyotaka.
Masaomi miró a Nyotaka con su ojo desparejado, el pálido, el que
tenía un brillo nacarado. Era la prueba de su parentesco con Yotogi,
el fundador del clan. Nyotaka no podía mirarlo sin sentir el calor de
los celos.
—No les hemos hecho ningún favor, mandándolos confusos y
perdidos con la carga adicional del karma que han acumulado. No
podían evitarlo, siendo almas ukabarenai —los que no pueden
descansar en paz—. ¿No sentís lástima por ellos?
Y pensar que de joven había sido un bromista juguetón.
—¿Se compadece uno de una sombra? ¿De una brisa? —Nyotaka
negó con la cabeza—. Son aquello en lo que eligieron convertirse.
Emociones sin mente. Deseos sin cuerpo. Si es un castigo, es
autoinfligido. Acabar con ellos es una pequeña misericordia. No
queda nada humano que compadecer.
—¿No queda nada humano? —una vez más sintió la pálida mirada
de Masaomi—. ¿Tan seguro estáis?
—Sí —contestó Nyotaka—. En el corazón de un samurái, no hay
lugar para la duda.
—¡Masaomi!
Se sobresaltaron ante el grito del gunsō.
—Los otros siguen adelante —gruñó el sargento entre su barba
musgosa—. ¿Os quedaréis atrás?
—No, primo —contestó Masaomi. Luego, con el rostro encarnado,
se corrigió—. No, Taguchi-sama.
Mientras que Masaomi solo podía hacerlo con uno, Taguchi era
capaz de ver fantasmas con ambos ojos. La sangre de Yotogi corría
más fuerte por sus venas. Esa era la única razón por la que era un
gunsō. Puso la mano sobre el hombro de Masaomi.
—Recordad vuestra tarea —dijo—. La dama se manifiesta una vez
por generación, con suerte. Una oportunidad como ésta sólo se
presenta una vez en la vida —su rostro se endureció—. ¡No quiero
que la desperdiciéis!
—No lo haré —prometió Masaomi—. Haré que padre se sienta
orgulloso.
Taguchi se dio la vuelta, y miró fijamente a Nyotaka con su
penetrante mirada. Nyotaka sabía por qué: Taguchi le consideraba
un forastero, una molestia y una mala influencia para su primo
menor. Así había sido desde que eran niños.
Nyotaka le devolvió la mirada. Masaomi era un alma gentil, sin
ambiciones de ascender en el clan. Aquí nadie se preocuparía por
él, mucho menos Taguchi y su constante presión, su obsesión por
los títulos y la gloria. No entendía a Masaomi como lo hacía
Nyotaka.
El grupo continuó su marcha en silencio. Sus linternas parecían
orbes azules que zigzagueaban entre grandes árboles grises.
Movimiento por encima de ellos. Aunque no poseía la visión de
Yotogi, el entrenamiento de su clan había agudizado sus sentidos.
Un halcón nocturno se había posado sobre una rama baja, con su
atención centrada en algo. Un ratón de campo, tal vez.
—Hemos llegado —dijo finalmente Taguchi. Los otros dejaron sus
linternas en el suelo, haciendo retroceder la oscuridad. En el claro,
una campana colgaba de un arco de piedra, al que el tiempo había
dado una tonalidad verde. Los árboles rodeaban la cañada como los
barrotes de una jaula.
¿Había estado aquí antes? Nyotaka oyó el crujido quebradizo de las
hojas y observó las ramas temblorosas. Todas las cañadas
silenciosas se parecían. Quizás había estado allí acurrucado años
atrás, durante su genpuku.
Se había adentrado en las profundidades de las ciénagas del
Shinomen cuando su sensei le abandonó para que encontrara sólo
el camino de vuelta. Nadie le había dicho que aquel era el ritual de
mayoría de edad para convertirse en un samurái del Clan del
Halcón. Eso habría hecho inútil todo el proceso. Algunos de los
otros alumnos afirmaban que los fantasmas los habían llevado de
regreso. Otros dijeron que habían sido atacados, que los espíritus
los persiguieron a través de bosques embrujados. Para Nyotaka, su
genpuku fue solamente otra noche normal y corriente. Apenas podía
recordarla.
Antes de aquella noche había sido uno de los mejores alumnos de
su clase. Pero ahora las fortunas de Masaomi estaban en alza, y se
veía obligado a participar en misiones cada vez más arriesgadas y
peligrosas. Nyotaka solo realizaba patrullas solitarias, encendiendo
en solitario cada noche las linternas del Valle de los Espíritus.
Nyotaka se había quedado atrás, mientras que Masaomi había sido
empujada hasta un lugar en el que Nyotaka no podía protegerle.
Pero no después de esta noche. Mientras los demás formaban un
círculo alrededor de la campana, Nyotaka se acercó a Masaomi y
echó un vistazo a su rostro atormentado, su expresión herida.
Taguchi sacó un pequeño mazo y golpeó la campana con un ruido
sordo. Al unísono, el escuadrón se volvió hacia el este, esperando.
El halcón los observaba a todos desde las ramas por encima de
ellos.
—¡Allí!
Una luz carmesí apareció entre las filas de troncos, acercándose
cada vez más. Los samuráis reunidos se agitaron nerviosos, y
algunos intercambiaron susurros hasta que Taguchi les hizo callar.
Masaomi nunca me perdonará por esto. Pero a Nyotaka no le
importaba. Masaomi no estaba hecho para arrastrarse por el
pantano, para que su hermoso corazón se endureciese con cada
nuevo horror. Seguramente lo entendería. Con el tiempo.
Una figura de escasa altura entró en el claro envuelta en un halo de
luz carmesí, y la linterna roja que llevaba se mecía de un bastón de
bambú. La pálida mujer llevaba capas de ropa de un estilo que
Nyotaka solo había visto antes en viejas pinturas en el estudio de su
padre. Atravesó el claro en un silencio elegante, ni que se oyese tan
siquiera el crujido de las hojas caídas.
—Soy Toritaka Taguchi, sargento y cazador de fantasmas del Clan
del Halcón —hizo una profunda reverencia—. Acudimos a vuestra
llamada, honorable dama.
La madre de Nyotaka le dijo una vez que la dama se le apareció al
primer Halcón, y a muchos otros desde entonces. Nadie podía decir
con certeza si era un fantasma, una hechicera inmortal, o
simplemente la tatarabuela de la mujer que guio a Yotogi.
—Se aproxima una nueva amenaza—susurró ella.
Taguchi se enderezó. —Los Halcón estamos listos.
La linterna proyectó largas sombras sobre su rostro de porcelana. —
Un alma antigua y obstinada ha escapado del Reino de los
Fantasmas Hambrientos. Habita en un palacio en el interior de este
bosque, atraída por algo en su interior.
—Podemos partir de inmediato —se ofreció Taguchi.
—Sólo puede ir uno —advirtió—. Más, y os olerá al acercaros —la
mujer miró de un lado a otro, pensativa—. ¿Quién de entre vosotros
está dispuesto?
Taguchi miró a Masaomi, que se había puesto en tensión, dispuesto
a aceptar esta tarea en nombre del Halcón.
Lo siento, Masaomi. Espero que lo entiendas.
—¡Yo lo haré! —anunció Nyotaka, pasando ante el asombrado
rostro de Taguchi antes de que Masaomi pudiese siquiera hablar. Se
arrodilló—. ¡Soy Toritaka Nyotaka, el primero de mi clase! ¡Estoy
listo para cumplir el pacto!
Silencio. Ni siquiera reconoció su existencia. Los demás
intercambiaron miradas desconcertadas. Masaomi, con el dolor
reflejado en el rostro, simplemente miró hacia otro lado.
—Perdonadle —siseó Taguchi—. No es consciente de su situación.
Nyotaka se levantó de un salto. —¡P-por favor! ¡Soy más rápido,
más silencioso, mejor espadachín! —cada palabra se le clavaba en
el corazón, pero era peor pensar en Masaomi enfrentándose solo al
peligro—. ¡Dadme la oportunidad, mi señora! I yo…
—¿Durante cuánto tiempo os ha estado siguiendo? —preguntó ella.
—Desde que entramos en el bosque —musitó Masaomi—. Yo....yo
le dejé.
Nyotaka se dio la vuelta. —¡No! ¡He venido por mi propia voluntad!
No le echéis la culpa-
El rostro de la dama se suavizó. —Pobrecillo. No recuerdas cómo
ocurrió, ¿verdad?
La noche de su genpuku. Giró por un recodo, y su sensei había
desaparecido. Se le cayó la espada. ¿Dónde había caído? Ni
siquiera ahora la tenía...
—Es culpa mía —dijo Masaomi—. Le saqué el pedernal de la bolsa
para que se perdiera en la oscuridad —sus ojos se llenaron de
lágrimas—. Fue sólo una broma.
Esa noche había sido tan fría. ¿Qué había pasado después? No
recordaba haber regresado. No podía recordar...
La dama sonrió. —Tu arrepentimiento me recuerda a él, Masaomi.
Así que te haré este favor.
Bajó su linterna. Un coro de exclamaciones. Ahora todos podían
verle. Nyotaka recorrió lentamente con la mirada sus translúcidas
manos, que ahora dejaban pasar la luz rojiza, y las piernas, donde
sus pies se desvanecían en la oscuridad. Su espada había
desaparecido. Su armadura había desaparecido. Taguchi negó con
la cabeza. Donde antes sus ojos habían estado llenos de ira, ahora
podía ver compasión. Compasión por los muertos.
—Ahora sabe lo que es —dijo Taguchi—. Ha llegado la hora,
Masaomi. Haz que tu padre se sienta orgulloso.
La espada Halcón se encontraba en la mano de Masaomi. —Lo
siento —dijo, con un brillo húmedo en su pálido ojo—. No te
olvidaré.
—No es cierto —murmuró Nyotaka—. Todavía puedo sentir. Yo…
La hoja cayó. Por encima de ellos, el halcón cogió al ratón de campo
con sus garras y se lo llevó más allá de las copas de los árboles,
hacia la oscuridad más allá.
Regalos Imperiales
Por Robert Denton III

Yasurugi puso la inmensa espada sobre el soporte de bambú con el


filo hacia arriba. Las alas de color fuego que formaban la tsuba se
desplegaban sobre su empuñadura de madera de cerezo, el anillo
de acero perfecto del puño estaba decorado con plumas de búho, el
acero pulido de la hoja era una ventana hacia un reflejo del mundo.
Era acero que había forjado él mismo a partir de mena de hierro,
cuarzo azul y carbón. Ya había hecho otras tsurugi anteriormente
(Kaiu, el vasallo de Hida, le había enseñado a hacerlo), pero nunca
había forjado una espada de semejante calidad.
O eso esperaba. Yasurugi se mordió el labio. Según su sensei, una
espada era producto tanto del espíritu del forjador como de su
habilidad. Si hubiera flaqueado durante un sólo instante a lo largo de
la forja, si hubiera sucumbido a la duda o al miedo....
Sentado recto, sujetó una flor de ciruelo justo encima del filo y
conteniendo la respiración, la dejó caer. La flor cayó suavemente
hacia el filo, y se partió en dos.
—¡Bien hecho! ¡Bien hecho! —dijo una voz aguda y penetrante. Una
figura de plumaje negro y ataviada con seda azul apareció a su lado,
con las alas dobladas contra su espalda. Sus inexpresivos ojos de
pájaro brillaron levemente sobre su pico negro como la noche—. No
está mal para los esfuerzos de un principiante, ¿no?
Yasurugi hizo una reverencia. —Gracias, sensei —al levantarse, su
mirada se posó en algo que la criatura aferraba entre sus garras de
pájaro, extendidas en su posición de descanso con una sola pata:
una esbelta vaina de ciprés pulido, con un delicado grabado de
dragones danzantes: los detalles eran aún más sutiles que los de
las esculturas hechas por su madre.
—Una espada excelente necesita un hogar excelente, ¿cierto?
El pecho de Yasurugi se hinchó, y sus ojos se llenaron de lágrimas.
Que el insignificante trabajo de un alumno se uniese a la obra
maestra de su sensei en una sola pieza completa era más de lo que
su corazón podía soportar. Pero derramar lágrimas de alegría sería
vergonzoso, y por eso se inclinó, sintiendo cómo su corazón le daba
un vuelco mientras el acero forjado con sus manos se deslizaba
perfectamente dentro de la vaina.
—Un trozo de ti —graznó el tengu—, plegado en el acero. Has
puesto mucho de ti en él, ¿verdad? —al levantar la espada, la
cabeza del tengu se inclinó como la de una paloma. Su mirada se
nubló—. Kunshu será su nombre. Cualquiera que sea el destino de
esta espada, también le sucederá a sus dueños.
Yasurugi jadeó al oír la profecía. ¿Qué había puesto en movimiento?
De repente se sintió como unas alas sin viento, y se arrodilló,
recobrando el aliento con gran esfuerzo.
—No debería haberte enseñado esta técnica —dijo el tengu.
Aunque su expresión no cambió, su voz estaba llena de
preocupación—. Las almas humanas son finitas, ¿no es así? El
precio es demasiado elevado.
—Daría aún más —contestó Yasurugi, recuperándose lentamente,
levantando el rostro—. ¿Qué es una sola vida comparada con las de
los centenares que dependen de mi tío?
El renovado brillo en los ojos del tengu era como una sonrisa. —Una
sola vida puede marcar la diferencia algún día. Pero que así sea —
el pájaro cruzó sus alas y se puso firme—. Has superado mis
expectativas, alumno mío. Ahora....hazlo de nuevo.
Los ojos de Yasurugi se abrieron de par en par. Aquello sólo podía
significar que había sido juzgado digno de continuar sus lecciones.
Su corazón se hinchó de nuevo como una marea creciente.
—Esta vez —añadió el tengu—, darás cinco pliegues a la hoja, ¿sí?
Cinco pliegues. Era inaudito en los reinos humanos. Incluso la mejor
de las espadas Kaiu usaba solo tres. ¡Sin duda el metal se volvería
quebradizo al plegarlo tantas veces! ¡Se deformaría cuando cada
capa se enfriase a velocidades diferentes!
—¿Es posible tal cosa? —susurró.
—Oh, humilde hijo de Doji —susurró el tengu—, déjame mostrarte
cómo...
—¿Cómo hablaba el hombre pájaro sin labios?
La pregunta del niño, formulada con inocencia y mirada alegre, fue
recibida con una carcajada.
La oreja de Fumio se torció ante el sonido, pero se quedó
obstinadamente enroscado en el regazo de Doji Shizue. —¡Los
cuervos pueden hablar! —dijo uno de los niños, un chico vestido con
un kimono naranja—. Los he oído muchas veces.
Otro niño, calvo y vestido con seda dorada y verde, levantó la voz.
—¡Claro! Dicen:”¡Kaa!¡Kaa!” —agitó las mangas y los niños
volvieron a reírse a carcajadas.
Shizue suspiró para sí mientras bajaba las ilustraciones de Doji
Yasurugi y el cuervo humanoide. Se suponía que esto era una
lección sobre la fabricación de Kunshu, la espada ancestral del
linaje Hantei. Pero como era de esperar, los niños se obsesionaron
con el pájaro gigante que hablaba.
Ella tampoco habría hecho otra cosa a su edad, se recordó a sí
misma. Casi podía oír a la dama Teinko regañándola por pedir que
le contara otra historia de los tengu...
Una pequeña mano tiró de su kimono. Su propietaria la miraba con
grandes ojos marrones. —¿A dónde se fueron todos los tengu, Shii-
sama? ¿Por qué ya no los vemos?
Con gesto dramático, Shizue miró a través de la ventana en forma
de caja en el techo de la cámara. —Viven en las nubes —contestó
ella—. Y en las cimas de las montañas más altas. Tal vez, algún día,
si tienes suerte, puedas ver uno.
Dos docenas de ojos siguieron su mirada con asombro.
—Parece que todos tenéis la cabeza en las nubes —observó
Shizue. Se dio unos golpecitos en la boca con los dedos—. ¿A lo
mejor os debería contar otra historia? Una historia que os prevenga
sobre la ira de los tengu y por qué hay que tratar a todos los seres
vivos con dignidad.
Al tomar aliento para comenzar, dudó. Una pálida mujer se apoyó
contra la entrada de la estancia, con las manos metidas en las
mangas de su kimono púrpura mientras su cabello negro formaba
una cortina alrededor de su rostro. Una pincelada de medianoche
contra los murales invernales de la habitación.
—Por otra parte —dijo Shizue—, ¿no es hora de vuestras lecciones
de caligrafía?
Un coro de lamentos desilusionados salió de los niños. Fumio
protestó antes de saltar de su regazo cuando se puso de pie.
Apoyada en su bastón, espetó a los niños. —Sí, sí. Es terrible dejar
a vuestra profesora favorita, ¿verdad? Continuaremos mañana.
Ahora daos prisa, ¡Akari-sama se enfadará terriblemente conmigo si
llegáis tarde!
Les siguió con la mirada mientras los ecos de sus voces y sus
discusiones infantiles se difuminaban por el pasillo hasta su
siguiente clase. Shizue observó a la mujer con mirada entrenada. El
paso de los días había hecho poco para cambiar a Iuchi Shahai
desde que apareció en una de las lecciones de Daisetsu a invitación
suya. Caminaba más erguida, su andar era más confiado, su
vestimenta menos rústica y más cercana a la última moda
favorecida por las cortes. Pero aun así evitaba la mirada de los
demás, y decía poco. Era un goterón negro accidental en una
esquina de una pintura a la tinta: pasarla por alto era lo educado,
pero estropeaba el paisaje y resultaba imposible de ignorar. No
pertenecía a aquel lugar.
Y Shizue había querido hacerse amiga suya desde la primera vez
que la oyó murmurar.
—Me alegra que hayáis venido, Shahai-san —dijo finalmente
Shizue, con una reverencia—. Por favor, entrad.
Shahai se giró para encararse con Shizue y se inclinó a su vez.
Evitó los ojos risueños de Shizue y se sentó en su asiento con la
gracia de una sombra. —Gracias —murmuró. Sus labios se
movieron lo suficiente como para pronunciar las palabras, y ni una
fracción más—. Disculpadme por interrumpiros.
—Llegáis justo a tiempo —contestó Shizue, poniendo una taza de
cerámica ante la Iuchi, y colocando luego otra para ella. En el fondo
de cada taza había un pequeño bulbo de Gyokuro y Sonrisa de
Hotei, una maraña de hojas de té secas que parecían una zarza.
Shizue las había elegido y liado ella misma.
—Los alumnos de esta estación son bastante brillantes —continuó
Shizue mientras comprobaba la tetera, asegurándose de que el
agua no estuviera demasiado caliente—. Han aprovechado bien sus
lecciones —miró a su sombría invitada—. Por cierto, ¿qué hay de
vuestros alumnos?
Shahai se quedó mirando el bulbo seco de su taza con mirada
sombría. —Digamos que, si alguna vez quisierais hacer un
intercambio, me lo plantearía.
Shizue se río mientras levantaba la tetera caliente. Solo una breve
incomodidad pasó por su rostro cuando su pierna inútil hizo torpe el
movimiento. Shahai empezó a levantarse, como para ayudar, pero
Fumio la interrumpió, saltando repentinamente sobre el regazo de la
joven, y al parecer habiendo ganado varios kilos por pura voluntad
felina.
Mientras cruzaba lentamente la habitación, Shizue sorprendió a dos
cortesanos que se asomaban desde el fondo del pasillo. Se
marcharon rápidamente, su abrupta retirada una aceptación de
haber sido descubiertos. Uno le susurró al otro, y aunque no podía
oírlos, Shizue sabía lo que decían.
Había oído los rumores, sabía que sus cartas a Shahai eran
interceptadas y leídas una docena de veces, como era tradicional
con cualquier carta enviada en la Capital Imperial. “El pájaro azul y
el cuervo” era el mote con el que la corte se refería a sus reuniones.
Miró a la joven que rascaba distraídamente las orejas de Fumio, su
rostro blanqueado con polvos y un río de seda color medianoche
cubriéndole un lado de la cara. Su contraste era innegable, y los
fisgones verían poco en común entre la dos.
Pero aquello era únicamente superficial. Hacía mucho tiempo
Shizue había sido también una extraña...
Cuando el agua de la tetera de Shizue cayó en la taza de Shahai, la
apretada bola de té se deshizo, floreciendo y revelando una flor
seca de color púrpura, una esfera de amaranto del jardín personal
de Shizue. Aunque fue sutil, Shizue se percató de que Shahai abrió
los ojos de par en par, y deseó que la mujer hubiese entendido su
sutil muestra de ánimo.
—¿Los Grulla también hacen té floreciente? —preguntó Shahai
mientras Shizue se sentaba frente a ella. Su tono era casi...
¿cauteloso?
—Los Doji lo aprendieron de los Shinjo —contestó ella, mientras una
sonrisa iluminaba sus palabras—. Espero que mis esfuerzos no
hayan sido demasiado torpes.
Unos zarcillos viridiscentes tiñeron el agua bajo el rostro inexpresivo
de Shahai. El corazón de Shizue tembló como una biwa, y por un
instante temió que su gesto hubiese logrado el efecto contrario, y
que para lo único que hubiera servido fuera para hacer que la pobre
shugenja añorase aún más su hogar, para que se sintiera más
sola....
—Lo hicisteis bien —dijo Shahai, y levantó la taza.
Shizue dejó escapar el aliento. Hacer los pequeños bulbos de té era
una tarea que consumía mucho tiempo, una tarea en la que había
fracasado y que había tenido que intentar de nuevo muchas veces.
Sin embargo, haría falta más que eso para salvar el abismo entre
ellas.
—¿Alguna noticia de Toshi Ranbo? —preguntó Shahai, su voz tan
suave que Shizue estuvo a punto de no oírla.
La Grulla cruzó las manos. —Para asegurar que se ponga un punto
final pacífico a los combates, la corte ha nombrado a los Escorpión
administradores de la ciudad.
La taza de té escondió el ceño fruncido de Shahai, pero no su
mirada de desagrado. —Qué acontecimiento tan inesperado —dijo
simplemente—. Muy preferible a la propuesta de nuestro clan. Uno
se pregunta qué será lo siguiente de lo que se haga
“administradores” a los Escorpión.
Las sarcásticas palabras resonaron en el corazón de Shizue, pero
no dijo nada. —Se ha demostrado una gran sabiduría al confiar la
ciudad al Escorpión Honesto, y con ello se ha silenciado a quienes
creían que la ciudad podría sumirse en quejas ingobernables —
sorbió, saboreando el delicado té—. Aun así, temo que como
resultado Kakita Asami deberá soportar un largo invierno con los
Matsu.
—¿La hija de Kakita Yuri? —Shahai se animó un poco—. No lo
había oído. ¿La conocíais?
—Éramos amigas de pequeñas —Shizue sonrió en su taza—. Creo
que quizás estaba más unida a mi hermano.
—¿Sabéis dónde se encuentra retenida?
Había hecho aquella pregunta de forma tan despreocupada que
Shizue estuvo a punto de no darse cuenta de que la había hecho, ni
de sus implicaciones. —No —contestó ella, su voz convertida en un
susurro—, pero tengo mis sospechas.
—Se la mencionaré a mi padre en mi carta esta noche —se ofreció
Shahai—. Tal vez alguien haya oído algo.
¿Qué significaba aquello? ¿Tenían los Unicornio exploradores en
territorio León? Una historia se formó en la mente de Shizue:
Unicornio en busca de cualquier signo de Asami en tierras León.
Dos Grandes Clanes podían llegar a establecer lazos duraderos a
partir de una historia como esa.
Shahai suspiró y apartó la mirada. —Si es que sigue recibiendo mis
cartas...
Shizue sintió lástima de la pobre Iuchi. La Ciudad Prohibida era el
centro del universo, el eje sobre el que giraba el mundo, tan repleta
de cortesanos y senescales que rivalizaba con las estrellas en el
cielo. En otras palabras, un lugar muy solitario.
Mientras Shahai sorbía su té, Shizue cogió lentamente la pequeña
caja lacada de debajo de la mesa y la colocó entre las dos.
Suavemente, la empujó hacia delante.
Los ojos de Shahai se abrieron de par en par. —¿Es eso...? —miró
a Shizue con creciente sorpresa—. ¿Encontrasteis un juego?
—Son más pequeños de lo que había pensado originalmente —
confesó Shizue—. En tan poco tiempo, es posible que el artista se
haya apresurado en terminar. Me disculpo por cualquier defecto.
Durante un momento pareció como si Shahai fuese a cruzar la mesa
y abrazarla. Pero la mujer simplemente sonrió y bajó la cabeza. —
No sé cómo puedo recompensaros, Shizue-sama.
Shizue sacudió la cabeza. —No os preocupéis. Es poca cosa entre
amigas.
Shahai levantó la cabeza, mirando a la Grulla con sus ojos oscuros.
Luego, asintiendo para sí misma, sacó algo pequeño de los pliegues
de su kimono y se lo tendió a través de la mesa.
Era una pequeña grulla de latón que sostenía un orbe de vidrio
tallado. La baratija estaba sujeta a una larga cadena, como si fuera
para colgarla del cuello.
—Es una pobre recompensa por el favor que me habéis hecho—,
dijo Shahai, —pero, aun así, por favor, aceptadlo con mi
agradecimiento.
Shizue se quedó quieta. Había oído rumores sobre los amuletos de
Shahai. Según los rumores de los guardianes del santuario durante
sus rezos diarios, los shugenja de la familia Seppun tenían
problemas cada noche para invocar la protección de los kami sobre
el Emperador, y culpaban de ello a la presencia de los amuletos de
Shahai. Shizue no sabía nada de la senda de los kami, pero sabía
que el meishōdō tenía algo que ver con baratijas como aquellas.
¿Era una de ellas? Respiró aceleradamente. Lo era, ¿verdad? Se
trataba de un amuleto de meishōdō, uno de los objetos que había
ocasionado tal conmoción hacía poco.
No podía negarse. Insultaría a Shahai. Todos los esfuerzos que
había hecho para atravesar la barrera, para hacerse amiga de la hija
del daimyō Iuchi en nombre de los Grulla, serían en vano. Y,
además, llevar uno de los amuletos de Shahai al cuello en una corte
tenía un cierto atractivo escandaloso...
Shizue se inclinó mientras aceptaba el amuleto. Admiró
abiertamente el trabajo artesanal, la forma en que la luz atrapada
bailaba entre las facetas del orbe. —Es hermoso —comentó. Miró
hacia arriba con los ojos grises muy abiertos—. ¿Qué... hace?
—Se cuelga del cuello —dijo Shahai.
No pareció entender por qué aquello había hecho reír a Shizue.
***
Shahai sacó una última vez la caja lacada de su bolsa. La costura
era casi invisible, hasta que sus ágiles dedos rozaron la lengüeta de
madera y abrieron las dos puertas, revelando el forro de terciopelo
de su interior. Descansando en las depresiones en forma de caja del
terciopelo había un juego de dados de Fortunas y Vientos:
veinticuatro pequeños cubos, tan blancos como los dientes de un
potro, y seis más tan negros y brillantes como la obsidiana. Pasó los
dedos por la lisa superficie de cada dado, que tenía finos y
elegantes kanji tallados en sus caras y delicadamente recubiertos de
pan de oro. Shizue había restado importancia a la calidad, pero para
Shahai, el artesano Kakita que había tallado estos dados había
honrado a sus maestros.
Daisetsu había tenido una vez un juego de dados muy parecido a
este. Jugó con él hasta que una horrorizada criada lo descubrió, y
luego lo guardó y lo perdió. Lo que sin duda alivió a los Seppun;
Fortunas y Vientos no era el pasatiempo más valorado.
Un regalo así era extremadamente inapropiado para un príncipe
Imperial. Y por eso, razonó Shahai, era perfecto para él.
La joven cerró la caja y la guardó. Estaba a punto de terminar la
hora de la serpiente. Pasaría por el estanque de las reflexiones junto
a la Pagoda de la Primavera. Shahai se dirigió hacia allí, pasando
como una sombra por los pasillos de la Ciudad Prohibida. Los
cortesanos al lado de los que pasaba miraban al frente o hacia el
suelo. Una Escorpión abrió un abanico para susurrar a su
compañera Fénix mientras pasaba. Shahai no les prestó atención.
Cuando le encontró, la procesión de Daisetsu había sido
interrumpida por una adolescente que llevaba el mon de la familia
Otomo y demasiado maquillaje. Shahai resopló ante los pobres
intentos de conversación de la muchacha, y notó cómo los rasgos
del príncipe se mantenían perfectamente quietos, incluso mientras
su yōjimbō buscaba desesperadamente algo más interesante en el
claro. Shahai se acercó, y Daisetsu, mirándola brevemente, se
inclinó para incluirla.
—Perdonad mi grosería —dijo Shahai, no tanto hablando como
dejando caer las palabras—, pero las lecciones de equitación de su
alteza...
Una expresión de enfado apareció un instante en el rostro de la
Otomo. Daisetsu asintió. —Ah, ¿es ya la hora del caballo? —se
excusó, echando una expresiva mirada a su yōjimbō, una
instrucción silenciosa para que se quedase atrás, como hacía a
menudo cuando se trataba de Shahai. Mientras se marchaba a su
lado, Shahai sintió la mirada del samurái clavada en su espalda con
tanta certeza como sentiría una fogata en verano.
Mientras caminaban, finalmente solos, Daisetsu se relajó. —Una vez
más, os debo una —el joven suspiró—. Me pregunto debajo de qué
roca encontró a esa la casamentera.
La risa ahogada de Shahai salió como un resoplido. —¿Es prudente
evitar siempre a vuestras pretendientes, mi príncipe?
Se encogió de hombros. —Padre elegirá a quien él prefiera. No
necesito involucrarme.
Los salones dieron paso a un patio escalonado construido alrededor
de un jardín de arena. Caminaron por el balcón del tercer piso
mientras los sirvientes trazaban surcos en la arena y sudaban bajo
el opresivo sol de la tarde. Daisetsu se detuvo bruscamente,
poniendo las manos sobre la barandilla, y miró hacia abajo. Shahai
se quedó justo detrás de él, preguntándose por qué se había
detenido, pero sin preguntarle.
—¿Es verdad que los Unicornio organizan sus propios matrimonios?
—preguntó Daisetsu.
Shahai se sonrió. No era el primer rumor erróneo sobre su gente
que había oído. —Hay muchos rituales de cortejo entre los
Unicornio, mi señor, pero ese no es uno de ellos.
El joven asintió suavemente. —Preferiría una esposa Unicornio, si
pudiera elegir.
Shahai no supo cómo responder. Aquello había sido atrevido para el
príncipe... ¿qué había querido decir exactamente con eso? ¿Estaba
sugiriendo algo? Miró al joven rostro del príncipe, inclinado hacia
abajo en dirección a las gradas que tenía bajo él, con el pelo
engrasado que enmarcaba los afilados rasgos Imperiales, que el sol
hacía brillar como si fuera en homenaje a los primeros emperadores,
de los que se decía que resplandecían como el propio fundador del
Imperio. Ella seguía siendo elegible, y sólo cuatro años mayor que
él. De hecho, sus estrellas de nacimiento podrían incluso ser
compatibles...
Sacudió la cabeza. No. Sólo había sido un comentario ocioso. No
debía interpretar más de lo que era.
De repente se le ocurrió que estaban parados en un mirador que
ofrecía una vista despejada de la habitación frente a ellos, a través
de una ventana circular en la pared. ¿Estaba Daisetsu espiando a
alguien? Después de mirar a su alrededor para asegurarse de que
estaban verdaderamente solos, se arriesgó a acercarse para ver a
dónde miraba. Aquello hizo que su corazón latiera un poco más
rápido; cualquiera que se acercara a ellos notaría la distancia
inapropiada, y podría sacarse conclusiones al respecto. Sólo miraría
un instante...
Enmarcado en la ventana había una enorme tsurugi, de al menos
cuatro shaku de longitud, descansando sobre un soporte de bambú.
Incluso desde esa posición, Shahai podía ver la exquisita vaina de
dragón y la brillante pátina de la tsuba alada. Tenía que ser Kunshu,
la espada ancestral de los Hantei, exhibida en su lugar de honor.
Nunca antes había visto la espada del Emperador, ni siquiera a
tanta distancia, pero por lo que había oído de la descripción de
Shizue, no había manera de confundirla con ninguna otra cosa.
Miró a Daisetsu. No vio deseo al mirar a la espada de su padre,
aunque parecía que estaba esperando algo. Pero ¿qué?
Mirando nuevamente se percató de que había una segunda espada
más corta junto a la base de Kunshu, ésta ligeramente curvada al
estilo de un tachi. Era una espada sencilla de soldado, sin adornos,
sin ninguna marca en absoluto. —¿Qué es esa otra espada?
—Esa es Shori —contestó Daisetsu—, la espada ancestral del Clan
del León. Descansa junto a Kunshu en un lugar de honor. El
Campeón del Clan del León ni siquiera puede sostener esa espada
sin la bendición del Emperador.
—No me había dado cuenta de que los León eran tan exigentes a la
hora de desenvainar sus espadas.
La sonrisa de Daisetsu ante su comentario le proporcionó un
inesperado placer. Fue en aquel momento cuando se dio cuenta de
que su mano se había metido en la bolsa, y sus dedos se
enroscaron alrededor de los bordes de la caja. ¿Debería
presentársela ahora? Sin que nadie se lo pidiera, su mano comenzó
a levantarla...
—Ah —dijo Daisetsu—, ahí está.
Hantei Sotorii apareció en la habitación. El corazón de Shahai se
aceleró por el instinto de agacharse, pero Daisetsu se mantuvo
firme, y ella se encontraba ligada a él por una cuerda invisible. —
Nos verá —susurró, temblando con la emoción de ser descubiertos
espiando al hijo mayor del Emperador.
Daisetsu negó con la cabeza. —Mi hermano sólo ve lo que tiene
delante.
Ignorante de su presencia, Sotorii levantó con desvergüenza a
Kunshu de su soporte, y la sacó de la vaina con cierta dificultad.
Daisetsu enarcó una ceja. —Parece que mi hermano está jugando
otra vez con los juguetes de padre.
Sosteniendo la espada con torpeza, Sotorii hizo un corte al aire,
como si estuviese luchando contra oponentes invisibles,
deteniéndose solo para posar en temblorosas imitaciones de héroes
populares de los que aparecen en grabados de madera.
Shahai se tapó la boca con las manos para ahogar una carcajada.
Podían ejecutarla por algo como eso, pero no era capaz de evitarlo.
La fachada de noble vástago del linaje Hantei había dado paso a un
simple niño que jugaba con un palo. Mientras el príncipe acuchillaba
a sus oponentes invisibles, sus golpes se iban volviendo cada vez
más torpes a medida que el peso de Kunshu lo iba cansando, y la
gracia de aquel espectáculo se fue desvaneciendo poco a poco.
Aquel era el heredero al trono. El Bushidō dictaba que los guerreros
más grandes de las familias más poderosas de todo el mundo
serían guiados por... esto.
No era tan gracioso, después de todo.
—Siempre ha estado obsesionado con esa espada —murmuró
Daisetsu. Ya no sonreía. Sus ojos estaban llenos de lástima, sus
manos apretaban la barandilla y sus nudillos se pusieron blancos—.
Actúa como si ya fuera suya, pero aún no es Emperador. Incluso
entonces, no la tendrá de inmediato.
Viendo su mirada inquisitiva, explicó. —Hay una tradición que se
remonta a cuando el héroe popular Doji Yasurugi presentó a Kunshu
al primer Hantei. Antes de la coronación del Emperador, los Seppun
confían a Kunshu al cuidado de un Gran Clan, que guarda la espada
hasta el día de la coronación del Emperador. Tienen el honor de
presentarla al recién coronado Hijo del Cielo.
Cuando Sotorii devolvió la espada a su sitio, los ojos de Daisetsu se
entrecerraron. —Si fuera por él, la llevaría ya al costado.
—Es sólo una espada —dijo ella.
Él la miró abiertamente, como si estuviera sorprendido. La verdad es
que ella también se sorprendió de sus propias palabras, pero ya no
podía desdecirlas. Su corazón se había destapado con lo que había
visto. —Es una vieja pieza de metal. Seguramente hay miles como
ella en el Imperio.
El joven sacudió la cabeza. —No. Kunshu es especial.
—Tal vez —admitió—, pero ¿por qué os importa que la posea él?
—No me importa —en la ventana, Sotorii se esforzaba por envainar
la enorme espada—. Tengo miedo de lo que haría con ella.
Se quedaron allí, en silencio, mientras las sombras se alargaban por
el jardín de arena.
—Pero por supuesto —susurró Daisetsu con desagrado—, seguirle
es lo que exige el Bushidō.
Ese maldito Bushidō, pensó. Yo sólo te seguiré a ti.
El pensamiento la aturdió. Parecía haber salido de la nada. Ella
supo entonces que había cometido un gran pecado, tan claramente
como si hubiese dicho esas mismas palabras, o como si hubiese
golpeado al príncipe Sotorii con sus propias manos. No importaba
que fuera sólo un pensamiento. El Tao decía “Con nuestras mentes
hacemos el mundo”.
Seguía siendo traición.
Pero lo había pensado en serio. Era la verdad que le dictaba su
corazón. Si el Bushidō le exigía que siguiera a alguien capaz de
jugar con un objeto sagrado, entonces el Bushidō no le servía de
nada.
Sotorii se había marchado. En la ventana, Kunshu estaba
nuevamente colocada en su lugar de honor. —¿Me haríais un favor,
Shahai?
Lo que sea. —Por supuesto, mi señor.
Daisetsu la miró a los ojos. —Nunca dejéis que me vuelva como él.
Shahai dejó descansar de nuevo la caja en la bolsa sin que el
príncipe la viera. Se había equivocado. Era demasiado inadecuada,
un regalo indigno para él. Podría hacerlo mejor. Él valía más.
—Lo prometo —dijo ella, y sus palabras fueron como el acero—. Por
mi vida, os lo juro.

