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La ola

Una tragedia en México1

por Francisco Goldman

Era julio de 2007. La casa que había alquilado en Mazunte, un pueblo en las playas de Oaxaca, sobre la
costa pacífica de México, era lo suficientemente grande como para alojar a todos los amigos que mi mi
esposa, Aura Estrada, y yo esperábamos que nos visitasen en las dos semanas que iríamos a pasar ahí con
la prima de Aura, Fabiola -Fabis- y su novio Juanca. En un principio iba a venir también Mariana, una amiga
de Aura, pero estaba puchereando para llegar a fin de mes y nos dijo que no iba a poder costearse unas
vacaciones. Dijo que de última tampoco tenía ganas de ir a Mazunte, porque las olas eran muy bravas.
¿Qué? ¡Pero si Mazunte es una playa segura! Eso es lo que le respondimos a Mariana por unanimidad. Al
estar ubicada en una caleta que dificulta la formación de olas, disminuyendo su tamaño, ímpetu y fuerza,
Mazunte está considerada una playa segura para los nadadores. Las que son peligrosas son las de los
alrededores, Puerto Escondido, Ventanilla y San Agustinillo, abiertas al océano. Vas con la vida entre tus
manos cuando nadás en esas. Pero todos amábamos Mazunte. Las olas podían parecer bravas, pero no
me asustaban. Me parecían iguales a las de Wellfleet, en Cabo Cod, donde había aprendido a surfear de
adolescente.
Unos años antes de conocer a Aura había ido a Puerto Escondido con unos amigos para el Año
Nuevo del Milenio. Cuando llegamos la gente hablaba de una ola desenfrenada que había aplastado a tres
surfistas contra los acantilados del otro extremo de la playa y los había matado. Mi primera mañana fui a
nadar y después a desayunar al café de la playa, donde el mozo me contó que la última vez que se había
metido al mar ahí había salido sangrando de ambos oídos. Esa noche, en mi habitación, me vi recostado en
la cama oyendo las olas, que ahora me sonaban como huesos roídos.
No volví a meterme al mar en Puerto Escondido hasta más de cuatro años después, cuando Aura y
yo tomamos una clase de surf una vez que fuimos para un fin de semana largo. Una ola me agarró
desprevenido cuando me incorporaba sobre la tabla y me tiró para adelante. Me di la cabeza contra la arena
con una fuerza que me llamó la atención, dándome una fuerte sacudida que me recorrió toda la columna.
Conmocionado y tambaleante, me fui a sentar a la playa. El profesor se rió. Dijo que Aura era una surfista
natural, no como yo. Estaba estirada sobre la tabla y el profesor, de pie en el mar con el agua hasta la
cintura, la iba llevando de acá para allá como un chico sobre un trineo; después la soltaba y se montaba en
la chispeante espuma de las olas que habían roto más adentro. Más tarde resultó que no era un profesor
autorizado. Nos había mentido y había tomado prestadas las tablas sin permiso del negocio de un amigo
que manejaba una escuela de surf de verdad. Nuestra clase terminó cuando la madre del amigo se precipitó
hacia la playa gritándole que nos iba a matar y que le devolviera las tablas inmediatamente.
Ese fue el fin de semana que le propuse matrimonio a Aura. Habíamos estado juntos por casi un
año y estábamos viviendo juntos en Brooklyn, más allá de nuestra diferencia de edad y de situación: ella era
una mexicana de veintisiete años, estudiante de posgrado sobre Literatura Latinoamericana en Columbia,
con una beca Fulbright; yo tenía cuarenta y nueve, nacido en Boston, hijo de un inmigrante guatemalteco y
una rusa, que trabajaba de periodista y estaba escribiendo una novela. Había traído el anillo de compromiso

1 Publicado en la New Yorker, February 7, 2011.


de diamante conmigo en aquel viaje y lo había escondido en la caja de seguridad de nuestro cuarto,
esperando al momento adecuado para sacarlo. Todas las mañanas, Aura y yo nos tomábamos el minibus
hasta la playa de Mazunte y yo pensaba en tratar de proponérselo ahí. ¿Pero dónde podía esconder el
anillo con seguridad mientras me iba a nadar? Siempre me preocupaban los ladrones en esa playa.
En la última noche de aquel viaje todavía no le había propuesto matrimonio. Tenía el cuello todo
endurecido y me dolía por la clase de surf. Encima me había resfriado y el langostino en mal estado que
había comido la noche anterior me estaba revolviendo el estómago. Lo único que podía cenar en el hotel
era caldo de gallina y tenía a mano un Margarita. Aún así, no podía regresar a México DF, donde iríamos a
pasar el verano, sin declararme. Me excusé de la mesa y fui a la habitación. Caía una fina lluvia, una de
esas cálidas lloviznas tropicales que se sienten como el aire saturado de humedad en el interior de una
nube, suave como la seda sobre tu cara. Podría ser aún más romántico, pensé, si me declaraba afuera, en
la playa, siendo un día como hoy. Saqué la cajita con el anillo de la caja de seguridad y me lo guardé en el
bolsillo. Aura entró a la habitación. “Vamos a la playa”, dije. “¿Por qué?”, dijo ella. “No quiero ir a la playa.
Está lloviendo”. “Es una lloviznita nomás”, le dije. “Dale, tenemos que ir a la playa. Te tengo que preguntar
una cosa”. Me miró la mano que tenía en el bolsillo y sonrió. “Preguntame acá”, dijo, entre risas. “Ay, mi
amor, ¿que tenés en el bolsillo?” “Esto es serio”, dije y saqué la cajita del bolsillo y me incliné sobre una
rodilla.
Una de esas mañanas, en el minibus hacia Mazunte, viajamos con un mexicano que estaba
viviendo en Suecia y había vueltopara tomarse unas vacaciones con su esposa sueca. Se sentó del otro
lado de Aura y sostuvo un vigoroso monólogo sobre México y sus playas. ¡Suecia tendrá muchas cosas
pero ninguna playa como Mazunte! Hasta nos recitó una larga lista de frutas tropicales que crecían en esa
costa, incluyendo, enfatizó, cinco clases diferentes de banana. Nunca había estado realmente en Mazunte.
Su esposa y él llevaban sombreros de paja tipo cowboy que parecían nuevos. Su aspecto nerd provinciano
fascinó a Aura -¡las mejores playas del mundo! ¡cinco clases diferentes de banana!
Estábamos sentados en la playa un rato después cuando se desató una conmoción. Había gritos de
ayuda y nadadores corriendo al rescate de alguien que había tenido un accidente. Nosotros también nos
acercamos y vimos al mexicano de Suecia recostado boca abajo en una piletita de agua de apenas unos
centímetros, sacudiendo las piernas como si se estuviera ahogando. Lo llevaron hasta la playa y lo
instalaron en la arena, donde se quedó recostado tosiendo, escupiendo, luchando por tomar aire, y su mujer
al lado. Alguien nos contó lo que había pasado. Lo había tirado una ola y, aparentemente desorientado por
la adrenalina del surf, había tragado agua y entrado en pánico, incluso cuando la ola retrocedió, habiéndole
dejado prácticamente en la playa. Estaba bien. Volvimos a nuestras sillas. Más tarde lo vimos pasar con su
esposa, caminando con dificultad, sombreros de cowboy incluidos, llevándose sus cosas. Les dijimos chau
pero solo nos respondió la esposa; él miraba fijamente la arena, ausente. Desde entonces a veces nos daba
por reírnos del mexicano y de la sueca -una historia tragicómica sobre los peligros de una cierta clase de
entusiasmo ingenuo más que del peligro en sí.

