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La música de los números primos www.librosmaravillosos.

com Marcus du Sautoy

Capítulo 8
Máquinas de la mente
Propongo considerar la cuestión: « ¿Pueden pensar las máquinas?»
ALAN TURING
Computing Machinery and Intelligence

Contenido:
1. Gödel y las limitaciones del método matemático
2. La milagrosa maquina mental de Turing
3. Engranajes, poleas y aceite
4. Del caos de la incertidumbre a una ecuación para los números primos

El nombre de Alan Turing estará asociado siempre a la decodificación de Enigma, el


código secreto que usaban los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. En la
tranquilidad de la enorme casa campestre de Bletchley Park, a medio camino entre
Oxford y Cambridge, los descifradores de códigos de Churchill crearon una máquina
que podía descifrar los mensajes que cada día mandaban los servicios secretos
alemanes. La historia de cómo la irrepetible combinación de lógica matemática y
determinación propias de Turing contribuyó a salvar muchas vidas de la amenaza de
los submarinos alemanes ha sido objeto de novelas, obras teatrales y películas. Sin
embargo, la inspiración que llevó a Turing a la creación de sus «bombas», las
máquinas de descifrar, puede remontarse a sus tiempos de estudiante de
matemática en Cambridge, cuando Hardy y Littlewood todavía estaban en activo.
Antes de que la Segunda Guerra Mundial engullera Europa, Turing ya estaba
proyectando máquinas que terminarían por hacer saltar por los aires dos de los
veintitrés problemas de Hilbert. La primera fue una máquina teórica, que sólo
existía en su mente, una máquina que demolería cualquier esperanza de verificar la
solidez de los fundamentos del edificio matemático. La segunda máquina era muy
real, fabricada con ruedas dentadas y goteando aceite, y con esta máquina Turing
pretendía desafiar a la ortodoxia matemática: su sueño era que aquel artilugio
mecánico pudiera tener el poder de demostrar la falta de veracidad del octavo de
los problemas de Hilbert, y preferido de éste: la hipótesis de Riemann.

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Después de que sus colegas dedicaran años intentando en vano demostrar la


hipótesis de Riemann, Turing creía que quizá había llegado el momento de indagar
la posibilidad de que Riemann se hubiera equivocado: quizás existe realmente un
cero fuera de la recta crítica de Riemann, y este cero tendría forzosamente que
producir alguna modulación reconocible en la sucesión de los números primos.
Turing era consciente de que las máquinas se convertirían en el instrumento más
eficaz para la búsqueda de ceros que pudieran demostrar la falta de fundamento de
la conjetura de Riemann; gracias a él, los matemáticos podrían gozar de la
colaboración de un nuevo socio mecánico en su análisis de la hipótesis de Riemann.
Pero no fueron sólo las máquinas materiales las que tuvieron un impacto en la
exploración matemática de los números primos: sus máquinas de la mente, creadas
inicialmente para atacar el segundo problema de Hilbert, traerían al final del siglo
XX el más inesperado de los éxitos: una fórmula para generar todos los números
primos.
La fascinación que las máquinas ejercían sobre Turing había sido estimulada por un
libro que le regalaron en 1922, cuando tenía diez años: Natural Wonders Every
Child Should Knotu [Maravillas naturales que todos los niños deberían conocer], de
Edwin Tenney Brewster, estaba repleto de pequeñas perlas que excitaron la
imaginación del joven Alan. El libro, que se había publicado en 1912, enseñaba que
existían explicaciones de los fenómenos naturales y no se limitaba a nutrir de
observaciones pasivas a sus jóvenes lectores. Si consideramos la pasión por la
inteligencia artificial que más adelante desarrolló Turing, la descripción de los seres
vivos que da Brewster resulta particularmente reveladora:
Resulta evidente que el cuerpo es una máquina. Es una máquina
enormemente compleja, muchas, muchas veces más complicada
que cualquier máquina que se haya construido jamás, pero es una
máquina. Ha sido comparado con una máquina de vapor, pero esto
sucedió antes de que consiguiéramos los conocimientos que hoy
tenemos sobre su funcionamiento: en realidad se trata de un motor
a gas; como el motor de un automóvil, de una lancha o de una
máquina voladora.

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Ya desde la escuela Turing tenía la obsesión de inventar y construir objetos: una


máquina fotográfica, una pluma estilográfica recargable, incluso una máquina de
escribir. Esta pasión lo acompañaría a Cambridge, a donde llegó en 1931 para
estudiar matemáticas en el King’s College. Dada su timidez y su carácter en cierta
medida asocial, igual que otros muchos antes que él, Turing encontró seguridad en
las certezas que ofrecían las matemáticas. Pero la pasión por construir objetos no lo
abandonó: nunca dejó de buscar la máquina física que pudiera poner en evidencia
el mecanismo de cualquier problema abstracto.
La primera investigación que Turing realizó en la universidad consistió en un intento
de comprender una de aquellas zonas fronterizas en las que las matemáticas
abstractas entran en contacto con las extravagancias de la naturaleza. Su punto de
partida fue el problema práctico de los resultados del lanzamiento de una moneda.
El resultado final fue un sofisticado análisis teórico de los resultados estadísticos de
cualquier experimento aleatorio. Turing quedó muy afligido cuando al presentar su
demostración descubrió que, de la misma forma en que les había sucedido
anteriormente a Erdös y a Selberg, su primera investigación duplicaba un resultado
obtenido unos diez años antes por un matemático finlandés, J. W. Lindeberg: el
teorema central del límite.
Con el tiempo, los teóricos de los números descubrieron que el teorema central del
límite ofrece nuevas perspectivas para la estimación de la cantidad de números
primos. Una vez demostrada, la hipótesis de Riemann confirmaría que la desviación
entre la verdadera cantidad de números primos y la estimación de Gauss es igual a
lo esperado cuando se lanza una moneda perfecta. Pero el teorema central del
límite reveló que no es posible describir perfectamente la distribución de los
números primos utilizando como modelo el lanzamiento de una moneda: la
medición más refinada de la aleatoriedad que se hizo posible con el teorema central
del límite mostró que los primos no la obedecen. La estadística se ocupa de los
diversos ángulos desde los que se puede valorar un conjunto de datos, gracias al
punto de vista que ofrece el teorema central del límite de Turing y de Lindeberg, los
matemáticos pudieron darse cuenta de que, aun teniendo mucho en común, los
números primos y los lanzamientos de una moneda no eran exactamente lo mismo.
La demostración del teorema central del límite que consiguió Turing, aunque no

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original, demostraba de sobra su potencial, hasta el punto de valerle una plaza de


profesor en el King’s College a la temprana edad de veintidós años. En el interior de
la comunidad científica de Cambridge, Turing siguió siendo, en cierta medida, un
solitario: mientras que Hardy y Littlewood se peleaban con los problemas clásicos
de la teoría de los números, Turing prefería trabajar fuera de los cánones
matemáticos; en vez de leer los artículos de sus colegas, prefería llegar a sus
propias conclusiones en solitario. Igual que Selberg, renunció a la distracción de una
vida académica convencional.
Sin embargo, a pesar de su aislamiento voluntario, Turing no dejaba de ser
consciente de la crisis que estaban sufriendo las matemáticas: en Cambridge se
hablaba del trabajo de un joven austríaco que había colocado la incertidumbre en el
centro de la disciplina que a Turing le había ofrecido seguridad.