Capítulo 1 de Susurros de sombras y acero


Una novela corta del Clan del Escorpión
por Mari Murdock
Publicado originalmente en el pack de clan La Mano Oculta del
Emperador

Bayushi Yojiro se frotó las manos mientras su carretilla se arrastraba


por la Avenida mercantil en Ryokō Owari Toshi, la Ciudad de las
Mentiras. El Clan del Escorpión raramente concedía segundas
oportunidades, y la suya había llegado en forma de exilio a la ciudad
más permisiva, y peligrosa, de Rokugán. Se encogió tras el cuello
alto de su kimono. ¿Qué trampas se ocultaban tras aquella
decadencia? Los adoquines desgastados del famoso Barrio de los
Mercaderes resultaban casi invisibles bajo las multitudes que salían
de los comercios y se amontonaban entre las tiendas. El aire
temblaba con el estruendo de los timbales de los músicos callejeros,
que se mezclaba con opresivas nubes de intenso perfume, aceite de
cocina y sudor. En torno a los comerciantes y compradores se
extendían montañas de sedas, hojas de té secas, frutas exóticas,
incienso, lacas y especias como si fueran las mismísimas Montañas
del Espinazo del Mundo. El sonido era una cacofonía de voces: las
de los mercaderes que gritaban sus precios y garantizaban gangas,
y las de los clientes al regatear y comparar calidades. Entre el
gentío se abrió paso un palanquín de seda roja con un tejado
acabado en cuernos, tal vez perteneciente a alguna dama de la
nobleza. Desapareció tan rápido como había aparecido, a hombros
de seis siervos musculosos, deslizándose entre la algarabía del
mercado como si fuese un yate de placer en un mar encrespado.
Viajeros de todos los grandes clanes se mezclaban en medio de una
maraña de colores. Una noble del Clan de la Grulla, vestida con un
ondulante kimono azul y una corona de flores de seda sobre su
cabello blanco inspeccionaba la factura de unos tapices mientras su
yōjimbō mantenía a raya a la multitud. Un par de broncos jinetes
Unicornio, ataviados con botas de piel de oso y armados con
elegantes cimitarras Moto, discutían por el precio de una jaula de
singulares halcones. Un imponente samurái Cangrejo al que le
faltaba una oreja apartaba a codazos a todo el que se interponía en
su camino mientras seguía las miradas atrayentes de una geisha
maiko vestida con un lujoso traje de gala, que se reía mientras se
encaminaba hacia el embarcadero del transbordador para regresar
al barrio rojo.
Yojiro se acurrucó en su carretilla, abrumado por el tumulto y el ruido
de la muchedumbre, tan diferente de las inmaculadas y espaciosas
calles y de los ordenados bazares de Otosan Uchi. Había dejado la
capital esperando encontrar esta diferencia, ya que conocía la
reputación de Ryokō Owari de ser "una ruina dorada", pero la falta
de organización le resultaba opresiva. Tal vez Ryokō Owari Toshi,
"La ciudad al final del viaje", se encontraba lo bastante alejada del
Soberano Celestial como para abstraerse de la influencia divina del
Emperador.
Lo que más le molestaba era la oscuridad. Sobre su cabeza se
agitaban filas enteras de estandartes rojos y negros del Clan del
Escorpión, y racimos de farolillos de papel. Los habían colgado
entre los exageradamente grandes aleros de los tejados inclinados,
y abarrotaban el cielo por encima de él, que parecía tan atestado
como las calles. Bloqueaban buena parte de la luz del sol y
proyectaban sombras largas y oscuras incluso al mediodía. La
penumbra le hacía ver cosas que no existían. Al cruzarse con un
vendedor, pensó que estaba vendiendo cráneos humanos. Hasta
que una mujer no se puso uno en la cara, Yojiro no se dio cuenta de
que en realidad eran máscaras de teatro. En otra ocasión, un oni
astado salió de una tienda de tofu, lo que le hizo echar mano de su
katana. El demonio era en realidad un niño a hombros de su padre,
y sus cuernos eran su cabello trenzado. Yojiro maldijo una y otra vez
su estupidez hasta que finalmente dejó de mirar.
El siervo que tiraba de su carretilla, un plebeyo con el rostro
bronceado por el sol y cuajado de marcas de viruela detuvo el
vehículo, hizo una pausa, y se le quedó mirando como si estuviera
esperando algo. La multitud de comerciantes y curiosos
arremolinados entre las mercancías y los puestos seguía siendo
igual de abigarrada, y parecía vacilante a la hora de lanzarse de
forma agresiva contra el gentío. Soltó el pasamanos para limpiarse
el sudor de la frente.
—Casi hemos llegado al Palacio Shosuro, magistrado —dijo con voz
ronca a Yojiro—. Justo detrás de este bazar, a través de la Puerta
Piadosa, más allá del muro, y hasta el final...
—Sí, gracias —dijo Yojiro, interrumpiendo la retahíla del hombre.
Los inclinados cimientos de granito y las tejas carmesí del Palacio
Shosuro se alzaban a apenas unas calles de distancia, a no más de
media hora andando—. Creo que caminaré desde aquí.
—No, no, no —se opuso el hombre, aferrando de nuevo el
pasamanos pero sin hacer ningún intento de continuar—. Dijisteis al
palacio, así que hasta allí os llevaré.
—Te pagaré de todas formas por lo que queda del viaje —aseguró
Yojiro al hombre, ignorando su insistente avaricia. Sacó una bolsa
de seda verde de su bolsillo, un hueco cosido en el pecho de su
kimono negro y carmesí—. Te dije que hasta el palacio, así que te
pagaré todo el viaje.
El conductor de la carretilla sonrió estúpidamente, con una mueca
de satisfacción consigo mismo por su astucia en su rostro lleno de
cicatrices. La escasa luz retorció el rostro del hombre hasta
convertirlo en un semblante más demoníaco que el de la niña que
había visto antes. Yojiro ignoró el impulso de entrecerrar los ojos
para asegurarse. Arrojó el dinero al hombre y apenas tuvo tiempo de
bajarse antes de que desapareciera, escurriéndose hábilmente por
un callejón oscuro con carretilla y todo.
Esto nunca le pasaría a un magistrado Esmeralda en Otosan Uchi.
Y me la ha jugado un miembro de mi propio clan.
Metió las manos en las mangas de su kimono y se abrió paso entre
la multitud.
Supongo que en un pozo lleno de escorpiones, se acaban comiendo
unos a otros.
Como si sus pensamientos hubiesen cobrado vida, sintió de repente
los ágiles dedos de un carterista en el costado. El pequeño que
había metido la mano en el bolsillo lateral de Yojiro aparentaba mirar
fijamente a un grotesco perro bailarín. Yojiro permitió que el chico
sacase la mano y esgrimiese un gesto de decepción. El niño se fue
corriendo hacia el mismo callejón que el conductor de la carretilla, y
de las sombras apareció el rostro de oni cubierto de cicatrices del
plebeyo. Agarró al chico por el cuello, maldiciendo y metiendo la
mano dentro de su propio kimono para indicar el lugar donde Yojiro
guardaba su bolsa. Sus ojos ardieron enfurecidos al ver a Yojiro
observándolos desde la multitud. Los conspiradores volvieron a
desaparecer en el oscuro callejón, como ratas en su agujero.
No son los únicos ladrones aquí.
Yojiro ya había detectado a docenas de embaucadores en el bazar,
que engañaban a los clientes y se engañaban entre ellos. Algunas
utilizaban básculas con puntos de equilibrio falsos o cadenas de
metales diferentes para que un lado pesase más que el contrario.
Otros utilizaban ábacos con cuentas fijas o con columnas de
cuentas móviles para calcular de forma fraudulenta los precios y las
cantidades de carga. Y casi todos los mercaderes sabían cómo
escamotear monedas o cortar las cuerdas de una bolsa. Algunos
incluso intentaban ocultar su afiliación Escorpión, haciéndose pasar
por vendedores ambulantes de los clanes menores con exagerados
acentos de pueblo y disfraces baratos con tejones o zorros mal
bordados, que aun así engañaban a los turistas.
Muchos, como las dos ratas con las que se había topado Yojiro,
salían o desaparecían de los oscuros callejones flanqueados por
murallas amenazantes y ensombrecidos por los tejados. La tenue
luz de los estrechos pasillos ocultaba sus movimientos,
probablemente a propósito.
Como era de esperar de la ciudad más frecuentada del Clan del
Escorpión.
De repente el mon Escorpión bordado en la parte delantera del
kimono de Yojiro pareció hacerse más pesado, una carga. Todo el
mundo podía verlo. Todo el mundo daría por sentado que era como
aquellos escorpiones en el pozo. Un mentiroso. Siempre ocultando
algo. Lo pensarían a pesar de que era un samurái, de que había
jurado defender los sagrados principios del Bushidō, de que había
adoptado virtudes como la rectitud, la sinceridad y el honor. Virtudes
por las que daría con gusto su vida.
¿Pero qué hay de tu alma, Yojiro?
Un recuerdo perturbador se retorció en el fondo de su mente,
imágenes parpadeantes de paneles shōji cerrándose de golpe entre
de gritos de ira. Apartó el recuerdo de inmediato.
Un estandarte Escorpión ondeaba en la suave brisa por encima de
él. La cola del mon colgaba encima suyo, como si estuviera a punto
de atacar, preparado y esperando el momento adecuado.
¿Soy realmente uno de ellos?
Pasó por delante de unos cuantos puestos más cuando apareció de
nuevo el carterista, acuclillado y oculto en la oscuridad como un
trasgo. Mientras pasaba a hurtadillas, el chico cortó de forma casual
el cordón de la bolsa de monedas de una alta mujer del Clan del
Dragón. Yojiro se puso a su lado de dos zancadas y le agarró del
hombro con un puño firme. Sin decir palabra, cogió el dinero de
manos del chico.
—Perdonadme —llamó Yojiro a la mujer. Alargó la bolsa—. Me temo
que se os cayó esto por accidente.
La mujer miró con suspicacia a Yojiro y al chico, y le arrancó la bolsa
de las manos. —Sí, es mío —soltó ella, y abrió la bolsa a toda prisa
para contar las monedas. Tras asegurarse de su contenido, suavizó
el gesto—. Alabado sea Daikoku por preservar mi dinero. Rezaré
una oración más en su templo como agradecimiento —sonrió hasta
que sus ojos se posaron sobre el mon del Clan del Escorpión
bordado en su vestimenta. Se alejó sin mirar atrás. Yojiro se mordió
el labio. Quizás no había sido una buena idea acercarse a la mujer
del Clan del Dragón, dadas las circunstancias....
Yojiro había sido enviado a Ryokō Owari para dirimir un escándalo
que involucraba al Clan del Dragón. Bayushi Aramoro, medio
hermano del Campeón del Clan del Escorpión Bayushi Shoju, había
sido arrestado por matar a un oficial Dragón de baja graduación. La
participación de un samurái de tan alto rango ponía en peligro las ya
tensas relaciones diplomáticas entre los dos clanes.
—¡Tío, me hacéis daño en el hombro! —siseó el carterista,
retorciéndose entre las manos de Yojiro. Le pateó la espinilla sin
ningún efecto—. ¡Soltadme!
Yojiro notó cómo se le iba abriendo un pequeño agujero en el
estómago mientras observaba el pelo mugriento y las mejillas
emborronadas de lágrimas del niño. Una vez más, su
responsabilidad como samurái le exigía actuar. Cortesía.
Compasión.
Hoy ya he despojado dos veces a este muchacho de su botín.
Tiró al suelo unas cuantas monedas para el pilluelo antes de
liberarle. El chico recogió el dinero y se fue corriendo,
desapareciendo en otra ratonera.
Un descarado vendedor de pomadas se agarró repentinamente al
brazo de Yojiro y le puso en la cara una caja que contenía un limo
acre. El perfume ácido del azufre y el jengibre fermentado se asaltó
la nariz.
—¡Para vuestras arrugas! —voceó el hombre—. Sus problemas lo
envejecen, señor. ¡Pero hoy estáis de suerte! Descubrí esta fórmula
especial después de que Jurōjin me bendijera en un sueño. ¡Una
visión de longevidad! Esta pasta disolverá todas vuestras
preocupaciones...
Una llamarada saltó de repente de un puesto de fideos fritos, lo que
hizo que unos monos enjaulados situados cerca se pusiesen a
chillar. Yojiro aprovechó la interrupción para huir, desapareciendo
entre la multitud.
El mercader no se equivocaba. Quizás fuese el fétido olor de la
ciudad lo que había hecho que se le revolviese el estómago desde
que atravesó las puertas de la ciudad. Pero lo más probable es que
fueran sus preocupaciones.
—Has fracasado, Yojiro —siseó ella con una mirada siniestra y casi
enloquecida de rabia—. Se te encomendó una tarea muy sencilla,
pero me has decepcionado.
No. Ahora no podía pensar en ella. Tenía trabajo que hacer. Yojiro
había oído hablar por primera vez del arresto de Aramoro de boca
de Akodo Toturi, el Campeón Esmeralda, principal administrador del
Emperador y líder de su ejército permanente, las Legiones
Imperiales.
—Se le acusa de asesinato sin causa —explicó Toturi durante su
reunión privada en Otosan Uchi. La apariencia por lo general
inescrutable del samurái del Clan del León se había resquebrajado
ante la situación; sus ojos se nublaron mientras su mente repasaba
las posibles resoluciones—. Normalmente, una muerte de menor
importancia como esta tendría pocas repercusiones. Sin embargo,
en este momento la noticia resulta sumamente inoportuna, tras el
duelo de iaijutsu entre Kitsuki Shomon y Bayushi Gensato tras un
insulto en público. A lo que hay que añadir las sospechas de que la
solicitud Dragón en relación con la secta de la Tierra perfecta resultó
perjudicada por los rumores difundidos por los Escorpión. Sí, los dos
clanes están enfrentados. He oído rumores de cancelaciones e
incluso violaciones flagrantes de tratados entre ambas partes.
—Seguro que no es tan malo como decís, Toturi-sama —había
dicho Yojiro, dudando de la gravedad de la situación.
—Quizás, pero recibí una visita personal de Kitsuki Yaruma,
coordinador del Clan del Dragón en la Capital Imperial. Insinuó la
posibilidad de un embargo comercial contra los Escorpión. Una
medida semejante exigiría otras represalias políticas. Esta situación
bien podría escaparse del control del Imperio.
Yojiro se había sentido desconcertado. En sus anteriores
conversaciones con la dama Kachiko y otros nobles Escorpión sobre
estrategias diplomáticas a largo plazo, no había oído ningún rumor
sobre su intención de aumentar las tensiones políticas con el Clan
del Dragón. Tampoco podía creer que el señor Shoju permitiese que
su medio hermano se viera implicado en una situación tan
insignificante como la muerte de un funcionario menor.
Especialmente en la antesala de una gran batalla política. ¡Y mucho
menos en público! Simplemente no era su estilo. Demasiado
descarado. Demasiado descuidado. Si Aramoro había sido
capturado y encarcelado, se había dejado capturar y encarcelar.
¿Pero qué podría ganar nuestro clan con un escándalo como el del
asesinato público de un funcionario menor Dragón?
El Campeón Esmeralda respondió como si pudiese leerle la mente.
—Yojiro-san, no sé qué ventaja espera obtener el Clan del
Escorpión al implicar a Aramoro en semejante enredo. Sin embargo,
ambos podemos suponer que tiene un plan en marcha. Y también
podemos adivinar que la gobernadora Shosuro Hyobu y sus
administradores probablemente se inmiscuirán en las
investigaciones relacionadas con este incidente. Ya me he
encargado de algunas de las quejas de Yaruma, haciendo que
Aramoro sea recluido en un lugar distinto a las mazmorras del
Palacio Shosuro, y he ordenado a Otomo Seno, el magistrado
Esmeralda de la ciudad, que se haga cargo de la investigación. Sin
embargo, necesito más garantías al respecto.
—¿Qué necesita de mí el Campeón Esmeralda?
Toturi dudó, y antes de hablar hizo un rápido cálculo con aire de
preocupación.
—Sé que ya me habéis hecho un gran favor, Yojiro-san, en
detrimento de vuestra reputación con vuestro clan —dijo,
refiriéndose al Torneo del Campeón Esmeralda. Como supervisor
del torneo, Yojiro había avisado en secreto a Toturi de una
conspiración Escorpión para sabotear el duelo, ayudando al Akodo a
ganar pero perdiendo la confianza de su clan... la misma
conspiración que Yojiro había llevado a cabo. Había sido la única
manera de equilibrar la balanza en favor de la justicia—. Pero os
pido, por el bien del honor, ¿iréis a Ryokō Owari Toshi como mi
representante, asistiréis en la investigación, y evitaréis cualquier
interferencia Escorpión?
La petición de Toturi había tocado un lugar delicado en el corazón
de Yojiro. Los miembros de su clan ya desconfiaban de él.
Desafiarles con la autoridad del Campeón Esmeralda sería un
suicidio político.
—¡Has fracasado! No me sirves para nada.
Su viejo conflicto entre lealtad al Imperio y lealtad al clan había
resurgido una vez más en su interior, pero contestó al Campeón
Esmeralda sin vacilar.
—Haré lo que me pidáis.
Su deseo de obedecer a Toturi, de evitar que cualquier acto
deshonroso perturbase la investigación, era sincero. Pero en lo que
a los Escorpión concernía, no podía permitirse otro fracaso.
Yojiro se giró hacia la calle del Alabastro, esperando poder eludir el
resto de la bulliciosa agitación del bazar de camino al Palacio
Shosuro. La avenida era estrecha y estaba plagada de entradas a
estrechos callejones. Mientras caminaba a paso ligero, sintió un
hormigueo en la nuca. Dudó. Los rincones oscuros estaban vacíos,
pero por el rabillo del ojo le pareció que una neblina roja como la
sangre se posaba en el otro extremo del callejón, a su derecha. Se
dio la vuelta. El callejón estaba vacío: era sólo una sombra vacía.
Yojiro dejó de caminar, y aferró su katana por la parte superior de su
vaina.
—¿Quién anda ahí? —gritó.
El flaco carterista se deslizó desde las sombras.
—Tío, os olvidasteis de algo —replicó el niño, sonriendo con malicia.
—¿Qué se me olvidó, chiquillo?
Yojiro olió demasiado tarde el vahído a carne de alcantarilla. Unas
manos se escurrieron bajo sus axilas y se enrollaron tras su cabeza,
inmovilizando sus brazos. La piel rancia y grasienta de su captor lo
identificó como el plebeyo de la carretilla.
Yojiro se zafó con facilidad de la presa del hombre, y le dio un fuerte
codazo en la barriga. El plebeyo cayó al suelo, jadeando.
Yojiro se giró para encararse de nuevo con el chico, pero había
desaparecido. En su lugar, el callejón se encontraba ahora
bloqueado por el palanquín de seda roja con el techo con cuernos.
Los seis voluminosos sirvientes que lo llevaban lo dejaron en el
suelo, y miraron a Yojiro con una ferocidad brutal. Tras la cortina
carmesí apareció un hombre vestido de forma suntuosa. Alrededor
del cuello y los hombros portaba collares de cuentas de ónice, y
tenía varios dientes de oro. Llevaba bordado el mon del Clan del
Escorpión en el cuello y en las mangas de su kimono, pero lo más
revelador resultó ser el brillo perverso de sus ojos. Resultaba
evidente que este era uno de los cabecillas criminales de Ryokō
Owari.
—El niño tiene razón, magistrado —dijo el hombre, su voz tranquila,
confiada: el tono de un hombre acostumbrado a salirse con la suya.
Esgrimía una larga pipa de cornalina y latón con forma de escorpión,
y de sus labios burlones salía un humo gris azulado—. Olvidáis que
esta no es vuestra jurisdicción, sino la mía. Y el único que hace
justicia aquí soy yo. ¿No es cierto, Buyu?
—Sí, Ikku-sama —confirmó el conductor de la carretilla, con un
indicio de miedo en su voz—. El Barrio de los Mercaderes es
vuestro.
—Lo que habéis hecho con mi chico —continuó Ikku—, robarle su
dinero, y lo que acabáis de hacer a mi conductor de carretilla, es
imperdonable. En mi obligación de hacer cumplir las leyes de esta
ciudad, no puedo tolerar la presencia en mi barrio de salteadores y
pendencieros. Como magistrado que sois, no me cabe duda que
entendéis mi situación.
Las manos de Yojiro se apartaron de su wakizashi. A pesar de su
entrenamiento, le resultaría difícil enfrentarse con seis guardias en
una calle estrecha.
Y no sabía que otros lacayos podía lanzar Ikku contra él desde las
sombras.
Quizás mi sutileza política sea necesaria antes de lo previsto.
—Perdonad mi intrusión, mi señor —dijo Yojiro, haciendo caso
omiso de la tentación de vigilar los demás rincones oscuros de la
calle. Ahora necesitaba confianza. Tranquilidad. Poder—. No estoy
familiarizado con vuestras leyes locales. Acabo de llegar a Ryokō
Owari de la capital en misión oficial para el Campeón Esmeralda.
El líder criminal se rio a carcajadas, apuntándole bruscamente con
su pipa. —No me cabe duda de que viniendo de Otosan Uchi,
deberíais saber que ni siquiera los magistrados Esmeralda están por
encima de la ley.
—No, no lo están —asintió Yojiro—. Por tanto, os pido
humildemente perdón. Me abstendré de interferir con vos y vuestros
humildes siervos.
—El perdón no es suficiente para las exigencias de la justicia,
magistrado —gruñó el líder criminal. Tiró las cenizas de su pipa a la
calle e hizo un gesto casual a sus matones en dirección a Yojiro.
Yojiro bajó ligeramente su posición, bajando su centro de gravedad
para reaccionar ante un ataque. —Tal vez pueda solicitar a la
gobernadora Hyobu que me ayude a satisfacer las exigencias de su
justicia.
El hombre se volvió a reír. —Podrías si estuviera aquí, pero no está,
así que responderéis ante mí. Habéis agraviado a estos gentiles
ciudadanos, a mis empleados, y debéis pagar la multa.
—¡Su bolsa está en un bolsillo en el pecho! —gritó Buyu.
El líder criminal asintió. Sus matones se encontraban ya al alcance
de sus armas. —Magistrado, tenéis una alternativa. Pagad la multa
y continuad con vuestro importante asunto "oficial". O...
Yojiro hizo una mueca de disgusto. El deber exigía que su misión
tuviera prioridad. Aunque pudiese salir victorioso de esta batalla,
enfadar a un señor del crimen local podría dificultar su tarea. Por
ahora, tendría que doblegarse al soplar del viento.
Sacó su bolsa verde y se la tiró. Ikku la cogió y sonrió mientras
frotaba las monedas en su interior.
—Es la decisión correcta, magistrado —dijo, volviendo a subir a su
palanquín—. Espero volver a veros.
Los miembros de la banda se dispersaron, cada uno
desapareciendo por un agujero distinto y dejando solo a Yojiro. O
eso esperaba. Examinó dos veces las sombras para ver si los
callejones estaban vacíos. No se movía nada, pero los exagerados
aleros de los edificios circundantes hacían que la oscuridad fuera
insondable a unos pasos de distancia.
Maldito fuera el arquitecto.
Finalmente, Yojiro abandonó la calle del Alabastro, el camino que
terminaba frente a un muro de piedra de seis metros, el perímetro
que separaba el Barrio de los Mercaderes del Barrio Noble. Se
acercó a la Puerta Piadosa, una enorme entrada con dinteles
tachonados de flores doradas y grabados de pavos reales, tigres y
escorpiones. Sus imponentes puertas de bronce y las elegantes
armaduras de la Guardia del Trueno, el ejército personal de la
gobernadora Hyobu, creaban la ilusión de un oasis en medio de la
agitación del bazar, una promesa de refinamiento y orden más allá
de su umbral. Pero Yojiro sabía que no era así.
Si el Barrio de los Mercaderes es el cubil de los ladrones de esta
ciudad, no hay duda de que en el Barrio Noble encontraré a los
embaucadores más expertos de Ryokō Owari. Si no tengo cuidado,
puedo perder mucho más que la bolsa.
La historia continúa en Susurros de sombras y acero
por Mari Murdock.

