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VICTORIA CAM PS

VIRTUDES PÚBLICAS

COLECCION
ESPASA CALPE
PENSAMIENTO / CONTEMPORÁNEOS

[RTUDES PÚBLICAS es una reflexión sobre


los valores que han de contribuir al mejoramiento
de la vida en común frente a la privacidad y auto-
complacencia que tienden a generar tanto las liber­
tades como el bienestar creciente. Victoria Camps
apuesta en este libro por una ética pública, etno-
céntrica, optimista y feminista. Esta edición se enri­
quece, además, con un capítulo final consagrado a
ciertos «vicios públicos» de ciudadanos y políticos
que no contribuyen, precisamente, a la reconstruc­
ción de la vida pública

COLECCIÓN A USTRA L
ESPASA CALPE

9 ( O O H É J 7 f J I 01
VICTORIA CAMPS
VIRTUDES PÚBLICAS
Epüogo de la autora

COLECCIÓN AUSTRAL
ESPASACALPE
COLECCIÓN A OSTRAL
PENSAMIENTO/CONTEMPORÁNEOS

Director Editorial: Javier de Juan


Editora: Pilar Cortés

© Victoria Camps. 1990

© Espasa-Catpe. S. A., Madrid, 1990

Maqueta de cubierta: Toño RodrlguerflNDIGO, S. C.


Ilustración portada: F. del Amo y F. Solé

Depósito legal: M. 4.875— 1993

ISBN 84—2 3 9 -7 3 1 0 — 7

Impreso en España
Printed in Spain
Talleres gráficos de la Editorial Espasa-Calpe, S. A.
Carretera de Irán, km. 12,200. 28049 Madrid
ÍNDICE

Prólogo ................................................................... 9
I. Virtudes públicas........................................... 15
II. La solidaridad ............................................... 31
III. La responsabilidad ....................................... 51
IV. La tolerancia ................................................. 73
V. ¿La profesionalidad? .................................... 91
VI. La buena educación ..................................... 109
VIL El genio de las mujeres ................................ 125
VIII. Identidades ................................................... 145
IX. La corrupción de los sentimientos .............. 167
E p Il o g o a l a e d i c i ó n d e b o l s i l l o .................... 189
I. Vicios públicos .............................................. 191
II. Una ética pública, etnocéntrica, optimista y
feminista ........................................................ 197
PRÓLOGO

Cuando las creencias flaquean, nos quedan las actitu­


des. La inseguridad de los contenidos desvía la mirada
hacia las formas y los procedimientos. Más que los actos
en si mismos, nos cautivan las maneras de hacer o de
estar. Perdonamos la transgresión de las normas, pero no
la incompetencia o la falta de sensibilidad. Pues la ética
es, sin duda, derecho y voluntad de justicia, pero también
es arte aprendido día a día. En cierto modo, lo que de­
fiendo en este libro nace de la aceptación de la mayor
parte de los tópicos de nuestra cultura. Vivimos en un
mundo plural, sin ideologías sólidas y potentes, en socie­
dades abiertas y secularizadas, instaladas en el liberalismo
económico y político. El consumo es nuestra forma de
vida. Desconfiamos de los grandes ideales porque estamos
asistiendo a la extinción y fracaso de la utopia más re­
ciente. Nos sentimos como de vuelta de muchas cosas,
pero estamos confusos y desorientados, y nos sacude la
urgencia y la obligación de emprender algún proyecto co­
mún que dé sentido al presente y oriente el futuro. Hemos
conquistado el refugio de la privacidad y unos derechos
individuales, pero echamos de menos una vida pública
más aceptable y más digna de crédito. La muerte de Dios,
de la que tanto se habló, ya no preocupa a nadie: la re­
ligión es parte de nuestro pasado y se conserva como una
presencia lateral, al margen del pensamiento y de la vida.
/o VICTORIA C AM PS

En cuanto al sujeto, que también había muerto, ha vuelto


a aparecer, pero sin prepotencia, como principio de lo que
es más propio e intransferible: el deseo, las emociones, la
voluntad, el sentimiento. Quererse a sí mismo y no pri­
varse de nada es el fin inmediato e indiscutible de la exis­
tencia. La verdad o la razón no la tiene nadie, si bien los
económicamente poderosos actúan como si la tuvieran y
se erigen en modelos del resto del mundo. Las identidades
nacionales, políticas, sociales o personales se tambalean,
y una de las necesidades más perentorias en estos mo­
mentos es la de definirlas y afirmarlas. La libertad es el
valor propiamente dicho, y la certeza de la libertad unida
al confort del bienestar, no nos privan de una cierta sa­
tisfacción y autocomplacencia.
No vivimos de espaldas a la ética. Por lo menos la nom­
bramos muy a menudo, especialmente para afear la con­
ducta ajena y legitimar la propia. Pero también porque
sabemos que el motor de un posible cambio no puede ser
únicamente el bienestar material. Y que todos y cada uno
de nosotros —y no sólo los Estados o los políticos— com­
partimos la responsabilidad del futuro. Sabemos, además,
que ese discurso tópico sobre nuestra situación no es, en
absoluto, universal. No vale para una buena parte de la
humanidad que ni está desarrollada, ni conoce el bienes­
tar del consumo, ni entiende de crisis del sujeto o de la
razón. Hay un mundo muy cercano que precisa de ideo­
logías fuertes o de revoluciones porque no ha traspasado
aún el umbral de la modernidad. Inevitablemente, la éti­
ca es etnocéntrica, y no puede dejar de serlo, si pretende
partir de lo conocido, de la moral vivida. Pero el e g o ­
centrismo no debería ser un obstáculo para el reconoci­
miento de las insuficiencias del propio pensamiento. No
debería obviar el recuerdo de que no somos los únicos ni
el centro del universo, que hay mucho por hacer aquí y
allá, y que ese hacer es posible si nos lo proponemos en
serio.
Entiendo que la ética será siempre un mal menor. El
intento de poner parches a un mundo que no es ni puede
PRÓLOGO 11

ser perfecto. La ética habla de la justicia porque hay de­


sigualdad, habla de la amistad porque no somos autár-
quicos, habla de la democracia porque no hay sabios ca­
paces y competentes para gobernar sin peligro de equi­
vocarse. La conciencia de que esto es asi es un obstáculo
para la construcción de diseños acabados y definitivos
como remedio de lo que hay, pero no es obstáculo para
la crítica constante y la insatisfacción por las muchas de­
ficiencias que constatamos. Tal vez no sepamos con cer­
teza hacia dónde hay que ir, pero sí sabemos qué es lo
que no nos gusta y lo que no debería tolerarse ni per­
mitirse. La función de esta ética incompleta es, sobre
todo, combatir las faltas de este mundo. Corregir la in­
diferencia y el desapego que ha producido la cultura de
la opulencia. La función de la ética es enseñar a que­
rer lo que merece ser querido, educar los sentimientos
para que se adhieran a los fines que promueven la justi­
cia. Básicamente, la ética realiza una labor de discer­
nimiento: distinguir qué debe ser enseñado, qué debe
ser tolerado, a quién hay que ayudar, de qué hay que
hablar.
Aunque las grandes palabras de la moral son siempre
las mismas, la forma de proponerlas o de argumentarlas
cambia con los tiempos y los lugares. El discurso ético es
retórico y no lógico, ha de adaptarse a las necesidades y
carencias de los tiempos y las sensibilidades. Es un dis­
curso racional, puesto que es humano, pero, también por­
que es humano, no ha de prescindir de los sentimientos.
La medida adecuada del valor depende de muchas cosas:
de la complejidad de cada uno, del nivel de civilización,
del desarrollo económico, del estado de las necesidades
básicas. Más allá de ios derechos y deberes fundamen­
tales, es difícil proponer una ética universal. Lo absoluto
es siempre abstracto, y lo concreto es relativo a las dife­
rencias.
Si propongo aquí una ética de las virtudes es porque
estoy convencida de que es la respuesta más justa a nues­
tra situación y a nuestras carencias. A ellas y desde ellas.
/2 VICTORIA CAM PS

Pienso, en principio, en las democracias consolidadas, en


la razón práctica nacida de un régimen de libertades y de
derechos fundamentales, con la tarea ineludible de pro­
gresar por ese camino sin abandonar ninguno de los lo­
gros ya alcanzados. Soy consciente de que sólo es licito
empezar a hablar de la educación del sentimiento —y eso
son las virtudes— cuando está claro que el valor ético
primario e insustituible es la justicia y que los principios
básicos son los que atienden a la redistribución de la ri­
queza. La justicia social es el horizonte de la socialde-
mocracia, aunque hoy ese horizonte aparezca un tanto
nebuloso y las dificultades para no perderlo de vista sean
grandes. Pero es ese mismo temor a perderlo el que hace
preciso hablar de una reconstrucción de la moral como
conjunto de virtudes. Esto es, una ética de actitudes e
inclinaciones individuales dirigidas a hacer más justa y
más digna la vida colectiva. Si la tendencia dominante de
los países desarrollados es la de sucumbir a las tentaciones
del individualismo liberal, algo hay que hacer para frenar
el impulso hedonista a pensar sólo en uno mismo y aten­
der únicamente a los intereses más próximos. La demo­
cracia debería ser la búsqueda y la satisfacción de nece­
sidades e intereses comunes, para lo cual conviene, ade­
más de definirlos y nombrarlos, de establecer prioridades,
construir un clima de colaboración y cooperación. A crear
ese clima van dirigidas las que aqui llamo «virtudes pú­
blicas».
Por qué apuesto por las virtudes y por qué las llamo
públicas, lo explico en el primer capítulo. Los tres capí­
tulos siguientes están dedicados a analizar las que, a mi
juicio, deberían ser cualidades básicas del sujeto demo­
crático: la solidaridad, la responsabilidad y la tolerancia.
No son, por supuesto, valores nuevos ni. en general, de­
satendidos por la ética occidental. Pero no está de más el
subrayarlos ni el pensar en ellos desde una perspectiva
que no es la de Aristóteles ni la de Kant o la de Nietzsche.
El quinto capítulo trata de la virtud de la profesionalidad,
la única que es de verdad respetada y reconocida en núes-
PRÓLOGO 13

• tras sociedades. Una virtud válida, pero que entraña un


evidente riesgo de alienación. El capítulo sexto habla de
la «buena educación» en el doble sentido de la expresión:
buenas maneras y educación ética. Puesto que todo el li­
bro consiste en un intento de acercar la ética a los sen­
timientos, y también porque pretendo recuperar el tér­
mino más original de la ética —la arete de los griegos—,
creo que no hay que olvidar el papel fundamental de la
paideia en la formación ética de la persona —que, no lo
olvidemos, es formación del carácter—. El capítulo sép­
timo, «El genio de las mujeres», pretende mostrar que la
propuesta de una ética de las virtudes es muy afín a la
sensibilidad femenina. No defiendo una ética de las mu­
jeres, distinta de la ética de los varones —eso no sería una
novedad—. Sí creo, en cambio, que la tradición o la cul­
tura femenina, tradición propia y singular porque ha con­
sistido en un mundo separado del de los hombres, ha pro­
ducido en las mujeres una serie de actitudes y un peculiar
estilo de ver las cosas que no es del todo despreciable y
que favorece el desarrollo de ciertos valores. Qué sé yo,
tal vez mi opinión esté infundada y no sea más que una
suerte de desenmascaramiento de mis propios fantasmas.
No obstante, ahi queda como punto de vista que quisiera
ver confirmado por otras voces. El capitulo «Identidades»
se enfrenta con el problema, actual si los hay, de la bús­
queda de identidades a todos los niveles, y de la dialéctica
inevitable entre la identidad personal y las identidades co­
lectivas. Finalmente, «La corrupción de los sentimientos»
aborda una de las contradicciones insolubles de la ética:
la rebeldía y la insumisión de los deseos a doblegarse ante
el bien.
Por supuesto, casi todas las ideas que aqui aparecen las
debo a lecturas, discusiones o charlas con todos aquellos
que, especialmente entre nosotros, gustan de pensar sobre
estas cosas. Ellos saben quiénes son, y hacia todos va di­
rigido mi agradecimiento. El impulso más inmediato de
estas páginas fue la invitación de la Fundación March a
14 VICTORIA CAMPS

dar un ciclo de conferencias a las que di el título de «Vir­


tudes públicas». A instancia de algunos colegas y amigos
que me quieren y me escuchan, me animé a completar
aquel núcleo y a convertirlo en libro. A todos, de nuevo,
mi reconocimiento, asi como al jurado que me otorgó el
Premio Espasa de Ensayo.
I. VIRTUDES PÚBLICAS

¿Tiene sentido hablar de virtudes en el siglo xx? Entre


nosotros, por lo menos, la palabra «virtud» está en de­
suso. Como lo está todo lo que puede recordamos la mo­
ralidad estrecha y encogida de una época que aún tenemos
demasiado cerca. El proceso de laicización de la sociedad
española ha dado saltos sorprendentes y ha arrasado con
muchos de los demonios que poblaron el pasado. A la
moral ya no la llamamos «moral», sino «ética», que suena
como más universal y menos dependiente de una fe reli­
giosa. Nadie habla de «virtudes», sino, en todo caso, de
«valores», palabra que la religión no hizo suya con el fer­
vor con el que se apropió de otras. El pecado ni siquiera
existe. Nuestros hijos tienen el privilegio de haber des­
conocido la tortura de los exámenes de conciencia. Tam­
poco saben gran cosa sobre los diez mandamientos; si
algo les suena en ese sentido son los derechos humanos.
La sociedad española se ha vuelto laica, en efecto, y la
ética —o la moral— se ha purificado de bastantes aso­
ciaciones anacrónicas y antimodernas. El «experimento
del nacionalcatolicismo» —cito muy a propósito el titulo
del importante libro de Alfonso Álvarez Bolado1— ge­
neró, además de una patria católica, una moral de pre­
ceptos referidos casi exclusivamente a las relaciones con1
1 A. Álvarez Bolado. El experimento deI nacionalcatolicismo. 1939-
1975. Editorial Cuadernos para el Diálogo. Madrid, 1976.
16 VICTORIA CAMPS

la Iglesia y con el sexo. Una moral, en consecuencia, cla­


ramente «privada», cuyas virtudes fundamentales eran
dos: la fe y la honestidad.
Ahora profesamos una ética laica. Pero ¿sabemos lo
que eso significa? ¿Podríamos afirmar sin reservas que la
secularización de las costumbres ha dado paso a una
forma distinta de entender la vida y la convivencia? Doy
por sentado que no es posible vivir de espaldas a la ética,
quiero decir, ignorándola. La vida humana es constitu­
tivamente moral, no sólo en el sentido de Aranguren, se­
gún el cual somos morales porque nuestra vida está por
hacer, no se nos da determinada, sino también porque el
proyecto de vida, individual y colectivo, se configura ne­
cesariamente en torno a unos ideales, a unos valores, que,
finalmente, o son éticos o están contra la ética. Podemos
equivocarnos en nuestros juicios, actuar de buena o mala
fe, pero lo que hagamos o nos propongamos, lo que de­
cidamos, cuando realmente es algo importante y no tri­
vial, será justo o injusto, leal o desleal, humano o inhu­
mano. Los criterios que la historia ha ido forjando como
principios del juicio ético son aún bastante inciertos y se
prestan a más de una interpretación o aplicación, pero
sería falso decir que carecemos en absoluto de unos pun­
tos de referencia para valorar lo que hacemos o queremos.
Así las cosas, podemos preguntarnos cuáles son hoy las
señas de la moral que ha de regular nuestras vidas. Dicho
más brevemente, ¿cuál es la moral que necesitamos no­
sotros, ciudadanos de un país democrático? Bajo el rótulo
de «virtudes públicas» quiero aventurar una forma de res­
ponder a esa pregunta.
Si escojo para ello volver a hablar de «virtudes» es por­
que creo que la moral es fundamentalmente lo que pensó
Aristóteles: una especie de segunda naturaleza, una serie
de cualidades, que conforman una peculiar manera de ser
y de convivir con los demás. Etimológicamente, la virtud
—o la arete— es aquello que una cosa debe tener para
funcionar bien y para cumplir satisfactoriamente el fin a
que está destinada. Los griegos hablaban de la virtud de
VIRTUDES PÚBLICAS 17

' un caballo de carreras, de un atleta o del tocador de citara.


Cada uno era excelente —«virtuoso»— en la medida en
que desempeñaba perfectamente su función. El «virtuo­
sismo» consiste en ese saber hacer capaz de manifestar
todas las posibilidades de un arte. Si cada cosa, pues, tiene
su «virtud», de acuerdo con el fin para el que ha sido
hecha, también los seres humanos, en tanto que son per­
sonas, han de poseer unas cualidades, unas virtudes, que
pongan de manifiesto su «humanidad». Y la moral —o
la ética— no es sino el conjunto de las virtudes o la re­
flexión sobre ellas: la serie de cualidades que deberían po­
seer los seres humanos para serlo de veras y para formar
sociedades igualmente «humanas».
Pero no todo el mundo cree que ese lenguaje tenga sen­
tido. He dicho al principio que la virtud está desvalori­
zada haciéndome eco de una importante teoría de la fi­
losofía moral contemporánea. Me refiero a la conocida
tesis del sociólogo y filósofo Alasdair Maclntyre2 según
la cual no sólo no es posible ya el discurso sobre las vir­
tudes —o el discurso ético, que viene a ser lo mismo—,
sino que dejó de serlo hace, por lo menos, un par de siglos.
En su opinión, la Ilustración fue un proyecto errado que
simplemente dejó constancia de su misma inviabilidad.
Pues si hablar de virtudes significa referirse a aquellas
cualidades que constituyen la excelencia de la persona,
condición indispensable para que esos conceptos puedan
formarse, es poseer una noción común y compartida del
bien del ser humano. Sin un acuerdo sobre cuál sea ese
bien, no hay forma de concebir en qué consiste la virtud
o la excelencia de la persona. Los griegos, al parecer, co­
nocieron ese bien o lelos de la vida humana. Aristóteles
lo dice en sus Éticas: el fin es siempre la felicidad, que no
es un objetivo individual, sino colectivo: mi bien no puede
ser antagónico al tuyo pues el bien lo es de toda la co­
munidad. El sentido y la unidad de la vida lo proporcio­
naba entonces el vivir conforme a la razón, esto es, con-1
1 A. Maclntyre, Tras la virtud. Critica, Barcelona. 1988.
18 VICTORIA CAMRS

forme al conjunto de «virtudes» que componían la figura


del perfecto ciudadano y que Aristóteles detalla en sus
tratados de ética. Posteriormente, la Edad Media vive si­
tuaciones políticas más complejas que ya no reproducen
esa armónica unidad de la polis, la cual, aunque segura­
mente estuvo lejos de ser una realidad, era pensable por
lo menos como ideal. En la época medieval los contenidos
de la virtud son otros —la fortaleza adquiere otro sentido,
la prudencia desaparece, entran en escena la autonegación
o la humildad, ya que el ser humano es mera imagen de
Dios—, pero hay aún algo que los unifica, y es la auto­
ridad divina, origen y fundamento de la ley. La virtud se
entiende menos como disposición hacia el bien, y empieza
a concebirse como disposición a obedecer unas normas.
Sin embargo, hay acuerdo sobre esas normas porque se
reconoce unánimemente cuál es el principio y la proce­
dencia de todas ellas.
Con la época moderna todo cambia, pues el ethos ca­
racterístico de la modernidad es el individualismo liberal.
Al convertirse el sujeto en el punto de partida y en el
centro del conocimiento, se pone de manifiesto el desa­
cuerdo y se pierde el fundamento de la obligación. ¿Por
qué ser moral? ¿De dónde nacen los deberes? ¿Cuál es el
fin de la obediencia a la ley? Son las preguntas que dan
pie a las distintas teorías del contrato social. La categoría
central de la ética ya no es la virtud, sino el deber. Y lo
que hay que explicar, en primer término, es cómo la vo­
luntad puede llegar a quererlo. Pero los esfuerzos de
Hume o Kant por convencer de la utilidad, conveniencia
o racionalidad de la ley o de las virtudes son inútiles. Por­
que falta esa idea de naturaleza humana que era la razón
de ser de las virtudes griegas y, por otro lado, quiere pres-
cindirse del apoyo trascendente. Pese a lo cual el discurso
ético prosigue y se empeña en la búsqueda de un funda­
mento inexistente.
Hasta que, finalmente, la crisis se hace visible y entra
en escena el emotivismo, la única ética que expresa el sen­
tir de nuestro tiempo. Pues, efectivamente, nuestro len-
VIRTUDES PÚBLICAS 19

' guaje ético está compuesto de conceptos, principios, ideas


o argumentos mezclados y confusos, cuya razón o sentido
nadie tiene claros. Son conceptos heterogéneos, ideas de
procedencia distinta, argumentos inconmensurables entre
sí. Sin duda, el origen de las varías virtudes tuvo una ex­
plicación —la castidad de la mujer, por ejemplo, se jus­
tificó como soporte de la propiedad privada, obviando,
así, problemas de legitimidad hereditaria—. Pero ese ori­
gen, con el tiempo, se fue olvidando. Y han quedado va­
lores autóctonos, que supuestamente valen por sí mismos.
Extremo a todas luces falso, como Nietzsche se encargó
de probar con tenacidad, desvelando la oculta genealogía
de los valores. Ante todo ello, el emotivismo habla claro:
la moral no es otra cosa que la expresión de unos senti­
mientos y unas actitudes, de nuestras preferencias por
unas formas de conducta y nuestra desaprobación de
otras. No hay una racionalidad, una razón de ser última
e indiscutible de las virtudes. La función de los juicios de
valor es, a fin de cuentas, expresar unos sentimientos y
persuadir a otros de que vean la realidad igual que la
vemos nosotros. El individualismo y la burocracia —es
decir, una libertad que consiste en la ausencia de reglas y
una suerte de control colectivo que inhibe los intereses
egoístas y los impulsos anárquicos—, son el espacio na­
tural del yo emotivista. Un yo que representa ciertos pa­
peles —no siempre homogéneos entre sí— definidos de
antemano por la sociedad. No existe para el individuo
otra identidad que la de sus diversos roles, mientras que.
en lo antiguo, la virtud significaba la excelencia de la per­
sona en cuanto tal, no en cuanto representante de un pa­
pel social. Incluso la virtud entendida como una bús­
queda, como aquello que impulsa a buscar la unidad y el
sentido de la vida, parece inabordable. Pues esa búsqueda
supone una tradición social adecuada: la tradición de las
virtudes como posibilidad de «narrar» la vida, de hacer
de ella un relato con unidad y coherencia propias. Tal
unidad y coherencia, hemos visto, son del todo imposibles
en la cultura del individualismo burocrático.
20 VICTORIA CAMPS

Hasta aquí Maclntyre, quien, a la vista del diagnóstico,


aventura —sin demasiado entusiasmo ni desarrollo, todo
hay que decirlo— una propuesta. Reconstruir cierto tipo
de comunidades o asociaciones que otorguen unidad de
fines a la vida de los seres humanos para que, de nuevo,
emerjan las correspondientes virtudes. Sólo de esta forma,
en su opinión, es recuperable una noción que ya parece
obsoleta. Si el regreso a unas comunidades primarías no
fuera una opción retrógrada, sino aceptable, ciertas ideas
tan centrales para la ética como la de justicia dependerían
de criterios más firmes que los manejados por las actuales
teorías contractualistas, como la de Rawls. Pues al per­
derse la unidad de la vida humana y de su virtud, desa­
parece también el criterio de mérito como principio de la
justicia distributiva. Los intereses privados o corporativos
no pueden llegar a unificarse en un acuerdo racional. Asi,
la justicia acaba definiéndose en función de unos derechos
legales cuya aplicación «justa» depende, en último tér­
mino, del arbitraje de un tribunal supremo. En suma, para
Maclntyre, el acuerdo y la unidad de criterios son con­
dición necesaria para la ética, la cual no sería sino una
Sittlichkeit sin otro fundamento que la avenencia de las
partes.
Sólo en parte discrepo de la teoría de Maclntyre, cuya
entidad no es de ningún modo despreciable. La pregunta
por la vigencia, el sentido, de la virtud o de la ética misma,
es una pregunta pendiente, pues es cierto que la confusión
sobre los fines, valores, cualidades o deberes es hoy con­
siderable. Y es cierto que el aristotelismo es ya imposible
porque no hay modo de cualificar universalmente la vida
buena. Pero no hay modo de hacerlo porque la vida buena
tiene como fin la felicidad, la cual puede entenderse de
dos maneras: como felicidad individual, en cuyo caso no
hay normas generales para alcanzarla, o como felicidad
colectiva, esto es, como justicia, y ahí si que la ética tiene
mucho que decir. En el ámbito de la vida privada todo
está permitido, no hay normas, salvo la de respetar y re­
conocer la dignidad del otro con todas sus consecuencias.
VIRTUDES PÚBLICAS 21

Dentro de esos limites, es licito que cada cual busque la


felicidad a su modo y manera, ejerciendo la profesión que
prefiera, formando una familia o sin ella, siendo religioso
o ateo, homosexual o heterosexual. Ya no es cierto, por
otra parte, lo que, al parecer, lo fue para Aristóteles: que
el individuo, privado de su dimensión pública, no era na­
die porque su identidad se la otorgaba la ciudadanía. En
nuestro mundo ocupa más espacio la vida privada, lo que,
sin embargo, no obsta para que exista también un espacio
público del que no es licito desentenderse. Quiéralo o no,
el individuo se encuentra sometido a los imperativos de
una legislación positiva, al reglamento de una Adminis­
tración pública, a las decisiones de un gobierno, recibe los
servicios de un Estado y, sobre todo, tropieza con una
serie de problemas, conflictos y carencias que sólo pueden
ser tratados y resueltos colectivamente. Todas esas obli­
gaciones y servicios responden, además, en las sociedades
democráticas, a las directrices de unos derechos funda­
mentales suscritos universalmente, o de una Constitución
voluntariamente aceptada. Cierto que la ética o la idea de
excelencia debería ser anterior a esos derechos que su­
puestamente fundan los gobiernos legítimos. La sustitu­
ción de la «virtud» por el «derecho» tiene que ver segu­
ramente con la transformación de la igualdad fáctica de
los ciudadanos griegos, pasando por la igualdad de todos
los hombres ante Dios del cristianismo, en la igualdad
formal ante la ley o la igualdad de derechos proclamada
por la modernidad. Sin duda, esta igualdad es menos sus­
tantiva que aquélla, y el derecho a la igualdad o a la li­
bertad ha ido materializándose en unas leyes y costumbres
con una lentitud e imprecisión notable. No hay acuerdos
claros sobre el modo en que deben realizarse los derechos
humanos pues tampoco tenemos una idea precisa o com­
partida de cómo debería ser la humanidad perfecta. AI
carecer de una noción común del bien o de la felicidad,
la ética se ha hecho formal y ha acabado siendo, en efecto,
una búsqueda. Una búsqueda de contenidos, por tanto,
de virtudes que descansan, como antes, en un «nosotros»
22 VICTORIA CAMPS

que no es el de la comunidad política griega ni el del reino


de los cielos cristiano, sino el «nosotros» de la humanidad
como tal. Obviamente, de ahí no deducimos un modelo
de ser humano con las cualidades que debe tener, pero si
estamos en condiciones de nombrar ciertos requisitos sin
los cuales la convivencia no merece el calificativo de «hu­
mana». Si los derechos fundamentales son la igualdad y
la libertad, sea cual sea la realización de cada uno de am­
bos valores, ha de ser posible hablar de unas prácticas,
de unas actitudes, de unas disposiciones coherentes con
la búsqueda de la igualdad y la libertad para todos.
A esas disposiciones es a lo que llamo «virtudes públi­
cas». Y retengo el vocablo aristotélico de «disposiciones»
para subrayar el sentido etimológico de la ética como for­
mación del carácter, modo de ser, costumbre, hábito. La
ética vinculada a la autoeducación y al esfuerzo constante
por lograr una excelencia en la manera de vivir. Pienso
que el recuerdo de la virtud como noción central de la
ética puede hacernos olvidar esa otra ética entendida so­
bre todo como deber, código o mandamiento y materia­
lizada finalmente en una sola virtud, la de la obediencia.
Pues la ley —autónoma o heterónoma— siempre es eso:
una obligación, una imposición contraria, en principio, a
la voluntad. La virtud o disposición, en cambio, significa
algo adquirido hasta el punto de que se convierte en há­
bito, algo querido por la voluntad y que acaba siendo asi­
mismo objeto del deseo. Definir a la ética como fidelidad
a unos principios es tan deficiente como definirla desde
la responsabilidad por las consecuencias. Pues ni los prin­
cipios son transparentes en cuanto a su aplicación, ni las
consecuencias absolutamente previsibles. El formalismo
ético y la complejidad del conocimiento nos llevan a bus­
car la sustantividad de la conducta moral en otra parte.
Concretamente, en esa formación del carácter que previo
Aristóteles. Aunque nuestras creencias sean dispares e in­
conmensurables, por muy plural que sea la sociedad con­
temporánea, si algo significa la moral, es el compartir un
mismo punto de vista respecto a la necesidad de defender
VIRTUDES PÚBLICAS 23

unos derechos fundamentales de todos y cada uno de los


seres humanos. Pues bien, la asunción de tales derechos
si es auténtica, ha de generar unas actitudes, unas dis­
posiciones, que son las virtudes públicas.
¿Por qué virtudes públicas y no privadas? Se me ocu­
rren, por lo menos, tres razones fundamentales para de­
nominarlas de ese modo.
Primero, porque la moral es pública y no privada. El
ámbito de la moral, allí donde cabe y es preciso regular
y juzgar, es el de las acciones y decisiones que tienen una
repercusión en la colectividad o que son de interés común.
Las acciones que conforman lo que podemos denominar
la felicidad colectiva, que no es lo mismo que la felicidad
individual. El espacio de la felicidad colectiva es el de la
justicia, virtud central de la ética desde Platón. Y es pre­
ciso distinguir entre esas normas que la sociedad debería
admitir como comunes —finalmente, la ley y las costum­
bres aceptadas—, y el conjunto de variables de compor­
tamiento o modos de vivir sobre los que la sociedad como
conjunto no debería ni tan sólo opinar. Obviamente, el
ámbito privado y el público no tienen una frontera divi­
soria inalterable: los diferentes tiempos producen costum­
bres y leyes también distintas. Pero ese relativismo no de­
bería ser obstáculo para la distinción entre lo que son los
problemas de la justicia, que conciernen o deberían con­
cernir a todos los seres humanos, y lo que son cuestiones
de elección personal o de gusto. Hay que poder distinguir,
en suma, entre las preferencias generalizares y las que no
lo son. Si la palabra «virtud» se encuentra desvalorizada
es por la inflación de virtudes «burguesas» laterales, que
han acabado ocupando todo el espacio de la moral. Vir­
tudes como el ahorro, la puntualidad, el gusto del orden,
la laboriosidad. Virtudes que han afectado más a la vida
privada —del trabajo y de la familia— que a la vida pú­
blica considerablemente desatendida desde el punto de
vista de la moral burguesa.
La segunda razón contextualiza a la primera. Ciertas
sociedades —y la española es paradigmática— poseen
24 VICTORIA CAMPS

una tradición de moralismo pacato y mojigato con una


clara tendencia a olvidar la moralidad pública en bene­
ficio de la privada. O, mejor, con la tentación de convertir
lo privado en público —tentación que, dicho sea de paso,
sigue arremetiendo con ímpetu—. La noción de virtud,
para nosotros, permanece asociada a la represión de los
pecados capitales: la ira, la envidia, la gula, la pereza, el
orgullo. La moderación de los vicios propiamente dichos,
como el beber, fornicar, comer bien o, sencillamente, di­
vertirse. Todo aquello que desequilibraba la medida es­
tablecida. Pues bien, precisamente por ello es necesario
dirigir a la ética hacia esa zona de lo general, de lo que
concierne a todos, para corregir una falsa idea de mora­
lidad. A nuestro país le ha sobrado —y me temo que aún
le sobra— una buena dosis del moralismo que se ceba en
juzgar y corregir las vidas privadas, olvidando por entero
los asuntos que componen el supuesto bien común. Tal
vez la gozosa implantación que ha tenido la palabra
«ética», a diferentes niveles de nuestra cultura laica —en
la escuela y en la política, por ejemplo—, se deba a la
necesidad de contrarrestar, aunque sólo sea terminoló­
gicamente, la vieja moral. Vieja pero no desaparecida.
Last bul not leasI. si es cierto que el ethos característico
del mundo moderno es el del individualismo liberal, y si
es cierto que el ser humano es constitutivamente moral,
habrá que buscar el tipo de ética que convenga al indi­
vidualismo. No conduce a nada rechazar el fenómeno
individualista como contrario a la ética sin más. Ni es con­
trario a la ética ni es deseable el regreso a esas comuni­
dades que añora Maclntyre. El individualismo es una
conquista de la modernidad, paralela a la conquista de la
libertad y a la proclamación de unos derechos humanos
que son, en definitiva, derechos individuales. Las virtudes
son cualidades, modos de ser individuales, que tienen una
dimensión necesariamente pública porque están dirigidas
a los demás. Si lo que identifica a la ética como tal es la
virtud de la justicia, todas las virtudes han de ser como
los complementos que esa virtud prioritaria requiere.
VIRTUDES PÚBLICAS 25

Aunque el orden económico liberal favorezca el afán


adquisitivo y los valores del mercado como valores su­
premos. aunque las sociedades democráticas sean un suelo
propicio para que el individuo pueda concentrarse en la
contemplación de sí mismo —como ya vio Tocqueville—,
pe$e a todo, el individualismo de nuestro tiempo no tiene
por qué estar reñido con el descubrimiento y la apertura
al otro. Es sintomático que el sujeto prepotente de la fi­
losofía y de la ciencia modernas haya cedido paso a la
intersubjetividad. Los discursos actuales no se enuncian
en primera persona: el «yo» ha sido sustituido por el «no­
sotros». El único fundamento sólido que la filosofía moral
contemporánea ha encontrado para la ética es, precisa­
mente. el lenguaje, la necesaria comunicación, esto es, la
necesidad que sentimos unos de otros. Paradójicamente,
la defensa prioritaria de la libertad que vive el mundo de
hoy parece traducirse en una evidente homogeneidad de
las costumbres: las mismas modas, las mismas comidas,
las mismas viviendas, las mismas diversiones en todo el
mundo civilizado, es decir, en todo el mundo con posi­
bilidades. Una libertad, pues, que acaba siendo muy poco
positiva. De ahí que, lejos de negar el individualismo,
lo que debe hacerse es transformarlo en el sentido en
que propone, por ejemplo, Fernando Savaler3: propi­
ciando una sociedad que favorezca la aparición de indi­
viduos.
La democracia es, supuestamente, un gobierno del pue­
blo y para el pueblo, esto es, en busca de un bien o un
interés común. Aunque los valores, pues, sean plurales,
la búsqueda de un interés general ha de moldear la noción
de virtud, de forma que —como quería Adam Smith— la
virtud del individuo no consista sino en permitir que el
bien público proporcione la norma de la conducta indi­
vidual. Ha de existir una cohesión en tomo al ideal de la
justicia, o en torno a unos principios fundamentales que
lo definan, y de donde manen unas actitudes que, a la vez.
’ Sobre todo, en Ética como amor propio, Mondadori, Madrid. 1989.
26 VICTORIA CAMPS

sean reconocimiento de esos principios y la condición de


posibilidad de los mismos. Es lo que, en cierta medida,
reconoce Rawls cuando escribe que «aun cuando el li­
beralismo político sea visto como neutral en el procedi­
miento y en el propósito, es importante subrayar que
puede afirmar la superioridad de ciertas formas de carác­
ter moral y alentar ciertas virtudes. Asi, la justicia como
equidad incluye una relación de ciertas virtudes políticas
—las virtudes de la cooperación social, como la civilidad
y la tolerancia, la razonabilidad y el sentido de la equi­
dad»4. La noción común de la vida buena es un comple­
mento de la concepción ética y política de la justicia. No
es preciso que el Estado mantenga una doctrina sustan­
tiva sobre el bien: basta que tenga como meta la justicia
social para que de suyo sean promovidas y aprobadas las
virtudes complementarias de la justicia.
Mi apuesta por las virtudes tiene como una de sus mo­
tivaciones el cambio del sentido de la moral de nuestro
tiempo y, en especial, de nuestra sociedad. Pretendo su­
brayar la autonomía de la moral viéndola como generada
por el proceso democrático mismo. La búsqueda de un
interés común ha de producir actitudes favorables a esa
búsqueda. Tal teoría no es nueva, en absoluto. Por lo
menos desde Stuart Mili se ha ido repitiendo la idea de
que el fin de la política es la educación de los participantes
en ella, que la democracia debe crear hábitos de com­
portamiento, actitudes y mentalidades comprensivas, res­
ponsables, solidarias. Piensa Stuart Mili que el objetivo
del gobierno representativo debe ser «promover la virtud
y la inteligencia del pueblo». Quiéralo o no, el proceso de
gobierno «se moraliza» con la democracia5. Aunque la
cosa es más complicada y los caminos de la democracia
no siempre van en línea recta. Tiene razón Jon Elster al
* John Rawls, «The Priority o f Right and Ideas o f ihe Good», en
la revista Philosophy and Public Affairs, otoño, 1988. pág. 263.
* Cfr. William N. Nelson, La justificación de la democracia. Ariel,
Barcelona, 1986, págs. ISI y sigs.
VIRTUDES PÚBLICAS 27

advertir que esa función moralizadora es un «producto


secundario» de la democracia, no algo que ésta pueda
proponerse intencionadamente. De acuerdo con sus tesis
sobre los mecanismos de la acción racional, Elster piensa
que el gobierno democrático no puede ni seguramente
debe tener un programa de producción de ciertos efectos
como el de la educación de los ciudadanos. Tenerlo im­
plicaría de inmediato la evaporación de los efectos. Los
cuales se dan, efectivamente, pero por otras razones: el
ejemplo, la tarea común, las costumbres los traen consigo.
La política no es the agonislic display o f excellence que
suele creerse. Al contrario, y citando a Tocqueville, «la
democracia no proporciona a la gente el más hábil de los
gobiernos, pero hace lo que el más hábil de los gobiernos
jamás haría: extiende, a través del cuerpo social, una ac­
tividad incesante, una fuerza superabundante y una ener­
gía que no se encuentra en otro lugar, la cual, aunque esté
poco favorecida por las circunstancias, puede hacer
maravillas». En efecto, remeda Elster, la política es
muy pragmática y no un bien en sí mismo, es el instru­
mento para dirimir conflictos y tomar decisiones peren­
torias y, finalmente, económicas; «el debate político se
ocupa del qué hacer, no de lo que debería ser». Lo im­
portante, en la política como en el juego, es ganar, no
participar6.
Pero, por real y pragmática que sea la política, por im­
perfecta que sea, la simple voluntad de mejorarla debería
tener ciertos efectos secundarios, como el de educar en
unas ciertas virtudes, la posesión de las cuales es el
reconocimiento de las obligaciones concomitantes a los
derechos fundamentales. Está bien que se esgriman los de­
rechos como derechos del individuo frente a posibles agre­
siones e intervenciones del Estado o de la sociedad, pero
conviene aclarar al mismo tiempo que esos derechos serán*
* Jon Elster, «The market and the forum: three varictics o f political
theory». en Jon Elster and Aanund Hylland. eds., Fmuidaiions o f Social
Chotee Theory, Cambridge Universily Press. 1987, págs. 103-132.
28 VICTORIA CAM PS

palabras vacías si no implican unas obligaciones que afec­


tan no sólo al Estado y a las diversas instituciones, sino
también a los individuos. ¿Qué pueden significar y cómo
podrán realizarse los llamados derechos sociales si no ge­
neran unas actitudes propicias a ellos? Para ello hace falta
la ética, para recordar que existen unos derechos los cua­
les no serán realidad sin una cierta dosis de voluntarismo
personal, social y político.
La teoría del contrato hobbesiana pretendía responder
a la pregunta ¿cómo es posible el orden social? Dicho de
otra forma, ¿qué fuerza al individuo a someterse al poder
del Estado? Hoy la pregunta es otra. La economía y la
política liberales abonan el terreno para que el individuo
se ocupe sólo de sí mismo. Lo que la ética ha de explicarle
es ¿por qué debe ocuparse también del otro? Explicárselo
añadiendo que el otro es parte de mi ser pues las fronteras
de la identidad personal son más que difusas. El movi­
miento ecologista, el feminismo, el pacifismo son mués* *
tras de la dirección emprendida por la tarea emancipa-
toria de la humanidad. A favor de unos bienes insospe­
chados en otro tiempo, pero bienes que amplían el
horizonte de eso que Rorty llama la «común humani­
dad»7, que es lo que, en definitiva, se trata de descubrir
y conquistar. Para lo cual es importante subrayar el ca­
rácter positivo o afirmativo que han de tener las virtudes.
La referencia al otro, la disposición hacia él, ha de tra­
ducirse en una voluntad expresa y explícita de acerca­
miento a sus problemas y conflictos, en el reconocimiento
activo de que su vida «me interesa» también a mí. Agnes
Heller, en un espléndido texto sobre las «virtudes cívicas»
ha insistido especialmente en ese aspecto afirmativo que
debe caracterizar a las virtudes8.
7 Richard Rorty, Contingency, Irony and Solidarity, Cambridge Uni-
versity Press, 1989.
* Agnes Heller y Ferenc Feher, Políticas de la postmodernidad, Pe­
nínsula, Barcelona, 1989, págs. 214-231.
VIRTUDES PÚBLICAS 29

Queda por enumerar la lista de esas virtudes públicas


que vengo defendiendo. La primera es, por supuesto, la
justicia, pero su misma prioridad la elimina de este es­
tudio. Por su importancia, la justicia es más que una sim­
ple virtud puesto que ha de materializarse, para ser eficaz
y operativa, en una legislación, en unas instituciones. La
justicia —los derechos de la igualdad y la libertad— es
ese lelos o fin último hacia el que debería tender la so­
ciedad democrática y no puede reducirse a una cualidad
o modo de ser de los individuos. Su forma de ser justos
consistirá, por el contrario, en luchar por unas leyes y
unas instituciones justas. Para ello es preciso que posea
esas otras virtudes a las que aquí me refiero. De la justicia
sólo conocemos leves y esporádicos destellos. No sabemos
cómo es la sociedad justa, aunque queremos que la nuestra
lo sea. Ese querer implica una predisposición que puede
y debe concretarse en una serie de disposiciones. De ellas,
tal vez entendamos mejor su significado negativo, lo que
no son, pero esa es ya una vía para definirlas. Digámoslo
ya de una vez, los miembros de una sociedad que busca
y pretende la justicia deben ser solidarios, responsables y
tolerantes. Son éstas virtudes o actitudes indisociables de
la democracia, condición necesaria de la misma. Hoy nos
encontramos, además, con otra virtud, la que cualifica el
trabajo o la acción más específicamente humana: la pro-
fesionalidad. El buen profesional es, exactamente, un
«virtuoso» de su trabajo. No sólo lo es, sino que recibe
un reconocimiento social por ello. Pero a esa virtud puede
ocurrirle algo similar a lo que ocurría con la valentía entre
los griegos: puede volverse contra las demás y negarlas.
Por eso la suscribo, pero con reparos.
Maclntyre señala distintas acepciones de virtud, según
las épocas. Para Homero, la virtud es una cualidad por
la cual el individuo desempeña bien su papel social; para
Aristóteles o Tomás de Aquino, la virtud es la cualidad
que permite que el individuo progrese hacia el logro del
fin específico humano; para Benjamín Franklin, la virtud
es una cualidad útil para conseguir el éxito terrenal y
30 VICTORIA CAMPS

celestial. Hoy habría que decir que la virtud es una


cualidad —o una serie de ellas— favorable al ejercicio
y al perfeccionamiento de la democracia representativa.
Pese a Musil y a los profetas de la posmodernidad,
no podemos aceptar la idea de un hombre «sin cua­
lidades».
II. LA SOLIDARIDAD

La solidaridad es una virtud sospechosa. No ha sido


un concepto frecuente ni central de la ética, sino una no­
ción lateral con la que se ha contado sin otorgarle excesiva
importancia teórica. La virtud clave de la ética ha sido,
por el contrario, la justicia. Virtud cardinal que, en cierto
modo, constituye la materialización de todas las demás
virtudes. Y hay que decir que la justicia es, en realidad,
la ética, la virtud propiamente dicha. En efecto, la justicia
es la condición necesaria, aunque no suficiente, de la fe­
licidad, el fin último de la vida moral. Donde no habita
la justicia, ni siquiera como ideal o como búsqueda, la
dignidad de la persona es mera palabrería. A fin de cuen­
tas, la justicia intenta hacer realidad esa hipotética igual­
dad de todos los humanos y la no menos dudosa libertad
en tanto derechos fundamentales del individuo. Derechos
que son el requisito de una calidad de vida que debe ser
objeto luego de conquista individual. Es decir, para que
el individuo pueda vivir bien ha de tener cubiertas sus
necesidades básicas, de forma que sus preocupaciones no
se orienten exclusivamente hacia la supervivencia, sino a
alcanzar una forma de vida verdaderamente humana.
Ahora bien, la realización de la justicia es algo que de­
pende, en buena parte, de la buena voluntad de los in­
dividuos —o de los ciudadanos—, puesto que la justicia
es básicamente una virtud política. Pero no sólo depende
de la buena voluntad. Por bien dispuestos que se encuen­
32 VICTORIA CAMPS

tren los miembros de una sociedad hacia los fines e in­


tereses colectivos, éstos no verán la realidad si no en­
cuentran un soporte material e institucional adecuado y
favorable.' Los buenos sentimientos —la solidaridad—
ayudan a la justicia, pero no la constituyen. Por otro lado,
constatamos que la justicia es imperfecta. Por tres razones
principalmente. Primero, porque debe atender a las ne­
cesidades e intereses generales y toma cuerpo en la ley,
esto es, en la uniformidad, la intransigencia y el castigo.
La justicia distribuye y retribuye en general, no llega a
todos ni puede reparar en excesivas diferencias. Segundo,
la justicia nunca es total, nunca llega a realizarse del todo.
Necesita ser compensada con sentimientos de ayuda, de
amistad, de colaboración, de reconocimiento del otro.
Tercero, porque la vida misma es injusta y la igualdad
natural es un mito. ¿No es injusto envejecer y morir? ¿No
hay hombres y mujeres más y mejor dotados que otros?
¿No hay países inevitablemente condenados a la miseria,
por lo menos durante varias generaciones? ¿No hay, a lo
largo de la vida, una serie de azares que desbaratan todas
las previsiones?1. Pues bien, por todas estas razones que
socavan y empequeñecen el ideal de la justicia como único
fin, es preciso cuidar y atender a otro valor vecino de la
justicia, el valor que consiste en mostrarse unido a otras
personas o grupos, compartiendo sus intereses y sus ne­
cesidades, en sentirse solidario del dolor y sufrimiento aje­
nos. La solidaridad es, pues, una virtud, que debe ser en­
tendida como condición de la justicia, y como aquella me-*
' Pierre Aubenque, en el genial libro La prudence chez Aristoie, en­
tiende que la virtud de la prudencia caracteriza la ética aristotélica como
«humanista» y «trágica» a un tiempo. La prudencia es central preci­
samente porque «la vida del hombre se mueve entre dos azares: el azar
fundamental del nacimiento, que hace que la buena naturaleza no esté
repartida por igual; el azar residual de la acción, que hace que los
resultados no sean nunca del todo previsibles» (ibíd., P.U.F., 1963,
pág. 17). Pues bien, esa indeterminación que tan bien refleja el estudio
de Aubenque, obliga a confiar en virtudes de menor alcance que la de
la justicia.
VIRTUDES PÚBLICAS 33

dida que, a su vez, viene a compensar las insuficiencias


de esa virtud fundamental.
La justicia necesita el complemento de la solidaridad,
sea cual sea el grado de realización que haya alcanzado.
Precisamente los países y sociedades más avanzadas, con
un producto interior bruto y una renta per cápita eleva­
dos, con unos servicios sociales o públicos satisfactorios
—educación, sanidad, transporte dignos y operativos—,
las sociedades donde todo funciona, suelen ser la imagen
más evidente de las insuficiencias de la justicia. Parece
existir una relación proporcional entre la mayor abun­
dancia y riqueza de una sociedad y el menor grado de
solidaridad de sus miembros. Suecia o Alemania no son
un ejemplo de reconocimiento y ayuda al prójimo. Son
países insolidarios en más de un aspecto, interesados en
sus propios fines, con ciudadanos que alcanzan las cotas
máximas del individualismo o el narcisismo. La justicia
que haya en ellos no parece fruto de una real cooperación
ciudadana, sino de una política social asumida y aceptada
y, sobre todo, de unas condiciones de riqueza y abun­
dancia considerables. Diríase que a mayor desarrollo co­
rresponde menor grado de humanidad. El desmembra­
miento de la unidad familiar, la tecnifícación de los ser­
vicios básicos, la burocracia administrativa o las múltiples
agresiones de las concentraciones urbanas muestran a dia­
rio la falta de espacios para la ayuda o la comprensión,
la falta de sentimientos de compasión, generosidad o sim­
patía.
Lo cual no hace sino constatar lo que he dicho al prin­
cipio: la solidaridad es una virtud sospechosa porque es
la virtud de los pobres y de los oprimidos. El desahogo y
el bienestar materiales, al parecer, producen individuos
egoístas e insolidarios, despreocupados de la suerte del
otro y de los otros. Porque donde no hay justicia, aparece
la caridad. Pero mi tesis no es esa. Lo que pretendo de­
mostrar aquí es que, incluso donde hay justicia, tiene que
haber caridad. Que el Estado no resuelve ni podrá resolver
nunca todas las necesidades y carencias de la vida hu­
34 VICTORIA CAMPS

mana. La justicia no es perfecta ni constituye la totalidad


de las exigencias éticas. Mi objetivo es explicar la soli­
daridad como condición, pero, sobre todo, como com­
pensación y complemento de la justicia. No me refiero, por
supuesto, a esa caridad «cristiana» que ha servido de­
masiadas veces para encubrir lacerantes injusticias, sino
a una solidaridad bien entendida que venga a contrarres­
tar, por la vía del afecto, las limitaciones de lo justo. La
solidaridad es una práctica que está más acá pero también
va más allá de la justicia: la fidelidad al amigo, la com­
prensión del maltratado, el apoyo al perseguido, la
apuesta por causas impopulares o perdidas, todo eso
puede no constituir propiamente un deber de justicia, pero
sí es un deber de solidaridad.

