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SOBRE ALGUN TIPO DE FAMILIA Y la LICITUD DE SU DEFENSA

¿Le es lícito a alguien defender su familia, aquella a la cual pertenece? Por paradójico que
parezca, casi que alguien se lo debe preguntar hoy a si mismo con cierta insistencia, porque si bien
debería ser algo obvio, y aún lo es para la mayoría de los casos, pareciera que cada vez se pretende
presentar como más evidente que no sea tan obvio para diversas situaciones.

Entiendo por familia no tanto aquella en la cual alguien nació sino sobre todo aquella que
el mismo sujeto formó con su libre elección, con su voluntad, con su decisión. Respecto a esto
último, especialmente en una sociedad como la occidental moderna, donde la libertad de decisión
se presenta sin lugar a dudas como un valor indiscutido, a veces incluso exageradamente,
podríamos encontrar opciones para formar familia de todos gustos y colores. A tal punto han
llegado las cosas, que pareciera que los que buscan formar un tipo de unión contraria a todos los
que han sido los valores permanentes en la historia, son hoy día premiados y elogiados. Los que
prefieren seguir valores perennes, son en cambio a menudo puestos en ridículo, y podemos decir,
hoy más que nunca, realmente perseguidos.

Normalmente, en la mayoría de los ambientes en los cuales muchos de nosotros nos hemos
criado, un joven o una joven que se casa, que tiene hijos e hijas, que trabaja para mantenerlos, es
todavía un joven que goza del respeto de la mayoría. Ha conseguido, mal que mal y sin duda con
algunos errores, ganarse un puesto en la sociedad, o al menos, está empezándolo a ganar. No suele
suceder lo mismo, y desde hace ya tiempo, cuando un joven o una joven deciden seguir la vocación
religiosa. En este caso, pareciera que se trata de un raro espécimen que debería probar su
normalidad antes de ser considerado respetable. Esto sucede, paradójicamente, aún entre católicos
y digo que desde hace tiempo, incluso cuando los valores católicos solían tener mayor vigencia o
popularidad de la que suelen poseer actualmente, al menos en apariencia.

Alguno podrá objetar que el paradigma no es exacto. Hay mucha gente no creyente, o que
lo son sólo a su modo, a los cuales no podría obligarse a pensar que una “familia religiosa”, o de
compañeros de seminario, sea una verdadera familia o valga cuanto una nacida de un matrimonio.
Pero he aquí que las objeciones prueban, una vez más, ser falaces. Hemos hablado, en efecto, de
decisiones libres, por las que alguien decide formar o formar parte de un núcleo y hábitat diverso
de aquel al que pertenece por origen. El que lo lleva a cabo entrando en la vida religiosa lo hace
libremente, y en principio, para una decisión exigente que lo compromete por todo el resto de su
vida. Hasta un ateo o un no practicante deberían respetar tal decisión, al menos formulada según
dichos términos.

Si vamos ahora al caso que nos interesa – y que no es por cierto el único – cabría decir que,
en lo que a nosotros respecta, nuestra “familia religiosa” ha sido y es, a todos los efectos, una
verdadera familia. Así lo hemos vivido de hecho y así lo es desde su constitución, y por expresa
voluntad del que la formó. Esa y no otra ha sido nuestra experiencia. Si hubo algunos que no lo han
visto y vivido de ese modo, la mayoría de ellos la ha ya dejado, como lógica consecuencia, y – mal
que lo reconozcan ellos mismos – siempre han sido una minoría. Conociendo bien a algunos de
ellos, creo que no podrían no haberse alejado, y es prueba de gran respeto hacia la libertad
individual el haberlos dejado ir.
Eso no quita que la mayoría se quede, que nuevos se agreguen, y que, sobre todo, la calidad
de los que lo hacen parece mostrarse cada día como de más y mayor envergadura. Nadie podrá
entonces, con buenos argumentos, negar el derecho a defender la propia familia y todo lo que en
ella, valga la redundancia, le es propio.

Defender la propia familia significa tener derecho a defender sus valores, sus tradiciones,
su derecho propio, su patrimonio material y espiritual. Significa tener derecho a defender, en el
caso de una familia religiosa, su espiritualidad y su carisma. Significa tener derecho a defender sus
miembros, todos ellos, incluso su miembro original o fundador, ya sea para situarnos en el caso
que hemos querido analizar.

Algunos acusan a ciertas sociedades religiosas o incluso seculares, de poseer o fomentar


una veneración ciega por el fundador por el sólo hecho de serlo. Pues bien, sea eso cierto o no,
debemos decir que no es lo que pretendemos afirmar aquí. Tampoco se trata de exagerar algunas
virtudes o negar posibles defectos de la persona en cuestión, pero es bien cierto que existe un cierto
derecho a reconocer su rol de fundador y la gracia que dicha fundación trajo aparejada, y de
atribuirla, como no puede ser de otro modo, a dicha persona en concreto.

Supongo que la objeción que alguien querrá colocar pasa por preguntarse qué sucedería si
esta persona en cuestión, sea fundador o padre, o ambas cosas, fuese acusado de algo ilícito, o
incluso de algo vergonzoso. Convengamos en que el sentido común indica que, aun cuando se
tratase de alguien condenado por algún tipo de proceso, la persona en cuestión no pierde su
condición de fundador y/o padre. Mucho menos debería perderla si sólo ha sido acusado, sin
proceso, aun cuando este haya sido solicitado más de una vez por el interesado. Si se tratase de un
condenado por cualquier tipo de legislación humana, aún de las más duras, no se privaría a un padre
del derecho de ser visitado por sus parientes, esposas o hijos. Sólo que aquí no existe ningún tipo
de condena, y aun así, se prohíbe a sus hijos e hijas realizar una mínima visita de Caridad, exigiendo
una obediencia (en el supuesto caso que lo sea) que entra claramente en conflicto no sólo con la
ley natural, sino con las mismas leyes civiles de los lugares donde se reside, las cuales comúnmente
garantizan la libertad de circulación, de tránsito, y de visita de amigos o conocidos.

No creo que sea superfluo el añadir lo que quizás muchos adivinarán, y están en lo cierto:
Las personas que más reclaman obediencia a dichas enmarañadas disposiciones – no sólo los que
las promulgan – son los que más y más reiteradamente han presentado objeciones y quejas, en el
pasado, contra la obediencia y contra muchas disposiciones, en aquellos casos bien legítimas.

Es por eso que el derecho a defender la familia a la cual se ha elegido pertenecer, siempre
que el fin intrínseco de la misma sea lícito y dentro de lo moralmente bueno, es necesario respetarlo
en todos los casos, para las principales y verdaderas formas de familia, y sobre todo, de respetarlos
para unos, si lo hacemos para los otros. Al menos, no creo que a nadie pueda extrañar que alguien
pueda y quiera, si fuese necesario, defender la familia de la que decidió formar parte, incluso
enérgicamente. Respetar algo tan natural y tan obvio, esta vez sí, creo que es lo menos que puede
llegar a pedirse.

R. P. Carlos Pereira, IVE

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