Hijos del Imperio, primera parte


Por D.G. Laderoute

Jodan contempló la terrible situación a la que se enfrentaba.


Le quedaban pocas opciones razonables, y ninguna que pudiera
considerar buena. Finalmente colocó su piedra en el tablero de go
de tal manera que logró ganar el sente, la iniciativa, y abrir un nuevo
frente en la partida. Fue un movimiento audaz, quizás incluso
precipitado, ya que dejaba vulnerable a un grupo de sus piedras en
una parte más concurrida de la tabla. Sin embargo, la situación
exigía un movimiento audaz, ya que era la única manera de lograr
un resultado favorable.
Bayushi Shoju no reaccionó de inmediato. Simplemente contempló
el tablero durante un rato con una piedra agarrada entre el pulgar y
el índice. Por fin, su mano descendió... y volvió a colocar la piedra
junto al resto de piedras no jugadas en un cuenco de esmalte
reluciente.
—Es un movimiento inusual —dijo Shoju mientras alzaba la mirada
del tablero—. Esperaba una colocación más conservadora, que
continuarais desarrollando la posición que ya habíais establecido —
detrás de su máscara, los ojos de Shoju sonrieron—. Parece,
majestad, que habéis elegido confundirnos a todos respecto a
vuestro próximo movimiento.
Jodan se frotó la mano izquierda con la derecha. El dolor en ambas
se había vuelto crónico, pero la izquierda siempre le dolía más.
Su mano izquierda. La Mano Izquierda del Emperador sostenía el
abanico, el símbolo del poder político y del control en el Imperio.
Pero su mano izquierda se había debilitado, un poco más cada día
que pasaba.
Jodan miró brevemente a Shoju, pero dejó que su mirada se
apartara de su amigo y contemplase el resplandor del final del
verano en los Jardines Imperiales, que se extendían a su alrededor.
Originalmente tenía la intención de encontrarse con Shoju en el
solitario lugar de costumbre en la Ciudad Prohibida, la espartana
sala de audiencias del santuario de Hantei-no-Kami. En los últimos
tiempos, esa sala escasamente decorada se había convertido en un
lugar de tensión, de profundas disquisiciones, de compromisos. De
decisiones difíciles con resultados inciertos y posiblemente nefastos.
Era como la colocación gote de una piedra de go, lo opuesto al
sente: un lugar para simplemente proseguir lo que había pasado
antes. En lugar de ello, se había decidido por esta anodina casa de
té oculta entre los Jardines Imperiales para jugar su partida.
—He de admitir que los movimientos audaces e inesperados son
algo que me resulta extraño —dijo Jodan, con los ojos clavados en
las coloridas flores de una azalea—. Y tal vez es inusual aprender
algo tan tarde en la vida de una persona, pero a veces los
movimientos audaces e inesperados son la única forma razonable
de actuar.
Un soplo de viento hizo crujir las flores y hojas a su alrededor. Shoju
levantó su taza de sake y sorbió su contenido, una mezcla
especialmente sabrosa de procedencia Yasuki. —Vuestras palabras
—dijo, bajando la copa— son ciertas… pero vuestro tono no lo es
tanto.
Jodan se volvió hacia Shoju. ¿Te sorprende? He decidido renunciar
al trono, revocar mi sucesión, nombrarte como Sesshō, Regente
Imperial... en otras palabras, he decidido sumir al Imperio en el
caos... ¿y percibes la incertidumbre en mis palabras?
—Incluso ahora —dijo Jodan— me cuestiono la colocación de esa
piedra. Tal vez fue demasiado audaz. Tal vez, con esa piedra, me
haya sellado un final calamitoso.
Y el destino del Emperador es el del Imperio.
—No es un mal movimiento —dijo Shoju.
—Probablemente, pero ¿es el movimiento correcto?
Shoju se encogió de hombros, un movimiento desigual que
favorecía su brazo izquierdo, más fuerte. —Tal vez un profeta fuese
capaz de decirlo con certeza. Pero el resto de nosotros debemos
basar lo que hacemos en lo que sabemos y creemos, y luego vivir
con las consecuencias.
Jodan hizo un gesto de asentimiento en dirección a la solitaria
piedra. —Ciertamente, todos debemos vivir con eso.
Shoju ladeó la cabeza con gesto pensativo, y luego dijo: —Majestad,
ninguno de nosotros sabe cómo se desarrollará la partida hasta que
la jugamos. Hasta entonces, hacemos lo que podemos. No nos
limitamos a colocar las piedras al azar. Nuestras acciones se rigen
por nuestro conocimiento y sabiduría. Y, por supuesto, por nuestras
pasadas experiencias.
Jodan miró fijamente a Shoju. Nuestras pasadas experiencias... Eso
era lo que realmente le intrigaba, ¿no?
¿Acaso Shoju me conoce tan bien?
El Bayushi movió los dedos. — Por supuesto, podríamos analizar
los motivos por los que colocasteis la piedra de la forma en que lo
hicisteis. Sin embargo, no creo que el problema fuesen vuestras
dudas sobre esta partida. No creo que me hayáis invitado hoy
únicamente para un estudio íntimo y detallado del go.
Sí, parece que sí me conoce así de bien.
Jodan sonrió débilmente. — Si no recuerdo mal, fuisteis vos el que
sugeristeis una partida hoy.
Shoju se encogió nuevamente de hombros en un gesto asimétrico.
—Tal vez no sois el único con dudas. Lo que proponéis me sitúa en
una posición... notable, Majestad.
Jodan se volvió a masajear ociosamente la mano izquierda. Su
mano más débil. Tan diferente de Shoju, cuya mano izquierda era
mucho más fuerte que su agostada mano derecha; una fuerza
inesperada, algo que muchos de sus oponentes descubrieron
demasiado tarde.
—Lo correcto —dijo Jodan— sería que simplemente publicara este
edicto relativo a mi sucesión, que vos desempeñarais vuestro papel
en su ejecución, y que ninguno de los dos lo discutiésemos de
nuevo —sonrió con tristeza—. Pero las cosas no funcionan así,
¿verdad? Del mismo modo que me preocupa la colocación de esa
piedra, me... preocupa... el edicto que Toturi anunciará al Imperio.
¿Cómo podría no preocuparme? ¿Cómo podría no preocuparos?
—Majestad, hace un momento os sugerí que analizáramos la
colocación de esa piedra, para determinar por qué elegisteis
colocarla como lo habéis hecho. Tal vez sería más fructífero analizar
qué es lo que os llevó a optar por la decisión que habéis tomado
respecto a vuestra abdicación y sucesión.
—Había muchos motivos.
¿Era eso realmente cierto? ¿No había sido muy sencillo en
realidad?
—Pero hubo un incidente en particular, ¿no es así?
Jodan devolvió la vista hacia las azaleas. Sabe muy bien cómo
pienso. Eso le convertirá en un magnífico regente... ¿no?
—Sí —dijo Jodan—. Mis hijos, y su... duelo.
—Mi hijo también estuvo involucrado, Majestad. Dairu me contó lo
que había pasado, pero vos no me lo habéis explicado más que de
pasada.
Porque era doloroso, humillante y... totalmente innecesario. Fue un
fracaso abyecto de mi hijo mayor, Sotorii.
Peor aún, ¿no significaba aquello que también había sido un
abyecto fracaso para su padre... para mí?

Seis meses antes


Bayushi Dairu clavó un dedo triunfante en la copia de Los Artículos
del Cielo, un tratado sobre la reforma legal en el Imperio tras el
brutal reinado de Hantei XVI, el Crisantemo de Acero.
—¡Aquí, Daisetsu-san! —dijo, incapaz de evitar que su voz reflejase
un tono de alegría victoriosa—. Estas son las palabras del propio
daimyō Miya, ¡y me dan la razón! La tortura no debe ser utilizada
contra un acusado si hay alguna duda sobre su integridad mental.
Ese es un punto para mí, así que ahora voy en cabeza.
Hantei Daisetsu le ofreció una reverencia a modo de concesión. —
Así es, Dairu-san. Lo que es... muy inusual.
—¿Muy inusual? —Dairu puso una cara de exagerada indignación
—. Puede que no siempre tengáis razón, pero no creo que ocurra
tan raramente como para que sea muy inusual.
Daisetsu sonrió. —Mis disculpas —dijo, haciendo una nueva
reverencia—. No me refiero a eso. Es un hecho inusual. Se me ha
inducido a creer que, en la búsqueda de justicia, nadie queda
eximido de la tortura —no pudo evitar que su sonrisa se
desvaneciera—. Parece que nuestros antepasados fueron algo
más… tolerantes, quizás, de lo que somos hoy en día —mirando el
tratado con los ojos entrecerrados, añadió—. Cualquiera que haya
sido testigo de una sesión de tortura debería sentirse indignado.
Daisetsu lo había sido.
Su sensei en asuntos legales pensó que era importante que fuese
testigo de este principio fundamental de la justicia Imperial. Aquella
habitación pequeña y oscura había estado llena de dolor y terror,
dolor y terror que no sólo podía verse y escucharse, sino también
olerse. ¿No era posible que el torturado hubiese simplemente dicho
lo que creía que sus torturadores deseaban oír? ¿Cómo era aquello
justo?
Daisetsu pestañeó, guardándose el hecho, y su referencia en Los
Artículos del Cielo, para una futura consideración. Ahora mismo,
tenía asuntos más importantes que tratar. Concretamente...
—Ahora me toca a mí, Dairu-san —dijo— y tengo toda la intención
de igualar la puntuación —lo que había empezado como una
discusión con Dairu sobre la exactitud de un pasaje del Liderazgo de
Akodo se había convertido en una gran contienda. Habían acudido
aquí, a la tenue luz y el olor a papel viejo y polvoriento de la
biblioteca de la Casa de Huéspedes Escorpión en la Ciudad
Prohibida, decididos a demostrar quién conocía mejor los hechos
más misteriosos y eruditos del Imperio. Ambos habían encontrado
algo de lo que parecía ser conocimiento insignificante, elementos
extraídos de algún ensayo o tratado que habían estudiado bajo la
atenta mirada de los tutores, y se los habían lanzado al otro como
un desafío. El libro Liderazgo seguía en el centro de la mesa, pero
ahora se le habían unido copias de Los Artículos del Cielo al igual
que La Máscara, la gran obra de Shosuro Furuyari, Despertar de
Rezan, una obra aún más grandiosa, el famoso ensayo Sobre la
Paz, e incluso el libro de almohada La Fascinación de Sanshien
(que no era ni mucho menos tan escandaloso como Daisetsu había
anhelado). Otra media docena de obras se encontraban apiladas en
la zona. Ambos habían superado y perdido los desafíos del otro, por
lo que solo les separaba un punto. Era, pensó Daisetsu, muy
emocionante.
Frunció los labios, absorto en sus pensamientos. —Sí. Estoy seguro
que no podrás responder a esta pregunta, Dairu-san —empezó a
ponerse de pie—. Creo que vi una copia de Invierno por aquí...
Una conmoción repentina en la entrada de la biblioteca le paró en
seco. Una áspera voz gruñó: “¡Fuera de mi camino, imbécil!” al
tiempo que una figura entraba a toda velocidad en la sala.
Daisetsu se hundió de nuevo en su sitio y cerró los ojos. No...
Hantei Sotorii se adentró entre los estantes de pergaminos, y
mientras lo hacía la nieve acumulada sobre él se derretía y brillaba.
Se detuvo y se asomó sobre la mesa donde se encontraban
arrodillados Daisetsu y Dairu. Le seguía un sirviente, con el rostro
contraído en una mueca de terror, probablemente porque Dairu le
había ordenado que no les molestaran; una orden que la
tempestuosa llegada del príncipe heredero de Rokugán había
ignorado por completo.
Los dedos de Sotorii se doblaron, a punto de cerrarse en puños.
Lanzó una mirada furiosa a Daisetsu. —Hermano, pensaba que hoy
ibas a practicar tu caligrafía.
La palabra hermano había salido de boca de Sotorii rígida y pétrea.
Daisetsu se esforzó por ignorarlo, inspirándose en la serenidad de la
silenciosa biblioteca para mantener una apariencia de calma.
—Y lo hice, hermano. Y ahora que he acabado, estoy aquí.
La mirada de Sotorii pasó de Daisetsu a los pergaminos apilados, a
Dairu y de regreso a Daisetsu. —¿Aquí haciendo qué,
exactamente?
Daisetsu puso las manos sobre sus rodillas, la única forma de evitar
que se cerrasen hasta formar puños. ¿Y a ti qué te importa? No eres
Emperador, aún no necesito responderte. ¡Vete de aquí!
Dairu hizo un gesto al todavía gimoteante criado para que se fuera.
—Hantei-sama —le dijo a Sotorii—, vuestro estimado hermano y yo
estamos participando en un concurso de ingenio. Cada uno de
nosotros plantea una pregunta al otro, basada en la gran literatura
del Imperio. El que responda de la forma más acertada será el
vencedor.
El ceño fruncido de Sotorii se endureció. —¿Por qué? ¿Qué sentido
tiene?
Dairu parpadeó. —El sentido es... —se calló y dirigió una mirada
incierta hacia Daisetsu.
El sentido es pasar un rato agradable con un amigo, pensó
Daisetsu, no es que sea ni remotamente de tu incumbencia, buey
fanfarrón. Mantuvo las manos sobre las rodillas y dijo: —El sentido
es simplemente retarnos unos a otros, y a nosotros mismos al
mismo tiempo.
Sotorii pasó la mirada de uno a otro, y luego asintió secamente. —
Bien. Yo también participaré.
Yo participaré. Una declaración. No una pregunta ni una petición;
sólo una declaración plana e inflexible de cómo iban a ser las cosas.
Los dedos de Daisetsu se apretaron alrededor de sus rodillas. Otra
vez, pensó, Aún no eres el Emperador, pero no importa. Crees que
tienes derecho a todo lo que desees. Simplemente por las
circunstancias de tu nacimiento, crees que puedes exigir lo que
quieras y obtenerlo. No ganas nada, pero esperas todo.
Lo que era una blasfemia, por supuesto. El Orden Celestial era
como una piedra grabada. Sotorii era el hijo mayor del Emperador,
era el heredero al trono, podía esperar tener básicamente todo lo
que deseara. Dairu había dejado instrucciones para que no les
molestaran, pero ninguno de los guardias Escorpión apostados en la
puerta ni los vasallos o criados de la casa de huéspedes se
atreverían nunca a contradecir al príncipe heredero de Rokugán.
Una vez se enteró de algún modo que Daisetsu se encontraba allí,
simplemente entró en el lugar y aquí estaba, con una nueva
exigencia: participar en el concurso, tanto si lo deseaban como si
no.
No me importa si es blasfemo pensarlo; no me importa lo que diga el
Orden Celestial, o si él es el heredero. Esto no está bien. No es
justo. Sotorii no es amigo de Dairu. No se ha preocupado en
absoluto en pasar tiempo con él... hasta ahora, por supuesto,
cuando yo lo hago.
Aparentemente, Dairu estaba aguardando a que Daisetsu hablara.
Finalmente, el joven Bayushi rompió el prolongado silencio y miró a
Daisetsu mientras decía, —Muy bien, Hantei-sama. La competición
es muy sencilla. Nosotros...
—No —dijo Daisetsu.
Sotorii y Dairu le miraron.
—No —dijo otra vez Daisetsu, fijando su mirada en la de su
hermano—. Podemos hacer otra competición, en otro momento.
Esta es entre Dairu-san y yo, y estamos acabando.
Sotorii intentó a cernerse sobre Daisetsu y Dairu. —Puedes hacer
otra ahora. Simplemente vuelve a empezar.
Daisetsu sacudió la cabeza. —No.
—¡Cómo te atreves a rechazarme! Exijo...
—¡No me importa lo que exijas! —estalló Daisetsu, poniéndose en
pie de un salto—. ¡Estás siendo grosero, hermano! ¡Eres un invitado
en este lugar! ¡No te corresponde exigir nada!
Sotorii dio un ligero respingo cuando Daisetsu se levantó para
enfrentarse a él, pero se adelantó rápidamente, atosigando a su
hermano menor. —¿Te atreves a llamarme grosero? ¡Tú, hermano,
eres el que se niega a permitir que me una a vuestro estúpido juego!
En cuanto a ser un simple invitado, ¿has olvidado que soy el
heredero al trono? Cualquier lugar en Rokugán se sentiría honrado
de acogerme —se giró hacia Dairu—. ¿No es cierto, Dairu-san?
Dairu, que había estado manteniendo los ojos cuidadosamente
apartados de la confrontación, levantó muy brevemente la vista. —
Por supuesto, Hantei-sama. Vuestra presencia aquí es... es un
verdadero honor —tan pronto como terminó de hablar, los ojos del
joven Escorpión volvieron a apartarse.
Daisetsu intentó ofrecer a su amigo una mirada de aliento, pero
Dairu simplemente se acurrucó al otro lado de la mesa y mantuvo la
mirada en cualquier lugar que no fuesen los dos hermanos.
Lo que era característico de cualquiera que tenía que lidiar con
Sotorii. No le importan los que le rodean, sólo él mismo.
Daisetsu se volvió hacia el ceño fruncido de su hermano. —Dairu-
san sólo dice lo que cree que deseas oír.
Como un hombre que está siendo torturado.
Daisetsu había empezado a plantearse sus próximas palabras, pero
de repente la imagen renovada de la tortura hizo que por su boca
comenzasen a brotar sus pensamientos, lanzando a Sotorii lo que
realmente albergaba en su corazón. —No honras a nadie con tu
presencia, Sotorii. Eres un imbécil odioso que cree que sólo por su
linaje se sentará en el trono algún día y que todo el mundo debe
saltar al ritmo de sus insoportables exigencias —meneó la cabeza
—. No, hermano. Esta vez, no. No eres bienvenido aquí... así que
fuera, vete y déjanos en paz.
Los ojos de Sotorii se fueron abriendo de par en par ante las
palabras de Daisetsu; cuando terminó, estaban casi cómicamente
abiertos, como si estuvieran a punto de salírsele de la cabeza. Pero
no tenía ninguna gracia.
—Has ido demasiado lejos, hermano —dijo finalmente Sotorii—. Me
has insultado. Y al insultarme, insultas a los propios Cielos
Celestiales. Así que... te reto a un duelo, para que los Cielos puedan
juzgarte adecuadamente a su vez.
Daisetsu parpadeó. ¿Un duelo? No seas ridículo.
Estuvo a punto de reírse de Sotorii, su habitual respuesta al
temerario y fogoso temperamento al que tan acostumbrado estaba.
Su hermano despotricaba un poco más, y luego se iba furioso. Si,
durante todo el día siguiente más o menos estaría tan malhumorado
como un mujina, esos pequeños y desagradables espíritus
embaucadores de Sakkaku, pero Daisetsu también estaba
acostumbrado a eso.
Excepto que esta vez los ojos de Sotorii no mostraban un
temperamento temerario. Sólo había un propósito frío y perverso.
Daisetsu frunció el ceño. —No seas ridículo, hermano. No voy a
batirme en duelo contigo.
—Así que, admites que me has agraviado. ¿O eres simplemente un
cobarde, que no está dispuesto a respaldar sus palabras con acero,
como exigen la Sinceridad y el Honor?
Daisetsu casi se río de la invocación de su hermano al invocar los
dos preceptos del Bushidō. Qué ridículo. Esto no era sobre Honor o
Sinceridad. Era sobre el heredero al Trono de Rokugán actuando
como un niño malcriado y enrabietándose cuando alguien se le
enfrentaba. Daisetsu se tragó la risa y abrió la boca para despedir a
Sotorii y continuar su divertimento con Dairu, pero el Escorpión
habló primero, poniéndose en pie al hacerlo.
— Concuerdo en que sois un invitado de honor, Hantei Sotorii-sama
—dijo, su voz solemne—, pero vuestro comportamiento ha sido... —
Dairu tragó—. Ha sido inapropiado. Debo oponerme a él en nombre
de mi clan, cuya hospitalidad disfrutáis en este momento. Por lo
tanto, yo... acepto vuestro reto en nombre de Hantei Daisetsu-sama,
y seré su campeón en esta cuestión.
Sorprendido, Daisetsu se volvió para mirar a su amigo. —Dairu-san,
¡no es necesario!
—Sí, Hantei-sama, sí lo es. Se ha lanzado un desafío honorable.
Debe ser contestado. Ya que se ha puesto en duda el honor de
ambos, responderé por ambos.
Daisetsu se volvió hacia Sotorii, pero su hermano simplemente se
encogió de hombros. —Bien. Si deseas que los Cielos te juzguen
también, Dairu-san, que así sea.
Daisetsu solo pudo mirarlos fijamente y sacudir la cabeza. De
repente sintió como si hubiera montado en un caballo desbocado
que galopaba cada vez más rápido mientras intentaba controlarlo.
No, esto es una locura. ¡No vamos a hacer esto!
Sin embargo, antes de que pudiera encontrar las palabras, Sotorii
dijo: —Muy bien, pues. Te veré en dōjō en el campo de
entrenamiento imperial en una hora —después se inclinó, se dio la
vuelta y se alejó.
Daisetsu sólo pudo quedarse mirando fijamente a la espalda de su
hermano mientras se retiraba. El caballo galopaba aún más rápido,
ya a un momento del desastre.
Una locura. A causa de la insensatez que es el honor y el Bushidō,
hemos aceptado la locura.

Hijos del Imperio, segunda parte


Por D.G. Laderoute
Cuando él y Dairu entraron en el dōjō en el recinto de entrenamiento
Imperial y se quitaron sus túnicas cubiertas de nieve, Daisetsu
apenas podía creer que estuvieran allí. Había intentado varias veces
que Dairu entrase en razón, pero el joven Escorpión se limitó a
negar con la cabeza.
—Habéis sido desafiados, Daisetsu-sama —respondió—. El desafío
debe responderse —su llana e inquebrantable certeza solo hizo que
Daisetsu se maravillase aún más de lo absurdo de todo aquello.
Sus ojos tardaron un momento en adaptarse al salir del brillo del
atardecer de la Dama Sol y entrar en la cavernosa oscuridad del
dōjō. Cuando finalmente lo hicieron, se quedó boquiabierto. Sotorii
ya estaba allí, de pie, separado de otro grupo de personas reunidas
cerca de uno de los círculos de combate marcados en el suelo.
Daisetsu reconoció las formas acorazadas de los guardias de honor
Seppun y los montes de varios cortesanos Otomo y Miya. El
Campeón Esmeralda, Doji Satsume, estaba con ellos, y su rostro
mostraba su habitual expresión severa. Pero la figura que trajo su
inmediata atención fue aquella alrededor de la cual se habían
agrupado todos ellos: su padre, el Emperador, estaba presente.
El alivio le inundó. Alguien se había enterado de lo que pasaba y
había informado a su padre. Por fin, esta tontería quedaría en el
olvido. Su padre pondría fin a la insensatez entre sus hijos, sin duda
regañándolos por comportarse de esa manera; algo vergonzoso,
pero no más vergonzoso que todo este despliegue indecoroso.
—Daisetsu-san —dijo el Emperador—, da un paso al frente.
Daisetsu obedeció, y luego se inclinó, conteniendo un suspiro al
hacerlo. Empezamos, pues. Con suerte, padre no será demasiado
duro.
—Por lo que tengo entendido, tú y Sotorii-san vais a batiros en
duelo, por un insulto. Entiendo además que Bayushi Dairu-san será
tu campeón.
Daisetsu miró de reojo a Sotorii, y luego asintió. —Mis disculpas,
majestad, por haceros perder el tiempo de esta manera...
—No te corresponde disculparte —dijo el Emperador— a menos que
los Cielos así lo ordenen —Daisetsu miró fijamente al Emperador.
¿A menos que los Cielos...?
¿Va a dejar que esta tontería continúe?
—Normalmente, majestad —dijo Doji Satsume— los samuráis
utilizarían sus aceros para resolver un asunto de semejantes
características. Pero ninguno de ellos ha superado aún su genpuku,
por lo que no tienen derecho a blandir la katana. El bokken de
madera deberá bastar.
La mirada de Daisetsu se fue convirtiendo en una evidente
expresión boquiabierta. Padre... ¡no puedes hablar en serio!
Sea como fuere, tanto Sotorii como Dairu estaban actuando con
gran seriedad mientras cogían un bokken y entraban en el círculo de
combate. El propio Satsume actuaría de árbitro, citando la supuesta
transgresión (un insulto, de sustancia imperdonable…) e implorando
a los Cielos que administraran justicia y guiasen las manos de uno
de los combatientes hacia una victoria justa por medio de un golpe
en el torso de su oponente. Probablemente este fuese el tipo de
duelo más benigno posible, pero el simple hecho de que se
produjese era lo que asombraba a Daisetsu. Había pensado que se
encontraba sobre un caballo desbocado; ahora, sentía que el
caballo lo había tirado hacía tiempo hacia un sueño recurrente que
se aferraba a él como una telaraña, al mismo tiempo real e irreal.
Cuando el Campeón Esmeralda salió del círculo, Daisetsu miró a su
padre. No. Sin duda él pondrá fin a esta situación. Sólo quiere
darnos una lección a todos, por fingir ser samuráis. No permitirá que
Sotorii ataque a Dairu... no permitirá que sea humillado, o incluso
que acabe herido, sólo porque mi hermano sea un tonto obstinado.
Pero el Emperador mantuvo su solemne atención fija en Dairu y
Sotorii, como también hizo su séquito. Todos contemplaban lo que
estaba a punto de suceder como si fuera algo trascendental, y no
una mera riña entre hermanos.
Como se había quedado mirando al Emperador, Daisetsu estuvo a
punto de perdérselo. Dairu y Sotorii se habían quedado inmóviles,
con los bokken preparados... luego un grito de guerra, un
movimiento borroso... un agudo aullido de dolor. Sotorii pasó
tambaleándose junto a Dairu, agarrándose un costado. Dairu,
también en movimiento, se volvió, se detuvo, y se enfrentó
nuevamente a Sotorii. Esperó a que el joven Hantei se inclinara
aceptando la derrota, y que luego se disculpara…
...y Sotorii ciertamente se volvió y se enfrentó a Dairu, pero no le
ofreció ninguna reverencia. En lugar de ello, gruñó y lanzó su
bokken contra la cabeza del Escorpión. Dairu se agachó justo a
tiempo, y la robusta espada de madera de entrenamiento le pasó
silbando al lado de la oreja.
Dairu dio inmediatamente un paso atrás y levantó su propio bokken.
Sotorii se acercó, gruñendo y lanzando un golpe tras otro, lo
bastante fuerte como para que, si alguno de sus alocados golpes
acertase, no cabía duda que Dairu sufriría graves heridas. Se
oyeron suspiros y exclamaciones en el séquito del Emperador, pero
Daisetsu ya había empezado a moverse, impulsado por la
conmoción y el horror ante el asalto de su hermano. Dio unos pocos
pasos hasta llegar a Sotorii y le agarró del brazo, tirando de él al
tiempo que trataba de evitar que volviese a lanzar otro golpe.
—Sotorii... ¡no!
Pero Sotorii era más fuerte y estaba impulsado por la rabia. Se
soltó, se dio la vuelta y alzó el bokken.
Daisetsu quiso esquivar el golpe, pero su impulso y equilibrio le
llevaba hacia el lado contrario. Simplemente se tropezaría, y el
bokken se estrellaría contra su cabeza expuesta...
Una figura enorme se interpuso. Daisetsu vio el elaborado cordón de
una armadura lacada, y se dio cuenta que era uno de los guardias
de honor. Oyó a Sotorii gritar “¡No!”, pero el guardia se mantuvo
firme, convertido en un impasible muro de determinación y coraza.
El instante se congeló, y Sotorii simplemente se quedó de pie,
enfrentándose al inflexible Seppun. Daisetsu aprovechó el respiro
para mirar a Dairu. El Escorpión se encontraba cerca, agachado en
una postura defensiva, con expresión aturdida, pero sin heridas
visibles.
El Emperador puso fin al repentino silencio. —¡Sotorii-san, ya es
suficiente!
Los ojos de Sotorii fueron saltando entre los espectadores.
Finalmente, tiró el bokken y huyó del dōjō, una solitaria figura que se
perdió rápidamente bajo la luz de la Dama Sol al otro lado de la
puerta.
El Emperador dijo por fin: —Creo que hemos terminado —y se fue
sin decir una palabra más, seguido de su séquito. Satsume parecía
tan impasible como siempre, pero Daisetsu vio cómo los vasallos se
cruzaban miradas entre ellos. Ninguno de ellos diría ni una palabra
del horrible espectáculo que había ocurrido aquí, por supuesto...
pero ninguno de ellos lo olvidaría.
Dairu se acercó a Daisetsu, aferrando aún el bokken. —¿Estáis
bien, Hantei-sama?
Daisetsu dirigió la vista hacia su amigo y asintió cansado. —Sí.
Estoy bien —empezó a darse la vuelta, pero se detuvo—. Gracias,
Dairu-san, por ser mi campeón.
— Fue un honor, Daisetsu-sama.
Por supuesto que sí. Y por eso hoy se había desarrollado de una
forma tan desastrosa.