U n a v ir t u d d e s e g u n d o o r d e n

Un buen número de filósofos vendría a corroborar, de


diferentes maneras, lo que he dicho hasta ahora. Empe­
cemos por Aristóteles, quien, además de insistir repetidas
veces en los defectos de la ley —impersonal y universal—
para aplicarse a las necesidades de cada individuo, coloca,
al lado de la justicia, a la amistad. La relación amistosa
es esencial para el ser humano, el animal que tiene logos,
que habla y, por tanto, convive con otros. De ahí que la
amistad sea más necesaria que la justicia. En efecto, es­
cribe Aristóteles, «la amistad es lo más necesario para la
vida..., sin amigos nadie querría vivir aunque tuviera to­
dos los otros bienes... En la pobreza y en las demás des­
gracias consideramos a los amigos como el único refu­
gio»2. Hay que notar que el concepto aristotélico de amis­
tad es aristocrático en sumo grado: la amistad, para
Aristóteles, sólo es posible entre iguales, porque no bus­
camos en ella la asistencia y ayuda del amigo —la utili­
dad: ésa es una amistad imperfecta—, sino el reconoci­
2 Ética nicomáquea, 1115a.
VIRTUDES PÚBLICAS 35

miento de nuestro ser y de nuestras cualidades en el otro.


El amigo como espejo de mi alma. Es, pues, la amistad
la expresión de la autocomplacencia, del quererse uno
mismo en la persona del otro que, en un sentido funda­
mental, es —diríamos— un alma gemela. Pues bien, esa
amistad griega viene a cubrir una necesidad que la justicia
no llega a satisfacer porque no puede hacerlo. El ámbito
de la justicia no lo constituyen las relaciones interperso­
nales, sino las relaciones entre la clase de los gobernantes
y la de los ciudadanos, o la relación más impersonal aún
entre los ciudadanos y las leyes.
La amistad como valor ético desaparece con los últimos
estoicos. El cristianismo transforma esa relación en la del
amor fraterno, la caridad, que es ya otra cosa: el reco­
nocimiento de la igualdad de todos los seres humanos
ante Dios y el subsiguiente precepto de amor mutuo. La
insistencia en el amor fraterno es tal que en demasiadas
ocasiones ha contribuido al olvido del deber de justicia.
No obstante, también la caridad ha sido vista como prin­
cipio político cristiano favorable a la organización y uni­
ficación de lo público. San Agustín, por ejemplo, en De
civitate Dei expresa la urgencia de algo que una y rela­
cione a los hombres que han perdido su interés en el
mundo común y que, sin embargo, deben seguir mante­
niendo unos vínculos comunitarios.
La modernidad da un paso adelante en la conquista de
la igualdad, proclama la igual condición de todos los in­
dividuos frente a la ley y adopta una actitud más defensiva
que solidaria. Se trata de defender al individuo y a sus
propiedades frente al poder del Estado o la intervención
de la sociedad. Las éticas modernas comparten lo que
llamo «el prejuicio egoísta», según el cual el individuo
—egoísta por naturaleza— sólo se quiere a sí mismo. De
ahí que haga falta una teoría del contrato social para ex­
plicarle las razones de la necesaria sumisión al Estado o
a la ley. Sólo algún filósofo se aparta de tal esquema para
basar las normas morales no en la convicción racional,
sino en el natural sentimiento de simpatía. Me refiero, sin
36 VICTORIA CAMPS

duda, a Hume. En su opinión, la benevolencia es una vir­


tud «natural» que, sin embargo, necesita ser encauzada
por la virtud «artificial» de la justicia, de la que, en de­
finitiva, depende el orden social. El sentimiento de be­
nevolencia —que viene a ser el nombre de la solidaridad—
no basta. Pero ahi está, sin embargo, como fundamento.
Adam Smith, por su parte, compara la justicia con la be-
neficiencia indicando que, asi como aquélla es de estricta
y forzada observancia, la beneficiencia es una virtud libre,
que no puede ser impuesta por la fuerza ni su falta so­
metida a castigo. Finalmente, una filosofía política nada
parecida a la de Hume o Smith, como la de Rousseau, ve
igualmente la necesidad de vínculos que refuercen las obli­
gaciones de la justicia. El fin de la política es la formación
de una voluntad general, de una agregación de volunta­
des, pero a largo plazo. Entre tanto, es preciso mantener
la cohesión social, lo que se conseguirá fomentando eso
que Rousseau denomina «religión civil» y que está cons­
tituida por unos dogmas reguladores o productores del
«sentimiento de solidaridad» necesario para agrupar a
quienes, en principio, carecen de interés en permanecer
unidos.
Otro momento en la gestación de la solidaridad lo en­
contramos en la mística de la fraternidad propia de los
revolucionarios franceses. Valor que, pese a haber pasado
a la historia junto a los de la igualdad y la libertad, sin
embargo no figura junto a ellos en el frontispicio de la
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano
de 1789. No es, en efecto, casual que los tres derechos
fundamentales fueran la igualdad, la libertad y la propie­
dad, valores nacidos de la desconfianza mutua y poco
compatibles con una supuesta hermandad universal.
Aparte de las connotaciones religiosas que el valor de la
fraternidad pudiera tener, y que contribuyeron, sin duda,
a hundirlo rápidamente en el olvido, nos preguntamos
cómo es posible que dicho valor se desarrollara al lado
del derecho de propiedad. La propiedad era la condición
de la justicia, lo que daba a los ciudadanos la categoría
VIRTUDES PÚBLICAS 37

de seres libres e iguales. Entre tales derechos, la Frater­


nidad no podia ser vista sino como una semilla de con­
fusión y contradicciones inaceptables. Una igualdad «fra­
ternal» llegada a ser insoportable, como lo expresa iró­
nicamente Rivarol: «los negros en nuestras colonias y los
sirvientes en nuestras casas pueden, con la Declaración de
derechos en la mano, arrojarnos de nuestras posiciones.
¿Cómo es posible que una Asamblea de legisladores haya
pretendido ignorar que el derecho de naturaleza no puede
existir un instante al lado de la propiedad?»5.
Serán los socialistas utópicos, y, más tarde, ciertos pen­
sadores anarquistas, como Kropotkin, quienes decidida­
mente conviertan a la solidaridad en la base de sus pro­
puestas. Valga a modo de ejemplo de socialista utópico,
la alusión a Louis Blanc quien lamenta que la Revolución
francesa olvidara una de sus dos revoluciones. La pri­
mera, de carácter individualista, en defensa de la libertad
y contra el principio de autoridad, supo llevarla a cabo.
Pero la otra, en nombre de la fraternidad y contra los
excesos del individualismo, la doctrina que poseia en ger­
men los principios del socialismo no llegó a triunfar4. En
cuanto a Kropotkin, su «moral anarquista» es, sin duda,
la propuesta más optimista de la filosofía moral. Entiende
que la solidaridad es una ley de la naturaleza, un senti­
miento de adhesión al grupo y a la especie irrefutable. Ese
fundamento «naturalista» permite concebir la moral no
como un cómputo de deberes y normas, sino como la bús­
queda del placer y la repulsa del dolor, esto es, una moral
utilitaria pero que no tiene como sujeto del placer al in­
dividuo, sino a la sociedad. Pues es cierto que «en toda
sociedad humana, la solidaridad es una ley de la natu­
raleza infinitamente más importante que la lucha por la*
1 A. Seboul, La Revolución Francesa, Critica, Barcelona. 1987, pá­
gina 78.
* Cfr. Jesús González Amuchastcgui. Louis Blanc y los orígenes del
socialismo democrático. Centro de Investigaciones Sociológicas, Madrid.
1989, pág. 250.
38 VICTORIA CAMPS

existencia, cuya virtud nos cantan los burgueses en sus


refranes a fin de embrutecernos lo más completamente
posible»5. Esa solidaridad, ese «apoyo mutuo», es el suelo
sobre el que se levantan los sentimientos de la justicia, la
equidad, la igualdad o la abnegación. No es de extrañar
que una convicción tan radical en el sentimiento de so­
lidaridad permitiera aunar al individuo con el comunismo
sin mayor esfuerzo. En definitiva, según Kropotkin, la
felicidad sólo se logra a través de la cooperación.
El marxismo, y no sólo él, también los existencialismos
y los positivismos de principios de siglo, arrasaron y ba­
rrieron los restos de una moral basada, a fin de cuentas,
en la buena voluntad del individuo. Nada iba a cambiar
si no cambiaban antes las condiciones materiales, y tal
vez ni siquiera esa transformación conseguiría cambiar al
individuo. Esas criticas radicales fueron provechosas y
acabaron definitivamente con el individualismo metodo­
lógico —con el solipsismo al fin— de las teorías típicas
de la modernidad. A pesar de Nielzsche, la incapacidad
del individuo para pensar en solitario es hoy evidente.
Prueba de ello es la importancia teórica adquirida por el
lenguaje. O, mejor, por la comunicación. Que uno de los
libros fundamentales de la filosofía de hoy se titule Teoría
de la acción comunicativa no es un hecho desprovisto de
significado.
Aun asi, pese al lugar central de la comunicación como
espacio de donde deben brotar las decisiones éticas, se
insiste poco, por parte de los filósofos de la moral, en la
formación de unas costumbres —de un ethos— que fa­
vorezca y ayude al procedimiento democrático en busca
de la justicia y que, a su vez, compense las deficiencias de
ese movimiento. Dos son las teorías que hoy marcan el
camino de la filosofía moral y política: la teoría de la
justicia de John Rawls y la teoría de la acción comuni­
cativa de Habermas. Pues bien, en ambos casos, de lo que
5 P. Kropotkin, La moraI anarquista, cit. por Ángel J. Cappcllelti,
El pensamiento de Kropotkin, Zero. Madrid, 1978, pág, 125.
VIRTUDES PÚRUCAS 39

se trata es de proporcionar los criterios de la sociedad


justa —bien ordenada, dice Rawls—, o de la decisión y
acuerdo justo y racional, según Habermas. Criterios ge­
nerales para que la acción colectiva sea justa, pero con
insuficiente atención a las mediaciones, al escenario, a las
costumbres o a las virtudes que deberían poseer los miem­
bros de las sociedades que quieren regirse por tales cri­
terios. Rawls, en su Teoría de la justicia, afirma que el
«sentido de la justicia», que es el principio de la socia­
bilidad humana, la manifestación del amor a la huma­
nidad, es una actitud natural cuyo valor moral, sin em­
bargo, no precede sino es una consecuencia del consenso
sobre los principios de la justicia. Es cierto que, en escritos
posteriores, Rawls matiza dicha tesis explicando cómo la
prioridad de la justicia sobre las distintas ideas del bien
no significa que la justicia y el bien no se complementen
entre si. Significa tan sólo que una doctrina política liberal
no puede imponer una concepción común de vida. Pues
hay que distinguir entre una concepción «política» y una
concepción «comprehensiva» —religiosa, moral— de la
justicia. Si esta última proporciona —digámoslo asi— una
idea o modelo de lo que debe ser una buena persona, la
concepción política no lo hace porque es una «concepción
de la política, no de la vida entera». Ello quiere decir que
si tiene ideas del bien, deben ser ideas políticas, subor­
dinadas, por tanto, a la concepción política de la justicia
o de los bienes primarios. El liberalismo político se apoya
en la neutralidad tanto del procedimiento como de los
objetivos. Puede, ciertamente, afirmar y alentar ciertos
valores o virtudes morales, pero sólo porque contribuyen
a afianzar la justicia. «Asi, el análisis de la justicia como
equidad incluye el análisis de ciertas virtudes: las virtudes
de la justa cooperación social, tales como la cortesía y la
tolerancia, la razonabilidad y el sentido de la equidad»6.
Pero sólo serán compatibles con el liberalismo político las*
* John Rawls, «The Priority o f Right and Ideas o f the Good». en
Philosophy and Public Affairs, Fall, 1988. págs. 251-276.
40 VICTORIA CAMPS

virtudes políticas sujetas a los principios de la justicia o


dirigidas al fin de la cooperación social. A diferencia de
las teorías platónica o aristotélica, de las religiosas me­
dievales o de los Estados católicos o protestantes de la
primera modernidad, la forma liberal de pensar excluye
toda ideología sobre la conducta esencial de la persona.
A fin de cuentas, la sociedad justa debe permitirlo todo,
cualquier forma de vida, salvo aquella que impide la im­
plantación de la justicia misma. Ha de intentar que los
fines de la justicia se cumplan, alentando un cierto grado
de lo que Rawls llama «virtudes políticas», que son las
virtudes de la participación democrática. Sin embargo, de
ahí no se sigue —no se sigue de una teoría política libe­
ral— que la vida política sea el ideal o la mejor forma de
vida. He de decir que comparto totalmente esa visión de
Rawls de las «virtudes politicas» como las únicas virtudes
de las que debe hablar la ética, es decir, comparto la con­
cepción de las virtudes como algo que no configura ne­
cesariamente una forma de vivir, sino que consiste en el
conjunto de cualidades que debería poseer el ciudadano
de una sociedad en busca de la justicia. Sólo le reprocho
a Rawls que no dedique más espacio que el párrafo citado
a desarrollar y especificar el sentido y alcance de las «vir­
tudes politicas».
La teoría de la acción comunicativa de Habermas no
propone un modelo de sociedad ni —lo que me interesa
ahora— un modelo de persona. Por el contrario, sitúa el
origen y fundamento de la ética en la comunicación hu­
mana puesto que sólo a través del diálogo será licito ob­
tener acuerdos éticos, es decir, racionales. Tiene que ser,
por supuesto, un diálogo que cumpla él mismo las con­
diciones exigidas por la racionalidad, un diálogo simé­
trico. Dicho de otra forma, el diálogo de la democracia
perfecta. Si ésta fuera realidad, todas las decisiones serían
justas. Ahora bien, dado que la simetría total de los par­
ticipantes en cualquier tipo de diálogo —más aún en el
politico— no existe ni existirá nunca. Dado que el dis­
curso político —y ético— trata siempre de cuestiones opi-
VIRTUDES PUSUCAS 41

nubles, de puntos de vista cuya validez no es objetiva, el


diálogo justo no podrá medirse sólo por el criterio de si­
metría, sino también por la dosis de buena disposición,
de voluntariedad, de deseo de cooperación y no entor­
pecimiento. La solidaridad —además de la simetría— es
un deber y una exigencia del diálogo racional. Pero, por
lo que yo sé, Habermas habla poco de esa buena dispo­
sición hacia el diálogo y demasiado de las condiciones de
la comunicación perfecta.
Los dos grandes santones de la filosofía moral contem­
poránea reciben críticas de otras perspectivas no del todo
afines con sus puntos de partida. El sociólogo Maclntyre
es uno de ellos. A su juicio, ninguna virtud —ni la justicia
ni la solidaridad— es posible en estos tiempos, puesto que
no somos una «comunidad», no tenemos unos mismos
fines ni compartimos idénticos intereses. La ética, para
Maclntyre, habría terminado en un cómputo de deberes
sin fundamento ni explicación, y la única forma de sal­
varla sería por la transformación de nuestras sociedades
desmembradas en comunidades menores al estilo de la
ciudad griega. Una solución a todas luces ¡nviable, im­
pensable, e incluso, indeseable. Cercano a él, sin embargo,
el neopragmatista americano Richard Rorty, tal vez el
primer y más rotundo detractor de los discursos funda-
mentalistas, afirma la inutilidad de la pregunta ¿por qué
ser solidario y no cruel? Sólo los teólogos y metafisicos
piensan que hay respuestas teóricas satisfactorias a pre­
guntas como esa. Por el contrario, hay que afirmar que
«tenemos la obligación de sentirnos solidarios con todos
los seres humanos» y reconocer nuestra «común huma­
nidad». Explicar en qué consiste ser solidario no significa
tratar de descubrir una esencia de lo humano, sino insistir
en la importancia de ver las diferencias (raza, sexo, reli­
gión, edad), sin abdicar del «nosotros» que nos contiene
a todos. Se puede —y se debe— ser etnocéntrico haciendo
cada vez más amplio el universo común del «nosotros».
La solidaridad es. en suma, una posibilidad —y un im­
perativo— de ningún modo contraría al cuidado de cada
42 VICTORIA C.AMPS

uno por su propia persona. Ni los nietzscheanos ni los


habermasianos tienen razón en sus posturas radicales
—irracionalista una, fundamenlalista la otra—: es posible
unificarlas en ese empeño que Rorty llama «el liberal iró­
nico» 7.

La s pa r a d o ja s d e la s o c ie d a d
DE LA COMUNICACIÓN

Una de las inquietudes de nuestro tiempo es la bús­


queda de identidades nuevas: necesitamos una idea de so­
cialismo, una idea de Europa, una idea de nuestras rela­
ciones con América o con el tercer mundo, una idea de
quienes somos más allá de puros trabajadores y consu­
midores. Esa búsqueda supone fomentar una serie de ac­
titudes y sentimientos que indiquen cómo queremos ser.
Es una búsqueda que requiere cambios teóricos y prác­
ticos más radicales de los que se han producido con la
posmodernidad, cuya manifestación tal vez más caracte­
rística ha sido la llamada «debilitación» del pensamiento:
el abandono de las teorías fuertes de la racionalidad a
favor de teorías que entienden la acción racional como
algo menos lineal y coherente, como estrategias no siem­
pre programables o previsibles. Ese giro que asume con
todas sus consecuencias la vieja convicción de que «la
carne es débil» aun cuando la razón sea fuerte —véanse
las propuestas de Jon Elster o Derek Parfit—, es ya una
muestra de que el paradigma de la filosofia para com­
prender la acción humana y proponer comportamientos
racionales ha cambiado. El punto de partida no es ya la
conciencia solipsista, sino la intersubjetividad comunica­
tiva, es decir, el lenguaje con sus reglas y usos fácticos, la
experiencia de la comunicación con todas las asimetrías,
7 Cfr. A. Maclntyre, Tras la virtud, Critica, Barcelona. 1988, y Ri­
chard Rorty, Contingency. irony, and solidarity, Cambridge University
Press, 1989.
VIRTUDES PÜBUCAS 43

estereotipos y manipulaciones que la conforman. Las con­


cepciones de la persona más innovadoras —así, la de De-
rek Parfit— tienden a alejarse tanto del egoísmo meto­
dológico hobbesiano, como de las teorías impersonales
utilitaristas, para tener más en cuenta «lo que hacemos
todos juntos» —ensuciar los ríos y los mares, contaminar
el aire, exterminar especies animales, acabar con los bos­
ques—. El principio y el fin de la vida personal no está
nada claro. Lo prueban también temas de discusión tan
corrientes hoy día como los del aborto o la eutanasia:
¿cuándo empieza o acaba realmente la vida y de qué cri­
terios depende el determinarlo?8. En la base de todas estas
dudas se encuentra la gran duda epistemológica sobre el
sentido de la verdad. No son ya las ciencias humanas las
únicas que condicionan la validez de sus asertos al modo
de descubrirlos. También las ciencias naturales se ven
abandonadas a la contingencia de la comunidad de cien­
tíficos. De ahí ía debilidad o fragilidad del pensamiento
que corrobora la afirmación de Wittgenstein: «todo lo que
es podría ser de otra manera».
Si el punto de partida teórico es la comunicación o la
intersubjetividad, el camino a favor de una justicia soli­
daria debería ser fácil. Pero ni la teoría ni, mucho menos,
la práctica se desarrollan en ese sentido. La sociedad de
la comunicación y de la información es una realidad pa­
radójica en la que conviven con idénticos derechos el plu­
ralismo de puntos de vista y el individualismo. Desde am­
bas perspectivas no es posible resolver ninguno de los con­
flictos que nos desazonan colectivamente: los desastres
ecológicos, el hambre del tercer mundo, las enfermedades
imprevistas como el SIDA, los accidentes y catástrofes
insospechados, las consecuencias de las nuevas tecnolo­
gías. En muchos casos no hay opiniones formadas para
hacer frente a tales desastres; en otros, los intereses cor-
" Cfr. Derek Parfit. Reasons and Persons, Oxford University Press.
1984. Y también. Jon Elster, Uvas amargas. Sahre la subversión de la
racionalidad. Península. Barcelona. 1988.
44 VICTORIA CAMPS

porativos o privados impiden analizar con justicia las si­


tuaciones o incluso reparar en ellas. En cualquier caso,
los criterios de la justicia tropiezan con una indiferencia
generalizada respecto a aquellos asuntos que teóricamente
debieran concernirnos a todos, pero que en realidad nos
afectan menos que otros problemas que vemos más cer­
canos. Los medios de comunicación informan puntual­
mente de todo, pero de un modo tan frío, que todos los
males del mundo siguen sin afectar realmente a nadie.
Diriase que los «pecados» de nuestro tiempo son pecados
sin pecador. La pluralidad de puntos de vista y el desin­
terés mutuo son indicios de patente insolidaridad y de
falta de responsabilidad. No faltan exigencias ético-poli-
ticas para una solución —o, por lo menos, comprensión—
de cuanto nos concierne á todos. Exigencias que apuntan
unánimemente al Estado como único y principal respon­
sable de los problemas comunes. Por supuesto que sin un
poder centralizador que controle, priorice y proporcione
recursos, ninguna cuestión colectiva llegará a verse como
problema que debe ser atendido *. Pero tanto para recabar
esa atención como para mantenerla y apoyarla, conviene
predicar la solidaridad. Una de las lacras de la sociedad
actual es, por ejemplo, la droga. Las medidas para eli­
minarla son diversas, desde la atención médica y recu­
peración de la drogodependencia a la despenalización de
la droga, pasando por la persecución de sus agentes. To­
das esas medidas precisan de intervenciones poderosas y
centralizadas, pero, al mismo tiempo, necesitan la soli­
daridad de los ciudadanos a todos los niveles. Lo mismo
cabe decir de la deficiente calidad de tantas vidas, de las
desigualdades vergonzosas a lodos los niveles —poder,
sexo, nacionalidad, raza—. Responder a tales desigual­
dades implica, ciertamente, cambios en la política eco­
* Tiene razón sobre este punió Francisco Laporta en «Sobre la pre­
cariedad del individuo en la sociedad civil y los deberes del Estado de­
mocrático», en Sociedad civil o Estado. ¿Reflujo o retorno de ia sociedad
civil?, Fundación Friedrich Ebert. Madrid, 1988. pág. 29.
VIRTUDES PÚBLICAS 45

nómica, pero también en las actitudes sociales, en la con­


cepción del ciudadano y de sus obligaciones. Es muy
cierta la observación de que el Estado benefactor tiende
a tratar los problemas de la vida privada —vejez, enfer­
medad, educación— «de una forma juridico-burocrática,
que en vez de lograr la integración social, lo que fomenta
es la desintegración de esos ámbitos de vida»l0.
El objetivo de una sociedad con exigencias éticas es la
ordenación justa y la plena conciencia por parte de los
individuos de sus obligaciones y actitudes —de sus vir­
tudes o disposiciones— como ciudadanos. Lo que signi­
fica que han de cambiar ciertas instituciones —los par­
tidos políticos, por ejemplo, no parecen el mejor sistema
de engendrar conciencia cívica; a su lado, en cambio, los
movimientos sociales se muestran más convincentes y con
mayor poder de convocatoria—, y han de cambiar tam­
bién las actitudes. Y quizá sea menos difícil que cambie
lo primero que lo segundo. El desarrollo del feminismo
lo muestra con creces: una vez han cambiado las leyes y,
jurídica o institucionalmente, la igualdad de sexos es casi
un hecho, las actitudes siguen favoreciendo la desigualdad
y la discriminación. ¿Por qué? Porque es más fácil cambiar
una ley que modificar las costumbres de los individuos.
Asi, a la exigencia de justicia —de leyes justas— hay que
añadirle la de ser solidario y responsable porque —in­
sisto— la justicia atiende sólo a lo general y, desde la
generalidad, no siempre se favorece al más necesitado ni
sale ganando el que debería ganar.
La falta de solidaridad revierte en una deficiente vida
pública. Una vida pública como el compromiso por ir
descubriendo los intereses comunes de la sociedad. Aquí
deberíamos recordar las lecciones de la teoría del contrato
social rousseauniana que entiende el contrato como la
cooperación en la producción de la voluntad general. No
como Hobbes, y en parte también Rawls, que conciben
Reyes Mate, en Socialismo y cultura, Jávea. 1988 (ponencia me­
canografiada).
46 VICTORIA CAMPS

el contrato como una hipótesis lógica que explica y jus­


tifica el poder estatal o los principios de la justicia: hay
que acatar esos principios porque, en un supuesto estado
de naturaleza —de imparcialidad e igualdad— todos los
suscribiríamos. Más que esa explicación filosófica, la
práctica conduce al convencimiento de que existe o debe
existir una suerte de cooperación entre los miembros de
una sociedad para hacerla más justa. Es decir, un pacto
de solidaridad. Reconozcamos, sin embargo, que no todo
es negativo en la tendencia al individualismo. Junto al
aspecto condenable —egoísmo, no compromiso, indife­
rencia, hedonismo, culto a la propia persona, incluso cor-
porativismo—, el individualismo ha generado un disgusto
por la violencia, por los apartheid. una preocupación por
los derechos humanos fundamentales que son, ante todo,
derechos del individuo, una sobrevaloración de la tole­
rancia. El individuo se busca y se cuida a sí mismo, pero
tiende a reconocer el igual valor que le debe al otro. Res­
peta las ideas que no son las suyas. De no ser así, no
reprobaríamos unánimemente ciertos fanatismos, no sólo
por crueles e inhumanos, sino por anacrónicos ". Por otra
parte, la conquista de la vida privada por la modernidad,
tal vez produzca, con el tiempo —y por el hastío de la
misma privacidad— un flujo contrario hacia la vida pú­
blica. Es la tesis de A. Hirschmann según la cual las os­
cilaciones de lo público a lo privado y viceversa son co­
rrientes en el devenir de las sociedades12. Asi como la
ideología de la mano invisible de Adam Smith facilitó el
tránsito de lo público a lo privado —¿por qué ocuparse
de los asuntos públicos si funcionan bien atendiendo cada
cual a sus asuntos privados?—, es posible que la actual
ideología de lo privado se vea contrarrestada por una cre­
ciente incidencia en lo público. Lo que significa compen-*1
" Cfr. Lipovelsky, La era del vacio, Anagrama. Barcelona, 1986.
11 A. O. Hirschmann, Interés privado y acción pública. Fondo de
Cultura Económica, 1986.
VIRTUDES PÚBLICAS 47

sar esas escasas y limitadas solidaridades que nacen en la


vida privada y en las corporaciones de diverso tipo.
No nos llevemos, sin embargo, a engaño. El discurso a
favor de la solidaridad —de una justicia solidaria— no
debe ser entendido como la sustitución del deber de jus­
ticia por la educación en la solidaridad. He insistido, creo
que suficientemente, en que se trata de valores comple­
mentarios. Tampoco ha de entenderse la propuesta como
el suspiro nostálgico por otro tipo de asociaciones o co­
munidades más homogéneas y unitarias. Tres últimos
puntos evitarán —creo— la tendencia hacia esas inter­
pretaciones que pretendo ahuyentar.
1. No me he referido a un tipo de «solidaridad or­
gánica» como la que Rousseau pretende fomentar con la
idea de una «religión civil» En ciertos ambientes, hoy
parece que se espera de la ética un efecto similar al que,
en otro tiempo, consiguió la religión. Pero la ética no va
por ahí, por el «rearme moral de la sociedad». Esos «rear­
mes» son siempre peligrosos, puesto que apuntan gene­
ralmente a valores muy poco sociales, a virtudes dema­
siado privadas. Vivimos en una «época crítica» que de
ningún modo ha de ser reemplazada por una «época or­
gánica» —según el lenguaje saintsimoniano— polarizada
en torno a unas mismas creencias y convicciones. El plu­
ralismo es un valor que debe ser incluso fomentado contra
la uniformidad que impone el imperativo del consumo.
Pero se pueden mantener ideas distintas, convicciones dis­
pares y ser, a la vez, comprensivo, tolerante y solidario
con quienes, a pesar de sus ideas, siguen siendo tan hu­
manos como cualquiera. A fin de cuentas, ser solidario es
—como indica Rorty— ensanchar el ámbito del «noso­
tros».
2. La solidaridad debe ser selectiva. Y como criterio
de selección, el tercer principio rawlsiano —el principio
M Comparto, respecto a la «religión civil», la actitud irónica de
Salvador Gincr en Ensayos civiles. Península. Barcelona. 1987, pá­
ginas 169-188.
4H VICTORIA CAMPS

de la diferencia— es, sin duda, el más adecuado. Hay que


tender los brazos de la solidaridad a los más desposeídos,
a los que no ven reconocida su categoría de ciudadano o
de persona. Esos que —volviendo a Rorty— están situa­
dos en el ámbito despectivo y despiadado del «ellos». Esa
selección no siempre es fácil. Lo vio muy bien Spinoza
cuando escribió que los afectos que experimentamos
como necesarios son más intensos que los que no vivimos
como tales pues «el deseo que surge del conocimiento ver­
dadero del bien y el mal puede ser extinguido o reprimido
por otros muchos deseos que brotan de los afectos que
nos asaltan» M.
3. La virtud de la solidaridad debe extenderse a todos
los niveles: de lo más privado a lo más público. El afin­
camiento en la privacidad ha desarrollado, sin duda, la
solidaridad para con los semejantes más próximos —el
prójimo literalmente—. Esa solidaridad no es sino un
modo de egoísmo, de atender únicamente a los intereses
parciales y privativos de cada uno. Y lo mismo que es
predicable de los individuos, lo es también de los grupos
o las corporaciones. Si creemos —como lo creo— que la
función básica de la ¿tica es descubrir ese inevitable «in­
terés común», la tarea implica el olvido o el abandono de
muchos intereses privados. Cualquier causa pública, co­
lectiva, afecta a intereses particulares o corporativos que,
en principio, se resisten a reconocer esa causa como buena
y válida. E igual ocurre lo contrario: supuestos intereses
públicos se anteponen a intereses grupales marginados.
¿Es posible ser solidario? ¿No estaremos imaginando
una forma de vida tan alejada de la nuestra como la ima­
ginada por Platón en su República? ¿Es lícito mostrarse
optimista? La mejor respuesta me viene de un filósofo tan
poco utópico como es Gadamer. Contra tantas visiones
catastrofistas, contra tantos lamentos por la pérdida de
los valores de la modernidad, Gadamer rechaza y niega
las razones de ese punto de vista. Porque, dice, «si real-
14
Ética, IV, prop. XV.
VIRTUDES PUSUCAS 49

mente ocurriera que no hubiera un simple trazo de soli­


daridad entre los seres humanos, fuera cual fuera la so­
ciedad, la cultura o clase a que pertenecieran, en tal caso
los intereses comunes estarían constituidos sólo por los
ingenieros sociales o por los tiranos, es decir, por una
fuerza anónima o directa». Eso, sin embargo, no ocurre
porque «el desplazamiento de la realidad humana nunca
va tan lejos que deje de existir cualquier forma de soli­
daridad. Platón lo vio muy bien: no hay una ciudad tan
corrupta que no realice algo de la verdadera ciudad: esa
es, en mi opinión, la base para la posibilidad de la filosofía
práctica»19. Sin duda alguna, sólo desde la fe y la con­
fianza en un mundo cada vez más solidario, sólo desde la
seguridad de que la cooperación no desaparecerá de la
tierra, es posible hablar de la razón práctica.

" Cfr. Richard J. Bcmstcin. Beyond Ohjeclivism and Relativixm.


University o f Pcnnsyivania Press, Philadcphia. 1983. Appcndix.
III. LA RESPONSABILIDAD

Sólo el ser libre es responsable. Sólo quien decide au­


tónomamente prefiriendo una entre dos o más posibili­
dades está en condiciones de responder de lo que hace.
La responsabilidad, la autonomía y la libertad son lo
mismo. Pero lo que en teoría se dice fácil, en la práctica
es mucho más confuso. Decimos que somos libres, au­
tónomos, responsables, pero ¿entendemos realmente qu¿
significa cada uno de esos atributos del sujeto ético? La
responsabilidad ha solido ir vinculada al sentimiento de
culpa, ¿se mantiene aún tal vinculación? ¿Puede hablarse
también de responsabilidad cuando está ausente la rela­
ción de causalidad entre un hecho y su agente y los males
no son imputables a nadie en particular? ¿La responsa­
bilidad se predica sólo de los hechos pasados o también
de las acciones futuras? Responder a preguntas como esas
es, sin duda, complicado. Pero dejarlas sin respuesta equi­
vale a usar un lenguaje sin sentido. Veamos, para empe­
zar, qué pueden decirnos al propósito cuatro filósofos
muy representativos del mundo en el que estamos.

C uatro t e o r ía s d e la r e s p o n s a b il id a d

El primero es Nietzsche, quien tiene una actitud ambi­


valente con respecto a la responsabilidad. Empieza por
hacerla objeto de la misma crítica devastadora que des­
52 VICTORIA CAMPS

carga contra la moral. Luego, la rescata como atributo


del ser autónomo no encadenado por la sociedad y las
costumbres. En efecto, el sentido de la responsabilidad es
inherente a la cultura; la civilización ha hecho al hombre
«necesario uniforme, igual entre iguales, ajustado a regla
y, en consecuencia, calculable». Es la responsabilidad que
nace como mala conciencia o sentimiento de culpa: «con
ayuda de la eticidad, de la costumbre y de la camisa de
fuerza social, el hombre fue hecho realmente calculable».
Y así el hombre sometido a la eticidad, sólo es capaz de
obedecer y de seguir las costumbres impuestas por la
sociedad, puesto que la civilización prefiere cualquier
costumbre a la falta de ellas. Sin embargo, el individuo
autónomo —el que no es ético— es el ser de voluntad
propia, al que «le es lícito hacer promesas y responder de
sí». Es aquel que posee la medida del valor, que es su
propia medida y no precisa de criterios ni de pautas ex­
trañas. Es el que ha superado la eticidad y la domesti­
cación. que no es esclavo, sino libre1.
Si el espíritu ético y domesticado tiene la obligación de
responder ante los demás, ante la sociedad que le esclaviza
y le subyuga, y se siente sobre todo responsable de sus
actos inmorales, desviados, el espíritu libre, por el con­
trario, sólo debe responder ante sí mismo, no necesita mi­
rar a nadie ni compararse con nadie, puede ser auténti­
camente innovador. De esta forma, Nietzsche aniquila la
responsabilidad moral y burguesa entendida como la ade­
cuación de la conducta a un código normativo y unifor­
mados Propone, en cambio, la responsabilidad de quien,
porque es único, sólo puede responder de sí y ante si
mismo. Una responsabilidad, en definitiva, reducida a
monólogo, sin el vigor dialéctico de la respuesta a un su­
jeto otro. Para Nietzsche. la libertad consiste en la ca­
pacidad de no tener que rendirle cuentas a nadie sino a
uno mismo.*
Cfr., sobre lodo. La genealogía de la moral y Aurora.
VIRTUDES PÚBLICAS 53

Olro crítico de la responsabilidad y de la moral bur­


guesa es Sartre. También, en su caso, la responsabilidad
se configura en tomo a una especial noción de libertad.
Paradójicamente, la libertad sartríana hace a cada uno
responsable no de su estricta individualidad, sino de la
humanidad en general. «Cuando decimos que el hombre
se elige, entendemos que cada uno de nosotros se elige,
pero también queremos decir con esto que al elegirse elige
a todos los hombres.» En efecto, a partir de la ontologia
desarrollada en L'etre el le néant, Sartre hace el esbozo
de una moral de situación que, a la vez, es universal por­
que es pura forma. Nadie debe proteger su decisión en un
código o en un consejo o en una ideología. Eso es obrar
con mala fe. La decisión ha de ser enteramente libre, «in­
ventada» en cada caso, porque cada caso es distinto. Al
mismo tiempo, «nada puede ser bueno para nosotros sin
serlo para todos», con nuestra opción elegimos un pro­
totipo, una imagen del hombre que pensamos que debería
ser2. El objetor de conciencia, por ejemplo, no elige sólo
para sí: elige una conducta generalizable y que pretende
transformar las costumbres y legalidades vigentes. Es res­
ponsable de su elección y de lo que representa como op­
ción futura. Nuestra responsabilidad ante nosotros y ante
los demás es, así, tremenda. Tanto que produce «angus­
tia» puesto que ya no hay Dios que respalde ninguna de­
cisión. La célebre afirmación de Dostoiewski, «si Dios no
existe, todo está permitido», muestra, paralelamente a la
tesis sartríana, el abandono del ser humano, su falta de
excusas y agarraderos. Ni Dios ni una supuesta naturaleza
humana están ahi para justificar ninguna actitud. La li­
bertad es una condena. Ni hay una moral predeterminada,
anterior a la acción, ni hay otra verdad que la que los
hombres eligen como tal. Si optan por el fascismo, la ver­
dad será el fascismo.
Esa ausencia de valores a priori de la acción concreta1
1 Cfr., especialmente. El existencialismo es un humanismo. Sur. Bue­
nos Aires. 1948.
54 VICTORIA CAMPS

—no hay esencias, sino existencias— quiere subrayar, en


realidad, la importancia de la acción para que los valores
sean un hecho. El único criterio de la ética sartriana es,
en efecto, actuar, hacer, inventar, en nombre de la liber­
tad. Sartre no aboga por el quietismo o por el inmovi-
lismo. Ahora bien, esa libertad total, desarraigada, sin
ningún contenido ni determinación, estará muy lejos de
fundamentar una libertad política o una lucha emanci­
padora. Al contrario, como ha visto con lucidez Federico
Riu, la libertad ontológica sartriana nos lleva «al más ab­
soluto inmovilismo escéptico o a una total irresponsabi­
lidad». Si la moral burguesa conducía a una existencia
mediocre, el «desarraigo» conduce a la ataraxia. Pues
«pretender» como Sartre que una forma de vida despo­
jada de su pasión radical, de su impulso y fuerza primi­
genios, puede seguir siendo una vida de acción y, más aún,
una vida en la que el hacer alcance su máxima expresión,
es pretender lo imposible por contradictorio con los pos­
tulados ontológicos establecidos. Pensemos en un revo­
lucionario como el que imagina Sartre. Sostiene la con­
vicción de que la vida es injustificable, de que los valores
son una invención, de que toda meta conlleva el peligro
de degenerar en «espíritu de seriedad». ¿Podemos ima­
ginar un monstruo mayor? Es el tipo de monstruo que
Camus ha pintado en Los Justos en la figura del terrorista
puro, cuyo secreto anhelo es, a fin de cuentas, hacer saltar
el mundo en mil pedazos3. En efecto, cualquier acción
permanece injustificada para aquella existencia que carece
de la pasión y del arraigo procurados por los otros y por
la comunidad humana.
La responsabilidad es una noción burguesa, y lo que
hacen tanto Nietzsche como Sartre al rechazar la moral
burguesa es acabar al mismo tiempo con la idea de res­
ponsabilidad. La voluntad de poder o la libertad onto-
lógica anulan al otro como aquel con quien inevitable­
5 Federico Riu, Ensayos sobre Sartre. Monte Ávila Editores, Ca­
racas, 1968.
VIRTUDES PÚBLICAS 55

mente debo enfrentarme de continuo para unirme a él o


a lo que representa, o para negarlo, pero sin perder ese
punto de referencia. Desvincularse de cualquier otro es
desvincularse de la realidad, y el formalismo es aún ma­
yor. Si uno se mira sólo a sí mismo, como quiere Nietzs-
che, no necesita responder de sí pues toda respuesta exige
un interpelante o un interlocutor. A su vez, la responsa­
bilidad absoluta sartriana, la responsabilidad ante o por
la humanidad entera, es, sin duda, excesiva. Ciertamente,
nuestras opciones no pasan inadvertidas, determinan el
presente y, de algún modo, el futuro de la humanidad que
es una construcción nuestra, pero nada de eso ocurre
desde esa soledad radical, trágica y terriblemente angus­
tiosa que Sartre pronostica. Creo que no me equivoco al
afirmar que la ética nace del conflicto con el otro o los
otros, de la necesidad de oponernos o de no compartir
del todo ciertos puntos de vista. La moral solitaria del
superhombre nietzscheano carece de motivaciones, y lo
mismo le ocurre a la moral descontextualizada por miedo
a la mala fe que predica Sartre. Las preferencias morales
no pueden proceder asi, de la nada o de la invención pura.
Son, por el contrario, la expresión o consecuencia de unas
pasiones y de unos lazos en lugar o por oposición a otros.
La defensa por parle de Antigona de la ley no escrita es,
tal vez, el primer y más radical ejemplo de lo que quiero
decir. Por fortuna, el pensamiento actual ha sustituido ya
definitivamente al sujeto solipsista, de donde procedían
esas visiones de una supuesta moral auténtica, por la pri­
mera persona del plural. El individuo aislado no existe ni
es capaz de hacer nada sin el concurso de los otros. Quizá
se deba al marxismo más que a ninguna otra ideología la
profunda convicción de que la conciencia es radicalmente
social, reflejo de la realidad en la que se forma y a la que
pertenece. El antisocialismo visceral de Nietzsche, y la lu­
cha de Sartre por conciliar los ideales marxistas con una
idea de libertad, en el fondo, aun burguesa, impiden que
uno y otro asuman de veras la crítica de la conciencia
solipsista que hoy damos por supuesta.
56 VICTORIA CAMPS

Pese a todo, el pensamiento marxista no es tampoco el


mejor punto de partida para analizar en todas sus di­
mensiones el tema de la responsabilidad. Más bien, hay
que reconocer que el determinismo inherente a ciertas ver­
siones del marxismo conduce a la inhibición de respon­
sabilidades. En definitiva, si todo es una producción so­
cial, el individuo acaba desentendiéndose de lo que ocurre
y opta por no responder de nada. La responsabilidad y
la culpa son dos conceptos que se dan la mano: uno se
siente responsable de haber hecho algo que no era ade­
cuado, que no debía hacerse, algo anormal, imprevisto o
fuera de lugar. Se siente impelido a buscar respuestas por­
que el orden de los acontecimientos no las proporciona,
sino le exige explicaciones. Dicho de otra forma, alguien
le hace culpable de una conducta inesperada. Cierto que
hay también una responsabilidad difusa, la responsabili­
dad de quien tiene poder para tomar decisiones y tiene
que dar cuenta de ellas. En tal caso, uno se siente res­
ponsable no porque haya hecho algo contrario a lo es­
perado, sino porque necesariamente tiene que actuar en
algún sentido, puede escoger entre diferentes opciones y
esa elección afecta a más de una vida. Digamos, pues, que
uno se siente responsable después de la acción y antes
de ella. La primera forma de responsabilidad es la que
Nietzsche aborrecía; la segunda es la que angustiaba a
Sartre. Y hay que decir que ni una ni otra son obviables;
porque somos parte de distintos colectivos, porque vamos
echando raíces aquí y allá, porque venimos de un pasado
y proyectamos un futuro, estamos obligados a dar cuenta
ante los otros de lo que hacemos, a título personal o plu­
ral. Es decir, cada uno es responsable, pero no desde el
vacío de una existencia sin normas previas, porque eso es
falso. La responsabilidad supone diálogo, disparidad, op-
cionalidad, pluralidad de perspectivas; y también, previ­
sión, expectativa, integración, orden.

