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ELOY ALFARO

Y
Sus Victimarios

(Apuntes para la historia Ecuatoriana)

Por
José Peralta


 
P R E F A C I O

Una de las finalidades fundamentales de la Fundación Internacional Eloy Alfaro


comienza a ser satisfecha mediante la edición, bajo sus auspicios, de la obra que
escribió el Doctor José Peralta acerca de negocios públicos de la República del Ecuador
en cuyos avatares participó intensa y heroicamente el Viejo Luchador. Estas páginas
están llamadas a hacer luz en torno a los esfuerzos transformativos concebidos,
propugnados y dirigidos por el General Alfaro. He aquí, en la difusión de la gran labor
intelectual del Doctor Peralta, una vía eficaz para expandir el conocimiento de los
ideales y empeños por los cuales se movió y llegó al sacrificio extremo el ilustre
caudillo liberal del Ecuador.

La obra literaria del Doctor Peralta que ahora ve la luz pública está avalorada por la
altísima calidad del insigne autor en lo político y lo moral. La FIEA se honra
divulgando bellas y trascendentales páginas que hablan de un proceso histórico
inseparable del destino de América. El Doctor Peralta fue colaborador del General
Eloy Alfaro en horas cruciales para la República del Ecuador. Su palabra, llena de
saber y pulcritud, es fiel expresión de verdades de la mayor importancia para todos los
hombres libres del Hemisferio Occidental.

Fundación internacional Eloy Alfaro


Emeterio S. Santovenia
Presidente


 
P R O L O G O

No debe escribirse la Historia en el calor de las pasiones desbordadas, en cuyo


torbellino suele extraviarse el criterio más sereno y recto. El historiador ha de revestirse
del augusto carácter de juez, inaccesible a las sugestiones de la amistad o el odio,
superior a todos los intereses de partido y sordo a los rumores de las muchedumbres; y
por lo mismo, debe estudiar detenidamente el pro y el contra en toda cuestión, examinar
los documentos de acusación y defensa, para la credibilidad de los testigos, analizar con
severidad y calma las revelaciones mismas del tiempo, para poder aceptar únicamente
lo verdadero.

El historiador habla a la posteridad; y su voz no ha de dejarse oír sino en defensa de la


justicia, y narrando hechos estrictamente ciertos: quien falta a este sagrado deber,
prevarica y se hace reo de traición y engaño a la humanidad.

Por esto es que la historia es obra propia de las generaciones posteriores a la que
presenció los hechos narrados: cuando las pasiones se han apagado, cuando la grita de
los partidos contendiente se ha perdido, cuando la antorcha de la muerte ilumina aun las
mayores tenebrosidades de la vida de los grandes actores en los dramas humanos, sólo
entonces habla claramente la verdad y se deja ver desnuda, como el arte griego la
representaba.

He aquí por que me limito a escribir estos ligeras apuntes sobre la horrorosa
tragedia del 28 de Enero de 1912; valiéndome únicamente de los datos oficiales hasta
hoy publicados, y de aseveraciones de testigos que no han podido ser contradichos de
manera alguna por los defensores de los asesinos. Después vendrán otras pruebas que
sabrá valorizar debidamente el historiador, para pronunciar el definitivo fallo; porque
abrigo la convicción de que el tiempo pondrá muy pronto en claro la tenebrosa
maquinación de Enero, y denunciará a todos los criminales y sus fautores, determinando
el grado de responsabilidad de cada uno. Nada queda secreto en la vida de los hombres
y de los pueblos; y, más o menos tarde, la inexorable justicia — que no es sino la
manifestación de la conciencia humana, la encarnación de la moral pública — cae sobre
el culpado y lo presenta a la maldición universal, atado a la picota de la ignominia,
para escarmiento de malvados y saludable horror de las generaciones venideras.

Téngase, pues, éstas apuntaciones como folios del gran proceso histórico sobre la
victimación alevosa y bárbara de uno de los ecuatorianos más ilustres; proceso que —
no porque demore su tramitación — dejará de terminar con una sentencia condenatoria,
de los que fueron capaces de infamar a la República con crimen tan monstruoso y
salvaje.

J. PERALTA
Lima 1918


 
Les massacres de prisonniers, qui ont eu lieu a diverses
époques de notre histoire, et qui ont été quelquefois attri-
bués a une explosión de la furcur populaire, ont été, en
réalité, voulus, preparés par des meneurs politiques. Les
massacres de Septembre ont été premedites, proposés
dans plusieurs sections, voulus par Danton, acceptés par
Robes – Pierre…….

LOUIS PROAL, "La Criminalité Politique".

CAPITULO I

ANTECEDENTES

Caamaño fue la causa de la caída del Presidente Cordero, hombre probo y de mérito,
pero, sencillo y sin versación alguna en los negocios públicos, sin carácter ni energías
cívicas; hombre que, por su propio bien y el de la patria, no debió salir de sus literarias
ocupaciones.
El vergonzoso alquilamiento de la Bandera Nacional para el traspaso de una
nave chilena a un imperio beligerante, agotó la paciencia de los ecuatorianos, y el
partido conservador se vino a tierra, bajo la enorme carga de sus iniquidades.
Las revoluciones no las hacen jamás los hombres, sino los acontecimientos: son
la consecuencia ineludible de antecedentes, que nunca quedan estériles.
Los caudillos, por prestigiosos que sean, cuando esos antecedentes no existen,
apenas promueven motines de cuartel, convulsiones de la plebe, transformaciones de
conveniencia personal; y, por tanto, efímeras, y siempre seguidas de formidables
reacciones, que se traducen en ruina y devastación para los países.
Pero esas revoluciones que cambian la faz do los pueblos, que destruyen el
edificio antiguo y lo reconstruyen con materiales y sobre planos modernos y sapientes,
que redimen y salvan a las naciones, son fruto exclusivo de premisas históricas y
sociales, de elementos de transformación lentamente acumulados por los mismos
gobiernos que, en su caducidad, caminan a la ruina, de tropelía en tropelía, de crimen en
crimen, como arrastrados al abismo por la fatalidad. A esta clase de revoluciones,
redentoras pertenece la del 5 de Junio de 1895; fecha gloriosa que constituye, el punto
inicial de la organización del régimen liberal en el Ecuador.

El partido conservador se había hecho insoportable, y cayó tal vez para no


levantarse jamás; pues sus constantes tentativas de reacción si sangrientas, le han
resultado siempre estériles. Y aunque volviera a escalar el poder, se vería en la precisión
de entrar en transacciones con la civilización y el progreso; y no sería ya, por el mismo
caso, el bando obscurantista y sanguinario, intolerante y opresor, fanático y monacal
que creó y organizó García Moreno.


 
La revolución de Junio destruyó el sistema garciano, hizo saborear al pueblo las
dulzuras de la libertad, acostumbrólo a ser soberano de sus destinos; y ya no es posible
que vuelva a sus antiguos hierros, que reconozca otra vez a sus derrumbados tiranos.
El Partido Liberal ascendió al poder por la fuerza de los acontecimientos y la
voluntad de las mayorías. Nada pudieron contra este impulso irresistible, ni el furor de
las turbas fanáticas, ni la guerrera actividad de la clerecía, ni los esfuerzos
sobrehumanos de los caudillos conservadores que no retrocedieron ante ningún medio
de sostener sus granjerías, por más que tuviesen que pasar por sobre la moral y por
sobre la honra de la patria.
Eloy Alfaro fue llamado a dirigir la obra de la regeneración ecuatoriana; pero
ésta era una labor propia de titanes y de muy largo tiempo, porque el monaquismo y la
servidumbre se habían encarnado, por decirlo así, en las masas populares, y no era fácil
obrar rápidamente en la conciencia de una generación encariñada con la esclavitud e
idólatra de las doctrinas monásticas.
Por otra parte, inexperto el partido liberal en los diversos y complicados ramos
de la administración, hubo de tropezar no pocas veces; y cometió errores que justamente
anotará la historia. Sin embargo, el gobierno presidido por Alfaro, emprendió
resueltamente el camino de las reformas; y, con el fusil al brazo en medio del humo de
los combates, continuó adelante, venciendo todos los obstáculos que se oponían a su
paso. Yo mismo he trazado a grandes rasgos, las reformas realizadas por el General
Alfaro, en un opúsculo que publiqué en 1911, con el título “El Régimen conservador y
el Régimen liberal juzgados por sus obras” y aquí no haré mención sino de las más
trascendentales, de las que le han dado nueva existencia al pueblo ecuatoriano.
El clericalismo era el cáncer de la sociedad y lo había envenenado todo:
gobierno, leyes, justicia, ciencias, escuelas, talleres, familia, conciencia individual y
conciencia pública, todo estaba modelado, desfigurado, contrahecho por el espíritu
monacal. La República del SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS estaba regida por una
teocracia absurda, asfixiante, que se salía aún del marco que, según el Conde de
Maistre, debe contener a un Estado Católico ultramontano; y nada, absolutamente nada,
habría podido echar de menos el más exigente de los obispos de la Edad Media, en este
feudo de la Santa Sed.
El Presidente de la Nación no era sino a manera de vicario del romano pontífice:
la soberanía ecuatoriana, no existía en realidad; y hasta las leyes del Estado quedaban
sin valar ni efecto, si contradecían en algo a los cánones y a las doctrinas de la Iglesia.
El Ecuador no era una nación, digámoslo así, sino una mera cofradía, dirigida por
señores espirituales y despóticos; una autocracia mística, que no reconocía más ley
fundamental que el Syllubus, ni más regla de gobierno que la arbitraria voluntad del
amo.
La santa, alianza del altar y del trono, para mantener sumisos a los pueblos
prestándose mutuo apoyo las dos tiranías, la temporal y la eclesiástica; esa alianza
nefanda que ha retardado el perfeccionamiento humano por decenas de siglos,
mantúvose inalterable y estrecha por largos años en la República del Sagrado Corazón;
y produjo todos los amargos frutos que siempre ha dado de sí, en todos los países
dominados por ella.