Hoy

—Por supuesto —dijo Jodan—, sólo puedo conjeturar lo que ocurrió


entre Sotorii, Daisetsu, y vuestro hijo antes de que llegaran al dōjō,
basándome en lo que describieron cada uno de mis hijos. Y, aun así,
aunque coinciden en los hechos esenciales de la cuestión, sus
interpretaciones son muy diferentes.
Shoju se río, algo extraño en él. Como siempre, Jodan encontró su
risa... desconcertante. No le cabía duda alguna de que el Campeón
del Clan del Escorpión se la reservaba precisamente para que
tuviese ese efecto, otra arma en el arsenal social del formidable
señor de los Bayushi. Seguramente esta vez no tenía esa intención.
—¿Esto os divierte, Shoju-san?
—En cierto modo —dijo Shoju—. Indica una creencia en que
únicamente existe un mundo, el que habitamos. Pero, en realidad,
hay tantos mundos como personas, cada uno fiel a sí mismo. Y
luego hay uno más: el de la verdad objetiva.
Jodan arqueó una ceja. —Entonces, ¿nadie es capaz de ver el
mundo de la forma en que realmente es?
—Si tal persona existe, Majestad, sería.... un ser excepcional —
Shoju observó el jardín—. Tal vez eso es lo que es la Iluminación: la
capacidad de ver la verdad en todo. Ver la realidad de las cosas, en
lugar de lo que creemos que son, lo que queremos que sean.
Jodan se descubrió moviéndose incómodo ante las palabras de
Shoju. ¿Qué es cierto? ¿Podemos siquiera saberlo? Me enfrento a
estos interrogantes todos los días. Sin embargo, hizo que su tono
fuese lo más desenfadado posible. —Guardaos las insinuaciones
filosóficas para más tarde, amigo mío. Aún no estáis listo para
afeitaros la cabeza y retiraros a un monasterio.
Otra risa de Shoju, pero esta vez fue tranquila y breve. —Sospecho
que una jubilación tan tranquila no será mi destino —volvió la vista
al jardín y, una vez más, se encogió de hombros—. En cualquier
caso, la filosofía es sólo eso: filosofía. Quizás la verdad objetiva de
las cosas no importa realmente. Lo que sí importa son nuestras
propias verdades personales sobre el mundo, ya que es con ellas
con las que debemos vivir —miró fijamente a Jodan desde detrás de
su máscara—. Aquellas... y las verdades de nuestros superiores que
son, por supuesto, más correctas. Lo que significa que vuestras
verdades sobre el mundo son las más correctas de todas, majestad.
Jodan volvió a mirar la piedra de go. —Hubo un tiempo en que yo
también creía eso —dijo—. Cuando era joven e idealista, creía que
no sólo entendía el mundo, sino que lo entendía mejor que nadie.
Tal creencia es esencial, si uno quiere dirigir un Imperio —volvió la
vista hacia Shoju—. Ya no estoy tan seguro de eso. Se supone que
la edad aporta sabiduría. Puede que lo haga, pero también despierta
dudas. Si, como decís, mis verdades son las más correctas, e
incluso yo empiezo a dudar de ellas... entonces, ¿no es acaso
acertado que renuncie al trono? ¿Que haya en él alguien que crea
sinceramente que sus verdades son las correctas?
— No dudo que Sotorii piense eso mismo. Y, sin embargo, habéis
decidido que no herede vuestro puesto.
Jodan suspiró. —Cuando hablé con el Campeón Esmeralda sobre
este tema, dije que había oscuridad en Sotorii —por Campeón
Esmeralda, se refería a Akodo Toturi... pero eso le hizo pensar en
Doji Satsume, el predecesor de Toturi. Satsume siempre se las
arregló para ofrecer consejos que de alguna manera lograban
incorporar el idealismo del Bushidō pero al mismo tiempo eran útiles
y pragmáticos. ¿Qué habría dicho ante todo esto?
Te extraño, Satsume, viejo amigo.
La voz de Shoju lo trajo de vuelta al presente. —Todos los seres
humanos nacieron de la unión de las lágrimas de la Dama Sol y la
sangre del Señor Luna, Majestad. Esto último es la encarnación de
la oscuridad y el pecado, y existe en cada uno de nosotros.
Jodan hizo un gesto con la mano. —Esto es diferente. Sotorii... —se
detuvo, buscando un sendero para sus palabras. Finalmente se
decidió por lo que sentía... por una de las pocas verdades de las
que aún seguía estando seguro—. Me preocupa, Shoju-san. Desde
que era un niño pequeño, me había dado cuenta de su tendencia a
ser obstinado, incluso cruel, pero los niños a menudo son así y, al
madurar, dejan atrás estos rasgos desagradables.
Al hablar, Jodan recordó las palabras de Akodo Toturi, cuando le
había dicho por primera vez al nuevo Campeón Esmeralda su
intención de abdicar e invertir su sucesión.
—Es joven —había dicho Toturi—, y los jóvenes son apasionados, a
menudo en detrimento de palabras y acciones más meditadas y
reflexivas. Encontrar la sabiduría suficiente como para dejar de lado
la pasión es parte de la madurez.
Ese no parecía haber sido el caso de Sotorii. Independientemente
de cuáles fueran sus verdades, parecían tan sombrías como él.
—Quedó claro de una vez por todas en el dōjō —dijo finalmente
Jodan—, cuando se enfrentó a vuestro hijo en duelo. Ninguna de las
cosas que deberían haber contenido esa oscuridad, sea esta parte
de él nacida del Señor Luna, o cualquier otra cosa, logró contenerlas
Ni siquiera su sentido del honor.
Jodan ya no veía a Shoju, el tablero de go, las piedras... ni siquiera
los jardines. Solo veía a Sotorii, tras ser derrotado por Dairu.
Estaba tan claro. En su cara... en sus ojos. Una intensidad en su ira
y frustración, como mirar a una fragua abierta. Era... odio. El odio
que alimentaba y luego desencadenaba violencia. Si no se hubiera
controlado, habría matado a Dairu. Lo habría matado.
—No es apto para gobernar este Imperio —dijo finalmente Jodan—.
Si intenta hacerlo, no traerá nada más que ruina a Rokugán.
Shoju asintió, pero dijo, —No se tomará bien que se le retire de la
sucesión.
Jodan trató de descartar la imagen de Sotorii en el dōjō Pero el
rostro de su hijo, deformado con una ira casi primitiva, pero la tenía
grabada en la mente. Y cuando Daisetsu le agarró del brazo para
intervenir y salvar a Dairu, aquella furia no había hecho sino
acrecentarse.
También habría matado a Daisetsu.
Jodan negó lentamente con la cabeza. —No, Shoju-san... no lo
hará.

Seis meses atrás

Hantei Sotorii hizo un gesto con la mano al bushi Escorpión y entró


en la casa de huéspedes Escorpión, mientras sus escoltas de la
guardia de honor Seppun permanecían fuera. El Escorpión se giró
cuando lo hizo, sus ojos siguiendo a Sotorii con una mezcla confusa
de sorpresa, conmoción, deferencia e incertidumbre. No le cabía
duda de que al hombre se le habían dado instrucciones estrictas
para que no permitiera la entrada a nadie que no tuviese claramente
asuntos legítimos con su clan. Pero Sotorii era el príncipe heredero
de Rokugán. Estaba invitado a todos los lugares, y sus asuntos eran
siempre legítimos.
Sotorii atravesó el vestíbulo de entrada y entró en una sala de
audiencias. Los criados andaban ajetreados, arreglando cojines y
preparando el servicio de té, preparando la habitación para recibir...
a alguien. Cuando irrumpió en la sala, todos ellos levantaron la
cabeza como pájaros asustados, y luego se desparramaron por los
bordes de la habitación, arrodillándose y apretando la frente contra
el suelo. Sotorii señaló a uno de ellos mientras se despojaba de su
capa cubierta de nieve y de sus húmedas sandalias.
—Estoy buscando a mi estimado hermano. Me han dicho que está
aquí. Llévame ante él.
El criado, un hombre de mediana edad, se quedó mirando al suelo.
Sotorii apretó los dientes, dispuesto a arremeter contra él, pero se le
ocurrió que era posible que el hombre simplemente no supiese de
quién estaba hablando. Después de todo, era un mero criado.
—Estará con Bayushi Dairu-san —dijo Sotorii—. Seguramente
sabes quién es.
Ahora, si mantiene esa mirada estúpida e insolente, juro por mis
honorables antepasados que haré que lo azoten.
Sin embargo, el criado hizo una reverencia y se dirigió a una puerta.
Sotorii le siguió. Le llevó por algunos pasillos y a través de varias
habitaciones, todas ellas decoradas en el reservado y de alguna
manera presagiador camino del Escorpión. Finalmente llegaron a
una puerta donde el criado se detuvo, aparentemente para solicitar
la entrada. Sotorii soltó, “¡Fuera de mi camino, imbécil!” y lo apartó a
empujones, tras lo que abrió la puerta y se metió en la habitación.
Pergaminos... estantes y estantes de ellos. Una biblioteca. Sotorii
siguió avanzado con el criado corriendo detrás de él, pasando entre
los estantes y a través del polvoriento olor a papel viejo. Se detuvo
al ver a Daisetsu y a Dairu arrodillados ante una mesa repleta de
más pergaminos. Los dos se giraron cuando entró.
Sus miradas son desdeñosas. Incluso despectivas.
Sotorii se obligó a ignorarlas. —Pensé, hermano, que hoy
practicarías tu caligrafía.
Daisetsu se encogió de hombros. —Y lo hice, hermano. Y ahora que
he acabado, estoy aquí.
Pero... quería practicar contigo. Necesitaba que me ayudaras con el
ensō, el círculo de la Iluminación, que tú dibujas mucho mejor que
yo....
Sotorii apartó también ese pensamiento. Ya no importaba, porque
aquí estaba Daisetsu, haciendo...
Se quedó mirando los pergaminos apilados sobre la mesa. —¿Aquí
haciendo qué, exactamente?
Daisetsu colocó impasible las manos sobre las rodillas, pero aparte
de eso ignoró a su hermano.
Sólo quieres que me vaya, ¿no?
Dairu hizo un gesto con la mano al criado para que se marchase. —
Hantei-sama, vuestro estimado hermano y yo estamos participando
en un concurso de ingenio. Cada uno de nosotros plantea una
pregunta al otro, basada en la gran literatura del Imperio. El que
responda de la forma más acertada será el vencedor.
A pesar de sí mismo, Sotorii estaba intrigado. —¿Por qué? ¿Qué
sentido tiene?
Dairu dijo, —El sentido es... —y luego se calló, mirando a Daisetsu
de una forma que decía, No es muy listo, ¿verdad?
Daisetsu suspiró. —El sentido es simplemente retarnos unos a
otros, y a nosotros mismos al mismo tiempo.
Sonaba interesante. Asintió con la cabeza. —Bien. Yo también
participaré.
Daisetsu no dijo nada y se quedó mirando los pergaminos que tenía
ante él. Puede que hubiera suspirado de nuevo. Algo en su interior
comenzó a desmoronarse. No quieres que participe, ¿verdad? ¿Por
qué no? Finalmente, Dairu rompió el silencio. —Muy bien, Hantei-
sama —dijo con un cansancio resignado—. La competición es muy
sencilla. Nosotros...
—No —dijo Daisetsu.
Sotorii miró a su hermano, que ahora le miraba con una dura mirada
de desprecio impaciente.
—No —dijo otra vez Daisetsu—. Podemos hacer otra competición,
en otro momento. Esta es entre Dairu-san y yo, y estamos
acabando.
Ese algo se desmoronó aún más. En efecto, estaba siendo
rechazado.
Otra vez.
¿Es porque algún día seré Emperador? ¿Es por eso por lo que
estás resentido y no quieres tener nada que ver conmigo? Pero eso
es... injusto. ¡Hasta un Emperador necesita amigos!
Sotorii se había acercado a la mesa sin darse cuenta. Sería muy
fácil para él unirse a ellos en la competición. Podía sentarse, elegir
un libro, y...
Pero ellos no querían que lo hiciera. Sólo querían que se fuera.
—Puedes hacer otra ahora —dijo, esperando que no sonara como si
estuviera suplicando—. Simplemente vuelve a empezar.
Por favor.
Pero Daisetsu sacudió la cabeza. —No.
De aquel algo desmoronado comenzó a gotear ira, unos zarcillos
calientes y oscuros que tensaban sus músculos, le hacían latir con
fuerza el corazón y que el aliento se le estremecía en el pecho.
¿Por qué nunca me dejas formar parte de nada...?
Las palabras brotaron abruptamente de la garganta de Sotorii,
salieron por sí solas de su boca. —¡Cómo te atreves a rechazarme!
Exijo...
—¡No me importa lo que exijas! —gruñó Daisetsu, poniéndose en
pie de un salto—. ¡Estás siendo grosero, hermano! ¡Eres un invitado
en este lugar! ¡No te corresponde exigir nada!
Sotorii dejó de intentar contener su furia airada. —¿Te atreves a
llamarme grosero? ¡Tú, hermano, eres el que se niega a permitir
que me una a vuestro estúpido juego! En cuanto a ser un simple
invitado, ¿has olvidado que soy el heredero al trono? Cualquier
lugar en Rokugán se sentiría honrado de acogerme —miró a Dairu
—. ¿No es cierto, Dairu-san?
Por favor, Dairu... lo entiendes... ¿no?
El joven Escorpión levantó la vista de la mesa. —Por supuesto,
Hantei-sama. Vuestra presencia aquí es... es un verdadero honor —
tan pronto como terminó de hablar, los ojos de Dairu se apartaron de
nuevo; pero no tan rápido como para que Sotorii no pudiese percibir
la impaciencia que había en ellos, el deseo de que simplemente se
hubiese ido.
Daisetsu compartió una mirada con Dairu que lo decía todo. Luego
se volvió hacia Sotorii, ahora con una expresión de desdén
exasperado.
—Dairu-san sólo dice lo que cree que deseas oír. No honras a nadie
con tu presencia, Sotorii. Eres un imbécil odioso que cree que sólo
por su linaje se sentará en el trono algún día y que todo el mundo
debe saltar al ritmo de sus insoportables exigencias —sacudió la
cabeza—. No, hermano. Esta vez, no. No eres bienvenido aquí... así
que fuera, vete y déjanos en paz.
Las palabras le impactaron como un golpe físico. Todo a su
alrededor parecía haberse quedado inusitadamente inmóvil. Como
la muerte.
Bien. Si así es como debe ser...
—Has ido demasiado lejos, hermano —dijo finalmente—. Me has
insultado. Y al insultarme, insultas a los propios Cielos Celestiales.
Así que... te reto a un duelo, para que los Cielos puedan juzgarte
adecuadamente a su vez.
Daisetsu resopló. —No seas ridículo, hermano. No voy a batirme en
duelo contigo.
Así que ¿me negarás incluso eso? ¿La oportunidad de enmendar
este error? ¿De verdad me odias tanto, hermano?
—Así que, admites que me has agraviado —dijo Sotorii—. ¿O eres
simplemente un cobarde, que no está dispuesto a respaldar sus
palabras con acero, como exigen la Sinceridad y el Honor?
Daisetsu....se sonrió. Hasta parecía a punto de reírse. Se giró, como
para compartir su risa con Dairu.
Pero Dairu habló primero, con la voz baja. —Concuerdo en que sois
un invitado de honor, Hantei Sotorii-sama, pero vuestro
comportamiento ha sido... ha sido inapropiado. Debo oponerme a él
en nombre de mi clan, cuya hospitalidad disfrutáis en este momento.
Por lo tanto, yo... acepto vuestro reto en nombre de Hantei Daisetsu-
sama, y seré su campeón en esta cuestión.
Daisetsu miró al Escorpión. —Dairu-san, ¡no es necesario!
—Si, Hantei-sama —contestó Dairu—, sí lo es. Se ha lanzado un
desafío honorable. Debe ser contestado. Ya que se ha puesto en
duda el honor de ambos, responderé por ambos.
Sotorii tragó y parpadeó. Dairu había dejado tremendamente clara
su lealtad. Pero llorar por ello, ya fuese por frustración, miseria o por
una mezcla de ambas cosas, sería una humillación insoportable. Así
que se concentró en su ira, usándola como una especie de
armadura contra esta... traición. Porque eso es lo que era. Era una
traición.
—Bien. Si deseas que los Cielos te juzguen también, Dairu-san —
dijo—, que así sea.
Sotorii sintió una breve satisfacción al ver cómo la expresión de su
hermano cambiaba finalmente de un desconcertado desprecio a una
de preocupación y duda. Se preguntó si Daisetsu podría echarse
atrás, cambiar de opinión e invitar a Sotorii a participar en la
competición después de todo.
Es demasiado tarde para eso.
—Muy bien, pues —dijo Sotorii—. Te veré en dōjō en el campo de
entrenamiento imperial en una hora.
Antes de que ninguno de los dos pudiera decir nada más, les hizo
una leve reverencia, les dio la espalda y se marchó.
Un hombre mayor con el mon Shosuro en su kimono le interceptó al
salir. Sotorii le reconoció, era el principal sirviente de Bayushi
Kachiko... creía que su nombre podía ser Takeru. Mientras el
Shosuro se inclinaba, dijo: —Mil perdones, Hantei-sama. Me acaban
de informar que estabais aquí...
Sotorii simplemente le hizo un gesto para que se apartase y
continuó hacia la Ciudad Prohibida con sus escoltas Seppun tras él.
Finalmente, llegó a un lugar apartado pero familiar de los Jardines
Imperiales, un lugar donde solía sentarse a solas. Hizo un gesto a
los Seppun para que se mantuviesen a una discreta distancia.
No quería que ellos, ni nadie más, le vieran romper finalmente a
llorar.

Hijos del Imperio, tercera parte


Por D.G. Laderoute

Para cuando pasó la hora y Sotorii entró en el dōjō del recinto de


entrenamiento Imperial, ya había llorado todo lo que tenía que llorar
y la miseria desolada del rechazo había desaparecido. Solo
quedaba la ira, y Sotorii la aceptó. Ahora, mientras esperaba en la
fría oscuridad de la dōjō, esa ira se enrollaba en su interior, como
una serpiente de los Reinos de Marfil que había visto una vez
durante un festival... una criatura encapuchada y amenazadora que
golpeaba como un venenoso relámpago.
Un movimiento en la entrada del dōjō Sotorii se preparó para
enfrentarse a...
No a Daisetsu y Dairu, sino a su padre. El Emperador entró en el
dōjō, seguido por su séquito de vasallos y guardias... y el Campeón
Esmeralda, Doji Satsume.
Sotorii apretó los dientes y se inclinó.
¿Por qué estáis aquí, padre? ¿Habéis venido a impedir que esto
suceda? ¿A negarme una reparación legítima por el agravio?
Una serpiente enroscada...
Padre, tú eres parte del problema. Mientras vivas, no me tomarán en
serio... y el Imperio se hunde cada vez más en el caos. Pero cuando
te hayas ido, y yo sea Emperador... entonces no volveré a ser
ignorado o rechazado.
Cuando sea Emperador...
Una punzada momentánea. El Imperio que heredaría estaba
sumiéndose en el caos. Cuando fuera Emperador, le tocaría a él
arreglarlo.
¿Podré hacerlo?
Echó a un lado la duda repentina. Por supuesto que sería capaz de
hacerlo. No era su padre. No era débil. No estaba equivocado.
—Tengo entendido —dijo el Emperador, devolviendo la reverencia
de Sotorii— que vas a batirte con tu hermano por una disputa.
Sotorii hizo una mueca de dolor ante las despectivas palabras de su
padre... una disputa, como si se hubieran peleado por un juguete
roto. —Me insultó gravemente, majestad —dijo Sotorii, esforzándose
por mantener su voz adecuadamente neutral—. Ningún samurái del
Imperio permitiría que un agravio semejante quedara sin respuesta.
Sotorii se preparó. Ahora, por supuesto, su padre diría: “Aún no sois
samuráis...” Pero incluso si lo hubieran sido, él seguiría insistiendo
en que resolvieran sus diferencias como hermanos... como niños...
Entonces, para la profunda sorpresa de Sotorii, el Emperador dijo:
—En efecto, tienes toda la razón. Sólo estoy aquí para observar.
—Ya.... veo. Muy bien, majestad.
El Emperador no dijo nada más, simplemente se dirigió con su
séquito al borde del círculo de combate en el que se encontraba
Sotorii. Acababa de hacerlo cuando dos figuras más entraron en el
dōjō. La ira de Sotorii se enrolló más fuertemente mientras se
acercaban.
El Emperador se volvió hacia los recién llegados. —Daisetsu-san —
dijo—, da un paso al frente —Daisetsu así lo hizo, y el Emperador
continuó—. Por lo que tengo entendido, tú y Sotorii-san vais a
batiros en duelo, por un insulto. Entiendo además que Bayushi
Dairu-san será tu campeón.
Daisetsu lanzó una mirada despectiva a Sotorii, y luego asintió. —
Mis disculpas, majestad, por haceros perder el tiempo de esta
manera...
—No te corresponde disculparte —dijo el Emperador— a menos que
los Cielos así lo ordenen.
Daisetsu miró a su padre. Una vez más, a Sotorii le complació ver
una repentina mirada de dudosa preocupación en su rostro.
Te lo has buscado tú solo, hermano.
En su característico tono adusto y cortante, Doji Satsume dijo: —
Normalmente, Majestad, los samuráis utilizarían sus aceros para
resolver un asunto de semejantes características. Pero ninguno de
ellos ha superado aún su genpuku, por lo que no tienen derecho a
blandir la katana. El bokken de madera deberá bastar.
Sotorii cogió una espada de madera de prácticas, luego regresó al
círculo de combate y ocupó su lugar frente a Dairu. Satsume se
adelantó del séquito del Emperador y citó el agravio, seguido por las
condiciones del duelo: sólo al primer golpe, y éste sólo al torso para
que se considerase como una victoria.
El Campeón Esmeralda retrocedió, lo que dejó a Sotorii mirando a
Dairu. Ninguno de ellos era ni mucho menos un duelista hábil, por lo
que los dos se situaron como les habían entrenado, intentando
situarse en el límite de la reacción y la acción explosiva que
personificaba el iaijutsu, el estilo de duelo de un solo golpe del tanto
tiempo atrás había sido pionero Kakita.
Sotorii respiró como Satsume le había enseñado, intentando
relajarse, y buscando su centro, el lugar donde el pensamiento, la
intención y la acción se volvieron uno. Pero su sensei nunca había
dicho que encontraría una serpiente enroscada, cargada de un
amargo veneno que simplemente deseaba hacerle acometer.
Con un grito de guerra, Dairu se puso en movimiento, convertido en
una mancha borrosa.
Sotorii gritó y se movió a su vez, mientras los colmillos de la
serpiente se lanzaban...
Contra el aire.
Un estallido de dolor le atravesó el costado, convirtiendo su propio
grito en un ronco jadeo.
Ahora Dairu se encontraba detrás de él, al llevarlos sus golpes
respectivos detrás del contrario.
Sotorii se volvió hacia el Escorpión. El dolor ardió de nuevo en sus
costillas, pero lo ignoró.
Se supone que ahora debo inclinarme... fue lo que pensó Sotorii,
mientras levantaba el bokken y lanzaba un golpe capaz de aplastar
el cráneo de Dairu. El joven Escorpión se agachó y el bokken falló
por poco.
No me inclinaré... ni ahora, ni nunca... no está bien, no es justo, no
estaba equivocado, tenía razón, los Cielos están equivocados, todos
están equivocados-
Dairu levantó su propio bokken para defenderse, pero Sotorii lanzó
otro golpe, y otro, al mismo tiempo que las palabras atronaban en su
cabeza.
No me equivoqué... no es justo, no está bien... no me equivoqué-
Algo le agarró del brazo, conteniendo sus furiosos golpes.
—Sotorii... ¡no!
Era su hermano. Daisetsu le sujetaba el brazo. Lo retenía. Protegía
a Dairu. Protegía a su amigo... a su amigo.
Pero... ¡no me equivoqué!
Sotorii se liberó de las manos de Daisetsu. Quería irse, necesitaba
irse... estar en algún otro lugar, en cualquier otro lugar que no fuera
aquí. Levantó el bokken para tirarlo al suelo...
Pero Daisetsu se estremeció y retrocedió, al parecer creyendo que
estaba a punto de ser atacado. Sotorii negó con la cabeza.
¡Hermano, no!
Ahora intervino algo más, una montaña acorazada con el mon del
laurel Seppun. El guardia de honor estaba preparado para recibir lo
que creía que serían golpes destinados a Daisetsu.
Sotorii volvió a sacudir la cabeza. —¡No!
Pero el Seppun simplemente se quedó de pie, una muralla de
propósito implacable.
—¡Sotorii-san! —dijo el Emperador—, ¡ya es suficiente!
Sotorii tiró finalmente el bokken al suelo. Ahora sí que salió
corriendo. Huyó... fuera. A otro lugar. A cualquier lugar que no fuera
allí.
Corrió, quizá para no detenerse nunca.

Hoy

—Quizás —dijo Jodan, mirando hacia atrás a las azaleas— no


debería haber permitido que el duelo continuara. Ese supuesto
agravio del que se me informó era algo menor.
Excepto que no lo era. Un guijarro, algo menor, puede provocar una
avalancha. Si otro hubiese podido prevenir una avalancha y evitar
una calamidad, ¿no sería eso lo correcto?
Shoju entrecerró los ojos. —Majestad, tengo curiosidad... ya que el
incidente en cuestión ocurrió en la casa de huéspedes de nuestro
clan, ¿quién os informó a vos, de forma que pudieseis organizar la
visita al dōjō?
Jodan no pudo reprimir una sonrisa. —¿Os molesta, Señor de los
Secretos, que pueda enterarme de cosas que ocurren incluso en
vuestros siniestros dominios?
—Como dije, simplemente tenía... curiosidad.
Jodan no dijo nada, disfrutando de un extraño momento de ventaja
sobre el Campeón Escorpión. Pero la sonrisa pronto se desvaneció.
—Esperaba que permitir que se batieran en duelo sirviera para
enseñarles a ambos algo sobre el Bushidō, y el acto sagrado del
duelo. Para enseñarles una lección útil, por así decirlo —ajustó
levemente una piedra en el tablero de go—. Sin embargo, como he
dicho, Sotorii no respetó en absoluto el Bushidō En comparación, su
hermano fue un modelo de sus preceptos —volvió a mirar a Shoju
—. Creo que se aprendieron lecciones... pero no las que imaginé.
—Y no sólo las aprendieron vuestros hijos y Dairu.
—No, sin duda. También yo aprendí lecciones valiosas —Jodan se
dio cuenta de que estaba empezando a encorvarse y se obligó a
sentarse derecho—. Lo que nos devuelve al asunto en cuestión.
Tenéis razón en que Sotorii no se tomará bien la ascensión de su
hermano. Es muy desagradable, pero no puede negarse.
—De hecho, será algo que necesita ser abordado.
Otro problema que le dejo a mi sucesor; otro problema para el que
simplemente no tengo solución.
Jodan se frotó su dolorida mano izquierda. —¿Qué sugerís?
—Confieso que no estoy seguro. Sin embargo, representa una
influencia potencialmente perturbadora.
Jodan miró a Shoju con los ojos entrecerrados. ¿Hablaba ahora de
forma velada, para tener una ventaja sobre mí? Se planteó
simplemente dejarlo pasar, pero no pudo. —Debo admitir cierta
preocupación, cuando escucho al Campeón del Clan del Escorpión
declarar que alguien tiene una influencia potencialmente
perturbadora.
—Majestad, sería muy inapropiado que un campeón de un Gran
Clan hiciera una declaración así sobre el hijo del Emperador. Hablo
ahora como el propuesto Regente Imperial. En esa capacidad,
expreso mis preocupaciones con respecto a Sotorii, en particular
sobre el papel que desempeñará después de la ascensión de su
hermano.
—Bueno, estará en la misma posición que cualquier hermano menor
del heredero. Se casará con una Otomo adecuada y se le dará un
cargo Imperial apropiado.
—En otras palabras, el olvido. Así es como él lo verá, en todo caso,
aunque lo nombréis Consejero Imperial o Canciller. De hecho,
probablemente un nombramiento así sería aún más problemático,
ya que mantendría a Sotorii cerca del trono y de su hermano, el
Emperador.
Un cansancio repentino se apoderó de Jodan como una ola
pausada. Debería apartarlo, concentrarse en esto, encontrar una
solución....
Pero estoy tan cansado. Tan cansado de cuestionar, de dudar si lo
que hago es lo correcto o lo incorrecto.
Finalmente dijo: —Confío plenamente en que encontrarás una
solución para recomendarme sobre este asunto, Shoju-san.
Esta, y muchas más.
—Le daré la debida consideración al asunto, majestad —dijo Shoju,
y luego pareció volver a prestar atención a la partida y a su
movimiento. Jodan estaba encantado de dejarle, y se sentó al calor
de la Dama Sol. Pero una idea extraviada se apoderó de él.
—De hecho —dijo Jodan—, me toca a mí sentir curiosidad por algo.
Me pregunto cuál será el papel de vuestro hijo en todo este asunto.
Por lo visto, se comportó de forma honorable y correcta.
—¿Es eso un problema, Majestad?
—Por supuesto que no. Pero... es vuestro hijo, y algún día
ascenderá a vuestro puesto como Campeón Escorpión —Jodan
sonrió a su amigo—. Me he acostumbrado al sutil y variado enfoque
de su padre con respecto al mundo. No puedo evitar preguntarme si
el hijo sigue de cerca los pasos de su padre.
—Os preguntáis si Dairu influenció, o incluso manipuló, lo que
sucedió entre vuestros hijos.
—Una pregunta indecorosa, dicha de esa manera.
Los ojos de Shoju volvieron a sonreír. —Pero no la retiráis —el
Campeón Escorpión había cogido una piedra para ponerla en el
tablero y ahora la estudiaba—. Dairu me confesó que vio una
oportunidad en la lucha entre vuestros hijos. Creía que, al ofrecerse
a ser el campeón de Daisetsu, se congraciaría aún más con vuestro
hijo menor. Al mismo tiempo, creía que superar al heredero al trono
en un duelo honorable mejoraría su reputación.
—Aunque se ganase la enemistad de aquel que, por lo que él sabía,
algún día sería Emperador.
—Un hecho que conocía muy bien. Sin embargo, para bien o para
mal, y por razones que sólo él conoce, ha dado su lealtad a
Daisetsu. La lealtad de un Escorpión, una vez ofrecida, irá más allá
del deshonor o la muerte.
Jodan miró a los ojos de Shoju y asintió. —Lo sé.
Shoju volvió a estudiar el tablero de go, pero Jodan se puso en pie.
—Me temo, amigo mío —dijo— que estoy muy fatigado y debo
descansar.
—Podemos reanudar la partida en otro momento.
Jodan observó los jardines que les rodeaban... los majestuosos
edificios de la Ciudad Prohibida más allá de ellos.
Y más allá, el Imperio.
Estoy tan cansado.
—Ese juego de go —continuó— fue un regalo del Campeón Grulla a
uno de mis predecesores, Hantei XXVI, en una Corte de Invierno.
Desde entonces ha pasado de un Emperador a otro —una vez más,
miró a los ojos de Shoju—. Esa piedra que yo jugué, tanto si su
colocación fue prudente como si fue insensata, fue la última que
jugaré en él. Este juego ahora es vuestro, Shoju-san.
—Majestad, no soy digno de aceptar un regalo tan bello...
—Por favor —replicó Jodan—, demos por hecho que os lo he
ofrecido y vos lo habéis rechazado dos veces. Ahora, cogedlo. Estoy
seguro que no os faltarán oponentes, tanto viejos como nuevos.
Shoju hizo una reverencia de agradecimiento. —De eso, Majestad,
no tengo ninguna duda.
Jodan se despidió de la casa de té, pero no regresó inmediatamente
a sus aposentos. En vez de eso, vagó por los jardines durante un
tiempo, disfrutando simplemente de la vista y la fragancia de las
numerosas flores.