1. Gödel y las limitaciones del método matemático


Con su segundo problema, Hilbert había retado a la comunidad de los matemáticos
a demostrar que las matemáticas no contenían contradicciones. Los antiguos
griegos fueron los que iniciaron el desarrollo de las matemáticas como disciplina
basada en los teoremas y las demostraciones; para hacerlo habían partido de
aserciones que parecían verdades evidentes. Estas aserciones, los axiomas de las
matemáticas, son las semillas a partir de las cuales se ha desarrollado todo el jardín
matemático: partiendo de las primeras demostraciones de Euclides sobre los
números primos, los matemáticos han utilizado el instrumento de la deducción para
extender nuestro conocimiento más allá de aquellos axiomas.
Pero los estudios de Hilbert sobre las geometrías no euclidianas habían planteado
una cuestión preocupante: ¿estamos seguros de no poder demostrar jamás que un
enunciado es a la vez cierto y falso? ¿Podemos tener la certeza absoluta de que no
existe una secuencia de deducciones que, a partir de los axiomas de las
matemáticas, demuestre la veracidad de la hipótesis de Riemann mientras que otra
secuencia alternativa demuestre su falsedad? Hilbert no vacilaba: sería posible usar
la lógica matemática para demostrar que la disciplina no contenía contradicciones
de este tipo; opinaba que la resolución del segundo de sus veintitrés problemas
supondría poner orden en el edificio matemático. La cuestión se hizo aún más

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urgente cuando Bertrand Russell, el filósofo amigo de Hardy y Littlewood, planteó lo


que parecían paradojas matemáticas. Aunque en su monumental obra Principia
Mathematica Russell encontró la forma de resolver sus paradojas, aquello hizo
comprender a muchos la seriedad de la cuestión que Hilbert había planteado.
El 7 de septiembre de 1930, Hilbert tuvo el privilegio de ser nombrado hijo
predilecto de Königsberg, su estimada ciudad natal. En aquel mismo año había
abandonado la cátedra de Gotinga. Hilbert terminó su discurso de agradecimiento
con una llamada urgente a todos los matemáticos: «Wir müssen wissen. Wir werden
wissen» [Debemos saber. Sabremos]. Tras su discurso, lo trasladaron rápidamente
a un estudio radiofónico para grabar la última parte, que debía integrarse en un
programa de radio. Entre los ruidos de fondo de la grabación se puede escuchar a
Hilbert riendo tras declarar: «Debemos saber». Pero él no sabía aún que quien se
era
había reído el último con otra persona, el día anterior, durante una conferencia
pronunciada a muy poca distancia de aquel estudio radiofónico, en la Universidad de
Königsberg:
Kurt Gödel, el lógico austríaco de veinticinco años, había hecho un anuncio que
golpeaba el corazón del mundo de Hilbert.
De niño, Gödel se había ganado el apodo de Herr Warum [señor Por qué] por el
incesante flujo de preguntas que planteaba. Como consecuencia de un ataque de
fiebre reumática durante su infancia, su corazón era débil y sufría de una
hipocondría incurable. En los últimos años de su vida, su hipocondría se transformó
en paranoia manifiesta. Estaba tan convencido de que lo querían envenenar que
literalmente se dejó morir de hambre. Sin embargo, a los veinticinco años fue él
quien envenenó el sueño de Hilbert y desencadenó un ataque de paranoia en toda
la comunidad matemática.
Para su tesis doctoral, Gödel había dirigido su espíritu inquiridor a la cuestión de
Hilbert que se hallaba en el corazón de la actividad matemática: demostró que los
matemáticos nunca podrían demostrar que poseían los fundamentos seguros que
Hilbert ansiaba. Era imposible utilizar los axiomas de las matemáticas para
demostrar que aquellos axiomas no conducirían a contradicciones. Entonces, ¿no se
podría arreglar el problema cambiando los axiomas o añadiendo otros nuevos? No
serviría de nada: Gödel demostró que, cualesquiera que fueran los axiomas elegidos

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por las matemáticas, nunca podrían ser usados para demostrar la inexistencia de
contradicciones.
Los matemáticos definen un sistema de axiomas como consistente cuando tales
axiomas no conducen a contradicciones. Puede ser que los axiomas elegidos no
conduzcan nunca a contradicciones, pero ello nunca podrá ser demostrado
utilizando tales axiomas. Podría ser que se consiguiera demostrar la consistencia de
un sistema de axiomas tomando un sistema alternativo, pero se trataría de una
victoria parcial ya que, en tal caso, la consistencia del nuevo sistema de axiomas
sería igualmente discutible. Es lo mismo que el intento de Hilbert de demostrar que
la geometría era consistente transformándola en una teoría de los números: el
único resultado fue trasladar la cuestión a la consistencia de la aritmética.
La toma de conciencia de Gödel recuerda la descripción del universo que da una
señora anciana y menuda con la que se abre el libro de Stephen Hawking Breve
historia del tiempo. Al terminar una conferencia de divulgación sobre astronomía,
una anciana se levanta y, dirigiéndose al orador, declara: «Todo lo que nos ha
contado son tonterías. En realidad, el mundo es un disco plano que se apoya sobre
la espalda de una inmensa tortuga». La respuesta de la señora a la pregunta del
conferenciante sobre cuál sería entonces el apoyo de la tortuga habría provocado
una sonrisa en el rostro de Gödel: «Usted es muy inteligente, jovencito,
verdaderamente muy inteligente. ¡Pero es evidente que cada tortuga se apoya
sobre otra tortuga!».
Gödel había proporcionado a las matemáticas una demostración de que el universo
matemático se apoya en una torre de tortugas: se puede conseguir una teoría libre
de contradicciones pero no se puede demostrar que en el interior de dicha teoría no
hay contradicciones. Todo lo que podemos hacer es demostrar la consistencia
interior de otro sistema cuya consistencia, sin embargo, no podemos demostrar.
Había una cierta ironía en todo esto: las matemáticas podía ser utilizada para
demostrar las limitaciones de las propias demostraciones. El matemático francés
André Weil sintetizó la situación que se producía después de Gödel con una frase
memorable: «Dios existe porque las matemáticas son consistentes, y el demonio
existe porque no podemos demostrar que lo es».

