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Capítulo 8
Máquinas de la mente
Propongo considerar la cuestión: « ¿Pueden pensar las máquinas?»
ALAN TURING
Computing Machinery and Intelligence
Contenido:
1. Gödel y las limitaciones del método matemático
2. La milagrosa maquina mental de Turing
3. Engranajes, poleas y aceite
4. Del caos de la incertidumbre a una ecuación para los números primos
por las matemáticas, nunca podrían ser usados para demostrar la inexistencia de
contradicciones.
Los matemáticos definen un sistema de axiomas como consistente cuando tales
axiomas no conducen a contradicciones. Puede ser que los axiomas elegidos no
conduzcan nunca a contradicciones, pero ello nunca podrá ser demostrado
utilizando tales axiomas. Podría ser que se consiguiera demostrar la consistencia de
un sistema de axiomas tomando un sistema alternativo, pero se trataría de una
victoria parcial ya que, en tal caso, la consistencia del nuevo sistema de axiomas
sería igualmente discutible. Es lo mismo que el intento de Hilbert de demostrar que
la geometría era consistente transformándola en una teoría de los números: el
único resultado fue trasladar la cuestión a la consistencia de la aritmética.
La toma de conciencia de Gödel recuerda la descripción del universo que da una
señora anciana y menuda con la que se abre el libro de Stephen Hawking Breve
historia del tiempo. Al terminar una conferencia de divulgación sobre astronomía,
una anciana se levanta y, dirigiéndose al orador, declara: «Todo lo que nos ha
contado son tonterías. En realidad, el mundo es un disco plano que se apoya sobre
la espalda de una inmensa tortuga». La respuesta de la señora a la pregunta del
conferenciante sobre cuál sería entonces el apoyo de la tortuga habría provocado
una sonrisa en el rostro de Gödel: «Usted es muy inteligente, jovencito,
verdaderamente muy inteligente. ¡Pero es evidente que cada tortuga se apoya
sobre otra tortuga!».
Gödel había proporcionado a las matemáticas una demostración de que el universo
matemático se apoya en una torre de tortugas: se puede conseguir una teoría libre
de contradicciones pero no se puede demostrar que en el interior de dicha teoría no
hay contradicciones. Todo lo que podemos hacer es demostrar la consistencia
interior de otro sistema cuya consistencia, sin embargo, no podemos demostrar.
Había una cierta ironía en todo esto: las matemáticas podía ser utilizada para
demostrar las limitaciones de las propias demostraciones. El matemático francés
André Weil sintetizó la situación que se producía después de Gödel con una frase
memorable: «Dios existe porque las matemáticas son consistentes, y el demonio
existe porque no podemos demostrar que lo es».
En 1900 Hilbert había declarado que en matemáticas no hay nada que sea imposible
conocer; treinta años más tarde, Gödel demostró que la ignorancia es parte
integrante de las matemáticas. Hilbert se enteró de la noticia bomba de Gödel
algunos meses después de su discurso en Königsberg. Parece que reaccionó «con
cierta irritación». Su declaración «Wir müssen wissen. Wir werden wissen»
[Debemos saber. Sabremos], hecha el día después del anuncio de Gödel, encontró
un destino apropiado: se grabó en la lápida de la tumba de Hilbert; un sueño
idealista del cual, finalmente, las matemáticas se había despertado.
Mientras los físicos empezaban a comprender, a partir del principio de
indeterminación de Heisenberg, que existían limitaciones al conocimiento dentro de
su disciplina, la demostración de Gödel significaba que también los matemáticos
tendrían que resignarse a convivir para siempre con su propia y peculiar
incertidumbre: la posibilidad de descubrir de repente que todo el edificio de las
matemáticas era un espejismo. Está claro que, para gran parte de los matemáticos,
el hecho de que esto no haya sucedido hasta ahora es la mejor confirmación de que
nunca sucederá: tenemos un modelo que funciona, y ello parece suficiente para
justificar la consistencia de las matemáticas. Sin embargo, dado que el modelo es
infinito, no podemos tener la seguridad de que en un momento determinado no
termine contradiciendo nuestros axiomas. Y, como ya hemos podido comprobar,
cuando se profundiza en las áreas más remotas del universo numérico, incluso
entidades aparentemente inocentes como los números primos pueden esconder
sorpresas, de las que nunca habríamos sido conscientes si hubiéramos procedido
sólo por experimentación y observación.
