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1.

Cucarachas

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Como de costumbre, en el principio fue el verbo. Un breve
comunicado de prensa mecanografiado sobre la hoja membretada de un
desconocido instituto científico fue la primera señal sobre el escritorio
del periodista. Pero él no le dio mucha im portancia. Era un día feo o
hermoso, estaba enamorado o deprimido, había mucho trabajo o bien
poco y las horas se sucedían unas iguales a otras. No importa ahora por
qué, ese sobre fue a parar al cajón junto a otros papeles que suponía tan
irrelevantes corno ése.
Con las semanas, las gacetillas, fotografías, currículums y recortes de
diarios con el mismo membrete se fueron acumulando peligrosamente.
El periodista tuvo que pedir un sobre de los grandes a la secretaria del
director para guardar todo ese papelerío, pero al tiempo ya necesitaba una
carpeta. La cosa impresionaba. A pesar de que no tenía mucho tiempo
para averiguar de qué se trataba todo eso, llamó dos veces al teléfono
que aparecía en los comunicados. Los murmullos sordos de un fax lo
detuvieron. Creyó que en ese momento no valía la pena dejar el mensaje.
El doctor Gregor, el protagonista de esa avalancha informativa, era en
la foto un señor canoso, bigotudo, de guardapolvos blanco y moñita a
dos colores. Según los comunicados, había creado mediante
manipulación genética una nueva especie de cucaracha que alcanzaba
cuarenta centímetros de longitud, más o menos. Con las secreciones
glandulares de esos insectos desarrolló una vacuna contra los efectos
nocivos de las radiaciones atómicas. El trabajo de Gregor solo merecía
elogios en el mundillo académico, de acuerdo con las fotocopias de las
cartas enviadas por sus colegas. Pero lo que más impresionó al secretario
de redacción fue la foto de la cucaracha. «Qué asco», murmuró. «Imagináte
un bicho de éstos en tu bidé.»
Esa tarde había una interpelación, un incendio, una renuncia en el
gabinete, una final de campeonato. Ya nadie se acuerda qué, pero
tampoco entonces llamaron al instituto.
El periodista se encontró una madrugada después del cierre de edición
con un amigo de la adolescencia que se dedicaba a la venta de artículos
para médicos. Por el cuarto whisky, recordó el caso de Gregor y
preguntó a su amigo si lo conocía. La respuesta fue que no. Sin
embargo, la historia le resultó verosímil. La industria del medicamento
avanza a velocidad de vahído y no dejará de hacerlo hasta lograr la
inmortalidad o el suicidio perfecto. Entre el quinto y el octavo whisky,
el tema de conversación fue el interferón, un remedio para el cáncer
elaborado con prepucios humanos.
El día siguiente, era obvio, vino de resaca.
El periodista recibió la primera llamada de uno de los asistentes del doctor
Gregor a las tres de la tarde, mientras intentaba deglutir tembloroso un

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sandwich de longaniza con un café doble y aspirinas. El científico había
llegado a la ciudad pocos minutos antes y convocó una conferencia de prensa
para las cinco.
«Sea puntual, por favor. El doctor tiene mucho trabajo», dijo el
empleado. Justo entonces, cuando había que cerrar dos páginas de
apuro. ¿No se podía arreglar una entrevista en el laboratorio, con
fotógrafo y todo? «El doctor no concede entrevistas. No se lo tome como
algo personal, pero ya ha tenido problemas con algunos colegas suyos. Se
sentirá más tranquilo si van todos los periodistas juntos. Los demás
diarios ya están avisados.» Gracias.
«¿Gregor? ¿El de la cucaracha?», preguntó el secretario de redacción.
«Llevá fotógrafo. ¿Gregor, cuánto es? Ah, es el apellido. Sí, debe ser checo
o eslovaco o de quién sabe dónde; ahora nunca se puede estar seguro si un
país existe o no. Apuráte que no llegás. Tomáte un taxi que te lo pago cuando
pueda.»
La conferencia de prensa estaba servida. Era en un salón de fiestas
alquilado. Una larga mesa, varias hileras de sillas plegables, una secretaria
que recibía a los periodistas. Lo único que faltaba era el plato principal, el
propio doctor Gregor. Eran las cinco y cuarto y el tipo no aparecía. Las
radios, los canales, los diarios, hasta los semanarios y las agencias, todos los
medios estaban presentes.
Solo quedaba tomar café y hablar de cualquier cosa. Nadie sabía
siquiera el nombre de pila del científico, ni su nacionalidad; algunos se habían
preocupado de leer los comunicados.
Gregor llegó con la tardanza habitual en estos casos, pero uno de los
camarógrafos todavía no había encontrado enchufe para su lámpara. Sí, ese
tipo que entraba al salón y se sentaba detrás de la mesa era el de la foto,
aunque en vez de guardapolvos vestía un saco de tweed. Así que éste era el
científico loco, el doctor de cucarachas... Antes de pronunciar palabra,
sacó dos píldoras de un frasquito. se las metió en la boca y las arrastró con
un buche de agua. Todos pensaron que el hombre estaba enfermo cuando la
misma secretaria que llevaba las bandejas de café comenzó a pasar entre
los asientos repartiendo píldoras. Dos para cada uno.
«Este medicamento no tiene efectos secundarios y, administrado de
forma periódica, produce inmunidad a las radiaciones nocivas»,
sentenció Gregor, con un intransferible acento eslavo. «Tómenlas sin
miedo. Ya las están distribuyendo por los alrededores de Chemobyl. La Food
and Drugs Administration las está por autorizar para tomar baños de sol sin
bronceador.»
El doctor Gregor se levantó de su silla y esperó que cesara el
murmullo. Entonces, hizo un ademán que dio confianza a los cronistas;

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uno a uno, fueron tragando las píldoras. La mayoría puso cara de asco y
alguno hasta fingió un estornudo para meterlas con disimulo en el
bolsillo. El científico moduló una sonrisa bondadosa y des cribió a pasos
lentos un par de círculos delante de la mesa. Luego, emprendió una larga
explicación de sus experimentos. Se notaba su esfuerzo por hacerse
entender en un idioma que no era el suyo. Nadie, excepto Gregor y sus
asistentes, parecía saber mucho de biología ni de ciencia alguna. De cualquier
manera, el asunto sonaba razonable: un corte en el cromosoma 23 de la cucaracha
doméstica, a la altura del gen VI-133, el transplante de una partícula de estroncio
en el intersticio, el procesamiento de la linfa del espécimen resultante.
Pocas dudas quedaban cuando concluyó la conferencia. Apenas un par de
preguntas, que merecieron extensas respuestas con la ayuda de un pizarrón y
un asistente que traducía los pasajes más complicados del alemán o algo así.
Luego, los murmullos se dirigieron hacia uno de los ayudantes de Gregor que
entraba a la sala cargando una cucaracha disecada de casi medio metro sobre un
soporte de madera. El doctor se alejó de la mesa y se despidió de los periodistas
para desaparecer por la puerta del costado. Los de la televisión y la radio, que
siempre andan pidiendo un-resumen-de-treinta-segundos-por-favor, estaban
desolados. El secretario del científico les explicó que había mucho trabajo
atrasado en el laboratorio.
A bordo del taxi de vuelta, el periodista tomó su grabador, su libreta de notas
y los auriculares. Desafió los baches y comenzó a desgrabar a mano, como para
llegar a la redacción con el título pensado. Seguía sin saber el nombre de pila ni
la nacionalidad del médico, pero ya no sufría la resaca. «Las píldoras», pensó.
La jornada había valido la pena. Cucarachas gigantes ponen coto a la amenaza
de una hecatombe nuclear. El doctor Gregor es tuvo ahora, querido público.

HACE MÁS DE un cuarto de siglo que Joey Scaggs, un artista plástico


neoyorquino, viene fabricando noticias. Encarnó al doctor Gregor frente a
los grabadores y las cámaras con un guardapolvos, una moñita y un poco de
tintura para el pelo. Era su cara la que se asomó a las pantallas de televisión
minutos después. Las palabras que pronunció aparecieron en negro sobre blanco
en miles y miles de diarios a la mañana siguiente. Los periodistas habían caído
en la trampa.
No fue la primera vez, ni tampoco la última. Scaggs prestó su cuerpo a
Giuseppe Scaggioli, el banquero que depositaba en sus cofres semen de
estrellas de rocanrol y lo ofrecía en tubitos a las fanáticas, que bloquearon los
teléfonos de los diarios para ofrecer sus úteros a la ciencia. Fue también el dueño
de Hair Today, una empresa que compraba por adelantado el cabello a los
futuros cadáveres, y de Comacoon, un sanatorio antiestrés que incluía

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alucinógenos en su vademécum.
Las noticias de Scaggs sortean con frecuencia los controles de las agencias
internacionales y terminan en los informativos y en los diarios de todo el mundo,
a pesar de que están llenas de luces amarillas: el nombre del doctor Gregor, por
ejemplo, fue elegido en homenaje a Gregor Samsa, el personaje de Franz
Kafka que se convierte en cucaracha a lo largo de la novela "La metamorfosis".
Todo esto hace pensar que no es necesario ser inteligente para trabajar de
periodista. Es posible aun siendo un perfecto imbécil.
¿Por qué los periodistas se creen las puestas en escena de Scaggs? Porque el
grueso del trabajo periodístico se parece más a la burocracia de las oficinas
públicas o a la rutina de las fábricas de tornillos que a las aventuras que narran
las películas sobre periodistas. Buena parte de la información que llega al
público trasciende gracias a mecanismos similares a los empleados por
Scaggs para mostrar una cucaracha gigante moldeada en papel crepé.
El dirigente político que impulse una reforma constitucional o el
presidente del club de fútbol que desee comprar un mediocampista
mozambiqueño ordenarán a sus secretarios que envíen cientos de
comunicados, gacetillas y fotos y que convoquen a conferencias de
prensa, si es posible, con whisky & saladitos. Y tal vez lo que tengan que
exponer al público no sea tan interesante corno la vida y los milagros del
doctor Gregor.
«Quiero demostrar lo fácil que puede ser manipular las noticias»,
dice Scaggs. Es que la difusión de un hecho implica, necesariamente,
manipulaciones previas que lo convierten en noticia. Las fuentes
manipulan, los periodistas manipulan, las empresas periodísticas
manipulan. Así surge la duda: ¿aquello que los medios trans miten es o no
más "real" o "verdadero" que la escultura de una cucaracha de medio
metro?
Amable público: la realidad es casi tan inasible como la ficción. Nadie
puede pretender atraparla tal cual es. La realidad conocible —constituida
apenas por una fracción de lo que se denomina "realidad"— es un
producto humano. una convención generada por un número abrumador
pero finito de intercambios de información. El periodista sólo puede
trazar una de sus tantas versiones posibles: una versión perio dística. Los
periodistas no pueden pretender que beben la realidad entera de una cu -
charada, aunque muchos crean hacerlo. Corno todo el mundo, solo
pueden hacer el intento de clavar el escarbadientes en una miga.
La ciencia ha perdido toda esperanza de condensar el universo en un
tubo de ensayo o sintetizarlo en una fórmula matemática. Los astrónomos,
por ejemplo, ya saben que los cuerpos celestes que postulan quizá ya no
existan y que sus posiciones en el cielo están modificadas por el efecto de

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la gravedad sobre la luz. Pueden extender sus miradas algunos cientos de
miles de quilómetros con muletas satelitales, pero todo lo demás es teoría.
Fausto ha renunciado al microcosmos.
Según la física moderna —que ya tiene unas cuantas décadas— , es
imposible determinar todos los parámetros del fenómeno que se estudia.
Werner Heisenberg, el fundador de la mecánica cuántica, llegó a
formular, incluso, el "principio de indeterminación", dada la
imposibilidad de describir con exactitud la ubicación y la velocidad de los
cuerpos de un sistema atómico. Solo se pueden determinar las
posibilidades de que estén o no en algunos lugares alrededor del núcleo.
Mientras Heisenberg se ganaba un premio Nobel por admitir que el
conocimiento de la física apenas era posible como aproximación, los
periodistas —más cerca del arte que de la ciencia— han hecho un oficio de
traficar con la realidad.
El truco es tan bueno que la mayoría de los clientes de los medios
periodísticos suponen que lo que éstos difunden es "la realidad". Hasta los
periodistas y sus patrones se lo creen, aunque solo estén mostrando un
grano de polvo posado sobre un jirón de una costura de esa pelota de fútbol
imposible de patear que es el universo. Es una "realidad" desvariada, una
alucinación: la noticia se instala en las mentes como si fuera un hecho.

CARL BERNSTEIN, UNO de los cronistas del célebre caso Watergate,


definió el verbo "informar" como «dar la mejor versión obtenible de la realidad».
Y nadie puede asegurar —ni el propio Bernstein lo pretende— que solo un
periodista puede obtener esa mejor versión. ¿Por qué no, por ejemplo, un
adiestrador de caniches?
¿La mejor versión obtenible de la realidad es periodística? Eso, igual que la
existencia de dioses, es una cuestión de fe. Muchos periodistas creen que sí, a
pesar de las cucarachas que, se cuelan entre sus materiales de trabajo. Con ellos,
el periodismo —igual que la religión, igual que la ideología ha adoptado un
discurso totalizador y totalizante que, a la larga, corre el riesgo de volverse
totalitario. El periodismo es, apenas —y nada menos que—, periodismo.
Ningún periodista puede contar-las-cosas-tal-como-pasan. Eso es imposible.
A lo sumo, puede contarlas tal como ve que pasan, o, en la mayoría de los casos,
tal como le dicen que pasan. En resumen, tal como al periodista le parece que
pasan. Se aproxima, pero siempre quedará lejos.
El problema de la "verdad" quitó el sueño a decenas de filósofos y científicos
célebres por milenios, antes aun de que existieran los medios modernos. Pero
todas esas teorías no preocupan mucho a los periodistas que no hayan sido
acusados en los tribunales de difamación o algo por el estilo. ¿Para qué, si tanta

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inteligencia nunca logró ponerse de acuerdo?
El filósofo francés Michel Foucault dijo que «cada sociedad tiene su régimen
de verdad, su "política general" de la verdad: es decir, los tipos de discurso que
acoge y hace funcionar como verdaderos o falsos: las técnicas y los
procedimientos que están valorados para la obtención de la verdad: el estatuto de
quienes están a cargo de decir lo que funciona como verdadero».
Los periodistas postularon durante décadas la "objetividad" como criterio
determinante de la calidad de sus trabajos y hasta de la veracidad de la
información que ofrecían. Resultó imposible. Las rocas y los termómetros
pueden ser "objetivos", pero los periodistas solo pueden ser subjetivos, en tanto
no son objetos sino sujetos que por lo general informan sobre otros sujetos. La
objetividad, más que una pretensión ética, resultó una escuela estética que
reclamaba cierto despojamiento, medido de acuerdo con la subjetividad de los
periodistas y empresarios periodísticos que se creían objetivos y el reflejo
empañado de la infinidad de subjetividades que intervenían en el proceso. Eso
sirvió, en su momento, como cohartada para los medios aburridos y escudo para
los periodistas temerosos.
«En el conocimiento hay un cuerpo de verdad exacta muy pequeño cuyo
manejo no requiere mayor habilidad o entrenamiento. El resto queda a
discreción del propio profesional», decía Walter Lippmann, un prestigioso
periodista estadounidense para quien todo «se puede decir en cientos de formas
diferentes». O sea que todo depende del oculista que recete los cristales. Como
decía el músico californiano Frank Zappa, «existen tantas formas diferentes de
expresar algo que es muy posible que el otro nunca sepa qué quisiste decir».
En su traducción periodística, el calificativo de "verdadero" recae sobre la
información comprobable (porque soportará más o menos indemne que alguien
quiera tildarla de mentira) planteada de modo verosímil (porque parece "de
verdad"). La ausencia de comprobabilidad debería alcanzar para desecharla.
En algunos casos, verosimilitud y comprobabilidad parten de una base
material, como la existencia de un documento o un registro grabado. En otros,
descansa sobre la presencia del periodista en el lugar donde sucedió el hecho que
se pretende convertir en noticia o en la existencia de un informante que se
identifica con nombre y apellido. Si la información carece de uno de esos
soportes, un periodista responsable y con tiempo suficiente aplicará
procedimientos de "chequeo" —la consulta a más fuentes— para ajustarla al
criterio de comprobabilidad.
Los dichos y hechos recabados que pasen por los coladores de esta particular
visión de la "realidad" y de la "verdad" serán luego sometidos por el periodista a
una delicada selección. Será más fácil transformarlos en noticia cuanto más
prominentes o poderosos sean sus protagonistas, cuanto más recientemente se
hayan producido, cuanto más ocultos se hayan encontrado, cuanto mayor

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conflictividad revelen, cuanto mayor sea la porción de público sobre la que
influyen, cuanto más muertos o heridos involucren, cuanto más absurdos suenen,
cuanto más morbo desaten. El periodista coteja estos elementos, los combina,
resalta algunos y resta importancia a otros. Al mismo tiempo, desecha aquellos
que, según él, no valen la pena por el momento. Se trata de aplicar las pinzas y
bisturíes del lenguaje, que tanto sirven para moldear una noticia como para
inventarla.

LA FUNCIÓN DEL periodista quizá sea narrar cosas aproximadamente


"reales" y aproximadamente "verdaderas" de las que aquellos que no son
periodistas no se enterarían de otro modo que a través de un medio periodístico.
A su vez, el oficio del periodista consistiría en obtener esa información y
procesarla (o sea, manipularla) para que el cliente de la empresa periodística la
consuma. Este procesamiento —la "edición"— es lo que convierte la
información dura, químicamente pura en noticia. Por lo tanto, la noticia es
información tamizada, con colorantes y conservadores artificiales, adulterada; es
información crocante, preparada para que el público se entere, así como el pan
es harina preparada para que el público la coma.
Es decir que las noticias no son hechos, ni los hechos noticias.
El periodista también inocula en el consumidor de los medios la necesidad de
estar informado. Le convence de que aquello sobre lo que le informa puede
alterar, de algún modo, el mundo en que vive. Envuelve el producto para
venderlo mejor, que es lo que hacen todas las industrias. Allí está la contradicción
básica y el pecado original del periodismo.
Los medios periodísticos prometen "agotar" las cuestiones sobre las que
informan, llegar a la raíz, rascar hasta la mera médula del hueso e ir más
allá. Pero siempre quedan hilos sueltos, cosas que se desconocen, asuntos
que el periodista no averiguó o que guarda en un cajón, pues el periodismo
ha emulado la habilidad de Scherazada frente al rey por bastante más de
mil y una mañanas, tardes y noches. Y también queda por verse el
futuro: como en los teleteatros y en las películas de final abierto, como el
conejo que persigue una zanahoria que cuelga de un palo ante su hocico,
hay que esperar hasta la próxima edición para saber qué va a suceder
luego. Y luego. Y luego.
La industria periodística es una subsidiaria de la industria del ocio y el
entretenimiento, una variedad del "show bussiness". Sin contar la
página de servicios, los avisos fúnebres, la traducción de los partes
meteorológicos, la cartelera de espectáculos y los horarios del paro de
transporte, casi nada de lo que transmite un medio depara la
satisfacción inmediata de una necesidad básica. Los medios no se comen,

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no se beben, no lavan. No ponen la torre Eiffel delante de la nariz del
consumidor de noticias para que él la toque; a lo sumo, pueden mostrarle
una fotografía que, bajo la lupa, es un montón de puntos.
Apenas una porción muy pequeña de la clientela de los medios necesita
saber con cierta frecuencia y dentro de las 24 horas posteriores al hecho
qué pasó entre el presidente y el líder opositor o entre el actor que ganó el
Oscar y su amante. Son poco más que quienes toman decisiones que
podrían afectar al resto de la sociedad, los apostadores compulsivos y los
propios periodistas.
Por cierto, la gente toma en cuenta la información que consume para
moldear sus opiniones y adoptar algunas esporádicas decisiones de
importancia en sus vidas: en qué invertirán su dinero, adónde irán de
vacaciones, si instalarán alarmas en sus casas. Los ciudadanos de un país
democrático, por ejemplo, necesitan noticias para resolver sus votos,
pero eso sucede una vez cada cuatro años, más o menos. No es
imprescindible leer un diario, mirar los noticieros de la tele o desayunar
con los de la radio durante 1.456 días.
«Cada cuatro años se elige un presidente, pero cada día o cada semana
se compra un producto de prensa. Para la felicidad de los pueblos, es más
fácil cambiar de diario o de revista que cambiar de presidente», ironiza el
brasileño Elio Gaspari, editorialista de "O Estado de Sao Paulo".
Después de cientos de miles de años de caminata de la humanidad sobre la
tierra durante los cuales la industria periodística parecía no ser en absoluto
necesaria, ¿por qué se afirma ahora que su existencia es un imperativo de las
sociedades modernas? «Los medios de comunicación no solo son un espejo
de la realidad que los circunda sino que también operan como motores,
voluntarios o no, de esa misma realidad», es la explicación que ensaya Juan
Luis Cebrián, fundador del diario "El País", de Madrid. «La prensa se viene
revelando como uno de los pocos sistemas efectivos, por imperfecto que sea, de
control de los ciudadanos sobre sus gobiernos. Lejos de configurarse como un
"cuarto" o enésimo poder, la prensa y los "mass media" parecen definirse mejor
como un contrapoder posible a los abusos del poder efectivo.»
El ex fiscal argentino Luis Moreno Ocampo entiende que «la información es
la herramienta clave para que una sociedad reduzca al mínimo las
actividades antisociales». El revolucionario francés Camile Desmoulins alcanzó
a decir, antes de que su cabeza cayera aguillotinada, que «el periodista tiene el
mismo encargo que el censor romano: defiende al pueblo del senado y de los
cónsules».
El mayor dilema para los periodistas, las empresas en las que se desempeñan y
sus fuentes ha sido hasta dónde les conviene informar u ocultar. Quizás
convendría que se preguntaran a sí mismos por qué ocultan o difunden

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determinadas informaciones. Las posibles soluciones a esta cuestión se han
manifestado, por lo general, como sobreentendidos.
Tal vez ayudaría en el proceso que los propios consumidores de noticias
especularan, como práctica habitual, qué se oculta y con qué motivos. Que
critique y ponga en duda la producción periodística.
La irrenunciable aspiración a la información plena no deja de ser una utopía.
Por más que los periodistas proclamen lo contrario, el ocultamiento determina su
tarea tanto como la difusión. El periodista oculta para informar mejor, aunque
parezca una contradicción. Las fuentes y las empresas periodísticas
también practican ocultamientos. Este hecho no es malo ni bueno:
simplemente, es. Forma parte de la naturaleza humana, del enfrentamiento de
intereses que existe en toda sociedad. Ocurre, aunque en un mínimo, hasta en
las parejas más armónicas, esas que se juran decirse todo por doloroso que
sea. Y cruzan los dedos.
Pero, como las familias, las sociedades donde predomina la opacidad y no la
transparencia están enfermas. El ocultamiento ejercido desde una posición de
poder para beneficio de quienes lo detentan es autoritarismo, y se convierte en
corrupción si es decidido por los periodistas o los medios. En esos casos, el
ocultamiento alcanza rango de mentira.

LA RAZÓN POR la que resulta tan complicado responder cuál es el papel del
periodismo en la democracia es que el surgimiento de esta actividad es anterior
aun al establecimiento de esta forma de convivencia social. En cierto modo, la
prensa fue la contracción uterina que provocó el nacimiento de las democracias
y, junto con los medios periodísticos electrónicos, la fortalecen día a día. De
hecho, ninguna dictadura ha podido subsistir, a la larga, en convivencia con la
libertad de difundir información. El máximo de difusión afianza las democracias.
La información es la mejor vacuna contra el prejuicio (porque alimentará ideas
fundamentadas), el mejor soporte de las libertades individuales y los derechos
humanos (porque amedrentará a quienes pretendan violarlos).
Por el contrario, los controles, amenazas y censuras a la actividad periodística
son señales que revelan la existencia de una dictadura, no de su proximidad. El
máximo de ocultamiento es un atributo de los autoritarismos.
La industria periodística establecida con cierta independencia de los poderes
se concibe, entonces, como uno de los medios de que disponen las democracias
para mejorarse día a día, para ser cada vez más libertarias, más igualitarias, más
fraternales. «El genio de la democracia consiste en que, a través de un proceso de
ventilación pública de ideas, opiniones y deberes, se libera la energía y la
sabiduría intelectuales de toda la gente», opina el periodista Bill Kovach, ex
editor del diario "The New York Times". «Si no hay una fuerte información

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creíble, el compromiso social es manejado por el rumor, el miedo y el cinismo.
Los cínicos no construyen sociedades libres y abiertas.»
«El papel del periodista es más importante que el de políticos e ideólogos en
este tiempo de incertidumbre, porque a ellos corresponde explicar el mundo»,
dice, por su parte, el escritor venezolano Arturo Uslar Pietri. Pero los periodistas
no "hacen" política como la hacen los políticos profesionales, cuyos actos tienen
el objetivo de generar hechos políticos. El objetivo de un periodista, en cambio,
es difundir el máximo posible de información, no las consecuencias que ella
acarreará. Si se planteara como finalidad la concreción de un hecho político,
deportivo, artístico o policial posterior a la difusión del hecho del que informa,
saltaría de la trinchera del periodista para zambullirse en la del político, el
deportista, el artista o el policía.
En materia de periodismo «hay que diferenciar entre oposición y crítica»,
explica el argentino Mariano Grondona. «El opositor se ofrece como alternativa.
En cambio, el periodista no es alternativa de poder. Nosotros no tenemos poder
político: tenemos influencia, que es otra cosa.»
El periodismo es un subsistema del sistema social, al igual que lo son la
política, la economía, las artes y las letras, los deportes y las farmacias de turno.
Todos ellos se cortan de forma horizontal, se retroalimentan, se influyen unos
a otros. El objetivo del periodismo no es o no debe ser la influencia sobre los
restantes subsistemas: al igual que el sistema nervioso alerta a su pie que pisa un
clavo y no una baldosa, ese subsistema social que es el periodismo avisará a los
consumidores de noticias que esa farmacia está cerrada y no abierta, que el dólar
sube y no baja, que este libro le pareció a alguien aburrido y no entretenido. que
allí donde algunos creen ver la redención nacional se asoma la amenaza del
genocidio.
Las cosas suceden. Lo único que puede hacer un periodista al respecto no es
poco: ejercer ciertas facetas del derecho de la sociedad al libre acceso a la
información a partir de la "producción" de parte de "la realidad" que ella
consume, esa parte denominada con vaguedad como "lo público". Aunque en un
régimen democrático a cabalidad, cualquiera, y no solo un periodista, podría
hacerlo: la ley, al menos en teoría, lo ampara. Según el artículo 19 de la
Declaración Universal de los Derechos Humanos aprobada por Naciones Unidas
en 1948, «todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión;
ese derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de
investigar y recibir informaciones y opiniones y el de difundirlas, sin limitación
de fronteras, por cualquier medio de expresión».
O sea que cualquiera puede llamar por teléfono al presidente de su país y
preguntarle si va a mantener en el gabinete al ministro de Economía. Si
paga la entrada, puede ver con sus propios ojos el partido final del
campeonato de fútbol sin que se lo obligue a escuchar ni leer los comentarios.

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Puede averiguar si-se-efectuaron-muchos-disparos-con-arma-de-fuego-de-alto-
calibre-con -resultado-fatal -en-el-copamiento-registrado-anoche-en-
jurisdicción-de-la-seccional-8 va, y arriesgarse a permanecer 48 horas en
una celda mientras investigan sus antecedentes.
Pero ese ciudadano____usted mismo— tiene que trabajar, dormir, besar
a su pareja, ir al cine, cortar el pasto, hacerse una tortilla y llevar a los
nenes al colegio. Por eso, no se moleste: deje que lo hagan los periodistas, que
para eso les pagan.
De cualquier manera, el consumidor de noticias haría bien en tener en
cuenta la advertencia * de David Broder, periodista del diario "The
Washington Post": «El periódico que llega a la puerta de su casa es un
recuento parcial, apresurado, incompleto e inevitablemente algo confuso e
inexacto de algunas de las cosas que hemos oído que sucedieron en las
últimas 24 horas. Hay distorsión, a pesar de nuestra mejor buena
voluntad para eliminar las parcialidades más obvias, por el mismo
proceso de comprensión que hace posible que uno lo pueda leer en una
hora. Pero es lo mejor que hemos podido hacer bajo las circunstancias. y
mañana regresaremos con la versión corregida y al día.»
Hasta la siguiente edición, las cucarachas continuarán caminando entre
las páginas de su diario favorito. Ese papel entintado tendrá, entonces, un
mejor destino. Lo fundamental ya habrá quedado dentro suyo.

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2.Hágase la luz

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Ése era Urbano II, ése era el rostro de Dios sobre la tierra. El campesino
bajó la mirada, pero cuando la volvió hacia el púlpito allí seguía esa cara
noble y quieta. Supo a quién pertenecía cuando el diácono dijo su nombre
y apareció Urbano II, el papa que estaba muriendo en Roma, a cinco
días de carro hacia el norte.
Ese día del año 1099, en la iglesia, el campesino vio por primera vez la
frente santa del máximo pontífice. Y la de Pedro el Ermitaño, atravesado por
las espadas de turcos y sarracenos junto a miles de piadosos y pobres
cristianos metidos a cruzados, tan piadosos y pobres como él. Y la de
Godofredo de Bouillon, el guardián del Santo Sepulcro, el conquistador
de Edesa, Nicea, Tarso, Antioquía y Jerusalén. Y tembló al descubrir
la cara horrorosa del antipapa Clemente.
Alguien desenrollaba el pesado pergamino que revelaba a los feligreses los
rostros de papas, obispos, cardenales, soberanos, nobles guerreros e
infames apóstatas. El diácono leía ahí mismo sus peripecias mientras los
rostros se sucedían, y con la lectura, ese acto incomprensible, separaba el
bien del mal en nombre de la santa madre iglesia.
Al final del rollo, un Cristo dorado y púrpura ascendía con el Padre hacia
el azul eterno. Las almas de los campesinos se elevaron entre las
estrechas paredes de la iglesia. El diácono pudo sentir en las mejillas el
leve aliento de las oraciones con las que pedían piedad para sus miserables
vidas y honra para los cruzados que atravesaban el mar y los continentes en
busca del cáliz sagrado.

***

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La imagen de un muñeco de ventrílocuo llamado Bill, borrosa y gris,
fue lo primero que se movió en una pantalla de tevé, a través de un
aparato fabricado con una caja de té vacía, pedazos de alambre y las lentes
de una luz de bicicleta. Todo eso fue ensamblado por el escocés John
Logie Baird, a quien se considera el padre de la televisión. Ese mismo día, 2
de octubre de 1925, el primer ser humano comparecía ante las cámaras: se
trataba de William Taynton, un botones del hotel de Londres donde Baird se
alojaba.
Dos años más tarde, la policía de San Francisco allanó el departamento
de Philo Fransworth por creerlo un destiladero de drogas ilegales. No
estaban tan errados: este joven mormón había montado allí un laboratorio
en el que, semanas más tarde, lograría transmitir la imagen de un dólar de
un cuarto a otro sin utilizar cables.
El 11 de setiembre de 1928 se emitió por televisión por primera vez una
obra de teatro, "El mensajero de la reina", desde los estudios WGY en
Schenectady, Nueva York. Los experimentos continuaron y, pocos años
después, por pura casualidad, las cámaras registraron a un suicida saltando
desde el Rockefeller Center y un incendio en la isla de Ward.
Del otro lado del océano, en agosto de 1936, los alemanes siguieron en
varios locales las olimpíadas en Berlín, cubiertas por 27 cámaras. En mayo
de 1937, los ingleses que compraron su aparato, pagaban sus impuestos a
la British Broadcasting Corporation (BBC) y vivían a menos de 30 millas
de la antena instalada en el edificio Alexandra Palace de Londres pudieron
ver, desde sus hogares y sin sacar la cabeza por la ventana, la coronación del
rey Jorge VI.
La imagen de otro presidente de Estados Unidos. Franklin Delano
Roosevelt, atravesó el aire el 30 de mayo de 1939. Fue cuando inauguró la
Exposición Mundial de Nueva York. Se lo vio en unos pocos aparatos
ubicados a 100 quilómetros a la redon da del edificio Empire State, gracias
a la National Broadcasting Company (NBC).
Desde entonces y hasta la guerra de 1941, los televidentes neoyorquinos
contemplaron, en poco más de 14 horas de transmisión semanal de miércoles a
domingo, casi seis horas de deportes, como cuatro y media de teatro y
películas, dos de documentales, una hora de espectáculos circenses,
música y baile y 45 minutos de noticias. «La gente se cansará pronto de
mirar cada noche una caja de madera», se burlaba el mag nate del cine
Darryl F. Zanuck.
El primer informativo duraba 15 minutos. Lo conducía Lowell Thomas, que
leía y leía.

***

3
Dicen que el hábito de la lectura estaba muy difundido entre los
romanos, a pesar de que la enseñanza no era pública ni gratuita. Los
sacerdotes al servicio del imperio estaban encargados de escribir los
"annales maximi" sobre unas pizarras de cal deno minadas "album" frente
a la casa del pontífice. Estos apuntes relataban los hechos más
importantes ocurridos en el último año. Julio César creó más tarde las
"acta diurni populi romani", que también se ofrecían al público y
contenían noticias políticas, anuncios de fiestas y circos y revelaciones sobre la
vida social de los patricios.
Escribir no constituía en la urbe de las urbes un privilegio o una
profesión, como lo era en el resto del mundo conocido. Pero los ricachones
gustaban de llenar sus casas de rollos y códices. «¿Para qué sirven todos
estos millares de libros, esas innumerables bibliotecas?», se quejaba
Séneca. «Toda la vida de sus propietarios no bastaría siquiera para leer
los títulos. Hay quienes tienen libros que no sirven para el estudio sino
para embellecer el comedor. Buscan obras maestras para decorar las paredes.»
La cultura pasó entonces al rango de industria. Equipos de esclavos sin
faltas de ortografía copiaban y copiaban para llenar las bibliotecas
patricias. Los emperadores romanos ofrecían banquetes a los poetas que
quisieran declamar sus obras en palacio.
El pueblo llano, mientras tanto, leía, siempre en voz alta, las
novedades en los "annales maximi" y en las "acta diurni". Y los
opositores estampaban sus garabatos clandestinos en los muros, sobre
todo al pie del monumento erigido en honor a un gladiador llamado
Pasquino.

***

3
Parecía, pero no. Un tren que no era un tren parecía atravesar el
escenario y seguir su carrera hacia 33 aterrados parisinos que habían pagado
un franco para entrar ese día al Salón Indien del Grand Café, en el
Boulevard des Capucines de París. Aunque todo eso no era más que el
efecto de la luz que atravesaba las porciones transparentes de una cinta de ,
celuloide, algunos espectadores se asustaron y huyeron. Fuera del local
transcurría con total normalidad el Día de los Santos Inocentes de 1895.
Los hermanos Louis y Auguste Lumière proyectaban por primera vez en
público doce de las 1.400 películas en las que habían robado imágenes en
movimiento a las pirámides de Egipto y a las ciudades de San Petersburgo,
Londres, Berlín y Moscú. La primera de ellas había sido "La salida de la
fábrica Lumière”.
Habían inventado el cinematógrafo algunos meses antes. Se inspiraron
en las lanzaderas de las máquinas de coser para que los fotogramas se
detuvieran frente al foco de luz durante una fracción de segundo, el
detalle que le faltó a sus precursores.
Los Lumière eran fabricantes de artículos fotográficos. Al principio de
su hoy célebre aventura no quisieron vender cámaras de cine porque las
consideraban una curiosidad inútil. Pero tres semanas después, la recaudación
diaria de las exhibiciones en París ascendía a dos mil francos. A los dos
meses los ojos de los londinenses comenzaron a enrojecer con el
"cinematographe".
Charles Pathé lanzó en 1902 una serie de películas sobre noticias de
actualidad, con actores y escenografías. Mientras esperaban la proyección
de farsas y dramas, los espectadores eran invitados a contemplar la muerte
del papa León XIII o la asunción de su sucesor, Pío X. Tres años después
—y 20 antes que Sergei Eisenstein—, Pathé reprodujo en la pantalla la
revuelta en el acorazado Potemkin. En 1908, el "Pathé Journal" se
presentaba una vez al mes; al año siguiente. la empresa gastaba 1.100
quilómetros de película virgen. El noticiero sería diario en 1913. Los
reportajes llegaban desde Amsterdam, Barcelona, Berlín. Bruselas.
Londres, Milán, Moscú, Nueva York, Odessa, París, San Petersburgo y
Viena.
Aunque el "Pathé Journal" era, como el tren de los Lumière, una ilusión
óptica, todos veían en él la realidad sobre una pared blanca plagada de
manchas como las de humedad.

***

3
En 1896, Guglielmo Marconi oprimió tres veces un botón. Un
disparo sonó enseguida a dos quilómetros de su casa. Era la señal: los
tres golpeteos habían surcado el cielo de Pontevecchio, cerca de Bolonia,
convertidos en onda electromagnética y, poquísimo después, se transformaron
en zumbidos. El éter dejaba de ser etéreo.
Las noticias atravesaron el Atlántico a través del espacio por
primera vez en 1903. La "Radio Telephone" de Nueva York inició la era
de las transmisiones públicas de voz humana en 1907. En noviembre de
1920, desde Nueva York a San Francisco, los estadounidenses, con las
orejas pegadas a través de un auricular a recep tores de cristal, pudieron
enterarse al mismo tiempo que Warren Harding había ganado las
elecciones. El inventor Thomas Alva Edison pronosticó entonces: «La
locura de la radio desaparecerá con el tiempo.» Claro, él no la había inventado.
Por esos años, Bill Slocum, el redactor jefe del "Herald Tribune" de
Nueva York, resumía las noticias de cada día en 15 minutos de palabras y
palabras para miles de radioescuchas. Ya no era necesario saber leer para
enterarse de las cosas que le sucedían a los otros. Bastaba poseer un trozo
de sulfuro de plomo o "galena" del tamaño de una uña y en contacto
eléctrico con un alambre de cobre que se debía mover hasta captar la señal
de la estación emisora.
La aplicación de los transistores para construir pequeños receptores
de radio, a fines de los años 40, dio a quienes poseían uno la ilusión de
tener el mundo en la mano.