Porque la relación con los otros es inevitable y nece­


saria cuando pensamos en la ética, Max Weber denomina
VIRTVDES PÚBLICAS 57

con acierto «ética de la responsabilidad» a la ética del


político. El político, en efecto, no puede atenerse sólo a
sus convicciones o principios como la sola justificación de
sus acciones. Contrariamente al parecer de Kant que no
dudó en hacer suya la máxima fíat iustitia percal mundos,
Weber piensa que el político ha de velar por la conser­
vación del mundo además de procurar que éste sea justo.
La Verantwortungselhik, ética de la responsabilidad o dis­
posición a tomar en cuenta las consecuencias de las pro­
pias decisiones, se contrapone, asi a la Gesinnungsethik,
que sería una ética de la intención o de los principios, más
atenta a los fines últimos que a los medios empleados para
alcanzarlos, y legitimada por la buena voluntad indepen­
dientemente de los resultados. Weber llega a esa doble
ética desde la convicción de que no bastan las buenas in­
tenciones ni es posible justificar racionalmente unos fines
últimos universales y mínimamente concretos. Es bueno,
sin duda, que uno sea pacifista, pero, al mismo tiempo,
ha de responsabilizarse de las consecuencias de todo tipo
—políticas, económicas, sociales, éticas— a que conduce
su forma de entender y de poner en práctica el pacifismo.
Los grandes valores, universales y abstractos, se dicen de
muchas maneras. El mismo Weber, por otro lado, dista
mucho de suscribir una mera ética del éxito político. Aun­
que afirme que el hombre de acción ha de adherirse a la
ética de la responsabilidad, no por ello piensa que sea
posible actuar responsablemente e inmoralmente a un
tiempo, ni que haga falta ser inmoral para ser responsa­
ble, ni tan sólo que ser responsable signifique no tener
principios o no dejar que éstos muevan la conducta. Al
contrario, el político verdaderamente responsable es,
siempre para Weber, el que exclama, como hizo Lutero
ante la Dieta de Worms: Ich kann niclit anders, hier stehe
ich, «no puedo hacer más, aqui me detengo». Es decir, el
politico responsable es el que mantiene su principios y
convicciones irrenunciables y, a la vez, tiene en cuenta las
consecuencias4.*
* Véase Max Weber, La ciencia como profesión. La política como
profesión. Espasa Calpc. Madrid. 1993.
58 VICTORIA CAMPS

El texto de Weber ha tenido varias lecturas. La más


corriente es la que lo interpreta como la conclusión de
que la ética y la política están condenadas a no ir nunca
juntas. Pero es una lectura absurda, especialmente si nos
fijamos en el término Verantworlung que traducimos por
«responsabilidad» o por «consecuencias». La palabra ale­
mana muestra perfectamente el sentido dialéctico de la
«respuesta responsable». Weber sabe muy bien que vive
en una época «politeísta», donde los dioses son muchos
y ninguno es el verdadero, una época desidcologizada y
sin identidades claras. En tales condiciones, los principios,
son, desde luego, un punto de referencia, una ayuda, pero
necesitan ser aplicados, interpretados, «mediatizados».
Lo que equivale a decir que tos principios solos son in­
suficientes para justificar la acción porque se encuentran
bien con el fanatismo, bien con la legitimación de cual­
quier cosa. Ellos solos no constituyen razón suficiente
para apostar en este o aquel sentido. En realidad, la razón
de las opciones políticas la constituyen las consecuencias
previsibles: ¿qué significa ser pacifista a finales del si­
glo xx?, ¿qué significa optar por una economía de mul­
tinacionales?, ¿qué significa proponer un salario social?
Está claro que las consecuencias pueden ser de muy di­
verso tipo y que su tipificación nos lleva de nuevo al te­
rreno de los principios. No es lo mismo buscar el éxito o
la conservación del poder, que buscar el bienestar social
o la protección del marginado. A Weber no podía ocul­
társele tan importante extremo. Sin duda, en ningún mo­
mento, pensó en sustentar una actitud maquiavélica.
Pienso, por el contrarío, que su insistencia en el valor de
las consecuencias como medida de la responsabilidad po­
día derivar de dos convicciones: I) la convicción de que
las grandes ideas acaban siendo abstractas y vacías si son
universales, si son dioses universalmente aceptados; 2) la
convicción de que quien ostenta el poder de la acción co­
lectiva ha de responder de ella, a muchos y diferentes ni­
veles, ante aquellos a quienes representa. El oficio del po­
lítico demócrata es ser responsable, responder ante el elec-
VIRTUDES PUSUCAS 59

lorado de las consecuencias de sus actos. ¿No es esa falta


de responsabilidad lo que, a fin de cuentas, se echan en
cara mutuamente los politicos? ¿El no cumplir lo que pro­
metieron o el no corresponder a las expectativas de quie­
nes les eligieron como representantes? Pedirle al político
que sepa adaptar las consecuencias de sus actos a sus prin­
cipios es, sencillamente, pedirle coherencia, pedirle que no
defraude y que actúe con transparencia. No otra cosa pe­
día Kant al exigir publicidad a las opciones políticas. Por­
que lo que se hace público puede ser discutido, criticado
y derogado.
Otra interesante acepción de responsabilidad es la que
se encuentra en el texto de Hanna Arendt sobre «La crisis
de la educación». Parte Arendt de la crisis de la educación
en Norteamérica motivada, a su juicio, por una serie de
innovaciones pedagógicas y de ideas subyacentes a las
mismas que no viene ahora al caso discutir con detalle.
Frente a esa práctica educativa deficiente, considera que
educar debe consistir en «asumir la responsabilidad del
mundo», pero no en el sentido de totalidad sartriano, sino
como el empeño concreto de padres y maestros de cargar
con la responsabilidad doble de asegurar la vida y desa­
rrollo del niño y la continuidad del mundo. El niño, en
efecto, reclama y exige una protección frente al mundo,
y éste, a su vez, necesita ser protegido de las innovaciones
caóticas o simplemente destructivas de las generaciones
nuevas. Lo importante es, pues, que el niño sea intro­
ducido en un mundo, y hacerlo es la función de los adul­
tos. En ello consiste la autoridad. Concretamente, en la
capacidad y la competencia del adulto para decirle al
niño: «este es nuestro mundo». Por otra parte, es evidente
que hoy asistimos a un descrédito total de la autoridad.
Todo el mundo rechaza la responsabilidad frente al
mundo: «La autoridad ha sido abolida por los adultos,
lo cual sólo puede significar una cosa: que los adultos
rehúsan asumir la responsabilidad del mundo en el cual
han colocado a los niños.» La autoridad ha desaparecido,
y ha sucedido asi tanto en la vida pública —en la poli-
60 VICTORIA CAMPS

tica— como en la vida privada —en la familia y en la


escuela—, pues esa parece ser la forma en que el hombre
moderno expresa su descontento o disgusto ante la rea­
lidad: negándose a asumir la responsabilidad de sus hijos.
Ahora bien, tal actitud es sencillamente nefasta si tenemos
en cuenta que educar es enseñar, que para educar hay que
transmitir saberes. De ahi que Hanna Arendl acabe su
escrito diciendo que la esencia de la educación es el con­
servadurismo: la educación debe ser conservadora para
preservar lo nuevo y revolucionario de cada niño y para
no menospreciar ni la autoridad ni la tradición. Suele ocu­
rrir, por el contrario, que se invierten los papeles, y son
los adultos los que hacen suya la tarea de los jóvenes que
consiste en la decisión del mundo futuro. La falta de res­
ponsabilidad —o de autoridad— significa, en este caso,
un dejar de asumir el papel correspondiente, resistirse a
madurar y a enseñar los contenidos de la propia expe­
riencia que, irremediablemente, es ya más larga y debería
ser más rica que la de los niños*.

Las cuatro teorías revisadas proporcionan elementos


suficientes para reconstruir el significado de la respon­
sabilidad y las distintas dimensiones del concepto. La res­
ponsabilidad tiene que ver con la libertad o autonomía del
individuo así como con su capacidad de comprometerse
consigo mismo y, sobre todo, con otros hasta el punto de
tener que responder de sus acciones. Esa relación de com­
promiso, de expectativas o exigencias hace que la respon­
sabilidad sea una actitud esencialmente dialógica. Final­
mente, sólo son autónomos aquellos seres que son capaces
de valerse por si mismos a ciertos efectos, que pueden
tomar decisiones, que ostentan un cierto poder y, en con­
secuencia, algún tipo de autoridad. Así, pues, ningún ser
humano mayor de edad puede esquivar la misión de tener
que responder de algo frente a alguien, porque, ineludi-5
5 Hanna Arcndt, Alain Finkielkraut. La crisi de la cultura. Editorial
Pórtic, Barcelona. 1989.
VIRTUDES PÚBLICAS 61

blemente, ha de encontrarse en situaciones de poder, de


toma de decisiones, que le exigirán la satisfacción de unas
demandas. El simple hecho de tener cosas, de poseer,
desde una familia a un trabajo, pasando por propiedades
de muy diverso tipo, lleva anejas diferentes responsabi­
lidades. Esto es asi porque uno vive entre otros semejantes
y es interpelado por ellos de continuo y a cualquier pro­
pósito. La autonomía nunca es absoluta, no excluye co­
nexiones y ligazones: nadie es totalmente autosuftciente
ni actúa sólo para sí mismo. Las relaciones sociales —fa­
milia, escuela, trabajo, ocio— constituyen una red de in­
terdependencias. Esa recíproca necesidad de interpelación
se materializa en un diálogo más o menos puro, es decir,
más o menos igualitario. En suma, pues, nadie que asuma
su mayoría de edad puede inhibirse de dar respuestas a
los sucesivos requerimientos con que se encuentra. Tiene
que responder porque se le exige hacerlo. Es decir, tiene
que ser responsable, pero para poder serlo, tiene que ser
interpelado. El movimiento ha de ser doble: asunción de
unos compromisos, y exigencia de que esos compromisos
se cumplan satisfactoriamente. La responsabilidad es la
respuesta a una demanda, implícita o explícita, a una ex­
pectativa de respuesta.

Falta df. i d e n t i d a d e s y c o m p r o m is o s

La exigencia de responsabilidades supone compromisos


e identidades claros. Y las identidades hoy se encuentran
escasamente definidas. Hay, ciertamente, identidades po­
derosas, con contenidos bastante diáfanos, que precisan
sin equívocos cuáles son las obligaciones y las respuestas,
que deben satisfacer quienes se subsumen bajo dichas
identidades. Parece que, en teoría, es posible precisar en
qué consiste ser un buen médico, un buen pintor, un buen
futbolista, incluso un buen catalán. La adecuación al con­
cepto se mide, en tales casos, por unos resultados verifi-
cables: el éxito, la fama, la cotización o la mera obser­
62 VICTORIA CAMPS

vancia de unas normas. Más confuso es ya decidir, por


ejemplo, en qué consiste ser un buen político, una buena
madre o un buen hijo. No es que falten las exigencias o
las obligaciones: es que las formas de realizarlas son más
variables, y cualquier intento de definición se acerca mu­
cho al estereotipo. De ahi no se sigue, sin embargo, que
las responsabilidades se limiten a los códigos de deberes
establecidos. Y Weber aquí nos sirve de ayuda. Pues es
muy posible que su indecisión entre los principios y las
consecuencias procediera de la convicción de que los prin­
cipios, si son claros, son rígidos. En cuyo caso, no con­
ducen a una ética pura, sino a una ética fanática. Asi, el
hombre de acción no puede escudarse sólo en principios,
puesto que es, a su vez, responsable de la aplicación de
los mismos. Digamos, pues, que los principios vagos son
el requisito de una moral responsable. Pero también que
la ambivalencia de los principios conlleva la crisis de iden­
tidad. En tal caso, la responsabilidad moral y la legal di­
fieren poco. Unas normas positivas determinan su alcance
y sus límites. Las identidades débiles, con normas igual­
mente poco sólidas, en cambio, si bien confieren una ma­
yor autonomía y poder de innovación al sujeto respon­
sable, precisamente porque cargan sobre sus espaldas un
peso mayor, amenazan con una fácil pérdida del sentido
de la responsabilidad.
Pues ocurre que cuando las identidades y los compro­
misos son débiles, tienden a mantenerse sólo las obliga­
ciones formales que son, a su vez, las más generalizables
y las más fáciles de precisar. Asi, será buen profesor el
que no falta a clase y es puntual en su trabajo, será buen
político el que sabe mantener contentos a sus electores o
el que no cae en corrupciones demasiado evidentes, será
un buen hijo el que no decepciona a sus padres. En una
palabra, es buena persona la que no crea problemas. Si
antes decíamos que la responsabilidad requiere la inter­
pelación y el compromiso, la escasa responsabilidad que
se observa hoy tal vez dependa de la pobreza y cortedad
de las interpelaciones, del hecho de que a cada quien se
VIRTUDES PÚBLICAS 63

le exija sólo que cumpla con sus obligaciones formales y


no se meta en historias o asuntos que no le conciernen.
La imprecisión de las obligaciones morales que tenemos,
reduce la responsabilidad a las únicas obligaciones que
pueden definirse con exactitud: las que pueden medirse
con un reloj, pagarse con un sueldo o verificarse con unas
simples facturas.
No es raro que esta sociedad tan confusa, por una
parte, y meticulosa, por otra, no nos agrade. Que el es­
cepticismo nos aguarde en cada esquina. Pero el escep­
ticismo y la responsabilidad son incompatibles, como lo
son el escepticismo y la ética. No todo vale igual, es pre­
ciso creer en algo aunque sea vago, y es ineludible elegir
y tomar decisiones. Aunque nuestra libertad no sea tan
absoluta como quería Sartre, si es cierto que algo pode­
mos hacer y algo podemos cambiar. Si no partimos de
ahí, la ética está de más. Pero tal convicción implica que
respondamos de nuestras decisiones y elecciones. Hanna
Arendt lo ve muy bien: la educación es una tarea obligada
que supone una cierta seguridad. La misión de educar
equivale a la misión de enseñar algo, de responder de una
visión del mundo. Por el contrario, el escepticismo genera
pasividad, el «no voto porque no sé a quien votar, no me
siento representado por nadie». Lo que implica, de nuevo,
ausencia de lazos que interrelacionen, imposibilidad de
producir compromisos auténticos. Pero si, por una parte,
hoy parece inviable el compromiso con una idea, porque
ninguna merece que se apueste por ella o ninguna está lo
suficientemente clara para que sepamos, al apostar, a qué
nos comprometemos; si, por otra parte, la sociedad se ha
vuelto tan compleja, que nunca encontramos un solo fac­
tor como único causante de un efecto; si lo que tenemos
son resultados, consecuencias, daños, cuyos responsables
parecen haberse esfumado o son indeterminables, ¿cómo
entender o recuperar la noción de responsabilidad?
En el año 1967 Noam Chomsky escribe un famoso ar­
ticulo titulado «La responsabilidad de los intelectuales».
Con él podemos considerar que se clausura una época que
64 VICTORIA CAMPS

culmina con el mayo del 68. Empieza Chomsky en su ar­


tículo refiriéndose a los crímenes de guerra y a la «res­
ponsabilidad de los pueblos», para analizar a continua­
ción la responsabilidad de los intelectuales. Ésta, a su jui­
cio, consistiría en «decir la verdad y denunciar la men­
tira», aunque los intelectuales no parecen sentirla así.
Para demostrarlo, aporta una serie de textos de analistas
políticos que, a propósito de la guerra de Vietnam, en
lugar de asumir esa teórica responsabilidad, defienden
otra verdad, la del «interés nacional». Y no parece haber
excepciones a esa actitud de connivencia con los órganos
de poder. «Cuando consideramos la responsabilidad de
los intelectuales, nuestra preocupación básica debe ser su
papel en la creación y en el análisis de la ideología»6. Esto
es, el intelectual se responsabiliza porque tiene desde
donde hacerlo, se ha comprometido con unas ¡deas y ha
de responder de ellas. Tal es, sin duda, el presupuesto en
el que descansa la figura del intelectual responsable de
Chomsky —que difiere poco de la Freischwebende Inte-
Uigenz de Mannheim—. Pero ocurre que vivimos en el
tiempo del «fin de las ideologías», según ha señalado Da­
niel Bell, y ese intelectual independiente y radical ha sido
sustituido por el experto, el cual no aspira a criticarlo o
a cambiarlo todo, porque carece de competencia para
ello, sino a reparar o solucionar pequeños problemas con­
cretos. Chomsky se hace cargo de tal objeción, pero está
muy lejos de compartirla y suscribirla. En su opinión, Bell
silencia el consenso real de los intelectuales con el Estado
del Bienestar: es éste el que no precisa de un cambio ra­
dical y al que le estorban los intelectuales con ideología.
El fin de las ideologías puede ser un hecho, pero Bell no
explica las razones de ese fin.
Sean cuales sean esas razones, lo cierto es que las ideo­
logías hoy no son potentes y se han debilitado —como
decia— las señas de identidad individuales y grupales. Es*
* Noam Chomsky, La responsabilidad de los intelectuales, Ariel. Bar­
celona. 1969.
VIRTUDES PÚBLICAS 65

difícil que alguien se pregunte «¿qué he hecho yo?» ante


un problema o un daño colectivo —como puede ser un
régimen totalitario, una guerra, o la miseria de ciertos
sectores. No «¿qué he hecho yo para que esto ocurra?»,
sino «¿qué he hecho o qué estoy haciendo para que no
ocurra?». Y quien no se plantea esa pregunta no tiene
derecho a acusar a nadie ni a exigirle a nadie responsa­
bilidades. Ciertamente, el fin o la debilidad de las ideo-
logias ha traído consigo una restricción de las respon­
sabilidades a lo más inmediato, a esos compromisos
formales cuya transgresión o no cumplimiento puede me­
dirse sin error.

La r e s p o n s a b il id a d s in c u l p a

Es cierto que hoy se está produciendo un cambio en la


noción de responsabilidad, y no sólo en la moral, sino
también en la civil. La responsabilidad moral pretende
llegar más lejos que la responsabilidad civil. Esta última
es, en principio, más fácil de precisar que la moral, puesto
que el mal moral es más difuso y menos específico que el
daño legal. Razón por la cual la responsabilidad moral se
convierte en una idea imprecisa y de mayor alcance que
la civil. Más allá de las exigencias legales, uno es moral-
mente responsable de lo que hace o deja de hacer: un
padre de familia divorciado, obligado por la ley a man­
tener simbólicamente a sus hijos, es responsable moral­
mente de mantenerlos de verdad. La responsabilidad mo­
ral trasciende todos los ámbitos particulares y definidos,
aunque también los incluye. Los incluye y los trasciende
en la medida en que la responsabilidad de ser una buena
persona y de contribuir a la construcción de una sociedad
justa y bien ordenada no significa realizar una imagen
perfectamente previsible y determinable. Si el bien y el mal
legal están definidos por la positividad del derecho, no
existe un código moral que establezca sin ambigüedades
66 VICTORIA CAMPS

—con ambigüedades aun mayores que las legales— en


qué consiste el bien absoluto.
Sin embargo, y aunque la responsabilidad moral se­
guirá siendo un concepto más amplio que el de respon­
sabilidad civil que requerirá siempre de códigos más es­
pecíficos, esta última noción está sufriendo una serie de
transformaciones que vale la pena tener en cuenta. La
responsabilidad civil revisa desde hace tiempo su propio
concepto e intenta corregir la idea derivada del derecho
justinianeo según la cual sin culpa o negligencia no se está
obligado a reparar ningún daño. En efecto, hoy sabemos
que el daño no siempre tiene un culpable claro y que la
ausencia de correlación directa y obvia entre daño y culpa
no debe eximir del deber moral o incluso legal de reparar
el daño. El principio de «responsabilidad sin culpa» de­
rivado de la convicción de que no debe quedar un solo
daño sin reparar, está sustituyendo al anterior. Se pasa,
de este modo, de una noción individualista, subjetiva y
decimonónica de los daños, a una noción social y obje­
tiva, a un derecho de daños por el resultado y no sólo por
la culpa, a un derecho de daños más impersonal pues
—como observa Diez Picazo— «hoy, en muchos casos,
estamos en presencia de una responsabilidad sin injusto,
sin culpa o, incluso, sin causa». O, más exactamente, nos
encontramos ante la llamada «responsabilidad objetiva».
El tránsito de uno a otro sistema implica revisar ideas tan
ligadas a la noción tradicional de responsabilidad como
que la culpa no deriva siempre de una relación de casua­
lidad entre la conducta de un agente y el daño ocurrido,
ya que las acepciones de «causa» no son univocas. O hay
que modificar el punto de vista de que no basta resarcir
de los daños, sino que es preciso prevenirlos. O que el
resarcimiento puede ser un deber incluso cuando no hay
culpable ni causante porque nos encontramos ante daños
inevitables. En nuestra sociedad, «el principio de impu-
tabilidad no debe intervenir porque ya no se trata de re­
laciones de individuo a individuo, sino de relaciones de
VIRTUDES PÚBLICAS 67

grupos entre si, o de relaciones de grupos con indivi­


duos»7. ¿Quién debe, entonces, asumir los riesgos?
A los juristas parece preocuparles, sobre todo, la efi­
cacia de los distintos sistemas de responsabilidad, la po­
sibilidad de hacer un cálculo preventivo que funcione y
no sea muy costoso. Pero hay, además, razones de tipo
político y moral que revalorizan el sistema de responsa­
bilidad objetiva, entendida como responsabilidad ante el
daño posible —evitable o inevitable— por parte de quien
está en mejores condiciones de actuar contra el riesgo. Si
el fin de la llamada «responsabilidad objetiva» es, ante
todo, la seguridad de los ciudadanos, existen también
otros problemas legalmente inabarcables, por ahora, pero
no menos considerables. Los problemas en tomo a la
cuestión de los daños o sufrimientos de los que debe res­
ponsabilizarse la colectividad porque no es justo que
siempre sufran los mismos. Se trata, a fin de cuentas, de
un capitulo de la justicia distributiva: ¿quién tiene la obli­
gación. porque reúne más condiciones para ello, de cargar
con el dolor ajeno o colectivo?
Numerosos ejemplos subrayan la importancia e interés
de esa ampliación de la idea de responsabilidad. La com­
plejidad y anonimato derivado de las nuevas técnicas, la
ampliación del ámbito de los servicios, los accidentes in­
controlables, hacen muy difícil el reconocimiento de esa
relación entre un acreedor y un deudor que, según Nietzs-
che, estaba en el origen de la noción de responsabilidad.
El daño producido ha de ser reparado, pero es difícil im­
putarle ese daño a un supuesto deudor o incumplidor de
un también supuesto compromiso. La responsabilidad
frente a un daño no siempre se encuentra vinculada a la
7 Joaquín Bisbal Méndez, «La responsabilidad extracontraclual y la
distribución de los costes del progreso», en Revista de Derecho Mer­
cantil, Barcelona. 1983, págs. 175-224. Además de este excelente resu­
men sobre el tema, véase también Guido Calabresi. El coste de los ac­
cidentes. Análisis económico y jurídico de la responsabilidad civil, Ariel,
Barcelona. 1984.
68 VICTORIA CAMPS

noción de culpa. Tenemos al daño frente al daño más que


al daño frente a la culpa. ¿Quién es responsable de un
accidente aéreo, de la desaparición de la capa de ozono,
de la drogadicción, del hambre, del SIDA? Males que de­
ben ser reparados, independientemente de que puedan
serle imputados a alguien. Pues bien, si el compromiso
que debería fundar la responsabilidad civil es impreciso,
más lo será el compromiso que ha de fundar la respon­
sabilidad moral. Mientras la moral fue subsidiaria de la
religión, de un Dios, el mal —el pecado— consistía en
desobedecer su ley. Uno era responsable —culpable— de
incumplir una promesa o un compromiso con el Creador
de todo, creador incluso de la distinción entre el bien y
el mal. Desaparecida esa relación como base del juicio
moral, los daños o los males que hoy han venido a sus­
tituir a los antiguos pecados son aquellos que afectan a
toda la humanidad —la miseria, la guerra, la degradación
ecológica, la dominación—, que no siempre cuentan con
un o unos culpables claros. Males, sin embargo, que de­
ben ser reparados, de los que alguien ha de responder.

El su je t o d e la r e s p o n s a b il id a d

Todas las variables barajadas hasta ahora nos llevan a


una especie de «responsabilidad sin sujeto». Aunque en
ello haya una cierta contradicción, pues si responsabilidad
viene de respuesta, debe haber un alguien que responda.
Lo que podríamos llamar la «responsabilidad social cor­
porativa» es una expresión vacia, encubridora de rea­
lidades que merecen otros nombres e inexistente como
tal. Distintas voces han denunciado el hecho de que el
intelectual ha dejado de ser la conciencia de la sociedad
—si es que alguna vez lo fue de veras— por incompeten­
cia, por desorientación o por desidia. En su lugar, el po­
lítico ha asumido una especie de «responsabilidad uni­
versal», como dice Oskar Lafontainc. En efecto, hace falta
un chivo expiatorio, y ése es la política, culpable de todos
VIRTUDES PÚBLICAS 69

los fracasos económicos o administrativos: «Cuando se


necesitan chivos expiatorios es que algo no funciona en
la conciencia de responsabilidad social, que es uno de los
componentes esenciales de la cultura política. Parece que
son demasiadas las personas que entienden la Constitu­
ción estatal representativa como un sistema de “respon­
sabilidad representada”. Con su papeleta de voto también
introducen en las urnas su responsabilidad social. Este
grotesco malentendido somete al político, lo quiera éste
o no, a una enorme tensión respecto a lo que se espera
de él»s. Todo se politiza. La sociedad de servicios nos ha
acostumbrado a que los asuntos colectivos caigan sobre
las espaldas de la Administración, la que, a su vez, se
encuentra incapaz de atender a todo. Pero si el político
se responsabiliza, dejan de votarle. La misma política
electoral le obliga a hacer falsas promesas, a compro­
meterse. En determinadas materias —la ecología, el pa­
cifismo— se ha conseguido una cierta responsabilidad so­
cial. Pero, por lo general, la responsabilidad carece de
sujeto identificable y el peso de la culpa se descarga —sim­
bólicamente— en los políticos.
Todo ello tiene que ver con varios fenómenos. Con el
fenómeno de una sociedad de servicios que promete y no
llega a dar. La política fiscal es, en si misma, difícilmente
cuestionable desde unos supuestos de justicia social, pero
se hace vulnerable si carece de las compensaciones jus­
tamente esperadas en sanidad, educación, jubilación, de­
sempleo. La misma deficiencia en los servicios pone obs­
táculos a la educación cívica y al comportamiento res­
ponsable: ¿por qué no usar siempre los servicios sanitarios
de urgencia si es la única forma de ser atendidos a tiempo?
A las insuficiencias de la sociedad de servicios hay que
añadir la pasividad y desinterés de los ciudadanos que se
despreocupan de las cuestiones colectivas porque no les
conciernen directamente, o, lo que es más lamentable, mu-
' Oskar Lafontainc. La sociedad del futura, Sistema, Madrid, 1989,
pág. 22.
70 VICTORIA CAMPS

chas actividades de grupos o asociaciones dirigidas a en­


frentarse a problemas generales pasan inadvertidas, de­
sapercibidas porque carecen de medios para atraer la
atención de los «medios» que suele estar centrada en la
clase política o en otras clases parejamente poderosas.
Añádase a todo ello la falta de señas de identidad men­
cionada antes: o los colectivos saben muy bien cuáles son
sus compromisos, o, de lo contrario, no asumen, seria­
mente, ninguna responsabilidad. Quedan sólo los com­
promisos formales, las obligaciones de superficie.
¿Habrá que cargar todas estas incapacidades en las
cuentas de una democracia representativa que despierta
poquísimos entusiasmos? La democracia es lo contrario
de cualquier sectarismo: teóricamente, en la democracia
deben caber todos, todos los que acepten sus reglas del
juego. Ello significa que no se admiten ideologías con afán
imperialista. La extensión de la democracia es tan ilimi­
tada que disminuye su intensión, desaparecen aquellas no­
tas que le otorgarían un sentido preciso, sentido que, por
otra parte, sería incompatible con la idea misma de de­
mocracia. La gobemabilidad se complica cuando las opi­
niones son plurales, se imponen, entonces, los pactos y
las consiguientes deserciones de ideas previamente asu­
midas. Volvemos a la cuestión de las identidades débiles.
Ningún demócrata tiene derecho a adherirse a unas creen­
cias que le obliguen a ignorar o suprimir a quien no las
tiene. Eso es terrorismo puro. Los compromisos y las obli­
gaciones generalizables se limitan a cuestiones de proce­
dimiento y a aceptar lo que salga. El principio de las de­
cisiones cambia, porque no se decide tanto de acuerdo con
unas convicciones, como de acuerdo con el querer del pue­
blo. Dicho de otra forma, se admiten convicciones distin­
tas y que se impongan las que ganen. Puesto que un juego
de tal calibre con mucha gente se hace inviable, los ju­
gadores son sólo unos cuantos, los representantes de los
ciudadanos. Lo cual implica que éstos —se consideren o
no bien representados— tiendan a desertar de sus impli­
caciones en la vida política, reduzcan sus responsabili­
VIRTUDES PÚBLICAS 71

dades al ámbito —más preciso— de su vida privada, y


exhiban una pasividad total con respecto a los asuntos
públicos. Es la pasividad, la falta de participación, el ab­
sentismo electoral que lamentan todas las democracias ac­
tuales incapaces de entusiasmar, incapaces de generar la
magia inherente a los grandes ideales.
El sujeto de la responsabilidad social que, al parecer,
ha desaparecido, es el sujeto de la democracia cuyo pa­
radero tampoco está nada claro. Aristóteles estaba con­
vencido de que las obligaciones del individuo eran ni más
ni menos que las del ciudadano pues uno y otro eran el
mismo ser. La ética cristiana —medieval— reconocía a
un individuo autónomo, independiente de la sociedad,
pero no independiente de Dios cuya ley debía obedecer
para vivir dignamente. El siglo xvi individualiza aún más
al sujeto de forma que lo deja solo ante sí mismo, ante la
razón que, teóricamente, es una sola, la misma para to­
dos. Ser virtuoso es, entonces, ser racional. En cada mo­
mento, pues, parece haber un criterio del bien con el que
hay que comprometerse y actuar en consecuencia. Pero
hoy ya no existe tal criterio. El único criterio de racio­
nalidad es el diálogo, la democracia y los acuerdos que
salgan de ella. De ahí que el compromiso sea con una
realidad indescriptible salvo en la forma, de resultados
parcialmente previsibles, una realidad que, además, está
aún lejos de ser perfecta en cuanto a la pulcritud del pro­
cedimiento que es lo que la constituye. Nos satisfaga o
no, ese es el criterio ético de nuestro tiempo, como tal
debe aceptarse y desde él ir construyendo la moral de cada
día. Conviene, por lo demás, ir aprendiendo el sentido de
la responsabilidad social, que equivale a descubrir el su­
jeto de la democracia. Tarea que no puede significar otra
cosa que un reparto de responsabilidades para que el daño
también esté mejor distribuido. Es, sin duda, una cuestión
de justicia distributiva, porque no es justo de ningún
modo que siempre sean los mismos los que carguen con
el sufrimiento del mundo. La responsabilidad social ha de
consistir básicamente en dar prioridad a las miserias y
72 VICTORIA CAMPS

contradicciones, darles prioridad como problemas y se­


ñalar quién o quiénes han de compensarlos.
La realidad presente obliga a pensar la responsabilidad
más allá de la relación causa-efecto o de la relación de
culpabilidad derivada de una promesa incumplida o una
ley transgredida. Tal visión era más propia de los tiempos
en que el sujeto debía responder ante alguien concreto,
identificable. Ese esquema vale sólo para fenómenos in­
mediatos, ante los que es posible preguntarse ¿quién lo ha
hecho? Pero existen multitud de otros daños que exigen
otra pregunta y, por tanto, otra respuesta. No la respuesta
a ¿quién lo ha hecho?, sino la respuesta a ¿cómo hacer
para evitarlo? Tomar conciencia de la importancia y la
urgencia de esa segunda respuesta implica determinar
quién es el sujeto de la responsabilidad social o el sujeto
de la democracia y asumir el papel que nos toca en esa
decisión. La construcción de la democracia, en efecto,
precisa de esa respuesta por el presente y el futuro y no
sólo por el pasado. Nos lo enseñan, así, ciertos movi­
mientos contestatarios muy actuales, como son la protesta
ecologista o antimilitarista: movimientos hacia el futuro.
Mirar sólo al pasado es, sin duda, peligroso: los meros
ajustes de cuentas acaban en el terror o en la inacción.
La ética moderna de tradición cristiana se origina y se
funda en la promesa. Yahvé ordena a Moisés «cumplid
mi ley y os llevaré a la Tierra Prometida». La sociedad
moderna, por otro lado, se funda sobre el contrato social.
Pero los términos de hoy son distintos. ¿Con quién pactar
si nadie detenta a priori la autoridad suficiente? La moral
no puede resultar de la promesa ni de las buenas inten­
ciones aunque deba contar también con ambas cosas. La
moral nace de la autonomía, la decisión libre y el con­
flicto. Conflicto porque el mundo, como dio a entender
Wittgenstein, no es del todo «mi mundo». Y no lo es por­
que el ideal de humanidad es en él irreconocible.
IV. LA TOLERANCIA

La t o l e r a n c i a c o m o v ir t u d l ib e r a l

La tolerancia es la virtud indiscutible de la democracia.


El respeto a los demás, la igualdad de todas las creencias
y opiniones, la convicción de que nadie tiene la verdad ni
la razón absolutas, son el fundamento de esa apertura y
generosidad que supone el ser tolerante. Sin la virtud de
la tolerancia, la democracia es un engaño, pues la in­
tolerancia conduce directamente al totalitarismo. Una
sociedad plural descansa en el reconocimiento de las dife­
rencias, de la diversidad de costumbres y formas de vida.
En la época de las comunicaciones es lógico que el plu­
ralismo se acentúe y que la tolerancia se consolide y acre­
ciente. Y es lógico también que la apertura sin limites, des­
mesurada, produzca un cierto temor. ¿A dónde vamos a
llegar? ¿Dónde acaba la tolerancia y empieza la permisi­
vidad? ¿Es lo mismo la tolerancia que la total libertad de
costumbres? No olvidemos que las virtudes para Aristó­
teles eran un término medio muy proclive a sucumbir en
el vicio por exceso y por defecto. ¿Cuál es, pues, la medida
justa, el término medio de la tolerancia?
Aunque la tolerancia sea la virtud democrática por ex­
celencia, no todas las democracias son iguales. Hay, por
lo menos, una democracia liberal y una socialdemocracia.
Y la lucha por la tolerancia coincide cronológicamente con
la lucha por el liberalismo. Lo que significa que los pro­
74 VICTORIA CAMPS

blemas de la primera serán a su vez los problemas del se­


gundo. A grandes rasgos, puede decirse que la historia de
esa lucha tiene dos momentos ineludibles. El primero lo
representa Locke con su Epístola de Tolerantia, alegato en
favor de la libertad religiosa. El segundo lo representa el
On Liberty de John Stuart Mili, defensa a ultranza de la
libertad como tal.
En efecto, la tolerancia empieza siendo tolerancia reli­
giosa. Locke, modelo a un tiempo de religiosidad y anti­
dogmatismo, supo ver con lucidez que la religión era un
peligro para la paz y el orden públicos. Si las épocas po­
liteístas —como la griega— no tuvieron necesidad de pro­
clamar la tolerancia, si es urgente hacerlo con el cristia­
nismo, religión monoteísta pero dividida en cantidad de
iglesias y credos con convicciones distintas. La voluntad
de representar al único Dios revierte en un sinfín de guerras
y agresiones que amenazan a la convivencia de los indi­
viduos y a la integridad de los estados. Conviene separar
las funciones de la religión y de la política: aquélla es un
asunto privado, de convicciones personales, mientras que
la política es pública. La máxima evangélica, «dad al césar
lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios», es la que
anima toda la disertación de Locke a favor de la tolerancia.
La teoría de que no es lícito mezclar los campos de lo
público y lo privado, y también el principio de la caridad
cristiana. Pues ¿qué puede haber más opuesto a la caridad
y el amor que la defensa de unas creencias con las armas
de la violencia? En cambio, «la tolerancia con los que tie­
nen opiniones religiosas diferentes está tan de acuerdo con
el Evangelio y con la razón que parece una monstruosidad
que haya hombres tan ciegos en medio de una luz tan bri­
llante» '.
La sociedad civil o política y la sociedad religiosa tienen
fines distintos y deben tener autoridades de tipo y natu-1
1 Locke. Carta sobre la tolerancia. Gouda (Holanda). 1689. tra­
ducción castellana. Grijalbo. Barcelona. I97S.
VIRTUDES PÚBLICAS 75

raleza diversos. Si el mantenimiento del orden político au­


toriza a tomar ciertas medidas, no es lícito, en cambio,
tomarlas y perseguir a otro o a otros en nombre de la
Iglesia o el Evangelio. En el fondo de las argumentaciones
de Locke late la convicción de que nadie posee la verdad
religiosa y que los asuntos del alma son objeto de fe y de
adhesión personal. Son cuestiones que al Estado no deben
incumbirle. A fin de cuentas, la tolerancia no viene a sa­
tisfacer sólo un derecho individual, sino a resolver una fas­
tidiosa e inagotable cuestión política.
Dos siglos después de que Locke escribiera su Carta so­
bre la tolerancia, John Stuart Mili publica su breve tratado
Sobre la libertad, tal vez la más entusiasta y completa de­
fensa de la libertad individual que se haya escrito en la
historia de la filosofía moral. Proteger las libertades indi­
viduales significa, para Mili, proteger al individuo de las
intervenciones y opresiones de la sociedad, impedir la au­
todeterminación a la que cada cual tiene derecho. La pri­
mera y fundamental libertad es, sin duda, la de conciencia
y expresión, el derecho a no dejarse aplastar por la mayoría
social o por la opinión dominante. La individualidad es
un valor, uno de los ingredientes del bienestar, y hay que
protegerla y conquistarla como sea. El ámbito de la liber­
tad humana está constituido por aquel dominio que afecta
a cada uno más directa e intimamente: el pensamiento y
el sentimiento, la opinión sobre cualquier tema, se refiera
al campo de la ciencia, la moral o la teología. El principio
comprende también «la libertad de gustos y de fines», para
vivir como a cada cual le plazca y apetezca, sin que nadie
tenga derecho a mezclarse ni estorbar las opiniones pri­
vadas. Se añaden a ambas libertades una tercera: la liber­
tad para unirse a otros con el fin que sea. En resumen,
pues, la libertad de conciencia se materializa en la libertad
de expresión o de opinión, en la libertad de gustos y formas
de vida y en la libertad de reunión o asociación. Sólo habrá
un limite —según Mili— al disfrute de la libertad indivi­
dual y es el daño a otros que puede derivarse de tal de­
7(5 VICTORIA CAMPS

recho. En tal caso, y sólo entonces, es licito reprimir la


libertad12*.
Antes, sin embargo, de hablar de los limites, veamos
un poco más cuál es la base y cuáles los terrenos en los
que la tolerancia ha querido imponer sus derechos. La
base la constituyen dos convicciones compartidas tanto
por Locke como por Mili: 1) la convicción de que la ver­
dad total no la tiene nadie; 2) el deber del respeto mutuo
derivado del reconocimiento de una igualdad fundamen­
tal de todos los humanos. Es más, el respeto no es sólo
un deber, es, al mismo tiempo, una necesidad. Dado que
nadie tiene el monopolio de la razón es preciso e inevitable
escuchar opiniones ajenas, dialogar, contrastar opiniones.
La participación es un requisito ineludible del gobierno y
del progreso democrático. Así pues, la tolerancia se apoya
en una certeza epistemológica y en una certeza moral: no
hay verdad absoluta y el imperativo moral por excelencia
—como ya dijo Kant— es el respeto a las personas. Prin­
cipio que consiste en la combinación de tres ideas que
tomo de un texto de Albert Weale: «La primera es que
las personas tienen fines y propósitos en sus vidas que son
significativos para ellos. La segunda es que las personas
son capaces de reflexionar sobre sus circunstancias y ac­
tuar según razones que derivan de tales reflexiones. La
tercera es que los fines que dan sentido a las vidas de la
gente son el producto de su reflexión, esto es, que tales
fines son, en parte, escogidos por ellos mismos y derivan
parte de su valor de tal hecho. El respeto a las personas,
por tanto, implica la idea de que hay que permitir que las
personas actúen según su propia concepción de lo que es
bueno y valioso para ellos, y que en la medida en que
hagan eso están expresando su naturaleza de seres racio­
nales y reflexivos» \
1 Cfr. Stuart Mili, On Liberty, Collins, Glasgow, 1962. págs. 137-138.
Traducción castellana. Sobre la libertad. Espasa Calpe, Madrid, 1991.
’ Albert Weale. «Toleration, individual differences. and rcspect for
persons», en John Horlon and Susan Mcndus. cd.. A spectsof Toleration.
Mcthucn, Londres, 1985, pág. 28.
VIRTUDES PÚBLICAS 77

Asi, el imperativo del respeto mutuo descansa en el su­


puesto de que los individuos tienen diferentes opiniones
de lo que es bueno para ellos, y tienen además el poder
de autodeterminarse para alcanzar esos bienes. La liber­
tad que estamos defendiendo no es sólo la libertad «ne­
gativa» —según la conocida distinción de Isaiah Berlín—,
sino la libertad «positiva», la libertad de autogobernarse
y de construir la propia vida4.

Los LÍMITES DE LA TOLERANCIA

La libertad de conciencia y la libertad de estilos de vida


son la consecuencia inmediata de las teorías modernas
sobre la tolerancia. Parecen dos libertades distintas, pero
no lo son. Ambas tratan de corregir la intolerancia reli­
giosa, la cual no tiene sólo consecuencias teóricas que
afectan únicamente a las creencias, sino prácticas. De la
fe en el Dios verdadero se sigue el conocimiento de la vida
buena con sus virtudes y sus vicios. Admitir creencias re­
ligiosas dispares implica, por el contrario, tolerar también
puntos de vista distintos sobre el amor y el sexo, la en­
fermedad, el dolor y la muerte, el trabajo y el ocio, las
relaciones con Dios y con los hombres. Todas esas dife­
rencias en cuanto a creencias y costumbres —religión y
formas de vivir— han resultado ser difícilmente tolera­
bles. En especial las referidas a la raza y al sexo. En efecto,
los descubrimientos geográficos de la modernidad, el con­
tacto con otras etnias, revelaron la existencia de costum­
bres distintas y valores diferentes. Pusieron de manifiesto
el relativismo de cualquier punto de vista. Pero la reacción
inmediata no consistió en asumirlo, sino en combatirlo y
rechazarlo. Los descubrimientos fueron decididamente et-
noccntricos: colonizaron cultural y materialmente, des­
truyeron prácticas y no toleraron creencias que aparen­
4 Isaiah Berlín. Cuatro ensayos sobre la libertad. Alianza Universi­
dad. Madrid, 1988.
78 VICTORIA CAMPS

temente obstruían o simplemente se apartaban de las pro­


pias. El tiempo, sin embargo, ha ido corrigiendo la
tendencia al dogmatismo y al etnocenlrismo a ultranza.
Y algo similar, aunque quizá más lento, ha ocurrido con
los temas del sexo. Los pecados del sexo han sido repri­
midos y castigados en todo el mundo, y siguen siéndolo
en países o comunidades ya, por fortuna, minoritarias. El
adulterio, la homosexualidad, el onanismo han sido per­
seguidos más allá de los lugares donde estaban vigentes
unas creencias religiosas contrarias a tales prácticas. No­
temos, sin embargo, que en uno y otro caso, en materia
de raza o de sexo, finalmente el conflicto es y ha sido
religioso —o ha sido disfrazado de tal guisa—. Ha sido
la moral «con adjetivos», la moral «católica», «puritana»,
«shiíta» la que ha determinado la perversidad de ciertas
costumbres o prácticas.
Tanto Locke como Stuart Mili predicaron la tolerancia,
hablaron de ella en sentido positivo, como forma de en­
sanchar los horizontes de la libertad. Ninguno de los dos
filósofos dejó de ponerle límites a su uso pues ambos com­
prendieron que no todo es tolerable. Asi, Locke, ciñén-
dose a lo religioso, declaró que eran tolerables todas las
creencias, pero no así la increencia. El ateo no era fiable,
pues ¿quién confiará en la palabra o el juramento de aquel
que carece de vínculos con lo más alto, con quien, en
definitiva, es el garante de todo el sistema? Por ello, «los
que niegan la existencia de un poder divino no han de ser
tolerados de ninguna manera»$. El ateismo es, en la opi­
nión de Locke, intolerable, y lo será asimismo todo aque­
llo que atente peligrosamente contra los principios cons­
titutivos del Estado. La Iglesia y la sociedad política no
deben enfrentarse por cuestiones ideológicas, y es, a fin
de cuentas, el poder político quien debe poner limites a
los desórdenes producidos por las confesiones religiosas.
Digamos que Stuart Mili es más tolerante. Y más vago
en sus criterios limitadores. Entre otras cosas, porque le*
* Locke, Epístola de Tolerando.
VIRTUDES PÚBLICAS 79

interesa más fijar limites a la sociedad que al individuo.