Para nuestro viaje del verano de 2007 habíamos reservado pasajes en un micro de primera clase un lunes
a la noche, desde la Ciudad de México hasta Puerto Escondido, que tenía asientos que casi se hacían
cama. Juanca tenía que trabajar esa semana pero se sumaría para sábado y domingo. El viernes antes de
que saliéramos, Aura, que ahora se había anotado en un MFA 2 además de su PhD3, me había dado el
borrador de un cuento en el que estaba trabajando, “La vida está en otra parte” *, sobre un maestro
caprichoso. Encontré mucho que alabar en él, pero le dije que me parecía que se había apresurado en el
final. El día siguiente, a la una de la tarde, estaba saliendo del gimnasio cuando recibí un mensaje de Aura
en mi BlackBerry: “Llegó Fabiola... Le hice huevos y café de desayuno. Sigo tomando café y trabajando en
el cuento que ya cambió bastante. ¿En serio creés que soy una artista como me dijiste anoche? ¿O apenas
me estabas coqueteando y seduciendo??”
Le respondí “Claro que eres una artista mi amor de máxima sensibilidad e inteligencia” **.
El intercambio me hizo acordar a una conversación que habíamos tenido en nuestra primera cita,
casi cuatro años antes.
“¿Eso es un robot?”
Aura me mostraba un dibujo que había hecho de un par de zapatos atados rodeados de pequeñas
anotaciones a mano, patrones bosquejados de líneas angulares y onduladas. “Son zapatos que vienen
cuando los llamás”, dijo.
“¿Como que les gritás 'Zapatos, vengan' y vienen caminando hacia vos donde sea que estés?”
“Sí”, dijo. “Bueno, tampoco podés estar muy lejos. Y no pueden subir ni bajar escaleras”.
Estábamos sentados en el sillón del departamento de su infancia, en Copilco. Tenía el cuaderno
abierto sobre las rodillas. Los zapatos eran su invento, aunque todavía nada más que una idea. La parte
robótica vendría incorporada en los zapatos, explicó. La ingeniería de la caminata era complicada, pero
imaginate, me dijo, “un pentámetro yámbico sincronizado”.
“Es un invento realmente asombroso”, dije. Ella bajó la cabeza como un caballito de circo orgulloso
y me respondió gracias. Nos habíamos conocido en Nueva York hacía nueve meses, en ocasión de una
presentación de un profesor al que los dos conocíamos. En ese entonces Aura vivía en Providence y
estudiaba becada en Brown. Habíamos intercambiado datos y yo le había mandado un ejemplar de mi
última novela sin recibir respuesta. Me dije para mis adentros, le debe haber parecido malísima. Pero está
bien -es demasiado joven. Vas a tener que olvidarte de ella. Después, a fines de agosto, había caído de
sorpresa en El Mitote, un boliche lúgubre de bohemios y cocainómanos en Condesa, Ciudad de México. (Yo
estaba alquilando un departamento barato en el barrio y solía pasar unos días allá siempre que podía
escaparme de Nueva York). Estaba tomando unos tragos con amigos y ahí estaba ella, parada frente a mí.
Me sentí como si la estuviera mirando a través de una densa nube -el humo de cigarrillo en el aire, mi
borrachera, mi tímido asombro. “¿Por qué nunca me respondiste ese mail que te mandé?”, me preguntó. Le
dije que nunca había recibido un mail suyo. Me había mandado un mail, insistió, en el que me agradecía por
el libro y me contaba que iba a volver a Nueva York. No pensaba que ella sería la clase de persona que no
agradecía los libros, ¿o sí? “Bueno, no sé qué habrá pasado con ese mail”, dije. “Se habrá perdido”.
Aura se iba para Nueva York en tres días, me dijo, para empezar a estudiar en Columbia. Esa
noticia encendió una muda lluvia de chispas en mí. Yo también iba a volver, en dos semanas. “Entonces no
hay tiempo para que nos encontremos antes de que te vayas”, dije, pero ella dijo, “¿Por qué no? Sí que hay
tiempo”. Y quedamos para cenar la noche siguiente.

2 MFA: Master of Fine Arts (Magister en Bellas Artes). Es una calificación de Posgrado en Artes, de carácter técnico
y práctico más que teórico. [N. del T.]
3 PhD: Philosophy Doctor. Es el título de Doctorado más común en países de habla inglesa. [N. del T.]
* En castellano en el original [N. del T.]
** En castellano y sin puntuación en el original [N. del T.]
En el sillón, siguió pasando las páginas del cuaderno hasta que llegó a una que estaba llena de
letras en tinta de birome turquesa. Era un cuento que recién había terminado. “¿Querés que te lo lea?”,
preguntó. “Es cortito, solo cuatro páginas”. Dije que por supuesto, y me lo leyó. El cuento se trataba de un
joven en un aeropuerto que no podía recordar si estaba ahí porque llegaba o porque se iba a alguna parte.
Estaba escrito en un tono minimalista de aeropuerto solitario, con un humor dulce e inexpresivo. Igual
digamos que yo no estaba de lo más concentrado. Durante la cena, ya había empezado a proyectar a
futuro, imaginándome cuán pronto podría ver a Aura en Nueva York. Después me había tomado de
sorpresa, invitándome a su departamento. ¿Solo quería leerme un cuento? Sentado bien cerca suyo, vi sus
labios que formaban las palabras y me pregunté si realmente iría a besarlos en los próximos minutos u
horas o en algún momento.
Los padres de Aura se habían mudado del departamento hacía un año. Lo único que habían dejado
en el living era el sillón en el que estábamos sentados y la mesa redonda del comedor, color gris metálico y
blanco, donde Aura se había sentado durante miles de comidas familiares. La mayoría de sus libros y cosas
ya estaban guardadas en cajas de cartón.
Cuando Aura terminó de leer le dije que me había gustado mucho el cuento y me preguntó porqué.
Mientras yo hablaba se mantuvo perfectamente quieta, como si pudiera escuchar mi pulso y lo estuviera
midiendo como un polígrafo. Después me dijo que solo había dicho lo que había dicho porque ella me
gustaba. Me reí y dije “Es absolutamente cierto que me gustás, pero también me gustó el cuento, te soy
sincero”. Empezamos a besarnos y terminamos en la cama. Estaba tan sorprendido por el curso que habían
seguido las cosas que me sentía como un cachorrito saltando alegremente en un campo de tulipanes. Pero
después me preguntó si me molestaba si se dejaba puesto el jean. “Por mí está bien,” dije, “en serio, no hay
apuro”. Un momento después nos quedamos dormidos fundidos en un abrazo. En el techo tenía cientos de
esas pequeñas estrellas que brillan en la oscuridad.
A la mañana, mientras estaba en el baño, se asomó sobre el borde de la cama y sacó mi billetera de
los pantalones tirados en el piso. Cuando volví tenía mi registro de conducir en la mano. Miró para arriba y
dijo “¡Cuarenta y ocho!”
“Sep”, dije, avergonzado. Ella tenía veintiséis.
“Pensaba que tenías como mínimo diez años menos”, dijo. “Calculaba treinta y seis”.
“Supongo que debería decir gracias”, dije.

