Está en la página 1de 8

Oración lunes 5 de abril

VOLVER A GALILEA
Los evangelios han recogido el recuerdo de unas mujeres admirables que, al amanecer del sábado, se han
acercado al sepulcro donde ha sido enterrado Jesús. No lo pueden olvidar. Le siguen amando más que a
nadie. Mientras tanto, los varones han huido y permanecen tal vez  escondidos.

El mensaje que escuchan al llegar es de una importancia excepcional. El evangelio de Mateo dice así: «Sé
que buscáis a Jesús, el crucificado. No está aquí. Ha resucitado, como dijo. Venid a ver el sitio donde
yacía». Es un error buscar a Jesús en el mundo de la muerte. Está vivo para siempre. Nunca lo podremos
encontrar donde la vida está muerta.
No lo hemos de olvidar. Si queremos encontrar a Cristo resucitado, lleno de vida y fuerza creadora, no
hemos de buscarlo en una religión muerta, reducida al cumplimiento externo de preceptos y ritos
rutinarios, en una fe apagada que se sostiene en tópicos y fórmulas gastadas, vacías de amor vivo a Jesús.

Entonces, ¿dónde lo podemos encontrar? Las mujeres reciben este encargo: «Id enseguida a decir a los
discípulos: “Ha resucitado de entre los muertos y va delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis”». ¿Por
qué hay que volver a Galilea para ver al Resucitado? ¿Qué sentido profundo se encierra en esta
invitación? ¿Qué se nos está diciendo a los cristianos de hoy?
En Galilea se escuchó, por vez primera y en toda su pureza, la Buena Noticia de Dios y el proyecto
humanizador del Padre. Si no volvemos a escucharlos hoy con corazón sencillo y abierto, nos
alimentaremos de doctrinas venerables, pero no conoceremos la alegría del Evangelio de Jesús, capaz de
«resucitar» nuestra fe.

Además, a orillas del lago de Galilea se fue gestando la primera comunidad de Jesús. Sus seguidores
viven junto a él una experiencia única. Su presencia lo llena todo. Él es el centro. Con él aprenden a vivir
acogiendo, perdonando, curando la vida y despertando la confianza en el amor insondable de Dios. Si no
ponemos cuanto antes a Jesús en el centro de nuestras comunidades, nunca experimentaremos su
presencia en medio de nosotros.

Si volvemos a Galilea, la «presencia invisible» de Jesús resucitado adquirirá rasgos humanos al leer los
relatos evangélicos, y su «presencia silenciosa» recobrará voz concreta al escuchar sus palabras de
aliento.

José Antonio Pagola

“Hoy, en esta noche, cada uno de nosotros puede


preguntarse: ¿Cuál es mi Galilea? ¿Dónde está mi Galilea?
¿La recuerdo? ¿La he olvidado? He andado por caminos y
senderos que me la han hecho olvidar. Señor, ayúdame: dime
cuál es mi Galilea; sabes, yo quiero volver allí para
encontrarte y dejarme abrazar por tu misericordia”, dijo el
Papa.

A continuación, ACI Prensa comparte con sus lectores el texto


completo de la homilía del Papa Francisco en la Vigilia
Pascual:

El Evangelio de la resurrección de Jesucristo comienza con el


ir de las mujeres hacia el sepulcro, temprano en la mañana
del día después del sábado. Se dirigen a la tumba, para
honrar el cuerpo del Señor, pero la encuentran abierta y
vacía. Un ángel poderoso les dice: «Vosotras no temáis» (Mt
28,5), y les manda llevar la noticia a los discípulos: «Ha
resucitado de entre los muertos y va por delante de vosotros
a Galilea» (v. 7). Las mujeres se marcharon a toda prisa y,
durante el camino, Jesús les salió al encuentro y les dijo: «No
temáis: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea;
allí me verán» (v. 10).

Después de la muerte del Maestro, los discípulos se habían


dispersado; su fe se deshizo, todo parecía que había
terminado, derrumbadas las certezas, muertas las
esperanzas. Pero entonces, aquel anuncio de las mujeres,
aunque increíble, se presentó como un rayo de luz en la
oscuridad. La noticia se difundió: Jesús ha resucitado, como
había dicho… Y también el mandato de ir a Galilea; las
mujeres lo habían oído por dos veces, primero del ángel,
después de Jesús mismo: «Que vayan a Galilea; allí me
verán».

