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Un maestro a orillas del lago Titicaca por Rodolfo Kusch

Nos dijeron que el maestro había ido al lago a pescar. Tenía urgencia de hablarle.
Necesitaba que me abriera la iglesia para examinar unos murales, y él era el único quien
podía hacerlo. Todos me habían negado el permiso. Además tenía interés en conversar
con un maestro de un pueblo dormido a orillas del lago Titicaca. Seguramente contaría
con pocos alumnos y todos campesinos, de modo que tendría problemas diferentes a los
que se presentan en la gran ciudad.

Aquella noche cenamos con él. Era muy humilde y vestía pobremente, pero denotaba
una extraordinaria dignidad y pureza a través de todos sus actos. Se advertía que era la
autoridad más importante del pueblo, ya que se le consultaban todos los asuntos que
afectaban a la comunidad.

Recuerdo que hablamos de tests. Es natural que así fuera. Para los que somos de Buenos
Aires, el tests es un símbolo: supone evolución, progreso y además con él se miden
cosas; eso es lo más importante. El maestro era inteligente y se interesó. Pero cuando le
insistí que podía enviarle algunos, se sonrió. Comprendí que su interés no llegaba a
tanto.

Me dijo entre otras cosas que no tenía problemas de disciplina, ni de carácter con sus
alumnos. Un fuerte lazo afectivo los ligaba todos. Un día las autoridades lo habían
trasladado y los alumnos lo fueron a buscar en un camión. Eso nos agrada y lo
entendemos. En estos casos solemos decir que un maestro es un apóstol de la ciencia y
de la cultura, especialmente en ese lugar tan inhóspito, aunque no nos parezca tan
conveniente su indiferencia ante los tests.

Sin embargo este maestro tenía algo más. Al fin y al cabo, ser un maestro no significa
sólo conocer la ciencia y la cultura. Esto sería demasiado pobre y más, si únicamente se
dedicara a aplicar tests. Había otra cosa detrás de él. Y pensé que sería el lago. Veamos
por qué.

Este lago siempre estuvo cargado de misterios. Todo lo que se lee sobre él es extraño.
No sólo fue el lago sagrado de las culturas antiguas, sino que aún hoy en día se le
atribuye un sin fin de cosas, quizá un poco exageradas para un simple fenómeno
geográfico. Pero aún así es sugestivo: ¿qué pensar sino de un lago situado a cuatro mil
metros de altura, llevado ahí por el plegamiento de los Andes, y con un ancho igual a la
distancia que existe entre Buenos Aires y La Plata, y un largo tres veces mayor?

Mi encuentro con el lago fue paulatino. El primer contacto ocurrió en el barco que une
las ciudades de Guaqui y Puno. Era de noche y se escuchaba el chapoteo de las olas en
la quilla. A lo lejos, sobre una lejana costa, los chisporroteos de los relámpagos daban
un aire de leyenda. El lago se mezclaba con los antiguos dioses: Chuquilla o
Mamacocha, el rayo y el mar.
La segunda vez fua a la vuelta, cuando viajaba desde Puno en un camión hasta
Copacabana. Recuerdo que un paceño me hablaba entusiasmado del tango, cuando en
un recodo del camino, en Chucuito, un pueblo de hechiceros, de pronto apareció el lago
inmenso como un mar.

La tercera vez fue cuando cruzaba la frontera entre Yunguyo y Copacabana. Aquella
noche llegamos tarde y habían cerrado la frontera a los camiones. Contratamos entonces
unos indios para que lleven las cosas, y nos pusimos en marcha.

Era una noche cerrada. Nos detuvimos a descansar. Cerca nuestro brillaban tenuemente
las aguas del lago. El paraje daba un poco de miedo. Hice una alusión a la posible
aparición de Chuquichinchay, un felino legendario que llevaba en la frente una piedra
luminosa. Ni bien pronuncié este nombre, uno de los indios tomó apresuradamente un
bulto y corrió. Se había asustado. La leyenda vivía aún en su alma. El lago y
Chuquichinchay eran en su mente la misma cosa. Todavía hoy en día en Chucuito los
hechiceros suelen armar un altar para sus ritos, según parece para favorecer la caza.

Finalmente pude enfrentar el lago en Copacabana para examinarlo de cerca y dialogar


con él, como se suele hacer con las grandes cosas. Chapoteé en sus aguas. En el fondo
se veían piedras relativamente grandes, cubiertas de plantas marinas. Sobre los bordes,
un pequeño terraplén de arenas gruesas. Y luego su extensión. ¡No sé que terrible e
inconmovible significado trasuntaba, algo así como la de un inmenso dinosaurio
petrificado en esa altura!

Hoy en día ese lago es aún fuente de extrañas leyendas. Una mujer en Perú me había
relatado que su novio, un gringo, como se suele llamar a los rubios, cruzaba el lago en
una lancha por razones de trabajo. Nunca más lo vio. Se dijo que había caído al agua y
hubo quien suponía que lo habían empujado los indios. Estos necesitaban una ofrenda
para la cosecha y el lago nunca devuelve sus muertos.