***

Sir William Crookes, un físico inglés, descubrió en 1870 los rayos


catódicos, los mismos que reproducen imágenes en una pantalla de
televisión. El creyó que no servían para nada. Poco después, ocupó su
tiempo en buscar por los clubes de espiritistas de la época a Katie, la hija de
un corsario del siglo XVII de la que estaba enamorado. Nadie sabe si al final
se conocieron.

***

3
La ciudad alemana de Hamburgo ardió durante cuatro días en 1842. El
científico francés Jacques Daguerre fue hasta allí para congelar la imagen
de las calles carbonizadas en placas de metal. Dos décadas después,
estalló la guerra de secesión en Estados Unidos. Mathew Brady, conocedor
de las técnicas de Daguerre, condujo a su equipo en varias carretas por los
campos de batalla, contratado por la revista "Harper's Weekly". Elegía la
escena, sensibilizaba una placa de vidrio en un cuarto oscuro por tátil,
corría hacia el lugar elegido con una enorme cámara enarbolada a un
trípode y dejaba un largo rato que la muerte se tatuara invisible en el cristal. Sin
demora, volvía a mojar y a remojar la placa hasta que la imagen aparecía, el
negro en blanco y el blanco en negro.

***

Unos 1.800 argentinos desperdigados por todos los rincones del mundo
estaban conectados a fines de octubre de 1993 a través de sus
computadoras, desde Duenedin (Nueva Zelanda) hasta Oulu (Suecia),
gracias a la ubicua red Internet. El nerviosismo era evidente: el equipo
nacional de fútbol disputaba con Australia el ingreso a la fase final del
campeonato mundial que se celebraría el año siguiente en Estados Unidos.
Como el primer partido en Sidney no se transmitió a Estados Unidos,
Héctor Jaimovich prometió a quienes vivían allí un "relato" informático
desde Jerusalén. Se recomendó a los integrantes de la red que no enviaran
mensajes ese día para impedir que se trancara el sistema, pero algunos
fanáticos no pudieron evitar la transmisión de consignas como «dale Argentina» o
«tiren papelitos». El relato fue muy fragmentado, aunque la frase «gol de
Australia» llegó a tiempo a las pantallas de las computadoras y les
congeló la sangre.
El segundo partido se jugó en Buenos Aires. Miles de argentinos
llamaron por teléfono a su patria para enterarse de que su equipo había
logrado la clasificación por diferencia de goles. Las líneas se atoraron.

***

3
El domingo 30 de octubre de 1938 se atascó una de las principales
carreteras de Estados Unidos. Miles de personas huían de Nueva Jersey
como de una peste, mientras otros miles de neoyorquinos curiosos se dirigían
hacia allí para ver una supuesta pista de aterrizaje de naves espaciales
marcianas. Los diarios y las estaciones de policía recibieron centenares de
llamados telefónicos.
Mientras tanto, Orson Welles dirigía desde los estudios de la
emisora Columbia Broadcasting Sistem (CBS) una adaptación de "La
guerra de dos mundos", la novela de H. G. Wells sobre una ficticia
irrupción de milicias marcianas en este planeta. El mismo escritor había
pronosticado diez años antes la «completa desaparición» de las
transmisiones por radio, «con la confianza de que la infortunada gente que
ahora se somete a "escuchar" encuentre rápido un mejor pasatiempo».
El radioteatro simuló una emisión normal de radio hasta que "La
cumparsita", interpretada por la orquesta del afamado Ramon Roquello en
el Salón Meridien del Hotel Park Plaza, se desvaneció.
—Señoras y señores, interrumpimos nuestro programa de música y baile
para ofrecerles un boletín oficial de la Agencia Intercontinental.
Según el despacho de ese servicio informativo ficticio, "un gran objeto en
llamas" había caído cerca de Nueva York.
—Atención. Cortamos esta transmisión para dar paso a nuestros
informativistas con un mensaje muy urgente: en estos momentos se está
iniciando una invasión de marcianos, cuyas naves han aterrizado en Growers
Milis, muy cerca de Nueva York. Los marcianos están avanzando hacia la
ciudad. Pasamos el micrófono a nuestros cronistas en Growers Milis.
—Atención... atención... Una columna de marcianos se dirige hacia
Manhattan para tomar el puente de Brooklin. Recomendamos a nuestros
oyentes que se vayan pronto de esa zona, porque los marcianos tienen
armas terroríficas... ¡Oh, Dios mío! —alcanzó a decir el actor antes de
caer como un rayo en el auditorio de la radio.
La transmisión continuaba como si fuera un noticiero común: los
marcianos llegaban a Nueva Jersey, aniquilaban un ejército de 7.000
personas y avanzaban sobre Nueva York. Una sola hora, entre las ocho y
las nueve de la noche, bastó para que ganaran los buenos.
Las perillas de los aparatos receptores giraron enloquecidas. Edgar
Bergen y su muñeco Charlie habían copado hasta esa noche la audiencia a
esa misma hora en la otra punta del dial. En esos tiempos de ingenuidad, a
nadie le parecía ridículo disfrutar la actuación de un ventrílocuo por la radio.
A pesar de que la profunda voz de Welles había anunciado al comienzo de
todo este lío que se trataba de una ficción, dos millones de personas entre
los seis millones que oyeron esa noche el programa creyeron que estos

3
marcianos de aire eran un peligro mayor al de Adolfo Hitler, quien por
esos días planeaba conquistar de veras al mundo. Muchos corrieron a los
templos para rezar por el futuro de la humanidad y mojaron sus toallas
para usarlas como máscaras antigás. Hubo un intento de suicidio. Las
querellas judiciales contra los autores de la transmisión ascendieron a 200
mil dólares.
La compañía de teatro de Welles llevaba el nombre de Mercurio, el dios
latino de los periodistas.

***

Entre 1588 y 1598, en cada feria semestral de impresores y libreros en


Colonia, Michel von Aitzing, casado con una dama de la poderosa familia
Fugger, publicó sus "Messrelationen", que contenían la revista de los
hechos políticos y militares que él consideraba importantes.
En 1609, el imprentero estrasburgués Johan Carolus aprovechó el
perfeccionamiento del sistema de correos y sacó a la venta el primer
semanario, "Fürnehmmen und Gedenckewürdigen Historien". Desde
Augsburgo, el "Avisa, Relation over Zeitung" le hizo competencia.
Los primeros diarios tardaron hasta 1660 en aparecer y poco tiempo en
fundirse. Oliver Williams, en Londres, apenas aguantó tres semanas con
uno que contenía comentarios sobre las sesiones del parlamento. Desde
ese mismo año, el "Leipziger Zeitung" salió casi todos los días hasta
1672 y luego pasó a ser semanal. Fue con el "Daily Courant", también de
Londres, que los diarios comenzaron a durar: un escritor de apellido Buckley
lo mantuvo en pie entre 1702 y 1735.
En 1712, la prensa era tan popular en Inglaterra que, solo en Londres, existían
18 publicaciones regulares. Revistas como "The Spectator" tiraban 20
mil ejemplares y las madres enseñaban a leer a sus hijos con periódicos
que costaban un penique. Poca plata.

***

3
Durante 174 años a partir del 1096, la Iglesia católica pretendió
arrancar Jerusalén de las manos de los turcos. Miles de soldados se dirigieron con
alegría a Medio Oriente para hacer la guerra santa. Murieron, confiados en el
éxito, muchos más cristianos que musulmanes. Los seguidores de Mahoma
lograron mayor influencia en Europa y su dominio sobre España se
prolongó por cinco siglos. O sea que las Cruzadas logra ron lo contrario de
lo que proclamaba la Iglesia y creía la cristiandad toda.
El 8 de enero de 1815, el ejército de Estados Unidos derrotó a los
soldados de Inglaterra en Nueva Órleans. Pero el 24 de diciembre de 1814,
15 días antes, los diplomáticos de los dos países reunidos en Bélgica
habían acordado la paz. Entre la ciudad flamenca de Gante y Washington se
interponían seis semanas en velero y cinco días de diligencia. Habían
muerto más de dos mil combatientes, pero la batalla nunca ocurrió.
Cuarenta y dos años más tarde, un barco llevaba recorridos 564
quilómetros de océano desde España cuando se rompió el gordo cable que
dejaba caer sobre el lecho submarino. Fue en 1857; una millonada de metal se está
oxidando bajo el agua desde entonces. Solo 16 años después, en 1873, la
conexión tuvo éxito: Cyrus Field, de Estados Unidos, comandaba la empresa.
A partir de ese instante, las palabras van más rápido que el sonido entre Europa
y América del Norte.
El cable debajo del canal de la Mancha había quedado instalado en 1851, el
mismo año en que el alemán Jehuda bar Josaphat (más conocido como Paul
Julius Reuter) fundó la primera agencia de prensa inglesa. El francés
Charles Ha y as, un ex funcionario de Napoleón Bonaparte que había creado
la suya en 1835 en su oficina de traducciones, usó palomas mensajeras
hasta 1840. Los animalitos tardaban seis o siete horas en cubrir los 380
quilómetros que separan París de Londres. El telégrafo era más rápido y no
manchaba los trajes de los peatones.
Arthur C. Clarke, un escritor de ciencia ficción que luego se hizo
famoso con su novela "2001, una odisea en el espacio", imaginó en 1945
que los satélites podrían servir para la transmisión de señales de radio y
televisión. El 10 de febrero de 1962 entró en órbita el Telstar, primer puente
espacial para imágenes televisivas. Lee Harvey Oswald, o quien haya sido, tenía
asegurada una multitudinaria platea para el asesinato de John Fitzgerald
Kennedy, el 22 de noviembre de 1963. Noventa por ciento de los
estadounidenses, de Nueva York a San Francisco, se enteró del
magnicidio en menos de una hora.
El 4 de abril de 1968, pocas horas después de que una bala destrozara el rostro
del premio Nobel de la Paz Martin Luther King (hijo) en un hotel de Memphis,
hubo manifestaciones callejeras que desbordaron la capacidad de la policía en
más de cien ciudades de Estados Unidos. Fue necesario que el máximo

3
exponente de la música soul, James Brown, arengara esa misma noche a
las familias negras y cantara sus electrizantes canciones a través de las
pantallas de televisión para aplacar los ánimos.
Las imágenes de Neil Armstrong y Edwin Aldrin caminando sobre la
Luna tardaron 1,3 segundos en atravesar los 386 mil quilómetros que los separaba
de la Tierra el 21 de julio de 1969 a las 3.45 de la madrugada, hora de
Nueva York.
Todo iba cada vez más rápido.

***

3
Los lamas tibetanos creen que nada existe fuera de la mente. La
realidad, el mundo, el universo son, para ellos, creaciones del espíritu
humano. Dicen que algunos, luego de años de meditación y ejercicios
respiratorios, logran materializar sus ideas. Alexandra David-Neel, una
francesa que llegó a Tibet en 1912, asegura haber visto, olido y tocado a
personas que estaban a varios quilómetros de distancia, solo pensando.

***

3
HACE POCAS GENERACIONES, una persona cualquiera debía esperar la
fiesta en el pueblo o la llegada de artistas ambulantes para escuchar
música en las calles. El mundo íntimo siempre se llenaba con las
mismas voces, los mismos instrumentos que, a menudo, estaban tocando
la inmensidad del silencio. No había posibilidad de coinci dencia entre lo
público (la calle) y lo privado (el hogar). Una cosa era una cosa y otra cosa
era otra cosa.
Hubo que esperar hasta que el siglo XIX trajera, ya en sus zancadas
finales, mecanismos para registrar el sonido y transmitirlo por cables y
espacios. Pocos pasos más adelante, en estos tiempos, si uno escucha una
melodía que se cuela a través de las hojas de los árboles en una vereda
oscura, sabrá que no se trata de una alucinación sino de una radio que
quedó encendida.
Otras caras, otras voces, otros instrumentos entraron a los hogares para
quedarse a vivir en ellos: las caras, las voces y los instrumentos de gente
que jamás franqueará la puerta de la casa pero ganó una extraña
intimidad en las familias. Para abrir una ventana no es necesario romper
la pared, sino pasar por una tienda de electrodomésticos. La televisión
convirtió en público lo privado.
Mientras tanto, otras ventanas se cerraban. Cada vez se fueron haciendo
más insoportables en la calle los ojos del otro apuntando a los ojos de uno,
la palabra apuntando al oído. Akio Morita, patriarca de la dinastía Sony,
inventó en 1979 un pasacintas portátil con auriculares para escuchar a
Mozart mientras jugaba al golf. Hoy, ese aparato es un escudo contra el
saludo inesperado. El walkman convirtió en privado lo público.
El espíritu humano sufrió un vuelco sin retorno a lo largo del siglo XX.
A partir de la invención de algunos artefactos cuyos creadores
prometieron la felicidad en cuotas, siempre habrá gente dispuesta a oir el
informativo de la radio bajo la ducha, a ver el noticiero durante la cena, a
leer el diario acostada en la cama. Siempre habrá gente que, sin saber por
qué, estará la mayor parte de su tiempo pensando en o hablando de cosas
de las que lo único que sabe es lo que escucha mientras se baña, mira
mientras come, lee mientras se adormece: Los intereses de estas personas
(sus "realidades") están delimitadas, entre otras cosas, por el contenido
de los medios que consumen. Eso es "estar conectado".
No es fácil escapar. «Todo hombre en cualquier sociedad es, en un
momento u otro de su vida, consumidor de mensajes», dice el francés
Olivier Burgelin. «Desde que aparecen en el seno de la división del
trabajo profesionales de la comunicación, trovadores, narradores o
comediantes, esta demanda recibe una expresión económica. La
originalidad de la sociedad industrial avanzada, en relación a la demanda

3
de mensajes, no reside, pues, en esto, sino simplemente en el carácter
masivo de la demanda que se hace a diario.»
El consumidor de noticias no tiene que hacer piruetas para mantenerse
"conectado" al minuto. La mayoría de los noticieros de la radio o la tevé
transcurren en los mismos horarios y contienen las mismas
informaciones. Los micrófonos se aglome ran alrededor de los mismos
informantes. Los distintos medios periodísticos encomiendan a sus empleados
que informen sobre los mismos acontecimientos, que concurran a las mismas
conferencias de prensa, que entrevisten a las mismas personas.
La rueda permitió al hombre trasladarse. Los medios lo hacen rodar.
A pesar de que una de las principales características de las noticias es
su novedad, la corriente informativa impulsada por los medios está compuesta
por redundancias y refritos. Lo que transcriban los diarios matutinos será
leído esa misma jornada en los informativos radiales para madrugadores y,
con los tiempos verbales cambiados, en los del mediodía. El mismo
informante dirá frente a una cámara de vídeo lo que dijo en la víspera ante
un grabador de mano. Los periodistas de los matutinos recogerán estas
mismas declaraciones y las transcribirán para la edición del día siguiente.
La "realidad" se imita a sí misma.

UN ANÁLISIS DE contenido realizado por Miguel Rodrigo Alsina sobre cuatro


diarios españoles en 1986 concluyó que 49,7 por ciento de las fuentes citadas por
esos periódicos eran otros medios noticiosos. O sea que la mitad de lo que se
difundió en el período considerado ya había sido dicha.
En la antigüedad, pergaminos y papiros eran bienes escasos. Por eso,
los monjes borraban los ya escritos para hacer nuevas anotaciones sobre
ellos. A los volúmenes vueltos a utilizar se les llamaba "palimpsestos". A
fines del siglo XX, el papel es abundante y el espacio por el cual
deambulan las ondas hertzianas que conducen imagen y sonido es gratuito.
Pero las novedades de hoy se escriben sobre lo que fueron novedades ayer o
anteayer, porque la información es escasa y cuesta dinero. Si uno rasca la cáscara
de actualidad que cubre la noticia, encontrará datos viejos, cosas
sobreentendidas, milagros del sentido común disfrazados de lenguaje. La
noticia es un palimpsesto.
Durante la larga huelga de periódicos de 1965, todos suponían que la población
de Nueva York cubriría el déficit informativo a través de la radio y la
televisión. Pero, vaya sorpresa, los cientistas sociales Berelson y
Lazarsfeld concluyeron que los neoyorquinos emplearon el tiempo que
antes dedicaban a la lectura de novedades a revi sar con detenimiento los
diarios y revistas viejos arrumbados en sus casas. Además, según las

3
investigaciones, sus conversaciones tenían «otro nivel», más profundidad.
Volvían a anotar un texto que ya estaba escrito, sobre el mismo papel.
La mitad de los franceses encuestados en 1986 por la revista
"Telerama" dijeron desear que las emisoras de televisión dejaran de
transmitir por lo menos un día a la semana. Opinaban que sentarse frente a
la pantalla es «un vicio tan malo como el tabaco o el alcohol». Preferirían
ignorar lo que pudiera ocurrir en esos improbables días de
desintoxicación, días sin recuerdo.
Jorge Luis Borges imaginó a Ireneo Funes, un hombre de memoria
implacable, absoluta. «Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido
todos los hombres desde que el mundo es mundo. Mi memoria, señor, es como
un vaciadero de basuras», se lamentaba el personaje. Borges acota: «Sospecho,
sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias,
es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino
detalles, casi inmediatos.»
«¿Cómo puede ser que se escriba un periódico todos los días?», se
pregunta el escritor argentino Ernesto Sábato. «¿Cada cuánto sucede algo en
realidad importante, que merezca ser publicado para que todos lo conozcan?
¿Una vez por semana? ¿Una vez por año? ¿Una vez por década? No sé la
respuesta. Lo que es seguro es que nada merece un periódico todos los
días.»
El periodista catalán Lorenzo Gomis sentencia que «la fecha del diario
funciona como un presente difuso». «Los medios median entre el pasado
y el futuro convirtiendo todos los tiempos en presente e invitándonos a
actuar en ese tiempo difuso, imaginado como un presente abierto al
porvenir», explica. Lo único que tienen en común todas las noticias
contenidas en un periódico o en un informativo no es que sucedan al
mismo tiempo, sino que son difundidas de forma simultánea.
«Hay una gran cantidad de información pero pocas posibilidades de
asimilada», afirma el semiólogo italiano Umberto Eco. «Existen tantas noticias
que es muy difícil establecer cuál es la importante. El diario más completo del
mundo es "The New York Times", pero no alcanza una semana para
leerlo.»
En ensayista español Fernando Savater agrega: «Vivimos entre el
sobresalto de lo que nos cuentan hoy y el olvido de lo que nos contaron a yer,
pero, en cierto modo, no logramos salir de la ignorancia. Tenemos tantos datos
que no sabemos qué hacer con ellos. Para despistarnos, no hace falta que nos
engañen: basta con que nos cuenten todo a la vez.»
La información es todo aquello que sirve para eliminar incertidumbres.
Los clientes de las empresas periodísticas consumen noticias para. entre
otras cosas, tener la certidumbre de que, al cabo de 24 horas, siguen

3
vivos. El mundo contjnúa rotando sobre su eje y, cuando los diarios hagan su
balance anual, se sabrá que también sigue girando alrededor del sol.

3
EL PERIODISTA ES el operario de la usina con la que esa gente que dice no
poder vivir sin la íntima compañía de los medios procura electrocutarse día a día.
Los consumidores de noticias glotones dejan que el periodista sea quien elija
sobre qué cosas llegará la luz y dónde habrá apagones.
Las zonas iluminadas, en su mayoría, no están llenas de hechos. Apenas
contienen palabras o, como dicen los periodistas, "declaraciones"; no relatan
acontecimientos que ocurren porque sí sino que fueron planificados y
provocados para ser difundidos a través de los medios, «pseudoacontecimientos»
o «actualidad sintética», como los bautizó el historiador estadounidense Daniel
Boorstin. Muchas de las cosas que alcanzan estado público han sido diseñadas
con cuidado, hasta con fecha y hora, para que los periodistas las pongan frente a
los ojos de los consumidores de noticias: las conferencias de prensa, los debates
entre políticos, los casamientos de la realeza, los espectáculos deportivos, las
reuniones de líderes mundiales, los atentados terroristas y, quién sabe, quizás
hasta las guerras.
La Mutual Film Corporation contrató en 1913 al general Pancho Villa
como estrella exclusiva por 25 mil dólares, que dieron un respiro a las
exhaustas arcas de la Revolución Mexicana. Las batallas debían efectuarse
entre las 9 y las 17 horas para aprovechar la luz del sol. Villa se
comprometió a repetir las escaramuzas si no se obtenían buenas imágenes, y
llegó a esperar bajo una lluvia de balas enemigas que los camarógrafos
pronunciaran la orden de atacar.
«Antes, los medios de comunicación contaban lo que sucedía; ahora, las
cosas suceden para ser contadas por los medios de comunicación», afirma Juan
Luis Cebrián. Así, es posible que alguien llegue a imaginar que aquello que
llega a difundirse ha sido ensamblado con ese fin, y que el resto, lo que
ocurre fuera de la profundidad de campo de las cámaras de la tevé, fue
objeto de cierta censura por parte de algún "hermano mayor" a lo Orwell,
o de varios. Por suerte, los periodistas —al menos los mejores entre ellos—
todavía buscan lo que hay detrás de los "pseudoacontecimientos" y se preocupan,
además, de explicar a los consumidores de noticias las motivaciones de
estos montajes.
«Los medios no son el lenguaje: son la sociedad», afirma el escritor
mexicano Octavio Paz. «La discusión política en la plaza pública
corresponde a la democracia ateniense; la homilía desde el púlpito, a la
liturgia católica; la mesa redonda televisada, a la sociedad contemporánea.
En cada uno de estos tipos de comunicación la relación entre los que
llevan la voz cantante y el público es radicalmente distinta.»
Una de las limitaciones de la industria periodística es que, hasta ahora, señala en

3
lo fundamental un camino de ida, hacia el público. Muchos anhelan el
momento en que la ingeniería de los medios de comunicación achique aun
más el mundo. Esperan el día en que todos los pobladores del orbe
estarán "conectados", incluso entre sí. Afirman que ese será el signo del
mundo feliz, nuevo y valiente, del futuro. Según estos parámetros, los
medios periodísticos cumplirían la función de transfundir informa ción a la
sociedad para que ésta adopte decisiones. De ese modo, la misión de los
periodistas sería, más o menos, la misma que cumplen los secretarios que
transcriben, fotocopian y encuadernan las actas de los congresos. La
sociedad no sería más que una gigantesca y caótica asamblea, todos
alrededor de una monstruosa mesa y levantando la mano a cada rato.
Bastaría con apretar un botón.
—Canal Beta, buenas noches.
—Hola. ¿Canal Beta?
—Sí. ¿Qué desea?
—Era por lo del informativo, eso que dicen del bombardeo sobre San
Petersburgo. Bueno, estoy en contra.
—Espere unos segundos en la línea, por favor. (Brr, záp, crack, tatle-tatle.)
¿Me dijo que estaba en contra?
Sí. (Tíqui, tíqui, tíqui.)
¿Recomendaría al Consejo de Seguridad de la ONU que tomara
represalias? —¿Cuáles son las opciones?
—Sí, no, más o menos, no contesta.
—Sí. (Prrr, píf.)
—Su número para el sorteo es el 138.917. Muchas gracias y buena
suerte.

SIN EMBARGO, LA cosa no funciona así. El mundo no es cada vez más


chico: se agranda día a día.
Usted no podía atravesar el tubo catódico para decirle un par de cosas a
Norman Schwarzkopf, el comandante de las tropas que combatían contra Irak en el
golfo Pérsico hace unos pocos años, ni a su rival Saddam Hussein. Claro, en
ese momento había una guerra y usted estaba comiendo una milanesa a la
napolitana, pero no habría podido hacer nada aunque hubiera querido. El
hecho de que usted haya visto al pundonoroso e inmenso general cinco
estrellas y al veleidoso iraquí arengando a sus tropas sobre un paisaje de
dunas calientes influyó tanto en el desarrollo del conflicto corno si los
hubiera imaginado bailando un can-can en el Moulin Rouge.
Ben Bagdikian, editor del diario "The Washington Post", expresó su temor a
que el público de los medios se constituya en cuerpo electoral a través de

3
la denominada "interactividad". El pueblo, claro, siempre tiene derecho a
equivocarse, pero, ¿qué sucedería si los en-ores fueran demasiados? «El
cuadro de 100 millones de norteamericanos adultos expresando
emociones instantáneas y registradas con exactitud es aterrador. Y lo
sería aun más si todos los habitantes del mundo tuvieran a su alcance la
misma posibilidad.»
También asustan las posibilidades de manipulación por parte del dueño del
conmutador. Para empezar, no habrá que mostrar la credencial sino el
recibo al día de un sistema de televisión por cable.
Pero, por ahora, son escasas las posibilidades de que un humilde
consumidor de medios periodísticos influya de inmediato en el devenir de los
hechos que ellos difunden; en muchos casos, es suficiente con que esos
hechos trasciendan para que sus protagonistas de primera línea —
políticos, deportistas, artistas, policías, delincuentes— los modifiquen,
sin que el público intervenga en lo más mínimo. Lo único que hizo fue
enterarse.
No importa si el consumidor de información se resigna o se resiste a
que los medios fabriquen su "realidad". Si quiere "estar conectado", no le queda
otra opción que asistir a las multitudinarias funciones de ese "teatro planetario" al
que alguien bautizó con generosidad como "aldea". Los actores siguen y
seguirán— siendo menos que los espectadores. La televisión, a pesar de
su nombre, no permite "ver" lo que está lejos, sino que apenas "muestra"
imágenes a espectadores lejanos que no podrán re clamar el importe de las
entradas.
Unos 60 millones de personas estaban a comienzos de 1997 "conectadas" a
través de redes de computadoras, pero la mayoría se ha limitado a aprovecharlas
para recibir información. «La comunicación es intercambio de información. Sin
embargo, los medios montados sobre esta palabra son siempre emisores, y el
público es siempre receptor, y eso es irreversible. En Internet, cualquier
usuario puede ser una especie de periodista. Todos emiten y todos reciben, si
lo desean», explicó la periodista argentina María Copani.
Sin embargo, aun los díscolos del sistema, los "hackers" o "piratas
informáticos", han puesto más énfasis en reivindicar el derecho "total,
ilimitado y gratuito" a acceder a cualquier dato en la computadora que sea que
a promover entre los usuarios de las redes la emisión de mensajes abiertos.
De todos modos, la concreción de la declarada libertad de acceso a la
información se estiró a límites inimaginables años atrás, pues multiplicó
la cantidad de canales existentes, le dio carácter gratuito a la consulta de
algunos medios impresos y capacidad de selección y orden a la consulta
de medios electrónicos.
Pero se trata de una libertad vedada a 99 de cada cien humanos que no

3
están conectados a las redes, la mayoría por insolvencia o circunstancias
geográficas, otros por mero desinterés. Mientras miles de voces
electrónicas proclaman un mensaje que oscila entre la redención y el
apocalipsis y se vocea que mil millones de personas harán uso de Internet en
el 2000, la mitad de la humanidad jamás hizo una llamada telefónica.
«El debate sobre el libre flujo de información será al final ordenado, no
por políticos, sino por ingenieros, así como fueron los físicos y no los
generales quienes determinaron la naturaleza de la guerra», anotó el
escritor Arthur C. Clark. «El verdadero desafío que enfrentamos ahora con
Internet o el World Wide Web no es el de la calidad sino el de la pura
cantidad. ¿Cómo haremos para hallar algo —y no solo nuestro pomo favorito—
entre la abrumadora verborragia de millones de seres humanos, todos
parloteando en forma simultánea?»

AL ENTERARSE DE las-cosas-que-pasan, el público siente que también las


protagoniza. Pero, ¿lo hace? Ir o no a una manifestación, acatar o no un paro,
votar a Martínez o a López, contestar por sí o por no en una encuesta pública,
tirarle piedras a un árbitro, concurrir a un espectáculo, gritar «asesino, asesino»
en la puerta de un juzgado, ¿son cosas que usted hace todos los días? Entonces,
¿qué busca la mayoría de los consumidores de los medios? Poco más que
argumentos para ganar las discusiones en las que participa. Eso es "estar
conectado".
El consumidor de los medios, a pesar de todo, puede levantar el teléfono
para decirle a la computadora de un canal de televisión que la protagonista
de la película tiene que abortar, avisarle al director de un periódico que le
cobraron mal los impuestos o preguntarle a la estrellita de rocanrol
entrevistada por la radio si se cepilla los dientes antes de acostarse. Algo
es algo.
Sin embargo, el público tiene un pacto con los medios: los atenderán, con la
condición de que mantengan lo que exhiben fuera de sus casas. Las noticias
estarán del otro lado de la cortina de papel, adentro de la pantalla,
empotradas en el parlante. Es curioso: se trata de un pacto similar al que se
establece entre el creador de una ficción artística y el que la contempla. ¿Usted
iría a ver la película si le dijeran que el tiburón sale de la pantalla y se come a los
espectadores?

EN ESTE ESQUEMA, la "realidad" y la ficción se parecen demasiado. Para


colmo, según Rodrigo Alsina, «la veracidad de la noticia es un tema
absolutamente cuestionable» porque «hay noticias falsas, y no por ello dejan de

3
ser noticia». En ese sentido, el catedrático cita el diccionario de comunicación de
Moles: «La noticia es la narración de un suceso, de una parcela de la vida
individual o colectiva, de algo verdadero o fingido, probado o no (rumor).»
Confunde atan más la conexión de las noticias con la "realidad" el
hecho de que la mayoría de los instrumentos empleados por los medios
periodísticos para transmitir información sean utilizados también por los
artistas para representar una ficción. El talento que despliegue el periodista
cuando "compra" una mercadería, la información, es fundamental, pero de
nada servirá si falla al "venderla", al moldearla para convertirla en un
objeto artístico. Por qué no, en una obra de arte.
En su "Tratado de semiótica general", Umberto Eco explica que «si una
cosa no puede usarse para mentir, tampoco puede usarse para decir la verdad,
y, en realidad, no puede usarse para decir nada». O sea que los signos que
exponen "una verdad" también sirven para mentir. El periodismo que se
dedica solo a informar mediante textos, por ejemplo, puede inscribirse
dentro de la literatura como un subgénero de la narrativa, pues tiene por
objeto narrar a través de un papel impreso o manuscrito una historia, con
protagonistas, antagonistas y agonistas. Las columnas de análisis y de
opinión encajan en el género del ensayo. Y ya nadie niega a la fotografía
periodística su naturaleza de arte plástica, así como no se niega la
naturaleza periodística de retratos o ilustraciones publicados por la prensa.
El periodismo escrito es una especie de narrativa cuya angustia ante la
hoja en blanco se soluciona, con toda legitimidad, pidiendo ayuda. Los
quioscos son bibliotecas efímeras: los periódicos que los cubren quedan allí
hasta que la próxima edición los sustituya.
«La distinción entre "periodismo" y "literatura" es por completo vana, a
menos que estemos trazando un contraste tan violento como el que existe
entre la "Historia" de Gibbon y el diario de esta noche», escribió el poeta y
crítico anglosajón T. S. Eliot. «Hay un tipo de mente, y tengo una afinidad
muy estrecha con ella, que solo puede ponerse a escribir o solo es capaz de
producir su mejor rendimiento bajo el apremio de una ocasión inmediata.»
«Toda la literatura trata de chismes, de rumores, de conversaciones
escuchadas y cosas vistas», sostuvo el escritor estadounidense Truman
Capote. «La literatura es todo lo que es el periodismo, abiertamente. Lo
único de vanguardia es el periodismo, la narrativa de los hechos o como
quiera llamársele.»
Pero el periodista y catedrático alemán Emil Dovifat acota que «todo tipo de
información tiene una finalidad que la diferencia de la literatura». «Los
informadores saborean en el fondo la alegría de la forma, pero sin perderse
en ella, pues seguir totalmente las leyes propias del arte incapacita para
llevar a cabo una tarea informativa», según él. Por eso, muchos afirman

3
que no es posible para un periodista practicar, al mismo tiempo, el vuelo y
la profundidad. Otros, en cambio, prefieren el riesgo del hombre rana o el
paracaidista.
Nadie niega a la arquitectura su carácter de arte plástica. Y, sin embargo,
una vivienda debe ser habitable; de lo contrario, será una escultura —fea o
hermosa—, pero no una obra arquitectónica. «La obra de arte difiere, por
su carácter esencial, de aquellos otros productos de la actividad humana
que responden únicamente a las exigencias inmediatas de la vida», anotó a
fines del siglo pasado Salomon Reinach, profesor de la Escuela del Louvre.
«Fijémonos en un palacio, en una estatua o en un cuadro: el primero podrá
ser apenas una gran casa y, sin embargo, ofrecer un abrigo bien
seguro; aquí, el elemento artístico está sobreañadido al de utilidad. En
una estatua o en un cuadro, ésta no existe más que en un sentido remoto. El
elemento artístico domina él solo.»
Los redactores de noticias en diarios y revistas —que son, en definitiva,
escritores profesionales, porque escriben por dinero— han desarrollado
algunos recursos de estilo propios. Se precian de escribir oraciones y párrafos
cortos para que la lectura sea cómoda. Los que cubrían el frente en la
guerra de Secesión de Estados Unidos pergeñaron la "pirámide invertida"
(que la información más importante preceda en un texto a La más nimia) porque
los operarios del telégrafo pedían a los reporteros que enviaran cada uno un
párrafo por vez para evitar enojos. Así nació también el "cope te", el
primer párrafo donde se resumen los datos fundamentales del texto.
«Los diarios son, de hecho, muy nocivos para el estilo en prosa»,
advierte el periodista Tom Wolfe. «Al trabajar en ellos, se escribe para
llenar un espacio determinado, a menudo notas muy cortas, y se tiende a
buscar el humorismo fácil. Eso llega a volverse una especie de pereza.»
A pesar de estas herramientas y muchas otras, los periodistas vuelven
cada tanto a los recursos de la narrativa realista de ficción, cuyos
exponentes más representativos en el siglo pasado se ganaron la vida,
vaya casualidad, vendiendo sus novelas a los periódicos. Los folletines de
Honoré de Balzac, Victor Hugo, Lamartine, Eugène Sué y Tocqueville
fueron uno de los secretos del éxito del diario "La Presse". Alejandro
Dumas fue escribiendo "Los tres mosqueteros" en episodios que publicaba "Le
Siècle". Las novelas de Charles Dickens aparecieron en periódicos de
Inglaterra antes de aterrizar con vida propia en los estantes de las
librerías. Toda esa fantasía compartía las páginas con las noticias.
Del mismo modo, periodistas calificados han saltado de la "realidad" a la
ficción sin renunciar a las técnicas del oficio e, incluso, sufriendo en muchos
casos el rechazo de la academia por su origen prosaico. Entre los que han
circulado por este camino de dos vías se cuentan Azorín, Pío Baroja, Mario

3
Benedetti, Gustavo Adolfo Bécquer, Ambrose Bierce, Borges, Jean Cocteau,
Gilbert K. Chesterton, Daniel Defoë, Anatole France, Eduardo Galeano, Gabriel
García Márquez, Theóphile Gautier, Máximo Gorki,
Nathaniel Hawthorne, Ernest Hemingway, Edgar Allan Poe, Juan Carlos
Onetti, John Steinbeck, Robert Louis Stevenson, Jonathan Swift, George
Bernard Shaw, Valle-Inclán, H. G. Wells, Tom Wolfe y Emile Zola.
Aunque sean más conocidos por haber franqueado las puertas de la
fantasía, no se trata de periodistas aficionados sino de profesionales con
miles de cierres de edición.

LA RADIO FUE, en sus orígenes y en lo fundamental, un vehículo de música,


radioteatros y entretenimientos. No fue sino hasta los prolegómenos de la
segunda guerra mundial que se tomó vehículo de noticias. Por esos días fue
cuando Orson Welles hizo creer a miles de estadounidenses que los marcianos se
apoderaban de la tierra. La gran subversión del artista fue simular un informativo
de radio para dar verosimilitud a una ficción, porque la estructura que se
adoptó para la transmisión de noticias por los medios electrónicos no estaba
—y aún hoy no lo está— lejos de la dramaturgia.
Eso no ocurría con las novelas realistas del siglo pasado. Los lectores
festejaban los desenlaces felices y lamentaban las desgracias de los
protagonistas, pero el pacto delimitador de la ficción es, en el texto
escrito, más explícito. La lectura es una forma de pensamiento: la
conciencia de quien lee una noticia o una fantasía se apodera de ella de
inmediato para emprender un diálogo con la mano que las escribe. En
cambio, los discursos de la radio y la televisión se imponen a quien los
consume corno el tren que choca a toda velocidad contra un automóvil
detenido. Un texto es un "objeto", algo que "está" dentro de uno; los medios
electrónicos son "lugares" donde uno se instala.
Los noticieros de la radio y la televisión (casi laicos, casi gratuitos, casi
obligatorios) comparten su estructura estética con los actos patrióticos de
las escuelas o los destiles militares, que no son más que la metáfora de
una batalla arquetípica: la música casi invariablemente marcial abre y
cierra los bloques: la voz, siempre impostada, se acerca más a la arenga
que a la conversación por más que se ensaye una informali dad forzada; los
signos que identifican al canal funcionan como banderas y escudos; la
jerarquía de los periodistas —unos abanderados, otros que escoltan y los
restantes formados fuera de escena, esperando la acción— está marcada.
Los televisión es, en rigor, cine, y todo su contenido, ficticio o "real",
recurre a este lenguaje.
«El programa de noticias se convirtió en un show», sostiene Lucía

3
Suárez, productora de informativos en Buenos Aires. «Los cambios en la
audiencia y en los horarios incluyeron a un público al que no solo le
interesa la noticia en bruto sino también que lo entretengan. Creo que la
televisión, de por sí, es un show constante, pero hay gra dos de periodismo
dentro de ella.»
«Las noticias en televisión son un chiste», dice Tom Wolfe. «Noventa por
ciento de ellas vienen de los diarios. La televisión es entretenimiento, pero no la
fuente principal de información. Hace creer cosas que no son, corno que ahora
estamos más informados que antes. En televisión no importa tanto la noticia, sino
la forma como se la presenta.»
«En realidad, los periódicos dirigen la televisión», coincide el ex editor
del diario stadounidense "The Washington Post" Benjamin Crowninshield
Bradlee. «En la televisión no saben qué asuntos tratar hasta que leen los
periódicos de la mañana. La televisión lo pasó fatal para cubrir el caso
Watergate porque hasta que se celebraron las audiencias del comité del
senado no hubo imágenes para mostrar.»
No todo en la televisión es "realidad". Más aún: la ficción pura
(teleteatros, películas, programas humorísticos y en serie) ocupó algo así
como 57 por ciento del tiempo de emisión previsto por los canales
privados de televisión abierta de Montevideo para la semana del 3 al 9 de
junio de 1994. Los programas de entretenimientos abarcaron alrededor de
15 por ciento. El resto de la programación —cerca de 28 por ciento--
Correspondió a la "realidad" (noticieros, programas periodísticos,
deportivos y documentales). Para este cálculo no se tomó en cuenta el
ambiguo (¿real o ficticio?) espacio de publicidad, alrededor de 30 por
ciento del tiempo de emisión.
Sin embargo, ¿es "de verdad" lo que parece "de verdad"? ¿Usted puede
saber si la voz que emplea el conductor de su informativo favorito para
decirle lo que se dice que pasa en el mundo es la misma que emplea para
advertir a sus hijos que no toquen el enchufe? Está maquillado, pero,
¿mucho o poco? ¿Eso que tiene sobre la cabeza es cabello natural? ¿Usted
sabe si fuma o no fuera de cámaras? En un programa de radio, ¿podría
asegurar si eso que sorbe de un vaso con tan buenos modales es café? ¿El
conductor de su informativo favorito es "de verdad"? Sí, lo es, pero en el
estudio de televisión: a su casa apenas entra una imagen tan real como la
suya en un espejo.