Gödel no se detuvo ahí. Su tesis doctoral contenía una segunda noticia bomba: si
los axiomas de las matemáticas son consistentes, entonces siempre habrá
enunciados verdaderos sobre los números que no pueden demostrarse formalmente
a partir de aquellos axiomas. Esto conculcaba las bases de lo que las matemáticas
habían significado desde la Grecia Antigua. La demostración siempre había sido
considerada como el camino que conducía a la verdad matemática. Ahora Gödel
había hecho saltar en pedazos esta fe en el poder de la demostración. Algunos
esperaban que, añadiendo nuevos axiomas, sería posible remendar el edificio
matemático: ahora Gödel demostraba que tales esfuerzos serían vanos. Por más
Hardy no tenía la menor duda de que nunca podría existir una máquina así; el
simple pensamiento de que pudiera haber una ponía en peligro su propia existencia:
Naturalmente, no existe un teorema así, y ello es una gran suerte,
porque si existiera tendríamos un conjunto de reglas mecánicas
para la resolución de todos los problemas matemáticos, y se habría
terminado nuestra actividad de matemáticos. Sólo un observador
externo muy ingenuo puede imaginarse que los matemáticos
alcancen sus descubrimientos girando la manivela de cualquier
máquina milagrosa.
por la tortuosidad de las demostraciones de Gödel. Newman terminó el ciclo con una
pregunta que serviría para catalizar tanto la imaginación de Hilbert como la de
Turing: ¿sería posible distinguir de alguna manera los enunciados demostrables de
los enunciados indemostrables? Hilbert bautizó la cuestión como «el problema de la
decidibilidad».
Al escuchar las clases de Newman sobre la obra de Gödel, Turing se convenció de la
imposibilidad de construir una máquina milagrosa capaz de conseguir aquella
distinción. Sin embargo, era difícil demostrar que una máquina así no podía existir:
al fin y al cabo, ¿cómo se sabe cuáles serán los límites futuros del ingenio humano?
Se podía probar que una máquina en particular no daría respuestas, pero proyectar
esta prueba a todas las máquinas posibles era negar la imposibilidad del futuro. Y a
pesar de todo, Turing lo hizo.
Fue el primer gran logro de Turing: concibió la idea de máquinas especiales que
pudieran ser efectivamente hechas para comportarse como una persona o una
máquina que hiciera cálculos aritméticos. Más tarde estas máquinas se harían
famosas con el nombre de máquinas de Turing. Hilbert había sido más bien
impreciso sobre lo que entendía por una máquina capaz de establecer si un
enunciado es demostrable o no; ahora, gracias a Turing, la cuestión planteada por
Hilbert quedaba precisada: si una de las máquinas de Turing no podía discriminar lo
demostrable de lo indemostrable, entonces ninguna máquina podría hacerlo.
¿Significaba esto que sus máquinas eran todo lo potentes que era necesario para
afrontar el reto del problema de la decidibilidad de Hilbert?
Un día, mientras corría junto al río Cam, Turing tuvo su segundo relámpago de
inspiración y comprendió que ninguna de sus máquinas imaginarias podía ser capaz
de distinguir entre los enunciados que tenían demostraciones y los que no las
tenían. Mientras tomaba aliento, yaciendo de espaldas en un prado de los
alrededores de Granchester, Turing comprendió que una idea ya utilizada con éxito
para responder a una pregunta sobre los números racionales se podría aplicar a la
cuestión de la existencia de una máquina capaz de verificar la demostrabilidad.
La idea de Turing se basaba en un descubrimiento asombroso que había hecho en
1873 Georg Cantor, un matemático alemán de Halle: Cantor había descubierto que
existen diversos tipos de infinito. Aunque parezca una proposición extraña, es
realmente posible comparar dos conjuntos infinitos y decir que uno es mayor que el
otro. Cuando Cantor anunció sus conclusiones, hacia 1870, fueron consideradas casi
como heréticas o, en el mejor de los casos, como las divagaciones de un loco. Para
comprender cómo pueden compararse dos infinitos, imaginemos una tribu cuyo
sistema de contar se reduce a «uno, dos, tres, muchos». Los miembros de la tribu
son capaces de decidir quién es el más rico de ellos aunque no puedan indicar el
valor numérico exacto de sus riquezas. Por ejemplo, si los pollos son el signo de
riqueza de un individuo, basta que dos personas emparejen sus pollos: el que agote
antes sus pollos es obviamente el más pobre de los dos. No hace falta ser capaz de
contar los pollos para saber que un grupo es más numeroso que otro.
