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Cuentos de la vida escolar

Acercamos tres cuentos extraídos del libro Relatos de escuela, compilado


por Pablo Pineau. El libro permite al lector reconstruir las experiencias
escolares argentinas en el nivel primario y medio desde mediados del
siglo XIX hasta la actualidad.

Entre los cuentos seleccionados, los docentes tendrán acceso a un relato


del año 1935 escrito por Olga Cossettini. Acerca de esta destacada
docente presentamos también en este especial un extracto del
documental sobre la escuela que dirigió en esos años, una escuela
verdaderamente innovadora.

El siguiente cuento es de la ensayista y crítica literaria Beatriz Sarlo.


Habla del trabajo de Rosa del Río, directora de una escuela primaria
pública porteña hacia 1920.

El último cuento, del escritor Andrés Rivera, es un fragmento de "Lento"


–de su libro Cuentos escogidos– donde relata la experiencia de una
maestra rural.

¡Que los disfruten!

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¡Esos chicos pierden el tiempo! (1935)

Por Olga Cossettini*

A la lectura se asocia el canto (...). La lectura interpretada así crea en el


niño el sentido artístico.

Casi siempre, después de cuatro o cinco lecturas, hacen un programa y


organizan una fiesta a la que invitan a otros grados.
Son actos simpáticos; contienen la belleza que emana de las cosas
sencillas y hondas, que se han arraigado bien en el alma y no son sino
una consecuencia inmediata de las clases de lectura.
Recuerdo que cierto día, al empezar uno de esos actos, llegó a la escuela
un padre en son de protesta y dirigiéndose a la maestra dijo:

— ¡Esos chicos pierden el tiempo!

Pero la maestra le replicó con energía:

—No, señor, lo que ocurre es que usted quiere que su hija sea educada
en la escuela del rigor, a la que usted asistía mas por obligación que por
cariño; venga usted y presencie la fiesta, puede ser que cambie de
opinión.

Y ahí estaba instalado en una silla del Teatro Infantil, un poco incómodo
por la algazara de los chicos y la expresión sonriente de algunas madres.

El segundo número del programa era un diálogo que debía ser


interpretado por una niña y la hija del padre ofendido, una pequeña llena
de alegría y de gracia. Era una escena de amor maternal y la niña,
posesionada de su papel de madre, arrullaba a su muñeca cantándole un
"duérmete, mi niño" dulcísimo.

Observé la actitud del padre, hasta entonces rígida y fría. Poco a poco
fue modificando su expresión, lo miré recogerse en la silla, inclinar un
poco la cabeza, pasar repetidas veces la mano por su mentón áspero,
hasta que al final aplaudió con los chicos confundiendo su alegría nueva
con la alegría de los pequeños.

Cuando salió del salón quiso volver a su actitud primera, pero no tuvo
tiempo. Ahí estaba frente a él su hijita, satisfecha, sonriente, esperando
del papá la palabra buena, que no tardó en llegar.
Fragmento de "Escuela serena. Apuntes de una maestra", en Olga y
Leticia Cossettini, Obras completas, Santa Fe, AMSAFE, 2001, citado en
2
el libro Relatos de escuela, de Pablo Pineau (compilador), Buenos Aires,
Paidós, 2005.

* Olga Cossettini (1898-1987). Maestra santafesina vinculada a las


posiciones más democráticas de la escuela nueva. "Escuela serena.
Apuntes de una maestra" relata su experiencia como directora de la
Escuela Experimental Gabriel Carrasco, de Rosario, en las décadas de
1930 y 1940.

3
Yo quería chicos de pelo bien corto y niñas de trenzas hechas y
deshechas todos los días (1998)

Por Beatriz Sarlo*

Llegué y el primer día de clase vi a las madres de los chicos, analfabetas,


muchas vestidas casi como campesinas, con el pañuelo caído hasta la
mitad de la frente y las polleras anchas y largas. Algunas no hablaban
español, eran ignorantes y se las notaba nerviosas porque seguramente
era la primera vez que salían para ir a un lugar público argentino, a un
lugar importante, donde se les pedían datos sobre los chicos y papeles.
Estas madres, muy tímidas, muy calladas, dejaban a sus hijos en la
puerta. Los primeros años que dirigí esa escuela tenía un chico
extranjero cada diez chicos argentinos, más o menos; pero muchos de
esos chicos argentinos también eran hijos de extranjeros y no
escuchaban palabra de español en casa, sobre todo si eran niñas y se
habían criado de puertas adentro. Esos chicos no parecían muy limpios,
con el pelo pegoteado, los cuellos sucios, las uñas negras. Yo me dije,
esta escuela se me va a llenar de piojos. Lo primero que hay que
enseñarles a estos chicos es higiene. [...]

Ese primer día, los chicos entraron a clase y yo salí de la escuela. Busqué
una peluquería, me acuerdo perfectamente de que el dueño se llamaba
don Miguel y le pedí que con todos sus útiles de trabajo me acompañara
a la escuela, que yo me hacía cargo de la mañana que se iba a perder
allí. En el segundo recreo, cuando los chicos estaban todos en el patio,
empecé a elegirlos uno por uno. Los hice formar a un costado y esperé
que tocara la campana y los demás entraran a las aulas. No me acuerdo
qué les dije a las maestras. Era un día radiante. Le expliqué al peluquero
que quería que les cortara el pelo a todos los chicos que habían quedado
en el patio, que el trabajo se hacía bajo mi responsabilidad y que se lo
iba a pagar yo misma.