LA "REALIDAD" SE confunde con la ficción entre las líneas del tubo


catódico en más de un sentido. «La contemplación prolongada de espectáculos
televisivos lleva a un estado parecido al de la alucinación», afirma la terapeuta

3
argentina Raquel Soifer. «La fascinación que ejercen las luces, las imágenes y los
sonidos que emite la pantalla se origina en el mecanismo de identificación
proyectiva masiva, en un proceso similar al que producen los sueños, los cuales,
en definitiva, se forman para mantener al sujeto dormido.»
El programa especial que emitió Canal 10, de Montevideo, en ocasión del
despegue del tercer viaje tripulado a la Luna el sábado 11 de abril de
1970, fue así de real. «Faltan 60 segundos para que el Apolo XIII parta
desde Cabo Kennedy. Cincuenta segundos. Cuarenta segundos. Ya
tenemos imagen, amigos teleespectadores, directamente desde Cabo
Kennedy. Treinta segundos. Atención: nueve, ocho, siete, seis, los
motores ya están encendidos. Dos, uno... Ahí va el Apolo XIII.»
La imagen que reprodujeron miles de pantallas fue la de un cohete que
se dirigía hacia abajo. La nube de humo desaparecía en vez de inflarse,
como si se la chuparan los propulsores. Se trataba de la filmación de un
despegue anterior, no de una transmisión en directo, y los técnicos habían
colocado, por error, la película al revés. Fue una ficción a la que se quiso
hacer pasar como real.
Ese error se adelantó a lo que sucedería dos días después. El Apolo XIII, igual
que el cohete que se vio en Montevideo, dio marcha atrás sin haber llegado
a la Luna. La transmisión, en ese sentido, no fue un fiasco ni un fraude
contra el público. De algún modo, fue más real que el mero despegue.
Pero, días después, el módulo de comando del Apolo XIII caía material,
pesadísimo, con tres hombres enfermos, sobre el océano Pacífico. El programa
especial del canal montevideano era, en cambio, un chiste en la memoria
de algunos miles.
«Lo que la televisión trae a domicilio es mucho más y mucho menos
que una "sociedad del espectáculo"», opina el estudioso francés Pierre
Schaeffer en su artículo "Patología de los sistemas de comunicación". «Son
unos simulacros de acontecimientos, con un parecido increíble (¡en los
que precisamente no se cree!). Es como si uno estuviera allí, se dice
finalmente. Pero el caso es que uno no está... ¿Acaso alguien iría a socorrer
al accidentado de la pantalla? En absoluto, hasta el punto que, llegado el
caso, se olvidará hacerlo en la realidad.»
Los clientes de los medios fuman las noticias: apenas cambie la imagen
del bebé muerto de hambre en Somalía por la del desfile de Christian Dior
con una vuelta de página o de perilla, aplastarán el recuerdo como si fuera
un filtro, y quedará encerrado en medio del fino hielo que separa el aire
fresco de la ficción de las tenebrosas aguas de la "realidad".
Lo público y lo privado se han disuelto junto a la ficción y a la
"realidad" en un caldo y ya no es posible recuperar los cubitos. Los
periodistas, terminales nerviosas del organismo societario, dioses que

3
separan la luz la oscuridad en esta génesis informativa, creen que eso es
mejor que no enterarse de nada. Como todo, es una cuestión de fe.

3
3.Sepárese la luz
de la oscuridad

3
Faltaban menos de 24 horas para que Eleanor, la esposa de Franklin
Delano Roosevelt, se convirtiera en la primera dama de Estados
Unidos. Todavía no había aprendido a callarse la boca.
Luego de la visita de su marido al presidente saliente, Herbert Hoover,
Eleanor encontró en los alrededores de la Casa Blanca a las periodistas
que se encargaban de tomar nota de las actividades de la familia
presidencial.
—¡Ay, chicas! —dijo a los grititos—. ¡Tengo una historia maravillosa para
ustedes!
Resulta que, cuando llegamos a la Casa Blanca, el señor y la señora
Hoover nos estaban esperando. Ella sirvió el té y tuvimos una conversación
muy cordial. Pero el señor Hoover le dijo a mi marido: «¿Quiere venir conmigo al
estudio?» Así que se fueron al cuarto de al lado... ¡pero se olvidaron de
cenar la puerta! ¡Pude escuchar todo lo que se dijeron!
—¿Qué? —preguntaron las periodistas.
—Bueno, el señor Hoover le dijo al señor Roosevelt: «¿Quiere
firmar conmigo esta noche un decreto para cerrar todos los bancos?» Y
Franklin le contestó: «¡Por supuesto que no! Si no tiene coraje para
hacerlo usted solo, lo haré yo cuando sea presidente.» Bueno, chicas,
¿qué les parece? Bien, ya sé que querrán enviar esta noticia de
inmediato a sus diarios, así que no las entretengo más...
Ninguna de las periodistas salió corriendo. Ninguna se separó de Eleanor.
Ninguna le quitó los ojos de encima.
—¡Eh! ¿Qué les pasa, chicas? ¡Creí que les iba a gustar!
Todas tragaron saliva hasta que una se animó a hablar.
—Señora Roosevelt, usted no quiere en realidad que nosotras
publiquemos eso, ¿verdad? ¿No se da cuenta de lo que pasaría si la
noticia sale esta noche? La Bolsa de Nueva York tendría que cerrar.
La Bolsa de Comercio de Londres, también. El país saldría del
estándar oro. Habría un pánico mundial.
—Además —dijo otra—, es solo un rumor, si me permite. No es que
desconfiemos
de usted, pero no podríamos citar ni a Hoover ni a Roosevelt.
Eleanor empalideció.
—¡Oh! ¡No había pensado en todo eso! --sollozó--. Y ahora, ¿qué vamos a
hacer? Las periodistas se miraron entre sí. Sonrieron.
—No hay problema, señora Roosevelt— dijo una de ellas--. Si usted nos
promete
no decir nada de esto a nadie, nosotras le prometemos que tampoco lo vamos a
escribir.
Rieron aliviadas. Eleanor volvió sobre sus pasos para acompañar a su marido.

3
Había aprendido una lección que le sería útil en el futuro: en boca cenada no entran
moscas.

***

La mayoría de los lectores no repararon en el discreto aviso que apareció a


principios de mayo de 1980 en las páginas del diario "Sud-Ouest" de Burdeos,
pero fueron suficientes. «Arab Corporated and Co. desea entrar en contacto con
hombres de negocios para emprender inversiones en los sectores industrial,
vitícola e inmobiliario. Para ello, el representante de la fuina en Europa,
Mohamed Zakher, permanecerá en Burdeos entre el 7 y el 9 de mayo. Si desea
establecer contacto, telefonee a su secretaria, Christianne Samer, al hotel Frantel
Cuando el elegante hombre trigueño con un aire a Omar Shariff llegó junto a
su asesor económico al aeropuerto de esa ciudad francesa, Mademoiselle Samer
ya había recibido unas 150 llamadas. Una vez instalados en una elegante suite del
Frantel, seleccionaron los cincuenta negocios más atractivos y los acomodaron en
la agenda.
En tres días, y sin que se le moviera un pelo del negro bigote, Monsieur
Zakher recibió increíbles ofertas. Quisieron venderle, por ejemplo, el edificio Le
Sardiniere, considerado el más importante de Burdeos; una docena de
hoteles, entre ellos el Aticana, el más grande de la región; los viñedos
bordeleses más prestigiosos, algunos castillos medievales, terrenos, relojerías,
una fábrica de armas y otra de instrumentos musicales.
Pero algunos quisieron aprovecharse, porque no todos los días se conoce a un
empesario kuwaití lleno de petrodólares. Un único edificio fue ofrecido por
separado por dos personas distintas que decían ser sus propietarias. Un hombre
propuso la fundación de un instituto de estudios coránicos por apenas 400 mil
dólares. «La civilización cristiana se muere y hay que reemplazarla por una
creencia verdadera: el Islam», dijo, quizá bajo el efecto del célebre vino de
Burdeos. Un inventor puso sobre la mesa la patente de un útil aparato sanitario,
inodoro y bidé en una sola pieza, útil para sobrellevar las inclemencias del
desierto. La pobre Christianne se las vio en figurillas para traducir la
incomprensible oferta al inglés y mantener la compostura.
Llegó la noche del 9 de mayo. Monsieur Zakher llenó sus valijas con
cincuenta propuestas para estudiar en su oficina de París. Había recibido varios
quilos de correspondencia y 400 llamadas telefónicas. Pero su agotadora estadía
en Burdeos todavía no había concluido: lo más granado de la Cámara de
Comercio local lo aguardaba en el restaurante Saint-James, donde quisieron
tentarlo con muchos otros negocios.
En medio de la cena, su bigote cayó en el plato. Pero ninguno de los
empresarios se dio cuenta.

3
Monsieur Zakher era, de acuerdo con su acta de nacimiento, André Bercoff,
periodista de la revista mensual "Actuel". Una vez en la redacción de París,
abrió sus valijas y comenzó a aporrear la calculadora. Le habían ofrecido
inversiones por alrededor de 1.400 millones de dólares, el equivalente al gasto de
las fuerzas armadas de Brasil en un año entero.
A "Actuel", la nota le costó entre 2.500 y 3.000 dólares.

***

Un comando de 35 guerrilleros del Movimiento 19 de Abril irrumpió en el


Palacio de Justicia en Bogotá el 6 de noviembre de 1985. Eso fue como si se
hubiera metido en la casa del presidente de Colombia, el conservador Belisario
Bentancur, que había empezado minutos antes su jornada de trabajo a 150 metros
de allí.
Al mismo tiempo, una multitud aprovechó la confusión que dominaba a la
policía para saquear los comercios en el centro de la ciudad.
O sea que a los periodistas colombianos les esperaba un día agitado. Alguien
se acercó a los de la radio para hacerles más fácil el trabajo: les ofreció un
aparato que sintonizaba los mensajes internos del ejército, con el cual habrían
podido anunciar cada paso de los soldados hacia la reconquista del Palacio de
Justicia.
En medio de sus corridas, los periodistas decidieron rechazar la oferta.
«Lanzar al aire esos datos habría sido tanto corno revelar a los subversivos los
movimientos y estrategias de la fuerza pública», explican María Teresa Herrán y
Javier Restrepo.
En cuanto a los motines callejeros, las radios tampoco informaron nada. Los
responsables de todas ellas recordaban que sí lo habían hecho el 9 de abril de
1948, cuando el líder liberal Jorge Eliécer Gaitán fue asesinado frente a las
narices de los dignatarios del continente que asistían en Bogotá a la IX
Conferencia Panamericana en la que se fundó la Organización de Estados
Americanos. Alertada por la radio de esos incidentes, la muchedumbre saqueó e
incendió el centro de la capital colombiana.
El copamiento del Palacio de Justicia terminó con la muerte de los 35
insurgentes y 53 civiles, 11 de ellos miembros de la magistratura. Ninguno de
ellos pudo enterarse de lo que en efecto sucedió por ningún medio. Los
periodistas de Colombia creen que habría sido peor si hubieran difundido todo lo
que tuvieron oportunidad de saber.

***

3
El uruguayo Zelmar Lissardy, corresponsal de United Press International
(UPI) en Buenos Aires, acababa de cenar con su familia ese viernes de febrero de
1989 cuando, a las 10 de la noche, sonó el teléfono. Era Vicente Vázquez, el
periodista de guardia en la agencia.
—Zelmar, llamó el corresponsal paraguayo. Fue rarísimo. Dijo que había
tiroteo en el centro de Asunción y cortó.
—Mandá un despacho urgente —se apresuró a contestar Lissardy—. Titulálo
«golpe de estado contra Stroessner». Poné que lo dirige la fracción aperturista del
ejército. Atribuí la información a «fuentes diplomáticas». Y no te olvides de los
balazos.
—¿Golpe de estado? ¿Estás seguro?
—Mandálo con mis iniciales. Ya salgo para allá.
Mientras Lissardy se lamentaba a bordo de un taxi porque su fin de semana
prometía derretirse en el verano porteño, la noticia viajó de Buenos Aires a la
mesa de edición de UPI en Washington y de allí al resto del mundo. Las
iniciales "ZL" al final del despacho indicaban que él se hacía responsable por la
veracidad de la información.
Al llegar a la redacción, el periodista ya contaba con más datos: el tiroteo era
en la central de Policía, cerca de la casa de gobierno. Amplió el despacho a unas
300 palabras.
El corresponsal en Asunción llamó de nuevo. Estaba histérico.
Escuchá los tiros, escuchá decía, y sacaba el tubo del teléfono por la ventana.
—Calmáte. Decíme lo que ves —interrumpió Lissardy. Necesitaba detalles de
ambiente para colorear la noticia con pinceladas precisas. También le pidió
números telefónicos a través de los cuales podría entrevistar a los rebelados.
A la primera llamada, un oficial del ejército le confirmó que se trataba de un
golpe contra el presidente perpetuo, el general Alfredo Stroessner, dirigido por el
consuegro del dictador, el general Andrés Rodríguez. Solo la policía resistía en
defensa del régimen. A la 1 de la mañana del sábado 3 de febrero, el corresponsal
en Asunción envió un despacho que afirmaba que todo el poder estaba en manos
de Rodríguez. La UPI fue el único medio que informó fuera de Paraguay las
alternativas del golpe a medida que se desarrollaba. La noticia tomó al mundo por
sorpresa.
Pero no a la agencia. El corresponsal en Asunción había sido avisado 20 días
antes por un alto diplomático que ya tenía asegurado un lugar en el gabinete de
Rodríguez. Lissardy y Alberto Schazin, vicepresidente de la UPI para América
latina, estaban alertados. Quizá estos tres periodistas hayan sido los únicos en
enterarse con antelación de la inminencia del golpe, sin contar a quienes lo
dieron. Por eso estuvieron en condiciones de reaccionar ante la menor señal y de
informar antes y mejor que las demás agencias.
Conservaron el secreto durante 20 días. Si hubieran difundido la información

3
disponible antes de que ocurriera el golpe, lo habrían malogrado. Hubiera sido
como tirar la noticia a la basura. La vida del corresponsal habría corrido peligro,
igual que los miles de militares que intervenían en el operativo y los opositores
que lo alentaban. En el mejor de los casos, habrían puesto sobre aviso a las
agencias competidoras.
Además, claro, la dictadura de Stroessner era odiosa. Cuando informó de las
primeras versiones, el corresponsal en Asunción había sintetizado todos los
argumentos esgrimibles para ocultar la información: «Esperamos 35 años para
esto. ¿Vamos a abortarlo por una primicia?»

***

3
Parecía una escena de película policial, de esas con persecuciones en auto y
tiroteos, pero no. Robert Woodward, periodista del diario "The Washington
Post", se reunía con uno de sus informantes de madrugada, en estacionamientos
subterráneos parecidos a aquellos donde, en las ficciones cinematográficas, pasa
de todo.
Esos encuentros se concertaban mediante complicadas claves para evitar que
alguien se enterara. El informante dejaba en la puerta del apartamento de
Woodward un ejemplar del "The New York Times" para fijar una cita. Por su
parte, el periodista cambiaba de lugar un jarrón de flores de su balcón.
El informante tenía contactos con la Casa Blanca, el gobernante Partido
Republicano y el FBI, y no le convenía que se conociera su identidad. Hasta hoy,
lo único que se sabe de él es que fumaba tabaco y bebía whisky. El jefe de
redacción de "The Washington Post", Howard Simons, lo bautizó "Deep
Throat" ("Garganta profunda"), el título del filme que lanzó al estrellato a la
pornoestrella Linda Lovelace.
Woodward y Carl Bernstein, entonces dos desconocidos periodistas de menos
de 30 años de edad, investigaban el caso de tres cubanos y dos estadounidenses
arrestados en la madrugada del sábado 17 de junio de 1972 mientras intentaban
ocultar micrófonos en las oficinas del cuartel general del opositor Partido
Demócrata, en el edificio Watergate.
Al principio, parecía un asunto menor. Pero "Garganta profunda" dijo a
Woodward que por lo menos 50 personas a sueldo del comité de reelección del
presidente Richard Nixon desarrollaban tareas de espionaje contra su rival,
el demócrata George McGovem.
En base a los informes de "Garganta profunda" y de otras fuentes que rogaban
el anonimato, Bernstein y Woodward comprobaron que Nixon no solo conocía la
irrupción clandestina al edificio Watergate sino también los pagos de chantajes a
los espías arrestados para «mantener encubierto el asunto» y «ganar tiempo».
La primera nota salió un mes antes de las elecciones de 1972. De todos modos,
Nixon arrasó con más de 60 por ciento de los votos. Pero el presidente
renunció menos de dos años después, el 8 de agosto de 1974, acosado por la
evidencia que obtuvieron los periodistas, resumida en 226 notas publicadas, y sus
repercusiones en el poder judicial y en el senado de Estados Unidos.
"Woodstein", la pareja ideal, ganó luego el premio Pulitzer y escribió dos
éxitos de librería. La palabra "gate" ("puerta") es, desde entonces, el sufijo que
emplean poco imaginativos periodistas de todo el mundo para ilustrar cualquier
cosa que tenga olor a corrupción y escándalo.
Hasta hoy se dice que nunca los periodistas llegaron a tanto. La difusión de
estas noticias, que contenían información que con seguridad aportaron
encumbrados miembros del propio gobierno, provocó la renuncia del funcionario
público más poderoso del mundo. Y nadie, excepto dos cronistas de noticias

3
locales de Washington, conoce un pequeño detalle: quiénes fueron los desleales a
los que se les resfrió el estómago.
«"Garganta Profunda" era una ficción», opina Bill Kovach, quien dirigió la
investigación del caso Watergate para el diario "The New York Times". «El "Post",
al igual que nosotros, tenía muchas fuentes. Bob y Carl necesitaban concentrar las
fuentes en un personaje cuando se sentaron a escribir el libro "Todos los hombres
del presidente". De modo que inventaron a "Garganta Profunda".»
Todo comenzó como una película de suspenso y culminó con una película de
suspenso. Robert Redford y Dustin Hoffman encarnaron en 1976 a Woodward y
Bernstein en una sobre el escándalo Watergate. Los productores tuvieron el buen
gusto de no invitar a Linda Lovelace para que se hiciera cargo del papel de
"Garganta profunda".
«Quiere proteger el anonimato aún hoy. Es más que natural», explica
Woodward a sus colegas cada vez que le preguntan quién le ganó al escurridizo
Nixon en el juego de las escondidas.

***

3
UNA CONOCIDÍSIMA ILUSIÓN óptica sugiere que ningún fenómeno puede
comprenderse si se considera de forma aislada o se divide en partes
independientes. El dibujo figura en muchos manuales de psicología elemental: se
trata de dos perfiles humanos frente a frente sobre un cuadrado. En el espacio que
dejan los perfiles se percibe una copa. Debajo de los mentones se forma el pie,
hasta los bigotes se halla la caña; el vaso se abre entre las narices y las frentes.
Quien desee volver a apreciar los perfiles, deberá hacer el esfuerzo de olvidarse
que allí podía haber dibujada una copa. Ocultarla en su propia mente.
Todo eso no es más que un trozo de papel con dos rayas que se curvan y se
quiebran. Debe existir una persona que lo mire para que también haya una copa y
dos perfiles humanos que aparecen y desaparecen, cada imagen a su turno.
Lo que se ve depende de lo que se oculta.
Cuando uno consume un producto periodístico, apreciará la
información que se enuncia. Pero siempre habrá una porción que queda
fuera, en los márgenes del dibujo, como los perfiles del libro de
psicología. Si fija la atención a los costados de la noticia, encontrará el
rastro de otros datos que le darían un nuevo contenido. Son los perfiles
humanos que el periodista oculta, por distintos motivos, para poder ofrecer
a los clientes de los medios una copa más o menos llena, con sabores nítidos.
Esos ocultamientos y esas divulgaciones se recortan unos a otros para
generar la versión periodística de la realidad. Una imagen visual no se
compone solo de luces y colores: también las sombras la delinean. La
música no es producto único del sonido: también contiene silencios.

EL OCULTAMIENTO ES imprescindible en el trabajo periodístico.


Quizá es por eso que, por paradoja, el verbo empleado en la jerga para
designar el área informativa asignada a un periodista sea "cubrir": se cubre
la casa de gobierno, se cubren los deportes menores, se cubren las
operaciones de la Bolsa, se cubren las noticias policiales. El periodista es un
encubridor.
Suele, por ejemplo, ser cómplice de aquellos que lo mantienen
informado y hasta guarda secretos a pedido. O sea que canjea
información por ocultamientos, y en esta negociación no siempre es el
público el que gana, aunque debería ser así.
Los clientes de las empresas periodísticas no son los únicos que caen
dentro de estos conos de sombra. En muchas ocasiones, los periodistas también
esconden sus pensamientos y sus conocimientos a alguien que les podría
aportar el datito que les falta para completar un lindo reportaje.
Pero ellos no son los únicos que guardan secretos, por cierto. Unos
cuantos colectivos profesionales reivindican el derecho a la reserva como

3
herramienta de trabajo, e incluso las leyes de muchos países lo reconocen.
El hecho de que, llegado el caso, el ocultamiento beneficie o
perjudique a alguien es una cuestión política. Aceptar unas u otras
posiciones supone tomar partido por una determinada forma de repartir
poderes e impotencias, conveniencias e incomodidades, derechos y
obligaciones. Los confidentes profesionales dirán que el objetivo de sus
ocultamientos es lograr la felicidad de la mayor cantidad de gente posible.
Nadie puede asegurar, sin arriesgar personalísimas opiniones, si están
o no en lo cierto, ni aun los periodistas.
Los sacerdotes católicos postulan el secreto de los pecados que se les
confiesa porque suponen que la solemnidad del rito hará más viable el
arrepentimiento tras el cual, penitencia (o castigo) mediante, se expían las
culpas. El problema se suscita cuando el cura es confidente de actos penados
por la sociedad secular: ¿el religioso se asumirá, acaso, como cómplice de un
homicidio múltiple, de una violación, de un acto de corrupción política
confesados con todas las formalidades?
Los médicos, según algunas doctrinas, están obligados a mantener en la
esfera de la confidencia el estado de salud de sus pacientes para evitar que se
los discrimine por sus enfermedades. Pero, por ejemplo, ¿deben ocultar
a los cirujanos y enfermeros que preparan una operación que su
paciente es portador de una enfermedad infecciosa y dejarlos
expuestos al riesgo de contagio?
Los abogados deben mantener reserva si sus clientes la solicitan con
el fin de garantizarles una defensa justa. Los fiscales realizan
investigaciones en secreto; ¿por qué negarle a los reos el mismo
derecho? Pero, ¿deberían los defensores callar en el transcurso de un
proceso su convicción de que el encausado es un criminal de lo peor que
merece el castigo máximo establecido por las leyes?
La ley ordena a los jueces, en los países republicanos, guardar bajo
llave las acciones correspondientes a las etapas iniciales de un proceso. Así
impiden que el vulgo prejuzgue sin contar con elementos fácticos y técnicos
indispensables. ¿Qué debe hacer si la difusión de datos parciales provoca un fuerte
rechazo por parte de la sociedad hacia un reo que, según la información de que el
magistrado dispone, es inocente?
Los sicólogos sostienen que la discreción absoluta respecto de las
manifestaciones de sus pacientes es imprescindible para crear lazos de
confianza que aceleren el diagnóstico y las mejorías. ¿Y si, en sucesivas
sesiones, un sujeto anuncia su intención de asesinar a alguien, en una
fecha fijada e inminente y con una planificación prolija?
Los banqueros aseguran la confidencialidad de las operaciones que
efectúan sus clientes porque, dicen, eso favorece la afluencia de capitales que

3
permiten abrir créditos para la realización de actividades en beneficio de la
sociedad. Pero, ¿no resulta eso una garantía excesiva a los depósitos de dinero
obtenido, por ejemplo, a través de secuestros extorsivos?
Los periodistas, por su parte, proclaman que la difusión más amplia de la
información contribuye a que la sociedad sea más transparente y, por
lo tanto, más democrática. La obtención de esa información es
dificultosa porque, así como existen quienes desean conocerla, otros
procuran ocultarla. Para sortear ese inconveniente, alegan, deben ocultar
detalles menores. El improbable día que la humanidad renuncie a
mantener secretos, una buena parte del periodismo ya no tendría
sentido.
Esto viene ocurriendo desde que el grito se hizo palabra, y aun antes. Hasta que
alguien creyó necesaria la difusión de las cuestiones de interés público,
¿cuántas habrán quedado sepultadas sin que nadie las sepa porque alguien se
preocupó de ocultarlas?
«La historia de ayer es una novela llena de hechos que nadie puede controlar,
de juicios a los que nadie puede replicar», reflexiona la periodista
italiana Oriana Fallaci. «¿Quién nos asegura que en la escuela no nos han
enseñado mentiras? ¿Quién nos aporta pruebas capaces de demostrar la verdadera
naturaleza de Jerjes, de Julio César, de Espartaco? No tenemos un solo documento
del que resulte que Vercingétorix fuera un bribón. Ignoramos si Jesucristo fue alto o
bajo, rubio o moreno, culto o sencillo, si dijo las cosas que afirman san Lucas, san
Mateo, san Marcos y san Juan. ¡Ah! ¡Si alguien lo hubiese entrevistado con un
grabador para conservar su voz, sus ideas, sus palabras! ¡Si alguien hubiese
taquigrafiado lo que Juana de Arco dijo en el proceso antes de subir a la
pira! ¡Ah, si alguien hubiese interrogado con una cámara a Cromwell y a
Napoleón!»
¿Cuántas cuestiones de interés público habrían permanecido ignoradas desde
el origen de la prensa si los periodistas no hubieran apelado a secretos o engaños
para conocerlas y difundirlas?

LAS BATERÍAS DEL periodista apuntan a develar lo oculto para


exponerlo al público. Para eso, debe esconder su artillería de la mirada de sus
informantes y, mal que le pese, también de sus clientes. Debe ocultar. El
periodista jamás muestra todo lo que sabe: allí donde ve tinieblas sólo puede
ofrecer oscuridad. Necesita encandilarse para apenas encender una vela.
La ecuación que debe resolver, así como los comerciantes persiguen el máximo
beneficio con el menor costo, es el logro del máximo de difusión con el mínimo de
ocultamiento. Y este mínimo nunca suma cero. A menudo, ocultar es la vía para
mantener mejor informados a los consumidores de noticias, al igual que los

3
médicos matan tejido sano con radiactividad o compuestos químicos para aniquilar
un cáncer.
Así como Bercoff se puso un bigote postizo para comprar Burdeos, todos los
días sus colegas se introducen de incógnito en reuniones políticas, esperan en las
sombras que un popular sacerdote abrace a su amante para sacar la foto, se
hacen pasar por otras personas ante cuyos nombres se abren las puertas de lo
secreto. Se esconden a sí mismos para encontrar información.
Woodward procuró la clandestinidad en un garage para ocultar a "Garganta
Profunda". Del mismo modo, los periodistas consultan a personas que hablan
a condición de que sus identidades no se conozcan porque sus vidas, sus familias
o sus empleos corren peligro, o porque les conviene. Los periodistas esconden a
sus informantes para encontrar información.
La agencia UPI mantuvo en secreto la inminencia del golpe de estado
aperturista en Paraguay. Así, los periodistas ocultan durante días, semanas,
meses o años datos de los que se enteraron porque revelarlos provocaría
reacciones que convertirían una noticia en un desmentido. O, también, porque
dudan de su veracidad hasta que obtienen una confirmación. Los periodistas
esconden la noticia para preservar la noticia.
Claro, la UPI también quería evitar un riesgo sobre la vida de su corresponsal,
sus informantes y miles de otras personas. Tal vez la actitud de la agencia habría
sido otra si los conspiradores hubieran sido aun más absolutistas que Stroessner.
Desde ese punto de vista, este caso se asemeja al de las cronistas que
acompañaban a Eleanor Roosevelt en 1933 y al de los que informaban sobre la
captura del Palacio de Justicia de Bogotá en 1985: prefirieron mantener en
secreto por un tiempo información a la que tuvieron acceso para evitar perjuicios
a sus comunidades. ¿Cuál habría sido la diferencia entre esperar y no esperar
unas horas, unos días para difundir esos datos? ¿Una primicia perdida? ¿Pánico,
algunos muertos más, hambrunas? ¿El periodista puede alegar que él no tiene la
culpa, que esas cosas ocurren sin que él intervenga, que su única participación en
ellas fue en calidad de testigo y difusor? ¿O es responsable por las consecuencias
de su publicidad?
Para muchos, lo es. Algunos evitan informar sobre la causa de una muerte
cuando se trata de suicidio, conducta que, aseguran, es contagiosa. Otros
dejan de lado las imágenes de los cadáveres de accidentados o asesinados,
no por buen gusto, sino porque los familiares del fallecido podrían enterarse
de su muerte a través de un medio periodístico y no por otros canales más
adecuados. Otros ignoran la información sobre boxeo, corridas de toros y riñas de
gallos, entre otras actividades que consideran cruentas. En casos extremos,
algunos llegan a dejar de lado los atentados terroristas porque creen que su
difusión solo beneficia a quienes los cometen. Los periodistas y, sobre todo,
las empresas periodísticas tienen el derecho a ejercer con autonomía

3
ocultamientos que persiguen fines superiores a los de la noticia, se esté de
acuerdo o no con los valores que subyacen.
«La mayor parte de las veces que oí decir a un líder del gobierno que algo tenía
que ver con la seguridad nacional, no estaba relacionado con eso, sino con alguna
especie de vergüenza nacional de alguna clase», sostiene Ben Bradlee. «Por eso,
cuando oigo a alguien hablar de seguridad nacional, eso atrae mi interés y me
pongo a escuchar para ver de qué se trata. El hecho de que alguien diga que un
asunto está relacionado con la seguridad nacional no significa que eso sea
verdad.»
Las direcciones políticas de los estados no han renunciado al poder que ellas
mismas se han atribuido de ocultar por medio de la ley en nombre del bien común, la
seguridad y el orden. Esta rémora de autoritarismo revela desconfianza hacia la
industria periodística, pero también hacia la capacidad de discernimiento de las
sociedades. En muchos casos, se trata de prohibiciones que la mayoría de los
periodistas se impondrían a sí mismos: la difusión de los nombres de las víctimas
de violación y de los niños que incurren en actividades delictivas, o de detalles que
podrían entorpecer una investigación policial legítima, por ejemplo. Pero el afán por
el secreto de estado llega a las manifestaciones proselitistas o a las encuestas de
intención de voto en vísperas de elecciones, por citar un caso vigente en países que
se precian de liberalismo.

EL PERIODISTA, EN definitiva, debe ser un especialista en ocultamiento.


Un secretario, en el sentido de guardar secretos. Debe saber cuándo y cómo
ocultar. Su actividad no se diferencia mucho de la del espía. Ambos entablan
contactos personales o telefónicos periódicos con un grupo de personas —a las
que denominan "sus" fuentes o informantes— y montan redes de recolección de
información en los ámbitos que cubren.
También analizan papeles de consumo público o de circulación restringida,
y tratan de estar presentes en determinados lugares —un local partidario, un
estadio deportivo, el escenario de un crimen, una oficina— cuando en ellos
suceden cosas.
Los espías son "agentes", personas que obran en nombre de otros. Para
mantenerse con vida, los espías dobles deben ocultar información incluso a su
"agencia principal", el estado al que son leales en su fuero íntimo. Si el otro
país —la "agencia secundaría"— recoge la más leve señal de que el
enemigo conoce datos a los que el funcionario tuvo acceso, su posición
quedará al descubierto.
Los periodistas también son "agentes", pero triples; trabajan en función de los
consumidores de noticias y, aunque no lo deseen, de sus informantes y de la
empresa que les paga un; sueldo. Son débiles eslabones en una compleja cadena

3
de lealtades, encubridores por obligación.
Lo máximo que puede pedirse a un periodista es que el público sea su "agencia
principal", y, aun en ese caso, deberá ocultarle información para no herir
susceptibilidades en las "agencias secundarias". Para eso intentará ganar la
confianza de las empresas periodísticas y de sus fuentes. Se trata de ser un
hipócrita, pero, eso sí, "profesional". Se trata de que la transparencia sea su
norte, aunque el camino sea sinuoso y la brújula tiemble.
Hasta las características técnicas de los medios a través de los cuales se
transmite la información determinan pautas de ocultamiento. El periodista debe
jibarizar las noticias porque el espacio disponible para ellas no es infinito.
Además, el que se le asigne dependerá también del momento en que el
periodista la obtenga: los noticieros centrales de la televisión, por ejemplo, no
accederán a la información generada tarde en la noche, que, por más
importante que sea, ocupará menos centímetros en la prensa matutina que las
noticias elaboradas al mediodía. Algunos datos que la harían más completa
o más comprensible quedarán en las sombras, conocidas apenas por aquellos
que los procesaron y desecharon.
En este juego, algunos de los participantes pueden disparar un revólver
cargado de secretos. El consumidor de información, mientras tanto, apenas
recibe el impacto vacío de los disparos. No tiene oportunidad de ocultar nada.
Es probable que un admirador de Michael Jackson prefiera ignorar sus presuntos
jugueteos sexuales con menores de edad. Un izquierdista deseará que nadie se
entere de los logros de un gobierno de derecha, y lo mismo sucederá a la inversa.
Los fanáticos del deporte se pondrán furiosos si un cronista opina que los
jugadores de su cuadro favorito son espantosos. Pero lo único que podrán hacer
es dar vuelta la página o girar una perilla para cubrir sus propios ojos y oídos.

3
4.Y seréis como
dioses

3
Cuando a casi nadie le interesaba saber qué sucedía en este mundo, allá
por el siglo XV, a los Fugger, poderosos banqueros de Aubsburgo, sí les
importaba. Los "periodistas" todavía no eran "periodistas", sino
"noticieros", y cobraban a políticos y hombres de negocios una buena
torta de dinero al mes para mantenerlos informados por c arta.
Los Fugger montaron una red de "noticieros" y los hicieron trabajar
a granel. Así, obtuvieron información política, económica y militar
desde Amberes, Bruselas, Colonia, Constantinopla, Espira, Génova,
Hamburgo, Lisboa, Londres, Lyon, Madrid, Milán, Nápoles, París,
Ratisbona, Roma, Toledo, Valladolid, Varsovia y Viena. El saber no
ocupa lugar.
La banca Fugger tardó tres siglos en fundirse, todo un récord para la
época. El saber paga.

***

3
Joseph Medill Patterson supo ser socialista. Era, además, rico. Miles y
miles de ejemplares de su ensayito "Confesiones de un zángano" se
reprodujeron entre 1906 y 1916 en Estados Unidos.
«Dispongo de ingresos que oscilan entre los 10 mil y los 20 mil dólares
anuales», decía allí. «Los gasto en su totalidad, pero no produzco nada y no
trabajo. A menos que cambie el actual sistema social, podría seguir igual
el resto de mi vida.
»Mis ingresos no caen del cielo como el maná bíblico. Su origen es
conocido. Parte de ellos proviene de las ganancias de un diario. Otra es
producida por numerosas propiedades en Chicago, los beneficios del
ferrocarril de Pennsylvania y otras líneas férreas, los de la United States
Steel Corporation, la American Tobacco Company. Los hombres que
conducen los trenes reciben bajos salarios. Los que viajan pagan tarifas
elevadas. Nosotros, los capitalistas, ganamos la diferencia en tre una suma
y otra.
»El trabajo de los obreros, y nada más, es lo que produce la riqueza que, por
alguna combinación absurda, viene a parar a mí, dejándolos a ellos con las
manos vacías. ¿Por qué me mantienen tan espléndidamente? ¿Qué he
hecho para ello? Dejad la respuesta a los cándidos auspiciantes del orden
actual...
»Mientras la clase trabajadora esté satisfecha con esta distribución de
pobreza, obediencia y laboriosidad, esto continuará. Pero siempre que
la clase trabajadora quiera acabar con esta situación, podrá hacerlo.
Tiene la gran mayoría.»
No muchos años después de escribir esto, Patterson había cambiado
de opinión. Ya entonces era dueño de los diarios "The Chicago Tribune", "The
New York Daily News" y "The Washington Herald". Desde sus páginas
editoriales proclamó, por ejemplo, que en 1920 «los bolcheviques
italianos se apoderaron de las fábricas y, para bien o para mal, la
marcha de Mussolini sobre Roma puso fin a ese estado de cosas».
Sus diarios atacaron a la República española en la guerra civil, a China en
su conflicto con Japón, al presidente de México Lázaro Cárdenas en su
conflicto con las empresas petroleras de Estados Unidos.
«El mundo está compuesto por gente nacida para mandar y gente
nacida para obedecer», escribió Patterson una vez, refiriéndose a China. Él,
con seguridad, se consideraba entre los primeros.