Explotando esta idea, Cantor demostró que si emparejamos todos los números
enteros con todas las fracciones (como 1/3, 1/4, 1/101) se puede hacer
corresponder a cada fracción un número entero y sólo uno. Parece paradójico, ya
que en apariencia las fracciones son mucho más numerosas que los números
enteros. Y sin embargo Cantor encontró la forma de establecer una correspondencia
exacta entre ambos conjuntos de manera que ninguna de las fracciones quede falta
de compañero. Cantor formuló también una argumentación ingeniosa para
demostrar que, al contrario que en el caso anterior, no hay forma de emparejar
todas las fracciones con todos los números reales, que comprenden, además de los
números enteros y de las fracciones, también los números irracionales como π, y
todos los demás números con una expresión decimal infinita y no periódica. Cantor
demostró que cualquier intento de emparejar las fracciones con los números reales
dejaría fuera de forma inevitable una parte de los números irracionales: había
demostrado la existencia de dos conjuntos infinitos de dimensiones distintas.
Hilbert comprendió que Cantor estaba creando unas matemáticas auténticamente
nuevas. Declaró que las ideas de Cantor sobre los infinitos eran «el producto más
extraordinario del pensamiento matemático, una de las realizaciones más hermosas
de la actividad humana en el dominio de lo puramente inteligible… Nadie nos
expulsará del paraíso que Cantor ha creado para nosotros». Como reconocimiento a
esas ideas pioneras, Hilbert dedicó a una cuestión planteada por Cantor el primero
de su lista de veintitrés problemas: ¿existe un conjunto infinito de números que sea
mayor que el conjunto de las fracciones pero menor que el conjunto de los números
reales?
Fue la demostración de Cantor sobre el hecho de que el conjunto de los números
irracionales es más numeroso que el de las fracciones lo que cruzó como un rayo la
mente de Turing mientras se encontraba tumbado al sol de Cambridge: comprendió
de repente que aquel hecho podía ser utilizado para demostrar que el sueño que
Hilbert había cultivado sobre una máquina capaz de verificar si un enunciado es
demostrable era pura fantasía.
Turing empezó planteando la hipótesis de que una de sus máquinas fuera capaz de
decidir si un enunciado verdadero cualquiera es demostrable. Mediante un elegante
procedimiento, Cantor había demostrado que, de cualquier manera que se
agruparan las fracciones y los números reales, el emparejamiento siempre excluiría
algún número irracional. Turing adoptó esta técnica y la adaptó para producir un
enunciado verdadero «excluido», es decir, un enunciado para el cual su máquina
nunca podría establecer la existencia de una demostración. La belleza del
razonamiento de Cantor venía dada por el hecho de que, si se intentaba modificar la
máquina de manera que incluyera el enunciado faltante, siempre habría otro
enunciado excluido, siempre habría otro enunciado que escaparía al análisis, de la
misma manera que el teorema de incompletitud de Gödel demostraba que la adición
de un nuevo axioma sólo serviría para producir algún nuevo enunciado
indemostrable.
Turing era consciente de lo escurridizo de su argumentación: mientras volvía
corriendo a su apartamento del King’s College, la reexaminó con detalle buscando
los posibles puntos débiles. Había un aspecto que lo preocupaba particularmente:
había demostrado que ninguna de sus máquinas de Turing podía responder al
problema de la decidibilidad de Hilbert. Pero ¿cómo podía tener la certeza de la
inexistencia de otra máquina capaz de dar una respuesta a aquel problema? Ahí
realizó su tercer avance: la idea de una máquina universal. Turing elaboró el
proyecto de una máquina a la que se le proporcionarían las instrucciones necesarias
para que operara como todas las máquinas de Turing o como cualquier otra
máquina potencialmente capaz de responder a la pregunta de Hilbert. Incluso el
cerebro es una máquina que quizá podía discriminar lo demostrable de lo
El propio Babbage se dio cuenta de los inconvenientes de una máquina que sólo
sirviera para el cálculo de los logaritmos: hacia 1830 soñaba con una máquina aún
más ambiciosa, capaz de ejecutar diversas tareas. Se había inspirado en los telares
mecánicos inventados por el francés Jacquard, que se usaban en las fábricas de
tejidos de toda Europa: los obreros especializados habían sido sustituidos por
tarjetas perforadas que, una vez puestas en el telar, controlaban su funcionamiento.