 
De consiguiente, debía comenzar por la extirpación de aquel cáncer; y el
gobierno liberal, ataco con decisión y energía la enfermedad mortal que aquejaba a la
República.
Emancipó la conciencia de los ecuatorianos, estableciendo la libertad de cultos,
la libertad de imprenta y la libertad de palabra; suspendió el Concordato y desconoció la
supremacía del Syllabus sobre las leyes de la nación; derogó las contribuciones
eclesiásticas y los decretos cuasi canónicos que hacían del Ecuador un feudo papal;
secularizó la enseñanza y abrió las puertas a la libre importación de libros para la
difusión de la ciencia moderna; privó al sacerdocio de su despótico poder y avasalladora
injerencia en los negocios públicos; prohibió la inmigración de comunidades religiosas
y despojó de las prelacías a los sacerdotes extranjeros que tiranizaban a los del país;
declaró bienes nacionales a los llamados de manos muertas, adjudicándolos a la
beneficencia pública; estableció el matrimonio civil y el divorcio; dictó leyes
protectoras en favor de la raza india y del proletario; limitó, en fin, hasta donde se pudo,
la intromisión monástica en el manejo de los asuntos del Estado, vedando que los
ministros del altar desempeñasen cargos oficiales.
Sin embargo, como verdadero liberal, Alfaro era tolerante y conciliador; no
entró jamás en su mente el violentar la conciencia ultramontana; y, salvas las reformas
indispensables y de vital importancia para la República, manifestóse dispuesto a toda
concesión razonable y justa en favor del bando político que enfáticamente se daba, el
nombre de católico.
Pero toda tentativa de conciliación, todo proyecto de modus vivendi, todo
llamamiento a la concordia y a la paz, escollaron en el fanatismo y terquedad del clero y
sus adeptos. La Cancillería pontificia misma mostróse por demás inmoderada: la
diplomacia eclesiástica — que cede siempre ante el poderoso— se agiganta y torna
intransigente con los débiles; y por impotentes y desvalidos nos tenía el Papa a los que
en el Ecuador militábamos bajo la bandera liberal. Olvidaba e1 sabio Pontífice que los
pueblos modernos perecen, antes que ir a Canosa; y el partido radical ecuatoriano
prefirió la lucha sangrienta a la humillación delante de la clerecía, al vergonzoso
retroceso en el terreno de sus nobles y trascendentales conquistas.
Fracasada toda manera de avenimiento justo, Alfaro avanzó, impertérrito en la
senda de las reformas; y, de etapa en etapa, llegó a la separación absoluta de la Iglesia y
el Estado.
El furor del clericalismo no reconoció diques; y dosbordóse a la manera de un
torrente de lava ígnea que incendió toda la República. Los obispos anatematizaron todas
las mencionadas reformas, calificándolas de impías y heréticas, de atentados
monstruosos contra la religión y la Divinidad misma; y en Cartas pastorales y
exhortaciones al pueblo, señalaban al Presidente y a sus Ministros, a los Legisladores y
demás liberales, como forajidos que se debía combatir sin tregua, en defensa de la
heredad del Señor.
Los predicadores proclamaron la guerra santa; y algunos de ellos llegaron a
sostener sin ambages la santidad del asesinato de los herejes, comparable a las hazañas
de esos santos homicidas que libertaron al pueblo de Israel, inspirados por el mismo
Jehová.


 
Hasta las monjas contribuyeron con sus caudales para la guerra fratricida; y se
colocaron públicamente en los mercados de los pueblos colombianos fronterizos, vasos
sagrados, candeleros de plata, capas de oro, casullas, etc., a fin de acumular fondos para
el enganche de los soldados de la fe, a los que iba a reclutar el fanatismo al otro lado del
Carchi, entre esas como hordas hambreadas que la frailería de Pasto no cesó de lanzar
sobre el Ecuador, por más de cinco años.

El obispo de Portoviejo llegó al extremo de olvidar su misión de paz, y empuñó


la tizona, homicida, dando ejemplo a los cruzados que guiaba, aun en el incendio de
poblaciones indefensas; y el, obispo Moreno, de Pasto, y los capuchinos expulsados del
Ecuador, encargáronse - de organizar y disciplinar a los sanfedistas, que por tantas
veces sucumbieron bajo las _armas del ejército liberal, en campos que han adquirido
siniestro renombre por los torrentes de sangre derramada.
Cada templo era un antro de conspiración; cada fraile, un reclutador infatigable
de cruzados; cada pulpito, una tribuna al servicio de esa demagogia eclesiástica, de esa
antropofagia mística e implacable; cada congregante, un atizador del incendio, un espía
habilísimo; cada párroco, un cuestor activo de contribuciones piadosas y destinadas a
dar pábulo a ese insano frenesí de sangre.
Jamás ha despertado el fanatismo con mayor fiereza en nuestro desventurado
país, ni cometido tan enormes iniquidades como en aquellos luctuosos tiempos: la
historia de lucha tan impía y sangrienta sobrepuja en horror y en crímenes, aun a las
escenas de canibalismo de las guerras coloniales.
Y no había un solo devoto que no soplase en la hoguera, así como transformado
en verdadero energúmeno, en ser ajeno del todo a los más sagrados sentimientos de
humanidad: hasta hubo mujeres que, despojándose de su natural dulzura y
mansedumbre; trocáronse en furias, al extremo de rematar sin compasión, y en honra y
gloria de Dios, a los indefensos liberales heridos, que hallaban en los campos de batalla.
La hueste católica no proclamaba otro derecho ni otra regla de conducta, que la
brutalidad de Breno: ser vencido valía tanto como ser destinado al martirio.
Fue una guerra tenaz y prolongada; guerra cuyo sustento era el odio más feroz e
insaciable, ese odio que sólo nace y se alberga en el corazón de la frailería y de sus
secuaces.
Vencida la cruzada en todas partes, vióse el clericalismo reducido a la
impotencia militar; pero no cejó en su aborrecimiento de muerte al Reformador, ni en
sus maquinaciones contra la libertad ecuatoriana.
Las victorias mismas de las armas radicales encruelecieron y envenenaron el
rencor del bando ultramontano; y Alfaro y sus principales colaboradores fueron
condenados a la difamación y a la muerte, como ateos y tiranos. La doctrina jesuítica
sobre la legitimidad del tiranicidio, se puso en boga; y fue públicamente enseñada en las
aulas, propalada en los pulpitos, y hasta inculcada en los confesionarios.
Así, muy Juego, para la ciega intolerancia del vulgo, dar la muerte al General
Alfaro y a sus compañeros de labor, llegó a equipararse a un acto de sublime heroísmo,
a una como manifestación de virtud y santo celo por la fe de Cristo. Partirles el corazón
de una puñalada, era agradar a Dios y conquistar el cielo.