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En 1900 Hilbert había declarado que en matemáticas no hay nada que sea imposible
conocer; treinta años más tarde, Gödel demostró que la ignorancia es parte
integrante de las matemáticas. Hilbert se enteró de la noticia bomba de Gödel
algunos meses después de su discurso en Königsberg. Parece que reaccionó «con
cierta irritación». Su declaración «Wir müssen wissen. Wir werden wissen»
[Debemos saber. Sabremos], hecha el día después del anuncio de Gödel, encontró
un destino apropiado: se grabó en la lápida de la tumba de Hilbert; un sueño
idealista del cual, finalmente, las matemáticas se había despertado.
Mientras los físicos empezaban a comprender, a partir del principio de
indeterminación de Heisenberg, que existían limitaciones al conocimiento dentro de
su disciplina, la demostración de Gödel significaba que también los matemáticos
tendrían que resignarse a convivir para siempre con su propia y peculiar
incertidumbre: la posibilidad de descubrir de repente que todo el edificio de las
matemáticas era un espejismo. Está claro que, para gran parte de los matemáticos,
el hecho de que esto no haya sucedido hasta ahora es la mejor confirmación de que
nunca sucederá: tenemos un modelo que funciona, y ello parece suficiente para
justificar la consistencia de las matemáticas. Sin embargo, dado que el modelo es
infinito, no podemos tener la seguridad de que en un momento determinado no
termine contradiciendo nuestros axiomas. Y, como ya hemos podido comprobar,
cuando se profundiza en las áreas más remotas del universo numérico, incluso
entidades aparentemente inocentes como los números primos pueden esconder
sorpresas, de las que nunca habríamos sido conscientes si hubiéramos procedido
sólo por experimentación y observación.
Gödel no se detuvo ahí. Su tesis doctoral contenía una segunda noticia bomba: si
los axiomas de las matemáticas son consistentes, entonces siempre habrá
enunciados verdaderos sobre los números que no pueden demostrarse formalmente
a partir de aquellos axiomas. Esto conculcaba las bases de lo que las matemáticas
habían significado desde la Grecia Antigua. La demostración siempre había sido
considerada como el camino que conducía a la verdad matemática. Ahora Gödel
había hecho saltar en pedazos esta fe en el poder de la demostración. Algunos
esperaban que, añadiendo nuevos axiomas, sería posible remendar el edificio
matemático: ahora Gödel demostraba que tales esfuerzos serían vanos. Por más

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que se añadieran nuevos axiomas a los fundamentos de las matemáticas, siempre


quedaría algún enunciado verdadero imposible de demostrar.
Este resultado tomó el nombre de Teorema de incompletitud de Gödel: cualquier
sistema consistente de axiomas es necesariamente incompleto, en el sentido de que
existirán siempre enunciados verdaderos que no podrán ser deducidos de los
axiomas. Y para acompañarlo en su acto de terrorismo matemático, Gödel se
procuró nada menos que los números primos: los utilizó para asignar a cada
enunciado matemático un código numérico de identificación, el número de Gödel. A
través del análisis de tales números, Gödel pudo demostrar que para cualquier
elección de axiomas siempre existirán enunciados verdaderos que no pueden ser
demostrados.
El resultado obtenido por Gödel supuso un duro golpe para los matemáticos de todo
el mundo: había muchísimos enunciados sobre números, y en particular sobre
números primos, que parecían verdaderos pero que no se tenía la menor idea de
cómo demostrar. La conjetura de Goldbach: cada número par es suma de dos
números primos; números primos gemelos: existen infinitas parejas de números
primos cuya diferencia es 2, como 17 y 19. ¿Estaban estas aserciones condenadas a
no poder ser demostradas utilizando los fundamentos axiomáticos existentes?
Es innegable que tal estado de cosas era como para ponerse nervioso: quizá la
hipótesis de Riemann era simplemente indemostrable en el ámbito de la descripción
axiomática corriente de lo que entendemos por aritmética. Muchos matemáticos se
consolaron pensando que todo lo verdaderamente importante tenía que ser
demostrable, y que sólo enunciados tortuosos y faltos de un contenido matemático
apreciable terminarían entre los enunciados indemostrables de Gödel.
Pero Gödel no estaba tan seguro de ello. En 1951 puso en duda que los axiomas
habituales fueran suficientes para resolver muchos de los problemas de la teoría de
los números:
Nos encontramos ante una serie infinita de axiomas que puede
extenderse cada vez más, sin que sea visible el final… Es cierto que
en las matemáticas de hoy los niveles más elevados de esta
jerarquía no se usan prácticamente nunca… no es realmente
inverosímil que esta característica de la matemática contemporánea

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pueda tener algo que ver con su incapacidad de demostrar algunos


teoremas fundamentales como, por ejemplo, la hipótesis de
Riemann.

En opinión de Gödel, las matemáticas no habían sido capaces de demostrar la


hipótesis de Riemann porque sus axiomas no eran suficientes para hacerlo: podría
ser que fuera necesario ampliar la base del edificio matemático para descubrir unas
matemáticas en las que este problema fuera resoluble. El teorema de incompletitud
de Gödel modificó drásticamente la forma de razonar de la gente: si existen
problemas tan difíciles de resolver, como los de Riemann y de Goldbach, entonces
quizá son simplemente indemostrables con los instrumentos lógicos y con los
axiomas que aplicamos para intentarlo.
Al mismo tiempo, tenemos que procurar no enfatizar demasiado el significado de los
resultados de Gödel: no se trataba de las honras fúnebres de las matemáticas.
Gödel no había cuestionado la verdad de lo que ya había sido demostrado; lo que su
teorema demostraba era la realidad matemática no se reducía a la deducción de
teoremas a partir de axiomas: las matemáticas son algo más que una partida de
ajedrez. Es necesario que a la obra incesante de construcción del edificio
matemático se acompañe una continua evolución de los fundamentos sobre los que
se basa el edificio. A diferencia de la naturaleza formal de las reglas para la
construcción del edificio, la evolución de los fundamentos se tiene que basar en las
intuiciones de los matemáticos sobre la elección de los axiomas que, en su opinión,
puedan proporcionar una mejor descripción del mundo de las matemáticas. Muchos
sintieron satisfacción al interpretar en el teorema de Gödel una confirmación de la
superioridad de la mente sobre el espíritu mecanicista propiciado por la Revolución
industrial.