Como semillas al viento


Por Marie Brennan

Tiempo atrás la casa había sido la mejor del pueblo, con su tejado
de tejas y sus puertas correderas de papel en lugar de madera.
Ahora, las tejas se habían agrietado y caído, y suciedad y hojas
secas se habían amontonado en las esquinas, arrastradas por el
viento por las aberturas en las que habían estado esas puertas.
Las tablas del suelo se hundieron peligrosamente bajo los pies de
Satto mientras deambulaba por la casa abandonada. Podía oír
hablar a sus compañeros en el exterior, haciendo preparativos para
los días venideros... incluyendo la interrogante de dónde dormiría
Hige-sensei.
Con cualquier otro grupo, la respuesta hubiera sido la casa en la
que se encontraba Satto. Aunque el suelo se hundiera un poco,
seguía estando en mejores condiciones que cualquier otro edificio
de la antigua Aldea de las Flores Blancas. Pero había pertenecido al
supervisor samurái de la aldea, y Hige-sensei era demasiado
humilde para descansar en cualquier lugar asociado con la
dominación de la casta samurái.
Una pantalla rota se encontraba parcialmente cerrada, cerrando el
paso a la siguiente habitación. Satto la apartó a un lado y arrugó la
nariz ante el olor que desprendía la habitación. Probablemente
algún animal lo había convertido en su refugio, probablemente un
mapache o un zorro.
El samurái se había llevado consigo casi todo cuando se marchó,
pero aún quedaban algunos objetos: unas cuantas ollas viejas en la
cocina, una mesa baja con una pata coja. Golpeó con un pie un
montón de escombros en la parte inferior de la alcoba y encontró un
pergamino de pared caído, arrugado hasta convertirse en un montón
rígido. El papel era viejo y quebradizo, se rompía al desplegarlo,
pero los kanji aún eran legibles:
Las circunstancias rectificadas son la armadura de un alma sin
tacha.
El crujido de las tablas del suelo le advirtió que alguien más había
entrado. Satto levantó la vista y se encontró con Ichirō.
Era el nuevo del grupo, y lo bastante joven como para que la mujer
lo considerara un muchacho. Pero Ichirō creía con el mismo fervor
que cualquiera de ellos en los principios de la Secta de la Tierra
Perfecta, la misericordia de Shinsei y en la muerte de la virtud en el
mundo. Había visto de primera mano la muerte de esa virtud.
—¿Qué has encontrado? —preguntó Ichirō
Satto arqueó los labios. —Confirmación de lo que ya sabíamos: que
quienquiera que viviera aquí era un hipócrita.
Entregó el frágil pergamino a Ichirō, que lo estudió con gran
atención. —Esta marca de aquí —señaló la marca roja de un hanko
en la esquina inferior izquierda—. Es el sello de Agasha no Seiya
Fukuai. No es el mejor calígrafo de las tierras Dragón, pero es muy
respetado. Dudo que Mirumoto Hyōgin fuera el tipo de persona que
coleccionara sus obras. Debió de ser un regalo, algo con lo que
impresionar a sus invitados. Aunque no es que fuese a tener
muchos invitados aquí.
—Parece que lo conocieras.
—Sólo por su reputación. Cada estación mandaba una carta
solicitando que se le reasignase a un lugar menos remoto —Ichirō
apretó la mandíbula—. Debió parecerle una bendición cuando la
aldea decayó lo suficiente como para argumentar que fuese
abandonada.
No pocas aldeas de las tierras Dragón se habían enfrentado a ese
destino. A medida que su población se reducía, los samuráis
obligaban a los plebeyos a abandonar sus hogares y trasladarse a
otros asentamientos. Esas crueles medidas terminaron beneficiando
a la Secta de la Tierra Perfecta: Hige-sensei y sus seguidores
podían difundir su teología en valles abandonados, y luego dejar
que sus conversos transmitieran el mensaje cuando los samuráis los
reubicaran.
Ichirō tiró el pergamino de vuelta a la alcoba, sin preocuparse por el
daño que le causara. —Un hombre mejor se lo habría llevado con él,
como un recordatorio para no anhelar riquezas o atención. Esas
cosas despojan a un hombre de su honor aún más rápido que la
cobardía.
—Honor —dijo Satto con desdén—. Si los samuráis pasaran menos
tiempo pensando en el honor, puede que se les diera mejor hacer lo
correcto.
—El honor es lo correcto —respondió Ichirō.
Una carcajada silenciosa la hizo resoplar. Le habían criado como un
samurái de clan, inmerso en la filosofía del Bushidō y sus preceptos.
Satto había nacido rōnin y sólo conocía el código desde el exterior.
Era capaz de verlo con una claridad que tal vez Ichirō nunca
lograría.
Pero eso no le impidió intentar abrirle los ojos. —También yo solía
creer eso —dijo—, hasta que la compasión me impulsó a ayudar a
un plebeyo que juró que se encontraba en circunstancias
desesperadas; Incluso convencí a mi sensei para que me ayudara,
porque el honor me dijo que era lo correcto.
La mujer sonrió poco a poco a Ichirō —¿Sabes dónde estábamos?
Su frente se arrugó al tratar de recordar lo que había oído sobre su
pasado. —¿Ryokō Owari?
—También conocida como la “Ciudad de las Mentiras”. Más tarde
nos enteramos de que el plebeyo al que ayudamos era un
contrabandista. Todo fue una trampa para meter a mi sensei en
problemas —incluso ahora, el recuerdo hizo que los hombros de
Satto se tensaran—. Los Escorpión entienden el honor mejor que
nadie. Saben que el Bushidō es un sistema de control: uno que
explotan los que no creen en él para manipular a los que sí lo
hacen.
Momentos como este eran los que hacían que pensara que Ichirō
era sólo un niño. No era mucho más joven que ella, pero no dudó en
replicar. —Entonces, ¿ya no crees en la compasión? ¿En la
honestidad? ¿En la justicia?
—Yo no he dicho eso. Pero el Bushidō hace falsas promesas: afirma
que simplemente con que sigas sus requisitos, todo saldrá como
debe ser. La verdad es que gente despiadada se aprovecha de esos
requisitos en tu contra para que todo salga como ellos quieren.
Se había esforzado tanto para que Kitsuki Shomon se diera cuenta.
No hicimos nada malo a sabiendas, le dijo. ¿Por qué debemos
soportar el castigo por ello? Ojalá Shomon le hubiera permitido a
Satto arreglar el problema.
Pero no, Shomon creía tanto en el honor que hasta enseñaba sus
principios a los plebeyos. Insistió en dar un testimonio honesto, a
pesar de que sabía que eso la condenaría. Satto, por su parte, huyó.
No se enteró hasta meses después de que Shomon se había
ofrecido a aceptar el castigo por las dos.
Y los Escorpión no habían perdido tiempo en explotar aquello aún
más. Le permitieron continuar dirigiendo su dōjō... después de que
jurara que, si sus enseñanzas conducían a cualquier discípulo suyo
a una transgresión, ella también compartiría su castigo.
Kitsuki Shomon era un ejemplo hermoso y brillante de honor, y Satto
se compadecía de ella.
Ichirō no tenía una buena respuesta. En vez de eso, se revolvió
incómodo y dijo: —Nos necesitan fuera.
Satto estaba más que dispuesta a abandonar los apestosos
confines de la casa. A la luz del sol y al aire libre, descubrieron que
la discusión sobre el alojamiento de Hige-sensei se había resuelto
en favor de una tienda de campaña situada en la parte posterior de
la aldea. A la suya se le unieron algunas otras, indistinguibles en
materiales o tamaño, ya que el líder de la Secta de la Tierra Perfecta
no tenía ningún interés en los lujos ni en la ostentación.
No necesitaba un pergamino elegante para recordarse a sí mismo
qué era lo correcto.
—¿Vendrá alguien? —preguntó Ichirō, volviéndose para mirar las
chozas medio hundidas de la aldea abandonada—. Nadie será
capaz de obtener documentos de viaje, no por algo así. Y si no
tienen documentos, las patrullas los detendrán.
Más ingenuidad. Ichirō no llevaba mucho tiempo con ellos;
subestimaba lo que los devotos de la Tierra Perfecta eran capaces
de hacer. Ella dijo, —Los heimin conocen más caminos y senderos
secundarios de los que las patrullas de samuráis pueden
imaginarse. No subestimes a los seguidores de Hige-sensei, Ichirō-
san: vendrán.
***
Habían escogido la aldea con cuidado, eligiendo una lo bastante
alejada para no llamar la atención, al tiempo que al alcance de los
plebeyos que se arriesgaban a ser arrestados y azotados por
escuchar hablar a Hige-sensei. El campo abandonado al sur de las
casas tenía la forma de un enorme cuenco poco profundo, lo que
permitía a todo el mundo ver y oír al líder de la secta sin que tuviera
que sentarse en una plataforma por encima de todos ellos.
Ahora ese campo estaba repleto de gente. A pesar del riesgo,
cientos de personas habían atravesado las montañas para llegar a
este lugar, trayendo consigo paquetes de comida y regalos que
Hige-sensei siempre rechazaba: otro acto de humildad que sólo les
hacía admirarle más.
Satto quería contar cuántos había, pero tenía que mantener
vigilados los diferentes accesos desde el este. Ichirō y dos de los
otros lugartenientes de Hige-sensei estaban haciendo lo mismo al
norte, sur y oeste. Aunque los plebeyos hubieran logrado llegar a la
aldea abandonada, eso no significaba que lo hubieran hecho sin que
los hubiesen visto. La intromisión final de samuráis no solo era una
posibilidad, sino casi una certeza.
Su posición privilegiada, situada en lo alto de un abedul, le permitía
ver a lo lejos sin perderse las palabras de Hige-sensei, a menos que
el viento soplara en contra.
El comienzo del discurso le resultaba familiar: las acostumbradas
exhortaciones sobre la restauración de la virtud en esta Era de la
Disminución de la Virtud. Satto se preguntó si Hige-sensei había
sido deliberadamente ambiguo en su redacción. En reuniones
pasadas, algunas personas entendieron que “restaurar” significaba
que los samuráis se reformarían, poniendo fin a las injusticias que
hacían sufrir a las castas inferiores. Otros lo interpretaron como una
promesa de que algún día derrocarían a los samuráis. Sería
ingenioso por su parte dejar que ambos grupos siguiesen creyendo
en su interpretación, una forma de atraer una gran base de apoyo
sin comprometerse con un único curso de acción.
No, decidió Satto. A su manera, Hige-sensei era tan sincero como
Kitsuki Shomon.
Creía en su propio mensaje, y la fuerza de esa creencia impulsaba a
la gente a unirse a él.
Como había impulsado a la propia Satto.
Entonces, la voz de Hige-sensei cambió, y Satto se dio cuenta de
que había empezado a prestar más atención. —Hijos míos —dijo—,
tengo algo que deciros. Anoche, en mis meditaciones, entré en la
Tierra Perfecta.
Una ola de murmullos asombrados surgió de entre la multitud.
Hige-sensei, con las piernas cruzadas sobre una simple alfombra,
extendió sus manos a modo de bendición. —Sí, mi espíritu viajó a
esa bendita región de Tengoku donde Shinsei espera a los fieles, y
allí hablé con el Pequeño Maestro. Con sólo unas pocas palabras,
me iluminó, mostrándome el verdadero poder del kie.
El murmullo cambió, de jadeos y sorpresas al mantra de su secta:
Shoshi ni kie. “Creencia en el Pequeño Maestro” o “Confianza
absoluta en el Pequeño Maestro”, dependiendo de cómo se
escribiese
Lograr la Iluminación no requería largas horas de meditación o
prácticas esotéricas. Solo precisaba de la ayuda de Shinsei.
—¡Estas palabras que nos ha enseñado no sólo tienen el poder de
salvar almas individuales! —dijo Hige-sensei, levantando la voz para
que se oyese por encima del creciente estruendo del kie—.
Recitadas por un auténtico creyente, llevarán su alma a la Tierra
Perfecta tras la muerte, para alcanzar la Iluminación a los pies de
Shinsei y escapar del sufrimiento de este mundo. ¡Pero el Pequeño
Maestro me dijo que el kie también será la salvación del propio
Rokugán!
Satto giró bruscamente la cabeza. ¿Salvar el Imperio? Nunca había
oído a Hige-sensei hablar de aquello. Y si hubiese estado
trabajando deliberadamente hacia esa idea, ella y los demás lo
habrían sabido.
Un escalofrío le recorrió la piel. Esa mañana, hubiera dicho que la
salvación de Rokugán era una ilusión igual de grande que la
creencia de Shomon en el honor. Pero, si Hige-sensei decía la
verdad...
Muchos de sus oyentes estaban ahora inclinados hacia el suelo, con
las manos extendidas y la cabeza apretada contra la tierra,
recitando el kie al unísono hasta que parecía que todo el campo
hablaba con una única voz apasionada. La oleada creciente de su fe
pareció levantar a Hige-sensei, aunque permanecía sentado en su
estera.
Él gritó. —Hoy, somos pocos. ¡Pero si difundimos la bendición del
kie, si suficientes personas en todo el Imperio recitan esas palabras
con el corazón puro, el propio Shinsei volverá a Rokugán y dará
comienzo a una nueva Era de la Virtud Celestial!
Satto se agarró al árbol como si éste tratara de tirarlo al suelo. ¿El
regreso del Pequeño Maestro? ¡Imposible! Había aparecido en los
albores del Imperio para instruir a los sagrados Kami, lo que inició la
primera Edad de la Virtud Celestial, pero eso fue hace mil años.
Después de eso, se había desvanecido; algunos decían que había
partido a tierras extranjeras para llevarles la Iluminación, otros que
se había unido al Vacío. Las enseñanzas de la Tierra Perfecta
revelaron la verdad: que ahora vivía en Tengoku. A pesar de la
respuesta, sin duda se había ido y no regresaría.
Pero le resultaba aún más imposible mirar la expresión de Hige-
sensei y no creer.
¿Podría aquel humilde hombre haber llegado realmente a la Tierra
Perfecta en espíritu, y recibido ese mensaje?
La gente agolpada en el campo ciertamente creía que lo había
hecho. Gritaban de alegría, dando gracias a Shinsei, y gritaban el
kie como si su volumen fuera suficiente para hacer que volviese.
Satto vio a padres abrazando a sus hijos, llorando contra la áspera
tela de sus kimonos, regocijándose al saber que sus hijos e hijas no
tendrían que sufrir, no sólo después de la muerte, sino también en
esta vida.
Una ráfaga de viento hizo que la rama en la que Satto estaba
sentada se balanceara, provocándole un intenso sentimiento de
aprehensión. Ese sentimiento se redobló cuando se dio cuenta... el
camino.
Había dejado de vigilarlo.
Satto se volvió de nuevo. A lo lejos, vio movimiento: una tenue nube
de polvo estival que se elevaba desde una carretera que no debería
tener tráfico alguno ahora que la Aldea de la Flor Blanca había sido
abandonada.
Su corazón golpeó contra sus costillas a toda prisa. Los samuráis
venían.
***
Toda la gente que viajaba con Hige-sensei estaba acostumbrada a
moverse en la espesura. Se movieron con rapidez, pero en silencio,
evitando colinas en las que se les podría detectar con facilidad,
siguiendo un riachuelo para interrumpir el rastro.
Amortiguadas por la distancia, Satto podía escuchar una poderosa
masa de voces que hablaban al unísono: Shoshi ni kie. Shoshi ni
kie. Shoshi ni kie.
A pesar de la necesidad de sigilo, la mayoría de la gente que la
acompañaba susurraba las mismas palabras. Hige-sensei les
hablaba en voz queda, con el rostro marcado por las lágrimas.
Provenían tanto de la tristeza por el destino de aquellos a los que
habían dejado atrás, como de la alegría por esta prueba de su
devoción, pensó Satto.
No había querido irse. A diferencia de los falsos monjes que
predicaban en las esquinas de las ciudades o que practicaban su
teología engañosa en las aldeas, Hige-sensei se aferraba a su
filosofía incluso al enfrentarse al peligro. Si sus lugartenientes se lo
hubieran permitido, aún estaría en aquel campo, guiando a sus
seguidores en la recitación del kie.
Por supuesto, había aconsejado a esos mismos seguidores que se
marcharan. Se habían arriesgado al ir allí, pero eso no significaba
que tuvieran que morir por su fe. Algunos de ellos le escucharon y
se escabulleron entre los árboles, dispersándose entre los cuatro
vientos como semillas de diente de león.
Una anciana habló en representación de los que se quedaron. —Si
los samuráis nos matan —dijo—, entonces Shinsei nos dará la
bienvenida a la Tierra Perfecta. Y quizá nuestro ejemplo les enseñe
el verdadero camino.
Satto lo dudaba. Había conocido a demasiados samuráis como para
creer que aprenderían algo de unos plebeyos, especialmente de
aquellos que muriesen ante sus espadas. Pero Hige-sensei había
bendecido a la anciana y a todos los que se quedaron con ella,
indicándoles que no ofrecieran resistencia alguna, sino que
simplemente se mantuvieran firmes y siguieran orando. Sus
palabras de despedida fueron: —Que el poder de vuestra
dedicación acelere el regreso del Pequeño Maestro.
Pronto, dejaron de oírse las voces. ¿Porque Satto y los demás se
habían alejado demasiado? ¿O porque algo las había silenciado?
Forzó el oído, pero no pudo escuchar ningún golpe metálico, ningún
grito que no fuera el de los halcones sobre ella. Hasta las
repeticiones del kie en su propio grupo se habían ido deteniendo
poco a poco a medida que dedicaban su atención a la difícil tarea de
atravesar las montañas, de regreso a la aldea que habían
reclamado como actual base de operaciones.
No habían sido tan estúpidos como para celebrar la reunión
demasiado cerca de la base. Regresar les llevaría al menos tres
días, viajando campo a través. Tres días duros, además, porque no
habían perdido el tiempo en desmontar las tiendas de campaña
antes de abandonar la aldea. Cuando se detuvieron por la noche,
sus futones fueron agujas de pino y su único techo las ramas de los
árboles.
Nadie se quejó, y menos aún Hige-sensei. Simplemente se pusieron
a trabajar recogiendo leña para hacer una pequeña hoguera, agua
para lavarse y comida silvestre con la que poder complementar las
raciones que llevaban.
Satto aprovechó la oportunidad para hablar con Hige-sensei al
margen de los demás. Llevaba con él más tiempo que nadie: no
desde el principio, pero casi todos los que la precedieron se habían
ido, habían muerto o sido arrestados, o habían partido a transmitir
las enseñanzas de la Tierra Perfecta a otros rincones del Imperio.
Hige-sensei nunca evitaba trabajar (ahora mismo estaba recogiendo
cañas de la orilla de un arroyo para hervirlas y comer las raíces),
pero a pesar de su humildad, resultaba mucho más fácil persuadirle
cuando lo intentaba gente que conocía desde hacía mucho tiempo.
—Sensei —dijo ella—, la noticia del retorno futuro de Shinsei es
verdaderamente maravillosa.
La tristeza se había apoderado de Hige-sensei durante gran parte
del día, pero al incitarle recobró parte de su brillo habitual. —Puedo
oír el “pero” en tus palabras, aunque no lo hayas dicho.
—Pero os aconsejo respetuosamente que no habléis demasiado
abiertamente de vuestra visita con la Tierra Perfecta. Todavía no.
El sensei le entregó un montón de cañas, una solicitud tácita para
que lavara la tierra de las raíces. —Temes represalias de los
samuráis.
Satto se puso a fregar. —Sensei, el kie no puede propagarse si les
provocamos con demasiada prontitud. Los Fénix ya lo han prohibido
en sus tierras; si los Dragón hacen lo mismo, nos enfrentaremos a
grandes dificultades.
—¿Por qué debería alguien intentar suprimir la esperanza del
retorno del Pequeño Maestro? —Hige-sensei se arrodilló junto a ella
con otro montón de cañas—. Era una pregunta retórica, niña; no
necesitas responder. Sé por qué la gente con poder podría intentar
evitar algo tan maravilloso. Pero hable o no de ello, la noticia no se
mantendrá en secreto, no cuando la he compartido con tanta gente.
Si es que alguno de ellos sobrevive, pensó Satto.
No podía soportar la idea de ver morir a Hige-sensei, ajusticiado allí
donde lo detuvieran por un samurái enfurecido, o peor aún, llevado
a una ejecución pública. El maestro se enfrentaría a ese destino con
dignidad, y su ejemplo podría inspirar a algunos... pero sin él, la
Secta de la Tierra Perfecta se desmoronaría. Era el alma de la
senda, y sin duda era por eso por lo que Shinsei había hablado con
él.
Haría lo que fuera para evitar su muerte.
Pero Satto había aprendido la lección con Shomon. Hige-sensei no
necesitaba conocer las medidas que tomase para protegerle.
Si aquello significaba que no habría lugar para ella en la Tierra
Perfecta, o en el Imperio redimido que él imaginaba, sería un precio
pequeño.
—Entiendo —dijo Satto—. Pero, aun así, sensei... por favor, tened
cuidado.
Hige le dio una palmadita en la manga con una mano húmeda y
embarrada. —Confía en el Pequeño Maestro, niña. Con eso
bastará.