***

3
Conrad Moffat Black siempre tuvo muy claro lo que quería. Su regla
de oro: la información es una mercancía que puede robarse, comprarse y
venderse. Pero los profesores de su escuela, el Upper Canada College, se
enteraron de que había conseguido resultados de exámenes que vendió a
sus compañeritos. Lo expulsaron, corno para que aprendiera que el crimen no
paga.
Black, admirador de Napoleón Bonaparte, el almirante Nelson y Charles
de Gaulle, comenzó a hacer fortuna a los ocho años, cuando compró
una acción de General Motors con sesenta dólares que ahorró del dinero
que le daban sus padres mes a mes. En 1969, a los 24, era el propietario
de varios semanarios de pueblo que estaban a punto de quebrar y se
ofrecían a precio de liquidación.
Al cierre de esta edición, posee alrededor de 250 medios de prensa
en todo el mundo. La niña de sus ojos es "The Daily Telegraph" de
Londres, que vale 1.500 millones de dólares. También es dueño de "The
Jerusalem Post", el "Sidney Morning Herald", el "Alaska Highway
News", el "Waikiki Pennysaver" y el "Punxsutawny Spirit". O sea que
no le falta material de lectura, aunque él mismo deba consultar a sus
contadores para saber si el diario que abrirá esta mañana le pertenece.
«Un diario que es dirigido por los periodistas tiende, en mi experiencia,
a ser hipócrita y tendencioso», opina Black. «Además, creo que no hay
contradicción entre un buen diario y un buen negocio.»

***

3
Durante cuatro años, en los años 30, las radios de Estados Unidos
emitieron noticias recortadas. Los propietarios de las agencias
informativas poseían, a la vez, los principales diarios del país, y advertían
que el nuevo medio podía quedarse con una parte de las ganancias que,
según ellos, les correspondían. Por lo tanto, se resistieron a venderles
sus servicios.
La Asociación de Editores de Periódicos de Norteamérica y los dueños de
las emisoras se encerraron en las habitaciones del hotel Biltmore de Nueva
York en 1934. Llegaron a un acuerdo. Las radios podrían contratar a las
agencias a condición de que se limitaran a difundir dos informativos de cinco
minutos cada uno por día y resumieran cada noticia en un máximo de treinta
palabras. Además, les prohibieron difundir publicidad en esos espacios.
El "programa Biltmore" se hizo añicos poco antes de la segunda guerra
mundial. Edward Murrow, un ex estudiante de arte dramático, viajó en 1937
a Londres para hacerse cargo de la corresponsalía de la Columbia
Broadcasting Sistem (CBS). La cultivada voz de Murrow llevaba a millones
de oídos estadounidenses noticias sobre los prolegómenos de la aventura de
Hitler antes que las agencias y con una magia de la que los diarios carecían.
La radio acabó con las ediciones "extra" de los diarios. Se vendieron
menos ejemplares de lo previsto el 7 de diciembre de 1941, cuando la
aviación japonesa fulminó la base militar estadounidense en Pearl Harbor.
Todas las radios habían interrumpido sus programas para transmitir la
noticia. Ese día, incluso, fue de bonanza para la incipiente televisión, que
emitió de continuo información cablegráfica y expuso mapas y fotografías
para salvar la falta de imágenes directas de la catástrofe.
Diarios, radios y televisión terminaron compartiendo un mercado que,
lejos de restarse, se multiplicaba. De la competencia feroz pasaron a la
convivencia y el beneficio mutuo. A fines de la década del 60, la cuarta
parte de las radios de Estados Unidos eran propiedad de editores de
diarios.
A pura levadura, la torta todavía sigue inflándose.

***

3
Johannes Gensfleische zum Gutemberg, un orfebre de Maguncia, pensaba
que acuñar letras le daría más fortuna que acuñar monedas. Se endeudó y
endeudó hasta que logró en 1447 reproducir varios ejemplares idénticos de
fragmentos del poema "El juicio universal". Inspirado en las prensas de
madera que se usaban para extraer el vino de las uvas, Gutemberg se valió de
letras metálicas independientes a las que alineó en una caja. Tenía que usar un
espejo para leerlas. Muy pronto, la gente comenzó a emborracharse de palabras.
El papa Nicolás V, cansado de dictar las "cartas de indulgencia" en las que
otorgaba el perdón de todos los pecados a quienes vaciaban sus bolsillos
sobre las arcas vaticanas, pidió a Gutemberg que le publicara unos cuantos miles.
Tenían espacios en blanco donde se anotaba el nombre del amnistiado y la
fecha.
Poco a poco, Europa se fue plagando de prensas. Pero Gutemberg había
inventado una industria lenta, cara y con poca clientela. Para hacer alguna
ganancia adicional, cuando los imprenteros se enteraban de inundaciones,
terremotos, asesinatos misteriosos, presuntos milagros, batallas contra los
turcos o descubrimientos geográficos, copiaban cientos de hojas con la
noticia, escrita a veces en prosa, a veces en verso, y las hacían vender los
domingos en las calles y las iglesias.
En esos tiempos, estaba de moda cargar un nombre latino sobre todas las
cosas. Al invento de Gutemberg lo bautizaron "ars artificialitas scribendi",
arte de la escritura artificial.

***

3
La primera fuente de financiamiento de las emisoras de radio de Estados
Unidos fue la venta de aparatos receptores. Las mismas empresas que los
fabricaban eran las que instalaban las estaciones o estaban asociadas a
ellas. El negocio era redondo, y ahí estaba su debilidad: la serpiente
comenzó a masticarse la cola. El mercado se saturó de aparatos y la venta se
enlenteció.
Pero a los dueños de la American Telephone & Telegraph Company
(AT&T) se les prendió la valvulita. El 28 de agosto de 1922, una de sus
emisoras de radio propaló un aviso, el primero de todos, para promocionar
sus propios productos. La audiencia puso el grito en el cielo. ¿Publicidad
en medio del radioteatro? Qué falta de respeto.
Herbert Hoover, que ocupaba la Secretaría de Comercio poco antes de
ser presidente de Estados Unidos, dijo entonces: «Es inconcebible que
permitamos que tan grande herramienta para el servicio, la información, el
entretenimiento, la educación y propósitos comerciales vitales quede ahogada
en la cháchara de la publicidad.»
Tres meses más tarde, Radio Paradizábal, la segunda emisora instalada
en Uruguay, abrió las posibilidades comerciales de la comunicación
masiva al difundir los primeros avisos de productos en todo el mundo. El
locutor Luis Viapiana —quien también era administrativo, telefonista y
portero de la radio— se encargó de elevar a alturas hertzianas las bondades
de los cigarrillos Spinet y el refresco Tri-Naranjus.

***

3
Casi por aburrimiento, Joseph Politzer abandonó a su familia en Budapest
a los 17 años para pelear en la guerra de secesión de Estados Unidos. Era
un mercenario indisciplinado. Hablaba demasiado y preguntaba, en una
incómoda mezcla de inglés con alemán, las razones de cada una de las
órdenes que le daban. Sus compañeros de batallón y sps superiores lo
odiaban. Casi acabó frente al pelotón de fusilamiento por abofetear a un
cabo que insultó a su madre. Pero igual se quedó en el país cuando
concluyó la guerra.
Durante tres años fue fogonero en un barco que bogaba por el
Mississipi, cuidador de mulas, vendedor de pasajes, cochero, estibador,
peón de albañil, mozo en un restaurante, empleado en un bufete de
abogados, tenedor de libros en un depósito de maderas, mensajero a
caballo de una empresa de ferrocarril. Trabajó en el cementerio de
Arsenal Island durante la epidemia de cólera que sufrió San Luis.
Mientras tanto, leía sin descanso para mejorar su inglés y se recibió
de abogado.
Por esos tiempos, cambió su apellido a Pulitzer.
Una noche, en una biblioteca, se entrometió en una partida de ajedrez
entre Carl Schurz y Emil Preetorius, dueños del "Westliche Post", un diario
de San Luis escrito en alemán. Jaque en cuatro jugadas. Los dos
empresarios supusieron que un tipo con ese talento para el ajedrez tenía que
ser buen reportero. No tenía por qué funcionar, pero funcionó. Así que
Pulitzer terminó en la redacción del periódico y pudo sacarse las ganas de
hacer preguntas sobre cualquier cosa que se le ocurriera sin temor a la
corte marcial.
Fue elegido diputado estatal a los 22 años. A los 24, lo designaron jefe de
Policía de San Luis. A los 25, comenzó a comprar y a vender diarios. Así se
hizo rico, A los 31, se casó con Kate Worthington, hija de una distinguida
familia de Washington. Pocos meses después, adquirió el "Saint Louis
Post Dispatch". Enseguida lo convirtió en una potencia periodística, sin
adherirlo a ningún partido político. A los 36, se alzó con el diario "The New
York World". En un año, era el diario más leído de la metrópolis.
Se le considera el inventor de la primera plana tal como se la conoce
hoy, con títulos destacados e ilustraciones. No inventó el
"sensacionalismo", pero lo convirtió en una práctica respetable. Se
hizo popular con sus cruzadas contra la delincuencia, los funcionarios
corruptos y el Ku Klux Klan y con su campaña para obtener los fondos
que permitieron el traslado de la Estatua de la Libertad de París a Nueva
York. Contrató a Nellie Bly, la primera periodista mujer de Estados
Unidos, e introdujo la historieta en la prensa diaria.
A los 38 años, comenzó a quedar ciego. A los 40, descubrió que no

3
podía leer una sola línea. Desde entonces y durante 24 años, hasta su
muerte, sus secretarios debían leerle el diario todas las mañanas y
calzarse zapatos con suela de goma para que los pasos no crisparan sus
nervios deshechos.

***

3
El presidente de Argentina Juan Domingo Perón consideraba a las
emisoras de radio de Uruguay, cuyas ondas llegaban al territorio de su
país, un frente de batalla más en su lucha por mantenerse en el poder. La
mayoría de ellas ni siquiera se preocupaban en ocultar su militancia
antiperonista. El gobierno argentino llegó a sugerir a través de voceros
informales que estaba dispuesto a ordenar el bombardeo de sus antenas.
«Durante la "Revolución Libertadora", en setiembre de 1955, tuvimos
una participación muy activa. Violamos flagrantemente las normas
internacionales. No éramos gobierno, pero dábamos información
estratégica a otro país», admitió uno de los responsables de Radio Carve,
Raúl Fontaina.
«El Espectador asumió, como buena parte de las emisoras uruguayas, una
posición militante contra el gobierno peronista», afirmó Hugo
Infantino, a la sazón jefe de informativos de esa radio.
Carve, El Espectador y Radio Colonia, entre otras, captaban las
comunicaciones internas de los militares leales a Perón. Luego,
transmitían en base a ellas información de primera mano que
recibía la audiencia de Uruguay y Ar gentina, pero también los
rebeldes. «En los barcos argentinos de guerra al man do del almirante
Rojas se difundían nuestras emisiones por los parlantes de a bordo
para mantener informadas a las tripulaciones», dijo Fontaina.
Bombardear antenas en el territorio de un país con el que mantenía
correctas —aunque ríspidas relaciones hubiera sido demasiado.
Perón prefirió presionar a las radios a través del gobierno de Uruguay,
que se había declarado neutral en el conflicto, por la vía diplomática.
Los periodistas de El Espectador obtenían información sobre el
alzamiento a través, sobre todo, de las transmisiones de la radio
estatal argentina y la oposi tora Radio Universal, de Córdoba. Las
autoridades uruguayas advirtieron en tonces a los responsables de
las emisoras que aplicarían con rigor normas vi gentes, pero en
desuso, según las cuales solo se les permitiría emitir la informa ción
que escupieran las teletipos de las agencias internacionales. Como
los corresponsales de éstas en Buenos Aires tenían dificultades para
obtener noticias imparciales a causa del férreo control del gobierno
sobre las fuentes de la oposición, la audiencia solo dispondría de los
comunicados que procedieran de filas peronistas.
Por eso, El Espectador acordó un operativo conjunto con United Press
International (UPI). Un redactor de la agencia se instaló en los estudios de
la emisora, con la oreja pegada a unos viejos pero eficaces receptores
Hammerlund. Desde allí, enviaba las versiones de Radio Universidad a los
corresponsales en Buenos Aires, quienes, a su vez, las remitían al resto del

3
mundo. De ese modo, la agencia y la emisora sortearon la censura.

***

3
Theophraste Renaudot era médico en Loudun. Fue recomendado por el
cardenal Richelieu para trabajar en la corte de Luis XIII en París. Cometió la
herejía de rechazar en público el valor de las sangrías como método
terapéutico, lo que le valió el repudio de sus pares: La Facultad de
Medicina lo desautorizó frente a sus colegas y sus pacientes.
Renaudot tuvo que buscarse otro trabajo. Quizá no sea recordado por
sus dotes científicas, aunque sus ideas sobre la práctica médica, a la postre,
se hayan impuesto. En cambio, muchos le atribuyen el honor de ser el
fundador del periodismo moderno.
De la mano de Richelieu, Renaudot obtuvo en 1631 un privilegio para
editar, en régimen de monopolio, la "Gazette de France", autoproclamado
«periódico de los reyes y los poderosos de la tierra». En cuatro páginas
que pronto pasaron a ser ocho, adaptó las tradiciones de los
"noticieros" y las hojas impresas a las necesidades de la monarquía
absoluta. Se prendió a esa vena como el más sediento de los punzones.
La "Gazette" contenía noticias del extranjero y algunas crónicas ligeras
de la corte, mezcladas con editoriales elogiosos hacia el cardenal Richelieu
que, con frecuencia, eran escritos por el propio sacerdote. Renaudot llegó a
rehacer entera una edición de 1633 para que entrara un artículo que el
poderoso cura entregó a último momento.
Las páginas de la "Gazette" fueron pioneras en materia de "crónica
rosa". Luis XIII ordenó publicar en ellas los detalles de su pelea con la
reina, Ana de Austria, salidos de su propia pluma.

***

William Randolph Hearst, dueño de una cadena de diarios, dos agencias


de noticias, revistas y productoras de cine de Estados Unidos, se llamaba
a sí mismo "el amigo del pueblo". Poseía también 6.400 quilómetros
cuadrados de tierras en México. Temeroso por lo que podía ocurrir con sus
bienes tras la revolución que hubo en ese país a principios de siglo,
pretendió que el gobierno del suyo le declarara la guerra. Con ese fin, no
dudó, por ejemplo, en descalificar por "rojo" al presidente Lázaro Cárdenas en
los editoriales de sus diarios.
En 1930, Hearst, cansado de predicar en el desierto, se dedicó a la
defensa de otras causas que parecían tener más futuro. Su agencia de
noticias International News Service recibía todos los meses dos mil
dólares para introducir entre los despachos cablegráficos propaganda
encubierta a favor de Rafael Leónidas Trujillo, dictador de República
Dominicana. Por esos años, a su regreso de un viaje por Alemania,
elogió a Adolfo

3
Hitler en sus editoriales.
Hearst también había ordenado a los editores de sus 28 diarios que
publicaran todos los días por lo menos una foto de Marion Davies, una
actriz mediocre amante suya a cuyo clítoris bautizó con el simpático nombrete
de "Rosebud".
«Nosotros nos limitamos a hacer lo que el viejo manda», dijo el
periodista Charles Wheeler, del diario "The Chicago Herald-Examiner".
«Un día ordena que lancemos una campaña contra las ratas. A la otra semana
quiere que ataquemos a los traficantes de alcaloides. Ahora quiere que
escribamos contra los profesores universitarios. Él es el que manda y no nos
queda más remedio que obedecer.»
Hearst se ganó la inquina de cuatro presidentes —Theodore
Roosevelt, William McKinley, Woódrow Wilson y Franklin Delano
Roosevelt—, decenas de senadores, la agencia Associated Press (que lo
llevó a los tribunales por robarle noticias), los sindicatos de periodistas,
obreros gráficos, marítimos, de la industria automotriz, ar tistas,
escritores y educadores, además de clérigos católicos, judíos,
metodistas, baptistas, presbiterianos y de otras religiones.
Según una encuesta publicada por la revista "Fortune" en 1936, 43,3 por
ciento de los habitantes de las ciudades donde «el amigo del pueblo»
poseía publicaciones consideraba mala la influencia del magnate,
mientras 10,5 por ciento pensaba que era positiva y los restantes se
mostraban desinteresados por el asunto. Sin embargo, sus diarios llegaban
a 30 millones de lectores.
Poco antes de la segunda guerra mundial, muchas organizaciones sociales y
políticas y personalidades de todo Estados Unidos exhortaron a
boicotear los diarios de Hearst. Eso apenas le provocó alguna urticaria.
Cuando su fortuna no necesitaba ninguna extravagancia para alcanzar
estatura de leyenda, el más famoso de los zares de la prensa
estadounidense compró un castillo bávaro en Alemania y lo mandó traer,
piedra sobre piedra, a la dorada California. Allí, hasta su muerte en 1951,
pasó sus últimos años combatiendo el "peligro amarillo" de los chinos de
Mao Zedong, con los que hoy quizá estaría haciendo buenos negocios.

***

3
Firmaba "Die Feder" ("La Pluma"), pero su nombre era, en realidad, Lev
Davidovitch Bronstein. Por su pluma, precisamente, obtuvo poder. Sus
artículos, escritos entre Londres y Samara, a orillas del Volga, aparecieron, a
partir de 1905, en los periódicos "Iskra" ("Chispa") y "Wperjod"
("Adelante"). Policías aduaneros antizaristas introducían con sigilo los
originales de estas publicaciones en Rusia. Una red de imprentas clandestinas
las diseminaba a lo largo y a lo ancho del imperio. Sobre la base de sus ávidos
lectores, la revolución soviética desalojó de San Petersburgo al zar Nicolás
Romanoff en noviembre de 1917. Se llamaba Lev Davidovitch Bronstein, pero él
prefería que le llamaran Trotsky.
Lo primero que hizo el Comité de Comisarios del Pueblo fue prohibir la
edición de periódicos «que incitan a la resistencia al gobierno obrero y
campesino o que siembran la confusión por medio de una descripción
calumniosa de los hechos». Las imprentas fueron confiscadas. En enero de
1918, las autoridades soviéticas se preciaban de que ya no se publicaba en la
madre Rusia ninguna publicación "burguesa".
Vladimir Ilich Ulianov, más conocido como Lenin, encabezó la
revolución. Su pluma también ardía. Escribió para el segundo número del
diario "Pravda", del 3 de enero de 1919: «Los capitalistas siempre han
llamado libertad a la libertad de lucro para los ricos, a la libertad de morirse
de hambre para los obreros. Los capitalistas llaman libertad de prensa a la
libertad de soborno de los ricos, a la libertad de utilizar la riqueza para fabricar
y falsear la llamada opinión pública.»
Trotsky fue amo y señor del Ejército Rojo. Él, que había sido un maestro
de la prensa clandestina, fue de los encargados de confiscar las imprentas que se
apartaban de la línea de producción de la verdad soviética.
Pronto, muy pronto, lo acusaron a él mismo de errar el camino. Lo
desterraron en 1929. Volvió a enviar, como antes, su palabra prohibida a Rusia
hasta que un picahielo se encontró con su cabeza en México, en 1940.

***

3
Pocos dudan hoy que el formato "sábana", el de la mayoría de los diarios
del mundo, es demasiado grande y convierte la lectura en un suplicio. Al
mantenerlo, las empresas periodísticas no hacen más que continuar una
tradición que lleva casi tres siglos.
Los periódicos primitivos eran de un tamaño más bien pequeño, similar al
de las revistas actuales. Pero la corona británica introdujo en 1711 un
impuesto a las publicaciones que se calculaba a razón de página impresa, con
el fin de frenar el desarrollo de esa incipiente e insolente industria. Ni cortos
ni perezosos, los editores aumentaron el tamaño de las hojas a dimensiones
dinosáuricas.
Por eso, cuando sienta que una muralla de papel de 73 centímetros de
ancho por 57,5 de altura lo separa de su familia durante el desayuno, el
almuerzo o la cena, recuerde que se está tomando una pequeña molestia en
defensa de la libertad de expresión de los imprenteros británicos del siglo
XVIII.

***

Una bella mujer cubierta solo por un bikini verde adornado con
flores rojas se apeó de un automóvil en 18 de Julio, la principal
avenida de Montevideo. Cruzó la calle y caminó sonriente, como por
una pasarela, entre los vestidos y sorprendidos peatones. Dos hombres
la siguieron para registrar sus pasos con cámaras fotográficas.
El 30 de diciembre de 1969, pocos meses después de la caminata de
Neil Armstrong por la superficie lunar, el paseo de una mujer de bikini
por la calle no era nada común. Pero sucedió, y una fotografía a cinco
columnas que documentaba el acontecimiento fue publicada en la primera
página del vespertino "De Frente", de Montevideo, bajo el título «¡Qué
calor!».
«Una controversia tan vieja como el mundo volvió a plantearse hoy, de
manera tan espectacular y explosiva corno la que informa la foto: ¿es la
moda un capricho de los diseñadores o simplemente una imposición del
medio ambiente? Este mediodía, el agobiado montevideano asistió
asombrado, en plena avenida 18 de Julio, a una aproximación de ambos
extremos: bajo un sol calcinante, en plena ola de calor, una agraciada
montevideana recorrió así, con despampanante tranquili dad, las calles de
la ciudad. "De Frente", como siempre, estuvo allí para docu mentar el
hecho. ¿Una nueva moda que los uruguayos aceptarán, sin duda, entu -
siasmados? ¿Solo un hecho insólito? ¿El efecto del calor? Queda
planteada la polémica. De todas formas, una conclusión pudo extraerse:
una ciudad sofocada, aletargada por el verano inclemente, explotó —

3
literalmente— ante esta demostración de desprejuicio y belleza.»
¿Es necesario aclarar que se trataba de una modelo contratada por el
diario? Hacía calor, y al editor del vespertino, el uruguayo nacido en
Argentina Federico Fasano Mertens, no se le ocurrió mejor manera de
ilustrar el hecho que de esa forma. De paso, impulsaba la venta de la «edición
bomba» de fin de año. Pero la «despampanante tranquilidad» no era tal: el
marido de la chica seguía sus pasos desde la vereda de enfrente.
Por esos días, los guerrilleros tupamaros asaltaban bancos y secuestraban
a gobernantes, financistas y diplomáticos. El Club Atlético Peñarol de Uruguay
disputaba en La Plata con Estudiantes, de Argentina, la «Supercopa»
sudamericana de fútbol esa misma noche, al tiempo que se sorteaba el
"gordo" de fin de año de la lotería oficial, con 400 millones de pesos como
premio mayor. El gobierno había clausurado la emisora Radio del Pueblo.
Los cines de Montevideo exhibían "La marca de la horca", protagonizada por
Clint Eastwood, y "Submarino amarillo", de Los Beatles.
Pero la imagen de una chica en bikini ocupó la mitad de la tapa de "De Frente"
ese día. Uno de los periodistas que trabajaban en ese diario justificó la idea años
después: se trataba de una forma original de ilustrar la inclemencia del clima.
Pero quien haya redactado el texto que acompañaba la foto se olvidó de dejar
constancia de la temperatura que marcaron los termómetros ese día, dato que
tampoco figuró en las páginas siguientes.

***

3
Apenas le faltaban dos años para retirarse del negocio. «Me gustaría. Hay
muchos libros que me gustaría leer, flores que no he olido todavía, paseos
que no he dado», había confesado ante un entrevistador de la revista
"Playboy". Robert Maxwell no tenía por qué saber que correría la misma suerte
que John Lennon: una trágica muerte lo esperaba pocas semanas después del
pertinaz interrogatorio del enviado de la revista del conejito. Sus dilectos
empleados lo homenajearon como a él le hubiera gustado: «El hombre que
salvó al "Daily News"» fue el título a todo lo ancho de la tapa de ese diario
neoyorquino al día siguiente de su muerte, ilustrado por una foto del magnate
con su peculiar moñita voladora y una gorra de béisbol.
Antes de caer de la cubierta de su yate al océano Atlántico, Maxwell
coleccionaba empresas periodísticas. Era dueño del semanario "The European",
el "Daily Mirror" y otros diarios ingleses cuyas tiradas sumaban más de diez
millones de ejemplares; periódicos en Alemania, Brasil, Bulgaria, Francia,
Canadá, Checoslovaquia, España, Hungría, Israel, Kenia, Mongolia y la
Unión Soviética, y la filial europea de los cablevideos musicales MTV.
Poseía la guía turística internacional "Thomas Cook Travel", las escuelas de
idiomas Berlitz y la editorial Marquis. Tenía varios clubes de fútbol en
Inglaterra, aunque no disponía de tiempo para presenciar un partido.
«Ni César, ni Hitler, ni Franklin Roosevelt ni Papa alguno han tenido
tanto poder para moldear la información de la que tantas personas
dependen», dijo el editor de "The Washington Post" Ben Bagdikian sobre los
denominados "zares de la aldea planetaria", entre los que Maxwell se
contaba. El replicaba: «Yo no quiero ir demasiado lejos. Puedo ser el noveno
o el décimo del mundo en la actualidad. Deseo detenerme cuando sea el
quinto o el sexto.»
«Al zar de los medios Kane, de la película "El Ciudadano", lo impulsaba
una motivación secreta, "Rosebud". ¿Y en su caso?», le preguntó David
Sheff, el periodista de "Playboy". «Tal vez. No sé cuál es...», respondió
Maxwell mirando el reloj. «Lo siento, pero debo partir.» Y ahí se acabó la
entrevista. El, se sabe, era un hombre muy ocupado.
Antes de eso, había hablado sobre su infancia. «Recuerdo el hambre que
tenía, el frío que padecía y cuánto amaba a mi madre», dijo. Es que Robert
Maxwell era el nombre que se eligió Jan Lodvik Hoch, un judío
checoslovaco que recaló en Inglaterra huyendo de los nazis que mataron a
sus padres y a tres de sus hermanos.
Después de eso, Maxwell recorrió un largo camino. «Cuando usted se
pone en carrera por el éxito, al llegar a mi nivel de responsabilidades las
exigencias virtualmente exceden todo control», opinaba.
¿Tiene tiempo para detenerse a disfrutar el perfume de las rosas?
—No.

3
—¿Al menos se toma dos semanas de vacaciones anuales, como
algunos de sus empleados?
—No.
—¿,Cuál es el pronóstico de su médico?
—No voy al médico. Nunca.
La agenda telefónica de Maxwell era la envidia de cualquier periodista.
«Soy asesor de Gorbachov, uno de sus dos asesores no rusos. El otro es un
alemán llamado Christiansen, del directorio del Deutschebank. Reagan...
llegó a encantarme el tipo. Nehru también impresionaba, era un gran líder.
Deng Xiaoping probablemente fuese el más interesante. Pero luego de
Tiananmen suspendimos el "China Daily". Le dije: "No puedo asociarme con
usted hasta que no haya algo parecido a la democracia en su país."»
También recordó sus consejos a George Bush, Hafez el Assad e Itzjak
Shamir durante la guerra del Golfo, mientras la entrevista era interrumpida
una y otra vez por las llamadas del primer ministro de Canadá, Brian
Mulrooney, o el ministro de Relaciones Exteriores de Alemania, Hans
Dietrich Genscher, entre otras celebridades.
¿Hasta qué punto la influencia que usted tiene sobre los líderes
mundiales procede de su control sobre medios de sus países?
¿Quién puede saberlo? El hecho es que pueden hablar conmigo y saben
que no los traiciono. No utilizo esas fuentes para escribir historias.
—¿Qué pasaría si usted disintiera profundamente con uno de esos líderes?
¿Él se atrevería a oponérsele a usted si eso significara que sus diarios
podrían atacarlo en la próxima campaña electoral?
Quizás.
—¿Cuán poderoso es usted? ¿Más que los políticos?
—Sí, salvo por los dos o tres que ocupan los niveles más elevados de un
gobierno.
Maxwell descubrió que «la información, al igual que la energía, es un bien
que escasea». «A medida que el mundo se interrelaciona a través de la
televisión, las telecomunicaciones y otros medios, necesita empresas de
comunicación universales, del mismo modo que alguna vez necesitó energía,
bancos, seguros y empresas de transporte de escala universal», explicaba.
«Una vez que usted sabe cómo marcha el río, se limita a colocar una tubería
y participar de la corriente.»
Claro, hay que pagar "el precio". Así se lo explicó a su hijo Ian: «Él era
presidente de nuestras empresas francesas y alemanas. Yo fui a
inspeccionarlas. Teníamos que encontrarnos en el aeropuerto de Orly.
Cuando yo llegué, no estaba. Me telefoneó a medianoche y se disculpó. Le
pregunté si había estado visitando a su novia. Así era. Entonces, lo despedí.
Ahora, acepta que el deber es más importante que el amor. No le cae bien a las

3
damas, pero ese es el precio.»
—Usted dice que no dejará dinero a sus hijos, pero, ¿aspira a dejarles
lecciones? —La diferencia entre el bien y el mal, y que servir a los demás es
mejor que servirse a uno mismo.
Max era un tipo de valores. Creía en «el socialismo», entendido como
«capitalismo con rostro humano». «Yo no despido a los trabajadores con
ligereza. Antes de tener que hacerlo, agoto los medios para mantenerlos»,
aconsejaba.
Pobre Maxwell. Era uno de los muchachos más populares del teatro
planetario, pero eso le costó el tiempo que pudo haber gastado para detenerse
a sentir el olor de las flores y consultar al médico. Tenía un yate que usaba como
oficina y un montón de libros que no pudo leer. Pero se murió.
«Vanidad de vanidades, todo es vanidad», se dijo que cantaba Salomón, el
monarca, también judío, que se tomaba su tiempo para disfrutar la vida y, sin
embargo, convirtió a Israel en un reino floreciente como nunca antes ni
después. «Vuelve al polvo, ser humano», repetiría ahora el salmista en las
colinas de Jerusalén, donde Maxwell eligió ser enterrado.
Ahora el magnate quizás quiera volver atrás el reloj y pedirle al
entrevistador de "Playboy" el teléfono de la chica del póster desplegable. Pero
es demasiado tarde y las líneas están saturadas. «Lo siento, pero tengo que
partir.»

***

3
LA LIBERTAD DE PRENSA es hija de las libertades de empresa y de
opinión. Los regímenes democráticos y republicanos derivados de las
revoluciones del siglo XVIII reconocen el derecho de todo individuo a sacar
provecho de su propiedad y a subirse a la punta de un cerro para gritar lo que
piensa hasta quedar afónico. Ambos derechos devienen en la libertad de los
propietarios de las empresas periodísticas de hacer con ellas lo que se les
ocurra. Informar, entretener, opinar, ocultar, lo que sea. Tienen derecho a
ejercer el mando en sus empresas con todas las libertades que estén
dispuestos a asumir.
Mareas políticas, económicas, religiosas y técnicas, caprichos personales y
casualidades puras moldearon lo que ahora se conoce como libertad de prensa.
Hoy, el libre acceso a la información parece un derecho indiscutible, pero
todavía no se ha descubierto una forma de canalizarlo sin cortapisas. Por eso, la
humanidad se conforma con el derecho de unos pocos a vender la producción
de sus fábricas de noticias. Por ahora, se supone, sigue siendo el peor
mecanismo para que la gente sepa lo que pasa, a excepción de todos los
restantes.
A nadie se le hubiera ocurrido reclamar libertad de prensa antes de las
revoluciones liberales. La industria periodística nació asistida por los fórceps de
las monarquías en los albores de la modernidad, con la invención de la
imprenta de tipos móviles y el establecimiento de las primeras redes postales.
Surgió con la refundación de las ciudades tras la edad media, cuando la
aglomeración de individuos restó eficacia a la comunicación oral. De hecho, hasta
ahora se trata de una actividad típicamente urbana. Fuera de las ciudades no existe
industria periodística, porque requiere en su entorno geográfico inmediato la
concentración del consumo de noticias, de fuentes de información y de avisadores.
De otra manera, no sería rentable.
El periodismo satisfizo necesidades generadas por la aglomeración de gente,
como la de difundir información sin las distorsiones propias del boca-en-
boca y prescribir normas morales y de comportamiento a una masa
indefinida. La libertad de prensa, por su parte, fue producto de otras
preocupaciones.

LAS PRIMERAS EMPRESAS periodísticas eran órganos de los


estados. La libertad de prensa era una libertad del soberano, que en esos
tiempos no era, como hoy se supone, la ciudadanía, sino un monarca
absoluto. Así como ocurría con cualquier actividad que diera dinero o ganara
conciencias, el rey era quien adjudicaba el privilegio de publi car un
periódico, a menudo en régimen de monopolio, a quienes mejor sirvieran a sus
intereses políticos y económicos.

3
Ese beneficio iba acompañado con frecuencia por subvenciones y
créditos. A cambio de un rígido control cuyos principales instrumentos eran
la obsecuencia obligatoria y una cordial censura, la prensa descansaba sobre
el oro que los monarcas guardaban en sus colchones. Lo mismo sostuvo en
adelante y aún sostiene las empresas periodísticas estatales, tanto en
regímenes totalitarios como en democracias.
Sin embargo, por todos lados aparecían periódicos remitidos por correo a una
clientela selecta, panfletos, libelos y boletines sin autorización oficial para
circular. Los chismes políticos eran su principal ingrediente. Sus autores
enfrentaban el riesgo de sanciones que no excluían la pena de muerte.
Cuando las coronas comenzaron a perder poder, cada una a su turno, los
empresarios encontraron una oportunidad para desencajarse del corsé del estado
y reclamaron las libertades que conquistaba el resto de la burguesía. Querían
periódicos que fueran vehículos de sus ideas e intereses, o, en el mejor de los
casos, de hechos al servicio de sus ideas e intereses. Sus primeras rebeliones no
fueron por la libertad de información, sino por la libertad de expresión.
Lo que ahora parecen estridentes gritos para exigir este derecho fueron
historias menudas. El poeta inglés John Milton publicó en 1643 su "Aeropagitica
for the Liberty of Unlicensed Printing" (algo así como "alegato a favor de la
impresión sin permiso") luego de que el parlamento británico le prohibió, bajo
la amenaza de someterlo a la picota, la difusión de un ensayo a favor del
divorcio que escribió porque él mismo deseaba separarse de su esposa. Una
pelea familiar fue el origen de esta defensa de la expresión sin ataduras que se
ha elevado a la categoría de hito fundamental en la lucha por las libertades.
James Franklin, hermano mayor de Benjamin, se opuso en 1721 a través
de su periódico, el "New England Courant", a la puesta en práctica de una
especie de primitiva inmunización contra la viruela impuesta con obligatoriedad
por la corona británica en América del Norte. Sus proclamas enfurecieron a las
autoridades coloniales, que lo metieron preso con el pretexto de que se
negaba a solicitar autorización para poner sus ideas sobre el papel. Su
encarcelamiento fue el ladrillo fundacional del mercado informativo más
libre y competitivo del mundo, pero se originó en la difu sión de ideas que tal
vez fueran perjudiciales para a la salud de su comunidad. Es posible que
ningún diario "serio" contrate hoy de editorialista a alguien que piense como
James Franklin.

DURANTE LARGAS DÉCADAS, los periódicos fueron carros de


combate en la guerra de doctrinas. Monárquicos, republicanos,
francmasones, católicos, protestantes, liberales, socialistas, anarquistas,
conservadores, colonialistas, independentistas, esclavistas y abolicionistas

3
imprimían sus boletines para fruición de monárquicos, republicanos,
francmasones, católicos, protestantes, liberales, socialistas, anarquistas,
conservadores, colonialistas, independentistas, esclavistas y abolicionistas.
¿Y las noticias? Había que buscarlas en otra parte. El contenido de los
impresos interesaba casi con exclusividad a las elites que participaban en el
debate ideológico y la lucha por el poder.
El pueblo llano, tal vez con la excepción del de Inglaterra y sus dominios
americanos, no sentía la necesidad de aprender a leer esos papeles. Ya se
había descubierto, incluso, que eran un buen material para envolver la
basura. Pero los periódicos doctrinarios, aun leídos por unos pocos, fueron las
chispas que encendieron la independencia de las colonias, la revolución francesa
y los movimientos antiesclavistas.
Las libertades comenzaron a arraigarse bajo la corona británica en 1688.
Una muchedumbre ansiosa quería conocer los detalles de los conflictos entre
el "parlamento largo" y Carlos I, la disolución de la "cámara estrellada", los
enfrentamientos de los campesinos y la incipiente burguesía con la nobleza,
entre "whigs" y "tories". La censura había quedado abolida en 1695, medio siglo
después de la "Aeropagítica" de Milton, y por esos tiempos los 10 periódicos
de Londres alcanzaban una circulación total de 44 mil ejemplares. A
principios del siglo XVIII, el gobierno británico, asustado, intentó atemorizar
a los editores por medio de impuestos, pero los británicos ya se habían
.casado con la información y no hubo decreto que pudiera divorciarlos.
Mientras tanto, los periódicos cobraban sus primeros anuncios de libros y
medicinas y denuncias de objetos perdidos, en especial caballos. El "Public
Adviser", que salió en 1657, constaba de 16 páginas de publicidad pura, a
penique el ejemplar. Los imprenteros ingleses demostraban que la prensa
podía ser un buen negocio aun a pesar de que sufría las limitaciones que
imponían los gobiernos.
La prensa dejó de pertenecer al poder luego de las revoluciones republicanas.
Según la mitología soñada por el político inglés Edmund Burke en el siglo XVIII,
asumió un rol de "cuarto poder", paralelo al de gobernantes, legisladores y jueces.
Si bien la capacidad de los periódicos para determinar por su propia iniciativa los
rumbos de la cosa pública era y es aún bastante relativa, los huracanes liberales
que desperezaron a Inglaterra en el siglo XVII y a Estados Unidos y Francia a fines
del XVIII depositaron poco a poco sobre las primitivas empresas periodísticas la
función de auditoría externa de la conducta de los poderosos. Cumplieron esa
función llegando a más gente, más rápido y más barato, gracias a las mejoras
técnicas y el cobro de avisos.
Entre las masas alfabetizadas, apareció un nuevo tipo de consumidor de
cultura: el lector de noticias.
El proceso fue dramático. La primera imprenta impulsada por la energía

3
del vapor fue destruida a principios del siglo pasado por una turba de obreros
gráficos que veían en ella una amenaza a sus empleos. En 1814, el monstruo se
instaló en el diario "The Times", de Londres. La tirada del periódico, que
antes tardaba diez horas en imprimirse, pudo salir a la calle en apenas 50
minutos.
Al escritor francés Emile de Girardin lo consideraron un loco en 1836, cuando
lanzó el primer número de "La Presse". Fijó el precio de la suscripción en 40 francos
anuales, la mitad de lo que cobraban los diarios que ya existían, y se propuso cubrir
las pérdidas con la venta de avisos. Ese año obtuvo 70 mil suscriptores, y una
década más tarde alcanzó los 200 mil, tiradas considerables aun para el siglo XX.
Y cada día eran más y más. Esa ampliación del público introdujo en el
proceso de edición características que aún se mantienen en muchas empresas
periodísticas. «Con la finalidad de no malquistarse con cualquier sector del
público, los medios comerciales filtran con cuidado, instintivamente, las ideas
y los individuos que presentan, eluden las cuestiones conflictivas, eliminan las
voces no ortodoxas y evitan la controversia asociada con un pensamiento
creativo y original», sostiene el periodista y escritor estadounidense Mark
Sommer.

