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Tema 1
Tema 1
Introducción al tema
Todas las instituciones del derecho privado (testamento, matrimonio, pago de una obligación,
compraventa, etc.) presentan la circunstancia común de ser actos jurídicos. Es por eso que los
juristas han tratado de establecer los principios generales aplicables a todos los actos jurídicos,
sea cual fuere su especie, surgiendo así la Teoría General del Acto Jurídico.
El fundamento sobre el cual descansa la Teoría General del Acto Jurídico es el “principio de la
autonomía de la voluntad o libertad contractual”, en virtud del cual se considera que el hombre se
relaciona y se obliga con otros porque tal ha sido su voluntad.
Como lo establecía un docente universitario de la USS, el Dr. Borja Alcalde; “el concepto y todos
los conceptos referidos al acto o al negocio jurídico, tienen precisamente la característica de ser
el instrumento con el cual se ha de construir y analizar toda la arquitectura del Derecho Civil y es
lógico que quien no sepa utilizar dicho instrumento conceptual tendrá dificultades para conducirse
en la comprensión, análisis y aplicación de las instituciones más importantes del Derecho Civil”.
El presente trabajo es a la vez un reconocimiento a los diversos autores tanto nacionales como
extranjeros que han investigado esta importante institución y el aporte que hacemos ahora con
esta entrega es aún pequeño para el Derecho, el presente refleja el pensamiento de tantos
buenos juristas y el único fin es difundir mucho más ese pensamiento para el servicio del futuro
abogado.
Recalco una vez más que el estudio de esta institución es fundamental para el desarrollo
profesional y comprensión de todas las instituciones del Derecho Privado.
Aprendizajes esperados
Conozcamos ahora las capacidades y actitudes a desarrollar en este primer tema:
Capacidad
Maneja nociones básicas del desarrollo de la asignatura. Así también Distingue los hechos jurídicos
y los hechos no jurídicos.
Maneja los conceptos de la forma del acto jurídico y reconoce su importancia.
Actitudes
Participar activamente en los foros planteados y valora la necesidad de regular la actividad jurídica
del país.
Justificar la necesidad de conocer los elementos del Acto jurídico.
Justificar la necesidad de conocer la forma y formalidad del acto jurídico.
Es toda alteración en el mundo o realidad externa del hombre, es decir es toda situación que
sucede en el mundo exterior y que no tiene relevancia jurídica, si por el contrario el hecho
produce efectos jurídicos, crean, regulando, modificando o extinguiendo derechos y obligaciones
estamos frente a un hecho jurídico como serían el nacimiento, la muerte, el matrimonio, el
contrato, etc.
Entonces podemos decir que hecho jurídico es todo aquel suceso que produce efectos jurídicos
que pueden ser producidos por el hombre o por la naturaleza, pero solo los que son producto del
hombre podrán llegar a tentar la categoría de acto jurídico.
Para Lohman Luca de Tena, el hecho jurídico es el suceso o situación, o conjunto de ellos que
condicionan la hipótesis jurídica y que en virtud de ello tienen eficacia jurídica. Es decir es fuente
de derecho o provoca una respuesta jurídica.
Ejemplo: El art. 35 del CC, prescribe que, a la persona que vive alternativamente o tiene
ocupaciones habituales en varios lugares se le considera domiciliada en cualquiera de ellos.
El maestro Lambayecano José León Barandiaran clasifica a los hechos jurídicos en la forma
siguiente:
1.- Involuntarios
2.- Voluntarios: Ilícitos o lícitos, sin declaración de voluntad o con declaración de voluntad.
No olvidemos que de acuerdo a la doctrina clásica, los efectos jurídicos son los derechos y
obligaciones que se crean, regulan, modifican o extinguen derechos y obligaciones de relaciones
jurídicas.
Se debe precisar que estos efectos pueden ser definitivos o provisionales, pueden ser positivos o
negativos. Estos efectos no solamente implican a los que generan el hecho jurídico, sino a veces
a terceras personas.
Ahora, cuando un hecho jurídico es voluntario, sea o no contrario al derecho, la doctrina lo llama
acto jurídico. En este sentido, cualquier conducta humana voluntaria con relevancia jurídica es un
acto jurídico por la misma razón que el hecho jurídico es tal desde que se producen efectos que
interesan al derecho.
Evidentemente la doctrina establece para el acto jurídico ciertas clasificaciones, siendo estas las
siguientes:
Actos jurídicos unilaterales: aquellos que para nacer a la vida jurídica requieren la
manifestación de voluntad de una sola parte.
Actos jurídicos bilaterales: aquellos que para nacer a la vida jurídica, requieren la manifestación
de voluntad de dos partes.
Actos jurídicos plurilaterales: aquellos que para nacer requieren la manifestación voluntad de
dos o más partes.
Actos jurídicos entre vivos: aquellos que para producir los efectos que les son propios no
requieren naturalmente de la muerte del autor o de una de las partes (regla general).
Actos jurídicos por causa de muerte o mortis causa: aquellos que, para producir la plenitud de
sus efectos, requieren la muerte del autor o de una de las partes, como supuesto necesario e
indispensable.
Ejemplo: testamento.
Actos jurídicos a título gratuito: aquellos que se celebran en beneficio exclusivo de una persona
o de una parte.
Actos jurídicos a título oneroso: aquellos que se celebran teniendo en consideración la utilidad
o beneficio de ambas partes.
Actos jurídicos patrimoniales: aquellos que tienen por finalidad la adquisición, modificación o
extinción de un derecho pecuniario, es decir, de un derecho apreciable en dinero.
Actos jurídicos accesorios: aquellos que para poder subsistir necesitan de un acto principal que
les sirva de sustento o apoyo, al cual acceden.
Actos jurídicos solemnes: aquellos que están sujetos a la observancia de ciertas formalidades
especiales requeridas, sea para la existencia misma del acto, sea para su validez, de tal modo
que su omisión trae como consecuencia la nulidad del acto.
Ejemplo: La donación de un bien inmueble, el cual debe hacerse por escritura pública, caso
contrario será nulo.
Actos jurídicos no solemnes: aquellos que no están sujetos a requisitos externos o formales
para su existencia o para su validez.
Actos jurídicos nominados o típicos: aquellos que por su trascendencia socioeconómica están
reglamentados por la ley, que señala el supuesto de hecho al cual atribuye efectos jurídicos y
determina éstos.
Actos jurídicos innominados o atípicos: aquellos que no están previstos por el legislador, pero
que pueden adquirir, no obstante, existencia jurídica como consecuencia de la autonomía privada,
que reconoce a los particulares el poder o facultad de crear relaciones jurídicas. Si estos actos se
conforman con la ley, el orden público y las buenas costumbres, producen los efectos queridos
por las partes y se rigen subsidiariamente por las normas generales relativas a los actos y
declaraciones de voluntad.
Ahora bien, el acto jurídico, en su concepto general, es, según la noción incorporada al artículo
140 del Código Civil, la manifestación de voluntad destinada a crear, regular, modificar o extinguir
relaciones jurídicas, requiriendo para su validez, de agente capaz, objeto física y jurídicamente
posible al que el inciso 3 del artículo 219 agrega al de la determinabilidad, fin lícito y observancia
de la forma prescrita bajo sanción de nulidad.
Atendiendo, entonces, a la norma contenida en el acotado artículo 140, los requisitos de validez
del acto jurídico y, en consecuencia de todos los actos jurídicos, son: (a) la manifestación de
voluntad, (b) la capacidad de los sujetos para emitirla, (c) la posibilidad de su objeto y su
determinabilidad, (d) su fin o finalidad licita, y (e) la observancia de la forma cuando ha sido
prescrita bajo sanción de nulidad.
Si, como se ha expresado, la voluntad del sujeto constituye la esencia misma de acto jurídico, la
falta de ella hace que el acto no llegue a ser tal y, por más relevancia jurídica que el hecho
jurídico puede alcanzar, se queda solo en hecho. Pero la voluntad sola no es suficiente, pues
necesita de su manifestación y que entre ambas exista una imprescindible correlación, y, además,
que la manifestación responda a la verdadera y real intención del sujeto y que, entre lo que este
manifiesta responda a la verdadera y real intención del sujeto y que, entre lo que este manifiesta y
lo que quiere, exista también una imprescindible correlación. Es así como se genera el acto
jurídico.
El discernimiento
El discernimiento es la aptitud para percibir o distinguir las diferencias con relación a aquello que
guarda conformidad con nuestra conveniencia o sentido moral. Es, pues, una aptitud que nos
permite diferenciar lo que nos conviene de lo que no nos conviene, de lo que nos interesa, de lo
que no nos interesa, de lo que juzgamos bueno de lo que juzgamos malo, y, en general, de lo
que nos hace con entendimiento y desarrollar nuestra inteligencia.
La codificación civil le da especial relevancia al discernimiento pues lo toma como factor para la
determinación de la capacidad de ejercicio. La misma relevancia también se le da que tomamos
algunas ideas desarrolladas por autores argentinos. Así, según Aguiar, el discernimiento es un
estado de conciencia determinado por el desarrollo intelectual del individuo que, invistiéndolo de
la facultad de conocer en general, lo coloca en condición de formar un juicio por medio del cual
percibe y declara la diferencia que existe entre varias cosas, de apreciar y juzgar de sus actos y
de los ajenos, o, en términos más simples, de distinguir los diversos actos y de los ajenos, o, en
términos más simples, de distinguir los diversos actos en sus diferentes categorías. Arauz Castex
y Lambías[1] lo definen como la aptitud del espíritu humano, concluyendo en que es la versión
jurídica del entendimiento o inteligencia. Brebbia[2] lo considera como la facultad para conocer la
realidad y poder decidir entre diversas posibilidades. Para Cifuentes [3] es la madurez intelectual
para razonar, comprender y valorar el acto y sus consecuencias.
Como puede apreciarse, pues, el discernimiento es inherente a la racionalidad del ser humano y
por eso es el presupuesto de su capacidad de ejercicio.
La intención
La intención es la decisión orientada a la consecución de una finalidad prevista por el sujeto, esto
es, el propósito deliberando de celebrar el acto jurídico y producir sus efectos. Es complementado
del discernimiento, pues todo acto jurídico celebrado con discernimiento se considera intencional.
Sin embargo es, pues, la función del conocimiento que permite al sujeto tomar conciencia y para
ello recurrimos nuevamente a la doctrina argentina. Así Aguiar[4] lo precisa como el querer
realizar y que no debe confundirse el discernimiento con la intención ya que, recíprocamente, uno
es el presupuesto del otro. Para Brebbia[5] hay intención cuando se ha realizado el acto tal como
se pensó llevarlo a cabo y la diferencia del discernimiento en cuando que este es la aptitud para
conocer en general, mientras que la intención es el conocimiento aplicado a la realización de un
acto concreto.
La intención es, pues, la función del conocimiento que permite al sujeto tomar conciencia del acto
jurídico que celebra y sus efectos. Desde luego, que debe estar exento de malicia y de propósito
engañoso. La intención debe ser necesariamente sana y, por ello, debe presumirse que los
efectos del acto responden a la intención del sujeto, salvo que este produzca una manifestación
de voluntad cuyos efectos no quiere.
La libertad
La libertad es la espontaneidad que debe existir para tomar la decisión de celebrar el acto
jurídico. Es la determinación, la facultad de elección, como consecuencia del discernimiento y
dela intención.
La manifestación de voluntad
Sin embargo, es conveniente precisar lo que el Código Civil quiere dar a entender como
manifestación de voluntad y el fundamento por el cual, no estando en la numeración del artículo
140, nosotros la consideramos un requisito de validez.
La manifestación de voluntad consiste en dar a conocer, por cualquier medio que la exteriorice, a
voluntad interna. Se trata de un comportamiento que recurre a la expresión verbal o a la
expresión escrita, y aun a cualquier otro medio expresivo, que puede ir desde la expresión mímica
hasta una conducta concreta, siempre que denote la voluntad del sujeto. Manifestar la voluntad
es, pues, exteriorizarla por cualquier otra manera de exteriorizar la voluntad, incluyendo a la
declaración.
La manifestación de voluntad en el sentido del artículo 140 constituye, pues, un concepto amplio
que abarca toda manera de exteriorizar la voluntad interna, cualquiera que sea la manera de
darse a conocer, pero siempre que reúna los requisitos necesarios para darle validez al acto
jurídico.
La manifestación de voluntad para dar formación a un acto jurídico no tiene, pues, más requisitos
que los de responder a la voluntad interna, formada como consecuencia del discernimiento, la
intención y la libertad, sin la presencia de los factores perturbadores que la distorsionen y la
hagan perder el carácter de una determinación seria, dirigida a crear, regular, modificar o extinguir
relaciones jurídicas.
La seriedad de la manifestación de voluntad supone también que no tenga vicios que le afecten.
Las manifestaciones de voluntad no serias, también llamadas informales, son aquellas hechas en
broma, conanimus jocandi, comocuando alguien anuncia realizar una donación el 31 de febrero; o
con fines didácticos, como cuando alguien para graficar un concepto ofrece, en primera persona,
cumplir determinadas prestaciones; o con fines teatrales, como cuando un actor, representa a una
parte un acto jurídico, o, simplemente, por cortesía, como cuando alguien dice que “es tuyo” al
referirse a un objeto que les es elogiado. En estos casos, apunta Messineo., es evidente que
ningún valor jurídico se puede atribuir a las declaraciones, siempre que con referencias concreta
a la declaración que es emitida se pueda considerar la conocibilidad por parte del destinatario del
carácter no obligante de esas declaraciones. León Barandiarán estimo que la manifestación de
voluntad no seria solo tiene una realidad aparente y que, propiamente, carece de toda base
volitiva, pues es una nolición, es decir, una expresión con significación pero sin substratum
decisorio alguno.
El Código civil les niega importancia a las manifestaciones no serias, ignorándolas, y, por tanto,
no les hace sobrevenir efecto jurídico alguno, salvo la eventualidad de una indemnización en
casos muy particulares y siempre que las circunstacias no hagan posible dar tales
manifestaciones de voluntad su verdadero sentido y carácter.
Las manifestaciones s de voluntad no serias, pues, no dan lugar a la formación de un ato jurídico.
Pero, en el supuesto de que irroguen un daño, contractual que queda planteada una cuestión de
responsabilidad extracontractual que hace aplicable el principio general comprendido en la norma
del artículo 1969 del código civil.
La reserva mental
La reserva mental, reservation mentalis, es también un caso de divergencia consiste, pero más
importante, consiste en una manifestación de voluntad que deliberadamente no da contenido a la
voluntad interna pues el sujeto que deliberadamente no da contenido a la voluntad interna pues el
sujeto la emite sin que sea correlativa a la que quiere, esto es, sin la intención de que su
manifestación produzca los efectos que le son propios. Es, por eso, una manifestación de
voluntad aparentemente seria, pero en la que la voluntad interna se mantiene en reserva y a
veces en secreto.
Bigliazzi, Breccia, Busnelliy Natoli, conceptúan la reserva mental como la manifestación querida
como tal. Pero sin quererse que sus efecto se ilustran el concepto con la hipótesis en que un
sujeto para acceder a las aspiraciones de un pariente gravemente aspira a pasar los últimos días
de su vida, pero que le enajenante, antes de estipular el acto, envía una carta a otros pariente
declarando que consiente solo por motivos humanitarios pero que no se considera jurídicamente
vinculado al contrato que está por celebrar, lo que ponen los parientes en conocimiento del
adquiriente.
La reserva mental, en principio, no tiene relevancia jurídica. El acto jurídico celebrado con la
reserva mental surte sus efectos en cuanto no es conocido por la otra parte, pues de lo contrario,
de conocerse, como en el ejemplo expuesto, no hay acto y lo que se configura es una simulación
absoluta. Si la reserva mental no se da a conocer y se constituye de voluntad surte sus efectos
vinculatorios.
El artículo 141 del código civil solo reconoce como modos de darse a conocer la voluntad la
manifestación expresa y la manifestación tacita, sin admitir, como un antecedente, el artículo
1076 del código de 1936, la voluntad presunta, es decir, la que resulta de una presunción legal.
León Barandiarán, comentando el antecedente, hizo suya la calificación de ficticia a la voluntad
que resulta de la presunción de la ley.
Planteando el proceso de reforma del código civil de 1936, a su conclusión quedó eliminada la
voluntad presumida por la ley y se incorporó un criterio uniforme en cuanto a solo reconocer como
maneras idóneas de la manifestación de la voluntad expresa y a tácita, tal como aparece en la
norma del artículo 141:”la manifestación de la voluntad puede ser expresa o tácita. Es expresa
cuando se formula oralmente, por escrito o por cualquier otro medio directo. Es tácita, cuando la
voluntad se infiere individualmente de una actitud o de circunstancias de comportamiento tácita
cuando la ley exige declaración expresa o cuando formula reserva o declaración en contrario”.
El propio código civil le ha dado, pues, mayor relevancia a la manifestación de voluntad, como
una voluntad real y existente, ya que solo reconoce la emitida por el propio sujeto, de modo
expreso o de modo tácito.
La manifestación expresa
La manifestación de voluntad es expresa cuando los medios empleados por el sujeto tienen por
finalidad dar a conocer su voluntad interna directamente a quien debe conocerla. Tales medios
pueden ser orales y escritos o documentales, así como mediante el uso de la mímica.
La manifestación expresa formulada oralmente puede consistir en las palabras por el propio
interesado y también por persona distinta, que lo hace por cuneta de él, como ocurre en los
contratos que se formalizan con intervención de un representante, o de los que requieren de un
intermediario como en las operaciones en las bolsas, o un anunciados que se encarga de
transmitir la voluntad del interesado. Puede consistir también en el uso de medios mecánicos o
eléctricos, que sirven de vehículo transmisor, como el teléfono. Lo que se requiere es que el
destinatario reciba la voluntad que se manifiesta.
Este puede ser un lenguaje tan expreso como los anteriores. Messineo enumera como signos
mímicos los gestos, ceños o señas de la cabeza, o de la mano, o un aplauso y similares,
atribuyéndose el mismo valor que la manifestación escrita o hablada. Dentro de este mismo modo
de manifestar la voluntad queda comprendida la ejecución de hechos, cunado por este medio se
da a conocer de manera directa la voluntad, lo que explicamos tomado el ejemplo propuesto por
_León Barandiarán. Escribió maestro: “he aquí un ejemplo muy corriente de un contrato que se
perfecciona generalmente sin palabras ni escrito, por la simple manera de proceder; un
transeúnte detiene un taxi al paso alzando el brazo, abre la puerta y penetra en el vehículo ,
diciendo simplemente al punto quiere ir. El hecho de estar dedicado el conductor al servicio
público, es una oferta de conducir a todo individuo del público que lo desee, a cualquier punto
dentro del radio de su marcación, por el precio marcado en la tarifa; y la llamada del transeúnte
equivale a la aceptación del pago de los derechos de tarifa por sus servicios. Lo mismo ocurre
cuando un consumidor entra a una tienda, toma un artículo que tiene precio marcado, pone el
precio marcado, pone el precio sobre el mostrador y se marcha llevándose el objeto”.
La manifestación tacita
La manifestación de voluntad es tacita cundo se da a conocer la voluntad interna sin que la
manifestación se dirija directamente a quien debe conocerla, quien tomara conocimiento de ella
deduciéndola de ciertas actitudes o comportamientos del manifestante. Estas actitudes o
comportamientos es lo que la doctrina reconoce como facta concludentia, hechos concluyentes
los cuales deben revelar la voluntad de quien los realiza.
La doctrina es unánime en señalar las dificultades que presenta la manifestación tácita. Coviello
relieva la dificultad de determinación de la manifestación tacita, es decir, la dificultad de
determinar la existencia de los facta concludentia, anotando que el hecho, para ser concluyente,
debe ser unívoco y no equívoco, es decir, incompatible con la voluntad contraria de la que puede
inferirse. León Barandiarán, en sus “Comentarios al Código Civil de 1936”, conceptualizo a la
manifestación tacita como la que resulta de aquellos actos por los cuales se pueden conocer con
certidumbre la existencia de la voluntad, en los casos en que no se exige una expresión positiva o
cuando no haya una protesta o declaración expresa en contrario, señalando que dos son las
condiciones para que exista la manifestación tacita: la primera, que de los hechos se derive
certidumbre en cuanto a la existencia de la voluntad, es decir, que aquellos deben ser facta
concludentia, y, la segunda, que no se exija expresión positiva – manifestación expresa, decirnos
nosotros utilizando el lenguaje del actual código-, y que no haya protesta o declaración expresa
en contrario.
Siguiendo el planteamiento de León Barandiarán, inspirador de la forma del artículos 141,
consideramos que para delimitar conceptualmente la manifestación tacita debe tomarse una vía
de eliminación y llegar al concepto por lo que residualmente queda. Con este procediendo, hay
que considerar en primer lugar el segundo párrafo del artículo 141 y, eliminado toso aquellos que
queda fuera de la manifestación tacita, arribar al meollo de la misma, teniendo en consideración,
además, la prudencia con la que el codificador establece su configuración mediante la noción
contenida en el artículo 141 sub exámine.
El segundo párrafo de articulo 141 preceptúa que “no puede considerarse que existe
manifestación tácita cuando la ley exige declaración expresa o cunado el agente formula reserva
o declaración en contrario”, es necesario, entonces, precisar que no puede haber manifestación
tacita cuando para la celebración del acto jurídico la ley exige declaración expresa, como ocurre
con el matrimonio, para cuya celebración los contrayentes deben responder afirmativamente a la
pregunta que les formule el alcalde sobre si persisten en su voluntad de celebrado (art 259.).
Tampoco pueden haber manifestación tacita cundo el agente ha formulado reserva, como cunado
el arrendador conviene con el arrendatario en que solo podrá subarrendar con su asentimiento
escrito (art. 1692), ni menos pude el arrendador prohíbe el subarriendo mediante clausula
específica en el contrato de arrendamiento.
Eliminadas las causas que impiden la existencia de una manifestación tácita, llegando a la
necesidad de establecer las “actitudes o circunstancias de comportamiento que revelen de
manera indubitable la existencia de la voluntad, conforme a la noción contenida en el varias veces
acotando artículo 141.
Como algún sector de la doctrina suele considerar el silencio como una actitud que puede
configurar una manifestación tacita, desde ya consideramos necesario advertir que el Código Civil
lo descarta al darle al silencio el tratamiento específico del que nos ocuparemos más adelante.
La manifestación expresa viene a ser, entonces, la que comunica directamente la voluntad del
agente, como cuando los contrayentes manifiestan su voluntad de contraer matrimonio en el acto
de la celebración (art. 259); cuando el testador deja expresada su última voluntad (art. 686);
cuando el vendedor manifiesta su voluntad de vender y el comprador de comprar (art. 1529); o
cuando el promitente formula su promesa mediante anuncio público (art. 1959). En todos estos
casos, cualquiera que sea el medio empleado, el agente manifiesta su voluntad y la dirige
directamente a quien debe recibirla, sea a personas ciertas y determinadas, como el otro
contrayente, los llamados a suceder al testador, el vendedor o el comprador, o las personas
indeterminadas que conforman el público al que se dirige la promesa.
En la doctrina clásica, que pretendía ser reflejo del Derecho Romano según Puig Peña[1], el
manifestante solo quedaba vinculado hasta la concurrencia de la voluntad de la persona a la que
iba dirigida la manifestación, pues no se concebía otra manifestación de voluntad que la que tenía
el carácter de recepticia. Pero este criterio fue revisado por la doctrina moderna, particularmente
la alemana, que llegó a considerar los negocios unilaterales y las obligaciones generadas por la
voluntad unilateral que, por lo demás, fueron materia de regulación por el BGB.
Consideramos, como lo hace Castán Tobeñas[3], que debe distinguirse entre la sustantividad de
la manifestación de voluntad y el perfeccionamiento del acto. Para el perfeccionamiento se
requiere, si el acto es plurilateral o bilateral, de un acuerdo concurrente de manifestaciones de
voluntad, lo que también es necesario en el acto unilateral recepticio, mas no en el no recepticio,
pues este surte sus efectos propios con la sola manifestación de voluntad.
Para la Teoría de la Confianza, también conocida como de la buena fe, el que recibe una
manifestación en virtud de la cual el acto jurídico queda celebrado, debe gozar de la tutela jurídica
que su buena fe merece; pero, si al celebrar al acto o el negocio sabia de la falta de correlacion
entre la manifestación que recibe y la voluntad interna del manifestante, no debe gozar de tutela
alguna ni ser protegido jurídicamente. Esta teoría se fundamenta en la validez a priori que tiene
toda manifestación de voluntad, en cuanto debe generar confianza en el destinatario, por lo que si
el destinatario actúa de buena fe, confiando en que la manifestación es correlativa a la voluntad
interna del manifestante, la manifestación produce su efecto vinculante y el acto jurídico es
plenamente válido y eficaz.
El contenido del acto jurídico tiene que ver con la idea del actus juridice como un medio de
autorregulación de los intereses jurídicos de quienes lo celebran. Así si el acto es una
compraventa, la manifestación de voluntad de las partes es la que norma la relación contractual
entre el vendedor y comprador; si el acto es uno testamentario en el que además se reconoce a
un hijo extramatrimonial, su contenido determinado por la manifestación de voluntad del testador
es el que norma la disposición del patrimonio y los derechos del hijo extramatrimonial reconocido
para concurrir con los demás herederos; y, si se trata de un matrimonio o de una adopción, en
todo lo que no sea contrario al orden público o a las buenas costumbres, las correspondientes
manifestaciones de voluntad norman la relación conyugal o las del adoptante con el adoptado.
El código civil tiene disposiciones en as que hace referencia al contenido del acto jurídico, como
las de los artículos 163 y 166, de las que se puede apreciar, con claridad, la referencia a un
contenido normativo, como lo es también la del artículo V del Título Preliminar. Con estas
disposiciones se confirma la función normativa que le compete a la manifestación de voluntad.
El contenido del acto jurídico tiene que ver con la idea del actus juridice como un medio de
autorregulación de los intereses jurídicos de quienes lo celebran. Así si el acto es una
compraventa, la manifestación de voluntad de las partes es la que norma la relación contractual
entre el vendedor y comprador; si el acto es uno testamentario en el que además se reconoce a
un hijo extramatrimonial, su contenido determinado por la manifestación de voluntad del testador
es el que norma la disposición del patrimonio y los derechos del hijo extramatrimonial reconocido
para concurrir con los demás herederos; y, si se trata de un matrimonio o de una adopción, en
todo lo que no sea contrario al orden público o a las buenas costumbres, las correspondientes
manifestaciones de voluntad norman la relación conyugal o las del adoptante con el adoptado.
El código civil tiene disposiciones en as que hace referencia al contenido del acto jurídico, como
las de los artículos 163 y 166, de las que se puede apreciar, con claridad, la referencia a un
contenido normativo, como lo es también la del artículo V del Título Preliminar. Con estas
disposiciones se confirma la función normativa que le compete a la manifestación de voluntad.
1.4. LA CAPACIDAD
Si bien la manifestación de voluntad es la esencia misma del acto jurídico, la sola manifestación
no es suficiente emane de in agente o sujeto capaz. La capacidad se constituye, por ello, en un
segundo requisito de validez.
La referencia al agente capaz que hace el Código Civil en el inciso 1 del artículo 140 debe
entenderse referido tanto a la persona humana como a la persona jurídica.
Antes del desarrollo de este requisito de validez es conveniente dejar establecidos algunos
conceptos generales.
En razón de que con relación al ser humano se ha estructurado y desarrollado la idea del sujeto
de derecho, la doctrina jurídica ha aplicado a ambos, al ser humano y al sujeto de derecho, la sola
denominación de persona. Pero la aspiración de varios individuos o personas humanas, de
ligarse a intereses que les son comunes para alcanzar finalidades que pueden trascender a su
propia existencia, ha conducido, por vía de abstracción y de síntesis, a que esta pluralidad de
personas puedan ser consideradas como una unidad. Así, según sostiene Coviello[2] se llega al
concepto de persona jurídica en contraposición al de persona humana.
Fernández Sessarego, que ha buscado exhaustivamente, una noción jurídica sobre la persona,
llevando su definición al Derecho Civil, la precisa como “sujeto capaz de derechos y
obligaciones”, es decir, sujeto de las relaciones jurídicas[3].
Sin embargo, ha trazado una distinción entre sujeto de derecho y persona, advirtiendo que es de
carácter lingüístico, reservando el primero para designar cualquier modalidad que asuma la vida
humana y el vocablo persona para mentar las categorías que reconoce el Código Civil, o sea, el
ser humano una vez nacido, como individuo o colectivamente organizado .
Así, pues, jurídicamente, sujeto de derecho no es solo el ser humano: lo es, además, ese ente
abstracto que se ha venido a llamar persona jurídica, moral, social o colectiva, y a la que se
considera como una realidad viviente y actuante en el mundo jurídico. Resulta, entonces, que el
universo jurídico está poblado por infinidad de personas que los hace sujetos capaces de adquirir
derechos y contraer deberes jurídicos.
El tema de la personalidad vamos a tratarlo tanto en lo que se refiere a la persona humana como
a la persona jurídica.
Como bien lo advirtió Fernández Sessarego[1], ponente de la norma del artículo 1 del Código
Civil, y así lo ha explicitado[2], la acotada norma ha superado las dificultades teóricas que
planteaba el uso del vocablo personalidad, que utilizaba el Código de 1936, al sustituirla por la
expresión persona humana. De este modo, es sujeto de una relación jurídica originada en un acto
jurídico la persona humana o natural desde que nace y, aún, antes de ser un natus, cuando es,
simplemente, un nascituru
El artículo 61 del Código Civil, en buena concordancia, señala que la muerte pone fin a la
persona, lo que significa que el sujeto de derecho, cuando es persona humana, deja de serlo a
partir del momento del fallecimiento.
Tratando se de las persona jurídicas es necesario, previamente, distinguir según sean de derecho
público o de derecho privado, pues en las primeras su existencia jurídica emerge de la ley que las
crea mientras que, en las segundas de sus inscripción en el registro respectivo. Esta es la
doctrina que consagra el Código Civil en sus artículos 76 y 77, con la salvedad relativa a las
personas jurídicas de derecho privado en cuanto a que pueda haber disposición distinta de la ley.
El fin de su existencia puede producirse, según la naturaleza de la respectiva persona jurídica,
por las causas y con las formalidades previstas en las disposiciones legales y estatutarias que las
norman.
Es del caso tener presente que el Código Civil ha introducido una importancia innovación al
legislar sobre las asociaciones, fundaciones y comités no inscritos, en torno a los cuales ha
advertido Fernández Sessarego[3] que su regulación significa considerarlas como una especial
categoría de sujeto de derecho, distinta de aquella lingüísticamente designada como persona
jurídica.
El desarrollo de los conceptos vinculados a una y otra clase de clase de capacidad es necesario
hacerlo por separado y según se trate de la persona humana o de la persona jurídica.
Sin embargo, debemos referirnos al artículo 3 del código civil que, aparentemente, estaría
reconociendo limitaciones a la capacidad de goce, cuando establece como norma general que
toda persona tiene el goce de los derechos civiles pero haciendo salvedad respecto de las
excepciones expresamente establecidas por ley. Estas excepciones, a no dudarlo, deben
entenderse referidas a la capacidad de ejercicio y no a la de goce.
Al existencia de la persona jurídica, una vez alcanzada, le confiere personalidad y con ella
capacidad de goce, la que queda limitada a su condición de ente abstracto, que le impide
pretender la titularidad de derechos inherentes a la condición humana de la persona natural, y
queda también determinada por la finalidad para la cual ha sido creada o constituida, según la
que asigne la ley de su creación o el acto jurídico constitutivo. Así, una asociación tiene su
capacidad de goce en función a los fines para los acules ha sido constituida, los cuales no
pueden tener propósitos lucrativos; en las sociedades mercantiles, que si los tiene, su capacidad
de goce está determinada por su objeto social, esto es, que si se constituye para ser empresa
bancaria puede realizar todas las operaciones y celebrar todos los actos jurídicos que le permitan
las leyes que norman las actividades bancarias, pero no podrá, por ejemplo, explotar un
yacimiento minero o desarrollar actividades propias de la industria manufacturera.
La capacidad de ejercicio entendida, entonces, como la facultad de celebrar por sí mismo los
actos jurídicos tiene, como presupuesto necesario, el discernimiento. Pero si bien el
discernimiento es su cualidad constitutiva, como señala Aguilar[1], este solo no basta para
adquirirla plenamente. Es necesario, además, alcanzar la mayoría de edad, pues el Derecho
presume que con ella el sujeto alcanza su desarrollo psíquico y su madurez intelectual.
La persona humana adquiere a capacidad de ejercicio a partir de los 18 años de edad (art. 42)
pues antes de cumplirlos se encuentra en estado de incapacidad y esta será absoluta para los
menos de 16 años (art. 43 inc. 1), y relativa para los menores de 18 años pero mayores de 16
(art. 44 inc. 1), salvo que contraigan matrimonio u obtengan título que los autorice oficialmente a
ejercer una profesión u oficio (art. 46).
Sin embargo, no obstante la mayoría de edad, existen causales de incapacidad de ejercicio que el
código civil enumera y que pueden determinarla de manera absoluta, como son la privación del
discernimiento por cualquier causa (art. 43, inc. 2) y la imposibilidad de expresar la voluntad de
manera indubitable por causa de sordomudez, de ciegosordez y de ciegomudo (art. 43, inc. 3), o
de manera relativa, como son las causales de retardo mental (art. 44, inc. 2), de deterioro mental
que impide manifestar la voluntad libremente (art. 44, inc. 5), de ebriedad habitual (art. 44, inc. 6)
de toxicomanía (art. 44, inc. 7) y de punición con interdicción civil (art. 44, inc. 8).
Los órganos de la persona jurídica pueden ser la asamblea general, de socios o asociados, el
directorio o consejo directivo, la gerencia o su administrador, es decir, como señala De Cossio[3],
órganos de naturaleza colegial y órganos individuales, todos los cuales, dentro del ámbito de sus
respectivas competencias, contribuyen a formar la voluntad del ente social, adoptando en cada
caso la decisión pertinente, como cuando por la trascendencia de un contrato es la asamblea
general la que evalúa su conveniencia, previamente reunida con las formalidades y el quórum
legal o estatutario, adoptando la decisión por la mayoría de votos también requerida por la ley o
los estatutos, encargándole al gerente o administrador que proceda a la formalización de contrato.
De este modo, la persona jurídica ha formado su propia voluntad, que no es la de los
asambleístas, y se apresta a celebrar el acto jurídico por sí misma, mediante el órgano
correspondiente o competente. Barbero[4] explica que así como la persona física se expresa
mediante sus órganos (la cabeza, la mano, la boca) y esos órganos no se expresan (no quieren,
no escriben, no hablan) en nombre de la persona física, sino que no son más que instrumentos
físicos a través de los cuales la persona misma, directamente y en nombre propio, quiere, escribe
y habla, así también los órganos de la persona jurídica quieren, escriben y hablan por ella.
Atendiendo la posición que creemos que ha asumido el vigente código civil, la cuestión de la
capacidad requerida hay que verla según se trate de persona humana o de persona jurídica.
1.5. EL OBJETO
La manifestación de voluntad, como acabamos de ver, debe emanar de un sujeto capaz, pero
para que el acto jurídico llegue a formarse requiere además de un objeto que, por ello, se
constituye también en un elemento esencial.
El inciso 2 del artículo 140 del código civil precisa que el acto jurídico requiere, para su validez, de
objeto física y jurídicamente posible, el que, por el inciso 3 del artículo 219, debe ser también
determinado o, cuando menos, determinable.
La noción del objeto y su precisión como requisito de validez es una de las cuestiones más
intrincadas, complejas y difíciles de desarrollar.
Como ya lo hemos dejado expuesto, la Teoría de Acto Jurídico fue introducida a nuestra
codificación civil por el código de 1936, cuyo artículo 1075 considero al objeto como un requisito
de validez refiriéndose como “objeto licito”, tomando la fórmula del artículo 82 del código civil
brasileño de 1916. El código civil de 1852, que ignoro la Teoría del Acto Jurídico se refirió al
objeto como “cosa cierta que sea materia del contrato” en el inciso 3 de su artículo 1235.
Olaechea[1], en la Exposición de Motivos del Proyecto de código de 1936, no dio noción alguna
de lo que entendía o debía entenderse por objeto, confundiéndolo con la causa, y solo se limitó a
mencionar los requisitos de validez del acto jurídico advirtiendo que no se consideraba la causa
como elemento vital en la elaboración del acto jurídico y señalando que en los actos gratuitos la
causa se confundía con el consentimiento, y, en los onerosos, se asimilaba al objeto.
Anteriormente, en la Exposición de Motivos del Anteproyecto[2], haciendo referencia al objeto,
expuso que era igualmente necesario que la cosa estuviera en el comercio y que fuera por lo
tanto susceptibles de adquirirse o de transmitirse.
León Barandiarán[3], en sus comentarios al artículo 1075 le dio otro significado al objeto y
reclamo que debía ser entendido en ancha significación, por lo que consideramos conveniente
transcribirlos: “El objeto deber ser lícito, es decir, no debe el acto jurídico como contenido,
referirse a algo opuesto a la moral, buenas costumbres, orden público, ni ser, en general,
repudiado por el Derecho mismo. De aquí en esto va implícito que el objeto no puede consistir en
nada que la ley prohíba. Como explica Ferreyra Coelho, los actos opuestos a la ley expresa o que
aunque aparentemente legales tengan consecuencias infractorias de la misma, no son
garantizados por el Derecho, porque las consecuencias de los actos in fraudem legis agere y los
de contra legem agere siempre infringen al Derecho. Pero en realidad no basta con declarar la
licitud del objeto, para la validez del acto jurídico. El objeto debe contener los siguientes
caracteres que anota Vioforeanu: 1) existir, o tener la posibilidad de existir, porque las cosas
futuras pueden formar el objeto de una obligación; 2) ser determinado o determinable; 3) ser
posible (se refiere a la posibilidad absoluta pues la imposibilidad relativa se resuelve en daños y
perjuicios); 4) ser lícito (esto quiere decir que no sea contrario al orden público y a las buenas
costumbres). Si los tres primeros elementos son verdadera evidencia, no se puede decir lo mismo
del cuarto, cuyo contenido tiene necesidad de ser precisado, porque, es en atención al carácter
lícito, necesario al objeto, que la ley limita la libertad contractual. El código sanciona con nulidad
del acto cuyo objeto fuese ilícito o imposible en el artículo 1123, inciso 2, o aquel que la ley
declarase nulo, en el inciso 4, del mismo. Por lo demás, el objeto ha de ser entendido en ancha
significación. No es el objeto como una cosa simplemente material (aunque en ciertos casos ella
cabalmente consiste específicamente el objeto; por ejemplo la cosa dada en comodato en este
último contrato). Es el objeto del acto en general como la causa material propia del acto. Por eso
no podemos adherirnos a la indicación de Stolfi, de que el objeto es un elemento esencial solo de
los negocios patrimoniales, sean intervivos o mortis causa, mas no de los personales, porque
solamente los primeros hacen surgir una relación entre las personas. ¿Cuál sería, se pregunta, el
objeto del matrimonio?. Los deberes de fidelidad, cohabitación y asistencia no conciernen a los
bienes y solo a las personas. Pero con ese criterio, negocios jurídicos que no se refieren a bienes
quedarían sin factum alguno que los constituyeran. No puede hablarse de un negocio jurídico sin
un algo, un aliquid, un contenido patrimonial o no, que le corresponda. ¿El reconocimiento de hijo
no tiene objeto? ¡Claro que sí! Determinar una relación paterno-filial. ¿Y el negocio asociacional?
¡Indudablemente! Crear un ente social. ¿Y la emancipación? Su objeto es atribuir un nuevo
estatus a una persona.
Planteada la reforma del código de 1936 quedo planteada también la necesidad de precisar la
noción del objeto. Como semánticamente el vocablo tiene diversas acepciones, que van desde
todo lo que puede ser material o inmaterial hasta la finalidad o propósito que se persigue, se
desvinculo la noción de objeto del fin o la finalidad del acto, “el qué del para qué” del acto, en
expresión de León Barandiarán, pero manteniéndola la “ancha significación” que había plateado y
reclamado el maestro.
Es así, que al reformularse los requisitos de validez del acto jurídico, en el artículo 140 se
separaron el objeto, que es ahora materia de nuestro desarrollo, y el fin lícito, que
desarrollaremos más adelante.
En este orden de ideas, las personas no pueden ser objeto de un acto jurídico. Como afirma
Bueres[1], en el acto jurídico la persona es distancia del objeto, pues el acto jurídico se celebra
entre personas y la relación jurídica se constituye entre ellas, por más que, como efecto del acto
celebrado, una adquiera un derecho, que le confiere un poder jurídico, y la otra un deber, que la
haga pasible de la exigibilidad de una conducta, y, aún, a una prestación de alguna parte del
cuerpo, como la donación de un órgano o del propio cadáver (arts. 7 y 8) o a una prestación que
dependa de sus habilidades o cualidades que se trasuntan en un servicio, como en los casos en
que se “vende” a un jugador de futbol.
El objeto puede ser material, corporal o corpóreo, según sea perceptible por los sentidos,
sensorialmente, como un metal, una planta, el agua, una melodía o el humo de un cigarrillo, o
puede ser inmaterial, incorporal o incorpóreo, según sea perceptible solo por el intelecto, como un
derecho subjetivo, un deber jurídico o la misma relación jurídica. El objeto, cuando es material o
inmaterial es un bien, pero cuando solo es material es una cosa.
Como el objeto es un requisito de validez de todo acto jurídico, su ancha significación lo hace
aplicable a la generalidad de los actos jurídicos, sean patrimoniales, salvando la confusión en
cuanto al objeto de estos últimos, pues con los patrimoniales ha sido siempre fácilmente
perceptibles, como en las cosa materia de la compraventa o la prestación en que consiste la
obligación nacida de un acto jurídico. En los actos extrapatrimoniales, como el matrimonio y el
reconocimiento de un hijo, su objeto vienen a ser los derechos y deberes inherentes a la relación
conyugal y a la paterno-filial.