Gobierno a caballo
Por Daniel Lovat Clark

El silencio que se cernía sobre Khanbulak durante la noche era algo


opresivo, más completo y más frágil que el de las estepas. Era el
silencio de un ladrón con el corazón en la garganta, de un niño
caprichoso que se escabullía para hacer travesuras en mitad de la
noche. Cuando Moto Rurame recorrió las calles, pasando a lomos
de su gran semental ruano azul por resplandecientes corredores y
entre los pabellones de los mercaderes, era el silencio de un
depredador a la caza. Especialmente aquella noche.
Perseguir a un espía era un placer poco frecuente. Rurame recibió
con gran entusiasmo el informe del plebeyo que indicaba que un
gaijin aún se encontraba en la ciudad.
La ciudad se extendía a ambos lados de la frontera de Rokugán,
una frontera marcada por una línea de indicadores que se extendía
durante varios li. El Clan del Unicornio permitía a los gaijin acampar
fuera de las murallas de la ciudad, al otro lado de la frontera, y
entrar en la ciudad durante el día para comerciar. Pero al ponerse el
sol sonaban unos gigantescos gongs y las puertas se cerraban.
Cualquier extranjero sorprendido en la ciudad al caer la noche sería
condenado a muerte, de acuerdo con la ley del Emperador. La
guardia blanca cabalgaba a lo largo de esa frontera y de la Ruta de
la Arena. Los estandartes escarlata de Rurame custodiaban la
ciudad propiamente dicha, y eran ellos los que ajusticiaban a los
gaijin renegados.
Un deber tan difícil y glorioso como limpiar establos. Rurame había
limpiado más de un establo cuando era niña. En cierto modo,
preferiría ese deber a gestionar Khanbulak.
Cielo se agitó bajo ella, sintiendo su tensión. En algún lugar a su
izquierda, otro caballo contestó, uno de su minghan, a una calle de
distancia. Aún no había señales del gaijin renegado. Ya hemos
cubierto tres cuartas partes de la ciudad. Si logra huir...
No. Eso era imposible.
En la siguiente calle detuvo a Cielo con un toque de la mano. El
caballo se quedó inmóvil, con las orejas hacia delante, mirando y
escuchando con la misma atención que su jinete. A la izquierda
oyeron el sonido de cascos, y vieron a Ariq, lleno de cicatrices y a
lomos del peludo Khash. —Nada, noyan —dijo—. Todas las puertas
están cerradas —Rurame miró a la derecha, donde Tani se había
puesto de pie sobre sus estribos. Miró a Rurame y sacudió la
cabeza... nada.
—No importa —dijo Rurame—. La cacería se cierra —se puso en
pie sobre sus estribos y extendió los brazos para que los guerreros
más cercanos pudiesen ver y transmitir las órdenes. Movió ambas
manos hacia delante en un gesto envolvente y se detuvo lo
suficiente como para ver a Sorghaghtani, Ariq y a los guerreros tras
ellos repetir la orden. Utilizaban esa misma técnica en las
gigantescas cacerías tradicionales en las estepas. Nada escapaba
de aquella red.
Rurame se inclinó hacia delante y Cielo avanzó, galopando más allá
de las ondulantes paredes de una tienda de campaña estilo ujik
situada a su derecha. Se detuvo de nuevo en la calle de al lado y
escuchó... ¡ahí! Dio un grito, que Ariq y Tani repitieron, y condujo a
Cielo hacia delante, atravesando un corral lleno de telas, alfombras
y fardos de algodón extranjeros. Cielo pasó un pequeño carro de un
salto y luego Rurame se encontró con su presa.
El hombre estaba a punto de llegar a las murallas de piedra blanca
de Khanbulak cuando vio a Rurame. Dio un grito y atravesó
corriendo la distancia que le quedaba mientras ella ponía a Cielo al
galope. La pared tenía al menos veinte shaku de altura. Era
impensable que lograse escalarla antes de que ella le alcanzara... y,
sin embargo, empezó a subir como una araña.
Una cuerda oculta. ¿Cuánto tiempo lleva ahí? Maldijo mientras
tiraba de las riendas de Cielo, que se detuvo bajo la muralla con un
fuerte estruendo. El espía ya estaba fuera de su alcance. Si se
escapa, todo el mundo conocerá mi vergüenza. “Ahí va Moto
Rurame, que estaba encargada de la tarea más simple del clan, y
aun así fracasó”.
Una flecha brotó de la oscuridad, golpeando contra la piedra un
palmo de la cabeza del gaijin. Ariq maldijo mientras su peluda yegua
se acercaba al trote y colocaba otra flecha en el arco. Tani se acercó
desde la derecha, riendo. —Si fuera una liebre no tendrías otra
oportunidad, Ariq.
—No —ladró Rurame—. Quiero que pueda responder preguntas —
Rurame echó mano a la silla de montar y cogió el lariat. El gaijin ya
había escalado la mitad de la muralla, la distancia máxima a la que
podría lanzarlo. Rurame hizo girar al lariat sobre su cabeza, lo lanzó
y vio cómo el lazo se cerraba alrededor del tobillo del espía.
—¡Buen lanzamiento, noyan! —vitoreó Ariq. Había guardado su arco
y ahora estaba haciendo girar a su caballo en un círculo cerrado,
con la espada en la mano. El gaijin forcejeó y Rurame sintió como
se le escapaba una sonrisa lobuna mientras ataba el extremo de la
cuerda alrededor de su silla de montar. Puede que seas más fuerte
que yo, gaijin, pero no eres más fuerte que Cielo. Rurame hizo
darse la vuelta a Cielo y golpeó una vez con los talones. El caballo
salió disparado hacia delante como la flecha desviada de Ariq, y el
desventurado gaijin no tuvo ninguna oportunidad. Salió despedido
de su asidero como si le hubiese lanzado un gigante, y cayó a tierra
como una piedra.
Tani y Ariq ya se habían abalanzado sobre él para cuando hizo
volver a Cielo junto al gaijin. Tenía el rostro ensangrentado, y uno de
los brazos doblado en un ángulo que seguramente no era saludable,
pero había sobrevivido. Él vive, y yo no he fracasado.
—Primero me dirás tu nombre, gaijin —dijo en ujik. Tani lo tradujo en
nehiri por ella, pero Rurame no tenía ningún interés en aprender una
lengua bárbara.
—Puedes llamarme Hamid —dijo el gaijin, también en ujik—. Soy un
humilde comerciante...
—Miénteme otra vez y te arrancaré la lengua —soltó Rurame—. Eso
retrasará considerablemente los interrogatorios y prolongará tu
sufrimiento durante meses. Ninguno de nosotros quiere eso.
—Noyan —dijo Ariq. Tenía una jaula rota en las manos, del tipo que
podría tener un pájaro—. Se le cayó esto cuando se soltó.
—¿Una paloma mensajera? —musitó Rurame—. Vacía; ya ha
enviado el mensaje.
—Podemos mandar un halcón a por la paloma —sugirió Tani.
—No, por la noche no podemos —Rurame negó con la cabeza—.
Habla, Hamid. ¿A quién le enviaste ese pájaro?
Hamid comenzó a recitar en nehiri. —¿Tani?
—Está rezando —dijo Tani.
Rurame sacó su cuchillo. —Más le vale hacerlo.
***
Más tarde, cuando ya había acabado todo, Rurame se subió a las
altas murallas blancas de Khanbulak y contempló el horizonte. La
estepa se extendía ante ella, oscura como el océano, sus pastos
ondeando como olas silenciosas en la noche. Nuestro destino es
cazar y cabalgar libremente por la estepa, no quedarnos anclados
en Khanbulak como un buey con una cuerda. Los Shinjo nos
asesinaron el día que ordenaron al khan Moto Qaro que construyese
una ciudad aquí.
Ariq subió la escalera tras ella. Sintió como hacía una reverencia,
esperando su atención. Cerró los ojos, tomó aire en silencio y se
volvió. —Dime.
—Está confirmado, noyan. Sabía por qué puerta iba a partir el grupo
de Shinjo Shono, a dónde se dirigían y cuántos iban con él. Toda su
información era correcta.
—No puedo pensar en ningún propósito para mandar esa
información al oeste, excepto para que llegue a manos de un
asesino. ¿Y tú, Ariq?
Ariq sacudió su cabeza llena de cicatrices. —Podríamos partir —
sugirió—. Aunque no es probable que alcancemos a Shono a
tiempo. Sería una pena que el heredero Shinjo falleciese en la ruta.
Lo haría si se lo pidiera. Rurame se volvió para contemplar de nuevo
la estepa. Un reguero de luces se aglomeraba cerca de la muralla:
antorchas, hogueras y relucientes faroles de los campamentos ujik
en el lado rokuganés de la ciudad. Nómadas que se habían dejado
atar por la atracción de Khanbulak. Mataría al heredero Shinjo si le
lo pidiese. Le estaría bien empleado a la khan Altansarnai por
habernos cargado con esta asquerosa ciudad. O mejor aún, podía
dejarlo morir. Cuando atravesó mi ciudad, Shono era un niño débil y
malhumorado. ¿Qué esperanza tendría en la Ruta de la Arena?
Se permitió considerarlo durante un breve y magnífico momento.
Pero no. Su deber estaba claro, y se negaba a que se la recordase
como una mujer que eludía su deber.
—Mis estandartes escarlata protegen Khanbulak —dijo Rurame—.
Esta noche lo hemos hecho muy bien. Irás a casa del khan Ögodei e
informarás a mi hermano de todo lo que ha ocurrido aquí.
Encontraré al noyan Chagatai y lo enviaré tras su primo.
—Como ordenéis —Ariq se inclinó de nuevo, y luego bajó las
escaleras hacia su caballo. Rurame se quedó observando la noche
un rato más. Pero si Chagatai toma una decisión diferente, no es mi
responsabilidad.
***
—¡No! —gritó Chagatai mientras caía—. ¿Cómo puede ser? ¿Cómo
puedo yo, Moto Chagatai, noyan de la guardia blanca, vencedor de
una docena de batallas, heredero del khan Moto, ser derrotado así?
—alzó un brazo en alto. Unas manos diminutas lo agarraron y un
cuerpo pequeño lo tiró al suelo polvoriento.
Una cara pequeña, redonda y ceñuda apareció sobre él. —Tío —
decía—. Lucha bien. Sólo estás jugando con nosotros.
—¿Contra una horda así? —Chagatai se río mientras se sentaba,
apartando sobrinos y sobrinas en todas direcciones al hacerlo—. Ni
siquiera el poderoso Chagatai podría esperar derrotar solo a
semejantes enemigos, Altani.
La horda se dispersó entre gritos, agitando palos en el aire como
espadas, y salieron corriendo por la parte posterior de la yurta. Los
caballos señalaron con las orejas y resoplaron en tono
desaprobatorio mientras corcoveaban.
Altani se quedó, mirando a su tío con los ojos entrecerrados. —
¿Realmente crees que algún día podría vencerte?
—Pequeña Águila, sólo sé una cosa: cuando llegue el día, preferiría
luchar a tu lado que contra ti, ¿eh? —se puso de pie y se quitó el
polvo de los pantalones mientras Altani asentía. La niña se puso el
bastón sobre el hombro y siguió a sus hermanos y hermanas.
—¡Tengo suerte de tener protectores tan feroces! —la risa y la voz
eran tan familiares y reconfortantes como su silla de montar. Su
propietaria se adelantó y le estrechó la mano, luego lo acercó y
olfateó su mejilla—. ¿Qué trae al heredero del khan a mi pequeño
ordu?
—¿Qué razón necesito aparte de visitar a mi hermana? —le olfateó
a su vez la mejilla y dio un paso atrás.
Khojin tenía unos diez años más que él, y su cabello oscuro estaba
ya surcado por algunas hebras grises, pero la sonrisa que le
arrugaba los ojos era la misma que en su juventud. —Tienes buen
aspecto, hermana mayor. Tus hijos están sanos y...
Se volvió a reír. —¿Y son muchos?
—Es una familia más grande que la nuestra —admitió. Aparte de él
y de Khojin, su padre sólo tenía otros dos hijos, que ellos supieran.
Chagatai había perdido la cuenta de la prole de Khojin alrededor de
los seis.
—Ocho hijos, hasta ahora —Khojin se recostó contra la pared de su
yurta, con aspecto engreído. Otras doce yurtas se encontraban
situadas en fila a este y oeste, más pequeñas y humildes que las
suyas, con todas las puertas orientadas al sur. Juntas formaban el
ordu, una aldea que se podía colocar en carretas y transportar al
momento—. Y a mi rebaño le va bien este año. Cincuenta caballos,
doscientas ovejas.
Chagatai alzó las cejas. Por los cómputos de los ujik, las riquezas
de Khojin se aproximaban a las suyas, aunque sus ropas fuesen de
las típica lana y cuero de un pastor. —Parece que esta vida te sienta
bien, hermana —pensó en su juventud, en Khojin susurrándole al
oído mientras le enseñaba a doblar su arco, levantándole del suelo
mientras ella le enseñaba a cabalgar—. Si hubieras...
—Ya basta, Chagatai —levantó las manos, evitando reanudar una
vieja discusión—. Tú eres el heredero, tienes una madre Shinjo. Yo
soy una pastora. Si el khan nos llama, mi ordu puede proporcionar
una docena de guerreros; no deseo ser un noyan ni ganar gloria en
combate. Tengo mis caballos, mis ovejas, dos maridos, una esposa
y ocho hijos. Soy feliz —Khojin sonrió ante su expresión—. Tal vez
eso no sea suficiente para el poderoso Chagatai, pero sí para mí.
El hombre asintió y olvidó el asunto. Un accidente de nacimiento me
convierte en el heredero de mi padre. Khojin es tan capaz como
cualquiera que conozco, pero carece de la ambición necesaria para
apoderarse de aquello que debería ser suyo. Volvió con ella hasta
donde se encontraban sus guerreros, y reflexionó mientras la mujer
les saludaba y se ocupaba de las necesidades de alimentarles a
ellos y a sus caballos. Lo hizo con rapidez, eficiencia y autoridad,
como sólo podía hacerlo la señora de un ordu y la madre de ocho
hijos. Los Shinjo no podrían haber pedido un khan mejor. Eficiente,
fiable y poco ambiciosa. Se dio cuenta de que estaba sonriendo. Por
desgracia para ellos me van a tener a mí.
Se giró para entrar en la yurta de Khojin, con el vientre retumbando
ya al pensar en el festín que se celebraría en su honor, y por el
rabillo del ojo divisó a un cadáver que le miraba fijamente desde
entre las dos tiendas de campaña más cercanas.
Un augurio de los Señores de la Muerte. Un espectro venía a
reclamarlo. Entonces, ¿moriré? Pero fue solo un instante, luego se
volvió y se alejó, y Chagatai vio que no era un cadáver después de
todo. Le siguió, y se encontró con otra yurta, más pequeña, con
paredes de fieltro negro y la puerta orientada al norte. Ante ella
había dos palos adornados con calaveras, huesos y estandartes
blancos de cola de caballo. La horda de niños, a la que oía correr a
lo lejos entre las carretas, se mantenía bien alejada de esta yurta.
Chagatai entró en ella.
La aparición se encontraba al otro lado de la tienda circular que
tenía frente a él, hurgando con un palo en la hoguera de estiércol.
Tenía el cabello fibroso adornado con huesos y plumas, y el rostro
casi oculto bajo capas de pintura blanca, como una calavera. —
¿Este traje es por mí, tía? —preguntó Chagatai. No era su
verdadera tía, pero era la forma apropiada de dirigirse a la madre de
su hermana.
—Sirvo a los Señores de la Muerte —dijo ella—. Nada de lo que
hago es por ti, Moto Chagatai —el nombre de la familia era un
recordatorio: La madre de Khojin no era Moto, ni pariente suya. Ujin
Hogelun provenía de una de las familias menores ujik.
Nominalmente eran vasallos de los Moto, aunque en el Clan del
Unicornio, de espíritu libre, esos lazos de vasallaje eran
principalmente teóricos. Siendo como era una bruja, nadie podía dar
órdenes a Hogelun, ni siquiera su antiguo esposo, el khan Ögodei—.
Siéntate, muchacho. Tiraré los huesos.
Chagatai se sentó, sacó las espadas de su cinturón y las colocó
detrás de él. Hogelun se levantó y se paseó por la tienda, dejando
caer un cucharón de madera en una jarra de arcilla con leche de
yegua. Al llegar a cada ongghot, los ídolos de fieltro de los
antepasados situados en las paredes de la yurta, levantó el
cucharón y lo roció con leche. —Bebed, oh Señores de la Muerte —
cantó— y saciaos. Que la sabiduría de mis antepasados me guíe.
Cuando terminó, cogió una bolsa que colgaba de su cinturón, la
abrió y con un gesto rápido arrojó al suelo los huesecillos que había
en su interior. Arrugó el ceño mientras leía el shagai. —Caballo,
oveja, camello, cabra —dirigió una mirada intensa a Chagatai—.
Algunos buenos, otros malos. Tu destino es tuyo, muchacho.
—¿Y qué hay del clan, tía? —hizo un gesto con la cabeza hacia los
huesos, cuyas formas blancas y pulidas brillaban a la luz del fuego
—. ¿La khan Altansarnai nos lleva a la gloria o al desastre?
—¿Son esas las únicas opciones? —replicó Hogelun—. Un imperio
ganado a lomos de un caballo debe gobernarse a lomos de un
caballo. La khan Shinjo estuvo a punto de olvidarse, de dejar que se
la llevasen como si fuera un objeto de valor. Pero eligió aferrarse a
nuestras tradiciones, a nuestras creencias, en lugar de inclinarse
ante los clanes caminantes. ¿Ahora te preocupa que la guerra vaya
mal, o que la gloria te pase de largo, que caiga sobre hombros
Shinjo y te convierta en un noyan cualquiera protegiendo una
frontera que nadie quiere atacar? —golpeó el fuego de nuevo—.
Saca tu espada, muchacho.
Chagatai cogió la espada de donde yacía y la sacó de su vaina. La
hoja curvada brillaba a la luz parpadeante del fuego, un instante roja
como la sangre, dorada como la gloria al siguiente. —Altansarnai ha
elegido la fuerza —dijo—. Pero, ¿lo hará también el próximo gran
khan? —pensó en Shono, su primo, en la mirada vacía que había
mantenido durante su viaje hacia el oeste—. ¿O el siguiente? Las
ciudades, la corte, el propio Rokugán tira de nosotros, nos debilita.
¿Es nuestro destino convertirnos en otro servidor de un trono al que
le importamos poco?
—¿Destino? —Hogelun resopló e hizo un gesto hacia su espada—.
Ese es tu destino, Chagatai. Ese es tu destino. Tu futuro está en el
filo de esta espada. Esa es la fuerza de tu clan. Con una espada en
la mano, creas tu propio futuro. Los huesos no controlan el porvenir,
muchacho, tú lo haces. Los Señores de la Muerte vienen a por todos
nosotros más tarde o más temprano. La muerte te espera —golpeó
el fuego una vez más—. Aférrate a tu espada y recorre tu propio
camino hacia el futuro, muchacho. Ahora déjame; te necesitan.
Aturdido, salió tambaleándose de la yurta. Ante el ordu se había
desatado una conmoción, y se adelantó para ver cómo su verdadera
tía desmontaba de su yegua baya. —Chagatai —dijo Rurame,
colocándose el yelmo bajo el brazo y adelantándose para
estrecharle la mano—. Traigo noticias.
—Quédate un rato, tía —dijo Khojin—. Estoy preparando un
banquete para los guerreros de Chagatai; no hay problema en que
te sumes a la fiesta.
—Los hombres de Chagatai se irán pronto —dijo Rurame. Llevó a
Chagatai hasta situarse entre los caballos, asegurándose de que su
tamaño y el suave murmullo les proporcionaría la intimidad
apropiada para las noticias que debía comunicarle, y le habló del
espía y de los asesinos que habían enviado tras Shinjo Shono—. La
Ruta de la Arena excede el deber de mis banderas escarlata —dijo
—. Debes cabalgar hacia el oeste y hacer lo que debe hacerse.
—¿Qué es “lo que debe hacerse”? —Chagatai alzó la mano para
acariciar el cuello de Daichin, silenciando al caballo que se movía y
resoplaba—. Habla claro, tía.
—Che —escupió Rurame—. ¿Qué quieres que diga? La khan
Shinjo nos gobierna. Nos ata a esa maldita ciudad. Casa a nuestros
jóvenes fuertes, que no vuelven a cabalgar por las estepas, y nos
regala oro y veneno —se colocó nuevamente el yelmo sobre su
larga trenza negra—. No me importa si Shono vive o muere, pero es
necesario que como mínimo se vea que los Shinjo tratan de salvar
la vida de ese idiota —se subió al caballo y desapareció en la
noche.
Chagatai se quedó mirando fijamente su espada, que aún tenía en
la mano. Tu futuro está en el filo de esta espada. Si Shono muriese
en la Ruta de la Arena, ¿quién sería gran khan entonces?
Güyük se acercó, limpiándose el airag de la boca. —¿Y bien,
noyan? ¿Qué hacemos?
Chagatai envainó la espada y se subió a su gran semental negro. —
Monta. ¡Cabalgaremos hacia el oeste!

La última piedra jugada


Por Robert Denton III

Hora del jabalí, Ciudad Prohibida, Residencia Imperial

La puerta del estudio familiar crujió cuando Sotorii la deslizó hacia


un lado. La espalda de su padre, encorvada y con el símbolo del
crisantemo, atrajo su mirada desde el otro lado de la habitación.
Quizás debería esperar hasta mañana. Era tarde, y su padre estaba
meditando de todas formas. No querría que lo interrumpieran.
Tragando fuerte, Sotorii apartó el pensamiento. Ya había esperado
demasiado tiempo y, además, seguramente su padre había oído
abrirse la puerta. Ya no había marcha atrás.
Los ojos de Sotorii deambularon mientras cruzaba la habitación.
Estaba íntimamente familiarizado con su contenido, recordaba
lecciones ante artefactos ancestrales, y charlas sobre el Bushidō en
el tono disgustado de su padre. Disgustado, como estaba ahora.
Se detuvo a una distancia apropiada. Su padre estaba sentado en la
posición de loto, con la cabeza inclinada ante la espada ancestral de
los Hantei, como un ídolo de piedra. Como las líneas dibujadas por
cada objeto y mueble dirigían la mirada hacia él, era como si toda la
habitación se inclinara ante el Emperador.
—¿Padre?
El Hantei se volvió. El peso de los ojos grises de su padre lo inundó
como la luz de la luna que pasaba a través de la pantalla de papel
que protegía la ventana del patio.
—Sotorii —dijo su padre—, ¿por qué sigues despierto?
Sotorii respiró hondo, se inclinó profundamente y colocó la frente
sobre el suelo de tatami de paja. —He venido a disculparme, padre,
por mi reciente comportamiento.
Silencio. Examinó el rostro de su padre, pero como siempre, la
expresión del Hantei era ilegible.
Su mente se vació. El discurso que había preparado, recitado una y
otra vez en su habitación, se había difuminado. Se encontraba de
vuelta ante el santuario ancestral, su presentación de genpuku,
rodeado por la corte y vestido de resplandeciente oro y esmeralda.
Su padre le había mirado del mismo modo entonces. Esos ojos
envejecidos. Una boca que no sonreía ni fruncía el ceño.
—Adelante —dijo su padre.
—Os he... avergonzado este año —continuó. Sus palabras eran
como alquitrán torpe brotando de su boca—. El... incidente... en mi
genpuku...
Estaban en mitad de la ceremonia de primavera cuando oyó los
cuchicheos de los criados, vio a los dos desde el otro lado del altar y
oyó las risitas apagadas que siguieron. Todos se habían enterado,
¿no? Recordó los rostros de los plebeyos cuando gritó, cómo se
encogieron ante su ira.
Y el eco de los abanicos al abrirse, ocultando reacciones. El rostro
de su padre, que ni sonrió ni frunció el ceño, mientras todos miraban
hacia otro lado.
Las mejillas de Sotorii ardían. Era un pozo inundado, su visión se
nublaba mientras sus ojos se llenaban de agua. ¿Se suponía que
debía dejar que se burlaran de él? ¿En su propio genpuku? Y ahora
lloraba como un niño. Esto es lo que todos querían, ¿no?
—Pero también, el... incidente... con el hijo del Campeón Escorpión
—hizo una mueca de dolor—. Y otros. Ha tenido una mala
repercusión en la familia...
Le dolía la parte posterior de la garganta, pero se obligó a decir las
palabras, aunque no las hubiese ensayado. —Sé que os
avergonzáis de mí, padre. No quiero que os avergoncéis de mí.
¿Cómo puedo ganarme vuestro perdón y volver a gozar de vuestra
gracia?
El Hantei se quedó mirando a su hijo durante un largo rato. —Nunca
te había oído hablar así antes —hizo un gesto a su lado—. Ven
aquí.
¿Era aquello perdón? Sotorii corrió a su lado, conteniendo la
respiración mientras su padre volvía su mirada hacia la espada
consagrada.
—Eres mi hijo —dijo—. Nada cambiará eso.
Sotorii se sentó con una exhalación de alivio. El pozo ya se estaba
secando.
Los crujidos en el pasillo señalaron el paso de los guardias al otro
lado de la pantalla de la ventana redonda. En el patio escalonado de
abajo sonaban los grillos. Todo estaba bien. No necesitaba a nadie
más. Sólo a su padre.
Y a Kunshu. Sotorii contempló la resplandeciente espada ancestral
de su familia: las plumas talladas de la vaina de madera parecían
suaves, casi reales. Había veces en las que Sotorii no podía oír su
propia voz en la cabeza, cuando los pensamientos llegaban
demasiado rápido y desordenados. Pero cada vez que miraba la
espada, su corazón se ralentizaba y los pensamientos eran claros y
separados, como un prisma para la mente.
—Estás mirando a Kunshu —observó su padre.
—Es la mejor espada del Imperio —exhaló.
—Quizás si —dijo el Hantei—. Pero, ¿has examinado alguna vez la
espada que está a su lado? —sus ojos envejecidos centelleaban
débilmente—. Es aún mejor que Kunshu, ¿no crees?
La espada corta sin adornos estaba guardada en una vaina sin pulir,
como si hubiese aburrido incluso a su herrero y la hubiese dejado
sin terminar. Shori, la espada ancestral del León.
—Esa espada —continuó Jodan— es la más mortífera del Imperio.
Es mucho mejor que Kunshu, no por su forjado, sino por la promesa
que Akodo hizo cuando se la presentó al primer Emperador. Porque
verás, cuando se le devuelve al Campeón del Clan la León, conlleva
la aprobación explícita del Emperador para...
Shori, ¿mejor que Kunshu? Ridículo. Shori ni siquiera era la
verdadera espada de Akodo. Su espada auténtica se rompió y fue
desechada. Shori nunca había sido desenfundada. Y, si las leyendas
eran ciertas, ni siquiera había despertado, lo que significaba que no
era distinta de cualquiera de las espadas que tenían al cinto los
soldados de más baja graduación. ¿Pero Kunshu? ¡Kunshu era la
espada del Emperador! ¡Forjada por el Trueno de uno de los clanes!
¡Elaborada con la guía de un poderoso espíritu! Despertada y
consciente, ¡con un poder oculto! El poder siempre era mejor y-
—¡Sotorii! —la voz de su padre hizo añicos sus pensamientos—.
¿Has escuchado lo que acabo de decir? —su corazón perdió un
latido—. Vos... um...
El Emperador cerró los ojos y se desmoronó. —No importa —
murmuró, su boca neutral, sin sonreír ni fruncir el ceño.
Sotorii bajó la mirada. Una vez más, había decepcionado a su
padre. Como tantas veces en los últimos tiempos.
Nunca cumpliría las expectativas de su padre, ni las del nombre de
Hantei.
¡Pero él quería hacerlo! ¡Lo estaba intentando! ¿Acaso no había
sido ese el motivo por el que había tratado de dirigir la corte, para
corregirlos, para dar ejemplo? ¿No fue por eso por lo que se tragó
sus miedos y desafió a la Campeona Rubí? ¿Por lo que se enfrentó
al matón de su hermano? ¡Tenía que hacer que su padre se sintiera
orgulloso! ¡De alguna manera!
Un largo suspiro escapó de los labios del Hantei. —No iba a decirte
esto, Sotorii. No tan pronto. Pero teniendo todo en cuenta, tal vez
sea mejor que escuches esto directamente de mí.
Había algo en su tono, y en la forma en que evitaba mirar a su hijo,
que hacía que las extremidades de Sotorii se enfriaran.
—Voy a abdicar.
Lo había dicho de manera tan abrupta que Sotorii tuvo que repetirse
la palabra a sí mismo. ¿Abdicar? ¿Él... se iba? ¿Se retiraba?
—He tomado una decisión —continuó—. Mañana me afeitaré la
cabeza, me uniré a la Hermandad y contemplaré las lecciones de mi
vida.
Una docena de pensamientos lucharon por la atención de Sotorii,
resonando en su cráneo. ¿Qué significaba esto? ¿Se había hecho
antes? ¿Por qué lo decía así, con ese tono y sin mirarlo? ¡Padre,
por favor, mírame un momento!
—Pero padre, ¿qué ocurrirán con...?
—¿El trono? —el Emperador le miró con tristeza—. Tenía la
intención de dejártelo a ti, Sotorii. Pero no estás preparado. Te
destruiría.
Su sangre se congeló. —¡Padre, estoy listo!
—Sabes que eso no es cierto —el Hantei se cruzó de brazos—. Por
eso he decidido que vendrás conmigo.
Sotorii parpadeó. ¿Ir con él?
—Partimos mañana para el Monasterio Entre los Vientos —se
detuvo—. No será fácil, Sotorii. No tendrás sirvientes ni
comodidades. Pero las dificultades te harán más fuerte. En unos
pocos años, te convertirán en un líder.
Eso... no sonaba tan mal, la verdad. Una aventura con su padre.
Había viajado antes, había visto muchas cortes, visitado las tierras
de los demás clanes. Pero esto era diferente, ¿no? Un nuevo
sentimiento, esta vez un sentimiento de nuevo propósito, lo hizo
sentirse más ligero. —No os fallaré.
—No es por mi —contestó el Hantei—. Es por tu hermano.
—¿Daisetsu?
El Emperador se levantó con dificultad. —Daisetsu te necesita,
Sotorii. Necesitará asesores en los que pueda confiar. Todo el
Imperio lo estará observando...
Sotorii sintió un nudo en la garganta, retorciéndose, creciendo con la
posibilidad, la pesadilla, que se le acababa de ocurrir. —Padre —
susurró—, ¿qué has hecho?
—Ya está decidido —dijo el Hantei—. El Campeón Esmeralda
escribió hoy el decreto. ¿Qué crees que quise decir cuando dije que
no estás preparado, Sotorii?
Su corazón se detuvo. ¿Le vas a dar el trono a…?
Su aliento se aceleró, un fuego airado se extendió por sus brazos,
destiñendo su visión.
Daisetsu.
Su padre seguía hablando. Algo sobre la familia. Sobre el coraje. No
podía oírlo. No claramente.
Pero no puedes.
—...ser un líder es más que simplemente...
No es justo.
—...pero él te buscará a ti...
Yo estaba primero.
—...te necesita más que...
Padre, tú...
Se levantó. Agarró a Kunshu por la empuñadura. La desenvainó.
¡Tú eres el que no es apto para gobernar!

Sotorii sólo podía oír sus propios jadeos. ¿Cómo había llegado
hasta allí, en el centro de la habitación? Kunshu, desenvainada en
sus manos, goteaba sobre el tatami. Había salpicaduras rojas por
todas partes: por el suelo, por los cojines de terciopelo y por la mesa
rota, a pocos centímetros de la espada del Clan del León. Sobre la
hoja de Kunshu. Y sobre su padre, tendido boca abajo en medio de
la destrucción.
No.
¡No!
La espada se soltó de sus débiles dedos, golpeando contra las
esteras. Cayó al lado de su padre, con el corazón acelerado. No
podía sentir ni un latido. Sólo humedad.
Sus manos estaban tan llenas de sangre.
Tú le has matado.
Respira. Se puede arreglar, deshacer, se puede curar. No es tan
malo como parece. No es posible que lo sea. ¿No estaba esta
cámara custodiada por los Seppun? ¿No lo sabrían si hubiese
muerto?
Sotorii se agarró de las rodillas. No había suficiente aire.
No. Su padre estaba muerto y él lo había matado. Y ahora vendrían
a por él. Debía huir.
¡Corre, ahora! ¿Por qué no estás corriendo?
Lágrimas cálidas recorrían su rostro, congelado en una mueca. No
lo había hecho en serio. ¿No podía retractarse? Lo hizo otra
persona. Sí. ¡Un criado! Yo no. No...
La puerta de la cámara se abrió.
Un grito ahogado. Bayushi Kachiko se quedó inmóvil a medio paso
del umbral. Junto a ella, la máscara demoníaca de Bayushi Aramoro
no era capaz de disimular su asombro. El séquito de sirvientes de
Kachiko retrocedió en medio del horror colectivo. Una de ellas gritó.
Estoy acabado.
¿Qué sentido tenía resistirse ahora? Sotorii se dejó caer, convertido
en un derrotado fardo. Cuando el criado volvió a gritar, se rindió a
una calma extraña y repentina. Se merecía lo que fuera a suceder a
continuación.
El grito se vio interrumpido por una sonora bofetada. La chica se
alejó de Kachiko tambaleándose, agarrándose la mejilla. —Aiko, por
favor —dijo Kachiko—, estás montando una escena.
Se volvió hacia Aramoro. —Cierra la puerta y asegura el pasillo. No
permitas que nadie pase a excepción de los criados. Y cuando
hayan pasado, toma nota de sus nombres.
La puerta se cerró tras él.
Sotorii miró por encima de sus rodillas mientras Kachiko se dirigía a
sus criados. —No le digáis a nadie lo que habéis visto aquí —se
cogió un adorno del pelo y lo puso en las manos de una sirvienta
con ojos de búho—. Lleva esto a la embajada Escorpión. Dile al
guardia que es para Ruiseñor.
Los demás le miraban a hurtadillas. Se los imaginó susurrando.
Riéndose entre dientes.
Hundió el rostro entre las rodillas. Sentía como si el techo se hubiera
derrumbado sobre él y, lo que era peor, había sido él el que había
tirado de la viga.
Unas pisadas suaves se acercaron y se detuvieron. Sintió la
presencia de Kachiko, olió su perfume floral. —¿Mi príncipe? —su
voz era suave, como una flauta dulce. La mujer bajó la cara hasta
quedar a su altura, con sus profundos ojos marrones como los de un
cervatillo—. ¿Qué ha sucedido?
—Le he matado —confesó—. Yo... perdí los estribos...
—¿Por qué?
Su tono estaba exento de juicios y de sorpresa, sólo se podía
percibir curiosidad. Casi se ríe. —Iba a abdicar. Iba a nombrar
heredero a Daisetsu.
Se sentó y miró a la pantalla de papel que protegía la ventana. Los
ojos de Sotorii volvieron a descansar sobre el cadáver de su padre.
Esas manos nudosas y manchadas le habían enseñado a sostener
un pincel. Ese rostro, sepultado en el suelo, le había observado
durante su Shichi-Go-San.
Le dolía el pecho. Se balanceó de un lado a otro. Sólo quería que su
padre lo mirase de nuevo.
—¿Alguien más lo sabe?
¿Lo de su padre? No, se refería a Daisetsu. —T-Toturi. Él escribió el
edicto. Mi padre lo dijo.
Eso es. Akodo Toturi había hecho esto. —Debe haber convencido a
padre —susurró, mientras regresaba el calor—. ¿Escuchaste cómo
me habló? ¡Él y Daisetsu deben haberlo planeado juntos!
Kachiko le tocó la mano. Sus ojos oscuros centellearon bajo una
ceja fruncida por la preocupación. Se inclinó hacia él. No podía mirar
a ningún lado sin verle los hombros, el cuello, sus ríos de cabello
aterciopelado. Se le acaloró el rostro. Kachiko era como una manta
que lo envolvía lentamente. Caliente. A salvo.
—No fue culpa de nadie —dijo—. No os preocupéis. Os ayudaré a
soportar esta carga —se levantó como el humo—. Siento que le
hayáis tenido que descubrir así.
¿Descubrirlo? ¿De qué estaba hablando? Ella sonrió, y la sonrisa
tenía algo extraño, como si estuviese mirando a través de él.
Se mojó los labios resecos. —¿Estoy...? ¿Qué vas a...?
Dos paredes se deslizaron a un lado, desvelando pasillos
frecuentados solo por sirvientes. Una docena de personas vestidas
de criados entraron en la habitación.
Las puertas de la cámara se abrieron. Más personas entraron. Sin
hacer ruido. Rápidamente. Quitaron los tatami del suelo. Retiraron la
mesa rota. Le quitaron la bata a su padre. Le midieron con una cinta
de seda. Limpiaron la sangre de Kunshu y la metieron de nuevo en
su vaina. Todo estaba retrocediendo. Reversión.
Kachiko habló, llenándole la cabeza, reemplazando a sus
pensamientos.
—Sé que esto es difícil para vos, mi príncipe. Adorabais a vuestro
padre. Todos lo hacíamos. Pero era inevitable. Estaba envejeciendo.
Sabía que el fin se acercaba. Está con vuestros ancestros, y ahora
debéis ser fuerte. Debéis aguantar y seguir adelante.
Mientras los criados sustituían la espada en el atril, ella le lanzó una
sonrisa tranquilizadora. —Después de todo, pronto seréis
Emperador.