Aura se vino a vivir conmigo a Brooklyn más o menos seis semanas después de su llegada a Nueva York y
dos años más tarde ya estábamos casados. Como yo generalmente trabajaba en casa, pocas veces tenía
que salir del barrio, pero para Aura el viaje era largo. De mi casa, en Carroll Gardens, tenía que caminar
veinticinco minutos hasta la estación Borough Hall del subterráneo y viajar por lo menos una hora de tren
hasta Columbia. En invierno la caminata podría ser extremadamente fría. Finalmente logré convencerla y le
compré una de esas camperas infladas, abrigadas, con capucha peluda, que la envolvía desde la cabeza
hasta abajo de las rodillas en un nylon azul de plumones acolchaditos. “No, mi amor, no te hace gorda, para
nada. Todos parecen envueltos en una bolsa de dormir con esas cosas, pero ¿a quién le importa?”, dije.
Con la capucha y esos fulgurantes ojos negros, se veía como una indiecita caminando en sus atuendos.
Casi nunca se enfrentaba al frío sin él.
Otra complicación del largo viaje era que Aura se perdía con frecuencia. Se pasaba de estación por
no prestar atención o se tomaba el tren en la dirección equivocada y, absorbida por su libro, sus
pensamientos o su iPod, no se daba cuenta hasta que ya estaba en pleno Brooklyn 4. Me llamaba de un
teléfono público desde alguna estación de subte que yo nunca había escuchado nombrar: “Hola, mi amor *,
bueno, estoy acá en la estación Beverly Road. Me fui para el otro lado de nuevo”, con absoluta naturalidad,
nada más que otra neoyorquina abrumada con los esquemas y las rutinas de la vida urbana, pero sin
embargo con algo de derrota.
Desde el primer día de Aura en nuestro departamento de Brooklyn hasta casi el último, la acompañé
al menos un par de cuadras hasta la estación de subte todas las mañanas. Ella generalmente trataba de
arrastrarme un poco más o incluso me pedía que fuera con ella hasta Columbia. Solía pasar las mañanas
en la Butler Library, leyendo o escribiendo. Almorzábamos en Ollie's y más tarde nos íbamos a gastarnos
toda la plata en CDs y DVDs en Kim's o a bucear en los anaqueles de Labyrinth Books para salir con
enormes bolsas de libros que ninguno de los dos teníamos tiempo de leer. Los días que no la acompañaba
a veces me llamaba y me pedía que me fuera hasta allá para almorzar y, a veces sí, a veces no, me
convencía. Aura decía “Francisco, no me casé para almorzar sola. No me casé para pasar el tiempo sola”.
En esas caminatas matutinas hasta el subte, Aura era la que hablaba la mayor parte del tiempo -de
sus clases, de los profesores, de los otros estudiantes, de alguna nueva idea para un cuento o una novela o
sobre su madre. En los días que se ponía especialmente neuras*, que se le daba por hablar de sus
preocupaciones y angustias, yo trataba de pensar en nuevos estímulos o de lo contrario reformular algunos
antiguos. Pero me encantaba principalmente cuando ella estaba de ánimo para detenerse cada ciertos
metros y darme un beso y morderme despacito los labios como un cachorrito de tigre, y cómo me hacía
puchero, “Ya no me quieres, ¿verdad?”*, si no la agarraba de la mano o no la abrazaba en el preciso
momento en que ella quería. Me encantaba nuestro ritual hasta que empezaba a preocuparme: ¿cómo
carajo voy a arreglármelas para escribir otro libro con esta mujer que me obligaba a acompañarla al subte
todas las mañanas y me chantajeba para que fuera a Columbia para almorzar?
La calle Degraw, donde vivíamos, supuestamente indica el límite entre Carroll Gardens y Cobble
Hill. Cuando me mudé ahí, alrededor de cuatro años antes de conocer a Aura, Carroll Gardens parecía un
típico barrio italiano de Brooklyn, con sus restoranes antiguos a los que iban mafiosos y políticos, estatuas
ecuestres de la Virgen, viejos que jugaban a las bochas en la plaza y, sobre todo en las noches de verano,
muchos tipos grandotes dando vueltas que me hacían sentir un poco amenazado siempre que caminaba por
ahí. Cobble Hill era donde había nacido la madre de Winston Churchill y todavía daba la imagen adecuada,
con su famosa iglesia episcopal y sus pintorescas caballerizas convertidas en galpones. Cuando llegó Aura
los barrios casi se habían fusionado, ambos ocupados mayormente por gente blanca de dinero. De día uno
se movía a través de desvencijadas colas de carritos de bebé en las veredas de Court Street y almorzaba o
iba a tomar un café a lugares repletos de madres jóvenes y criadas y una cantidad vergonzosa de
escritores. A unas cuadras estaba Red Hook, la bahía y el puerto; de noche podíamos oír las bocinas de los
barcos. A Aura le encantaba; se me arrimaba en la cama, acurrucada, y se quedaba quieta, como si los
tristes aullidos de las bocinas pasaran alrededor de nosotros como mantarrayas en la oscuridad.
Nuestro departamento era la planta baja de un edificio color café rojizo de cuatro pisos. En los
tiempos en que lo habitaba la familia italiana que todavía era dueña del edificio, el salón de la planta baja
debía haber sido el living, pero ahora era nuestro dormitorio. Tenía techos tan altos que para cambiar una

4 Su casa quedaba en el extremo Norte de la isla de Brooklyn, el más cercano a Manhattan (donde está Columbia), por
lo cual Aura, al tomarse el tren en la otra dirección (Sur) se alejaba hacia el interior de Brooklyn [N. del T.]
* En castellano en el original [N. del T.]
lamparita de la araña tenía que subirme a una escalera de cinco escalones, pararme en puntas de pie en el
sospechoso último peldaño, al tiempo que agitaba los brazos en la lucha para mantener el equilibrio. Aura,
que me miraba desde el escritorio en el rincón, decía: “Te ves como un pajarito amateur”.
Sin contar la mesa en la que yo escribía, en el rincón del cuarto del medio, entre la cocina y el
dormitorio y un par de las viejas estanterías, Aura y yo fuimos cambiando poco a poco los muebles de mis
despreocupados años de soltero. Aura se angustiaba porque no nos habíamos mudado a un departamento
a estrenar, sin rastros o recuerdos de mi pasado sin ella, aunque sí tengo que decir que lo transformó por
completo. A veces yo llegaba y la encontraba empujando hasta el armario más pesado, cambiando la
disposición de los muebles de un modo que jamás se me había ocurrido, como si el departamento fuera una
especie de rompecabezas intrincado cuya solución fuera el ordenamiento perfecto de los muebles.
En la cocina, la tostadora Hello Kitty de Aura marcaba cada pan con la carita de Hello Kitty. Un año,
se compró una máquina de hacer helado Cuisinart solo para hacer helado de dulce de leche * para su fiesta
de cumpleaños número treinta. Para ese entonces ya habíamos comprado una mesa larga para el comedor
con extensiones en ambos extremos que tenía espacio suficiente para los más de veinte amigos que
vinieron ese día. Hicimos cochinita pibil* -suave puerco rebosante de jugos condimentado con cítricos y
achiote en un envoltorio de hojas de bananas resecadas al horno en papel manteca- y rajas con crema * y
arroz verde* y había una hermosa y chillona torta de cumpleaños de una panadería mejicana de Sunset
Park, con glaseado blanco, naranja y rosa y rodajas de fruta en un brillante anillo arriba de todo. Pocas
personas que nos conocieran a mí o a Aura de antes hubieran adivinado que teníamos semejante talento
para la vida doméstica.
Generalmente por la mañana, cuando Aura recién se levantaba, se daba vuelta en la cama para
mirarme y me decía con voz suave y pícara, “Ay, mi amor, qué feo eres. ¿Por qué me casé contigo?” *.
“¿Soy feo?” *, le preguntaba triste. Era una de nuestras rutinas.
“Sí, mi amor”, me decía, “eres feo, pobrecito ”*. Y me daba un beso y yo hacía esa sonrisa mareada
que se puede ver en todas mis fotografías de esos años, una sonrisa tonta que nunca se me borraba de la
cara, ni siquiera cuando recité mis votos matrimoniales.

