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Francisco José Arnaiz, S. J.

¿Cuál es el puesto del ser humano en el cosmos?. Es una pregunta punzante que todas las generaciones
y civilizaciones se la han hecho. Las respuestas han sido oxigenantes y triunfalistas unas veces , y
otras, descorazonadoras y depresivas. Convergencia jamás la ha habido.
Alecciona recorrer las diversas concepciones, aunque, al final, uno se sienta obligado a repetir la áspera
reflexión de Pascal: “El hombre no sabe en qué lugar colocarse. Está visiblemente extraviado y caído
de su verdadero lugar sin poder hallarlo de nuevo. Busca por todas partes con inquietud y sin éxito
entre tinieblas impenetrables” (Pensees n.133)
Para el pensamiento antiguo el ser humano es pieza insignificante del cosmos, cuyo epicentro es la
tierra. Para los sofistas, sin embargo, el ser humano es ya medida del universo.
La cultura china defiende que el ser humano constituye el centro y sentido del mundo. Subraya, sin
embargo, que el ser humano es enigma y misterio para sí mismo y que ni siquiera sabe si su naturaleza
es buena o mala.
La cultura indú, por su parte, repite que el ser humano es centro del universo pero de un universo a
merced de poderes buenos y maléficos. En la concepción judeo-cristiana el ser humano toca alturas
insospechadas el ser definido como imagen y semejanza de Dios y ser constituido cima, heraldo, Señor
y Pontífice de la creación ante Dios por designio divino.
Todas estas concepciones se basan en la teoría geocéntrica, es decir en la seguridad que la tierra es
centro de todo el cosmos y que en esa tierra el ser humano posee una situación de eminencia. Con el
correr del tiempo, al superar Copérnico y Kepler el sistema geocéntrico e implantar el sistema
heliocéntrico, el ser humano, sin embargo, no fue apeado de su grandeza. Siguió siendo imagen de
Dios y siguió disfrutando por ello de preeminencia.
La suerte fue distinta después de Galileo y Newton. La concepción “bíblico-religiosa” fue postergada
y se expandió e impuso la mentalidad científico-experimental. La consideración metafísica de la
naturaleza fue suplantada por la consideración científica de cada elemento y cada ley de la naturaleza.
La tierra pasó a ser un astro más entre muchos astros. En una tierra así la figura humana se achicó y
se esfumó notablemente.
De las concepciones metafísicas de la edad antigua y de la edad media se pasó, después, al
Nominalismo y Positivismo y de estos al Naturalismo y Materialismo de los siglos XVIII y XIX. El
pobre ser humano terminó convirtiéndose en Haeckel en un simple animal más desarrollado. En el
materialismo dialéctico en mera función de la economía y de la materia. Y así, poco a poco, se nos
tornó “angustia y náusea” para los existencialistas.
Ha sido el precio caro del Ateismo. Un ateismo que creció y cundió primero implícitamente y después
explícita y deliberadamente. Sus consecuencias antropológicas las gritó el apocalíptico Nietzsche:
“¡Dios ha muerto!.
Nosotros lo hemos matado, vosotros y yo. Todos somos asesinos, pero ¿cómo lo hemos hecho?,¿cómo
pudimos nosotros agotar el mar?, ¿Quién nos dio la esponja para poder borrar todo el horizonte?, ¿qué
hicimos cuando desencadenamos esta tierra de su sol?, ¿no nos precipitamos de continuo, atrás y de
lado, adelante y de todas partes?,¿hay todavía un arriba y un abajo?,¿no nos hemos extraviado como
a través de una nada infinita? (La gaya ciencia, n. 125).
Modernamente las ciencias humanas, la Psicología, la Sociología, la Antropología y el estudio del
comportamiento de los serenes humanos abrieron nuevos horizontes y despertaron esperanzas. La
realidad, sin embargo, después de un tiempo, fue que la miseria del ser humano que pintó
dramáticamente Pascal, en vez de haber desaparecido, creció.
Y creció, no obstante haberse extendido espectacularmente el dominio del ser humano sobre la tierra
a través de la ciencia y de la técnica. El ser humano se fue apoderando más y más de la tierra pero al
mismo tiempo se perdió también más y más.
Es indiscutible que se ha perdido por haber perdido a Dios. No debiera haber sido así, pero es un hecho
histórico que nos debe hacer reflexionar. Ante este hecho, no han faltado intentos de reconquistar la
grandeza del ser humano, de remediar su miseria, partiendo de la autonomía de la ciencia. Me voy a
detener en tres esfuerzos resonantes.
El primer intento pertenece a Max Scheler. Presenta cinco imágenes del ser humano y a ellas opone la
suya. La primera es la de la fe religiosa que en el ser humano ve al ser humano como criatura e imagen
de Dios. Esto no tiene, según él, sentido alguno para una filosofía y ciencia positivista.
