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Marcel Duchamp y la emancipación

espiritual del arte


*Texto presentado durante el encuentro “A cien años de la Fuente de Duchamp”,
realizado en la Universidad de Caldas en mayo 17 y 18 de 2018

Por: Diego Fernando Noreña

El arte es el resultado de una actividad productiva del espíritu humano. La


comprensión adecuada de una obra de arte equivale a la compresión de su sentido.
Pero el sentido no puede captarse de manera directa, no es ni el resultado de una
intuición sensible ni la simple deducción del conjunto de sus elementos. El arte
pertenece necesariamente al ámbito axiológico que le da sentido y forma a la
existencia humana. Así, el sentido deviene por su carácter histórico, y es porque
deviene sentido que la obra de arte necesita ser interpretada. La interpretación, por
otro lado, no capta el sentido como una pura sensación; más bien lo recupera al unir
la reflexión con el sentimiento, lo va reconstruyendo, por así decirlo, a medida que
va cavando al interior de su propio devenir. El sentido es interpretado entonces
como un contenido sedimentado en el tiempo que se despliega en la obra; de ahí
que Kandinsky haya afirmado que toda obra de arte es hija de su época.

Hegel, sin duda, acertó al decir que el espíritu es temporal porque se mueve a
través de sus determinadas etapas en un sucesivo dialéctico, pero su visión de un
movimiento que tiende cada vez más a la universalidad, a una finalidad dada por su
lógica interna, nos enfrenta al problema de un orden histórico necesario y
homogéneo. Sin embargo, la historia no se manifiesta de esta forma; está hecha de
fragmentos discontinuos e inclinaciones en permanente conflicto, perspectivas
irreconciliables y problemas irresolubles, en otras palabras, la historia -como el
despliegue de la acción humana- está marcada por su propio carácter trágico. Y el
arte, como expresión del espíritu, no es ajeno a ello. Lo que no significa, por
supuesto, que el movimiento de la historia sea paradójico o arbitrario; es posible,
como afirma Theodor Adorno, que el conocimiento de una continuidad histórica
pueda construirse a base de distancias muy grandes. De modo que una adecuada
interpretación de una obra de arte puede consistir en ir reconstruyendo su sentido a
partir de los problemas que le son esenciales y los distintos momentos que han ido
dando forma a esta actividad; problemas que en el fondo hacen del arte el lugar
donde se manifiesta el carácter ideológico y anímico de una época específica.

De manera que este ensayo no es un ejercicio de crítica de arte, donde lo que se


pone en juego sea el valor de las obras en sí mismas, sino que es un ensayo de
filosofía del arte; un ejercicio de interpretación de ciertas obras que contienen y
desarrollan, a mi juicio, un problema filosófico que deseo sacar a la luz. Es más, las
reflexiones hechas aquí pueden considerarse dentro de un ámbito más amplio de
una filosofía de la cultura. La importancia de esta filosofía radica precisamente allí
donde la actividad artística deja de ser una simple representación de la realidad
empírica, es decir, cuando el arte abandona las pretensiones meramente imitativas
y reflectivas, para abocarse a la tarea de crear. Como ya lo había advertido el
filósofo Friedrich Nietzsche, el arte es la actividad más importante porque en ella el
hombre fabrica los productos de la cultura que, como ya hemos señalado, le dan
valor y forma a su existencia. Quizá sea un prejuicio, arraigado en la estética
desarrollada en el siglo XVIII, mostrar al arte como una actividad inerme e
inofensiva. Espero demostrar que nuestra época -a pesar de la ruptura y el
agotamiento producido durante el siglo XX, y que algunos teóricos como Arthur
Danto han denominado el fin del arte- sigue estando hambrienta de sentido, y esta
necesidad no puede ser satisfecha más que por una actividad que -como el arte- ha
logrado empeñarse plenamente al juego libre de la imaginación.