En 2005, meses antes de nuestra boda, hubo un período de más o menos una semana en el que Aura se
quedaba despierta toda las noche, preocupada por condenarse a sí misma a una terrible viudez temprana
por casarse conmigo. Solía despertarme y encontrarla mirando fino a la oscuridad al lado mío; exhalaba un
cálido aliento insomne igualito al de cuando se abre la puerta del horno. ¿No era lógico asumir que yo me
iba a morir como mínimo veinte años antes que ella? ¿No estaba bien que ella se preparara para el futuro,
que se ahorrara ese calvario? Lo hablamos más de una vez. Yo le decía “No te preocupes, mi amor, no me
voy a quedar dando vueltas por acá hasta mucho más de los setenta y cinco, te lo prometo. Y ahí vos
apenas vas a tener cincuenta, todavía vas a ser bella y seguramente famosa, así que algún muchacho joven
se va a querer casar con vos”. “¿Me lo prometés?”, me decía, como entusiasmada, o al menos hacía como
si lo estuviera y entonces yo se lo prometía. “Más vale que cumplas tu palabra, Francisco”, decía, “porque
no quiero ser una vieja viuda y sola”. “Pero aún si yo no me muero a los setenta y cinco”, le decía, “vos me
podés meter en algún asilo e irte a otra parte, a vivir tu vida. En serio, no me importa. Siempre y cuando
tengamos hijos, no me importa tanto. Nada más dame un hijo, uno solo, es lo único que quiero.” Y ella me

* En castellano en el original [N. del T.]


decía “Está bien, pero yo quiero cinco hijos. O quizás tres”.
Una tarde, durante la primavera de su cumpleaños de treinta, Aura me miró desde su escritorio
mientras yo estaba tirado en la cama leyendo y me dijo “Tenemos todo lo que necesitamos para ser felices.
No tenemos que ser ricos. Podemos conseguir trabajos en universidades si los necesitamos. Tenemos
nuestros libros, nuestra lectura, nuestra escritura y nos tenemos el uno al otro. Frank, no necesitamos estar
más felices. Tenemos tanta suerte. ¿Vos sabés la suerte que tenemos?”
Otro día, esa misma primavera, Aura anunció que había decidido que no iba a ser una de esas
mujeres que, a los treinta, están consumidas por estar flacas como en sus veinte; se iba a permitir ser
rellenita*. ¿El señor tenía algún problema con eso?

Cuando llegué a nuestro departamento en la Condesa ese sábado de julio de 2007, Aura y Fabis estaban
en un estado de alta emoción. Fabis había estado hablando por teléfono con un amigo que recién había
vuelto de Mazunte y le había dicho que el tiempo estaba fantástico, pero que mejor saliéramos hoy porque
estaba anunciado lluvia para más adelante en la semana. Aura y Fabis no habían podido cambiar nuestra
reserva -todos los micros estaban completos-, por lo cual se habían inventado una ruta más larga e
intrincada. Nos íbamos a tomar un micro a Oaxaca, pasar la noche ahí y después un vuelo a Puerto
Escondido a la mañana, un pequeño salto por la cordillera en una aerolínea chica llamada Aero Vega.
Íbamos a perder nuestros viejos pasajes de micro, pero teníamos que llegar a la playa con buen tiempo.
¡Dale, a armar las valijas!
¿Me tendría que haber peleado por el cambio de planes? “No, Ow-rra5, ya compramos los boletos
del micro, ¡tenemos que dejar de gastar plata al divino botón! Y tengo médico el lunes”. Mencioné esas
cosas, pero no insistí.
Cuando llegamos a Oaxaca las calles y plazas estaban desiertas y oscuras y nosotros teníamos que
levantarnos a las cinco y media de la mañana para ir al aeropuerto. Pasamos la noche en un hostel. En mi
cuarto masculino, un par de turistas ya dormían en sus literas y yo traté de moverme lo más suavemente
posible, sin encender las luces. Solo tenía una sábana finita. Dormí con una remera y jeans en esa cama
dura y angosta y estaba enojado conmigo mismo por haber cedido tan fácilmente en esta voltereta apurada
y sin sentido hacia la playa. ¿Por qué estaba tan impaciente Aura?

¿Dónde estaba la ola de Aura, mientras dormíamos aquella noche, en su larga travesía hacia Mazunte?
Tras haber investigado un poco sobre olas desde entonces, sé que ya existía. La mayoría de las olas de
superficie de un tamaño considerable viajan miles de kilómetros antes de alcanzar la costa. El viento genera
onditas en los mares calmos y esas onditas, al proveer al viento con una superficie sobre la cual traccionar,
se transforman en olas y, a medida que las olas crecen de estatura, el viento las empuja con más fuerza,
aumentando su velocidad, haciéndolas más altas. No es el agua en sí misma lo que viaja, obviamente, sino
la energía del viento; en el turbulento medio entre el aire y el océano, las partículas de agua se mueven en
círculos como pedales de bicicleta, transfiriendo su energía constantemente para adelante, de abajo a la
cresta y de nuevo al medio, después para adelante otra vez. La ola de Aura fácilmente podría haber
empezado una semana o más antes de que ella se la encontrara, durante una tormenta en los cálidos

* En castellano en el original [N. del T.]


5 “Ow-rra” es una escritura aproximada a la fonética de la pronunciación en inglés del nombre latino “Aura”.
mares del Pacífico Sur. ¿Dónde estaba esa noche, mientras dormíamos en nuestras literas en Oaxaca?
Hay un poema de Borges que termina con los versos:
¿Quién es el mar, quién soy? Lo sabré el día
Ulterior que sucede a la agonía*
¿Y si yo era la ola?