No obstante, también éste debe frenar sus impulsos de
decirlo todo o de hacer cualquier cosa cuando sus opi­
niones o prácticas ofendan o lastimen a sus prójimos. La
idea kantiana de que la libertad de uno empieza cuando
acaba la libertad del otro puede verse reflejada incluso en
un autor tan distante de Kant como lo fue Stuart Mili.
El problema de las libertades empezó a estar menos
claro cuando Marx rompió el encanto de la idea denun­
ciando las libertades formales. No es cierto que la libertad
signifique siempre progreso y emancipación. Depende de
quién la defina y para qué o hacia dónde se instrumen-
talice. Hay libertades que no son nada más que un en­
gaño, pseudolibertades al servicio de fines muy poco ex­
plícitos. Y lo que vale para la libertad, vale igualmente
para la tolerancia. No puede afirmarse sin más que la
tolerancia es un valor en si. De hecho, la tolerancia fa­
vorece el orden y la cohesión social, porque diferencia los
poderes institucionales. Pero ya no está tan claro que pro­
mueva la libertad de todos y de cada uno, pues el orden
y la cohesión que favorece es el de las sociedades existen­
tes que distan de ser sociedades de iguales, libres de do­
minación y de violencia. Ocurre, pues, que el todo social
puede estar marcado por signos descalificadores para el
ejercicio de la tolerancia. En concreto, una sociedad au­
toritaria y represiva se aprovecha de la tolerancia para
sus fines. La tolerancia se vuelve, en tal caso, «tolerancia
represiva». Es la conocida tesis del lider intelectual del 68,
Herbert Marcuse para quien la tolerancia «es un fin en sí
sólo cuando de verdad es universal, practicada por go­
bernantes y gobernados, por señores y siervos, por los
verdugos y por sus víctimas». Lo que significa que la to­
lerancia no debe ser indiscriminada, que no son tolerables
la falsedad ni el error. Ciertas ideas no deben ser expre­
sadas, ciertas políticas no deben ser propuestas, ciertos
comportamientos no deben permitirse. De lo contrario,
«la tolerancia se convierte en un instrumento para la per-
vivencia de la esclavitud», puesto que «la tolerancia de la
80 VICTORIA CAMPS

libertad de expresión es el modo de mejorar, de progresar


en la liberación, no porque no exista una verdad objetiva,
y el mejoramiento deba ser necesariamente un compro­
miso entre una variedad de opiniones, sino porque hay
una verdad objetiva que debe ser descubierta, reconocida
sólo en el aprendizaje y la comprensión de lo que puede
ser y debe ser hecho a fin de mejorar la suerte de la hu­
manidad. Este común e histórico “debe” no es inmedia­
tamente evidente, al alcance de la mano: debe ser des­
cubierto a partir del “cortar a través”, del “dividir”, del
“desmenuzar” el material dado, separando lo justo de lo
injusto, lo bueno de lo malo, lo correcto de lo incorrecto.
El sujeto cuyo "mejoramiento” depende de una progre­
siva praxis histórica es el hombre en tanto que hombre,
y tal universalidad se refleja en la de la discusión que no
excluye a priori ningún grupo de individuos»6.
«El lelos de la tolerancia es la verdad.» No obstante,
¿cuántas «verdades» —llamadas «herejías»— han sido
perseguidas y destruidas por los poderes constituidos?
Una condición necesaria del descubrimiento de la verdad
es la posibilidad de disentir de los puntos de vista oficiales.
Es al propio Mili a quien Marcusc recuerda al propósito.
La tolerancia abstracta, pura, llega a impedir el disenso
y, finalmente, invalida el mismo proceso democrático. En
las sociedades avanzadas y dominadas por el poder tec­
nológico, en las «democracias con organizaciones totali­
tarias», el disenso está bloqueado porque no es posible
que se forme una opinión distinta, que aparezcan signi­
ficados diversos de los establecidos por los poderes po­
líticos y económicos. «El todo determina la verdad», y el
resultado es «la neutralización de los opuestos». Asi la
tesis, «trabajamos para la paz», unida a la antitesis igual­
mente aceptada, «preparamos la guerra», da lugar a la
sorprendente síntesis «preparando la guerra, trabajamos
‘ Herbcrt Marcusc, «La tollcranza repressiva», en R. P. WollT,
B. Moorc. H. Marcuse. Critica delta tolleranza. Einaudi. Turín, 1968,
pág. 85.
VIRTUDES PÚBLICAS 81

para la paz». Uno busca la objetividad cuando se en­


cuentra con opiniones contrapuestas. Pero la «democracia
totalitaria» impide «el disenso cualitativo».
En consecuencia, Marcuse cree que los criterios de la
falsa tolerancia remiten a los de violencia revolucionaria o
reaccionaria, adoctrinamiento progresivo o regresivo.
¿Cuál es la distinción entre verdadero y falso, progresivo
y regresivo? No es válida, en principio, como respuesta, la
diferencia entre dictadura y democracia puesto que, a fin
de cuentas, las democracias no son nunca el gobierno del
pueblo. El criterio debe encontrarse en otro lugar, y parece
ser el siguiente: los movimientos, las rebeliones procedentes
de las clases oprimidas, han significado siempre una lucha
progresiva contra la injusticia, cosa que no puede decirse
de los cambios históricos en sentido contrario, de arriba
abajo. Por ello, «la tolerancia liberadora habrá de signi­
ficar la intolerancia contra los movimientos de derecha y
la tolerancia de los movimientos de izquierda». Conviene
hacer de la tolerancia una fuerza liberadora, impedir que
sirva a la sociedad represiva, a neutralizar la oposición y
a inmunizar contra formas de vida nuevas y mejores. Con­
viene superar la contradicción entre el ideal de la tolerancia
—meta de la era liberal— y el proceso económico y político
de las sociedades industriales avanzadas que ha llevado a
administraciones omnipresentes, reflejo de los intereses do­
minantes. Conviene, por fin, proclamar un «derecho a la
resistencia» de las minorías oprimidas y dominadas, de­
recho a usar medios extralegales para oponerse y subvertir
un orden que no está hecho para ellas.
Las tesis de One-Dimensional Man abonan la crítica de
la tolerancia represiva como propia de las sociedades de­
mocráticas avanzadas. Sociedades en las que prolifcran
las falsas necesidades impuestas por el capitalismo. Ahí
el individuo es incapaz de actuar autónomamente porque
lo hace en constante mimesis de su sociedad. El disenso
está bloqueado porque los individuos han perdido la ca­
pacidad de razonar. Se ha olvidado, en una palabra, el
sentido perseguido por la tolerancia de la época liberal.
82 VICTORIA CAMPS

el supuesto de que todos los individuos pueden llegar a


autodeterminarse. Efectivamente, «el carácter de omni-
comprensión de la tolerancia liberal estaba, por lo menos
en teoría, basado en la afirmación de que los hombres
eran individuos (potencialmente) que podían aprender a
oír, a ver y a sentir por sí mismos, a desarrollar sus pro­
pios pensamientos, a tratar de conseguir sus verdaderos
intereses, derechos y capacidades, incluso contra la au­
toridad y las opiniones establecidas»7.
En suma, Marcuse rechaza la tolerancia que no con­
duce al progreso o a la verdad. Piensa, además, que la
verdad existe objetivamente aunque sea desconocida.
Descubrirla y encontrarla es tarea de todos. Sólo es ad­
misible, pues, la tolerancia que descansa en un régimen
de igualdad real. Mientras tanto, y puesto que las socie­
dades de iguales no existen, se impone elegir otros crite­
rios consistentes en tolerar las opiniones de la izquierda
y no las de la derecha, puesto que son las primeras y no
las últimas las que suponen progreso.
Hoy huelga comentar que la evolución de los términos
de «izquierda» y «derecha», asi como el actual desarrollo
político de la Unión Soviética y la Europa del Este, des­
califican casi globalmente las tesis de Marcuse. ¿Qué es
la izquierda y qué la derecha? No sólo ¿qué son ahora?,
sino ¿qué han sido? ¿Pensamos ahora que la izquierda de
entonces era tolerable sin más? ¿No tenemos más clara la
distinción entre los regímenes dictatoriales y los demo­
cráticos —eso que Marcuse elude a toda costa—? Hoy no
diríamos, en cualquier caso, que la derecha es intolerable,
sino que ciertas prácticas —sean ejercidas por la derecha
o por la izquierda— lo son: el terrorismo, la tortura, el
engaño o la manipulación de la información. A las puer­
tas de la revolución del 68 las cosas realmente aparecían
de muy distinta manera. Eso disculpa, en parte, la pro­
pensión al dogmatismo del filósofo. Pese a todo, su crítica
7 H. Marcuse, op. cit., y One-Dimensional Man. Bcacon Press. Bos­
ton, 1964.
VIRTUDES PÚBLICAS 83

no fue en vano y, aunque no sea aceptable en bloque, hay


que reconocer que aporta ideas nada despreciables en la
reflexión sobre la tolerancia. En especial, la ¡dea de que
la tolerancia no siempre es un valor indiscutible. Las ca­
tegorías del pensamiento liberal no incluyeron entre sus
previsiones a Hitler o Stalin. Un ingenuo optimismo llevó
a confiar excesivamente en el buen aprovechamiento de
las potencialidades humanas. Pero, tras las dos guerras
mundiales, nuestra actitud es muy distinta, aunque no
coincida del todo con la de Marcuse. Otro rasgo nos dis­
tancia de él y nos acerca quizá de nuevo al liberalismo:
la inseguridad sobre la existencia de una verdad y un pro­
greso objetivos. Esa verdad que, según Marcuse, estaba
ahí, al alcance de la mano y debía ser aprehendida con la
ayuda y colaboración de todos, ha desaparecido de nues­
tros horizontes. Y puesto que no hay verdad, la tolerancia
vuelve a ser para nosotros un bien en si mismo, la con­
dición del procedimiento democrático. Es cierto que la
administración social y política y que el sistema econó­
mico son represivos, pero tal vez no hasta el extremo de
impedirnos tomar conciencia de ello. La tolerancia, aún
en la represión, facilita esa toma de conciencia. En tal
sentido, ciertas críticas a Marcuse, como la de Maclntyre,
son plenamente acertadas, en la medida en que trata de
sustituir el lelos de la verdad —establecido por Marcuse
como fin de la tolerancia— por el de la racionalidad. Y
aún ésta entendida en un sentido muy «leve»: la racio­
nalidad como exposición a la falsabilidad y a la crítica de
las propias creencias u opiniones *.

El b ie n s in g u l a r y e l b ie n c o m ú n

Pese a lodo, quizá sea incorrecto decir sin más que la


tolerancia es un fin en sí porque hace posible el proce­
dimiento democrático. Por dos razones fundamentales.
* A. Maclntyre, Herhert Marcuse. Alt exposilion and a polemic. The
Viking Press. Nueva York, 1970, págs. 90-91.
84 VICTORIA CAMPS

La primera reincide en las tesis de Marcuse, y consiste en


la puesta en cuestión del pluralismo democrático como
tal: si la democracia es imperfecta, la tolerancia será ine­
vitablemente parcial. No todos se sabrán bien represen­
tados ni con el mismo derecho a expresarse. La segunda,
intenta establecer criterios entre lo que debe y lo que
no debe ser tolerado. Dicho de otra forma, en primer
lugar, para que la tolerancia sea una virtud de la demo­
cracia deben poder ejercerla todos los individuos o
grupos de individuos. En segundo lugar, no todo debe
ser tolerado por igual. Veamos ambas razones más des­
pacio.
No creo que nadie discuta la primera tesis de que el
pluralismo no es real. Nuestra sociedad es corporativa y
carece de voz y de reconocimiento quien no puede inte­
grarse en un grupo o en una corporación. Las fuerzas
entre las que se debaten los programas políticos, econó­
micos, sociales, culturales de la sociedad son fuerzas de­
signares: asociaciones, colectivos, movimientos de di­
verso tipo. Pero no todos los individuos forman parte de
ellas. Ni, lo más importante, esas corporaciones represen­
tan todos los intereses de los miembros de la sociedad.
Los varios estratos de marginados, digamos que enrique­
cen el pluralismo social sin que, en cambio, participen
como representantes de ese pluralismo. Sólo los indivi­
duos que pueden agruparse tienen derecho a un puesto
en el sistema. Es decir, aunque en teoría se les reconozcan
sus derechos, de hecho, ven negada su existencia. Tal es
la razón por la cual ha escrito Robert Paul Wolff que «el
pluralismo no es explicitamente una filosofia del privile­
gio o de la injusticia —es una filosofia de la igualdad o
de la justicia cuya aplicación favorece en concreto la de­
sigualdad ignorando la existencia de determinados grupos
sociales»9.
Wolff considera abominable la teoría del pluralismo•
• Robert Paul WolIT. «Al di lá della tollcranza», en varios autores.
Crítica delta lotleranza. Ginaudl, Milán, 1968, pág. 45.
VIRTUDES PÚBLICAS 85

propia de la democracia liberal. Al impedir que se expre­


sen quienes carecen de una identidad socialmente reco­
nocida, no hay forma de construir una teoría o un
programa que contemple un «interés general». Sabemos,
desde Rousseau, que ese interés no se construye única­
mente con la suma de los intereses particulares. Si la so­
ciedad la forman las corporaciones, no hay intereses que
conciernan a toda la sociedad. Hay, más bien, intereses
contrapuestos y concertaciones o pactos entre ellos. O el
único interés común de mantener el sistema, esto es, un
interés puramente proccdimental. Ocurre, pues, que los
intereses de los desposeídos jamás aparecen en el juego de
fuerzas porque nadie los defiende ni los representa. Según
Wolff, la diferencia entre el socialismo y el pluralismo está
en que aquél avanza programas en nombre de un bien
general, mientras el pluralismo no puede hacerlo pues «no
reconoce, ni en teoría ni en la práctica, la posibilidad de
una radical reorganización de la sociedad». Wolff escribía
lo dicho —como Marcuse— en 1965. Hoy, a la vista de
nuestros confusos socialismos tal vez no sea tan fácil man­
tener esa misma distinción. La tarea que hoy tiene pen­
diente el socialismo es, precisamente, la concepción de la
igualdad: cómo, sin ser dogmáticos, hemos de entender
esos mínimos de igualdad sin los cuales la libertad se
queda en mero símbolo10.
La segunda razón por la que la tolerancia ha de ser
matizada es que no todo debe ser tolerado por igual. En
ética el «todo vale» es inadmisible y conduce al nihilismo.
Filósofos tan liberales como Locke y Stuart Mili consi­
deraron prescriptivos ciertos limites a la tolerancia. Y
Marcuse, llegó a descalificarla precisamente por esconder
esos límites. Si hoy nos parece imposible hablar de verdad
y error, esa inseguridad no puede eximirnos, sin embargo,
” Cfr. sobre esa idea de igualdad, el libro reciente de M. A. Quin-
lanilla y R. Vargas Machuca. La utopia racional. Espasa-Calpe. Madrid.
1989.
86 VICTORIA CAMPS

del deber de elegir que es, en definitiva, el punto de par­


tida de la ética y de cualquier teoría de las virtudes.
Tengamos en cuenta que la tolerancia es una forma de
expresar el respeto a los demás aceptando sus diferencias.
Pero, sobre todo, somos tolerantes cuando esas diferen­
cias nos importan “ . No necesitamos tolerar lo que nos es
indiferente. Lo que significa, por tanto, que la tolerancia
no es ni debe ser lo mismo que la indiferencia. Por el con­
trario, se tolera lo diferente, lo molesto, lo que parece
equivocado porque no coincide con lo propio. «Tolerar»
significa «soportare, «aguantar», un ejercicio «pasivo»
pero que supone un esfuerzo o un cierto sufrimiento. Pues
bien, ese sufrimiento ¿tiene que llegar hasta el extremo de
un absoluto laisser faire? ¿O existen ciertas cosas que uno
no tiene por qué tolerar? De hecho, Mili indica que «el
daño a los demás» es el único criterio que permite inter­
venir en la conducta ajena no permitiendo que el otro
haga lo que pretende hacer. Asi establece el célebre cri­
terio del paternalismo, según el cual «el único fin por el
que la humanidad puede intervenir, individual o colecti­
vamente, en la libertad de acción de cualquiera de sus
miembros es la autoprotección. Que el único propósito
que permite el ejercicio correcto del poder sobre cualquier
miembro de una comunidad civilizada, contra su volun­
tad, es la prevención del daño a los demás»,J.
Sólo para prevenir el daño a otros o a uno mismo es
lícita la intervención en la conducta ajena, es decir, la in­
tolerancia con los puntos de vista distintos a los míos. El
problema aquí consiste en aclarar qué debe entenderse
por daño. Pues si se tratara sólo del daño físico, los cri­
terios de lo que significa lastimar a otro estarían media­
namente claros, pero ¿cómo especificar o identificar el lla­
mado daño moral? Si ser tolerante implica propiamente
soportar aquellas acciones que no nos resultan indiferen­
tes, ello quiere decir que toleramos lo que nos desagrada.*1
" Cfr. A. Weale, op. cit., pág. 18.
11 O» Liberty, cap. IV.
VIRTUDES PÚBLICAS 87

lo que desaprobamos. ¿Y tolerar lo que nos disgusta y


desaprobamos no equivale a sufrir el daño moral de ver
subvertidas o agredidas aquellas creencias que más nos
importan? Es evidente que la tolerancia respecto a ciertas
opiniones implica indiferencia o incluso desprecio res­
pecto a otras. Pensemos en los terrenos donde la intole­
rancia se ha cebado con más intensidad: la religión, el
sexo, las ideologías políticas. En todos ellos nos encon­
tramos ante opiniones que suelen ser incompatibles: to­
lerar el adulterio significa negar el valor intangible de la
monogamia, tolerar el pluralismo de partidos, significa
reconocer que todos valen lo mismo puesto que tienen los
mismos derechos, tolerar que unas niñas shiítas lleven el
shador a la escuela significa, al parecer, aceptar la bandera
del islamismo con todas las consecuencias. Ser tolerante
equivaldría entonces a carecer de convicciones firmes, de
ideas normativas de la conducta, carecer, en definitiva, de
moral. ¿Es realmente así?
Creo que tanto las críticas al pluralismo por ficticio y
engañoso, como el intento de poner límites a una tole­
rancia indiscriminada nos llevan al mismo lugar. Uno de
los defectos del pensamiento actual es el miedo al dog­
matismo, que viene favorecido por la homogeneidad de
ideales y formas de vida impuestos por el consumo. En
realidad, la autonomía es, la mayoría de las veces, ilu­
soria. Y el miedo a discrepar nos instala en el formalismo
menos comprometido. Un formalismo que acaba admi­
tiéndolo todo porque, al parecer, no hay criterios firmes
para descalificar nada. Un formalismo que, además, se
sustenta en un suelo poco firme porque no es cierto que
carezcamos de la distinción entre vicio y virtud o entre el
dolor y el placer constructivos o destructivos de la per­
sona o de la sociedad. Carecemos, sin duda, de unos cri­
terios tan sólidos y tan completos que nos permitan de­
cidir en cada caso, al aplicarlos, qué debemos hacer, sin
riesgo de equivocarnos. Pero poseemos una memoria del
bien y del mal moral —sobre todo del mal— que nos sirve
de punto de referencia. Cierto que las situaciones no se
88 VICTORIA CAMPS

repiten ni son idénticas. Pero el miedo al error no exime


de la necesidad de actuar y de la obligación de elegir. Es
más, como individuos debemos tener unas nociones de lo
que es bueno o malo para nosotros. Pero, sobre todo, la
sociedad precisa de una noción del bien o el mal colectivos
—de la justicia o la injusticia—. Puede que ambas ideas
del bien y el mal —la individual y la colectiva— no coin­
cidan siempre: de hecho, esa es la fuente básica del con­
flicto moral. Por eso, la sociedad democrática pluralista
y tolerante debe tener claros y poder explicitar cuáles son
los intereses colectivos —el interés general— que han de
prevalecer sobre los intereses particulares. Eludir el es­
fuerzo de establecer esa jerarquía o esas prioridades es, a
fin de cuentas, tolerarlo todo y renunciar a los principios
fundamentales de una sociedad no totalmente liberal.
La ética se fundamenta en unos absolutos, en una idea
transcultural de la justicia que significa el rechazo de las
situaciones de discriminación, dominio y violencia. La
condena de las dictaduras o de los terrorismos, el reco­
nocimiento de la igualdad sexual o étnica, el derecho a la
educación, el deber de proteger a niños y ancianos, son
notas constitutivas de la idea general de justicia de las que
nadie está autorizado a discrepar si pretende saber lo que
tal idea implica. Por otro lado, la cultura consumista lo
subsume todo bajo unas mismas categorías, y son los va­
lores de esa cultura los que se imponen sobre los valores
de la justicia. El lelos de la modernización no es la hu­
manidad, sino la homogeneidad operada por las normas
del mercado. En ese ambiente, es fácil que la tolerancia
sea ejercida equivocadamente, donde no se debe ejercer.
O que se convierta en indiferencia respecto a todo.
Cuando el criterio debería ser el de consentir y tolerar
todo aquello que pueda enriquecer y ampliar nuestra co­
mún noción de justicia, y no tolerar, en cambio, lo que
entorpece o ensombrece los ideales teóricamente asumi­
dos como constitutivos del concepto de justicia.
En los últimos años —digamos después del 68, en los
setenta y los ochenta—, la tolerancia ha sido la aliada del
VIRTUDES PÚBLICAS W

antidogmatismo, nacida de la convicción de que no hay


una verdad absoluta o para todos y que, por consiguiente,
todas las opiniones se complementan porque cualquier
punto de vista es parcial. Pienso que esa idea de tolerancia
es ya peligrosa e insuficiente. Como lo sería la vuelta a
ideologías dogmáticas. Parece como si nos encontráramos
en un tiempo en el que la salida del liberalismo implicara
la caída en el fascismo, sin opciones intermedias. No tiene
por qué ser así. De hecho estamos instalados en un soi-
disant socialismo cuyas reglas del juego conviene ir acla­
rando.

Vuelvo al punto de partida. La tolerancia es la virtud


más característica de la democracia pluralista. Pero, en
tal caso, el pluralismo debería ser real y de algún modo,
habría de precisarse cuáles son los daños colectivos que
han de poner limites a la tolerancia. El fascismo se define
por la ausencia de pluralismo y por una precisión unila­
teral del daño colectivo. En tal precisión funda el derecho
a la intolerancia. El liberalismo, por el contrario, tiende
a convertirse en el absoluto laisser faire: hay pluralismo
formal y tal vez el único daño previsto sea la amenaza a
la sociedad abierta de estilo popperiano. El socialismo
debería distanciarse de ambos extremos y cargar con una
doble obligación.
La primera, saber distinguir los bienes y los daños in­
dividuales que no merecen una sanción social. La socie­
dad española tiene sobre sus espaldas una tradición de
«moralismo» exageradamente concentrado en esas cues­
tiones que pertenecen al ámbito de lo privado. La curio­
sidad morbosa que muestra el auge actual de cierta pren­
sa viene a decir que, pese al relajamiento innegable de
las costumbres, el moralismo pacato, el puritanismo,
la urgencia por juzgar formas de vida ajenas no ha
desaparecido, sino que sigue muy militante.
En segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior,
hay que tener una noción de daño colectivo. No matar,
no robar, no torturar son daños paradigmáticos y reco­
90 VICTORIA CAMPS

nocidos como tales, pero no siempre fácilmente recono­


cibles en la práctica. Hay fines que a veces obnubilan la
verdadera dimensión de los medios empleados para con­
seguirlos y revisten de dignidad a lo que, por definición,
es indigno. Hay modos de robar o de torturar poco ma­
nifiestos, pero que no por ello dejan de merecer repro­
bación. Hay objetos del daño y de la violencia que van
siendo descubiertos —la naturaleza, los animales, los an­
cianos—. Un programa ético que asume la tolerancia
como virtud fundamental, ha de atreverse a nombrar y
señalar los comportamientos intolerables.
La dificultad consiste en mantener a salvo el pluralismo
sin caer en el nihilismo del «todo vale». En una sociedad
plural, no todos comparten la misma noción de daño, y
no siempre hay acuerdo sobre quién merece ser castigado.
La democracia obliga a convivir a seres de opiniones y
creencias no coincidentes. Y la convivencia ha de ser no
sólo posible, sino agradable. Por eso es preciso desgravar
de coacción social aquellas prácticas verdaderamente irre­
levantes para el bienestar colectivo. Y, al mismo tiempo,
no permitir otras formas de conducta que por sí solas
envilecen el todo social. Hoy descreemos de los criterios
generales porque, al aplicarlos, acaban siendo dogmáti­
cos. Marcuse es un ejemplo. No sabemos tampoco exac­
tamente cómo es la sociedad que quisiéramos. Pero nos
engañamos a nosotros mismos si decimos que la incerti­
dumbre se extiende a lo que no queremos y detestamos.
V. ¿LA PROFESIONALIDAD?

La palabra «excelencia» que, como es sabido, traduce


a la griega arete, no está ausente de nuestro vocabulario.
In Search o f Excellence es el titulo de un auténtico best-
seller —¡un millón de ejemplares!— publicado en 1982
en Estados Unidos y traducido a todos los idiomas en
pocos años. Es el manual del perfecto ejecutivo, un es­
tudio de las empresas norteamericanas más sobresalientes
para desentrañar los secretos de la mejor gestión. Nada
hay en el libro especialmente interesante salvo esa cone­
xión entre la excelencia —la virtud— y la profesionalídad.
No es una casualidad que el ejecutivo aparezca como la
Figura del virtuoso triunfante, el individuo identificado
plenamente con su profesión y su trabajo. Un modelo que.
por otro lado, tiende a ser imitado por todos y a todos
los niveles. La nuestra es una sociedad de profesionales.
El trabajo bien hecho y, sobre todo, exitoso, con marcas
externas de prosperidad es el fin de la praxis, la actividad
que vale por ella misma. Y ciertamente es así: lo que nues­
tro mundo reconoce, elogia y aplaude unánimemente es
el éxito que confirma la profesionalídad.

D e la «p r a x i s » g r ie g a a la m o d e r n a

Cuando Aristóteles se pregunta por el tipo de actividad


susceptible de ser virtuosa, distingue entre dos tipos de
acción: la acción productiva —poiesis— y la acción pro­
92 VICTORIA CAMPS

píamente dicha —praxis—, aquella que posee un valor


inmanente independientemente del producto obtenido. La
praxis puede ser buena o mala, virtuosa o viciosa. Y es
la repetición de acciones virtuosas la que hace al hombre
bueno. No todos los hombres pueden realizar actividades
de ese tipo: a los esclavos o a los artesanos les está vedado
hacerlo puesto que necesitan trabajar para sobrevivir.
Aunque la poiesis es una acción de acuerdo con una ¡dea
—hay, por tanto, en ella un momento de contemplación
o iheoria—, la actividad más racional es la praxis que, en
Aristóteles, se identifica con la práctica política, esto es,
el comportamiento, las acciones, dirigidas a hacer reali­
dad el fin último del ciudadano griego que es la felicidad.
No todos los ciudadanos, sin embargo, realizan bien y
como es debido esa actividad: unos entienden que la fe­
licidad es sólo placer, o sólo riqueza, o sólo honor. No
entienden que la vida verdadera es la del filósofo, la bús­
queda desinteresada del saber. Pero el prototipo del vir­
tuoso en Aristóteles es un ser activo: quiere decir que la
acción que lleva a cabo incluye una dosis de contempla­
ción y de teoría, pero no es contemplación pura, la cual
es privativa de los dioses y no de los humanos en quienes
la acción es inevitable. La actividad contemplativa —la
sabiduría— es la más excelente, pues el intelecto es en
nosotros lo mejor. Es la actividad más continua, la más
independiente y la más ociosa, en el buen sentido del ocio,
la única que parece elegirse por sí misma, mientras que
la actividad política es penosa y suele elegirse por fines
ajenos a ella, como la gloría y el honor. Aun asi no es
licito afirmar sin más la superioridad de la vida contem­
plativa sobre la vida activa. Tal vida «sería superior a la
de un hombre, pues el hombre viviría de esta manera no
en cuanto hombre, sino en cuanto que hay algo de divino
en él; y la actividad de esta parte divina del alma es tan
superior al compuesto humano»1. Objetivamente, pues,
la teoría pura es superior a cualquier otra actividad, re-*
' Ética nkomáquea. 1177b. 25-30.
VIRTUDES PÚBLICAS 93

bajarla o menospreciarla sería injusto. Sin embargo, lo


que propiamente le corresponde al ser humano no es esa
forma de vida, sino la política. El sujeto de la virtud es
el hombre público puesto que la vida privada carece de
interés: es idion. estúpida. Los hombres son. sobre lodo,
ciudadanos; si se encierran en si mismos no viven una vida
racional ni humana.
El animal político, por otra parte, tipifica una acción
que no tiene nada que ver con la del homo faber. Una
pretensión de los tiranos griegos fue, precisamente, de­
salentar esa vida pública de valor inmanente convirtiendo
el agora en un mercado, en el lugar de compra y venta de
artículos o bienes. Anulaban, asi, la actividad por la que
el ciudadano deliberaba y decidía, la actividad por la que
el ciudadano se sentía dueño de si mismo. La anulaban
convirtiéndola en trabajo.
La ética griega es, sin embargo, una ética muy aristo­
crática, una ética para los privilegiados que viven en el
interior de la polis y participan de sus decisiones. La edad
moderna proclamará de un modo más radical la igualdad
«natural» de todos los hombres. Igualdad que va pro­
duciendo una uniformización cada vez mayor de los in­
dividuos hasta llegar a la actual sociedad de masas. De
ahí que, junto a la defensa de la igualdad, sea preciso
conquistar la privacidad, un espacio que preserva al
individuo de la intromisión pública —social o estatal—.
En síntesis, la innovación de la modernidad frente a
la antigüedad griega se resume en los dos puntos si­
guientes.
I. La sociedad es una sociedad de productores. El tra­
bajo —«la labor de nuestro cuerpo y el trabajo de nuestras
manos» como escribe Locke— es una actividad necesaria
para sobrevivir. La riqueza —la propiedad— otorga el
derecho de ciudadanía. Ser propietario significa ser señor
del propio cuerpo y del producto del propio trabajo. Sig­
nifica, al mismo tiempo, tener cubiertas las necesidades
básicas, ser libre, poder actuar. Así, la propiedad viene a
ser un derecho fundamental pues es signo de igualdad y
94 VICTORIA CAMPS

fomenta la iniciativa privada imprescindible para la buena


evolución del mercado. Dice Locke, primer teorizador de
tal derecho, que el trabajo es el medio para hacer propio
lo otorgado comunitariamente por Dios a los hombres.
A cada uno, en consecuencia, según su trabajo. La acti­
vidad productiva es la forma de ganarse la vida y se con­
vierte, asi, en la actividad primera y fundamental: iguala
a todos los humanos y les garantiza la supervivencia, el
orden, la convivencia. Esa igualdad individualiza a la ac­
ción humana y, en cierto modo, la degrada si seguimos
comparándola con la acción propia de la polis. Pero la
degradación no es vista como tal. Por el contrario, Adam
Smith habla con poco entusiasmo de las ocupaciones im­
productivas, importantes, a veces, inútiles y frívolas, casi
siempre. Son profesiones que valen poco porque su valor
perece en el mismo momento de su prestación. Eso les
ocurre a los «militares, clérigos, abogados, médicos, li­
teratos, cantantes y bailarines». La acción humana es ya,
para Smith, pura poiesis y se valora por lo que produce.
Ante ella no vale nada «esa no próspera raza de hombres
comúnmente nombrados hombres de letras»2.
2. La conversión de la sociedad en sociedad de pro­
ductores privaliza la vida. Los asuntos públicos quedan
en manos del Estado cuya función es proteger los intereses
y propiedades de los individuos. Lo que significa, por lo
menos dos cosas. Primero, que el ciudadano se desen­
tiende de la vida pública para introducirse en la vida del
trabajo y de la familia. De otra parte, la vida del hogar
es el espacio de la transparencia y reconocimiento de la
individualidad, allí donde cada uno puede actuar con li­
bertad y ser compensado de las frustraciones de la vida
volcada al exterior. Es en la vida privada donde el indi­
viduo muestra y goza de su identidad como propietario.
Pero el hombre privado no existe para los demás, es anó­
nimo, un propietario entre otros. La acción realizada pri­
vadamente carece de reconocimiento público. Es cierto1
1 Adam Smith. The Weaith o f Naliona. V, ii.
VIRTUDES PUSUCAS 95

que el homo faher tiene una esfera pública, pero no es la


política, sino el mercado. El homo faher se relaciona con
los demás intercambiando productos. El trabajo lo realiza
privadamente. La revolución burguesa, con la conquista
de la igualdad y de la individualidad, ahoga cualquier tipo
de reconocimiento social. No hay un estilo de vida ex­
celente ni unas señales públicas de la virtud. Por el con­
trario, las virtudes propias del burgués son las que ador­
nan la vida privada, las que carecen de dimensión pública
porque configuran una determinada forma de vivir —una
forma de entender la familia, las relaciones laborales, po­
líticas o con la Iglesia—. De hecho, son los valores reli­
giosos, los más difundidos y universales —católicos, pro­
testantes, calvinistas, pietistas— y la concepción de la per­
sona que deriva de ellos los que se reconocen como
virtudes.
Marx pensó que la alienación era, básicamente, alie­
nación del yo. Por eso quiso emanciparlo liberándolo de
la labor, del trabajo hecho por necesidad. Creía, al mismo
tiempo, que el fin del trabajo alienado representaría la
plena dedicación a lo que hoy llamamos ocio, cultivo de
los hohhies. Entonces, las cosas, los productos, dejarían
de ser extraños al perder su valor como valor de cambio.
Dejarían de tener solamente el valor que les otorga el mer­
cado. Simultáneamente, ya no haría falta vender la propia
fuerza de trabajo para asegurar la subsistencia. Recor­
demos el párrafo famoso de La ideología alemana donde
se anuncia que en la sociedad comunista «habrá hombres
que hacen esto hoy y aquello mañana, que cazan por la
mañana, van a pescar por la tarde, crían el ganado al
atardecer, son críticos después de cenar, sin que por ello
se conviertan en cazadores, pescadores, pastores o críti­
cos». Dicho de otra forma, en la sociedad comunista no
existiría ni la división del trabajo ni la especialización pro­
fesional con todas las miserias que esa departamentali-
zación del conocimiento y del trabajo implica.
Pero la alienación que padece el hombre moderno no
es la del yo, sino la del mundo —ha replicado Hanna
66 VICTORIA CAMPS

Arendt—. La única actividad considerable es el trabajo,


la producción, la fabricación. El resultado de la moder­
nidad ha sido una inversión entre la contemplación y la
acción: aquélla no guía a esta última, sino al revés. El
garante del conocimiento es el experimento, lo que el
hombre ha hecho. Y el criterio valorativo es la eficacia,
la utilidad. La razón se convierte en razón instrumental.
Max Weber muestra cómo la ética protestante significa
la concentración en el yo: el yo, en efecto, es la motivación
más profunda de la acción humana. Según la ideología
puritana, el individuo se siente «llamado» a realizar un
oficio (Beruf), el cual es la prueba material de la gracia
divina. La organización racional del trabajo, la empresa
burguesa o el espíritu capitalista son, pues, la consecuen­
cia inmediata del ethos puritano. De todo ello Hanna
Arendt extrae la conclusión de que «la alienación del
mundo y no la propia alienación, como había creído
Marx, han sido la señal de contraste de la época mo­
derna» 3.

E l «e t h o s » d e l t r a b a j o e n l a s o c i e d a d
INFORMATIZADA: LA PROFESIONALIZACIÓN

En el libro III de El Capital dice Marx que el reino de


la libertad es el de aquellas actividades autocompensa-
doras y que son su propio fin. Es lo que Aristóteles llama
praxis. Pero —sigue Marx— la misma actividad puede ser
sentida como poiesis o como praxis. Y, sin duda, es así:
tanto el trabajo profesional como otras actividades que
ocupan diariamente la vida de los hombres y mujeres de
nuestra sociedad —cuidar niños, hacer deporte, escribir,
comprar o vender— pueden ser consideradas trabajos que
valen por sí mismos o trabajos que, si no se materializan
en un producto, no valen nada. No otra ha sido la tra­
’ Hanna Arendt, La condición humana. Scix y Barral, Barcelona.
1974, pág. 333.
VIRTUDES PÚBLICAS 97

gedia de las mujeres: trabajar improductivamente, tra­


bajar sin sentido. Aunque no sólo de las mujeres, que
quede claro: cualquier actividad laboral —que la mayoría
de las veces no merece el nombre de actividad «profesio­
nal»— acostumbra a ser vista como algo gratificante o
como una maldición según se obtenga de ella algo valioso
—es decir, un buen sueldo o una buena renta— o sea
agradable por sí misma. Y hay que reconocer que para
muy poca gente el trabajo es la dimensión más importante
de su vida; es importante por necesidad pero no porque
constituya una fuente de sentido. Contrariamente a la pre­
visión marxista, el trabajo hoy sigue siendo abstracto, no
ha conseguido la identificación del individuo con la so­
ciedad. Es, ante todo, un medio de adquisición de riqueza
y de poder.
La automatización de la producción está significando
un cambio en el sentido y la concepción del trabajo. Ya
no es lo mismo el derecho al trabajo que el derecho a un
lugar de trabajo o el derecho a un sueldo. Por causa de
la revolución microelectrónica, «el tiempo de trabajo ya
no podrá ser la medida del valor de cambio ni el valor de
cambio la medida del valor económico. El sueldo, por
tanto, no será una función de la cantidad de trabajo ni el
derecho a un sueldo estará subordinado a la ocupación
de un lugar de trabajo»4. Cualquier política de trabajo ha
de enfrentarse a la situación derivada del hecho de que el
tiempo de trabajo, la necesidad de mano de obra, se re­
ducen más y más con la consiguiente extensión del paro.
Es preciso distribuir el trabajo de otra manera o pensar
una política salarial que compense el desequilibrio.
El trabajo, sin embargo, no desaparece. Por el contra­
rio, y según Adam Schaff, «es la motivación fundamental
de los actos humanos en la sociedad contemporánea»5.
El aburrimiento que produce el paro es una patología so-*
" A. Gorz, Los caminos del paraíso, Laia, Barcelona, 1983, pág. 52.
* Adam SchalT. ¿Qué futuro nos aguarda?. Critica. Barcelona. 1987,
pág. 136.
98 VICTORIA CAMPS

cial cuyos efectos conocemos de sobra, en especial en la


población joven: alcoholismo, drogas, marginación, de­
lincuencia. Lo que, en cambio, ha ocurrido es un cambio
en el ethos del trabajo —la actitud ante el trabajo— res­
pecto a la actitud tipificada por Max Weber. Gracias a
,la técnica y al desarrollo en general, por un lado, los ofi­
cios se han banalizado, han dejado de ser elitistas, porque
casi todo el mundo puede acceder a ellos: todo el mundo
sabe idiomas, estudia, viaja, hace deporte. Al propio
tiempo, se exige una cspecialización cada vez mayor para
los trabajos altamente cualificados. Y puesto que la ocu­
pación laboral es, propiamente, el signo de la identidad
personal, todo el mundo aspira a la profesionalizadon, a
ser un buen experto en su oficio. La profesionalización se
ha extendido, y todos queremos ser buenos profesionales.
Lo cual no quiere decir ya seguir una vocación de origen
celestial, sino que la profesionalidad es el criterio social de
la excelencia personal. Ser un buen médico, un buen ar­
quitecto, un buen modisto o un buen cantante. No im­
porta cuál sea el oficio ni —casi— el sexo, sino la calidad
profesional de quien lo ejerce. El buen profesional se hace
trabajando. Sea o no productivo su trabajo —sea o no
poiesis—, lo cierto es que vale en tanto praxis, actividad
autogratificante que, además, recibe un reconocimiento
social como lo merecía la dedicación a la política en el
mundo de los griegos o la categoría de propietario de los
modernos: el buen profesional posee una identidad social.
La evolución que va del encierro en la privacidad a la
ostentación profesional hacia fuera, tiene como base el
paso del individualismo moderno al «colectivismo» de la
sociedad postindustrial que es, básicamente, una sociedad
de servicios. Daniel Bell ha distinguido, al propósito, tres
etapas —sociedad preindustrial, industrial y postindus­
trial—, con tres formas distintas de relación. En la pri­
mera, la vida humana consiste en un «juego contra la na­
turaleza»; en la segunda, es «un juego contra la naturaleza
fabricada»; en la tercera, es «un juego entre personas»:
entre el médico y el paciente, el profesor y el alumno, los
VIRTUDES PÚBLICAS 99

miembros de un equipo de investigación o de un equipo


de fútbol. El tercer juego precisa «cooperación y recipro­
cidad más que coordinación y jerarquía», pues estamos
en una sociedad comunal. Ocurre, sin embargo, que la
cooperación entre los hombres es más difícil y complicada
que el trato con las cosas6. Habría que añadir que, en
lugar de la cooperación lo que se ha producido es la cor-
poratización que consagra la ideología de la profesiona-
lización. Pues cada profesión dispone teóricamente de una
serie de conocimientos propios inaccesibles a otros grupos
e incuestionables desde fuera, lo cual asienta el poder y
la superioridad de los profesionales que pertenecen a una
determinada corporación 7.
Dos ejemplos se me ocurren como figuras representa­
tivas del «buen profesional»: el ejecutivo y el deportista
olímpico. En cierto modo, el ejecutivo es el modelo de
habitante de las sociedades urbanas, una pieza prioritaria
del funcionamiento social puesto que en sus manos están
las claves de la producción del dinero. Su comportamiento
se ajusta sin problemas aparentes a las cualidades y for­
mas imperantes en las grandes concentraciones urbanas:
agresión, competitividad, dureza, impiedad. Es el em­
pleado de una sociedad de servicios, superburocratizada
y administrada, donde más importante que tener ideas es
saber ejecutarlas. Un ambiente sin jerarquías preestable­
cidas, donde puede destacar cualquiera sea cual sea su
origen y sin otro bagaje que un envidiable curriculum. Es
el self-made man disciplinado, enérgico, seguro de lo que
hace y de que lo hace bien, decidido, inteligente, prag­
mático. El ser que se hace y se representa a sí mismo:
inasequible al desaliento en el trabajo, sabe mostrarse dis­
tendido, simpático y divertido en el ocio. Es el personaje
* Daniel Bell, The Cultural Conlradiclions o f Capilalism, Harpcr,
Nueva York, 1976, págs. 146-149.
7 A. y M. Mattelart — Pensar sobre los medios, Fundesco, Madrid.
1987— desarrollan esta idea aplicándola a los profesionales de la co­
municación.
100 VICTORIA CAMFS

de éxito, de moda, superrico, sobrado de iniciativa, líder


indiscutible. Ha llegado a la cumbre de su carrera y re­
presenta la excelencia lograda.
La segunda figura, similar a la del yuppie por los valores
que representa, es la del jugador en competiciones olím­
picas, el jugador profesional. No es un simple deportista,
sino profesional del tenis, del atletismo, de la gimnasia o
de la natación. Quizá le interese participar en el juego,
pero le interesa mucho más ganar y, sobre todo, se ha
propuesto rebasar la última marca, superarse a sí mismo.
Su fin es, como en el caso anterior, la perfección de la
profesión misma. Vive sólo para ella —se entrena, se vi­
gila, no come, no engorda, mantiene una flexibilidad y
agilidad increíbles, duerme lo justo—, para obtener unos
centímetros más en el salto, unos segundos menos en la
carrera, la transparencia de la pirueta. El doping que tanto
preocupa y da que hablar es, de hecho, una medida banal
si se compara con el montón de renuncias, sacrificios, die­
tas, horas —todo puro artificia— con vistas a lograr una
performance irreprochable.

La v ir t u d c o m o é x it o

Ambos modelos transmiten —es cierto— una moral del


trabajo bien hecho, pero algo más que eso. No se trata
de la moral del trabajo bíblica, calvinista o marxista: el
trabajo no es un castigo ni la prueba del favor divino ni
algo que dignifica. Es la ocasión del encumbramiento, el
pedestal del éxito y la fuente de riqueza. Porque, en nin­
guno de los dos casos, el oficio permanece escondido en
el ámbito de la vida privada. La medida de la profesio-
nalidad la da la idea que la profesión tiene de si misma,
pero también el reconocimiento externo que merece. Las
virtudes que acompañan a la profesionalidad no son la
sobriedad o el ahorro, sino la ostentación y el despilfarro.
El winner o el number one es una figura pública requerida
por los medios de comunicación y con poco espacio para
VIRTUDES PÚBLICAS 101

' lo privado. Como afirma el psicólogo Ernst Becker, todo


individuo de nuestro tiempo necesita dos cosas: sentirse
parte de algo y sobresalir. Afirmar su ser, pero arropado
por algo que lo integre como elemento imprescindible y
valioso del conjunto social. Y está claro que los empre­
sarios y los deportistas constituyen una pieza irrenuncia-
ble de la cultura actual. De no ser así, no habría bofetadas
en los estadios, ni las Facultades de Ciencias Económicas
y Empresariales serían las primeras en llenarse.
¿Casa esa fijación en la vida profesional, la voluntad
de competir y superarse, la necesidad de ganar y ser el
mejor, el deber cívico de ganar dinero, con otras tenden­
cias igualmente evidentes de la sociedad contemporánea,
como el hedonismo consumista, la apatía, la indiferencia
o la tolerancia? Son, creo, fenómenos complementarios.
Pues el dinero y el bienestar son la prueba externa e in­
dudable de la excelencia. Si la ética calvinista del trabajo
propugnaba el ahorro y la austeridad, ahora se predica el
lujo, la ostentación, la prosperidad. El hombre de éxito
debe mostrarlo. En cuanto a la indiferencia respecto a
asuntos colectivos más generales, respecto a la misma po­
lítica, es un complemento de lo anterior. El buen profe­
sional sólo puede dedicarse a su profesión, es un experto
y carece de tiempo para otras cosas. Se busca a si mismo
y se desentiende de lo otro. No es egoísmo, porque forma
parte de algo que es, a su vez, parte de la sociedad. La
politica, por su parte, la dedicación a los asuntos públicos,
cuenta con sus propios profesionales. No es preciso, en­
tonces, que otros se inmiscuyan en su campo.
Volviendo a Aristóteles, su praxis contenía un cómputo
de virtudes —la sabiduría, la prudencia, la justicia, el va­
lor, la templanza, la generosidad, la magnificencia—, y el
hombre virtuoso poseía esa grandeza de espíritu —la
magnanimidad— que era la prueba externa, ante los de­
más, de su excelencia y superioridad. En la sociedad de
profesionales, en cambio, cada profesión tiene sus cuali­
dades específicas, que no tienen nada que ver con esas
virtudes públicas —solidaridad, responsabilidad, toleran­
102 VICTORIA CAMPS

cia— a las que me vengo refiriendo. La política es una


profesión más con virtudes exclusivas. El buen político es
el que gana las elecciones por su eficacia, habilidad, po­
der de seducción o fiabilidad. Todo confirma la tesis de
GofTman repetida por Maclntyre: las normas de los in­
dividuos de la sociedad corporativa son las de sus roles,
no las que deberían regir la conducta humana en cuan­
to tal.
A lo que tal vez deberíamos replicar que las cosas, cier­
tamente, son así porque el mundo cambia y se transforma.
Que aceptarlo implica pensar la ética desde otra perspec­
tiva y que cualquier vuelta al pasado es, por definición,
retrógrada. Asi, las virtudes públicas en las que pienso no
parten de una relación comunitaria nueva, sino tratan de
compensar la falta de comunidad: parten de la realidad
democrática imperfecta, esto es, de la exigencia del diá­
logo para tomar decisiones respecto a los problemas co­
lectivos, el primero de los cuales y condición del proce­
dimiento democrático mismo es recabar la dignidad de
individuos para cada uno de los miembros de la sociedad.
Ser individuos significa poder desarrollar la propia au­
tonomía, lo que Berlín llama la «libertad positiva», a tra­
vés de una actividad que no resulte totalmente alienante
como lo es, en demasiadas ocasiones, la actividad pro­
fesional que, a fin de cuentas, ocupa la mayor parte —o
la más intensa— de nuestras vidas.
De ahí que convenga valorar la profesionalización en
todas sus dimensiones. Una de sus caras es decididamente
buena puesto que sin duda es signo de progreso: el trabajo
especializado es necesario como lo es la competencia en
la especialización. Además, quien se sabe un buen pro­
fesional disfruta con su trabajo o, por lo menos, con el
reconocimiento que obtiene de él. En cierto modo, con­
vierte la producción en praxis. Pero otros dos aspectos de
la profesionalización son menos positivos. El primero de
ellos es lo que podríamos llamar la profesionalización ab­
soluta. La identificación con la profesión hasta el punto
de que sólo el trabajo tiene sentido e interés. La especia-
VIRTUDES PÚBLICAS 103

‘lización llevada al extremo de que ninguna otra cosa me­


rece excesiva atención. En tal caso, el individuo reduce
sus posibilidades de acción, la limita a un ámbito muy
estrecho. El profesional es, ciertamente, eficaz y respon­
sable, pero lo es sólo respecto de lo que le compete y de
lo que sabe, de un área reducida y pequeña. De nuevo
Andró Gorz se refiere a tal peligro al tiempo que recoge
ciertas ideas del libro de Ivan Illich. Disabling Professions:
«La confianza en uno mismo, la autonomía, la capacidad
para preocuparse de uno mismo y de los otros, se han
visto despreciadas: los hijos son abandonados en manos
de educadores profesionales o ante la pantalla del tele­
visor, la gente compra discos o casetes en lugar de apren­
der a tocar un instrumento; las cosas se tiran a la basura
en lugar de arreglarlas; nos unimos a un grupo terapéutico
en lugar de pedir ayuda y consejo a los amigos; el mo­
ribundo es enviado al hospital y los viejos llevados al
hospicio, etc. La falta de tiempo ha ido destruyendo las
relaciones sociales y la comunicación, y también los
vínculos comunitarios y la capacidad de la gente para
ayudarse, y ha sido necesario ampliar las formas insti­
tucionales de asistencia social, así como la red de servicios
comerciales. Pero ambas cosas deben ser pagadas, lo que
convierte la falta de tiempo disponible en una fuente de
gastos tanto públicos como personales»*. Sin duda Gorz
exagera. La deshumanización de tantas relaciones que
fueron en tiempos más personales no deriva sólo de la
profesionalización, sino de otros fenómenos como la di­
solución de la familia cuyas causas son variadas y com­
plejas. Pero si quiero retener esta idea: si la virtud, la ex­
celencia de la praxis se mide por la profesionalidad, la
medida es muy pobre y es parcial. La vida queda reducida
a la dimensión del oficio bien hecho, y el individuo con
esa identidad se encuentra alienado del mundo y de los
otros. La idolatría del yo —el individualismo— llega a
extremos peligrosos para la misma autonomía del sujeto.
* Op. cit., pág. 161.
104 VICTORIA CAMPS