2. La milagrosa maquina mental de Turing


La revelación de Gödel abrió una cuestión totalmente nueva que empezó a fascinar
tanto a Hilbert como al joven Turing: ¿existe alguna forma de establecer la
diferencia entre los enunciados verdaderos para los que existen demostraciones y
aquellos enunciados que, como Gödel había descubierto, son verdaderos aunque

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sean indemostrables? Turing, con su estilo pragmático, empezó a considerar la


posibilidad de que existiera una máquina capaz de ahorrar a los matemáticos el
riesgo de intentar demostrar un enunciado indemostrable. ¿Podía concebirse una
máquina que, al introducirle cualquier enunciado, fuera capaz de establecer si podía
ser deducido de los axiomas de las matemáticas, aunque sin dar la demostración?
En caso de existir una máquina así, podría utilizarse a modo de oráculo de Delfos
para tener la certeza de que la búsqueda de una demostración de la conjetura de
Goldbach o de la hipótesis de Riemann no sería tiempo perdido.
La cuestión de la existencia de un oráculo así no se apartaba mucho del décimo
problema que Hilbert había planteado en los albores del siglo XX: en aquel
problema, Hilbert había considerado la posible existencia de un método universal,
de un algoritmo, capaz de decidir si una ecuación cualquiera tiene solución o no.
Hilbert estaba concibiendo la idea de un programa de ordenador antes de que se
planteara siquiera la idea misma de un ordenador: imaginó un procedimiento
mecánico que pudiera aplicarse a las ecuaciones y respondiera «sí» o «no» a la
pregunta « ¿esta ecuación tiene soluciones?», sin necesidad de ninguna
intervención por parte del operador.
Todos estos comentarios sobre máquinas eran puramente teóricos: nadie pensaba
todavía en un objeto físico real. Eran máquinas de la mente, métodos o algoritmos
para producir respuestas. Era como si se hubiera concebido la idea del software
antes de que existiera un hardware capaz de hacerlo funcionar: aunque hubiera
existido la máquina de Hilbert no habría sido de ninguna utilidad práctica porque,
con toda probabilidad, el tiempo que habría necesitado para decidir si una ecuación
cualquiera tenía solución hubiera superado la edad del universo. Para Hilbert, la
existencia de esta máquina tenía una importancia filosófica.
La idea de estas máquinas teóricas horrorizaba a muchos matemáticos: habrían
puesto al matemático fuera de juego. Nunca tendríamos necesidad de confiar en la
imaginación, en la intuición genial de la mente humana para producir
argumentaciones inteligentes. El matemático quedaría reemplazado por un
autómata cuya fuerza bruta abriría una brecha hacia la solución de nuevos
problemas sin recurrir en absoluto a nuevas y sutiles formas de razonamiento.

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Hardy no tenía la menor duda de que nunca podría existir una máquina así; el
simple pensamiento de que pudiera haber una ponía en peligro su propia existencia:
Naturalmente, no existe un teorema así, y ello es una gran suerte,
porque si existiera tendríamos un conjunto de reglas mecánicas
para la resolución de todos los problemas matemáticos, y se habría
terminado nuestra actividad de matemáticos. Sólo un observador
externo muy ingenuo puede imaginarse que los matemáticos
alcancen sus descubrimientos girando la manivela de cualquier
máquina milagrosa.

La fascinación que ejercían sobre Turing las complejidades de la ideas de Gödel


nacía de una serie de conferencias que Max Newman, uno de los docentes de
matemáticas de Cambridge, dictó durante la primavera de 1935. Newman también
había sido seducido por las cuestiones de Hilbert cuando oyó hablar al gran
matemático de Gotinga durante el Congreso Internacional de Matemáticos que tuvo
lugar en Bolonia en 1928. Era la primera vez desde el final de la Primera Guerra
Mundial que una delegación de matemáticos alemanes era invitada a un congreso
internacional. Muchos de ellos rechazaron participar, aún ofendidos por su exclusión
del congreso anterior de 1924, pero Hilbert pasó por encima de estas divisiones
políticas y presidió una delegación de sesenta y siete matemáticos alemanes.
Cuando hizo su aparición en la sala de conferencias para asistir a la sesión de
apertura, el público se puso en pie para aplaudirlo. Hilbert respondió expresando
una opinión, compartida por muchos matemáticos: «Supone una total
incomprensión de nuestra ciencia crear diferencias basadas en los pueblos o en las
razas, y los motivos por los que tales cosas se han planteado son muy mezquinos.
Las matemáticas no conocen razas… Para las matemáticas, el mundo entero de la
cultura es una sola nación».
En 1930, justo después de saber que el programa de Hilbert había sido
completamente demolido por Gödel, Newman sintió un fuerte deseo de explorar
algunos de los aspectos más difíciles de las ideas de este último. Al cabo de cinco
años había adquirido la seguridad necesaria para anunciar una serie de cursos sobre
el teorema de incompletitud de Gödel. Turing asistió, y quedó totalmente paralizado

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por la tortuosidad de las demostraciones de Gödel. Newman terminó el ciclo con una
pregunta que serviría para catalizar tanto la imaginación de Hilbert como la de
Turing: ¿sería posible distinguir de alguna manera los enunciados demostrables de
los enunciados indemostrables? Hilbert bautizó la cuestión como «el problema de la
decidibilidad».
Al escuchar las clases de Newman sobre la obra de Gödel, Turing se convenció de la
imposibilidad de construir una máquina milagrosa capaz de conseguir aquella
distinción. Sin embargo, era difícil demostrar que una máquina así no podía existir:
al fin y al cabo, ¿cómo se sabe cuáles serán los límites futuros del ingenio humano?
Se podía probar que una máquina en particular no daría respuestas, pero proyectar
esta prueba a todas las máquinas posibles era negar la imposibilidad del futuro. Y a
pesar de todo, Turing lo hizo.
Fue el primer gran logro de Turing: concibió la idea de máquinas especiales que
pudieran ser efectivamente hechas para comportarse como una persona o una
máquina que hiciera cálculos aritméticos. Más tarde estas máquinas se harían
famosas con el nombre de máquinas de Turing. Hilbert había sido más bien
impreciso sobre lo que entendía por una máquina capaz de establecer si un
enunciado es demostrable o no; ahora, gracias a Turing, la cuestión planteada por
Hilbert quedaba precisada: si una de las máquinas de Turing no podía discriminar lo
demostrable de lo indemostrable, entonces ninguna máquina podría hacerlo.
¿Significaba esto que sus máquinas eran todo lo potentes que era necesario para
afrontar el reto del problema de la decidibilidad de Hilbert?
Un día, mientras corría junto al río Cam, Turing tuvo su segundo relámpago de
inspiración y comprendió que ninguna de sus máquinas imaginarias podía ser capaz
de distinguir entre los enunciados que tenían demostraciones y los que no las
tenían. Mientras tomaba aliento, yaciendo de espaldas en un prado de los
alrededores de Granchester, Turing comprendió que una idea ya utilizada con éxito
para responder a una pregunta sobre los números racionales se podría aplicar a la
cuestión de la existencia de una máquina capaz de verificar la demostrabilidad.
La idea de Turing se basaba en un descubrimiento asombroso que había hecho en
1873 Georg Cantor, un matemático alemán de Halle: Cantor había descubierto que
existen diversos tipos de infinito. Aunque parezca una proposición extraña, es