En conclusión, consideramos que el objeto del acto jurídico son los derechos y deberes u
obligaciones que se integran a la relación jurídica que el acto crea, regula, modifica o extingue. Ya
hemos visto que a manifestación de voluntad que pueda dar lugar a la formación de un acto
jurídico, por su efecto vinculante relaciona a los sujetos que, entre ellos, han adquirido los
derechos o contraído los deberes u obligaciones, cualquiera que sea su naturaleza. De este
modo, continuamos perfilando nuestra noción del objeto y dejamos constancia de nuestra
rectificación respecto de la posición que dejamos expuesta en la Exposición de Motivos y
Comentarios del código civil y ratificamos la que hemos venido perfilando en estudios
posteriores[2].
Ahora bien, el objeto como elemento esencial del acto jurídico y trasuntado a los derechos y
deberes jurídicos integrados a la relación jurídica es un requisito de validez de todo acto jurídico,
dentro del cual, por la latitud del concepto, quedan comprendidos los contratos. Por eso,
consideramos necesario hacer referencia a algunas contradicciones que se presentan en el
mismo articulado y criterios distintos expuestos en la doctrina nacional.
El artículo 1492 del código civil cuando se refiere al objeto del contrato dice que “consiste en
crear, regular, modificar o extinguir obligaciones”. Se infiere, así, que según la acotada norma el
objeto del contrato son las obligaciones, pero omitiéndose el correlativo derecho subjetivo y
soslayando a los que generan prestaciones recíprocas, en los que la concurrencia de los
derechos se da con toda nitidez. Max Arias Schereiber que fue su ponente, en su Exposición de
Motivos y Comentarios[3], expuso que tal norma es necesaria desde que “constituye un desarrollo
más explícito de los requisitos para la validez del acto jurídico, contenidos en el citado artículo
140 y valederos, desde luego, para la contratación”.
Lamentablemente, tenemos que discrepar con tan ilustre maestro, máxime si cuando al hacer la
exégesis del objeto del contrato[4], considera que el objeto del acto jurídico es la manifestación de
voluntad.
Como ya lo hemos expuesto, todo contrato es un acto jurídico, mas no todo acto jurídico es un
contrato. De ahí, que el artículo 1351, especificando la noción del acto jurídico contenida en el
artículo 140, señale que “el contrato es el acuerdo de dos o más partes para crear, regular,
modificar o extinguir una relación jurídica patrimonial”, reconociendo la función normativa de la
manifestación de voluntad y que el contrato, como especie del acto jurídico, la destina a la
relación jurídico-contractual a la que se integran derechos y obligaciones.
En conclusión, el objeto de todo acto jurídico son los derechos y deberes u obligaciones que
genera y que se integran a la relación jurídica que crea, regula, modifica o extingue.
Esta característica tiene que ser positiva o afirmativa. La imposibilidad física la desarrollaremos al
considerar la nulidad absoluta del acto jurídico.
A esta característica se le puede confundir con la licitud, pero se trata de conceptos vinculados
pero diferentes: la licitud es lo que guarda conformidad con el ordenamiento legal y la posibilidad
jurídica está referida al ordenamiento jurídico, que es un concepto más amplio y que da cavidad a
la licitud. La licitud comprende el ordenamiento legal mientras que el público y que se integra con
la costumbre, jurisprudencia y doctrina.
Esta característica también tiene que ser positiva o afirmativa. La imposibilidad jurídica también la
desarrollaremos al considerar la nulidad absoluta del acto jurídico.
Como ya hemos advertido, el objeto del acto jurídico puede ser terminado o, cuando menos,
determinable. Es determinado cuando los derechos y los deberes u obligaciones están
identificados en el momento de la celebración del acto, como cuando se adquiere el derecho de
propiedad con la obligación de pagar el precio pactado. Es determinable, cuando los derechos y
los deberes u obligaciones no están identificados en el momento de la celebración del acto
jurídico, pero existe la posibilidad de identificarlos, como en el caso de una compraventa en la que
la determinación del precio se confía a un tercero (art. 1544).
1.6. LA FINALIDAD
Hemos expuesto al desarrollar el objeto y delimitarlo conceptualmente que, ante la falta de
precisión con que su noción fue incorporada al código civil de 1936, su interpretación era
equívoca. Hemos indicado también que en el proceso de reforma del código derogado por el
vigente, se desvinculo el objeto del acto jurídico de su fin o finalidad licita que se requiere también
como requisito de validez y hemos concluido en que el artículo 140, al considerar al objeto en su
inciso 2 y al fin licito en el inciso 3, ha contribuido a aclarar la falta de precisión acusada.
Los precursores y redactores del código Napoleón receptaron la idea de la causa y también la
vincularon al derecho de las obligaciones, particularmente a los contratos sinalagmáticos, pues
una obligación era la causa de la otra, y, cuando se trataba de contratos sin reciprocidad de
prestaciones, cualquier motivo razonable y justo podía servir de causa.
La teoría de la causa, formulada sobre la base de la idea de Domat y de Pothier, plateo la idea de
la causa objetiva, que vino a ser su concepción clásica y que fue la que informo al código
Napoleón y a la codificación sobre la que ejerció su influencia.
Hacia fines del siglo XIX, en contraposición, surgió en Alemania el anticausalismo, cuyo principal
exponente fue Ernst, que tuvo entre sus seguidores a Planiol. El anticausalismo, que tacho la
concepción clásica de la causa objetiva, de falsa e inútil, tomo arraigo entre los precursores y
redactores del código civil alemán, pudiendo esta corriente doctrinal explicar la posición que
adopto Olaechea al introducir la Teoría del Acto Jurídico con el Código Civil de 1936.
Como respuesta al anticausalismo aparecieron las ideas de Dabin[1], que son determinantes en
la evolución de la teoría de la causa, habiendo sido seguidas por calificados exponentes de la
moderna doctrina francesa, como Joserand y los Mazeaud, superándose la posición clásica de la
causa objetiva e imponiéndose la de a causa subjetiva. En realidad como lo explica
Josserand[2] no hay una teoría de la causa, sino más bien de teorías netamente distintas, pues la
causa subjetiva, como un sistema más amplio, que tomo en consideración no solo los móviles
concretos, individuales y variables que, en un caso determinado, han inducido a las partes a
celebrar el acto jurídico y han sido, por consiguiente, determinantes. Por su parte, los Mazeaud[3],
explican que la causa de un acto jurídico es el motivo que ha impulsado a su autor a celebrarlo.
El código civil italiano ha replanteado el problema de la causa pero admitiendo la causa subjetiva,
considerándola como un elemento esencial del contrato, pues, como se sabe, no legisla sobre el
negocio jurídico.
El código civil de 1852, siguiendo el modelo napoleónico, ignoro la teoría del Acto Jurídico y
acogió el causalismo clásico, refiriéndose a la causa como requisito de validez de los contratos,
como “causa justa para obligarse” (art. 1235, inciso 4).
El código civil de 1936, que introdujo la Teoría de Acto Jurídico y que, como lo venimos
recordando, tuvo como ponente a Manuel Augusto Olaechea, pretendió ser anticausalista.
Oleachea[1] consideró innecesaria la causa al dejar establecidos como únicos requisitos para la
validez del acto jurídico la capacidad del agente, la licitud del objeto y la forma prescrita o no
prohibida por la ley, señalando que en los actos gratuitos la causa se confundía con el
consentimiento y, en los oneroso, se asimilaba a objeto, afirmando que la teoría de la causa era
innecesaria, como lo revelaba el hecho de que este requisito hubiera sido eliminado y que los
código suizo y alemán ignoraban la causa, habiéndola también excluido el austríaco y el brasileño
en 1916.
León Barandiarán[2], en sus comentarios al código civil de 1936, se mostró partidario de la causa
y en relación al anticausalismo escribió: “el código peruano promulgado en 1936 no ha hablado
de la causa como elemento integrante del acto jurídico. Sus autores se decidieron por el
anticausalismo, deslumbrados a lo que parece por la argumentación de un civilista francés,
Planiol. Pero si la causa es lo que no puede dejar de ser, entendida como elemento estructural
del acto patrimonial, entonces no cabe interpretación personal. El legislador no puede negar su
existencia, como no podría el físico una propiedad de los cuerpos, o el matemático una ley de los
números. Los seres ideales no son únicamente porque nosotros, el hombre, mediante un juicio
existencial les confirmamos existencia. Sí los descubrimos y los describimos. Como se trata de
algo que es por sí, ellos no dependen de la contingencia fáctica de que nuestro pensamiento les
atribuya validez entitativa. La causa, así, viene a ser una noción irrecusable”.
Si bien León Barandiarán, en sus exégesis del código de 1936, no planteo una noción integral de
la causa en su aplicabilidad a la generalidad de los actos jurídicos, si sentó ideas fundamentales.
Expuso el maestro: “No es propio que alguien se obligue sin un por qué y sin que considere el
para qué. Y aquí es cuando entra la idea de la causa. Ella es, en principio, diferente del objeto.
Este es el elemento material de la obligación, lo que constituye el dato objetivo, la prestación
misma, por lo cual no es confundible con la causa que explica racionalmente la razón
determinante y la finalidad social de la obligación; confundir una cosa y otra es confundir objeto
con objeto, como dice el eminente Capitant”. “También en principio-continuo el maestro- es
distinguible la causa del motivo, hecho sicológico, subjetivo, impulsivo. La causa es diferente; no
tiene como el motivo una existencia material fenoménica; es una construcción técnica, como dato
espiritual, que sirve especialmente para estimar el principio de utilidad social de la obligación
(Venezian), lo que tiene especial interés tratándose de la licitud o ilicitud de la misma”.
Refiriéndose el análisis de la causa a los actos patrimoniales, señalo León Barandiarán la
conveniencia de distinguir entre actos onerosos y gratuitos. Tratándose de los primero, la causa
no se confunde con el objeto ni con el motivo; pero tratándose de los gratuitos, si bien tampoco se
confunde con el objeto, fracasa el esfuerzo para distinguirla del motivo, pues al hablarse de la
voluntad o deseo o intención de liberalidad, de animus donandi, no se expresa con esto sino un
concepto vacío, o el motivo, el hecho sicológico, impulsivo, que decide al autor de la liberalidad.
Y es que la causa -enfatizo el maestro- es una construcción técnica, puede asi en unos caos ser
separada del motivo, en otros no”[3]
Jorge Eugenio Castañeda[4], aunque por fundamentos distintos, fue también de opinión que la
causa existió en el código civil de 1936.
Como ya hemos indicado, el código civil de 1936 instalo el acto jurídico en el libro quinto,
dedicado a las Obligaciones, y ello explica que, tanto Olaechea, su ponente, como el más
calificado de sus comentaristas, como lo ha sido el maestro León Barandiarán, consideraran la
causa en relación con los actos patrimoniales no obstante que la presencia de la Teoría del Acto
jurídico suponía la aplicación de su concepto, como concepto amplio y general, y del conjunto de
normas uniformes que de este concepto se derivan, a las diversas categorías jurídicas que
queden comprendidas en el concepto abstracto y genérico de acto jurídico y que sean
consideradas como actos jurídicos.
La doctrina nacional anterior a la del código vidente ha sido confusa e imprecisa al abordar la
causa, tal como lo fue con el objeto, debido, posiblemente, a las encontradas posiciones de
Oleachea y de León Barandiarán y a que estos insignes civilistas ubicaron el problema de la
causa solo en el ámbito de los actos patrimoniales. Así, Jorge Eugenio Castañeda[7] no define su
concepto de la causa y, al hacer una clasificación de los negocios jurídicos en abstracto y
causales – que nosotros no hemos adoptado- considera a la causa un fin no subjetivo, sino
objetivo, y se aparta de la consideración de la causa como motivo del acto. Raúl Ferrero
Costa[8] también opta por la causa objetiva, reconociéndole autonomía y la característica de ser
un elemento integrador del negocio jurídico. Peña Gálvez[9] conceptúa la causa como el
fundamento o razón justificativa del negocio y sus ideas giran también en torno a los actos
patrimoniales.
Consideramos, pues, que, no obstante la intención del codificador de 1936, el código no elimino la
idea de la causa y que, aunque pretendió ser un código anticausalista, no puedo sustraerse a
toda noción de causa, máxime si la doctrina francesa ya se había enrumbado hacia la causa
subjetiva como motivo impulsivo y determinante de la celebración del acto jurídico.
Planteada la reforma del código civil de 1936, la idea de la causa se hizo presente en la comisión
Reformadora, expresada como finalidad del acto y hasta en algún momento se consideró
enumerar a la causa dentro de los requisitos de validez del acto jurídico [10]. La incorporación de
la cusa, además, fue prevista, originalmente, en las disposiciones generales de los contratos,
aunque, su ponente, Max Arias Schereiber[11], considero que debía ser tratado en el Acto
Jurídico, advirtiendo que el causalismo que propugnaba se afiliaba a la concepción finalista y
subjetiva, que se ve en la causa el motivo determinante para la celebración del contrato y común
a las partes intervinientes. “El causalismo que sostenemos – explico Arias Schreiber- está
constituido en base al motivo determinante, concreto mediato y personal, esencialmente
sicológico y subjetivo, que puede variar de contrato en contrato y que se afirma básicamente en la
teorías de dos prominentes juristas franceses: Capitant y Josserand”. “Esta corriente – concluyo-
denominada neocausalista, prescinde de la distinción entre causa y motivo e incluye dentro del
concepto de causa los motivos que cuentan para el Derecho”. Felipe Osterling[12], al explicar la
necesidad de la reforma, dejo expuesto el mismo criterio.
Durante la revisión del proyecto, la comisión revisora dejo de lado la expresión finalidad e
introdujo la de fin[13]. Como ya lo hemos señalado nosotros consideramos más apropiado el uso
de la expresión finalidad.
La causa. Como puede inferirse, ha estado siempre presente en nuestra codificación civil, como
causa objetiva en el código del siglo XIX y en su tránsito al neocausalismo en el de 1936, hasta
llegar al código vigente con el fin licito que el inciso 3 del artículo 140 requiere para la validez del
acto jurídico.
Ahora bien, si la finalidad del acto jurídico se vincula a la manifestación de voluntad, necesita
también exteriorizarse, ponerse de manifiesto. Por ello, si bien hemos señalado que el código civil
ha acogido a la causa como fin o finalidad del acto jurídico y que ha sido tomada como motivo
determinante de su celebración, hay una identificación entre causa y motivo, pero solo del motivo
relevante para el Derecho, desde que es manifestado, y no del simple motivo subjetivo o dato
sicológico sin relevancia jurídica. Así, por ejemplo, si alguien compra un punzón porque tiene
afición por hacer trabajos de artesanía en madera o si lo compra para usarlo para causar la
muerte a otro. El motivo de la adquisición del punzón es irrelevante jurídicamente, salvo que se
ponga de manifiesto.
La finalidad del acto jurídico se da en relación con cada acto jurídico en particular, según su
especie y nominación, para producir la relación jurídica correspondiente y los efectos que
constituyen el propósito del o de los celebrantes del acto y los que le asigne el ordenamiento
jurídico. Así, en el reconocimiento de un hijo extramatrimonial la finalidad del acto además de
generar la relación paterno-filial es la de conferir al reconocimiento del derecho al nombre, a los
alimentos y a la herencia, entre otros; y, si se trata de un contrato de compraventa, la finalidad es
no solo la relación contractual y las prestaciones recíprocas que deben cumplir los contratantes,
sino los demás efectos que constituyen el propósito para el cual ha sido celebrado, además de los
que, según el código civil, son los propios e inherentes a este contrato.
El código civil exige que la finalidad sea licita, esto es, que el motivo determinante de la
celebración del acto jurídico, aunque subjetivo, no sea contrario a las normas de orden público ni
a las buenas costumbres a fin de que, exteriorizado con la manifestación de voluntad, los efectos
queridos y producidos puedan tener el amparo del ordenamiento jurídico. Así, en el caso de la
compra del punzón, puesto como ejemplo anteriormente, si tanto el vendedor como el comprador
tuvieron como motivo común la comisión del homicidio, y el motivo se pone en evidencia, el acto
es nulo por la ilicitud de su finalidad (art. 219, inc. 4).
La causa está presente, pues, como requisito de validez del acto jurídico y su presencia se ha
insertado como causa subjetiva y finalista, porque debe traducirse en el resultado alcanzado. Por
ello, creemos que puede considerarse una finalidad inicial, que es la motivación, lo querido por el
sujeto, y, una finalidad final, que es el propósito logrado, el resultado práctico alcanzado. Si el
neocausalismo, conforme a los avances de la doctrina, no es ya solo la causa subjetiva sino
también la intención del o de los celebrantes objetivamente considerada, creemos que ha hecho
bien el código civil al soslayar la causa por su nombre, pues ha evitado así la especulación ante
su amplia gama de significados, todos ellos cambiantes según el contexto dentro del cual deba
considerarse la causa en su nomen iuris.
La finalidad y su licitud tienen que ver, conforme a la posición adoptada por el código civil y a su
sistemática, con la validez del acto jurídico pues así está considerada entre los requisitos
enumerados por el artículo 140.
1.7. LA FORMA
La forma es la manera como se manifiesta la voluntad. Si el acto jurídico, como lo conceptúa el
artículo 140, es una manifestación de voluntad, la forma viene a ser el aspecto externo de la
misma. Por ello, no pueden existir actos jurídicos sin forma, desde que esta sirve de continente a
la manifestación de voluntad y es la manera como se da a conocer la voluntad para crear, regular,
modificar o extinguir una relación jurídica. La forma, según expresión de León Barandiarán [1], es
esencial para el acto, pues sin forma no caería dentro del ámbito de la vida jurídica.
Como acabamos de advertir, todo acto jurídico tiene una forma, pero, para algunos actos, la ley
prescribe una forma de necesaria observancia y la exige bajo sanción de nulidad, siendo esta la
forma que se constituye en requisitos de validez según el inciso 4 del artículo 140. Por eso, como
veremos, no toda forma se constituye en requisito de validez sino tan solo en un medio de prueba
de la existencia y contenido del acto.
Por lo que queda expuesto, el desarrollo de este requisito de validez implica, previamente, el
detenerse en el estudio de la forma en su generalidad.
La misma complejidad de las formas puede dar lugar a actos jurídicos que requieren celebrarse
con formalidades que deben cumplirse en el momento de la celebración del acto jurídico, pues
son concomitantes a su celebración, como el testamento por escritura pública (art. 696) y el
testamento cerrado (Art. 699); y formas que requieren de formalidades previas y concomitantes a
la celebración del acto, como el matrimonio (art. 248 a 259); y, formas que requieren de
formalidades posteriores a la celebración del acto, como en el matrimonio in extremis (art. 268)
La sencillez o complejidad de la formas dependen del imperativo de la ley, que las permite o las
impone según la trascendencia familiar o patrimonial, y aún social, que el acto jurídico pueda
tener o se le atribuya. Pueden depender también de la voluntad de las partes cuando quieren
darle certeza y seguridad al acto que celebran. En una y otro caso, la ley atendiendo a la
trascendencia del acto jurídico o a la certeza y seguridad que las partes quieren darle, se pone en
evidencia la función fundamental que le corresponde a la forma en cuanto debe servir de medio
probatorio de la existencia y del contenido del acto.
El formalismo, repetimos, entendido como el uso forzado de formas, ha sido característico en los
actos jurídicos que se celebran en los grupos sociales primitivos y ha sido también una
característica de los ordenamientos jurídicos incipientes, pues los actos jurídicos para ser
eficaces no dependían de la voluntad de quienes los celebran, sino del cumplimiento de formas
rituales, máxime si a escritura, desconocida o insuficiente, era sustituida por el simbolismo de los
ritos.
El formalismo como característica es señalada por los Mazeaud[2] como propio de los derechos
primitivos y acotan que en el antiguo Derecho Romano no nacían las obligaciones si los
contratantes no complican con fórmulas rituales; que ese formalismo cedió algo cuando Roma se
convirtió en una gran ciudad comercial, pero que las invasiones germánicas produjeron un retorno
a las formas; que el antiguo derechos francés no se libró del formalismo sino poco a poco y
gracias a los canonistas que fuera el modo de expresión de la voluntad; y que, por último, la tesis
de los canonistas triunfo plenamente con l redacción del Code Civil, el que no considero a la
forma como condición esencial para la validez de la convenciones. Arauz Castex y
Llambias[3] resaltan también que en los pueblos de cultura incipiente el formalismo estaba sobre
la base se du organización jurídica, pues los actos jurídicos no derivaban su eficacia de la
voluntad de los celebrantes, sino del cumplimiento de las formas y que cuando en el Derecho
Romano hicieron su aparición los contratos bona fide, se llegó a reconocer que el simple pacto, a
un desprovisto de formalidades, era suficiente para obligar a las partes, comenzando, así, la
espiritualización del Derecho, según el cual el consentimiento deviene en el factor vinculante y la
forma en solo un medio para la ulterior comprobación del acto.
La recepción del Derecho Romano por el Derecho francés determino, pues, que la forma no fuera
considerada como un requisito esencial para la validez delas convenciones. En el pensamiento de
Domat y de Pothier, precursores del Code Civil, se dio relevancia al consentimiento como
expresión del poder vinculante de la voluntad, siendo estas ideas trasladadas a los textos
napoleónicos. De este consensualismo pero se llegó a la libertad para la adopción de formas,
como principio, dejándose librada la forma a la autonomía de la voluntad para después
conjugarse con la noción de orden público y de ahí a hacer de la forma prescrita por la ley, la
regla, y de la libertad de forma, la excepción a la regla.
Es, por lo expuesto, el Derecho moderno el que marca un renacimiento de la forma y el nuevo
sentido del formalismo, comienza a primar criterios de seguridad en torno a los actos jurídicos
para preservar el contenido de la manifestación de voluntad, salvaguardar los derechos de
terceros y de facilitar la prueba de la existencia del acto. El Derecho moderno opone, asi, a la
consensualidad, la formalidad.
Según lo hemos ya desarrollado, es con el código civil de 1936 que se introdujo a nuestra
codificación civil sistematizadamente la Teoría del Acto Jurídico y con ella se incorporó a la forma
como requisito de validez (art. 1075), pero conjugó la forma ad solemnitatem con la forma solo
cuando la ley no la imponía al acto que iban a celebrar (art. 1122), criterio que el código vigente
ha receptado en su art. 143.
El formalismo del código civil conjuga la libertad para la adopción de la forma con las formas
designadas por la ley, esto es, conjuga la autonomía de la voluntad con el orden público y orienta
la utilización de la forma a la prueba de la existencia y contenido del acto jurídico. De ahí que el
art. 143 establezca: “Cuando a ley no designe una forma específica para un acto jurídico, los
interesados pueden usar la que juzguen conveniente”.
El acotado art. 143 registra como antecedente, como lo hemos indicado anteriormente, al art.
1122 del código civil de 1936 que, a su vez, se inspiró en al art. 974 del código civil argentino [1].
Oleachea[2] explico la norma antecedente expresando que la regulación de la forma de los actos
jurídicos se desenvolvía en el sentido de la libertad, acomodándose a los precedentes antiguos y
modernos de nuestro Derecho Civil; que las partes no podían emplear indiferente a forma que
juzgaran conveniente y que por excepción se subordinaban ciertos actos a una forma
predeterminada, sea por su trascendencia social y consiguiente necesidad de asegurar la pureza
del consentimiento, sea por el interés que dichos actos revistan para terceras personas. Sin
embargo, no obstante lo expuesto por el propio ponente de la normas, de su tener se infiere que
la libertad para escoger la forma estaba restringida y que tal libertad solo podía ejercerse cuando
la ley la permitía. Por ello, atendiendo precisamente al antecedente y a la norma vigente, la
libertad para la adopción de la forma constituye una excepción a la regla general y así se explica
el formalismo del Cogido Civil en vigencia expresado en el acotado art. 143.
El formalismo tiene fundamento de orden público y por eso la libertad de escoger las formas debe
ejercerse dentro del orden establecido por el Legislador y cuando este permite elegir entre formas
verbales o documentales, y, con relación a esta últimas, entre privadas o públicas y también
cuando el código civil permite, en ejercicio de esta misma libertad, dar a las formas ad
probationem, el carácter de ad solemnitatem (art. 1411). El formalismo del cogido civil se
sustenta en el principio de seguridad jurídica para dar certeza a los actos y facilitar la prueba de
su existencia y contenido.
La finalidad practica del formalismo ha quedado explicita, no obstante lo cual nos vamos a ocupar
más adelante en la función y finalidad de la forma, pero luego de detenernos en las diversas
formas como pueden celebrar los actos jurídicos.
Como puede apreciarse, pues, la forma verbal tiene por característica la no dejar prueba de la
manifestación de la voluntad, pues ella se consuma en el momento mismo en que se emite,
permaneciendo tan solo en la memoria de quien la formulo y de quien la recepción y,
eventualmente, en la de los que estuvieron presentes en el momento de la celebración del acto
jurídico.
Por la característica indicada, queda comprendida, dentro del ámbito conceptual de la forma
verbal, la manifestación de la voluntad mediante el uso de más mímica, como gestos, ceños o
señas de la cabeza, o de la mano, o un aplauso o movimientos similares, como puede ser
también la transmitida telefónicamente o por cualquier otro medio similar y que no llegue a sus
plasmación material.
La forma verbal solo puede adoptarse en los llamados actos de forma voluntaria, o sea, en
aquellos para lo que la ley prescribe formalidades para su celebración, permitiéndola el cogido
civil para actos jurídicos que no revisten trascendencia familiar ni patrimonial, como en los
esponsales (art. 239), que no causan estado, o en donaciones de bienes muebles de escaso
valor (art. 1623). Sin embargo, el cogido mantiene una tradición que se remota a los textos
napoleónicos, pues el contrato de compraventa al no tener forma prescrita puede ser celebrado
verbalmente.
El código procesal civil le atribuye el carácter de documento a “todo escrito u objeto que sirve
para probar un hecho” (art. 233) y conceptúa como documentos a “los escritos públicos o
privados, los impresos, fotocopias, facsímil o fax, planos, cuadros, dibujos, fotografías,
radiografías, cintas cinematográficas, microformas tanto en la modalidad de microfilm como en la
modalidad de soportes informáticos y otras reproducciones de audio o video, la telemática en
general y demás objetos que recojan, contengan o representen algún hecho, o una actividad
humana i su resultado (art. 234).
La forma documental tiene la ventaja de facilitar la prueba y es mediante ella que el formalismo
puede hacer efectiva su finalidad práctica. Para esta finalidad es que la ley, en unos casos,
requiere a la forma solo para fines probatorios, como forma ad probationem, y, en otros, además
de los fines probatorios requiere a la forma como consustancial al acto jurídico.
La norma fue propuesta por Manuel de la Puente y Susana Zusman en su ponencia ante la
Comision Reformadora[1], quienes en su exposición de motivos[2]expresaron que siendo
conocida la dificultad para determinar cuando la forma era ad probationem y cuando tenía
carácter ad solemnitatem, la norma que proponía optaba por establecer que la forma tiene, como
regla general, carácter ad probationem y que solo cuando la ley sanciona con nulidad de su
inobservancia de la forma esta tiene carácter ad solemnitatem, pues “conviene defender lo más
posible la existencia del acto jurídico y evitar que defecto de forma, que en muchos casos son de
importancia secundaria, puedan dar lugar a la invalidez del acto. En consecuencia, cuando el
legislador quiera que el incumplimiento de la forma de lugar a la nulidad del acto jurídico, deba
decirlo así expresamente en el texto legal. Si no lo hace, la forma servirá solo para probar la
existencia del acto”.
El art. 144 del CC constituye, pues, una regla general y ella se refleja, nítidamente, en el art. 1352
que, en cuanto a la forma de los contratos, precisa: “Los contratos se perfeccionan con el
consentimiento de las partes, excepto aquellos que, además deben observar la forma señalada
por la ley bajo sanción de nulidad”.
La noción de la forma prescrita se vincula a la de los actos formales, que son lo de forma
prescrita, a los cuales la ley prescribe una forma, que puede ser ad probationem o ad
solemnitatem. Al respecto, es preciso indicar que un sector de la doctrina considera que toda
forma prescrita por la ley es solemne y, por eso, tiene el carácter de ad solemnitatem. Pero, como
ya lo hemos expuesto, en nuestro código civil es la que resulta de la interpretación de su art. 144,
en su interpretación literal o en su interpretación a contrario.
La forma prescrita por la ley, entonces, puede ser solemnitatis causa o probationis causa. Así, por
ejemplo, el Código Civil, en su art. 1605, expresa una clara muestra del sentido que a la forma
probatiomen le ha dado para nuestro derecho, pues permite que la existencia y contenido del
contrato de suministro pueda ser probada por cualquiera de los medios que permite la ley, pero si
se hubiera celebrado por escrito, el mérito del instrumento debe prevalecer sobre todos los otros
medios probatorios. El mismo art. 1605 expresa también una clara muestra del sentido que el
código civil le da a la forma ad solemnitatem, al precisar que cuando el contrato se celebre a título
de liberalidad debe formalizarse por escrito, bajo sanción de nulidad, con lo que el único medio
probatorio del contrato celebrado en gratitud es el documento en el que consta su celebración.
Puede apreciarse, así, y con toda nitidez, el criterio asentado en el código civil en cuanto a que la
forma prescrita puede ser ad solemnitatem, como es el caso del suministro a título gratuito,
porque su inobservancia la sanciona con nulidad, y ad probationem, como es el caso del
suministro a título oneroso, cuya inobservancia no tiene sanción de nulidad y, en consecuencia el
contrato puede ser probado por medio distinto al de la forma empleada para su celebración.
La norma del acotado art. 225 ha sido adoptada por el CPC en su art. 237, y, en consecuencia, es
aplicable, únicamente, a solo los actos jurídicos con forma probationis causa.
La forma voluntaria está prevista en el art. 143, que establece el principio de libertad de forma:
“Cuando la ley no designe una forma específica para un acto jurídico, los interesados puede usar
la que juzguen conveniente”. La norma registra como antecedente al art. 1122 del CC de 1936.
Como puede apreciarse, en el ejercicio de la libertad para la adopción de la forma, está presente
el orden público y a él se supedita la elección de la forma por los interesados.
La noción de forma voluntaria se vincula, obviamente, a la de los actos de forma voluntaria, que
se caracterizan por su consensualidad, es decir, por perfeccionarse con la sola voluntad del o de
los celebrantes, sin que la declaración debe revestir formalidades predeterminadas por la ley,
como, por ejemplo, la compraventa, que se formaliza con el solo consentimiento de la partes (art.
1529) o el arredramiento de un bien (art. 1666), pero en los que los contratantes deciden hacerlo
mediante documento e, incluso, por escritura pública.
La forma voluntaria opera también cuando se señala una forma como la verbal y los interesados
optan por una forma documental, como en el caso de la donación de un bien de escaso calor que
el código civil permite que se realice verbalmente (art. 1623) pero el donante decide hacerla por
escrito. De la misma manera, la forma voluntaria opera cuando la forma prescrita se refiere a la
escrita, como en el caso de la donación de n bien mueble de valor considerable (art. 1624) y que
el donante decide hacerla por escritura pública.
Como hemos visto, entonces, los actos de forma voluntaria o de forma no prescrita pueden
convertirse en actos de forma prescrita ad voluntatem, es decir, cuando los celebrantes deciden
celebrar el acto jurídico con una formalidad convenida por ellos mismo. Así, como en los ejemplos
ya propuestos, o cuando siento la compraventa consensual deciden celebrarla mediante escritura
pública o el arrendamiento mediante documento privado con las firmas legalizada por notario.
La forma prescrita ad voluntatem puede ser decidida en el momento mismo de la celebración del
acto o ser convenida con anterioridad a la celebración, cuando en uno u otro caso, haciendo valer
la autonomía de la voluntad, los celebrantes desean dotar de certeza a su manifestación y de
seguridad al acto jurídico que van a celebrar. Pueden darle a la forma convenida una finalidad
solo probatoria, probationis causa, o que la forma sea consustancial al acto, que sea solemnitatis
causa.
La doctrina admite la posibilidad jurídica de los pactos sobre la forma. Stolfi[1] considera que las
partes son libres de concertar todos los pactos que tengan por conveniente, siempre que no
contravengan normas imperativas y agrega que las partes puedan atribuir a estos pactos la
eficacia y finalidad que quieran imprimir a la forma, pariendo del supuesto de que nada les impide
ser más exigentes que la ley cuando esta permite la adopción de una forma en mérito de la
autonomía de la voluntad. Coviello[2] considera que la forma querida por las partes puede ser una
simple solemnidad o el medio de prueba para la existencia misma del negocio y que si la forma se
ha contenido ad substantiam el acto o será nulo si no se llena la forma convenida, pero si la forma
consiste en la simple solemnidad, tendrá el negocio eficacia aun cuando no se haya cumplido la
obligación respecto de la forma.
Nosotros somos también de opinión que la forma voluntaria puede conducir al pacto por el cual se
conviene en una forma, ad solemnitatem o ad probationem se cumple, el acto adquiere plena
validez y eficacia y no admitirá más prueba que la del propio documento que contiene la
manifestación de voluntad y, si no se cumple, el acto no puede adquirir existencia pues la
voluntad de las partes no se ha realizado plenamente, como sería el caso de un compromiso de
contratar (art. 1414) en el que las partes convienen en celebrar el contrato definitivo, solemnitatis
causa, por escritura pública. Si la forma pactada es probationis causa, tal pacto no tiene
incidencia sobre el acto jurídico que se celebre, como en el contrato de opción (art. 1419) en el
que las partes convienen en que el ejercicio de la opción se comunique simplemente por escrito y
el opcionista la ejerce por una carta o mediante fax.
El código civil legisla sobre el convenio relativo a la forma en relación a los contratos,
permitiéndolo hacer solemnitatis causa o probationis causa. Así, el art. 1411 establece que: “Se
presume que la forma que las partes convienen adoptar anticipadamente y por escrito es requisito
indispensable para la validez del acto, bajo sanción de nulidad”, permitiendo de este modo
convenir en formas ad solemnitatem. El numeral hace referencia a una presunción que, en la
versada opinión de Max Arias Schreiber[3], es iuris tantum, pues puede admitirse demostración
en contrario a que el convenio sea para una forma ad solemnitatem sino, simplemente, ad
probationem, máxime si el art. 1412 faculta a las partes a compelerse recíprocamente para
cumplir con la forma pactada, cuando esta no lo ha sido con carácter ad solemnitatem, lo que
confirma que convencionalmente las partes pueden decidir la adopción de una forma ad
probationem o ad solemnitatem.
El acotado inciso 4 del art. 140 tiene su antecedente en el inciso 3 del art. 1075 del CC de 1936,
pero hace una precisión en cuanto a la sanción de nulidad que no hizo su antecedente, que se
limitó a señalar tan solo la “observancia de la forma prescrita o no prohibida por la ley” siguiendo
la fórmula del art. 82 del código brasileño de 1916.
Si se atiende a un supuesto apodíctico en cuanto a que no existe acto jurídico sin forma, pues
esta es el aspecto exterior de la manifestación de voluntad, su continente, la conclusión, además,
no puede ser otra que la de la forma prescrita por el inciso 4 del art. 140 es una forma
constitutiva, que no puede faltar, porque sin ella no existirá el acto jurídico y, en buena cuenta, es
este también el sentido y la función de la forma ad solemnitatem.
Toda forma no es, pues, requisito de validez, aunque si un elemento de existencia, ya que sin
forma no existe acto jurídico alguno. Por la forma a la que se refiere el inciso 4 del art. 140 es una
forma prescrita para un fin específico, como es el de dar concomitancia a la existencia y a la
validez en determinados actos jurídicos, los cuales, por su transcendencia familiar, patrimonial o
cual la ley los hace negotia solemnia y por eso la inobservancia de la forma la sanciona con
nulidad.
El legislador mediante normas de orden público se reserva los negotia solemnia y en ellos la
prescripción de la forma va acompañada de la sanción de nulidad. Así, el CC, ad exemplum,
prescribe la forma cuando se trata del poder para actos de disposición o de gravamen (art. 156),
para la opción de los futuros conyugues por el régimen de separación de patrimonios (art. 295, 2°
parágrafo), para la renuncia de la herencia (art. 675), para la constitución de una anticresis (art.
1092), para la cesión de derechos (art. 1207)y para la transacción (art. 1304). En materia
contractual, el CC hace la misma reserva al preceptuar que: “Los contratos se perfeccionan con el
consentimiento de las partes, excepto aquellos que, además, deben observar la forma señalada
por la ley bajo sanción de nulidad” (art. 1352) y, de conformidad con este precepto prescribe
forma constitutiva para el suministro gratuito (art. 1050), para la donación de bienes muebles de
valor considerable (art. 1624) y para la donación de bienes inmuebles (art. 1625), pero el mutuo
entre cónyuges (art. 1650), para el secuestro (art. 1858, para la fianza (art. 1871) y para la renta
vitalicia (art. 1925), entre otros contratos.
La doctrina moderna ve como función fundamental del formalismo, en primer lugar, a de facilitar la
prueba de la existencia y del contenido del acto jurídico. Como explica Couture [1], los actos
jurídicos son también objeto de afirmación o de negación en el proceso civil, por lo que es
menester comprobar la verdad o falsedad de ellas, por lo que la prueba viene a ser entonces, un
medio de verificación de las afirmaciones o negaciones que los litigantes formulan en el proceso.
Con esta misma finalidad y por los efectos que el acto pueda surtir respecto de terceros y para
que el mismo les sea oponible el formalismo, en algunos casos, busca producir publicidad, como
la que se obtiene con la inscripción del acto jurídico en los Registro Públicos. El principio de
publicidad, que consiste en la presunción iure et iure de que el acto inscrito llega al conocimiento
de todos, está expuesto en el art. 2012 del CC, según el cual: “Se presume, sin admitirse prueba
en contrario, que toda persona tiene conocimiento del contenido de las inscripciones” y, por eso,
el código también prescribe, para determinados actos jurídicos, la inscripción como formalidad
constitutiva, como en el caso de la hipoteca (art. 1098 y 1099, inc. 3).
El formalismo propicia la reflexión de quienes van a celebrar actos jurídicos trascendentes a los
que el código civil prescribe formalidades, como el matrimonio, que está revestido de
formalidades previas y concomitantes (arts. 248 a 267); el testamento cerrado, que está revestido
de formalidades concomitantes posteriores (art. 699; y, el matrimonio in extremis, que está
revestido de formalidades posteriores (art. 268), entre otros. Además, el formalismo del CC
permite reflexionar en los contratos preparatorios (art. 1425) antes de la formalización del contrato
definitivo y, en general, en todo acto jurídico al que le impone una forma.
El formalismo, por último, conlleva una manifestación de voluntad expresa, lo que facilita la
interpretación del acto jurídico y asegura su ejecución o cumplimiento.
Son muchas, pues, las ventajas que implican el formalismo, sin embargo, un sector de la doctrina
ve en el formalismo una traba para la contratación y una manera de hacerla más onerosa, así
como también un obstáculo para la celebridad del trafico jurídico. Pero nosotros ubicamos las
ventajas y desventajas del formalismo en un punto de equilibrio. Somos partidarios del formalismo
en tanto la trascendencia social, familiar o patrimonial del acto jurídico requiera de certeza de la
facilitación de la prueba de su existencia y contenido.
Conclusiones
Para ello tomemos en cuenta lo establecido por el Dr. Santiago López Aguilar, define el acto
jurídico como “el hecho de este orden realizado por el hombre con el propósito primordial de
producir efectos de derecho. Se le ha llamado también negocio jurídico” así mismo, afirma que “el
acto jurídico, es la esfera de la libertad, entre la cual se mueven los sujetos del derecho con la
intención que se produzcan consecuencias jurídicas al realizar los supuestos o hipótesis
planteadas en las normas jurídicas.”
El acto jurídico es fundamental en el estudio del Derecho Civil, así como el conocimiento de cada
uno de sus requisitos para poder diferenciar cuando estamos frente a un acto jurídico o a un
simple hecho.
¡Empecemos!
Introducción al tema
El tema de la forma del acto jurídico, es un tema que siempre ha causado el interés de la doctrina
elaborada por juristas de todo lugar y de toda época. En esta oportunidad se dará a conocer
brevemente como se regula la forma del acto jurídico en el Código Civil Peruano de 1984, el cual
es un código que ha sido considerado por muchos juristas extranjeros como un código de
avanzada. Si bien es cierto actualmente existe un proyecto de reforma de nuestro código civil, es
importante mencionar que las propuestas hechas por esta comisión no son necesarias y que se
debería pensar no en estar modificando o derogando sino en dar una correcta interpretación a
cada una de las normas que se encuentran en el cuerpo normativo más importante de nuestro
país por su contacto más cercano con la sociedad, esto sin desmerecer obviamente la
importancia que en toda realidad social y jurídica tiene la Constitución Política.
Este tema como lo mencionaba en estas primeras líneas tiene como fin dar a conocer la
regulación de la forma del acto jurídico en el Perú, como explica Andrini sobre el presente tema el
debate se ha replanteado respecto a que si prima en los ordenamientos el principio de libertad de
forma o del vínculo, en el sentido que la elección del privado, en orden a la vestimenta o al
lenguaje formal, a través del cual expresa el ejercicio de la propia autonomía, sea
verdaderamente autónoma, o bien limitada a la observancia de determinadas prescripciones
puestas por el ordenamiento, sea en tutela de las mismas partes o de terceros. Este tema y otros
serán trabajados con pinceladas.
Aprendizajes esperados
Conozcamos ahora las capacidades y actitudes a desarrollar en este primer tema:
Capacidad
Actitudes
Tengamos en cuenta antes de comenzar con este interesante tema, la definición del acto jurídico, en nuestro caso y me refiero al
Derecho Civil Peruano, se encuentra definido en el artículo 140 del Código Civil, el cual lo define como la manifestación de
voluntad destinado a crear, regular, modificar o extinguir relaciones jurídicas y que esta manifestación de voluntad debe cumplir
con ciertos requisitos los cuales son los siguientes: agente capaz, fin lícito, objeto físicamente y jurídicamente posible y la
observancia de la forma prescrita bajo sanción de nulidad.
Ciertos autores manifiestan que debería desligarse del concepto contenido en el 140 del CC, la
manifestación de la voluntad y que la misma debería constar en el mismo artículo pero como un
requisito más, particularmente creo que dichas opiniones están de más, pues de una simple
lectura se entiende que es necesaria la manifestación de la voluntad para la realización del acto
jurídico no siendo necesario que esta conste en algún inciso del art. 140 del CC., como un
requisito más.
Entonces, ¿Qué es forma?, Messineo afirma que la forma es el aspecto exterior que asume la
declaración de voluntad, y que por consiguiente es un elemento indispensable ya que sin una
forma, la declaración de voluntad no podría emitirse[2].