Llegamos a la casa de Mazunte más o menos al mediodía del día siguiente. Al fondo de un caminito
escoltado con frondosos ároboles había una tranquera que destrabamos y subimos varios tramos de
escaleras hasta la casa, que era una especie de casa del árbol suiza de la Familia Robinson enmarcada
entre abundantes ramas en un bosque tropical. Había un par de espacios tipo patios interiores y Aura eligió
el más grande, empujando los muebles de acá para allá, rápidamente armando un estudio independiente
para escribir. Yo me apropié de un deck6 más pequeño, a la sombra, un piso más abajo. Fabis, que es
diseñadora gráfica, estaba categóricamente de vacaciones, así que no necesitaba un lugar de trabajo.
Nadamos en el mar esa tarde. Estaba nublado y había habido una tormenta fuerte la noche anterior,
la primera en semanas. Nadie con los que hablamos había escuchado que estuviera pronosticado lluvia
para los días que venían. Pero la lluvia era la causa de que el agua estuviera espumosa y llena de restos
vegetales, ramitas y pedacitos de pasto. Aunque Aura ya había venido a estas playas con frecuencia y le
encantaba meterse al mar, siempre le tuvo miedo a las olas; ese día no eran tan grandes. Aún así, se me
agarró del brazo y me obligó a esperar con ella en la orilla, estudiando las tandas de olas y sacándoles el
tiempo, hasta que finalmente nos mandamos. Flotando en el agua, me tiraba los brazos alrededor del cuello
y aguantaba así hasta que se sentía segura como para salir nadando, buceando bajo las olas hasta llegar
más allá de la rompiente, donde el agua era más calma. A Aura le encantaba quedarse ahí, nadando
incansablemente de acá para allá, como una foca amistosa.
“El agua está picada hoy”*, dijo Aura. Entre el oleaje había muchas olas más chiquitas, pequeños
chapoteos, como si hubieran estado cayendo piedras del cielo a nuestro alrededor. Había otros nadadores
en el agua, haciendo bodysurf, hombres jóvenes, más que nada adolescentes y niños. Nadé un poco más
cerca para agarrar una ola. Le erré a un par y después le entré bien a una: me tiré y nadé fuerte adelante de
la cima ondulante de la ola, dejando que me agarrara y me llevara, brazos al frente, cabeza arriba y afuera
del agua, justo delante de su estruendoso romper, hasta que finalmente fui absorbido por ella, asombrado
por la fuerza y la velocidad con la que me había lanzado casi hasta la costa. Al nadar de vuelta hacia Aura,
esbocé una sonrisa de orgullo.
“¿Es peligroso?”, preguntó Aura. Se le había despertado la curiosidad por el bodysurf. Era una
nadadora mucho más apta que su esposo. Si yo podía hacer bodysurf, ¿por qué no ella?
“Es peligroso si se te mete la cabeza en la arena”, dije. “Siempre tenés que mantener la cabeza
arriba”.
Al salir del agua, también, se mantuvo agarrada a mí hasta que la ola más chiquita que estaba
esperando la tiró para adelante y después se dejó llevar y se fue correteando hasta la costa entre la espuma
revuelta.
Esa noche nos fuimos a acostar temprano, tras subir una plataforma para dormir en el techo, donde
la brisa del océano hacía que las hojas de los árboles que nos rodeaban se agitaran como un mar inquieto.

6 Deck: la traducción sería “terraza”. Es un espacio abierto, adyacente a un cuarto, en casas modernas tipo loft.
* En castellano en el original [N. del T.]
Nos despertamos a la mañana con una cacofonía de trinos de aves y chillidos y observamos el arco circular
de la bahía y el Pacífico que se extendía más allá, mezclándose con el resplandor azul del cielo. Bajamos,
sin despertar a Fabis. Aura tenía muchas ganas de ir a trabajar a la computadora. Preparamos café y Aura
cortó un poco de papaya.
Cuando recuerdo ese día, el único que pasamos entero en la playa, me parecen dos días, o hasta
tres; pasó tan lento, como siempre debería ser el caso en vacaciones. ¿En que trabajé esa mañana? Ni me
acuerdo. Tal vez en la novela que estaba tratando de empezar. También tenía que reseñar un libro, una
nueva traducción del portugués de una novela del siglo diecinueve de seiscientas páginas, “Los Mayas”, de
Eça de Queirós. Me senté en el crudo escritorio de madera a la sombra, mientras observaba a los colibríes
que zumbaban alrededor de las flores y sentía un poco de envidia por la concentración de Aura, que ya
estaba trabajando, y por cuánto mejor estaba el lugar de trabajo que ella se había armado comparado con el
mío. Alrededor de las diez y media fuimos todos a desayunar al Armadillo, un pequeño restorán al fondo de
nuestro callejón*. Después fuimos a la playa.
No recuerdo haber hecho bodysurf ese día; si hice, no la pasé bien. La bandera roja de prohibido
bañarse seguramente estaba alta en el mástil, porque siempre lo estaba, todos los días. Ni el mozo de la
playa al que le pregunté sabía porqué, ni si alguien estaba a cargo de ella.
Esa noche cenamos en la playa. Era una noche espectacular: el cielo azul oscuro fosforescente, las
hileras de luces brillantes en los restoranes al aire libre, las antorchas de butano irradiando un naranja
incandescente. La noche se oscureció hasta el violeta y finalmente escondió al océano. Música de rock por
los parlantes de los restoranes se mezclaba con la percusión sostenida de las olas. Compartimos dos pizzas
mediocres y dos jarras de Margaritas aguados, y estábamos muy contentos. Nos sentíamos como si
tuviéramos una especie de riqueza, una pequeña fortuna de noche ahorrada en una playa como esta.