Y, sin duda, a extremos peligrosos para la construcción


de un interés común social. La sociedad fragmentada en
corporaciones y sus correspondientes profesiones carece
de alguien capaz de trascender su limitado punto de vista
para ver un poco más lejos. Es como si en medicina nos
quedáramos sólo con los especialistas. Por supuesto que
los necesitamos y los exigimos, pero también hace falta
el médico de cabecera.
El segundo aspecto negativo de la profesionalidad es la
pérdida de autonomía, cuando el fin perseguido se vuelve
ajeno y extraño a la praxis misma. El profesional está
esclavizado por el dinero, la prosperidad, el éxito, o es­
clavizado por los imperativos de la profesión misma. Es
cierto que la idea de un trabajo totalmente desalienado
es una utopia irrealizable* Precisamente, la automatiza­
ción del trabajo alimenta la esperanza de que éste se re­
duzca a los mínimos para que pueda crecer el tiempo de
ocio, dedicado a otras actividades más agradables y au­
tónomas. Pero la misma división del trabajo hace que éste
sea más abstracto que nunca, que cada oficio sea parte
de una totalidad que ningún individuo controla. De he­
cho, es realmente más autónomo el trabajo de un agri­
cultor antiguo, que el de un microcirujano, por ejemplo.
¿Diremos, entonces, que éste vive más alienado que aquél?
No si entiende como praxis aquella actividad que da sen­
tido a la vida humana. Decir que eso lo consigue el ejer­
cicio de la profesión, por digno y encumbrado que sea el
trabajo al que uno se dedique, es de una pobreza extrema.
Pues la praxis bien entendida no ha de tener una identidad
definida, no una identidad más definida que la de la hu­
manidad misma que, como sabemos, tiene muchas ma­
neras de decirse y realizarse. Que hoy nos falte una iden­
tidad humana —como, al parecer, no les faltaba a los
griegos— es un signo de progreso. Entenderlo de otra
forma, sentirlo como una falta, conduce a buscar a cual­
quier precio la identidad perdida y encontrarla en lo más
inmediato, en la vida profesional. En tal caso, la vida toda
se confunde con la vida profesional y ésta deja de ser au­
VIRTUDES PÚBLICAS 105
tónoma porque el individuo no es capaz de distanciarse
de ella y tomarla como una parte de su existencia. Tanto
el yuppie como el jugador olímpico hacen de su profesión
mera poiesis, una actividad, en definitiva, productora de
riqueza y éxito. El jugador «profesional» no puede ya
valorar la actividad deportiva por si misma porque la ha
dirigido hacia otro fin. Digámoslo de otro modo: si la
vida humana ha de tener un lelos, un sentido, éste no ha
de ser ni definido ni concreto. No ha de ser ni más de­
finido ni más concreto que el fin único de la vida: la
felicidad. Y los caminos de la felicidad —que serian los
de la emancipación— nadie los conoce. Pero sí sabemos
que no son sólo los caminos del éxito, de la riqueza o de
la gloria.
La profesionalidad será una virtud pública en la medida
en que sirva a los intereses comunes de la sociedad. No
en la medida en que sirva sólo al mantenimiento y con­
servación de los roles, funciones y corporaciones existen­
tes. Y será una virtud privada en la medida en que ayude
al individuo a serlo realmente, a ser autónomo y no es­
clavo de sus actividades. Lo cual no tiene nada que ver
con el trabajar más o menos, en una u otra cosa, es una
cuestión de actitud ante el trabajo o el ocio. Aristóteles
insistió en la importancia de la vida contemplativa —que
no es sino la vida «ociosa»— porque esa dedicación im­
pedia la identificación total con cualquier función u ofi­
cio. Tener ocio suficiente para la contemplación signifi­
caba —en palabras de Ollé-Laprune— «no estar tan li­
gado a la propia obra que, en ciertos momentos, uno no
pueda liberarse de ella y reencontrase como maestro de
sí»9. Volviendo a Gorz. «la reducción del tiempo de tra­
bajo no tiene nada de emancipador si conduce sólo a am­
pliar el tiempo dedicado al consumo material o inmate­
rial. La reducción del tiempo de trabajo no es un objetivo
emancipador si no va unida a la reducción de la esfera de*
* L. Ollé-Laprune, Essai sur la morate d'Arislole. París, 1881, pági­
nas 59-60.
106 VICTORIA CAMPS

actividades económicas y mercantiles en provecho de una


expansión de la esfera de las actividades desarrolladas por
si mismas, por gusto, placer, vocación, pasión, amor»,0.
Sabemos, sin embargo, que la sociedad de productores en
que vivimos necesita consumidores y no se contenta con
determinar cuáles son los bienes necesarios, sino que pre­
tende determinar asimismo los superfluos. Las diversio­
nes, el lujo, los placeres pueden llegar a ser actividades
tan heterónomas como las ocupaciones profesionales. La
actividad humana autónoma y con sentido no puede estar
determinada sólo por los valores existentes. Et mundo
griego no supo verlo así y su ética, en realidad, ratificó
los valores sociales. Pero la modernidad ha conquistado
un grado mayor de autonomía y nuestra obligación como
filósofos es pensar en cómo llevarla a cabo. El nuevo eihos
del trabajo fija unos valores que no representan un me­
joramiento de la calidad de vida. Para que ésta progrese
debemos pensar qué sentido debería tener hoy la praxis,
la actividad que nos dignifica a cada uno de nosotros y
a la humanidad. El ser propietario de Locke ha cedido el
paso al ser que no sólo quiere tener, sino ser. Pero el listón
del ser queda muy bajo si lo determinamos sólo por un
hacer dirigido al poder y a la riqueza, un hacer para
tener.
Los filósofos y los sociólogos han tenido una fácil pro­
pensión a distinguir a los hombres de las mujeres por el
tipo de actividad que realizan. El sociólogo de la cultura,
Simmel. distinguió lo masculino y lo femenino porque,
según decía, el hombre «hace» y la mujer «es». Eugenio
d'Ors expresaba algo similar diciendo que el hombre es
«trabajo» y la mujer «juego», o que el hombre es «his­
toria» y la mujer «cultura». Quizá tuvieron razón, pero
habrá que añadir que, en este extremo, las mujeres harán
bien en no imitar la actividad masculina. La no identidad
con este o aquel valor social, la distancia voluntaria res-
10 Op. cil., págs. 95-96.
VIRTUDES PÚBLICAS 107

'pecto a los papeles que la sociedad le asigna, incluso la


dispersión en las ocupaciones, no han de ser siempre en­
tendidos como un signo de alienación. Al contrario, vive
más alienado del mundo y de los otros quien se juega toda
la vida a una sola causa, a la causa de labrarse una única
identidad.
VI. LA BUENA EDUCACIÓN

Decimos que una persona está «bien educada» cuando


se comporta correctamente, conoce y practica las normas
de cortesía y etiqueta al uso, no pierde la compostura y
sabe estar en cualquier parte. La educación, sin embargo,
no se reduce a ese aspecto externo y convencional de los
buenos modales o el guardar las formas. Es una categoría
más amplia que abarca todos los niveles de la socializa­
ción o de la integración en sociedad. Asi, la buena edu­
cación implica, además de ese «saber hacer» y saber estar,
una cierta instrucción —una carrera, un oficio— y un
cierto grado de cultura. Y significa también poseer una
formación global de la personalidad, una autonomía para
dirigir la propia vida en uno u otro sentido. Me propongo
ahora tratar de la educación en el sentido más amplio,
pero sin obviar en absoluto, antes teniéndolo muy pre­
sente, el sentido restringido con que solemos decir que una
persona es bien educada.
La tomemos como la tomemos, la educación no está
libre de valores. Tiene que ser ideológica. Si educar es
dirigir, formar el carácter o la personalidad, llevar al in­
dividuo en una determinada dirección, la educación no
puede ni debe ser neutra. Las finalidades educativas son
valores en la medida en que son opciones, preferencias,
elecciones. Educar no consiste en buscar un fin necesario:
éste se da sin que presuponga ningún esfuerzo. Consiste,
por el contrario, en buscar unos fines posibles y preferidos
no VICTORIA CAMPS

porque se juzgan mejores que otros. ¿De dónde proceden


los fines de la educación? ¿Los propone la sociedad —es­
cuela, padres, iglesias, partidos? ¿Se fundan en alguna
concepción de lo que deberla ser la persona? ¿Tenemos
criterios para distinguir la buena educación de la que no
lo es? Si la educación es, más que nada y ante todo, un
proceso de socialización y hace posible la integración de
cada uno en sociedad, la educación inducirá a ser normal,
a adoptar las costumbres al uso. Educar consistirá, pues,
en enseñar a comer, a saludar, a hablar, a pensar, a obe­
decer o a mandar; consistirá asimismo en transmitir los
conocimientos tenidos por básicos o fundamentales, en
sentar las bases para una vida sana, normal y exitosa.
Ahora bien, si decimos que la educación es valorativa es
porque pensamos que no ha de limitarse a reproducir per­
sonajes iguales a los ya existentes. La educación muestra
que es valorativa cuando es critica y progresista y no se
conforma con las maneras de ser vigentes si las juzga dis­
cutibles. Por el contrario, intentará cambiarlas por otras.
En este sentido, la educación presupone una cierta con­
cepción de la persona y de la sociedad. Lo cual no sig­
nifica que sea precisa una antropología o una teoría social
para hacer teoría de la educación. Hace tiempo que hemos
renunciado a pergeñar teorías globales de cualquier cosa.
Más bien hay que decir que la capacidad crítica de la
educación procede de la constatación de una práctica edu­
cadora deficiente, poco convincente, del disgusto ante
unas formas de vida que no pueden ser vistas con com­
placencia. La práctica educativa ofrece siempre patolo­
gías que la reflexión pedagógica debería denunciar y tra­
tar de transformar. La negación de lo que es, la discon­
formidad, el conflicto, son el punto de partida de la ética
y deben serlo también de la educación que es un com­
ponente imprescindible del discurso ético.
Ninguna ciencia, ninguna disciplina, puede darnos una
concepción de la persona o del mundo lo suficientemente
completa como para deducir de ahí una forma de vivir
justa, solidaria, libre, o un programa pedagógico progre­
VIRTUDES PÜBUCAS IU

sista. Las religiones o ideologías que, en otro tiempo, con­


formaron esos programas, aparecen fusionados con ideas
ajenas a ellas mismas o no merecen aceptaciones unáni­
mes. Nos quedan los principios, derechos, criterios que
nuestra historia ha ido registrando y aceptando como fun­
damentales. Los derechos humanos, o las diversas cons­
tituciones, son el marco desde el que juzgamos la práctica.
Al propio tiempo, observamos cómo las realidades socia­
les que, teóricamente, reconocen y suscriben los derechos
fundamentales y la Constitución, de hecho se mueven por
otros motivos y por otros fines: el éxito, el dinero, la fama
o el poder. No es que esos fines sean despreciables, son
bienes estimables, pero no los únicos ni, en ocasiones, los
prioritarios. La educación no debería dejarse instrumen-
talizar por esos valores que, a fin de cuentas, acaban
siendo los más efectivos y reales. Parte de la función de
señalar finalidades y objetivos consistirá en saber discer­
nir y jerarquizar entre los varios tipos de valores. La edu­
cación habrá de combinar los valores aceptados y los que,
de hecho, no son prioritarios pero deberían serlo. Para
decirlo más rápidamente, la función de la educación ha
de ser doble: la socialización, por una parte, y la forma­
ción moral de la persona, por otra.

La s o c i a l i z a c i ó n o las «b u e n a s m a n era s»

Durkheim entendió que el primer objetivo de la edu­


cación era «la socialización metódica de las jóvenes ge­
neraciones». Tenía una visión excesivamente estática de
la realidad y una concepción demasiado funcionalista de
la moral. Si, por el contrario, creemos que la realidad se
construye socialmente —como lo piensan Berger y Luck-
man—, la socialización será vista como una tarea de in­
tegración e innovación al mismo tiempo. Cuando nos la­
mentamos de que nuestra sociedad carece de valores, que­
remos decir que el pragmatismo y el individualismo lo
invaden todo hasta el punto de que ahogan cualquier otro
U2 VICTORIA CAMPS

tipo de motivación. Decimos que hacerse ricos y vivir bien


es el único objetivo de nuestros jóvenes. Quizá porque
también ha acabado siéndolo el de sus padres. El bienes­
tar, sin duda, es el ftn imperante. Pero el bienestar —lo
sabemos de sobra— no se consigue sólo con dinero y pro­
piedades. Los objetos del deseo son también otros. Lo que
ocurre es que la publicidad no los menciona o, si lo hace,
los convierte en bienes de consumo adquiribles con di­
nero. La salud, la compañía, el amor, la inteligencia, el
apoyo social, la seguridad, las ilusiones son bienes reco­
nocidos. Bienes que la educación ha de saber distinguir y
salvar de la confusión en que los envuelve el imperativo
del consumo y situarlos en el lugar que les corresponde.
La educación ha de saber explicar el sentido que tienen,
y ha de darles sentido si carecen de él. El conflicto entre
la autonomía personal y la adaptación social ha de ser
resuelto sin renunciar a ninguno de ambos propósitos,
haciendo el esfuerzo de juzgar y seleccionar los valores
necesarios para vivir en una sociedad ordenada y justa.
Si pensamos ahora en los valores que la educación ac­
tual ha hecho suyos, nos encontramos con tres de ellos
que están indiscutiblemente unidos a la práctica educativa
de nuestro tiempo. Son el pluralismo, la autonomía y la
tolerancia. En efecto, los puntos de vista, las creencias,
las ideas que profesan los adultos, son plurales. Y dada
la pluralidad, la educación pretende ser autónoma: los
padres, maestros, profesores o quienquiera que lleve a
cabo una tarea educativa, quieren decidir cómo educar,
independientemente de los Estados o las religiones —o
dependiendo voluntariamente de unos u otras—. Si hay
pluralidad y autonomía, significa que todo se vuelve acep­
table y tolerable, siempre y cuando se respeten, claro está,
los principios constitucionales. El pluralismo, la auto­
nomía y la tolerancia son los valores propios de una edu­
cación democrática, opuestos a los valores autoritarios,
dogmáticos, sectarios de otros tiempos y otro gobierno.
Los valores de la democracia son abiertos y laicos.
Los valores abiertos, sin embargo, tienen, como tantas
VIRTUDES PÚBLICAS 113

¿Iras cosas, los defectos de sus virtudes. En primer lugar,


como no encierran ningún dogmatismo —más bien lo te­
men— no dicen qué se debe hacer. A nuestra educación
le faltan ideas, contenidos. Le faltan incluso contenidos
sobre las «formas» que es por donde debe empezar la edu­
cación. Las buenas maneras son fundamentales si educar
significa formar el carácter e indicar las señales de la ex­
celencia de la persona. Son fundamentales también si edu­
car es enseñar a convivir, a vivir bien con los demás. Y
las normas de la buena convivencia tienen que ser claras
y explícitas para que todos y cada uno sepan qué pueden
exigir y qué pueden esperar unos de otros. Pero el miedo
al dogmatismo se ha proyectado en miedo e incompren­
sión hacia la disciplina, y la ausencia de disciplina ha he­
cho tambalear las bases de la buena educación. Minimizar
el valor de la disciplina es ignorar lo que los griegos ya
sabían y aceptaban: que la virtud es hábito, costumbre,
repetición de actos, es decir, disciplina. Ciertas maneras
de comportarse —con orden, con limpieza, sin dar voces,
sin agredir—, cierto modo de ocultar o manifestar los sen­
timientos, de estar con los otros, son el primer paso para
inculcar y dar a entender en qué consiste el respeto al otro.
Los hábitos, las formas, las maneras de transmitir el res­
peto mutuo, pueden ser diversas, pero es imprescindible
que sean de algún modo determinado. Los niños no en­
tienden de teorías; aprenden por los ojos y por los oidos,
lo que ven y lo que oyen, dia a día, sin equívocos ni am­
bigüedades. La repetición es fundamental para la creación
de hábitos, y para repetir una regla hay que sabérsela bien
y proponerla con convicción. Es un error confundir la
tolerancia con la ausencia de normas.
En la falla de precisión y de claridad de las normas de
educación incide la tendencia hacia el liberalismo abso­
luto. El laisser j'aire, laisser passer, en educación, es inad­
misible. Por muy individualista que sea nuestra sociedad,
la autonomía o la libertad necesitan del reconocimiento
del otro. Los esclavos no eran libres porque no eran vistos
como personas. Para que haya libertad, tiene que haber
114 VICTORIA CAMPS

antes una mínima y elemental igualdad: todos somos per­


sonas, y educar es enseñar a tratar a las personas. Pero
respetar la igualdad no significa tratar a todo el mundo
por igual. Otra vez, hacen falta normas que digan quién
es quién y qué trato o qué tipo de respeto es debido en
cada caso. Pero el antiautoritarismo y la voluntad de di­
solver las relaciones verticales entre padres e hijos, maes­
tros y alumnos, han producido una confusión y falta de
criterio respecto a la idea misma de igualdad. ¿Hay que
saber escuchar? ¿Está bien ceder el paso o el asiento? ¿Por
qué hay que comer en orden y al ritmo de los demás? Son
dudas que descansan en la falsa idea de que esas normas
elementales de la buena educación han de tener un por
qué, una explicación. Al no haberla y descubrirse su gra-
tuidad, se deduce que son inútiles y carecen de importan­
cia. El resultado es la deficiencia y la inseguridad mani­
fiestas en cualquier tipo de relación. Uno acaba no sa­
biendo qué hacer ni cómo comportarse en ninguna parte.
Se olvida, así, que es función de la educación enseñar el
tratamiento igualitario, a saber, que todos somos perso­
nas y ocupamos lugares distintos. Pues ni la libertad ni la
autonomía serán reales sin una integración social que im­
plique la conciencia de la igualdad así como de la dife­
rencia de todos los ciudadanos.

U n a e d u c a c ió n «d é b il »

El primer problema con que se enfrenta la educación


democrática es, pues, la debilidad ideológica, el no tener
nada que ofrecer o que la oferta sea demasiado vacilante.
Es paradigmático, en España, el ejemplo de la religión.
Nuestra sociedad ha pasado de la educación nacional-
católica a la asepsia religiosa más absoluta. La opción, en
la enseñanza primaria y secundaria, entre ética o religión,
fue un mal comienzo o una mala comprensión de lo que
debía ser la secularización de la educación. No debía ha­
berse planteado el dilema entre una materia y la otra, sino
VIRTUDES PUSUCAS H5

haber pensado en dar la religión de una manera más uni­


versal y menos catequética. Pero no se hizo, y ahora un
buen número de nuestros estudiantes universitarios son
puros analfabetos en temas de religión. Y, por otra parte,
ciertas asociaciones de padres siguen reclamando la reli­
gión al viejo estilo. Lo mismo habría que decir de la dis­
ciplina, palabra odiosa, lo reconozco, pero inevitable en
las cuestiones que estoy tratando. De una formación de
los niños y adolescentes casi militar se pasó al desorden
y desconcierto esencial. Lo cual ni facilita la tarea peda­
gógica ni favorece la madurez de los alumnos. No es sólo
el ámbito escolar el afectado por tales medidas; también
el familiar se resiente de lo mismo. Lo que fue llamado
en su época «educar en libertad» no ha encontrado nor­
mas suficientemente flexibles para que sean adaptables a
diversas circunstancias y, al mismo tiempo, procuren unas
pautas de comportamiento inequivocas. Carecer de ellas,
por otra parte, es pedirles a los niños que aprendan a
decidir antes de tiempo, obligarles a ser adultos cuando
su obligación es ser niños. Constatamos, además, que la
abolición de castigos, represiones y posibles traumas no
ha producido individuos más recios y firmes. Al contrario,
a veces parecen más dóciles y sumisos, menos rebeldes y
más complacientes de lo que fueron sus educadores. La
forma más extrema de contestación para los jóvenes de
hoy es la objeción de conciencia. La insumisión, pues,
ante la única norma férrea con que se encuentran. Las
demás son revocadas a la menor disputa. No son más
insumisos porque no pueden. ¿Cómo van a serlo ante
otras barreras si éstas no existen? ¿Y cómo van a inter­
venir en la vida pública si la encuentran dirigida y mo­
nopolizada por una generación bien nutrida, que los mira
por encima del hombro porque los siente débiles, y que
actúa de espaldas a ellos porque no los necesita? La edu­
cación «débil» produce seres desorientados y superpro-
tegidos.
Creo que el desconcierto que da origen a todas estas
reflexiones es consecuencia a su vez de dos cosas: una
116 VICTORIA CAMPS

concepción equivocada de lo que significa ser progresista,


y una falta de sentido de la responsabilidad en la edu­
cación. Un texto de Hanna Arendt sobre «La crisis de la
educación»1explica inmejorablemente ambos puntos.
Hanna Arendt atribuye lo que ella entiende como la
crisis de la educación norteamericana a una reforma que
se resume en tres puntos fundamentales: 1) la idea de que
existe un mundo de los niños, en el que éstos son autó­
nomos y, en cierto modo, deben autogobernarse; 2) el he­
cho de que la pedagogía moderna se haya convertido en
una ciencia de la educación en general, libre de la materia
a enseñar; 3) la sustitución, en la enseñanza, del aprender
por el hacer, del saber por el saber hacer, del trabajo por
el juego. Dicha reforma, según Arendt, ha resultado un
fracaso total, el cual debe inducirnos a pensar qué es la
educación para evitar nuevos errores y corregir los viejos.
De tal diagnóstico, nuestra autora deduce las conclu­
siones siguientes. Los adultos tienen la responsabilidad de
introducir al niño en su mundo. Y para hacerlo, deben
ejercer su autoridad. Ahora bien, «la autoridad ha sido
abolida por los adultos, lo cual sólo puede significar una
cosa: que los adultos rehúsan asumir la responsabilidad
del mundo en el que han colocado a los niños». Educar
es enseñar, transmitir un saber, mostrarles a los niños el
mundo. El maestro, en la escuela, representa a todos los
adultos, y dice, «este es nuestro mundo». Pero si los adul­
tos rechazan su mundo porque ni les gusta ni lo quieren,
el rechazo del mundo representa al mismo tiempo el re­
chazo de asumir la responsabilidad de la educación de los
niños, la responsabilidad de enseñar. Pues si es posible
enseñar sin educar, no es posible educar sin enseñar nada.
Por eso, afirma Hanna Arendt que la educación ha de ser
«conservadora». En el sentido de preservar lo nuevo y
revolucionario que pueda haber en cada niño y preservar
a la vez el mundo contra las posibles innovaciones del*
' Hanna Arendt, Alain Finkielkraut, La crisi Je la cultura, Pórtic,
Barcelona, 1989. Cfr. ’mfra. el capitulo sobre «La responsabilidad».
VIRTUDES PÚBLICAS //7

ñiño. En efecto, «la educación es el punto en el que se


decide si queremos suficientemente al mundo para asumir
la responsabilidad del mundo y, además, salvarlo de la
ruina que sería inevitable sin la renovación y sin la llegada
de los jóvenes y las generaciones nuevas. También por la
educación discernimos si queremos a nuestros hijos lo su­
ficiente para no ahuyentarlos de nuestro mundo ni aban­
donarlos a su propia suerte, ni privarles de la oportunidad
de emprender algo nuevo, algo no previsto por nosotros,
sino más bien prepararlos de antemano para la tarea de
renovar un mundo común».
Las palabras de Hanna Arendt son la reflexión más
lúcida que conozco sobre los fallos que están impidiendo
que la educación sea de veras progresista y responsable.
En efecto, la innovación no significa esa nietzscheana
«transmutación de todos los valores». Hay valores viejos
que deben ser conservados, aunque lo sean en contextos
diferentes de los antiguos. Ni la obediencia ni la disciplina
son de por si rechazables. La educación necesita esos va­
lores si consiste, como es evidente, en crear hábitos y cos­
tumbres y en formar el carácter. Los niños, por otra parte,
piden la seguridad que sólo los adultos pueden darles,
necesitan puntos de referencia claros, aunque sólo sea
para transgredirlos y criticarlos luego. Innovar no es des­
truir, sino discernir qué hay en lo aprendido que convenga
conservar y de qué manera hay que hacerlo. Para ese dis­
cernimiento ha de darse una mínima certeza sobre el valor
de lo que uno está haciendo, y un afecto, una pasión, una
cierta adhesión al mundo que uno está enseñando a des­
cubrir.
La educación ha de ser autoritaria. Pero ser autoritario,
no significa imponer las propias ideas sin atender a ra­
zones, sino tener autoridad. Esto es, hacer valer la supe­
rioridad —de experiencia, de conocimientos, de años, en
suma— que el adulto tiene sobre el niño. No confundir
los niveles, pues la confusión en lugar de llevar a unas
relaciones más satisfactorias, aumenta las distancias o,
simplemente, desorienta a todo el mundo, educadores y
118 VICTORIA CAUPS

educados. El adulto ha vivido más y ha tenido que for­


marse opiniones y criterios de más de una cosa. Tiene
autoridad para enseñar, y debe defenderla y responsabi­
lizarse de ella. Las generaciones jóvenes aprenderán de
los adultos —lo quieran ellos o no— qué conocimientos
son más apreciados, qué merece su estima y aprecio, cuá­
les son sus preferencias, ilusiones y esperanzas y cuáles
los móviles de su comportamiento. Lo aprenderán aunque
nadie se lo enseñe explícitamente. Porque educar es dar
muchas más cosas de las que se pueden estudiar o explicar
en clase o de las que se pueden resumir en unas reglas
explícitas. Educar es transmitir un estilo de vida. Los ni­
ños observan y copian, erigen modelos, que tal vez más
adelante querrán revocar. Tener autoridad es, en defini­
tiva, ser consciente de que. aun a pesar nuestro, somos el
punto de referencia de las nuevas generaciones.

E d u c a c ió n y d e m o c r a c ia

¿En qué consiste, pues, la buena educación, la educa­


ción para la democracia? Sólo es posible definirla con una
petición de principio: es buena la educación que enseña
cosas buenas, aquello que nosotros consideramos que vale
la pena saber y aprender. Ha sido esa ¡dea la que nos ha
llevado, a quienes ahora tenemos que cargar con el peso
de la educación, a fijarnos en aquellos valores que no­
sotros, en nuestra educación, echamos en falta, y a re­
chazar los valores que nos dieron y que no compartimos.
Max Scheler o Sartre han dicho muy bien que el valor es
el nombre de una falta, de algo que no existe y debería
existir. Por tal razón, la educación —y toda tarea valo-
rativa— ha de ser vista como un experimento. Es difícil,
si no imposible, decir a priori qué educación querríamos.
Pero es preferible equivocarse y rectificar, que dejar de
actuar —dejar de educar— por miedo a hacerlo mal. Son
ellos, los que son educados, quienes se encargarán de co­
VIRTUDES PÚBLICAS 119

rregir los errores recibidos a medida que se vayan ha­


ciendo autónomos.
Las oscilaciones de la juventud son una muestra de los
aciertos y errores de la práctica que los ha educado. Las
encuestas y la experiencia nos dicen que los jóvenes de
hoy son conformistas y buscan la comodidad y el bienes­
tar. Que aprecian el trabajo duro, como medio para en­
riquecerse. Que se sienten menos rebeldes e incompren-
didos que los jóvenes de hace veinte años. Que no tienen
prisa por librarse y huir de la encerrona familiar. Son, en
cierto sentido, menos independientes y más respetuosos
con las instituciones. Pasan de ellas o las admiten como
un ritual más. Les atrae el éxito y se interesan poco por
la politica. Saben que la vida es difícil y que hay que com­
petir para ganar. La masificación de la enseñanza y la
escasez de puestos de trabajo les ha hecho creer que el
trabajo y el éxito se rigen por una lógica meritocrática:
vence el que acumula más títulos, mejores notas, un cu­
rriculum más denso.
Ninguno de esos valores respetados por los jóvenes es
despreciable, aunque sólo sea porque son los valores rea­
les de nuestras sociedades y hay que tenerlos en cuenta.
Pero guiarse sólo por ellos representa un retroceso y un
empobrecimiento cultural. Que los jóvenes eviten el fra­
caso, que valoren las comodidades y el bienestar, que
acepten las reglas de la competición y el mercado, no está
mal. Después de haber leído tanto a Nietzsche. es difícil
no creer que los valores espirituales, cuando faltan los
materiales, son un síntoma de debilidad moral. Ya lo ha­
bía notado Aristóteles: sin riquezas o bienes materiales,
incluso sin una cierta dosis de buena suerte, ser virtuoso
es una quimera. Pero aunque sea imprescindible tener las
necesidades básicas cubiertas, la satisfacción de las ne­
cesidades materiales —sean básicas o superíluas— es el
primero, pero no el único fin de la vida.
Contrarrestar esa tendencia a tender sólo al bienestar
material y a tomar como modelo los procedimientos del
mercado, es la tarea básica de una «buena educación».
120 VICTORIA CAMPS

La sociedad competitiva es individualista e injusta, no hay


igualdad de oportunidades, y los educadores pueden ha­
cer poco para resolver problemas de justicia distributiva.
No les compete a ellos resolverlos, sino a quien tiene po­
der y medios para hacerlo. Sí pueden en cambio, reclamar
y exigir más justicia. Y pueden, sobre todo, enseñar a vivir
mejor, en medio de la desigualdad y la competitividad, y
a pesar de ellas. El objetivo lejano pero definitivo de una
buena educación seria la felicidad de cada uno, puesto
que la felicidad colectiva está más allá de sus alcances.
Seria, pues, enseñar a vivir bien. Ese saber vivir tiene dos
dimensiones fundamentales.
a) Saber vivir con uno mismo. Es decir, vivir recon­
ciliado con las tareas que llenan la vida y, en especial, con
las tareas profesionales. He dicho ya que nuestra sociedad
valora por encima de todo la profesionalidad. Al mismo
tiempo, son pocos los profesionales que gozan con su tra­
bajo, que hacen de la profesión no mera poiesis, sino pra­
xis. Hanna Arendt señala como uno de los fracasos de la
educación el intento de sustituir el saber por el saber
cómo, el trabajo por el juego. El trabajo se presenta en­
tonces bajo una dimensión inadecuada, puesto que no es
ni simple diversión —ya que supone esfuerzo y sacrifi­
cio—, ni vale sólo por los beneficios prácticos o materiales
que reporta. Por otra parte, la contraposición creciente
entre el tiempo de trabajo y el tiempo de ocio hace que
aumenten las expectativas de diversión. Resulta penoso
trabajar cuando el trabajo sólo tiene sentido como medio
para descansar, divertirse o jubilarse, para dejar de tra­
bajar. Se habla mucho de fracaso escolar, y poco del otro
fracaso, el profesional, el fracaso y el trauma de tener un
trabajo que repele, con el que uno no se siente identificado
o a gusto. Educar para saber vivir con uno mismo consiste
en eso tan aristotélico de aprender la medida que debe
tener cada cosa. El trabajo, el descanso, el juego, el de­
porte han de tener la dimensión, el espacio, el tiempo y
el valor adecuados. Ni el trabajo es puro juego, ni es sólo
un medio para obtener dinero y fama. Lo ideal sería que
VIRTUDES PÚBLICAS 121

trabajo y ocio llegaran a confundirse, que el uno fuera


prolongación del otro. Y aunque es difícil que el trabajo
pueda librarse de dimensiones alienantes, porque la vida
toda está llena de ellas, no es imposible enseñar a com­
pensar la obligación con ocupaciones gratificantes y hu-
manizadoras. Partiendo de la base de que enseñar a tra­
bajar y a descansar del trabajo para «divertirse» —en el
sentido etimológico del término—, no consiste en trans­
mitir una teoría. Es, por el contrario, mostrar una prác­
tica, al tiempo que se enseña a leer y a resolver problemas
o a multiplicar, a estudiar, a saludar, a comer o, sencilla­
mente, a escuchar.
b) Saber vivir con ¡os demás. Las relaciones inter-
personalcs han de partir de la aceptación de dos valores.
Primero, el ya mentado valor de las formas, de las buenas
maneras, de lo que estrictamente se entiende por «buena
educación». Es preciso que existan unas reglas de cortesía
aceptadas por todos como base de la convivencia. Esta­
mos hablando, sin duda, del aspecto de la educación más
irracional y arbitrario. Pero también son arbitrarias las
reglas de la sintaxis o de la ortografía, y ahi están, sin
ellas no seria posible escribir ni hablar. Podrán ser estas
o aquellas reglas, pero es necesario que las haya y que
todo el mundo las respete. Las normas de la buena edu­
cación indican de qué modo ha de entenderse la igualdad
de unos y otros. Los ancianos, los profesores, los padres,
los enfermos, los minusválidos, los jóvenes, los niños
—ahora, incluso, los animales—, cada estrato social pide
y exige ser puesto en su lugar y ser tratado con el respeto
y la dignidad que merece. Que el lugar sea distinto no
implica que la persona quede degradada. Al contrario, la
confusión y la ausencia de diferencias es un obstáculo
para reconocer qué tipo de respeto se le debe a cada uno.
Añadamos a lo dicho que la relación con el otro tiene
que ser solidaria. Repito que no es competencia de los
educadores hacer justicia y corregir la desigualdad de
oportunidades. La educación refleja las injusticias de la
sociedad, cuyo mercado excluye aún a muchos de su ám­
122 VICTORIA CAMPS

bito. Que la educación, en las sociedades desarrolladas,


se haya extendido a todos los ciudadanos, que se haya
logrado una escolarización primaria total, no significa
que esa educación sea justa. Los más desfavorecidos son
las primeras victimas del fracaso escolar, entre otras cosas
porque la educación no fue pensada para ellos. Por eso,
porque la sociedad es injusta y hay que luchar contra la
injusticia, debe fomentarse el valor de la solidaridad. La
solidaridad entendida como una forma de compensar las
injusticias y de fomentar un sentido de la justicia inexis­
tente. Es preciso que los niños conozcan y sientan las pro­
fundas desigualdades de la sociedad y del mundo en el
que viven. Que las conozcan de un modo más vivo que
el que resulta de la visión de niños famélicos tercermun-
distas por televisión, y que aprendan a sentirse solidarios
de los más desprotegidos. La solidaridad es un senti­
miento cercano a la amistad, al afecto, a la comprensión.
Insuficiente para resolver las injusticias, pero condición
necesaria para la renuncia al egoísmo que se traduce en
desinterés por los otros. Si creemos que el bienestar se ha
convertido en el primer valor de la sociedad de consumo,
hay que entender y dar a entender que el bienestar es un
valor universalizable y ha de hacerse general.
Pero no nos engañemos. La ética o la virtud no se en­
señan explícitamente, aunque se aprenden. Quiero decir
que se enseñan de muchas maneras, siempre, a todas ho­
ras, y no sólo en el aula, como quien enseña una lección
de historia. Vale para ello lo que Jon Elster2 dice acerca
de la democracia: no puede ni debe haber una educación
democrática explícita. Seria contraproducente. La praxis
democrática tiene efectos beneficiosos, pero éstos son pro­
ductos laterales de la democracia, no objetivos de ella
misma. El método asambleario cuyo fin es la misma
asamblea, no educa en la participación, más bien produce
inhibición y cansancio. Asi, la política democrática no
debe ser narcisista ni quererse sólo a si misma. No es un1
1 Jon Elster, Uvas amargas, Península. Barcelona. 1989, cap. II.
VIRTUDES PÚBLICAS 123

Tin en sí, antes bien un procedimiento para tomar deci­


siones que conciernen a toda la sociedad. Del mismo
modo, la educación en la virtud —la educación ética o la
educación sin más— no es un fin en si. El fin de la edu­
cación no es hacer seres buenos y virtuosos, sino socializar
y perpetuar un cierto orden social. Los beneficios éticos
que produzca la educación serán efectos colaterales de un
procedimiento que en si mismo es bueno porque llama a
la colaboración y a la unidad. Serán el subproducto de
una práctica que inculca hábitos, que pone de manifiesto
actitudes y maneras de hacer y de vivir. No olvidemos
que las primeras discusiones entre los sofistas y Sócrates
versaron en tomo al tema de si era o no posible enseñar
la virtud, porque vieron que la virtud no se adquiría sólo
ni básicamente a partir de conocimientos teóricos, como
se adquieren, en cambio, la matemática o la geometría.
La ética es un saber práctico que se enseña de distintas
maneras y constantemente. Es la forma de ser y de com­
portarse, de trabajar y divertirse, de hablar y pensar, de
estar con los demás y con uno mismo lo que pone de
relieve los valores básicos de cada ser humano. Educar
debería consistir en algo tan simple como mostrar a los
neófitos en la vida la propia forma de vivir.
VII. EL GENIO DE LAS MUJERES

«Si sigo con mis visiones fragmen­


tarías, el mundo entero deberá cambiar
para que yo pueda estar en él.»
CLArice LlSPECTOR. La pasión según
G. H.

Suelo estar poco de acuerdo con lo que escribe el papa


Woytila. Sin embargo, no me desagrada el tono de la
Carta Apostólica Muíieris dignitatem, hecha pública en
octubre de 1988, de donde extraigo la expresión que da
título a este capítulo. La Carta es ambigua, lo reconozco,
y permite por lo menos dos lecturas contrapuestas. Em­
pieza el Papa haciendo un recorrido por textos del Anti­
guo y el Nuevo Testamento que ponen de relieve, ensalzan
y elogian, con profusión de adjetivos laudatorios, la dig­
nidad y la vocación de las mujeres, su «riqueza esencial»,
su originalidad y absoluta igualdad de derechos con el
hombre. Pero la disertación pontificia no acaba en eso,
porque el propósito final es otro. A fin de cuentas, de lo
que se trata es de ratificar la exclusión de la mujer del
sacerdocio. Llegar a tal conclusión después del preámbulo
apologético a favor de la igualdad incondicional con el
varón parece tomadura de pelo, pero se nos asegura que
no lo es. Basta acudir a las mismas fuentes bíblicas para
encontrar las citas que aclaren la aparente contradicción.
La mujer es, en efecto, igual al varón en derechos, en
126 VICTORIA CAMPS

sabiduría y en recursos, pero el lugar y la función de am­


bos en la Iglesia no son los mismos, porque ella también
es esencialmente distinta. Su misión como esposa y madre
no es ser sacerdote, papel obviamente masculino a juzgar
por el comportamiento de Jesucristo al fundar la Iglesia
y escoger discípulos varones. La dignidad de la mujer re­
side en otra parte: concretamente, en la capacidad de ser
amada y de amar, por la cual Dios le ha confiado de un
modo especial al ser humano. En los designios divinos,
las funciones masculina y femenina están diferenciadas.
Jesucristo tiene atenciones especiales —e insólitas para su
época— con las mujeres, pero hace sacerdotes a los hom­
bres. Éstos tienen un lugar especifico en la Iglesia. El de
las mujeres, en cambio, está en otra parte, aunque ni en
la Carta papal ni a lo largo de la historia de la Iglesia se
ha dicho claramente dónde se encuentra ese lugar ni qué
hay que hacer en él. El ser «esposa» y «madre» no ha
tenido una institucionalización tan determinada como el
ser «pastor» o guia espiritual, que se le encomendó al
hombre. Sin embargo, ahí está explícita en la Carta a los
Efesios tan citada y discutida, la obligación de amar y el
derecho a ser amada que corresponden solamente a la
mujer. Una bonita teoría que, en la práctica, ha dado
resultados más bien penosos.
Sea como sea, y aunque la lectura de la Carta Pastoral
nos deje, como es usual en los mensajes de Woytila, per­
plejas y decepcionadas, no me parece justo desdeñarla sin
más como una nueva muestra de pensamiento retrógrado.
Es cierto que el mensaje global da la impresión de un
querer dorar la pildora un tanto cínico, reconozcámoslo.
Tras reafirmar con bellas palabras la casi superioridad de
la mujer sobre el hombre, el Papa la invita suavemente a
quedarse donde está y a no meterse en asuntos que nunca
fueron de su incumbencia. La lectura podría ser ésta, y
quizá deba serlo, pero cabe otra más innovadora, aunque
seguramente menos fiel a las intenciones de su autor. En
unos momentos en que la no discriminación sexual está
teóricamente aceptada y los derechos e igualdad de las
VIRTUDES PÚBLICAS 127

. mujeres también teóricamente suscritos, cuando el femi­


nismo busca nuevos desarrollos porque los primeros pa­
sos ya están dados, el Pontífice viene a decir que empe­
ñarse en ocupar e imitar incluso los papeles masculinos
no sea tal vez la mejor opción. No sólo hay otras muchas
cosas que hacer, sino que el mundo necesita visiones y
orientaciones más originales y menos trilladas. Posible­
mente, sobren argumentos a favor del sacerdocio de las
mujeres. Por mi parte, sin embargo, no es esa la cuestión
que me interesa. Prefiero entender las palabras de Juan
Pablo II como muestra de un cierto discurso feminista o
femenino, que invita a no repetir lo ya hecho y a intentar
sendas menos usuales. Pues estoy convencida —y es lo
que quiero defender aquí— que el discurso de la mujer,
en un mundo de igualdades aún vacilantes y recién des­
cubiertas, es cierto, pero igualdades al fin, debería ser
otro. Esto es: no sólo igual al del varón, sino original,
innovador y distinto con respecto a él. En ese sentido —y
sólo en ese— suscribo el siguiente párrafo, al final de la
Mulieris dignitatem: «En nuestros dias los éxitos de la
ciencia y de la técnica permiten alcanzar, de modo hasta
ahora desconocido, un grado de bienestar material que,
mientras favorece a algunos, conduce a otros a la mar-
ginación. De ese modo, este progreso unilateral puede lle­
var también a una gradual pérdida de la sensibilidad por
el hombre, por todo aquello que es esencialmente humano.
En este sentido, sobre todo el momento presente, espera
la manifestación de aquel “genio” de la mujer, que asegure
en toda circunstancia la sensibilidad por el hombre, por
el hecho de que es ser humano. Y porque “la mayor es
la caridad” (1 Cor, 13, 13).» Sólo la última frase de la
cita —que no es de Woytila, sino de San Pablo— no me­
rece mi aprobación. La mayor de las virtudes no es la
caridad, sino —como he dicho repetidamente a lo largo
de este libro— la justicia, si bien la caridad o el amor han
de ser vistos como complementos necesarios de esa virtud
principal. Y tal vez sea cierto que las mujeres, iguales pero
distintas, y, además, relegadas durante siglos a un papel
128 VICTORIA CAMPS

subordinado, secundario e inferior, estén en mejores con­


diciones de mostrar al mundo esa sensibilidad hacia los
otros que el orgullo y la preponderancia masculinos, por
la razón que sea, ha mantenido oculta. En cualquier caso,
de la incorporación de la mujer al trabajo y a la vida
pública, algo positivo debería seguirse. Algo positivo más
universal, quiero decir, que la pura liberación de cada una
de las mujeres, la cual, dicho sea de paso, y a juzgar
por algunos de los resultados que va produciendo —es­
quizofrenia, stress, doble jornada—, es más que discu­
tible.
El discurso feminista ha cumplido una primera y larga
fase reivindicativa, después de la cual se encuentra un
tanto desorientado y silencioso. La igualdad, por su­
puesto, no está conseguida a todos los niveles ni en todos
los aspectos, pero si hay conciencia de que la discrimi­
nación es injusta. Digamos que la no discriminación se­
xual es ya una de las notas irrenunciables del ideal de
justicia. No es posible hablar de justicia sin incorporar al
concepto esa forma de igualdad. A partir de ahi, la nueva
andadura del feminismo debería tener un carácter dis­
tinto, menos reivindicalivo y más creativo, menos teórico
y más ejemplar, menos palabras y más hechos, o ambas
cosas a la vez. Existe ya, es cierto, un llamado «feminismo
de la diferencia» que ha acabado discurriendo paralela­
mente al «feminismo de la igualdad», con adeptas a uno
y otro bando. Ambos discursos dicen verdades, y ambos
se equivocan en sus exageraciones. Adherirse al discurso
de la diferencia no debería significar dejar de proclamar
la igualdad de derechos, y adherirse al discurso de la igual­
dad no debería implicar una propuesta de simple imita­
ción y repetición de lo masculino. Nuestro pensamiento
y nuestro lenguaje ha sido hecho por varones a su imagen
y necesidades, sin duda. No es posible, por otra parte,
desechar ese lenguaje y escoger otro, porque no hay otro,
ése es también el nuestro. Pero si cabe ponerlo en cuestión
desde una historia que es obviamente distinta. Es en este
sentido en el que cabe defender, a mi juicio, la diferencia
VIKTVDES PÚBLICAS 129

. femenina. Diferencia no sólo fisiológica y biológica —la


menos importante a mis efectos—, sino, sobre todo, his­
tórica y cultural. Nuestra historia —la historia de las mu­
jeres— ha sido otra, distinta de la de los varones, y ha
tenido que producir unas actitudes y una manera de ser,
una psicología, que no coincide con la de ellos. Yo no
hablaría —como hace el Papa— de una esencia de lo fe­
menino, pues me repelen los «esencialismos» y no quiero
referirme, además, a dalos necesarios e intangibles. Hablo
de datos contingentes, que podrían ser otros, pero que.
hasta ahora y, en general, han sido estos. Unos datos que
muestran una serie de características bastante determi­
nadas. La subcultura femenina, precisamente por su in­
ferioridad con respecto a la cultura predominante, ha
dado origen a una serie de «valores» propios y, en muchos
casos, contrapuestos a los típicamente masculinos: la pa­
ciencia, la falta de agresividad o de competencia, la dis­
creción, la ternura, la receptividad. Desde Aristóteles, que
sepamos, se habla de unas «virtudes» de la mujer distintas
de las del varón, porque la función de la mujer, en la casa
y en la polis, es también diversa. Si «hombre» es sinónimo
de autoridad, «mujer» es sinónimo de obediencia: la
fuerza del varón estriba en el mando, la de la mujer en
la sumisión. De hecho, las virtudes morales son, en su
mayoría, atributos masculinos; a la mujer le convienen
sólo las virtudes reclamadas por las funciones que
desempeña '. Si la palabra «virtud», en su acepción latina
«virtus» tiene una raíz que alude claramente a la virilidad,
a la potencia, a la fortaleza, al valor, que se muestra en
la fuerza física y en el dominio de las emociones, las vir­
tudes propiamente femeninas consistirían, en cambio, en
la afirmación de todas esas actitudes consideradas no vi­
riles, muestras de debilidad más que de fuerza. Por su­
puesto que tales valores aparecen, como negativos y ni­
hilistas, porque son la antitesis del poder, las cualidades
que, por fuerza, han de desarrollar los seres dominados.1
1 CXr. Aristóteles. Política, V.
130 VICTORIA CAMPS