La forma, según el maestro lambayecano León Barandiarán[3], es esencial para el acto, pues sin
forma no caería dentro del ámbito de la vida jurídica.
Por otro lado el profesor Vidal Ramírez explica que la forma es la manera como se manifiesta la
voluntad para la celebración del acto jurídico. Es el aspecto externo de la manifestación, pues si
la voluntad es el contenido, la forma viene a ser el continente. De ahí, entonces, que no puede
haber acto jurídico sin forma y que ésta sea indesligable de la manifestación de voluntad.
Sigue el maestro Vidal explicando que la forma es la manera como se exterioriza la voluntad
interna, se admiten formas verbales y formas documentales. Las primeras dan comprensión a
todas las maneras de manifestación de voluntad que no se plasmen materialmente, o sea, que la
exteriorización de la voluntad queda comprendida en el ámbito de las formas verbales, sea que se
realice mediante el lenguaje hablado el mímico o por señas o gestos. Lo mismo no ocurre con las
formas documentales que requieren de una plasmación material, o sea, que la exteriorización de
la voluntad se haga por escrito o por cualquier otro medio de comunicación que se plasme
materialmente, sea de manera mecánica, electrónica o por cualquier otro medio que materialice la
manifestación.
Con quien coincido plenamente y considero es importante es la opinión del Dr. Lohmann Luca de
Tena, quien diferencia entre forma y formalidad, considerando a las formalidades como
particulares exigencias adicionales a la exteriorización normal de la voluntad. Agrega que toda
voluntad con existencia jurídica requiere de una estructura (forma) que la evidencie, pero esta
estructura no siempre debe tener ritos especiales (formalidad)[4].
Como dice BETTI, en la vida de relación un acto no es reconocible a los otros sino a través de su
forma. Por eso no hay negocio o acto jurídico que no tenga una forma determinada, por sencilla
que ésta sea, aunque se trate de una mera manifestación del consentimiento, y también por eso,
cuando se habla de negocios formales y no formales, no debe creerse que existen negocios en
los que se puede prescindir de la forma[8]. Esto es claro pues todo acto jurídico tiene una forma
desde que esta es considerada como el medio de exteriorización de la voluntad interna por lo cual
la forma de manifestación puede ser escrita, verbal, virtual, etc.; por lo cual en la actualidad la
diferencia entre actos formales y no formales es desatinada.
En un sentido más técnico y estricto, el concepto de forma hace referencia a un medio concreto y
determinado que el ordenamiento jurídico o la voluntad de los particulares exige para la
exteriorización de la voluntad. La eficacia negocial se hace depender entonces de la observancia
de ciertas formas, que son las únicas admitidas como modo de expresión de la voluntad. La forma
es aquí manera de ser del negocio, según conocido tópico forma data ese rei[9].
Hoy el derecho moderno marca un renacimiento de la forma y el nuevo sentido del formalismo.
Comienzan a primar criterios de seguridad en torno a los actos jurídicos para preservar el
contenido de la manifestación de voluntad, salvaguardar los derechos de terceros y de facilitar la
prueba de la existencia del acto. El derecho moderno opone, así, a la consensualidad, la
formalidad[10].
Sobre lo antes manifestado el Dr. Vidal, en su obra “El Acto Jurídico”, nos explica que el
formalismo moderno, o neoformalismo[11], tiene su razón de ser en los inconvenientes de la
consensualidad, entendida esta como la manifestación de voluntad despejada de todo
formalismo. Colin y Capitant[12] sustentan el neoformalismo en los siguientes fundamentos:
a) En la importancia de ciertos actos jurídicos, que justifica la imposición de una forma
solemne,
c) En la precisión requerida en ciertos actos jurídicos, los que por ella deben contar con una
declaración de voluntad escrita.
[1] Martínez Carranza, Eduardo. La forma en los Actos Jurídicos. En el boletín del Instituto de
Derecho Civil de la Universidad de Córdova. Año X, N° 01., 1945, p. 245.
[2] Messineo, Francesco. Manual de Derecho Civil y Comercial. Tomo II., Editorial EJEA.,
Buenos Aires., 1945, p. 381.
[3] León Barandiarán, José. Acto Jurídico, Gaceta Jurídica., Lima., 1997, p. 56.
[4] Lohmann Luca de Tena, Juan Guillermo. El Negocio Jurídico; Lima: Editorial Jurídica
Grijley E.I.R.L., 1997, segunda edición, p. 132-133.
[5] Para evitar confusiones, es conveniente alguna precisión respecto a los términos forma y
formalidad. La forma es el modo como se exterioriza la voluntad; todo acto jurídico, entonces,
tiene una forma. En cambio, la formalidad es el modo como debe exteriorizarse la voluntad para
que el negocio jurídico sea considerado eficaz. Este modo de exteriorización viene establecido
bien por ley o bien por las mismas partes. En consecuencia, todos los actos jurídicos requieren de
una forma; pero no todos requieren de una formalidad.
[6] Negocios con forma vinculada son aquellos que vienen vinculados a la observancia de
una determinada forma, considerada por la ley o por las partes como elemento esencial del
contrato; la inobservancia de ella hace nulo el contrato. Negocios con forma libre son aquellos
que no vienen vinculados a forma alguna. Al respecto, v. BETTI, Teoria generale del negozio, cit.,
p. 126; CARRARA, La formazione dei contratti, cit., p. 359; GIORGIANNI, «Forma degli atti», cit.,
p. 991; LESERRE, «Forma degli atti», cit., p. 2; ROPPO, Il contratto, cit., p. 218;
TRIMARCHI, Istituzioni di diritto, cit., p. 208.
[7] De igual modo que el sello dispensa del contraste y peso del metal, la forma evita tener
que averiguar si se ha querido celebrar un acto jurídico y cuál es ese acto, apunta VON
IHERING, Geist des römischen rechts, 1923, t. II, vol. 2, p. 494; citado por
REZZÓNICO, Principios fundamentales, cit., p. 251. VON IHERING describe la forma desde la
perspectiva de su exterioridad o apariencia, y afirma que no existe ni un contenido sin forma ni
una forma sin contenido. No hay ningún acto de voluntad sin forma; sería, tomado
figurativamente, como un cuchillo sin hoja ni mango (Geist des römischen rechts, cit., p. 472 ss.).
Cuando la ley no designe una forma específica para un acto jurídico, los interesados pueden usar la que
juzguen conveniente.
El liberalismo económico del siglo XVIII y su entorno filosófico individualista y voluntarista fue el
caldo de cultivo del desarrollo del principio de la libertad de formas, por el cual las partes son
libres de elegir la forma en la cual van a realizar sus intercambios económicos. Si la voluntad
existe sólo en apariencia no hay contrato, la voluntad es la única que puede obligar a las partes,
la voluntad se basa así misma y no tiene necesidad de rodearse del cumplimiento de
formalidades. Por el principio del consensualismo, el escrito se exige como medio de prueba, mas
no como elemento sustancial del contrato. Pero, si bien “el liberalismo económico es una
condición necesaria para el desarrollo completo de la voluntad contractual y de la fuerza
obligatoria del contrato mediante el principio del respeto a la palabra empeñada (pacta sunt
servanda), no siempre es una condición suficiente. Esto ocurre en los sistemas jurídicos, como el
Derecho francés, que, poniendo término a una evolución comenzada en el Derecho romano, han
fundamentado el contrato sobre las voluntades de las partes, sin perjuicio de las disposiciones
legales de orden público”[1]. Lo que significa que el principio de la libertad de formas siempre ha
tenido excepciones por razones de seguridad y de protección a una de las partes o a terceros, es
decir, ciertos actos solamente son válidos con la forma señalada por la ley[2].
Por medio de este principio las partes pueden decidir la forma que crean conveniente para
manifestar su voluntad. Ésta tiene que ser la más idónea para la concreción del acto y dar a
conocer exactamente su intimidad por medio de la manifestación de la voluntad. Este principio de
libertad de forma ha sido recogido por la Convención de Viena de 1980 sobre los contratos de
compraventa internacional de mercaderías y también en los Principios Unidroit sobre los contratos
comerciales internacionales.
Tanto en la Convención de Viena de 1980 como en los Principios Unidroit, queda expresamente
contemplado el principio de libertad de forma, por el cual no se requiriere de ningún medio
específico para la concreción del acto, teniendo este principio en ambos documentos
internacionales similar propósito.
Tengamos en cuenta que el derecho como regulador de conductas concede la libertad para hacer
evidente frente a terceros que la manifestación de la voluntad conste del modo que las partes
deseen, es decir, utilizar los medios o formas de emitir la declaración que el declarante considere
conveniente para la consecución de los efectos que se desean.
El ponente del libro II del Código Civil, denomina a la libertad de formas como: Forma Voluntaria e
indica que esta es la forma que los interesados adoptan en ejercicio de su autonomía de la
voluntad. Es la forma también llamada libre o convencional, que preferimos denominar voluntaria
porque es indicativa de la libertad para su adopción y, porque pudiendo resultar de la
conveniencia es, por ende, voluntaria.
Sigue el ponente del libro II del Código Civil, explicando que la noción de forma voluntaria se
vincula, obviamente, a la de los actos de forma voluntaria, que se caracterizan por su
consensualidad, es decir, por perfeccionarse con la sola voluntad del o de los celebrantes, sin que
la declaración deba revestir formalidades predeterminadas por la ley, como, por ejemplo, la
compraventa, que se formaliza con el solo consentimiento de las partes (art. 1529[3]) o el
arrendamiento de un bien (art. 1666[4]), pero en los que los contratantes deciden hacerlo
mediante documento e, incluso, por escritura. La forma voluntaria opera también cuando se
señala una forma como la verbal y los interesados optan por una forma documental, como en el
caso de la donación de un bien de escaso valor que el Código Civil permite que se realice
verbalmente (art. 1623[5]) pero el donante decide hacerla por escrito. De la misma manera, la
forma voluntaria opera cuando la forma prescrita se refiere a la escrita, como en el caso de la
donación de un bien mueble de valor considerable (art. 1624[6]) y que el donante decide hacerla
por escritura pública.
El principio en materia de forma contractual en el Código Civil es el de plena libertad, pero la ley
puede exigir el cumplimiento de determinada forma «para hacer efectivas las obligaciones propias
de un contrato».[7]
Como indica Lohmann,[9] el artículo 143[10] establece, en suma, que las partes pueden convenir
una formalidad determinada para la conclusión de cierto negocio. Ello obedece al principio de
autonomía privada que inspira la figura negocial, según el cual los negociantes son libres de
establecer los preceptos reguladores de sus intereses, intereses que bien pueden comprender el
de dotar a tales preceptos de las seguridades y garantías que proporcionan las formalidades.
Asimismo, el citado autor señala que además de poder utilizar cualquier formalidad que deseen
cuando no exista formalidad legal previamente ordenada, las partes interesadas pueden también
indicar la función de tales formalidades en la vida negocial. Es decir, señalar si la formalidad
elegida es ad solemnitatem o ad probationem. Pueden hacerlo de manera explícita o implícita.
Así tratándose de actos jurídicos de forma libre, las partes podrían darle a dicho acto jurídico el
carácter de ad solemnitatem, a esta conclusión se podría llegar como dice el Dr. Reyna Mantilla
de la interpretación del art. 1411 del CC Peruano, el cual prescribe que “Se presume que la forma
que las partes convienen adoptar anticipadamente y por escrito es requisito indispensable para la
validez del acto, bajo sanción de nulidad”.
Sobre el numeral antes mencionado, el Dr. Max Arias Schereiber[11], hace referencia que se trata
de una presunción iuris tantum, pues puede admitirse demostración en contario a que el convenio
sea para una forma ad solemnitatem sino, simplemente ad probationem, máxime si el artículo
1412[12] facultad a las partes a compelerse recíprocamente para cumplir con la forma pactada,
cuando esta no lo ha sido con carácter ad solemnitatem, lo que confirma que convencionalmente
las partes pueden decidir la adopción de una forma ad probationem o ad solemnitatem.
Cuando la ley impone una forma y no sanciona con nulidad su inobservancia, constituye sólo un medio
de prueba de la existencia del acto.
Del texto del art. 144 se desprende dos tipos de forma del acto jurídico. La forma probatoria y la
forma solemne. Con lo dispuesto en este artículo se da respuesta a la pregunta: ¿Cómo saber si
estamos frente a una forma probatoria o a una forma solemne?, la respuesta es la siguiente: Si la
ley señala una forma sin sancionar su inobservancia con la nulidad del acto, es probatoria; si la
ley señala una forma sancionando su inobservancia con la nulidad del acto, es solemne[1].
La regla es la libertad de formas y la excepción es la aplicación de ciertas normas como esta que
exigen o imponen el uso determinado de ciertas formalidades al momento de manifestar la
voluntad para la conclusión de ciertos actos jurídicos.
La función de elemento constitutivo del contrato y la función de límite de la prueba del contrato se
han desarrollado por medio de la forma ad solemnitatem y la forma ad probationem, utilizadas ya
sea por mandato imperativo de la ley o por decisión e imposición de las partes intervinientes en el
contrato, como forma de exteriorización de la voluntad.
«Emilio Betti plantea el problema en sus justos términos: los interesados pueden convenir en que
se introduzcan requisitos de forma en un contrato para el que la ley no señale forma alguna o bien
reforzar los requisitos de forma que la ley establece (así, por ejemplo, elevar al rango sustancial lo
que la ley no considera como tal) ».[2]. Aquí obviamente el jurista Emilio Betti no distingue forma
de formalidad, no olvidemos que todos los actos jurídicos tienen forma pero que muy pocos tienen
formalidad.
La forma solemne (forma ad solemnitatem) es requisito de validez del acto jurídico. No tiene una
función simplemente probatoria, sino que es una forma esencial: ad esentiam, ad solemnitatem,
ad substantiam o ad validitatem[1].
Sobre el particular, Aníbal Torres Vásquez manifiesta que «La solemnidad vale el acto jurídico
mismo; es un elemento constitutivo del acto y, por consiguiente, el único medio probatorio de su
existencia».[3] La formalidad ad solemnitatem está dirigida a dotar de eficacia constitutiva al
negocio.
Solo por excepción el Derecho exige una solemnidad para que la declaración de voluntad llegue a
ser eficiente, esto es, para que el acto jurídico llegue a existir válidamente (forma dat ese rei), ya
que lo normal es que cualquier manifestación inequívoca de voluntad sea suficiente. La función
del acto solemne, conectada con la oportunidad de predisponer una documentación y de tener
certeza del exacto contenido de la declaración es, sobre todo, la de llamar la atención del agente
sobre la importancia del acto que está por hacer; en efecto, la solemnidad es exigida por la ley
para los actos de disposición o gravamen del declarante, para el testamento y para algunos de los
más importantes actos de Derecho de familia. Cuando la forma está establecida como un
elemento constitutivo del acto jurídico, éste no se perfecciona sino cuando la declaración está
rodeada de la solemnidad necesaria exigida por la ley[4].
No hay que confundir solemnidad con escritura pública como suele ocurrir en nuestro medio. La
solemnidad está establecida por la ley (o en su caso por la voluntad) y puede consistir en la
escritura privada, o en la escritura pública, o en la inscripción en los registros públicos, etc. Así, se
exige la escritura como solemnidad requerida, bajo pena de nulidad, por ejemplo, para celebrar
un contrato de fianza (art. 1871[5]), una transacción extrajudicial (art. 1304[6]), una cesión de
derechos (art. 1207[7]). En estos casos la ley exige como elemento constitutivo del acto la
escritura, siendo suficiente la escritura privada, si las partes usan la escritura publica, lo hacen por
razones de mayor seguridad[8].
Para otros actos se exige como solemnidad la escritura pública, bajo sanción de nulidad, por
ejemplo, la constitución del régimen de separación de patrimonios dentro del matrimonio (art.
295[9]), la donación de bienes inmuebles (art. 1625[10]), la renta vitalicia (art. 1925[11]), el
contrato de constitución anticresis (art. 1092[12]). Para estos casos, la escritura pública es el
elemento ad substantiam del acto jurídico[13].
La solemnidad puede consistir en la inscripción del acto en registros públicos, por ejemplo, el art.
1099.3 dispone que sea requisito para la validez de la hipoteca que se inscriba en el registro de la
propiedad inmueble. No pueden existir hipotecas secretas, por consiguiente, la falta de publicidad
de la hipoteca mediante su inscripción determina su invalidez (publicidad constitutiva), no
obstante que el Código ha omitido consignar que esta solemnidad es bajo sanción de nulidad[14].
Así pues el Dr. Torres Vásquez, nos hace recordar que las solemnidades exigidas por la ley para
dar vida al acto jurídico deben observarse al tiempo de su formación. Si con posterioridad a la
conclusión del acto la formalidad desaparece, eso no puede afectar su validez. Por ejemplo, se
celebra un matrimonio cumpliendo con todos los trámites establecidos en los artículos 248 a 268
(trámites que constituyen formalidades, cuyo incumplimiento da lugar a la nulidad del matrimonio
–art. 274.8-), si después algunas o todas estas formalidades desaparecen por sustracción, robo,
hurto, por una inundación, un bombardeo, etc., no por eso se puede afirmar que el matrimonio se
ha disuelto. Habrá si la necesidad de probar que el acto realmente se realizó[15].
Sobre la forma ad solemnitatem, este requisito de validez para la celebración del acto jurídico lo
encontramos en el inciso 4 de su artículo 140 el cual establece el de la forma prescrita con
carácter ad solemnitatem, en cuanto precisa que, además de los otros requisitos enumerados, se
requiere también de la “observancia de la forma prescrita bajo sanción de nulidad”.
Sobre lo antes mencionado también se pronuncia el Dr. Lizardo Taboada, quien en su obra
establece como ya fue mencionado que existen determinados actos jurídicos, que además de
dichos elementos, requieren para su formación del cumplimiento de una determinada formalidad,
que la ley impone bajo sanción de nulidad, de tal manera que en ausencia de dicha formalidad el
acto jurídico será nulo y no producirá ningún efecto jurídico de los que en abstracto debía
producir. Estos actos jurídicos formales, denominados también solemnes o con formalidad ad
solemnitatem, generalmente son actos jurídicos de derecho familiar o actos jurídicos
patrimoniales a título gratuito[16].
Así, por ejemplo, en nuestro Código Civil son actos formales el matrimonio, la adopción, el
reconocimiento de los hijos extramatrimoniales, el testamento, la donación de bienes muebles en
algunos casos, la donación de bienes inmuebles, el mutuo entre cónyuges, el suministro a título
gratuito, el secuestro, la fianza, la renta vitalicia, entre otros[17].
El acotado inciso 4 del artículo 140 tiene su antecedente en el inciso 3 del artículo 1075 del
Código Civil de 1936, pero hace precisión en cuanto a la sanción de nulidad que no hizo su
antecedente, que se limitó a señalar tan solo la “observancia de la forma prescrita o no prohibida
por ley” siguiendo la fórmula del artículo 82 del Código brasileño de 1916[18].
En ese sentido, podemos recordar el aforismo: Verba volant, scripta manentl. Las palabras
desaparecen, los escritos permanecen.
El documento ad probationem fijado por la ley o por las partes tiene por única finalidad facilitar la
existencia o el contenido de un acto jurídico que se presupone celebrado y perfeccionado antes
de su documentación, por la sola manifestación de voluntad de las partes. Siendo el acto jurídico
prexistente al documento que lo contiene. Al ser el documento un simple medio de prueba de las
declaraciones de voluntad emitidas por las partes, puede concurrir en su función de prueba
(declaración de parte, declaración de testigos, pericia, inspección judicial, auxilios técnicos o
científicos), los mismos que pueden modificar lo que resulte del documento que quedará sin
eficacia probatoria. Por ejemplo, si en el documento que contiene un contrato de mutuo se
declara que el mutuatario recibió mayor cantidad que la verdaderamente entregada por el
mutuante, el contrato se entiende celebrado por la cantidad verdaderamente prestada, si es que
se ha quedado debidamente con la declaración del mutuante u otro medio de prueba idóneo,
quedando el mutuo sin efecto en cuanto al exceso (art. 1664)[3].
La pérdida o destrucción del documento no impide la prueba del acto por cualquier otro medio
probatorio.
La forma documental tiene la ventaja de facilitar la prueba tanto de la existencia del acto jurídico
como del contenido de la manifestación de voluntad, siendo esta su función fundamental y
configura en general a la forma ad probationem. Pero, como también lo hemos dejado expuesto,
en algunos casos, la forma es consustancial al acto jurídico y el único modo de probar su
existencia y contenido es el documento mismo. En estos casos la forma es ad solemnitatem y no
cumple solo la función probatoria sino que viene a ser el documento mismo, que deviene, por eso,
en el único y excluyente medio probatorio respecto del acto jurídico así celebrado. Por el
contrario, en la forma ad probationem el documento es solo un medio probatorio y el acto jurídico
así celebrado puede ser probado por medio probatorio distinto al de la forma empleada[4].
En doctrina se han propuesto otras clasificaciones, a entender de los autores, más acordes con la
realidad. Una, de predicamento en sede argentina, propugna que los actos formales deben
dividirse en tres clases: de solemnidad absoluta, de solemnidad relativa y de formalidad no
solemne. Los primeros, son aquéllos en que la forma es propiamente constitutiva, de no
satisfacerse los actos son nulos o, mejor, de nulidad total. En este caso, la nulidad del negocio
concluido sin observar la forma prescrita con carácter obligatorio es la única posibilidad de
garantizar la observancia de los preceptos sobre la forma, los cuales tendrían sólo el significado
de recomendaciones no obligatorias, si el ordenamiento jurídico renunciara a ese medio. Los
segundos, son aquellos en que la forma es requerida para que el acto produzca sus efectos
típicos; pero, de no observarse ella, pueden producir un efecto distinto. Ellos, según López de
Zavalía, están afectados de una nulidad sólo efectual. Los terceros, es decir, los formales no
solemnes, son aquellos negocios en que la exigencia de la forma es impuesta ad probationem.[8]
Nuestro Código Civil de 1984 mantiene o acoge la bipartición tradicional de ad solemnitatem y ad
probationem, la cual se encuentra regulada en su artículo 144 ya explicado en párrafos
precedentes.
Recalcando una vez más, son ejemplos de actos jurídicos solemnes: la donación de bienes
inmuebles o a la constitución de hipoteca. De igual forma, son ejemplos de actos jurídicos
probatorios, los contratos de suministro y mutuo.
Obstaculizan el tráfico, volviendo lento, desalentando muchas veces a quienes desean celebrar un
acto jurídico.
Albaladejo comentaba que se podría favorecer a las personas menos escrupulosas, a que las más
rectas se consideran ligadas incluso por el negocio sin forma, y aquellas no tienen obstáculo en
alegar la falta de esta como causa de invalidez. No podría compartir la posición del autor por lo que
en líneas precedentes senté la posición clara de que todo acto jurídico tiene forma por lo cual la
sola mención al llamado: “negocio sin forma” no tiene razón de ser.
Del otro lado, la doctrina en general considera que el formalismo ofrece muchas ventajas como
las siguientes:
Evitar que las partes se precipiten en la celebración de los actos jurídicos, sobre todo en aquellos
que tienen una trascendencia especial.
En palabras del Dr. De la Puente y Lavalle, tendría un efecto psicológico que consiste en la
sensación que experimentan los contratantes de quedar especialmente obligados.
En este punto no quiero dejar de mencionar dos ventajas también importantes pero que en esta
oportunidad son alcances del Dr. Torres Vásquez, el primero de ellos, es que el formalismo
protege a los terceros por medio de la publicidad, la cual permite el conocimiento del acto por
parte de terceros. Para el cumplimiento de las formalidades de publicidad, el escrito es
indispensable, porque no se puede publicar sino aquello que se ha dejado constancia escrita. El
acto jurídico tiene siempre una repercusión social. Si bien es cierto que por regla, el acto jurídico
solamente vincula a las partes, por cuanto no crea derechos ni deberes en beneficio o a cargo de
terceros, ello no impide que la existencia del acto se imponga a terceros, quienes deben
respetarlo, no pudiendo hacer nada que perjudique a los otorgantes ni alegar que no están
obligados a tomar en cuenta el acto jurídico ajeno. Está plenamente justificado que el
ordenamiento jurídico disponga que en ciertos casos el acto es oponible a terceros sólo si se ha
adoptado una medida publicitaria (por ejemplo, mediante la inscripción en los registros públicos).
La segunda ventaja según este autor peruano es similar a la expuesta por el jurista español Diez-
Picazo sobre la tutela de prevención contra las decisiones poco meditadas, el autor peruano
expone que la forma solemne protege a los otorgantes contra las decisiones precipitadas,
llevadas a cabo sin una reflexión suficiente. La solemnidad permite a que los otorgantes
reflexionen debidamente al realizar actos importantes de su vida, como el matrimonio, la adopción
del régimen de separación de patrimonios dentro del matrimonio, la donación de sus bienes
inmuebles, etc. Así, por la donación de un inmueble el sujeto se desprendan de sus inmuebles sin
haber tenido el tiempo necesario para reflexionar sobre las consecuencias de su decisión,
tomando decisiones apresuradas, impensadas, sin la meditación suficiente, en un momento de
inestabilidad emocional, para obtener satisfacciones fútiles, de ahí lo acertado de que la ley
disponga que la donación de inmuebles debe hacerse por escritura pública bajo sanción de
nulidad, lo que le da tiempo al donante para darse cuenta debida de lo que esta haciendo[1].
Por otro lado, el jurista español Diez-Picazo nos da como alcance que el formalismo pretende el
cumplimiento de ciertas finalidades prácticas, que se pueden resumir según este autor en las
siguientes:
Obtener claridad en lo que concierne a las circunstancias de la conclusión de un negocio (v. gr.,
fecha) como a su contenido.
Servir de vehículo para alcanzar una publicidad del negocio haciendo que sea reconocible por los
terceros.
Evitar en lo posible las nulidades negociales por la intervención de técnicos (el notario en la
escritura pública, etc).
Concluye el Dr. Vidal Ramírez, que son muchas las ventajas que implica el formalismo. Sin
embargo, un sector de la doctrina ve en el formalismo una traba para la contratación y una
manera de hacerla más onerosa, así como también un obstáculo para la celeridad del tráfico
jurídico. Pero nosotros ubicamos las ventajas y desventajas del formalismo en un punto de
equilibrio. Somos partidarios del formalismo en tanto la trascendencia social, familiar o patrimonial
del acto jurídico requiera de certeza y de la facilitación de la prueba de su existencia y contenido.
La bipartición tradicional en ad solemnitatem y en ad probationem regulada en nuestro Código
Civil peruano las cuales son formalidades que son parte de la llamada forma legal en
contraposición con la libertad de formas también llamada forma voluntaria son medios por los
cuales la manifestación de la voluntad logra ser conocida por los particulares contratantes o
terceros ajenos a la relación contractual o a la celebración del acto jurídico, particularmente las
ventajas que nos da la formalidad es resaltante sin dejar de expresar que esta es solo la
excepción y que la generalidad es la libertad de formas. El presente solo ha sido un pequeño
alcance en base a pinceladas de la normativa civil de Perú que no busca sino dar a conocer la
regulación en nuestra patria de tan importante institución jurídica: La forma.
Conclusiones
Recordemos la conclusión del maestro, el Dr. Vidal Ramírez, al expresar que son muchas las
ventajas que implica el formalismo. Sin embargo, un sector de la doctrina ve en el formalismo una
traba para la contratación y una manera de hacerla más onerosa, así como también un obstáculo
para la celeridad del tráfico jurídico. Pero nosotros ubicamos las ventajas y desventajas del
formalismo en un punto de equilibrio. Somos partidarios del formalismo en tanto la trascendencia
social, familiar o patrimonial del acto jurídico requiera de certeza y de la facilitación de la prueba
de su existencia y contenido.
TEMA 3. LA REPRESENTACIÓN
Apreciado estudiante, iniciemos con muchas ansias de aprender nuestro tercer tema de estudio, los
contenidos que a continuación leerás te brindará los argumentos necesarios para analizar críticamente la
institución jurídica de la representación del acto jurídico, su regulación, así como su importancia.
Introducción al tema
Este tema de la Representación, es un tema muy interesante, debemos comenzar diciendo que el
acto jurídico es un acto de autonomía de la voluntad privada, como ya sabemos es por medio de
esta autonomía de la voluntad privada que los particulares regulan sus propios intereses.
Capacidad
Analiza el acto jurídico de representación, su importancia y diferencia con otras figuras jurídicas.
Actitudes
Justificar la necesidad de conocer los elementos y situaciones que nacen del acto jurídico de
representación.
El mandato es un contrato por el cual una persona da encargo a otra persona que acepta realizar
gratuita u onerosamente un acto determinado. El que da el mandato se denomina mandante, el
que se encarga de ejecutar se llama mandatario. Entre el mandante y mandatario existe una
relación obligatoria. Se le puede llamar también representación indirecta.
Petit[1], sostiene que el derecho romano no llegó nunca a admitir, en los contratos, el derecho de
representación. La persona del mandatario no está puesta fuera de la causa. Siempre es en él en
quien recaen los efectos del acto cumplido, y sólo por extensión y mediante acciones "útiles", son
comunicados al mandante. Esto significa que el sui juris, es decir, la persona libre, era un
mandante al que quedaba sometido el mandatario. No obstante esta relación, los terceros con los
que se celebraba el acto jurídico sólo quedaban vinculados al mandatario, lo que significaba que
el contrato de mandato no generaba representación del mandante.
Pero los romanos conocieron la figura del nuncio, "nuntius" que era una especie de mensajero o
portavoz que no expresaba su propia voluntad, sino de la persona que lo enviaba. En este caso,
los efectos recaían sobre la persona que había utilizado al nuncio. No se puede afirmar que el
"nuntius" tenga que ver con el origen de la representación, en la medida que aquel sólo hacía lo
que le indicaban, sin aportar ingredientes de su propia voluntad.
Por otro lado hay que tener en cuenta que la representación no siempre es voluntaria, en razón
que existe la representación legal que en muchos casos se aleja de la voluntad del representado,
como es el caso del tutor[2].
En el Perú, el Código de 1852, sólo legisló el mandato como contrato y la representación legal se
podía apreciar en la sociedad conyugal, la patria potestad, etc. A su vez, el Código de 1936 siguió
la misma línea. En cambio, el Código vigente marcó con toda precisión lo que es el mandato y el
tratamiento de la representación, ubicando a esta última dentro del Libro II y al mandato en el libro
VII.
3.2. Conceptualización.
El jurista español Luís Diez Picazo explica que: “La representación es una institución
enormemente compleja y controvertida, que no ha tenido una consideración específica en nuestro
Código Civil (Código Civil Español)”.
La doctrina que hoy se puede considerar como clásica aparece fundada sobre unas bases
dogmáticas creadas en gran parte por la ciencia jurídica germana, que plasma en el Código Civil
Alemán con una normativa completa de la representación, y que aparece en su Libro I, dedicada
a la Parte General, dentro de la regulación del negocio jurídico[1].
Tal como señala el Dr. Aníbal Torres Vásquez: “Por la representación una persona (el
representante) sustituye a otra (el representado o dominus negotti o principal o parte
sustancial) en la celebración de un acto jurídico. El representante manifiesta su voluntad
por cuenta y en interés del representado. Con la representación se amplían las
posibilidades de obrar del representado, quien puede celebrar varios actos jurídicos al
mismo tiempo o sucesivamente en el mismo lugar o en lugares diferentes”[2].
En la perspectiva del Dr. Werner Flume, “La representación es una figura jurídica propia del
derecho del negocio jurídico. Los negocios jurídicos pueden ser celebrados por medio de
otro, el representante, de manera que la declaración de voluntad que éste emite dentro del
poder de representación que ostenta es eficaz a favor y en contra del representado”[3].
El jurista español Luís Diez Picaso, puntualiza que “La Representación, por el contrario,
atribuye al apoderado el poder de emitir una declaración de voluntad frente a terceros en
nombre del poderdante”[4].
Para el maestro Lohman Luca de tena la representación es: “aquella actividad por la cual,
sustituyendo ante terceros la persona o la voluntad del representado, y actuando por
cuenta de él, las consecuencias de la conducta del representante recaen (normalmente) en
el representado”[7].
Desde un punto de vista legal, podemos entender a la Representación como, aquel medio por el
cual se suple un defecto de capacidad de ejercicio de ciertas personas o un medio para la
administración de ciertos bienes que no tienen titular o cuyo titular no puede asumir su
administración.
e) Corolario de lo anterior es que la eficacia del acto con representación, es decir, del negocio
o acto celebrado en representación, no siempre es inmediata, ni directa. No es inmediata porque
puede quedar sujeta a ratificación. No necesariamente es directa porque, por ejemplo, el
comisionista puede contratar externamente en nombre propio pero la realidad es que lo hace para
el comitente, quien será el beneficiario indirecto de los resultados del contrato. Lo que si es
determinante es que se actué en gestión de asuntos ajenos, aunque no es imprescindible que sea
en su exclusivo interés, pues puede existir, como veremos al tratar del poder irrevocable,
representación también en interés del representante, o en interés conjunto del representante y
representado (piénsese en la facultad otorgada a un condómino para administrar bienes
comunes).
b) Representación Legal.-
Ya hemos hecho mención de la representación legal en el tema de fuentes de la representación
sin embargo es necesario recalcar sobre la misma. La representación legal, llamada también
necesaria, el representante es designado por la ley para que gestione los intereses de un
incapaz. El poder del representante legal se deriva de la ley. El representante legal tiene
autonomía para la gestión de los negocios del representado; su voluntad no depende de la
voluntad del representado. La representación legal es obligatoria (ejemplos: la patria potestad, la
tutela, la curatela).
c) Representación Judicial.-
La representación proviene de una resolución judicial dictada a una imposibilidad material como
es, por ejemplo, el caso del desaparecido (persona que no se encuentra en su domicilio ni se
tiene noticias sobre su paradero) que no tiene representante ni mandatario, el juez, a solicitud de
sus parientes puede designar un curador interino de sus bienes (arts. 47 y 597); la representación
del hijo que está por nacer con padre premuerto (hijo póstumo) y con la madre destituida de la
patria potestad (art. 598).
d) Representación Directa.-
En la representación directa o representación propiamente dicha, el representante (o apoderado)
actúa por cuenta, en interés y en nombre del representado (o poderdante o dominus negotti), de
tal forma que los efectos del acto realizado entre el representante y el tercero (acto
representativo) entran inmediatamente en la esfera jurídica del representado.
La representación directa es el instituto jurídico que permite que una persona denominada
"representante" realice negocios jurídicos en nombre de otra denominada "representado"
o dominus con la finalidad de que los efectos del negocio jurídico celebrado tengan efectos en la
esfera jurídica de este último, siempre que el representante actúe dentro de los lími tes de las
facultades que la han sido conferidas[1].
El representante concluye el acto o negocio jurídico con el tercero, pero permanece ajeno a la
relación, es excluido ab initio de ella. A consecuencia de la directa y automática vinculación entre
representado y tercero, ya que el representante actúa en nombre del representado, se denomina
a este fenómeno representativo como representación directa.
En la esencia de la representación directa está el poder que nace de una relación que sirve de
causa eficiente (ley, contrato, resolución judicial, etc.). Al tercero que realiza el acto con el
representante sólo le interesa comprobar la existencia del poder, sin importarle la validez o
invalidez de la relación causal de la cual se deriva.
1.- Acto causal del que surge el poder, por el cual se rigen las relaciones entre representado
(poderdante) y representante (apoderado);
2. Poder, que es el efecto del acto causal, cuya misión es facultar al representante y legitimar su
actuación, produciendo sus efectos frente al tercero con abstracción del acto causal que le dio
origen; y
3. El acto celebrado por el representante con el tercero (acto representativo) por el que se regula
las relaciones entre el representado o dominus negotti y el tercero
e) Representación Indirecta.-
En la representación indirecta (denominada también impropia, oculta o mediata), el representante
actúa por cuenta y en interés del representado, pero en nombre propio. Frente al tercero, el
representante se presenta como parte directamente interesada en la relación del acto jurídico,
cerrándolo en su propio nombre. Los efectos del acto que realiza con el tercero no entran
inmediatamente en la esfera jurídica del representado, sino que en ejecución del encargo deberá
transferirlos mediante otro acto jurídico. Se dan tres actos sucesivos: a) del representado con el
representante, en cuanto éste recibe el encargo de actuar por cuenta de aquél; b) del
representante con el tercero, acto al cual es ajeno el representado; y c) del representante con el
representado por el cual éste recibe de aquél lo que adquirió por su cuenta.
Priori Posada nos explica sobre este tipo de representación, manifestándonos que: La
“representación indirecta” se produce en los casos en los que una persona (el supuesto
representante -decimos supuesto pues en realidad no es un representante) celebra un negocio
jurídico en nombre propio; sin embargo, debido a una obligación asumida previamente con otro
sujeto (el supuesto representado), cederá a éste, en un segundo momento, todos los efectos del
negocio jurídico celebrado con un tercero (es el caso del mandato sin representación). En este
caso no se producen directa ni inmediatamente en la esfera jurídica del supuesto representado
los efectos del negocio jurídico, sino que se producen de 'forma indirecta', pues se hace necesario
un negocio posterior en el que se cedan los efectos del negocio jurídico celebrado. Este
fenómeno es el que desde siempre ha existido y, en realidad, el representante no es tal, ya que
en el negocio jurídico que celebra actúa él mismo como parte material y formal; tanto es así que
se verá posteriormente obligado a transferir los efectos del negocio jurídico celebrado a su
supuesto representado. De ahí que alguna doctrina -a la cual nos adscribimos- niegue denominar
a este supuesto como “representación”, ya que en realidad ella no se produce, denominándola
más bien interposición de gestión[1].
f) Representación Orgánica.-
Las personas jurídicas carecen de intelecto y de corporeidad para poder celebrar actos jurídicos.
Los órganos de gobierno constituyen uno de los elementos esenciales que integran la persona
jurídica, sin los cuales no podría tener actuación social. La voluntad de la persona jurídica es la
voluntad de sus órganos de gobierno. Las personas jurídicas realizan actos jurídicos mediante
sus órganos de gobierno (consejo de administración, junta directiva, presidente, gerente, etc.).
Dado a que la voluntad del órgano se identifica con la del ente social, se cuestiona que la forma
de actuar de la persona jurídica deba considerarse como un supuesto de representación. La
representación presupone la existencia de dos voluntades distintas y autónomas: la del
representante y la del representado. Esto no se da en la actuación de las personas jurídicas, en
las que no hay una voluntad autónoma de los órganos de gobierno.
Sin embargo, se habla de representación orgánica debido a que la voluntad del órgano produce
efectos en una esfera jurídica ajena: la de la persona jurídica. La representación orgánica se
asimila a la representación directa, por lo que las normas que regulan a ésta son de aplicación
supletoria a aquélla.
Distinto es si los órganos de las personas jurídicas legitimados para ello otorgan poder a terceros.
Estos actúan no como órganos de las personas jurídicas ni como representantes del órgano –la
persona natural o física- que les otorgo el poder, sino por cuenta, en interés y en nombre de la
persona jurídica, es decir, como representantes de la persona jurídica. Por ejemplo, si el gerente
de una sociedad anónima, dentro del límite de sus facultades como tal otorga poder a un tercero,
éste no es representante del gerente sino de la sociedad; si el gerente fallece, el poder subsiste y
si el gerente cesa, pierde la facultad de revocarlo.
h) Representación Procesal.-
Por la representación procesal se faculta al representante para comparecer en el proceso judicial
ejerciendo los derechos de su representado. Es conferida por el representado o por ley. Está
regulada en los artículos 63 y siguientes del Código Procesal Civil.
Las personas naturales con capacidad de ejercicio pueden comparecer al proceso por si o para
conferir representación designando apoderado procesal (art. 58). Procede la representación
procesal de las personas naturales que no tienen libre ejercicio de sus derechos civiles, de las
personas jurídicas, de los patrimonios autónomos (como, por ejemplo, el de la sociedad
conyugal), y de quienes tienen capacidad para comparecer por si en el proceso cuando optan por
nombrar uno o más apoderados. Al representante procesal del estado se le denomina procurador
público (art. 47 de la constitución).
Por la formalidad, el poder para litigar puede ser otorgado por escritura pública, no siendo
necesaria su inscripción en los registros públicos, o por acta ante el juez del proceso, redactada
por el secretario del juzgado indicándose las facultades generales y especiales otorgadas. Las
facultades especiales se rigen por el principio de la literalidad.
La representación procesal puede ser general o especial. La general confiere al representante las
atribuciones y potestades generales que corresponden al representado, salvo aquellas para las
que la ley exige facultades expresas. Se entiende para todo el proceso, incluyendo la ejecución
de la sentencia y el cobro de costos y costas. La representación procesal legítima al
representante para su intervención en el proceso y la realización de todos los actos del mismo,
salvo aquellos que requieren la intervención personal y directa del representado (art. 74).
La representación procesal puede ser singular, cuando el poder recae en un solo representante y
plural, cuando los representantes son dos o más.
Cualquier persona puede ser representada por otra en la realización de sus actos jurídicos, salvo
que exista prohibición expresa, por ejemplo, el testamento no puede ser otorgado mediante
representante. Los incapaces y los ausentes solamente pueden realizar actos jurídicos mediante
sus representantes, es decir, siempre son representados.
Ahora bien, aun siendo el negocio de apoderamiento una declaración unilateral, no es suficiente
para dar origen a una relación jurídica. La institución de apoderado no basta para hacer nacer una
relación jurídica entre éste y el representado. Esta relación, que crea un vínculo entre el dominus
y el gestor se perfecciona con la aceptación (expresa o tácita) de este último para quedar
vinculado y asumir derechos y obligaciones que responden a un compromiso contractual de
mandato, o de servicios, o de sociedad, o puramente gracioso, de colaboración desprendida de
otro interés. Pero cualquiera que sea la razón originante de la relación representativa, esta
relación encuentra su sustento en un principio de confianza que explica la elección de la persona
y las obligaciones de ambos polos de la relación representativa voluntaria. Confianza que, de
paso hay que decirlo, se juzga subjetivamente en la representación voluntaria y objetiva en la
representación legal.
Sobre la base de este principio de confianza se vertebran las conductas del representado y del
representante. Conducta que, en el caso del dominus, debe sujetarse en lo básico a las pautas
siguientes:
a.1) Proporcionar al apoderado todos los medios necesarios para que desempeñe
adecuadamente su labor. Si no lo hiciera, no podrá exigir responsabilidades al representante. La
idea es amplia, pues se trata de que el representante debe tener las mismas facilidades de que
disfruta el poderdante, no sólo de carácter económico, sino de comunicación e información y, en
general, de conocimiento. No se concibe un buen representante que no conozca los intereses que
representa o el objeto del negocio sobre el que ejercerá su cualidad representativa.