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realmente posible comparar dos conjuntos infinitos y decir que uno es mayor que el
otro. Cuando Cantor anunció sus conclusiones, hacia 1870, fueron consideradas casi
como heréticas o, en el mejor de los casos, como las divagaciones de un loco. Para
comprender cómo pueden compararse dos infinitos, imaginemos una tribu cuyo
sistema de contar se reduce a «uno, dos, tres, muchos». Los miembros de la tribu
son capaces de decidir quién es el más rico de ellos aunque no puedan indicar el
valor numérico exacto de sus riquezas. Por ejemplo, si los pollos son el signo de
riqueza de un individuo, basta que dos personas emparejen sus pollos: el que agote
antes sus pollos es obviamente el más pobre de los dos. No hace falta ser capaz de
contar los pollos para saber que un grupo es más numeroso que otro.
Explotando esta idea, Cantor demostró que si emparejamos todos los números
enteros con todas las fracciones (como 1/3, 1/4, 1/101) se puede hacer
corresponder a cada fracción un número entero y sólo uno. Parece paradójico, ya
que en apariencia las fracciones son mucho más numerosas que los números
enteros. Y sin embargo Cantor encontró la forma de establecer una correspondencia
exacta entre ambos conjuntos de manera que ninguna de las fracciones quede falta
de compañero. Cantor formuló también una argumentación ingeniosa para
demostrar que, al contrario que en el caso anterior, no hay forma de emparejar
todas las fracciones con todos los números reales, que comprenden, además de los
números enteros y de las fracciones, también los números irracionales como π, y
todos los demás números con una expresión decimal infinita y no periódica. Cantor
demostró que cualquier intento de emparejar las fracciones con los números reales
dejaría fuera de forma inevitable una parte de los números irracionales: había
demostrado la existencia de dos conjuntos infinitos de dimensiones distintas.
Hilbert comprendió que Cantor estaba creando unas matemáticas auténticamente
nuevas. Declaró que las ideas de Cantor sobre los infinitos eran «el producto más
extraordinario del pensamiento matemático, una de las realizaciones más hermosas
de la actividad humana en el dominio de lo puramente inteligible… Nadie nos
expulsará del paraíso que Cantor ha creado para nosotros». Como reconocimiento a
esas ideas pioneras, Hilbert dedicó a una cuestión planteada por Cantor el primero
de su lista de veintitrés problemas: ¿existe un conjunto infinito de números que sea

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mayor que el conjunto de las fracciones pero menor que el conjunto de los números
reales?
Fue la demostración de Cantor sobre el hecho de que el conjunto de los números
irracionales es más numeroso que el de las fracciones lo que cruzó como un rayo la
mente de Turing mientras se encontraba tumbado al sol de Cambridge: comprendió
de repente que aquel hecho podía ser utilizado para demostrar que el sueño que
Hilbert había cultivado sobre una máquina capaz de verificar si un enunciado es
demostrable era pura fantasía.
Turing empezó planteando la hipótesis de que una de sus máquinas fuera capaz de
decidir si un enunciado verdadero cualquiera es demostrable. Mediante un elegante
procedimiento, Cantor había demostrado que, de cualquier manera que se
agruparan las fracciones y los números reales, el emparejamiento siempre excluiría
algún número irracional. Turing adoptó esta técnica y la adaptó para producir un
enunciado verdadero «excluido», es decir, un enunciado para el cual su máquina
nunca podría establecer la existencia de una demostración. La belleza del
razonamiento de Cantor venía dada por el hecho de que, si se intentaba modificar la
máquina de manera que incluyera el enunciado faltante, siempre habría otro
enunciado excluido, siempre habría otro enunciado que escaparía al análisis, de la
misma manera que el teorema de incompletitud de Gödel demostraba que la adición
de un nuevo axioma sólo serviría para producir algún nuevo enunciado
indemostrable.
Turing era consciente de lo escurridizo de su argumentación: mientras volvía
corriendo a su apartamento del King’s College, la reexaminó con detalle buscando
los posibles puntos débiles. Había un aspecto que lo preocupaba particularmente:
había demostrado que ninguna de sus máquinas de Turing podía responder al
problema de la decidibilidad de Hilbert. Pero ¿cómo podía tener la certeza de la
inexistencia de otra máquina capaz de dar una respuesta a aquel problema? Ahí
realizó su tercer avance: la idea de una máquina universal. Turing elaboró el
proyecto de una máquina a la que se le proporcionarían las instrucciones necesarias
para que operara como todas las máquinas de Turing o como cualquier otra
máquina potencialmente capaz de responder a la pregunta de Hilbert. Incluso el
cerebro es una máquina que quizá podía discriminar lo demostrable de lo

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indemostrable, y ello estimuló las siguientes investigaciones de Turing sobre la


posibilidad de que una máquina fuera capaz de elaborar pensamientos. Por el
momento, se concentró en la verificación de cada detalle de la solución que
proponía a la pregunta de Hilbert.
Turing trabajó durante un año hasta tener la certeza de que su argumentación era
inatacable: sabía que cuando la hiciera pública sería sometida a las más severas
verificaciones. Decidió que la persona-idónea para ponerla a prueba era la primera
persona con quien había hablado del problema: Newman. Al principio, Newman
dudó del planteamiento: tenía todas las posibilidades de que uno se engañara
creyendo verdadero lo que no lo era. Pero cuando se puso a dar vueltas a la
argumentación se convenció de que quizá Turing había hecho diana. Al cabo de
poco tiempo descubrirían que no era el único que había acertado.
Turing se enteró de que uno de los matemáticos de Princeton le había ganado en el
último momento: Alonzo Church había llegado a las mismas conclusiones casi al
mismo tiempo que Turing, pero había sido más rápido en la publicación de su
descubrimiento. Como es natural, Turing estaba preocupado por la idea de que su
intento de obtener un reconocimiento en la jungla académica se frustrara por el
anuncio de Church; pero gracias al apoyo de Newman, su mentor en Cambridge,
también la demostración de Turing se aceptó para ser publicada. Para su desánimo,
la publicación recibió una atención muy escasa; sin embargo, su idea de una
máquina universal era mucho más tangible que el método que proponía Church, y
tenía consecuencias de más largo alcance: la manía de Turing por los inventos
materiales había prevalecido sobre las consideraciones teóricas. Aunque su máquina
universal fuera sólo una máquina de la mente, la descripción que hizo de ella hacía
pensar en el proyecto de una maquinaria real. Un amigo suyo afirmó bromeando
que, en caso de construirla, probablemente habría ocupado la totalidad del Albert
Hall.
La máquina universal supuso el comienzo de la era de la informática, que dotaría a
los matemáticos de un nuevo medio con el que explorar el universo de los números.
Incluso durante su vida, Turing comprendió el impacto que podrían tener las
máquinas reales de cálculo sobre el estudio de los números primos; lo que no podía
prever era el papel que jugaría su máquina teórica en el descubrimiento de uno de