Hora de la rata

Kachiko cerró su abanico con un movimiento de muñeca. El pasador


que conectaba los radios se estaba desgastando, pero lo desplegó
de nuevo de todos modos. Era su abanico preferido, de delicada
seda con una imagen que representaba a dos mujeres cortesanas
jugando al juego del cordel.
Lo cerró. Lo abrió de nuevo. Le ayudaba a pensar.
Más allá del pálido cadáver del Hantei, criados (u hombres vestidos
de criados) levantaron un tablón del suelo y lo llevaron
silenciosamente a los aposentos de la servidumbre. Bajaron el
tablón de reemplazo y lo colocaron en su lugar, tras lo que lo
golpearon suavemente con un mazo recubierto de fieltro.
El juego del cordel, o ayatori, era uno de sus juegos favoritos. Una
vez se pasó una tarde entera enseñando a jugar a Doji Hotaru.
Recordaba cómo los ojos de la chica Grulla brillaban mientras tejía
la primera figura de cuerda, tirando del hilo con fuerza y
transfiriéndolo, de forma impecable, a los dedos de la otra chica.
Recordó el deleite en el rostro de Hotaru cuando tiró de la cuerda,
transformando el dibujo geométrico en otra figura perfectamente
simétrica. El objetivo, explicaba, era evitar hacer una figura que no
pudiera transformarse de nuevo. El dragón bailarín podía convertirse
en las cuentas del cielo o en el sapo guiñador, pero el sapo guiñador
era un callejón sin salida, y no todo el mundo sabía cómo hacer las
cuentas del cielo.
Y por supuesto, la partida terminaba si se te caían los hilos. Pero
eso sólo le pasaba a un principiante.
Hotaru pareció entenderlo, pero elegía las figuras por capricho.
Kachiko siempre planeaba cada movimiento, elaborando
contingencias para las opciones, sugiriendo con sus ojos.
Kachiko volvió a revisar la habitación. Kunshu, en el estrado. La
espada ancestral del León, de alguna manera intacta. La mesa,
reemplazada. Las túnicas del Emperador, sustituidas. El suelo, en
progreso. El príncipe, en su habitación, memorizando lo que ella le
había indicado que dijera.
¿Qué le faltaba?
Aramoro entró con urgencia. —Miya Satoshi está preguntando por el
Emperador —dijo con una calma y claridad muy distintas a las suyas
—. No se dejará disuadir.
Kachiko asintió, apartando el abanico. La pregunta aún le picaba en
la cabeza. En última instancia, el juego entero era una cuestión de
tirar del hilo correcto, pero sólo se podía tirar de un hilo que sabías
que estaba ahí. Siempre había otro movimiento si lo planeabas
correctamente. Siempre hay que tirar de un cordel.
La impaciencia del señor de la familia Miya resultó evidente mientras
entraba. —¿Qué está pasando? Es bien entrada...
Sus ojos se dirigieron hacia el cuerpo, su rostro perdió todo el color.
Miró fijamente mientras Kachiko esperaba. —¿Hace cuánto? —dijo
con voz derrotada.
—Tal vez una hora —contestó ella, adoptando un tono de tristeza
apenas disimulada—. Me temo que fue el príncipe Sotorii quien lo
descubrió.
Satoshi asintió distraído —Eso explica la angustia del joven príncipe.
Kachiko señaló hacia el lugar donde trabajaban los “criados”. —Los
descubrí a ambos cuando vine a entregar mi informe nocturno. Ya
hemos avisado a los Seppun para que consagren la sala, pero me
pareció oportuno comenzar los preparativos.
—Encomiable —se arrodilló junto al cuerpo—. Pasad en paz a la
otra vida, oh Hijo del Cielo.
Aramoro sacó un mango de marfil de las profundidades de su
manga. Varios centímetros de acero afilado brillaron en la tenue luz.
Miró de Satoshi a Kachiko y arqueó una ceja.
Ella se colocó distraídamente un cabello suelto detrás de la oreja.
No.
Aramoro envainó la daga.
—Es tan repentino —murmuró Satoshi—. Pensábamos que tendría
más tiempo —una pausa. Tomó aliento. Y entonces, Satoshi se
inclinó muy levemente hacia él.
Lo sabe.
Hay que decir que apenas dejó entrever nada mientras se
levantaba. Si hubiese sido más joven y menos experimentada, si no
hubiese dedicado horas a estudiar sus expresiones, podría haber
creído que seguía sin saber nada. Podría haber confundido su ceño
fruncido por un gesto de pena, y no de determinación.
Aramoro se colocó en la puerta, lenta, muy lentamente.
Kachiko enarboló su sonrisa más dulce. —¿Os preocupa algo, Miya-
sama?
—Sólo lo audaces que se han vuelto las mascotas del Emperador.
Característico del daimyō Miya. Nada de sutileza. Así que creía que
los Escorpión habían matado al Emperador, ¿verdad?
Sus ojos se dirigieron hacia Aramoro, en la puerta. —Haz lo que
quieras, dama de los Escorpión, pero la verdad saldrá a la luz,
aunque nunca salga de esta habitación.
A veces, el hilo correcto del que tirar resultaba evidente.
—Mi señor, no dejéis que os retengamos —señaló hacia la puerta.
Aramoro se puso tenso. Kachiko sabía que estaba calculando lo
rápido que podía cruzar con su cuchillo. Pero siguió su ejemplo y se
apartó.
Satoshi pasó a su lado, como un trueno.
—Aunque es una pena lo de Sotorii.
Se detuvo, se dio la vuelta. —¿Ahora te atreves a amenazar al
príncipe?
—No, Miya-sama. Vos lo hacéis. Es él quien mató a su padre.
Nunca antes había visto la apariencia de autocontrol de un daimyō
derrumbarse de forma tan completa, el horror reflejado en unos
rasgos cuidadosamente elaborados, como un plato de porcelana al
romperse. Vio cómo luchaba consigo mismo. —El comportamiento
del príncipe últimamente... Sí. Estás diciendo la verdad. Por eso las
protecciones no alertaron a la guardia oculta...
Oh, aquello era interesante. Kachiko había sido informada de la
existencia de la guardia oculta cuando se convirtió en Consejera
Imperial. Pero no sabía lo de las protecciones. ¿Era eso lo que
estaba pasando por alto?
—¿No ibais a partir, Miya-sama? —comentó ella. Satoshi parpadeó.
—Adelante —continuó ella—. Decidle a la corte lo que ha sucedido,
que el príncipe mató a su padre —dejó que el peso de sus palabras
se asentara por completo—. Arrojad esa sombra sobre el próximo
Emperador y manchad para siempre el nombre Hantei. Que la
vergüenza del hijo destruya la memoria de su padre. Derribad mil
años de reputación y hundid a los Hantei, socavad la influencia
Imperial, ahora, ¡cuando las tensiones entre los clanes están en su
punto más alto! Al menos seréis recordado por vuestra honestidad
—Kachiko se cruzó de brazos—. Los Escorpión conocemos
nuestras lealtades. ¿Y vos?
Perro desafiante se convierte en vaca acobardada. Tira del hilo.
El horror de Satoshi se convirtió en comprensión, cálculo. —Tienes
razón —dijo finalmente—El honor de los Hantei debe ser preservado
—miró con tristeza al fallecido Emperador—. No podemos decírselo
a nadie.
—Aun así —continuó—, el daimyō Seppun debería estar aquí ahora.
Debería ser el que supervise su cadáver, y la vigilia funeraria...
—Mejor que lo llaméis vos personalmente —dijo Kachiko—, para
que podáis transmitir adecuadamente la importancia de preservar el
honor del Emperador —ella le miró a los ojos—. Y el de su hijo.
Satoshi se fue.
Aramoro volvió al lado de Kachiko. —No se lo dirá a nadie. Después
de todo, la verdad también avergonzaría a las familias Imperiales, ya
que no pudieron protegerle.
—Sí. Ahora es nuestro —se detuvo—. Todavía hay un cabo suelto
del que necesito que te encargues, Aramoro.
Sus ojos sonreían sobre su máscara. —Toturi —el único que
conocía el decreto final del Emperador.
—Hazlo esta noche.
Aramoro se marchó. Kachiko no podía recordar la última vez que
había parecido tan feliz de acabar con una vida. Toturi podría haber
sido un peón útil. Pero ¿cuál es el propósito de los peones, sino el
de sacrificarlos?
—Mi señora.
Un hombre de apariencia anodina y mediana edad se inclinó
respetuosamente ante ella. Era él quien había respondido a su
llamada; si no se hubiese presentado como “Bayushi Sin nombre” y
no se hubiese atrevido a cruzar la mirada con ella al entrar, le habría
confundido con otro criado. —El barniz para las tablas de reemplazo
se secará en una hora, y luego pondremos el tatami —señaló a una
mujer delgada que salpicaba algo de una bolsa—. Ahora estamos
limpiando el polvo —para que las estructuras sustituidas no
parezcan nuevas. Conocía bien su trabajo.
—En cuanto al cadáver, reparé lo que pude. Apliqué maquillaje. La
herida no debería sangrar a través de sus prendas, aunque, si se
desnuda el cuerpo el daño será evidente.
Así que sólo el sepulturero se daría cuenta. Eso podría servir. —Los
criados —dijo ella, de repente—. ¿Qué hay de ellos?
—Su silencio está asegurado.
Otra desgracia. —Me gustaba mucho Aiko —comentó—. Era
brillante, para ser una plebeya.
—¿Queréis sus cenizas? —se ofreció Sin nombre—. Puedo hacer
los arreglos.
Ella asintió.
—Hay una cosa más. Cuando estaba embalsamando y cosiendo la
herida, descubrí esto en el cadáver de su excelencia —sacó un
pergamino atado a mano y se lo ofreció.
El pergamino, de papel grueso y con textura, se notaba pesado en
la mano. ¿Un documento oficial? —¿Qué dice? —preguntó.
—Me pareció impertinente leerlo, mi señora. No os habría
molestado, pero he descubierto que en esta línea de trabajo, este
tipo de descubrimientos deben entregarse de inmediato —bajó la
cabeza—. ¿Necesitáis algo más?
—No —dijo ella, sonriéndole—. Lo has hecho bien, Sin nombre.
Honras a tu dōjō.
—Mi agradecimiento —el hombre sacó un par de sucias túnicas de
su bolsa. Eran de uno de los criados. Se las puso rápidamente, de
forma experta—. Ahora dejo la ciudad, mi señora. Ruiseñor os
ayudará, si necesitáis algo más —completamente disfrazado, hizo
una profunda reverencia—. Desde hace mucho tiempo mi aspiración
ha sido servir a vuestra estimada familia, Dama de los Secretos. Ha
sido un honor —dicho esto, salió por la ventana.
—¿Adónde irás? —preguntó Kachiko.
—No puedo decirlo. Esta noche ha muerto un Bayushi en el barrio
de placer. Demasiada bebida.
—¿Cómo te encontraré si necesito tus servicios de nuevo?
—No lo haréis. Adiós.
La noche se lo tragó todo. Y se quedó sola.
Kachiko se apoyó contra la pared y exhaló lentamente. Se sentía
como si hubiese estado corriendo durante horas. Pero aún no había
terminado, ¿verdad? La siguiente figura de cordel pasaría a sus
manos muy pronto. El nuevo Torneo del Campeón Esmeralda se
retrasaría hasta que Sotorii subiese al trono. Un Emperador en
deuda con el Clan del Escorpión. Ella sugeriría que simplemente
nombrase a un nuevo Campeón Esmeralda, por supuesto. Incluso le
haría creer que fue idea suya.
Era muy poco frecuente que el deber y las aspiraciones de una
persona coincidieran tan perfectamente. Tal y como exigían sus
juramentos, había protegido el nombre Hantei. Es más, había
corregido su error. Hasta esta noche, sólo había considerado su
informe nocturno al Emperador como una obligación de su puesto,
que solía servir para despertar al anciano gobernante de un sueño
accidental más que para informarle de algo que requiriese su
atención. Pero ahora agradeció al espíritu de Bayushi que esta
tediosa tarea hubiese recaído en ella. Si se la hubieran confiado a
otra persona, si otra persona hubiese entrado en la habitación justo
en aquel momento...
El pergamino. Soltó el cordón de seda con el pulgar. El papel de
morera se desenrolló solo, como si se presentase. Lo levantó hacia
la luz.
Trazos amplios. Puntos en forma de lágrimas. No cabía duda de que
era la letra de Toturi.
Un edicto de Su Augusta Majestad Imperial, Hantei XXXVIII...
¡Su último edicto! El propio Hantei debió dictárselo a Toturi en
persona. Era exactamente como había dicho Sotorii. El difunto
Hantei había nombrado heredero a Daisetsu. Sin embargo, había
más. Sus ojos devoraron rápidamente las palabras, corriendo hacia
el oeste a través de la página.
...Y como aún no es mayor de edad, ascenderá como Emperador
bajo la guía de un regente, el estimado Campeón del Clan del
Escorpión.
Bayushi Shoju.
Shoju. Su esposo. ¿Regente Imperial? ¿En lugar del Canciller,
Kakita Yoshi? ¿Por qué había...?
Shoju lo sabía.
Una figura de cordel resbaló de sus dedos, suelta.
Shoju sabía que Daisetsu iba a ser nombrado heredero Imperial.
¡Por supuesto que lo sabía! Por eso el Emperador le había
nombrado regente. Deben haberlo planeado juntos. Eran amigos de
la infancia, ¿no?
Una imagen apareció en su mente: la Corte Imperial envuelta en la
blanca tela del luto. El daimyō Miya leyendo un edicto que confirma
a Sotorii como heredero. Shoju sabría que el edicto era falso. Sabría
que ella estaba detrás de todo. No tenía sentido ocultarle nada al
Señor de los Secretos.
¿Estaría de acuerdo?
Tendría que estarlo, ¿no? Exponer la verdad avergonzaría a los
Escorpión, avergonzaría a su familia, ¡destruiría todo lo que habían
conseguido! Y la avergonzaría a ella, su propia esposa, la Consejera
Imperial, protectora de la reputación de los Hantei, la única que....
Pero ya se pensaría que los Escorpión habían asesinado al
Emperador, ¿verdad?
Siguió el hilo de pensamiento a toda velocidad, cada nudo y cada
enredo. Si Shoju acabase convertido en regente, todo parecería
demasiado conveniente. La desaparición del Campeón Esmeralda.
El repentino fallecimiento del Emperador. Todo para poner a Shoju
en el trono. Así es como lo verían. Satoshi había concluido eso
mismo con mucho menos. Y nunca se podría revelar la verdad, para
no deshonrar el nombre Hantei. No, no puede ser regente. Lo
estropearía todo.
No. Tú lo has estropeado todo.
Has soltado los hilos.
Kachiko se sentó lentamente sobre un cojín, respirando lentamente
para ralentizar su acelerado pulso.
Fueran cuales fuesen los planes de su esposo, era casi seguro que
ella los había arruinado.
Pero no tenía la culpa. Nadie podía prever el parricidio de Sotorii.
Nadie sabía que el difunto Emperador había elegido a otro heredero,
excepto Toturi y Shoju. Y ahora la suerte estaba echada. No podían
cambiarse las apuestas. Si Shoju se lo hubiera dicho, ¡podría haber
actuado de otra manera! ¡Hubiera podido alterar los acontecimientos
para favorecer a los Escorpión!
Así que, ¿por qué no lo hizo?
¿Por qué no le dijo a su propia esposa que estaba en condiciones
de ser Regente Imperial? Aún más, ¿por qué no mencionar que
Daisetsu sería nombrado heredero? ¿Por qué le ocultaba estas
cosas? ¿No confiaba en ella? ¿Qué había hecho ella para perder su
confianza?
Abrió su abanico. Lo cerró.
¿Cuándo había vuelto a sacar el abanico? La tenue luz atravesaba
la seda hecha por los Asahina y bailaba sobre radios pulidos
tallados por los artesanos Kakita. Si se lo colocaba cerca, podía oler
a cereza y ciruela, ver una sonrisa iluminada por la luna tocar unos
bailarines ojos grises.
No siempre había sido el abanico de Kachiko, pero siempre había
sido su favorito.
Shoju sabía lo de Hotaru. Tampoco es que lo hubiese ocultado.
Tenían un acuerdo. Él lo entendía.
¿Pero pensó que le contaría a la Campeona Grulla sus secretos?
Su corazón dio un vuelco. ¿Pensaba acaso que ya le había revelado
algunos? Y si así era, ¿por qué seguía viva?
Tendría que decírselo. Esta noche. Ahora. Shoju necesitaba saber lo
que había ocurrido.
Lo que ella había puesto en movimiento.
Se guardó el edicto cuando entraron dos hombres, llevando una
estera de tatami entre los dos. La pieza final se colocaría en su
lugar. Ya no había vuelta atrás. Había comprometido a su clan a
este curso de acción. Shoju se enfadaría, pero se daría cuenta de
que no tenía elección. Lo entendería.
Kachiko se aseguraría de que lo hiciera.

Maniobras estratégicas
Por Nancy M. Sauer

Kakita Asami vertió té en la taza de su visitante y luego en la suya.


Bayushi Iwane alzó la taza e inhaló, y luego miró a Asami con una
expresión de curiosidad. —¿Perla de rocío del cuarto puente?
¿Dónde lo habéis encontrado?
—Traje algo de té cuando me enviaron aquí, después de haber
sido... informada, sobre los gustos del señor Seishin en tales
cuestiones —Asami alzó su propia taza y sonrió ligeramente a
Iwane—. Esto es lo que queda de mi suministro, y deseaba beberlo
con alguien que fuese a apreciarlo.
—Eso descalificaría a nuestro noble anfitrión —una declaración
típicamente contundente del cortesano Escorpión, por lo que a
Asami no le sorprendió. Todos los habitantes del castillo eran
conscientes de que el señor Seishin consideraba que su costumbre
de beber té barato era una muestra de su carácter virtuoso.
Asami no lo entendía en absoluto... Matsu Seishin estaba lejos de
ser un hombre estúpido, pero ese hecho había convertido su
reserva privada en un recurso útil. Se había pasado el verano
invitando a cortesanos de otros clanes a sus habitaciones a beber té
y charlar sobre los últimos libros de almohada publicados, las
mejores formas de hacer tinta para pintar, y especulaciones sobre la
forma en que la Corte Imperial de Invierno de este año afectaría a
los estilos de obi. A estas alturas, cualquier samurái León que
llegase a escuchar (accidentalmente, por supuesto) sus
conversaciones tendría una opinión clara sobre su importancia.
—Sus gustos en materias artísticas tienden al mínimo —dijo.
—Esta es un área en la que difiero —dijo Iwane. Hizo un gesto
casual con la mano en dirección al arreglo floral que había en el
nicho de la pared—. Sigue siendo posible la existencia de belleza
sin ostentación.
—Me complace que tengáis mi trabajo en alta estima —dijo Asami
—. He oído que vuestro hijo ha demostrado un gran talento para el
ikebana.
La máscara de Iwane era una simple tela de fina seda roja que le
cubría la parte inferior de la cara, y no ocultó la mueca del
cortesano. —Demasiado talento, me temo. Mi esposa ha recorrido
todas las tierras de nuestro clan intentando encontrar un sensei para
él, para asegurarse de que ponga en práctica sus habilidades, pero
todos ellos cantan sus alabanzas al estudiar sus obras autodidactas.
Nunca alcanzará la grandeza hasta que no se encuentre con un
desafío.
—Quizá deberíais enviarlo a la Academia Kakita para que se
entrene.
—Eso le beneficiaría —dijo Iwane—. Pero ser admitido resulta difícil
incluso para un alumno Grulla. Que se acepte a un miembro de otro
clan es excepcionalmente poco común.
—Eso es cierto —respondió Asami—, pero un cortesano de vuestra
posición no debería tener problemas para establecer los contactos
necesarios como para garantizar la admisión de un alumno de estas
características.
Iwane se encogió un poco de hombros. —Pero un cortesano de mi
reputación también debe considerar las necesidades del clan. Si
tuviese ese tipo de contactos, ¿debería emplearlos para hacer
avanzar a mi hijo o para beneficiar a mi señor?.
—Hablando como Grulla —replicó Asami—, creo que añadir a un
artista de ikebana con talento a su corte beneficiaría a un señor.
Aunque a veces hay que tener en cuenta ciertas contingencias.
Iwane se río. —Sois una verdadera hija de Doji-no-Kami —dijo—.
Hablando de flores, he estado releyendo Invierno, de Kakita Ryoku.
¿Qué pensáis de sus opiniones sobre los jardines?
***
— Todo lo que se necesita es un golpe perfecto —murmuró Kakita
Kaezin.
Asami se consoló con las palabras de aliento de su guardaespaldas.
Su plan era sólido, todo estaba dispuesto, y ahora todo lo que tenía
que hacer era dar el paso definitivo. Los guardias León que
defendían la gran sala abrieron las puertas, y Asami caminó con
paso seguro y una expresión relajada en el rostro.
Las conversaciones de la sala se elevaron de tono un momento y
luego se apagaron mientras se dirigía al estrado del señor Seishin, y
la joven no tuvo necesidad de adivinar el motivo. Estaba vestida con
traje de gala, con cuatro kimonos interiores, dos kimonos exteriores
y un obi atado con un estilo muy anticuado. Todo el mundo en la
sala entendió que algo estaba a punto de pasar, y mientras se
arrodillaba para saludar al señor León, supo que la atención de
todos los reunidos estaba centrada en ella.
—Señor Seishin —dijo cuando terminaron las formalidades—, siento
una enorme gratitud por la hospitalidad que me habéis brindado,
pero el tiempo pasa y debo fijar una fecha para mi partida.
Seishin parpadeó y miró rápidamente a su derecha. Asami suprimió
su impulso de sonreír. Ikoma Eiji había llegado la semana anterior
para resolver una pequeña disputa con el vecino Ikoma de Seishin
al oeste, lo que le había dejado desprovisto de su cortesano más
experimentado. Seishin frunció el ceño ante el lugar vacío ocupado
normalmente por Eiji y luego volvió a prestar atención a Asami. —
Vuestras palabras me dejan confundido —dijo—. ¿Ya no servís a los
intereses de vuestro clan?
—La reputación de humor de mi señor permanece intacta —dijo
Asami, desviando el insulto—. Era mi esperanza negociar un
acuerdo entre nuestros clanes respecto a las Llanuras Osari y Toshi
Ranbo antes de que el asunto se tornase lo suficientemente ruidoso
como para perturbar al Hijo del Cielo. Pero ahora que el Emperador
ha puesto Toshi Ranbo bajo la autoridad Imperial, y las fuerzas León
y rōnin están asolando las llanuras, ya no me necesitan aquí.
Un cortesano vestido con el azul apagado del Clan del Cangrejo
cerró su abanico. —Es perfectamente razonable que Kakita-san
quiera irse, a nadie le gusta que le recuerden sus fracasos.
—Los individuos honorables no van donde quieren, sino allá donde
su señor les indica —replicó Seishin—. No creo, Asami-san, que
vuestro trabajo aquí haya terminado.
—Perdonadme, mi señor, pero ahora soy yo el que se siente
confundido —Bayushi Iwane se adelantó e hizo una ligera
reverencia—. Kakita-sama es inteligente y bien hablada, pero
carece del prestigio necesario para hablar en nombre de un
magistrado Esmeralda como Bayushi Yojiro. ¿Qué más puede hacer
aquí?
Seishin se quedó un instante estudiando al cortesano Escorpión, y
luego miró a su alrededor.
Asami mantuvo su respiración uniforme y una expresión suave y
agradable en el rostro. Estaba segura de que Seishin estaba
comenzando a darse cuenta de que todos los cortesanos
pertenecientes a los demás clanes que vivían bajo su techo se
encontraban en esta habitación, mirándole. Desde el primer
momento, el Clan del León había afirmado que Asami se encontraba
aquí como diplomática, no como rehén. Ahora Seishin tenía que
elegir entre admitir que estaba siendo mantenida como rehén...
ilegalmente, ya que los Grulla y los León no estaban oficialmente en
guerra… o bien dejarla ir.
—Los individuos honorables van allá donde su señor les indique —
dijo Matsu Seishin—. Podéis iros cuando creáis oportuno.
***
Doji Kuzunobu inhaló profundamente, absorbiendo tanto el olor del
exuberante bosque que le rodeaba como el delgado y amargo
conocimiento de que ya no era su hogar. Estaba seguro de que un
auténtico señor Grulla sería capaz de escribir un poema rápido para
capturar el conflicto que sentía en aquel momento. Pero un
verdadero señor Grulla no necesitaría hacerlo.
—Qué hermoso jardín —dijo Kakita Asami—. Nunca he visto nada
igual.
Kuzunobu miró a la cortesana que caminaba junto a él. El éxito de
Asami al liberarse a sí misma y a su guardaespaldas de los León
había incrementado en gran medida su reputación en las cortes, y
Hotaru había enviado a la joven cortesana con él en esta misión. —
Un Grulla elegirá un pedazo de tierra cultivada y dedicará un gran
esfuerzo para que parezca una zona salvaje. Un Zorro hallará un
terreno salvaje y lo ordenará lo suficiente como para encontrar un
lugar donde sentarse —Asami se río, levantando grácilmente su
abanico para cubrirse la boca mientras lo hacía.
Continuaron caminando un poco más antes de que Kuzunobu se
detuviera e indicara un pequeño claro fuera del camino. —Y aquí
podemos sentarnos —en la zona había un puñado de tocones de
árboles, cada uno de ellos cortado a una altura conveniente para
sentarse. Kuzunobu se sentó en uno, y Asami eligió otro a una
distancia educada. Kakita Kaezin, que les había estado siguiendo en
silencio, se situó a unos pasos de Kuzunobu. Las hojas de los
árboles sobre ellos crujieron suavemente con la brisa vespertina—.
Tendremos que volver al palacio antes de que caiga la noche, pero
aquí podemos hablar en privado durante un rato. ¿Qué habéis
descubierto hoy? —preguntó Kuzunobu.
—Más preguntas que respuestas —dijo Asami. Mientras que
Kuzunobu había pasado el día ocupado en actividades públicas,
totalmente programadas y apropiadas para la visita del cónyuge del
campeón de un clan importante al campeón de un Clan Menor, ella
se había pasado el día chismorreando con los cortesanos de su
posición—. Están preocupados por todas las cosas apropiadas, por
supuesto, pero parece existir una preocupación específica acerca de
un samurái León que se encuentra visitando el palacio. Y, sin
embargo, nadie me dice cuál es el problema.
—¿Están preocupados por un León? —preguntó Kuzunobu. Había
crecido en el Clan del Zorro, para el que el Clan del León había sido
una amenaza permanente, y se había casado en el Clan de la
Grulla, para los que el Clan del León era un rival desde hacía el
mismo tiempo. Sea como fuere, se entendía que los samuráis León
sólo eran una amenaza cuando se encontraban en grupo.
—Es muy extraño —dijo Asami—. Es un samurái mayor llamado
Akodo Kage. He oído que en tierras León existe un honorable
sensei con ese nombre; no estoy segura de que sea el mismo. Lo
conocí hoy de pasada, y tiene un rōnin como guardaespaldas.
—No es un rōnin —señaló Kakita Kaezin.
Kuzunobu se retorció en su asiento para mirar a Kaezin. —
¿Conocéis a este hombre?
—Le conozco; es un duelista Mirumoto en una peregrinación del
guerrero. Actualmente se le conoce como Akihiro.
—¿Es hábil?
—Entre los practicantes de la técnica de las dos espadas se le
considera muy experto —Kaezin se encogió de hombros, dejando
en evidencia la opinión silenciosa de un kenshinzen respecto a la
técnica en cuestión—. Que pretenda mejorar sus conocimientos
habla a su favor. Y unirse a un sensei es muy inteligente en estos
tiempos turbulentos; podría viajar por todas las provincias León sin
que le maten directamente por ser un espía, o le obliguen a servir en
sus ejércitos.
Asami levantó su abanico para tocarse suavemente la nariz. —Eso
lo explica —dijo pensativamente—, pero eso... —chilló y tiró el
abanico cuando un pequeño murciélago bajó y aterrizó en él.
Durante un breve instante, la pequeña cara plana la contempló
desde el suelo, con sus brillantes ojos clavados fijamente a los
suyos mientras abría lentamente la boca para dejar entrever sus
pequeños colmillos brillantes. A continuación, el claro se llenó con el
aleteo de oscuras alas coriáceas cuando una bandada de criaturas
similares descendió sobre el trío.
—¡Nodeppō! —gritó Kuzunobu, poniéndose en pie de un salto y
protegiéndose la cara de los murciélagos chupasangres del yōkai—.
¡Vete, espíritu! No tienes nada que hacer aquí —por el rabillo del
ojo, pudo ver que Asami se había acurrucado sensatamente sobre
sí misma al pie del tocón y que estaba utilizando las anchas mangas
de su kimono para protegerse la cabeza. Volvió su atención hacia
los árboles que le rodeaban y encontró lo que buscaba en una rama
cercana: una criatura que se parecía a una ardilla voladora
demasiado grande y que soltaba murciélagos por la boca. Antes de
que pudiese decir algo más, la criatura se lanzó de la rama hacia su
cara.
Y entonces Kaezin apareció ante él, al tiempo que su katana trazaba
un arco pronunciado.
Las dos mitades de la criatura golpearon el suelo con un ruido
carnoso a la vez que los murciélagos se disolvieron en nubes de
humo. Kuzunobu miró horrorizado los restos mientras Kaezin se
volvía hacia él, con la espada aún en las manos. —¿Estáis bien, mi
señor?
—Lo mataste —dijo Kuzunobu.
Su guardaespaldas inclinó un poco la cabeza, como si hubiese oído
algo inesperado en el tono de Kuzunobu. —Os estaba amenazando
—dijo.
—El nodeppō es un espíritu forestal —dijo Kuzunobu—. Matarlo
es... —su voz se fue apagando. No se le ocurría una palabra que
pudiese explicar al samurái Grulla lo que acababa de hacer. Kaezin
había derramado sangre en el bosque sagrado sin antes pedir
permiso a los espíritus.
Kaezin limpió la sangre de su espada, la envainó, y se postró ante
Kuzunobu con un único movimiento elegante. —El Bushidō exige
que siga la orden de la dama Doji de protegeros —dijo—. También
exige que acepte cualquier consecuencia de mis acciones. Haré lo
que me pidáis.
Kuzunobu le miró, consciente del sonido de voces alarmadas que
venían del sendero del jardín y de la expresión de asombro en la
cara de Asami. —Dejaré que vuestra señora decida las
consecuencias —dijo, aplazando el problema—. Yo me encargaré
del Clan del Zorro.
***
—Mi guardaespaldas actuó adecuadamente —afirmó Kuzunobu—.
Me estaba protegiendo.
—Así que ahora te has convertido en samurái de un Gran Clan —
observó Kitsune Gohei.
—Esa fue la orden que me disteis, ¿verdad, Gohei-sama?
Los dos se encontraban sentados en el estudio privado de Gohei. La
última vez que estuvo aquí, recordó Kuzunobu, fue cuando su primo
le habló de su compromiso con Doji Hotaru. Aparentemente, Gohei
también lo recordó, porque se movió un poco y bajó la mirada hacia
su escritorio. —Sea como fuere —respondió Gohei más
tranquilamente—, nos ha creado problemas con los habitantes del
bosque. Ahora tengo problemas en mis fronteras, problemas en el
bosque y problemas en mi propia casa.
Cuando uno tenía al Clan del León como vecino, las fronteras
problemáticas no eran algo destacable. Kuzunobu ignoró ese hecho
y se centró en asuntos más interesantes. —El Clan de la Grulla sin
duda compensará a vuestros shugenja por cualquier ritual que
necesiten realizar para apaciguar a los habitantes del bosque —dijo
—. Y en cuanto al resto, dispusisteis mi matrimonio con la
esperanza de que predispusiera al Clan de la Grulla en favor del
Clan del Zorro. No puedo ayudar si no sé lo que se necesita.
Gohei cogió la piedra de tinta de una mesa de escritura adyacente y
jugó con ella. Cuando la dejó, volvió a mirar a Kuzunobu. —Has
oído hablar de mi visitante León.
—¿El viejo sensei? ¿Akodo Kage?
—El mismo. Dice que está de visita porque ha oído hablar de la
belleza del bosque en esta temporada. El hecho de que siga
mencionando la idea de que el Clan del Zorro debería ser disuelto, y
que nuestra gente debería reunirse con el Clan del Unicornio, no es
más que un desafortunado accidente.
—¡Por el galope de Shinjo! —dijo Kuzunobu—. No puede pensar en
revivir esa argumentación. Ahora mismo la corte del Emperador
tiene cosas mucho más interesantes que discutir.
—No tiene por qué creerlo —respondió Gohei—. Sólo necesita
decirlo de forma que parezca lo suficientemente convencido como
para animar a alguien de mi corte a hacer alguna estupidez. Y
entonces los León tendrán algo que poder utilizar como pretexto
para atacarnos.
—¿Estáis seguros de que ese es su juego? Los León están
bastante ocupados no librando una guerra contra los Grulla. No
tienen necesidad de empezar un segundo... ah —el Clan de la
Grulla tenía muy pocas fortificaciones en su frontera con el Clan del
Zorro, y ese verano Hotaru había trasladado a la mayoría de los
samuráis que las custodiaban hacia el norte.
—Uno no puede acusar a los Akodo de ser despilfarradores —
continuó Gohei—. Si fracasa, no habrán perdido más que unas
pocas semanas del tiempo de un sensei. ¡Ni siquiera trajo a un
samurái León como guardaespaldas!
—No, trajo a un duelista experto.
— Aquí tengo muchos duelistas expertos.
—Este es lo suficientemente bueno como para que los Kakita sepan
quién es.
—¿Es eso cierto? —preguntó Gohei—. Eso explicaría por qué nadie
había intentado desafiarlo todavía.
—Sin duda —Kuzunobu sonrió ampliamente—. Todavía.
***
Un invitado tan prestigioso como el cónyuge de la Campeona del
Clan de la Grulla era muy inusual en las tierras Zorro, lo que hacía
necesario un gran banquete en honor a la ocasión. Kuzunobu bebió
sake y fingió escuchar el largo relato de su tía abuela sobre sus
últimos esfuerzos como casamentera. Podía confiar en que la mujer
hablaría tanto como fuera necesario, pero era una mujer de voz
suave que de ninguna manera obstaculizaba su capacidad de oír las
conversaciones a su alrededor.
Kakita Kaezin, como siempre, estaba de pie en silencio tras él.
A poca distancia, Akodo Kage había sido ubicado cerca del asiento
de Kuzunobu como muestra de respeto, pero no demasiado cerca
dadas las tensiones actuales entre sus clanes. Akihiro estaba detrás
de él; otra muestra de reconocimiento ofrecida a un sensei visitante
del Clan del León. Sentado al otro lado de Kage se encontraba
Itsuki, uno de los primos más jóvenes de Kuzunobu. En
circunstancias normales, alguien como Itsuki no podría estar en la
misma habitación que alguien como Kage, lo que hacía que
resultase perfecto para esta noche.
—¡Cómo podéis sentaros en la casa del señor Gohei y decir tal
cosa! —Itsuki aguantó mucho más de lo que Kuzunobu había
esperado, pero ahora tenía la cara enrojecida y estaba a punto de
ponerse en pie.
—No he dicho nada para deshonrar esta casa —dijo Kage—. Solo
estoy señalando que, como familia del Clan del Unicornio, tendríais
una posición superior a la que tenéis como integrantes de un Clan
Menor.
Kuzunobu intervino antes de que Itsuki pudiese responder, alzando
la voz para que todos los que estaban en la sala pudiesen oírle. —
Me sorprendéis, Akodo-san. Normalmente no se oye a un samurái
León criticar al Emperador.
Todos, incluida su tía abuela, dejaron de hablar y miraron a
Kuzunobu.
—Lo siento, Doji-sama, pero habréis oído mal. No hay falta de
respeto alguna hacia el Emperador en mis palabras —dijo Kage.
Aunque su pelo se había vuelto plateado y la piel de la cara y las
manos mostraba las arrugas de la edad, la intensidad de la mirada
que dirigió a Kuzunobu era incuestionable.
—Habéis dicho que los Kitsune deberían regresar al Clan del
Unicornio, algo que el Emperador no ha solicitado. Es una clara
crítica a su inacción.
—Mi comentario fue una especulación, basada en la etiqueta
general —afirmó Kage—. El Emperador puede, en su infinita
sabiduría, hacer lo que crea conveniente con los Kitsune.
—Y yo —replicó Kuzunobu en voz baja— digo que estáis criticando
al Emperador —sonrió a Kage, y luego centró deliberadamente su
atención en servirse un poco más de sake. No hay necesidad de
intentar ganar un duelo de miradas cuando se cuenta con el
respaldo de un kenshinzen. Por el rabillo del ojo vio a Akihiro, que
parecía que estuviera siendo azotado por un fuerte viento. Se batiría
en duelo con Kaezin si había necesidad de cruzar aceros, pero no
parecía ansioso por hacerlo.
Con la taza llena, Kuzunobu la levantó y sorbió de ella. Kage seguía
mirando en su dirección, pero Kuzunobu estaba seguro de que el
viejo sensei estaba considerando la postura de Kaezin.
—Ahora veo el error en mis palabras —dijo Kage. Se inclinó un poco
en dirección a Kuzunobu—. Os doy las gracias, Doji-sama, por
señalar mi error.
—No hablemos más de ello —dijo Kuzunobu—. ¿Vuestra copa está
llena? ¿Deberíamos pedir más sake?
—Sois muy amable —dijo Kage—, pero no. Creo que debo regresar
a mis aposentos y meditar sobre lo que he aprendido esta noche —
se levantó y se excusó de la reunión.
Un hombre de menor valía habría salido de la habitación con cajas
destempladas, pero Kuzunobu no esperaba que un sensei León se
comportara como un hombre de menor valía. Hizo una señal para
pedir más sake y empezó a hablar con su tía abuela sobre las
familias Grulla que estaban buscando buenos partidos para sus
hijos. Su nuevo clan necesitaba todos los aliados que pudiese
conseguir, y no dejaría pasar ninguna oportunidad para obtenerlos.
Kunshu, carta 1