A este respecto debe hacerse notar, y León Barandiarán pone en ello especial énfasis, que, en
principio, la retribución es debida prescindiéndose del éxito o resultado fructuoso de la gestión
realizada. Citando a Manresa indica que “si la gestión realizada lo fue con la diligencia de un buen
padre de familia y el mandatario cumplió perfectamente, (…) sería enorme injusticia gravar al
mandatario (…) porque el negocio no haya tenido un resultado satisfactorio”. Pero este principio
tiene sus excepciones ya que la retribución puede haber sido supeditada al resultado del encargo,
por la naturaleza del mismo o por convenio. Por ejemplo, piénsese brevemente en la
representación que va enlazada al contrato llamado de corretaje. Sobre el tema, Garrigues ha
sido explícito al señalar que la retribución sólo tiene lugar en caso de llegar a buen resultado de
gestión encomendada. Aunque debe aclararse –y en este sentido es lamentable la supresión del
artículo 1647 del Código de 1936- que si el negocio no tuvo buen fin por dolo o culpa imputable al
representante, el dominus puede eximirse de reconocer la retribución. Con igual razón, la
retribución será debida si la inejecución del encargo es imputable al representado a pesar de
haber puesto el representante los máximos esfuerzos.
Ahora bien, los deberes de conducta no se agotan con la actuación en nombre ajeno. En esta
actuación alieno nomine el representante debe comportarse según las indicaciones más o menos
amplias impartidas por su poderdante. Indicaciones que se presentan de varios modos: externas,
de modo expreso en el poder documentado o verbal comunicado al tercero, de suerte que éste ya
conoce los límites de la conducta representativa; indicaciones internas, no reflejadas en un poder
más amplio, por ejemplo, que no trascienden de la relación representativa y por lo tanto, que no
podrán ser opuestas a terceros, quedando, sin embargo, el representante obligado a responder
ante el representado por la sujeción a las indicaciones recibidas; indicaciones de amplitud o
extensión de la representación; instrucciones de procedimiento, etc. De cualquier manera, parece
claro que el deber de conducta incluye la realización de todos los actos que, aun no estando
precisados, sean conexos o consecuencia de los encomendados.
Pero, incluso en esta hipótesis, debe informar al representado. Si no le resulta factible dar esta
información sobre la imposibilidad de cumplir el encargo, debe tomar las medidas indispensables
e idóneas para proteger los intereses encomendados.
Con relación a la licitud del encargo conferido, es recomendable tener en mente la regulación
contenida en el artículo 19 del Código Civil argentino, el cual señala que «si por ser ilícito el
mandato resultaren ganancias ilícitas, no podrá el mandante exigir que el mandatario se las
entregué; pero si siendo lícito el mandato, resultasen ganancias ilícitas por abuso del mandatario,
podrá el mandante exigir que se las entregue».
El deber de conducta lleva también aparejada la actuación personal (artículo 157), explicable por
la confianza. Sólo de un modo excepcional y, en cualquier caso, derivado también de la
confianza, puede el representante delegar o sustituir todas o parte de sus facultades. De ello se
hablará en su oportunidad.
Dentro de los deberes de información hay que citar dos casos que, aunque de dudosa aplicación
en el ámbito de la representación mercantil no deben soslayarse en la civil.
En primer lugar, que el representante está obligado a informar al principal acerca de aquellas
circunstancias que puedan determinar la modificación o revocación del poder.
En segundo lugar, que el representante podrá separarse de las instrucciones recibidas y llevar a
cabo el negocio cuando, siendo imposible comunicar al dominus nuevas circunstancias para él
desconocidas, se pueda suponer razonablemente que habría dado su aprobación al cambio.
Se ha discutido sobre la validez del pacto eximente de la rendición de cuentas. Creemos que no
hay nada que lo impida. En primer lugar porque la ley no lo prohíbe, como sí lo hace
expresamente en el caso de la representación legal, concretamente la tutela. (El artículo 794,
sobre albaceazgo, dispone que la estipulación del testador eximiendo al albacea del deber de
rendir cuentas se tenga por no puesta)
De otro lado, pensamos que se trata de un pacto que no infringe norma alguna de orden público
y, en cualquier caso, el propio interesado puede regular sus intereses como le plazca. Lo cual no
ha de significar, claro está, que a la luz de circunstancias específicas no pueda invocarse la
nulidad de acuerdo, o que por esta declaración de dispensa pueda actuar impunemente el
apoderado. Porque la rendición de cuentas, como decíamos al empezar, no sólo involucra dineros
anticipados o suplidos por el representado al representante, sino también recibidos de terceros y
otro tipo de bienes. En modo alguno, pues, la dispensa de rendición de cuentas podrá justificar
nada más -salvo indicación expresa- que la exención de explicación de las cantidades pagadas
por cuenta del poderdante, pero no liberación de justificación y entrega de bienes o dineros
recibidos en ejecución del encargo. Como toda cláusula liberatoria de obligación, deberá
interpretarse restrictivamente.
Con relación a las cantidades o bienes recibidos por el gestor en ejercicio de su función
representativa y que no se debieran al principal, queda el representante igualmente obligado a
entregárselos. La representación no justifica el enriquecimiento del apoderado sin autorización del
poderdante. Por lo mismo, los intereses, rentas y frutos en general de bienes susceptibles de
producirlos y que lleguen a estar en poder del apoderado, son del poderdante.
b.4) Otros deberes del representante. Aparte de los enumerados, en los artículos 147, 148,
153, 154, 155, 158, 161 y 166 que por separado se estudian, figuran anunciadas a cargo de los
representantes otras obligaciones.
En su caso también deberán tenerse presentes las obligaciones que surgen del contrato de
mandato.
No sin antes decir que el poder es el medio por el cual se efectiviza el otorgamiento de la
representación, es importante manifestar que en nuestro Código Civil la regla general es la
libertad de formas, por lo que el otorgamiento del poder no tiene una forma específica, salvo los
casos en que la ley así lo prescriba, como en el caso del poder para los actos de disposición o de
gravamen.
Por lo que dejamos expuesto, el poder que se otorgue para actos que no sean de disposición o
afectación del patrimonio del dominus tendrá tan solo una forma ad probationem. Pero, si se trata
de actos de disposición o de gravamen el Código Civil ha prescrito una forma ad solemnitatem, en
seguridad no solo del representado sino también del tercero contratante, que adquirida un
derecho con la debida certeza en cuanto a las facultades del representante y de la eficacia del
acto respecto del representado. Así, por ejemplo, según el artículo 156: “Para disponer de la
propiedad del representado o gravar sus bienes, se requiere que el encargo conste en forma
indubitable y por escritura pública, bajo sanción de nulidad”[1].
Por su parte el maestro Diez Picazo establece que; “Del negocio de apoderamiento surge
como efecto jurídico la concesión de un poder al representante por el que éste puede
ejercitar un derecho que es ajeno. (…) El poder otorga al representante facultades para
gestionar “asuntos” del dominus o poderdante”[2].
Ahora sobre los alcances de la representación es necesario hacer mención al artículo 155 de
nuestro Código Civil:
Artículo 155.- El poder general sólo comprende los actos de administración. El poder
especial comprende los actos para los cuales ha sido conferido.
Este artículo está inspirado en el 1632 del Código de 1936 y apunta que el poder formulado en
términos generales sólo autoriza para actos de mera administración. Se hace, pues, distinción
entre poderes generales y especiales. Precisando el concepto, hay que concordarlo con el
artículo 156, que señala que para disponer de la propiedad del representado o gravarla, la
facultad debe constar de modo indubitable y formalizarse por escritura pública.
Las facultades que se otorguen y la manera de mencionarlas nos permite hablar de[5]:
No sin antes decir que el poder es el medio por el cual se efectiviza el otorgamiento de la
representación, es importante manifestar que en nuestro Código Civil la regla general es la
libertad de formas, por lo que el otorgamiento del poder no tiene una forma específica, salvo los
casos en que la ley así lo prescriba, como en el caso del poder para los actos de disposición o de
gravamen.
Por lo que dejamos expuesto, el poder que se otorgue para actos que no sean de disposición o
afectación del patrimonio del dominus tendrá tan solo una forma ad probationem. Pero, si se trata
de actos de disposición o de gravamen el Código Civil ha prescrito una forma ad solemnitatem, en
seguridad no solo del representado sino también del tercero contratante, que adquirida un
derecho con la debida certeza en cuanto a las facultades del representante y de la eficacia del
acto respecto del representado. Así, por ejemplo, según el artículo 156: “Para disponer de la
propiedad del representado o gravar sus bienes, se requiere que el encargo conste en forma
indubitable y por escritura pública, bajo sanción de nulidad”[1].
Por su parte el maestro Diez Picazo establece que; “Del negocio de apoderamiento surge
como efecto jurídico la concesión de un poder al representante por el que éste puede
ejercitar un derecho que es ajeno. (…) El poder otorga al representante facultades para
gestionar “asuntos” del dominus o poderdante”[2].
Ahora sobre los alcances de la representación es necesario hacer mención al artículo 155 de
nuestro Código Civil:
Artículo 155.- El poder general sólo comprende los actos de administración. El poder
especial comprende los actos para los cuales ha sido conferido.
Este artículo está inspirado en el 1632 del Código de 1936 y apunta que el poder formulado en
términos generales sólo autoriza para actos de mera administración. Se hace, pues, distinción
entre poderes generales y especiales. Precisando el concepto, hay que concordarlo con el
artículo 156, que señala que para disponer de la propiedad del representado o gravarla, la
facultad debe constar de modo indubitable y formalizarse por escritura pública.
Las facultades que se otorguen y la manera de mencionarlas nos permite hablar de[5]:
a) Poderes especiales.
Son aquellos que se extiendan para un acto o negocio determinado o para un tipo de actos o
negocios. Así, por ejemplo, será especial el poder procesal, aun cuando comprenda diversos
actos jurídicos procesales o negociales (transacción en el proceso). O el poder para administrar
un edificio, que puede comprender hacer contratos de obra, de servicios, realizar cobros y pagos,
deslindes, etc.
En el espíritu de este artículo, el vocablo «acto» equivale tanto a acto jurídico como a actividad.
La modificación del patrimonio por reducción o sustitución del mismo, es acto dispositivo.
La utilización de los frutos o rentas del patrimonio puede ser acto de administración. Así, por
ejemplo, el representante que introduce obras en un inmueble del representado. Siendo
generales estos criterios, como se acaba de decir, siempre debe tenerse en cuenta al
representado y la naturaleza de su patrimonio (Véanse, entre otros, los artículos 51 y ss., sobre
bienes del ausente; 104, incisos 5 y 7, sobre asociaciones, fundaciones y comités no inscritos;
292, sobre administración ordinaria del hogar; 313 y ss. sobre bienes de la comunidad de
gananciales; etc. Del examen de estas normas puede apreciarse que ciertos actos normalmente
de administración son asimilados en su control a otros dispositivos).
c) Poderes expresos.
Son aquellos en los que se menciona expresamente la facultad para realizar ciertos negocios. El
poder expreso puede, a la vez ser general o especial.
La palabra revocación viene del latín revocatio que quiere decir nuevo llamamiento, dejar sin
efecto una decisión. La revocación del apoderamiento es un acto jurídico unilateral y recepticio. El
poderdante puede retirar los poderes, basado en la necesidad de ejercer personalmente su
potestad, o por haber perdido la confianza en el representante[1].
Sobre el particular, Soto Nieto[2] considera que las facultades de gestión de los propios intereses
no pueden quedar constrictivamente en manos ajenas, contrariando la voluntad recuperadora del
dominus. Solo éste debe decidir, a la luz de su razón y sus conveniencias, sobre la subsistencia o
acabamiento de la comisión empeñada, denunciando, en su caso, el vínculo contraído.
Por la revocación, la sola voluntad unilateral y recepticia del representado extingue el poder. El
representado puede revocar el poder en cualquier momento a su arbitrio, sin necesidad de dar
explicación sobre su decisión. La ley le confiere este derecho en resguardo de sus intereses. La
revocación puede ser hecha aun cuando la representación sea remunerada. En este caso, si el
representante ya había dado comienzo a la gestión, el representado deberá pagar los honorarios
proporcionalmente a los servicios prestados.
La revocación se fundamenta[4]:
Así también Luigi Ferri[6] nos explica que: La revocación es un negocio jurídico y “resulta
caracterizada por siguientes notas: a) es un acto jurídico unilateral; b) debe provenir del autor del
acto revocado; c) es siempre realizada extrajudicialmente; d) no es necesariamente condicionada
por circunstancias sobrevenidas o hechos nuevos”.
“La revocación “presenta todos los caracteres del negocio jurídico, comprendida la congruencia
de los efectos respecto a la causa”. Así las cosas, es un negocio extintivo con el cual “un sujeto
contradice su propia declaración de contenido negocial; y que seguidamente a la revocación el
ordenamiento niega relevancia a la declaración impidiendo que ella produzca (o concurra a
producir) efectos jurídicos”. La revocación “mueve un impulso de arrepentimiento que lleva al
autor del acto a rechazar aquello que quiso”[8].
El desistimiento proviene “no de las partes que han celebrado el contrato, sino de una sola de
ellas. La otra parte sufre las consecuencias del desistimiento. La voluntad de quien se aparta, por
tanto, no se realiza sólo sobre su precedente volición, pero incide, abrogandola, inclusive sobre la
volición de la otra parte”. (…) este derecho de desistimiento también tiene aplicación en el
contrato de mandato con representación[9].
Si hay varios representados entre los cuales no existe un interés común en la realización del acto
jurídico para el cual han designado apoderado, cada uno puede revocar el poder a su arbitrio. En
tal caso, el apoderado continuará obrando legítimamente por los demás representados que no
han revocado. En cambio, si los varios representados tienen un interés común en que el acto se
ejecute por el apoderado elegido, ninguno de ellos podrá revocar el poder sin el consentimiento
de los demás.
La norma del art. 150 es de carácter dispositivo, por lo que es de aplicación solamente a falta de
pacto en contrario o de norma especial que disponga otra cosa. Por ejemplo, la Ley General de
Sociedades, Ley N° 26887, dispone que el gerente de la sociedad anónima puede ser removido
en cualquier momento por el directorio o por la junta general mediante acuerdo adoptado por
mayoría (art. 187); el gerente de la sociedad comercial de responsabilidad limitada puede ser
separado de su cargo según acuerdo adoptado por mayoría simple del capital social, excepto
cuando su nombramiento hubiese sido condición del pacto social, en cuyo caso sólo podrá ser
removido judicialmente y por dolo, culpa o inhabilidad para ejercerlo (art. 287).
El texto del artículo es muy impositivo y severo, al no brindar la posibilidad que la representación
voluntaria, sea decidida por la voluntad de los representados en determinadas circunstancias.
Para los efectos del artículo 150, aquí se presume una voluntad colectiva necesaria, aunque en la
realidad primara el interés de alguno de los representados[1].
El Código Civil también se refiere a la revocación tácita que a tener del art. 151 se reproduce
cuando el representado designe a un nuevo representante para el mismo acto, o cuando el propio
dominus lo ejecute personalmente[1].
La regla del art. 151 que establece que se produce la revocación tácita cuando el representado
ejecuta el mismo el acto para el cual había otorgado poder, presenta excepciones, por ejemplo, el
art. 78 del C. P. C. dispone: “La representación judicial termina por las mismas razones que
causan el cese de la representador, o del mandato. Sin embargo, la ejecución de un acto
procesal por el representado, no supone la revocación del poder, salvo declaración explícita en
tal sentido”.
Si el primer poder es general y el segundo especial, subsiste el primer poder para los actos no
comprendidos en el segundo. Así está dispuesto, aunque con referencia al mandato, por el
segundo párrafo del art. 2164 del Código chileno que dice: «Si el primer mandato es general y el
segundo especial, subsiste el primer mandato para los negocios no comprendidos en el
segundo». El caso inverso a esta hipótesis está contemplado en el art. 1976 del Código argentino
que dispone:
“La procura especial no es derogada por la procuración general posterior, dada a otra persona,
salvo cuando comprendiese en su generalidad el negocio encargado en la procuración anterior”.
En resumen, habrá revocación tácita de la representación por designación de un nuevo
representante siempre que la primera y la segunda representación sean incompatibles.
Para que la revocación, expresa o tácita, produzca efecto debe comunicarse al representante.
Esta comunicación puede hacerse por cualquier medio, de palabra, por escrito, cartas simples,
cartas notariales, fax, aviso en los diarios, radio, televisión, notificación judicial, correo electrónico,
etc. Es menester que la noticia déla j revocación llegue al representante para que el poder expire
aun cuando esa noticia, lo haya adquirido de fuente distinta a la iniciativa del representado.
En cuanto a la representación judicial, la revocación del poder sólo surte efecto desde que el
representado comparece en el proceso por sí o por medio de nuevo apoderado. Al respecto, el
primer párrafo del art. 79 del C. P. C. establece: “En todo caso de finalización de representación
que tenga su origen en la decisión del representado capaz de actuar por sí mismo, cualquiera
que fuera la causal de cese, éste sólo surtirá efectos desde que la parte comparece al proceso
por si o por medio de nuevo apoderado, con independencia de la fecha o forma en que el cese le
haya sido comunicado al anterior”.
Con el fin de que el dominus se asegure de que el representante carezca del título de
representación necesaria para contratar con terceros, algunas legislaciones establecen que el
representado que revoca el poder tiene el derecho de exigir del representante la restitución de los
instrumentos que ha puesto en sus manos para la ejecución de la representación. Así, por
ejemplo, el Código chileno en su art. 2166, con referencia al mandato, expresa: “El mandante que
revoca tendrá derecho para exigir al mandatario la restitución de los instrumentos que haya
puesto en sus manos para la ejecución del mandato; pero de las mismas piezas que pueden
servir al mandatario para justificar sus actos, deberá darle copia firmada de su mano si el
mandatario lo exigiere”. El art. 1397 del Código italiano dispone: “El representante estará obligado
a restituir el documento del que resulten sus poderes, cuando éstos hayan cesado”.
Pero los artículos 149, 150 y 151 tienen un complemento en el artículo 152, que esta referido a la
comunicación de la revocación. Efectivamente, este dispositivo que “La revocación debe
comunicarse también a cuantos intervengan o sean interesados, en el acto jurídico”. Luego
agrega, “La revocación comunicada solo al representante no puede ser opuesta a terceros que
han contratado ignorando esa revocación, a menos que ésta haya sido inscrita. Quedan a salvo
los derechos del representado contra el representante” (…) La situación es muy clara. Si el
representante, no obstante tener conocimiento de la revocación de sus poderes, sigue utilizando
los mismos, está incurriendo en celebrar actos sin eficacia con lo cual puede perjudicar al
representado[2].
Respecto a los alcances precisos del fenómeno de la revocación existe aún discusión en la
doctrina, tomando en consideración diversos fenómenos –como el sucesorio-, sin embargo, se
puede afirmar que la revocación es un negocio unilateral, mediante el cual un sujeto contradice
una anterior declaración suya con contenido negocial, a la cual el ordenador niega relevancia,
impidiendo que ella produzca efectos jurídicos, es decir, la revocación extingue el negocio jurídico
existente.
Empero, esta cuestión de la irrevocabilidad, como excepcional que es, ha de estar sujeta a muy
claros criterios orientadores:
c) Que el pacto de irrevocabilidad, o en su caso, aunque no haya pacto, la propia naturaleza del
negocio o acto específico para el que se otorga el poder, tenga una duración limitada.
La norma suscita la duda de si el párrafo que cifra en un año la duración máxima es de aplicación
para las tres hipótesis que según el precepto consiente la irrevocabilidad (interés común, acto
especial o tiempo limitado), o sólo cuando, sin vincular la representación a un acto especial o
interés, no se establece plazo especial.
El doctor Vidal Ramírez nos explica que el poder irrevocable es una suigeneridad. El acto del
otorgamiento de la representación y el apoderamiento se orientan a la cautela del interés del
representado y por eso éste tiene la facultad de revocar el poder en cualquier momento. Sin
embargo, cuando no se trata de un apoderamiento irrevocable, el interés puede no ser sólo del
dominus y compartirlo con el representante y, aun, con un tercero, lo que implica la renuncia del
representado a ejercer su derecho a la revocación del poder[3].
El Código Civil se ocupa de la irrevocabilidad del poder en el artículo 153, según el cual “El poder
es irrevocable siempre que se estipule para un acto especial o por tiempo limitado o cuando es
otorgado en interés común del representado y del representante o de un tercero. El plazo del
poder irrevocable no puede ser mayor de un año”. La norma no registra antecedente en el Código
Civil de 1936 y se inspira en la propuesta de Carlos Cárdenas Quirós a la Comisión Revisora.
Otra forma de apreciar la norma del artículo 153 es la manifestada por Gonzáles Loli, a la
pregunta: “¿Es irrevocable el poder irrevocable? Y se ha respondido con una norma interpretativa:
“El poder es irrevocable siempre que se estipule en interés común del representado y del
representante o de un tercero, debiendo ser para un acto especial y por tiempo limitado. El plazo
del poder irrevocable no puede ser mayor de un año”. Explicando esta propuesta normativa para
el 153 se expresa que solamente “en el interés de alguien distinto al representado puede justificar
la irrevocabilidad del poder, siendo más bien que no tiene sentido lógico alguno sustentarla en la
especialidad del acto o en la temporalidad limitada de apoderamiento”[6].
En contraposición al Dr. Gonzáles Loli, el Dr. Rómulo Morales Hervías, responde a la siguiente
interrogante: “Entonces, ¿El artículo 153 del Código Civil regula la irrevocabilidad del poder? La
respuesta es negativa. Sustancialmente, la regulación de la norma corresponde al impedimento
de ejercer el derecho de desistimiento del mandante en el marco de un contrato de mandato con
representación a fin de proteger al mandatario o a los terceros. El contrato de mandato, que
produce la relación jurídica subyacente, es el fundamento del llamado “poder irrevocable”. El
contrato de mandato confiere un “poder” al mandante a diferencia del negocio de apoderamiento
que otorga un poder al representado de carácter totalmente revocable. Correctamente es
apropiado denominar “impedimento del ejercicio del derecho de desistimiento” en lugar de “poder
irrevocable” en el marco de un contrato de mandato con representación”[7].
Opinión que no es compartida por el maestro Lohmann Luca de Tena, Guillermo, el mismo que
expresa la existencia del poder irrevocable, y los supuestos en los cuales se configura, es decir
"debe existir la necesidad de un legítimo interés - concreto y objetivado - exclusivo del
representante o conjuntamente con un tercero, que sea digno de protección jurídica, el cual existe
siempre y cuando medien facultades especiales, las mismas que se confieren para actos
específicos, o cuando la irrevocabilidad es el medio de asegurar la satisfacción de intereses y
constituye estipulación esencial en un marco contractual"[8]. Se infiere de esta forma que para el
maestro Lohmann Luca de Tena, el artículo 153 si regula el poder irrevocable.
En efecto los juristas, incurrieron en el error de situar la relación jurídica entre representante y
representado en la órbita del contrato del mandato, equiparando los conceptos de mandato y
representación.
Así Bartolo sostenía que “si el mandatario actúa en los límites de sus atribuciones, los efectos del
acto por el realizado recaen automáticamente sobre la persona del mandante”.
Por su parte, Domat planteaba en su obra “Las Leyes Civiles en su Orden Natural”, tomo I, Parte
Primera, De las Obligaciones, libro I, título XV, sección 1, lo siguiente: “El mandato es un acto por
el cual aquel que no puede dedicarse por si mismo al desempeño de sus negocios, da poder a
otro de hacerlo en su lugar, como si él mismo estuviese presente, ya que solo deba ocuparse
aquel en el simple cuidado de algunos bienes o negocios, o bien para tratar con otros…”.
En nuestros días, la opinión de algunos conocidos tratadistas pone en evidencia que la confusión
de conceptos continúa:
Henri, León y Jean Mazeaud definen el mandato como “el contrato por el cual el mandante
concede al mandatario el poder de representarlo”.
Roberto de Ruggiero señala que “el encargo conferido a una persona para que realice por cuenta
nuestra y en nuestro nombre uno o más negocios jurídicos, de modo que los efectos del negocio
realizado se enlacen a nuestra persona, como si nosotros mismos lo hubiésemos efectuado, se
llama técnicamente mandato”.
Spota señala que “por mandato debemos entender el acto jurídico por el cual una persona
confiere poder a otra para celebrar uno o más negocios jurídicos por cuenta y en interés de
aquel”.
En cuanto a la codificación conviene citar el Código Civil francés de 1804 que establece que “el
mandato o procuración es un acto por el cual una persona da a otra el poder de hacer alguna
cosa por el mandante y en su nombre” (artículo 1984).
Este precepto constituye el punto de partida en el plano de esa codificación, de la errónea
equiparación del mandato y la representación –nótese que el artículo 1984 del Código francés
llega a considerar sinónimos al mandato y el apoderamiento-, que luego se extendió,
desafortunadamente, a gran cantidad de códigos.
El Código de 1936 no fue una excepción a esa censurable tendencia. Si bien el artículo 1627
establecía que “por el mandato, una persona encarga el desempeño de ciertos negocios, a otra
que los toma a su cargo” –definición que por cierto responde a las características propias del
mandato-, el artículo 1640, según el cual “el mandatario está obligado a expresar en todos los
contratos que celebre, que procede a nombre de su mandante”, aclara –por decirlo de algún
modo- que para el legislador de 1936 la representación era un elemento que integraba el contrato
de mandato.
A los efectos de recalcar la distinción, conviene mencionar las características del mandato. Al
hacerlo, se irán advirtiendo las diferencias.
De la atenta lectura del texto del ilustre jurista y de los artículos citados, se aprecia que el
mandato tiene por finalidad vincular obligacional y contractualmente al mandante y mandatario
para que una cierta actividad de éste repercuta en el primero. No se trata, sin embargo, de una
actividad abstractamente considerada, sino que una vez aceptado el mandato el mandatario
asume obligaciones (fundamentalmente de dar o hacer) que se traducen en el desempeño de las
actividades que le son encargadas.
Ahora bien, por el encargo que se confiere al mandatario para que desempeñe cierta actividad
sólo se le faculta, en primera instancia, para que actúe en interés del mandante y por su cuenta,
pero no necesariamente en su representación. Es decir, en la ejecución del mandato se atiende
fundamentalmente a realizar un servicio personal, al cumplimiento de un encargo, pero no a
hacerlo en nombre de una persona, sino por su cuenta. El mandante desea que el resultado de la
actividad del mandatario repercuta finalmente en sí y no en éste, sin que sea relevante el modo
en que el mandatario actúe ante el tercero.
La actividad representativa, desde luego, es más amplia y rica. En ésta, el representado puede
instituir al representante con una facultad de actuación en su nombre (en caso de representación
directa), pero sin que el representante necesariamente se obligue a tal actuación, a pesar de la
sutil insinuación de los artículos 148, 154, 157 y algún otro. En la representación, por
consiguiente, interesa más la capacidad jurídica del representado para actuar por su
representado, que el negocio que pueda ser objeto de actividad al cual propiamente está dirigido
el mandato.
Por virtud de la representación, empero, no concurre un deber hacer o dar del representante sino,
más bien, un poder hacer o poder dar con efectos finales para el representado.
Esta realidad explica que el ámbito de la representación exceda, como ya se ha dicho, de la
institución negocial y tenga relevancia en otros campos jurídicos en los que se admite con plena
eficacia la sustitución de la persona y la voluntad del finalmente interesado. La actitud típica y
normal del mandato se agota, por el contrario, en el campo negocial: realizar actos jurídicos para
lo cual le ha conferido encargo el mandante. De lo expuesto se infiere que el mandato o, mejor
dicho, su eficacia se perfecciona con la necesidad concurrencia de dos voluntades, la del
mandante y la del mandatario.
En este sentido, el mandato apunta a regular entre el mandante y el mandatario la relación entre
ellos se deriva por la actividad que aquel encomienda a éste. La representación, precisamente,
trasciende al tercero a quien le interesa no la relación interna entre representante y representado,
sino que el representante pueda comprometerse en nombre ajeno.
La representación es, si se quiere, el lado externo del interés del representado, pues trasciende a
terceros y al conocimiento de ellos se dirige el otorgamiento del poder; el mandato es el lado
interno, pues sus características plasman los deberes del mandatario para el mandante, en
función del encargo conferido.
Así concebido el mandato, se advierte que puede haber representación con mandato, mandato
sin representación y representación sin mandato. Por este motivo, resulta acertada la observación
de Diez Picazo cuando apunta la distinción entre la relación originante de la representación, que
puede ser un mandato o un contrato de servicios u otro distinto, y la relación representativa entre
representante y representado.
En tal sentido, el profesor Morales nos ha recordado que “el poder de representación, en cambio,
o es más que legitimación”[6].
En cambio, el mandato es un contrato con efectos obligatorios a través del cual el mandatario
ejecuta un servicio personal en nombre propio, pero por cuenta e interés ajeno. Dado esto, se
requiere que se realice un negocio adicional de transmisión de efectos para que el mandante
adquiera el derecho materia del mandato[7].
Siendo así, varias diferencias saltan a la vista, partiendo de la premisa de que la representación
es un negocio unilateral y el mandato es un contrato. En tal sentido, se puede afirmar que el
apoderamiento no impone una obligación de actuar, a diferencia del mandato del cual si surge
una relación obligatoria, es decir que el dominus negotti no puede exigir al apoderado el
cumplimiento del encargo conferido: el representante está facultado para actuar, pero no obligado
a hacerlo[8].
Si esto es así, es claro que estamos frente a dos institutos que tienen sus propias características,
lo cual no puede ser tomado a la ligera, dado que celebrar uno u otro nos puede llevar a
consecuencias distintas[9].
a) Revocación del poder. La revocación es causa de extinción que puede operar respecto de los
poderes, parcial o totalmente, si el representado decide disminuir las facultades que confirió con
el apoderamiento y mantener la representación o si decide extinguirlos en su totalidad y, de este
modo, extinguir también la representación. Su fundamento es la pérdida de la confianza en el
representante[2]. Como acto ad nutum, la revocación es unilateral, siendo el propio interesado el
llamado a revocar los poderes y la representación. Es evidente la unilateralidad del acto
revocatorio y su carácter recepticio, ya que es indispensable que sea puesto en conocimiento del
representante y así lo enfatiza la norma del art. 151 que señala como requisito para que la
revocación surta efectos que le sea comunicada al representante. Pero, además, el carácter
recepticio que tiene la revocación está también enfatizado en el art. 152 en cuanto requiere que
“La revocación debe comunicarse también a cuantos intervengan o sean interesados en el acto
jurídico. La revocación comunicada sólo al representante no puede ser opuesta a terceros que
han contratado ignorando esa revocación, a menos que ésta haya sido inscrita. Quedan a salvo
los derechos del representado contra el representante”[3]. El acto revocatorio no tiene forma
prescrita sino un requisito de publicidad. En todo caso, depende de la forma utilizada para el
otorgamiento de la representación y el conferimiento de los poderes, debiéndose tener en
consideración que la inscripción en el Registro de Mandatos y Poderes es facultativo y tiene un
carácter declarativo, más no constitutivo, salvo el caso de los poderes que la ley exige que deban
ser necesariamente inscritos, como el de los gerentes y apoderados de las sociedades[4].
b) Remoción del representante (ejemplo, arts. 554, 557, 558, 614, 795)[5].
c) Realización del acto encomendado. El código contempla algunos casos. Por ejemplo, art.
796.2, 1801[6].
k) Cuando el acto de otorgamiento del poder es nulo (arts. 219, 161, 163, 166)[15].
l) El poder para contraer matrimonio caduca a los seis meses de otorgado (art. 264)[16].
Conclusiones
La representación es pues una forma de cooperación que tiene una importancia práctica
considerable porque permite la realización de actos jurídicos en aquellos casos en que es
imposible la actuación personal o no es aconsejable. Hace posible que una persona pueda
realizar varios actos jurídicos al mismo tiempo en el mismo lugar o en lugares distintos por más
distantes que éstos se encuentren, multiplicando así las posibilidades de actuación del sujeto.
Téngase en cuenta la idea que tiene el maestro Vidal Ramírez sobre la interpretación y como es
que este gran jurista establece que esta figura jurídica viene a reparar un defecto en la
manifestación de voluntad, a fin que esta alcance el fin que se ha propuesto, pues consiste, en
suma, en una indagación de la voluntad efectiva del agente en el acto unilateral, o de la voluntad
común de las partes si se trata de actos bilaterales o plurilaterales.
Las modalidades del acto jurídico son ciertos elementos accidentales que modifican los efectos
normales del acto sea tornando incierta la existencia de sus efectos (Condición) limitando el
tiempo de sus efectos (plazo) o limitando la ventaja económica del beneficiario de un acto de
liberalidad (cargo).
Aprendizajes esperados
Conozcamos ahora las capacidades y actitudes a desarrollar en este primer tema:
Capacidad
Identifica las distintas formas de interpretar un acto jurídico, así también identifica cada una
de las modalidades del acto jurídico.
Actitudes
4.1. Generalidades.
La interpretación como lo establece el Dr. Gutiérrez Camacho es la actividad por excelencia del
operador jurídico. La función de interpretar es la de indagar por la razón de ser de la ley o del acto
jurídico. No es posible aplicar el Derecho sin interpretar. Consciente de esta importancia nuestro
codificador ha incluido en el Código Civil normas sobre interpretación del acto jurídico estando
estos preceptos regulados en el artículo 168, 169 y 170 del Código Civil.
Se tiene la posición, que “la indagación del verdadero sentido y alcance de la manifestación o
manifestaciones de voluntad que lo han generado y le han dado contenido con la finalidad de
precisar y normar sus efectos. La interpretación de la voluntad, a fin de que esta alcance el fin
que se ha propuesto, pues consiste, en suma, en establecer lo que la parte o partes del acto
jurídico han manifestado y asegurar por este medio, la preservación de lo que cada sujeto ha
querido y expresado”[1].
La interpretación es función de los jueces, árbitros, legisladores, estudiosos del derecho así como
también de cualquier persona natural, pues estas interpretaciones tendrán como fin que se tome
ciertas decisiones que darán nacimiento a ciertos efectos jurídicos.
Un debate que aparece en la doctrina es si las normas interpretativas son también normas
imperativas o normas dispositivas, el pensar que son normas dispositivas equivale a decir que los
criterios interpretativas recogidos en el Código Civil son simples recomendaciones, consejos que
proporciona el Código a los intervinientes en un acto jurídico, hoy aparece claro que las normas
interpretativas tienen carácter vinculante, pues los mandatos del legislador no son consejos y
porque tales reglas representan un límite a las arbitrariedades interpretativas.
La posición mayoritaria establece que se tratan de normas imperativas que en ningún caso las
normas pueden dejar de lado, derogar ni siquiera en materia contractual, sin embargo las partes
pueden incluir dentro de la creación y regulación de un acto jurídico reglas interpretativas que
actuaran como complemento de las disposiciones del Código Civil. No olvidemos que estos
criterios vinculan a los sujetos intervinientes en el acto jurídico y sirven para que estos realicen
una interpretación auténtica o en su defectos sea un tercero quien le de sentido a un acto jurídico
oscuro.
De igual manera encontramos la opinión de Juan Espinoza Espinoza siendo esta la siguiente:
“Las normas de interpretación reguladas en el Código Civil peruano tienen carácter imperativo. La
Ratio de estas es que se establezca una relación jurídica justa y eficiente. No se podría concebir
una clausula en al cual se acuerde que la interpretación sea contraria al principio rector de la
buena fe. ¿Cabría que se pacte, en términos generales, interpretar asistemáticamente, en contra
de la naturaleza y objeto del cato jurídico, o en contra del adherente? La respuesta correcta es la
negativa. Las normas prescritas en los arts. 168, 169, 170 y 1362 C.C[2], son un contenido
mínimo de reglas a las cuales deben someterse los particulares y los operadores jurídicos.
Sin embargo, ello no implica que, adicionalmente, las partes (o quien manifieste su voluntad)
establezcan otras reglas de interpretación y, en tanto no contravengan otras normas imperativas,
ni sean contrarias al orden público o a las buenas costumbres (art. V T.P. C.C.), estas son
plenamente válidas y eficaces. Tal es el caso, por ejemplo, que las partes acuerden, que en caso
de contradicción entre un contrato y un anexo del mismo, prevalezca el primero. Mal haríamos en
pensar que se trata de una interpretación asistemática, por cuanto las partes, en ejercicio de la
autonomía de la privada, están decidiendo su propia jerarquía normativa, entendida esta última,
en el sentido de regla de conducta establecida entre los particulares (no como mandato general
con eficacia social)”[3].
Este tipo de interpretación también es conocida como literal, se debe tener en cuenta que toda
interpretación debe iniciar con lo que las partes han declarado de forma expresa para la
celebración del acto jurídico. Esta interpretación así como todos las demás clases de
interpretación reguladas en nuestro cuerpo privado deben basarse y realizarse en base a la
buena fe, no tomando partida en esta oportunidad por la buena fe creencia o buena fe subjetiva
sino más bien por la buena fe lealtad o buena fe objetiva que es la que se aplica en la
observancia de reglas y conducta de lealtad, buen comportamiento en la celebración de los actos
jurídicos.
Respaldando la posición del Dr. Gutierrez Camacho no hay duda de que una interpretación
objetiva, como quiere el código, debe partir de la fórmula de que las partes se han valido. Es la
señal, el referente obligado salvo que entre el verdadero sentido del acto y el texto haya una
contradicción flagrante. En este punto cabe interrogarse si cuando un texto o una conducta es
suficientemente clara es posible buscar cuál fue la verdadera voluntad del otorgante. Para
responder a esta pregunta, sin apartarse del carácter voluntarista que le es propio al acto jurídi co,
basado en razones de seguridad legal el código parece recoger verdaderamente en su artículo
168 el antiguo brocardo in claris non fit interpretatio, e impedir con ello que un texto claro sea
objeto de conjeturas innecesarias. Por consiguiente, si no hay un divorcio flagrante entre lo
declarado y lo querido no deberá a recurrirse para su interpretación a elementos extrínsecos.
Sin embargo muchas veces las palabras por sus múltiples significados pueden desvirtuar la
voluntad del declarante, en ese sentido será necesario conocer la real intención, es decir, ir más
allá de las palabras, en ese sentido en el libro de las fuentes de las obligaciones del Código Civil
encontramos la siguiente regulación:
El segundo párrafo del artículo antes mencionado contiene un criterio interpretativo, que se refiere
a la presunción de que lo declarado responde a la voluntad de las partes.
De igual manera existen otras normas que encierran en su regulación otros criterios
interpretativos, estas normas serían las siguientes:
El artículo 1362, en el cual se recoge que los contratos se interpreten según la común voluntad de
los contratantes y no según la voluntad individual de cada contratante, lo que además deberá
hacerse en el marco de la buena fe;
Así también el artículo 1401, el cual sanciona el principio contra preferente para la interpretación
de las cláusulas generales de contratación, las cuales por lo general son estipuladas en beneficio
de una de las partes de la relación contractual.
Ahora, también es importante tener en cuenta que la interpretación del acto depende en función
del contexto sistemático y funcional al que pertenecen, por ejemplo un acto jurídico sucesorio
será siempre interpretado haciendo un esfuerzo por conocer la última voluntad del causante,
mientras que un acto jurídico netamente mercantil será interpretado teniendo siempre presente el
principio favor negoti.
En fin no solo hay que tener en cuenta este y los demás artículos sobre interpretación contenidos
en el Libro II del Código Civil sino también otras normas que contienen reglas o principios
interpretativos que ayudan y mucho siempre teniendo en cuenta también el contexto de la
interpretación.
Las cláusulas de un contrato deben interpretarse siempre teniendo en cuenta que estas son parte
de un todo, estas estipulaciones constituyen una totalidad negocial y que por lo tanto para un
correcto funcionamiento del mismo se debe interpretar de manera sistemática es decir se deben
vincular las estipulaciones en el negocio concreto para entender el acto jurídico celebrado.
El Doctor Eric Palacios haciendo análisis del artículo en cuestión en la obra “Código Civil
Comentado” plantea el siguiente supuesto: “Así, por ejemplo, si en un contrato de compraventa
que tiene como objeto un terreno, en una de sus cláusulas se utiliza como criterio de identificación
el que éste sea colindante con otro terreno, también de propiedad del vendedor, destinado a la
construcción de una guardería infantil. La frase "destinado a la construcción de una guardería
infantil", puede ser interpretada, al menos, en una duplicidad de sentidos, y ser, por tal razón,
ambigua. Por un lado, puede entenderse que ella sirve solo como mera descripción, resultando
superflua; y, por otro, puede atribuírsele la categoría de una verdadera obligación del vendedor
frente al comprador interesado en que, por decir, se construya la guardería para efectos de que
su cónyuge pueda trabajar. El problema quedaría resuelto, suponiendo que exista una cláusula
adicional en donde el comprador se obliga a suministrarle parte del material de construcción
dirigido a tal finalidad. Resulta entonces patente cómo, por necesidad lógica, solo de la interpreta-
ción de las dos cláusulas en su conjunto puede establecerse que la referencia efectuada a la
destinación del terreno colindante constituye propiamente una obligación del vendedor”.
Por lo que no debe olvidarse que los actos jurídicos están constituidos por varias cláusulas o
estipulaciones, lo que constituye una unidad conceptual y para su correcta interpretación se debe
considerar el acto integralmente ya que si no se hiciera esto, no se sabría a ciencia cierta qué es
lo que realmente se ha querido celebrar.
No olvidemos como no lo hace el Dr. Morales Hervias que Interpretar el negocio es la operación
que determina el significado jurídicamente relevante de aquello que las partes han dispuesto. Es
la determinación del significado jurídicamente relevante del negocio, y se desarrolla como un
proceso lógico-jurídico, que debe cumplir con los principios de la lógica y los criterios jurídicos
interpretativos (individuales y típicos). Para determinar el significado se deberá tener como
objetos a las declaraciones, a los comportamientos y a los documentos formulados por las partes.
Este tipo de interpretación considera el tipo negocial, es decir considera mucho qué clase de acto
jurídico se ha celebrado y la finalidad de este en su aspecto objetivo.