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los tesoros más inaccesibles de las matemáticas. El análisis extremadamente


abstracto que Turing hizo del problema de la decidibilidad de Hilbert se convirtió,
decenios más tarde, en la clave del descubrimiento fortuito de una ecuación que
genera todos los números primos.

3. Engranajes, poleas y aceite


El paso siguiente de Turing consistió en cruzar el Atlántico para encontrarse con
Church. También tenía la esperanza de conocer a Gödel, que estaba de visita en el
Institute for Advanced Study, aunque durante la travesía su preocupación estaba
centrada en las máquinas teóricas, Turing no había abandonado su pasión por las
máquinas reales: pasó una semana del viaje trazando la ruta con la ayuda de un
sextante.
A su llegada a Princeton descubrió con decepción que Gödel estaba de vuelta en
Austria. Volvería a Princeton dos años más tarde para hacerse cargo de una plaza
permanente en el instituto, tras su persecución en Europa. En Princeton, Turing
consiguió entrar en contacto con Hardy, que también estaba de visita. Turing
escribió a su madre sobre su entrevista con Hardy: «Al principio estaba muy
distante o, probablemente, reservado. Lo encontré en el despacho de Maurice Pryce
el día de mi llegada y ni siquiera me dirigió la palabra. Pero ahora está resultando
mucho más amigable».
Una vez puesta por escrito su demostración del problema de la decidibilidad de
Hilbert para ser publicada, Turing empezó a buscar otro problema de peso
susceptible de ser atacado. Tras la resolución del problema de la decidibilidad, se
hacía difícil otra empresa tan excepcional, pero, si quería elegir un problema de
gran importancia, ¿por qué no apuntar hacia el objetivo más ambicionado por todos,
la hipótesis de Riemann? Hizo que le mandaran los artículos más recientes sobre la
hipótesis que había publicado Albert Ingham, un colega suyo de Cambridge. Empezó
también a hablar con Hardy para conocer su opinión.
En 1937 Hardy se estaba haciendo cada vez más pesimista sobre la validez de la
hipótesis de Riemann: había consumido tanto tiempo intentando demostrarla sin
éxito que empezaba a estar convencido de su falsedad. Turing, influido por la
actitud de Hardy, pensó que podría construir una máquina con la que demostrar que

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Riemann estaba equivocado. También había oído hablar del redescubrimiento de


Siegel del fantástico método de Riemann para calcular los ceros de la función zeta:
en la fórmula que Siegel había descubierto se hacía un uso ingenioso de la suma de
senos y cosenos para estimar de manera eficiente las altitudes del paisaje de
Riemann. En Cambridge, el método propuesto por Turing para resolver el problema
de la decidibilidad de Hilbert creando una máquina se consideraba absolutamente
innovador, pero Turing comprendió que sería posible utilizar máquinas también para
analizar la fórmula secreta de Riemann. Era consciente de que había muchas
analogías entre la fórmula de Riemann y las que se utilizaban para prever
fenómenos físicos periódicos, como los movimientos orbitales de los planetas: en
1936 Ted Titchmarsh, un matemático de Oxford, tomó una máquina pensada para
el cálculo de los movimientos celestes y la adaptó para demostrar que los primeros
1.041 ceros del paisaje zeta se hallaban efectivamente sobre la recta mágica de
Riemann. Pero Turing conocía una maquinaria todavía más sofisticada que se
utilizaba para prever otro fenómeno periódico natural: las mareas.
Las mareas planteaban un problema matemático complejo porque su estudio
dependía del cálculo del ciclo diario de la rotación terrestre, del ciclo mensual de la
revolución lunar y del ciclo anual de la órbita de la Tierra alrededor del Sol. En
Liverpool, Turing había visto una máquina que efectuaba tales cálculos de forma
automática: la suma de todas las ondas sinusoidales se sustituía por el
accionamiento de un sistema de cuerdas y poleas, y la respuesta venía dada por la
longitud de algunas secciones de una cuerdecilla que sobresalía del artilugio. Turing
escribió a Titchmarsh confesándole que, cuando había visto por vez primera la
máquina de Liverpool, no había sospechado ni remotamente que pudiera ser usada
para estudiar los números primos; pero ahora su mente trabajaba de manera febril:
quería construir una máquina capaz de calcular las latitudes del paisaje de Riemann.
De esta forma conseguiría determinar un punto a nivel del mar que se hallara fuera
de la recta crítica de Riemann, y así demostrar que la hipótesis de Riemann era
falsa.
Turing no fue el primero que se planteó el uso de una máquina para acelerar los
cálculos tediosos: Charles Babbage, otro matemático que había estudiado en
Cambridge, ya había concebido en el siglo anterior la idea de construir máquinas

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calculadoras. En 1810, cuando era un estudiante del Trinity College, Babbage


estaba tan fascinado como Turing por los ingenios mecánicos: en su autobiografía
recuerda la génesis de su idea de construir una máquina para calcular las tablas
matemáticas que resultaban fundamentales para que Inglaterra capitaneara la
navegación marítima:
Una tarde estaba sentado en los locales de la Analytical Society, en
Cambridge, con la cabeza apoyada sobre la mesa en un estado de
somnolencia, con una tabla de logaritmos ante mí. Otro miembro de
la Sociedad, al entrar en la estancia y verme adormecido, gritó: «Y
bien, Babbage, ¿con qué está soñando?». Yo le respondí, señalando
los logaritmos: «Estoy pensando cómo se calcularían todas estas
tablas utilizando una máquina mecánica».