ENTRE DOS REVOLUCIONES planetarias, la liberal y la industrial, la


prensa se convirtió en una potencia económica y, gracias a los avisos, en un
dinamizador del consumo. Pudo prescindir de la subvención del estado al
ganarse la subvención del capital. Los empresarios periodísticos fueron
reconocidos por el resto de la burguesía como pares y empleados por ella
como instrumentos de prosperidad. Al igual que el resto de sus compañeros
de clase, pidieron, según les conviniera, ayuda e independencia a los estados.
Para ambos propósitos tenían en las libertades conquistadas argumentos
insustituibles. En ocasiones, llegaron a alegar que la prensa estaba en riesgo
de muerte para reclamar dinero en efectivo o el perdón de las deudas.
La primera enmienda a la constitución de Estados Unidos, aprobada en
1791 en Filadelfia, prohíbe al congreso de ese país la sanción de leyes que
impidan, entre otros derechos, el ejercicio de la libertad de prensa. Muchos
propietarios de periódicos han esgrimido esta norma cada vez que una pluma
rozaba sus bolsillos, para protestar contra el pago de impuestos que el gobierno
exigía al resto de las industrias, evitar controles financieros, desacatar
aumentos en la tarifa de correos para la distribución de material de prensa,
rechazar los reclamos salariales de sus empleados y justificar la contratación
de menores de edad en los talleres.
La radio primero y la televisión después quedaron al margen de estos
beneficios. La información que difunden no se imprime en un material que

3
cueste dinero y pueda tocarse, cortarse y hacerse una pelota, sino que rebota
entre las nubes. El cliente de los nuevos medios cargaba con la mayor parte
de la inversión inicial, porque debía comprar un aparato para recibir el
mensaje desde el cielo.
Los gobiernos encontraron la excusa perfecta para intervenir. Una emisora
cuya señal se ubicara cerca de otra en el dial podía interrumpir con un cha-
cha-chá una radiocomedia en su escena más lacrimógena. Por lo tanto, se
dispuso limitar la cantidad de estaciones de radio y sus potencias.
De paso, se impusieron condiciones para el otorgamiento de permisos. Los
gobernantes revisaron las listas de amigos, las cuentas bancarias y los
hábitos religiosos y sexuales de sus solicitantes. Los estados volvían a
resolver quiénes decidirían sobre qué asuntos debían enterarse sus
habitantes. La libertad de prensa no funcionó como argumento porque las
emisiones de radio y televisión, en rigor, no son prensa. Todos son libres de
comprar papel y venderlo impreso, pero los cielos, se dice, son un "bien común"
que pertenece al estado. La televisión por cable, que no emplea transmisiones
aéreas, amenazó con invertir los papeles, pero los gobiernos volvieron a
reivindicar para sí la salvaguardia del interés público. Claro, algún borne
podría caer sobre la cabeza de un transeúnte desprevenido.
«El poder político nunca renunciará a su ilusión de "controlar" a la
prensa. En algunos casos, a través de llamados telefónicos persuasivos o
intimidatorios. En otras oportunidades, mediante presiones más fuertes, de
orden político o económico», afirma el francés Jean-Pierre Langelliere, jefe
de editorialistas del diario "Le Monde".

MIENTRAS LAS EMPRESAS periodísticas corren esta carrera de


obstáculos, es obvio y legítimo que persigan, además del cumplimiento
de un servicio de bien público —la difusión de información—, un lucro
que premie los riesgos o que, al menos, les per mita sobrevivir. El joven
Karl Marx escribió que «la libertad de prensa consiste en que no sea negocio».
Pero esta industria no sobreviviría sin la renta de ventas y publicidad, y mal
puede ser libre un muerto.
La gente seguirá dejando el dinero en sus cajas, ya sea por medio de la
compra directa del servicio en el caso de la prensa o de la televisión para
abonados, ya sea a través del consumo de la oferta de quienes contratan
espacios de publicidad. Una parte por mínima que sea del dinero que se
pague por un chicle habrá de acabar aceitando algún engranaje de la máquina
que produce noticias, aunque quien lo mastique haya decidido prescindir de
ellas. El único principio que comparten todos los medios del mundo, de
izquierda o de derecha, liberales o conservadores, estatales o privados, no es

3
la libertad de prensa (algunos hasta denuncian el "libertinaje" y reclaman
controles) sino el aumento del consumo. Según ellos, éste es el indicador que
señala el bienestar del público.
Los propietarios de medios periodísticos pueden recibir otros beneficios al
ubicar sus periódicos o emisoras dentro de conglomerados empresariales o
ideológicos más amplios. Los créditos ventajosos en la contratación de
avisos y la edición de publicidad como si se tratara de noticias asegura
promoción barata y casi ilimitada a los servicios y mercancías materiales o
espirituales que ofrecen las compañías, iglesias y partidos políticos asociados.
En los denominados "multimedia", la alianza involucra a varias empresas
periodísticas de distinta naturaleza que se respaldan a través de la promoción
mutua y compartiendo costos, en especial el de la información. Aun sin
proponérselo, estas corporaciones acercan a las sociedades a la peligrosa
utopía de la uniformidad informativa, porque las noticias ingresan a una
velocísima calesita que las centrifuga y las convierte en casi nada.
Las consecuencias que ya ha tenido la concentración de la propiedad de las
empresas periodísticas en unas pocas manos son una advertencia en tal
sentido. Roberto Marinho, propietario de la Rede Globo la cortina a través
de la que pasa la mayor parte de la luz a los hogares de Brasil se ha
congratulado de «usar el poder»; de hecho, Fernando Collor de Melo,
acusado luego de "corrupción pasiva", llegó a la presidencia de su país
gracias al empresario. Silvio Berlusconi, dueño de las tres cadenas de
televisión privada más importantes de Italia y tres canales de cable, se erigió
en primer ministro gracias a la propaganda que emitían sus empresas, lo que no
impidió que fuera perseguido por la justicia de su país a causa de supuestos
pagos de comisiones ilegales.
En México, una sola familia, la Azcárraga, domina Televisa, la cadena de
televisión hegemónica con ramales en toda América latina. News
Corporation, propiedad de Rupert Murdoch, abarca 37 por ciento de los
diarios que se publican en el Reino Unido. Robert Hersant, quien sufrió
prisión tras la segunda guerra mundial por colaborar con los nazis, tuvo en su
poder un tercio de la circulación de diarios y revistas de Francia (entre ellas,
nada menos, "Le Figaro" y "France-Soir"), dos quintos de la de Polonia y
otras publicaciones en varios paises más. Hersant fue diputado nacional y
europeo desde 1986 hasta que murió, en 1996.
En Estados Unidos, país donde la lucha contra los monopolios es un
principio cardinal, cada fusión de empresas de comunicación (la cadena ABC con
la Walt Disney Corporation, la NBC con Outlet Communications, la CNN y la
TCI con la Time Warner, la CBS y Westinghouse, por citar las más recientes)
provoca temblores en la Casa Blanca y el Capitolio. ¿Quién eligió, quién votó
a los propietarios de estas corporaciones?, se preguntan los políticos.

3
«Hacemos elecciones, hacernos primarias, los partidos disputan por los
candidatos, el pueblo vota y a los seis meses salen nuevas encuestas por los
medios de comunicación según las cuales el gobierno ha perdido apoyo y ya
no representa nada», se lamenta el presidente de Uruguay, Julio Sanguinetti.
«Hoy, un ciudadano se enfrenta a una enorme empresa, dueña de diarios y de
canales de televisión o radios, que a veces son incluso más fuertes que un
estado y siempre más fuertes que un partido político y que un gobernante
democrático. Vale más, a veces, un minuto de televisión que dos horas en el
parlamento. Parecería que el concepto de representación ya no está más en la
gente sino en ese juego de encuestas y difusión por los medios.»

PERO LOS ZARES y príncipes de las empresas periodísticas no


detentan, de por sí, más poder que el manejo de sus propias posesiones,
aunque están más cerca que cualquier ciudadano de lograr más. Fabrican
"realidad". Fabrican una parte sustancial de! cemento con el cual se
amalgaman las sociedades y se edifica el poder. El problema es que deseen
ocupar o controlar el edificio. La inexistencia de monopolios, que camina junta a
la de restricciones, exorciza ese peligro: no en vano, la primera medida
que adoptan las dictaduras es, sin excepciones, la homogeinización de la
información en su beneficio.
Las empresas periodísticas participan en el reparto de poder como
cualquier unidad económica de la sociedad, con la ventaja de que operan de
modo explícito sobre la generación de la cultura, de hábitos, de las ideas.
Pueden hacerlo en provecho de sus propietarios o no. No todos se dedican de
forma exclusiva a la venta de noticias. ¿Quién puede vivir de un solo
trabajo?
Por cada dólar que ganaban por sus negocios periodísticos las grandes
corporaciones que gobernaban la radio y la televisión de Estados Unidos en
los años 60, otros tres sonaban en sus cajas por otras actividades. Entre ellas
se cuentan, aun a fines de este siglo, la industria automotriz, la de
electrodomésticos, la producción de circuitos integrales, aeroplanos,
sistemas aeroespaciales y militares, líneas aéreas, editoras de libros y
discos, productoras cinematográficas, empresas de alquiler de automóviles
y camiones, fábricas de instrumentos musicales, equipos de béisbol y
hockey, centros de enseñanza de materias tan dispares como idiomas y
medicina, exploración submarina, salas de cine y teatro, explotación
petrolera, generación y distribución de ener gía eléctrica, venta de
seguros de vida, servicios financieros, menudeo comercial, hotelería,
agencias de viajes, parques de diversiones, servicios de
telecomunicaciones, ingeniería ambiental, depósitos de buques y equipamiento

3
médico.
No es demasiado descabellado imaginar que los propietarios de estas
compañías pretendan que el gobierno de Estados Unidos incremente sus
gastos de defensa e investigación espacial y apoye o reniegue de
determinados regímenes políticos fuera de sus fronteras. O deseen
promocionar ciertas actividades comerciales, industriales, deportivas y
artísticas en detrimento de otras. Si lo hicieran, nadie podría impedirlo.
Estarían en su derecho, y, en todo caso, sería un atentado contra la inteligencia
de los consumidores de noticias.
William Allen White, que en los años 30 presidió la Asociación de
Editores de Periódicos de Estados Unidos, se lamentó un día de que «la
industria del periodismo es un negocio y nada más». Esta actividad, decía,
«ha pasado de ser una noble profesión a ser una inversión con un margen
de beneficio de ocho por ciento», al mismo tiempo que los diarios «se
han convertido en empresas comerciales y, en consecuencia, son manejados
como tales, como simples traficantes y proveedores de noticias».
La posesión de una empresa periodística, además, satisface la sed de
poder mejor que cualquier cuenta bancaria o cargo político. White, que
era dueño del "Emporia Gazette", de Kansas, no tenía una buena opinión
de sus colegas. «Con demasiada frecuencia, los propietarios de diarios
han reunido sus fortunas en otras actividades. Se trata de personajes
adinerados en busca de prestigio y poder personal. Les marea la inconsciente
arrogancia de los que tienen noción de su fortuna. Y cuando se piensa
así, resulta difícil publicar cierto tipo de noticias "desagradables" sobre
muchos asuntos de interés público.»
Por los años en que White calificaba así a sus pares, Heywood Broun,
presidente del Sindicato Norteamericano de Prensa, dijo luego de asistir a
varias sesiones secretas de la Asociación Norteamericana de Propietarios
de Diarios que había contemplado «una colección de hombres prolijamente
pequeños y embriagados por una sensación de poder y de falsa integridad».

EN UN RÉGIMEN que además de llamarse democrático lo sea, nadie


puede impedir que las empresas periodísticas sirvan a los intereses
políticos, religiosos, deportivos y comerciales que definan sus
propietarios, siempre que no violen las leyes. Desde respaldar la
guerrilla de izquierdas hasta reclamar la libre importación de vehículos;
desde apoyar la invasión de un país hasta rechazar el aborto; desde
abogar por la libertad de consumir sustancias psicotrópicas hasta postular la
pena de muerte para los adictos.
De todos modos, las fábricas de noticias reparten más poder del que

3
se supone que detentan. «Suministrar información se ha convertido en
el privilegio de grandes instituciones feudales, enormes empresas que
reúnen y difunden el material a través de una multiplicidad de medios. Sin
embargo, esa abundancia permite al mismo tiempo
a quien la recibe ser más poderoso en el proceso de la comunicación»,
sostiene el director del British Film Institute, Anthony Smith.
Pero las empresas periodísticas pueden disponer el ocultamiento. Pueden
decidir que un acontecimiento jamás sucedió, que una oración nunca fue
dicha. Si se les dejara de reconocer esa libertad, peligrarían las
restantes. Así, algunos propietarios de medios proscriben incluso la
mención a personas, partidos políticos, sindicatos, cor poraciones y
empresas porque no son de su agrado o porque creen que admitir sus
existencias implicaría para ellos un riesgo económico.
Es frecuente que los empresarios periodísticos prohíban a sus
empleados informar sobre el origen de una información que fue difundida
antes por la competencia, porque con eso reconocerían sus propias
limitaciones. También suelen suponer como regla que si difunden los
detalles de un conflicto gremial o del asalto a un banco se perjudicarían
frente a firmas que contratan o podrían contratar espacios publicitarios.
A veces son los propios avisadores quienes se encargan de reclamar
el ocultamiento. Pero a veces esa ventanilla está cerrada. «Si alguna
vez yo sorprendiera a cualquier empleado del "World" suprimiendo una
noticia porque uno de nuestros avisadores se opone a publicarla, lo
despediría en el acto, quienquiera que fuese», decía Joseph Pul itzer.
«Nada más sencillo que suprimir una información o deformarla
cuando afecta los intereses particulares del capitalista que controla un
diario, grande o pequeño», admitía White. «Ya no es solo el avisador
el que ejerce la presión sobre el diario. Ni siquiera el capitalista que
paga los sueldos es el que tiembla bajo la amenaza. Se trata de toda la
estructura de la capa superior de la sociedad capitalista. Los diarios
representan el conservadurismo congénito de los intereses de la propiedad, y
es por esa razón que tratan con injusticia a los hombres y movimientos que
amenacen perturbar en cualquier forma
el tranquilo goce de la propiedad.»

UNA FÁBRICA DE automóviles debe decidir si sus vehículos se


destinarán a familias, ricachones, establecimientos agropecuarios o a
amantes de la velocidad, si gastará más o menos en los motores, las
carrocerías o los accesorios, si el humo que emitirán los caños de escape será
limpio o muy sucio. Corno cualquier empresa, la periodística definirá su

3
posición en el mercado, el público al que sus productos apuntarán, el
capital que arriesgará, la capacidad de sus recursos humanos, la
legitimidad de sus ingresos. De cada una de estas decisiones dependerá la
idea de "la realidad" que, en última instancia, construyen los consumidores
de noticias en sus conciencias.
La producción de las empresas periodísticas medida en dinero se
constituye por lo obtenido de la venta de espacios publicitarios y
ejemplares, no por la producción de noticias. Los diarios, por ejemplo, no bajan
su precio cuando la información escasea, ni lo aumentan cuando logran una buena
cosecha. En términos contables, las noticias son apenas argumentos de venta. Las
mejores aparecerán en los medios que empleen mayor cantidad de periodistas y
ofrezcan salarios que atraigan en sus filas a los más calificados. Las peores, en
aquellos que traten a sus periodistas como si les estuviesen haciendo el favor de
permitirles ejercer la profesión.
Las noticias son uno de los insumos más caros de esta industria. Suponen
gastos en sueldos, transporte, telecomunicaciones, máquinas de escribir,
grabadores y casetes de audio o de vídeo, cámaras fotográficas, película, muebles,
papelería, computadoras; a veces, café y aire acondicionado. Las empresas
decidirán a menudo abatir estos costos. De cualquier manera, pueden obtener
buena renta en base a la reducción de la cantidad y la calidad de la información
de actualidad que difunden. La sustituirán con diccionarios en fascículos,
predicciones astrológicas, sorteos y concursos, fotos sobre modas, recetas de
cocina, música o teleteatros. Todo esto es más barato que las noticias y quizá
desate mayor consumo.
Pueden, incluso, convertir al propio medio en noticia, o en fuente de
noticias. Lo harán a través de campañas —el "The New York World" de Pulitzer
no gastó más que papel, tinta e imaginación para trasladar desde Francia la
Estatua de la Libertad—, el auspicio de competencias deportivas o
manifestaciones artísticas o de la difusión exacerbada de los conflictos que lo
enfrentan a otros medios, a gobiernos, a corporaciones. Fabricar noticias
cuesta menos que salir a buscarlas.
Pero las noticias no son un gasto de dinero común y corriente, un costo igual
al del papel de los periódicos, los discos de las radios y las series de ficción
baratas de los canales de televisión. Son, por el contrario una inversión que
permite ganancias sostenidas y prolongadas.
De lo que una empresa periodística pague por este rubro dependerá el interés
de los consumidores de noticias en emplear sus servicios. Los anunciantes
contratarán sus espacios de publicidad porque la dimensión del público lo
justifica y porque esta potencial clientela tenderá a confiar en los avisos tanto
como en la información con la que compartirán el espacio.
Las noticias ocupan la mayor parte del papel que gasta la prensa. El

3
tiempo que insumen en los medios electrónicos es, en cambio, mínimo
respecto del resto de la emisión. Sin embargo, los informativos son los
programas que cuentan con audiencia más vasta y heterogénea, lo cual los pone al
tope de los vehículos publicitarios. Marcan, además, los rasgos más característicos
de las emisoras: en la televisión, por ejemplo, el rostro que más se identifica con un
canal es la del conductor de su noticiero vespertino.

EL DILUVIO DE información que estalló tras la edad media no cesa. El


periodismo avanzó de forma idéntica al resto de las actividades
económicas productivas: nació como artesanía con los "menanti" que
escribían su información a mano y la enviaban por correo, se convirtió en
pequeña industria manual con las primeras imprentas, su alcance se hizo
masivo gracias a la mecanización y maximizó su influencia y sus ingre sos al
integrarse a los grandes conglomerados.
Las noticias siguen siendo un buen negocio. La historia continúa.
El estado seguirá abriendo y cerrando las canillas con reglamentaciones,
créditos y avisos oficiales. El mundo del capital y el consumo, con
publicidad. Partidos e iglesias, con sus bendiciones.
Las noticias deberán pasar por esos coladores, que en algunas empresas
periodísticas tienen agujeros más grandes que en otras, antes de caer sobre el
rostro de sus consumidores. Eso es inevitable, porque esta industria juega a
dos puntas: es «un negocio privado que opera como institución pública», según
define la estadounidense Duane Bradley. En otras palabras, representa una
fracción de «la polémica entre el poder y la sociedad civil», en la cual «los
medios forman parte de ambas realidades», según el español Juan Luis
Cebrián.
En esa tensión constante se moldea la realidad periodística, esa
representación del universo que las empresas del ramo fabrican para
consumo público. La prensa y las emisoras se han acomodado como
plastilina a este sistema. Podrán actuar más o menos sueltas, pero la libertad
total sigue siendo una quimera para ellas, igual que para todo lo que se
mueve por este mundo.

3
5.Lo dijo un
pajarito

3
Rubens Ricupero todavía era ministro de Hacienda de Brasil cuando apareció
muy distendido en miles de pantallas de televisión aquel miércoles fatal de
setiembre de 1994. Parecía como , si el prudente, discreto y poderoso
secretario de estado estuviera en el living de su casa y no en los estudios de
la Rede Globo, la principal cadena de televisión de su país. Tenía motivos
para estar confiado: un primo suyo, Carlos Monforte, era el periodista que
lo entrevistaba.
Pero no hay peor astilla que la del mismo palo. Monforte se olvidó de
avisarle que la luz roja encima de las cámaras significaba que estaban saliendo al
aire. Así, mientras creía estar manteniendo una conversación informal con un
pariente y algunos técnicos del canal. Ricupero dio al pueblo brasileño una
lección magistral sobre cómo se manejan los hilos del poder político apoyado en
las empresas periodísticas.
En esos pocos minutos de transmisión, el ministro brasileño pronunció algunas frases
que lo obligaron a presentar su renuncia tres días más tarde y dejaron sin efecto su hasta
ese momento seguro nombramiento al frente de la Organización Mundial de
Comercio.
—No tengo escrúpulos. Divulgué los índices de inflación favorables al
gobierno y escondí los que no lo favorecían —dijo.
Después de las elecciones, vamos a sacar a la policía contra los
huelguistas —advirtió.
—Entre nosotros: parecerá presuntuoso, pero el gobierno precisa más de
mí que yo de él —se jactó.
Hasta esa noche negra, Ricupero había logrado bajar la inflación galopante que
sufría su país y ganar para su programa la confianza de la población y los
operadores económicos. Ese lunes, cuando el presidente Itamar Franco aceptó su
renuncia, las bolsas de Río de Janeiro y San Pablo sufrieron una caída de
alrededor de 10 por ciento.
El último acto de esta tragedia también transcurrió frente a las cámaras. Con
voz quebrada, el renunciante leyó su discurso de despedida: «Fui víctima de
un proceso en el que la excesiva exposición a la prensa y al calor popular
inflaron mi vanidad. Fui víctima de una falla electrónica.» Y agregó: «Dios
me lo dio y Dios me lo quitó.» ¿Quiso decir que la televisión es Dios?
El propio Ricupero, sin darse cuenta, dictó la moraleja de esta historia
cuando apenas comenzaba, sin advertirlo: «Uno factura lo bueno y oculta lo
malo», dijo a la audiencia de la Rede Globo. Y por hablar sobre lo que debía
callar, cayó.

***

3
Franklin Delano Roosevelt, presidente de Estados Unidos,
enfrentaba una prensa hostil. Junto al resto del empresariado, los dueños
de los diarios se resistían a su combate contra los monopolios, al fomento
de las obras públicas que pretendía y a sus planes de protección social y
laboral dirigidos a obreros y campesinos.
Por eso, eligió la radio para compartir con el pueblo de su país sus
"fireside chats" ("charlas junto a la chimenea"), dedicadas a elevar la
moral de sus conciudadanos y a promocionar su figura durante la
depresión económica de los años 30. Los ataques de los diarios chocaron
así contra cordiales conversaciones entre amigos
Las apuestas entre los periodistas, que ocultaban con piedad el
hecho de que Roosevelt era incapaz de mantenerse en pie sin ayuda por
culpa de la poliomelitis, daban diez a uno a que la poderosa Asociacion
Nacional de Propietarios de Diarios acabaría con el presidente en las
elecciones de 1936. Hasta los dueños de periódicos que simpatizaban
con el Partido Demócrata, al que pertenecía el estadista, estaban en su
contra.
Pero la voz del presidente ya había seducido a millones de personas.
Aguantó 11 años en la Casa Blanca, y no llegó a ver el fin de la Segunda
Guerra Mundial desde allí porque se murió poco antes.
«Sin la radio no habría sido elegido ni reelegido», dijo.
Algo parecido verse en la necesidad de enfrentar a un medio de
información a través de otro le sucedió cincuenta años después a Marion
Barry. En 1990 llevaba 12 años al frente de la alcaldía de Washington.
Todo iba bien para él, hasta que un comando del FBI armado con
letales videocámaras se introdujo sin pedir permiso en el hotel donde
se alojó con una mujer que no era su esposa y que lo indujo a fumar
drogas.
Los agentes se aseguraron de que todo el mundo viera por la tele al
gobernante demócrata que aspiraba "crack". Barry pasó seis meses en
la cárcel. Después se divorció, se casó por cuarta vez y se radicó con su
familia en un barrio pobre de la capital estadounidense. Comenzó de
nuevo a los 54 años de edad.
Poco a poco, con los diarios "The Washington Post" y "The Washington
Times" en su contra, tramó la rehabilitación. Recorrió los guetos negros
con persistencia, casa por casa. «Me veo como alguien que se propone
mejorar», les decía. «Vamos a cambiar y mejorar a Washington. A veces
salimos del valle de un mal matrimonio, del valle del alcohol o de las
drogas, del valle de un negocio que salió mal, el de un niño que no se
comporta como debe. Denme la oportunidad de tener éxito y con su
ayuda lo tendré.»

3
O sea: he aquí un candidato negro como ustedes, pobre corno ustedes, que
erró en la vida corno muchos de ustedes y que ha pagado por sus faltas.
Barry volvió a la alcaldía el 2 de enero de 1995. Ningún diario tuvo tanta
influencia en la población de Washington como sus piernas y su lengua.

***

El uruguayo Carlos Bañales, corresponsal de la agencia Reuter en


Santiago de Chile, entrevistó el 22 de diciembre de 1972 a dos jóvenes
compatriotas suyos que sufrieron un accidente de avión sobre la
cordillera de los Andes. Junto a otras 14 personas, permanecieron 72 días
en una cumbre nevada, al abrigo del fuselaje destrozado.
Al enterarse del rescate, Bañales se trasladó a la ciudad de San
Fernando, donde estaban hospitalizados los muchachos. Se trataba de los
jugadores del equipo de rugby de un colegio católico, el "Old Christians",
que viajaban a Chile para jugar un partido.
Antes de prender el grabador, el periodista dijo a José Inciarte y Alvaro
Mangino que podrían interrupir la entrevista si ellos deseaban que alguna
de sus declaraciones no se difundiera. Pero los jóvenes contaron ante la
cinta magnética que no dejaba de girar que se vieron obligados a comer la
carne de sus compañeros muertos para conservar la vida.
Reuter envió la noticia al mundo. Al día siguiente, muchos periodistas
chilenos le restaron credibilidad. El diario de más difusión en Santiago, "El
Mercurio", no la publicó a pesar de que contaba con los servicios de la
agencia. El embajador de Uruguay en Chile desmintió la información. La
historia de los católicos antropófagos era difícil de tragar.
Al regresar a Montevideo, los sobrevivientes brindaron una conferencia
de prensa en el colegio donde estudiaban, junto a sus familiares, los de
los muertos en la cordillera y los sacerdotes que los confortaron. Allí,
reconocieron la veracidad de la noticia: recordaron que Cristo, en la última
cena con sus discípulos, ofreció su carne y su sangre.

***

3
Napoleón Bonaparte era, a los 27 años, el general encargado de la
campaña francesa en Italia. Molesto con los diarios de París que, según
él, difundían información perjudicial para sus acciones militares, les remitió
algunas notas de su pluma. Si no las publicaban en la capital, él mismo las
mandaba imprimir y las repartía entre sus tropas. Así nacieron "Le
Courrier de L'Armée d'Italie", "La France Vue de L'Armée d'Italie" y
otras publicaciones que él comandó. Así nació la leyenda del Napoleón
periodista.
En 1799, obtuvo por un golpe de estado el título de cónsul y su
voluntad se tornó designio absoluto en Francia. «Si suelto las riendas de la
prensa, no me sostendré ni tres meses en el poder», pronosticó. Por eso,
decidió prohibir «que circulen más que aque llos periódicos cuyos
propietarios y redactores ofrezcan una garantía reconocida de sus principios
republicanos». Sus previsiones se cumplieron: cinco años y más de 60 clausuras
más tarde, recibió, no muy republicanamente que se diga, la corona de Emperador
de manos del papa Pío VII.
El guerrero corso escribió instrucciones precisas a los periodistas que
quisieran trabajar bajo el cielo de Francia. «El tiempo de la Revolución ha
terminado. No hay en Francia más que un partido. No seguiré sufriendo que
los periódicos digan ni hagan nada contra mis intereses. Podrán publicar
algunos articulitos que destilen un poco de veneno, pero un buen día se
les cerrará la boca.»
Solo cuatro publicaciones quedaban en París en 1811, y sus
propiedades, incluso, habían pasado a manos del Imperio, que las repartió
entre sus incondicionales. «Los beneficios de los diarios no pueden ser
más que consecuencia de una concesión expresa hecha por Nos», rezaba
el decreto de Bonaparte.
Digan lo que digan, la espada a veces puede más que la pluma. Si no, que lo
refute el emperador Napoleón I, quien, con todos los diarios que sostenía dentro de
su chaqueta, intentó abdicar en 1813 ante el embate de los ejércitos de Austria,
Prusia y Rusia. Pero el duque de Wellington lo humilló antes en la batalla de
Waterloo.
Bonaparte pasó prisionero en la isla Santa Elena los últimos seis años
de su vida. Tuvo el poder durante 14, bastante más que tres meses. La
muerte no le dejó comprobar otro de sus pronósticos: «El cañón mató al
sistema feudal; la tinta matará a la moderna organización social.»

***

3
Trescientos veinticinco años antes de Jesucristo, Alejandro Magno
contrató cronistas para que lo acompañaran en sus expediciones y así la
gente supiera que Alejandro era Magno. A ninguno de ellos se le ocurrió
escribir lo contrario.
Un par de siglos y medio después, Julio César hizo rabiar al
Senado romano —adicto a Pompeyo, su rival— cuando encargó a un
grupo de escribas la trans cripción de las actas de las sesiones sobre
tablas enceradas que se exponían al público. Los senadores cuidaron
sus lenguas y sus asientos hasta que, en pre sencia de varios de ellos, el
cónsul fue asesinado.

***

3
La muerte es uno de los acontecimientos que mejor soporta el calificativo de
"real". El alemán Joseph Goebbels lo sabía. Igual no tuvo empacho en ocultar
algunos millones de muertes e inventar otros tantos para insuflar en su pueblo
la ilusión de milenios de dominio germano sobre el mundo.
Adolf Hitler entronizó a Goebbels en el "Reichsministerium für
Volksaufklärung und Propaganda" (Ministerio de Educación y Propaganda)
el 11 de marzo de 1933. Ese mismo día, un nutrido grupo de periodistas
alemanes le escuchó una sugerencia, una advertencia, una amenaza, una orden.
«Aquí no solo les daré informaciones, sino también instrucciones», les dijo.
Desde ese día, el genial y diabólico superministro nazi ciñó a sus designios
todo lo que se decía, escribía, irradiaba, cantaba, actuaba, enseñaba y hasta
lo que se rumoreaba en el vasto territorio del imperio alemán, con mano dura y
ojos atentos.
Siguió al dedillo los consejos de su jefe. «La masa siempre necesita, en su
torpeza, un tiempo determinado antes de estar dispuesta a tomar
conocimiento de una cuestión», había escrito Hitler en "Mi lucha". «Solo
entregará por fin su memoria después de haber escuchado, repetidos miles de
veces, los conceptos más sencillos.» Goebbels lo tradujo así: «La esencia de
la propaganda es siempre la sencillez y la repetición. Solo quien sea capaz
de presentar los problemas con la fórmula más sencilla y tenga el valor de
repetirlos sin cesar conseguirá, a la larga, éxitos duraderos.» Esto puede
decirse, y se ha dicho, de un modo más crudo: miente y miente, que algo queda.
Goebbels no lo hizo nada mal. Obtuvo para Hitler el respaldo popular que
le permitió disolver el parlamento y atribuirse el cargo de Fürher. Motivó a
millones de personas a marchar a la guerra con alegría y pasión. Insufló el
odio contra las minorías raciales y ocultó al mundo el mayor genocidio que
recuerda la humanidad, mientras judíos y gitanos eran conducidos a las
cámaras de gas delante de las narices de todos los alemanes.
Para lograr sus fines, creó el primer servicio regular de televisión
pública y la mantuvo en pie durante la guerra, llevó al máximo las
posibilidades técnicas de la radio, centralizó la producción de noticias y
castigó con la muerte a periodistas que difundieron información
contradictoria con la verdad oficial o procedente de publicaciones y emisoras
del extranjero.
«La propaganda fue nuestra arma más afilada en la conquista del estado
y continúa siendo nuestro poder más fuerte en su afianzamiento y
construcción», se ufanaba Goebbels. «La propaganda es una función vital
e imprescindible del estado moderno.»
Durante una docena de años, Alemania entera creyó que el triunfo del III
Reich estaba a milímetros de la mano de Hitler. Minutos antes de que
Berlín fuera ocupada al fin por los aliados el 24 de abril de 1945, los

3
medios leales al imperio seguían anunciando que la "victoria final" estaba
cerca. La muerte fue tan obvia que Goebbels, su esposa y sus seis hijos
acompañaron al Fürher en su decisión de suicidarse seis días más tarde, en el
bunker subterráneo donde se refugiaron desde el comienzo de ese año.
Resistieron hasta la última bocanada de aire el desmentido más contundente de
la historia.

***

Dicen que el primer político que dirigió un mensaje proselitista a través de la


radio fue un uruguayo, José Pablo Torcuato Batlle y Ordóñez, más conocido
como Don Pepe. Ocurrió la noche del 13 de noviembre de 1922, dos
semanas antes de unas elecciones, a través de "Radio Paradizábal",
emisora montada por la empresa estadounidense General Electric.
El discurso del líder del Partido Colorado, entonces de 66 años, fue
precedido por el himno uruguayo, la Marsellesa, el himno a Giusseppe Garibaldi
y unas palabras del político Julio María Sosa. El cantante Ovidio Fernández
Ríos entonó el "Himno a Batlle". El locutor Luis Viapiana —el mismo de
los cigarrillos Spínet y los refrescos Tri-Naranjus— anunció al orador:
«Más veloz que el rayo, tan rápida como esa misma luz que el batilismo
desea llevar a todas partes, devorando 300 mil quilómetros por segundo y en
todas direcciones, se difundirá esta noche la palabra batllista por boca del
mismo Batlle.»
«Correligionarios de todas las ciudades de la República: recibid todos, en este
mismo instante, el augurio feliz de la próxima victoria electoral que mi
voz os lleva, salvando las distancias en alas del progreso, con la
velocidad del pensamiento que os evoca...» Así comenzó el discurso de
Baffle y Ordóñez.
El programa apenas pudo escucharse en Montevideo, la capital
uruguaya, porque una tormenta no lo dejó pasar más allá. De todos modos,
José Serrato, el candidato del Partido Colorado, ganó las elecciones, las
primeras en las que se elegía presidente por voto popular directo en Uruguay,
por siete mil votos.
Apenas terminó el discurso, Batlle y Ordóñez miró el grueso micrófono
que le colgaba del cuello sobre su pecho gigantesco y exclamó:
«Sáquenme, por favor, esta porquería.» Todos los oyentes lo escucharon.

***

3
François Mitterrand, septuagenario presidente de Francia, anunció la
proximidad de su muerte a través del diario "Le Figaro". Fue el viernes
9 de setiembre de 1994. Trece años habían pasado desde 1981, cuando
recibió la jefatura de estado del mandato popu lar. Todo ese tiempo
estuvo preparando su viaje hacia la gloria.
"Monsieur le presidente", a quien muchos llamaban "Dieu" ("Dios"),
aseguró que aún podía desempeñar las funciones de su cargo. «Si no
estuviera seguro, lo dejaría», dijo. «Pienso que el cáncer será
suficientemente complaciente y me permitirá completar mi gestión en
mayo de 1995. Aunque podría estar equivocado», se permitió bromear.
Mitterrand aprovechó la ocasión para restar importancia a las versiones sobre
su presunto pasado nazi, augurarle al Partido Socialista largos años en el
poder y señalar a Jacques Delors como su delfín.
La extensa entrevista fue el aviso fúnebre más relevante en la
historia de "Le Figaro". Días más tarde, Mitterrand repetiría sus
palabras para todos los que lo quisieran ver a través de la televisión
estatal. Fue como si un cadáver deambulara por las casas de millones de
franceses.
Delors no fue candidato. El derechista Jacques Chirac ganó las
elecciones. Las cosas no salieron como quiso Mitterrand, quien, de
todos modos, recuperó la simpatía que había perdido a lo largo de una
década de idas y venidas por los pasillos del poder. Volvió a ser "Tonton"
("El Tío") para todos los franceses. Le perdonaron todo, hasta una
pareja paralela a su legítimo matrimonio y una hija natural desconocidas
hasta entonces.
Las honras fúnebres que se le tributaron en enero de 1996 fueron como
su vida toda: miles lloraban en las calles, mientras las pantallas gigantes de
televisión exhibían, frente a las puertas de la catedral de Notre Dame, los
rostros de las celebridades que asistieron a las exequias oficiales. Pero el
humanísimo cadáver de Mitterrand no estaba en París, donde el
velatorio era virtual, sino en Jarnac, su pueblo natal, donde está
enterrado.
El luto duró pocos días. Al fin de esa misma semana, Claude Gubler,
su médico personal, publicó un libro, "La gran mentira", en el que
narraba cómo, durante diez de los 14 años de su mandato, el tío de todos
los franceses acomodó en su republicano trono un cáncer de próstata sin que la
ciudadanía lo supiera. Los partes periódicos sobre el estado de salud del
presidente difundidos por su propia iniciativa eran un fraude. Durante
largos meses, la jefatura del estado francés había estado, de hecho, acéfala.
Pero ninguna cámara de la tele estuvo cerca entonces.

3
«El pueblo puede caer momentáneamente en el error, pero siempre
acabará volviendo al buen camino... Si hubiera que decidir entre gobierno
sin periódicos y periódicos sin gobierno, no dudaría un instante en elegir
esto último», manifestó, en 1787, Thomas Jefferson, uno de los padres
fundadores de Estados Unidos. Fiel a sus ideas, cuando fue electo presidente
en 1800, le pidió al editor Samuel Harrison Smith que se mudara con su imprenta
a Washington para fundar el "National Inteligencia", una de las pocas
publicaciones oficialistas que aparecieron en la historia de ese país. De
ese modo, Jefferson tuvo un gobierno y un periódico.
Varios años después de su pasaje por la Presidencia, Jefferson le escribió
a un amigo suyo: «El hombre que nunca lee un periódico está mejor
informado que quien los lee, de la misma manera que quien nada sabe está
más cerca de la verdad que aquel cuya mente está llena de falsedades... Nada
puede creerse hoy de lo que aparece en un periódico.»

