Está en la página 1de 2

Napoleón y los vientos de cambio

Expresé un deseo que llevaba conmigo desde siempre, y entonces, solo entonces, entendí que ese
deseo era demasiado cierto y real. Tenía que cambiarme de carrera, y no es que la odiara. No
odiaba. Es que tenía que estudiar literatura.
Estudie literatura. Creo que estar tan lejos de algo que quería tanto me afectó, porque cuando
entré, me sentía en ebullición. Pintaba con pintura roja, porque me identificaba con mi sangre,
que por primera vez sentí corriendo.
A fin de mi primer año me conseguí un trabajo como bodeguera de librería en la calle McIver.
La librería Solaz abría las 9 am. Yo decidí llegar más temprano el primer día, porque soy buena
para confundir micros y direcciones. El resto de los días llegaba temprano porque me enamoré de
la calle. Tenía un emplazamiento antiguo y tiendas insolente y deliciosamente anticuadas. La gente
caminaba a todas horas, acelerada. Yo las miraba y me aprendía las caras de memoria, e intentaba
adivinar quienes eran y a donde iban. O qué buscaban. Tal vez era solo el comprensible deseo de
pagar cuentas lo que los movía, pero en mi cabeza, ellos se esforzaban todos los días por cumplir
sueños muy difíciles y lejanos. Ambas versiones eran historias de valentía.

Nada más entrar, mi jefa me despachó al subterráneo para que pegara precios en los libros
usados. No me lancé a la tarea de inmediato, sino que me dediqué a inspeccionar el lugar.
Mi primera impresión fue que la librería era sencilla. Líneas rectas, estantes verde oscuro,
moqueta lo mismo. Y no necesitaba de un entorno bello para convencer de su valor, lo que tenía
que resaltar, resaltaba. La ampolleta revelaba con su luz clara, cantidades obscenas de libros de
todo tipo, amontonados ahí, mostrando lomo, ordenados bajo la única lógica de recordarle al
mundo lo distintos que eran, que cada uno tenía una historia distinta guardada adentro. Un
verdadero amante de los libros no perdería un segundo admirando los estantes.

Mi segunda impresión, cuando alcancé “Yo, Claudio”, fue que los estantes necesitaban urgente un
plumero. Mientras pasaba las páginas se ennegrecieron mis dedos. Se me contestó mi pregunta
“¿Cómo se mantiene en buen estado el paraíso terrenal? No se mantiene.

Desde que Beatriz me mandó el subterráneo, percibí su intenso deseo de no ser molestada, en el
trabajo, o al menos, no con trabajo. Me había dicho, como quién va a la guerra, que tenía que
hacer mucho trabajo de caja. Pero yo me asomé a la superficie del local y tuve la oportunidad de
contemplarla ahí, sentada en su silla, tomando una taza de té, dejándose bañar por la luz se
filtraba por la ventana. Escuchaba melodías divertidas que hacían pensar en una primavera
desparramada. Tenía los ojos cerrados.

Así que a Beatriz solo le interesa cobrar, pensé. Mi corazón se rompió un poco, solo un poco,
pensando en lo que podría haber sido esta librería, y no era. La parte que no se rompió fue la
parte que pensó “Yo puedo arreglar esto y llevar a la librería Solaz a su gloria comercial”.

Mi campaña para salvar la librería SOLAZ comenzó ese mismo día. Yo sacaría a esos tesoros de
esta mina de carbón, y el mundo sería un lugar mejor, porque todos sabrían. Mi plan constaba de
dos tipos de promoción:

Escaparate digital: seleccioné cuatro libros, uno cuya portada pertenecía a los inicios de Word Art,
otro con indígenas bailando alrededor de una fogata, un digno sucesor de Corín Tellado, “ La
cirujana del corazón” y Brasil, de Stephan Sweig, con misterioso lomo negro.
Le saqué foto a las portadas, las acompañé de descripciones memorables y exaltadas, y las subí a
faebook. Me se senté a esperar que me llovieran likes y compradores, pero pasó nada de esto
porque desde que hace unos años hasta entonces, mi gran preocupación había sido mantenerme
en el anonimato virtual.

Escaparate personal: Esto consiste en acercarse sutilmente al cliente, y darle recomendaciones


descollantes. Mi premisa era que aunque estas recomendaciones no se pidan, sí son deseadas,
solo que el cliente no lo sabe. No sabe lo que se está perdiendo.

Intente vender estos cuatro libros. La gente escogía no escuchar mis recomendaciones, y yo me
consolaba leyendo “fueguinos”, que así se llamaba el de los indígenas bailando alrededor del
fuego. Me había gustado porque a los indígenas de la portada los pintaron rojos, y bailaban de
noche alrededor del fuego. Así me sentía yo. Alcancé a leer tres páginas y decidí que
permanecería escondido en la esquina más polvorienta y oscura, hasta que yo lo comprara.

Desafortunadamente, ya había hecho un buen trabajo de promoción con ese libro. Una jovencita
diminuta y su novio, a quienes intenté deslumbrar más temprano, volvieron a la librería y se
llevaron exactamente Fueguinos. Se fueron tomados de la mano y riendo juntos, con mi libro en
una bolsita. En realidad, a pesar de la negligencia de Beatriz, muchos clientes se llevaron muchos
días, al igual que el resto de los días, muchos libros, y ninguno de los que recomendé yo.

Me sentí desilusionada. Implementé distintas innovaciones en estilo de venta por semanas, y


Beatriz, sentada en una silla, tomando té, le ganaba por goleada a mis esfuerzos hercúleos. No
comprendía lo que estaba pasado. ¿Qué tenía ella que no tenía yo?

Pasó lo inevitable: me hice amiga de Beatriz.

La librería Solaz es un negocio diminuto, como todas las librerías. Uno no la compara con Ripley,
Falabella o una petrolera. No da trabajo a ciento cincuenta empleados, somos ella, yo, y Ricardo
que viene de vez en cuando. Yo no tengo contrato. El modelo económico está de capa caída y
probablemente va a desaparecer. Un día no muy lejano, esos libros soñados se venderán en
liquidación, Beatriz apagará la luz y cerrará la puerta.

La librería es un lugar extraño para desarrollar la ambición. Pero Beatriz lleva 30 años detrás del
mostrador, y me contó que la gente que llega es como yo: humanistas ambiciosos. Ha sido testigo
de los más estrafalarios modelos de negocios y campañas ocultos en la librería, tengo ancestros.

También podría gustarte