Galilea es el lugar de la primera llamada, donde todo empezó.


Volver allí, volver al lugar de la primera llamada. Jesús pasó
por la orilla del lago, mientras los pescadores estaban
arreglando las redes. Los llamó, y ellos lo dejaron todo y lo
siguieron (cf. Mt 4,18-22).

Volver a Galilea quiere decir releer todo a partir de la cruz y


de la victoria. Releer todo: la predicación, los milagros, la
nueva comunidad, los entusiasmos y las defecciones, hasta la
traición; releer todo a partir del final, que es un nuevo
comienzo, de este acto supremo de amor.

También para cada uno de nosotros hay una «Galilea» en el


comienzo del camino con Jesús. «Ir a Galilea» tiene un
significado bonito, significa para nosotros redescubrir nuestro
bautismo como fuente viva, sacar energías nuevas de la raíz
de nuestra fe y de nuestra experiencia cristiana. Volver a
Galilea significa sobre todo volver allí, a ese punto
incandescente en que la gracia de Dios me tocó al comienzo
del camino.

Con esta chispa puedo encender el fuego para el hoy, para


cada día, y llevar calor y luz a mis hermanos y hermanas. Con
esta chispa se enciende una alegría humilde, una alegría que
no ofende el dolor y la desesperación, una alegría buena y
serena.

En la vida del cristiano, después del bautismo, hay también


una «Galilea» más existencial: la experiencia del encuentro
personal con Jesucristo, que me ha llamado a seguirlo y
participar en su misión. En este sentido, volver a Galilea
significa custodiar en el corazón la memoria viva de esta
llamada, cuando Jesús pasó por mi camino, me miró con
misericordia, me pidió de seguirlo; recuperar la memoria de
aquel momento en el que sus ojos se cruzaron con los míos,
el momento en que me hizo sentir que me amaba.

Hoy, en esta noche, cada uno de nosotros puede


preguntarse: ¿Cuál es mi Galilea? ¿Dónde está mi Galilea?
¿La recuerdo? ¿La he olvidado? He andado por caminos y
senderos que me la han hecho olvidar. Señor, ayúdame: dime
cuál es mi Galilea; sabes, yo quiero volver allí para
encontrarte y dejarme abrazar por tu misericordia.

El evangelio de Pascua es claro: es necesario volver allí, para


ver a Jesús resucitado, y convertirse en testigos de su
resurrección. No es un volver atrás, no es una nostalgia. Es
volver al primer amor, para recibir el fuego que Jesús ha
encendido en el mundo, y llevarlo a todos, a todos los
extremos de la tierra.

«Galilea de los gentiles» (Mt 4,15; Is 8,23): horizonte del


Resucitado, horizonte de la Iglesia; deseo intenso de
encuentro… ¡Pongámonos en camino!

Papa Franciso

«Pasado el sábado» (Mt 28,1) las mujeres fueron al sepulcro. Así comenzaba el evangelio de
esta Vigilia santa, con el sábado. Es el día del Triduo pascual que más descuidamos, ansiosos
por pasar de la cruz del viernes al aleluya del domingo. Sin embargo, este año percibimos más
que nunca el sábado santo, el día del gran silencio. Nos vemos reflejados en los sentimientos
de las mujeres durante aquel día. Como nosotros, tenían en los ojos el drama del sufrimiento,
de una tragedia inesperada que se les vino encima demasiado rápido. Vieron la muerte y
tenían la muerte en el corazón. Al dolor se unía el miedo, ¿tendrían también ellas el mismo fin
que el Maestro? Y después, la inquietud por el futuro, quedaba todo por reconstruir. La
memoria herida, la esperanza sofocada. Para ellas, como para nosotros, era la hora más
oscura.
Pero en esta situación las mujeres no se quedaron paralizadas, no cedieron a las fuerzas
oscuras de la lamentación y del remordimiento, no se encerraron en el pesimismo, no huyeron
de la realidad. Realizaron algo sencillo y extraordinario: prepararon en sus casas los perfumes
para el cuerpo de Jesús. No renunciaron al amor: la misericordia iluminó la oscuridad del
corazón. La Virgen, en el sábado, día que le sería dedicado, rezaba y esperaba. En el desafío del
dolor, confiaba en el Señor. Sin saberlo, esas mujeres preparaban en la oscuridad de aquel
sábado el amanecer del «primer día de la semana», día que cambiaría la historia. Jesús, como
semilla en la tierra, estaba por hacer germinar en el mundo una vida nueva; y las mujeres, con
la oración y el amor, ayudaban a que floreciera la esperanza. Cuántas personas, en los días
tristes que vivimos, han hecho y hacen como aquellas mujeres: esparcen semillas de
esperanza. Con pequeños gestos de atención, de afecto, de oración.