Además es el lago de las ciudades sumergidas. El barco que une a Puno con Guaqui
había rozado algunas ruinas. Sin ir más lejos, Tiahuanaco, esa extraña ciudad cerca de
sus orillas, totalmente en ruinas, se dice que fue súbitamente abandonada por sus
habitantes a causa de un catastrófico desborde del lago, según supone un arqueólogo
boliviano. Una parte del las decoraciones de la famosa puerta del sol quedaron
inconclusas, y se ha comprobado que una capa de sedimentos marinos cubre la zona.

Indudablemente el lago Titicaca, además de ser un fenómeno geográfico, es un símbolo,


una especie de monstruo que devora hombres y ciudades; que no obstante su quietud, se
embravece prodigiosamente cuando sopla el viento, y que, sin embargo, alimenta a sus
hijos con peces. Todo eso junto, hace un personaje.

¿Pero dónde termina la mente de uno y dónde comienzan las cosas? Por ejemplo
compro un jarrón porque me gusta. En cierto modo ya pertenece a mi vida. Pero salgo
del negocio y se me rompe. Me aflijo. ¿Qué lamento entonces? ¿La simple rotura del
jarrón? Esto es lo que digo a todos. Pero en el fondo se ha estrellado contra el suelo un
pedazo de mí mismo. Nuestra vida se desparrama misteriosamente entre las cosas. Y, si
eso decimos del jarrón, qué no diremos del lago Titicaca. Qué gran pedazo de vida
tenemos que desparrama en él para incorporarlo a nuestra alma.

El lago es un símbolo para el boliviano, lo mismo que la Pampa lo es para nosotros los
argentinos. ¿Símbolos de qué? Pues de la parte más profunda de nuestra alma y
precisamente de algo inconfesable. Si algún día dijéramos lo que llevamos muy adentro
del alma, eso mismo sería tan tremendo como el lago o como la pampa. Lago y pampa
son la base. Si nos sacaran esa base nos sentiríamos como esos astronautas que han
perdido la gravedad, ya no habría ni arriba ni abajo: seríamos una simple máquina que
flota en el espacio.

¿Y por qué ir tan lejos? La vereda de nuestra casa, la calle, las casas de los vecinos, el
paso a nivel cercano, la avenida a dos cuadras, también son trozos de nuestra intimidad.
Vivimos siempre metidos en un paisaje, aunque no lo querramos. Y el paisaje, ya sea el
cotidiano o el del país, no sólo es algo que se da afuera y que ven los turistas, sino que
es el símbolo más profundo, en el cual hacemos pie, como si fuera una especie de
escritura, con la cual cada habitante escribe en grande su pequeña vida.

Y el lago Titicaca, que se da como lago y como símbolo, interviene en la enseñanza del
maestro aquel. Algún día este maestro tendrá que enseñar el teorema de Pitágoras. ¿Para
qué? ¿Para enseñar otra cosa más, o para redondear eso que sus alumnos ya saben del
lago, eso que necesitan para vivir junto a él?

He aquí un problema de la enseñanza que se nos ha olvidado. Al lago lo conocen todos.


A Pitágoras, nadie. El lago es inmenso y Pitágoras es chico. Es lo que solemos olvidar
entre nosotros. ¿Se aprende para saber mucho, o se aprende para poder inscribir la
propia vida en el paisaje? ¿Acaso no se aprende sólo para vivir? ¿Y por qué insistir en
enseñar algo más que eso que llevamos en lo más hondo del alma, eso que se da como
lago o como pampa afuera?

Los amautas enseñaban a sus alumnos las cosas de su tierra y sus creencias mediante
cordeles, a los cuales agregaban nudos: eran los quipus. Cada nudo equivalía a una
palabra nuestra o a una idea. Los usan aún hoy los indígenas para contar sus ovejas.
Cada nudo corresponde a una cosa. Por un lado había un signo, por el otro un trozo de
vida que le correspondía. Vida y signo iban de la mano.

Era una virtud de las antiguas culturas. pero en el siglo XX hacemos al revés:
aprendemos los signos, técnicas, ciencias, pero no sabemos con exactitud a qué aspecto
de nuestra vida corresponden.

Por eso se sonreía aquel maestro cuando le hablábamos de los tests. Debió sospechar
que rendíamos demasiada pleitesía a nuestro siglo. Y más aún, habrá advertido que no
somos totalmente sinceros. Porque, ¿qué sabemos del siglo? Apenas si compramos a
escondidas algún manual de divulgación, o un diccionario para ponernos al tanto; luego
lo colocamos en la biblioteca y nos olvidamos. De vez en cuando solemos hojearlos
sólo para ver la ortografía de alguna palabra y nada más. Ahí se acabó el siglo. ¿Y no
hace lo mismo el científico que pertenece a una sociedad internacional?

Es que tenemos una psicosis del siglo cuyo síntoma evidente es el cohete. Desde que se
inventaron estos artefactos, todos piensan evadirse de donde sea: del lago o de la pampa.
Pero en el cohete nunca habrá lugar para todos.

Pero debe ser tan fácil construirlos ¿verdad? Mucho más fácil que hacer lo del maestro
aquel: redondear la vida de sus alumnos simplemente con lo que necesitaban para
continuar junto al lago. Esto último nos cuesta mucho más que construir un artefacto.
Qué paradoja...

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