 
Y hubo muchas conjuraciones abortadas, muchos brazos levantados para herir, y
que no dieron el golpe sólo por circunstancias ajenas a la voluntad del asesino.
Dada la ceguedad y violencia de las pasiones del conservadorismo fanático, era
lógico e inevitable semejante actitud contra el demoledor de la tiranía hierática, que por
tan largos años había pesado sobre la República. Cada golpe de piqueta del egregio
Caudillo abría una brecha en los más caros intereses de la clase dominadora de la
nación, cada trozo del viejo edificio que se venía a tierra, arrastraba consigo los
privilegios, los honores y granjerías de nuestros amos: ¿podrían estos perdonarle al
invasor de sus dominios, al audaz extirpador de su poderío, al implacable adversario de
la teocrática opresión, que esa como casta de señores, ejercía sobre los embrutecidos
pueblos?
Porque ya lo he dicho, en ningún hispano-americano se han mantenido más
firmes e intangibles los prejuicios medievales, como en el Ecuador: nada han podido
contra ellos ni las glorias y esplendores de la guerra magna con España, ni los luengos
años de vida independiente que ya contamos, ni los adelantos del mundo moderno, ni
los esfuerzos gigantescos de los patriotas ecuatorianos que, de tiempo en tiempo, han
alzado bandera por la civilización y caído algunos en tan santa brega, como mártires por
redimirnos.
Cuando Alfaro se puso al frente de la generación ecuatoriana, toda la andamiada
colonial hallábase todavía en píe: el pueblo esclavizado, sumido en la miseria y en la
más crasa ignorancia, arrastrándose a los pies de una como aristocracia de sacristía, que
se alimentaba, apoyada en divinos derechos, con los sudores y la sangre de las
fanatizadas muchedumbres; la sociedad dividida, por lo mismo, en siervos y señores, en
explotados y explotantes, en privilegiados y en irredimibles ilotas. El clero y los
monjes, los devotos y los hipócritas, componían la clase predestinada a la absoluta
dominación: el usufructo del rebaño les pertenecía por ley de Dios: para ellos,
exclusivamente, no sólo los vellones, sino las carnes y la grasa de las humanas reses,
sobre las que mantenían extendida, con descaro y de la manera más irritante, la
sangrienta y enrojecida garra. El gobierno, en todos los ramos de la administración,
propiedad suya; y, de consiguiente, el pueblo inteligente y trabajador, pero desheredado,
jamás halló francas las puertas de la vida pública, ni pudo servir a la patria de otro modo
que corrompiéndose en los cuarteles, muriendo sin motivo ni gloria en los campos de
fratricidas contiendas, a donde lo arrastraba muy frecuentemente la ambición torpe y
menguada de sus tiranos.
Los Congresos no eran sino cónclaves eclesiásticos únicamente los obispos, los
clérigos, los católicos probados, los jesuitas de sotana corta, podían representar los
derechos del pueblo y darnos leyes; a sólo les estaba encomendado manejar la
República y encauzar su marcha hacia el porvenir. De igual manera, los municipios,
patrimonio de aquella sagrada casta, contra la cual no era lícito levantar ni la mirada,
menos la voz para reprocharle semejante tiranía. El sillón presidencial, las poltronas
del gabinete, las gobernaciones de provincia, las jefaturas de catón, hasta las tendencias
parroquiales, eran peculio exclusivo, no de los méritos y el patriotismo, sino del linaje
de Rodin y de Tartufo.


 
¿Quién fue jamás vocal de las cortes de justicia, ni alcalde cantonal, ni acusador
público, ni tesorero, ni alguacil, ni siquiera portero de una oficina de gobierno, sin
certificado auténtico de ortodoxia, sin ir cargado de camándulas, y reliquia, sin ser
miembro de una congregación religiosa, en fin, sin pertenecer de algún modo a la clase
privilegiada y ultramontana? Hasta los militares, para mantenerse en servicio y tener
piltrafa, habían de ostentar escapulario y rosario, a vueltas con los entorchados; y
reconocer y sostener con la espada el derecho divino de los usufructuarios del Ecuador.
En cuanto a los colegios y universidades, liceos y escuelas, nada hay que decir:
el loyolismo se había encargado de perpetuar la dominación conservadora, mediante la
formación hábil y prodigiosa de sucesivas generaciones de parias, de multitudes
abyectas y sin vista, de tina sociedad sui géneris, supersticiosa y fanática, adecuada
para base y defensa del omnímodo poder sacerdotal.
¿Qué inteligencia modernamente nutrida había de irradiar en esos tenebrosos albergues
de murciélago?
Tan absurda era la doctrina que recibíamos en los colegios, que después —
cuando hemos podido adquirir conocimientos en las ciencias modernas —, hace
apoderado de nuestra alma verdadera indignación contra los maestros traidores que, por
obedecer una consigna criminal, malgastaron nuestros mejores años en extraviarnos la
mente y atrofiarnos el cerebro con una enseñanza propia de la Edad Media.
Las rentas públicas, los empleos y los honores, todas las funciones
administrativas de la nación, eran, pues, mina explotada únicamente por los llamados
católicos; y, como si dijéramos de adehala, quedábanles aún otros muchos filones
sociales que les rendían pingües e inagotables ganancias. Los legados píos, los
fideicomisos cuantiosos y secretos, los albaceazgos bien remunerados, los depósitos
considerables, las sindicaturas eclesiásticas, la presidencia o tesorería de las
congregaciones, etc., constituían los extras de sus ingresos; y para lograrlos, no tenían
sino que asistir a misa mayor, puestos los brazos en cruz, besar humildemente la tierra
en presencia de las turbas crédulas, aporrearse el pecho en las funciones de iglesia,
ahitarse de agua bendita, exhibirse en las procesiones con el estandarte y cubiertos de
cintajos y medallas piadosas, distinguirse, en fin, por el odio más frenético a todo lo que
signifique libertad, civilización y progreso.
En este ideal reino de Jesucristo pelechaban todos los de la clase privilegiada:
los seglares no se limitaban al monopolio do la administración nacional y municipal,
sino que iban a la parte con los eclesiásticos en las exacciones propiamente
religiosas. Arrendaban los diezmos y las primicias; y con el título de asentistas de tan
sagradas contribuciones, extorsionaban a los agricultores de la manera más inhumana
y bárbara, tanto que los nombres de diezmero y primiciero, suenan todavía con
espanto a los oídos de los infelices campesinos.
La mayor parte de los curas párrocos saqueaban a sus feligreses, en nombre de
los impíos y ultrajantes derechos parroquiales: ni el dolor de la viuda, ni el llanto de los
huérfanos, ni la miseria ostensible de aquel hogar enlutado, suavizaban el corazón de
esos desapiadados pastores: la contribución sobre la muerte no se condenaba jamás,
aunque hubiera de venderse a un hijo del difunto para pagarla.


 
La aza india era la peor librada en ese engullir constante de los ogros de
sacristía: las fiestas inventadas por el clero, hacían indispensable el concertaje para
satisfacer la superstición y el fanatismo de los desgraciados descendientes de Atahualpa;
superstición que los sacerdotes fomentaban con habilidad suma para explotarlos a más y
mejor y a sus anchas. Y los terratenientes católicos — que se perecían por aumentar el
número de sus esclavos— apresurábanse a pagar el precio de aquella esclavitud inicua,
a fin de que el cura no tardara en percibir él fruto de sus sacrilegios inventos.
De esta manera, la superstición cedía en beneficio del bando dominante; el
sacerdote rellanaba la hucha y el tartufo gamonal adquiría, a vil precio, nuevos y nuevos
siervos; y se perpetuaba así el sistema de esclavitud colonial, en nombre de la iglesia y
por el ministerio de sus sagrados ministros.
El concierto pasaba a la categoría de cosa: su amo le reducía a la miseria, le
arrebataba hasta la mujer y los hijos, le flagelaba sin conmiseración, lo empleaba en las
faenas más penosas, teníale casi siempre medio desnudo y atormentado por el hambre,
lo consideraba inferior a las mismas bestias, y no le daba por libre ni después de muerto;
puesto que las obligaciones del desventurado siervo pasaban, como herencia fatal, a sus
inocentes hijos. Pero el esclavo había cumplido la imposición del cura: pagó el culto dé
san.......cualquiera, llevó un guión de hojalata por una hora escasa en la procesión de su
pueblecillo, se emborrachó estrepitosamente en su categoría de prioste; y a trueque de
este acto de religiosidad y catolicismo aceptó la más horrorosa esclavitud para el resto
de su vida, y aun para su desgraciada descendencia . . . . !
El artesano tampoco trabajaba exclusivamente para su familia: la reservada
alcancía iba rellenándose con, sus sudores, en forma de pequeñas monedas; y ese oculto
caudal arrebatado a sus hijos, era para la fiesta del Corpus Christi, de la Virgen del
Carmen, de San Tadeo u otro bienaventurado, de las almas del purgatorio, etc.; es decir,
para el clero, exactor insaciable y sin entrañas. El Ecuador era una colmena: los
zánganos en todas partes, son zánganos, pero en la República del Sagrado Corazón de
Jesús, vestían cogulla y aún iban de capa de coro, bien repletos con el sudor del pueblo,
y todavía bendecidos y aclamados por sus víctimas ....
Al faro tomó de su cuenta limpiar esta tierra do langostas tonsuradas y
sanguijuelas místicas: e hirió por fuerza todos los intereses del clero explotador y
fanático, todas las ambiciones y granjerías de los Tartufos y Rodines que nos chupaban
hasta la medula de los huesos, todos los privilegios y exclusivismos de esta como casta
sagrada, que alegaba el derecho divino de gobernarnos y, por lo mismo, se concitó el
odio implacable, el rencor frenético, 1a venganza más negra y furibunda de lodos los
explotadores de la necia credulidad de los ecuatorianos.
¿Qué raro que el partido clerical le hubiese movido guerra perenne y conspirado
contra su vida muchas veces? ¿Qué admirable que la clase desposeída hubiera resuelto
llevar hasta los últimos términos la venganza contra su vencedor y despojante, contra el
que había derruido el viejo edificio social y reducido a la nada, el intangible poder del
clericalismo?
Y no se nos arguya que hay muchos sacerdotes apostólicos y conservadores
honorables y virtuosos, incapaces de estás pasiones de caníbal, refractarios a los
salvajes desbordamientos del rencor, condenadores inflexibles de todo crimen atroz y de