Al amanecer, las mujeres fueron al sepulcro. Allí, el ángel les dijo: «Vosotras, no temáis [...]. No
está aquí: ¡ha resucitado!» (vv. 5-6). Ante una tumba escucharon palabras de vida... Y después
encontraron a Jesús, el autor de la esperanza, que confirmó el anuncio y les dijo: «No temáis»
(v. 10). No temáis, no tengáis miedo: He aquí el anuncio de la esperanza. Que es también para
nosotros, hoy. Son las palabras que Dios nos repite en la noche que estamos atravesando.

En esta noche conquistamos un derecho fundamental, que no nos será arrebatado: el derecho
a la esperanza; es una esperanza nueva, viva, que viene de Dios. No es un mero optimismo, no
es una palmadita en la espalda o unas palabras de ánimo de circunstancia. Es un don del Cielo,
que no podíamos alcanzar por nosotros mismos: Todo irá bien, decimos constantemente estas
semanas, aferrándonos a la belleza de nuestra humanidad y haciendo salir del corazón
palabras de ánimo. Pero, con el pasar de los días y el crecer de los temores, hasta la esperanza
más intrépida puede evaporarse. La esperanza de Jesús es distinta, infunde en el corazón la
certeza de que Dios conduce todo hacia el bien, porque incluso hace salir de la tumba la vida.

El sepulcro es el lugar donde quien entra no sale. Pero Jesús salió por nosotros, resucitó por
nosotros, para llevar vida donde había muerte, para comenzar una nueva historia que había
sido clausurada, tapándola con una piedra. Él, que quitó la roca de la entrada de la tumba,
puede remover las piedras que sellan el corazón. Por eso, no cedamos a la resignación, no
depositemos la esperanza bajo una piedra. Podemos y debemos esperar, porque Dios es fiel,
no nos ha dejado solos, nos ha visitado y ha venido en cada situación: en el dolor, en la
angustia y en la muerte. Su luz iluminó la oscuridad del sepulcro, y hoy quiere llegar a los
rincones más oscuros de la vida. Hermana, hermano, aunque en el corazón hayas sepultado la
esperanza, no te rindas: Dios es más grande. La oscuridad y la muerte no tienen la última
palabra. Ánimo, con Dios nada está perdido.

Ánimo: es una palabra que, en el Evangelio, está siempre en labios de Jesús. Una sola vez la
pronuncian otros, para decir a un necesitado: «Ánimo, levántate, que [Jesús] te llama» (Mc
10,49). Es Él, el Resucitado, el que nos levanta a nosotros que estamos necesitados. Si en el
camino eres débil y frágil, si caes, no temas, Dios te tiende la mano y te dice: «Ánimo”. Pero tú
podrías decir, como don Abundio: «El valor no se lo puede otorgar uno mismo» (A. MANZONI,
Los Novios (I Promessi Sposi), XXV). No te lo puedes dar, pero lo puedes recibir como don.
Basta abrir el corazón en la oración, basta levantar un poco esa piedra puesta en la entrada de
tu corazón para dejar entrar la luz de Jesús. Basta invitarlo: “Ven, Jesús, en medio de mis
miedos, y dime también: Ánimo”. Contigo, Señor, seremos probados, pero no turbados. Y, a
pesar de la tristeza que podamos albergar, sentiremos que debemos esperar, porque contigo
la cruz florece en resurrección, porque Tú estás con nosotros en la oscuridad de nuestras
noches, eres certeza en nuestras incertidumbres, Palabra en nuestros silencios, y nada podrá
nunca robarnos el amor que nos tienes.

