Hablar de corrupción es hablar de un tema muy común en nuestros países
latinoamericanos. Deletrean nuestros labios esta palabra con tanta naturalidad como lo hacen los periodistas cada día. Todas las mañanas podríamos leer el periódico y, sin temor a la verdad, encontraríamos siempre una noticia vinculada a la corrupción. ¡Es fatal! Nos hemos, incluso, acostumbrado a ver los rostros de nuestros dirigentes políticos metidos en rollos de este tipo: desvíos de fondos, malversación de cantidades ingentes de dinero, aprovechamiento ilícito de bienes públicos, etc. Según el informe que Transparencia Internacional publicó este año 2020, los países más corruptos en América Latina son Venezuela, Nicaragua, Honduras, Guatemala, México y Rep. Dominicana. Los más limpios son Chile y Uruguay. Y no hay duda en que quienes sufren más las consecuencias de la corrupción son las familias desempleadas, excluidas de las esferas adineradas y confinadas a vivir en la zozobra de un presente desesperanzador, con acceso limitado a la educación y en condiciones salutíferas inhumanas. Esto, sin embargo, prefieren ignorarlo los medios de comunicación que se encuentran al servicio de gobiernos corruptos, y más bien procuran a toda costa pintar panoramas casi ficticios y risibles. Estas no son más que bofetadas para el pueblo anhelante de transparencia y confiabilidad democrática. Dicen que las sociedades hoy son lo que comenzaron a forjarse hace cuarenta años. ¿Vivimos, acaso, ciclos con un eterno retorno quienes vivimos en países con altos índices de corrupción? La situación, pues, no parece mejorar, aunque ha transcurrido el tiempo. A pesar de los muchos esfuerzos por personas debidamente preparadas y preocupadas por lograr una transformación en todos los niveles de nuestra sociedad, a nuestros gobiernos pareciera solo interesarles salvaguardar la comodidad de sus más allegados, sin importarle que miles de personas se vean confinadas al abandono estatal. Es inconcebible que con los medios existentes hoy día y con la capacidad de redes de colaboración que se han creado, aún perviva el analfabetismo, el desempleo y los jóvenes se vean en medio de caminos inciertos, muchas veces plagados de violencia y narcotráfico, y todo porque no hay espacios que les impulsen a buscar vías de desarrollo personal. La universidad sigue siendo una utopía para muchos, y para quienes fue una realidad, lo que no tienen es un trabajo donde desempeñar lo aprendido. El arte, la investigación, la ciencia y todo lo que tenga que ver con el impulso de la creatividad profesional para la creación de sociedades más plenas y desarrolladas no tienen cabida en países donde los gobiernos solo miran sus bolsillos. Se sienten tan desinteresados, que ni siquiera la promueven. Seguramente temen que, abriéndose espacios de este tipo, la gente tenga acceso a una mayor conciencia social y exijan, entonces, sus derechos con más audacia y bases científicas. Lo cual quiere decir que, para un gobierno corrupto, dos premisas fundamentales serían: fomentar la ignorancia y desentenderse de todo lo que pueda atraer desarrollo. Parece una locura, pero es lo que late de fondo. ¿Estamos condenados a contemplar estas actitudes funestas? Sabemos de personajes excepcionales de la historia que nos han mostrado que es un deber y un derecho exigir una mejor calidad de vida, sobre todo porque hay medios, pero son mal invertidos o son utilizados para proyectos de grupos selectos. Y a pesar de esto la historia parece repetirse. Solo basta echar una mirada a Nicaragua, por ejemplo, donde el mismo libertador de una dictadura, forjó su propia dictadura mediante métodos absurdos y sangrientos; a Honduras, donde un narco- presidente se reeligió para perpetuar su desfachatez y aplastar cualquier rastro de democracia; a Venezuela para contemplar millares de vidas huyendo por hambre, cuando su suelo podría darles la riqueza más grande del continente; México, donde las grandes urbes no logran eclipsar la realidad de muerte que hay detrás con instituciones organizadas como los carteles, y donde el presidente quiere hacerles frente mediante mecanismos poco estudiados; a Guatemala, donde los mandatarios se burlan frente a la población, utilizando los fondos públicos para enriquecerse mientras hay un mundo de pobreza atroz, y todo esto quienes más lo sufren son los pueblos originarios. Esto es solo la punta del iceberg, la realidad oculta detrás es aún más espantosa. Y resulta doloroso caminar por las calles y encontrarnos acostumbrados a este estilo de vida, en el cual pareciera no haber otra salida más que continuar la rutina que nos proponer nuestros mandatarios. Sin embargo, siempre aparece alguien para mostrarnos que hay caminos distintos. Personas cuyo ejemplo nos dan la esperanza de que mañana puede ser un día mejor. No hay duda de que podemos ser felices con poco. Solo hay que mirar la sonrisa de nuestros paisanos después de una larga jornada de trabajo, o nuestros familiares en el pueblo que viven cada día con lo necesario. Cada uno de nosotros es consciente de que se puede ser feliz aún en medio de la pobreza, cuando hay solidaridad y unión. Pero no se trata de eso. Es decir, no se trata de quedarnos estancados y vivir en una conformidad continua, cuando podríamos fortalecer esos vacíos. Las huellas que dejan la corrupción son devastadoras. Los desfalcos podrían provocarnos un infarto. Roban dinero en nuestras narices. Y no son cantidades pequeñas: son tan enormes que bastarían para sacar adelante a miles de familias en un país. Las huellas de la corrupción engendran más corrupción, a menos que no lo ignoremos, nos desacostumbremos y utilicemos los medios que tenemos a nuestro alcance para denunciar tales atropellos.