Sabio siervo del Dragón,


Llevo mucho tiempo reflexionando sobre la visión de nuestro
campeón. La sabiduría del señor Togashi Yokuni es ilimitada, pero al
buscar la iluminación a menudo hay que recorrer un sendero que
nunca se ha hollado. Su visión nos alerta sobre una ola ascendente
que despoja la llanura, que nadie puede ocultar del poder del
Imperio. Ha compartido esta visión con los daimyō de nuestro clan, y
hete aquí, el Ejército de las olas crecientes desciende en dirección a
Otosan Uchi. Incluso ahora, la honorable Mirumoto Hitomi guía a los
guerreros de nuestro clan hacia el Emperador en nombre de su
señor y de nuestro campeón. Si la ola rompiente que Yokuni-ue ha
predicho se estrella contra la capital, será necesario garantizar la
seguridad del Emperador.
Mientras escribo esta misiva, primeras hojas de otoño empiezan a
caer. Aunque por desgracia ha pasado algún tiempo desde la última
vez que tuve la oportunidad de visitar las montañas de nuestro
hogar, me siento bendecido por la paz y la belleza de los jardines
del palacio. Este año he visto las rosas florecer con un tono oscuro,
más rojo que rosado. Creo que serán una imagen impactante
cuando sus pétalos caigan a la superficie del estanque y lo cubran
con una ondulante capa carmesí.
Cuando un pétalo se posa sobre el agua en calma, las ondulaciones
que provoca pueden recorrer una gran distancia. De igual manera,
los acontecimientos de la corte se han extendido por todas partes.
Es tradición que la espada ancestral de los Hantei sea confiada a
uno de los Grandes Clanes hasta que el príncipe heredero haya
alcanzado la mayoría de edad para ocupar el trono de su padre.
A pesar de los esfuerzos del estimado Canciller Imperial, la familia
del Emperador mantiene estrechos lazos con los hijos de Bayushi.
Hará falta mucha habilidad para que el Hijo del Cielo retire la
confianza que ha depositado en su amigo íntimo y consejero,
aunque tengo la certeza de que los Grulla y los Fénix intentarán que
suceda. He solicitado a otros diplomáticos e investigadores de mi
familia que se reúnan conmigo en la capital, para que puedan
recordar a los demás clanes nuestro noble legado. Pero me
pregunto si el prestigio que conlleva este deber es realmente una
bendición. Los grillos son pequeños, pero su canto puede
escucharse por todo el Imperio. Igualmente lo hacen las palabras de
un consejero. La Campeona Rubí y la dama Kachiko se han dado
cuenta de que en ocasiones sus deberes se entrecruzan, y no creo
que Shoju-sama tenga motivos para desconfiar de la sagaz
perspicacia que nuestro clan puede ofrecerle. Es posible que
permitir que este honor recaiga sobre el Clan del Escorpión, algo
que atraerá la atención del Imperio hacia el clan de los secretos, sea
un resultado más prometedor de lo que parece en un principio.
Aunque muchas preguntas siguen sin respuesta, la sabiduría de los
servidores del Clan del Dragón no se ha visto mermada. Pronto,
Togashi Mitsu se encontrará a mi lado para aconsejar a aquellos que
más lo necesitan. Ciertamente me alegrará tener a mi lado a un
veterano guerrero tatuado, ya que los ise zumi ven ondas en el
estanque que a mí me resultan incomprensibles. Que esta carta
sirva también de invitación para que os unáis a mí en la capital
Imperial, de forma que podamos descubrir las respuestas que el
campeón de nuestro clan nos exige.
Encontrar la respuesta es fácil. Es plantearse la pregunta lo que es
difícil.
Kitsuki Yaruma,
Embajador en la Corte Imperial

Kunshu, carta 2

Noble samurái del glorioso Clan del Fénix,


Mientras volvía de Otosan Uchi tras la espléndida boda de Akodo
Kaede, me encontré con el cauce seco de un río que bajaba desde
las colinas. En nuestro viaje hacia el sur, mis compañeros y yo nos
detuvimos en ese río para dejar una pequeña ofrenda, y permitimos
que los kami del río purgasen el cansancio de nuestros cuerpos.
Verlo ahora tan vacío resultó descorazonador, y aún más
preocupantes resultaron los peces, cuyos cadáveres yacían
amontonados en un recodo pedregoso, abandonados por la
corriente al retirarse. La pregunta de a dónde pueden haberse
marchado los kami que habitaban en ese río, y qué podría haber
causado un vacío tan repentino, se me ha quedado grabada en los
pensamientos desde entonces.
En su sabiduría, el Consejo de los Maestros Elementales ha
mandado a los Isawa a indagar sobre los kami que habitan en esos
lugares. Pero el consejo está incompleto, ya que nuestro Maestro
Elemental de la Tierra ha viajado hacia el sur, a las tierras de los
Kuni, en una búsqueda personal. Como en estos momentos es
necesaria la sabiduría al completo de nuestro clan para
salvaguardar el espíritu del Imperio, he enviado en busca de Isawa
Tadaka a una inteligente consejera, mucho más sabia de lo que sus
años deberían permitirle. No tengo ninguna duda de que Asako
Tsuki estará a la altura de las circunstancias, pero además le he
dado instrucciones para que busque a Hida Kisada en la Muralla del
Carpintero en caso de que pierda el rastro.
Pero la partida de Tsuki de la capital Imperial nos deja en la
necesidad de un diplomático cuya perspicacia le permita atender
nuestras necesidades en la corte del Emperador. La tensión con
nuestros amigos Unicornio y la renuencia de los Dragón a erradicar
la herejía que ha surgido en sus tierras hace que necesitemos ahora
más que nunca el apoyo del Imperio.
Es por ello por lo que debo pediros humildemente que asumáis los
deberes de Asako Tsuki en Otosan Uchi. Muy pronto se pondrá la
espada ancestral del Emperador en manos de uno de los Grandes
Clanes, y si esa bendición conlleva la confianza del príncipe
heredero, creo que nos beneficiará recibirla. El Emperador escucha
tanto al Consejero como al Canciller, pero nuestra causa es sagrada
y justa. Ni la Mano Izquierda ni la Mano Oculta del Emperador
pueden pretender igualar nuestra sinceridad.
Mientras tanto, debo partir de Shiro Gisu para reunirme con mi
consejero de confianza, Asako Maezawa. Los Kaito siguen
desperdigados por los santuarios de nuestras tierras y los Isawa
están ocupados con las tareas del consejo, pero aún quedan
interrogantes. Tengo la intención de encargar a mi asesor que lleve
a cabo una investigación propia, para la que sus singulares talentos
resultarán de un valor incalculable. Pero no sé si es más necesario
en nuestras tierras o en Otosan Uchi. Cuando lleguéis a la capital
imperial, informadme sobre la situación de la corte. Vuestros
comentarios sobre esta cuestión pueden ayudar a decidir dónde
debería comenzar la investigación de Maezawa-sama.
Esperaré vuestros consejos por la gracia de los kami. Una vez que
vuestros vasallos estén listos para viajar, partid directamente a
Otosan Uchi. Vuestro leal servicio es, como siempre, valorado y
apreciado.
Shiba Tsukune,
Alma de Shiba, Protectora del Consejo, Guardiana del Tao, daimyō
de la familia Shiba y Campeona del Clan del Fénix

Kunshu, carta 3

Honorable samurái,
No os haré perder el tiempo con elocuencia, ya que los sacrificios
que seguís haciendo son vitales para preservar el futuro del Imperio.
Se ha presentado una oportunidad. Los cambios en la Corte
Imperial pueden proporcionarnos nuevos aliados que podrían ser de
ayuda en nuestra interminable contienda. He ordenado al daimyō
Yasuki que se reúna con el magistrado principal de Toshi Ranbo,
Bayushi Yojiro. En este momento viaja hacia el norte para negociar
la compra de una importante provisión del jade que tanto
necesitamos. Después del éxito de vuestros tratos durante los
últimos meses, creo que podéis tener éxito en esta empresa.
Después de todo, aún tenemos algunos amigos en el Clan del
Escorpión.
La oscuridad a la que nos enfrentamos sigue siendo impenetrable.
Aún no he recibido ningún informe de la torre de vigilancia de la
provincia de Ishigaki. He enviado a Yasuki Oguri para descubrir el
destino que ha sufrido su guarnición. Es rápido y astuto, pero no
emprenderá esta tarea en solitario. No lo estorbéis ni lo retraséis.
Las máquinas de guerra se desplomarán ante los golpes de nuestro
eterno enemigo, a menos que operen en conjunto. El Imperio no
está preparado para lo peor.
Iréis a Otosan Uchi. Una rana en un pozo no puede conocer el mar,
así que el príncipe heredero ignora nuestro deber. La espada
ancestral de su familia, Kunshu, necesita un guardián. No espero
que Su Excelencia conceda tal honor a nuestro clan, ya que está
rodeado de consejeros Escorpión, Grulla y Fénix que continuarán
abogando por los intereses de sus clanes. Sin embargo, el favor del
príncipe heredero será inestimable para garantizar el futuro apoyo
imperial. Despreocupaos de los murmullos vanidosos que se ciernen
sobre él. Estos susurros no son distintos de las mentiras que
cuentan sobre nuestro barbarismo. No temáis si Kunshu no acaba al
cuidado de nuestro clan, siempre y cuando no acabe en manos de
los Grulla. Si los Grulla se ganan la confianza del príncipe heredero,
no me cabe duda de que la capital olvidará por completo nuestro
deber.
Partid tan pronto como podáis. Espero que vuestro informe sea
puntual y que vuestro regreso tras la resolución de este asunto sea
inmediato. Nuestro enemigo ancestral se fortalece cada día que
pasa.
Señor Hida Kisada, Defensor de la Muralla

Kunshu, carta 4

Cortés vasallo del honorable Clan de la Grulla,


La brisa otoñal que se cierne sobre nosotros es muy cortante. Sus
murmullos hablan del príncipe heredero, observan su
comportamiento y sacan conclusiones interesadas. No aguardo con
ansia el inminente invierno, cuando los días serán cortos y nuestra
gloriosa ciudad quedará cerrada a los gélidos vientos. Tras vuestro
incomparable servicio en el palacio de mi familia, la capital Imperial
se vería bendecida con vuestra presencia.
La espada ancestral de los Hantei pronto será confiada a uno de los
Grandes Clanes, aunque hay pocas razones para que Su
Excelencia se plantee encomendarla a los León, Unicornio, o
Cangrejo. Sus obligaciones requieren muchos viajes para proteger a
nuestro glorioso Imperio de las amenazas tanto internas como
externas, e involucrarlos en las complejidades de la corte solo
serviría para alejarlos de estas magnas tareas. Kunshu se puede
poner al cuidado de nuestro clan mientras el Emperador continúa
estudiando nuestra humilde propuesta de casar a la bella y
elocuente Doji Chiyoe con el príncipe heredero. Ningún otro clan
estaría tan capacitado para conservar impecable un artefacto tan
antiguo y excelso. Y mientras los artesanos Kakita conservan en
perfecto estado cada uno de sus ornamentos, los shugenja Asahina
mantendrán su espíritu dedicado a la paz. No obstante, las palabras
compartidas en secreto son un peso mayor para la mente. La
Consejera Imperial tiene la confianza de Su Excelencia, y sus hijos
mantienen una estrecha amistad, por lo que temo que el destino de
la espada se vea empañado por manos encarnadas.
Que esta misiva sea una invitación para que nos acompañéis en
Otosan Uchi, ya que habéis cumplido con vuestras obligaciones de
forma excepcional. Vuestro agudo ingenio sería de un valor
incalculable para abrirse paso a través del mar de mentiras y medias
verdades de la corte del Emperador.
Y durante vuestra estancia aquí, tendréis el honor de contar con la
compañía del estimado Doji Kuwanan, que acaba de regresar de los
combates en las Llanuras Osari. Su hermana se ha visto incapaz de
atender a las necesidades del legado del difunto Campeón
Esmeralda, ya que debe mantener al Imperio a salvo de la pasión
Matsu. Kuwanan-sama permanecerá en la Ciudad Prohibida todo el
tiempo que sea necesario para poder rendir ese servicio a su
honorable padre.
En lo que respecta a la ciudad de Toshi Ranbo, en manos Grulla
durante mucho tiempo, la sabiduría del actual Campeón Esmeralda
ha sido inestimable. El Escorpión Honesto gobernará la ciudad con
justicia, y el rugido de los ofendidos León caerá en oídos sordos.
Daidoji Uji ha retirado sus fuerzas de la ciudad para transferir el
gobierno a los magistrados Esmeralda, y pronto se reunirá con su
campeona en el campo de batalla. Además, la nueva administración
de la ciudad nos ha ayudado a gestionar la partida de Kakita Asami
de la corte de Matsu Seishin. En estos momentos viaja junto a Doji
Kuzunobu a la corte del Clan del Zorro para analizar los retos a los
que se enfrentan nuestros clanes, y la mejor forma de colaborar en
pos de la libertad y la seguridad entre las turbulentas olas de la era
actual.
Kakita Yoshi,
Voz del Honor, Estimado Canciller Imperial y noble daimyō de la
familia Kakita.
Hielo en el aire
Palabras quedas, huecas
Caen los pétalos

Kunshu, carta 5

Muy honorable samurái del Clan del León,


Os escribo en nombre de nuestro Campeón, Akodo-ue, cuyo
servicio al Emperador continúa exigiendo toda su atención. Se
dedica sus obligaciones como Campeón Esmeralda con la
neutralidad apropiada, y ha nombrado a Bayushi Yojiro, el Escorpión
Honesto, como magistrado en jefe de Toshi Ranbo, además de
elegir al sabio y fuerte Kitsu Chiemi como el próximo comandante de
las Legiones Imperiales. Pocos dudarán ahora de la justa fuerza de
la Mano Derecha del Emperador, aunque nuestros ejércitos echarán
de menos la brillantez táctica de Chiemi, ahora que nos
encontramos al borde de la guerra.
A pesar de la diplomacia de nuestro campeón, el belicismo del Clan
del Unicornio no ha dejado de aumentar. Sus hordas continúan
creciendo al tiempo que celebran la conquista de Hisu Mori Mura.
Debemos mantener nuestros ejércitos movilizados para oponernos a
ellos. Cuando los Unicornio cabalguen a la batalla, y no tengo
ninguna duda de que lo harán, contraatacaremos con un feroz
rugido y sembraremos el terror en los corazones de esos agresores
rompe juramentos. Tampoco temáis que nuestros continuos
conflictos contra Doji Hotaru en las Llanuras Osari nos debiliten: la
honorable Matsu Tsuko ha congregado sus fuerzas y pronto vengará
la muerte del gran Akodo Arasou, asestando un golpe al Clan de la
Grulla que les obligará a abandonar el campo de batalla.
No guardéis rencor al Campeón Toturi por cumplir con las
necesidades del Imperio mientras nuestro clan se esfuerza por
mantener la paz del Emperador. Akodo-ue se enfrenta en la Corte
Imperial a innumerables enemigos astutos, y ni siquiera su honor
inquebrantable basta para apartar la atención del Emperador de los
Escorpión que rodean a Su Excelencia. Del mismo modo que
nuestro campeón debe librar sus batallas, nosotros también
debemos librar las nuestras: dirigid ahora vuestras atenciones a las
órdenes de vuestros generales y a las de vuestro daimyō. En estos
tiempos difíciles debemos mantener intacto nuestro orgullo y nuestra
unidad, ya que ni siquiera el Cielo puede decir en qué momento las
obligaciones de Toturi como Campeón Esmeralda requerirán menos
de él.
Seppun Michiko-sama me ha informado que el Emperador recurrirá
pronto a la tradición y dejará la espada ancestral de los Hantei al
cuidado de uno de los clanes hasta que el príncipe heredero esté
listo para ascender al trono. A pesar de nuestro deber sagrado de
servir al Emperador como su Mano Derecha en cuestiones militares,
estoy seguro de que los susurros de los Escorpión, Grulla y Fénix
que frecuentan la corte le han dado motivos para considerar que sus
clanes son más aptos que el nuestro para esta tarea. Si el Hijo del
Cielo considera apropiado conceder ese honor a uno de esos
clanes, debemos asegurarnos de que la custodia de la espada
recaiga sobre nuestros aliados en el Clan del Fénix, y no sobre los
intrigantes Escorpión o Grulla. Requiero de vos, como leal vasallo
del Clan del León, que identifiquéis los puntos débiles en sus
armaduras, tanto en la corte como en el campo de batalla, y que
pongáis punto final a las maniobras de estos dos clanes rivales. ¡El
Clan del León guiará al Imperio hacia un futuro justo con la fuerza
de nuestro honor y el coraje de nuestros samuráis!
Vuestro humilde consejero,
Ikoma Ujiaki,
Honorable embajador ante la Corte Imperial

Kunshu, carta 6

Consejero de confianza,
La transformación de las llanuras despejadas a medida que caen las
hojas y soplan los vientos del norte siempre me ha llenado de
alegría. Mientras la tierra se endurece, nos reunimos junto al fuego y
recordamos nuestros vínculos de compañerismo, que somos los
hijos del viento. Mientras los León continúan presentando quejas
contra nuestro clan, Utaku Kamoko conduce a los jinetes de la
compañía Higashi Kaze hacia el sur a lo largo del Río de las Tres
Orillas para mantener alejados a nuestros agresivos vecinos de
nuestras tierras. Saben que no pueden vencernos mientras
podamos cabalgar a nuestro antojo, por lo que intentan atraernos a
las plazas de las aldeas y a patios amurallados. Si no fuese por
nuestros aliados Grulla, sospecho que los Akodo enviarían con
gusto todas sus fuerzas al otro lado del río, pensando que no
podríamos derrotar a la totalidad de sus legiones. Por suerte,
nuestra amistad se mantiene sólida. Los Grulla se niegan a ceder, y
los León se ven refrenados.
Para proteger la aldea que Ikoma Anakazu declaró tan
descaradamente suya, he nombrado a Moto Juro como
administrador de Hisu Mori Toride. Es un estratega astuto que no
dará cuartel en batalla, pero sé que se sentirá mucho más
satisfecho cuando su deber no le exija tanta violencia. Su pasión por
la justicia y el entendimiento guiará sin duda la aldea hacia un futuro
próspero.
Y a pesar de todo, me duele leer las noticias que el cortés Ide Tadaji
nos manda desde su puesto en Otosan Uchi. Nuestra querida hija
Iuchi Shahai permanece encerrada en la Ciudad Prohibida, fuera del
alcance de nuestros diplomáticos y mediadores, después de
muchos meses de leales servicios. Aunque se le ha concedido el
honor de educar a la élite de los guardianes del Emperador, ningún
ave debería permanecer enjaulada fuera del alcance de su propia
familia. Os confío una carta de su padre, y os conmino a que
cabalguéis con rapidez hasta la capital Imperial y encontréis la
forma de entregársela a ella, y solo a ella. Su padre quiere que sepa
que no la hemos abandonado en la capital.
Mientras recorréis las benditas calles que bordean la Colina Seppun,
probablemente también os encontraréis con la nueva pasión de la
corte. La espada ancestral de Su Majestad pronto será entregada al
clan en el que más confíe para mantenerla a salvo. Aunque me
imagino que serán los Escorpión, dada la confianza que el Hantei
tiene con el señor y la dama Bayushi, nos beneficiaría si se la
confiasen a los Grulla. Si surgiese el tema mientras os encontráis
allí, no dudéis en elogiar a los hijos e hijas de Doji-no-Kami.
Cuando los seguidores de la Dama Shinjo se dirigieron a lo
desconocido, no sabían los obstáculos a los que deberían
enfrentarse, pero su compañerismo y su coraje les ayudaron a
superarlas. Sé que demostraréis estas mismas cualidades, ya que
también sois Unicornio.
Shinjo Altansarnai,
Buscadora del Sol Poniente, Khan de khanes, Soberana de los
Cinco Vientos, daimyō de la familia Shinjo y Campeona del Clan del
Unicornio

Kunshu, carta 7
Mi leal vasallo, mantened esta carta y su contenido en secreto con
vuestra vida.
Esta noche Onnotangu ha dirigido su mirada hacia abajo, hacia
Otosan Uchi. Nuestro más glorioso Emperador, el Hijo del Cielo, se
ha unido a sus ancestros en Tengoku. Ahora está en paz, habiendo
envejecido a pesar de su edad. Puede que estuviese preparado
para su hora señalada, pero para nuestra tristeza, a los demás nos
llegó de forma bastante imprevista. Sin embargo, nuestro deber
exige que demos un paso adelante para servir al príncipe heredero
en su hora de duelo. La responsabilidad que ha recaído sobre él
será una pesada carga sobre sus jóvenes hombros, por lo que sus
consejeros y leales vasallos deberemos proporcionarle el consejo y
el apoyo que necesite.
Es sabido que el Emperador pronto elegiría cuál de los Grandes
Clanes sería el encargado de custodiar su espada ancestral,
Kunshu, hasta la coronación de Hantei Sotorii. Esta elección se hará
igualmente, y en este momento es aún más importante que su
protección recaiga sobre el Clan del Escorpión. Sotorii siempre ha
tenido una gran afición por el kenjutsu. Sin embargo, todavía es
joven y vigoroso, y se le ha bendecido con más fuerza que mesura.
Si otro clan se convirtiese en custodio de Kunshu, podrían darle
acceso ilimitado a la espada de su familia sin entrenamiento ni
meditación adicionales. Sería más prudente continuar la instrucción
del príncipe mientras Kunshu se deposita al cuidado de los Yogo,
cuyos maestros de protecciones pueden salvaguardar un artefacto
celestial tan venerable.
Cuando la noticia del ascenso del Hantei a Tengoku se extienda por
la Ciudad Prohibida, también lo hará la confusión. Puede que Kakita
Yoshi trate de gobernar el Imperio como Canciller hasta que Hantei
Sotorii ascienda al trono, y puede incluso que conceda la tutela de la
espada ancestral al Clan de la Grulla en nombre de Sotorii, para
afianzar su propia autoridad. Con los ejércitos de Daidoji Uji, que
retornan ahora de sus guarniciones en Toshi Ranbo, y los espías
que Yoshi-sama ha diseminado por esta bendita ciudad, no
podemos ignorar las maquinaciones Grulla. Debemos recortar sus
elegantes alas. Vigiladlos, socavad todos sus esfuerzos y estad
preparados para un acto de desesperación una vez que se den
cuenta de que no pueden aceptar aquello que tanto nos ha costado
conseguir.
Vuestros servicios son imprescindibles mientras me ocupo de
nuestro difunto Emperador. Observad a nuestros enemigos entre los
Grulla y los Fénix, que son los que probablemente se opondrán más
cuando se decida quién se ocupará de preservar el linaje Hantei.
Informadnos de sus movimientos y acciones. Si envían mensajes,
interceptadlos y destruidlos. El futuro será difícil para todos
nosotros. Mantened cerca a aquellos en los que más confiéis y
dejad que sean ellos los que os inspiren confianza. Y si tenéis
alguna duda, mantened ignorantes de la verdad incluso a vuestros
sirvientes o guardaespaldas personales. El Clan del Escorpión solo
se verá recompensado con el éxito si nuestra lealtad se mantiene
firme.
Bayushi Kachiko,
Consejera Imperial y Señora de los Susurros

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