Hasta 1823 Babbage no pudo empezar a cumplir su sueño de construir su máquina


de diferencias. Pero el proyecto naufragó en 1833 como consecuencia de un litigio
económico entre Babbage y el ingeniero responsable de los trabajos. Finalmente, se
completó una parte de la máquina, pero hubo que esperar hasta 1991, el
bicentenario del nacimiento de Babbage, para que su visión se concretase por
entero. Sucedió cuando, con un coste de 300.000 libras esterlinas, se construyó la
máquina de diferencias en el Museo de la Ciencia de Londres, donde puede visitarse
actualmente.
La idea de Turing de una «máquina zeta» era parecida al proyecto de Babbage para
el cálculo de los logaritmos con su máquina de diferencias. El mecanismo se
adaptaba al problema específico que había que resolver. Ciertamente, no se trataba
de una de las máquinas universales que concibió Turing, con las que se podría
simular cualquier clase de cálculo: las propiedades físicas del artilugio reflejaban las
cuestiones conceptuales del problema, de forma que lo hacían inútil para la
resolución de otros problemas; Turing lo reconoció explícitamente en una solicitud
que presentó a la Royal Society para obtener la financiación necesaria para
emprender la construcción de la máquina zeta: «El aparato mantendría un escaso
valor al cabo del tiempo… No imagino ninguna otra aplicación que no esté
relacionada con la función zeta».

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El propio Babbage se dio cuenta de los inconvenientes de una máquina que sólo
sirviera para el cálculo de los logaritmos: hacia 1830 soñaba con una máquina aún
más ambiciosa, capaz de ejecutar diversas tareas. Se había inspirado en los telares
mecánicos inventados por el francés Jacquard, que se usaban en las fábricas de
tejidos de toda Europa: los obreros especializados habían sido sustituidos por
tarjetas perforadas que, una vez puestas en el telar, controlaban su funcionamiento.
(Algunos han definido aquellas tarjetas como el primer software). Babbage quedó
tan impresionado por el invento de Jacquard que compró el retrato del inventor
francés en seda tejida gracias a una de aquellas tarjetas perforadas. «El telar es
capaz de tejer cualquier dibujo que la imaginación humana sea capaz de concebir»,
afirmó con admiración. Si aquella máquina podía producir cualquier figura, ¿por qué
no podría él construir una máquina en la que insertar una tarjeta para indicarle
cómo efectuar cualquier cálculo matemático? El proyecto de una «máquina
analítica», como Babbage la bautizó, era el precursor de la máquina universal que
concibió Turing.
Fue la hija del poeta lord Byron, Ada Lovelace, quien comprendió el increíble
potencial de programación que suponía la máquina de Babbage. Mientras traducía al
francés un ejemplar del ensayo en el que Babbage había descrito su máquina
analítica, Ada no resistió la tentación de añadir algunas notas personales para
destacar sus virtudes: «Podemos afirmar de manera totalmente apropiada que la
máquina analítica teje motivos algebraicos, de la misma manera en que el telar de
Jacquard teje flores y hojas». Sus anotaciones indicaban muchos programas que la
nueva máquina de Babbage, aunque fuera totalmente teórica y nunca hubiera sido
construida, habría podido ejecutar. Una vez terminada la traducción, sus
anotaciones resultaron tan copiosas que la versión francesa del ensayo resultó tres
veces más extensa que el original inglés. Hoy, Ada Lovelace está considerada
unánimemente como la primera programadora de ordenadores del mundo. En 1852
murió víctima de un cáncer, entre atroces sufrimientos, con sólo treinta y seis años.
Mientras Babbage trabajaba intensamente en sus propios proyectos de máquinas
calculadoras, en Alemania Riemann estaba elaborando sus conceptos matemáticos
abstractos. Ochenta años más tarde, Turing acariciaba esperanzas de poder unificar
ambos temas. Había alcanzado ya gran experiencia estudiando la computabilidad

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teórica del teorema de incompletitud de Gödel, que había sido la base de su tesis
doctoral. Ahora tenía que empezar la labor mucho más concreta de construir
físicamente las ruedas dentadas de su máquina zeta. Gracias al apoyo de Hardy y
de Titchmarsh, la Royal Society aprobó su petición de financiación de 40 libras
esterlinas como contribución a la fabricación del invento.
Durante el verano de 1939 la habitación de Turing estuvo repleta de «engranajes
diseminados por el suelo como las piezas de un rompecabezas», escribió su biógrafo
Andrew Hodges. Pero el sueño de Turing de construir una máquina zeta, que uniría
la pasión de los ingleses del siglo XIX por las máquinas con la pasión alemana por la
teoría, estaba destinado a ser bruscamente interrumpido: con el estallido de la
Segunda Guerra Mundial, la floreciente unidad intelectual entre los dos países fue
sustituida por un conflicto armado. Las fuerzas intelectuales británicas se reunieron
en Bletchley Park, y sus mentes pasaron de la búsqueda de los ceros al descifrado
de códigos secretos. El éxito de Turing en la concepción de máquinas para descifrar
el código Enigma debe algo a su aprendizaje en el cálculo de los ceros de la función
zeta de Riemann. Su compleja red de ruedas dentadas superpuestas no desvelaría
el secreto de los números primos, pero los nuevos artilugios que ideó resultaron
increíblemente eficaces para descubrir los movimientos secretos de la maquinaria
militar alemana.
Bletchley Park era una extraña mezcla entre la tradicional torre de marfil del
ambiente académico y el mundo real. Recordaba a un college de Cambridge, con
partidos de cricket jugándose en el prado de delante del edificio. Para Turing y los
demás matemáticos, los mensajes cifrados que llegaban cada día ocuparon el lugar
de los crucigramas del Times que resolvían en la sala de descanso de los colleges:
rompecabezas teóricos, aunque en este caso había vidas que dependían de su
solución. Vista la atmósfera que se respiraba en Bletchley Park, no es extraño que
Turing continuara pensando en matemáticas mientras ofrecía su contribución a la
victoria aliada.
Fue precisamente mientras trabajaba en Bletchley Park que Turing comprendió,
como hizo Babbage un centenar de años antes, que era mucho mejor construir una
única máquina a la que dar las instrucciones necesarias para ejecutar menesteres
diversos que construir una nueva máquina apropiada para cada nuevo problema