Pero ¿es imposible verlos desde otra perspectiva? ¿Han de


ser negados sencillamente porque su genealogía muestra
un origen indigno? ¿O podrían llegar a afirmarse como
valores una vez puedan ser predicados de seres libres e
iguales?
Ha habido una diferencia evidente en las funciones
asignadas a ambos sexos. Y se trata, por supuesto, de
funciones asignadas a las mujeres por el sexo masculino,
como expresión del dominio y la opresión. Está claro y
sería absurdo negarlo. Pero ¿se deduce de ahi que esas
funciones no hayan generado unos valores? ¿Cuál es la
razón para oponerse a considerar esas cualidades como
tales, esto es, como valiosas? Discrepo de la conocida tesis
de Simone de Beauvoir según la cual los supuestos valores
femeninos no lo son porque fueron inventados por los
hombres para cebarse más y mejor en su dominación. Asi
es, no cabe duda, pero ¿por qué dar por supuesto que en
ese reparto de virtudes los varones no se equivocaron y
se asignaron a si mismos precisamente lo menos valioso?
¿Por qué tiene que valer más la fuerza que la debilidad,
el mando que la sumisión, el autodominio que el senti­
mentalismo, la coherencia que la dispersión? Lo cierto es
que ninguno de tales valores es absoluto: en unos casos,
el mando es más valioso y eficaz, en otros es más inteli­
gente la sumisión; en unos casos, la debilidad puede ser
más potente que la fuerza, la liberación de las emociones
más' humana que el autodominio, la dispersión más
abierta y enriquecedora que la coherencia. Él reparto de
valores es. sin duda, injusto pero no porgúele dé ej .nom­
bre de «valor» a lo qtie~nó lo es, sino porque es un reparto
desigual, en el que unos gozan de la posibilidad de escoger
y mostrarse fuertes o débiles, racionales o emotiy.os,iui-
toritarios o sumisos a sulíñtqfo, mientras a las otras sólo
se les permite mostrarse como seres débiles. Dada, sin em­
bargo, la ocasión de elegir una u otra manera de ser, ¿no
es más inteligente, y más prometedor incluso, reservarse
la opción de mostrarse poderoso o débil, según vengan
VIRTUDES PÚBLICAS 131

las circunstancias, que la obligación de ser y parecer po­


deroso sea cual sea la situación?
«Las mujeres tendrían que ser capaces de asumir crítica
y libremente su propia tradición, de medirse con ella, de
rechazar sus elementos negativos y de reivindicar, en cam­
bio, aquellos otros que —cualquiera que haya sido su fun­
ción— revelan hoy una potencialidad positiva. No ten­
drían que olvidar que “los valores” no son sólo la función
que han tenido: si así fuera, toda la cultura —incluidas
la poesía y la ciencia— se tendrían que rechazar, porque
de un modo u otro, todos sus elementos han representado
un instrumento de opresión de la mayoría de personas de
alguna época» 2. Estoy totalmente de acuerdo con estas
palabras. Conviene, en efecto, que las mujeres asuman su
tradición, pero despojándola del contexto en que se ha
gestado. De lo contrario, incurrimos en una postura reac­
cionaria y anacrónica. No se trata de quedarse en el pa­
sado ni de aferrarse a él. Tampoco se trata —como se­
guramente alguien habrá pensando ya— de «hacer de la
necesidad virtud»; puesto que nos han hecho asi, apro­
vechemos lo que ya tenemos. Al contrario, se trata de
aceptar que la historia y la tradición de las mujeres ha
producido una especial manera de ser que, durante años,
ha sido exclusivamente, una manera «servil» y sometida
a otros, pero que puede mantenerse superado el servi­
lismo. Es la esclavitud lo rechazable, no los valores que
genera la esclavitud, que no son más que la respuesta hu­
mana a una situación de por si inadmisible. Si esto no es
cierto, habrá que aceptar la tesis contraria: que los valores
por antonomasia no son los producidos por la esclavitud,
sino los otros, los que han producido la esclavitud, es de­
cir, el poder, la fuerza, el mando.
Quiero insistir algo más en el carácter antiesencialista
de esta propuesta. Las «virtudes femeninas» —llamé­
moslas así aunque la denominación me satisface poco—1
1 Giulia Adinolfi, «Sobre las contradicciones del feminismo», en
Mientras Tanto, 1979, pág. 16.
132 VICTORIA CAMPS

son virtudes creadas por la tradición, no las marcas de la


excelencia de la mujer en cualquier caso. Quiero decir que
son cualidades que han existido de hecho, y que es preciso
conservar y salvar porque son realmente cualidades. No
son desdeñables en la medida en que puedan contribuir
a equilibrar el conjunto de las sociedades y del mundo
que conocemos. No son, en ningún caso —y ahí discrepo
con el Papa— cualidades propias de una función que la
mujer debe desempeñar porque es la suya. No hay función
específica de la mujer o del hombre: una y otro —cada
uno y cada una— desempeñan sus respectivos «oficios»,
tareas y ocupaciones, y son, por lo demás, igualmente
«personas». Pero aunque no haya funciones especificas,
ha habido funciones atribuidas, las cuales han desarro­
llado disposiciones y actitudes concomitantes. Por ello
y sólo por ello pienso que existe un bagaje femenino
redimible y no despreciable, como algo bueno y valioso
para todos, no sólo para las mujeres; bueno y valio­
so, pues, para la liberación y el progreso de la huma­
nidad.
Aunque es cierto que hoy se extiende un rumor cercano
a lo que estoy defendiendo, no obstante, la línea del fe­
minismo más duro es la contraria. Celia Amorós, por
ejemplo, en un excelente texto en el que se enfrenta al
tema de la ausencia de las mujeres en la vida politica con­
trapone los espacios masculino y femenino como «el es­
pacio de los ¡guales» —el de ellos—, y «el espacio de las
idénticas» —el de ellas—. La diferencia entre unos y otras
consiste en que si bien los hombres pueden considerarse
iguales entre sí —individuos o sujetos con entidad pro­
pia—, puesto que comparten una misma tradición y for­
man parte de la misma historia, las mujeres, en cambio,
son sencillamente la negación de eso: carecen de tradición,
de historia, de valores propios, de una identidad que les
permita individuarse y crear un espacio suyo genérico.
Carecen de lugar porque están donde las han puesto. No
son iguales sino idénticas porque son «chicas para todo»
que sirven para lo que haga falta, son, en definitiva, mu-
VIRTUDES PUSUCAS 133

■jeres y nada más que mujeres. Como los negros son negros
y los gitanos, gitanos, idénticos también a tal respecto.
Las mujeres, pues, no merecen la inclusión en la clase
política porque no son iguales ni comparables a los que,
desde siempre, han estado en ella. Se las relega, entonces,
a papeles secundarios —secretarias, maestras, enferme­
ras—, precisamente los papeles que favorecen el desarro­
llo de las virtudes de la sumisión y la debilidad de las que
hablábamos. Celia Amorós no apuesta por el cultivo de
esas diferencias, sino más bien por lo contrario: la lucha
por conquistar ese espacio de iguales del que carece­
mos y que nos daría entrada franca en el mundo
masculinizado3. Por mi parte, he de decir que estoy de
acuerdo sólo en parte con los presupuestos de tal plan­
teamiento. Es cierto que el espacio de las mujeres no es
aún un espacio de «¡guales», si el modelo de la igualdad
es el masculino (y tiene que serlo puesto que es el único
referente posible en la dialéctica hombre-mujer). Pero
pienso que la desigualdad no radica en carecer de tradi­
ción, historia, cultura, valores. Las mujeres poseen, re­
pito, historia y tradición. Lo que ocurre es que no les
gusta ni la quieren como propia. La rechazan y pretenden
olvidarla, porque el modelo masculino es, en todos los
sentidos, más atractivo. Pero la historia está ahí, la que­
ramos o no. Y habida cuenta que la mujer tiene que de­
cidirse y elegir, integrarse en ese mundo masculino o man­
tenerse en el suyo, e integrarse de una forma masculina
o de otra que aún está por ver cómo es, ¿por qué no pro­
bar esa segunda opción?, ¿por qué empeñarse en olvidar
la totalidad del pasado y no sólo aquellas partes que me­
recen ser olvidadas?
Escribe Cioran: «Si prefiero las mujeres a los hombres
es porque ellas tienen la ventaja de ser más equilibradas,
es decir, más complicadas, más perspicaces y más cínicas,
’ Celia Amorós. «Espacio de los iguales, espacio de las idénticas.
Notas sobre poder y principio de individuación», en Arbor, Madrid,
diciembre de 1987, págs. 113-127.
134 VICTORIA CAMPS

por no hablar de esa misteriosa superioridad que confiere


una esclavitud milenaria»4. ¿Es eso cierto? ¿Confiere su­
perioridad la esclavitud? ¿Y confiere una superioridad re­
cuperable y digna? Dicho así, por supuesto, es inacepta­
ble. Pero sí es cierto que la esclavitud o la impotencia, la
debilidad, pueden tener dos respuestas: o bien ese senti­
miento de superioridad, o el más puro resentimiento y
deseo de destruir al poderoso. Posiblemente, el resenti­
miento sea la actitud más espontánea y natural, mientras
que la superioridad venga sólo mediatizada por alguna
ideología, por creencias que apuntan a otros mundos o a
premios mayores. Pero sea cual sea el origen de ambos
sentimientos, lo cierto es que históricamente —y pese a
las interpretaciones de Nietzsche— se han dado ambas
respuestas, y que ha habido esclavos finalmente más po­
derosos que sus dueños. ¿Quién hubiera hecho caso, si no,
a la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo? Amo y es­
clavo se necesitan el uno al otro para seguir existiendo o
afirmándose. Asi pues, no es disparatado hablar de la su­
perioridad de los siervos y de los vencidos. Eso mismo
que los distancia y los margina del mundo de los pode­
rosos y de los vencedores, les permite ver con mayor lu­
cidez las miserias de ese mundo para no desearlo del todo
ni tal cual es. Quien no tiene ya nada que perder, puede
carecer de libertad material, pero posee una libertad de
pensamiento mucho mayor. Obviamente, esa no es la so­
lución. Pues suele ocurrir que a la mayoría de los opri­
midos les Taita conciencia de que lo son y no desarrollan,
por tanto, la reflexión necesaria para despreciar al do­
minador y a su mundo. Y ocurre también que con el puro
sentimiento de superioridad, sin una igualdad por lo me­
nos básica, no se va a ninguna parte y la superioridad es
sólo ficticia. Ahora bien, cuando el pensamiento se ha
hecho autorreflexivo y ha tomado conciencia de si mismo,
cuando, además, la esclavitud más oprobiosa y material
está superada, entonces sí uno o una es capaz de sentir
4 E. M. Cioran, Ese maldito yo. Tusqucts, Barcelona. 1987, pág. 89.
VIRTUDES PÚBLICAS 135

«esa superioridad que le confiere una esclavitud milena­


ria» y aprovecharse de ella.
Lo que conviene aclarar y precisar ahora es qué hay de
positivo y valioso en el conocimiento que la mujer, tras
varios años de reivindicación de sus derechos, ha adqui­
rido de si misma y de su historia. Limitarnos a hablar de
cualidades como la sumisión y la paciencia es. a la postre,
negativo. Tiene que haber algo más para que valga la pena
subrayarlo. Los lugares que ha ocupado la mujer desde
siempre, el tipo de relaciones a que se ha visto constre­
ñida, la variedad de teclas que tiene que tocar ahora que
empieza a estar supuestamente liberada de viejas opresio­
nes, las dependencias que le imponen el cuerpo y la fisio­
logía, la educación para la autosuficiencia, la facilidad de
trasvase de una a otra esfera, todo ello ha tenido que
influir —y no sólo desfavorablemente— en su especial o
específica visión del trabajo, del poder y de la propia iden­
tidad. Veámoslo más despacio.
1. El trabajo de las mujeres se ha visto, durante siglos,
limitado a la casa y a los hijos, a la relación —como es­
cribe el Papa— de esposa y madre. Ese supuesto «trabajo»
doméstico, paradigma de la miseria femenina donde la
haya, implica una experiencia que no tiene por qué ser
únicamente negativa. Al verse forzada a la proximidad de
la realidad cotidiana, la mujer ha podido desarrollar —no
quiere decir que todas lo hayan hecho, ni que lo hayan
hecho sólo ellas— relaciones más afectivas y más prag­
máticas, un lenguaje más concreto, claro y preciso, menos
abstracto, una aproximación a las cosas más intuitiva.
Son tópicos, sin duda, que se han repetido hasta la náu­
sea, pero los tópicos no son falsos; tienen una base real
que los sustenta. La liberación del trabajo doméstico, no
remunerado y más esclavo, por lo mismo, que cualquier
otro, ha ido dirigida a la búsqueda de otro trabajo más
público, remunerado, y opcional, dentro de los limites que
ya conocemos. Pues bien, ese segundo trabajo no ha aca­
bado ni acaba de perder el carácter de un trabajo «adi­
cional». No sólo porque no es posible atender a tantas
136 VICTORIA CAMPS

cosas, sino porque tampoco se quiere renunciar a ninguna


de ellas. Las mujeres no han querido —o no se han atre­
vido, pero habría que analizar si no es lo mismo— re­
nunciar a nada: ni a los hijos ni a dejar de tenerlos, ni a
llevar las riendas de la familia ni a soltarlas. El resultado,
en verdad, es poco halagüeño: la llamada «doble jornada»
no parece muy liberadora. Pero, preguntémonos, ¿lo es
para el varón una jornada única cargada de rutina o de
stress? El trabajo dignifica sólo en la medida en que no
se vuelve servil y agobiante. Y ¿quién es más vulnerable
al servilismo del trabajo? Dejo asi la pregunta pues vol­
veré a ella más adelante.
2. Por lo que respecta al poder, las mujeres han go­
zado de un poder minúsculo y ridiculo, pero real: el poder
doméstico. En las familias, el varón representa, de puertas
afuera, la autoridad, pero quienes disponen y deciden son
las mujeres. Si ellas quieren, por supuesto. Pues bien, esa
experiencia del poder doméstico, el menos lucido de los
poderes —lo reconozco—, ha sido suficiente, sin em­
bargo, para ensayar y conocer el lado mísero y triste que
tiene cualquier forma de poder. Veo en ello una de las
explicaciones de algo que, hoy por hoy, parece indiscu­
tible: que la mujer no ambiciona el poder con mayúscula,
el político. Lo acepta si se lo ofrecen, pero se resiste a
buscarlo. Por lo menos, no lo busca con la insistencia y
el tesón con que lo hace su contrincante masculino. ¿Por
qué razón? Por una suerte de escepticismo y hastio res­
pecto a las ventajas de todo aquello que exige «dedicación
exclusiva» o que demanda una cierta voluntad de servicio.
Porque quien tiene algún poder ha de renunciar a muchas
otras cosas, y las mujeres no acaban de estar dispuestas
a ello.
3. Finalmente, si ante el trabajo y ante el poder, la
mujer se resiste a encerrarse en compartimentos estancos
y da muestras de mayor flexibilidad, ello implica que la
identidad de las mujeres sea mucho más frágil y compli­
cada. Tiene razón Celia Amorós: la única identidad ine­
quívoca de las mujeres es la de ser mujeres. ¿Pero es eso
VIRTUDES PÚBLICAS 137

* un defecto? Quiero decir, ¿es más satisfactoria la identi­


ficación con una profesión, que es la otra posibilidad? La
necesidad —o la voluntad— de compartir responsabili­
dades múltiples, de estar al mismo tiempo en muchos si­
tios, de representar diversos papeles, hace que la función
de la mujer sea más ¡nespecifica que la del varón. A esa
forma de vida, de la que salen las hoy llamadas «super-
mujeres», suele llamársele «esquizofrenia», y esa patolo­
gía es el lado negativo del asunto. Pero hay un lado po­
sitivo: la «autonomía», la libertad o la autosuficiencia que
consiste en no identificarse con la propia obra hasta el
punto de perder el control sobre uno mismo. La menor
«profesionalidad» de las mujeres, su distancia respecto a
lo que hacen, su tendencia a estar más dispuestas a tirar
la toalla si los imperativos del trabajo se vuelven ago­
biantes, no son, a mi juicio, muestras de flaqueza o de
vulnerabilidad, sino de un mayor dominio de sí y de una
distinta valoración de las identidades y jerarquizaciones
sociales. Si el yo es esa medida crítica que no debería con­
fundirse con sus distintas representaciones, antes mante­
nerse alejado de todas ellas, es evidente que las mujeres
saben y pueden preservar ese yo mejor que los varones.
Las generalizaciones son injustas, falsas y poco dignas
de crédito. Pero es imposible teorizar sin generalizar. Ob­
viamente, hay más de una mujer que escapa a mi carac­
terización, y seguramente más de un hombre que podría
muy bien entrar en ella. Pero eso no importa para nada.
Hablo de una tendencia que creo que tiene su fundamento
histórico y cultural, y que es reconocible en una serie de
datos empíricos. Hablo, además, de una opción que creo
valiosa y que, por tanto, exige una cierta dosis de volun­
tarismo. No es simplemente que las mujeres sean asi, es
que no deberían renunciar a serlo, deberían preservar y
potenciar esas cualidades, esos aspectos positivos de una
existencia dominada por otros. El no protagonismo, la
formación singular, la memoria y voluntad de servicio a
la que es difícil renunciar porque quedan aún muchas hue­
llas, mueven a actuar y ser de otra manera, a desplegar
138 VICTORIA CAMPS

otras disposiciones y otras actitudes. Desde la distancia,


una es más capaz de observar las faltas y defectos y de
ejercer una oposición más militante. Pero una oposición
—quiero subrayar esto— que no consista sólo en la queja
y el lamento, en repetir qué infelices somos, sino que sea,
al mismo tiempo, acción en favor de algo diferente. Cual­
quier forma de vida, por marginada que se encuentre, ge­
nera un ethos, un estilo y un tono, un talante. Lo que
debería exigirse a sí misma la mujer, ahora que empieza
a hacerse cargo de su situación, es no perder de vista su
ethos más propio para hacer suyo el del varón. Porque el
ethos de la mujer no es pura negación. Si le cuesta más
embarcarse en ciertas empresas, no es por frivolidad ni
por falta de empuje. Es por causa de un sano pragma­
tismo que le impide perder la vida en algo o por algo que
no merece la penas.
«Es obvio que los valores de las mujeres difieren a me­
nudo de los valores creados por el otro sexo», escribió
Virginia Woolf4. Pues las mujeres suelen ser más respon­
sables y más sensibles a las necesidades ajenas. He ahi la
explicación de su actitud más comprensiva y diferente
para con los demás, la explicación también de una mayor
confusión de juicio y de criterio por esa tendencia a con-5
5 Mi amiga Amelia Valcárcel opina, sin embargo, que a la mujer no
se le puede exigir algo asi como la salvación del género humano puesto
que los varones no han hecho aún suya tal exigencia. Tampoco, pues,
ha de convertirse en autocxigcncia femenina hasta tanto no este ple­
namente lograda la igualdad moral. Hoy por hoy dicha igualdad más
bien nos obliga a reivindicar para nosotras el «derecho al mal» que,
para los hombres, es ya un derecho indiscutible. Por mi parte, pienso
que, efectivamente, el despectivo «dama de hierro» se predica sólo de
mujeres que lo merecen, y no se usa un equivalente para los varones
que actúan por el estilo o peor. Sin embargo, me resisto a predicar la
generalización del mal ni siquiera como via para conseguir la igualdad.
(Cfr. Amelia Valcárcel, «El derecho al mal», en El viejo topo, septiembre.
1980.)
* Virginia Woolf, A Room o f One's Own, Harcourt. Londres, pá­
gina 76.
VIRTUDES PÚBLICAS 139

temporizar con todo y con todos. Las impecables obser­


vaciones de la mujer más libre y femenina de la historia
del feminismo, son corroboradas por psicólogos y psi-
cólogas, por pedagogos y pedagogas. Sean cuales sean las
causas y las razones, el desarrollo psicológico de la niña
es distinto al del niño y, en consecuencia, varia de igual
modo la evolución de la conciencia moral de una y otro.
La pedagoga norteamericana Carol Gilligan investiga y
profundiza en esa tesis ignorada, a su juicio, por los má­
ximos teóricos del desarrollo moral en el niño, Piaget y
Kohlberg. Ninguno de ellos tiene en cuenta para sus teo­
rías la diferente psicología de la niña con respecto al niño,
por lo que sus conclusiones resultan únicamente válidas
para la mitad del universo que pretenden estudiar. Apo­
yándose en otros científicos menos conocidos, y en ex­
periencias y estudios realizados por ella misma, la autora
de In a Differenl Voice, va mostrando de qué modo la
niña construye una realidad social diferente de la del niño
y tiende a responder a los conflictos y dilemas de carácter
moral de un modo específico y diverso asimismo de las
respuestas habituales por parte del sexo contrario. Ya la
observación de los juegos infantiles muestra que las niñas
suelen ser más pragmáticas, más cooperativas, y más pro­
pensas a cultivar las relaciones íntimas. Los niños, en
cambio, se sienten fascinados por las reglas y las respetan
por encima de las personas, son más competitivos y agre­
sivos y más amantes de los grandes grupos que de rela­
ciones individuales. Esa primera disposición ante el juego,
se traduce luego en una respuesta paralela, en ambos ca­
sos, a los problemas morales, de tal forma que las niñas
desarrollan una moral atenta a las fidelidades personales,
mientras la moral de los niños atiende más a los derechos
y a la justicia. En efecto, vemos que «cuando una em­
prende el estudio de las mujeres y deduce formas de de­
sarrollo de sus vidas, empieza a emerger el esbozo de una
concepción moral diferente a la descrita por Freud, Piaget
o Kohlberg, la cual configura una descripción diferente
del desarrollo. En dicha concepción, el problema moral
140 VICTORIA CAMPS

surge del conflicto de responsabilidades más que de la


competición de derechos y requiere para su resolución una
manera de pensar contextual y narrativa, y no formal y
abstracta. Tal concepción de la moralidad, vinculada con
el cuidado, centra el desarrollo moral alrededor de la com­
prensión de la responsabilidad y de las relaciones mutuas,
del mismo modo que la concepción de la moral como
justicia vincula el desarrollo moral con la comprensión de
los derechos y las reglas»7.
Dos tipos de ética, pues —la «ética de la justicia» y la
«ética del cuidado»—, se presentan como criterios de la
perspectiva moral masculina y femenina. Las mujeres an­
teponen la amistad y el cuidado de las relaciones, el no
hacer daño, a la justicia o la defensa de la ley moral que
tienden a provocar la adhesión de los varones. Para las
mujeres, la inmoralidad coincide con el egoísmo y el bien
con el sacrificio y la autoentrega. Ante tal constatación,
Gilligan no esquiva la pregunta evidente sobre el conflicto
previsible entre esa moral de la entrega y la responsabi­
lidad por los otros, y la lógica de los derechos derivada
de la reivindicación de la igualdad sexual, la cual debería
desencadenar y propiciar la autonomía y el autodesarrollo
de la mujer. El conflicto se da, en efecto, pero también es
posible la integración y complementariedad de las dos
perspectivas éticas de forma que el cuidado y la dedica­
ción a los demás no sea obstáculo para que la mujer se
cuide a sí misma. A fin de cuentas, la razón de ser y de
progreso de la ética es la tensión entre objetivos de dis­
tinto orden, que fuerzan a preferir unos bienes sacrifi­
cando otros. El diálogo entre la moral masculina y la fe­
menina —concluye la autora—, «no sólo proporciona
una mejor comprensión de la relación entre los sexos, sino
que da lugar a un retrato más comprensivo del trabajo
de los adultos y de las relaciones familiares» *.
? Carol Gilligan, In a D iffem u Voice, Harvard Universiiy Press.
1982, pág. 19.
' Ibid., pág. 174.
VIRTUDES PÚBLICAS 141

’ El libro de Gilligan roza el peligro de incurrir en la


afirmación de una «esencia de la feminidad» y deducir de
ella dos éticas inconmensurables, tal es su insistencia en
una evolución psicológica privativa de las mujeres. Aun­
que me cuesta compartir dicho extremo, coincido con ella
en más de un punto. Especialmente, en la convicción de
que hay una visión femenina del mundo y de las relaciones
con los otros, de donde nacen exigencias y actitudes es­
pecíficas. Que las raíces o la explicación de esa perspectiva
sean psicológicas o culturales importa poco. Lo intere­
sante, a mi juicio, es la valoración positiva de la diferen­
cia. Positiva precisamente porque es distinta y porque re­
presenta una manera de ver y de comprender, una actitud
ante la realidad y ante los demás capaz de equilibrar o
contrarrestar los estilos de vida hasta ahora privilegiados.
También las pedagogas se hacen eco del cultivo de la
diferencia, y desde él abogan por una educación menos
neutra y universalista. Puesto que la enseñanza, especial­
mente en la escuela primaria —<iicen—, está en manos de
mujeres, algo debería notarse en la educación. La pro­
puesta pretende superar los dos puntos de vista clásicos:
el paradigma de la educación paritaria, y el paradigma de
la «identidad femenina, entendida como la constelación
de unas cualidades específicas, no homologas o homo-
logables a las masculinas», que sería el defendido por Ca­
ro! Gilligan. y que propugnaría una educación distinta
para las mujeres, que garantice su formación y valorice
sus características especificas. Más allá de ambos proyec­
tos, la pedagogía delta differenza sessuale. propuesta por
un grupo de educadoras italianas, apuesta por una edu­
cación que no se sienta extraña ante la cultura que trans­
mite. «Educar en y para la diferencia es literalmente abrir
al mundo a alguien no sin medida alguna, sino en un ho­
rizonte de sentido, donde ser mujer y no hombre significa
un modo distinto de vivir, o una capacidad distinta de
leer y de juzgar las cosas que pasan. Nos hemos dado
cuenta de que la insignificancia de ser mujer en el interior
de la escuela es el efecto último de una cancelación pro­
142 VICTORIA CAMPS

funda: la experiencia y el saber femeninos no aparecen,


porque la experiencia y el saber masculinos son propues­
tos como universales y, asi, determinan la norma» Las
autoras de dicho colectivo proponen trabajar en la escuela
«para que se afirme una tradición», que contribuya a
crear otras perspectivas y otros órdenes simbólicos, que
transmita otro sentido del mundo a base de poner en duda
las «verdades» reconocidas. Para lo cual conviene no re­
nunciar al pasado ni a la historia común de las mujeres:
olvidar el pasado seria exponerse a los errores de los que
todos —mujeres y hombres— somos testigos. Si la mujer
es capaz de inculcar su «diversidad» tal vez ésta revierta
en una transformación cualitativa del mundo. En las ac­
tuales escuelas mixtas, el programa diseñado debe em­
pezar por dirigirse, en principio, al público femenino—ya
que siempre se ha hecho al revés— habida cuenta que el
resultado finalmente habrá de tener efectos educativos
para todos y repercutirá en beneficio de niños y niñas.
No es ocioso acabar añadiendo que el discurso feme­
nino, más que feminista, al que me refiero muestra una
clara afinidad con ciertos rasgos característicos del pen­
samiento actual. En filosofía concretamente, el pragma­
tismo, la abolición de los trascendentales, la desconfianza
con respecto a los absolutos, la ausencia de grandes sis­
temas y la concentración en narraciones, microteorias o
discursos fragmentarios constituye, en general, el tono de
nuestro tiempo. Del cual son portavoces algunas mujeres,
pero también bastantes varones. No pretendo afirmar que
la tenue y escasa presencia femenina en el pensamiento
haya sido un elemento desencadenante de los nuevos pun­
tos de vista. Parece absurdo suponer ningún tipo de in­
fluencia en tal sentido. Lo que sí es cierto es que las mu­
jeres tienden a encontrarse cómodas y a manejarse bien
en ese modelo. Y, en cualquier caso, todo lo que signifique
poner el acento en la diferencia, no reducir a la persona*
* Anna María Piussi, cd.. Educare nella differenza. Rosenberg & Se-
llicr, Turin. 1989. pág. 28.
VIRTUDES PÚBLICAS 143

á puras generalizaciones de intereses, construir dimensio­


nes públicas o políticas que no destruyan la diversidad de
cada uno, o fundar en la diversidad criterios de validez
más generales, todo eso representa la apertura de hori­
zontes desconocidos. El nuevo discurso filosófico, atento
a la vida práctica, a las excepciones de la regla, a las múl­
tiples caras de la realidad, enemigo de fórmulas y de de­
beres demasiado rígidos, es apto para disolver las ideo­
logías que se empeñan en universalizar lo que no vale para
todos.
Es, por lo demás, indiscutible que la no discriminación,
no sólo jurídica, sino total, y la igualdad entre los sexos,
precisa, para ser llevada felizmente a término, un cambio
radical de un montón de cosas que siguen siendo igual
que siempre e igual que antes, como si nada hubiera ocu­
rrido. La experiencia y la cultura femeninas deben aportar
algo fundamental a ese cambio necesario. ¿Por qué no
confrontar decididamente los valores de uno y otro sexo?
Si las mujeres están convencidas de ser portadoras de va­
lores liberadores, ¿por qué avergonzarse de ellos? Si su
forma de trabajar, de construir su identidad, de contem­
porizar con los distintos poderes, si sus jerarquías y prio­
ridades a la hora de escoger y preferir no son meras señas
de inferioridad, sino ocasiones de emancipación para la
sociedad en su conjunto, ¿qué razón hay para ocultarlo
o ignorarlo? «Las mujeres no pueden quedarse fuera de
la historia: están dentro, en una posición específica de
marginación, en la cual han desarrollado una experiencia
propia, una visión de las cosas, una cultura. Hay ahi una
contribución específica que pueden aportar ya ahora. Y
se trata de un mensaje nuevo.» Son palabras de una de
las participantes en una emisión radiofónica italiana sobre
«las mujeres y la política»l0, que suscribo plenamente.
La irania, esa capacidad para distanciarse de lo dado
y contemplarlo sin excesiva convicción, es la actitud que
10 Cfr. Rossana Rossanda, Le altre. Conversazloni salle parole tlella
política. Fellrindli. Milán. 1989, págs. 200-213.
144 VICTORIA CAMPS

conviene a la perspectiva y actitud femenina que he in­


tentado describir. Una actitud irónica que signifique la
liberación de lo que aparece como firme y establecido, de
los saberes absolutos, de la razón unitaria, de las verdades
intangibles. Hay muchas cosas que aparecen hoy en pri­
mer lugar, como objetos directos e indiscutibles del deseo,
y que, sin embargo, no merecen ser queridas ni la adhe­
sión ciega de la voluntad. La actitud irónica es aquella
que sabe separar lo que debe ser apetecido a toda costa
de lo que sólo merece ocupar un lugar secundario. Una
mirada que discierne en el pasado y en el presente lo que
hay que conservar para el futuro.
El discurso ético de nuestro tiempo se enfrenta con
miedo a la determinación de la igualdad y sus contenidos.
Una via para hacerlo seria la de intentar precisar en qué
ha de consistir la dignidad de la existencia humana en to­
das sus manifestaciones —cotidiana, profesional, poli-
tica—. La aportación femenina a tal discurso —el dis­
curso de la dignidad—, aportación singuiare innovadora,
es sin duda el reto que tiene planteado el feminismo a
partir de ahora.
VIII. IDENTIDADES

«Todo lo que nos incomoda nos permite


definimos. Sin indisposiciones no hay iden­
tidad. Ventura y desventura de un orga­
nismo consciente.»
E. M. C ioran, Ese maldito yo.

«Llega a ser lo que eres», dicta la más célebre sentencia


de Pindaro al tiempo que se ofrece como la máxima de
una educación lograda: da lo mejor de ti mismo, despliega
todas tus posibilidades, no renuncies a rivalizar con tu
propio ser. De acuerdo con la fe aristocrática que profesa
el poeta, la virtud no se aprende, se lleva en la sangre.
Llegar a ser lo que uno es consiste en no traicionar ni
desaprovechar la nobleza y el rango que, desde la cuna,
se poseen. Esta vieja teoría elitista, proyectada en la frase
de Pindaro, como respaldo a una clase ilustre en crisis,
duró poco tiempo. Empezó a ser puesta en duda por Pla­
tón y por un ideal de justicia que, al cabo de los años, fue
arrinconando los valores exclusivos de la aristocracia. El
objetivo de la educación —la virtud— es, como antes,
llegar a ser lo que uno es, pero entendiendo por tal, un
ideal de humanidad accesible y al alcance de todos.
Algo, sin embargo, del viejo ideal se conserva, porque
parece que no es posible llegar a ser uno mismo sin llegar
a ser antes «alguien». Tener una identidad significa di­
146 VICTORIA CAMPS

ferenciarse de la vulgaridad indiferenciada. Tener, además


de nombre propio, profesión y residencia —las señas de
identidad minimas, la prueba objetiva de la diferencia y
la igualdad jurídicas—, el sentido de la obligación de que
hay que hacer de una o uno mismo una mujer o un hom­
bre con cualidades, con una cierta talla, con una obra
hecha. Tener una identidad es conferirle unidad a la pro­
pia vida, recoger el pasado y proyetarlo hacia adelante,
fijar unos valores, marcar continuidades o transiciones.
En suma, hacer de la propia existencia una narración con
sentido.
El problema de la identidad ha sido un problema fi­
losófico paralelo al despertar de la conciencia individual,
que ha producido una serie interminable de preguntas.
¿Qué constituye la unidad del yo?: ¿la memoria?, ¿la con­
tinuidad física?, ¿el alma? ¿Hay un yo que persiste a través
de mis sucesivos estados o experiencias? ¿La idea del yo
es psicológica o dependiente de conexiones externas?
¿Hasta qué punto yo sigo siendo o dejo de ser yo a lo
largo de la vida? ¿Somos lo que parecemos, puro fenó­
meno, o hay, además, un noúmeno? ¿Ser uno mismo es
ser siempre el mismo? ¿La identidad personal supone con­
tinuidad, coherencia, integridad, ser y vivir de una pieza,
ser auténtico, no engañarse? Los filósofos han querido
averiguar si existe algo que permita señalar objetivamente
el principio y el fin de la existencia personal, si nos cabe
creer en la permanencia e indestructibilidad de eso que
intrínsecamente nos constituye, más allá de nuestras
transformaciones físicas y psíquicas, más allá incluso de
la muerte. Pues la ontologia puede valer por si misma,
pero, además, de ella depende la respuesta a una serie de
cuestiones prácticas. La firmeza o fragilidad de la iden­
tidad personal determinan cuestiones tan decisivas para
la ética como el sentido de la responsabilidad o de la con­
ducta racional. En efecto, uno es responsable sólo de las
acciones que reconoce como propias, las acciones de las
que se sabe autor o sujeto. La racionalidad, igualmente,
siempre ha sido sinónimo de coherencia e inteligibilidad.
VIRTUDES PÚBLICAS 147

Ser racional es poder dar razones de lo que uno es y hace:


saber cuáles son los propios fines y adecuar a esos fines
los medios justos. Todo lo cual supone algo así como un
centro de la persona que irradie normas, intenciones, sen­
tidos, sin por ello perder las riendas de toda la empresa.
La pregunta por la racionalidad y la pregunta por la iden­
tidad se encuentran estrechamente vinculadas.
Sabemos, por otra parte, que la identidad no se daría
sin la diversidad y la diferencia. Podemos decir «yo» por­
que hay «otros» iguales a mí y, a la vez, distintos. Ser
igual a uno mismo es distinguirse de los otros. Pero, por
otra parte, son ellos, los otros, quienes confirman la iden­
tidad que creemos construir y tener. La conciencia de si
pasa por la mirada y la expresión del otro. La autocon-
ciencia —dijo el padre de la dialéctica moderna— es en
sí y para sí en tanto que es en y para otro. Más allá de
la pregunta metafísica por la mismidad del yo y su jus­
tificación, nos topamos con la pregunta por el contenido
o los contenidos de esa mismidad: ¿quién soy yo? Cuya
respuesta precisa del reconocimiento del otro, de lo que
el otro sabe y dice de mí. Puesto que no somos individuos
solitarios, mi subjetividad no es sólo mía, sino el resultado
de mis relaciones. Nada mió es sólo mío, ni puedo abdicar
de mi contexto si quiero sentirme, conocerme, sobrevivir.
Llegar a ser alguien es, pues, algo asi como el paso
previo para llegar a ser uno mismo. Quien carece de nom­
bre o nombres reconocibles no sabe quién es ni quién
puede o debe llegar a ser. No está tan claro, en conse­
cuencia, que la ontología preceda a la práctica. Quizá sea
más cierto afirmar que ésta es el principio de la ontología.
O, como mínimo, habrá que decir que la continuidad per­
sonal —ontología— y el reconocimiento social —prác­
tica— son dos aspectos del mismo problema. Existo en la
medida en que puedo decir quién soy y dar cuenta de mi
persona a quienes me interrogan al propósito. Aunque no
siempre fue así. Por ejemplo, para Locke —pionero en la
problematización de la identidad personal—, las cuestio­
nes del conocimiento y las cuestiones políticas pertenecían
148 VICTORIA CAMPS

a esferas o ciencias distintas y aparentemente desconec­


tadas. La identidad personal, a su juicio, dependía de la
conciencia, de la capacidad de cada uno de saberse el
mismo para él mismo. Ahora bien, ese yo al que, teóri­
camente, le bastaba la conciencia o la memoria para ser
el que era, en la práctica, sin embargo, no era nadie sin
una mínima propiedad que lo confirmara como sujeto de
derechos. Por lo tanto, la sustancialidad metafísica de la
identidad teórica poco vale si no está previamente ase­
gurada la identidad práctica o social, en términos de
igualdad con los demás, de integración en una comunidad
como individuo perteneciente a ella. Digamos, pues, que,
a la postre, ambos tipos de identidad —o ambas expli­
caciones— son complementarios: la identidad que con­
fiere el ser alguien, y la identidad que confiere el ser uno
mismo se desarrollan simultáneamente, si bien la primera
identidad parece ser condición necesaria —no suficiente—
de la segunda.

Llegar a s e r a l g u ie n

Kant reconoció, me temo que a su pesar, que nos co­


nocemos sólo como fenómenos aunque nos sabemos noú­
menos. Sin duda hay una sustancia ahi, en el fondo de
nuestro ser, que permanece y no muere, pero es imposible
conocerla separada de lo que perece, se siente escindido
y cambia; sólo cabe decir que pensamos —o creemos—
que está ahí. Antes, Hume había visto en la identidad
personal una simple «dificultad gramatical»: la costumbre
de adjudicar a un yo la autoría de cualquier acción, pues
el fundamento del sujeto no estaba ni en la experiencia ni
en la razón, sino más bien en la imaginación y sus leyes.
La memoria era, para Hume, el único testimonio de nues­
tra continuidad, a ella se debia el descubrimiento y la
constatación de parecidos y causalidades. Kant, por su
parte, pese a la pretensión de superar las reducciones em-
piristas y asegurar la sustancialidad del yo, no llega a decir
VIRTUDES PÜBUCAS 149

mucho más que su antecesor, y acaba disolviendo la en-


telequia de la persona en el fenómeno, en lo que aparece
ante uno mismo y ante los otros convertido en objeto de
conocimiento. El solipsismo hacia el que se precipitaba
sin remedio el cogito cartesiano es arrinconado por la tesis
kantiana según la cual el «yo soy» es sólo un pensamiento,
puesto que para conocernos hace falta una intuición ma­
terial y no basta el concepto formal. La prueba de la exis­
tencia no es, entonces, el mero «ser» o «pensar», sino el
«ser x», ser algo o alguien. La conciencia o el «yo pienso»
que «acompaña a todas mis representaciones» y es con­
dición de posibilidad del conocimiento —y de la liber­
tad— resulta, sin embargo, incognoscible en sí mismo,
inaprensible en el discurso.
Por eso Nietzsche sigue insistiendo, con más radicali-
dad aún, en la idea de que el yo no es nada más que «una
rutina gramatical», una ficción, una creencia. La con­
ciencia —dice— es la voz de la sociedad en cada uno de
nosotros, una prueba de nuestra menesterosidad y nece­
sidad de comunicación; la conciencia no forma parte del
individuo, sino del rebaño comunitario. Pues «nuestros
actos todos son en realidad incomparablemente perso­
nales, únicos, inmensamente personales, esto no ofrece
duda; pero cuando los trasladamos a la conciencia, ya no
parecen ser así. [...] La naturaleza de la conciencia animal
hace que el mundo de que podemos tener conciencia no
sea más que un mundo superficial de signos, un mundo
generalizado y vulgarizado y que todo cuanto se torna
consciente se vuelva al mismo tiempo vulgar, endeble, re­
lativamente torpe y que pase a ser generalización, signo,
marca del rebaño, de modo que al adquirir conciencia de
algo se produce una grande y radical corrupción, una fal­
sificación, una vulgarización, un rebajamiento. En resu­
midas cuentas, el incremento de la conciencia es un pe­
ligro y todo el que vive entre los europeos más conscientes
puede observar que es también una enfermedad»'. No1
1 F. Nietzsche, La gaya ciencia, 354.
ISO VICTORIA CAMFS

puedo dejar de asociar estas palabras ciertamente «intem­


pestivas» con los actuales intentos de reconstrucción de
la conciencia europea. No estaría de más que quienes se
encuentran más directamente implicados en ello se de­
tuvieran a pensar en esta cita antes de determinar cuáles
han de ser las notas constitutivas del ser europeo —o an­
tes de abandonar la tal determinación a la arbitrariedad
de las leyes del mercado—. Conviene, en efecto, leer a
Nietzsche, aunque —todo hay que decirlo— sin dejarse
avasallar por su terrorismo verbal omnidestructivo, que,
a fin de cuentas, arrasa menos de lo que parece. Pues si,
por un lado, desvela, certeramente, lo que la conciencia
tiene de común y general haciendo ver que lo consciente
es, en definitiva, lenguaje y sociedad; y denuncia el au-
toconocimiento que degrada al sujeto reduciéndolo a un
objeto re-conocible en la medida en que se integra en lo
conocido. Por otro lado, declara que la conciencia es pura
falsedad, con lo que da a entender que tiene que haber,
por debajo de ella, algo —un sujeto intachable y supe­
rior— irreductible al juego del conocimiento, y, por lo
mismo, incognoscible. Quiero decir que Nietzsche, final­
mente, sucumbe a aporías similares a las kantianas. Apo­
das que tampoco llega a superar Marx con la tesis de la
determinación social de la conciencia. Esa conciencia, a
su vez, se presenta falsa y alienada, como si fuera posible
rescatarla de tantas impurezas y devolverle su prístina au-
toidentidad. Marx todavía cree en la verdad y, así, en una
identidad —personal y social— que se hace a sí misma,
una vez han quedado corregidas las relaciones de pro­
ducción asimétricas. Hará falta acabar con esas dicoto­
mías y esas dualidades, acabar con el ideal de una verdad
última y absoluta, para cambiar el punto de vista propio
de la filosofía de la conciencia y entender, sin prejuicios
ni previas denuncias, cuál es el proceso por el que el yo
se constituye como una identidad, como un «alguien».
«La identidad es un fenómeno que surge de la dialéctica
entre el individuo y la sociedad», según el ya clásico texto
VIRTUDES PÚBLICAS 151

de Berger y Luckman2. Tesis que, por supuesto, procede


de Marx, si bien recibe, en manos de ambos sociólogos,
un desarrollo distinto. No hay identidades fuera de un
contexto social concreto y de un proceso de socialización
que pasa por diversos momentos. A través de la «socia­
lización primaria», el yo se sitúa, en la familia, en la es­
cuela, en el barrio, se hace reflejo de las actitudes de los
demás frente a él, y «llega a ser lo que los otros signifi­
cantes consideran que es». Ahi aparecen los significados
básicos y las primeras normas. El fin es conseguir una
simetría entre la realidad objetiva y la biografía subjetiva
que no es totalmente social. Esa primera internalización
de la realidad social por parte del niño es necesaria y. en
principio, no es problemática: el mundo internalizado es
«el mundo», un mundo de certezas —primarias, pero cer­
tezas— que constituyen una estructura nómica, fuente de
seguridad y confianza. La socialización secundaria viene
después. Por ella el individuo adquiere el conocimiento
especifico de los roles. Ahi hay menos internalización y
menos carga emocional, más despegue y separación de la
realidad. Ahi también es básica la interacción con los
otros para mantener la «realidad subjetiva». La falta de
connivencia entre lo que uno representa o cree representar
y el reconocimiento social acabaría por destruir la iden­
tidad subjetiva. Por lo que «el vehículo más importante
del mantenimiento de la realidad es el diálogo» en el seno
de un mundo que no se cuestiona. Un ejemplo de dicha
teoría lo constituye la institución familiar3. En efecto, el
matrimonio es un «microuniverso de significado», un ins­
trumento «constructor de nomos», o «un acto dramático
en el cual dos extraños se unen y se redefinen». En el
matrimonio se inicia una nueva etapa de socialización que
3 P. Berger y N. Luckman. La construcción social de la realidad,
especialmente, capitulo 111.
’ P. Berger y H. Kellner, «Marriagc and the Construction o f Rcality.
An Exercise in the Microsociology o f Knowledgc». en H. P. Drcitzcl.
ed.. Receñí Sociology, núm. 2, Macmillan. Londres. 1970, págs. 49-73.
152 VICTORIA CAMPS

implica la entrada en un mundo desconocido. Mundo que


se sostiene mediante la «conversación» puesto que la rea­
lidad del mundo, en general, «se sostiene mediante la con­
versación con otros portadores de significado», y «nin­
guna experiencia es plenamente real hasta que ha sido
“hablada"». La realidad creada por el matrimonio es, sin
embargo, precaria. A reforzarla van dirigidos los ritos re­
ligiosos o pseudorreligiosos que avalan el matrimonio. En
cualquier caso, el rompimiento o la destrucción de esa
realidad obliga a volver a recomponer la vida subjetiva,
iniciar «diálogos» nuevos y reinterpretar todo el pasado
a la luz del presente recién iniciado pues es preciso man­
tener una continuidad y coherencia biográficas. En con­
junto, la socialización puede ser exitosa o deficiente, según
el grado de simetría que se alcance con la realidad.
Cuando la simetría es alta, la pregunta ¿quién soy yo?
apenas se plantea. Sí, en cambio, aparece la pregunta
cuando el individuo se siente marginado o separado de
los seres normales, cuando es visto como problema por
los componentes de la realidad social.
Cabe decir, en consecuencia, que la construcción de la
identidad personal, el proceso de «llegar a ser alguien»
pasa, ineludiblemente, por dos momentos. El primero es
la integración en la realidad social presente; el segundo, la
memoria de! pasado. Es preciso pertenecer a una comu­
nidad y aceptar el lenguaje, los símbolos, las instituciones,
ideas y valores que ella reconoce. Es más, la identidad se
va construyendo por la integración consecutiva en diver­
sos grupos: la familia, la escuela, la iglesia, el partido, las
corporaciones profesionales, las asociaciones deportivas,
benéficas, recreativas, culturales. La identidad la van
otorgando las diversas corporaciones, a cuyas estrategias
y exigencias hay que adaptarse para ser admitido en ellas
y usar su nombre. La integración en el presente significa
la posibilidad de ensanchar y alargar el nombre propio y
escueto de cada uno con una serie de títulos que acabarán
componiendo el curriculum biográfico. Las identidades
tienen que ser univocas, como bien dice Carlos Castilla
VIRTUDES PÚBLICAS 1S3

del Pino4, pues la sociedad no gusta de ambigüedades:


hay que ser hombre o mujer, musulmán o cristiano,
blanco o negro, catalán, vasco o andaluz. Y es tal la ur­
gencia de una identidad, que es preferible poseer una iden­
tidad «negativa» y mal vista, a no poseer identidad al­
guna. La identidad diferencia, da entidad a la persona, la
convierte en «alguien». Pero no basta la integración pre­
sente en la realidad. En la mayoría de las existencias, y
también de los proyectos colectivos, se producen cambios
y «conversiones», se ingresa en mundos nuevos o desco­
nocidos y se sale o se abandonan situaciones habituales.
Para mantener la unidad en el seno de todas las meta­
morfosis, es imprescindible la memoria que enlaza el pa­
sado y el presente. La biografía individual es una historia
que ha de poder ser contada sin que desaparezca el pro­
tagonista. Cada uno, para tener conciencia de que es al­
guien, ha de ser capaz de recomponer sus distintos per­
sonajes y sus varias representaciones en la unidad de un
solo yo. En la lectura del pasado buscamos nuestra ins­
talación en el presente, la seguridad y el reconocimiento.
Quién sea ese yo que recuerda y unifica, y si es alguien
más allá de sus varías representaciones, lo dejo para la
próxima sección. Lo cierto es que el vinculo garante de
la identidad radica en la memoria —como observaron
bien Locke y Hume—. La memoria conserva y da sentido.
La memoria es imprescindible para construir identi­
dades, pero —insisto— también es imprescindible la in­
tegración en el grupo o grupos, el reconocimiento social.
El individuo y el grupo se refuerzan mutuamente en el
proceso de formación de la identidad personal o colectiva.
Hace falta que existan identidades nacionales, étnicas,
profesionales, ideológicas, religiosas para que los indivi­
duos las adquieran y, por decirlo así, se adscriban a ellas,
escojan, entre lo que se les ofrece, quiénes quieren ser.
4 «La construcción del sel/ y la sobrcconstrucción del personaje», en
Teoría deI personaje, compilación de Carlos Castilla del Pino. Alianza
Universidad. 1989, págs. 11-38.
154 VICTORIA CAMFS

Ahora bien, esa misma adscripción de cada uno a las di­


ferentes colectividades viene a reforzar, al mismo tiempo,
las identidades colectivas. No hay partidos sin afiliados, ni
religiones sin fieles, ni naciones sin patriotas, como no
puede haber afiliados, fieles o patriotas de partidos, reli­
giones y naciones inexistentes. Se explica, entonces, que las
represiones, colonizaciones, imperialismos, que se propo­
nen destruir las culturas pequeñas y minoritarias o las ideo­
logías tildadas de peligrosas, no consigan sino reforzar el
sentimiento de pertenencia al grupo amenazado. A ese sen­
timiento de mutilación contribuyen tanto el temor del co­
lectivo a dejar de ser, como el temor del individuo a verse
privado de lo que considera una nota esencial de su ser.
Ocurre, al mismo tiempo, que el modo de vida multi­
nacional y estandarizado de las sociedades desarrolladas y
viciadas por el consumo, la tendencia —según la acertada
expresión de Regis Debray— a convertir el mundo entero
en un «supermercado», pone en crisis las identidades cul­
turales. La inercia misma del mercado opera una homo-
geneización de las culturas capaz de contrarrestar en poco
tiempo los esfuerzos y el tesón por conservar una lengua
minoritaria, un folclore o unas tradiciones diferenciadas.
Nos acercamos, así, al segundo punto que me propongo
tratar. «Llegar a ser alguien» no es todavía el «llegar a
ser uno mismo» o el «llegar a ser lo que se es», predicado
por Píndaro. El mundo previamente definido y clasificado
absorbe al yo, lo instala en sus diferentes compartimentos
y le impide ser alguien al margen de ellos. ¿Las identidades
no acaban, así, cargándose a la persona? Otra vez hay
que citar la advertencia de Nietzsche al propósito: «El que
no comprende su vida más que como un punto en la evo­
lución de una raza, de un Estado o de una ciencia, y, por
consiguiente, quiere subordinarse por completo al desa­
rrollo de una materia determinada, a la historia de que
forma parte, no ha comprendido la misión que le impone
la existencia, y tendrá que aprenderla de nuevo»5. El fi­
5 Nietzsche, «Schopenhauer educador», 4.
VIRTUDES PÚBLICAS 155

lósofo francés Alain Finkielkraut ha sabido poner en


guardia justamente contra los peligros de un manteni­
miento de las tradiciones culturales y étnicas indigno y
discriminados Del mismo modo que la persecución de las
peculiaridades y las diferencias puede significar mero do­
minio y represión, es posible también que la voluntad de
conservar ciertas costumbres actúe en contra del indivi­
duo incapaz, en el seno de esas costumbres y encerrado
en ellas, de acceder a valores más universales. La suerte
de los grupos gitanos en este país puede ser un ejemplo
de tal exclusión. Pues la marginación —que es margina-
ción de todo, salvo de la publicidad consumista— acaba
por no conseguir ni la conservación de la propia cultura
ni la integración en la que no es tan propia. Y, en cual­
quier caso, por bueno que sea conservar una cultura y
unas costumbres, ese empeño jamás debería resultar en
menoscabo de la posibilidad o facilidad para compartir
valores generalizados, como lo es, en este caso, la alfa­
betización. Es difícil, ciertamente, pero no imposible, dis­
cernir entre aquellos valores que son expresión de simples
diferencias, y otros supuestos valores cuya preservación
va en detrimento de valores más fundamentales. Y la fun­
ción de la ética será más propiamente la de distinguir,
seleccionar y priorizar entre lo bueno y lo menos bueno,
que la de condenar y rechazar lo absolutamente malo.
Porque son pocas las cosas absolutamente malas. Éstas
suelen tener siempre un aspecto que las redime porque las
hace apetecibles y, por tanto, no tan malas. En cambio,
lo bueno y deseable —lo ambivalente— admite una gra­
dación infínita. Y es más difícil y complicado —más trá­
gico incluso— tener que preferir sacrificando otros bienes
y valores, que optar entre el bien y el mal absoluto.