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todo atentado contra la humanidad: por fortuna, y para honra de nuestra especie, es muy
cierto que hay tan laudables y numerosas excepciones; pero ella; no bastan para,
exculpar al partido y salvarlo de las tremendas responsabilidades que le abruman. Un
genial escritor colombiano decía que los conservadores proceden al contrarío de los
toros, que en manada son mansos, y embisten separados: los conservadores en junta, la
cornada que dan es de muerte. Y Juan de Dios Restrepo tiene razón: en realidad de
verdad, hay conservadores que individualmente rechazarían con horror toda
participación en un crimen; pero la colectividad está desposeída de conciencia; es cruel
y vengativa, sanguinaria e implacable. El sistema político conservador es el más
inhumano y bárbaro. La doctrina clerical es la que consagra el fanatismo, glorifica el
patíbulo y prescribe la hoguera para defender sus dogmas absurdos y terrales intereses.
Y la colectividad conservadora es la encarnación de esa doctrina de impiedad, de ese
sistema de terror y exterminio inexorables; y se muestra, por lo mismo, fríamente cruel,
con la impasibilidad de la cuchilla del verdugo, con la intransigencia de toda doctrina
revelada por la divinidad, con el inflexible rigor y violencia ciega de todo sistema de
tiranía que se ve amenazado en su existencia.
La terquedad y la barbarie del conservadorismo ecuatoriano han sido funesta
herencia del despotismo colonial: como los conquistadores de América, hacen
dimanar sus prerrogativas y poderío, de la voluntad del cielo; y establecen íntima
relación, unión perfecta, solidaridad perpetua entre los intereses religiosos y sus
propias desenfrenadas concupiscencias, entre la fe de Cristo y la tiranía clerical, entre la
causa de Dios y las detestables acciones de los ministros del altar. Antes perecer
que ceder, es su divisa; y todo el que vuelve por la verdad, todo el que se declara
contra la superstición y el fanatismo, todo el que invoca la libertad del espíritu y la
autonomía de la conciencia, todo el que se esfuerza en sacudir el yugo hierático, es
para el conservadurismo un ateo execrable, un criminal digno de muerte espantosa y
ejemplo rizadora, un precito irremisiblemente destinado al fuego eterno.
Anatema contra el escritor que se atreve a difundir las claridades de la ciencia;
anatema contra el político que se duele de los males de la República y arrima el hombro
a la redención del esclavizado pueblo; anatema al reformador social y emancipador de
la conciencia de las multitudes; anatema y persecución sin misericordia, odio
inextinguible y eterna venganza para los impíos que — invocando los fueros de la
humanidad— osan extender la sacrílega mano a ese feudalismo político religioso
fundado por la alianza del sacerdote y los tiranos!
Y el conservadurismo ni olvida, ni transige, ni perdona: tan extremados sus
prejuicios y arraigadas sus ambiciones, que se revuelve furibundo hasta contra sus
propios ídolos, si éstos llegan a dar alguna muestra de acatamiento a los derechos de la
humanidad. Pío IX fue mal mirado por la secta cuando puso la planta en la senda de las
reformas; y no se reconcilió con ella, sino mediante el brusco retroceso al sistema de
Gregorio VII, a los métodos de intolerancia y anatema, al tradicional procedimiento de
los sacerdotes enemigos de la libertad y el progreso, y la programación del Syllabus,
lápida funeraria del espíritu humano.
El mismo Fernando VII —tipo del tirano fementido y cruel— fue reputado
como monstruo de impiedad por el clericalismo, únicamente porque, a más no poder,

11 
 
consintió en el restablecimiento de la Constitución de 1813; y los católicos mexicanos
justificaron con ello su rebelión contra él muy amado soberano por la gracia de Dios,
y lo sustituyeron con Iturbide que les ofreció dar en tierra con toda idea de Constitución
y democracia.
En el Ecuador, Flores Jijón y Cordero se concitaron el odio y el furor de los
clericales, únicamente por su moderación y respeto a la libertad de imprenta: tolerar
la discusión libre, la propaganda de doctrinas modernas, la difusión de conocimientos
filosóficos y políticos, fue el gran crimen, la imperdonable traición de aquellos
magistrados, a los ojos de la clerecía, para quien no hay autoridad humana, buena y
santa sin el hacha y el látigo de García Moreno, egregio fundador de la República del
Sagrado Corazón de Jesús.
Nadie se admire, pues, de los odios que el General Alfaro y sus colaboradores
despertaron entre las turbas fanatizadas por los usufructuarios de la nación, ni de los
horrores cometido o impulsos de aquella sed de venganza y exterminio que constituía
el tormento y la fuerza de los adversarios del liberalismo. Alfaro hirió a la hidra
sagrada en el corazón, la encadenó, le arrebató su presa, la incapacitó para continuar en
su tarea devastadora y sangrienta; y, natural y lógico, que el reptil herido mordiese la
mano que lo estrangulaba, y que su inmunda progenie se lanzara furibunda contra el
libertador de los dos millones de víctimas destinadas a servir de alimento a tan venenosa
y voraz nidada.
Y Alfaro se sacrificó a sabiendas de lo que le aguardaba: la historia le advertía el
fin y término de todos los reformadores de la sociedad, de todos los apóstoles y
libertadores de los pueblos: pero, arrebatado por un grandioso ideal, lanzóse a la arena
con la fe y el ardor propios de los mártires.
¿Alegan que Alfaro tuvo defectos? ¿Y quién es perfecto en el linaje humano?
Pero la misión de este Varón extraordinario no la puede negar nadie, pues lleva el sello
de lo providencial y grandioso. Las almas grandes —dice La Rochefoucauld— no son
aquellas que tienen menos pasiones y más virtudes que las comunes, sino las que
abrigan más vastos designios.
¿Y quién puede poner en duda la magnitud y brillantez, la trascendencia y
bondad de las empresas de Eloy Alfaro?
Redimir a un pueblo, romper sus cadenas y restituirle a la vida, aniquilar
una raza de tiranos y tornar imposible la resurrección de la tiranía hierática, desgarrar el
velo de la noche, y hacer que los rayos del sol inunden la mente de las muchedumbres,
luchar heroicamente hasta conseguirlo, llevar una vida de sacrificio, de entereza y
tesón, sin ejemplo entre nosotros, y caer al final de la jornada como mártir, ¿no es
haberse conquistado la Inmortalidad?
Fue vencida la teocracia; pero la doctrina que los jesuitas depositaron en el
corazón de los fanáticos, como simiente venenosa en tierra fecunda, se conservó allí
pronta a germinar con el primer rocío de sangre, al primer calor de las contiendas
civiles, al primer hálito de una tempestad política.
Esos gérmenes de crimen, sembrados por los ministros de los dioses en el alma
de pueblos esclavizados y rudos, jamás han quedado sin brotar vigorosos y desarrollarse
al llegar la ocasión favorable; y el clericalismo ecuatoriano puede también ufanarse de