¿Cómo logra el arte liberarse a sí mismo? Para responder a esta pregunta, intentaré
seguir el sentido de algunas obras a través de un tópico particularmente
problemático en la historia del arte. Se trata de lo que llamaré el problema de la
representación. Cuando pensamos en una obra artística, habitualmente pensamos
en la representación de algo, y esto es, parcialmente, cierto. De manera muy
intuitiva sabemos que sin un objeto no parece que el arte tenga algún sentido
(aunque como ya veremos más adelante, el abandono progresivo del objeto
cambiará la manera en que el arte toma conciencia de sí mismo. Algunas obras de
arte moderno, como las de Robert Motherwell llegan incluso a ser simples fondos
oscuros sobre el lienzo). La cuestión radica, más bien, en la naturaleza de ese algo,
ese objeto que el arte intenta captar. Esta manera de abordar el arte nos permite
apreciar dos tendencias de la representación: la primera, una tendencia reflectiva,
en la cual la imagen -o el relato, porque esto también sucede paralelamente en la
literatura- intenta ser sólo el reflejo fiel de la realidad exterior y sensible; y la
segunda, una tendencia hacia la introspección, es decir, a la representación de la
vida interior y subjetiva del artista.

La representación oscila entre ambas tendencias, dando lugar a que, en ocasiones,


una predomine sobre la otra, o bien se toquen hasta llegar a confundirse. Es el caso
destacable de la obra de Caravaggio, en la que logra captar la verdad antropológica
del mito religioso haciéndola coincidir con su vida interior. David sostiene victorioso
la cabeza cercenada de Goliat. En esta obra Caravaggio se pinta a sí mismo como
Goliat, en la eterna disputa entre la virtud y el vicio que el propio artista padeció toda
su vida. En cierto sentido, el genio de Caravaggio radica en hacer que lo sensible y
lo espiritual coincidan. Sin embargo, a partir del siglo XIX, con el surgimiento de la
conciencia romántica, una tendencia en particular se hizo más poderosa: la
tendencia hacia la introspección.

David con la cabeza de Goliat, 1609 - 1610. Caravaggio. Óleo sobre lienzo. Galería Borghese
Ciertamente, la introspección no es un rasgo único ni exclusivo del periodo
romántico, sino una tendencia que ha permanecido a lo largo de la historia del arte;
la tensa relación entre lo figurativo y lo no-figurativo es otra prueba de ello. Pero la
inclinación cada vez más profunda en la introspección, como camino del
autoconocimiento, que se evidencia en las obras más importantes de este período,
llevó al arte por un rumbo que sería transitado, en adelante, sin posibilidad de
retorno.

Toda conciencia que se mira a sí misma, que ha perdido toda mediación, es una
tautología. Para saberse a sí misma, la conciencia debe dar un rodeo por los objetos
externos. Una conciencia no mediada es un gesto con el vacío. Así, la conciencia
artística, en una búsqueda afanosa por la autonomía, apartó su mirada del mundo,
se replegó sobre sí misma, primero con la esperanza de hallar una realidad
espiritual más elevada, y luego, al hundir su mirada cada vez más en sus entrañas,
se encontró con su propia nihilidad, su propia nada, dando lugar a una liberación
espiritual que puede ser el sentido de obras como La fuente (1917) de Marcel
Duchamp y su ya conocida fórmula del ready-made u objetos encontrados, que
surgió a principios del siglo XX, o las Cajas de Brillo que expuso Andy Warhol
posteriormente en 1964, y que coinciden, casi como la evidencia de un síntoma
espiritual que definiría en adelante a nuestra época, con obras literarias como las de
James Joyce y Samuel Beckett, que de forma paralela intentaban seguir los
principios del espíritu romántico bajo la premisa de Flaubert de escribir un libro
sobre nada. Estos objetos constituyen, en el fondo, una declaración en favor de la
libertad y la autonomía del arte como la actividad genuinamente creadora de
sentido.

La Fuente, 1917. Marcel Duchamp Cajas Brillo, 1964. Andy Warhol


La premisa principal de la introspección consiste en que el conocimiento de sí
mismo es la fuente de todo conocimiento. La conclusión de una elevada
introspección es que de nuestro interior no sólo brota el conocimiento como de un
manantial, sino que nosotros mismos somos sus aguas. Toda cadena de sentido
remite a un principio fundamental que ha sido puesto ahí por el solo esfuerzo de una
voluntad creadora. Remitirse a ese primer principio, con la intención de ver lo que
esconde, es descubrir que más allá no hay nada, que sólo hay perplejidad ante una
página en blanco. El discurso y la imagen constituyen un orden de sentido; este
orden se ha constituido en virtud de un significante-amo que, frente a esa
perplejidad de los múltiples cursos posibles, toma la decisión fundamental que
inaugura un sentido y le da forma y significado a la experiencia. El núcleo de la
existencia misma es, por tanto, una decisión cerrada, un sí o un no que lo define
todo. Los movimientos vanguardistas llevaron a cabo los corolarios de esta
proposición. Su manera de exaltar la imaginación y la libertad sólo fue posible
gracias a que el romanticismo, entre los siglos XVIII y XIX, dirigió la mirada del
artista y del poeta hacia sí mismo, al corazón de su propia conciencia decisiva.