Don Miguel trajo una silla de la portería, la puso a un costado, a la


sombra, e hizo pasar al primer chico. Tenían un susto terrible. Yo les dije
entonces que esa iba a ser la escuela modelo del barrio, que teníamos
que cuidarla mucho, mantenerla limpia, tanto las aulas como los
corredores y los baños. Y que, en primer lugar, todos nosotros debíamos
venir limpios y prolijos a la escuela y que lo primero que teníamos que
tener prolijo era la cabeza porque allí andaban bichos muy asquerosos
que podían traerles enfermedades.

El peluquero me miraba; el portero, parado a mi lado, ya había traído el


escobillón. Todo estaba listo. En media hora, los chicos estaban todos
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tusados. Una pelusa fina flotaba sobre el patio, una pelusita dorada o
marrón o negra, de mechones que caían al piso y se separaban con el
viento, don Miguel trabajaba rápido, aplicando la máquina cero a los
cogotes y alrededor de las orejas, envolviendo a cada chico, con un
movimiento de torero, en una gran toalla blanca que después sacudía
frente al escobillón del portero. Cuando terminaba con un chico, le daba
una palmada en el hombro, yo me acercaba y lo llevaba hasta su salón
de clase. Después volvía al patio. Los varones ya estaban listos. A las
mujeres, después que despedí al peluquero, les ordené que se soltaran
las trenzas y les expliqué como debían pasarse un peine fino todas las
noches y todas las mañanas. La pelusa flotaba sobre las baldosas al sol.

En el recreo siguiente, relucían las cabezas rapaditas y a los chicos se les


había pasado el susto, todos iban a recordar cómo los mechones de pelo
daban vueltas como pompones esponjosos y huecos sobre las baldosas
del patio, al sol, mientras el portero las barría y los chicos pegaban
grititos. Después, las maestras me dijeron que nunca habían visto ni
escuchado una cosa así. Alguna madre vino al día siguiente, muy pocas.
Todas creían que si los chicos se lavaban la cabeza se resfriaban. Les
expliqué que no era así y que, en esa escuela, yo quería chicos de pelo
bien corto y niñas de trenzas hechas y deshechas todos los días.

Nunca más tuve que llevar a don Miguel al patio. Los rapaditos les
enseñaron a los demás que era más cómodo y más despejado tener el
pelo cortísimo. Cuando lo conté en mi casa, durante el almuerzo, un
hermano mío, que ya era abogado, me dijo: "Sos una audaz. Te podés
meter en un lío. Esas cosas no se hacen". Pero ni esas madres ni esos
chicos sabían nada de higiene y la escuela era el único lugar donde
podían aprender algo. Un patio lleno de mechones rubios y morochos es
una lección práctica.

Fragmento de "Cabezas rapadas y cintas argentinas", de La máquina


cultural. Maestras, traductores y vanguardistas, Buenos Aires, Ariel,
1998, citado en el libro Relatos de escuela, de Pablo Pineau
(Compilador), Buenos Aires, Paidós, 2005.

* Beatriz Sarlo (1943). Ensayista y crítica literaria. "Cabezas rapadas y


cintas argentinas" reconstruye y analiza el accionar de Rosa del Río,
directora de una escuela primaria pública porteña hacia 1920.

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Para que -les decía ella- no los engañaran cuando les llegara la
hora de cobrar un sueldo (2000)

Andrés Rivera*

Esperó ese nombramiento, meses y años. Movió recomendaciones,


memorizó las palabras necesarias, vadeó puertas con paciencia y
discreción. Por meses y años, también tuvo náuseas.
Dio clases particulares a chicos que jamás distinguirían la g de la j, la s
de la z; a chicos que se aburrían en la escuela, a algún mocoso
consentido que quería explorarle los interiores de la bombacha con el
mismo aire codicioso y chambón que empleaba para manosear a la
muchacha-todo-servicio.

Preparó, apresuradamente, una valija, y viajó horas y horas rumbo al


destino que le asignaron. El paisaje cambió. El ómnibus se llenó de
cáscaras de frutas, de olores rancios, y de mujeres bajas y de anchas
caderas, ojos achinados y palabras escasas.

Subió un cerro pedregoso, cubierto de matas salvajes y chatas. La


escuela, en la cima del cerro, tenía techo de ladrillo y zinc. Tenía dos
habitaciones con una cama cada una, una pequeña cocina, y tenía una
sala con bancos y pupitres, y un pizarrón donde ella escribiría,
probablemente, letras desarticuladas. No faltaba el retrato, en lo alto de
la pared, del padre del aula inmortal.

Respiró aire puro.

Los chicos aprendían a unir consonantes y vocales y armaban una


palabra. Y después, unidas consonantes y vocales, nombraban el paisaje,
los árboles que les eran familiares, las chivas y los perros. Sumaban un
número y otro número hasta sortear el error, para que, les decía ella, no
los engañaran cuando les llegara la hora de cobrar un sueldo.

Ella aprendió, a su vez, que los chicos crecían entre piedras, llanura,
vientos y resignación, y que olvidarían los precarios trazos que
escribieron en la pizarra y en el papel.

Ella les calentaba algo de locro, algo de fideos, algo de leche en un


hornillo a gas. Ella los miraba comer, voraces y silenciosos.
Ella los despedía con un beso en la mejilla, y los chicos se encogían,
tensos, como si los fueran a castigar.

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Ella los miraba bajar el cerro, camino a sus casas, en el crepúsculo de
cada día.

Ella conoció la fatalidad de algunos desamparos.

Fragmento de "Lento", en Cuentos escogidos, Buenos Aires, Alfaguara,


2000, citado en Relatos de escuela, de Pablo Pineau (Compilador),
Buenos Aires, Paidós, 2005.

*Andrés Rivera (1928) Seudónimo literario de Marcos Rivak. Escritor de


cuentos y novelas breves, de estilo lacónico y potente. Ha sido Premio
Nacional de Literatura.

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