(Algunos han definido aquellas tarjetas como el primer software). Babbage quedó
tan impresionado por el invento de Jacquard que compró el retrato del inventor
francés en seda tejida gracias a una de aquellas tarjetas perforadas. «El telar es
capaz de tejer cualquier dibujo que la imaginación humana sea capaz de concebir»,
afirmó con admiración. Si aquella máquina podía producir cualquier figura, ¿por qué
no podría él construir una máquina en la que insertar una tarjeta para indicarle
cómo efectuar cualquier cálculo matemático? El proyecto de una «máquina
analítica», como Babbage la bautizó, era el precursor de la máquina universal que
concibió Turing.
Fue la hija del poeta lord Byron, Ada Lovelace, quien comprendió el increíble
potencial de programación que suponía la máquina de Babbage. Mientras traducía al
francés un ejemplar del ensayo en el que Babbage había descrito su máquina
analítica, Ada no resistió la tentación de añadir algunas notas personales para
destacar sus virtudes: «Podemos afirmar de manera totalmente apropiada que la
máquina analítica teje motivos algebraicos, de la misma manera en que el telar de
Jacquard teje flores y hojas». Sus anotaciones indicaban muchos programas que la
nueva máquina de Babbage, aunque fuera totalmente teórica y nunca hubiera sido
construida, habría podido ejecutar. Una vez terminada la traducción, sus
anotaciones resultaron tan copiosas que la versión francesa del ensayo resultó tres
veces más extensa que el original inglés. Hoy, Ada Lovelace está considerada
unánimemente como la primera programadora de ordenadores del mundo. En 1852
murió víctima de un cáncer, entre atroces sufrimientos, con sólo treinta y seis años.
Mientras Babbage trabajaba intensamente en sus propios proyectos de máquinas
calculadoras, en Alemania Riemann estaba elaborando sus conceptos matemáticos
abstractos. Ochenta años más tarde, Turing acariciaba esperanzas de poder unificar
ambos temas. Había alcanzado ya gran experiencia estudiando la computabilidad
teórica del teorema de incompletitud de Gödel, que había sido la base de su tesis
doctoral. Ahora tenía que empezar la labor mucho más concreta de construir
físicamente las ruedas dentadas de su máquina zeta. Gracias al apoyo de Hardy y
de Titchmarsh, la Royal Society aprobó su petición de financiación de 40 libras
esterlinas como contribución a la fabricación del invento.
Durante el verano de 1939 la habitación de Turing estuvo repleta de «engranajes
diseminados por el suelo como las piezas de un rompecabezas», escribió su biógrafo
Andrew Hodges. Pero el sueño de Turing de construir una máquina zeta, que uniría
la pasión de los ingleses del siglo XIX por las máquinas con la pasión alemana por la
teoría, estaba destinado a ser bruscamente interrumpido: con el estallido de la
Segunda Guerra Mundial, la floreciente unidad intelectual entre los dos países fue
sustituida por un conflicto armado. Las fuerzas intelectuales británicas se reunieron
en Bletchley Park, y sus mentes pasaron de la búsqueda de los ceros al descifrado
de códigos secretos. El éxito de Turing en la concepción de máquinas para descifrar
el código Enigma debe algo a su aprendizaje en el cálculo de los ceros de la función
zeta de Riemann. Su compleja red de ruedas dentadas superpuestas no desvelaría
el secreto de los números primos, pero los nuevos artilugios que ideó resultaron
increíblemente eficaces para descubrir los movimientos secretos de la maquinaria
militar alemana.
Bletchley Park era una extraña mezcla entre la tradicional torre de marfil del
ambiente académico y el mundo real. Recordaba a un college de Cambridge, con
partidos de cricket jugándose en el prado de delante del edificio. Para Turing y los
demás matemáticos, los mensajes cifrados que llegaban cada día ocuparon el lugar
de los crucigramas del Times que resolvían en la sala de descanso de los colleges:
rompecabezas teóricos, aunque en este caso había vidas que dependían de su
solución. Vista la atmósfera que se respiraba en Bletchley Park, no es extraño que
Turing continuara pensando en matemáticas mientras ofrecía su contribución a la
victoria aliada.
