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Noreña, Diego Uchamp - Ensayo Sobre La Fuente
Noreña, Diego Uchamp - Ensayo Sobre La Fuente
Hegel, sin duda, acertó al decir que el espíritu es temporal porque se mueve a
través de sus determinadas etapas en un sucesivo dialéctico, pero su visión de un
movimiento que tiende cada vez más a la universalidad, a una finalidad dada por su
lógica interna, nos enfrenta al problema de un orden histórico necesario y
homogéneo. Sin embargo, la historia no se manifiesta de esta forma; está hecha de
fragmentos discontinuos e inclinaciones en permanente conflicto, perspectivas
irreconciliables y problemas irresolubles, en otras palabras, la historia -como el
despliegue de la acción humana- está marcada por su propio carácter trágico. Y el
arte, como expresión del espíritu, no es ajeno a ello. Lo que no significa, por
supuesto, que el movimiento de la historia sea paradójico o arbitrario; es posible,
como afirma Theodor Adorno, que el conocimiento de una continuidad histórica
pueda construirse a base de distancias muy grandes. De modo que una adecuada
interpretación de una obra de arte puede consistir en ir reconstruyendo su sentido a
partir de los problemas que le son esenciales y los distintos momentos que han ido
dando forma a esta actividad; problemas que en el fondo hacen del arte el lugar
donde se manifiesta el carácter ideológico y anímico de una época específica.
¿Cómo logra el arte liberarse a sí mismo? Para responder a esta pregunta, intentaré
seguir el sentido de algunas obras a través de un tópico particularmente
problemático en la historia del arte. Se trata de lo que llamaré el problema de la
representación. Cuando pensamos en una obra artística, habitualmente pensamos
en la representación de algo, y esto es, parcialmente, cierto. De manera muy
intuitiva sabemos que sin un objeto no parece que el arte tenga algún sentido
(aunque como ya veremos más adelante, el abandono progresivo del objeto
cambiará la manera en que el arte toma conciencia de sí mismo. Algunas obras de
arte moderno, como las de Robert Motherwell llegan incluso a ser simples fondos
oscuros sobre el lienzo). La cuestión radica, más bien, en la naturaleza de ese algo,
ese objeto que el arte intenta captar. Esta manera de abordar el arte nos permite
apreciar dos tendencias de la representación: la primera, una tendencia reflectiva,
en la cual la imagen -o el relato, porque esto también sucede paralelamente en la
literatura- intenta ser sólo el reflejo fiel de la realidad exterior y sensible; y la
segunda, una tendencia hacia la introspección, es decir, a la representación de la
vida interior y subjetiva del artista.
David con la cabeza de Goliat, 1609 - 1610. Caravaggio. Óleo sobre lienzo. Galería Borghese
Ciertamente, la introspección no es un rasgo único ni exclusivo del periodo
romántico, sino una tendencia que ha permanecido a lo largo de la historia del arte;
la tensa relación entre lo figurativo y lo no-figurativo es otra prueba de ello. Pero la
inclinación cada vez más profunda en la introspección, como camino del
autoconocimiento, que se evidencia en las obras más importantes de este período,
llevó al arte por un rumbo que sería transitado, en adelante, sin posibilidad de
retorno.
Toda conciencia que se mira a sí misma, que ha perdido toda mediación, es una
tautología. Para saberse a sí misma, la conciencia debe dar un rodeo por los objetos
externos. Una conciencia no mediada es un gesto con el vacío. Así, la conciencia
artística, en una búsqueda afanosa por la autonomía, apartó su mirada del mundo,
se replegó sobre sí misma, primero con la esperanza de hallar una realidad
espiritual más elevada, y luego, al hundir su mirada cada vez más en sus entrañas,
se encontró con su propia nihilidad, su propia nada, dando lugar a una liberación
espiritual que puede ser el sentido de obras como La fuente (1917) de Marcel
Duchamp y su ya conocida fórmula del ready-made u objetos encontrados, que
surgió a principios del siglo XX, o las Cajas de Brillo que expuso Andy Warhol
posteriormente en 1964, y que coinciden, casi como la evidencia de un síntoma
espiritual que definiría en adelante a nuestra época, con obras literarias como las de
James Joyce y Samuel Beckett, que de forma paralela intentaban seguir los
principios del espíritu romántico bajo la premisa de Flaubert de escribir un libro
sobre nada. Estos objetos constituyen, en el fondo, una declaración en favor de la
libertad y la autonomía del arte como la actividad genuinamente creadora de
sentido.