Esta conciencia tuvo su forma en el héroe romántico, el poseedor de la verdad. Su


gesto heroico consistía en consumirse por ella, si es necesario, hasta tocar la
locura: como el capitán Ahab o el Empédocles de Hölderlin. Pero el heroísmo con el
que se lanzaba a conquistar su libertad sucumbía trágicamente ante las inmensas
fuerzas de la naturaleza. Así, la predilección por el mar servía como alegoría de lo
indefinido que trasciende la insignificante presencia humana. Es el elemento externo
que se resiste a desaparecer en la mirada introspectiva del héroe romántico. Las
obras de Turner, por ejemplo, rebosan al tiempo de deseo y terror por lo
desconocido y extraño. Sus paisajes se asemejan al alma: una niebla, un viento que
arrecia sobre los náufragos en la oscura noche de una tormenta. O las tranquilas y
piadosas aguas de Venecia, rodeadas de estructuras apolíneas: símbolos del
anhelo de orden. En el romanticismo el arte es una actividad que se mira a sí misma
en el conflicto interior del artista. El ego es, por tanto, conflicto y permanente lucha:
las figuras heroicas y sus hazañas son vistas como el actuar del espíritu sobre la
naturaleza: es el caso de Aníbal o Napoleón cruzando los Alpes o Ulises engañando
a Polifemo. No obstante, también fue la época de la melancolía. El estado anímico
de una conciencia que empezaba a percibir con claridad su propio interior, el
aislamiento y el desgarro que ella era en el fondo. De modo que la única manera de
retornar a la unidad perdida que halló el espíritu romántico consistió en explorar las
experiencias que se hallan más allá de la vida consciente: el paisaje onírico, los
mitos paganos, las celebraciones y festejos de origen dionisíaco. Pero, ante todo, la
visión trágica de la vida del hombre como un barco naufragando en la muerte sin
ninguna esperanza de redención. La conciencia romántica parecía intuir la fragilidad
del ego que, paradójicamente, había ayudado a poner en el centro de su
representación.

El naufragio, 1805. William Turner.

A diferencia del romanticismo, la autonomía del arte se manifestó en algunas


vanguardias como hostilidad hacia la forma. Hostilidad que puede traducirse como
la predominancia de un contenido expresivo, como sucede en Pollock, o un
contenido metafísico, como sugiere Rothko, Kandinsky o Newman, quienes
siguieron la ruta que fue trazada por Van Gogh con su espiritual Sembrador bajo el
sol, donde la intensidad del color abraza la pintura como una fuerza que la hace
vibrar. Todos ellos no hacen más que continuar, bajo otros motivos, la premisa del
impresionismo según la cual el color pertenece a un orden de lo real más elevado:
en el fondo constituye la esencia de lo vivo. En una descomposición de la
percepción, tanto el impresionismo como el expresionismo abstracto, seguían de
manera análoga la doctrina del empirismo radical de David Hume en la cual lo real
no es más que puntos coloreados dispuestos de un cierto modo. El color precede a
la forma y la sugiere. En otros artistas abstractos, como Piet Mondrian y Theo Van
Doesburg, lo real no sólo es la experiencia del color, sino las propiedades que
pueden ser captadas solo por el pensamiento geométrico: lo mensurable, lo
medible. La realidad era entendida como aquello que resistía el tamiz del intelecto
puro. Pollock, sin embargo, va más allá. Inmoviliza las emociones, se desembaraza
de ellas; en cierto sentido, las despoja de cualquier contenido intelectual que pueda
servirnos de acceso a alguna noción de la realidad. En este último, la tensión se
vuelca cada vez más hacia la introspección y a la obra como objeto autónomo. Su
propósito fue eliminar toda mediación.