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que sus disociadoras e inmorales doctrinas alcanzaron fatalmente a producir hechos de
tal negrura, que serán una mancha indeleble en la historia ecuatoriana.
El fanatismo religioso había resuelto sacrificar al Reformador; pero hasta que
llegara la tan deseada noche de San Bartolomé, dióse a la inicua labor de sepultar, bajo
de olas y olas de cieno, la buena fama de los liberales y de su ilustre Caudillo. La prensa
clerical vomitó sin descanso toda clase de improperios y calumnias contra los
principales sostenedores del liberalismo; y a semejante corriente de inmundicias,
denominaban los frailes y los clérigos, defensa de la religión y de la iglesia…!
No hubo falta oculta de las familias, ni pecado olvidado entre las cenizas de los
sepulcros, ni defecto individual ignorado, que no lo abultasen y ennegreciesen los
apologistas del catolicismo, divulgándolos a son de trompetas, con escándalo y
procacidad verdaderamente criminales, y como lícito medio de sostener la doctrina de
Jesús, es decir, la caridad, la mansedumbre, el perdón, el amor aun a los enemigos;
bases de diamante de la religión que nos legó el Mártir del Calvario…!
Y los conventos de frailes y de monjas erogaban fuertes sumas para costear
tan inmundos libelos: y los curas párrocos y los congregantes tenían obligación de
suscribirse a las denigrantes y calumniadoras publicaciones contra los liberales; y los
devotos andaban a caza de materiales para la difamación, tomo espías expertos y
activos; y los prelados mismos aprobaban el uso de armas tan protervas y ruines contra
los regeneradores del país. Hasta González Suárez, cuando Secretario del Arzobispado,
sostuvo con insistencia y demasiado calor la doctrina inmoral y anticristiana, de que es
lícito desacreditar cuanto se pueda a los enemigos de la religión, a fin de hacerlos
odiosos y evitar así que el pueblo siga las perniciosas lecciones de esos propagadores
del error . . .
Y hubo Seminario conciliar que se convirtió en fragua de Pasquino: los
anónimos más inmundos y pornográficos, las diatribas más obscenas y repugnantes,
eran obra de sacerdotes infames y cobardes, que asesinaban la honra del prójimo en
medio de las tinieblas y a mansalva; de sacerdotes que traicionaban su misión santa,
pues lejos de cultivar evangélicamente el corazón de los levitas cuencanos, los
depravaban y degradaban, transformándolos en miserables aclumniantes y viles
instrumentos de pasiones rastreras ¿Cómo habían de ascender limpios y puros los
escalones del altar, esos jóvenes amaestrados en la difamación y el odio, envenenados
por la venganza y el furor religioso, familiarizados con las pinturas más lúbricamente
sugestivas, y con un vocabulario propio sólo de los más abyectos prostíbulos? El
canónigo Alvarado, en un arrebato de ira contra sus colegas, denunció que en el
Seminario de Cuenca se imprimían tan abominables libelos ...
Y la clase devota, las beatas y las milagreras, aun las inexpertas doncellas que se
dejan arrastrar por la pasión religiosa, los jovenzuelos reclinados por los fanatizadores
para los círculos piadosos y católicos, atosigábanse el alma con la diaria lectura de
aquellas obscenidades; y lo hacían con la conciencia tranquila, más todavía, en la
creencia firme de que cumplían un deber religioso y agradaban de semejante manera a
la Divinidad…!
El pueblo ignorante y crédulo aceptaba por completo las imposturas más
inverosímiles, como artículos de fe; y concibió un odio desenfrenado y feroz contra las

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víctimas de la clerical calumnia, contra todos los ciudadanos revestidos de autoridad y
señalados por el sacerdote como fautores de impiedad y ateísmo. Acostumbróse la
multitud a no ver en los gobernantes y liberales sino execrables seres, traídos y llevados
por los libelistas católicos, que impunemente los cubrían de baldón y acusaban de
enemigos de Dios y de la sociedad. El respeto a la autoridad, a la persona y buen
nombre de los demás, a la moral que en sus severas prescripciones no reconoce
diferencias de fe ni diversidad de partidos, ese santo respeto a las bases fundamentales
de la sociedad bien organizada, fue minado, destruido, proscrito por el
conservadurismo; y el desquiciamiento social que lamentamos —y que tantos males ha
causado y causará todavía a la República— es fruto exclusivo de esa nefanda labor de la
clerecía.
Y ni siquiera los obispos podían disculparse de esta campaña desleal y nefaria:
puesto que ellos mismos varias veces han reivindicado la parte principalísima que les
tocaba en los frutos de la prensa que llamaban católica. Llenas están sus Cartas
pastorales exhortaciones a los fíeles, de esta clase de confesiones; pero bastará citar el
testimonio del arzobispo González Suárez, calificado generalmente en el rebaño
católico, como virtuoso, sabio e incorruptible guardián de la fe.
Celosísimo el señor González Suárez de que la prensa católica no se desviase de
la senda que el episcopado le ha trazado en el Ecuador, le dirigió la siguiente Caria al
Redactor de la “Hoja Dominica”.
“Arzobispado de Quito —señor José Mulet.— Cura Párroco de San Marcos. En
la Ciudad.
Venerable señor:
Con grande cuidado y vigilancia? observo la labor de la prensa católica
periódica en esta Capital, porque estoy convencido de que un periódico bueno hace
muchísimo bien a sus lectores, así como un periódico malo causa males gravísimos.
Más, ¿quién es el que ha de calificar de católico a un periódico? ¿Será acaso el mismo
redactor del periódico? ¿Serán tal vez los suscriptores? ¿Quién será…? Bien lo sabe
usted., señor Cura; el único que tiene Autoridad para calificar como católico a un
periódico, es el Prelado diocesano, es el Obispo. Todo periodista que se sujeta
dócilmente a la enseñanza del Prelado, que acata sus indicaciones, que respeta su
Autoridad, es periodista católico. Si un seglar debe proceder así, ¿cómo deberá proceder
un sacerdote?
----------------------------------------------------------------------------------------------------------
Un grave error ha cundido en esta Capital: ese error consiste en asegurar que los
periódicos políticos católicos en los asuntos de política, no están sujetos ni a la
Autoridad ni a la enseñanza del Prelado. Este error lo condenó y lo reprobó ya el Papa
León décimo tercio: este error está basado en la teoría herética de los modernistas sobre
el origen y la organización de la Iglesia, y en su doctrina cismática de las dos
conciencias, la conciencia del creyente, y la conciencia del ciudadano: este error es más
funesto, que la opinión liberal de la absoluta libertad de conciencia.
Ningún seglar, ningún eclesiástico, por docto que sea, tiene derecho para fallar
magistralmente sobre la catolicidad o heterodoxia de un periódico: ese derecho es
propio y exclusivo del Prelado diocesano. Lo único que pueden hacer los seglares y los

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sacerdotes es opinar, con más o menos fundamento, con mayor o menor conocimiento
de causa, con imparcialidad o con apasionamientos…
Espero que usted en esta ocasión, como en las anteriores, obedecerá
ejemplarmente las disposiciones de su Prelado.
Dios Nuestro Señor guarde a usted.
FEDERICO
Arzobispo de Quito

Quito, 27 de Enero de 1914”.

No es mi ánimo refutar la monstruosa doctrina que la carta del pastor quítense


contiene: la esclavitud absoluta del pensamiento, aun en materias políticas; el
anonadamiento completo de la conciencia pública, ante la omnipotencia y arbitraria
voluntad de los prelados; la renuncia suicida a la propia razón, para no regirse sino por
el ajeno criterio, constituirían el colmo de la degradación humana, el despotismo más
trascendental y vergonzoso que el sacerdocio pudiera ejercer sobre los pueblos
católicos. No quiero ocuparme en una confutación de las absurdas doctrinas del Señor
González Suárez que, indudablemente, se creía aún en la Edad Media, en esa era de
tinieblas en que la familia humana gemía impotente y ciega bajo la sandalia de los
monjes, generalmente feroces y bárbaros; pero la citada carta contiene las siguientes
categóricas afirmaciones, las que —por falsas y anticristianas que sean— ponen de
relieve la eficaz acción hierática, en la campaña sin cuartel, emprendida por el
conservadorismo contra la honra y la vida de los regeneradores de la República:
Primera. — Los obispos, por lo menos, el jefe de la iglesia ecuatoriana, observa
y vigilan con gran cuidado la obra de la prensa católica:
Segunda.— Los obispos son los únicos que pueden calificar la catolicidad o la
heterodoxia de las producciones de la prensa; y por lo mismo, tienen la obligación —
inherente a su carácter de pastores vigilantes de la grey— de censurar y reprobar las que
no coinciden en todo con la enseñanza episcopal:
Tercera. — Esta vigilancia y tutela se extienden, hasta los escritos meramente
políticos; puesto que, según lo declarado por León XIII, es herejía emanciparse de la
autoridad eclesiástica y separarse del dictamen del obispo en las labores políticas de los
católicos:
Y Cuarta. — Todos los escritos ortodoxos tienen el deber estricto de consultar
con su prelado sobre la ortodoxia, moralidad y conveniencia religiosa y social de sus
escritos; y han de ajustar toda publicación a lo que el pastor les enseñe e Indique, como
fieles y sumisas ovejas, so pena de que se las tenga por extrañas al redil.
¿Y no es esto, exactamente, lo contenido en los párrafos que he copiado de la
carta al Cura Mulet? Luego las publicaciones que hacia la prensa católica del Ecuador, y
que no eran censuradas ni reprobadas por la autoridad eclesiástica, debían repujarse
como buenas y santas, conformes con la doctrina episcopal, y dignas del aplauso y
veneración de los fieles. De lo contrario, tendríamos que deducir que no era cierto que
el pastor vigilaba y observaba con sumo cuidado las labores de la prensa católica; y que