La segunda es la griega del “homo sapiens”. Esta presenta el poder del espíritu humano como una
auténtica realidad estable. Hegel eliminó tal estabilidad mediante la evolución del Espíritu Absoluto
en el ser humano. Scheler declaró abiertamente que tal imagen era una ideología del ser humano.
Dilthey y Nietzche la consideraron ya así y la combatieron. La tercera imagen es la de la concepción
positivista y pragmática del materialismo que ve solamente en el ser humano al “homo faber”.
Este ser humano sólo se diferencia del animal en grados. Al principio fue un ser instintivo; después
un animal de signos; luego un animal que manejaba herramientas y al final un animal que tenía un
cerebro pensante. Tal imagen del ser humano responde a una triple concepción de la historia:la
económico-materialista; la naturalista racial; y una tercera del poder político. Imposible para Max
Scheler aceptar esta imagen.
La cuarta imagen es la de Lessing: el ser humano es un simio depredador, que lentamente se enajena
de su espíritu propio en una continua deserción de su vida. Transforma cada vez más sus órganos en
instrumentos creados por él y es así cómo se degenera. El propio ser humano es un callejón sin salida
en la naturaleza. Los diez mil años de historia de la humanidad es una prueba a favor de esta teoría.
El principal defensor de esta doctrina fue Klages. A ella se apuntaron Dacque, Splenger y Lessing. La
quinta imagen es la del Superhombre de Nietzche y de Arman. Afirman ambos que sólo en un marco
donde el ser humano se halle absolutamente solo sobre el mundo y por lo mismo absolutamente solo
en medio del mundo y por lo tanto de manera absoluta sobre la divinidad será posible una moralidad
humana.
Scheler rechaza toda imagen materialista y positivista y propone la suya de equilibrio universal y de
apertura espiritual. El ser humano debe normarse por principios éticos objetivos y debe ser dirigido
por valores genuinos y jerarquizados. Su fin debe alcanzarlo en la afirmación de su Yo personal y total
del ser humano.
Su intento exige la necesidad de una existencia humana y de un verdadero “mundo humano” del
instinto y del espíritu y de los valores genuinamente humanos. En el fondo es un intento de montar la
imagen bíblico-cristiana sobre la base del simple pensamiento filosófico.
El segundo intento es de Plesnner. Plessner no parte como Scheler de la fenomenología, de la ético y
de axiología sino de la biología. Se apoya en la teoría de los estratos (planta, animal y ser humano) y
consecuentemente establece la forma de organización abierta para la planta, de organización cerrada
para el animal, y la forma excéntrica para el ser humano.
Lo típico del ser humano en la creación es su carácter personal que fundamenta las tres leyes básicas
humanas: la ley de la artificiosidad natural; la ley de la inmediatez gestionada; y la ley del horizonte
utópico o capacidad de moverse siempre entre la nihilidad y la trascendencia. Debajo de un lenguaje
bastante críptico hay en Plassner una concepción muy interesante.
El tercer intento es el de Teilhard de Chardin. Evidentemente que en este intento hay fuertes
resonancias bergsonianas. Teilhard de Chardin repite que el universo es un todo en constante
evolución. Lo nuevo en su doctrina evolucionista es el presupuesto de que el efecto jamás puede ser
mayor que su causa.
En conformidad con esto, todos los desarrollos posteriores están germinalmente en su origen. La
planta, el animal y el ser humano son tres estadios de una misma realidad: el ser (ontogénesis); la vida
(biogénesis); y el espíritu (neogénesis).
Estos tres estadios conducen a una culminación suprapersonal del ser en el punto Omega con el que
se designa al Cristo histórico, tal como lo capta la fe en la revelación. Estamos entonces ante un cuarto
estadio (cristogénesis).
Evidentemente que en la teoría de Teilhard de Chardin hay fuertes ecos de la Carta de San Pablo a los
de Efeso. Estos cuatro estadios evolutivos están siempre presentes y en acción. Sus fuerzas radicales
están ya dadas en la naturaleza originaria de la vida.
Si el intento de Scheler expresa más bien la lucha existencialista del ser humano y el de Plessner la
idea liberal del ser humano (su excentricidad), el intento de Teilhard de Chardin apunta, sobre todo, a
un Cristo cósmico en el que el ser humano aparece grandiosamente elevado como persona.
Curiosamente el Concilio Vaticano II afirma lo siguiente: “En realidad el misterio del ser humano sólo
se esclarece en el misterio del Verbo encarnado.
Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir de Cristo nuestro Señor. Y
Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor manifiesta
plenamente el ser humano al propio ser humano y le descubre la sublimidad de su vocación” (Gaudium
et spes, n. 22).

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