***

«La primera de las leyes que se debe consagrar siempre a la libertad es


la de la prensa, la libertad más inviolable y más ilimitada, una libertad sin
la cual jamás podrán conseguirse las otras.» Así habló Honoré Gabriel
Riquetti, conde de Mirabeau, autoproclamado "El Atleta Del Amor" y
principal orador de la Revolución Francesa, para fundamentar el artículo
11 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano.
Mirabeau tropezó con un pequeño inconveniente para difundir sus ideas.
Las autoridades revolucionarias prohibieron reproducir los discursos
parlamentarios, y por eso no podía difundir los suyos a través de su
propio periódico. Sin embargo, podía difundir cartas. De modo que el
conde comenzó a reescribir sus discursos en forma de epístolas que se
enviaba a sí mismo para publicarlas.

***

3
ANTES DE QUE los primates avanzados bajaran de los árboles, creer
era ver, oír, oler, tocar, saborear. El resto era temor. Bastó que gritos y
murmullos se articularan en significados para que un humano pudiera
confiar en lo que otro le contaba, pues veía su boca en movimiento detrás de
la voz. Cuando hombres y mujeres encontraron en la escritura otro soporte para
las palabras, no necesitaron ni siquiera que el otro estuvie ra presente
porque sí lo estaban su firma y su sello.
Trate de imaginar por un instante que este párrafo no ha sido escrito
por persona alguna. Piense que todas estas letras fueron ordenadas porque
sí por una especie de máquina ignorante, una mano sin carne que las tiró
sobre este papel. Allí donde cayeron, quedaron, hasta que alguien, usted
mismo, decidió fijarlas con su mirada, con su lectura. Esa letra "d" en la
segunda línea pudo haber sido una "b", o una "p", pero no. Cuando llegue al
último punto de este párrafo, aleje sus ojos de la página, lo suficien te
como para que no perciba más que algo parecido a un hormiguero pisoteado en
una playa.
Pero usted continuó leyendo éste, el siguiente párrafo. Volvió a
suponer como desde la primera de estas páginas que hubo diez dedos
miserablemente humanos pulsando un teclado. Quizá ni siquiera se le ha
ocurrido que pudieron ser nueve, ocho dedos. Pasará por alto el milagro de que
cada palabra parezca tener sentido y significado. Está seguro de que una
conciencia humana ordenó al dedo mayor presionar sobre la tecla de la
"d". Atribuirá cualquier error ortográfico, cualquier idea débil a la
torpeza de alguien que tiene piel, carne, uñas, pelo, neurosis. Creerá que
esa persona desea meterse dentro suyo para pensar con usted. Necesita
confiar en esa idea para recoger este mazo de papeles entre sus manos y
prestarle atención.
Cualquier otra posibilidad —la mano invisible, la computadora
disléxica, las pobres hormigas agonizantes sobre la arena blanca—
destrozaría el orden que usted cree que gobierna este mundo. Le provocaría
temor, así como está escrito que temieron los judíos cuando Moisés bajó
del monte Sinaí con la palabra absoluta y perfecta de un dios
todopoderoso hecha piedra.
Nadie desconfía hoy de la existencia de un par de labios humanos a
varios quilómetros de cable telefónico. Nadie deja de creer que la
presentadora de un noticiero televisivo es capaz de gritar, por lo menos, si
le dan un pisotón. Del mismo modo, las barreras de la duda caen cuando
una información se difunde a través de un medio periodístico. Esta
credulidad institucionalizada es lo que permite a la gente estar segura de que
este planeta es redondo aunque no haya emprendido una caminata hacia el
oeste. Colón, dicen, ya lo hizo.

3
Tampoco las noticias son textos caídos de ninguna parte que recogen los
periodistas: surgen de esos lugares, instituciones o personas a los que se
denomina "fuentes". No importa cuán impersonales parezcan las noticias,
siempre se interponen uno o más sujetos entre sus orígenes y la gente. Puede
ser el propio periodista cuando los ve por sí mismo, pero, en la mayoría de
los casos, hay alguien que le cuenta algo que él expondrá más tarde como
escritura, sonido, imagen quieta o cine, o de forma simultánea, en directo,
a través de un medio electrónico. El periodismo parte de la base de que no solo se
puede creer en lo que se ve, se oye, se huele, se toca, se saborea, sino también en
lo que cuenta alguien cuya confianza endosa, con resquemor, un periodista.

EXISTEN EN ESTE planeta más de cinco mil millones de posibles fuentes


personales. Las memorias de cualquiera, en manos de un buen editor,
merecerían un éxito de ventas en las librerías. Pero las opiniones de la
inmensa mayoría solo llegan a una difusión masiva, como monosílabos, si
las recoge una empresa encuestadora, un cronista de costumbres o un
tribunal electoral. Sus vivencias, en la crónica roja, si les ocurre una
desgracia. Sus nombres, en la página de avisos fúnebres.
Entre las mesas de las redacciones y los corredores de las emisoras circula
noche y día una procesión de aspirantes a fuente que acosan a los
periodistas, con la mirada extraviada y pilas de carpetas cuyos contenidos
jamás verán la luz debajo del brazo. Esos penitentes creen tener algo
importante que decir, pero eso no alcanza. Para que sus carpetas se abran,
un periodista deberá creer que lo que saldrá de ellas podría convertirse en
noticia.
Algunos quedarán insatisfechos con el espacio que se les presta.
Anotarán sus mensajes en muros, por ejemplo, para arrancar al menos una
mirada de quienes pasan por ahí. Arrojarán panfletos en la calle, recorrerán
ciudades puerta por puerta. Convocarán manifestaciones. Es posible que, al fin,
llamen la atención de algún periodista y conquisten algunos centímetros de
columna y segundos de transmisión.
Otros, con el mismo objetivo, recorrerán un camino más corto. Son los
terroristas, aquellos que fabrican pseudoacontecimientos con muertos.
Así, secuestrarán gobernantes, aviones o barcos. Ocuparán emisoras de
radio o televisión. Invadirán ciudades, asesinarán personalidades,
detonarán bombas. Todo eso para asegurarse la difu sión de un
comunicado que, sin un previo acto de violencia, acabaría en la papelera.
«Cuando la opinión pública está con uno, significa que tiene razón;
cuando no, significa que algo no marcha», aconsejaba en 1972 George
Habash, del Frente Popular para la Liberación de Palestina. «A nosotros nos

3
interesa la opinión pública más en el plano de la información que en el de la
simpatía. Los ataques del Frente no se basan en la cantidad sino en la
calidad. Matar a un judío lejos del campo de batalla surte más efecto que matar
cien en un kibutz, porque provoca más atención. El mundo se ha olvidado
de nosotros. Hay que recordarles todo el tiempo que existimos,
recordarles nuestra tragedia.»
En cambio, los delincuentes comunes, a menos que aspiren a una dudosa
gloria y a una celda rápida, quieren que se les olvide rápido. Pretenderán
pasar desapercibidos. No esperarán a los periodistas en el lugar del
crimen para explicarles los pormenores del caso. Dejarán esa tarea a
policías, jueces y víctimas sobrevivientes. Los autores de delitos son algo así
como la mitad de los protagonistas de la crónica roja, pero sus versiones
no aparecerán casi nunca en ella. Sus vidas y libertades dependen del
ocultamiento. Solo podrán hablar con los periodistas en la cárcel, en la
clandestinidad o a través de cartas o abogados. Pero pocos periodistas se
toman la molestia. Los destacamentos policiales figuran en la guía de
teléfonos; los domicilios de los delincuentes, no. Por eso, la crónica roja peca de
policialidad.
Pocas personas tienen aquello que periodistas y consumidores de
noticias andan buscando. Algunos miembros de este grupo están dispuestos a
emplear esos precarios secretos. Los difundirán o los ocultarán según
supongan que les conviene o no, porque creen con sinceridad que así
harán un bien a sus allegados, a su comunidad, a la humanidad, o porque,
sencillamente, les agrada hablar con un periodista. Ellos son "la buena
fuente".

ALGUIEN PODRÍA RECLAMAR la atención sobre los ciudadanos


comunes, pero nadie consultaría un producto periodístico cuyas noticias
son protagonizadas solo por desconocidos: querrá informarse sobre
aquéllos cuya existencia no requiere mayores explicaciones porque todos
saben quiénes son. Esa cara sale en la tele, ese nombre siempre aparece
impreso, esa voz se reconoce. De vez en cuando emerge una perso nalidad
ignota que logra 15 minutos de fama o pasa a sustituir a una celebridad a
la que se dio de baja en el elenco de luminarias. Así se fortalece la
creencia en que los ciudadanos comunes, hombres y mujeres de la calle,
pueden elevarse por encima de la plebe.
La noticia es la última manifestación de una compleja conjugación de
intereses, como manos invisibles que se van pasando un puñado de letras.
Ninguna fuente dirá con plena conciencia algo cuya difusión no le convenga o
cuyo ocultamiento le ocasionaría un daño mayor. Buscará beneficios: el

3
reconocimiento de sus talentos y sus acciones, la derrota de un
adversario, buen relacionamiento con un periodista o, aun que sea, el
desahogo o la expiación. Por su parte, el periodista, respaldado o no por la
empresa que lo emplea, querrá difundir antes que sus colegas más información
que la que puede conseguir. Y, para eso, quizá simule simpatía por un
informante al que detesta o esconda sus pasos a uno al que llama su
amigo, si es que la amistad entre periodistas e informantes es posible. En todo
caso, se trata de un vínculo marcado por el secreto, el paradójico secreto que
precede a la explosión de una noticia.
«Mucha gente ve en el periodista a un oscuro intrigante que transa y
negocia con sus fuentes la pequeña porción de realidad que dará a
conocer. Pero lo que sucede es que, mucho antes de la llegada del
periodista, esa verdad estaba oculta y enterrada. Estas complejas
transacciones tienen por cometido desenterrar lo que de otro modo nunca
nadie hubiera conocido, por poco que sea», sostiene el periodista
uruguayo Tomás Linn.
Esta rutina incluye la detección de los intereses y los conflictos que se
despliegan dentro de su cartera de fuentes. Sin conflicto, no hay narración, ni
siquiera poesía. En rigor, sin conflicto no hay nada. Los informantes que
integran un bando aportarán datos que perjudiquen al grupo adversario, y
viceversa. Así, los sindicatos de los organismos estatales serán los
primeros interesados en informar sobre posibles casos de corrupción, los
partidos opositores sobre los eventuales errores del gobierno, los artistas
de vanguardia sobre las morosidades de los clásicos y los policías sobre
la presunta dilación de los jueces en condenar a un reo. Por eso, los
conflictos son buena parte de la materia de las noticias.
«En esta profesión que sabe tanto de hostilidad, los periodistas, por
lo general, estarnos bajo sospecha de tener intenciones contra determinado
componente de determinada información, porque siempre hay una parte
beneficiada y otra perjudicada», explica el periodista uruguayo Néber Araújo.


LA BUENA FUENTE” sabe que no regala su tiempo a los periodistas.
Privilegiarlos por encima del resto de la gente es parte de su trabajo. Les
reservará asientos en las plateas de los estadios, los teatros, los cines.
Les enviará antes que a nadie los libros editados. Los invitará a
almuerzos y copetines. Les obsequiará agendas para el año que viene,
con los mejores augurios. Pero, sobre todo, sabe que, si les entrega la
información que buscan, tendrá un argumento para reclamarles luego la
divulgación de otras —o aun ocultamientos en su beneficio.
Julio Blanck, prosecretario de redacción a cargo de la sección

3
política del diario "Clarín", de Buenos Aíres, cree que es posible
«mantener una relación sana dentro de lo insano que es el inundo del
poder». «Nos pasamos todo el tiempo revolviendo mierda.
Hacemos un pacto con la fuente que no incluye ni dinero, ni regalos,
ni pasajes gratuitos, ni cargos para familiares nuestros. El canje es
por información. Bien, muchas veces el precio es publicar unas líneas
sobre un acto político que promueve a los amigos de esta fuente»,
explica. El ocultamiento, claro, no debería ser materia de trueque.
En algún momento de la historia, las personalidades públicas
descubrieron que las noticias podrían servirles para guardar una
saludable distancia de la gente. Y se convirtieron en fuentes. Gracias a
los medios informativos pueden estar continuamente presentes entre la
muchedumbre que les da su razón de ser sin contacto directo ni
grandes esfuerzos físicos. Si actúan con eficacia a través de los
canales adecuados, lograrán mover la mano invisible que sostiene las
letras con el fin de ocultar sus fallas e insuflar en la gente la imagen que
pretenden para sí mismos.
Los primeros en emplear estos recursos fueron los funcionarios
políticos. Las intrigas que antes se desarrollaban entre bastidores
pasaron a representarse sobre el escenario. Los engranajes de la
maquinaria se agrandaron: el mismo mensaje podía exponerse en
forma casi simultánea a muchas más personas de las que po dían asistir
a un mitin. La difusión de un hecho comenzó a operar sobre el mismo
hecho, modificándolo y acelerando sus consecuencias, porque los
operadores políticos, además de ser informantes, son consumidores de
noticias que determinan sus acciones posteriores en base a esas mismas
noticias que antes trascendían por mecanismos más lentos, como los
viajes, el correo y el rumor. La publicidad pasó a ser una característica
del acontecimiento político, a menos que se deseara ocultarlo con toda
intención.
«La mediación que realizan los medios en la sociedad es la única
mediación generalizada que existe», sostiene el catalán Lorenzo Gomis.
«Los medios no solo sirven para que el público se entere de lo que pasa,
lo comente y eventualmente intervenga en las acciones en curso, sino
también para que los mismos actores y protagonistas de la actualidad social y
política sepan lo que ocurre, den su opinión y hagan sus aporta ciones al
discurso político y social. Lo que no pasa por los medios no pasa por
ninguna parte, no deja constancia y no influye. Los medios son el lugar común
de la acción pública.»
«El diario ha sido el espacio público por excelencia», coincide Roberto
Pablo Guareschi, secretario de redacción del diario Clarín, de Buenos Aires.

3
«Su naturaleza, y su encanto, tiene que ver con el hecho de que el
ejemplar que yo leo es esencialmente igual a los otros miles (decenas o
centenas de miles) que leen --hoy mismo, igual que yo los que comparten
esta sociedad conmigo. Y la capacidad de indignarme que tiene tal crítica de
tal película guarda una relación directa con mis gustos, pero, sobre todo,
con que sé que llega a muchísima gente. Si fuera algo personal y
exclusivo, tendrían el mismo valor que el mensaje que nos acercan en una
carta o un fax. Un asunto privado.»
El periodismo ha funcionado como vaselina de las democracias, corno
uno de los lubricantes de sus ejes. Antes, los poderosos se insultaban cara
a cara. Ahora, se pelean sobre un papel o a través del aire, todo un avance
desde el antiguo garrotazo.
Al principio, la conducción de los medios informativos, los periodistas
y las fuentes se encarnaban casi siempre en las mismas personas. Los
estados hablaban de sí mismos a través de sus periódicos. La oposición, si
se le permitía la existencia, se manifestaba por medio de unos pocos
poseedores de imprentas con permiso para usarlas. En la confrontación de
ideas, las primitivas empresas periodísticas no eran campos de batalla sino
parte del arsenal, y la guerra se resolvía con frecuencia a través de la pura
violencia física.
Más tarde, la mayoría de los gobernantes abandonaron las redacciones
de los diarios. El estado, la más caudalosa de las fuentes, adoptó mecanismos
más sutiles que la simple censura para que la mayor parte posible de las
noticias que transmite pasaran por su control y no por el de las empresas
periodísticas y sus empleados.
Como primera medida, sus funcionarios se especializaron. Poderes
públicos, partidos políticos y corporaciones injertaron en sus
organizaciones una repartición (o, al menos, un secretario) encargada de
canalizar la verdad oficial. Los encargados de "prensa y relaciones
públicas", o como se le llame, emiten comunicados, analizan y archivan
lo difundido por los medios, deciden el reparto de avisos, comunican la
aceptación o negativa de entrevistas, transmiten conformidades y enojos,
autorizan o no a los periodistas a estar presentes donde suceden los
hechos que pueden transformarse en noticias. Se trata de hacer más
cómodo el trabajo de los periodistas, claro, pero, de paso, mantenerlos a
raya. Muchos de estos funcionarios trabajan, a su vez, corno periodistas
en algún medio informativo. Son, al mismo tiempo, periodistas y fuentes,
difusores y encubridores, dioses y diablos.
Las fuentes aprendieron a fijar la agenda de las empresas
periodísticas y homogeneizar la información que ellas difunden a través de
conferencias de prensa. Cada uno de los periodistas que asista a estas

3
reuniones obtendrá la misma información que los demás. A lo sumo,
alguno se lucirá con sus preguntas frente a sus colegas, que cosecharán
idénticas respuestas sin abrir la boca.
Lo mismo sucede en la mayoría de las ceremonias más o menos
solemnes cuya celebración resulta inimaginable hoy sin la presencia de
periodistas. En realidad, se trata de conferencias de prensa encubiertas.
Las personalidades públicas que asisten a ellas saben que, durante los
discursos y después de ellos, las cámaras de televisión y los grabadores se
atropellarán frente a sus narices.
A pesar de que estas reuniones marcan un empate en la competencia
entre los medios informativos, los periodistas las consideran de asistencia
obligatoria. Allí habrá fuentes con las que uno podrá codearse. De allí
saldrán noticias. O, al menos, palabras editables como noticias, murallas
enteras de palabras, páginas y segundos de emisión repletos de palabras.

NO SIEMPRE nos periodistas son bienvenidos. Cuando un grupo de


personas que se desempeñan como fuentes se reúne para considerar algo
que desean ocultar, son una presencia molesta. Las puertas se cierran.
Sepan disculpar, pero esto es un asunto delicado. Reservado, ¿entienden?
Ninguno de los que están allí adentro quiere que algún consumidor de
noticias compare lo que dirán entre estas paredes con lo que ya han
proclamado o proclamarán en público.
Disculpe, doctor. Pero mucha gente está interesada en lo que ustedes
discuten. Los que planean ir el domingo al estadio, los que esperan la edad
mínima para jubilarse, los que vieron su película. Los que tienen que vacunar a
sus hijos. Los que no saben a quién votar. Los que lo aprecian y los que lo
desprecian. Los que, además, pueden estar pagando su sueldo con sus
impuestos, su consumo...
Tranquilos, muchachos. Por favor, esperen en la vereda. No, en el
pasillo, mejor. Tomen asiento, acaricien el botón rojo de sus grabadores, el
obturador de sus cámaras. Paciencia. Ya va a venir un vocero que va a
informarles la-posición-oficial. ¿Quieren un café?
Y ahí están todos esos periodistas en rueda, como fantasmas que
caminan sobre un pantano, aguardando que las brujas les devuelvan los
cuerpos.
—¿Sentís los vasos? Borrachos...
—No... Agüita mineral, nomás.
—¿Éstos? ¿Agua? Para rebajar, será.
—Hola, che. ¿Cómo andás?
Bien. ¿Tenés un cigarillo?

3
Tomá. ¿Tenés fuego?
Gracias.
—Si vas ahora a la calle a comprar capaz que te quedás con las ruedas
para arriba.
Mirá si salen.
—Pero parece que tienen para rato, ¿eh?
—No, flaco, está todo cocinado.
Si son unos tránsfug... ¡Doctor! ¡Doctor!
—Doctor...
—Doctor, ¿cómo le va?
enchufe, tarado. ¿Dónde hay un enchufe para la lámpara?)
¿Cómo está, doctor?
—¿Y, doctor? ¿Hay humo blanco?
—Tranquilos, muchachos...
Todo eso por un puñado de letras que intentarán atajar con las manos
tendidas, como mendigos en la puerta de una iglesia.
Quizá algún periodista se anime a entrar a la reunión sin anunciarse y
se oculte para oir por sí mismo lo que nadie le dirá. Las fuentes
calificarán esta actitud de deslealtad, de infracción a las normas del
juego limpio. Creerán que ya es suficiente que el periodista contemple la
obra desde la platea, en ubicaciones preferenciales. Sería demasiado
permitirle la entrada a los camarines.
Pero a veces lo hacen. Allí están los espejos orlados, las lentejuelas, las
plumas de pavo real. Pasen, pero, por favor, no digan nada sobre esa
dentadura postiza que sonríe desde el fondo del vaso.

ES QUE PERIODISTAS y fuentes adoptaron corno norma de


convivencia el establecimiento de pactos de reserva. Los periodistas
guardan los secretos de sus informantes hasta que ellos les autoricen a
divulgarlos. Mientras eso no suceda, tal información será conocida solo
por unos pocos entre quienes se cuentan aquellos que, se supone, son los
encargados de difundirla. El periodista aguardará el momento preciso para
darla a conocer o la encajará entre las líneas de la noticia, ese espacio que
parece en blanco. Esos datos servirán para ponerle música a la canción,
pero no se los mencionará en la letra.
En el trueque de información por ocultamientos entre periodistas y
fuentes, la identidad del informante es una mercancía de uso corriente y
libre circulación. Pero el origen de una noticia, que con frecuencia se
esconde bajo algún derivado de la mule tilla "fuente confiable", es un dato
que le agregaría significado. Quien solicita reserva procura evitar

3
perjuicios sobre sí mismo o sobre su grupo, o aun ocasionárselos
subrepticiamente a terceros. En este juego conviene mantener las cartas
boca abajo sobre el paño verde.
—Bueno, doctor. Ya se fueron los de la televisión. ¿Qué pasó?
—Miren... Esto que van a escuchar no se los dijo nadie, ¿eh?
Los verduleros no solo prohiben a sus clientes tocar la fruta porque se
estropee con el manoseo: también lo hacen para que la crean en buen
estado. A nadie le gusta comer tomates reblandecidos: lo que las fuentes
desean ocultar cuando solicitan el anonimato está lejos de ser un dato sin
importancia, pero a veces es menos relevante que lo que saldría a la luz si
se accede al pedido. El catedrático español Rodríguez Mourullo explica:
«Sin la garantía de este secreto, quedarían cegadas gran parte de las fuentes
que suministran hoy la información que la prensa difunde y el resultado
sería, en definitiva, una mutilación del efectivo derecho a la información».
Carl Bernstein y Robert Woodward ocultaron la identidad de sus
informantes en el caso Watergate. Si cumplen su compromiso, nadie la sabrá
nunca además de ellos y su editor. Cuál de los allegados de Richard Nixon
ayudó a armar su ataúd es un dato menor si se lo compara con la noticia
que todos conocieron: que el presidente del país más poderoso del mundo,
líder de un sistema democrático con dos siglos de antigüedad, alentaba el
espionaje —era cómplice de un delito-- contra el partido de: la oposición.
Hasta donde se sabe, los periodistas no inventaron ningún informante que
fundamentara sus suposiciones, aun las más certeras, ni se dejaron ganar
por fuentes que, según sus necesidades, pretendieron la difu sión de
mentiras para incidir en el proceso que se iba desarrollando. Cualquier
paso en falso habría hundido a "The Washington Post", el diario para el
que Bernstein y Woodward trabajaban entonces.
Sin embargo, Katharine Graham, la propietaria del diario, no manifestó
deseos de conocer la identidad de los informantes secretos. Tampoco Ben
Bradlee, el director ejecutivo. Ambos se limitaron entonces a reclamar a
los periodistas la confirmación rigurosa de cada dato que caía sobre sus
escritorios a través de dos o tres fuentes inde pendientes entre sí.
Confiaban en ellos cuando les aseguraban que la habían obtenido.
Años más tarde, Bradlee quien a la postre supo quién era Deep Throat por
boca de Woodward admitió que debió haber insistido en saber quiénes fueron
los informantes. ¿En quién, si no, podían haber confiado los periodistas en
esas circunstancias?

MUCHAS APELACIONES A "fuentes" sin nombre son apenas recursos


de estilo que aplican ciertos periodistas para perfumar sus noticias con

3
unas gotas de misterio. No es raro, pues, que la información contenida en
un documento oficial se atribuya a "fuentes" de la institución que lo
emitió. O que los datos divulgados por un medio informativo resuciten
horas o días después en otro que los consigna a "fuentes" que no identifica.
Nadie sabe por qué, pero "las fuentes" casi siempre se mencionan así, en
plurales. A veces, "fuentes que reclamaron el anonimato" desgranan en la
prensa largas declaraciones entre comillas, como si hubieran sido
pronunciadas por los sobrinos del Pato Donald, esos que iban diciendo
una palabra cada uno hasta que la oración quedaba completa.
Muchos periodistas se dan permiso para exponer sus propias
especulaciones mediante la atribución a "fuentes confiables". A veces, las
endilgan a "analistas" u "observadores", lo cual no deja de ser cierto:
cualquier periodista, por incapaz que sea, es un analista y un observador.
Otros evitan preguntar a su interlocutor si podrán mencionar su nombre,
porque supone de antemano que preferirá el anonimato o porque su fama
no alcanza a dar sabor a una noticia.
Algunos informantes creen haber ganado el derecho de mover sus
peones como si fueran reinas al ocultar sus nombres debajo del tablero.
Muchos suelen deslizar así anuncios de perspectivas remotas para luego
ajustar sus jugadas de acuerdo con lo que se apresurarán a replicar sus
adversarios, aquellos que se-acaban-de-enterar-porla-prensa. Envían un
"globo sonda", se dice. Si dijeran lo mismo mostrando algo más de la
cara que sus anchas bocas, esos movimientos se registrarían para la
partida. Pero al esconderse ni siquiera habrán rozado la pieza con un
dedo. Jugarán luego, conociendo las alternativas que manejaban los
restantes contendientes. Podrán hacerlo incluso contra sus propios
anuncios, por lo que dejarán en jaque al medio periodístico que los haya
recogido.
El propio Bradlee cuestiona a los funcionarios que hablan detrás del
telón, quienes, afirma, desarrollan «una conspiración para restringir la
verdad» y someten al periodismo a «una perversión». Sin embargo,
aceptó esa práctica en la redacción de "The Washington Post" para no
dejarlo sin noticias.
Los periodistas olvidan a menudo que no deben aceptar caramelos de extraños.
Pueden decirle a ese informante que no, que lo sienten mucho pero prefieren no
seguir escuchándolo. También tienen que saber por qué pretende permanecer
fuera del juego. Explicar esas razones a los consumidores de noticias, si es posible
y necesario, es su responsabilidad. Además, siempre les queda la posibilidad de
buscar a algún jugador con nombre y rostro dispuesto a hacer ese movimiento,
aunque no siempre lo encuentren.
Muchos periodistas han visto cómo una noticia de alto impacto se

3
desintegraba al cabo de dos llamadas telefónicas. Y otros muchos, a la inversa,
prendieron un incendio una noche al borde del cierre de edición y a la mañana
siguiente se encontraron mojados y sin fósforos: sus informantes, caramba, les
habían mentido. «Se puede informar mejor si se esperan unas horas hasta que
la verdad está mas clara», según Bradlee.
El ocultamiento de la identidad de una fuente a los clientes de las
empresas periodísticas no es un derecho de nadie. Ni de la fuente, ni del
periodista ni del medio informativo. Se trata, en rigor, de una especie de
contrato. Resultará más justo y beneficioso para las partes cuanto con
más claridad se establezca. El informante obtiene la posibilidad de que un
periodista lo escuche y, tal vez, difunda lo que dirá. El periodista gana el
conocimiento de algo que podrá incorporar a una noticia que ven derá la
empresa periodística.
El inconveniente es que una de las partes, por desconocida, es
indemandable. El incumplimiento de su parte del contrato no releva al
periodista de la obligación de reserva que contrajo. Si devela ese nombre,
provocaría pánico entre los informantes de buena fe. No hay más alternativa
que confirmar el dato dudoso antes de difundirlo.

LA INDUSTRIA DEL espectáculo no fue ajena al establecimiento de


reglas de juego entre fuentes y periodistas a lo largo de los siglos de
convivencia. Nuevos medios técnicos —el cine en el teatro y el fonógrafo
en la música— elevaron a las artes a la categoría de actividad rentable
gracias a la extensión del público que las consumía, y sin asistencia de
mecenas, como sucedía desde la antigüedad. Cuando la industria artística
adoptó los mecanismos que los funcionarios políticos venían aplicando en su
relación con los medios informativos, su crecimiento fue vertiginoso. Lo
mismo sucedió con el deporte, que hasta entonces era una manifestación
popular pero, casi en exclusiva, de aficionados.
Los detalles más íntimos de la vida y opiniones del artista quedaron al
descubierto, con la excusa de que servían para explicar sus trabajos. La
obra de arte comenzó a considerarse una noticia más acerca de su hacedor.
No solo se trató de dar a conocer el talento, sino también de explicarlo,
recrearlo, inventarlo. El denominado "star system" descansa sobre montañas
de comunicados y gacetillas, conferencias de prensa y llamadas telefónicas del
encargado de prensa y relaciones públicas. Ya no extraña a nadie que una
celebridad declare al público lo que piensa sobre el sida, las dro gas, la
delincuencia, las guerras, la violencia y la política, aunque no tenga
ninguna vinculación directa con esos fenómenos.
Muchos artistas abrieron al resto del mundo las puertas de sus corazones

3
artificiales. Los consumidores de arte popular cultivaron con ellos una
intimidad de control remoto: entraron en sus casas y en el consultorio de sus
cirujanos plásticos, conocieron a sus familias, los acompañaron por los
caminos que recorrieron hasta la fama a través de relatos periodísticos.
«Hay muchos que han decidido existir para ser vistos y que hacen todo
lo posible para ser vistos», explica el filósofo y escritor argentino José Pablo
Feinmann. Ellos solo tendrán que silbar para que algún periodista se
acerque a registrar sus pasos por este mundo.
Mientras reclaman una mirada, los ciudadanos de la farándula esconden a los
flashes sus perfiles más feos. Cuando sienten el fogonazo indeseado en sus
alcobas o en sus libros contables, se acuerdan de que tienen derecho,
como todos, a mantener una vida privada, secreta, oculta. La violación de
este principio por parte de los periodistas es, por lo menos, una falta de
cortesía, y, en el otro extremo de la controversia, un delito. En todo caso,
apenas aporta una emoción postiza a quienes no estén involucrados en el
asunto.
«Si alguien toma sol desnudo en una terraza, está aceptando que lo miren
desde otros departamentos. Si acepta que lo pueden mirar, también lo
pueden fotografiar», opina el editor de fotografías de la revista argentina
"Caras", Osvaldo Dubini. En cambio, el periodista estadounidense Ron
Dorfman plantea una pregunta clave: « , Informar sobre la vida secreta de
alguien sirve a algún fin de suficiente gravedad como para ir más allá del
respeto que debemos a la necesidad de una vida privada y de fraternidad
humana?»
Para Ed Lucaire, autor de libros de chismes sobre celebridades, el
"schadenfreude", algo así como "el placer de enterarse de miserias ajenas", se
origina en un democrático «sentido de la igualdad». Si Marlon Brando,
Steven Spielberg, Peter Falk, Billy Idol, Bo Derek, Eric Clapton, Julie
Christie, Tom Cruise y Cyndi Lauper sacaban notas bajas en la escuela, lo
que le pasa a su hijo no es tan grave.

NO ES SÓLO el placer morboso lo que impulsa a los periodistas a urgar en baños,


cocinas y dormitorios y a la gente a devorar esas noticias. El tren de vida
de los funcionarios políticos retrata mejor que cualquier discurso el modelo de
sociedad que impulsarán. Se espera que un presidente, por ejemplo, maneje los
asuntos de gobierno "como un buen padre de familia". Si fomenta en sus hijos el
derroche y la frivolidad, tal vez aspire a un país que se agote en el consumo y la
apariencia. Si le es infiel a su pareja, quizá no tenga empacho en engañar a la
ciudadanía.
Quienes manejan el dinero y el modo de vida del público (en especial

3
los líderes políticos y religiosos) eligieron someter sus privacidades al
contralor de quienes les pagan el sueldo, así como los médicos optaron
por vidas sin horario y los policías por un permanente riesgo de muerte.
La ciudadanía de Estados Unidos, a través de en cuestas, obligó a Gary
Hart, precandidato del Partido Demócrata a la presidencia, a abandonar la
carrera en 1987. Los diarios "The Miami Herald" y "The Washington
Post" habían informado que le era infiel a su esposa. Pero lo peor fue que Hart
negó la acusación, luego comprobada. Pocos quisieron ver por segunda
vez a un mentiroso instalado en la Casa Blanca.
«Si un presidente tuviera una amante, un gobierno extranjero puede jugar con eso»,
explica el periodista uruguayo Jorge Gestoso, a cargo del servicio en español de
CNN. «En Estados Unidos, los periodistas le sacan todos los trapitos al sol al
candidato antes de que llegue a la presidencia para que nadie, en ninguna parte del
mundo, le pueda decir: "Ahora te tengo en mis manos porque sé tu lado flaco."
Parten de la base de que el presidente es presidente las 24 horas del día.
Entonces, su vida privada se mete en su vida política.»
¿Qué haría una persona así si delincuentes o enemigos políticos lo
chantajearan'? ¿Lanzaría alguna bomba de hidrógeno, usaría el dinero de
los contribuyentes para obtener los negativos, pediría perdón por cadena
de televisión? ¿No es mejor que un periodista lo descubra antes y lo
difunda?
¿Qué habría sucedido en las elecciones de Uruguay en 1966 o en las de
Brasil en 1982 si las ciudadanías de esos países hubieran conocido los estados de
salud de Oscar Gestido y Tancredo Neves, que murieron al poco tiempo de
ser elegidos presidentes? ¿De cuántos millones de personas menos habría
recibido sus diezmos Jimmy Swaggart si se hubieran enterado de la primera vez
que engañó a su esposa apenas salió del motel?
«Los periodistas no tenemos que meternos en la vida privada de nadie,
aunque hay algunas excepciones a este concepto general. Una es la de los
funcionarios que hacen una excesiva exhibición de sus riquezas cuando
no tienen ingresos salariales para justificarlas. En esos casos, hay que
meterse en la vida privada, por lo menos para averiguar si ese gasto o
inversión está justificado o no», reflexiona el periodista ar gentino
Joaquín Morales Solá.

UNA PERSONA PUEDE tener motivos misteriosos para permitir una


intromisión en su intimidad. En mayo de 1992, los periodistas fueron
invitados a visitar las entrañas de Carla, una enfermera filipina. Ella le dijo al
mundo que su hijo nacería en agosto. El padre era su novio, un soldado con el
que estaba relacionada desde hacía dos años. Carla no pertenecía a la

3
nobleza, no poseía fortuna, no era una artista famosa. Tampoco era pre -
cisamente bonita. Pero 32 años antes, todos los parientes que le cambiaron
el pañal alguna vez juraban que era un varón.
Carla explicó a los periodistas que había nacido hermafrodita. Dijo que
en 1985 se sometió a una operación quirúrgica para adecuar el cuerpo a
su espíritu. Con alegría, gritó a los cuatro vientos que era el primer
transexual que lograba concebir. Su panza de seis meses llenó las
portadas de numerosos diarios.
A ningún periodista le pareció raro que Carla les cobrara algunos
dólares por la concesión de entrevistas. De hecho, muchas celebridades lo
hacen. Creyeron que la embarazada más famosa del mundo solo se
preocupaba por asegurar, con esos ahorros, la felicidad de su descendencia.
Después se supo que esa barriga era el fruto de torrentes de hormonas
artificiales. Ni siquiera lo de la operación era cierto. Fingió la gravidez, en
efecto, para obtener el dinero que le permitiría contratar a un cirujano y arrojar
lejos de su vida sus indeseados atributos masculinos. Para ella, la mentira fue
menor. Su pene era apenas un detalle.
Carla, al fin de su aventura, se reveló como la fuente más transparente
que pueda imaginarse. Su objetivo era evidente. Mutó su cuerpo en carne de
noticia. Manejó a los periodistas mientras pudo. Ocultó lo que debía para
lograr sus fines. Convenció. Siguió el principio del comediante Benny
Hill: «Nunca mientas, a menos que sea absolutamente conveniente.»
La historia de un príncipe danés del medioevo llamado Hamlet también
resulta bastante inverosímil. Dicen que el fantasma de su padre el rey se
le apareció un mes después de morir. El espectro le reveló que su
hermano Claudio le había echado un infalible veneno en los oídos
mientras dormía en el jardín para usurpar el trono, con la complicidad de
su infiel esposa, Gertrudis. Hamlet fingió estar loco como parte de su plan
de venganza. Hasta cumplirlo, la voluntad del príncipe y la irresistible telaraña
de acontecimientos que se desencadenaron provocó la muerte de su tío y
de su madre, pero también la suya, la de. su amada Ofelia y la de cuatro
cortesanos más que ni siquiera imaginaban el asesinato que ennegrecía las
almas de Claudio y Gertrudis.
Hamlet agonizaba. Sabía que, si no encontraba alguien que contara la
razón de sus actos al mundo, quedaría ante la historia como un loco
imprudente que hizo trizas su reino en medio de un sauna de sangre y
asesinó a un rey que parecía un borrachín simpático y dispendioso. Se ha
convertido en una fuente desesperada que tiene pocos segundos para
conseguir su cronista.
Mientras tres cuerpos yacían aún calientes en el salón del palacio de
Elsingor, Horacio, el mejor amigo del príncipe, el que —dicen— lo había

3
conducido hasta el fantasma de su padre asesinado, proclamó su deseo de
suicidarse por la pena. Hamlet le detuvo: «Me muero. Tú, que vivirás, narra
la verdad y la causa de mis actos a quien la ignora. Si alguna vez he
ocupado lugar en tu corazón, retrasa un poco esa felicidad que anhelas,
alarga por algún tiempo esta desdichada vida en un mundo lleno de
miserias, y divulga al mundo mi historia.»
¿Qué es lo que imploran, si no, los informantes al periodista? «Divulga al
mundo mi historia.» No dejes, Horacio, que lo crean un sicópata
peligroso. Permítele, por lo menos, que el resto del mundo se compadezca
de su destino de héroe trágico. Tienes una buena historia; consigue un
buen editor, el mejor que encuentres, para que el mundo la conozca,
aunque sea una leyenda.