Sembrador bajo la puesta del sol, 1888. Naranja y Amarillo, 1956. Mark Rothko
Vincent Van Gogh
Sus obras no fueron, sin embargo, bien recibidas y esto le produjo un fuerte
sentimiento de rechazo a la inclinación que tenían las vanguardias de hacerse
escuela, de institucionalizarse. Habían trazado inicialmente el camino hacia la
autonomía, pero pronto fueron asimiladas por las instituciones sociales que se
daban a su alrededor y desde donde se pontificaba como si de una religión se
tratara; allí se encontraban los que Duchamp luego identificaría como los auténticos
enemigos de los artistas: los marchantes, los coleccionistas, los críticos, los
especuladores de los museos, en fin, todas esas prácticas que terminan definiendo
al llamado mundo del arte. Duchamp persistiría aún más en busca de la autonomía,
afirmó que se trata intencionalmente de desprestigiar al arte como se hace con la
religión. Entonces pintó una reproducción de la Mona Lisa con un bigote y le puso
una inscripción que dice: Ella tiene el culo caliente, liberando al arte de la vocación
hacia la belleza que le fue impuesta durante más de dos siglos. Duchamp comienza
así la emancipación radical del arte, que llevará al momento más determinante de la
historia de esta práctica: el orinal inclinado de 1917, firmado por R. Mutt, y
presentado ante la llamada Exposición de los independientes en Nueva York, que
presidía la Sociedad de Artistas Independientes a la que él mismo, paradójicamente,
pertenecía. Esta obra es para el arte el equivalente a lo que para la filosofía fue la
sentencia Dios ha muerto. El arte alcanza con Duchamp su completa autonomía. No
hay valores artísticos en sí, no hay sentidos profundos, no hay una esencia del arte
ni una facultad privilegiada: es el artista el creador del sentido de la obra, el artista
es significante-amo. Este es el momento crucial de todo el arte contemporáneo, y,
sin embargo, ha implicado también cierta desorientación y desconfianza hacia el
arte. Quizá nuestra época esté definida por la angustia que produce el sacudimiento
de los viejos sentidos, quizá titubeamos al filo de la incertidumbre y la culpabilidad.
Querer ser libre no es aún haber conquistado la libertad.
Duchamp insistía en que el artista se aparta del mundo, no sólo para denigrarlo y
someterlo a juicio, sino también para dotarlo de un nuevo sentido: la autonomía del
arte tan sólo es el vehículo de las ideas y de los valores que se quieren comunicar,
pues si no fuera así ¿cómo entender los movimientos y los cambios de la civilización
y la cultura humana sino es apelando al aspecto creativo y autónomo del arte? Al fin
y al cabo, parece que el arte es la única actividad donde el espíritu se pasea
libremente, sin ataduras ni compromisos exclusivos. De nuevo, coincide con el
pensamiento de Nietzsche, en el cual el espíritu lucha por su voluntad propia: el que
se retiró del mundo conquista ahora su mundo. El escritor británico Will Gompertz
dice que Duchamp emancipa al arte de la oscuridad medieval en la que estaba
encerrado, como Galileo hizo con la ciencia.
Ahora bien, con este paisaje a la vista, ¿cuál es el estado del arte actualmente?
Vemos que el punto álgido tras su emancipación no radica ya en que no haya reglas
ni convenciones, ni que el arte haya dejado de ser el último reducto de la metafísica
occidental, sino si es posible ahora afinar la sensibilidad frente a los grandes
problemas morales de nuestra época. Seguimos en una larga y persistente náusea,
llena de pavores descoloridos, de efímera alegría y de eterno descontento. Como
predijo el propio Nietzsche, la civilización occidental estaría poblada de lo que él
llamó “el último hombre”. Individuos apáticos, conformistas, incapaces de asumir
compromisos, indiferentes y tímidos ante el porvenir, atrapados en un mundo de
aguas estancadas, tranquilas y turbias. Asistimos entonces a dos grandes actitudes
que es necesario advertir; no sólo por ser ellas mismas disposiciones anímicas que
han anidado en la mentalidad colectiva, sino porque también configuran nuestra
propia conducta actual frente al arte. Se pueden tomar estos dos caminos, ambos
bajo el riesgo del mismo signo: el nihilismo. Por un lado, se puede seguir insistiendo
en el vacío de sentido, hacerlo sensual, atractivo, confundirlo con la forma, la
extravagancia y el exceso; hacer que quien lo contemple se sienta a gusto, pervertir
la sensibilidad para que el terror se convierta en un placer despreocupado y fortuito.
O en otro sentido, se puede tomar el camino del mundus vult decipi (el mundo
desea ser engañado): esto es, hacer del arte un fármaco, un encantamiento para
consuelo de los desencantados; el viejo espíritu romántico reclamando de nuevo al
arte, convertido ahora en objeto de consumo y consuelo para su cansada y
decadente visión de la vida. O, si me lo permiten, reclamar un tercer camino: la
persistencia en la actividad creativa. Creo que finalmente el valor más alto que todo
artista asume después de la conmoción del siglo XX es poder seguir creando en
medio de la estupidez y la confusión del mundo. Es cuando ya no tenemos ningún
referente que la actividad creadora se hace indispensable. La tendencia reflectiva
del arte lo liga necesariamente al mundo y sus asuntos, a la realidad abierta y
compleja que seguirá proponiéndole al artista nuevos retos y posibilidades. Es
probable que no se pueda seguir siendo absolutamente indiferente; la realidad,
sobre todo cuando se impone con toda su violencia sobre el espíritu humano, hace
que este reclame su propia libertad por las sendas del arte. El confuso paisaje que
dejó la obra de Duchamp no puede significar más que el llamado de advertencia
sobre una nueva forma de crear y valorar el arte. Como si un esclavo que tras un
largo período de cautiverio pudiese ver la luz, pero sus ojos, habituados tanto a la
oscuridad, no le permitiesen ver con claridad el nuevo mundo al que su libertad lo
invita. Así, los artistas tienen ante ellos mismos un nuevo horizonte de posibilidad y
un paisaje que pueden edificar o derribar. La libertad creadora, posibilitada por la
declaración de La fuente, con toda la confusión y malversación a la que pudo llevar,
es también el privilegio de una actividad que puede tomar distancia respecto de sí
misma y de su objeto, ser crítica y al mismo tiempo propositiva frente a la compleja
situación de la condición humana. Esto hace al arte una actividad privilegiada. Como
alguna vez afirmó Schiller el arte es aquello que establece sus propias reglas. Todos
los atributos de una actividad que merece seguir siendo cultivada y pensada por el
hombre.