Este tipo de interpretación es también llamada interpretación finalista, integral o causalista, este
tipo de interpretación busca tener en cuenta la causa concreta de la celebración del acto jurídico
para determinar correctamente cual es el significado concreto del acto jurídico que las partes han
deseado celebrar.
Se le denomina causalista por que este tipo de interpretación es un criterio interpretativo que
indica que las expresiones comprendidas en el negocio que tengan varios significados, deben ser
entendidas en aquél que sea más conveniente o corresponda mejor a la naturaleza del negocio.
Este criterio es causalista porque se dirige a investigar el significado del negocio en coherencia
con la causa concreta del mismo. Más aún, este criterio se comprende mejor a través del
significado de los términos según la economía del negocio y su contexto.
Entonces la causa concreta va a justificar el negocio y su regulación y por lo tanto puede aclarar
el significado de las declaraciones, de los comportamientos y de sus documentos y así vencer
ciertas incoherencias que podrían aparecer, en conclusión hay que averiguar la causa pues es un
elemento esencial en el negocio celebrado.
Téngase en cuenta que la operación hermenéutica individual y causalista está dirigida a hacer
congruente el negocio en concreto.
Es una circunstancia externa que, sin ser prevista como condición del negocio, constituye un
presupuesto objetivo general (condición de mercado y de la vida socioeconómico cultural que
incide sobre la economía del negocio concreto) y específico (circunstancia particular sobre la
calidad de las partes que subordina las situaciones jurídicas subjetivas y las relaciones jurídicas).
(…) Por consiguiente, todo negocio debe procurar causas lícitas y merecedoras de tutela según el
ordenamiento jurídico en atención a las circunstancias existentes al tiempo de su formación,
celebración y ejecución. La causa debe existir en la formación del contrato y durante su
celebración, y subsistir durante su ejecución.
Primer ejemplo:
Los dos ejemplos prueban que para determinar la invalidez o la ineficacia de un negocio, es
necesario saber la causa del negocio la cual se expresa en una presuposición. La presuposición
es una situación de hecho o de derecho que las partes habían tenido presente como premisa
implícita, donde se verifica una hipótesis de nulidad del contrato si falta la presuposición al
momento de la celebración del negocio; y donde se verifica una hipótesis de resolución del
contrato no imputable por las partes si la presuposición se vuelve irrealizable en la fase ejecutiva
del negocio ya celebrado.
4.5.1 LA CONDICIÓN
4.5.1.1. Definición
La condición es un evento- hecho-acontecimiento, futuro e incierto al cual las partes,
arbitrariamente subordinan el nacimiento o la extinción de los efectos del acto jurídico sujeto a
esta modalidad. Es decir que los efectos del acto jurídico que ya se celebró están supeditados a
dicho acontecimiento, pues de su verificación va a depender que los efectos se generen o se
extingan. Queda claro entonces, que cuando se habla de un acto jurídico condicional, el acto
jurídico existe, es decir es válido, lo que está supeditado al cumplimiento dela condición son los
efectos, pues de su verificación va a depender el nacimiento o la extinción de los mismos.
4.5.1.2. Características
- Incertidumbre.- Esta característica se refiere a la incertidumbre que existe en cuanto a la
verificación del evento puesto como condición. Es decir no se tiene la certeza de que se va a
cumplir, como tampoco de que no se va a cumplir, aun cuando sea más o menos probable. Para
poder hablar de una condición propia, la incertidumbre debe ser objetiva, es decir que la
inseguridad respecto al cumplimiento de la condición debe ser general, de todos, y no solamente
de quienes han celebrado el acto jurídico.
4.5.1.3. Clases
- POR SUS EFECTOS
Condiciones Suspensivas.- es aquella que subordina la eficacia (nacimiento de los efectos) del
acto jurídico a la verificación del evento puesto como condición. En otras palabras el acto jurídico
es válido e ineficaz desde su celebración, mientras no se verifique el evento puesto como
condición, una vez que se verifica el cumplimiento del evento, el acto jurídico es válido y adquiere
eficacia y en consecuencia, pueden ejercitarse todos los derechos y exigirse el cumplimiento de
las obligaciones que del acto se deriven. Si no se logra verificar el evento puesto como condición,
en el plazo señalado, el acto jurídico adquirirá una ineficacia permanente. Por ejemplo: Juan y
José con fecha 10 de enero del 2005 celebran un contrato de donación sobre un automóvil
y en una de las cláusulas establecen una condición suspensiva, esto es que dicho contrato
surtirá efectos si es que José culmina sus estudios de derecho en el presente ciclo
académico con un promedio ponderado de 15. De no cumplirse tal hecho puesto como
condición el contrato no surtirá efecto alguno para las partes, de lo contrario de verificarse
el cumplimiento del hecho el acto jurídico de donación adquiere todos los efectos que le
son propios.
Condiciones Resolutoria.- es aquella que subordina la ineficacia (extinción de los efectos) del
acto jurídico a la verificación del evento puesto como condición. En otras palabras el acto jurídico
es válido y eficaz desde su celebración mientras no se verifique el evento puesto como condición,
puesto que una vez que se verifica el cumplimiento del evento, los efectos del acto jurídico se
extinguen es decir se convierte en ineficaz. Si no se logra verificar el evento puesto como
condición, en el plazo señalado, el acto jurídico sigue produciendo sus efectos como si fuese un
acto puro.
Por ejemplo: María con fecha 10/01/05 celebra un contrato de arrendamiento con José de
un departamento, por el plazo de 2 años, pero ambas partes establecen en una de sus
cláusulas una condición resolutoria, que el contrato quedará sin efecto si José no logra
ingresar en el plazo de seis meses a la Academia de la Magistratura. Es decir que si José
no logra ingresar a la Academia hasta el 10/07/2005 el contrato quedará sin efecto, y el
arrendatario tendrá que devolver la posesión del inmueble y el arrendador dejará de cobrar
la renta, de lo contrario el contrato surtirá sus efectos hasta el vencimiento del plazo
10/01/07.
- POR EL CUMPLIMIENTO DEL EVENTO(Art. 172 CC es nulo el acto jurídico cuyos efectos
están subordinados a condición suspensiva que dependa de la exclusiva voluntad del deudor)
Propia.- Cuando el hecho puesto como condición es física y jurídicamente posible y que además
no son de necesaria verificación. Es decir cuando existe la posibilidad fáctica de que se realice,
cuando no contraviene el ordenamiento legal, el orden público y las buenas costumbres y cuando
existe incertidumbre en cuanto a su verificación.
4.5.1.4. Fases del acto jurídico sujeto a condición (art. 173 cc)
FASES DE PENDENCIA DE LA CONDICIÓN
La fase o periodo de pendencia, es el lapso que trascurre, desde la celebración del acto jurídico
sujeto a condición, hasta el vencimiento del plazo, momento en que se podrá verificar su
cumplimiento o incumplimiento.
- Solicitar el reconocimiento del documento por el que conste el derecho condicional.
- Solicitar la inscripción registral del documento que constituya un derecho real subordinado a
condición o el gravamen que garantiza el crédito condicionado.
- Solicitar inventario de bienes y realizar actos o reclamar que se adopten medidas destinadas a
impedir la destrucción, pérdida o deterioro de los bienes sujetos a entrega o devolución.
Es la etapa en la que resulta ser cierto que el evento puesto como condición no se ha cumplido, ni
se podrá cumplir por causa no imputable a la parte que tenía interés contrario a la verificación
(parte deudora). Si no se ha cumplido la condición suspensiva, el acto adquiere una ineficacia
permanente, y si es una condición resolutoria, los efectos nacidos condicionalmente, pasan a ser
definitivos.
También se considerará cumplida la condición negativa, si antes del cumplimiento del plazo, por
causas sobrevinientes a la celebración del acto jurídico, se tiene la certeza de que el
acontecimiento ya no podrá realizarse. Por ejemplo Carlos celebra un contrato de compra
venta con Raúl con la condición de que esta surtirá efectos si Raúl no contrae matrimonio
este año con Celia. Celia fallece, en el mes de octubre, lo que significa que la condición ya
se cumplió, pues no será necesario esperar hasta el 31/12/11, para ver contrae matrimonio
o no, pues se tiene la certeza de que el evento puesto como condición no se va a
realizar.
El segundo párrafo del artículo en mención, regula la figura inversa, el cumplimiento malicioso, es
decir el supuesto, en que sea la parte a quien beneficia el cumplimiento de la condición, vale decir
el acreedor, el que actuando de mala fe, dolosamente, consiga que en la realidad la condición se
cumpla; no obstante esto, como sanción a su mala fe, jurídicamente se considera no
cumplida. Por ejemplo: La empresa Vallejo celebra un contrato de donación con Luis, de
profesión atleta, con la condición de que si Luis gana la carrera de atletismo este domingo
la donación surtirá efectos. Para esto Luis se inyecta una droga que le permite ganar la
carrera, es decir cumplir la condición. En este supuesto no obstante que en la realidad la
condición se ha cumplido, jurídicamente la ley lo sanciona como si no se hubiera
cumplido, es decir no surte efectos.
- El plazo es un derecho, que tiene como correlato una obligación. En cambio el término es un
punto en el tiempo.
- El plazo es un lapso, es el transcurso del tiempo más o menos extenso, durante el cual se
puede o no ejercer un derecho, o esta suspendida su exigibilidad. En cambio el término es una
cuestión objetiva, es un instante a partir del cual los efectos del negocio empiezan o concluyen.
Por eso hay que diferenciar entre momento como término y periodo como plazo.
- El plazo es un intervalo entre el término inicial y el término final. En cambio el término es el
primer y último día del plazo. Es decir el termino constituye un único momento en el tiempo,
perfectamente identificable, en cambio el plazo constituye una sucesión de momentos que
pueden ser de duración determinada o indeterminada.
4.5.2.2. Definición
El plazo es una modalidad de los actos jurídicos, por la que se subordina la exigibilidad o la
extinción de los efectos de estos, al transcurso de un espacio de tiempo. Es decir, lo que se
posterga con el plazo es la exigibilidad o la extinción de los efectos. El acto jurídico se celebra y
es eficaz, lo que se suspende es la exigibilidad de sus efectos o la extinción de los mismos.
4.5.2.3. Características
- Arbitrariamente pactado por las partes.- Para que el plazo constituya una modalidad de los
actos jurídicos, su incorporación dentro de la estructura del acto, depende exclusivamente de la
voluntad de las partes. Pues este tipo de actos jurídicos puede celebrarse con o sin plazo.
- Futuridad.- El plazo, por su propia naturaleza, tiene que ser futuro con relación al momento en
que se celebra el acto jurídico. Es imposible pactar un plazo hacía atrás, hacia el pasado, pues el
plazo corre, conforme pasa el tiempo.
- Certidumbre.- Está referido a que el evento se va a producir con seguridad, pero hay que
tener en cuenta que la certeza, no necesariamente tiene que ver con la imposición de una fecha,
sino que está referido al hecho que va a poner fin al plazo, o mejor dicho a la llegada del término
final, pues debe tratarse de un acontecimiento de necesaria producción, aun cuando se ignore la
fecha exacta de un acaecimiento, como puede ser por ejemplo la muerte de una persona.
- Posibilidad física.- Está referido a que la llegada del término final debe ser posible de
acuerdo con las leyes físicas y las premisas universalmente aceptadas.
4.5.2.4. Clases
POR SUS EFECTOS (Art. 178 CC)
Plazo Suspensivo.- es aquel plazo que retraza la exigibilidad de los efectos del acto jurídico.
Pues el acto jurídico, genera sus efectos en el momento mismo de su celebración, lo que sucede
es que la exigibilidad de los efectos se suspenden, hasta el vencimiento del plazo. Es decir, que,
celebrado el acto jurídico sujeto a plazo suspensivo, los derechos y obligaciones, que típicamente
se derivan del mismo, ya se generaron, sin embargo su exigibilidad y cumplimiento es lo que se
difiere hasta el vencimiento del plazo, momento a partir del cual, la parte activa de la relación
podrá exigir el cumplimiento de las obligaciones y la parte pasiva, tendrá que cumplir la prestación
a su cargo.
Por ejemplo: la Inmobiliaria San Vicente celebra con fecha 26/10/2011 un contrato de
compra venta a plazos de un departamento con Diana, por el cual la Inmobiliaria se
compromete a entregar el bien a Luis, y este a pagar el precio del bien en el plazo de dos
meses (26/12/2011), lo que significa que durante ese lapso (26/10/2011 hasta antes del
26/12/2011), la inmobiliaria como parte vendedora no podrá exigirle al comprador que
pague el precio, ni el comprador estará en la obligación de cumplir con el pago, sino hasta
la fecha del vencimiento.
Plazo Resolutorio.- Es aquel lapso de tiempo, durante el cual, los efectos del acto jurídico, son
plenamente exigibles, es decir durante este intervalo se pueden exigir los derechos y deben
cumplirse las obligaciones. Este periodo transcurre desde la celebración del acto jurídico hasta el
vencimiento del plazo y la llegada del término final, que determina la extinción de los efectos.
POR SU DURACIÓN
Plazo Determinado.- es aquel, donde la duración del plazo está determinada con toda precisión,
de manera que sabemos cuándo comienza y cuando concluye. Por ejemplo: con fecha
25/10/2011 Carlos celebra un contrato de mutuo de $5000.00, con Roberto, por el plazo de 6
meses (25/04/2012), fecha en que el mutuante Carlos podrá exigirle al mutuatario Roberto
que devuelva el dinero y el pago de intereses, y la Carlos estará en la obligación de cumplir
con la prestación. Es decir en el presente caso las partes conocen el término inicial y el
término final.
Tácito.- es aquel que no surge de una declaración de voluntad directa y precisa, sino que se
infiere de la naturaleza y circunstancias particulares del acto jurídico. Por ejemplo: La compra
venta de una cosecha de maíz, que implica esperar un plazo necesario para que dicho maíz
pueda ser cosechado y entregado a su comprador.
- Voluntario.- Es aquel plazo que se deriva de la voluntad de las partes. Este puede ser a su
vez: Convencional.- cuando ambas partes de mutuo acuerdo fijan el plazo. Potestativo.- cuando la
duración del plazo ha quedado librada a la voluntad de una de las partes. Por ejemplo Con
fecha 26/10/2011, Carlos celebra un contrato de mutuo de S/. 10.000 soles, con Julia,
acordando que Julia devolverá el dinero cuando Carlos lo solicite.
- Legal.- Cuando el plazo lo fija la ley, y esto ocurre cuando siendo el plazo necesario para la
celebracióndel acto, las partes no lo han establecido. Por ejemplo en el supuesto del Art. 1423 CC
que establece como plazo 1 año en el compromiso de contratar.
- Judicial.- Cuando la duración del plazo lo fija el juez. El Art. 182 CC establece que en el
supuesto del plazo tácito en beneficio del deudor, el juez fijará su duración, lo mismo ocurre
cuando se trata de un plazo potestativo, cuya fijación del término final, depende de la voluntad del
deudor o de un tercero y estos no señalan. En estos casos el Juez se limita a fijar la duración del
plazo, pues el plazo ya estaba presente por voluntad de las partes. Este pedido lo realiza el
acreedor ante el Juez, el mismo que se tramitará como proceso sumarísimo. Por ejemplo: Juan
vende un terreno a Carlos, estipulándose en el contrato que Carlos con posterioridad fije el
plazo para el pago del precio, y éste no lo hace, a pesar de haber transcurrido un tiempo
prudencial, y pese a los requerimiento por parte del vendedor Juan, por lo que no le queda
otra salida a Juan que solicitar al Juez que sea el quien fije la duración de dicho plazo.
Plazo en beneficio del deudor.- En este caso el deudor puede pagar cuando lo considere
conveniente, antes del vencimiento del plazo y el acreedor estará obligado a recibir dicho pago;
de otro lado el acreedor no podrá exigir el cumplimiento anticipado de la prestación, sino que
deberá esperar el vencimiento del plazo. Por ejemplo: Vicente con fecha 26/10/11 vende una
casa a Ricardo, estipulándose que Ricardo pagara el precio del bien en el plazo de 5
meses, es decir hasta el 26/03/11. Si el plazo se ha estipulado en beneficio del deudor,
Ricardo puede pagar antes del vencimiento del plazo, si así lo desea y Vicente estará en la
obligación de recibirlo, lo que no podrá Vicente es exigir el pago antes del vencimiento del
plazo.
Plazo en beneficio del acreedor.- En este caso el acreedor puede exigir el cumplimiento de la
prestación en cualquier momento antes del vencimiento del plazo, y el deudor estará obligado a
cumplir con ella; por su parte el acreedor no estará obligado a recibir el pago antes del
vencimiento del plazo. Siguiendo el ejemplo anterior, si el plazo se ha estipulado en
beneficio del acreedor, Vicente podrá exigirle a Ricardo que le pague el precio antes del
vencimiento del plazo, y Ricardo estará en la obligación de cumplir con la prestación. Por
otro lado Vicente no estará obligado a recibir el pago antes del vencimiento del plazo.
Plazo en beneficio de ambos.- En este supuesto, ni el deudor puede cumplir su prestación antes
del vencimiento del plazo, ni el acreedor exigir su cumplimiento antes del vencimiento del mismo.
En otras palabras deudor y acreedor deberán esperar el vencimiento del plazo para pagar o
exigir el pago, respectivamente. Lo que significa que ni Vicente puede exigirle a Ricardo que le
pague antes del 26/03/2012, ni Ricardo podrá cumplir con su prestación antes de esta fecha.
La Cautela del Derecho (Art. 178 CC).- Este derecho cumple la misma finalidad que los actos
conservatorios en la condición suspensiva, es decir que antes del momento en que se pueda
exigir el cumplimiento de la prestación, el acreedor puede ejercitar cualquier acto que le permita,
tener la seguridad, de que a la llegada del término final, el deudor va a cumplir con su prestación,
es decir la acreencia del acreedor será satisfecha.
La Repetición de lo Pagado (Art. 180 CC).- El primer supuesto de esta norma, está referido a
que si el deudor pago antes del vencimiento del plazo, la consecuencia que la norma le atribuye
es que no podrá pedir que se le restituya lo pagado. Esta solución es correcta porque se trata de
un pago que de todas maneras se va a producir llegado el término final o mejor dicho estamos
ante el cumplimiento de una prestación debida. En cuanto al segundo supuesto, se critica, pues
si bien es cierto, ignorancia, implica desconocimiento del plazo, esto no significa que el pago,
antes del vencimiento del plazo, deje de ser debido, por lo que, creemos, que tampoco debe
proceder la restitución. Pero al respecto la norma señala que si el deudor pago anticipadamente,
sólo debe admitirse la restitución cuando la ignorancia ha sido absoluta y no ha existido la
posibilidad de superarla.
ETAPA DE CUMPLIMIENTO DEL PLAZO.- Es aquélla que comienza a partir del vencimiento del
plazo. Si el plazo es suspensivo, la llegada del término final, nos indica que los derechos y
obligaciones que nacieron a partir de la celebración del acto jurídico, son exigibles y deben
cumplirse respectivamente. Si el plazo es resolutorio, el acto jurídico, se vuelve automáticamente
ineficaz, es decir deja de producir sus efectos, salvo disposición contraria de la ley. (ver Art. 1700
CC).
- Insolvencia sobreviniente del deudor.- Esto quiere decir que el deudor inicialmente era
solvente, con posterioridad a la adquisición de la obligación, deviene en insolvente[1], por lo que
la norma frente a este supuesto, le posibilita al acreedor recuperar su acreencia antes del
vencimiento del plazo, ya que la situación económica del deudor, se podría agravar,
imposibilitando con ello, el cumplimiento total de la prestación. No obstante lo antes señalado,
aún cuando el deudor se haya convertido en insolvente, éste conservará su derecho al plazo, si
garantiza la deuda. Esta insolvencia se presume cuando el deudor dentro de los quince días de
notificado con la demanda de perdida del plazo, no garantiza la deuda (hipoteca, prenda, fianza)
que asegure el cumplimiento de la obligación; o no señala bines libres de gravamen con valor
suficiente para el cumplimiento de su prestación.
- Cuando el deudor no otorga las garantías que hubiese ofrecido a su acreedor. - Se trata
del supuesto en el que el deudor, al contraer la obligación, no constituyó garantía alguna, para
asegurar su cumplimiento, sino que se comprometió a otorgarlas posteriormente, no cumpliendo
con hacerlo.
- Disminución de las garantías por acto propio del deudor.- El inc 3 del Art. 181 CC parte
de la premisa, que al celebrarse el acto jurídico que genero la relación obligacional, el deudor
constituyo garantías suficientes (hipoteca- prenda- anticresis) para asegurar el cumplimiento de
sus obligaciones, pero que por causas imputables a titulo de dolo o culpa del deudor, dichas
garantías han disminuido, cuantitativamente (número) o cualitativamente (valor), de tal modo que
resultan insuficientes para garantizar el integro de la deuda. Sin embargo este mismo inciso
establece que el deudor mantendrá el beneficio del plazo, si constituye nuevas garantías que
cubran la disminución de las existentes.
- Desaparición de las garantías por causas no imputables al deudor.- El segundo supuesto
que contiene el inc. 3 del Art. 181 CC, esta referido, no a la disminución sino a la desaparición
total de las garantías, por causas no atribuibles al deudor, sino por caso fortuito o fuerza mayor.
En este supuesto al igual que el anterior, el deudor conservará su derecho al plazo, si sustituye
las garantías desaparecidas por otras equivalentes a satisfacción del acreedor.
2º Cuando el plazo se ha señalado por meses, este se cuenta de fecha a fecha, es decir en el
mes de vencimiento, debemos ubicar el mismo día en que se celebro el acto, salvo que las partes
dispongan que el plazo comience a computarse desde otra fecha. Por ejemplo: Si celebramos
una compra venta el 30/10/11 y convenimos que el precio se pagará en un plazo de 3
meses, este vencerá el 30/01/2012. Pero si en el mes de vencimiento falta el día del mes
inicial, el plazo vencerá el último día del mes. Si pactamos que el precio de la compra venta
se pagará en el plazo de 4 meses, este vencerá 28/02/2012.
3º Si el plazo se pacta por años se aplicará la regla del inciso anterior. Por ejemplo, si
celebramos un contrato de compra venta el 26/10/11 y pactamos que el precio se pagará en
el plazo de un año, el vencimiento será el 26/10/12.
4º Cuando el plazo debe contarse por días, el computo se inicia al día siguiente de la fecha en
que se celebró el acto, comprendiendo también el día del vencimiento. Por ejemplo: Si
celebramos el mutuo el 26/10/11 y convenimos que será pagado en el plazo de 15 días. En
este caso el plazo deberá computarse a partir del día 27, por lo que vencerá el 10/11/11.
5º De acuerdo con el inciso anterior, si el día del vencimiento del plazo fuese inhábil, el plazo se
correrá hasta el primer día hábil siguiente.
4.5.3 EL CARGO
4.5.3.1. Definición
El cargo consiste en un deber accesorio que puede ser de contenido patrimonial (obligación) o
extrapatrimonial (deber en sentido estricto), que sólo en los actos de liberalidad, el otorgante de la
misma, le impone, a quien a recibido una liberalidad, que puede ser en beneficio, del otorgante de
la liberalidad o imponente del cargo- de un tercero- o inclusive del propio beneficiario de la
liberalidad u obligado a cumplir con el cargo.
Actos de Liberalidad.- son aquellos actos de disposición a título gratuito, es decir aquellos que
implican la transferencia de la propiedad de un bien, sin costo alguno para el adquirente. Estos
actos pueden ser intervivos (donación- renta vitalicia a título gratuito) o mortis causa (legado).
Pero pese a lo expuesto, se debe tener en cuenta que no todos los actos gratuitos constituyen
una liberalidad. En los actos gratuitos de liberalidad hay una atribución patrimonial (donación,
renta vitalicia gratuita, testamento, la renuncia, la cesión gratuita del rango hipotecario, etc) en
cambio en los actos gratuitos que no son de liberalidad falta la atribución patrimonial (mandato-
depósito gratuito. De ello podemos inferir que todo acto de liberalidad es gratuito, pero no todo
acto gratuito es de liberalidad; existe aquí una relación de genero a especie, el género lo
constituyen los actos gratuitos y la especie los actos de liberalidad.
- El imponente del cargo, que es al mismo tiempo el otorgante de la liberalidad.- es aquel
que ha realizado la transferencia patrimonial a favor del beneficiario de la liberalidad. Por
ejemplo: En la donación, el otorgante de la liberalidad será el donante- en el legado, será el
testador- y en la renta vitalicia a título gratuito, será el constituyente.
- El beneficiario del cargo.- es el sujeto a favor de quien se va a cumplir el cargo, y que por lo
tanto, resulta ser el acreedor de la obligación impuesta al beneficiario de la liberalidad . Este
puede ser el otorgante de la liberalidad- el tercero- y el beneficiario de la liberalidad. Por
ejemplo: Carlos (otorgante de la liberalidad) celebra un contrato de donación a favor de
Luis (beneficiario de la liberalidad) respecto a un automóvil, con el cargo de que Luis, lo
recoja de su casa, todos los fines de semana y lo lleve a su control con el médico, por el
plazo de 2 meses. En este caso, el beneficiario del cargo es el otorgante de la liberalidad.
Marco(otorgante de la liberalidad) celebra un contrato de donación a favor de Rosa
(beneficiario de la liberalidad), respecto a una casa, con el cargo de que ésta construya en
el patio de la casa un monumento del otorgante de la liberalidad.
- Es expreso.- esto es, que el otorgante de la liberalidad, debe imponer el cargo explícitamente,
no puede ser tácito.
- La prestación, es que el cargo consista o pueda consistir en un hacer, no hacer, dar.
- El valor del cargo debe ser menor o a lo sumo igual al valor del acto de liberalidad, pero nunca
mayor. (Art. 187 CC)
- La obligación de cumplir con el cargo, nace cuando el obligado al cargo acepta la liberalidad y
el cargo.
- El cumplimiento o incumplimiento del cargo, no altera los efectos jurídicos del acto de
liberalidad, pues estos se producen independientemente de la modalidad, de manera que si se
incumpliese el cargo, el beneficiario de la liberalidad mantiene su derecho, salvo lo dispuesto en
el segundo párrafo del Art. 188 CC.
El segundo párrafo del artículo, establece que, si la obligación es intuito personae, y el obligado a
cumplirlo, fallece, sin haber cumplido con su prestación, el acto de liberalidad se vuelve ineficaz, y
en consecuencia la adquisición del derecho, producto del acto de liberalidad, queda sin efecto,
debiendo restituirse los bienes, cuya titularidad se transfirió en mérito de dicho acto, al otorgante
de la liberalidad o a sus herederos.
Conclusiones
La interpretación del acto jurídico debe ser entendida como la función que busca indagar por la
razón de ser de la ley o del acto jurídico. No es posible aplicar el Derecho sin interpretar eso es
una gran verdad, de igual manera debemos concertar que los actos jurídicos son generalmente
puros y cuando por la voluntad de las partes se le incluye a estos actos algún elemento accidental
como podrían ser el cargo, la condición o el plazo es que se convierte un acto jurídico puro en
modal, por lo que no debemos olvidar que los actos jurídicos modales nacen de la voluntad de
aquel que es parte de una relación jurídica.
Si abordamos el tema del fraude al acto jurídico, este debe ser entendido como la conducta
dolosa del deudor orientada a disminuir o desaparecer sus bienes o a evitar que estos se
incrementen, frustrando de esta manera, la posibilidad de que sus acreedores puedan satisfacer
su crédito, mediante la ejecución de los mismos. Conducta que puede traducirse en actos reales
o simulados.
Sin embargo frente a ello existen las acciones subrogatoria y revocatoria, que se utilizaran en
salvaguarda del tercero perjudicado.
Aprendizajes esperados
Conozcamos ahora las capacidades y actitudes a desarrollar en este primer tema:
Capacidad
Identifica los distintos tipos de simulación, así también identifica la institución del fraude al acto
jurídico, la acción pauliana y la acción revocatoria.
Actitudes
Se tiene la posición, que “la indagación del verdadero sentido y alcance de la manifestación o
manifestaciones de voluntad que lo han generado y le han dado contenido con la finalidad de
precisar y normar sus efectos. La interpretación de la voluntad, a fin de que esta alcance el fin
que se ha propuesto, pues consiste, en suma, en establecer lo que la parte o partes del acto
jurídico han manifestado y asegurar por este medio, la preservación de lo que cada sujeto ha
querido y expresado”[1].
La interpretación es función de los jueces, árbitros, legisladores, estudiosos del derecho así como
también de cualquier persona natural, pues estas interpretaciones tendrán como fin que se tome
ciertas decisiones que darán nacimiento a ciertos efectos jurídicos.
Un debate que aparece en la doctrina es si las normas interpretativas son también normas
imperativas o normas dispositivas, el pensar que son normas dispositivas equivale a decir que los
criterios interpretativas recogidos en el Código Civil son simples recomendaciones, consejos que
proporciona el Código a los intervinientes en un acto jurídico, hoy aparece claro que las normas
interpretativas tienen carácter vinculante, pues los mandatos del legislador no son consejos y
porque tales reglas representan un límite a las arbitrariedades interpretativas.
La posición mayoritaria establece que se tratan de normas imperativas que en ningún caso las
normas pueden dejar de lado, derogar ni siquiera en materia contractual, sin embargo las partes
pueden incluir dentro de la creación y regulación de un acto jurídico reglas interpretativas que
actuaran como complemento de las disposiciones del Código Civil. No olvidemos que estos
criterios vinculan a los sujetos intervinientes en el acto jurídico y sirven para que estos realicen
una interpretación auténtica o en su defectos sea un tercero quien le de sentido a un acto jurídico
oscuro.
De igual manera encontramos la opinión de Juan Espinoza Espinoza siendo esta la siguiente:
“Las normas de interpretación reguladas en el Código Civil peruano tienen carácter imperativo. La
Ratio de estas es que se establezca una relación jurídica justa y eficiente. No se podría concebir
una clausula en al cual se acuerde que la interpretación sea contraria al principio rector de la
buena fe. ¿Cabría que se pacte, en términos generales, interpretar asistemáticamente, en contra
de la naturaleza y objeto del cato jurídico, o en contra del adherente? La respuesta correcta es la
negativa. Las normas prescritas en los arts. 168, 169, 170 y 1362 C.C[2], son un contenido
mínimo de reglas a las cuales deben someterse los particulares y los operadores jurídicos.
Sin embargo, ello no implica que, adicionalmente, las partes (o quien manifieste su voluntad)
establezcan otras reglas de interpretación y, en tanto no contravengan otras normas imperativas,
ni sean contrarias al orden público o a las buenas costumbres (art. V T.P. C.C.), estas son
plenamente válidas y eficaces. Tal es el caso, por ejemplo, que las partes acuerden, que en caso
de contradicción entre un contrato y un anexo del mismo, prevalezca el primero. Mal haríamos en
pensar que se trata de una interpretación asistemática, por cuanto las partes, en ejercicio de la
autonomía de la privada, están decidiendo su propia jerarquía normativa, entendida esta última,
en el sentido de regla de conducta establecida entre los particulares (no como mandato general
con eficacia social)”[3].
5.1.1.- Introducción
La simulación es un fenómeno de apariencia contractual creada intencionalmente[1]. También se
afirma que la simulación “es la declaración de un contenido de voluntad no real, emitida
conscientemente y de acuerdo entre las partes, para producir con fines de engaño la apariencia
de un negocio jurídico que no existe o es distinto de aquel que realmente se ha llevado a cabo”[2].
En el mismo sentido De Castro y Bravo opina que: “la simulación negocial existe cuando se oculta
bajo la apariencia de un negocio jurídico normal otro propósito negocia, ya sea este contrario a la
existencia técnica misma (simulación absoluta), ya sea el propio de otro tipo de negocio
(simulación relativa)[3]”.
En efecto, como se puso de manifiesto, si bien, en ambas con el acuerdo simulatorio, no hay
correspondencia entre lo querido y lo declarado, en la simulación absoluta, no hay ninguna
modificación de la situación pre-existente, y en la simulación relativa, se da a conocer una
situación diversa (negocio simulado o aparente) de la real (negocio disimulado u oculto)[4].
Se advierte que “la discrepancia entre la causa típica del negocio elegido y la intención practica
perseguida en concreto puede configurar una verdadera incompatibilidad, y entonces se presenta
el fenómeno de la simulación”[5]. Hay un sector de la doctrina nacional que entiende que la
simulaciones un supuesto de discrepancia entre declaración y causa”, esta última entendida de la
siguiente manera: “causa no es el interés de cualquier particular parte, sino es el conjunto de los
intereses relevantes de ambas partes, que en su conjunto definen el sentido de aquella
operación, la razón justificaba de aquel negocio, a los ojos de las partes mismas y del
ordenamiento jurídico”[6].
- El acuerdo simulatorio.- es el convenio que las partes celebran para dar nacimiento a un
acto jurídico aparentemente válido, pero falso total o parcialmente, ya sea porque las partes no
quieren realmente celebrar acto alguno (simulación absoluta), o porque el acto que si quieren
celebrar es diferente al declarado (simulación relativa). El acuerdo simulatorio está referido al
contradocumento, donde se encuentra reflejado la verdadera voluntad de las partes. Se puede
definir también al acuerdo simulatorio, como la declaración de voluntad distinta, a la declaración
de voluntad que dio nacimiento al acto simulado. Al respecto Aníbal Torres, señala que, el
acuerdo debe ser anterior o coetáneo a la celebración del acto, pues si el acuerdo fuese posterior
al nacimiento del acto jurídico, no estaríamos ante una simulación, sino ante una extinción total o
parcial del acto jurídico por decisión común de las partes (mutuo disenso).
En la simulación relativa, "se esconde otro negocio jurídico con función económica y social
distinta, el cual sí refleja el orden de intereses que las partes desean regular. Esta es la
simulación relativa total"[1]. Se sostiene que el art. 191 c.c. "se refiere a la simulación relativa o
disimulación y expresamente advierte la validez -aunque impropiamente diga eficacia- para las
partes del negocio escondido u oculto, siempre que reúna los requisitos de sustancia y de
forma"[2]. Sin embargo, no ha faltado quien sostenga que se trata, "por sentido común", de
eficacia[3] . En mi opinión, el negocio oculto, disimulado o real no puede tener ningún privilegio
con respecto a cualquier negocio jurídico. Por consiguiente, cuando se refiere a la expresión
"requisitos de fondo y forma", no es más que la plena aplicación del art. 140 c.c. y esto se
configura a nivel de validez, no de eficacia.
“En la simulación relativa las partes aparentan celebrar un negocio jurídico distinto del
verdaderamente constituido. El negocio simulado es el negocio aparente y el negocio disimulado
es el negocio oculto a los terceros. La causa en la simulación relativa es ocultar un negocio
jurídico disimulado distinto del negocio simulado. Entonces, en la simulación relativa existen dos
negocios jurídicos: a) Negocio simulado como aparente y fingido, b) Negocio disimulado como
oculto y real.
En la simulación relativa no se limita a crear la apariencia, como en la absoluta, sino que produce
ésta para encubrir un negocio verdadero. Para ello será necesario considerar la unidad de la
declaración de voluntad de las partes de sustituir la regla aparente por una diversa, uniendo así la
declaración de voluntad de simular y la declaración de voluntad de establecer un reglamento de
intereses distinto de aquél contenido en la declaración ostensible”[4].
Se presenta cuando el acto jurídico que las partes declaran celebrar, es el que realmente
corresponde a su voluntad, es decir se trata de un acto verdaderamente querido, sin embargo
alguna o algunas de sus estipulaciones no guardan correspondencia con la voluntad negocial de
los celebrantes, es decir, son simuladas y por lo tanto nulas, como puede ser, el precio por el que
se vende o se arrienda un bien; la fecha o el lugar de celebración del acto, la forma de pago, etc.
En este caso las partes no ocultan un acto diferente del que declaran celebrar, sino únicamente
algunos aspectos del mismo. Por ejemplo Pedro celebra un contrato de compra venta con
María sobre una casa de dos pisos, en la Urb. San Andrés, consignando como pago del
precio la suma de $ 30.000 dólares, con la finalidad de pagar menos impuestos, cuando en
realidad el pago del precio es de $ 50.000 dólares. Podemos observar en el ejemplo, que
las partes, realmente quieren celebrar la compra venta, y lo único que simulan es la
estipulación referida al pago del precio, esto es una parte del acto jurídico.
Aquí la simulación no radica en la naturaleza del acto, ni en una de las estipulaciones del acto,
sino en los sujetos que intervienen en la celebración del acto jurídico. Esta simulación, se da
cuando el acto se celebra aparentemente con un determinado sujeto, cuando en realidad es otro,
el que adquiere los derechos y obligaciones que nacen de dicho acto, el mismo que sin embargo
no aparece interviniendo en la celebración del acto jurídico, permaneciendo oculto, pero si
participa en el acuerdo simulatorio. Por ejemplo: Juan (mutuante- interponente), Pedro (falso
mutuante- interpuesto) y Cesar (mutuatario- tercero), acuerdan celebrar un contrato de
mutuo y simular en lo que respecta a la persona del mutuante, es decir, para el
conocimiento de los terceros, quien va aparecer celebrando el contrato de mutuo es Pedro
(mutuante) y Cesar (mutuatario), pero las partes (interponente- interpuesto y tercero),
conocen que el titular del derecho al crédito, en este caso, no es Pedro sino Juan. En la
simulación por interposición de persona, encontramos tres sujetos, por lo que el acuerdo
simulatorio es tripartito.
- El tercero.- es la otra parte real que interviene en la celebración del acto jurídico, con el
interpuesto, el mismo que también ha participado del acuerdo simulatorio, de manera que sabe
que el acto realmente se ha celebrado con el interponente.
Por ejemplo: María (mutuataria) con la finalidad de evitar prestarle dinero a su hermano,
simula un contrato de mutuo con su amigo José (mutuatario) por la suma de $10.000
dólares. (simulación absoluta). Pero resulta que, José posteriormente desconociendo el
acuerdo simulatorio, demanda María, obligación de dar suma de dinero. En este caso María
podría interponer en vía de acción, esto es iniciando un proceso de nulidad de acto jurídico
por simulación contra José, u oponer la simulación como excepción, dentro del mismo
proceso iniciado por José.
La acción de nulidad por simulación, es aquella que permite a las partes y terceros perjudicados
destruir, judicialmente, el acto simulado y extinguir la apariencia de validez que tenía,
demostrando que se trata de un acto que no tiene un contenido real, siendo por lo tanto ineficaz, y
que nada existe más allá de la apariencia, en el caso de la simulación absoluta; o haciendo
aparecer a la realidad jurídica el acto, las estipulaciones, o los sujetos ocultos- verdaderos, en el
caso de la simulación relativa. Con la acción de nulidad por simulación, lo que se busca, es privar
al acto simulado de su poder de engaño.
Vidal Ramírez, señala que en el caso de la simulación absoluta, frente a la violación del acuerdo
simulatorio, cualquiera de las partes puede accionar, contra la otra, para que se declare la nulidad
del acto aparente. En el caso de la simulación relativa, el tercero (acreedor) o la parte perjudicada
puede interponer la acción de nulidad del acto simulado y la existencia del acto oculto o
verdadero, pudiendo éste ser válido, nulo o anulable.
La contradeclaración puede ser entendida tanto como la conducta de las partes, como el acuerdo
simulatorio propiamente dicho el documento que la acredita. Así, un sector de la doctrina advierte
que no debe confundirse la contradeclaración con el adecuado simulatorio, del cual constituye
solo un elemento de prueba y no es un acto ad substantiam.se trata de una declaración de
ciencia, por consiguiente, no se puede resolver por mutuo disenso; puede valer como confesión y
ser unilateral, es decir, suscrita solo por la parte contra cuyo interés ha sido redactada, siempre
que haya sido entregada a las otras partes del contrato simulado posteriormente a la estipulación
del contrato mismo. Piénsese en el siguiente caso: se está siguiendo un proceso, siendo el
responsable el mismo un abogado. En dicho proceso se requiere del informe legal de otro
abogado (digamos uno connota civilista); pero cuyos honorarios son altos con respecto a los del
abogado encargado del proceso. El cliente o patrocinado, a efectos de no generar una situación
incómoda frente al abogado litigante, acuerda con el abogado informante que suscribirá dos
documentos: uno con el abogado litigante, en el que acuerdan pagarle determinado monto (el
aparente), otro que suscribe solo el cliente (que en definitiva es el que va a pagar) en el que
“corrigiendo “el error de la carta anterior fija un monto mayor(el real). La contradeclaración
(disfrazada de fe de erratas) en esta última.
En efecto, "el negocio disimulado no tiene autonomía propia, a causa del nexo de compenetración
respecto del negocio simulado. No existen, pues, dos declaraciones autónomas y separadas (...)
y, al menos por regla general, la voluntad relativa al negocio disimulado se expresa
contextualmente al acuerdo simulatorio, que la comprende. Por lo tanto, los requisitos de
sustancia y de forma del negocio disimulado deben ser respetados por el negocio simulado" [2].
En opinión que comparto, se explica que "apartado como falso el negocio simulado, queda a la
intemperie el negocio disimulado, y con ello sometido a la comprobación de su validez y eficacia",
agregando que "en primer lugar, habrá que contrastar la existencia y licitud de la causa (...). Para
lo que se tendrá en cuenta el acuerdo simulatorio, pues si el resultado perseguido fue Ilícito (p ej .
defraudar los derechos legitimarios), el negocio disimulado queda contagiado de ilicitud, al
incorporarse la "causa simulationis" a la causa del negocio disimulado"[3].
- Que haya actuado de buena fe.- La buena fe, supone que el tercero que adquirió derechos
del titular aparente, al celebrar el acto jurídico con éste, lo hizo creyendo que éste era el
verdadero titular de los derechos. Es decir que no sabia, ni estaba en la posibilidad de saber, la
subterránea relación que existía entre los simulantes, por desconocer algún indicio de la misma.
- Que haya adquirido un derecho del titular aparente.- Es decir que el tercero adquirente,
haya celebrado el acto jurídico con quien en virtud del acto simulado, ostentaba aparentemente la
calidad de titular de los derechos.
- Que la adquisición sea a título oneroso.- Un acto jurídico es a título oneroso cuando existen
prestaciones reciprocas.
Si el tercero cumple con estos tres requisitos, las partes o los terceros legitimados, podrían
solicitar la nulidad del acto simulado, pero esta nulidad no afecta los derechos adquiridos por los
terceros de buena fe.