A la mañana Fabis salió a hacer unas compras y Aura y yo nos pusimos a hacer el amor, aunque no por
mucho tiempo, suavemente pero con ganas -Aura estaba preocupada de que Fabis entrara en cualquier
momento. Después de que nos vistiéramos y bajáramos la escalera hasta la cocina, se me acercó al oído y
me contó que pronto íbamos a estar haciendo el amor todo el tiempo para hacer nuestro bebito. Me sentí
extremadamente enérgico y optimista.
Aura estaba trabajando de maravilla esa mañana. Subí y la vi frente a la notebook, escribiendo, con
los auriculares puestos. Más tarde, de camino a la playa, dijo: “estoy escribiendo un cuento realmente
genial”. Aura no solía decir esas cosas, pero lo expresó con un tímido convencimiento. Al otro día tal vez se
desilusionaba de nuevo. Pero definitivamente le estaba pasando algo. El cuento en el que estaba trabajando
había mejorado drásticamente en solo un par de días; esa mañana lo dejó casi terminado -tanto, de hecho,
que al final fue publicado. Había trabajado tan duro todo el año: ¿por que no debería haber sucedido en ese
mismo momento, ese “click”, en el que de repente sentís como si una puerta que había estado cerrada se
abriera y las palabras y las oraciones parecieran existir en una nueva dimensión?
Una característica inolvidable de ese día casi sin nubes fue el número llamativamente elevado de
personas en la playa y la cantidad de ellos que se habían metido al mar, incluso chicos chicos. Miramos a
los surfistas desde las reposeras. Aura ponderaba sus habilidades sin parar. Un par de jóvenes forzudos de
piel clarita, que parecían hermanos, eran los mejores del grupo, deslizándose por la superficie del mar,
apostados con maestría en la cresta de las olas, brazos extendidos, como superhéroes que vuelan. Ya nos
habíamos metido al agua al menos dos veces y en ambas oportunidades habíamos intentado agarrar una
ola pero yo apenas tuve un pequeño viaje; siempre le calculaba mal el tiempo.
No me gustaba el chico joven que se sentó al lado nuestro, de pelo largo, flaco como un galgo,
muchos tatuajes y un piercing en el labio inferior. ¿Por qué se había sentado justo ahí, tan cerca? Después
llegó su amigo y extendió una toalla frente a él. Aura dijo que quería volver a meterse. ¿Otra vez?
“Pero mirá cuánta gente que hay”, dije. Sigue sorprendiéndome el hecho de que Aura no sintiera
rechazo por las multitudes. En serio, solo se veían cabezas de nadadores y ella generalmente era muy
susceptible a esas cosas -apenas si podía mirar una superficie así de manchada, como estriada, sin
experimentar un escalofrío de repulsión.
Le susurré que no quería dejar las cosas ahí, al alcance de nuestros vecinos, esos jóvenes
repugnantes. Aura me respondió, también susurrando, que estaba segura de que no se iban a robar nada.
Eran apenas unos hippies de la playa.
“Vayan ustedes dos”, dije.
“Dale”, me suplicaron Aura y Fabis. “El agua está re linda hoy. ¡Vení con nosotras!”
“No”, dije, “hoy paso. Quiero leer”.
Aura tenía puestas los botines de buzo que se había comprado para el viaje, lo cual le hacía un
andar ligeramente tambaleante y le complicaba mantenerse a la altura de Fabis, que era mucho más alta,
en su caminata hacia la orilla. Aura balanceaba los brazos para darse un poco más de velocidad, con la
cabeza inclinada hacia arriba en dirección a Fabis mientras le hablaba, feliz, entusiasmada. Vista de atrás,
con su traje de baño azul, se veía un poquito ovalada, mucho más de lo que realmente era. Qué persona
adorable, divertida y hermosa que es mi Aura, pensé.

Este es el momento que decidió todo: si yo soy la ola, es acá cuando empiezo a elevarme, llena de
doloroso amor. Aún si hubiera sido nada más que el preludio de un chapuzón común y corriente, estoy
seguro de que iría a recordar ese momento, me dije, me prometí que iba a dejar de enojarme con Aura, con
sus inseguridades, con su necesidad que tenía de que yo le demostrara todo constantemente. ¡Qué carajo!
Por Dios, voy a amarla más que nunca y obvio que me voy a ir a nadar con ella en este preciso instante. Me
dispuse a asegurar mis cosas contra un eventual robo, sin quedar muy obvio. Guardé la billetera, la remera,
las ojotas y los libros, que nunca más iría a abrir, en la bolsa de fieltro de la librería Gandhi y enrosqué las
manijitas en la pata de una silla que aseguré con firmeza en la arena. Podía ver a Aura y a Fabis metidas
hasta los hombros, se miraban, se metían bajo las olas y volvían a subir. Corrí por la playa a través de la
abrasadora arena y me metí al mar.
Apenas las alcancé decidimos tratar de hacer bodysurf. Agarré una ola casi a la perfección y aparecí
como 20 metros adelante, estallando de la risa y agitando los brazos como loco. Fabis intentó agarrar la
próxima ola pero le erró. La ola que vino después de esa se elevó frente a nosotros como si la estuviera
empujando una máquina excavadora invisible y escuché que Aura gritaba “¡yo voy con esta!”
“¡Yo voy con esta!” La voz alegre, valiente, envuelta en su última corazonada de placer.
La vi arrojarse y pensé, al tiempo que me hundía bajo la ola, que parecía más grande, más pesada
y de algún modo más lenta que las demás y sentí una punzada de miedo. (¿O es apenas un truco de la
memoria?) Salí entre una inmensa envoltura de bulliente espuma -el agua se veía como si estuviera
hirviendo. Fabis estaba al lado mío. “¿La agarraste?”, le pregunté y me dijo “No, ¿vos?” pero yo ya estaba
mirando para todos lados, buscando a Aura. “¿Dónde está Aura”, no la veía. Desconcertado, barrí con la
mirada para los cuatro costados por la abundante superficie, a ver si sacaba la cabeza, luchando por
respirar, sacándose el pelo de la cara con las manos y corriéndose el agua de los ojos. Pero no estaba en el
agua.
Después la vi. La espuma en retirada la destapó como una blanca sábana suavemente corrida: sus
hombros suaves y redondos, su espalda. Estaba flotando, quieta, bocabajo en el agua. Alcancé a Aura un
segundo o dos antes de otros tres o cuatro nadadores; la agarramos y la llevamos hasta la playa. Qué
pesada que era. La pusimos de espalda sobre la arena. Estaba inconsciente y le salía agua de la nariz.
Pero después abrió los ojos. La gente gritaba “¡no la muevan!” Jadeaba; dijo que no podía respirar. Alguien
gritó “¡dénle respiración boca a boca!” y yo llevé mis labios hacia los suyos. Soplé y sentí el cálido aliento
volviendo suavemente hacia mí. Me sorprendió lo inclinado de la pendiente de la playa; era como si
estuviéramos en una barranca. ¿Había sido eso en el pasado? Llegó una ola y casi la tapó. Varios pares de
manos la levantaron pero aun así se resbaló, entonces la levantamos de nuevo y la llevamos hasta la arena
seca. “Un doctor, una ambulancia”, imploraba yo. Tenía que quedarme a su lado. Ella dijo “ayudame a
respirar” y acerqué mi boca contra la cuya. Susurró “eso fue muy fuerte” y después del siguiente soplo, “así”.
Alguien, quizás Fabis, dijo que fue un susto*, que eso era lo que le estaba dificultando la respiración, que
cuando se le pasara iba a estar en condiciones de respirar y yo le repetí, “Aura, fue un tremendo susto, es
por eso que no podés respirar. Cuando te calmes vas a poder”. Fabis fue a buscar ayuda. Justo antes de
que se fuera Aura me dijo, “Quiéreme mucho, mi amor * ”.
No podía mover las piernas ni sentía nada en toda esa parte del cuerpo. Me lo dijo con la mayor de
las composturas, como si creyera que, si se quedaba tranquila y quieta el horror iría a decidirse por otra
presa. Le dije que era algo temporario, que pronto iría a regresar la sensación. Le sostenía la mano, la
apretaba, pero ella no sentía mis apretones. Estaba hecha milanesa [caked in sand]. Alguien que sonaba a
alemán decía una y otra vez, como con autoridad, que no había que moverla. “Aire * ”, decía Aura, cada vez
que necesitaba que la ayudara a respirar. La palabra salía de sus labios como una burbuja que explota
lentamente.
“No quiero morir* ”, decía.
“Cómo que te vas a morir, mi amor, no seas tonta”. Le apretaba la mano, le acariciaba el pelo sobre
la frente. Mis labios contra los suyos, adentro, afuera, espera, adentro, afuera, espera...
Por alguna razón el doctor nos encontró a nosotros antes de que Aura lo encontrara a él. Era un
hombre joven y flaco pero fortachón que parecía surfista. Puede que fuera estudiante de medicina y no
médico. Fabis volvió con la noticia de que había solo una ambulancia en toda esa extensión de costa y que
en ese momento se encontraba a dos horas de distancia.
“Aire* ”, susurró Aura.
El joven médico se puso a cargo de la situación. No podíamos aguantar dos horas de espera, dijo.
Teníamos que llevan a Aura al hospital más cercano, en Pochutla, a unos veinte kilómetros. Un hombre se
ofreció a llevarla al hospital en su 4x4. Podíamos usar una tabla de surf a modo de camilla y cargar a Aura
en la parte de atrás. Cuando el doctor pidió ayuda, algunos de los jóvenes que estaban por ahí se
dispersaron como si les estuvieran quemando los pies con una antorcha, pero otros se acercaron para
arrodillarse alrededor de Aura y la levantaron cuidadosamente al tiempo que otros le deslizaban una tabla
de surf por abajo y así la llevamos a la 4x4. En la parte de atrás me acuclillé al fondo para sostenerle la