Llegar a se r lo q u e se es

El proceso por el que el individuo adquiere identidades


tiende a ser visto bajo el prisma de la inevitable formación
de una falsa conciencia. Esto es, la identidad aparece
156 VICTORIA CAMPS

como la sumisión a las normas de lo establecido en de­


trimento de una existencia o de unas ideas no instrumen-
talizadas. Un vestigio, sin duda, de la doctrina hegeliano-
marxista y de su ideal de verdad, al que no escapa ni
siquiera Nietzsche, pese a su voluntad avalorativa. Ves­
tigio que debe ser superado. Y superar la dualidad entre
la verdad y el error, entre la conciencia falsa y la auténtica,
significa, a mi juicio, admitir o instalarse en la habitual e
inevitable falsedad de la conciencia. Habitual y necesaria
por el mero hecho de que el conocimiento es limitado y
se nos escapan muchas variables que nos permitirían ver
el mundo como un todo y juzgarlo como tal, que nos
permitirían apuntar sin miedo a la elección de lo que más
nos interesa y nos conviene, planificar la vida de una vez
por todas sin esperar a que nos la planifiquen. Así, pues,
nuestra visión parcial de la realidad nunca coincidirá con
la verdad total. Por eso, la opción entre lo verdadero y
lo falso nos es de escasa ayuda a este propósito, y debe
ser sustituida por otra. Por mi parte, propongo otro punto
de partida: el de la dicotomía entre la autonomía y la
heteronomia de la conciencia, más válida, creo, como cri­
terio para valorar la construcción de identidades. Pues si,
en efecto, el peligro que corren las identidades es el de
disolverse en múltiples papeles o roles que dispersan y
controlan al yo impidiéndole conocerse y gobernarse a sí
mismo —como piensa Goffman—, la contrapartida a esa
dispersión o heteronomia, habrá de ser la lucha por con­
quistar y mantener la autonomía amenazada. Qué cosa
sea esa autonomía, y si no cabe entenderla únicamente
como la capacidad individual de no llegar a identificarse
plenamente con nada es lo que pretendo aclarar en este
capítulo.
Tanto Maclntyre como P. Berger se han referido al des­
crédito del concepto del honor como muestra de la ato­
mización valorativa de la sociedad contemporánea. Según
Maclntyre6, la estructura corporativa de nuestra sociedad*
* A. Maclntyre, «Corporate Modemity and Moral Judgemcnt: Are
Thcy Mutually Exclusive?», en K. E. Goodpaster y K.. M. Sayre, eds..
VIRTUDES PÚBLICAS 157

«fragmenta la conciencia y, en especial, la conciencia mo­


ral», entre otras cosas, porque impone la obligación de
cooperar con unos y competir contra otros. La rutina, por
una parte, y la aspiración a la autonomía, por otra, se
vuelven incompatibles. Varios conceptos devienen obso­
letos en la sociedad corporativa, y uno de ellos es el del
honor. Porque el concepto del honor «va a la par con el
de un orden social humano por encima de cualquier otra
cosa, con una idea de hombre que siempre es algo más
que sus diferentes roles», mientras que ahora el ser hu­
mano es visto como un amasijo de roles que pertenecen
a órdenes sociales no siempre homogéneos. Para Peter
Berger*7, el concepto del honor es pre-modemo, propio de
sociedades jerárquicas donde existe un arquetipo o mo­
delo de comportamiento frente al que el deshonor signi­
fica caer en desgracia ante la comunidad, la pérdida del
yo. Con el reconocimiento de los derechos inalienables,
parece que un yo real, encamación de la humanidad, ha
de permanecer por debajo o por encima de las diferencias
sociales. La dignidad ha sustituido al honor. Y si «el ho­
nor implica que la identidad está esencialmente unida a
los roles institucionales, en cambio, el moderno concepto
de dignidad implica que la identidad es independiente de
tales roles». En el mundo del honor, en cualquier caso,
alejarse de los roles —o alejarse del orden social estable­
cido— es alejarse de sí mismo, seria «falsa conciencia».
En el mundo de la dignidad, por el contrario, el individuo
se encuentra a si mismo alejándose de unos roles que,
finalmente, no son sino máscaras e ilusiones. No es difícil
descubrir en tales declaraciones una ensalada a base de
Marx, Sartre y Heidegger aderezada con las teorías so­
ciológicas de Goffman. Y aunque hoy por hoy la auten­
Elhics and Prohlems o f the 2 ¡si. Century. University o f Nolre Dame
Press. 1970, págs. 122-135.
7 Peter Berger, «On the Obsolescence o f the Concept o f Honor», en
A. Maclntyre, ed., Revisions. Nolre Dame, Londres. 1983.
158 VICTORIA CAMPS

ticidad del yo está tan obsoleta como la idea del honor,


creo que podemos estar de acuerdo con la conclusión de
Berger —que es también la de Maclntyre en After Vir-
tue— de que la identidad no es ni objetiva ni subjetiva,
sino una búsqueda. Una búsqueda compleja porque en ella
se combinan la conquista de lo propio y diferente de cada
uno, junto con la conquista de lo común y genérico, que
no es otra cosa que la humanidad.
O tal vez no sea una búsqueda, sino algo más negativo:
el esfuerzo por no perderse en lo que ya tiene unos nom­
bres y unas cualidades definidas. Sin duda, la conciencia
no puede eludir un cierto falseamiento, pero, al mis­
mo tiempo, le es dado lomar conciencia de que es así y
procurar no llegar a perderse del todo, no caer sino en
alienaciones parciales. El pensamiento filosófico antisus-
tancialista —que empieza en Locke y acaba, de momento,
en Derek Parfit *— representa la forma más lúcida de ex­
presar la dinamicidad de la persona, que sin estar ya
hecha de antemano ni circunscribirse a unos caracteres
esenciales, es, sin embargo, algo más allá de sus varias y
temporales apariciones. Lo que importa —escribe Derek
Parfit— es «lo que nos hace personas», y eso no coincide
ni con la simple continuidad física ni con la existencia de
un deepfurtherfací a todas luces indemostrable, sino, más
bien, con un cierto tipo de relación que nos conecta psi­
cológicamente con nuestro pasado y con el entorno. No
es la creencia en la integridad de la persona lo que debería
tener unas consecuencias morales —como de hecho ocu­
rre, por ejemplo, al penalizar la eutanasia—, sino, al con­
trario, ciertas consecuencias de orden práctico y moral
deberían hacemos revisar nuestra idea de persona. Según
tal teoría, decidir en qué consiste ser persona o ser uno
mismo, sería también objeto de una búsqueda o, más
exactamente, objeto de una elección.
Leemos en Cioran: «Yo soy diferente de todas mis sen-
" Cfr. Derek Parfit. Keasons and Persons. Oxford Univcrsity Press,
1984.
VIRTUDES PÚBLICAS 159

saciones. No logro comprender cómo. No logro ni si­


quiera comprender quién las experimenta. Y por cierto,
¿quién es ese yo del comienzo de mi proposición?» 9.
El «yo» no nombra a nadie, observaba, por otro lado,
Wittgenstein. Todo parece converger hoy en el rechazo
de la filosofía de la conciencia, que, tras haber procla­
mado la muerte del sujeto moderno, lo recupera bajo el
doble aspecto de la autonomía y de la humanidad. El su­
jeto es ese algo capaz de autonomizarse no dejándose ab­
sorber del todo por ninguna de las varias identidades que
lo reclaman. Pero esa lucha, que es la lucha por la hu­
manidad —o la dignidad— es una tarea intersubjetiva,
porque la humanidad no es un a priori que, al modo de
la razón trascendental, se halla a nuestras espaldas y nos
indica el camino que hay que seguir. La autonomía y la
humanidad son dos aspectos distintos que, en principio,
no tienen por qué coincidir, ni siquiera ser complemen­
tarios, si aceptamos que la conquista o la preservación de
la autonomía puede hacerse al margen del ideal de hu­
manidad. Pero la libertad, como la razón, puede engen­
drar monstruos. Y también habrá que reconocer que el
autogobierno —la libertad positiva— precisa de modelos
e ideales. Uno no se hace a si mismo sin una idea de qué
tipo de persona aspira a ser. Pues bien, ese arquetipo de
persona es, inevitablemente, una búsqueda, una lucha por
no dejarse absorber, y un descubrimiento colectivo y dia­
lógico. Como dice muy bien Carlos Thiebautl0, «la re­
construcción de las nociones básicas de la modernidad
normativa no puede hacerse en solitario»: hay que sobre­
pasar los universalismos y los particularismos para apren­
der del pasado, de los errores pretéritos, así como de las
experiencias ajenas. Es en la confrontación de subjetivi­
dades donde aparecerán los rasgos de la común huma­
nidad. Así, pues, el llegar a ser uno mismo no tiene mucho
que ver con las identificaciones que la sociedad ofrece,*1
* E. M. d o ra n , Ese maldito yo, Tusqucts, Barcelona, 1987.
11 En C. Castilla del Pino, ed., op. cil., pág. 143.
160 yiCTOUA CAMFS

sino más bien con el mirar distante y, en cierto modo,


irónico de tantas funciones y roles, y con la construcción
común de lo humano. Ya que la dignidad humana con­
siste, como vieron los humanistas del Renacimiento y, en
especial, Pico della Mirándola, en lo que aún no tenemos:
«La humanitas, mejor que cualidad recibida pasivamente,
es una doctrina que ha de conquistarse» “ .L a autonomía
que he tratado de relacionar con una conciencia, si no
verdadera o auténtica, consciente de su falsedad, consis­
tiría en saber mantener ambos momentos, de distancia
respecto a lo particular, y de búsqueda de lo común y de
lo universalizable.

La id e n t id a d c iu d a d a n a c o m o pr e su p u e st o

El momento distanciador equivale al cultivo del espíritu


critico, de la tensión y la insatisfacción que debe producir
una realidad evidentemente inarmónica, asimétrica e in­
satisfactoria. El ideal de humanidad procede de la crítica
pero trata de construir algo sobre ella, de recoger y con­
servar lo positivo ganado y aprendido, y seguir adelante.
La identidad personal como tarea crítica y constructiva
a un tiempo, adquiere, entonces, una dimensión de «iden­
tidad ética». La pregunta ahora es: ¿cómo alcanzar esa
¡dea de lo que es común y nos conviene a todos, cómo
llegar a decidir lo que debe preocuparnos y ocuparnos
antes de nada, sin abdicar de la autonomía? Si la cons­
trucción de lo humano ha de hacerse entre todos, ¿no
acabará por reducirse a cualquiera de esas identidades so­
ciales que hacen de nosotros sólo «un alguien»? ¿La so­
beranía individual no resulta incompatible con cualquier
objetivación de la supuesta racionalidad colectiva? ¿Pue­
den coincidir —o deben coincidir— las respuestas al
" Cfr. Francisco Rico, «Laudes litlerarum: Humanismo y dignidad
del hombre en la España del Renacimiento», en Homenaje a Julio Caro
Baroja. Madrid, 1978, págs. 89S-914.
VIRTUDES PÚBLICAS 161

¿quién soy yo? cuando la pregunta viene de la esfera pú­


blica y de la esfera privada? Dicho de otra forma: ¿no es
posible llegar a ser lo que se es, dar lo máximo de sí,
desentendiéndose de los otros?
Volvamos a los griegos. El noble sabia de dónde pro­
cedía, sabía quién era y cuál era la talla que debía dar.
También lo sabia el ciudadano de Aristóteles. E igual­
mente lo han sabido los cristianos hechos a imagen y se­
mejanza de Dios. El pensamiento laico y racional, en cam­
bio, ha puesto como criterio de humanidad la igualdad y
la libertad, los derechos fundamentales. Pero ya hemos
visto que la libertad positiva —la libertad para ser— ne­
cesita modelos, modelos que no nos da la igualdad, por­
que la igualdad simplemente elimina diferencias pero ca­
rece de principal analogado. No es una casualidad que
Rawls, para decretar el estatuto de la sociedad justa haya
tenido que fiarse de las decisiones de unos seres cubiertos
por un velo de ignorancia —iguales en su ignorancia,
pues—, para resolver el problema de la disparidad de in­
tereses. Pero aunque carezcamos de modelo de igualdad,
si partimos de ella es porque pensamos a los individuos
como miembros de una comunidad y, por tanto, de una
identidad colectiva o de un colectivo que, en algún as­
pecto, los iguala. Sólo si hay algo en común, puede ha­
blarse de entidades iguales. El ideal de igualdad, pues,
supone el de comunidad. El llegar a ser lo que uno es,
como empresa privada, es ¡ndisociable de la empresa pú­
blica. Porque nadie puede construir y defender su dife­
rencia si antes no se le reconoce su igualdad. El problema
que nos enfrenta a un liberalismo que no nos satisface no
es —según el italiano Salvatore Veca 12— «individuo, si o
no», sino más bien: «individuos ¿bajo qué descripción?».
Pues —sigue el mismo Veca— «mi idea es que una es­
pecificación de la conocida asunción individualista en los
términos de un cierto compromiso con una noción de
IJ Salvatore Veca. Etica e política. I dilemmi del pluralismo: dentó-
crazia reale e democrazia possibile. Garzanli. Milán, 1989.
162 VICTORIA CAMPS

identidad colectiva es inevitable si queremos hacer una


relación satisfactoria de la naturaleza de los procesos y de
los procedimientos de una democracia, de sus instrumentos
y de sus valores». Y, en estos momentos de reflexión sobre
la democracia y los derechos básicos, no hay otra identidad
colectiva fundamental que la de «ciudadano» que no es,
ciertamente, univoca, pero tampoco es eliminable sin más.
La ciudadanía es la base de igualdad, es lo que hace lícita
la libertad de asociación o la libertad de elección de otras
identidades. A partir de la igualdad como ciudadanos, po­
demos llegar a ser alguien —a tener una profesión, una
nacionalidad, unas propiedades, unos méritos—, y tam­
bién podemos llegar a ser «lo que ya somos» pero muy
imperfectamente: personas con pleno derecho, que deciden
y escogen su propia forma de vivir. La implicación pública,
el ser sujeto de derechos, concede el derecho de la indivi­
dualidad. ¿Pero es realmente así? ¿Ser ciudadano es el re­
quisito para llegar a ser persona? ¿Es la ciudadanía la me­
jor plataforma para alcanzar la autonomía?
Nietzsche, por supuesto, lo negaría. Pero no está nada
claro que, en este punto, por lo menos, tenga razón. Ri­
chard Rorty lo explica bien en su último libro, donde con­
trapone la cultura nietzscheana a la kantiana —o la poe­
sía a la filosofía— como formas de realización humana.
Por una parte, la creencia de que háy una ¡dea paradig­
mática de la persona —el «sumiso cumplidor de las obli­
gaciones universales» de Kant—, y, por el otro, la tesis
de que el autoconocimiento es autocreación y que la única
autonomía es la del genio —la tesis de Nietzsche—. ¿Cuál
de ambos ideales es «más verdaderamente humano»? Y
Rorty responde: cualquier estrategia —la filosofía, la poe­
sía, la ciencia, la política— es buena para alcanzar lo hu­
mano. Pero «el progreso poético, artístico, filosófico,
científico o político resulta de la coincidencia accidental
de una cohesión privada con una necesidad pública». Pa­
rafraseando unos versos del poeta Larkin, Rorty suscribe
la idea de que sólo puede morir satisfecho quien haya
encontrado algo válido para todos los hombres y no sólo
VIRTUDES PÚBLICAS ¡63

para él mismo. Puesto que, como escribió Nabokov, hay


que ver «la vida humana como el comentario a un abs-
truso e inacabado poema» l3.
Lo peligroso son las teorías políticas de la autorreali-
zación. Esas que, en opinión de Isaiah Berlín deciden
por mí pues pretenden conocer cuál es mi bien y conciben
al individuo como un «todo» social: una iglesia, una raza,
una nación o un Estado. Ser ciudadano, en principio, no
debería implicar otras identidades, sino la simple recla­
mación de los derechos básicos. Ocurre, sin embargo, que
los ciudadanos son fácticamente diferentes: unos tienen
acceso a cualquier profesión, otros a ninguna; unos son
poderosos y otros impotentes; unos son propietarios y
otros no; el bienestar y el sufrimiento se encuentran in­
justamente repartidos. Diferencias demasiado básicas
para poder hablar de una idea común de humanidad que
permita que todos y cada uno lleguen a ser alguien y lle­
guen a ser lo que son. Para combatir tantas desigualdades
hacen falta ideas, e ideas compartidas: esto es, identidades
ideológicas, superestructurales. Identidades cuya concre­
ción, por otra parte, es la que teme Berlín como amenaza
directa a la libertad positiva. Pues, ciertamente, las con­
cepciones de la persona o de la sociedad excesivamente
claras son las premisas idóneas para la gestación de una
doctrina con sus fieles y sus herejes.
A pesar de que el peligro sea real, creo que no.es licito
dejar de suscribir la idea de que el construirse cada uno
a sí mismo no puede ni debe ser una tarea solitaria. El
proceso, como siempre, es circular, todo se encuentra re­
lacionado: Tiace falta una base de igualdad —a la que
hemos Mamado, el ser ciudadano— para llegar a ser al­
guien y llegar a ser lo que uno es, realizar en sí mismo la
Tíümanidad y la individualidad a un tiempo. Ése requisito
'* Richard Rorty, Contingency. irony andsolidarity, Cambridge Uni-
versity Press. 1989, cap. 2.
M I. Berlín. «Dos conceptos de libertad», en Cuatro ensayos sobre ¡a
libertad. Alianza. Madrid, 1988.
164 VICTORIA CAMPS

previo de igualdad o ciudadanía tiene que darse de veras,


realmente. Y para que ello suceda, es preciso tener ideas
sobre qué deba ser la persona y cuál el tipo de sociedad
que la permita y la promueva. Es preciso tener ideas, por
lo menos, sobre qué es lo que impide que ciertas personas
merezcan el trato de tales, o que la vida discurra en am­
bientes saludables, que los trabajos sean dignos, que haya
espacios y motivaciones para escapar a la rutina coti­
diana, qué impide, en fin, afrontar con valentía y sentido
los daños inevitables y las preguntas más desgarradoras.
La búsqueda de esa identidad colectiva que ha de ser fruto
de la cooperación acaba perfilándose, pues, como la con­
dición del ser alguien y uno mismo. No sólo condición,
sino empeño concomitante ya que ningún tipo de iden­
tidad llega a completarse nunca. Ninguna representación
es perfecta. Los tres niveles de identidad que estoy ba­
rajando —el de la humanidad toda, el de los diferentes
grupos o comunidades, y la identidad personal— se
adquieren y se van construyendo a lo largo de la vida. Es
imposible forjarse una identidad personal sin pasar por
la integración en lo colectivo. Pues se es alguien desde la
integración en una sociedad y unos grupos que me re­
conocen como tal, que reconocen también mi identidad
humana y que, a la vez, la buscan como ideal. Búsqueda
en la que entra, al mismo tiempo, la de todos y cada uno
como seres inalienables, no confundibles con el todo, au­
tónomos, diferentes.
El objetivo de «llegar a ser lo que se es», libre ya de los
trasnochados ideales aristocráticos, nos ha llevado a lo
universal. Ahora bien, ese universal es aceptable cuando
nace de singularidades, como exigencia de voluntades in­
dividuales. no cuando se impone a esas voluntades para
dominarlas y hacerlas homogéneas. Es sospechoso que las
identidades, personales o colectivas, se encierren en el
esencialismo, el ensimismamiento, la introspección, sin
expandirse hacia fuera, pues esa y no otra es la prueba
de su persistencia y validez. Cuando una identidad ne­
cesita del aislamiento para salvarse, es porque no se
VIRTUDES PÚBLICAS 165

aguanta como tal identidad. Entonces, la autonomía que


persigue toda identidad se confunde con la independencia
y la separación de los otros: sólo quedan las señales fí­
sicas, exteriores, como pruebas del autogobierno. Muchos
intentos de «afirmación nacionalista» —de autodetermi­
nación—, tan actuales por estos pagos, sucumben a ese
peligro que no hace sino mostrar la propia debilidad o
vacuidad de la empresa. Nacionalismos que no superan
el anhelo adolescente de independizarse por el único pro­
cedimiento de separarse del tronco familiar. Son identi­
dades vacías.
Por eso es irrenunciable el papel de la memoria y el
recuerdo. La búsqueda de la identidad, ese extraño vaivén
entre lo universal y lo singular, es un juego a dos bandas
indisociables. La propia biografía es, vista desde lo uni­
versal, un comentario al poema de la historia humana,
que recuerda y conserva para el futuro lo más valioso del
pasado. Y, desde el punto de vista de cada uno, es o acaba
siendo, igualmente, la sucesión de unos recuerdos, la me­
moria de lo que más intensamente uno ha querido y no
está dispuesto a olvidar, porque abandonarlo significaría
dejar de ser absolutamente. El propio Nabokov, en su
extraordinario Palé Fire, lo dice inmejorablemente:
«Estoy dispuesto a convertirme en una florecilla
o en un moscón, pero a olvidar, jamás.
Y no aceptaré la eternidad a menos que
la melancolía y la ternura
de la vida mortal; las pasiones y el dolor;
la luz rojiza de esc avión que desaparece
a la altura de Hcspcrus; tu gesto desesperado
cuando se han acabado los cigarrillos; la manera
en que sonríes a los perros; la huella de baba plateada
que dejan los caracoles en las piedras: esta buena tinta, esta
esta ficha, esta goma delgada [rima,
que siempre cae en forma de ocho,
se encuentren en el ciclo a disposición de los que acaban de
almacenados en sus cajas fuertes a través de los años, [morir
IX. LA CORRUPCIÓN
DE LOS SENTIMIENTOS

«Porque la vida es esa incesante creación


de lazos, complicidades, enredos de las al­
mas, encadenamientos y dependencias. Las
virtudes se construyen con ese barro, con
esas impurezas y limitaciones que somos. El
resto es el inaudito y peligroso sueño de la
divinidad.»
A lejandro Rossi, El cielo de Solero.

La propiedad y el decoro no son extraños a la condición


humana. Pues los seres que pertenecen a la misma especie
poseen más de un lazo natural que los une, a pesar de las
evidentes diferencias y conflictos que atestiguan lo con­
trario. Con una declaración así de optimista empieza el
más bello alegato filosófico a los sentimientos morales, la
Teoría de los sentimientos morales de Adam Smith, y dice
asi: «Por más egoísta que quiera suponerse al hombre, sin
duda hay algunos elementos en su naturaleza que lo llevan
a interesarse por la suerte de los otros, de tal modo que
la felicidad de éstos le es necesaria, aunque de ello nada
obtenga excepto el placer de presenciarla» '. La mutua
simpatía o la compasión constituyen el antidoto «natural»1
1 Adam Smith, The Theory o f Moral Sentiments, 1759, 1, I.
168 VICTORIA CAMPS

a ese supuesto egoísmo que. según la opinión de otros


filósofos, es el móvil del querer y el actuar humanos.
Adam Smilh no comparte la tesis hobbesiana de la guerra
natural de todos contra todos. Al contrario, sostiene que
los humanos experimentan placer compartiendo senti­
mientos, y sufren cuando no les es dado compartirlos. De
ahí que el sentido de la corrección consista en saber re­
flejar y exteriorizar los sentimientos en la medida justa y
adecuada, de forma que ni se nos pueda imputar la falta
de participación en la alegría o el dolor ajenos, ni la falta
de dominio sobre los nuestros. Pues si está feo y es cen­
surable mostrarse insensible ante los sentimientos de los
demás, la indiscreción y vehemencia en los sentimientos
propios, la incapacidad para una cierta contención, in­
hiben la participación ajena. Tener buenos sentimientos
significa, en pocas palabras, saber comportarse, saber qué
hacer cuando el dolor o la alegría nos invaden. Poseer la
perspicacia y la sensibilidad suficientes para entender lo
que le ocurre al otro, y el autodominio y la delicadeza
imprescindibles en la exteriorización de nuestros afectos.
La conducta amable, la afabilidad y la condescendencia,
la humanidad, en suma, constituyen eso que Smith llama
ihe sense o f propriety, el savoir faire que despliega quien
sabe estar en el mundo.
Pero los buenos sentimientos se corrompen con fre­
cuencia, y se pierde el sentido de la compostura y la pro­
piedad. Aunque la compasión hacia el que sufre es más
viva y manifiesta que la simpatía con el que goza, a todos
nos gusta mostrar felicidad y arrimamos a quien la irra­
dia. El hecho de que nos encontremos expuestos a la mi­
rada y consideración de los demás, es la causa de la am­
bición y del interés por las riquezas y por la ostentación
de las mismas. Nadie quiere pasar por pobre, miserable
o desgraciado; a todos place suscitar admiración. La es­
tima y el respeto que el noble obtiene sin esfuerzo, por el
poder y la distinción de su rango, el plebeyo ha de ga­
nársela a fuerza de virtudes adquiridas, «con el trabajo
del cuerpo y el ejercicio de la mente». Pues es cierto que
VIRTUDES PÜBUCAS 169

la fortuna y el éxito producen veneración y respeto, mien­


tras que la adversidad y la desgracia generan aversión y
desprecio. La compasión original hacia todos los huma­
nos se ve, así, limitada por la tendencia a unirse a los
«mejores» según unos parámetros que no siempre coin­
ciden con los de la virtud. Se cruzan, entonces, sin en­
contrarse, dos sentimientos o simpatías: el afecto a la ri­
queza y el afecto general a la humanidad. No es raro que
el primero triunfe sobre el segundo, y acabe corrompiendo
los sentimientos morales: «la disposición a admirar, y casi
a adorar, al rico y poderoso, y a despreciar o, por lo me­
nos, a ignorar, a la gente de pobre y humilde condición,
aunque ambos sean necesarios para establecer y mantener
la distinción de rangos y el orden de la sociedad, consti­
tuye, al mismo tiempo, la causa mayor y más universal
de la corrupción de los sentimientos morales»2. La ri­
queza y el poder anulan la simpatía generalizada y bien
distribuida, anulan, pues, el germen de donde nacerían la
virtud y la benevolencia. Frente a la minoría que es capaz
de admirar la virtud y el buen juicio, «la gran masa de la
humanidad son admiradores y adoradores —y lo que pa­
rece aún más extraordinario: muy a menudo son admi­
radores y adoradores desinteresados—, de la riqueza y la
grandeza». La moral, e incluso el lenguaje, denuncian tal
actitud, pero no consiguen superarla ni destruirla. La adu­
lación y la falsedad son más apreciadas que la competen­
cia o el mérito. «Las gracias, las frívolas hazañas de esa
cosa impertinente y alocada llamada el hombre de moda,
son por lo general más admiradas que las virtudes sólidas
y masculinas del militar, el estadista, el filósofo o el le­
gislador» 3. Es así que quien busca la fortuna tiende a
abandonar el camino de la virtud puesto que la una y la
otra suelen ir en direcciones opuestas. Lo que no obsta
para que el triunfador y el poderoso, aquel que ha con­
seguido satisfacer su ambición y coronarla con el éxito,*1
1 Ibid.. II, 2.
1 Ibid., II, 3.
170 VICTORIA CAMPS

pero eludiendo la ley e incurriendo en mentiras y fraudes,


sienta de continuo la suspicacia y el temor de la infamia
y la caída que le acechan. La ambición y la gloria no hacen
felices a los humanos.
En realidad, Adam Smith plantea aquí un problema
que se remonta a los orígenes griegos de la filosofía moral,
y que, como suele ocurrir con los problemas auténtica­
mente filosóficos, tiene difícil solución. A saber, ¿por qué
hay que fomentar sentimientos que no conducen al éxito
ni van acompañados de la buena fortuna? ¿Por qué ej_
virtuoso parece más infetiz que el tirano cuando el fin de
la virtud es, teóricamente, la felicidad? Inquietud que Só­
crates intentó apaciguar con una respuesta no muy dis­
tinta de la de Smith. No es cierto —dijo— que el tirano
sea feliz: lo parece, pero, en realidad, el temor y eí riesgo
de perder lo que tan impune y desvergonzadamente ha
conquistado, le impiden vivir con paz y sosiego, Así tam­
bién quien sólo ha puesto la felicidad en la riqueza y la
gloría, creerá alcanzarla, pero se engañará a si mismo.
En uno de los artículos que componen el hermoso libro
The Greeks and íhe Irrational *, el helenista E. R. Dodds
se refiere a la controversia griega sobre el origen de la
virtud —¿convencional o natural?—, para distinguir en
ella dos problemas básicos. Uno, la cuestión ética sobre
el fundamento y validez de la obligación moral y política.
Dos, la cuestión psicológica sobre los motivos de la con­
ducta humana: por qué los hombres se comportan como
lo hacen, y cómo pueden ser inducidos a comportarse me­
jor, por qué no les mueven los supuestos principios mo­
rales, la conducta virtuosa. Los sofistas quisieron dar res­
puesta a esta segunda pregunta aduciendo que la moral
podia ser enseñada, que era posible adquirir un arte de
vivir bueno y conveniente para todos. Y, en efecto, era
posible enseñar la moral, pero había que saber retórica
para hacerlo con éxito, habia que dominar el arte de la
4 E. R. Dodds, The Greeks and the Irrational. Univcrsity o f Cali­
fornia Press, 1964. Me refiero al capitulo «Rationalism and Reaction».
VIRTUDES PÚBLICAS 171

palabra que es el arte de convertir lo indemostrable en


algo digno de crédito y de aprobación. Sócrates no com­
parte la misma opinión, la juzga pretenciosa y contraria
a la condición del sabio que no debería ignorar las lagunas
de su saber. Entiende, por otra parte, que la virtud pro­
cede del interior de cada uno y es difícil de transmitir. En
el fondo, es tan sofista como Protágoras, si bien más in­
seguro con respecto a la capacidad del conocimiento. Uno
y otro se aferran a la idea de que la virtud es extraña a
las pasiones, que éstas enturbian la visión del bien e im­
piden el juicio recto. Serán los poetas y no los filósofos
quienes presten atención al papel jugado por las emocio­
nes. Las tragedias de Eurípides son —observa el mismo
Dodds— no sólo un reflejo de la Ilustración, sino la reac­
ción contra ella. La misma reacción que dará lugar, tam­
bién en el siglo v, a la persecución de intelectuales, por
razones religiosas. En lugar de convertirse en una época
de claridad, la Ilustración griega produce comportamien­
tos regresivos. Un fracaso que Platón, por ejemplo, refleja
en su propia obra. El optimismo confiado de La República
va cediendo ante la fuerza de los hechos que se niegan a
confirmar la teoría. En su última época. Platón desconfía
ya mucho de la capacidad moral humana: sólo los sabios,
personalidades excepcionales, y gracias a un carácter y
educación especiales, consiguen que la parte racional de
su alma domine a la irracional. Pero el resto de mortales,
incapaces de ver con la claridad del filósofo, ha de ser
«persuadido» de que el bien y la felicidad son una misma
cosa. Pues, aún cuando no fuese cierto, sería «la mentira
más útil que jamás se ha dicho» s.
Tiene razón Dodds. La filosofía moral ha de ocuparse
de dos problemas: el por qué y el cómo de la moral; por
qué ciertas cosas merecen nuestra aprobación, y cómo ha­
cer que merezcan la aprobación de todo el mundo. Una
propuesta filosófica más a ras de tierra de las habituales.
Una propuesta no muy alejada de la de los llamados emo-*
* Platón, Leyes, 663 d.
172 VICTORIA CAMPS

tivistas, si entendemos por tal un discurso que no reniega


—como ellos mismos creyeron— de la racionalidad. Pues
si es Función de la ¿tica persuadir de lo que aprobamos
como bueno, la persuasión, para tener validez ética, no
podrá hacer uso de cualquier tipo de estrategia: deberá
utilizar buenas razones, buenos argumentos, la única
Forma de probar la validez de las preFerencias éticas y, al
mismo tiempo, de inducir a otros a que, a su vez, las ha­
gan suyas.
Quiero retener, sobre todo, de la teoría emotivista la
prioridad de la aprobación, de la adhesión a unas normas,
valores o principios. Ante ella surge la pregunta por las
razones, o por la justificación: ¿por qué esta opción y no
otra?, ¿qué tiene esa elección a su Favor, cuando no es una
elección unánime? Se impone, entonces, justificar la apro­
bación, aducir razones. Es decir, tratar de persuadir. La
filosofía moral, sin embargo, se muestra reacia a suscribir
estrategias de este tipo. Opta, por el contrario, por des­
preciar las aprobaciones Tácticas y afirmar unos principios
o unos valores contraFácticos demostrando al mismo
tiempo que tienen que ser los únicos y universales. Rawls,
por ejemplo, postula la célebre «posición originaria» para
deducir de ella los principios de la justicia. Habermas ob­
tiene de otra idea, la «comunicación ideal», el imperativo
de una acción comunicativa simétrica. En la práctica, sin
embargo, todos estos ideales permanecen incumplidos. Y
es que nos las habernos con opciones divergentes, puntos
de vista opuestos, conflictos, desacuerdos, desavenencias,
preFerencias dispares. Esa es nuestra moral. Un panorama
desalentador, pero, ante el cual, no cabe decir que todo
vale, que cualquier opción es buena. Unas opciones han
de ser mejores que otras. Y, en cualquier caso, no merece
el calificativo de «moral» ninguna propuesta que no vaya
acompañada de una justificación seria y ponderada. El
dogmatismo o la pura arbitrariedad caprichosa son con­
trarios a la ética. Pues bien, creo que la filosofía moral
debería empeñarse en razonar por qué esta postura por
la que me inclino, es preferible a aquella otra que no com­
VIRTUDES PÜBUCAS 173

parto. Si la ¿tica de principios, por bien fundamentada


que esté, se muestra incapaz de explicar y ordenar por si
sola la confusión en que vivimos, la única alternativa a
mano es partir de lo que vemos más claro: nuestras pro­
pias preferencias morales, las únicas que —si no las sos­
tenemos de mala fe— seremos capaces de razonar y ar­
gumentar con el fin de generalizarlas, puesto que las apro­
bamos y las preferimos a otras. Creo que, en definitiva,
es asi como operamos cuando intentamos defender una
causa.
A esa aprobación, Adam Smith la llama «sentimiento
moral». Y es un sentimiento que está ahí. aunque no sea
localizable o precisable, ni consista en un «plus» añadido,
en una facultad o un principio especial. En su opinión, el
análisis del principio de aprobación o desaprobación de
las acciones, nos descubre que el tal principio apare­
ce combinado con alguno de estos cuatro ingredientes:
1) simpatía o antipatía, 2) agradecimiento o resenti­
miento, 3) acuerdo o desacuerdo, 4) gusto por la belleza
y el orden. En efecto, «cuando concedemos nuestra apro­
bación a algún sujeto o a una acción, los sentimientos que
experimentamos, según la doctrina que antecede, tienen
cuatro posibles fuentes que, en cierto sentido, son distin­
tas las unas de las otras. Primero, simpatizamos con los
motivos del agente; segundo, compartimos la gratitud de
quienes reciben el beneficio de sus actos; tercero, adver­
timos que su conducta ha sido conforme a las reglas ge­
nerales por las que esas dos simpatías usualmente actúan
y, por último, cuando consideramos que tales actos for­
man parte de un sistema de conducta que tiende a fo­
mentar la felicidad del individuo o de la sociedad, nos
parece que derivan cierta belleza de esa utilidad, no muy
distinta de la que atribuimos a cualquier máquina bien
trazada»6. Eso es el sentimiento moral: la aprobación ge­
nerada por la simpatía, el agradecimiento, el acuerdo, el
gusto, o la desaprobación generada por sus contrarios.*
* íbid., vil, 3.
174 VICTORIA CAMPS

La pregunta que ahora se nos ocurre es, de nuevo, an­


cestral, tan antigua como Aristóteles, por lo menos: ¿Por
qué el sentimiento de aprobación no acierta siempre con
la acción adecuada?, ¿por qué se desvía y asiente a otras
acciones que no merecen adhesión ninguna?, ¿por qué ten­
demos a aprobar lo que no debe ser aprobado? Creo que
la explicación de todos estos interrogantes es doble y pasa
por dos supuestos: I) el de que conocimiento y voluntad
no siempre coinciden; 2) el de que nos engañamos al co­
nocer o al interpretar la realidad. Veámoslas una por una.
La primera explicación se refiere al argumento en tomo
a la llamada akrasía o debilidad de la voluntad —«el es­
píritu está pronto pero la carne es débil»—. Quien pri­
mero teoriza extensamente sobre el problema es, como
sabemos, Aristóteles. Tenemos—dice— unos apetitos na­
turales que difícilmente nos llevan a engaño. A éstos se
añaden, sin embargo, otros apetitos, peculiares de cada
uno o sencillamente superfluos, con los que es más fácil
errar, y de muchas maneras. El que incurre habitualmente
en el error de satisfacer el placer o el apetito que no debe
es el incontinente —el akratés—, que se excede especial­
mente en los placeres del gusto y el tacto. Aristóteles in­
siste en que es inhumano mostrarse insensible ante los
placeres, de forma que el complacerse en ellos no cons­
tituye un comportamiento distorsionado. Lo que ocurre
es que en el incontinente se produce una contradicción
interna que el moderado sabe superar. El incontinente o
intemperante desea las acciones concretas, voluntaria­
mente las elige, si bien no desea ser intemperante. No
quiere directamente el mal, el deterioro de la salud que le
producirá, por ejemplo, el beber inmoderado, el fumar sin
pausa o el drogarse, pero, sin embargo, se obstina en be­
ber, fumar o drogarse por el momento. También San
Agustín clamaba «dadme castidad y continencia, pero to­
davía no». Cuando tal ocurre, los placeres del alma y del
cuerpo se muestran incapaces de convivir en armonía. Y,
como es lógico, tiran más los del cuerpo. Una escisión
que se produce, ya en el interior de la conciencia, ya entre
VIRTUDES P Ü BU C AS 175

el deseo del bien privado y el bien público. Dice Aristó­


teles que es fácil procurarse el bien para sí, pero difícil
pensar en el bien colectivo. De ahí que la justicia sea ne­
cesaria porque «muchos son capaces de usar la virtud en
lo propio y no capaces en lo que respecta a otros». En su
opinión, «el peor de los hombres es el que usa de maldad
consigo mismo y sus compañeros, el mejor, no el que usa
de virtud para consigo mismo, sino para con otro, porque
esto es una tarea difícil»7. No es muy distinto todo esto
de lo que lamenta Adam Smith: el hecho de que la apro­
bación de la riqueza desborde a cualquier otro senti­
miento. En el ser humano, decimos hoy, conviven pre­
ferencias de distinto orden, y no siempre es sencillo es­
tablecer entre ellas la jerarquía adecuada.
Otro filósofo que tropieza con el problema de la intem­
perancia es el racionalista Spinoza. El conocimiento ra­
cional, adecuado, del bien, se ve a menudo vencido por
los afectos más inmediatos. Veamos algunas de sus tesis:
«El deseo que surge del conocimiento verdadero del bien
y el mal puede ser extinguido o reprimido por otros mu­
chos deseos que brotan de los afectos que nos asaltan.»
O esta otra: «El deseo que brota del conocimiento del bien
y del mal, en cuanto que este conocimiento se refiere al
futuro, puede ser reprimido o extinguido con especial fa-
’ Aristóteles. Ética a Nicómaco, 1129b-1130a. Aristóteles se aparta,
aquí como en tantos otros momentos, de Platón al no vincular el bien
individual a una previa adhesión al bien público, cosa que si hace Platón,
para quien el tirano con los demás lo será también consigo mismo, pues
nadie sabrá dominarse si no acepta antes la justicia colectiva. El pru­
dente aristotélico, en cambio, es capaz de dominar la akrasia autocon-
trolándosc, sin necesidad de convertir su saber práctico en universal.
Incluso el prudente puede permitirse ser imprudente en ocasiones pues
sabe que esas «canas al aire» no afectan sustancialmente a su bien total.
El autoconocimicnlo es práctico, en Aristóteles, y puede prescindir del
conocimiento teórico del bien. Debo estas ideas a la interpretación que
hace del fenómeno de la akrasia Antoni Doménech en el interesante
libro De la ética a la política. De la razón erótica a la razón inerte. Critica,
Barcelona. 1989.
176 VICTORIA CAMPS

cilidad por el deseo de las cosas que están presentes y son


agradables.» Y también: «El deseo que brota del cono­
cimiento verdadero del bien y el mal, en cuanto que versa
sobre cosas contingentes, puede ser reprimido con mucha
mayor facilidad aún por el deseo de las cosas que están
presentes» *. Estas tres proposiciones dan fe de la impo­
tencia y servidumbre humanas ante la fuerza de las pa­
siones: lo presente y cercano tiene más poder sobre nues­
tra conducta que lo lejano. El placer o la alegría in­
mediatas tienden a vencer a una supuesta alegría futura
que, por ahora, significa sólo tristeza. Como Aristóteles,
Spinoza observa que en el débil de voluntad se mezclan
deseos contradictorios: el deseo de la alegría presente y el
no deseo de una tristeza futura, derivada, sin embargo,
de la alegría presente. Pero es que esa tristeza, por el he­
cho de ser futura, se presenta confusa e improbable y deja
de afectarnos.
La solución según Spinoza está en el Estado. Puesto
que el único imperativo de la razón es, a su juicio, el co-
natus, el esfuerzo por perseverar en el ser, y éste es indi-
sociable de la búsqueda de la común utilidad —«nada es
más útil para el hombre que el hombre mismo»—, lo ra­
cional es vivir en paz y concordia. Ahora bien, lo que
ocurre es que cada uno mira por la utilidad de su natu­
raleza particular y no por la utilidad de la naturaleza sin
más, no vive según la razón, sino sujeto a distintos y sin­
gulares afectos. Por ello, «para que los hombres puedan
vivir concordes y prestarse ayuda, es necesario que re­
nuncien a su derecho natural y se presten recíprocas ga­
rantías de que no harán nada que pueda dar lugar a un
daño ajeno. [...] Así, pues, de acuerdo con esa ley podrá
establecerse una sociedad, a condición de que ésta reivin­
dique para sí el derecho, que cada uno detenta, de tomar
venganza, y de juzgar acerca del bien y el mal, teniendo
así la potestad de prescribir una norma común de vida,
de dictar leyes y de garantizar su cumplimiento, no por
* Spinoza, Ética, IV, prop. XV, XVI y XVII.
VIRTUDES PÜRUCAS ¡77

medio de la razón, que no puede reprimir los afectos, sino


por medio de la coacción. Esta sociedad, cuyo manteni­
miento está garantizado por las leyes y por el poder de
conservarse, se llama Estado, y los que son protegidos por
su derecho se llaman ciudadanos» 9. Asi, como quien no
quiere la cosa y lo dice de paso, Spinoza suscribe un con­
trato social no muy distinto del de Hobbes quien, sin em­
bargo, parte de una noción de la naturaleza humana bas­
tante distinta. Además —sigue Spinoza— el contrato y el
poder del Estado abarca a todos, libres y esclavos, puesto
que se busca la concordia y, a falta de otra instancia mejor
y más sabia, la concordia está personificada en el Estado.
Pues «el hombre que se guía por la razón es más libre en
el Estado, donde vive según leyes que obligan a todos,
que en la soledad, donde sólo se obedece a si mismo»l0.
La libertad, entonces, no será otra cosa que el deseo de
sujetarse a las leyes de la utilidad común. El ser libre está
dotado de fortaleza y generosidad para apartar de si el
odio, la ira, la soberbia, todo cuanto le impida el cono­
cimiento adecuado de la naturaleza y de su necesidad.
En suma, el problema de la debilidad de la voluntad
nos habla de la tensión y el conflicto entre el bien presente
e inmediato y el bien a largo plazo. Y también de la ten­
sión y el conflicto entre el bien privado y el bien común
o público. La justicia, o el Estado, representan ese bien
lejano y público, que los afectos y los sentimientos no
siempre quieren reconocer como propio. Por eso, el sen­
tido de la justicia es el más difícil de adquirir, porque su
objeto, el bien público, tiene muy poco que ver con cada
uno de nosotros. Hume, que no deriva la moral de la
razón sino del sentimiento, tiene que mostrarse más duro
que Hobbes o Spinoza a propósito de la justicia, y lejos
de proponer como explicación de la misma el hipotético
contrato social, declara que la justicia es una virtud «arti­
ficial», contraria a la naturaleza, que «el sentido de la
• ¡bul., IV, prop. XXXVII. Escolio II.
10 tbid., IV, prop. LXXI1I.
178 VICTORIA CAMPS

justicia y de la injusticia no deriva de la naturaleza, sino


surge artificialmente, si bien necesariamente, de la edu­
cación y de las convenciones humanas» 11. Más aún —dice
también—, en un Estado donde reinara la abundancia,
florecerían varias virtudes sociales, pero no la justicia,
«esa virtud cautelosa y celosa jamás sería imaginada. ¿De
qué habría de servir repartir los bienes, si todos tendrían
más de lo suficiente? ¿Por qué dar origen a la propiedad,
donde no es posible daño ninguno? ¿Por qué decir que
esto es mió, cuando en el caso de que me lo arrebaten, me
basta alargar la mano para adquirir otra cosa igual? La
justicia sería, en tal caso, totalmente inútil, una ceremonia
absurda, y jamás tendría un lugar en el catálogo de las
virtudes» l2.
Los sentimientos se corrompen y las aprobaciones mo­
rales son inacertadas, porque la voluntad es débil, porque
uno tiende a alcanzar el bien próximo y a despreciar el
lejano, o a perseguir el bien privado sin atender al bien
común. Pero también ocurre que nos equivocamos y nos
engañamos al conocer la realidad, ordenarla y juzgarla.
Las convenciones —o el lenguaje, que viene a ser lo
mismo— nos indican qué es estar sano y enfermo, sensato
o loco, qué es el éxito y el fracaso, cuáles deben ser las
ocasiones de alegría o de tristeza. La tradición, la edu­
cación, las costumbres nos enseñan a adherimos a ciertas
formas de conducta. Y no siempre hay identidad entre
esas convenciones y la moral. El lenguaje de la moral está
formado por grandes palabras que exigen, por si mismas,
la adhesión universal: hay que ser justo, hay que pro­
mover la igualdad, la libertad, la paz, hay que ser tole­
rante, solidario y responsable, no se debe discriminar ni
marginar al otro, la tortura es condenable, como lo es la
violencia. Etcétera, etcétera. El referente de tales palabras,
sin embargo, es una realidad confusa que no acaba de dar
la talla que los nombres reclaman. La justicia no es exac-*1
" Hume, A Trealise on Human N atw e. HI, ¡i.
11 Hume. An Enquiry Concerning the Principies o f Moráis, III.
VIRTUDES PÚBLICAS 179

tamente el derecho positivo, la igualdad y la libertad tie­


nen múltiples fisuras, la tolerancia puede ser represiva, la
tortura se practica en nombre de la justicia, la violencia
en nombre de la autodeterminación o la libertad. ¿Qué
ocurre, pues? ¿De qué estamos hablando? Teóricamente,
asentimos a unos valores fundamentales, mientras que en
la práctica, no encontramos apenas huellas de tal asen­
timiento. Nos las habernos con principios que teórica­
mente son universales, pero no son unánimemente defen­
didos en la práctica. Son términos cuya equivocidad hace
muy difícil el acuerdo. Al no tener un referente univoco
se prestan a muchas confusiones. La mayoría de nuestros
nombres valorativos —explicó Locke— son «ideas com­
plejas» surgidas de las necesidades humanas. Ideas que en
si mismas no son ni buenas ni malas: lo son sólo referidas
a las leyes humanas o divinas. En general, pensamos que
robar es malo, pero sabemos que hay robos justificados.
Consideramos el duelo como una muestra de valor, o
como un acto pecaminoso si lo relacionamos con la ley
de Dios. Son ideas sin esencias reales, la transmisión de
las cuales, es, por tanto, complicada. Asi, «cuando una
palabra significa una idea muy compleja [...] no resulta
fácil que los hombres retengan y se formen esa idea de
una manera tan exacta como para que el nombre, en el
uso común, signifique la misma ¡dea sin la menor varia­
ción. De aquí se puede deducir que los nombres que los
hombres han dado a ideas muy compuestas, tales como
la mayor parte de las ¡deas morales, raramente tienen el
mismo significado para dos hombres diferentes ya que
raramente la idea de un hombre coincide con la de los
demás, y con frecuencia difiera de la suya propia, de la
que tuvo ayer o de la que tendrá mañana» l}.
¿Cómo recomponer todo esto? ¿Cómo establecer la
adecuada jerarquía entre los afectos para que nos afecte
aquello que debe afectarnos? ¿Cómo conseguir que las
palabras nos engañen menos? ¿Cómo corregir la falta de
13 Locke, An Essay Concerning Human Understanding. II. vii. 6.
ISO VICTORIA CAMPS

consistencia y el autoengaño? En el primer caso, parece


que no hay más remedio que recurrir a estrategias irra­
cionales: atarse uno mismo o dejarse atar por otros. En
el segundo, ejerciendo una especie de mayéutica socrática.
Y, en ambos casos, echando mano del arte de persuadir
a los demás o a nosotros mismos. De la retórica.
El primer fenómeno —digo—, el de la akrasía o debi­
lidad de la voluntad, se produce por el conflicto entre
distintos órdenes de preferencias —las del cuerpo y las del
alma, las de los bienes privados y las de los bienes pú­
blicos—, conflicto que impide la conexión entre el co­
nocimiento del bien y la voluntad de hacer ese bien. Es
una situación similar al autoengaño, cuando el individuo
se oculta a si mismo su propia debilidad, diciendo que no
es cierto que desee ese bien que no puede alcanzar. Como
la zorra de la fábula —tan bien recogida por Jon Elster—,
al no poder alcanzar las uvas dice que están verdes. Lo
que tales problemas ponen de manifiesto es que el yo no
es un centro de donde emanen directrices y poderes, sino
una especie de confederación de fuerzas y deseos más o
menos atomizados. Amelie Rorty, en un texto muy bien
compuesto sobre la akrasía y el autoengaño, utiliza esa
figura de la persona como una ciudad medieval con di­
ferentes barrios y sin centro único, para explicar que en
el agente «racional», no siempre se corresponden los po­
deres legislativo y ejecutivo, que no siempre el primero es
fuerte y el segundo débil. Pero sólo si pensamos en un yo
íntegramente racional, la akrasía se vuelve incomprensi­
ble. Con frecuencia, la persona se encuentra dividida entre
su razón, y otros motivos —como los hábitos, modas,
costumbres, reacciones estéticas, simpatías—, que atraen
aunque no se experimenten directamente como preferen­
cias o deseos. Dicho de otra forma, las creencias, los de­
seos y los motivos no son homogéneos, junto a los hábitos
de la razón están los hábitos de la imaginación l4. Jon
14 Cfr. Amelie O. Rorty, «Self-dcceplion. akrasía and irrationality»,
en Jon Elster, cd., The Múltiple Self, Cambridge University Press, 1986.
VIRTUDES PÚBLICAS 181