"Que, respecto a si con la celebración del acto jurídico materia de nulidad se buscó eludir el
cumplimiento de una obligación de pago, esta supuesta intencionalidad no configuraría una
simulación absoluta conforme al artículo 190 del Código Civil anteriormente glosado, puesto que
precisamente existiría la voluntad de celebrar el acto, con la finalidad de eludir el cumplimiento de
una obligación de pago; (...) Que, en todo caso, la intención de perjudicar el cobro de un crédito,
sería materia de una acción revocatoria conforme al artículo 195 del Código Civil, destinada a
obtener la ineficacia del acto jurídico; acción que no es materia del presente proceso, por lo que
no cabe pronunciarse al respecto".
La pregunta que surge inmediatamente es ¿quién ha pedido la ineficacia del acto jurídico? La
demandante solicitó claramente la nulidad por simulación absoluta y el juez con una ignorancia
supina trastoca el pedido. La Primera Sala Civil de la Corte Superior de Justicia de Lima, con
resolución del 08.04.03, revoca la decisión de primera instancia afirmando que:
"nada obsta ejercitar esta acción nulificante a diferencia de la acción revocatoria que prevé el
artículo 195 del Código Civil, toda vez que esta pretensión demandada (nulidad) deberá ser
analizada al margen de los matices que estipula esta última disposición legal, consiguientemente,
constituye aspecto central de la controversia determinar únicamente si la compraventa objeto de
impugnación se encuentra afecta de simulación absoluta".
Se agrega:
"Que, los demandados no han aportado ningún elemento de prueba conducente a demostrar
fehacientemente aquellas afirmaciones, por lo que este Colegiado llega al convencimiento pleno
que se trata de meros medios de defensa que tratan de justificar el acto aparente como
verdadero, cuando no ha existido voluntad para ello, manteniendo oculta esta intención que
redunda en perjuicio de terceros, por lo que no habiéndose desvirtuado los términos de la
demanda, esta resulta procedente en parte en aplicación del artículo 190 del Código Civil; (...)
Que, en efecto, es conveniente destacar que si bien se ha probado la simulación en mención, es
evidente que la nulidad del negocio jurídico materia de este proceso se circunscribe al acto de
disposición que realiza la deudora demandada (...), mas no atañe al acto practicado por (...) (el
esposo), puesto que este último no tiene la calidad de deudor de la demandante".
Como consecuencia de esta poco feliz decisión se declara nulo parcialmente el acto jurídico
respecto de la deudora, mas no con respecto al esposo. La Sala Civil Transitoria de la Corte
Suprema de Justicia de la República, con sentencia del 21.11.03, declaró improcedente el recurso
de casación interpuesto. Las reflexiones que merecen estas resoluciones son las siguientes:
a) La prueba del acuerdo simulatorio puede convertirse en una verdadera probado diabólica.
Así, "según la lógica de las operaciones simulatorias, la contradeclaración está en las manos de
las partes, inaccesible a los terceros"[1] , ello, cuando exista tal documento, porque puede haber
casos en los cuales las partes, sobre todo si se trata de familiares cercanos, decidan acordar la
simulación verbalmente.
b) En atención a lo anterior, se debe intentar reconstruir esta voluntad, en función de los
sucedáneos, es decir, indicios (art. 276 c.p.c), presunciones (art. 277 y 281 c.p.c.) y en atención al
comportamiento de las partes en el proceso (art. 282 c.p.c).
c) En el caso particular, el maquillaje elaborado por los demandados es burdo: la notoria
diferencia del valor de la casa con el precio vendido (que, "hace presumir la simulación absoluta
del contrato"[2] ), la adquisición de la misma por la hija que no trabaja y el aparente
financiamiento familiar que ha tenido.
d) Un aspecto que debe quedar acreditado es el desembolso efectivo del precio del bien o el
destino del dinero.
f) Aunque no se tuvo en cuenta en las resoluciones, los demandados afirmaron que el
inmueble, a su vez, fue transferido a un tercero. Habría que hacer un análisis para determinar si
este actuó de buena fe, en cuyo caso, no cabría el remedio de la nulidad, sino el resarcitorio para
el acreedor defraudado.
o revocatoria (rectius, pretensión procesal de ineficacia), regulada en el art. 195 ce, se puede
ejercer cuando el deudor ejecuta actos reales (no aparentes, de ahí la diferencia con la
simulación) destinados a impedir (o hacer difícil) el cobro de una deuda, perjudicando al acreedor.
Se establecen las siguientes reglas:
a) Si se trata de una disposición a título gratuito, se presume el perjuicio del cobro del crédito.
Otro sector de la doctrina prefiere hablar de "facultad de control que el derecho atribuye a los
acreedores sobre la actividad patrimonial de su deudor -conductas de este tanto positivas (de
disposición, de endeudamiento incluso [...] de rechazo de ciertas ofertas adquisitivas), como
omisivas en la medida en que dicha actividad repercuta negativamente en la solvencia del deudor
y, por tanto, en las posibilidades de cobro de sus acreedores"[1].
Se advierte que "con la acción revocatoria (llamada también pauliana) los acreedores pueden
hacer declarar ineficaces con respecto a ellos, los actos de disposición realizados por el deudor
para defraudar sus derechos. Nos referimos a enajenaciones efectivas y no simplemente
disimuladas. Piénsese en la hipótesis que un deudor se despoje de sus bienes, donándolos a sus
familiares, con el fin de sustraerlos a la ejecución forzada, o en la hipótesis que el deudor
insolvente haya vendido un bien por un precio, del cual no se encuentre rastro" [2]. También se
sostiene que "la acción revocatoria se produce por existir una disminución de la garantía, merma
que, al suponer un daño injusto para el acreedor, en cuanto queda insatisfecha su causa
credendi, le permite pedir la declaración de ineficacia de ciertos actos jurídicos que, además de
serles perjudiciales, son inferiores, en valor jurídico, a su derecho. La revocación colabora, desde
afuera, a la efectividad de la responsabilidad, pero no surge, ex substancia, de esta"[3].
¿Qué se debe entender por fraude a los terceros? Una clásica doctrina explica que consiste
"en la conciencia de dañar a los acreedores; y descomponiendo esta definición en sus elementos,
encontramos dos condiciones. La primera, es el conocimiento de las deudas: la segunda el
conocimiento de ser insolvente, o de devenir en tal si se cumple dicho acto. Ahora bien, el fraude
al tercero no consiste en otra cosa, que en haber conocido todo esto. Fraudis non ignorantia ex
parte tertii. El se hace cómplice del consilium fraudis, cuando sepa que el deudor tiene
conocimiento de una y otra cosa"[4]. En este sentido, se sostiene que la "mala fe/fraude" es "el
mero conocimiento o la ignorancia culpable -el haber conocido o haber podido diligentemente
conocer-, en el momento de realizarlo, del perjuicio causado al acreedor con el concreto acto
dispositivo que se trate de impugnar con la revocatoria (que este causaba o agravaba la
insolvencia del deudor). No es aquí necesaria (aunque, evidentemente, de darse, también entraña
mala fe/fraude) la voluntad/intención de perjudicar al acreedor"[5] .
La acción pauliana o revocatoria es un instrumento procesal que tiene entre los siguientes
caracteres:
b) Es una pretensión personal (no real), por cuanto el acreedor impugnante con la
revocatoria "no ejercita un derecho/acción real sobre los bienes enajenados por su deudor, sino
una acción (personal) impugnatoria contra el acto de enajenación realizado por su deudor (y, en
su caso, además, contra el de subenajenación realizado por el adquiriente inmediato del deudor
enajenante), acción que, caso de prosperar, le permite eludir el efecto perjudicial para él del acto
impugnado (o, en su caso, de los actos impugnados)"[8]. La acción revocatoria "«o solo se dirige
contra actos de enajenación (perjudiciales) del deudor, y que, concebida como acción real, nunca
podrían explicarse los efectos de la revocatoria dirigida contra actos de endeudamiento
(perjudiciales) del deudor"[9]. Debemos recordar que el plazo prescriptorio de la acción
revocatoria es de dos años (art. 2001.4 c.c).
c) Es una pretensión conservativa o cautelar; así, "en el caso concreto de la acción
revocatoria, si el acreedor impugnante obtiene la in-eficacia -relativa y limitada- de un acto de
enajenación o de endeudamiento -económicamente perjudiciales- de su deudor, es para, así
-reintegrada la garantía patrimonial lesionada por el acto perjudicial impugnado- cobrar su crédito
(o cobrarlo mejor): pudiendo ahora (tras la impugnación exitosa/ineficacia judicialmente
declarada), o perseguir ejecutivamente, en la medida precisa para evitar su perjuicio, el bien
objeto de la enajenación debitoria impugnada, o eliminar, también aquí en la medida precisa para
evitar su perjuicio, la concurrencia del crédito resultante del acto debitorio de endeudamiento
impugnado, a la hora de actuar ejecutivamente sobre el activo del deudor común"[10]. Por ello, "la
sentencia firme revocatoria favorable amplía, para el acreedor impugnante, el ámbito objetivo de
su garantía patrimonial (que incluye, ahora, también al bien objeto de la enajenación impugnada),
pero no altera, para nada, el funcionamiento normal, los requisitos exigidos para ponerlos en
marcha, de los mecanismos conservativos o ejecutivos a aplicar en ese ámbito ampliado de
responsabilidad patrimonial, que siguen siendo los mismos que cuando se aplican en el ámbito
ordinario de la responsabilidad patrimonial (no ampliado por la revocatoria exitosa: los bienes que
pertenezcan al deudor al tiempo del cobro coactivo)"[11].
d) Otro sector de la doctrina individualiza el carácter de subsidiariedad, por cuanto "se trata
de un remedio excepcional con el cual los acreedores pueden impugnar aquellos actos realizados
por el deudor que perjudiquen sus legítimas expectativas de realización coactiva de su derecho
de crédito, cuando de otro modo no puedan cobrar los que se les debe"[12].
Messineo sostiene que la acción pauliana no importa anulación, o declaración de nulidad del acto
de disposición, sino de declaración de ineficacia de dicho acto y solamente frente al acreedor que
insta.
Los acreedores pueden ser de dos clases: comunes o quirografarios y, los privilegiados.
Los acreedores comunes o quirografarios, son aquellos que no tienen constituidas a su favor,
ninguna garantía específica, que les asegure el cumplimiento de las obligaciones de sus
deudores, y que por lo tanto ante el incumplimiento de éstos, la única posibilidad de recuperar su
crédito es mediante el ejercicio de las medidas cautelares sobre los bienes de dichos deudores,
para su posterior ejecución.
Los acreedores privilegiados.- son aquellos que si tienen constituidas a su favor garantías
específicas, como por ejemplo: una hipoteca, una prenda, un warrant, una fianza, etc, que
garantizan el cumplimiento de las obligaciones y que les asegura la recuperación de sus créditos.
En principio la acción pauliana puede ser interpuesta por los acreedores comunes o
quirografarios, sin embargo también podrá ser interpuesta por los acreedores privilegiados
cuando las garantías específicas que tienen constituidas a su favor resultan insuficientes para
garantizar el íntegro de las obligaciones. En este caso la acción pauliana se interpondrá por el
monto que queda desprotegido.
Los requisitos que deben concurrir, para poder interponer una acción pauliana, dependen de si el
acto de disposición cuya ineficacia se pretende, es a título gratuito o a título oneroso. Si el acto de
disposición es a título gratuito son suficientes los requisitos objetivos, pero si el acto de
disposición es a título oneroso, además de los requisitos objetivos se requieren los requisitos
subjetivos.
REQUISITOS OBJETIVOS
- La existencia de un crédito.- Esto implica que si hay un deudor, necesariamente tiene que
existir un crédito. Debiendo señalar que el crédito puede ser anterior al acto de disposición o
posterior a éste, incluso sujeto a condición o plazo.
- La existencia de un acto de disposición del cual se derive un perjuicio al acreedor .- El perjuicio
al acreedor implica que, como consecuencia del acto de disposición cuya ineficacia se pretende,
se frustra la posibilidad de éste de recuperar su crédito, total o parcialmente, pues con dicho acto
el deudor se ha convertido en insolvente al haber desaparecido sus bienes o reducido el número
de estos, de manera que resultan insuficientes para cubrir la totalidad de sus obligaciones, es
decir sus activos son inferiores a sus pasivos. Esto significa que si el deudor todavía conserva
bienes susceptibles de ser afectados con alguna medida cautelar, en cantidad suficiente para
responder por sus obligaciones frente a sus acreedores, ésos no estarán legitimados para
interponer la acción paulina.
REQUISITOS SUBJETIVOS
Acá debemos tener en cuenta además, si el acto de disposición es anterior o posterior al crédito.
- Tratándose de acto de disposición posterior al crédito.- En este caso, con relación al deudor,
no hay que probar nada, pues se presume que actuó de mala fe, lo que hay que probar es que el
tercero tenía conocimiento del perjuicio al derecho del acreedor o tenía la posibilidad razonable
de conocer de que el acto celebrado por el deudor es de mala fe. (conscius fraudis). Se debe
señalar a lo expuesto, que resulta sumamente complicado probar que el tercero tuvo
conocimiento del perjuicio al acreedor, sin embargo si podría acreditarse, tomando en
consideración las circunstancias que han rodeado la celebración del acto, que el adquirente tuvo
la posibilidad de conocer o de no ignorar el eventual perjuicio.
Se considera que las garantías reales son a título oneroso cuando ellas son anteriores o
simultaneas al crédito. Por ejemplo:
- Con fecha 13/11/05, Carlos hipoteca su casa a favor de Mateo, para garantizar una obligación
contraída por éste o de un tercero el mismo 13/11/05. En este caso la constitución de hipoteca se
considera como un acto de disposición a título oneroso.
- Con fecha 13/11/05, Carlos hipoteca su casa a favor de Mateo, para garantizar una obligación
futura propia, o de un tercero. En este caso la constitución de hipoteca se considera como un acto
de disposición a título oneroso.
- Con fecha 13/11/05, Carlos hipoteca su casa a favor de Mateo, para garantizar una obligación
contraída por el mismo o por un tercero de fecha 24/07/05. En este caso la constitución de
hipoteca se considera como un acto de disposición a título gratuito.
Esta norma regula el supuesto de que el adquirente, a su vez transfiere, el derecho adquirido del
deudor, a un tercero subadquirente, e inclusive que este último lo vuelve a transferir a otra
persona y así sucesivamente. Esta norma nos indica que, si el tercero subadquirente adquirió su
derecho del adquirente, de buena fe y a título oneroso, la declaración de ineficacia del primer acto
no lo alcanza; por el contrario si el tercero subadquirente actuó de mala fe y a título oneroso, o si
se trata de un subadquirente a título gratuito, de buena fe o de mala fe, la declaración de
ineficacia si lo alcanza. Por ejemplo: Carlos deudor de Pedro, vende su único bien (departamento)
a Roberto, para no cumplir la obligación que tiene para con Pedro. Posteriormente Roberto
(adquirente) vende el departamento a la sociedad conyugal conformada por Luis y María
(subadquirentes de buena fe).
Al respecto Lohmann, señala que la acción pauliana no esta concebida para impedir que el
deudor cumpla con sus obligaciones ya vencidas. Puede preferirse a un acreedor respecto de
otro, el uno es beneficiado y el otro no, por tanto aunque a este se le cause un perjuicio, no es un
perjuicio ilícito. Con el cumplimiento de deudas ya vencidas el deudor no hace sino cumplir con su
deber y a la vez ejercer su derecho de pagar. Es por ello que no pueden impugnarse los actos por
los cuales el deudor paga una deuda vencida a otro acreedor (siempre que conste en documento
de fecha cierta[1]), por interpretación contrario sensu, si serán impugnables los pagos que haga el
deudor de deudas no vencidas. Por ejemplo:
Supongamos que el día de hoy 23/11/2005 Pedro paga primero a Carlos, ni Luis ni Marco podrían
interponer una acción pauliana contra dicho pago, pero si Pedro pagase primero a Tania (cuyo
crédito aún no vence), los demás acreedores si podrían impugnar este acto.
Esta es una norma de carácter procesal, pues establece la vía procedimental que corresponde a
la acción pauliana, estableciendo que si el acto impugnado es a título gratuito debe tramitarse
como proceso sumarísimo, que en teoría es un procedimiento muy breve (Arts. 546-549 CPC), y
si el acto impugnado es a título oneroso la demanda deberá tramitarse como proceso de
conocimiento, que es un procedimiento más largo(Arts. 475 – 479 CPC)
a) La acción subrogatoria es el remedio contra las omisiones del deudor: por esta el acreedor
ejercita el derecho que el deudor descuida hacer valer; la revocatoria es el remedio contra las
acciones del deudor mismo, es decir, contra aquellos actos que fraudulentamente disminuyen la
garantía competente a los acreedores sobre el patrimonio del deudor.
b) Los acreedores, ejercitando los derechos y los argumentos de su deudor, actúan como
sucesores de este y, por consiguiente, se valen de los mismos medios del deudor y encuentran
obstáculo en las mismas excepciones que podrían ser opuestas al deudor, porque qui alterius iure
utitur, eadem iure uti debet; mientras que con la revocatoria los acreedores ejercitan un derecho
propio, en mi opinión un legitimo interés propio, inconcebible en poder del deudor, el cual,
vinculado por el acto voluntariamente cumplido, no podría ir contra sus propios actos.
c) Entre las dos acciones no hay concurso electivo, pueden acumularse en manera alternativa o
ejercitarse sucesivamente, cuando la primera ejercitada sea ineficaz. Los acreedores, perdedores
en tanto representantes del deudor, tiene la facultad de recurrir a la acción pauliana para
impugnar el mismo negocio.
a) La acción pauliana tiene a atacar a los actos reales fraudulentos. La acción de
simulación está dirigida a desvelar actos fingidos inexistentes. Así "mientras en la pauliana se
trata de revocar un acto fraudulento que el deudor ha cumplido realmente, determinando o
agravando su insolvencia en perjuicio de los acreedores; pero el acto por sí mismo es válido y
perfecto, por consiguiente, productivo de efectos jurídicos, si bien, por el elemento de fraude que
lo vicia, ofrece la posibilidad de ser revocado por el acreedor afectado; en la acción de simulación,
en cambio, un acto no existe, sino un vano simulacro de este, porque las partes no quieren
contratar efectivamente un negocio, sino solo hacerlo aparecer con el fin de engañar; este acto,
por ello, es originalmente inexistente e improductivo de consecuencias jurídicas, y no se trata de
aniquilarlo, no pudiéndose anular lo que no existe, sino de constatar su estado original de
inexistencia jurídica"[2].
c) La legitimidad para obrar activa corresponde, en el caso de la acción pauliana, a los
acreedores; mientras que en la simulación a cualquier tercero[4].
e) En materia de plazo prescriptorio, la acción revocatoria prescribe a los dos años (art.
2001.4 c.c.) y la de simulación a los diez años (acto simulado, art. 2001.1 ce, por ser nulo) o a los
dos años (acto disimulado, art. 2001.4 c.c, por ser anulable).
Conclusiones
La simulación y el fraude al acto jurídico o fraude al acreedor son instituciones muy interesantes
en el Libro II del Código Civil de 1984 y aunque parecidas estas mantienen diferencias muy
resaltantes las cuales han sido estudiadas en este módulo. Recordar que la simulación puede ser
licita o ilícita y que algunas veces esta simulación no busca perjudicar a un tercero ni contravenir
el ordenamiento jurídico nacional lo cual es contrario a la idea del fraude al acreedor donde
directamente el deudor busca perjudicar a su contraparte en la relación jurídica con el único fin de
causarle un perjuicio y que frente a este perjuicio pueda tomar las acciones legales
correspondientes en salvaguarda a su derecho al cobro del crédito.
Introducción al tema
Los vicios de la voluntad, reciben esta denominación porque se constituyen en factores
perturbadores del normal proceso formativo de la voluntad, dando lugar a la formación
de una voluntad viciada. Debemos precisar que nuestro Código Civil ha considerado
dentro de este título algunas figuras que no son realmente vicios de la voluntad, como
es el caso de la violencia física y el error en la declaración[1].
Aprendizajes esperados
Conozcamos ahora las capacidades y actitudes a desarrollar en este primer tema:
Capacidad
Actitudes
S. Zusman, señala que “En este caso, voluntad y declaración coinciden, aunque el sujeto no
habría emitido una declaración con ese contenido si no fuera por el error, por ejemplo si se quiere
comprar un cuadro determinado por creerlo de un pintor famoso y resulta que pertenece a otro.
En este caso el sujeto quiere comprar ese cuadro: y así lo declara (coinciden voluntad y
declaración) aunque formo su voluntad en base a la equivocada creencia que era del pintor X
cuando en realidad era del pintor Y”[1].
Artículo 201.- Requisitos de error: El error es causa de anulación del acto jurídico cuando sea
esencial y conocible por la otra parte.
El Dr. Lohman Luca de Tena, un gran civilista y especialista en el Negocio Jurídico, hace
comentario y análisis de esta interesante figura, en este capítulo tendremos en cuenta mucho su
apreciación, siendo esto así, esto gran jurista nos explica que: “El artículo se refiere al error vicio
o en la formación de la voluntad, que es distinto del error obstativo, que ocurre en la declaración
de voluntad.
Esta y las normas que siguen se ocupan de señalar cómo y cuándo el error tiene trascendencia
para el Derecho, a la luz de su tratamiento legal. Trascendencia jurídica que viene dada porque al
producirse el error la regulación jurídica o fáctica del negocio no permite lograr los fines,
aspiraciones, necesidades o intereses para los que el declarante celebra el negocio.
El error, en realidad, solo interesa al ámbito del Derecho por sus efectos y conse cuencias, pero el
origen del problema es ajeno al Derecho, porque concierne al entendimiento, definiendo a éste
como parte del proceso mental del razonamiento que concluye con una elección y decisión. En
este orden de ideas, todavía fuera de la esfera jurídica, se conceptúa como error todo
juicio o valoración que sea diferente del criterio que se acepta como válido en el campo del
conocimiento sobre el que se ha expresado la elección o decisión. Obsérvese que aludo a criterio
aceptado como válido, lo que es distinto de criterio verdadero. Con esto quiero poner énfasis y
recalcar que lo contrario del error no siempre es la verdad. En ocasiones puede llegarse a tener la
certeza de la existencia de un error en la esfera de la volición o de la expresión, pero sin llegar a
saberse a ciencia cierta qué era, en definitiva, lo verdaderamente querido, o determinarse que lo
realmente querido a su vez no era verdadero, pero sí "la verdad" para el sujeto errante.
Esto nos conduce, en el campo jurídico, a concluir que la existencia del error tiene que ser
determinada por el razonamiento o entendimiento de otra persona, que es el juez. Quiero decir,
que el error, aunque tenga su origen en un individuo, solo puede ser determinado en su influencia
jurídica, por otro sujeto que "mide" el razonamiento y entendimiento del errante. El enfoque del
error cambia entonces de ángulo, trasladándose del sujeto afectado por error al del entendimiento
de un tercero (el juez) que debe verificar la efectiva discordancia entre la verdad (o criterio de ella)
y lo defectuosamente tomado como verdad, la naturaleza del error, la influencia del mismo en el
entendimiento del sujeto errante y el contexto de la relación jurídica respectiva.
El error solo surge cuando hay confrontación entre él y la verdad; por lo tanto, solamente
podemos hablar de error cuando la proposición niega lo descubierto como válido o verdadero.
Trasladando lo expuesto al ámbito jurídico resulta patente que el juez no puede determinar la
existencia del error mientras no le sean aportados los criterios de lo que resulta correcto o
verdadero, salvo que lo correcto y verdadero sean notorios y salte a la vista el error. Lo que hace
el juez, entonces, no es determinar en primer término la existencia de un error, sino determinar lo
que se le presenta como verdadero o correcto, para confrontarlo con lo que se alega errado. O
sea, antes de determinar la existencia de un error cometido, el juez tiene que definir como
premisa cuál es, según su entendimiento y comprensión de los medios de prueba aportados al
proceso, lo que era verdadero, válido o correcto en la esfera de conocimiento sobre la que se
aduce un vicio. Dicho de otra manera: en materia de prueba de error no se trata de convencer al
juez de la existencia de un error, sino de demostrarle primero qué es lo verdadero, válido o
correcto, y solo a continuación demostrar el error, esto es la falta de concordancia entre lo
declarado y lo verdadero.
La ignorancia es distinta del error, pero jurídicamente se asimila a éste, porque en uno y otro caso
el agente celebra un negocio que no concluirá como cierto, o que celebraría en condiciones
distintas. La ignorancia o falta de información conduce a conocimiento defectuoso y por tanto a
formarse un criterio de las cosas distinto del correcto. Conviene, pues, insistir en que no interesa
tanto saber qué es el error, como entender cuándo estima la ley que hay error, coincida o no la
solución legal con la vulgar opinión.
Es imprescindible partir de esta premisa y adoptar esta postura para una fructífera explicación de
las normas, porque es tal vez en este campo del error donde en sede del negocio jurídico más se
advierte la intención del legislador de dar mayor o menor preponderancia a ciertas actitudes o
comportamientos, desdeñando o relegando a segundo plano otros, que acaso tengan singular
trascendencia en otros sistemas jurídicos.
El legislador le ha dado al error un cierto tinte de bilateralidad. Esto no significa que el error tenga
que ser compartido; no, sino que siendo el error, por propia naturaleza, un estado que afecta a
una de las partes, su virtualidad jurídica ha quedado anudada a una actitud de la otra parte (de
los actos bilaterales), porque la declaración de voluntad está destinada a ser conocida y, por ello,
en esta otra parte descansa la factibilidad de anulación del negocio. Así es, esta parte receptora
de la declaración debe haber tenido la posibilidad de reconocer el error con arreglo a los criterios
que impone el artículo 201 concordado con el 203.
Corolario del principio enunciado es que al hacer radicar la relevancia del error en su posibilidad
de ser conocido por la otra parte, de modo que de alguna manera ya resulta ajeno al errante, el
ordenamiento impone al declarante: (a) una carga de cuidado y seriedad tanto en su raciocinio
como en la expresión, y (b) un beneficio, otorgado por la posibilidad de ver rectificado su error por
su conocimiento por la otra parte. Se ha impuesto así un contrapeso a la teoría voluntarista, que
afincaba solo en la voluntad, y no en la declaración, la posibilidad de anulación.
El error vicio de que trata este artículo 201 opera en la determinación o formación de la voluntad.
Actúa en el plano interno, en cuanto formación de un propósito. Consecuencia de ello es que
puede haber pura y perfecta coincidencia entre lo querido y lo declarado, pero lo querido se ha
querido por error. La voluntad se ha determinado fundándose en un falso juicio sobre la concreta
situación. La diferencia con el error obstativo es manifiesta. En éste se declara mal lo bien
querido; en el error vicio, en cambio, se declara bien lo mal querido”.
Sobre los caracteres de esencialidad tenemos que tener en cuenta el artículo 202 del Código
Civil.
1.- Cuando recae sobre la propia esencia o una cualidad del objeto del acto que, de acuerdo con
la apreciación general o en relación a las circunstancias, debe considerarse determinante de la
voluntad.
2.- Cuando recae sobre las cualidades personales de la otra parte, siempre que aquéllas hayan
sido determinantes de la voluntad.
El inciso 1 del art. 202 se refiere al error que recae sobre la esencia o una cualidad del objeto del
acto, asi bien este tipo de error es también conocido como el error in substantia o en la esencia,
sobre el termino objeto este debe ser entendido como el bien que es materia de la prestación en
la celebración del acto jurídico. Por ejemplo: Cuando se compra una chompa de algodón
creyendo que es lana de alpaca o cuando se compra un juego de joyas de fantasía creyendo que
las incrustaciones son diamantes.
Si nos referimos a las cualidades del objeto, nos referimos a las características de este objeto que
podrían ser la marca, el modelo, el año, etc. Por ejemplo: Por comprar una camioneta 4x4
pensando que es una 4x2, o comprar un perro chusco pensando que es un siberiano.
El error in personae, este se refiere cuando recae sobre las cualidades personales de la otra
persona, siempre que estas cualidades hayan sido determinantes de la voluntad, estos actos
intuito personae se celebran solo en consideración a una sola persona, así por ejemplo si uno
contrata a un bailarín de danza moderna cuando en realidad se trata de un bailarín de valet.
“Por ejemplo: Si Arnaldo compra un terreno para construir un complejo deportivo en una zona
residencial, ignorando la existencia de una disposición legal municipal que impide la construcción
de locales de ese tipo. Si Arnaldo construye ese complejo deportivo, la Municipalidad lo puede
obligar a demoler lo construido y no podrá invocar el desconocimiento de la ley para dejar de
cumplirla, pero si antes de construir advierte el error en que ha incurrido, y este ha sido la razón
única y determinante para la celebración del acto (compra del terreno), es factible solicitar la
anulabilidad de la compra venta del terreno, porque si hubiese conocido la prohibición no habría
celebrado el acto. O cuando contrato con una persona de 17 años creyendo que la ley si les
permite contratar válidamente, cuando en realidad esto no ocurre sino hasta los 18 años”[2].
Artículo 205.- Anulación del acto jurídico por error en el motivo: El error en el motivo sólo vicia el
acto cuando expresamente se manifiesta como su razón determinante y es aceptado por la otra
parte.
Apoyo la posición del Dr. Lohman Luca de Tena, al explicar que[3]: “El artículo no está bien
redactado y por eso resulta confuso. De cualquier manera, es insuficiente. En efecto, según el
precepto, el error de cálculo no es vicio de entidad significativa, de manera que solo se permite su
rectificación. Hasta aquí es claro. Pero sigue: salvo que (el error de cálculo) consista en un error
sobre la cantidad que haya sido determinante de la voluntad. La pregunta surge de inmediato:
¿en qué consiste un error de cantidad?
Precisemos, pues. El error de cálculo es aquel que recae sobre números, entida des abstractas a
partir de la unidad; el cálculo es el conjunto de operaciones aritméticas abstractas. La cantidad,
en cambio, es cosa bien distinta. Porque la cantidad a que el artículo alude es el conjunto de
ciertas partes, independientes y más o menos homogéneas. Mientras que el cálculo es un
procedimiento, la cantidad es una suma de ciertas unidades, o sea, la cuantía que resulta.
Es claro, por lo tanto, que el error de cálculo no tiene, conceptual mente hablando, nada que ver
con el error que versa sobre la cantidad de algo. Es imposible que el error de cálculo sea al
mismo tiempo un error sobre cantidad. Lo que ocurre es que un error de cálculo puede conducir a
otro sobre la cantidad. Al menos ésta debe ser la correcta interpretación del artículo 204, aunque
no la única.
Según la norma, el simple error de cálculo no es suficiente para instar la anula ción. Dos razones
abonan para esta solución. La primera es que el error no es esencial en el sentido que señala el
artículo 202, porque no recae la equivocación sobre cosas o personas, tal como señala el
precepto. La segunda es que el error aritmético en que se ha incurrido (si no hace modificar la
voluntad de convenir sobre una cierta cantidad sine qua non), puede rectificarse y corregirse, sin
que por ello quede alterada la representación mental que una o las dos partes se han hecho de la
prestación.
La razón de la norma es, pues, perfectamente explicable, porque el error de cálculo no ha incidido
en el proceso formativo de la voluntad. Es sencillamente una equivocación al hacer las cuentas.
El error de cantidad basado en error de cálculo es diferente. Pongamos, por ejemplo, que debido
a un error de cálculo, el individuo que creía estar comprando en cien milla cosecha de trigo de
cien kilos por hectárea, de un fundo determinado, debe en realidad el mismo precio por una
cantidad menor. El error de cálculo, en este caso, ha motivado que se conciba el negocio por una
cantidad distinta de la querida. En esta hipótesis, si el negocio no se hubiera llevado a cabo de
haberse percatado del error aritmético y, por ende, que la cantidad a recibir no satisfacía el
interés de la parte, el negocio es anulable.
Se considera, a los fines de este artículo, que la cantidad creída y que coincide con la real y
verdadera, tiene que haber motivado el negocio; haber sido determinante de la voluntad. Tal es el
caso cuando el cálculo (errado) haya sido objeto de las negociaciones decisivas para la
conclusión del contrato. Si el cálculo forma parte de la declaración, un error sobre el mismo es un
error sobre el contenido de la declaración y, por lo tanto, justifica la impugnación.
Error en la cantidad es el caso típico del contenido de envases o similares. Puede darse como
ejemplo el de quien compra cien sacos de cemento creyendo que cada uno de ellos contiene diez
kilos, cuando en realidad contienen nueve. Aquí no hay error de cálculo, porque el precio por saco
es igual tenga nueve o diez kilos, pero para el adquirente es imprescindible un total de mil kilos de
cemento, y no tan solo novecientos.
Aunque la ley no haga alusión expresa, un error de esta naturaleza es causal de anulabilidad en
la medida en que la cantidad errada haya sido determinante para contratar.
Dos aspectos finales, para concluir este artículo. El primero de ellos para advertir que el error de
cálculo o de cantidad, no debe confundirse con la lesión, que es objetiva, mientras que el error es
subjetivo. El segundo para hacer notar que el texto de la norma no reclama conocibilidad, pero no
es necesario que lo diga, porque lo exige el artículo 201 in fine”
Artículo 207.- Improcedencia de indemnización por error: La anulación del acto por error no da
lugar a indemnización entre las partes.
En palabras del Dr. Aníbal Torres Vásquez[4]: “Para que el error sea causal de anulabilidad del
acto jurídico es necesario que sea esencial y conocible, de esta manera, la ley otorga adecuada
protección, contra las graves consecuencias de la anulabilidad, tanto al declarante como al
destinatario de la declaración. El acto no se anula solamente porque el declarante ha caído en
error esencial, sino también porque el destinatario este en falta al no haberlo advertido,
observando una normal diligencia, razón por la que la anulación del acto por error no puede dar
lugar a indemnizaciones entre las partes que lo celebraron.
Anulando el acto por error, el receptor de la declaración no puede pretender que se le indemnice
daños, puesto que la anulación se debe en parte a él y no solamente al error del declarante. Sería
injusto sacrificar al declarante condenándolo a pagar el daño causado a la otra parte con la
anulación del acto por su error, debido a que esta otra parte ha estado en la posibilidad de
advertir el error y denunciarlo, habida cuenta de las circunstancias y del contenido del acto, o bien
de la calidad de las personas que lo celebraron”.
Artículo 208.- Casos en que el error en la declaración vicia el acto jurídico: Las disposiciones de
los artículos 201 a 207 también se aplican, en cuanto sean pertinentes, al caso en que el error en
la declaración se refiera a la naturaleza del acto, al objeto principal de la declaración o a la
identidad de la persona cuando la consideración a ella hubiese sido el motivo determinante de la
voluntad, así como el caso en que la declaración hubiese sido trasmitida inexactamente por quien
estuviere encargado de hacerlo.
Apoyo la posición del Dr. Lohman Luca de Tena, al explicar que: “Según se ha explicado, es
necesario distinguir el error vicio, que es aquel que incide por ignorancia o equivocación en
formación de la voluntad, del otro error llamado obstativo u obstáculo, impediente o impropio que
incide en la declaración de la voluntad. Constituye un error en la declaración o en la transmisión.
El error obstativo, entonces, no es un vicio de la voluntad y por tanto su ubicación en este lugar es
inadecuada.
El error obstativo puede conducir al disenso. Aparte del disenso (que en verdad debe conducir a
nulidad, no a anulabilidad), puede el error obstativo revestir otras modalidades: equivocación del
declarante, verbal o escrita; equivocación en la transmisión de la declaración por un tercero; error
sobre el significado de lo declarado.
El artículo 208 indica que las disposiciones de los artículos precedentes que ya hemos analizado
son aplicables "en cuanto sean pertinentes". Digamos, primero, que es correcta la diferenciación
que remarca este precepto, porque el error de que habla el artículo 208 se circunscribe al que se
materializa por inadecuada expresión de la volición, pero quedando entendido en principio (salvo
ciertas excepciones, como distracción, olvido, desconocimiento) que la volición es correcta y que
ha sido efectivamente querida. La declaración de voluntad es un todo, como ya hemos visto e
insistido en otro lugar, pero puede ser vista desde su lado interno (error vicio) o externo o
funcional (obstativo), pues cumple la función de comunicar la intención.
Pero aparte de lo anterior, es francamente discutible eso de la pertinencia de aplicar los artículos
anteriores. Veamos el asunto con orden.
Lo primero que se impone señalar es que el Código ha decidido que el error en la declaración sea
causa de anulabilidad y no de nulidad. Lo lógico debió ser esto último, porque en propiedad la
declaración se ha desviado del querer y en el caso de los negocios bilaterales se ha producido un
acuerdo basado en una declaración que no se corresponde con lo querido. Por eso es que este
error en la declaración es un verdadero obstáculo. No hay negocio. No obstante, nuestro
legislador ha hecho pertinente una hipótesis -anulabilidad- que, en rigor, es impertinente.
Ya hemos expresado que, a nuestro entender, el error en la declaración de que trata el numeral
208 no es esencial en el sentido que a este vocablo le atribuyen los artículos 201 y 202. No puede
serio porque la nota de esencialidad (con la salvedad de error de derecho), la vincula la ley a las
cualidades de la persona o del objeto sobre el que recae el error (artículo 202) y no a la
importancia del mismo en el sujeto declarante. Tan expreso concepto de esencial no puede
extenderse a otros supuestos diferentes. De aquí que el artículo 208 diga que las normas que lo
preceden se aplicarán "en cuanto sean pertinentes". Y la esencialidad, es decir, el concepto legal
de ella, no es pertinente en este supuesto de error.
Cosa diversa es, desde luego, que el error en la declaración recaiga sobre una cualidad esencial.
Así por ejemplo, si queriendo comprar un lote de anillos de oro, por un error en la declaración se
expresa de plata. Lo querido es correcto, y la intención también, pues se desea adquirir alhajas
de oro y que efectivamente es oro, pero se ha expresado malla voluntad; ha habido un error en la
declaración sobre una cualidad esencial. Por lo tanto, el negocio es anulable
El artículo 204, al igual que el 202, tampoco tiene pertinencia alguna. Estas normas aluden a
aquello que es materia de error, es decir, sobre lo que se produce la falta de coincidencia entre la
verdad y lo declarado como querido (que no se hubiera querido de haberse sabido la verdad). Si
el numeral 208 circunscribe el error a otros supuestos, es obvio que no hay pertinencia posible,
porque la materia del artículo 202 no está repetida en el 208. En lo que atañe al error de cálculo o
al de cálculo que conduce a error de cantidad, resulta patente que son errores intelectuales y, por
tanto, ajenos a toda posibilidad de yerro declarativo. En lo que respecta al error de can tidad, la
única interpretación posible para compatibilizar el artículo 208 con la pertinencia del artículo 204
es que el legislador haya previsto la posibilidad de que, al declarar, el declarante se equivoque en
la cantidad, manifestando una distinta de la efectivamente querida si no hubiera habido error. En
tal caso tendríamos que asimilar este error en la declaración de cantidad al error sobre el objeto
principal de la declaración; es decir, que el objeto principal consista en una cantidad de bienes,
cosas, etc., y sobre ello se ha expresado una cifra errada que no coincide con la voluntad real.
Pero si esto es lo que pretende el artículo, francamente está muy mal explicado.
En lo que toca al artículo 205 no creo que quepa pertinencia alguna. El error en el motivo es per
se un error intelectivo que solo se acepta cuando se declara como tal motivo determinante de la
voluntad y es aceptado por la otra parte. Conceptúo remota la posibilidad de que haya un error en
la declaración del motivo.
Sabemos ya en qué consiste el error en la declaración y cómo le son de aplicación de las reglas
que norman el error vicio. Conviene ahora que veamos las distintas formas de presentación del
obstáculo: a) equivocación material del declarante; b) equivocación incurrida por un tercero; c)
error en el significado del medio de individualización expresado en la declaración.
Las apuntadas son las maneras en las que el error en la declaración se manifiesta, cuando en él
incurre una sola de las partes. Es decir, la transmisión por el agente o un tercero no refleja la
correcta intención. Pero hay otra especie asimilable al error que el artículo no menciona y que
merece ser tratada en este lugar: es el disenso.
Se llama disenso el inadvertido desacuerdo entre las partes respecto del sentido en que cada una
de ellas entiende el contenido del negocio. Hay una aparente o creída congruencia exterior de las
respectivas declaraciones, que en realidad son divergentes; no hay coincidencia intrínseca,
aunque sí extrínseca entre ellas.
Disenso deriva de disentir. O sea, sentir de una manera diversa, o pensar de una manera distinta
de cómo piensa otra persona. En suma, que por existencia de pareceres contrarios sobre lo
mismo, hay disentimiento en lugar de asentimiento; discordancia en vez de concordancia.
Disenso, pues, es antónimo de acuerdo. De este modo la sola palabra disenso evoca posiciones
contrarias y ello nos sitúa forzosamente en el ámbito de negocios que se forman sobre la base de
acuerdo de voluntades; negocios bilaterales.
Ha hecho bien el legislador en no situar el disenso al tratar la disciplina legal del error, porque
cuando se produce disenso no hay que proceder a la anulación del negocio, sino que en
propiedad se descubre que el negocio no se ha formado porque las partes no están conformes
(aunque aparentemente lo estuvieran). Es decir, cuando hay disenso no hay genuino
consentimiento, sino solo un consentimiento aparente.
Es indudable que el disenso tiene características propias que lo distinguen del error obstativo u
obstáculo porque en el error la divergencia está entre la voluntad y la declaración tal como en
realidad se hizo, y en el disenso la divergencia entre voluntad y declaración está en que la
declaración ha sido percibida erradamente por el receptor de la misma, o porque éste (el
receptor) incurre a su vez en error obstativo al aceptar la declaración recibida. Ahora bien, a pesar
de la existencia de error, los efectos entre el error obstáculo y el disenso deben ser distintos
porque en un caso vicia la declaración y por la pertinencia que establece el artículo 208 es
aplicable el artículo 201 y por tanto el negocio se considera anulable. Pero en el disenso verdade -
ramente no se ha formado el negocio, de suerte que debe ser de aplicación la nulidad.
El error consiste en un defecto de voluntad o de declaración propia; en el disenso hay error (vicio
u obstativo) del receptor de la declaración ajena, que hace aparecer una no existente
concordancia entre las declaraciones de las partes. La existencia de un error en la declaración
debe determinarse antes de comprobar la existencia de un error vicio.