Fue precisamente mientras trabajaba en Bletchley Park que Turing comprendió,
como hizo Babbage un centenar de años antes, que era mucho mejor construir una
única máquina a la que dar las instrucciones necesarias para ejecutar menesteres
diversos que construir una nueva máquina apropiada para cada nuevo problema
que fuera necesario resolver. Aun conociendo este hecho en teoría, todavía tuvo
que aprender en carne propia hasta qué punto era difícil e importante llevarlo a la
práctica. Cuando los alemanes cambiaron los modelos de las máquinas Enigma que
utilizaban, Bletchley Park se sumió en el silencio durante semanas; Turing
comprendió entonces que los descifradores necesitaban una máquina que pudiera
adaptarse de manera que se adecuara a cualquier modificación que los alemanes
decidieran introducir en las suyas.
Tras el fin de la guerra, Turing empezó a examinar la posibilidad de construir una
máquina calculadora universal que pudiera programarse para ejecutar gran
variedad de operaciones. Tras varios años en el Laboratorio Nacional de Física
británico empezó a trabajar con Max Newman en Manchester, en el recién
constituido Laboratorio de Cálculo de la Royal Society. Newman había estado con
Turing en Cambridge durante el desarrollo de la máquina teórica que había hecho
saltar en pedazos la esperanza de Hilbert de idear un algoritmo capaz de decidir si
un enunciado verdadero era demostrable. Ahora Newman y Turing trabajarían
juntos en el proyecto y la construcción de una máquina real.
En Manchester, Turing tuvo la oportunidad de aprovechar las capacidades que había
madurado descifrando códigos en Bletchley, aunque las actividades que había
desplegado durante el período bélico estuvieron cubiertos por el secreto de Estado
durante decenios. Volvió a la idea que lo había obsesionado en los años anteriores a
la guerra: utilizar máquinas para explorar el espacio de Riemann en búsqueda de
contraejemplos de la hipótesis de Riemann, o bien de ceros que estuvieran fuera de
la recta crítica. Pero esta vez, en lugar de construir una máquina cuyas
características físicas reflejaran los aspectos del problema que intentaba resolver,
Turing buscó la manera de crear un programa que pudiera ser ejecutado con la
calculadora universal que él y Newman estaban construyendo con tubos de rayos
catódicos y bobinas magnéticas.
Naturalmente, una máquina teórica funciona suavemente y sin esfuerzo: las
máquinas reales, como Turing había descubierto en Bletchley Park, son mucho más
temperamentales. Pero en 1950 su nuevo artilugio estuvo terminado, funcionando y
a punto para empezar las exploraciones del paisaje zeta. El récord del número de
ceros determinados sobre la recta de Riemann se remontaba a antes de la guerra, y
Segunda Guerra Mundial, con las mismas máquinas que habían descifrado el código
Enigma, los servicios secretos ingleses se oponían a que se hiciera público.
Finalmente el rumor resultó ser eso, nada más que un rumor, y se descubrió que
había sido puesto en circulación por uno de los amigos de Bombieri, que compartía
con él la tendencia italiana a las inocentadas de mal gusto.
A pesar de haberse roto justo después de batir el récord de ceros establecido antes
de la guerra, la máquina de Turing supuso el primer paso de una era en la que el
ordenador tomaría el lugar de la mente humana en la exploración del espacio de
Riemann. Faltaba aún bastante para desarrollar los «vehículos teledirigidos»
adaptados para su exploración eficiente, pero pronto estos vehículos sin conductor
serían enviados cada vez más al norte a lo largo de la recta mágica de Riemann, y
nos darían un número cada vez mayor de pruebas —aunque no una demostración
definitiva— de que, a diferencia de lo que creía Turing, Riemann había acertado.
Pero, aunque las máquinas reales de Turing tuvieron efectos concretos sobre la
hipótesis de Riemann, sus ideas abstractas terminarían contribuyendo a un giro
inesperado en la historia de los números primos: el descubrimiento de una ecuación
capaz de generarlos todos. Turing no habría podido imaginar jamás que esta
ecuación emergería de la devastación a la que Gödel y él mismo habían reducido el
programa con el que Hilbert pretendía dotar a las matemáticas de sólidas bases.