Sembrador bajo la puesta del sol, 1888. Naranja y Amarillo, 1956. Mark Rothko
Vincent Van Gogh

Convergencia, 1952. Jackson Pollock


Marcel Duchamp, por otra parte, que se había formado intensamente en casi todas
las vanguardias, quiso llevar a su culminación, hacia su estado más crítico, la
tendencia introspectiva y la autonomía del arte. Durante toda la primera década del
siglo XX, Duchamp hizo de sí mismo un campo de experimentación. De esta época
son sus períodos fauvista como La barcaza de lavandería y El desnudo con
calcetines negros de 1910, donde la intensidad del color se acentúa mediante
fuertes contrastes entre verdes, violetas y rosas; luego viene su período cubista
cuya obra más representativa es El jugador de ajedrez de 1911, siguiendo casi
metódicamente la yuxtaposición de las distintas perspectivas en que se puede
percibir un objeto que es propia de los postulados del cubismo. Duchamp era, desde
luego, un excelente pintor, prueba de ello es su obra Desnudo bajando una escalera
de 1912, una pieza maravillosa cuyo tema central es el tiempo y el movimiento
captado con la técnica del cubismo. Si bien al cubismo le interesaba sobre todo el
espacio, Duchamp usa el espacio para abstraer el movimiento en un cuerpo
geométrico.

Sus obras no fueron, sin embargo, bien recibidas y esto le produjo un fuerte
sentimiento de rechazo a la inclinación que tenían las vanguardias de hacerse
escuela, de institucionalizarse. Habían trazado inicialmente el camino hacia la
autonomía, pero pronto fueron asimiladas por las instituciones sociales que se
daban a su alrededor y desde donde se pontificaba como si de una religión se
tratara; allí se encontraban los que Duchamp luego identificaría como los auténticos
enemigos de los artistas: los marchantes, los coleccionistas, los críticos, los
especuladores de los museos, en fin, todas esas prácticas que terminan definiendo
al llamado mundo del arte. Duchamp persistiría aún más en busca de la autonomía,
afirmó que se trata intencionalmente de desprestigiar al arte como se hace con la
religión. Entonces pintó una reproducción de la Mona Lisa con un bigote y le puso
una inscripción que dice: Ella tiene el culo caliente, liberando al arte de la vocación
hacia la belleza que le fue impuesta durante más de dos siglos. Duchamp comienza
así la emancipación radical del arte, que llevará al momento más determinante de la
historia de esta práctica: el orinal inclinado de 1917, firmado por R. Mutt, y
presentado ante la llamada Exposición de los independientes en Nueva York, que
presidía la Sociedad de Artistas Independientes a la que él mismo, paradójicamente,
pertenecía. Esta obra es para el arte el equivalente a lo que para la filosofía fue la
sentencia Dios ha muerto. El arte alcanza con Duchamp su completa autonomía. No
hay valores artísticos en sí, no hay sentidos profundos, no hay una esencia del arte
ni una facultad privilegiada: es el artista el creador del sentido de la obra, el artista
es significante-amo. Este es el momento crucial de todo el arte contemporáneo, y,
sin embargo, ha implicado también cierta desorientación y desconfianza hacia el
arte. Quizá nuestra época esté definida por la angustia que produce el sacudimiento
de los viejos sentidos, quizá titubeamos al filo de la incertidumbre y la culpabilidad.
Querer ser libre no es aún haber conquistado la libertad.

L.H.O.O.Q, 1919. Marcel Duchamp

En esto Duchamp se asemeja a Nietzsche. El filósofo alemán sospechaba que el


espíritu liberador caería por su propia desconfianza en la negación radical,
olvidando con ello el sentido mismo del acto creativo en el que se manifiesta una
afirmación del valor de la existencia humana. Advertía los peligros a los que se
enfrentaba el espíritu una vez se ha reconocido libre y exigía por el contrario el más
elevado compromiso, no ya con la fuerza destructiva, sino con la fuerza edificante,
que identificaba con la inocencia del niño, y que puede recuperar el hombre a través
de su actividad creativa. Decía he conocido nobles que perdieron su más alta
esperanza y desde entonces calumniaron todas las esperanzas elevadas. A partir
de entonces, viven insolentemente entre breves placeres, y apenas se trazan metas
de más de un día. ¡El espíritu es también voluptuosidad! así se dijeron. Y entonces
se les quebraron las alas del espíritu: este se arrastra ahora de un lado a otro y
mancilla todo lo que roe.