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por falta de esa vigilancia escrupulosa; habían los escritores católicos caído en el error y
enseñándolo a los pueblos.
O deduciríamos —lo que sería peor todavía — que el metropolitano, a pesar de
palpar los errores de la buena prensa, ya en política, ya en moral y religión, no había
querido condenarlos y proscribirlos, convirtiéndose así, voluntaria y deliberadamente,
en cómplice de los sembradores de cizaña en el campo de Cristo, con gravísimo daño de
las almas encomendadas al cuidado de los pastores.
¿Cuál de estos dos extremos habría escogido el arzobispo González Suárez?
El mismo aseguraba que no podía faltar a sus deberes sacrosantos de guardián
celoso e incorruptible de la fe y las costumbres, y que no se daba punto de reposo en
observar y vigilar la prensa católica, a fin de corregirla y reprimirla cada y cuando
cayese en el menor renuncio. De consiguiente, todos los periódicos católicos —que
jamás han sido contradichos ni reprobados por la autoridad eclesiástica desde 1895—
han contenido la pura doctrina del episcopado ecuatoriano, la moral que nuestros
pastores profesan y enseñan, los principios de justicia y sociología que los infalibles
maestros del pueblo recomiendan; en una palabra, han coincidido exactamente con las
advertencias, las lecciones y deseos de los conductores de la conciencia católica. De
otro modo, la voz autorizada de González Suárez, por lo menos, se habría levantado
severa y solemne para condenar la inmoralidad y el error donde se hubieran presentado,
sin consideración a nada ni a nadie, con la entereza y la energía propias de verdadero
representante de Jesucristo.
De consiguiente, si no hubo ni una voz de reprobación contra aquellas inmundas
pasquinadas, por fuerza hemos de deducir que “El Ecuatoriano”, “Fray Gerundio”, “La
Patria”, “La voz del Sur”, “La Corona de María”, “El Diablo”, “El Eco del
Azuay”, “La Prensa”, “La República”, etc.; todo ese diluvio de hojas anónimas y
volanderas, salidas muchas veces de los mismos talleres tipográficos de las Curias
eclesiásticas, fueron para el sacerdocio y las fanatizadas turbas, obras verdaderamente
apologéticas, dignas de la edad de oro del cristianismo, que se iban a la par con los
escritos de los Padres de la Iglesia, varones santos que jamás insultaron ni a los cesares
sus verdugos; hemos de deducir que se engañaba al pueblo, presentándole esas
nefandas publicaciones como piadosas y óptimas, sustentadoras de la fe, de intachable
moralidad y basadas en el Evangelio y en las doctrinas de la iglesia; como
publicaciones en todo de acuerdo con las virtudes cristianas más fundamentales, con e1
amor y la caridad aun a los enemigos, el perdón incondicional de las injurias y la
resignación a las imperfecciones y flaquezas del prójimo, la humanidad y la obediencia
ante todos los que han recibido potestad de lo alto, la mansedumbre y el apego a la paz
y la concordia entre hermanos, que forman el seductor y brillante lema de la
religión de Cristo.
Pero, lo repetiré, todos los periódicos católicos que he citado, no fueron otra
cosa que órganos de calumnia y difamación: los escritores de esas hojas – tan elogiadas
por el clero y tan leídas por la grey católica— no tenían más tarea que arrastrar por el
fango la buena fama, no sólo de los hombres públicos del liberalismo, sino aun de
familias enteras, de mujeres inocentes y virtuosas, de muertos que dormían hacía largos
años el tranquilo sueño del sepulcro; y esto únicamente por el canallesco afán de cubrir

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de baldón e ignominia al competidor político, de tornarlo aborrecible y digno de
desprecio ante las impresionables multitudes, por dar cumplimiento a la doctrina del
mismo Gonzales Suárez sobre lo conveniente y lícito de abrumar cuanto se pueda con el
descrédito a los enemigos de la religión . . . Esas hojas inicuas y asquerosas, propias
sólo para leídas en una velada de burdel y entre padres de mancebía, destilaban, hiel y
veneno corrosivo y emponzoñaban hasta la mano que las tocaba; esas hojas fueron de
tal naturaleza, que desacreditaron por completo la prensa ecuatoriana, al extremo de que
los cultos periodistas de las naciones vecinas, se negaran al canje da sus producciones
literarias.
Esos periódicos católicos predicaron sin tregua ni descanso la revolución y el
exterminio, la guerra de asesinato y degüello inmisericorde, el aniquilamiento del
liberalismo por medio del hierro y del fuego, en fin, la lucha religiosa o salvaje, que
viene a ser lo mismo. Clemente Ponce sostenía la necesidad de pasear el patíbulo del
Carchi al Macará, lavando con sangre de liberales el suelo de la República…
Nada más anticristiano ni más condenable que aquellas publicaciones con las
que el fanatismo ecuatoriano pretendió defender la dominación ultramontana y clerical;
porque pisotean la caridad y la justicia, porque combaten la tolerancia y la
mansedumbre evangélicas, porque proscriben el perdón y la misericordia para el
enemigo, porque divinizan el odio y la venganza, por que inculcan la rebelión y la
discordia, porque santifican el homicidio y la crueldad en nombre de la religión, porque
legitiman la mentira y el fraude, porque aconsejan la calumnia y la deshonra contra el
adversario como armas nobles y propias para el sostenimiento de la fe y la iglesia
cristiana.
¿Qué no?— Ahí están todavía esos libelos nauseabundos, Que los lean los
defensores del episcopado, en la página en que se abran, indistintamente, y se
convenzan de que escribo sin salirme una sola línea de la verdad.
¿Por qué no reprobaron semejantes publicaciones, si —como dice González
Suárez— estaban los pastores obligados o vigilar cuidadosamente y con santo interés la
obra de la prensa católica, aun en su parte política?
Si esos apasionados defensores de la clerecía nos contestaran que los obispos no
habían leído esas hojas sediciosas, inmorales y anticristianas, resultaría que los prelados
de aquellos tiempos, fueron falsos pastores, guardianes infieles, perezosos e inútiles,
que no cumplieron la santa misión que Cristo les confiaba. Y si, habiéndolas leído, no
levantaron La voz para condenarlas, habría que concluir por fuerza, que las aprobaron,
por lo menos con un silencio culpable, con tolerancia traidora, sin parar mientes en que
esa propaganda de sedición e inmoralidad, de asesinato y exterminio, de odio y rencor,
de mentira y calumnia, de desbordamiento de las peores pasiones populares, había de
producir terribles desventuras para sus ovejas. Cómplices, si no autores, de este como
aniquilamiento de la moral privada y pública, de esta destrucción del principio de
autoridad, de este verdadero envenenamiento social, no podrían llamarse ministros de
Jesucristo.
Santificado el derecho de rebelión contra las autoridades constituidas, afilado y
bendecido de nuevo el puñal de Ravaillac, legitimadas la calumnia y la difamación
contra los llamados herejes e impíos, de ninguna manera podían subsistir ni el orden

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social, ni la moral cristiana; y todas las atrocidades que el país ha presenciado con
estupor y vergüenza, son ineludible consecuencia de la tenebrosa labor del
tradicionalismo.
Los que, como el poeta Crespo Toral, acusan al régimen democrático de ser
causante de dichos crímenes, por haber soltado a la fiera, es decir, por haber reconocido
la libertad del pueblo, manifiestan, refinada mala fe, o desconocimiento absoluto de la
historia de las naciones libres.
La libertad no corrompe, no encruelece, no hace retroceder a la barbarie, no
degrada a los pueblos ni los transforma en hordas de caníbales: la doctrina liberal y
democrática ha dado la vuelta al mundo derramando prosperidad y bienes en todas
partes, difundiendo la luz y redimiendo a la humanidad.
Jamás ha llegado la depravación humana a mayores excesos que en la Edad
Media; y entonces no se conocían las doctrinas liberales, la misma palabra libertad era
reputada como blasfemia, y los que osaban pronunciarla, eran bien presto consumidos
en la hoguera. Arnaldo de Brescia, Giordano Bruno, Juan de Huss y otros muchos
eminentes pensadores, víctimas ilustres de la Inquisición, son testigos de ello.
La espantosa corrupción de aquellos tiempos, en que la obscenidad más bestial
se albergaba en los conventos, tanto como en los castillos señoriales, en las cabañas de
los campesinos, y aun en la suntuosa morada de los llamados Vicarios de Cristo; esa
crueldad sistemática, resorte usual de la religión y la política, que solucionaba toda
dificultad con el puñal y el veneno, que tenía el brasero y tormenta como los mas firmes
sostenes de la sociedad civil y de la iglesia; esa preponderancia absurda de la fuerza
sobre él espíritu, que retardó por siglos la evolución humana; esa como barbarie sagrada
que hoy tanto nos horroriza; esos cúlmenes monstruosos que forman el Inri ignominioso
de nuestro linaje, nacieron de las doctrinas monásticas, fueron fruto; de la lajación y el
mal ejemplo del sacerdocio, se incubaron al calor de las concupiscencias eclesiásticas y
en las sombrías naves del templo. La libertad no corrompe: estaba proscrita en la Edad
Media, maldecida y condenada por el altar y el trono; y el asesinato y el exterminio,
traición y la alevosía, él pillaje y el incendio, el perjurio y el engaño, el sacrilegio y la
hipocresía, la brutalidad y la violencia, el verdugo y la tortura, componían la regla y
norma de los gobiernos, el medio sapiente y piadoso con que dirigían la grey aún los
sucesores de San Pedro.
En esos tiempos de absoluta dominación monástica, se corrompió todo, religión,
política, jurisprudencia, formas judiciales, prácticas piadosas, fe pública, moral social y
moral privada, el cetro y el báculo; todo, todo se arrastró por el fango y se puso al
servicio de las peores pasiones; todo, todo se vendió y se compró en público mercado,
así como por tarifa, sin exceptuar la gracia divina y la conciencia de los que se decían
santos....
En los tiempos de García Moreno y Caamaño época en que florecía el
catolicismo ecuatoriano, sin contradicción alguna tampoco se conoció la libertad en
nuestra desventurada República; las doctrinas liberales hallábanse excomulgadas y
proscritas, al igual que en la Edad Media. Y, sin embargo de conservarse muy bien
atada la fiera, la corrupción invadió aún las alturas más culminantes: el asesinato
político ensangrentó todas las comarcas; la prisión y el destierro inmotivados llevaron la