* En castellano en el original [N. del T.]


cabeza con ambas manos, cosa de que no se moviera, al tiempo que me inclinaba constantemente para
darle aire. La camioneta se bamboleaba de una lado al otro de la ruta, cada bache era una profunda zanja y
se hacía imposible mantenerla totalmente inmóvil. Un joven estaba agachado del otro lado de la tabla, tanto
para que no se cayera a la ruta como para tenerle firmes las piernas. Por alguna razón tenía una pluma
verde y le acariciaba las plantas de los pies. Le preguntó si sentía algo: ella susurró que sí y yo le dije que si
podía sentir la pluma entonces todo iba a estar bien. El joven de la pluma rezaba por Aura. “Sos como un
ángel”, le dije. Al final llegamos a una ruta pavimentada. Alrededor de cuarenta y cinco minutos después de
abandonar la playa llegamos al hospital de Pochutla.
El hospital estaba en las afueras de la ciudad, un endeble edificio de una sola planta que tenía todo
el aspecto de una escuela rural. El área de cuidados intensivos era pequeño y espartano. El personal
mantuvo a Aura en la tabla de surf, la cual colocaron sobre una cama. Le pusieron un cuello ortopédico.
Pero ni siquiera tenían un respirador; yo tuve que seguir ayudándola a respirar.
El primer médico que apareció para mirar a Aura era claramente un alcohólico, se veía
desmarañado, agotado y absolutamente indiferente. Fabis estaba en la zona de espera, haciendo un par de
llamadas con el celular antes de que se le acabara la batería. Trató de llamar a la madre de Aura, en México
DF, pero le agarró el contestador automático. Tampoco pudo comunicarse con el padrastro. El cargador del
celular había quedado en la casa de Mazunte. Le pidió al de la 4x4 si podía ir a buscárselo y él le dijo que
sí. Por extraordinario que parezca, volvió con el aparato en no mucho más de una hora.
Al final trajeron un respirador manual y una enfermera se dispuso a sostener la parte de la boca
sobre los labios de Aura mientras yo, con ambas manos, apretaba rítmicamente el globo ovoide de plástico
blanco que bombeaba el aire. Después de un rato me avisaron que tenía que completar un par de papeles;
una enfermera se hizo cargo del globo y a mí me llevaron a un pequeño cubículo con un escritorio para
esperar a otro médico. Intenté llamar a la mamá de Aura pero no atendía, así que le mandé un e-mail en el
que le contaba que Aura había tenía un accidente en el mar, que estaba en el hospital y que por favor me
llamara a mí o a Fabiola de inmediato. La batería de mi celular estaba casi en cero para este entonces. Le
mandé un e-mail a mi amigo abogado de Nueva York, Andrew Kaufman, y a otros más pidiéndoles ayuda
para gestionar una evacuación médica a Estados Unidos. Estaba descalzo, en malla y remera. Fabis me
había alcanzado la remera. También había tenido la claridad mental como para pasar a buscar nuestras
cosas de la playa.
El segundo médico era un hombre grande de pelo blanco y bigote. Me hizo un par de preguntas
para las planillas y escribió las respuestas lentamente en una máquina de escribir; el trámite parecía
interminable. Me pareció escuchar que me llamaba Aura y me paré de repente para salir. Cuando llegué
hasta Aura había un tercer médico, un joven fornido de cachetes regordetes y un aire de benévola
inteligencia. Estaba a cargo del respirador manual, lo apretaba con calma con ambas manos y alternaba la
mirada cuidadosamente entre la cara de Aura y la pantalla de monitoreo que le habían puesto. Pregunté si
había preguntado por mí y las enfermeras dijeron que no, que estaba tranquila *. Le pasó el globo a una
enfermera y me llevó al pasillo, donde me dijo que necesitábamos trasladar a Aura a un hospital en México
DF lo más pronto posible, por ambulancia aérea. Sus pulsaciones habían disminuido notablemente, dijo,
pero le habían dado una inyección de epinefrina que la había devuelto casi a la normalidad. Cuando volví al
cuarto me dijeron que vigilara el monitor y avisara si las pulsaciones caían por debajo de cuarenta. Cuando
el médico martilló abajo de la rodilla de Aura, hizo un pequeño movimiento reflejo. Le deslizó el martillo por

* En castellano en el original [N. del T.]