Elster, por su parte, en el ya célebre Ulysses and the


Sirensl5, y en otros textos, se ha pronunciado por extenso
y con buenos argumentos a favor de esa «racionalidad
imperfecta» que constituye a los seres humanos, dado que
no son ni ángeles —perfectamente racionales—, ni ani­
males —esencialmente irracionales—. Ser humano signi­
fica no sólo la posibilidad de actuar racionalmente, sino
también la posibilidad de ser débil de voluntad y la po­
sibilidad de atarse para prevenir la total irracionalidad.
Cuando entre la creencia o el conocimiento y el deseo no
hay unidad, es preciso que alguna pasión acuda en ayuda
del conocimiento, es preciso «atar» el conocimiento con
pasiones. «II n’y a ríen de si conforme á la raison que ce
desaveu de la raison», dijo Pascal. Abdicar de la razón o
ir contra ella no es inhumano. El querer y no querer al
tiempo es un rasgo peculiar de nuestra naturaleza inco­
herente y dubitativa. Ciertos comportamientos, actitudes
o situaciones no pueden quererse por sí mismos pues, en
tal caso, no se producen. Son, esencialmente, by producís,
productos laterales que advienen sin proponérselo uno di­
rectamente. Por ejemplo, proponerse ser natural, ser ele­
gante o dormir cuando ataca el insomnio, es contrapro­
ducente. Por otro lado, otras conductas que uno debería
querer, de hecho no las quiere, y es preciso entonces uti­
lizar estrategias contra el propio impulso, estrategias irra­
cionales, a fin de conseguir lo que uno sabe que es su bien
y que no conseguirá si no se fuerza o le fuerzan a ello,
puesto que la voluntad le falla. Así, Ulises ruega que le
aten al mástil para no sucumbir al canto de las sirenas,
el goloso esconde el chocolate para no caer en la tentación
de comerlo, el fumador impenitente no compra tabaco.
La racionalidad no es «instantánea», una línea recta entre
dos puntos, sino un camino torcido. El presente se impone
siempre sobre el futuro, pues nadie quiere el futuro más
11 Jon Elster, Ulysses and the Sirens. Studies in Rationality and Irra-
tionality. Cambridge Univcrsity Press, 1979. Véase, asimismo, Uvas
amargas, Peninsula, Barcelona, 1988.
¡8 2 VICTORIA CAMPS

que el presente. Por convincente que, en principio, aquél


se nos muestre, la convicción es ampliamente superada
por los atractivos del ahora, y, a fin de cuentas, nos jus­
tificamos con un «¡que me quiten lo bailao!». Pero si,
como Ulises, queremos luchar contra nuestra propia in­
consistencia no tenemos más remedio que renunciar a la
racionalidad. Llegar a saber hasta dónde uno puede llegar
en la transgresión de las normas sin abdicar de la res­
ponsabilidad, es el reto que nos plantea la ética. «After
the age of forty one is responsible for one’s face», cita
Elster. Y no vale aducir «yo soy asi», sino que hay que
dar la cara e intentar reconstruir el propio yo. Ahí la
autodescripción puede ser otro autoengaño. Pero luego
hablaremos de esta cuestión.
Lo que vale para restablecer la consistencia de la propia
conciencia, ha de valer también para recomponer en lo
posible esa utópica autoidentidad social. El individuo fun­
ciona atomizadamente porque es más económico y eficaz
hacerlo asi. Pero ese mundo atomizado tiende a operar
ordenadamente, y los individuos «egoístas» colaboran en
el bien común puesto que acaban por comprender que es
racional, a la larga, ayudar a los demás, aunque sea irra­
cional a corto término colaborar en esa empresa. La cru­
deza de la máxima de Mandeville, «prívate vices, public
virtues», es tremendamente realista y, a veces, cierta. Bien
es cierto que, para los casos en que dicha máxima no es
operativa, la ley o la coacción se encargan de fortalecer
a las voluntades débiles. El Estado es imprescindible dada
la fragilidad del uso humano de la razón. El Estado de­
bería encarnar ese bien común del que las voluntades tien­
den a escapar.
La segunda forma de autoengaño no radica en la se­
paración entre conocimiento y deseo, sino en la deficien­
cia del mismo conocimiento. Nos engañamos al conocer
o interpretar la realidad porque las palabras valorativas
carecen de referente, nacen del intento de hacer realidad
algo que no está ahi. O más bien nacen como rechazo e
insatisfacción de algo que hay y no nos complace. Nacen,
VIRTUDES PUSUCAS 183

pues, con una carga considerable de sentimiento y sub­


jetividad. de pasión. Y esas palabras que, en principio,
fueron patrimonio de unos pocos, han ido produciendo
adhesiones nuevas. Las grandes palabras de la ética han
acabado siendo veneradas por todos los que se reclaman
de honradez y buena voluntad. Pero esas palabras son
sólo nombres, es decir, su esencia está en el nombre
mismo, como decía Locke. Y la única prueba de que no
sólo el nombre, sino la esencia es comprendida y com­
partida es —como indicó Wittgenstein— observando el
uso del lenguaje, viendo si ese uso es homogéneo, si ge­
nera, por ejemplo, idénticas actitudes, si exige los mismos
contextos, si provoca las mismas asociaciones. Y quizá al
comprobar tales usos, descubriremos el engaño escondido
en el aparente uso unánime de la palabra. Por eso es pre­
ciso ejercer una especie de mayéutica, un esfuerzo de pe­
netrar en lo que se esconde tras las palabras y dejar que
aflore el vacio o la discrepancia. Descubrir, como hacia
Sócrates con los sofistas, que hablamos de justicia pero
no sabemos de qué hablamos, que ya en la definición de
partida empiezan los desacuerdos.
No tenemos recursos para demostrar irrefutablemente
quién tiene la verdad de las palabras. Sin duda, porque
la verdad absoluta no la posee nadie. Pero si tenemos
recursos para justificar nuestro uso de ellas, para decir y
poner de manifiesto cuáles son para mí o para nosotros
las conexiones y relaciones válidas entre los distintos va­
lores. La dialéctica y la retórica fueron, para los griegos,
artes de discurrir, ambas fueron «métodos expresivos». La
diferencia está —escribe bellamente Alfonso Reyes 16— en
que «una es la hermana aristocrática, destinada a los mo­
tivos racionales; la otra es la hermana democrática, des­
tinada a los motivos humanos». La una vale sólo para los
espíritus preparados, la otra se dirige a todos los hombres.
La dialéctica maneja universales, razona con silogismos
’* Alfonso Reyes, «La antigua retórica», en Obras Completas, XI.
Fondo de Cultura Económica, México. 1961.
184 VICTORIA CAUPS

y se mueve entre verdades. El objetivo de la retórica es el


de las cosas inmediatas y concretas, las cosas opinables y
verosímiles; su discurso es argumentativo pero no lógico,
el arte de convencer con deliberaciones porque no hay
pruebas definitivas. La retórica no repudia la seducción
ni las armas de la fortuna si éstas ayudan a recabar ad­
hesiones o a llevar a la práctica las propias convicciones.
Cuando el pluralismo es la regla, entran en liza tesis con­
trovertidas. Y «es preciso —escribe Aristóteles— utilizar
el discurso para refutar los argumentos contrarios»,7. Así,
la razón práctica debe ser entendida como la justificación
de lo que no es demostrable No basta declarar que algo
es injusto o lícito, no basta proclamar que hay que apostar
por la libertad antes que por la vida. Todos estos prin­
cipios han de ser justificados y argumentados cuando las
situaciones obligan a aplicarlos. Razonar no es sólo de­
mostrar, sino también deliberar, criticar, dar razones en
pro y en contra de un enunciado.
La retórica es, por todo ello, la aliada imprescindible
de la democracia. Ésta ha de confiar en el diálogo, en la
confrontación de opiniones, en la consulta popular, por­
que parte del supuesto de que nadie es tan sabio como
para gobernar desde la ciencia de las ideas. La democracia
acepta una Constitución, unos valores fundamentales, y
ha de ir demostrando que los principios no son palabras
vanas ni huecas. Pero la ambigüedad de los principios y
también la urgencia de que la práctica politica sea eficaz
y operativa, llevan a prescindir de la deliberación y de la
17 Aristóteles, Retórica. 1391 b 20.
'* Chaim Perelman ha sido quien más ha investigado en la recupe­
ración de la retórica aristotélica para los discursos jurídico, moral y
político. Véanse, especialmente, sus libros Le champ de Targumenlalion.
Éditions de l’Université de Bruxelles, 1970: Droit, múrale el philosophie.
Librairíe genérale de Droit et Jurísprudcnce, París, 1968; L'empire
rélhorique. J. Vrin. París, 1977; y en colaboración con L. Olbrcchts-
Tyteca, Traite de Targwnenialion. la nouvelle rélhorique. P.U.F., París,
1958. Véase también mi libro Ética, retórica, politica. Alianza Univer­
sidad. Madrid, 1988.
VIRTUDES PÚBLICAS 185

consulta, a decidir en privado y, sobre todo, a obviar las


justificaciones públicas, a evitar asimismo las rectificacio­
nes. Es fácil ampararse en los grandes conceptos —ahora
el más recurrente de ellos es la «ética» misma—, para dar
por saldada cualquier cuestión. Pero esos conceptos por
sí solos no prueban nada, precisan de muchos refuerzos,
de un discurso que convenza o que persuada de que real­
mente es la defensa de la libertad o de la vida, del orden
o de la seguridad, de la transparencia o de la honradez lo
que está apoyando una práctica. Apelar a los mismos
ideales no implica necesariamente adoptar ante ellos las
mismas actitudes ni, por tanto, deducir de ellos las mismas
prácticas. Como observaron los emolivistas, las discre­
pancias ¿ticas dependen bien de desacuerdos en cuanto a
las creencias, bien de desacuerdos en cuanto a las acti­
tudes. En el primer caso, es más sencillo darse cuenta de
la raíz del desacuerdo; en el segundo es más complejo
porque las declaraciones de principio encubren el sentido
real de las decisiones y las actuaciones. De ahí que sea
preciso, a fin de ir descubriendo cómo debemos todos en­
tender los valores que teóricamente suscribimos, ese ejer­
cicio de mayéutica socrática que ayude a engendrar la
sabiduría por el procedimiento de llevar al interlocutor
—y, en definitiva, a uno mismo— al desvelamiento de lo
que está latente. Ese descubrimiento, al tiempo que pon­
drá de manifiesto las contradicciones y las inconsistencias
de las convicciones propias y ajenas, irá sentando y con­
solidando los valores que no pueden ser despreciados ni
olvidados.
La mayéutica y el arte de la argumentación nos liberan
del autoengaño de las palabras, las estrategias irracionales
o coactivas nos liberan del autoengaño e inconsistencia
de las pasiones. Son dos aspectos distintos de una misma
realidad. La realidad que se acostumbra a vivir en la dis­
persión de conocimientos y deseos, sin hacer el esfuerzo,
de vez en cuando, de estructurar toda esa diversidad y
darle un mínimo de coherencia. Lo cual implica la doble
tarea de hurgar en uno mismo, en el autoconocimiento.
186 VICTORIA CAMPS

para que afloren las propias fisuras, y de ahondar también


en el discurso teórico que usamos para explicar lo que
hacemos. Nada de eso puede hacerse sin recurrir a la jus­
tificación. Pues inmediatamente descubrimos lo fácil que
es entrar en el terreno de lo opinable, de lo que se de­
rrumba sin un razonamiento sólido y cuidado.
Pero volvamos al punto de partida. El problema era la
corrupción de los sentimientos, la tendencia a sucumbir
ante lo agradable e inmediato y a despreciar lo arduo y
poco aparente, según el pensar y, sobre todo, el sentir de
la mayoría. Los sentimientos se corrompen porque no nos
dejamos afectar por lo que realmente vale la pena. Dicho
de otra forma, el ethos hedonista si es idéntico a la riqueza
y el consumo, no debería ser el único fin de la existencia.
Y ese «no debería ser» lo suscriben muchos en teoría, si
bien lo refutan en la práctica. Sustituir ese fin por otros
valores, implica, en consecuencia, un ejercicio de persua­
sión. Primero, para convencernos de que eso debe ser asi;
segundo, para producir actitudes que vayan dirigidas real­
mente a esos valores que defendemos y no los desmientan.
Pienso que con las ventajas y recursos que se ofrecen hoy
a la información o a la comunicación —con los recursos
que tiene para si la propaganda— persuadir es bastante
fácil. Es fácil persuadir de que los problemas públicos no
son ajenos a nosotros, que nos afectan a todos y a cada
uno: nos afecta la contaminación, el tráfico caótico, la
mala distribución del trabajo, la poca transparencia de la
gestión pública; nos afecta la demencia senil y la amenaza
de las drogas o del SIDA; nos afectan los adelantos de la
técnica y sus utilizaciones. Pronunciarse sobre todas esas
cosas, optar y justificar las propias elecciones y preferen­
cias, es un ejercicio irrenunciable de cualquier ciudadano
democrático. Lo que he llamado «virtudes públicas» con­
siste precisamente en la serie de actitudes que conviene
desarrollar a fin de que todos esos problemas o intereses
comunes no se queden en meros problemas objetivos, sino
que aparezcan asimismo como cuestiones que afectan a
cada sujeto. Los valores no precisan de justificación. Lo
VIRTUDES PÚBLICAS 187

que exige ser justificado es la ausencia de ellos. Conviene,


pues, desarrollar la perspicacia para descubrir en la serie
ilimitada de realidades que no nos satisfacen qué es lo que
falta en ellas, por qué las desaprobamos. Y conviene con­
vertir esa insatisfacción en un discurso público, no tanto
para promover acuerdos —pues los acuerdos siempre son
sospechosos, aunque sean necesarios—, como para sus­
citar sentimientos, para hacer que los valores se convier­
tan en objeto del deseo.
EPÍLOGO A LA EDICIÓN DE BOLSILLO
I. V ic io s p ú b l ic o s

El titulo V i r t u d e s p ú b l i c a s se prestaba a un equivoco


al que posiblemente se deba una buena parte del éxito que
ha tenido el libro. Cuando tos cuernos de la corrupción
empezaban a asomar por todas partes, no fue difícil aso­
ciar «virtudes públicas» a las carencias evidentes de la
vida política. Una asociación que no viene sino a demos­
trar que el referente natural de io «público» es el conjunto
formado por los que se dedican a hacer política. Los de­
más sólo tenemos vida privada. Mi propuesta, precisa­
mente, pretendía corregir esa idea, poniendo el acento no
tanto en las cualidades que deberían adornar al político
como en las que necesita el ciudadano del siglo xx para
ejercer de ciudadano. Una propuesta calcada, en cierto
modo, de la ética aristotélica. Sin embargo, dado que la
vida política se ha ido deteriorando progresivamente, aqui
y fuera de aqui, pienso que no estaría de más incidir en
algunas de las virtudes que hoy echamos de menos en la
vida política. Puesto que entonces no abordé el tema, voy
a hacerlo ahora aunque sea esquemáticamente.
Si en lugar de hablar de virtudes, habláramos de vicios,
veríamos en seguida que los vicios del ciudadano y los del
político no son los mismos. Al ciudadano de una demo­
cracia hay que pedirle que corrija una serie de actitudes
que ponen en entredicho la realidad de la democracia
192 VICTORIA CAMPS

misma. Al ciudadano hay que pedirle, en primer lugar,


menos indiferencia hacia los asuntos públicos: más par­
ticipación, menos abstención, más compromiso y más ini­
ciativas colectivas. También hay que pedirle que eduque
su sensibilidad social, extremo no imposible habida
cuenta que ha sido posible empezar a educar una sensi­
bilidad tan insólita hace veinte años como la sensibilidad
ecológica. La redistribución de los bienes no sólo a nivel
nacional sino internacional es la asignatura pendiente de
las políticas socialistas. Para que deje de serlo, ha de con­
vertirse en una exigencia, y para ello hacen falta «exi-
gidores». No sólo entre los sindicatos, a quienes suele
encargárseles en exclusiva esa función, sino entre la to­
talidad de los ciudadanos. Sin embargo, no hay tal exi­
gencia. Por diferentes razones: porque nadie considera
que los asuntos de interés común sean de su incumben­
cia, porque esos asuntos pasan a ser inmediatamente res­
ponsabilidad exclusiva de los políticos, y porque, en
general, se desconfía de que nadie, ni ciudadanos ni po­
líticos, sean capaces de resolver ningún problema real­
mente grave e importante. Los medios de comunicación,
por su parte, mediadores de la información que discurre
entre la política y la ciudadanía, no facilitan mucho las
cosas. Su interés y su función es, ante todo, comercial:
vender el periódico, retener a un público, conseguir «au­
diencias millonadas». Nada que tenga que ver con el in­
terés común. Lo único que despierta de la indiferencia y
provoca respuestas irritadas y generalizadas es el mal
comportamiento de los políticos, su inadecuación al pa­
pel que deben representar. El mal social, por el contrario,
preocupa muy poco.
Un segundo vicio del ciudadano es la intolerancia que
significa rechazo e incomprensión del otro, en especial del
otro pobre, que no resuelve problemas económicos, sino
más bien los crea. Nuestra época está dando aliento a una
contradicción teóricamente inexplicable. Por una parte,
la reivindicación nacionalista constituye una clara apo­
logía de las diferencias culturales, lingüisticas, étnicas. Por
EPILOGO A LA EDICIÓN DE BOLSILLO 193

otra, es un hecho la intolerancia hacia todas aquellas di­


ferencias que estorban o son temidas por su capacidad de
producir algún daño, sea económico, politico o cultural.
¿Contradicción o consecuencia? Hay grupos manifiesta­
mente caracterizados como indeseables, a los que se de­
fiende quizá de derecho, pero no de hecho: enfermos de
sida, gitanos, magrebics, peruanos, dominicanos. Frente
a ellos, la sociedad —los ciudadanos— reacciona insoli­
dariamente, no los tolera.
Un tercer vicio del ciudadano es su falta de civismo.
Ya que las figuras de una política democrática son tantas,
por lo menos deberíamos exigirnos lo más fácil y menos
costoso: una apariencia de convivencia digna. El civismo
es el cuidado de las formas, el modo externo de demos­
trarle al otro el respeto que merece. La deferencia hacia
las personas o hacia el medio en el que esas personas de­
ben vivir. Pero en España falta tradición democrática y
también tradición cívica. También es preciso moldear la
sensibilidad: en contra del ruido, de la suciedad, del caos
urbanístico, de la agresión a los espacios y pertenencias
públicas, de la escasa educación, en suma.
La indiferencia, la intolerancia y la falta de civismo
—vicios contra los que propongo las virtudes públicas—,
no son en cambio los vicios más específicos del político
qua político. A un politico, por definición, no puede serle
indiferente la política que es su oficio. Cierto que un po­
lítico puede ser intolerante —ahi está Le Pen—, y dar
muestras de incivilidad absoluta. Pero su intolerancia será
de otro tipo que la del ciudadano. El político intolerante
es racista, xenófobo, y hace de ello su ideología y su po­
lítica: la intolerancia es su bandera. Algo parecido hay
que decir de la incivilidad de un Jesús Gil o un Ruiz Ma­
teos: es una incivilidad provocativa, un acto de afirmación
política por parte de quien quizá no tenga otro medio más
a su alcance de llamar la atención. Si esto es así, ¿cuáles
son, entonces, los vicios propios de los políticos, los po­
líticos de las sociedades avanzadas y democráticas de este
fin de siglo?
194 VICTORIA CAMPS

En primer lugar, eso que ha venido en llamarse «par-


titocracia», el corporativismo político. Es el modo que
tiene el político de expresar su indiferencia con respecto
al interés común, al volcarse exclusiva o prioritariamente
en los asuntos e intrigas del propio partido. Se dice, con
razón, que los partidos están en crisis porque ya no re­
presentan a la sociedad sino a si mismos. Los conflictos
internos de los distintos sectores políticos alcanzan una
notoriedad inusitada, no se sabe bien si por voluntad de
los propios políticos o por torpeza de la prensa en señalar
las cuestiones realmente importantes. La vida política no
se salva de ese retomo de las tribus que desde hace tiempo
viene anunciándose, y cuya primera y nefasta consecuencia
es la pérdida del sentido y la visión global de los problemas.
Ni que decir tiene que la política así entendida, como de­
fensa prioritaria de la integridad y cohesión del partido,
no ayuda nada a avivar el afecto y la credibilidad ciuda­
dana, de los que, por otra parte, está tan necesitada.
Un segundo vicio de la politica es la falta de transpa­
rencia. La democracia, por imperfecta que sea, significa
apertura y publicidad desde arriba hacia abajo, así como
posibilidad de censura, control y crítica de abajo arriba.
La publicidad es, en una democracia, lo único que expone
a legitimación las decisiones colectivas. Y no es que no
haya publicidad en nuestras democracias, pero es una pu­
blicidad a medias, insatisfactoria, insuficiente y, por lo
general, desviada de lo que realmente merece ser cono­
cido. El ciudadano siempre sospecha que no se le dice
toda la verdad, ni se dan aclaraciones suficientes. Sabe
que el político pocas veces reconoce sus errores y le cuesta
dar la cara en situaciones difíciles. La exigencia de trans­
parencia choca con un problema con el que ha de en­
frentarse toda democracia: la escasa o nula popularidad
de ciertas decisiones. La mayoría de las decisiones desti­
nadas precisamente a resolver o paliar los problemas más
graves de la sociedad son, por naturaleza, impopulares,
puesto que tales problemas son siempre los que afectan a
los más desprotegidos, a los que carecen de intereses cor-
EPILOGO A LA EDICIÓN DE BOLSILLO 195

poratizados, los desheredados y sin voz incluso en la de­


mocracia. Una virtud de la que el político no suele hacer
gala es esa virtud tan griega del coraje, la valentía para
afrontar decisiones con costos políticos no despreciables.
Finalmente, la corrupción imparable, el vicio más ex­
tendido, celebrado y también más ancestral de la política.
Precisamente porque es el vicio más claro y antiguo,
pienso que es el que necesita menos discurso. Todo ser
humano es corrompible dada la escisión de su ser entre
la razón y la pasión. Hacemos, por debilidad, lo que sa­
bemos perfectamente que no debemos hacer. El político
corrupto sucumbe a la tentación de mezclar lo público y
lo privado y se aprovecha privadamente de los beneficios
de su vida pública. O no es la persona del político quien
se aprovecha sino su partido, víctima de la publicidad y
de las reglas del mercado, porque también el partido ha
de venderse como si fuera una mercancía. Por supuesto,
el que la corrupción responda a una tendencia difícil de
erradicar en el comportamiento humano, no es excusa
para exculparla. Es un vicio que debe ser combatido, pero,
para ese combate, la democracia está armada. De los tres
vicios señalados, el de la corrupción es el más fácilmente
detectable y nombrable, ya que suele tener nombres pro­
pios. Por lo mismo, es el menos peligroso. Si alguna ca­
pacidad tiene la democracia es la de sacar a la luz sus pro­
pias faltas y defectos, más aún cuando los agentes de la
democracia no son inmunes a la competitividad y a la lu­
cha del poder. Les falta tiempo, entonces, para denunciar
la paja en el ojo ajeno aun cuando llevan la viga en el
propio. El control del otro, sin embargo, no sólo denuncia,
contribuye a ejercitar también el autocontrol.
Todos los vicios públicos —sean sus portadores los po­
líticos o los ciudadanos— son acciones u omisiones que
impiden o no ayudan a la reconstrucción de la vida pú­
blica. Que la vida pública es un valor en sí se deduce tanto
del consenso, teórico cuando menos, sobre el valor de la
democracia, como de la convicción irrefutable de que nin­
guno de los problemas graves de hoy lo es de un solo go-
196 VICTORIA CAUPS

biemo o un solo país. La droga, el sida, las epidemias, el


hambre, la guerra, son problemas internacionales, asuntos
públicos. Si las sociedades democráticas están de hecho
más legitimadas que las no democráticas es porque son so­
ciedades más abiertas, donde la tiranía o el despotismo ma­
nifiestos se encuentran, de algún modo, perseguidos. Ahora
bien, si apertura significa libertad, no hay apertura sin coo­
peración. La libertad que se limita al espacio de lo privado
y que elude su propio desarrollo en lo público, no es una
libertad plena ni propiamente humana. Y, como ya vieron
Platón o Aristóteles, no es plenamente humana la vida que
no se ocupa en gestionar, al mismo tiempo, los bienes pri­
vados y los públicos, la propia vida y la convivencia.
La cooperación es imprescindible para describir y cons­
truir una moral pública, que no es otra cosa que eso que
Rawls llama una «concepción pública de la justicia». Por
muy consensuados y aceptados que estén los principios
de la justicia más generales, o los derechos humanos fun­
damentales, lo que éstos deben significar en las situacio­
nes problemáticas que van apareciendo, la forma en que
los grandes principios deben aplicarse, es algo a priori des­
conocido e imposible de inferir de teorías abstractas. Los
contenidos de la justicia, el detalle de su sentido, nos son
desconocidos, y sólo podemos llegar a conocerlos por la
confrontación de opiniones y el diálogo. No en vano una
de las propuestas éticas interesantes de nuestro tiempo es
la llamada «ética comunicativa», la propuesta de dirimir
las discrepancias y diferencias en torno a la validez de las
normas por medio de la palabra o del diálogo. Sin em­
bargo, digan lo que digan las teorías éticas, las sociedades
actuales no parecen muy dispuestas a la reconstrucción
de la vida pública, más aislada y desacreditada que nunca.
El mercado y las inclinaciones neoliberales discurren ig­
norando lo público. Al mercado no le interesa, y el li­
beralismo lo considera un limite a la libertad que predica.
El recuerdo simplificado de Adam Smith y su mano
invisible se vuelve persistente ante las cuestiones de in­
justicia social. No existen lazos cívicos y es urgente crear­
EPILOGO A LA EDICIÓN DE BO LSIU .O 197

los. No por medio de «religiones civiles», como quería Rous­


seau, sino insistiendo en el papel que debe jugar la for­
mación —una formación continua— en la transforma­
ción moral de la persona. La política no es necesariamente
corrupción y sectarismo. La política puede ser buena. El
individuo, por su parte, se equivoca al creer que es posible
ser feliz en un mundo de injusticias. Debe convencerse de
que no es asi. Por difícil o imposible que sea demostrar
que no es peor sufrir una injusticia que cometerla, ese es
el axioma del que deriva cualquier propuesta moral.

11. U n a é t ic a p ú b l ic a , e t n o c é n t r ic a .
OPTIMISTA Y FEMINISTA

A la luz de los comentarios más reticentes o críticos


que ha tenido este libro, podría definir mi propuesta como
la de una ética pública, consciente de su contexto histórico
y geográfico, una ética carente de los tonos patéticos del
negativismo moral y que, finalmente, no rehuye, antes
pretende consagrar ciertas «cualidades» de la condición
femenina. Puesto que en filosofía casi todo es opinable,
creo que, en la defensa de un punto de vista, son más
importantes las razones a su favor, que el contenido del
mismo. Voy a tratar, pues, de abundar con nuevas ra­
zones en esas ideas que han resultado ser las más discu­
tibles.
Insisto en lo dicho al principio de este epílogo, la ética
o la moral siguen viéndose más como un asunto privado
que público, puesto que, a fin de cuentas, es el individuo
el responsable moral de sus actos. Lo público es, en todo
caso, la política. Algo que está lejos de la moral y que
probablemente está condenado a mantenerse en esa le­
janía. Y es cierto: el sujeto de la moral es el individuo
cuyas decisiones y responsabilidades son intransferibles.
Pero, aunque asi sea, los contenidos de la moral difícil­
mente pueden limitarse a un alcance y enfoque estricta­
mente privados. Las normas o las virtudes morales han
pretendido dibujar siempre un modelo de persona: fiel.
m VICTORIA CAMPS

generosa, altruista, honrada, justa, solidaria, casta, cari­


tativa, humilde. Las religiones primero y las filosofías des­
pués han ido proponiendo maneras de ser como compen­
dio de la moralidad. De esas maneras, unas afectan más
a la propia persona que las adopta —la humildad o la
castidad, por ejemplo—; otras tienen más que ver con la
relación de cada uno con los demás. Al optar por unas
virtudes públicas, quise insistir en ese segundo aspecto que
es el más necesitado de teoría. En una sociedad demo­
crática, el individuo debe sentirse también ciudadano, y
es ese papel el que no sólo exige más aclaración, sino que
es el único que la permite. Si en algo podemos ser pre­
ceptivos es en aquellas actitudes y maneras de ser de las
que depende el buen funcionamiento de una sociedad de­
mocrática. La solidaridad, la tolerancia y la responsabi­
lidad colectiva son, sin duda, factores de ese buen fun­
cionamiento. Son virtudes del individuo, por supuesto,
porque sólo el individuo puede adquirirlas o desarrollar­
las, pero virtudes que miran y se refieren al otro. Lo cual
no significa que la moral se agote en esas virtudes públi­
cas. Pero si que sólo ellas son universalizables en una so­
ciedad laica, esto es, pluralista, que admite ideas distintas
y divergentes sobre las formas de vida individuales. No
es lícito identificar al individuo con la comunidad, no es
lícito moralizarlo desde la comunidad, pero tampoco es
posible construir una moral para el individuo que no lo
vea como formado e implicado socialmente. Se trata, en
definitiva, de oponer al individualismo pasivo de la ideo­
logía liberal un individualismo más activo.
Segunda cuestión: la ética —dije en el prólogo a V i r ­
t u d e s p ú b l i c a s — tiene que ser etnocéntrica. ¡Despro­
pósito notable en los tiempos que corren, de exageradas
e insultantes afirmaciones étnicas! Pese a las apariencias,
nada estuvo más alejado de mi intención que hacer la
apología de algo asi como los valores de occidente. Ni
siquiera pretendí apuntarme a un definitivo e indiscutible
relativismo ético. Mi propósito era más bien teórico: evi­
tar la reincidente pretensión de toda gran teoría ética de
EPILOGO A LA EDICIÓN DE BOLSILLO 199

ser universal, ahistórica y atemporal. Una ética de las vir­


tudes del ciudadano comparte necesariamente el supuesto
aristotélico de que hay que ser ya ciudadano —de dere­
cho, por lo menos— para poder ser virtuoso. Ni el esclavo
ni el artesano tienen facilidades para serlo. El ciudadano
de nuestro tiempo es el que existe en los estados de de­
recho, en las democracias avanzadas, donde la preocu­
pación fundamental ya no es erradicar de raíz la injusticia
existente, sino combatir diferentes injusticias como parte
de un ideal de justicia previamente asumido. No se trata,
pues, de proponer una ética para las sociedades privile­
giadas y sólo para ellas. Las virtudes de la solidaridad y
la responsabilidad son virtudes a ejercer no sólo en el in­
terior de esas sociedades sino, quizá mayormente, fuera
de ellas. Los derechos humanos son universales, pero las
obligaciones y los deberes que esos derechos implican de­
ben repartirse asimétricamente puesto que unos —los más
ricos y poderosos— tienen más obligaciones que otros.
Eso es lo que quise decir al defender una ética egocén­
trica: que las propuestas éticas deben estar contextuali-
zadas y ser asumidas por sociedades con características
definidas, en este caso, sociedades democráticas desarro­
lladas. El mundo subdesarrollado tendrá seguramente
otras prioridades también éticas que impulsarán progra­
mas éticos de otro orden.
Por lo que respecta al talante optimista de este libro,
no digo que no sea así. Tiendo a ser, en general, más
positiva que negativa, voluntarista o posibilista, si se
quiere. Y así, Carlos Thiebaut, por ejemplo, me reprocha
una falta de acritud que. a su juicio, todo intento de re­
novación moral necesita. Me temo que no puedo respon­
der a esa objeción con mejores razones que las emotivas
o temperamentales, ya que el optimismo o el pesimismo,
la irritabilidad o la mesura es algo que una lleva dentro
y difícilmente podrá adquirir o perder. Pero, dejando
aparte las disposiciones subjetivas, lo cierto es que la cri­
tica radical tiene un tope más allá del cual sólo es estéril.
Hace ya más de un siglo que la filosofía se nutre de ne-
200 VICTORIA CAMPS

gatividad y de noes, los cuales ya no resultan ni sugerentes


ni creíbles. Tanto más cuando lo que hoy nos piden de
todas partes —desde fuera de la filosofía y desde las ge­
neraciones más jóvenes— son ideas y no escepticismo,
ideas que iluminen los problemas y conflictos que apa­
recen cada día. Si la única postura que podemos ofrecer
ante ellos es la de la resistencia que se niega a contemplar
soluciones porque todo está demasiado mal y todo de­
bería cambiar desde la misma raíz, me temo que sólo con­
seguiremos transmitir cansancio y aburrimiento. La ética
se apoya en el querer, en la voluntad, pero ésta descansa
en el poder: si no pensamos y decimos que lo que debemos
hacer es posible, ¿cómo podremos llegar a desearlo?
Sin ninguna duda, el capítulo que ha merecido más
aplausos a la par que irritaciones es el que, apostando
por un cierto feminismo, lleva el titulo de «El genio de
las mujeres». Era una secuencia, a mi modo de ver, bas­
tante obvia dentro de una opción ética a favor de virtudes
francamente «débiles»: el género históricamente definido
como débil no sólo estaba en condiciones de entender me­
jor las virtudes públicas, sino que debia constituirse en su
principal valedor. El hecho de que, hasta hace muy poco,
esos valores —y otros que los rodean— hayan sido pa­
trimonio de la clase sometida, no debería hacerlos menos
necesarios para el buen funcionamiento de la sociedad en
general. En lugar, pues, de negarlos y abominar de ellos,
lo que hay que hacer es mostrar que son imprescindibles
y, en consecuencia, universalizables. Superados —o ago­
tados— los discursos feministas de la igualdad y la dife­
rencia, convendría centrarse ahora en el discurso de la
dignidad, no, por supuesto, la dignidad de las mujeres,
sino la de la humanidad en general, en cuya concreción,
sin embargo, deben tener un papel no banal esos valores
o virtudes que la historia ha caracterizado como espe­
cialmente «femeninos». En la explícita afirmación de tales
valores se mostraba —decía yo— «el genio de las mu­
jeres».
La expresión, lo reconozco, no es afortunada, como ha
EPILOGO A LA EDICIÓN DE BOLSILLO 201

sabido recriminarme por extenso Amelia Valcárcel en un


articulo reciente. No lo es, a su juicio, por varias razones,
y me temo que por este orden. Primero, porque quien lo
usó primero fue el papa Woytila. Segundo, porque, por
definición, el genio es individual, hablar de un genio co­
lectivo es, sencillamente, inexacto. Tercero, porque toda
generalización es falsa, carece de base empírica suficiente
para validarla. La primera y la tercera razones creo que
están contempladas y argumentadas suficientemente en el
capitulo en cuestión, por lo que no vuelvo a ellas. Con la
segunda estoy totalmente de acuerdo: un genio colectivo
es una contradicción. Pero ese extremo importa, en rea­
lidad, poco para la aceptación o el rechazo de mi teoría.
No hablemos de genio, sino de colectivo, grupo, género,
ya que —insisto— si nos quedamos en el singular, no hay
teoría. ¿Seguiremos pensando que el género femenino ca­
rece de valores exclusivos? ¿Son o no son valores?
Amelia Valcárcel contesta que, efectivamente, tales va­
lores exclusivos existen, pero ahi está el problema: son
exclusivos, a saber, procedentes de la dominación, cua­
lidades positivas sólo para un subgrupo, el de las mujeres,
y no cualidades positivas de lo humano, como ocurre con
los valores propiamente dichos, que son los masculinos.
Resulta, entonces, que para que sea posible generalizar
los valores característicos del subgrupo, previamente la
mujer debe negar ese subgrupo y salirse de él. Con lo cual,
mi propuesta de mantenerlos desde dentro se vendría
abajo. Dicho de otra forma, la igualdad sigue siendo la
condición de posibilidad de la libertad: de la libertad para
hacer valer valores hasta ahora desacreditados como fe­
meninos. Luego, consigamos antes la igualdad con la sub­
siguiente libertad y después hablaremos de lo que hace­
mos con ella.
He de decir que nunca he defendido lo contrario: sin
una igualdad mínima y básica, no hay libertad ni para
conservar unos valores ni para transmitirlos. Pero ahí
también caemos en peligrosas generalizaciones. ¿De qué
dominaciones y de qué mujeres estamos hablando? Dije
202 VICTORIA CAUPS

más arriba que la ética no puede pronunciarse intempo­


ralmente: tiene que explicar el contexto, el aquí y ahora
en que está pensando. Por supuesto que la igualdad es
condición sine qua non de la dignidad. Pero ¿no es esa
igualdad ya una conquista en el haber de bastantes mu­
jeres de sociedades avanzadas y democráticas? Esas mu­
jeres, que piensan que el discurso de la igualdad, en su
caso, es pura repetición de lo ya sabido, ¿no podrían y
deberían preocuparse de tejer un discurso de la dignidad?
Pero Amelia Valcárcel sigue en desacuerdo. Porque, dice,
hablar de valores femeninos es consagrar la desigualdad,
aun en el caso de mujeres supuestamente emancipadas,
puesto que significa que reclaman la atención sólo como
mujeres. ¿Sólo? ¿Por qué sólo? ¿No hemos aprendido ya
que el individuo se despliega en múltiples identidades?
Una cosa es decir que el individuo que pretende desarro­
llar su individualidad no debe identificarse total y úni­
camente con una de las cosas que es o hace, y otra muy
distinta mantener que esa identificación no forma tam­
bién parte esencial de su individualidad. Una es mujer, y
no sólo mujer: es, además, otras cosas. Pero, no por ello,
deja de ser mujer. Mi oponente, en cambio, quiere con­
vencerme de lo contrario y añade: «El acceso a la indi­
vidualidad supone la negación del genérico» ¿Necesaria­
mente?, pregunto. En el capítulo «Identidades» de este
mismo libro, trato esta cuestión poniendo de relieve que
la identidad individual precisa, para empezar, de identi­
dades previas socialmente definidas y determinadas —gé­
nero, etnia, profesión, creencias—. Sin esas identidades,
no es posible ni reconocerse una misma, ni distanciarse
lo que haga falta de esas definiciones, para afirmarse
como individuo.
Voy a la última pregunta: ¿son o no son realmente va­
lores esos valores supuestamente femeninos? ¿Conviene
preservarlos, quererlos, cuidarlos como valores que toda
sociedad requiere y exige? Esa era, para mi, la pregunta
fundamental. Pero Amelia Valcárcel no entra en tal dis­
cusión: le preocupa más la estrategia para afirmar y pre­
EPILOGO A LA EDICIÓN DE BOLSILLO 203

servar los supuestos valores, estrategia que juzga funda­


mentalmente equivocada. No digo que, como estrategia,
no esté equivocada, ya que. en cuestión de estrategias, las
individualidades cuentan y las generalizaciones se vuelven
más vulnerables. Cuanto más concreta se hace la pro­
puesta, aparecen más diferencias y la teoría se debilita.
Ese es el punto flaco, precisamente, de las teorías éticas
o políticas. La pregunta, sin embargo, por la validez de
esos valores menos «viriles» y por el cómo de su acep­
tación sigue en pie. ¿Necesita la sociedad esas virtudes?
Y si las necesita, ¿por qué renegar de ellas sencillamente
porque su genealogía es inaceptable o porque la estrategia
propuesta parece desafortunada?
Sea como sea, sean o no femeninas esas virtudes, lo que
la realidad más reciente confirma es el déficit de las mis­
mas y la urgente necesidad que tiene la humanidad de
adquirirlas. Las llamadas a la solidaridad y a la tolerancia
no cesan de oírse en los espacios que se ocupan de los
conflictos cotidianos internos y externos. Son llamadas o
voces que claman en un desierto donde es evidente que
ni la una ni la otra pueden darse por supuestas. El rechazo
de los extranjeros, generalizado por lo menos en Europa
—esa Europa que, paradójicamente, insiste en el empeño
de su reconstrucción—, nos devuelve a tiempos que —ilu­
sos de nosotros— creimos que no volverían. Posible­
mente, una parle de nuestras actitudes se explique por la
socorrida recesión económica. Pero eso no las justifica.
La crisis económica no justifica que las relaciones de con­
vivencia se vuelvan más inhumanas. Repito lo que ya dije
al escribir este libro: hay que redirigir la política, hay que
inventar nuevas políticas públicas que no ignoren alegre­
mente que su fin último debiera ser la preservación de
unos derechos humanos que todos los estados de derecho
recogen en sus constituciones, y que corren constante­
mente el peligro de no dejar de ser puro formalismo. Las
políticas deben cambiar y deben hacerlo asimismo las ac­
titudes personales. No todos los problemas de nuestro
tiempo tienen soluciones políticas, y es muy ingenuo es­
204 VICTORIA CAMPS

perar que la política emprenda unos derroteros distintos


a los que ha seguido hasta ahora, si éstos no vienen exi­
gidos de algún modo por los propios ciudadanos. Sin vir­
tudes públicas, la democracia es una ficción, un asunto
abandonado a unos políticos profesionales que, entre
otras aspiraciones sin duda más dignas, se mueven por la
inesquivable pulsión de perpetuarse en el poder.

V ic t o r ia C a m p s .
Enero, 1993.

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