3
6.Enfermos de
periodismo

3
Walter Cronkite, uno de los más respetados periodistas en la historia
de Estados Unidos, declaró en 1968 ante a las cámaras de la Columbia
Broadcasting Sistem (CBS) el principio del fin de la guerra de Vietnam.
Había estado allí durante una fuerte ofensiva de la guerrilla y volvió a los
estudios con la sensación de que la presencia de .su país en el sudeste de Asia
ya no tenía sentido. Los padres ya se habían acostumbrado a ver a sus hijos
muriendo en la hostil selva instalada en sus conforta bles comedores.
Cecilia Bolocco, una miss Mundo que nació en Chile, fue una de las
encargadas de declarar en 1991 el comienzo de la guerra del Golfo.
Conducía junto al periodista uruguayo Jorge Gestoso el informativo en
español de la Cable News Network (CNN) cuando cayeron las primeras
bombas sobre Bagdad. Durante los días siguientes, el mundo vio en las
pantallas luces borrosas que, a no ser por el relato del periodista
Bernard Shaw, podrían haber pasado por fuegos artificiales navideños.
Los muertos se vieron después de la guerra.

***

3
El papa Pío V decretó en 1569 la bula "Romani pontificis providentia"
para prohibir los "avvisi" manuscritos, cartas por medio de las cuales los
"noticieros" o "menanti" informaban a sus pocos suscriptores de las cosas
que pasaban por el mundo. Para el pontífice, estos papeles «engendran
odios, reyertas y asesinatos, con ofensa de la majestad pública, peligro
para las almas, mal ejemplo y escándalo». Los "noticieros" se arriesgaban a
la confiscación de sus bienes e incluso a la muerte si continuaban con su
actividad.
Uno de ellos, Niccoló Franco, ignoró las advertencias y fue el primer
ahorcado por sus informes hostiles al estado pontificio. Lo de Annibale
Capello, que había montado una verdadera empresa con varios "menanti"
a sueldo, fue más trágico: en 1587, la policía vaticana le cortó la mano
derecha, le arrancó la lengua y lo ahorcó. Su cadáver quedó expuesto al
público con un cartel que lo calificaba de embustero y calumniador.
Otros esquivaron esa suerte. Pietro Aretino, considerado el padre del
periodismo sensacionalista, se pasó la vida huyendo, de Arezzo a Roma y
de Roma a Venecia, donde obtuvo la protección de Juan de Medicis. Tenía
entre sus clientes a Carlos I y Francisco I—dos reyes que estaban
enfrentados—, al turco Barbarroja y a los papas Clemente VII y León X.
Alegró la vida de sus amigos con su poesía libertina y ensombreció la
de sus enemigos con sus chantajes. Se hacía llamar "Divino Aretino".
Obsequiaba retratos y medallas con su efigie a todos los que le
elogiaban. Vivió siempre en peligro, pero su muerte, en 1557, fue de risa:
en medio de una carcajada, se cayó de espaldas y se desnucó.

***

3
El fotógrafo uruguayo Antonio Caruso salvó la vida mientras se velaban
algunas de sus mejores fotos. El diario "El Día", de Montevideo, lo
envió en 1969 a la ciudad argentina de Córdoba, donde militares y
sindicalistas se enfrentaban a sangre y fuego. «A ninguno de los dos
bandos parecía gustarle los fotógrafos», recordó el perio dista años más
tarde.
La primera noche que pasó allí violó a sabiendas el toque de queda
que rigió durante el "Cordobazo" porque el hotel donde se alojaba no tenía
servicio de comida. La dueña de un restaurante había prometido cocinar
para él y otros periodistas en la misma situación si se comportaban con
discreción.
«Recién habíamos empezado a comer en medio de una oscuridad casi total
cuando sentimos que unos camiones se detuvieron frente a la puerta y
comenzaron a disparar ráfagas de metralleta contra las ventanas. Aguardarnos
a que aquello se calmara tirados debajo de la mesa. Al rato, cuando los camiones
se fueron, salimos a la vereda: estaba cubierta de vainas de balas. El ejército había
hecho lo mismo en varios lados con fines intimidatorios, para reafirmar su poder
que en ese momento tambaleaba.»
A la mañana siguiente, Caruso recorrió Córdoba junto a un
fotógrafo de la revista "Gente", de Buenos Aires. Las calles estaban
cubiertas de cadáveres, autos incendiados, casas destruidas,
comercios saqueados.
«Vimos unos soldados barriendo las calles y sacando los cascos de
las balas. Nos pareció que era nota y aprontamos nuestras cámaras.
Mejor no lo hubiéramos hecho. Un oficial gritó: "¡Detengan a esas
personas!" Uno de los que barrían tiró la escoba, sacó la pistola, puso
la bala en la recámara, corrió hacia nosotros y colocó el caño a cinco
centímetros de mi frente. "¡Pongan sus manos sobre la cabeza!", dijo.
Me di cuenta de que estaba dispuesto a todo, que no éramos los primeros que
mandaba para el otro mundo. Me di por muerto. Con el dedo puesto en
el gatillo, el soldado ordenó que lo siguiéramos y empezó a caminar
hacia atrás sin dejar de mirarnos. Una vaci lación, un tropiezo,
cualquier circunstancia capaz de alterar sus nervios iba a ser suficiente
para que tirara. Así anduvo como quince metros reculando hasta que
llegó donde estaba el oficial.»
El militar les dio «terrible rezongo», pero les perdonó la vida. Les
quitó los rollos de las cámaras y los amenazó con rompérselas. Salvaron
sus vidas, y perdieron la foto.

***

3
El director y productor de cine Thomas H. Ince, padre de las películas de
vaqueros, murió de un balazo en uno de los yates del magnate periodístico William
Randolph Hearst frente a la costa de California el 19 de noviembre de
1924, cuando le agasajaban por el estreno de su última producción,
"The Mirage".
Kenneth Anger, en su libro "Hollywood Babilonia", estableció en 1975 la
hipótesis de que Hearst fue el autor de ese disparo poco certero: la bala
habría tenido como destinatario al cineasta Charles Chaplin, quien le
estaba arrastrando el ala a Marion Davies, actriz del montón y amante
del anfitrión.
La tesis es atendible. El respetado Ince no tenía enemigos. El único
periódico que recogió la versión del balazo fue el "Los Angeles
Times", en su primera edición del 20 de noviembre; la nota fue retirada en
las siguientes ediciones. El funeral del cineasta se celebró el 21 de noviembre
y el cuerpo fue incinerado pocas horas después. Un médico empleado
por la cadena de periódicos de Hearst que había visto el cadáver fue el único
testigo citado por el fiscal que investigaba el caso. Y la esposa de Chaplin, Lita
Gray, no asistió al crucero.
Cualquiera supondría que, de ser cierta la acusación de Anger, ningún
periodista se enteró de la agitada fiesta en alta mar, pues en ese caso se
habría sabido cómo llegó la bala a la cabeza de Ince. Pero una hasta
entonces desconocida reportera de Nueva York que visitaba
Hollywood por primera vez, Louella Parsons, estaba a bordo del yate.
Hearst contrató a Parsons al poco tiempo. Desde ese momento y por
décadas, fue la más célebre difusora de rumores sobre la farándula del
cine, amada y odiada por millones. Nunca escribió una sola línea sobre
el asesinato de Ince.

***

3
La censura aguza el ingenio. Mientras Goebbels se preocupaba por
lo que tenían que transmitir los periodistas alemanes, Rudolf Pechel
pensaba cómo difundir lo más posible a través de las páginas de su
periódico, el "Deustsche Rundschau".
Desde que Hitler abrazó el poder, la publicación de Pechel generó
alrededor suyo un discretísimo círculo opositor. El equipo de periodistas
nunca atacó frontalmente al régimen. Aludió a la gestión del Führer a
través de menciones a Gengis Khan, Robespierre, Talleyrand,
Napoleón y Stalin. Su rechazo a Hitler se deducía entre las líneas de
las críticas de libros, cuentos tradicionales desempolvados y refranes
populares a pie de página.
Goebbels tardó ocho años en darse cuenta del juego del "Deustsche
Rundschau". En uno de sus comentarios, Pechel agradeció al
superministro de Propaganda por la "libertad" que gozaban los periodistas
alemanes durante la segunda guerra mundial en comparación con las
estrictísimas reglamentaciones que rigieron durante la pri mera.
Era demasiado. Una nada cordial delegación de la Gestapo arrestó a
Pechel y a su esposa y los condujo a los campos de concentración, donde
permanecieron entre 1942 y 1945.

***

3
Estados Unidos estuvo a punto de hacerse comunista en los años 50.
Cualquiera puede sacar esa conclusión si revisa la prensa de esa época.
Joseph (Joe) McCarthy, un senador del Partido Republicano por el estado
de Wisconsin, lo había proclamado ante las comisiones parlamentarias "de
Actividades Antinorteamericanas" y frente a todo periodista que colocara
las orejas cerca de su cara de borracho.
Que una persona apareciera mencionada en los comités como
comunista, simpatizante de los soviéticos o cretino útil al servicio de los
rojos bastaba para que perdiera su trabajo y le fuera imposible obtener
otro. Entre cientos de infortunados, en su mayoría artistas, se contaban
Henry Wallace, quien había sido vicepresidente de Franklin Delano
Roosevelt; el escritor Dashiell Hammett y su pareja, la dramaturga Lillian
Hellman, y el cineasta Charles Chaplin.
Las comisiones revisaban amistades, invitaciones a cenar, donaciones a
instituciones sociales y hasta tendencias artísticas. Según el testimonio
de la novelista Ayn Rand, por ejemplo, la película "Song of Russia",
filmada durante la guerra mundial que alió a estadounidenses y soviéticos,
presentaba «uno de los trucos más corrientes de la propaganda comunista:
mostrar a los rusos sonriendo».
La "objetividad" estaba de moda entre los periodistas por esos años.
Si alguna personalidad pública acusaba a otra de comunista, los sensatos
reporteros se limitaban a ponerlo entre comillas. Así, se desembarazaban
de una pesada responsabilidad, como si aclararan que "fue él quien lo
dijo". Agregar cualquier comentario habría sido cometer un delito de lesa
subjetividad.
«Había muy poca posibilidad de escapar del rol de artefacto grabador al
servicio de Joe», se excusó luego John Steele, corresponsal de la agencia
United Press. «Joe ni siquiera podía encontrar un comunista en la Plaza
Roja de Moscú porque no era capaz de distinguir a Karl Marx de
Groucho, pero era un senador de Estados Unidos», se lamentó George
Reedy, del mismo medio. «Las agencias noticiosas fueron tan
malditarnente objetivas que McCarthy hizo lo que quiso», admitió William
Theis, de la International News Service.
«Nuestra forma de manejar las noticias, chata y unidimensional, dio a
la mentira la misma prominencia e impacto que a la verdad y elevó a
estúpidos a la categoría de sabios, convirtió a ignorantes en conocedores,
a lo malo en bueno», sentenció el periodista Eric Sevareid.
«Como nación, en la década del 50 decidimos tragarnos cualquier
disparate siempre que nos lo repitieran lo suficiente, sin molestarnos en
verificar su significado o analizar sus raíces», acusó Lillian Hellman.
Edward Murrow, de la cadena de televisión CBS, decidió acabar con

3
McCarthy.
Dedicó una hora de su programa "See it now" a una selección de
imágenes y declaraciones del parlamentario que revelaban sus marchas y
contramarchas. Después, miró con ojos nada objetivos a la cámara y
dijo: «No es el momento para que los hombres que se oponen a los
métodos del senador McCarthy se queden callados. No podemos
reclamar libertad afuera ignorándola en casa.»
El parlamentario intentó defenderse acusando a su acusador de
comunista, pero la estocada había sido mortal. La ciudadanía de Estados
Unidos captó la perogrullada de Murrow luego de años de ver espías
debajo de la cama. Así comenzó la caída en picada del cazador de rojos.
En diciembre de 1954 perdió su banca y en mayo de 1957 murió con el
hígado destrozado.
Pero nadie corrió a buscar a los damnificados para devolverles sus
empleos. Una década más tarde, como si nada hubiera ocurrido, los
estadounidenses eligieron como presidente a uno de los más conspicuos
miembros de aquellos comités legislativos, Richard Nixon.

***

Se enciende un grabador. La entrevistada es Luz Seguí, una argentina que pasó


los cuarenta años y produce programas periodísticos de televisión
plagados de mujeres violadas, asesinos que se confiesan frente a
cámaras, cuerpos descuartizados.
«No queremos ni podemos perdernos nada. Si no tengo una nota,
siento que fallé. Funcionamos como Schwartzennegger. Salimos a
matar para lograr una primicia. La competencia con los noticieros es muy
grande. Si no tenés la nota, no vuelvas. Así de frío y así de terrible.
»Estoy casada con mi trabajo. Vivo con mi mamá, que es lo único
que tengo en el mundo, y encima la tengo abandonada. Sé que vivo
bajo una exigencia verdaderamente anormal. La gente sale a almorzar, pasea,
tiene novio, tiene chicos para cuidar, se pone linda y se perfuma para salir de
noche. Yo en lo único que pienso es en trabajar. No sé si vale la pena,
pero me gusta. Seguiré hasta que me infarte.»

***

Peter Arnett, corresponsal de la agencia Associated Press y la cadena de


tevé por cable CNN, cubrió 17 guerras a lo largo de 30 años. Fue uno
de los que se quedó en Bagdad cuando comenzaron a caer las bombas
el 16 de enero de 1991. Elsa, su hija, trabaja en el diario "The Boston

3
Globe". Ella tenía 15 años en 1983, cuando le dijo a su padre que quería
seguir sus pasos.
«La única manera como Elsa podrá saber si quiere ser periodista es
echándose al agua, y no se me ocurre un lugar mejor para comenzar que
El Salvador», le dijo Arnett a su esposa, una vietnamita de la que se
enamoró en plena guerra, para explicarle por qué marchaba con su hija a
esquivar bombas y metralla a la selva de ese país centroamericano.

***

3
Corría el año 1983. El rey Juan Carlos I de España regresaba a
Montevideo desde Punta del Este, durante una visita a Uruguay. Lo seguía
una caravana de periodistas de todos los diarios, radios, canales de televisión y
agencias de noticias de ese país. No se trataba solo de una presencia
ilustre, sino de una instancia más en la agonía del régimen militar
uruguayo. Juan Carlos I se había reunido con los líderes de la oposi -
ción, lo cual no le hacía mucha gracia a su anfitrión, el dictador
Gregorio Álvarez.
Algunas radios, entre ellas la Montecarlo, informaban segundo a segundo
cada paso del rey por Uruguay.
—Atención, Montevideo —dijo el periodista Julio César Núñez al aire—
. La caravana del rey de España viene raudamente a la altura del
quilómetro 70 de la ruta hacia Montevideo.
Una pausa. Los autos frenaron, uno a uno.
—Atención. Sorpresivamente se detienen los vehículos.
Otra pausa. Nervios.
—Vemos al rey, que desciende del coche oficial. Se interna rápidamente
en un monte cercano. Le acompañan varios guardaespaldas con
linternas. No sabemos realmente lo que está pasando. Es todo muy
confuso. Una situación inesperada.
Otra pausa. Más nervios.
—Ya van dos minutos. El rey está en el monte, en plena oscuridad.
Otra pausa.
—Ahí regresa el rey de España. Sonriente, sube al vehículo oficial y se pone
en marcha nuevamente la caravana. No sabemos lo que pasó, en fin... respiró
Núñez.
Desde Montevideo, el director del departamento de prensa de la radio,
Nishan Sarkissián, le interrumpió.
—Atención. Julio César.
—Sí. Adelante, estudios centrales.
—Nosotros no lo sabemos, pero nos imaginamos.
—Yo también, Sarkissián.
Decenas de periodistas habían estado en vilo durante dos minutos por un
arrebato de orina real.

***

3
El apellido Foë estaba ligado a una carnicería de Londres. En 1675,
Daniel, de 14 años, lo cambió a Defoë. Quedaba mucho más
distinguido. A lo largo de los siguientes siglos, el nuevo nombre evocaría
a navegantes naufragados, grandes plagas y a una espiral política que nunca
regresaría a su centro. Para el historiador alemán Arnold Hauser, su portador era
«uno de los ciudadanos menos estimables, en lo humano, de la república de
las letras».
El autor de "Robinson Crusoe", a quien se considera el padre del
periodismo inglés, creía en Dios y en el filo de su pluma. En 1701, escribió el
poema "The True-Born Englishman" (algo así como "El inglés de pura
cepa"), un éxito de ventas sin precedentes para un impreso en esa época.
También por ese entonces empezó a trabajar como espía para el gobierno.
Pero en 1702, cuando tenía 41 años y servía al partido "whig", publicó
sin su firma un sarcástico panfleto titulado "The Shortest Way with the
Dissenters". Como lo sugiere su título, recomendaba a la Iglesia anglicana no
perder el tiempo tratando de evangelizar a los fieles de las pequeñas
iglesias disidentes, porque resultaría más provechoso apelar a los
castigos corporales y la pena de muerte. No era congruente, anotó, que
se colgara a los que robaban unos pocos peniques y que apenas se multara a
quienes cometían sedición contra Dios y la religión oficial.
Todo parecía muy en serio, si no fuera porque Defoë era él mismo
un disidente religioso, un presbiteriano que pretendía con su libelo
dejar en ridículo al oficialismo.
Al principio, los anglicanos tomaron esa propuesta como atendible.
Los menos moderados llegaron a aplaudirla. Pero pronto descubrieron
quién era el autor del escrito. Habían sido burlados.
Un oficial de la corona ordenó el arresto de Defoë el 3 de enero,
pero el periodista había desaparecido del mapa. Sabía que los "tories"
buscaban a alguien a quien someter a un castigo ejemplarizante. Aseguró
que no le temía a los calambres y hematomas del cepo, sino al escarnio
del tormento en la plaza pública. Seis meses después, se entregó.
La corte lo condenó a tres sesiones públicas de cepo y al pago de una
multa. Dicen que también le amputaron las orejas, pero lo habría disimulado
hasta el fin de sus días con su elegantísima peluca. Perdido por perdido, y
decidido a seguir dando martillazos sobre el amor propio de sus enemigos,
Defoë escribió el satírico "Hymn to the Pillory" ("Himno al cepo"), que sus
amigos cantaron mientras sufría el castigo, arrojándole flores. Nadie le tiró
tomates podridos, como era costumbre.
La publicación de su "Review" semanal comenzó durante una de sus
temporadas en la cárcel, en 1704, y prosiguió durante 13 años. Cada letra del
periódico, cada línea de sus cuatro páginas (tres de opinión y una de

3
noticias) salió de su propia mano. Una de las secciones se llamaba "El
Club de los Escándalos". Su estilo le valió los calificativos de
«miserable mercenario prostituido», «pluma escandalosa», «charlatán de
estado» y «autor que escribe por pan y vive de la difamación». Mien tras
tanto, trabajó de espía para los "whigs" y desempeñó algunas funciones
diplomáticas.
Pero cuando el "Review" quebró y los agujeros no pudieron taparse
con el otrora próspero negocio familiar, Defoë no tuvo mayores
inconvenientes en aceptar varias misiones políticas ofrecidas por el
oficialismo y en editar "The Mercator", un perió dico financiado por sus
enemigos "tories". Es que no solo de pan vive el hombre, pero, sin pan
no se vive.

***

El periodista argentino Samuel Gelblund viajó una vez a una isla de la


Polinesia francesa donde se habían realizado ensayos con una bomba
nuclear. «Habían muerto todos los peces», recuerda. «Cuando yo llegué,
las autoridades ya habían limpiado todo. Entonces, me fui a una
pescadería y compré los pescados para hacer las fotos.»
¿Verdad o mentira? «Lo que hice fue tratar de recrear una realidad a la
que llegué tarde porque vivimos en el culo del mundo», se excusa
Gelblund.
El propio periodista calificó esta historia como un caso de
«prepotencia periodística».
«A mí me enseñaron que la nota empieza cuando te dicen que no. Fui
educado en ese criterio peridístico en el que si no se puede entrar por la
puerta se entra por la ventana. A los periodistas que me ha tocado
enseñarles les he dicho: "Por la puerta, por la ventana, por el techo, por
atrás, por donde sea, pero entren."»

***

3
Dos bromas del periodista francés Jean Ferniot se estudian en los libros de
historia de su país. Ferniot estaba encargado de cubrir los avatares de
la inestable IV República, entre la segunda guerra mundial y 1958.
Durante las numerosas crisis ministeriales, llamaba a distintas
personalidades políticas y se hacía pasar por un miembro del gabinete.
«El Presidente de la República le espera», les mentía.
«Los veíamos llegar y deambular por los corredores. La mayoría eran
recibidos por alguien que hacía lo imposible para deshacerse de ellos con
amabilidad. Pero otros cayeron en buena hora y los tornaban como
ministros. Que yo sepa, eso sucedió dos veces.»

***

Charles Chapin comandaba con mano de hierro el diario "The New York
World" por encargo del húngaro Joseph Pulitzer. Los neoyorquinos de
comienzos de este siglo consideraban a Chapin un tipo pintoresco al
punto que su figura era motivo de parodia en las comedias populares.
Decía adorar a «ese dios de nariz entintada, nueve ojos y pies de arcilla
llamado Noticias».
Era temido por los periodistas del diario. Frente a una asamblea del
personal del "World" que defendía a uno de ellos, se ufanó: «Ése es mi
despedido número 180.» Otro de sus reporteros se tiró a un río helado para
entrevistar a un funcionario de hospital, pero su nota nunca llegó a
publicarse: antes de escribirla, le comunicaron que estaba despedido.
Una noche de 1918, Chapin asesinó a su esposa en el hotel donde
vivían. Colgó el cartel de "do not disturb" en la puerta de la habitación y
salió a caminar como un poseído por las calles de Nueva York. A la
mañana siguiente, ésa fue la noticia prin cipal en la portada del
"World".
Chapin fue el encargado de cuidar los jardines de la cárcel de Sing
Sing hasta que murió, en 1930.

***

3
El soldado gira hacia usted. La pistola apunta justo hacia sus ojos. Un
fogonazo, dos fogonazos. Una columna de humo que se levanta desde la
boca del caño. Una, dos balas que lo estremecen. Usted cae con la mirada
hacia el suelo gris de la calle. Fundido a negro.
Leonardo Henricksen, argentino, tenía 24 años el 29 de junio de 1973.
Trabajaba en Santiago de Chile como camarógrafo de la Televisión Sueca y
de Canal 13, de Buenos Aires. Esa mañana interrumpió su desayuno en el
Hotel Crillón porque el Regimiento de Blindados número 2 del ejército
disparaba contra los muros de la Casa de La Moneda, sede de la
presidencia de Chile. Fue el prólogo del golpe de estado encabezado por el
general Augusto Pinochet que derrocó al mandatario socialista Salvador
Allende tres meses después.
Henricksen corrió junto a otra periodista de la Televisión Sueca
hacia la sede del Banco Central de Chile, muy cerca de La Moneda.
Enfocó su cámara sobre un un vehículo militar. La película comenzó a
rodar.
El soldado giró hacia él. La pistola apuntó justo hacia su cuerpo. Un
fogonazo, dos fogonazos. Una columna de humo que se levantó desde la
boca del caño. Una, dos balas que lo estremecieron. Henricksen intentó
seguir el rumbo del vehículo, pero cayó con el lente de su cámara hacia el
suelo gris de la calle. El aparato se apagó.
Leonardo Henricksen era argentino. Tenía 24 años. Filmó su propia muerte
el 29 de junio de 1973 en Santiago de Chile.

***

3
JANET COOKE ERA periodista. El 28 de setiembre de 1980, la primera
plana del diario "The Washington Post" destacó una extensa nota suya
sobre el uso de heroína en los guetos negros de la capital de Estados
Unidos. El texto contenía la historia de Jimmy, un niño de ocho años
que se inyectaba la droga que le obsequiaba el novio de su madre. Cooke
dijo que había presenciado la escena en persona. Omitió los apellidos de los
protagonistas, quienes, dijo, habían exigido un trato confidencial.
La nota de Cooke, titulada "Jimmy's world" ("El mundo de Jimmy"),
recibió el premio Pulitzer, máximo galardón del periodismo estadounidense,
el 13 de abril de 1981. Horas más tarde, los jefes de redacción del diario
donde comenzó su carrera, el "Toledo Blade", advirtieron lo que podría
considerarse un pequeño error en el currículum de la periodista que habían
difundido las agencias de noticias.
Pero no era un error. Con unas pocas llamadas telefónicas, se supo que
Cooke había inflado su decente desempeño en las aulas hasta convertirlo en
una brillante carrera académica. No se había graduado "magna cum
laude" en el Vassar College, sino en la Universidad de Toledo, sin
honores. En Vassar había estado apenas un año. Y cuando Ben Bradlee
intentó mantener con ella una conversa ción en francés, supo a las pocas
frases que habría necesitado la ayuda de un traductor para pedirle a un
taxista parisino que la llevara a la Sorbona, donde dijo haber estudiado.
Los editores del "Post" interrogaron a Cooke durante horas hasta
que ella confesó que Jimmy no existía. Ella había estado en ningún
tugurio de ningún gueto negro donde ningún niño de ocho años se
inyectaba la heroína que no le había conseguido ningún novio de
ninguna madre. El diario ocupó 18.000 palabras de la edición domi -
nical para explicar cómo se había colado ese relato entre las noticias y pedir
disculpas
"Jimmy's world", escrito con los apuros de un cierre de edición, lograba lo
que a los novelistas a veces les lleva años o en muchísimos casos les
resulta imposible: la verosimilitud en la narración de un hecho falso.
«No habría sido justo que le dieran el premio Pulitzer de periodismo,
pero sería una injusticia mayor que no le dieran el de literatura»,
reflexionó diez días después el periodista y escritor colombiano
Gabriel García Márquez en una columna que publicó el diario "El País", de
Madrid. Entonces, ¿por qué Janet Cooke quiso ser periodista? ¿Qué
tiene esta profesión que llevó a una escritora de ficción elogiada por un
premio Nóbel de Literatura a fraguar una noticia y su propio currículum?
Poca cosa. El periodismo es un trabajo como cualquier otro. Pero, qué
importa, los periodistas no lo saben. Ellos se sienten orgullosos de ser lo que
son. No se olvidan de poner su profesión en las tarjetas que mandan imprimir

3
con sus nombres. Se identifican con los periodistas que aparecen
representados en las películas sobre periodistas. Una vibración cálida les
recorre la espina cuando comparten una borrachera con un ministro a quien se
dirigen por el nombre de pila. Y siempre con esa cara de ya-lo-sabía.
Los consumidores de noticias —o sea, en general, todo el mundo—
sobreestima a los periodistas, incluso a los malos. Aunque los médicos
y los abogados puedan ser más útiles en una emergencia, tener un periodista
en la familia queda mucho mejor. En las reuniones, suelen ser presentados
como "Fulano, el periodista". El hecho de que en la billetera de su cuñado
haya un pedazo de cartulina plastificada que dice "press" lo ubica unas
micras más cerca del poder. En cambio, si tuviera un título de abogado
o de médico, usted se sentiría más cerca de la cárcel o del cementerio.

MUCHÍSIMA MÁS GENTE de la que las empresas periodísticas


jamás hayan podido emplear se precian de haber sido periodistas en algún
momento de sus vidas. Camareros, dirigentes políticos, profesores,
empleados estatales, empleados bancarios, de lincuentes, artesanos,
parientes de dueños de medios... muchos de ellos lo dicen. Una carta
publicada en algún diario, una cuartilla en el periódico estudiantil, una
charla sobre la cura del síndrome de Klinefelter en una radio son
situaciones de las que infinidad de personas aseguran haber salido
convertidas en periodistas hechos y derechos. Creen que el periodismo
puede ejercerse en plan de aficionado; pegan en cuadernos de tapa dura
las notas que les publicó la revista del barrio corno quien clava mariposas
en una caja.
¿Nunca fantaseó con ser periodista? Una profesión que le da popularidad a
quien la ejerce. Una profesión que recibe un buen pedazo en el reparto
de poder. Una profesión cuya sustancia parece ser la contemplación, la
reflexión, el goce. Una profesión en la que se conoce gente interesante.
Una profesión en la que se reconoce el talento. Una profesión que lo
ayuda a estar al día con todo lo que pasa. Una profesión de bohemia,
una profesión maravillosa.
Pamplinas.
El privilegio de los periodistas, si es que tienen alguno, es ser testigos de
primera fila de procesos y acontecimientos de los que el resto de la gente
solo se entera a partir de lo que difunden las empresas periodísticas. La
única diferencia entre lo que sabe un periodista y lo que saben los
consumidores de noticias es lo que el periodista oculta. Mantendrán ese
privilegio mientras no se pongan a las fuentes y a las empresas periodísticas en
contra suya. Pero igual, esta profesión otorga prestigio a quienes la ejercen.
Son «una de las principales figuras sociales encargadas de aquello que

3
podríamos llamar "la certificación institucional de la verdad"», según
el analista italiano C. Marletti.
La archicitada definición de la Enciclopedia del Periodismo de
Herráiz lo explica con otras palabras: «La noticia es lo que los
periodistas creen que interesa a los lectores. Por tanto, la noticia es lo
que interesa a los periodistas.» Por eso, desde que enchastran sus
primeras cuartillas o carraspean en el debut al aire, les dicen que lo que
hacen es muy, muy importante.
Muchos periodistas, en especial si exponen sus caras a las cámaras
de televisión, llegan, incluso, a la celebridad, a veces más que sus
propios informantes. Algunos alcanzarán a soportar (o disfrutar)
expresiones populares de adhesión tal como dirigentes políticos,
deportistas y artistas. Ellos mismos son fuente y objeto de noticias, y, de ese
modo, se meten por varias puertas en el proceso de circulación de la
información.

PERO LA VIDA de los periodistas no tiene nada de envidiable. Están atados


a las agujas del reloj corno los dispositivos de las bombas de tiempo,
porque cada treinta minutos hay un flash informativo o un cierre de página.
Lo cierto es que la rutina es vital en esta profesión, y que muchos de los que
dicen "vibrar con la noticia", en realidad, se están dejando dominar
por ella. Además, deben compartir horas enteras de sus vidas con
personas a las que no soportan y tratarlas con absoluta cordialidad. Y, si hacen las
cosas como debieran, no tienen poder ni lo reparten: apenas ponen boca
arriba algunos naipes de la baraja que otros han mezclado.
La intensa competencia que caracteriza esta actividad transcurre en dos
áridos campos de batalla. Fuera de la empresa para la que trabaja, el
periodista compite con sus colegas de otros medios en la búsqueda de
información. Pero también se enfrenta a sus propios compañeros de
trabajo para que su noticia figure en la portada del periódico o en la
apertura del informativo.
El periodista vive hiperconectado. El tiempo que ocupa consultando
medios periodísticos supera con creces al que emplea el más fanático
de los consumidores de noticias. Lo hace por trabajo, no por placer:
debe leer cada jornada varios diarios y revistas hasta en la entrelínea,
mirar y escuchar al mismo tiempo varios informati vos de televisión y
radio.
En periodismo, lo más parecido a la gloria dura hasta que llega la
próxima edición. Los únicos periodistas que figuran en los libros de
historia están allí por haberse dedicado a otra cosa. Pero si algo sale mal

3
—se arma una batahola en medio de un espectáculo deportivo, el partido
de los malos gana las elecciones, se viene el golpe de estado, levantan una
obra de teatro porque nadie la va a ver—, un consumidor de noticias
siempre podrá echar la culpa a uno o más periodistas, o a todos ellos al
barrer.
Para inventarse una gloria que nunca llega, muchos periodistas
revientan sus hígados con whisky del malo o cosas peores tras el cierre de
edición, pasan sus sentimientos a un segundo plano, convierten sus
familias en un infierno y reducen su mundo afectivo a un grupo de
inteligentes, talentosos y prestigiosos colegas que se sacan unos a
otros las basuritas del ombligo. Algunos se hacen adictos al trabajo, y
para eso esgrimen la excusa perfecta: el-público-tiene-que-saber.
Este pobre periodista, poco a poco, se enferma de periodismo. Su
confianza en sí mismo se hipertrofia, su aptitud para el análisis se inflama, su
capacidad de autocrítica se endurece como corcho. El síntoma más perceptible
es una absoluta seguridad en lo que sabe o cree saber; es que se ha
convencido a sí mismo con los argumentos que pergeñó para consumo
público. El periodista enfermo de periodismo jamás admitirá que se
equivoca: siempre dirá que lo han engañado.
No se trata de un virus. Los periodistas, igual que los músculos que
se contraen y se relajan en intervalos breves, se ven sometidos a
diario a acalambrantes reclamos contradictorios que les imparten los
consumidores de información, sus fuentes, sus colegas y las empresas
que los contratan. No podrán complacer a todos. Cuanto más cordiales
y soterradas sean estas enfermizas relaciones, más "profesionales" se
les considerará.
Eso, es inevitable, los vuelve un poco locos. No es una locura inocua, no: los
lazos que unen al periodista con su entorno profesional enmarcan el
proceso de manipulación de las noticias y determinan su resultado.

EL PÚBLICO LECTOR de los primeros periódicos —los derivados


de los "avvisi" manuscritos— estaba en su mayoría constituido por las
elites dirigentes y sus círculos sociales más próximos. Pocos entre el resto
sabían leer. Los periodistas tendían entonces a complacer a la fuente,
porque la fuente era el lector. Resabios de esta actitud sobrevivieron
hasta estos días: muchos periodistas escriben en un lenguaje
comprensible solo para los involucrados en la noticia. ¿Cuántos pasajeros
caben en un "auto de procesamiento"? ¿Cómo se mantiene a flote un
banco con mucha "liquidez"? ¿Golpear con el "putter" en el "green" es
una enfermedad, una desviación o cuestión de gustos?

3
Esta noticia no se entiende, se queja alguien desde el público. Claro,
se excusa el periodista: está llena de mensajes dirigidos a-la-clase-
política (o "al director de la película", o "al entrenador", o "al
empresariado"). Es una noticia tan importante, editada por un periodista
tan talentoso, influyente y sabio, que nadie podría comprenderla.
A medida que cayeron los almanaques, los propios periódicos se
convirtieron en agentes alfabetizadores. El mercado se amplió. Al mismo
tiempo, las agencias de noticias surgidas a principios del siglo pasado se
vieron en la necesidad de establecer un estilo de redacción que no
despertara resistencias en un público cada vez más heterogéneo. Se trataba
de contemplar a lectores de Londres y Montevideo, cultivados y embrutecidos,
protestantes y judíos, liberales y conservadores. De un texto localista, extenso,
abarrocado, especializado, proselitista y difícil de entender, se pasó a
uno cosmopolita, breve, llano, generalizante, aséptico y sencillo.
En las redacciones, este simple estilo de edición originado por razones de
mercado se elevó a la categoría de piedra de toque de la profesión
periodística, de liturgia obligatoria, de ideología. Esta religión se
denominó "objetividad". El término resulta ambiguo. Por una parte,
significa que el periodista recoge los hechos y dichos noticiables como
si se tratara de objetos. Por otra, denota que el periodista se desem -
baraza de su subjetividad, a la que se concibe como un pullover que se pone
y se saca, y se convierte él mismo en objeto. En las dos hipótesis, la
noticia se considera resultado de la aplicación de mecanismos
parangonables al método científico.
Pero quienes entregan información a los periodistas son, por lo
general, sujetos.
Quienes protagonizan las noticias, también, al igual que quienes las
editan. Los periodistas saben que cuando alguien —un informante, un
consumidor de noticias, un colega— les reclama objetividad, lo que
pretende es imponerle su propia subjetividad.
Al igual que en muchas experiencias científicas de laboratorio (como, por
ejemplo, la observación de un sistema molecular a través de un microscopio
electrónico), la observación de un fenómeno por parte de un periodista
modifica su desarrollo. Pero en el caso de las relaciones humanas,
además, el propio fenómeno incide en el pensamiento del observador.
«No podemos registrar el comportamiento de nuestros congéneres
sin tener sentimientos ni hacer juicios», dice el historiador británico Arnold
Toynbee. «No podemos investigar las acciones humanas con el mismo
desinterés intelectual e indiferencia sentimental que la transformación de los
electrones. En la contemplación del universo físico, nuestra relación con
el objeto es puramente física. En cambio, en la observación de la

3
naturaleza humana, nuestra naturaleza está también determinada
emocional y éticamente.»
El periodista que comulga en la religión de la objetividad apenas puede
aspirar a que la suya sea la más objetiva de las subjetividades, pero el propio
proceso de edición hace trizas esa pretensión. Así lo explicó Lester Markel,
del diario "The New York Times": «El más objetivo de los reporteros
reúne 50 hechos y selecciona doce para incluir en su nota. Éste es el
criterio número uno. El reportero o el editor deciden cuál de los hechos
irá en el primer párrafo, con lo que destacan uno sobre los otros once. Éste
es el criterio número dos. El editor resuelve luego si la historia irá en
portada o en la página 12; recibiría mucha más atención en la tapa del diario
que en el interior. Éste es el criterio número tres. La presentación de la
noticia está, entonces, sujeta a tres criterios, todos ellos mucho más
humanos que divinos.»