la planta de los pies y le preguntó su había sentido algo; dijo que sí. Las enfermeras y yo intercambiamos
sonrisas. Entonces el doctor simuló hacerlo de nuevo, pasando el martillo por la zona pero sin tocarle la piel;
Aura volvió a asegurar que lo había sentido.
Mis recuerdos de lo que pasó ese día eterno siempre permanecerán borrosos e inciertos. Sé que
Fabiola estaba constantemente hablando por teléfono, arreglando lo de la ambulancia aérea. Salí al pasillo,
donde había dejado el bolso con los libros bajo una silla, para agarrar mis ojotas y la billetera; ahí me di
cuenta de que alguien, probablemente en la playa, me había robado toda la plata y acto seguido devuelto la
billetera al bolso. Tenía una tarjeta de crédito nada más, una American Express inútil para los cajeros
automáticos mexicanos. Las demás tarjetas habían quedado en la casa de Mazunte. Escuché que Fabis
decía en el celular, quejumbrosa pero con urgencia, “Pero Ma, imaginate si me hubiera pasado a mí” -la
madre le había preguntado si no podíamos esperar un día más para la ambulancia aérea. Fabis dijo: “Ma,
puede que no llegue a mañana”.
Al final la familia de Fabis consiguió un servicio de ambulancia aérea en Toluca que volaría hasta la
ciudad cercana de Huatulco para buscar a Aura. Ya era tarde y se estaban apurando para sacar del banco
los doce mil dólares en efectivo que pedía la ambulancia aérea. La hermana de Fabis había encontrado un
cirujano de médula espinal, el padre de un amigo, que era uno de los mejores de México DF y estaba
esperando a Aura en el Hospital de los Ángeles, en Pedregal, una de las zonas más opulentas de la ciudad.
Pero surgió un nuevo problema: la ambulancia aérea no podía venir porque el aeropuerto de Huatulco, que
cerraba de noche, le estaba negando permiso de aterrizaje.
La encargada del aeropuerto de Huatulco se llamaba Fabiola también. Al teléfono, Fabis le dijo “si
mi prima se muere, te va a comer la conciencia por el resto de tu vida.” Kaufman, mi amigo abogado de
Nueva York, también estaba haciendo presión. Su firma había trabajado en casos corporativos con uno de
los abogados más poderosos de México y había convencido a ese abogado para que llamara al aeropuerto
de Huatulco. Después de la llamada, la Fabiola de Huatulco cedió y permitió que el aeropuerto abriera hasta
la medianoche.
Cuando llegó la ambulancia que la llevaría a Huatulco, a unos veinte kilómetros de distancia, el
médico joven, que era en verdad un pasante de Guadalajara recién asignado al hospital, se ofreció a
acompañarnos con el respirador manual. Aura, envuelta en una sábana, fue levantada de la tabla de surf y
apoyada en la camilla de la ambulancia. Quienquiera que hubiera sido el dueño de esa tabla, al parecer la
había abandonado por ella.
Tras casi una hora de viaje entramos al aeropuerto por un acceso trasero y escuché el chillido de un
ocioso motor de jet en el húmedo aire tropical. El médico joven se negó incluso a aceptar que le pagáramos
el taxi de regreso a Mazunte; partió, después de una ronda de adioses alegres y sentidos, respirador
manual bajo el brazo, a la casa de un amigo. Pasaron a Aura a una nueva camilla y la cubrieron
cómodamente con una manta térmica plateada. La médica de la ambulancia aérea nos dijo que sus signos
vitales eran buenos. Ya en el aire, dijo que Aura no necesitaba respirador. Era cierto: se las estaba
arreglando para respirar sola. Me miró y me dijo: “Mi amor, ¿me puedo dormir un poquito?” *
Durmió un poquito y después una última ambulancia nos llevó desde el aeropuerto de Toluca por la
ciudad de México hasta Pedregal, en el sur. Nos acompañaba un médico que apenas parecía tener veinte
años, rápido y seguro en sus movimientos, del estilo alerta y seriote, con anteojos y rasgos delicados y
definidos. Custodiaba los signos vitales de Aura en el monitor con ferviente detenimiento. Después dijo, con

* En castellano en el original [N. del T.]


voz tensa, “No me gusta nada cómo se ve esto”. Había desaparecido el optimismo de la ambulancia aérea.
Ahora no podría decir si estoy agradecido por esos últimos momentos de esperanza y alivio o si siento que
nos engañaron cruelmente.
La madre y el padrastro de Aura, con quienes Fabis finalmente había logrado contactarse, nos
estaban esperando en la entrada de emergencias del hospital. Algunas tías * de Aura también estaban ahí.
Eran más o menos las dos de la mañana. La mamá de Aura, de brazos cruzados y fulminándome con la
mirada, me habló en tono acusador. “Es tu culpa”, dijo. ¿Así le devolvía a su hija, a la hija que me había
entregado para proteger en matrimonio?
Aura estaba despierta. Parecía como si hubiera ahorrado toda la energía para darle esta última
declaración a su madre: “Fue una tontería, Mami” *.
Creo que el cirujano famoso y su equipo de médicos se dieron cuenta casi de inmediato. No sé
cuánto tiempo tardó hasta que salieron a hablarnos en la sala de espera. El cirujano era un hombre alto y
corpulento. Nos dijo que Aura se había roto las tercera y cuarta vértebras de la columna vertebral y estas
habían cortado los nervios que controlaban la respiración, el torso y los miembros. Probablemente iría a
quedar paralítica de por vida. Estaban tratando de estabilizar la médula espinal de modo tal que bajara la
inflamación. Recién después decidirían si existía alguna forma de operarla. Además había tragado agua de
mar y estaban tratando de sacársela de los pulmones. Le imploré al doctor. Le dije que Aura había tenido
sensibilidad en los miembros por momentos, a lo largo del día, le dije que en la ambulancia aérea sus
signos vitales habían estado bien y que incluso había respirado por sus propios medios. Le dije al doctor
que todo iría a estar bien y que tenía que creerme; recuerdo sus ojos afligidos, que me miraban sin poder
hacer nada, a este hombre con una remera sucia y transpirada y en malla.
No me dejaron pasar a la sala de terapia intensiva a ver a Aura. Los equipos médicos necesitaban
trabajar sin interrupciones. Fabis se fue a dormir a su casa. No recuerdo que hubiera nadie en la sala de
espera más que los padres de Aura, sentados en los sillones de vinilo a un costada del salón, y yo sentado
solo del otro lado. La luz en la sala era bastante débil. No podía llamar a nadie porque mi celular se había
quedado sin batería. En un momento salí y caminé por los pasillos vacíos hasta que me topé con una
pequeña capilla para rezar. Juré que si Aura sobrevivía iba a llevar una vida religiosa y devota y mostraría
mi gratitud hacia Dios todos los días. De regreso en la sala de espera me dije a mí mismo que, si llegaba a
quedar paralítica por un tiempo, iba a encontrar alguna manera de meterla en el mejor servicio de
rehabilitación de EEUU; iba a leerle todos los días y dejar que me dictara las cosas que escribiera. Esa
clase de cosas estaba pensando. De vez en cuando me levantaba y me acercaba al intercomunicador a
preguntar si podía entrar a ver a mi esposa, pero en todas las ocasiones me decían que no se permitían
visitas hasta la mañana.
¿En qué pensaste a lo largo de esa larga noche, mi amor, ahí recostada muriéndote y sola? ¿Me
echaste la culpa? ¿Pensaste en mí con amor aunque sea una vez? ¿Me viste o me escuchaste o me
sentiste amándote?

No fue sino hasta la mañana siguiente que finalmente me dejaron pasar a verla. La ayudante del eminente
cirujano, una mujer con cara de bulldog, me dijo que en el transcurso de la noche Aura había sufrido dos
ataques al corazón y que en ese momento se encontraba en coma.

* En castellano en el original [N. del T.]


Apoyé los labios sobre la oreja de Aura y le agradecí por los años más felices de mi vida. Le dije que
nunca iba a dejar de amarla. Y en ese momento la asistente del cirujano me echó bruscamente.
Diez o quince minutos después, tras pasar nuevamente por la cortina blanca, sentí de inmediato una
quietud vacía alrededor de la cama de Aura y la asistente del cirujano me dijo que Aura había fallecido hacía
unos minutos. Me acerqué a ella. Sus ojos sin luz. Le besé las mejillas, ya frescas como la arcilla.
Por todo el hospital deben haber escuchado mi llanto desesperado.

Juanca no pudo ir al funeral porque fue a Mazunte a recuperar nuestras cosas. Encontraron la casa
exactamente como la habíamos dejado. Empacaron todo, hasta el champú de Aura. Aura siempre cerraba la
tapa de la notebook cuando terminaba de trabajar en el día, así que cuando la abrí más tarde encontré la
pantalla como ella la había dejado. Había dos documentos abiertos: la última versión de su cuento sobre la
maestra y algo nuevo, quizás el inicio de otro cuento, titulado “¿Hay señales en la vida?” *

[Traducción: Julio César Estravis Barcala]

* En castellano en el original [N. del T.]

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