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orfandad y la miseria a muchos hogares; el despojo y la depredación empobrecieron a
innumerables familias; el espionaje y la delación fueron instituciones administrativas; la
arbitrariedad y la injusticia se erigieron en única ley; el peculado y el agio vaciaron
impunemente las arcas fiscales; el libertinaje se hermanó con la hipocresía; la codicia de
los devotos dominadores del pueblo corrió ciega tras del lucro y no perdonó ni la
bandera de la patria; el derecho de sufragio se convirtió en burla trágica y motivo de
asesinatos a mansalva; la Constitución misma —como lo confiesa el Padre Berthe,
panegirista da García Moreno— no pasó de ser un pedazo de papel que lícitamente
se podía hacer trizas cada y cuando a los gobernantes así les convenía ...
¿Cómo ha podido olvidar el señor Crespo Toral estas cosas de ayer y de antes de
ayer, cuando aun viven testigos presenciales de aquellos luctuosos y criminales
acontecimientos?
Atribuir a la difusión del liberalismo todos los atentados cometidos en la
República; aseverar que los actos canibalescos que últimamente nos han llenado de
vergüenza, son fruto de las libertades concedidas al pueblo, es irse contra el testimonio
de la historia, romper con el buen sentido y hollar los más elementales principios de
lógica. Con toda exactitud y justicia podríase repetir al poeta Crespo Toral y a sus
correligionarios, el vibrante apostrofe de Edgar Quinet al conservadurismo francés:
“Cuando, en la antigua Francia, estaba encarnada la violencia en las costumbres y la
ley; cuando prevalecían los privilegios y las desigualdades sociales, las servidumbres
de los hombres y la tierra; abreviemos, cuando formaba el fondo mismo de la vida
civil, todo lo que reprueba Cristo, ¿decís que el reino era cristiano?... Y después, al
contrario, cuando la fraternidad y la igualdad prescritas por la ley, tienden cada vez
más, a traducirse en hechos: cuando se ha reconocido que el espíritu es más fuerte que
la espada y el verdugo; cuando la esclavitud y la servidumbre han desaparecido y
se trabaja por abolir las castas; cuando la libertad individual ha sido consagrada y
convertídose en derecho de toda alma inmortal, es decir, cuando el pensamiento
cristiano, aunque débilmente todavía, penetra poco a poco en las instituciones, y
viene a ser como la sustancia y el alimento del derecho moderno, ¿afirmáis que la
nación es atea? ¿Qué entendéis, pues, por religión y cuál es vuestro Cristo? ...”
Esos atavismos de barbarie, latentes basta en los pueblos más cultos; esa como
antropofagia larvada de las multitudes, despiertan y se vigorizan comúnmente bajo el
ala del fanatismo y al calor de los odios de secta. Los horrores del Santo Oficio, la
mística ferocidad del sacerdocio medieval, el degüello de poblaciones enteras en
nombre de Dios y su Cristo, las devastadoras cruzadas para imponer la fe romana con el
hierro y la tea, son prueba concluyente de lo que digo; puesto que semejantes
atrocidades no contuvieron por causa la libertad de los pueblos, sino que, por lo
contrario, iban encaminadas a mantener la esclavitud y degradación del espíritu
humano.
Y el Fundador del liberalismo ecuatoriano no mereció de manera alguna que se
acumularan sobre su cabeza esas montañas de odio que, a la postre, produjeron el más
vergonzoso crimen de nuestra historia.
Alfaro fue varón digno de los mejores tiempos de la democracia; y sus virtudes,
así públicas como privadas, serán reconocidas seguramente por la posteridad, cuando

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los rencores se extingan, cuando el aullido de las hienas deje de profanar el silencio del
cementerio.
Alma noble y generosa, sus ideales fueron siempre elevados y grandiosos: jamás
tuvieron entrada en su pecho las pasiones ruines y rastreras que brotan en los corazones
depravados y en los caracteres vulgares.
Lejos de él, muy lejos, la venganza y el odio, la envidia y la doblez, la crueldad
y la ira insensata: leal, generoso, verídico, tolerante y magnánimo hasta con sus peores
adversarios, sus palabras favoritas eran: Perdón y Olvido.
Los prisioneros de guerra, sagrados para él: la amnistía irrestricta y general
seguía inmediatamente a toda victoria de las armas radicales, era el complemento
indispensable de la gloria del vencedor.
Muchas veces estrechó la mano de sus enemigos vencidos, encomió su valor, los
sentó a su mesa y volvió a vencerlos con la amabilidad y la misericordia. Socorría de
preferencia a los heridos del bando contrario; y juzgaba como deber ineludible vestir,
alimentar y poner en libertad inmediata a los que había tomado con las armas en la
mano, en flagrante crimen contra su gobierno. García Moreno los habría fusilado sin
compasión, como lo hizo con los prisioneros de Jambelí; Caamaño se habría ensañado
en atormentarlos, en hacerlos saborear todas las amarguras de la derrota y de la muerte,
como a los vencidos en Loja y en Manabí: Alfaro los perdonaba y colmaba de
atenciones y garantías...
Apenas acallado el fragor de una sangrienta batalla, librada en los alrededores y
en las calles mismas de la ciudad, Cuenca respiraba libremente: el generoso vencedor
había perdonado sin excepción a los rebeldes, entre los que se contaban muchos
conjurados para asesinarle.
Tenía verdadero corazón de Madre, como decía Juan Montalvo: su mayor
complacencia era perdonar con espontaneidad y cierto apresuramiento a sus más
encarnizados enemigos, y esto cuando podía infligirles un severo y merecido castigo
con sólo entregarlos a la acción de las leyes y de los tribunales.
Sus más desalmados detractores gozaron siempre de la impunidad más
completa: los dardos de la maledicencia embotábanse, en su pecho sin dejar huellas,
como si diesen sobre un broquel de diamantes. Nunca quería que sus amigos se
ocuparan seriamente en refutar las diarias calumnias de que era víctima: el sentimiento
de la propia conciencia decía basta para la tranquilidad de un hombre honrado; y no
son los difamadores los quo pueden quitarme mi propia estima y la de los demás.
Diríase que buscó con ansia, durante toda su vida, la más pequeña ocasión para
manifestar a los que le movían guerra, y guerra sin cuartel, lo inagotable de su
magnanimidad y nobleza.
Alfaro poseía inteligencia clara, juicio recto, conocimientos prácticos variados; y
su admirable tacto social, su potencia vidual en política, su carácter de acero y tesón
administrativo, hacían de él un hombre superior en todo concepto.
Alma inconmovible, ponía frente serena a todas las dificultades; y casi siempre
las vencía. Fecundo en recursos políticos, cuando se le creía perdido, dejábase ver sobre
la ola tempestuosa y dominando la tormenta. Audaz en sus empresas, jamás retrocedía
en lo que había resuelto, por invencibles que pareciesen los obstáculos: la construcción