Hemos examinado hasta ahora cómo se manifiesta esta especie de error en la declaración. Es
decir el lado exterior de la anomalía. Veamos ahora los supuestos que el artículo 208 considera
como el contenido del error o, más exactamente, aquello sobre lo que recae el error en la
declaración.
Antes de entrar a ello, es menester enumerar una hipótesis que el artículo no menciona pero que,
sin duda, subyace en él y puede abarcar los cuatro casos que la regla sí menciona. Nos referimos
al caso de firmar por error un documento en lugar de otro. Como es natural, una equivocación de
esta magnitud indudablemente es tenida en consideración.
Por naturaleza, en consecuencia, puede entenderse aquello que hace que un negocio jurídico sea
distinto de otro en su estructura, composición y efectos esenciales. Al haberse producido la
equivocación se ha dado a la voluntad- una identidad negocial diferente. Piénsese por ejemplo en
quien no conoce la diferencia entre préstamo de uso (comodato) y de consumo (mutuo) y que
procede a la entrega de cierto número de antiguas botellas de licor, creyen do que su amigo las va
a exhibir, pero se las entrega diciendo que son en mutuo. Obviamente ha incurrido en un error en
la naturaleza jurídica del negocio y podrá solicitar la anulación. Algunos autores estiman que el
error en la naturaleza del negocio es un error sobre la causa, pero nos parece inexacta esta
apreciación. En el mejor de los casos podría decirse que el declarante ha errado sobre identidad
de la función del negocio que pretende, pero no sobre la función en sí, que más puede ser un
error en el motivo (error vicio) que le ha llevado a celebrar el negocio (de lo que ya hemos tratado
al estudiar el artículo 205).
Bajo el epígrafe de error en negocio deben comprenderse también otras variables diferentes de la
naturaleza propiamente dicha, pero que inciden sobre ella al modificar la normal intelección del
negocio. Tal sucede, por ejemplo, cuando el error recae sobre modalidades del negocio,
condición, verbigracia, o ciertos requisitos o elementos. El error sobre una modalidad es error
obstativo cuando impide al autor de la declaración la realización de su intención; excluye la
conciencia del significado del acto.
En síntesis, puede afirmarse que el error en la naturaleza del negocio es aquel que, ampliamente,
hace que no coincida el orden de intereses señalado y sus efectos jurídicos, con la declaración
efectuada. Obsérvese, desde luego, que esta especie de error sobre el negocio -inadecuación
entre lo declarado y los intereses previstos y sus efectos- no tiene nada que ver con el error que
recae directamente sobre los efectos jurídicos que no diferencian al negocio, y que no tiene
relevancia anulatoria.
Debe cuidarse de no confundir el error en la naturaleza jurídica del negocio con el error en
Derecho de que habla en el artículo 202. En efecto, el segundo es el que recae sobre normas de
Derecho (su existencia, vigencia, interpretación, aplicación), de suerte que su alcance es mayor
que el error sobre la naturaleza del negocio. Este tipo de error puede ser, por tanto, de hecho o
de Derecho. Será de hecho cuando, sabiendo la diferencia entre comprar y arrendar, digo una en
vez de otra; será de Derecho cuando, queriendo solamente afianzar (sin carácter solidario) las
obligaciones de un amigo, digo avalar porque creo que la fianza y el aval son jurídicamente
sinónimos y por tanto estampo la firma en títulos valores aceptados por el amigo.
En el error sobre la identidad de la persona hay que distinguir varias hipótesis, pues ya no se
habla de persona "de la otra parte" como hace el artículo 202. Cabe, por consecuencia, que el
error recaiga: a) sobre la identidad de la persona de la otra parte. Así, verbigracia, se desea
contratar con Teodoro, a quien efectivamente el declarante conoce, pero a quien identifica como
Doroteo; o desea hacer una donación a su sobrino Mario, y al declarar dice equivocadamente
María, pensando que a ella también piensa hacerle un obsequio; b) puede también haber error
sobre la identidad de la persona, pero considerándola como contenido del negocio. Por ejemplo,
se hace un contrato con un agente de espectáculos, sobre la actuación de un determinado artista.
Debido a una equivocación digo el artista Marco, cuando estoy pensando en el artista Lucio.
El error en la declaración puede obedecer también a las cualidades de la persona. Así, cuando un
empresario de circo quiere contratar al payaso de pantalón azul a rayas y al efectuar la
designación yerra y se refiere al de camisa a rayas.
Tan solo una cosa por agregar, que tomamos del artículo 250.2 del Código portu gués. Este
dispositivo apunta, remitiéndose a otro, que aunque el error no sea esencial, ni reconocible,
siempre es anulable si la inexactitud en la transmisión fue debida a la conducta dolosa del
transmitente.
Para concluir con el artículo, una observación. Nótese que a diferencia del error en la declaración
que versa sobre la identidad del objeto o sobre la naturaleza del negocio, al aludir a la identidad
de la persona se reclama que la "consideración a ella hubiese sido el motivo [mejor debió decirse
razón] determinante".
Esto es preocupante no por lo que se refiere a este error, sino porque deja de referirse a los otros
dos. ¿Significa esto, acaso, que cuando se yerra en la declaración sobre el objeto o el negocio no
ha de ser razón determinante el objeto o negocio verdaderamente queridos?”.
Artículo 209.- Casos en que el error en la declaración no vicia el acto jurídico: El error en la
declaración sobre la identidad o la denominación de la persona, del objeto o de la naturaleza del
acto, no vicia el acto jurídico, cuando por su texto o las circunstancias se puede identificar a la
persona, al objeto o al acto designado.
Es importante recalcar que el error obstativo es de diversos tipos: a) El error sobre la identidad de
la persona, b) El error sobre la identidad del objeto, c) El error sobre la naturaleza del acto o error
in negotio, y d) El error en la trasmisión de la declaración.
En lo que respecta al presente artículo (error obstativo indiferente) estamos frente a tres
supuestos donde el error en la declaración no vicia el acto jurídico, así pues el error sobre la
denominación de la persona, del objeto o de la naturaleza del acto, es intrascendente e
irrelevante como un vicio de la voluntad si este no llega a cuestionar precisamente la identidad y
que como fin afecte la verdadera voluntad del sujeto.
Dejemos en claro que este tipo de error en ningún momento podrá ser considerado una causal de
anulabilidad del acto jurídico según el artículo 221 del Código Civil cuando por su texto o las
circunstancias se pueda identificar a la persona, al objeto o al acto designado.
Tengamos en cuenta el siguiente supuesto: César Rene y Elisa celebran un contrato por el cual el
primero entrega un auto, y a cambio Elisa deberá pagar S/. 600.00 mensuales por el plazo de 5
años, al vencer el plazo ella será la propietaria del vehículo, obviamente ellos han celebrado un
contrato de compraventa a plazos, sin embargo lo denominan arrendamiento. En este supuesto
no es posible la anulabilidad del acto jurídico ya que del texto mismo del contrato se puede
identificar el acto realmente celebrado.
Para lograr una correcta interpretación del artículo y el acto jurídico perdure se requiere que la
otra parte haya entendido correctamente la voluntad verdadera, para que de esta forma el error
no vicie el acto jurídico.
6.2. EL DOLO
Para De Castro, “Hay dolo cuando, con palabras o maquinaciones insidiosas de parte de uno de
los contratantes, es inducido el otro a celebrar un contrato que, sin ellas no hubiera hecho”.
El dolo, como vicio de la voluntad, es toda astucia, engaño, artificio o maquinación, que realiza
una de las partes, aunque también puede provenir de un tercero, orientada a provocar un error en
el declarante o a mantenerlo en el error en el que ha incurrido espontáneamente, para inducirlo a
celebrar un acto jurídico que de otro modo no habría celebrado, o lo hubiera hecho en
condiciones más beneficiosas para él[1].
Comentemos los artículos concernientes al dolo como vicio de la voluntad, el primero de ellos es
aquel que regula el dolo causante, este es el siguiente:
Artículo 210.- Anulación por dolo: El dolo es causa de anulación del acto jurídico cuando el
engaño usado por una de las partes haya sido tal que sin él la otra parte no hubiera celebrado el
acto.
Cuando el engaño sea empleado por un tercero, el acto es anulable si fue conocido por la parte
que obtuvo beneficio de él.
“El dolo es causante, cuando los artificios, engaños, maquinaciones o astucias, son los que
determinan la formación de la voluntad negocial y su posterior manifestación. Es decir, es aquel
que resulta determinante para la celebración del acto jurídico, ya que éste se celebra como
consecuencia de la conducta insidiosa, requiriéndose para ello que el engaño sea grave. Este
vicio de la voluntad produce como efecto básico la anulación del acto jurídico, a solicitud de la
víctima del mismo, además ésta puede, si fuese el caso, solicitar el pago de una indemnización
por los daños y perjuicios sufridos.
Por ejemplo, A, vende a B, una casa de un piso, de material noble, asegurándole que tiene bases
y columnas para dos pisos más, ya que la idea de B es construir habitaciones para arrendar,
advirtiéndose a simple vista que en varios puntos del techo sobresalen los fierros de las
supuestas columnas. Sin embargo resulta, que la casa no tiene columnas, y que los fierros
simplemente han sido colocados de manera artificiosa para engañar al comprador”[2].
Artículo 211.- Dolo incidental: Si el engaño no es de tal naturaleza que haya determinado la
voluntad, el acto será válido, aunque sin él se hubiese concluido en condiciones distintas; pero la
parte que actuó de mala fe responderá de la indemnización de daños y perjuicios.
En palabras del Dr. Lohmnan Luca de Tena: Como toda conducta impropia, el dolo tiene sus
graduaciones. El artículo, empero, no alude a la conducta en sí, sino a la naturaleza del engaño y
más específicamente a aquello sobre lo que recae el error que se provoca.
En realidad todo error causado por maquinaciones de un tercero o de la otra parte, determina la
voluntad, es decir, la inclina o motiva de una manera. Es importante hacer esta anotación para la
correcta comprensión del artículo. Así es, la gravedad del engaño puede hacer que el afectado
decida: a) celebrar el negocio; b) celebrarlo con ciertas estipulaciones sobre las cuales su
voluntad ha sido engañada, pero que no son trascendentales; c) celebrarlo con ciertas
condiciones que él creía que reposaban en la verdad, pero sobre las cuales ha sido engañado. En
las tres hipótesis la voluntad ha estado determinada, pero la materia del engaño reviste mayor o
menor importancia según el caso.
El dolo de que trata el artículo es el llamado incidental. No afecta la voluntad de querer el negocio,
sino el modo o manera que quererlo. Se parte del supuesto que, a pesar de haber habido engaño,
el negocio se hubiera celebrado de todas formas. Es cuestión de prueba examinar en cada
supuesto concreto la relevancia del engaño en el complejo negocial a fin de precisar si el negocio
se hubiera celebrado o no. La cuestión, en suma, queda librada a la apreciación judicial.
La mala fe también debe ser objeto de prueba, porque no se presume. Respecto de los daños y
perjuicios también deben probarse y no conviene limitarlos al caso que este artículo 211 señala.
Aunque no haya norma expresa que autorice su reclamación, debe considerarse:
a) Que tampoco hay una regla prohibitoria, como la incluida en el artículo 203 para el régimen del
error;
b) El dolo ha quedado admitido en el nuevo ordenamiento como una falta al principio de la buena
fe que debe vertebrar todo negocio jurídico bilateral. Desde esta óptica, falta a dicho deber quien
induce al error, o quien conociendo o debiendo conocer el error de la otra parte no se lo advierte.
c) Por último, parece razonable colegir que si se autoriza indemnización cuando el dolo no ha sido
de entidad que determine la voluntad, con mayor razón debe proceder reclamación si la ha
determinado por entero y la anulación del negocio no sea suficiente para reparar el daño.
Artículo 212.- Omisión dolosa: La omisión dolosa produce los mismos efectos que la acción
dolosa.
“Existe dolo negativo cuando se desarrolla una conducta omisiva, esto es cuando una de las
partes, advirtiendo el error en que la otra ha incurrido de manera espontánea, o, provocada por un
tercero, no la saca de su error sino que tenía la obligación de informar a la otra sobre algún hecho
o circunstancia relativa al acto jurídico que se quiere celebrar, no lo hace, guardando de manera
consciente un silencio malicioso, violándose así el principio de la buena fe que debe impregnar la
celebración de todo acto jurídico. (…)
Por ejemplo: Roberto, por error ingresa a la oficina del mediocre abogado José Rodríguez,
creyendo que se trataba del prestigioso abogado Jorge Rodríguez, para contratar sus servicios. El
abogado José Rodríguez, no obstante haberse percatado del error de Roberto, no le aclara las
cosas, sino que por el contrario se aprovecha de la situación para celebrar el contrato”[3].
Artículo 213.- Dolo recíproco:Para que el dolo sea causa de anulación del acto, no debe haber
sido empleado por las dos partes.
Este artículo trata sobre el dolo reciproco como no causal de anulabilidad del acto jurídico,
estamos ante un supuesto donde las dos partes de un acto jurídico bilateral, por ejemplo un
contrato, actúan con la intención de engañarse mutuamente, en este supuesto y recordando el
derecho romano podríamos decir que las partes actúan con dolus malus, este es el dolo
intolerable.
“No se puede amparar a un parte por dolo si, a su vez, la otra está incursa en igual
responsabilidad. Sería violar el principio de la buena fe, sobre la que han de basarse las
relaciones jurídicas” (LEON BARANDIARAN).
Sobre la compensación, considero que esta ópera solo en los dolos causantes o entre dolos
incidentales.
Si las dos partes se han engañado mutuamente, significa que ambas partes han actuado de mala
fe, por lo que no procedería iniciar una acción de anulabilidad del acto jurídico. Lo que si queda
claro es que al existir un dolo mutuo el acto jurídico es un acto no querido o deseado por las
partes.
Del artículo se infiere que si una de las partes sufre el engaño de la otra, esta podrá iniciar una
acción de anulabilidad con el fin de declarar nulo el acto jurídico viciado o en su defecto según el
artículo 230 podrá confirmar dicho acto jurídico.
Teniendo en cuenta a ALBALADEJO: El dolus bonus está referido a aquellas alabanzas
excesivas, afirmaciones exageradas, encomios de tipo general o abstracto, etc. (así cuando la
propaganda asegura que un producto es el mejor, el más fino o el más barato o el único útil), que,
ciertamente, tomadas literalmente son engañosas, sin embargo, por ser habitual su uso en el
comercio jurídico y sobre entenderse su verdadero alcance, no dan habitualmente, lugar a
engaño.
Artículo 214.- Anulación por violencia o intimidación: La violencia o la intimidación son causas de
anulación del acto jurídico, aunque hayan sido empleadas por un tercero que no intervenga en él.
A continuación el comentario de Lohman Luca de Tena con relación al presente artículo, dicho
comentario fue publicado en el Código Civil Comentado:
El negocio jurídico es inválido cuando el agente no ha estado en aptitud de adoptar una decisión y
de expresarla de manera consciente y voluntaria.
Voluntario es aquello espontáneo, sin nada superior que lo impela de manera extraña al propio
querer. El comportamiento humano no voluntario obedece fundamentalmente a dos razones: o se
actúa sin querer, sin darse cuenta, sin percatarse de lo que se hace pero por razones atribuibles
al propio sujeto; o bien dándose cuenta y sabiendo lo que realiza, pero sin quererlo, luego es por
razones ajenas al sujeto o, lo que es igual, que no hay libertad. La decisión ha sido extraída con
violencia sobre los medios materiales de que todos hemos de valemos para realizar el nego cio, o
sobre nuestro ánimo.
De todo lo dicho debería inferirse que el negocio jurídico así concluido es nulo, de conformidad
con lo ordenado en el inciso 1) del artículo 219, por falta de declaración de voluntad. Ha de ser
así porque la violencia, la vis absoluta o ablativa no vicia el querer, sino que lo excluye. No
obstante esta tesis, el apartado 2 del numeral 221 menciona como anulable al negocio celebrado
con violencia, aparentemente ratificando lo previsto en el artículo 214. Se seguiría de este modo
el criterio ya establecido en el Código de 1936, cuestionado por la doctrina.
La pregunta es: ¿coloca el Código a la intimidación y a la violencia física en igual dad legal, a
pesar de que la primera es vicio que afecta a la decisión y voluntad negocial y la segunda
precisamente excluye todo querer, por lo que no hay vicio propiamente dicho? Tan drástica
interpretación y conclusión son equivocadas y a todas luces injustas para quien resulta
perjudicado.
Por otra parte, la disposición es lógica respecto del sujeto activo. Puede ser una de las partes o
un tercero de ellas. La violencia compulsiva excluye la voluntad, y la intimidación y
la vis impulsiva, la vician; por lo tanto, da igual quién sea el autor del mal. No hace falta que el
causante de la presión física o moral se beneficie del negocio así obtenido, ni es necesario que la
parte no víctima esté impuesta del vicio que afecta a la otra parte. Basta que la voluntad esté
viciada para que el negocio sea anulable. Se considera que la violencia viciante y la intimidación
son más graves que el error y por tal razón no se exige el requisito de conocibilidad por la otra
parte.
Este artículo 214 está tomado del 1268 del Código español y la jurisprudencia de este país ha
establecido que deberá estimarse la posible fuerza de coacción moral del tercero cuando se trate
de intimidación.
La violencia, en este caso, coexiste con la celebración o ejecución del negocio. Es la violencia
llamada absoluta, ablativa o compulsiva, porque en propiedad el agente no declara su volun tad,
sino que físicamente movido por una fuerza ajena empleada por otro sujeto, ha declarado lo que
este otro o un tercero querían. Las manos o el lenguaje han sido meros instrumentos de la fuerza
bruta que otro actúa. Se ha sustituido la voluntad sin poder resistirlo. La violencia o presión de la
otra parte no se ha aplicado sobre la voluntad, sino sobre el cuerpo. No hay intención negocial,
cosa que sí ocurre en la violencia impulsiva que actúa como motivo (aunque injusto) determinante
de declarar.
El negocio, en cambio, es anulable cuando la violencia coacciona, impulsa o impele una voluntad,
pero no la genera en su exteriorización. Así por ejemplo, si estoy impedido de libertad o de
movimiento hasta no firmarlo si actúo por miedo en virtud de un daño físico ya causado, o si se
está ejerciendo violencia física sobre un tercero pariente de los que el artículo 215 menciona. No
hay propiamente intimidación, que es amenaza de mal futuro, pero tampoco hay violencia sobre
la persona (por ejemplo, libertad) o sobre la de un familiar o persona muy querida, o la ha habido
recientemente, y esta violencia impulsa la voluntad de decidir o contribuye a ella. En este
supuesto sí se puede hablar con propiedad de vicio de voluntad, porque deriva de un proceso
psíquico. Es la violencia impulsiva, que torna anulable el negocio, porque teniendo todos sus
elementos, uno de ellos está viciado. Se ha actuado por miedo, o temor, o simple sufrimiento ante
un daño que al declarante o a un ser querido se causa o se acaba de causar. En cambio, cuando
hay violencia o vis compulsiva, puede haber actuación sin temor, pero acaso con grave dolor
físico y hay solamente una apariencia de voluntad.
Coincidimos con quienes indican la grave dificultad de determinar, en el caso concreto que se
presente, si la violencia ha sido compulsiva o impulsiva. A veces se podrá probar y a veces no.
Pero la dificultad procesal no puede perturbar la realidad ni, en aras de razones prácticas, impedir
la nulidad absoluta cuando se haya podido probar la violencia que excluye la voluntad.
Artículo 215.- Intimidación
Hay intimidación cuando se inspira al agente el fundado temor de sufrir un mal inminente y grave
en su persona, su cónyuge, o sus parientes dentro del cuarto grado de consanguinidad o
segundo de afinidad o en los bienes de unos u otros.
Tratándose de otras personas o bienes, corresponderá al juez decidir sobre la anulación, según
las circunstancias.
A continuación el comentario de Lohman Luca de Tena con relación al artículo 215 del Código
Civil, dicho comentario fue publicado en el Código Civil Comentado:
La intimidación es una conducta antijurídica que consiste en influir sobre el fuero interno del
agente causándole miedo o temor, amenazándolo con un mal futuro que deber ser inminente y
grave. De esta manera, presionando la voluntad o el ánimo del agente, se logra que declare algo
de una manera distinta de la querida, o al declarar que quiere, cuando nunca ha querido así ni de
otra manera.
a) La existencia de una amenaza que cause miedo o temor. La amenaza puede recaer sobre el
honor y bajo el concepto de bienes debe englobarse toda situación económica, como la
posibilidad de hacer perder a la víctima su trabajo o su situación profesional. No basta cualquier
temor: debe existir una relación razonable entre el miedo y el mal posible. De aquí que se insista
que el temor tenga que ser racional y fundado. Esto quiere decir, en concordancia con el artículo
216, que debe tenerse en cuenta el sujeto activo que intimida, el mal que se dice causaría y eI
sujeto pasivo. Hay una cierta dosis de subjetividad, pues no es igual el daño psicológico o la
fuerza de carácter de toda la gente.
b) El mal en que consiste la amenaza debe ser inminente y grave (además de injus to, de lo que
trata otro artículo). En otras palabras, inminente es sinónimo de futuro, pero próximo, aunque no
creemos que tenga que ser inmediato. Si una persona recibe amenazas de que será secuestrado
un miembro de su familia antes de que pasen treinta días, el mal será próximo, pero no inmediato,
y sin embargo la intimidación es evidente. La gravedad que el precepto exige también que habrá
que juzgarla caso por caso: si la amenaza versa sobre los bienes del declarante no parece
razonable medir por igual al potentado y al que carece de medios.
c) El mal puede recaer sobre la persona o bienes de la víctima o los parientes que la norma
indica, si bien, tratándose de otros parientes, se verán las circunstancias.
Este artículo es demasiado claro en lo que respecta a su contenido y al fin que se busca. ¿Qué
debemos tener en cuenta para calificar la violencia o intimidación?, bueno, según el precepto para
calificar la violencia o la intimidación debemos tener en cuenta la edad, el sexo, la condición de la
persona y las circunstancias que puedan llegar a influenciar sobre la gravedad de los hechos para
la toma de decisiones.
Así pues se debe analizar cada uno de los medios empleados para la obtención de la declaración
y también a la persona afectada, esta es claramente una evaluación subjetiva que realizará el
juzgador, así también no solo analizará los medios empleados para la obtención de la declaración
sino también se tendrá en cuenta las circunstancias que rodean el caso materia de análisis para
establecer si existió o no un temor fundado en la victima que la haya llevado a celebrar el acto
jurídico, de ser así este hecho será pasible de una acción de anulabilidad.
La amenaza del ejercicio regular de un derecho y el simple temor reverencial no anulan el acto.
La primera parte de este artículo debe ser estrechamente concordada con el artículo 11 del Título
Preliminar, sobre el abuso en el ejercicio de un derecho.
Establece este precepto que se incurre en tal abuso cuando en el ejercicio de su dere cho el titular
se excede manifiestamente de los límites de la buena fe, de modo que dicho ejercicio no se
compatibiliza con la finalidad institucional y la función social en razón de las cuales se ha
reconocido el respectivo derecho.
De todos modos, hay que considerar, además del abuso, la forma de proceder y el beneficio o
ventaja que obtiene quien invoca el derecho. Esto significa, como dice el artículo 1438 del Código
italiano, que la amenaza de hacer valer un derecho es causa de anulación cuando se enfoque a
conseguir un provecho o ventaja injusta.
Por vía de exclusión debe razonarse que el mal impulsa que a la víctima es todo aquel no querido
por el Derecho. No hace falta que esté legalmente sancionado con prohibición o pena. Basta con
que sea nocivo y socialmente considerado como injusto.
Es nula la renuncia anticipada a la acción que se funde en error, dolo, violencia o intimidación.
El mandamiento del artículo es claro y justo. Es lógica la disposición legal de considerar nula
absolutamente la renuncia anticipada a la acción de anulabilidad que el artículo concede,
mientras el sujeto declarante se encuentra todavía afectado por error, dolo, intimidación o
violencia impulsiva.
La renuncia a la acción de nulidad absoluta expresada por quien ha declarado por violencia
compulsiva, también es nula.
Conclusiones
Como una única conclusión debemos decir que en sentido lato, existe un vicio de la voluntad
negocial cuando ésta se ha formado defectuosamente. En sentido estricto, se entiende por vicios
de la voluntad aquellos defectos que hacen anulable la declaración de voluntad, excluyéndose las
anormalidades afectantes a la voluntad que hacen que no exista. Estos vicios pueden estar
causados por la falta de conocimiento, espontánea o provocada (error, dolo), o por la falta de
libertad, física o moral (violencia, intimidación).
TEMA 7. LA NULIDAD DEL ACTO JURÍDICO
Introducción al tema
El acto jurídico es eficaz cuando produce los efectos que le son propios, consistentes en la
creación, regulación, modificación o extinción de relaciones jurídicas, es decir, derechos y
deberes. La figura del acto jurídico es regulada por el ordenamiento jurídico para que produzca
sus efectos peculiares, y con ese fin realizan los sujetos los actos concretos en la vida real. Tales
efectos son los queridos por las partes (efectos voluntarios), además de los contemplados por el
ordenamiento jurídico (efectos legales), esto en los términos de Aníbal Torres Vásquez.
Este tema es importante pues la nulidad de los actos jurídicos es un tema que merece ser
abordado y muy bien conocido, es importante rescatar su utilidad práctica en el día a día. Los
actos jurídicos involucran manifestaciones de voluntad y estas manifestaciones tienen como
resultado el nacimiento de efectos jurídicos, y cuando estos no son los queridos o esperaros por
las partes es que recurrimos a la ineficacia del acto jurídico, el cual apunta a la ausencia total o
parcial de los efectos buscados por las partes al manifestar su voluntad.
El Dr. Tantalean Odar, apunta que el tratamiento de la nulidad en nuestra codificación civil se ve
facilitada por la estipulación de causales expresas en el texto legal. Ad empero, existiendo
también en nuestro sistema las nulidades virtuales o tácitas, el asunto se torna un tanto complejo,
por cuanto ya no es la propia norma legal la que sanciona con nulidad el acto en sí, sino que tal
invalidez debe ser apreciada caso por caso a fin de determinar el contenido ilícito del negocio.
Aprendizajes esperados
Conozcamos ahora las capacidades y actitudes a desarrollar en este primer tema:
Capacidad
Identifica los supuestos de nulidad y anulabilidad del acto jurídico, así como sus diferencias.
Actitudes
Se interesa por conocer la validez del acto jurídico así como la nulidad y anulabilidad.
Uno de esos conceptos es el de acto eficaz, un acto jurídico es eficaz cuando produce los efectos
que le son propios, consistentes en la creación, regulación, modificación o extinción de relaciones
jurídicas, es decir, de derechos y deberes. La figura del acto jurídico es regulada por el
ordenamiento jurídico para que produzca sus efectos peculiares, y con ese fin realizan los sujetos
los actos concretos en la vida real[1].
En cambio el acto jurídico es ineficaz cuando por cualquier circunstancia intrínseca o extrínseca
no tiene capacidad para producir efectos jurídicos que le corresponden de acuerdo a su
naturaleza. Es decir, cuando por cualquier motivo está impedido de producir sus consecuencias
naturales[2].
a) La ineficacia Estructural: Es aquella que viene determinada por la falta de algún elemento
esencial o de algún requisito de validez, como puede ser la falta de un objeto, o de manifestación
de la voluntad, o por tener un fin ilícito, o por el incumplimiento de la formalidad ad solemnitatem,
la falta de precio en la compraventa, la imposibilidad física o jurídica del objeto, o etc.; o porque
alguno de sus elementos está viciado. Por ello, podemos afirmar que todo acto jurídico nulo es
estructuralmente ineficaz y también el acto anulable a partir de la sentencia que lo declare nulo[3].
Si el acto jurídico reúne los elementos esenciales (Art. 140, requisitos de validez), se dice que
estamos frente a un acto perfecto o válido, es decir, tiene valor, en cambio el que un acto jurídico
sea eficaz quiere decir que produce efectos jurídicos.
Los actos jurídicos son celebrados para que produzcan efectos jurídicos, pues es a través de
dichos efectos jurídicos, concebidos y entendidos por los particulares como efectos simplemente
prácticos, que se podrán autorregular libre y satisfactoriamente los diferentes intereses privados
que determinaron la celebración de los mismos, de forma tal que se puedan satisfacer las
distintas necesidades de los sujetos de derecho en los diferentes sistemas jurídicos[1].
Sin embargo sucede en muchos casos que los actos jurídicos y contratos no son eficaces, pues
no llegan en ningún caso a producir efectos jurídicos, o porque los efectos jurídicos que se han
producido inicialmente llegan a desaparecer por un evento posterior a la celebración de los
mismos. En estos supuestos estamos dentro de lo que se denomina en doctrina “ineficacia” del
acto jurídico o del contrato. Consiguientemente la categoría genérica que describe todos los
supuestos en los cuales los actos jurídicos y contratos no son eficaces, por no haber producido
nunca efectos jurídicos, o por desaparecer posteriormente los efectos jurídicos producidos
inicialmente, recibe el nombre genérico de ineficacia[2].
Conceptualiza el Dr. Lizardo Taboada a la ineficacia como: Todo supuesto en el cual el acto
jurídico o el contrato celebrado por las partes no llega a producir ninguno de los efectos jurídicos
buscados, o habiendo producido todos sus efectos jurídicos inicialmente, desaparecen los
mismos por una causa o evento posterior a su celebración.
La ineficacia es, ante todo, una sanción. Si por sanción entendemos la reacción del ordenamiento
jurídico ante una infracción, se comprende enseguida por qué la ineficacia se sitúa dentro del
repertorio de sanciones que le orden jurídico aplica al negocio irregular[3].
Y esta sanción que es la ineficacia para un mejor estudio y entendimiento se divide en ineficacia
estructural y en ineficacia funcional, la primera se fundamenta exclusivamente en el principio de
legalidad, pues sus causales vienen establecidas por la ley, el acto jurídico que sufre de ineficacia
estructural es aquel acto que desde su origen se ve afectada por la causal de ineficacia. En
cambio la ineficacia funcional son actos que sufren algún defecto pero que no atacan a su
estructura ni a su origen, la causa de esta ineficacia se presenta con posterioridad a la
celebración del negocio jurídico.
El jurista Colombiano Ospina, nos explica que tal distinción es anterior a Zachariae, para lo cual
hace mención que POTHIER, en el siglo XVII, la había formulado con este alcance: “Hay tres
cosas diferentes en todo contrato: las cosas que son de la esencia del contrato, las que son
únicamente de la naturaleza del contrato, y las que son puramente accidentales del contrato”
sobre las primeras dictamina: “Las cosas que son de la esencia del contrato son aquellas sin las
cuales el contrato no puede subsistir (existir substancialmente). En faltando una de ellas ya no
hay contrato, o bien es otra especie de contrato… La falta de una de las cosas que son de la
esencia del contrato impide el que exista clase alguna de contrato, algunas veces esa falta
cambia la naturaleza del contrato”[3].
Bien nos dice el jurista Ospina, que lo expresado por Pothier, expone la teoría de la inexistencia
del negocio y la conversión de los mismos.
La inexistencia del acto jurídico no la encontramos expresa en el Código Civil de 1984, pues este
cuerpo normativo recoge a la nulidad y la anulabilidad como supuestos de invalidez o de
ineficacia estructural.
Mucho se confunde a la inexistencia con la nulidad, es así como influenciados por la doctrina
española, Zusman Tinman y De La Puente y Lavalle propusieron la distinción entre inexistencia y
nulidad para efectos de la reforma del Código Civil de 1936: se produce la inexistencia cuando la
falta de un elemento sea de tal relevancia que impida hasta la apariencia de un acto jurídico, lo
cual determina que no pueda producir efectos ni siquiera negativos. La nulidad en cambio,
supone un acto jurídico que, aunque inválido existe siquiera como supuesto de hecho capaz de
producir efectos secundarios, diferentes o negativos. Esta propuesta no fue acogida por el
legislador del Código Civil de 1984 y su inadmisibilidad fue el pretexto para que la doctrina
nacional rechazara la figura[1].
Así llegamos a nuestro actual Código Civil de 1984, donde lo que existe en nuestro es un
tratamiento de la nulidad virtual prescrita en el inciso 8 del artículo 219 que hace referencia
directa al artículo V del Título Preliminar, que se refiere también a dicha forma de nulidad. La
nulidad virtual es aquella que se encuentra tácitamente contenida en las normas jurídicas,
haciendo evidente un acto jurídico nulo cuando este es contrario a dichas normas, y al fin licito del
negocio, así como a principios de orden público y buenas costumbres.
Sobre lo antes expresado el jurista nacional, el Dr. Lizardo Taboada nos explica que la
inexistencia del acto jurídico es una ineficacia que solo se acepta en los sistemas que no acogen
la nulidad virtual. En aquellos sistemas donde no se reconoce la categoría de nulidad virtual, es
necesario prohibir los actos jurídicos cuyo contenido sea ilícito, privándolos de efectos jurídicos, y
para ello acuden al concepto de inexistencia.
Así, pues en otras realidades se encuentra normada la inexistencia, así también se pueden
encontrar posiciones distintas sobre esta misma figura, de esta forma como una categoría distinta
a la nulidad radical se encuentra la inexistencia del negocio jurídico.
Un negocio inexistente sería aquel en el que se omite cualquiera de los elementos que su
naturaleza o tipo exige (el precio en la compraventa, la merced en el arrendamiento, etc), lo que
impide identificarlo o, en términos generales, carece de alguno de los elementos esenciales de
todo negocio (el contrato celebrado por un incapaz de entender y de querer, el contrato celebrado
a nombre de otro sin su representación o autorización, por faltar el consentimiento de aquel en
cuyo nombre se contrata, etc)[2].
Otra distinción es la que explica por las efectos que ambas figuras pueden generar, así el negocio
jurídico inexistente es definido como el acto de autonomía privada imposibilitado de generar
efectos y el negocio nulo como supuesto de hecho negocial capaz de producir efectos jurídicos
indirectos mediante la conversión a un nuevo supuesto de hecho (Betti, Ferrari y Tommasini)[3].
El Dr. Vidal Ramírez[4] expresa que el acto inexistente se confunde desde el punto de vista de
sus efectos con el acto nulo y, por lo mismo, carece de objeto complicar las cosas introduciendo
una nomenclatura que oscurece el campo legislativo. En la misma línea doctrinaria está el Dr.
Rubio Correa[5]. Sostiene que en el Código Civil peruano, la falta de los elementos esenciales del
acto jurídico no es causal de inexistencia, sino específicamente de nulidad, a tenor de diversos
incisos del artículo 219. Por consiguiente, señala que el Código Civil peruano no opta por
reconocer la teoría de la inexistencia del acto: sólo existen la nulidad y la anulabilidad. Los casos
que en otros sistemas se consideran de inexistencia, en el Perú son de nulidad.
De igual forma encontramos al jurista español Federico de Castro y Bravo, quien diferencia la
inexistencia de la nulidad. A tal efecto se dirá que se trata de “negotium non existens”
(“Nichtrechtsgeschäft”), cuando la falta de requisitos positivos impide hasta la apariencia del
negocio, mientras que la nulidad resultaría de una prohibición o requisito negativo, contrario a la
validez. El negocio inexistente se compara a un fantasma y el nulo al nacido ya muerto”. (…) se
ha defendido todavía el mantenimiento de la calificación de inexistencia, diciendo que ella se dará
cuando la falta de un requisito sea de tal alcance que impida la identificación del negocio, que
“haga inconcebible el negocio” o que impida se dé “el concepto del negocio”. Señalándose,
además, que el negocio nulo puede ser convalidado, convertido en otro valido y tener eficacia
como putativo, lo que no sucede en el negocio inexistente[6].
Castro y Bravo, comenta que la razón de haberse mantenido el concepto, a pesar de lo insistente
y fundado de las críticas, se encuentra en su utilidad, sus servicios en el pasado y los que se
adivinan puede prestar en el futuro.
Esta pregunta bien puede ser contestada por el jurista De los Mozos[7] quien hace constar que el
negocio jurídico inexistente puede tener cierta relevancia jurídica en los siguientes casos: a) tratos
preliminares del contrato: cuando alguna de las partes falte a la buena fe, cuando de esa falta a la
buena fe resulte un daño o cuando sea motivada por una conducta ilícita; b) no concurrencia de
oferta y aceptación: sin acuerdo entre las partes no hay contrato y los efectos que se produzcan
no serán contractuales, sino los que nazcan de la oferta, la cual tendrá su propia eficacia jurídica;
c) los efectos nacidos de la intención de crear una apariencia que aparecen configurados como
efectos del acto ilícito; d) los nacidos de error absoluto (pago de lo indebido, entrega de una cosa
no debida), basados en el enriquecimiento injusto; y por último e) los efectos nacidos de la
apariencia misma, que pueden parecer a primera vista negociales, así los supuestos de
adquisición de un comprador simulado, el cual, si es de buena fe, adquiere con título inatacable.
En tales supuestos el efecto producido no es negocial, pues éste se alcanza (y con ella la
transmisión o atribución de derechos) no en el primer acto, sino en el segundo. Los casos
descritos son puramente extranegociales, en cuanto el negocio inexistente ha podido configurar
una apariencia de negocio (caso típico de la simulación), que produce unos efectos que no
derivan del negocio, sino de la propia apariencia.
Punto aparte es lo que sucede en Latinoamérica, pues a diferencia del Código Civil Peruano, los
cuerpos normativos civiles de Colombia y Chile regulan la figura de la inexistencia del negocio
jurídico, así lo explica Ospina y lo demuestra citando ciertos artículos del código civil
colombiano[8] que demuestran que en el caso de la declaración de nulidad de los negocios
jurídicos, esta debe ser hecha a través de un pronunciamiento judicial el mismo que determinara
su ineficacia, no siendo esta declaración necesaria en los casos de ineficacia.
Sin embargo a pesar de la abundante doctrina a favor de la existencia de este tipo de ineficacia
como es la inexistencia del negocio, existen también posiciones contrarias, y esto lo comenta
justamente Ospina, al expresar que le resulta incomprensible que algunos comentaristas chilenos
y colombianos, se empecinen en negar que nuestro Código Civil si contempla expresamente la
ineficacia de los actos jurídicos por falta de los elementos que le son esenciales, o sea,
indispensable para que tales actos se tengan como existentes y operantes dentro del ámbito de la
autonomía de la voluntad privada[9].
Es clarísimo que en nuestros hermanos y vecinos del norte y del sur (Colombia y Chile)
mantienen dentro de su Código Civil la regulación de la inexistencia así como la existencia de
doctrinas y teorías en pro de su regulación y defensa dentro de su normativa nacional, como ya
se explico en nuestro país no encontramos a la inexistencia del negocio jurídico regulado pues
como lo dice el Dr. Lizardo Taboada nuestro Derecho Privado a optado por la figura de la nulidad
virtual. Taboada Córdova[10] expresa que la aceptación o no de la figura de la nulidad virtual, que
es de importancia fundamental, dependerá o no que se acepte o rechace la figura de la
inexistencia. Tal es la importancia del tema, que en la actualidad, sobre la base de esta
inapropiada remisión al Título Preliminar, hay quienes han pretendido negar la aceptación de la
nulidad virtual en el sistema jurídico nacional. Por ello, le parece al jurista peruano muy importante
definir esta figura en el inciso 8 del artículo 219, razón por la cual propone que la norma deba ser
reformada en el sentido que el acto jurídico es nulo cuando atente contra el orden público o las
buenas costumbres, o cuando sea contrario a normas imperativas, si otra sanción no se deduce
de la ley. De esta manera, el profesor espera dejar bien en claro, que en el sistema jurídico
peruano se acepta plenamente la figura de la nulidad virtual, por contraposición a la nulidad
textual o expresa, descartando definitivamente la figura de la inexistencia.
“Zusman Tinman explica que figuras, como la de la inexistencia son vistas como": "subversivas"
de un orden supuestamente establecido a partir de la letra de la ley, sin considerar que la
formalización llevada al extremo, termina propiciando situaciones de abuso del fuerte sobre el
débil, (…) La defensa de la figura de la inexistencia por parte de la jurista peruana es una forma
de rebelión contra la doctrina tradicional apegada al método exégeta.
Stolfi, manifiesta que: “Es nulo el negocio al que le falte un requisito esencial, o bien sea contrario
al orden público o a las buenas costumbres, o bien infrinja una norma imperativa. Para que haya
nulidad no es necesaria, por consiguiente, que sea declarada caso por caso, ya que viene
impuesta como sanción con que la ley castiga en general la inobservancia de una norma coactiva.
Por esto se dice justamente que la nulidad puede ser expresa o tácita (o bien, como algunos
prefieren textual o virtual). La primera supone, que el legislador la establezca expresamente (…).
La segunda, en cambio, deriva lógicamente la ley, aunque ninguna norma prohíbe, es obvio que
es nulo el matrimonio contraído entre personas del mismo sexo”[1].
La nulidad, es pues, la sanción civil por la cual, se priva de los efectos que le son propios a un
acto jurídico por faltarle algún elemento constitutivo o un requisito de validez, o ser contrario al
orden público o las buenas costumbres, o cuando infrinja una norma imperativa, o cuando, en
general, el acto ha sido celebrado incurriéndose en algún de las causales que la ley establece.
Como ya se señaló, la invalidez por ser una noción abstracta no genera efectos jurídicos por sí
mismos, por lo que para que se materialice se requiere de una sanción concreta, que viene a ser
la nulidad. Está sanción, en la mayoría de las veces se hace efectiva a través de una sentencia
judicial, aunque la doctrina sostiene que si las circunstancias no lo hacen necesario no se
requiere de esta[2].
Los actos nulos carecen de efectos y los actos anulables producen normalmente sus efectos,
pero están amenazados de destrucción a petición de parte interesada. A los actos nulos se les
denomina también actos con nulidad radical o nulidad absoluta, y a los anulables, actos con
nulidad relativa o actos impugnables o actos provisionalmente válidos o acto con invalidez
pendiente[3].
“En otros términos, la sanción de nulidad o anulabilidad solamente se aplica cuando existe una
norma jurídica que expresa o implícitamente lo prevea. La nulidad y anulabilidad no se presumen.
Tanto la nulidad como la anulabilidad se deben a cusas existentes (no a causas sobrevenidas) al
momento de la celebración, perfeccionamiento, conclusión o concertación del acto jurídico, no
hay una invalidez sucesiva. La nulidad y la anulabilidad operan solamente por disposición expresa
del ordenamiento jurídico.