Este es el anuncio pascual; un anuncio de esperanza que tiene una segunda parte: el envío. «Id
a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea» (Mt 28,10), dice Jesús. «Va por delante de
vosotros a Galilea» (v. 7), dice el ángel. El Señor nos precede. Es hermoso saber que camina
delante de nosotros, que visitó nuestra vida y nuestra muerte para precedernos en Galilea; es
decir, el lugar que para Él y para sus discípulos evocaba la vida cotidiana, la familia, el trabajo.
Jesús desea que llevemos la esperanza allí, a la vida de cada día. Pero para los discípulos,
Galilea era también el lugar de los recuerdos, sobre todo de la primera llamada. Volver a
Galilea es acordarnos de que hemos sido amados y llamados por Dios. Necesitamos retomar el
camino, recordando que nacemos y renacemos de una llamada de amor gratuita. Este es el
punto de partida siempre, sobre todo en las crisis y en los tiempos de prueba.

Pero hay más. Galilea era la región más alejada de Jerusalén, el lugar donde se encontraban en
ese momento. Y no sólo geográficamente: Galilea era el sitio más distante de la sacralidad de
la Ciudad santa. Era una zona poblada por gentes distintas que practicaban varios cultos, era la
«Galilea de los gentiles» (Mt 4,15). Jesús los envió allí, les pidió que comenzaran de nuevo
desde allí. ¿Qué nos dice esto? Que el anuncio de la esperanza no se tiene que confinar en
nuestros recintos sagrados, sino que hay que llevarlo a todos. Porque todos necesitan ser
reconfortados y, si no lo hacemos nosotros, que hemos palpado con nuestras manos «el Verbo
de la vida» (1 Jn 1,1), ¿quién lo hará? Qué hermoso es ser cristianos que consuelan, que llevan
las cargas de los demás, que animan, que son mensajeros de vida en tiempos de muerte.
Llevemos el canto de la vida a cada Galilea, a cada región de esa humanidad a la que
pertenecemos y que nos pertenece, porque todos somos hermanos y hermanas. Acallemos los
gritos de muerte, que terminen las guerras. Que se acabe la producción y el comercio de
armas, porque necesitamos pan y no fusiles. Que cesen los abortos, que matan la vida
inocente. Que se abra el corazón del que tiene, para llenar las manos vacías del que carece de
lo necesario.

Al final, las mujeres «abrazaron los pies» de Jesús (Mt 28,9), aquellos pies que habían hecho un
largo camino para venir a nuestro encuentro, incluso entrando y saliendo del sepulcro.
Abrazaron los pies que pisaron la muerte y abrieron el camino de la esperanza. Nosotros,
peregrinos en busca de esperanza, hoy nos aferramos a Ti, Jesús Resucitado. Le damos la
espalda a la muerte y te abrimos el corazón a Ti, que eres la Vida.

Homilía del papa Francisco, 2020.


Me invito a sentir la alegría del Encuentro con el Jesús resucitado. (Rezando voy).

Gente resucitada.

En uno de los libros de Bessiere hay una muchacha que le dice a su abuela:

«Tendrías que ir a Yugoslavia. Hay allí un médico especialista en gente mayor que

consigue resultados increíbles. Tienes que ir, abuela, volverás como resucitada.» A

lo que la anciana contesta: «¿Quieres que vaya a Yugoslavia para que vuelva

resucitado? ¡Pero, si ya lo estoy!»

Efectivamente, en el mundo hay mucha gente resucitado sin necesidad de

acudir a médicos, sin esperar a la muerte. Yo conozco mucha de esta gente: jóvenes

que se dedican a atender a minusválidos; ancianos que tienen el coraje de vivir

como los jóvenes que fueron; matrimonios que son felices gracias a que tienen un

hijo subnormal; esa ciega que se dedica a dar alegría en un pabellón de cancerosos;

misioneros que han entregado sus vidas al tercer mundo y se enfadan si les

consideras héroes; muchachas que este verano dedican sus vacaciones a atender

una residencia de ancianos; ese pianista ciego que ha convertido su ceguera en un

plus de belleza musical; viejos sacerdotes que, bien ganada ya la jubilación,

prefieren seguir sirviendo en pueblecitos que nadie quiere; familias numerosas que

sonríen cuando la gente habla de que lo bueno es la parejita; gente, mucha gente

resucitado.

Y es que nos hemos acostumbrado a pensar que la resurrección es sólo una

cosa que nos espera al otro lado de la muerte. Y nadie piensa que la resurrección es

simplemente entrar en «más» vida. Que la resurrección es algo que Dios da a todo

el que la pide, siempre que, después de pedirla, sigan luchando por resucitar cada

día.