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que fuera necesario resolver. Aun conociendo este hecho en teoría, todavía tuvo
que aprender en carne propia hasta qué punto era difícil e importante llevarlo a la
práctica. Cuando los alemanes cambiaron los modelos de las máquinas Enigma que
utilizaban, Bletchley Park se sumió en el silencio durante semanas; Turing
comprendió entonces que los descifradores necesitaban una máquina que pudiera
adaptarse de manera que se adecuara a cualquier modificación que los alemanes
decidieran introducir en las suyas.
Tras el fin de la guerra, Turing empezó a examinar la posibilidad de construir una
máquina calculadora universal que pudiera programarse para ejecutar gran
variedad de operaciones. Tras varios años en el Laboratorio Nacional de Física
británico empezó a trabajar con Max Newman en Manchester, en el recién
constituido Laboratorio de Cálculo de la Royal Society. Newman había estado con
Turing en Cambridge durante el desarrollo de la máquina teórica que había hecho
saltar en pedazos la esperanza de Hilbert de idear un algoritmo capaz de decidir si
un enunciado verdadero era demostrable. Ahora Newman y Turing trabajarían
juntos en el proyecto y la construcción de una máquina real.
En Manchester, Turing tuvo la oportunidad de aprovechar las capacidades que había
madurado descifrando códigos en Bletchley, aunque las actividades que había
desplegado durante el período bélico estuvieron cubiertos por el secreto de Estado
durante decenios. Volvió a la idea que lo había obsesionado en los años anteriores a
la guerra: utilizar máquinas para explorar el espacio de Riemann en búsqueda de
contraejemplos de la hipótesis de Riemann, o bien de ceros que estuvieran fuera de
la recta crítica. Pero esta vez, en lugar de construir una máquina cuyas
características físicas reflejaran los aspectos del problema que intentaba resolver,
Turing buscó la manera de crear un programa que pudiera ser ejecutado con la
calculadora universal que él y Newman estaban construyendo con tubos de rayos
catódicos y bobinas magnéticas.
Naturalmente, una máquina teórica funciona suavemente y sin esfuerzo: las
máquinas reales, como Turing había descubierto en Bletchley Park, son mucho más
temperamentales. Pero en 1950 su nuevo artilugio estuvo terminado, funcionando y
a punto para empezar las exploraciones del paisaje zeta. El récord del número de
ceros determinados sobre la recta de Riemann se remontaba a antes de la guerra, y

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lo detentaba un antiguo estudiante de Hardy llamado Ted Titchmarsh: éste había


confirmado que los primeros 1.041 puntos a nivel del mar satisfacían la hipótesis de
Riemann. Turing batió aquel récord: consiguió que su máquina verificara la posición
de los primeros 1.104 ceros y luego, como escribió, «desgraciadamente la máquina
se averió». Pero no eran sus máquinas lo único que se estropeaba.
La vida privada de Turing empezaba a hundirse a su alrededor. En 1952 fue
detenido cuando la policía lo investigó por homosexualidad. Su casa había sido
desvalijada y él mismo había llamado a la policía: se descubrió que el ladrón era
conocido de uno de los amantes de Turing. La policía detuvo al allanador, pero se
ocupó también del «acto de indecencia grave», como lo describían las leyes de
entonces, que la víctima del robo reconoció haber cometido. Turing estaba
trastornado: aquel asunto podía significar la cárcel. Newman testificó en su defensa,
declarando que Turing estaba «completamente dedicado a su trabajo y es una de
las mentes matemáticas más profundas y originales de su generación». Se libró de
una condena de cárcel a cambio de someterse voluntariamente a un tratamiento
con drogas para controlar su comportamiento sexual. Escribió a uno de sus viejos
profesores de Cambridge: «Dicen que reduce el deseo sexual mientras se aplica,
pero que después se vuelve a la normalidad. Espero que tengan razón».
El 8 de junio de 1954, Turing fue hallado muerto en su habitación, envenenado con
cianuro. Su madre no aceptó la idea de que pudiera haberse suicidado. Alan había
hecho experimentos con sustancias químicas desde su infancia, y nunca se lavaba
las manos: se trataba de un accidente, insistía su madre. Pero junto a la cama de
Turing había una manzana mordisqueada por varios sitios. Aunque nunca fue
analizada, hay pocas dudas de que estaba empapada de cianuro. Una de las
secuencias cinematográficas preferidas por Turing era, en la versión de Disney de
Blancanieves y los siete enanitos, la de la bruja mala creando la manzana que hará
que Blancanieves caiga dormida: «Pon la fruta en el veneno hasta que esté
empapada».
Cuarenta y seis años después de su muerte, en los albores del siglo XXI, empezó a
extenderse entre la comunidad matemática el rumor de que las máquinas de Turing
habían determinado efectivamente un contraejemplo de la hipótesis de Riemann,
pero como el descubrimiento había tenido lugar en Bletchley Park durante la

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Segunda Guerra Mundial, con las mismas máquinas que habían descifrado el código
Enigma, los servicios secretos ingleses se oponían a que se hiciera público.
Finalmente el rumor resultó ser eso, nada más que un rumor, y se descubrió que
había sido puesto en circulación por uno de los amigos de Bombieri, que compartía
con él la tendencia italiana a las inocentadas de mal gusto.
A pesar de haberse roto justo después de batir el récord de ceros establecido antes
de la guerra, la máquina de Turing supuso el primer paso de una era en la que el
ordenador tomaría el lugar de la mente humana en la exploración del espacio de
Riemann. Faltaba aún bastante para desarrollar los «vehículos teledirigidos»
adaptados para su exploración eficiente, pero pronto estos vehículos sin conductor
serían enviados cada vez más al norte a lo largo de la recta mágica de Riemann, y
nos darían un número cada vez mayor de pruebas —aunque no una demostración
definitiva— de que, a diferencia de lo que creía Turing, Riemann había acertado.
Pero, aunque las máquinas reales de Turing tuvieron efectos concretos sobre la
hipótesis de Riemann, sus ideas abstractas terminarían contribuyendo a un giro
inesperado en la historia de los números primos: el descubrimiento de una ecuación
capaz de generarlos todos. Turing no habría podido imaginar jamás que esta
ecuación emergería de la devastación a la que Gödel y él mismo habían reducido el
programa con el que Hilbert pretendía dotar a las matemáticas de sólidas bases.

4. Del caos de la incertidumbre a una ecuación para los números primos


Turing había demostrado que su máquina universal no podía responder todas las
preguntas de las matemáticas. Pero si nos marcamos objetivos menos ambiciosos,
¿podría decirnos algo sobre la existencia de soluciones de una ecuación? Ese era el
núcleo del décimo problema de Hilbert, que en 1948 empezó a obsesionar a Julia
Robinson, una matemática de talento que trabajaba en Berkeley.
Con poquísimas excepciones dignas de mención, hace pocos decenios que las
mujeres han hecho su aparición en la historia de las matemáticas, las matemáticas
francesa Sophie Germain mantuvo correspondencia con Gauss, pero fingiendo ser
un hombre para evitar que sus ideas fueran descartadas directamente: había
descubierto un tipo particular de números primos ligados al último teorema de
Fermat, que hoy reciben el nombre de «números primos de Germain». Gauss

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