Cuando al acto de falta los elementos esenciales para su validez como acto jurídico o cuando es
contrario a normas imperativas, al orden público o a las buenas costumbres, el ordenamiento
jurídico lo sanciona con nulidad absoluta, privándolo de su fuerza vinculante de autorregulación
de intereses privados. El acto jurídico nulo está destituido de todo efecto jurídico, es inválido e
ineficaz desde el inicio, salvo que el ordenamiento jurídico, excepcionalmente, le confiera algunos
efectos. En cambio, cuando no faltan los elementos esenciales, pero estos presentan vicios, el
ordenamiento jurídico sanciona al acto con la anulabilidad. El acto jurídico anulable produce todos
sus efectos desde el inicio, pero puede ser declarado judicialmente nulo a iniciativa del sujeto
cuya determinación está viciada por incapacidad relativa, por vicios de la voluntad, o cuando es
perjudicado por un acto disimulado (simulación relativa). El acto jurídico anulable es inválido, pero
eficaz. La ineficacia del acto anulable es sucesiva, sobreviene como consecuencia de la
declaración de nulidad. Por ser inválido puede ser convalidado mediante confirmación o por
prescripción de la acción de anulabilidad”[4].
2.- Cuando se haya practicado por persona absolutamente incapaz, salvo lo dispuesto en
el artículo 1358.
8.- En el caso del artículo V del Título Preliminar, salvo que la ley establezca sanción
diversa.
A continuación se dará a conocer el análisis de este artículo y la explicación de cada inciso desde
la perspectiva del Doctor Freddy Escobar[1]:
La nulidad determina que el negocio jurídico no produzca los efectos "negociales", que son los
efectos deseados por la parte o las partes que lo celebran. En ciertos casos, sin embargo, la
nulidad no impide que surjan efectos "no negociales", derivados del hecho de la celebración del
negocio (nulo) o de la ejecución del mismo. En tales casos, la función de los referidos efectos
consiste en tutelar ciertos intereses de una de las partes. Lo descrito ocurre, por ejemplo, cuando
transgrediendo las reglas de la buena fe objetiva, una de las partes induce a la otra a celebrar un
negocio nulo; o cuando, ignorando la existencia de una causal de nulidad, una de las partes
ejecuta en favor de la otra una de las prestaciones previstas en el negocio. En el primer caso el
ordenamiento jurídico le otorga "relevancia" a la celebración del negocio nulo a fin de concederle
a la parte que sufre el engaño, el derecho de exigirle a la otra el pago de una indemnización. En
el segundo caso el ordenamiento jurídico le otorga "relevancia" a la ejecución del negocio nulo a
fin de concederle a la parte que realizó la prestación el derecho de exigirle a la otra la restitución
de la misma (sea in natura o por equivalente).
a) Inciso 1
La falta de manifestación de voluntad supone, en principio, no la nulidad del negocio sino la
inexistencia del mismo, pues sin aquélla resulta imposible que se forme el supuesto de hecho en
el que se resuelve este último (o sea el negocio). El inciso materia de comentario, sin embargo,
considera que el "negocio" es nulo cuando no está presente el componente "volitivo".
a) Cuando el sujeto al que se le imputa la declaración (en virtud de la cual se "celebra" el negocio)
carece de existencia jurídica.
En caso de que la manifestación no sea negocial, esto es, en caso de que la misma no esté
dirigida a crear, modificar, regular o extinguir una reglamentación de intereses.
En caso de que la manifestación no sea "seria", esto es, en caso de que la misma no demuestre
la existencia de la intención de su autor de quedar jurídicamente vinculado. Evidentemente, tal
intención debe ser objetiva y razonablemente perceptible por terceros. La falta de seriedad se
presenta, por ejemplo, cuando el sujeto actúa con fines didácticos o lúdicos.
Civil, no en todos los casos en los que falte manifestación de voluntad el negocio será nulo. En
efecto, en algunos supuestos (piénsese en los casos en los que existe vio lencia física o error
obstativo) y por mandato expreso de la ley, la ausencia de este elemento únicamente determina
la anulabilidad del negocio.
b) Inciso 2
La capacidad jurídica (también denominada "capacidad de goce" o "subjetividad") es la aptitud de
un sujeto para ser titular de derechos, deberes o, más genéricamente, de situaciones jurídicas
subjetivas. Por su parte, la capacidad de obrar (también denominada "capacidad de ejercicio") es
la idoneidad de un sujeto para realizar una actividad jurídicamente relevante (consistente en
"actuar" el contenido de las situaciones jurídicas subjetivas), por medio de una manifestación de
la propia voluntad (BIGLlAZZI GERI, BRECCIA, NATOLl, BUSNELLI).
La incapacidad a la que se refiere la norma materia de comentario supone que el sujeto goza de
capacidad jurídica mas no de capacidad de obrar plena o absoluta, de modo que el mismo no
puede "actuar" válida y personalmente el contenido de las situaciones jurídicas subjetivas que le
corresponden (ejercer poderes o derechos, cumplir deberes, etc.).
De acuerdo con el artículo 43 del Código Civil, se tiene incapacidad de obrar absoluta cuando el
sujeto tiene menos de dieciséis años de edad (salvo para aquellos actos determinados por la ley);
cuando (por cualquier causa) se encuentra privado de discernimiento; o cuando, siendo
sordomudo, ciegosordo o ciegomudo, no puede expresar su voluntad de manera indubitable.
Ahora bien, no todos los actos realizados por el sujeto afectado por incapacidad de obrar absoluta
están viciados de nulidad. En efecto, según lo previsto por la norma bajo comentario y por el
artículo 1358 del Código Civil, cuando dicho sujeto no se encuentre privado de discernimiento, los
actos o negocios que celebre para satisfacer las necesidades ordinarias de su vida diaria serán
perfectamente válidos. Se considera que el sujeto no se encuentra privado de discernimiento
cuando tiene la capacidad de percibir y declarar las diferencias existentes entre las cosas.
Asimismo, se considera que las necesidades ordinarias de la vida diaria de un sujeto (incapaz)
son aquellas que surgen como consecuencia del normal desarrollo de sus actividades cotidianas.
Evidentemente, para determinar qué actos celebrados por un sujeto incapaz son válidos, habrá
que tomar en consideración la causal específica de incapacidad que lo afecta y determinar, a la
luz de la misma, si aquél cuenta con el discernimiento suficiente para celebrar el negocio concreto
del que se trate; negocio que, por lo demás, deberá corresponder a las necesidades cotidianas
que normalmente afectan, en abstracto, a los que padecen la misma incapacidad que la afecta el
sujeto en cuestión.
c) Inciso 3
La palabra "objeto", de acuerdo con el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia
Española, significa, por un lado, el "intento" o "fin" al que se dirige o encamina una acción; y, por
el otro, lo que sirve de "materia" al ejercicio de una de las facultades del sujeto. Evidentemente,
cuando se hace referencia al "objeto" del negocio jurídico, se adopta como válido este último
significado.
El objeto del negocio jurídico es el conjunto de preceptos o reglas que la parte o las partes
declaran "hacer suyas" con miras a conseguir un resultado práctico aceptado por el ordenamiento
jurídico. Para que el objeto del negocio "alimente" a los efectos "negociales", es necesario que
cumpla con ciertos requisitos normativamente impuestos, a saber: la posibilidad (física y jurídica),
la licitud y la determinabilidad. El inciso bajo comentario establece, precisamente, qué es lo que
ocurre cuando el objeto del negocio no cumple con dos de esos requisitos: la posibilidad (física y
jurídica) y la determinabilidad.
La imposibilidad física "absoluta" constituiría un impedimento que no puede ser vencido por la
fuerza humana, en tanto que la imposibilidad física "relativa" constituiría un impedimento que solo
puede ser vencido empleando un esfuerzo superior al ordinario.
Por su parte, la imposibilidad física "objetiva" constituiría un impedimento que determina que
nadie pueda ejecutar la regla negocial, mientras que la imposibilidad física "subjetiva" constituiría
un impedimento que determina que el deudor no pueda ejecutar la regla negocial.
Ahora bien, en realidad las imposibilidades físicas "absoluta" y "objetiva" son equiparables, motivo
por el cual resulta ocioso distinguirlas. A su vez, la imposibilidad física "relativa" no presenta
mayor relevancia, en tanto que el "esfuerzo superior al ordinario" no tiene como objeto de
referencia la situación de la parte deudora, que es la que interesa. En realidad, la única distinción
que posee valor es aquella que diferencia entre una imposibilidad que afecta a todos y otra que
afecta a la parte deudora, pues solamente en este último caso es pertinente la pregunta de si se
cumple o no el requisito de la posibilidad física. (…)
El objeto del negocio es jurídicamente imposible cuando, en el plano de la realidad jurídica, las
reglas negociales no pueden ser ejecutadas, sea porque se dirigen a la consecución de un
resultado jurídico) no previsto por el ordenamiento jurídico (piénsese en la constitución de una
hipoteca sobre un bien mueble o en la enajenación de un bien que se encuentra fuera del
comercio), o porque no toman en consideración algún presupuesto exigido por este último para la
obtención del efecto deseado (piénsese en la necesidad de no tener deudas cuyo pago pueda
verse perjudicado con el patrimonio familiar que se desea constituir).
Finalmente, el objeto del negocio es indeterminable cuando adolece de "vacíos" que impiden la
realización de la "operación" que la parte o las partes diseñan. Tales "vacíos" dejan sin regulación
determinados aspectos de la "operación" indicada (p. e. el precio que se debe pagar por el bien),
los cuales, por lo demás, no encuentran respuesta alguna por parte del ordenamiento, en el
sentido de que éste no les provee de una regulación supletoria que posibilite la consecución del
efecto deseado.
En caso de que la parte o las partes hayan previsto los mecanismos para hallar la regulación
requerida por los aspectos materia del "vacío" (p. e. nombramiento de un tercero para que
determine el precio a pagarse), el objeto no será indeterminado sino "determinable". En dicho
supuesto, el negocio no adolecerá de nulidad.
d) Inciso 4
El "fin" no es otra cosa que la causa del negocio jurídico. La causa del negocio jurídico es la
función -económica- del mismo (GIORGIANNI). La causa es diferente de la "intención", en tanto
que ésta es la tendencia natural que la parte o las partes tienen de alcanzar el fin práctico
intrínseco del negocio. Asimismo, la causa es diferente del "motivo", en tanto que éste es el
impulso subjetivo que determina que la parte o las partes celebren el negocio (BIGLlAZZI GERI,
BRECCIA, NATOLl, BUSNELLI).
Ahora bien, el Código Civil no establece la nulidad del negocio jurídico por falta de causa sino
solamente por ilicitud de la misma. En tal sentido, si en el caso concreto no existe función
económica, el negocio celebrado tendrá que ser considerado "inexistente".
La causa es ilícita cuando resulta contraria a las normas imperativas o a las buenas costumbres
(GENTILI). Para determinar la ilicitud de la causa se debe atender a la función económica que
concretamente cumpla el negocio y no a la que en abstracto le corresponde por su tipo negocial.
En tal sentido, la ilicitud no solo puede afectar a la causa de los negocios atípicos sino también a
la de los negocios típicos, en tanto que éstos suelen ser enriquecidos por las partes con un
conjunto de "efectos" adicionales a los que se derivan de su propia naturaleza, frente a los cuales
cabe efectuar un juicio de licitud.
Normalmente cuando el objeto del negocio es ilícito, la causa también lo es. Sin embargo, es
perfectamente posible que dicho objeto sea lícito y la causa no. Esto ocurre, por ejemplo, cuando
un sujeto se compromete a abstenerse de ejecutar un delito a cambio de una suma de dinero. En
este caso es claro que a pesar de que cada una de las conductas acordadas por las partes es
lícita, su combinación negocial no lo es, en tanto que se encuentra dirigida a una función práctica
consistente en sacarle provecho a una conducta que legalmente debe ser observada.
e) Inciso 5
La simulación es una manifestación concreta de la apariencia jurídica (intencionalmente creada).
El negocio simulado es aquél que, por decisión de las partes, aparenta la existencia de una
reglamentación negocial que en realidad no es querida (GALGANO).
La simulación puede ser absoluta o relativa. Es absoluta cuando las partes, no teniendo intención
alguna de quedar jurídicamente vinculadas, fingen celebrar un negocio. Es relativa cuando las
partes, teniendo la intención de quedar jurídicamente vinculadas por determinado negocio, fingen
celebrar uno distinto del que en realidad celebran.
La simulación requiere la presencia de un negocio simulado y de un acuerdo simulatorio. El
primero es el que está dirigido a crear la situación de apariencia. El segundo es el que recoge la
real voluntad de las partes (de no quedar vinculadas por negocio alguno o de quedar vinculadas
por un negocio distinto del que aparentan celebrar).
Se discute si el acuerdo simulatorio tiene o no naturaleza negocial. Para algunos, dicho acuerdo
se limita a dejar constancia de que las partes son conscientes del carácter ficticio del negocio
celebrado, por lo que aquél tendría la naturaleza jurídica de una "declaración de ciencia"
(ROMANO). Para otros dicho acuerdo determina la ineficacia del negocio celebrado, por lo que
aquél tendría la naturaleza jurídica de una "declaración negocial" (BlANCA).
La simulación no debe ser confundida con la reserva mental. En efecto, la primera supone que las
partes acuerdan no asumir los efectos que tendría que producir el negocio aparente, mientras que
la segunda supone mantener en silencio una voluntad contraria a la que se termina
exteriorizando. Por lo tanto, si una de las partes declara conscientemente algo que en realidad no
quiere, la voluntad declarada debe producir todos sus efectos, aun si el destinatario de la misma
hubiese conocido la existencia de la reserva.
Como quiera que la simulación requiere de la existencia de un acuerdo simulatorio, surge la duda
de si aquélla puede afectar también a los negocios unilaterales. La respuesta tiene que ser
afirmativa en todos aquellos casos en los que exista una "contradeclaración" (que recoja la
voluntad de crear una situación de apariencia) intercambiada entre el destinatario de la
declaración unilateral y el sujeto que la efectúa.
La norma bajo comentario establece que el negocio que adolece de simulación absoluta es nulo.
La razón que fundamenta la posición adoptada por dicha norma hay que encontrarla en la
voluntad de las propias partes de no quedar jurídicamente vinculadas por el negocio aparente que
celebran.
f) Inciso 6
La forma no es más que el mecanismo (socialmente reconocido) de exteriorización de la voluntad
o, si se quiere, el "vehículo" a través del cual se manifiesta el querer. Por eso, en realidad todos
los negocios jurídicos tienen forma. Lo que ocurre es que en algunos casos el ordenamiento
jurídico les otorga a los particulares la posibilidad de optar por la forma que consideren más
conveniente, mientras que en otros casos les impone a los mismos la necesidad de adoptar
determinada forma. En el primer supuesto el negocio tiene forma libre, mientras que en el
segundo el negocio tiene forma impuesta.
Cuando el negocio tiene forma impuesta los particulares deben observar la misma a efectos de
evitar la aplicación de cierta sanción. Teóricamente, en algunos casos (formalidad ad
probationem) dicha sanción se traduce en la pérdida de un beneficio de orden probatorio. En
otros casos (formalidad ad solemnitatem), en cambio: la sanción en cuestión se traduce en la
nulidad del negocio.
Desde la entrada en vigencia del Código Procesal Civil, las formalidades ad probationem carecen
de valor, ya que el artículo 197 de dicho cuerpo legal establece que todos los medios probatorios
son valorados por el juez en forma conjunta, utilizando su apreciación razonada. De este modo,
pues, las únicas formalidades que actualmente tienen relevancia jurídica son las ad solemnitate.
Para saber si la formalidad impuesta por la norma es ad solemnitatem resulta necesario, en
aplicación del artículo 144 del Código Civil, que aquélla sancione con nulidad su inobservancia.
En tal sentido, si una norma cualquiera impone una formalidad determinada y no sanciona con
nulidad su inobservancia (piénsese en el artículo 1429 del Código Civil), dicha formalidad no
tendrá, en realidad, efecto alguno.
Las partes también pueden imponer una formalidad determinada aplicable al futuro negocio que
celebren. Cuando aquéllas no establezcan el carácter de la formalidad prevista, se presumirá, de
acuerdo con lo dispuesto por el artículo 1411 del Código Civil, que la misma es ad
solemnitatem. Por tanto, salvo que alguna de las partes destruya la presunción indicada,
probando que la formalidad pactada no tenía el carácter de ad solemnitatem, la inobservancia de
ésta determinará la nulidad del negocio que celebren.
g) Inciso 7
El inciso bajo comentario le reserva al legislador la posibilidad de sancionar directamente con
nulidad al negocio que presente alguna "disconformidad". Aun cuando el legislador puede
emplear la herramienta otorgada por este inciso para no dejar duda de que ciertos negocios
deben ser considerados nulos, la lógica indica que dicha herramienta debe ser utilizada para
declarar nulos a determinados negocios que estén afectados por "anomalías" distintas de las
descritas en los demás incisos del artículo 219 del Código Civil (p. e. la falta de legitimación, que
ocasiona que el legislador sancione con nulidad al fideicomiso celebrado por quien no tiene poder
de disposición).
No es necesario que la ley utilice el término "nulo" para que el negocio efectivamente tenga tal
condición. Evidentemente, existen distintos términos que pueden ser empleados como sinónimos
de aquél (p. e. "inválido", "no puesto", etc.). En consecuencia, cuando, por ejemplo, el artículo 171
del Código Civil establece que la condición suspensiva ilícita "invalida" el acto, debe entenderse
que dicha condición hace nulo al negocio.
h) Inciso 8
El artículo V del Título Preliminar del Código Civil establece lo siguiente: "Es nulo el acto jurídico
contrario a las leyes que interesan al orden público o a las buenas costumbres". Existen dos
posibles maneras de interpretar esta disposición, a saber: (i) que la nulidad se aplica tanto al acto
contrario a las leyes que interesan al orden público como al acto contrario a las leyes que
interesan a las buenas costumbres; o, (ii) que la nulidad se aplica al acto contrario a las leyes que
interesan al orden público y al acto contrario a las buenas costumbres. ¿Cómo se debería
entender la exigencia aquí impuesta? En nuestra opinión, de la segunda manera. En efecto, visto
que la disyuntiva se presenta en torno al papel de las buenas costumbres (¿éstas necesitan ser
recogidas por una ley?), consideramos que no podría entenderse que la nulidad a la que se
refiere la norma en cuestión se aplica a los casos en los que el negocio es contrario a una ley a la
que le interesa una buena costumbre; pues o aquélla tiene carácter imperativo, con lo cual la
referencia al standard se hace claramente inútil, o tiene más bien carácter permisivo, con lo cual
se elimina prácticamente la segunda parte de la norma, al quedar excluida la posibilidad de
contradicción. En este sentido, si lo que se quiere es -como debe ser- que el íntegro de la norma
tenga aplicación, hay que interpretar que el límite impuesto por ésta al poder negocial de los
particulares no es la ley que recoge a una buena costumbre sino la buena costumbre misma.
Ahora bien, respecto de la primera hipótesis prevista por el artículo V del Título Preliminar del
Código Civil, cabe indicar lo siguiente. Toda norma que le interesa al orden público es una norma
imperativa, pero no toda norma imperativa es una norma que le interesa al orden público.
En efecto, una norma que le interesa al orden público es aquella que tutela principios
fundamentales del Estado (de Derecho) o intereses generales de la colectividad; por tal razón,
dicha norma se impone "obligatoriamente" a los particulares (BlANCA). Una norma imperativa,
por su parte, es aquella que por el simple hecho de estar dotada de una rigidez especial no
admite modificación o sustitución alguna (sin que interese a tal fin el tipo de interés que tutela).
Una norma imperativa que es orden público puede ser encontrada, por ejemplo, en el artículo 12
del Código Civil, en tanto que el mismo tutela un bien jurídico (como la vida o la salud) que resulta
fundamental en un Estado de Derecho. A su vez, una norma imperativa que no es orden público
puede ser encontrada, por ejemplo, en el artículo 1543, en tanto que el mismo tutela un interés
(consistente en no ser excluido de la fijación del precio del bien materia de una compraventa) que
no está relacionado con un bien jurídico que resulta fundamental en un Estado de Derecho, ni
está presente de manera constante en los sujetos que conforman la colectividad.
De acuerdo con el inciso materia de comentario, el negocio es nulo cuando va en contra de una
norma -imperativa- que le interesa al orden público, esto es, cuando su objeto (o su causa) se
opone a una norma que protege algún principio fundamental del Estado de Derecho o algún
interés general de la colectividad. ¿Qué ocurre, sin embargo, cuando el objeto del negocio va en
contra de una norma imperativa que no es de orden público? Este inciso del artículo 219 del
Código Civil, al igual que los demás incisos, no contiene respuesta alguna. Si a eso le agregamos
que ningún otro artículo del Código Civil establece qué sucede en el caso propuesto, resulta claro
que tenemos un vacío legal. Ante semejante situación, no queda sino recurrir a la analogía para
"construir" una norma que impida considerar válido al negocio cuyo objeto vaya en contra de
alguna norma imperativa que no sea de orden público.
El artículo 1403 del Código Civil establece que "La obligación que es objeto del contrato debe ser
lícita". Aun cuando este artículo haga referencia a la "obligación", es evidente que el requisito de
licitud que impone solo es aplicable al reglamento "negocial" que nutre a dicha relación jurídica,
pues esta última, por definición, es siempre lícita. Ahora bien, ¿qué significa que el reglamento
"negocial" debe ser lícito? En realidad, únicamente significa que no debe transgredir norma
imperativa alguna. En consecuencia, resulta claro que, por disposición del artículo 1403 del
Código Civil, el objeto del negocio no solo debe ser posible y determinable sino también lícito.
Tomando en cuenta esto último, podemos construir una norma sobre la base del siguiente
razonamiento: el artículo 219 del Código Civil establece que si el objeto del negocio es imposible
o indeterminable, la consecuencia es la nulidad de dicho negocio. Ahora bien, la imposibilidad y la
indeterminabilidad del objeto del negocio son supuestos de hecho semejantes a la ilicitud de
dicho objeto (en tanto que los tres suponen la existencia de una anomalía). En tal sentido, las
consecuencias jurídicas previstas para los dos primeros casos pueden perfectamente aplicarse,
por analogía, a este último. Por tanto, cuando el objeto del negocio vaya en contra de una norma
imperativa que no sea de orden público, el mismo será ilícito por aplicación analógica de lo
dispuesto en el numeral 3 del artículo 219 del Código Civil.
Es preciso notar que la construcción analógica que se propone no viola lo dispuesto por el artículo
IV del Título Preliminar del Código Civil, según el cual la ley que establece excepciones o
restringe derechos no se aplica por analogía, en tanto que, por un lado, las normas contenidas en
el artículo 219 de dicho código son generales; y, por el otro, no existe derecho alguno que resulte
restringido en aplicación de las mismas (ninguna persona tiene el derecho de celebrar negocios
imposibles, indeterminables o ilícitos).
Ahora bien, es importante destacar que tanto la ilicitud del objeto como la imposibilidad jurídica
del mismo suponen cierta disconformidad de las reglas negociales frente al ordenamiento jurídico.
Tal disconformidad, sin embargo, presenta contornos propios en uno y en otro caso. Así, en el
primero (ilicitud), el ordenamiento jurídico prohíbe la realización de la conducta prevista en la
regla negocial; mientras que en el segundo (imposibilidad jurídica) dicho ordenamiento no prohíbe
la realización de la conducta en cuestión sino solamente no le otorga a la misma la idoneidad
para conseguir el efecto deseado.
Finalmente, respecto de la segunda hipótesis prevista por el artículo V del Título Preliminar del
Código Civil, cabe indicar lo siguiente. Las costumbres son aquellas conductas realizadas de
manera general, constante y uniforme, con la convicción de que las mismas tienen valor
vinculante (MAJELLO).
Las buenas costumbres a las que se refiere el artículo citado son aquellas que expresan los
cánones fundamentales de honestidad pública y privada dictados por la consciencia social del
momento histórico correspondiente (BETTI). En tal sentido, será nulo el negocio cuyo objeto (o
cuya causa) contraríe la necesidad de abstenerse de realizar ciertos actos que son interpretados
por la consciencia social como contrarios al común sentido de honestidad imperante en una
sociedad y en un tiempo determinados (piénsese en el contrato por el cual una parte se
compromete a pagar una suma de dinero a cambio de obtener recomendaciones tendentes a
"guiar" la actividad de ciertos funcionarios estatales)
3.- Por simulación, cuando el acto real que lo contiene perjudica el derecho de tercero.
A continuación se dará a conocer el análisis de este artículo y la explicación de cada inciso desde
la perspectiva del Doctor Freddy Escobar[1]:
a) Inciso 1
La capacidad jurídica (también denominada "capacidad de goce" o "subjetividad") es la aptitud de
un sujeto para ser titular de derechos, deberes o, más genéricamente, de situaciones jurídicas
subjetivas. Por su parte, la capacidad de obrar (también denominada "capacidad de ejercicio") es
la idoneidad de un sujeto para realizar una actividad jurídicamente relevante (consistente en
"actuar" el contenido de las situaciones jurídicas subjetivas), por medio de una manifestación de
la propia voluntad (BIGLlAZZI GERI, BRECCIA, NATOLl, BUSNELLI).
b) Inciso 2
La voluntad que impulsa a un sujeto a celebrar cierto negocio (en determinadas condiciones)
debe formarse, en principio, de modo libre y consciente. El error, el dolo y la violencia constituyen
tres supuestos en los cuales la voluntad (negocial) se forma de una manera anómala (BIGLlAZZI
GERI, BRECCIA, NATOLl, BUSNELLI).
Para que el error constituya causa de anulación del negocio es imprescindible que el mismo sea,
por un lado, esencial (esto es, "grave" para el sujeto declarante); y, por el otro, cognoscible (esto
es, susceptible de ser percibido por el sujeto receptor -de la declaración-).
El error es esencial, de acuerdo con lo dispuesto por los artículos 202, 204 Y 205 del Código Civil,
en los siguientes casos:
a) Cuando recae sobre la esencia o cualidad del objeto del acto (entiéndase en este caso por
"objeto" a la cosa o servicio materia de la autorregulación de intereses).
c) Cuando es de derecho.
Es importante hacer notar que, tal como lo disponen los artículos citados, para que el error sea
esencial resulta imprescindible que, además de recaer sobre las "entidades" señaladas, el mismo
sea "determinante". Se entiende que el error es determinante cuando, según la apreciación
común y con relación a las circunstancias, el descubrimiento del mismo habría inducido al sujeto
-"afectado"- a no celebrar el negocio que efectivamente concluyó.
El error es cognoscible cuando, con relación al contenido negocial, a las circunstancias del caso y
a la calidad de las partes, una persona de normal diligencia hubiese podido advertirlo.
Ahora bien, al error así descrito se le suele denominar "error vicio", para diferen ciarlo de otro tipo
de error, llamado "error obstativo", que afecta, no al proceso de formación de la voluntad (interna),
sino al proceso de manifestación de dicha voluntad. Para que el "error obstativo", que en realidad
no forma parte de los "vicios del querer", constituya causa de anulación del negocio, es necesario
que el mismo sea también esencial y cognoscible.
De acuerdo con el artículo 208 del Código Civil, el error obstativo es esencial cuando se refiere a
la naturaleza del acto, al objeto principal de la declaración, a la identidad de la persona y al error
en la transmisión. A pesar de que éste no es el lugar más apropiado para indicarlo, no se puede
dejar pasar por alto la oportunidad para resaltar que lo dispuesto por este artículo carece de toda
lógica, ya que como quiera que el error vicio afecta el proceso de formación de la voluntad y el
error obstativo el proceso de manifestación de la misma, las "entidades" sobre las cuales este
último recae tienen que ser las mismas sobre las que el primero actúa. No tiene sentido hacer una
diferenciación a este respecto, de modo que el error vicio pueda afectar ciertos "aspectos"
negociales y el error obstativo.
El dolo consiste en el engaño que, realizado por una de las partes (o inclusive por un tercero),
induce a la otra en error (sobre la naturaleza del negocio, sobre el objeto del mismo, sobre la
identidad o cualidad de la otra parte o, en general, sobre cualquier "aspecto" negocial),
determinando que la voluntad de esta última se forme de manera anómala (GALGANO).
Evidentemente, para que determinado comportamiento pueda ser catalogado como un supuesto
de este vicio del querer, es necesario que el mismo sea idóneo para inducir en error a una
persona medianamente diligente. En tal sentido, en el análisis que se realice deben tomarse en
consideración todas las circunstancias del caso concreto (edad, cultura, etc.) que razonablemente
puedan impedir que una persona más o menos cuidadosa con sus asuntos sea víctima del
engaño de otra.
El dolo puede ser comisivo u omisivo. Es comisivo cuando una de las partes (o un tercero),
urdiendo una artimaña o estratagema, altera la realidad con el fin específico de inducir a la otra en
error. Por su parte, es omisivo cuando una de las partes (o un tercero), violando el deber de
lealtad y corrección que impera en la etapa de las tratativas, oculta intencionalmente cierta
información que la otra tendría que conocer para decidir si concluye o no el negocio
(CARNEVALI).
A diferencia del error, que debe ser, esencial y cognoscible, el dolo realizado por una de las
partes únicamente requiere ser determinante para dar lugar a la anulación del negocio. Se
entiende que el dolo es determinante (de la voluntad) cuando, de acuerdo con la apreciación
general y en función de las circunstancias del caso, resulta verosímil que sin el engaño la parte
afectada por el mismo no habría concluido el negocio.
A diferencia del dolo realizado por una de las partes, el dolo realizado por un tercero requiere ser,
además de determinante, conocido por la otra parte que se beneficia del mismo.
Cuando el dolo no altera la voluntad de una de las partes al extremo de determinar que la misma
concluya un negocio no querido, se dice que dicho dolo es "incidental". El dolo incidental no
legitima a quien lo sufre a solicitar la anulación del negocio sino únicamente a exigir el pago de
una indemnización.
Finalmente, la violencia consiste en la amenaza de un mal grave, inminente e injusto (ilícito) que
coacciona la libertad negocial de una de las partes, en tanto que ésta celebra un negocio que en
realidad no hubiera concluido de no estar "presionada" por el comportamiento intimidatorio de la
otra o de un tercero.
Al igual que el error (y a diferencia del dolo), para ser causa de anulación del negocio, la violencia
requiere que la amenaza afecte a determinadas "entidades", previamente calificadas por el
ordenamiento jurídico. En efecto, de acuerdo con el artículo 215 del Código Civil, para efectos de
la anulación del negocio, la violencia es relevante únicamente cuando la amenaza del mal grave
recae (i) sobre la persona o bienes de la parte (o de una de las partes); o, (ii) sobre la persona o
bienes de su cónyuge, de sus parientes (dentro del cuarto grado de consanguinidad o segundo de
afinidad) o de ciertos terceros (que, según la apreciación del juez, son lo suficientemente
relevantes para provocar que la parte afectada adopte la decisión de celebrar un negocio que
desprecia).
c) Inciso 3
La simulación es una manifestación concreta de la apariencia jurídica (intencionalmente errada).
El negocio simulado es aquél que, por decisión de las partes, aparenta la existencia de una
reglamentación negocial que en realidad no es querida (GALGANO).
La simulación puede ser absoluta o relativa. Es absoluta cuando las partes, no teniendo intención
alguna de quedar jurídicamente vinculadas, fingen celebrar un negocio. Es relativa cuando las
partes, teniendo la intención de quedar jurídicamente vinculadas por determinado negocio, fingen
celebrar uno distinto del que en realidad celebran.
Con un lenguaje bastante reprochable, el inciso materia de comentario establece en realidad que
el negocio oculto es anulable si perjudica el derecho de un tercero. Evidentemente, un negocio
jurídico (oculto o no) perjudica el derecho de un tercero cuando sus efectos impiden la
satisfacción del interés protegido por tal derecho. Ahora bien, como resulta evidente, el hecho de
perjudicar un derecho ajeno no es, perse, un hecho ilícito, en tanto que el ordenamiento jurídico,
en líneas generales, permite la libre concurrencia sobre las cosas y los servicios, de modo que
admite la posibilidad de que unos desplacen a otros del goce de los "bienes" y, por tanto,
perjudiquen los derechos de estos últimos (piénsese en el caso de concurso de acreedores).
Por ello, no se entiende por qué el inciso objeto de comentario sanciona con anulabilidad al
negocio oculto que perjudique el derecho de un tercero. En verdad, si resultara
reprochable per se el perjuicio al derecho ajeno, todos los negocios que provocasen tal perjuicio
deberían ser considerados inválidos por el ordenamiento jurídico, y no solo aquellos que
permaneciesen ocultos por efecto de la simulación. Y en tal supuesto la sanción aplicable debería
ser la nulidad y no la anulabilidad, que está reservada para proteger los intereses de una de las
partes y no los de los terceros. Sin embargo, como quiera que, en líneas generales, el perjuicio al
derecho ajeno, lejos de estar prohibido, se encuentra admitido por el ordenamiento jurídico,
resulta todo un despropósito condenar con la anulabilidad al negocio oculto que se encuentre
dirigido a provocar semejante efecto.
Por lo expuesto, pues, y sobre la base de que nuestro ordenamiento jurídico admite, en líneas
generales, la libre concurrencia sobre los "bienes" y, en consecuencia, la licitud del perjuicio al
derecho ajeno, debe considerarse que solo si el negocio oculto perjudica ilícitamente el derecho
de tercero (cosa que ocurrirá si existe alguna ley que prohíba la interferencia destinada a
provocar la insatisfacción del interés protegido por tal derecho), dicho negocio será anulable.
d) Inciso 4
El inciso bajo comentario le reserva al legislador la posibilidad de sancionar directamente con
anulabilidad al negocio que presenta alguna "disconformidad" o, en términos generales, al
negocio que lesiona intereses (pertenecientes a una de las partes, se supone) dignos de tutela.
Ocurre lo primero, por ejemplo, en el caso previsto en el artículo 163 del Código Civil, según el
cual el acto jurídico es anulable si la voluntad del representante hubiere sido viciada. Ocurre lo
segundo, por ejemplo, en el caso previsto en el artículo 166 de dicho cuerpo legal, según el cual
el acto jurídico es en principio anulable si el representante lo concluye consigo mismo.
NULIDAD ANULABILIDAD
Defectos severos en la Existe un vicio en su estructura.
conformación del acto jurídico.
Las causales se construyen y Se fundamenta en la tutela del
establecen legalmente en tutela del interés privado de las partes que han
interés público (220 cc) celebrado el acto jurídico (222 cc)
La solicitud de declaración judicial Solo puede ser interpuesta por la
de nulidad puede ser interpuesta parte que ha celebrado el acto
por cualquiera de las partes y por unjurídico viciado, afectada por la
tercero o por el Ministerio Público. causal.
Nacen muertos no producen Nacen con vida, tienen doble
ninguno de los efectos jurídicos. destino: Son subsanados o
convalidados o son declarados
nulos.
No pueden ser confirmados Si pueden ser confirmados
La acción de nulidad prescribe a los La acción de anulabilidad prescribe
10 años. a los 2 años.
Opera de pleno derecho, sin No opera ipso iure o de pleno
necesidad de sentencia alguna. derecho.
Puede ser expresa o tácita. Pueden ser únicamente expresas,
en ningún caso pueden deducirse.
La confirmación es una forma de convalidación de un acto anulable, por medio de la cual el titular
de la acción de anulabilidad manifiesta expresa o tácitamente su deseo de querer la validez y la
eficacia definitiva del acto anulable. La confirmación encuentra su fundamento en el principio de
conservación del acto jurídico[2].
Es necesario recalcar que la confirmación sólo procede cuando se trata de actos jurídicos
anulables, no cuando el acto adolece de alguna causal de nulidad absoluta.
Aprendizajes esperados
Conozcamos ahora las capacidades y actitudes a desarrollar en este primer tema:
Capacidad
Actitudes
a) Es una acto unilateral y recepticio: Es unilateral porque para su celebración se requiere
únicamente de la voluntad de la parte que está legitimada por la ley para solicitar la anulación del
acto jurídico, y es recepticio porque la declaración de voluntad que da lugar a la confirmación
tiene que ponerse en conocimiento de una persona determinada, la otra parte que intervino en la
celebración del acto que se confirma.
b) Reviste un doble aspecto: Uno positivo, que consiste en el deseo de mantener la validez y
eficacia del acto jurídico anulable, y otro negativo, que implica la renuncia al derecho de
impugnarlo, por lo que ya no es posible revocar el acto confirmatorio.
Por otro lado el Dr. Torres Vásquez, hace mención de las siguientes características del acto
confirmatorio: a) Es unilateral, b) Es abdicativo porque implica la renuncia a la acción de
anulación del acto, c) Es irrevocable, por cuanto convalida un acto anulable, y d) Es declarativo
porque su finalidad convalidatoria tiene una eficacia in retro, es decir, la eficacia del acto
confirmatorio se retrotrae al momento de la celebración del acto confirmado, al que le permite
producir sus efectos de manera definitiva. La confirmación es un acto jurídico unilateral porque es
realizado por aquel a quien corresponde el derecho de instar la anulación, sin que sea necesario
el concurso de la otra parte cuando el acto anulable no es unilateral. La manifestación de voluntad
del confirmante es recepticia debido a que como incide en la validez del acto que se confirma y
por ende afecta la esfera jurídica de todos los que en él son partes, debe ser puesta en
conocimiento de éstos, de ahí que el acto confirmatorio no puede ser revocado. Es, además, un
acto accesorio del convalidado[2].
“La confirmación expresa es el acto jurídico unilateral y accesorio por el cual la parte a quien
corresponde la acción de anulación declara, de modo directo, inmediato o explicito, querer la
validez definitiva del acto anulable, con conocimiento de la causal de anulación y habiendo
cesado. La declaración es expresa cuando se realiza mediante signos (lenguaje escrito, hablado
o mímico) que denoten directamente lo voluntad declarada.
Por ejemplo, Juan, como vendedor, y Carlos, como comprador, celebran la compra venta de un
automóvil, por la suma de $ 15,000.00, pagándose $ 5,000.00 como cuota inicial, y pactándose
que el saldo se pagará en un plazo de seis meses, acto jurídico en el que ha existido dolo por
parte de Juan, y Carlos percatándose del engaño del que ha sido víctima, por las razones que
fuesen, en lugar de solicitar la anulación del acto, paga el saldo del precio. La dificultad aquí, para
quien quiera invocar la confirmación tácita se encuentra en que resulta difícil probar que la víctima
del vicio, conocía la existencia del mismo”[1].
El Dr. Manuel Muro nos explica la importancia de este artículo: “Esta norma se conecta
directamente con el artículo 230 del Código Civil relativo a la confirmación expresa, pues la
confirmación tácita, según se expresó al comentar el artículo 231, no se instrumental iza ya que
se da por vía de ejecución total o parcial del acto viciado.
En ese sentido, la norma del artículo 232 -en concordancia con la del artículo 230- sugiere que la
confirmación expresa siempre ha de constar documentalmente. En efecto, el artículo 230 dispone
que la confirmación se realiza "mediante instrumento que contenga ...", esto es, que conste por
escrito o por cualquier otro medio que patentice la declaración de voluntad confirmatoria. Y el
artículo 232 complementa esta regla señalando que la forma (formalidad) de dicho instrumento (el
de confirmación) debe tener las mismas solemnidades exigidas (por la ley) para la validez del
acto que se confirma.
Cabe precisar que la propia formalidad del acto confirmatorio que se menciona en el artículo 232
es una de carácter ad probationem, pues, en armonía con lo señalado en el artículo 230, no se
sanciona con nulidad su inobservancia, de modo que si esto último ocurre, el acto confirmatorio
pese a todo mantiene plena validez. Como ejemplo se cita el caso de un contrato de compraventa
respecto del cual las partes pueden elegir la forma que estimen conveniente, y si lo celebraron
por escritura pública y la compraventa debe ser confirmada porque adolece de algún vicio,
entonces el acto confirmatorio debe igualmente constar en escritura pública; de no ser así el acto
confirmatorio subsiste, no es nulo, y puede ser acreditado con los medios de prueba reconocidos
por el Código Procesal Civil (VIDAL RAMIREZ).
En cambio, al acto viciado puede haberle correspondido, según mandato de la ley, formalidad ad
solemnitatem o ad probationem, o puede haberse tratado de un acto con libertad de forma. Está
claro que si el vicio es por el incumplimiento de la formalidad ad solemnitatem el acto es nulo y no
puede ser confirmado; pero si se ha cumplido la formalidad ad solemnitatem y el vicio es de otra
índole, al confirmar ei acto debe observarse la misma formalidad solemne que le corresponde,
pues así lo manda el artículo 232 del Código Civil.
Si, por ejemplo, se constituye una hipoteca o se efectúa una donación de bien inmueble, en
ambos casos observando la formalidad solemne de escritura pública que le corresponde por
prescripción de los artículos 1098 Y 1625 del Código Civil, respectivamente; pero esos actos
adolecen de un vicio como el error o el dolo, el acto confirmatorio debe celebrarse con la misma
solemnidad antes mencionada (escritura pública), empero, como se dijo antes, de no hacerse así
la confirmación se considera efectuada, ya que no hay sanción de nulidad.
que complementa al artículo 230- solo opera para actos formales (LOHMANN), sin embargo,
parece plausible documentar la confirmación en casos como éste, puesto que no solo supone
mayor seguridad, sino que permite dejar constancia indubitable de la declaración de voluntad
confirmatoria, así como de la identificación del acto que se confirma y de la causal de anulabilidad
que lo afecta y que el declarante manifiesta conocer y convalidar, todas estas exigencias
contempladas en el artículo 230 del Código Civil”.
La nulidad es una sanción civil que priva de sus efectos al acto jurídico de manera perpetua y ab
origine. El acto nulo y el acto anulable declarado nulo tienen las mismas consecuencias. Ambos
no producen efectos desde el inicio.
La nulidad virtual es aquella que sin venir declarada directamente por el supuesto de hecho de
una norma jurídica, se deduce o se infiere del contenido de un acto jurídico, por contravenir el
orden público, las buenas costumbres o una o varias normas imperativas.
La confirmación expresa es el acto jurídico unilateral y accesorio por el cual la parte a quien
corresponde la acción de anulación declara, de modo directo, inmediato o explicito, querer la
validez definitiva del acto anulable, con conocimiento de la causal de anulación y habiendo
cesado.