La resurrección es, realmente, como dice Bessiere, «un fuego que corre por

la sangre de nuestra humanidad. Un fuego que nada ni nadie puede apagar». Nada

ni nadie -claro- salvo nuestra propia mediocridad y aburrimiento.

Los resucitados son los que tienen un «plus» de vida, un «plus» que les sale

por los ojos brillantes y que se convierte enseguida en algo contagioso, algo que
demuestra que todo hombre sobrepasa al hombre que es y que prueba que la vida es

más fuerte que la muerte.

Y usted, amigo lector, también es o puede ser una persona resucitada.

La muerte, ya lo sé, nos va cortando ramas todas las noches, mutila ilusiones,

poda deseos. Pero, como la vida es más fuerte, también usted puede reverdecer

cada mañana esas ilusiones y esperanzas que le fueron podadas por la noche.

¿Cómo hacerlo? Sencillo. Levántese; levántese convencido de que lo hace para

vivir y no para vegetar: mírese después en el espejo, sonría, descubra que cuando

sonríe se vuelve más hermoso o más hermosa; y ahora pregúntese en qué y en

quién va a invertir esa sonrisa y ese día que acaban de regalarle. Recuerde que

cuando Jesús resucitó no lo hizo para lucir su cuerpo, sino para ayudar a los suyos

que las estaban pasando canutas, atrapados por el miedo a la muerte. Dedíquese,

pues, a repartir resurrección. Y se encontrará que todos se sienten mejor después de

hablar con usted. Y verá cómo para resucitar, para rejuvenecer, no hace falta ir a

ningún médico yugoslavo. Basta con chapuzarse en el río de sus propias esperanzas

para salir de él chorreando amor a los demás. Entonces habrá ingresado usted en la

cofradía de los resucitados.

José Luis Martín Descalzo

-----------
¿DÓNDE BUSCAR AL QUE VIVE?

La fe en Jesús, resucitado por el Padre, no brotó de manera natural y espontánea en el corazón de los
discípulos. Antes de encontrarse con él, lleno de vida, los evangelistas hablan de su desorientación, su
búsqueda en torno al sepulcro, sus interrogantes e incertidumbres.
María de Magdala es el mejor prototipo de lo que acontece probablemente en todos. Según el relato de
Juan, busca al crucificado en medio de tinieblas, «cuando aún estaba oscuro». Como es natural, lo
busca «en el sepulcro». Todavía no sabe que la muerte ha sido vencida. Por eso, el vacío del sepulcro la
deja desconcertada. Sin Jesús, se siente perdida.
Los otros evangelistas recogen otra tradición que describe la búsqueda de todo el grupo de mujeres. No
pueden olvidar al Maestro que las ha acogido como discípulas: su amor las lleva hasta el sepulcro. No
encuentran allí a Jesús, pero escuchan el mensaje que les indica hacia dónde han de orientar su
búsqueda: « ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado».
La fe en Cristo resucitado no nace tampoco hoy en nosotros de forma espontánea, sólo porque lo hemos
escuchado desde niños a catequistas y predicadores. Para abrirnos a la fe en la resurrección de Jesús,
hemos de hacer nuestro propio recorrido. Es decisivo no olvidar a Jesús, amarlo con pasión y buscarlo
con todas nuestras fuerzas, pero no en el mundo de los muertos. Al que vive hay que buscarlo donde hay
vida.
Si queremos encontrarnos con Cristo resucitado, lleno de vida y de fuerza creadora, lo hemos de buscar,
no en una religión muerta, reducida al cumplimiento y la observancia externa de leyes y normas, sino
allí donde se vive según el Espíritu de Jesús, acogido con fe, con amor y con responsabilidad por sus
seguidores.
Lo hemos de buscar, no entre cristianos divididos y enfrentados en luchas estériles, vacías de amor a
Jesús y de pasión por el Evangelio, sino allí donde vamos construyendo comunidades que ponen a Cristo
en su centro porque, saben que «donde están reunidos dos o tres en su nombre, allí está Él».
Al que vive no lo encontraremos en una fe estancada y rutinaria, gastada por toda clase de tópicos y
fórmulas vacías de experiencia, sino buscando una calidad nueva en nuestra relación con él y en nuestra
identificación con su proyecto. Un Jesús apagado e inerte, que no enamora ni seduce, que no toca los
corazones ni contagia su libertad, es un "Jesús muerto". No es el Cristo vivo, resucitado por el Padre. No
es el que vive y hace vivir.

También podría gustarte