Duchamp insistía en que el artista se aparta del mundo, no sólo para denigrarlo y
someterlo a juicio, sino también para dotarlo de un nuevo sentido: la autonomía del
arte tan sólo es el vehículo de las ideas y de los valores que se quieren comunicar,
pues si no fuera así ¿cómo entender los movimientos y los cambios de la civilización
y la cultura humana sino es apelando al aspecto creativo y autónomo del arte? Al fin
y al cabo, parece que el arte es la única actividad donde el espíritu se pasea
libremente, sin ataduras ni compromisos exclusivos. De nuevo, coincide con el
pensamiento de Nietzsche, en el cual el espíritu lucha por su voluntad propia: el que
se retiró del mundo conquista ahora su mundo. El escritor británico Will Gompertz
dice que Duchamp emancipa al arte de la oscuridad medieval en la que estaba
encerrado, como Galileo hizo con la ciencia.

Ahora bien, con este paisaje a la vista, ¿cuál es el estado del arte actualmente?
Vemos que el punto álgido tras su emancipación no radica ya en que no haya reglas
ni convenciones, ni que el arte haya dejado de ser el último reducto de la metafísica
occidental, sino si es posible ahora afinar la sensibilidad frente a los grandes
problemas morales de nuestra época. Seguimos en una larga y persistente náusea,
llena de pavores descoloridos, de efímera alegría y de eterno descontento. Como
predijo el propio Nietzsche, la civilización occidental estaría poblada de lo que él
llamó “el último hombre”. Individuos apáticos, conformistas, incapaces de asumir
compromisos, indiferentes y tímidos ante el porvenir, atrapados en un mundo de
aguas estancadas, tranquilas y turbias. Asistimos entonces a dos grandes actitudes
que es necesario advertir; no sólo por ser ellas mismas disposiciones anímicas que
han anidado en la mentalidad colectiva, sino porque también configuran nuestra
propia conducta actual frente al arte. Se pueden tomar estos dos caminos, ambos
bajo el riesgo del mismo signo: el nihilismo. Por un lado, se puede seguir insistiendo
en el vacío de sentido, hacerlo sensual, atractivo, confundirlo con la forma, la
extravagancia y el exceso; hacer que quien lo contemple se sienta a gusto, pervertir
la sensibilidad para que el terror se convierta en un placer despreocupado y fortuito.
O en otro sentido, se puede tomar el camino del mundus vult decipi (el mundo
desea ser engañado): esto es, hacer del arte un fármaco, un encantamiento para
consuelo de los desencantados; el viejo espíritu romántico reclamando de nuevo al
arte, convertido ahora en objeto de consumo y consuelo para su cansada y
decadente visión de la vida. O, si me lo permiten, reclamar un tercer camino: la
persistencia en la actividad creativa. Creo que finalmente el valor más alto que todo
artista asume después de la conmoción del siglo XX es poder seguir creando en
medio de la estupidez y la confusión del mundo. Es cuando ya no tenemos ningún
referente que la actividad creadora se hace indispensable. La tendencia reflectiva
del arte lo liga necesariamente al mundo y sus asuntos, a la realidad abierta y
compleja que seguirá proponiéndole al artista nuevos retos y posibilidades. Es
probable que no se pueda seguir siendo absolutamente indiferente; la realidad,
sobre todo cuando se impone con toda su violencia sobre el espíritu humano, hace
que este reclame su propia libertad por las sendas del arte. El confuso paisaje que
dejó la obra de Duchamp no puede significar más que el llamado de advertencia
sobre una nueva forma de crear y valorar el arte. Como si un esclavo que tras un
largo período de cautiverio pudiese ver la luz, pero sus ojos, habituados tanto a la
oscuridad, no le permitiesen ver con claridad el nuevo mundo al que su libertad lo
invita. Así, los artistas tienen ante ellos mismos un nuevo horizonte de posibilidad y
un paisaje que pueden edificar o derribar. La libertad creadora, posibilitada por la
declaración de La fuente, con toda la confusión y malversación a la que pudo llevar,
es también el privilegio de una actividad que puede tomar distancia respecto de sí
misma y de su objeto, ser crítica y al mismo tiempo propositiva frente a la compleja
situación de la condición humana. Esto hace al arte una actividad privilegiada. Como
alguna vez afirmó Schiller el arte es aquello que establece sus propias reglas. Todos
los atributos de una actividad que merece seguir siendo cultivada y pensada por el
hombre.

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