LA SUBJETIVIDAD METE la cola aun en el trabajo de fotógrafos y


camarógrafos, los únicos periodistas que tienen el privilegio de registrar
y reproducir hechos a través de aparatos implacables. Detrás de estos
aparatos están ellos, humanísimos sujetos, que interpretan la imagen
valiéndose del ángulo, los encuadres, los lentes y los filtros, e incluso
invirtiéndola para acomodarla al diseño de una página. Así, una escena
plácida se convierte en terrible, una persona alta en baja y una
pequeña multitud en gigantesca manifestación. Y podrían manipular una
computadora hasta crear casi de la nada una imagen quieta o en
movimiento que parezca real, así como los redactores pueden inventar
narraciones convincentes a través de las palabras.
«El ingenuo mito del investigador objetivo ha sido destruido hace tiempo»,
opina la psicóloga uruguaya Elena Turim. «Toda lectura de la
"realidad" supone un sustrato ideológico. Toda estructuración de una
investigación o noticia está orientada por ese sustrato, y desde allí se
interpreta, se selecciona, se enfoca. Nada de esto va en detri mento de
un periodismo serio, sino todo lo contrario.»
La analista Gaye Tuchman describió la objetividad como un «ritual
estratégico de defensa», como una serie de mecanismos cuya finalidad es la
autoprotección de los periodistas contra acusaciones por difundir falsedades.
Parte del ritual consiste en apelar a un amplio abanico de subjetividades
(a las que pretenden de ese modo neutralizar en una presunta masa
objetiva) y atribuir con cuidado la información conflictiva a fuentes
verosímiles (el responsable no es el periodista, sino quien se la dijo) cuyas
manifestaciones son comprobables, en lo posible, a través de un registro
grabado o escrito. Se recomienda, además, que los verbos conjugados en

3
primera persona aparezcan solo en la reproducción de declaraciones, como
si el periodista que las recogió o editó no existiera.
Así, la tarea del periodista puede reducirse a la de un atril que sostiene el
micrófono para que la fuente entone su canción favorita. Podrá sonar
cruel, pero de esa forma funciona la mayoría del espacio de los
noticieros de radio y televisión: alguien --un informante— se dirige a la
audiencia pensando más en el público que en el cronista que tiene
físicamente delante suyo y para quien muchas veces la pregunta no es
un par de fórceps para extraer información sino una cordial invitación
a la palabra. En la prensa, cualquier conversación o discurso, por
intrascendente que parezca, se convierte en noticia si al
transcribírselos se intercalan las palabras mágicas "dijo-afirmó-señaló-
indicó-manifestó-aseveró-destacó-sostuvo- subrayó-concluyó-sin-
embargo-no-obstante-por-otra-parte-asimismo-empero".
De todos modos, la creencia en la objetividad fortaleció, a la larga,
el oficio del periodismo. Gracias a ella, los periodistas profesionales
asumieron una actitud vigilante para eliminar en el transcurso del
proceso de edición los prejuicios, las manifestaciones -incluso
inconsciente— de su opinión personal y a presentar las distintas versiones
posibles de la misma cuestión. También establecieron un criterio
periodístico de verdad basado en la comprobabilidad, criterio incompleto
pero, por lo menos, más aplicable que la fe. Entablaron así una relación
honesta y humilde con los fenómenos sobre los que informan y con el
público. Pero sus subjetividades no constituyen una distorsión de los
hechos y dichos que convierten en noticia, sino un auxilio, una
herramienta de trabajo.

LA EXTENSIÓN DEL mercado consumidor de noticias estimuló


también la demanda de mayor claridad. Los sonidos que pronuncian hoy
las cabezas parlantes de la televisión y las bocas invisibles de la radio
son comprensibles para un público amplio o desaparecen de la antena.
La primera regla de redacción que se imparte en muchos periódicos de
alcance masivo es imaginar un lector de 14 años no muy avispado. Estos
requisitos, unidos a la exigencia de brevedad medida en tiempo y en
papel, devienen, necesariamente, en la generalización. No hay espacio, casi,
para el matiz o el detalle. Cualquier disquisición superflua podría
interferir en la corriente de pensamiento del consumidor de noticias, y,
por lo tanto, en su inteligibilidad.
En el afán de alcanzar con su varita iluminada a una masa que él ve oscurecida
por la ignorancia, el periodista olvida a menudo que unas cuantas

3
personas que saben más que él acerca de las cuestiones a las que se refiere
leerán o escucharán sus noticias todos los días. Estos expertos detectan las
eventuales arbitrariedades o contradicciones a las que puede conducir una
generalización. Es que el periodista podrá especializarse en los
asuntos que ocupan a policías, políticos, deportistas, científicos o
artistas, pero lo hará como periodista. Y muchas veces le errará al
clavo.
La actitud del periodista frente a los acontecimientos que cubre es
como la de un colado en un baile de quince. Algunos se refugian
detrás de una columna para pasar desapercibidos. Otros se muestran
locuaces en la entrada para engañar a los porteros. Puede que otros le
den un ramo de rosas a la homenajeada para seguir bailando sin la
menor vergüenza hasta la explosión del último globo. Pero tendrán, en mayor
o menor grado, esa sensación —entre agradable y desagradable— de estar en
un lugar que
no les corresponde, aunque hagan buenas migas con los mozos para que les
sirvan más champaña que a los legítimos invitados. No están ahí para
divertirse —aunque lo hagan—, sino para contarle la fiesta a sus amigos
al día siguiente.
De cualquier modo, los propios periodistas se aglomeran en jaurías al
trabajar en la misma área informativa, lo que genera "pseudoambientes" de
los que son parte, igual que las fuentes que todos ellos consultan. Bailen,
diviértanse, pero no se saquen la corbata.
A veces son las propias fuentes quienes hacen creer a los periodistas
que se les ha metido dentro del acontecimiento. Para eso, entre otros
mecanismos, les brindan un espacio físico dentro de los edificios
donde ellas mismas funcionan. Los gobiernos y poderes legislativos son
los organismos que con mejor disposición han montado salas con unas
cuantas máquinas de escribir, teléfonos y fotocopiadoras, donde los
cronistas tienen la ilusión fugaz de compartir la oficina con
presidentes y parlamentarios. Esa convivencia los puede llevar a coincidir
con ellos en cuanto a la conveniencia de ocultar una información, aunque
sea por las dudas, para evitar que el enojo de la fuente le impida acceder
a otras noticias en el futuro.
Las fuentes logran así cierta uniformización en la información que emiten,
porque en esos lugares trabajan periodistas que, a pesar de estar contratados por
distintas empresas periodísticas, se consideran muchas veces compañeros de trabajo
más que competidores. Suelen establecer "cooperativas" en las que
comparten la información que obtienen y hasta su edición. En esos casos,
los que difunden una noticia que contenga información exclusiva reciben el
castigo del grupo y, de paso, de los informantes. «Ah, sí, acá nos

3
pasamos todo. Por ejemplo, si hacemos una nota y un periodista no
llegó, le damos la grabación. Así fue toda la vida, siempre. Es una muestra de
compañerismo. Si estarnos trabajando acá, lo lógico es que colaboremos entre
nosotros. No estamos para hacer una guerra. Eso de la competencia entre los
medios no existe acá», sostuvo Ovidio Porras, cronista de la radio CX 22 y
de Canal 12, de Montevideo, en la presidencia de Uruguay.
La existencia de una "sala de prensa" no es comprendida por
algunas fuentes como un medio a su alcance —y, por lo tanto, de orden—
para facilitar la circulación de la información, sino como un favor que los
periodistas deben retribuir.
Muchas "buenas fuentes" buscan "meter" al periodista en el
acontecimiento mediante la caricia al ya por naturaleza excitado ego de su
interlocutor. «Su nota de hoy es excelente, amigo periodista. Todos los que
deseen entender cómo viene la cosa debe rían leerla», dicen. «Usted,
que conoce este asunto en profundidad, ¿qué haría si estu viera sentado en
este sillón?» El periodista que contesta —y es difícil evitarlo— cae en el corral de
ramas que armó con su propia vanidad y se asoma al tobogán del vasallaje. Y,
demasiado a menudo, le entrega a la fuente la información de que
dispone antes de difundirla a través del medio para el cual trabaja.
«Si uno reuniera a todos los reporteros políticos de Washington en
un cuarto y les dijera que se pongan de pie solo los que nunca dieron un consejo
a un político, es difícil que alguno se decidiera a levantarse», ironizó la
periodista estadounidense Mary McGrory. David Broder, del diario
"The Washington Post", se apresuró a replicarle: «Cuando un político
formula la halagadora pregunta: "¿qué cree usted que debería hacer?",
la respuesta es simple. ¿Quiere saber lo que pienso? Compre el diario.
Solo cuesta unos centavos. Le da todos los resultados deportivos y las
tiras cómicas, y, además, le hace llegar mi consejo por nada.
Probablemente eso sea lo que vale.»

EN OCASIONES, EL periodista se mimetiza él solito con el


acontecimiento, porque considera que su persona es tan importante
como la información que difunde, o más. Se convierte, entonces, en su
propia fuente. Así funciona, por ejemplo, la crítica desinformadora,
reparto de elogios y descalificaciones que tiene como referencia casi
exclusiva la persona del crítico, quien eleva sus opiniones a la categoría de
objeto de contemplación por encima de lo criticado.
Ciertos comentarios cinematográficos, por ejemplo, pretenden ser el último
montaje de una película. Corrigen los elencos, los ritmos, los planos,
los movimientos de cámara y hasta las intenciones de sus creadores.
La analogía también corre para algunas noticias sobre obras teatrales,

3
musicales, literarias y plásticas, competencias de portivas y hasta sobre
servicios gastronómicos.
Ciertos comentarios deportivos se realizan desde la personalísima
perspectiva del aficionado. ¿Qué relator de fútbol evita alentar al
equipo del país donde trabaja? ¿Por qué unos goles se gritan y otros se
susurran, como si no merecieran haber sido anotados? ¿Cómo es
posible que lleguen a dedicar un triunfo, como si fueran uno de los
deportistas? ¿Por qué a los periodistas deportivos se les permite la furia o la pena,
algo que se considera de mal tono para los que informan sobre otros
ámbitos noticiosos?
Ciertos periodistas narrarán hasta con detalles los sufrimientos que a
veces les ocasione el trato con funcionarios del estado, conductores de
ómnibus y taxis, vecinos ruidosos. Esta práctica se acerca a la
corrupción, porque, de repararse los incon venientes de los que se han
quejado, habrán sido privilegiados por encima de personas tan comunes
como ellos que también los han padecido pero no disponen de un
medio para darlos a conocer.

ALGUNAS PERSONAS CREEN que, por el mero hecho de ser


periodistas, pueden referirse a cualquier cosa y opinar sobre ella.
Nacieron en un siglo equivocado. Los primeros periodistas eran
también empresarios y, como personas prominentes en sus comunida -
des, eran fuentes de información privilegiadas. Recién hace menos de doscientos
años, a principios del siglo pasado, con mucha lentitud, surgió la figura
del periodista como empleado. «En los periódicos sucede lo mismo
que en otras organizaciones: deben escoger personal que esté de acuerdo
con la línea operativa del periódico y deben favorecer activamente la
socialización centrípeta de los periodistas, de modo que desarro llen
actitudes favorecedoras en las mismas confrontaciones», sostiene el
analista estadounidense L. Sigelman.
Se trata, muchas veces, de que el periodista que desea dar una
imagen de "profesionalidad" no aplique en su relación con la empresa que lo
contrata las virtudes que —en apariencia— ella misma le fomenta cuando
procura noticias: curiosidad, perspicacia, desconfianza, tenacidad,
inconformismo, capacidad de crítica e indignación, imaginación,
inteligencia. Algunos deben aceptar una cultura interna con tradictoria
con los valores que el medio proclama hacia afuera. Las decisiones
editoriales —o sea, empresariales— no se discuten: se ejecutan, así supongan
el empleo del ocultamiento o la extorsión como instrumentos de lucro o
engaño, lo que suele suceder cuando el empresario periodístico nunca fue

3
periodista, fue un mal periodista o lo tiene sin cuidado el papel del
periodismo como dinamizador de una sociedad democrática.
El periodista evalúa si la empresa en la que trabaja le obliga a un
ocultamiento que se encuentra dentro de límites que le resultan aceptables.
Lo más probable es que necesite del sueldo para vivir, por lo que
intentará lograr el máximo de divulgación ciñéndose a las reglas que el
medio le impone. Si pierde el empleo, apenas podrá contar lo que se
entere a sus amistades y la coordenada de la divulgación se ubicará,
casi, en la columna del cero.
Así, este trabajo puede llegar a regirse por el principio del mínimo
esfuerzo. La mejor forma de no equivocarse es hacer nada. Por las dudas,
el periodista no consultará a un informante porque es de izquierda, o de
derecha. Ese banco está a punto de quebrar, pero no investigará nada
porque contrata espacios de publicidad. No asistirá a las audiencias de un
juicio por fraude porque el acusado es socio del director. Ese diputado
está borracho y está insultando a ese otro en medio de la sesión, pero no
vale la pena escribirlo porque pertenece al partido que opera la empresa
periodística. Si esa palabra está correctamente aplicada pero puede
desagradar al patrón, se busca otra, aunque dé una idea equivocada. Si se
llega tarde para la foto del accidente, se fabrica uno en el laboratorio.
El periodista también se sentirá forzado a seguir las reglas del mínimo
esfuerzo si la empresa que lo contrata busca reducir los costos de la
información. Si se quiere gastar menos en vehículos y transporte,
contactará a las fuentes por teléfono, a veces sin verles jamás la cara. Si
el periodista debe pagar las casetes de su bolsillo, se guiará solo por sus
apuntes y omitirá detalles para evitar errores. Si los salarios son
reducidos, si la temperatura de la redacción no es adecuada, si a las
máquinas de escribir les faltan letras, trabajará a desgano, difundirá
información sin confirmar, plagiará las noticias de otros medios.
«El lugar del periodista tradicional comienza a ser ocupado por
individuos de muy baja calificación, instalados en una especie de cadena de
montaje donde cada uno hace una parte más bien sencilla y le pasa al
siguiente», dice el periodista y catedrático español Carlos Soria. «Si
nuestros lectores vieran en qué condiciones trabajarnos, no nos
comprarían. Si los bancos donde tú dejas el dinero se parecieran un
poquito a nuestras redacciones, sales corriendo y lo último que dejas
allí es el dinero. La impre sión de desorden, caos, suciedad y abandono
que dan casi todas las redacciones del mundo me pone los pelos de punta.
¿Cómo pueden subsistir empresas de estas características, si parecemos una
industria de basureros?»

3
El, OPERARIO DE esa máquina intelectual por excelencia que es la fábrica
de noticias, que con el correr de las décadas ha sufrido un innegable
proceso de pauperización, se enfrenta al informante, quien, por lo
general, es una personalidad destacada. La primera reacción es de
desconfianza. El periodista intentará seleccionar información para difundirla
sin depender del criterio de la fuente. Pero tras los primeros tanteos de
reconocimiento, descubrirá que se puede negociar con ella en base a
los objetivos que ambos tienen en común: uno desea acceder a hechos o
dichos que se puedan editar como noticias y la otra aspira a que su
versión llegue como ella quiere a los clientes de las empresas
periodísticas. Las fuentes más poderosas lo logran con más facilidad
que las demás, y los periodistas a menudo las ayudan.
«Demasiados periodistas son seducidos con facilidad por los que
gobiernan», observa el estadounidense Jack Anderson. «Se dan cuenta
de que es mucho más fácil hacerle publicidad a los que están en el poder
que investigar sus pequeños pecados. Los funcionarios políticos, por lo
general, son gente agradable. Por eso fueron electos. Algunos periodistas
se dejan llevar por ese encanto personal y admiran la majes tad de la
función. Comienzan a adoptar las actitudes de la gente que cubren. Se
convierten en mascotas del gobierno, en vez de ser sus vigilantes.»
El informante tiene el control casi total de una porción importante de las
noticias que llegan a los consumidores. Según un análisis publicado por
Leon Sigal en 1973, casi 60 por ciento de la información publicada a lo
largo de 20 años en los diarios de Estados Unidos llegaban a los
periodistas por "canales habituales" o "de rutina" —declaraciones
oficiales, comunicados y conferencias de prensa—, que, en general, todos
los medios comparten. Las noticias exclusivas son las que cues tan más
dinero a la industria de la información. Ocupan más horas de trabajo y
requieren una edición más cuidadosa. Además, alguien puede sentirse
molesto por ellas.
Cuando nadie quiere decir a los periodistas aquello que están
averiguando, muchos practican lo que el uruguayo Homero Alsina
Thevenet describe corno «la lucha por la verdad con las ventajas de la
hipocresía»: obtienen información recurriendo a pequeños o grandes
engaños, lo cual no es patrimonio único de los periodistas. El sicólogo
Gerald Jellison, de la universidad de South California, Estados Unidos, ocultó
micrófonos en 20 personas durante algún tiempo y comprobó en 1997 que
los seres humanos mienten en promedio una vez cada ocho minutos, en
especial cuando desean obtener información.
El alemán Günter Wallraff mezcla periodismo con teatro. Simuló durante

3
semanas ser un trabajador turco en su país para revelar las inhumanas
condiciones en que viven los inmigrantes que vomita el subdesarrollo sobre
Europa. También encarnó a un traficante de armas que ofrecía mercadería a un
militar golpista en Portugal, y a un fabricante de napalm que consultaba a
varios sacerdotes si su actividad era correcta. Después, se quitaba el
maquillaje y la trampa (junto a toda la información obtenida gracias a ella)
se develaba en un libro.
El estadounidense Joe McGinniss mantuvo el engaño durante cuatro
años. El incauto fue Jeffrey MacDonald, acusado de asesinar en 1970 a su
esposa embarazada y a sus dos hijas de dos y cinco años de edad con al
menos cincuenta cuchillazos y garrotazos. Los abogados defensores
concedieron a McGinniss acceso a sus reuniones de trabajo, documentos
judiciales y policiales y a los diarios privados del presunto homicida,
pocos meses antes de su primera con dena en 1979. Periodista y acusado
se encontraron varias veces se intercambiaron correspondencia y cintas
grabadas. Todos suponían que McGinniss creía en la inocencia del reo,
pero el libro "Fatal Vision", que salió de la imprenta en 1983, sostuvo la
tesis de la culpabilidad. Vaya paradoja: parte de lo recaudado por
derechos de autor se destinó a solventar gastos de la defensa, según el
acuerdo previo entre McGinniss y MacDonald.
Jack Anderson supo una vez que un senador obtenía un sueldo
suplementario de un empresario. No pudo confirmar el dato, pero fue a
hablar con él a su despacho.
—Senador, tengo pruebas de que usted recibe 20 mil dólares al año de la
Technicolor Frawley Inc. y de que usted usa una tarjeta de crédito que
pertenece a esa compañía. Lo estoy entrevistando por cortesía, para
escuchar su versión de la historia —inquirió Anderson.
—Está equivocado. Le han informado mal --fue la respuesta.
Senador, usted me cae bien —replicó el periodista—. Me gusta su
personalidad. Precisamente por eso le voy a dar otra oportunidad para que me
responda. No creo que quiera que se registre la respuesta que acaba de darme.
De modo que se lo voy a preguntar de nuevo.
—Sí, maldita sea. Estoy recibiendo ese dinero.
Anderson mintió. No tenía ni una prueba. Apenas, una versión de
segunda mano. Pero arrancó así una confesión publicable.
Todos los días algún periodista obtiene su información con engaños. En
diálogo con un informante, asiente con la cabeza o repite "claro, ajá, sí,
mmmh, ja-ja", temeroso de espantarlo con una actitud hostil. En ocasiones, no
dice que es periodista o se oculta para presenciar algo que se pretende mantener
secreto. A veces, ciertos papeles desaparecen de los escritorios de un
funcionario luego de la visita de un reportero. Muchos graban conversaciones

3
por teléfono o cara a cara sin avisar que las están registrando. El periodista no
tiene derecho a hacer estas cosas, pues nadie lo tiene. Pero se atreve a hacerlas.
Y que le quiten lo bailado.

LOS PERIODISTAS TAMBIÉN engañan a los consumidores de


noticias cuando les hacen creer que los hechos o dichos que las
generaron son más importantes, trascendentes o necesarios de lo que en
realidad son. El hecho de que un medio les preste espacio ya las ubica
en el foco de atención del público. La habilidad en la edición hace el
resto.
«La industria de la información, por el puro razonamiento del
beneficio, lleva a magnificar acontecimientos minoritarios para hacer
noticias excepcionales y a repudiar hechos continuos y repetitivos como
antiperiodísticos», sostiene el semiólogo y narrador italiano Umberto
Eco. «Por otra parte, la misma naturaleza del medio (un periódico
tiene cada día el mismo número de páginas, haya pasado o no alguna
cosa interesante) impone a las industrias de la información la creación
de acontecimientos aun cuando no existen.»
Para colmo, la multiplicación de los canales de información que supone el
desarrollo de las telecomunicaciones y la informática generó una especie de
consumidor de noticias hiperconectado, lo que debería obligar al periodista, a
su vez, a informarse aun más. Pero, cuando eso no es posible, por lo menos
pueden aplicarse los mecanismos tradicionales para crear la sensación de
que el medio periodístico contiene todo lo que vale la pena saber.
Las palabras sirven como instrumento para que la noticia desborde
los hechos y declaraciones que le dieron origen. Si alguien "dijo"
alguna cosa, por más nimia que sea, tendrá más impacto sí el periodista
escribe que la "reveló" o la "confió". Así, lo que se dice llega al
consumidor de noticias como si hubiera sido un secreto que el
periodista descubre. Del mismo modo, la simple consulta a los diarios
viejos en una biblioteca pública puede convertirse en una
"investigación periodística", aunque nada de lo que se difunda a partir
de ella sea algo desconocido. Un hecho que no esté confirmado de
forma adecuada o que se prevé pero es difícil que ocurra aprueba el
examen que lo convierte en materia de noticia si se lo titula entre
signos de interrogación. ¿Guerra? ¿Huelga? ¿Fractura partidaria? ¿Se
divorcian?
El valor de una noticia, en términos periodísticos, no se mide por la utilidad
práctica que en ocasiones pueda encontrarle el consumidor, sino por
los comentarios que ocasiona su difusión. En el siglo pasado, Charles

3
Dana, dueño del diario "The New York Sun", lo definía así: «Noticia es
cualquier cosa que hará que la gente hable.» Si la noticia provoca
repercusiones, hechos nuevos que permiten la edición de nuevas
noticias, su cotización se multiplica. A pesar de que en su discurso
proclaman la permanencia al margen de los acontecimientos sobre los que
trabajan, el mejor elogio que un periodista puede hacerle a otro es "qué
lío armaste". «Si se dice la verdad, al final, se influye», agrega el
periodista argentino Rogelio García Lupo.
Los periodistas saben que el público quiere emociones fuertes, quiere
tener aunque sea una ilusión de que alguien les está exponiendo, por
fin, lo oculto. Quiere, además, conflictos. Quiere sangre. Quiere sexo.
Quiere curiosidades. Aunque parezca mentira, los clientes de los medios
se entretienen con lo que los periodistas trans miten.
Por un lado, al público le interesa saber aquello que no le afecta, y, por
otro, el periodista pretende difundir las inutilidades de las que se entera. El
consumidor podrá criticar la impertinencia de una noticia, pero se interesará
luego por otra igual de impertinente. Se indignará con la información sobre
polo porque lo considera un deporte practicado por minorías oligárquicas,
pero se conmoverá ante el embarazo de su actriz favorita.

ASÍ, AL PERIODISTA se le ordena, al mismo tiempo, que difunda y


que oculte, que generalice y que agote la cuestión que trata, que sea
breve y que explique, que llegue al público más ignorante y que satisfaga a
la fuente más meticulosa, que obtenga hasta el último dato y que se apure,
que complazca a los consumidores de noticias y a las empresas
periodísticas, que penetre en la intimidad de sus informantes y que los
traicione, que tenga buen gusto y que no evite los detalles escabrosos,
que preste la mayor atención a las celebridades y que busque
información entre los anónimos hombres-de-la-calle, que sea capaz de
ordenar en buenos juicios los datos que obtiene y que se abstenga de
emitirlos para evitar el enojo de los que no estén de acuerdo, que
detecte los conflictos y que haga como que no existen aquellos en los que la
empresa donde trabaja tiene intereses en juego, que sea un-auténtico-
profesional-sin-horario con el sueldo de un obrero sin especialización.
La cosa, planteada de este modo, ya es bastante complicada para un
periodista. El proceso de edición se distorsionaría aún más si él mismo
trabajara para más de una empresa periodística al mismo tiempo lo que le
obligaría a elegir permanentemente a cuál entrega la información que obtiene
—, se involucrara de algún modo o fuera empleado de alguna institución que
opera como fuente como les ocurre con frecuencia a relacionistas

3
públicos o secretarios de prensa de partidos políti cos, organismos de
gobierno, gremios, iglesias o grupos de presión , vendiera espacios
publicitarios para redondear un sueldo o aprovechara la credibilidad de su
imagen, su voz o su pluma para dar cuerpo él mismo a avisos
comerciales. De cualquier manera, siempre habrá tensión, a veces mucha
(si, por ejemplo, el periodista especializado en asuntos políticos acepta una
candidatura), a veces poca (cuando el crítico de cine es fanático hasta la
violencia de un club de fútbol). La noticia siempre se quiebra antes que el
periodista en estos casos.
Los consumidores de noticias quizá esperen del periodista que sea un
grabador y reproductor, una cámara, un pedazo de carne picada con
ojos cuyo único involucramiento con las cosas sobre las que informa
sea que comparten el hecho de existir. Pero ese periodista tiene que
trabajar, dormir, besar a su pareja, ir al cine, cortar el pasto, hacerse una
tortilla y llevar a los nenes al colegio. Igual que usted. Esas cosas tan
simples y tan complicadas lo obligan a involucrarse con el mundo en
que vive, hacen imposible que prescinda del enojo, la alegría, el desconcierto
o la tristeza.
¿Qué habría sido de este pobre periodista hace tres, cuatro, cinco
siglos, cuando la industria de las noticias no era ni siquiera un chiste?
¿Un espía? ¿Un comediante, un dramaturgo? ¿Un trovador? ¿Un escritor?
¿Un artista de la línea y el color, un escultor, un poeta? ¿Un espía? ¿Un
mensajero maratonista, un correo del zar? ¿Un sacer dote, un chamán,
un falso mesías, uno verdadero? ¿Un científico, un alquimista? ¿Un mago?
¿Un escriba? ¿Un noble, un rey? ¿Un eremita, un monje? ¿Un loco
encerrado? ¿Un mercachifle? ¿Un viajero, un aventurero? ¿Un
matemático, un calculista? ¿Un vendedor de pociones mágicas? ¿Un
vulgar delincuente? ¿Cuántos de los que hoy son periodistas habrían
acompañado a Alejandro Magno como cronistas? ¿Con cuántos disfraces
se escondería esa vocación que hoy se presenta con tanta claridad, al punto que
hay periodistas que no saben otra cosa que periodismo?
¿Cómo saberlo? Pero esa vocación morirá, si muere, hundiéndose en
el infierno agarrada de la modernidad que la parió. Cuando amanezca el
improbable día en que no sea necesaria, la humanidad será pura
honestidad, bondad y aburrimiento. Nadie tendrá nada que ocultar. Todos
conocerán todo. Para saber lo que el otro piensa bastará preguntárselo con un
leve zumbido. No habrá tiempo para perder en el gozo de eso que hoy se
conoce como noticias. Nadie se acordará de periodistas, empresas
periodísticas, fuentes. Nadie será público. Nadie será privado. La
realidad será una, indiscutible e indiscutida. Los humanos serán tan
laboriosos como las abejas. El zángano no sabrá por qué muere y la

3
abeja reina tampoco sabrá que está matando. La colmena será tan
confortable como un ataúd. La miel será dulce, pero nadie podrá
disfrutarla.

3
Apuntes
prescindibles

3
EL MÁS VENERABLE de los periodistas uruguayos, Hornero Alsina
Thevenet, ha dicho que «algo que un autor nunca debería hacer» es
brindar «explicaciones sobre su obra», error en el que se incurrirá a
continuación.
«La libertad formal e intelectual del ensayo es, más que nada, cierta
flexibilidad que evita el discurso rígido, que aun soslaya el estricto
ajuste a un tema concreto y a un curso preestablecido, que se despega
de ellos, que hace del texto, pretexto, que muchas veces lo aprovecha,
estribándose así en él. para reflexiones ulteriores, que es movido por
las luces variables —a veces caleidoscópicas— de intuiciones y de
razones, de ideas, de pálpitos y (se decía) de ocurrencias. Siempre
atraerá a la actitud ensayística cierta digitación de posibilida des,
aparentemente superfluas. cierto afán de experimentar, de "ensayar"
reflexiones, de probar contactos, cuya eventual remuneración es
inicialmente inmedible», anotaba Carlos Real de Azúa en un estudio
sobre el género.
Y agregaba: «El ensayo no es pensamiento fundado o, por mejor
decir, no tiene la necesidad de fundarse a sí mismo como. con toda
deliberación y con todo rigor, la filosofía tiene que hacerlo.»
Para el periodista igual que —según Real de Azúa— para el filósofo,
la fundamentación deliberada y rigurosa —al menos en apariencia— es
una estrategia a la que se atribuye obligatoriedad. El ensayo es otra cosa.
Un prurito de periodistas permanece en este libro: se trató de «filosofar
sobre el mundo» y no de «modificarlo», al contrario de lo que
preconizaba Marx. Quien pretenda ser un correcto periodista no escribirá
"para": escribirá "a" escribirá "de", escribirá "desde", escribi rá "sobre".
Si sus noticias tienen más consecuencias que el impacto en el
consumidor, esa no era su intención inicial, aunque pudiera preverla. Su
objetivo era, simplemente, difundirlas.
Este libro no es una "teoría del periodismo" —las hay muchas,
algunas muy buenas—como "El Príncipe" sí es una teoría de la política.
La idea que le dio origen es bastante menos ambiciosa. El autor no
pretende sentar las bases de una "ciencia periodística", uno de los
méritos de la obra de Maquiavelo con respecto al establecimiento de
una Ciencia Política. Se trata, más bien, de un "arte periodística". y.
como tal, absolutamente personal, parcial e incompleta.
Desde que el psicoanalista austríaco-estadounidense Paul Watzlawick
sentenció «la imposibilidad de no comunicar» —axioma que reconoce
carácter de comunicación a todo comportamiento humano en comunidad
—. la expresión ciencias-de-la-comunicación parece de notar un objeto
tan difuso que no puede abordarse por la ciencia. Igual de inabordable,

3
aunque un poco —apenas un poco— más restringido, parece el objeto
de las-ciencias-de-la-información. Sin embargo, muchos periodistas
con formación académica han seguido cursos que llevan esos nombres.
Un vendedor, un político, un operario de sistemas telefónicos po drían
considerarse comunicadores o informadores profesionales, porque
reciben un sueldo por comunicar e informar o por participar en esos
procesos. El uso del término "comunicador" por parte de algunos
periodistas para designar sus trabajos denota una tal vez involuntaria
vergüenza por el nombre casi vulgar que se imprimió hace siglos sobre esta
profesión.
El periodismo no es una ciencia. Tampoco existen las-ciencias-del-
periodismo. Pero sí existe la posibilidad de abordar el periodismo desde
las ciencias sociales, de estudiarlo científicamente. Esto resulta molesto a
muchos periodistas, que se sienten como amebas debajo de un microscopio.
Este libro se ha servido de esos abordajes, a pesar de que su autor es
periodista y no científico (y a pesar de que su deficiente formación en las
aulas). Estos aportes introdujeron algunas bocanadas de aire fresco que
aventaron la aridez de cierto "periodistismo".
La libertad que supone el género del ensayo también permitió
asumir con ligereza las narraciones que abren cada capítulo, algo
imperdonable en un producto periodístico. Desde ya, se agradece
cualquier corrección.
Parte de las reflexiones desgranadas en este ensayo ya habían sido
publicadas en un artículo titulado "Esta no es una nota periodística: no
pierda su tiempo y dé vuelta la página" en la revista "El Periodista",
órgano de la Asociación de la Prensa Uruguaya, en setiembre de
1992, y en "Los Modernos", editado en 1993.
La documentación y muchas reflexiones que alimentaron este libro
fueron extraídas de los diarios "El País", "El Observador", "La
República" (Montevideo). "Clarín", "Página 12" (Buenos Aires) y
"Cambio 16" (Madrid), las revistas "Búsqueda", "Guambia",
"Identidad-, "Posdata", "Relaciones", "Tres" (Montevideo), "La
Caja", "La Maga", "Noticias". "Trans formaciones", "Uno Mismo"
(Buenos Aires), "Pulso del Periodismo" (Miami), "Facetas"
(Washington) y "Playboy" (edición española), y despachos de las
agencias AFP, ANSA e IPS, así como de los siguientes libros:
— José Acosta Montoro. "Periodismo y literatura" (1973). Ediciones
Guadarrama, Madrid.
— Fernando Andacht. "De signos y desbordes" (1989). Editorial Monte Sexto,
Montevideo.

3
— Ben H. Bagdikian. "Las máquinas de información. Su repercusión
sobre los hombres y los medios informativos" (1971, edición en
castellano de 1975). Fondo de Cultura Económi ca, México.
— Ildefonso Beceiro. "La radio y la TV de los pioneros. Cronología y
anécdotas de un fenómeno uruguayo" (1994). Ediciones de la Banda
Oriental, Montevideo.
— G. Barry Golson, compilador. "Entrevistas de Playboy" (1981,
edición en castellano de 1982). Emecé Editores, Buenos Aires.
— Sebastiá Bernal y Huís Albert Chillón. "Periodismo informativo de creación"
(1985). Editorial Mitre, Barcelona.
— Duane Bradley. "The Newspaper: Its Place In a Democracy"
(1965). Pyramid Books, Nueva York.
— David S. Broder. "Tras las ocho columnas. Cómo se hace la
noticia" (1987, edición en castellano de 1990). Ediciones Gernika,
México.
— Juan Luis Cebrián. "El tamaño del elefante" (1987). Alianza Editorial,
Madrid.
— Clemente Cimorra. "Historia del periodismo" (1946). Editorial Atlántida,
Buenos Aires.
— Wesley C. Clark, compilador. "El periodismo futuro en la
comunicación de masas" (1958, edición en castellano de 1966). Editorial
Troquel, Buenos Aires.
— Edmond D. Coblentz, compilador. "Arte y sentido del periodismo" (1954,
edición en castellano de 1966). Editorial Troquel, Buenos Aires.
— Fernando Conesa. "La libertad de la empresa periodística" (1978). Ediciones
Universidad de Navarra, Pamplona.
— El País. "Libro de estilo" (1990). Ediciones El País, Madrid.
— Ernil Dovifat. "Política de la información I" (1969/1971, edición en
castellano de 1980). Ediciones Universidad de Navarra, Pamplona.
— Umberto Eco. "Tratado de semiótica general" (1977). Editorial Lumen,
Barcelona.
— Oriana Fallaci. "Entrevista con la historia" (1974, edición en
castellano de 1986). Editorial Noguer, Barcelona.
— Angel Faus Belau. "La información televisiva y su tecnología" (1980).
Ediciones Universidad de Navarra, Pamplona.
— Mar Fontcuberta. "Estructura de la noticia periodística" (1980). ATE,
Barcelona.
— Francisco García Labrado. "La ayuda económica del estado a la
prensa" (1975). Ediciones Universidad de Navarra, Pamplona.
— Gabriel García Márquez. "Notas de Prensa. 1980-1984" (1993). Editorial
Sudamericana, Buenos Aires.

3
— Giovanni Giovannini. "Del pedernal al silicio. Historia de los
medios de comunicación masiva" (1987). Editorial Universitaria de
Buenos Aires, Buenos Aires.
— Lorenzo Gomis. "Teoría del periodismo. Cómo se forma el presente"
(1991). Ediciones Paidós, Barcelona.
— Jesús González Bedoya. "Manual de deontología informativa.
Periodismo, medios visuales, publicidad" (1987). Editorial
Alhambra. Madrid.
— Jorge Halperín. "La entrevista periodística. Intimidades de la
conversación pública" (1995). Editorial Paidós, Buenos Aires.
— Arnold Hauser. "Historia social de la literatura y el arte" (1985).
Editorial Labor, Barcelona.
— Lillian Hellman. "Tiempo de canallas" (1976, edición en castellano de
1988). Fondo de Cultura Económica, México.
— María Teresa Herrán y Javier Darío Restrepo. "Ética para
periodistas" (1991). Tercer Mundo Editores. Bogotá.
— Tomás Linn. "De buena fuente. Una aproximación al periodismo
político" (1989). Centro Latinoamericano de Economía
Humana/Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo.
— José Luis Martínez Albertos. "El mensaje informativo. Periodismo en
radio, televisión y cine" (1977). ATE. Barcelona_
— César Molinero. "Libertad de expresión privada" (1981). ATE,
Barcelona.
— John Robert Moore. "Daniel Defoe: Citizen of the Modern World"
(1958, consultado a t r a v é s d e l a p á g i n a w e b " I n c o m p e t e c h ' s
B r i t i s h A u t h o r S e r i e s " , < h t t p : / / www.incompetech.com>
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— Iris Noble. "Joseph Pulitzer. el creador de la primera plana" (1957,
edición en castellano de 1965). Plaza & Janés. Buenos Aires.
— John Porterfield y otros. "He aquí la televisión" (1945). Editorial
Impulso, Buenos Aires.
— Salomón Reinach. "Apolo. Historia g eneral de las artes plásticas"
(1916). Librería Gutenberg de José Ruiz, Madrid.
— William L. Rivers y Cleeve Methews. "La ética en los medios de
comunicación" (1988, edición en castellano de 1992). Ediciones
Gernika, México.
— Miguel Rodríguez Alsina. "La construcción de la noticia" (1989).
Ediciones Paidós, Barcelona.
— R. Salas. "Televisión en negro y en color" (1975). Ediciones Altea,
Madrid.
— Nishan Sarkissián. "Humor al aire" (1991). Ediciones de la Banda

3
Oriental, Montevideo.
— George Seldes. "Los amos de la prensa" (1938. edición en castellano de
1959). Editorial Triángulo, Buenos Aires.
— James Sutherland. "Defoë" (1945). Methuen & Co. Ltd, Londres.
— Fernand Terrou. "La Información" (1970). Oikos Tau. Barcelona.
— Paul Watzlawick, Janet Helmick Beavin, Don D. Jackson. "Teoría
de la comunicación humana" (1967, edición en castellano de 1981).
Editorial Herder, Barcelona.
— Georges Weill. "El diario: historia y función de la prensa
periódica" (1941). Fondo de Cultura Económica, México.
— Yves Winkin, compilador. "La nueva comunicación" (1981, edición
en castellano de 1984). Editorial Kairós, Barcelona.
— Tom Wolk. "El nuevo periodismo" (1973, edición en castellano de
1988). Editorial Anagrama, Barcelona.

***

3
Jorge Halperín, del diario "Clarín" de Buenos Aires, afirma que «en la
sociedad actual todo el mundo sabe de periodismo aunque no lo ejerza».
Pero, acota el propio Halperín, «los saberes del periodismo han tenido
siempre un carácter intuitivo y todos los esfuerzos por sistematizarlos
chocan contra el fundamentalismo pe riodístico que, atrincherado, avisa:
"No pasarán". Es —dice-- una manera de atesorar celo samente el Santo
Grial del oficio».
El libro que usted está terminando de leer no busca sistematizar
mucho. Pero su autor pretendió, al menos, entregarle por algunas horas
el profanísimo grial del periodismo. En el fondo quedan algunas gotas.
Salud.

Montevideo, julio de 1997.

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