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del ferrocarril a Quito, es una de las pruebas más elocuentes de la constancia y fuerza de
esa voluntad fundida en los viejos moldes de la Roma republicana.
Nadie lo dominaba por muy amigo que fuese: consultaba a sus colaboradores, y
muchas veces aceptaba observaciones; pero generalmente hacía prevalecer su propia
opinión, cuidando sí de no herir en lo mínimo la de los demás.
Solía escribir los documentos públicos de su incumbencia, en pequeñas cuartillas
y a lápiz; luego entregaba lo escrito a uno de sus amigos para que, después de la
revisión conveniente, lo mandase poner en limpio o en castellano, como él decía riendo.
Muchas veces le pedí que pusiera en orden sus memorias y manuscritos, los que
individualmente debían contener datos importantísimos para la historia, más aunque
me lo ofreció reiteradamente, no conseguí que se ocupara en esa labor de utilidad
nacional.
Versado en la Gramática, complacíase en sus momentos de buen humor en
tomarles puntos a ciertos periodistas de fama en las filas de la oposición; y se reía de
esas celebridades que la opinión del vulgo improvisa. Esta era la única venganza que se
tomaba de los que tan sin descanso lo denigraban por la imprenta.
Jovial y lleno de chiste en el trato íntimo, de agradable y chispeante
conversación en los salones, era demasiado serio en los negocios públicos: el hombre de
Estado difería completamente del caballero particular.
Soldado de valor indómito y dotes militares nada comunes, era el primero en
colocarse en la zona peligrosa; y su ejemplo infundía denuedo en los más pusilánimes.
Su táctica lo hacía invencible en los campos de batalla; y con un puñado de valientes
desbarató todas las invasiones que por cinco años organizó el conservadorismo en
territorio extranjero, aplastó la reacción ultramontana cada vez que levantó cabeza
auxiliada por el fanatismo colombiano y peruano; y cuando sobrevino el conflicto con
nuestros vecinos del Sur impuso respeto y contuvo a los ejércitos que iban a lanzarse ya
sobre el Ecuador en Abril y Marzo de 1910.
La épica jornada de Jaramijo basta para pintar al héroe; aunque no existieran
otros muchos campos de batalla que atestiguasen el valor proverbial y la pericia militar
del General Alfaro.
Nadie como él amó a su patria, con apasionamiento verdadero, desinteresado,
inextinguible: su sueño de oro su aspiración constante, su anhelo más ardoroso, eran
llevar la República a un grado tal de prosperidad y grandeza, que tuviese puesto muy
visible entre sus hermanas de América. Y nada emprendió que no estuviera
estrechamente ligado con este fin primordial de toda su vida política, de toda su larga
existencia de lucha, de sacrificios y dolores que la Historia relatará más tarde, como
ejemplo de abnegación y patriotismo.
Ilustrar las masas populares, propagar la ciencia moderna en las esferas
superiores de la intelectualidad ecuatoriana, desarrollar la riqueza pública y el comercio,
dar vida a todas las industrias, atraer la inmigración y poblar nuestros extensos
territorios, cruzar de ferrocarriles las feracísimas regiones de la República, proteger el
trabajo y garantizar la seguridad del taller, buscar término ventajoso a nuestras
diferencias de límites con las naciones vecinas, en fin, levantar el Ecuador de la

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postración en que le habían dejado tantos años de opresión clerical y oscurantista,
componían el programa patriótico de Alfaro.
Bien conocía que la vida de un hombre no era suficiente para realizar tan
grandiosa tarea; pero entró de lleno a la colocación de las piedras angulares del edificio,
seguro de que sus sucesores habían de continuar el mismo camino hasta coronar el
engrandecimiento de la patria.
Probo y desinteresado, ha muerto con las manos vacías: la pobreza de su familia
es la refutación más elocuente a las calumnias que sus enemigos le han lanzado,
respecto al manejo de las rentas públicas.
Alfaro no conoció la afición al dinero: dadivoso hasta la prodigalidad,
compasivo y filántropo, distribuía buena parte de sus escasas rentas entre los
necesitados. Alfaro no ahorraba, porque tenía siempre las manos abiertas para socorrer
toda clase de desgracias; y un día me dijo riéndose: Vea usted mi fondo de reserva... y
me alargó un papel: era una póliza de seguros sobre la vida por el valor de diez dólares
apenas. Y hubo ocasión en que, sin que lo supiese, sus amigos evitaron que esa misma
cédula caducase por descuido en el pago de los dividendos respectivos. Calumnia,
villana calumnia, propalar que Alfaro dispuso de las arcas fiscales: jamás el robín
manchó la noble diestra del Regenerador ecuatoriano.
Alfaro tenía una fe tan inquebrantable en su misión patriótica, qué no dudó
consagrar su existencia a la realización de esos nobilísimos ideales. Más de treinta años
luchó con todo género de obstáculos y dificultados: vímosle recorrer la América Latina
en busca de protección y apoyo para derrocar a nuestros tiranos; vímosle sufrir
tremendas derrotas y alzarse de nuevo tremolando siempre la bandera roja, como
imperecedero emblema del porvenir ecuatoriano vímosle sumido en oscuros calabozos,
cargado de grillos, amenazado de muerte inminente a manos del verdugo, perseguido
sin tregua, proscrito y errante, pero sin desmayar ni desalentarse nunca.
Los desastres mismos reanimaban el entusiasmo patriótico de aquel hombre
extraordinario; y al día siguiente de un descalabro militar, ya se hallaba organizando una
nueva y más formidable campaña contra los opresores del país. Dinero, elementos de
guerra, ejercito, todo lo improvisaba, todo lo sacaba de la nada.
Cuando nuestros déspotas creían tenerlo en la mano y se disponían a sacrificarlo
con seguridad y saña, se les escapaba con la mayor facilidad y aparecía donde menos lo
habían pensado, con nuevas fuerzas y apercibido ya para el combate.
Su fe lo sostenía e impulsaba hacía adelante; creía con firmeza inconmovible
que la Providencia le había confiado la ardua misión de regenerar la República; y,
seguro de cumplirla, no retrocedió jamás ante ningún peligro ni sacrificio. Así llegó al
poder: los pueblos lo llamaron para que estableciera la verdadera democracia; y Alfaro
vio en este llamamiento la confirmación de su creencia; y se robustecieron en él ese
ardor y tenacidad en la ejecución de los deberes que desde su juventud se había
impuesto para con la patria.
Abnegación y fe de apóstol, fortaleza y valor de mártir, constancia y fervor de
propagandista, todo esto se hallaba en el alma de Alfaro, formando un conjunto de
energías incontrastables, de impulsos irresistibles que lo arrastraban rápidamente al
logro de sus caras y grandiosas ambiciones. Sí, ambición, excesiva ambición tuvo

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Alfaro; pero ambición noble, ambición santa, ambición de redimir, su patria y
conquistarse la corona del martirio; porque no debe olvidarse que jamás decreció su
íntima convicción dé que lo asesinarían en pago de sus grandes servicios a la República.
Sabía muy bien que el fanatismo religioso no perdona a los que lo atacan; sabía
muy bien que la, venganza da la frailería es implacable e inmortal, que persigue a sus
víctimas por todas partes, aun al otro lado del sepulcro: sabía muy bien que había
puñales bendecidos contra los que osaban romper el yugo sagrado de la hierocracia;
sabía muy bien que él único galardón de los benefactores de los pueblos eran la cicuta
de la cruz; y, a pesar de este convencimiento, Alfaro se resignó al sacrificio, inmolase
voluntariamente y de antemano por la libertad y engrandecimiento de los ecuatorianos.
“Me asesinarán —repetía con frecuencia y con la mayor serenidad y calma—
pero mi sangre ahogará a mis asesinos y consolidará el liberalismo en el Ecuador…"
Este era Alfaro: ¿Puede comparársele, como lo hace Crespo Toral, con Sila y
con Mario?
En su vida privada, Alfaro fue intachable: su hogar, semillero de virtudes; su
familia, dechado de moderación y buenas costumbres.
Amigo consecuente y leal, jamás consentía que se hablara mal ni se pusiera en
duda la hombría de bien de las personas que estimaba. Sin embargo, reprendía
severamente cualquiera falta grave de los suyos; y varias veces retiró su amistad a
sujetos de consideración, por hechos que no se compadecían con la inquebrantable
moralidad del egregio anciano. Era intransigente con la embriaguez y la mentira; y
calificaba el libertinaje como lepras en el libertino —solía decir— hay tela para toda
clase de ruindades y delitos.
Alfaro fue una personalidad tan notable y ameritada, que ni sus más grandes
enemigos han podido desfigurar por completo su retrato. Aun Crespo Toral —que con
colores tan negros y rol cargados ha querido pintar la administración alfarista — se ha
visto forzado a consignar en “La Unión Literaria”, las siguientes palmarias confesiones:
“El General Alfaro fue patriota indudablemente… por que amó mucho a su
patria y se habría sacrificado mil veces por ella. Se distinguió por el valor, un valor sin
un solo espasmo de flojedad, un valor permanente y reflexivo. Tampoco como
gobernante se mantuvo en la vulgaridad, como decían sus adversarios o rivales. Astuto
y reservado — cualidades éstas de su origen indígena— supo hasta dónde podía valerse
de los demás. . . El, mejor que Mores, mejor que García Moreno, logró dominar al
Ecuador hasta creerse invencible.... A tener menos años y más elementos, habría tratado
la reconstitución de Colombia la antigua. . . En el Exterior, el General Alfaro nos
garantizaba el respeto de las demás naciones: en la última crítica emergencia con él
Perú, su valor y prestigio nos redimieron de muchos males. Además, como jefe de
familia se distinguió como modelo: en su casa, a pesar de ser la de un proscrito eterno
pretendiente, hubo siempre régimen y honorabilidad. Su corazón se abría casi siempre a
la misericordia: no extremó la venganza, practicó la limosna y olvidó las injurias”.
Se nota, se palpa, por decirlo así, la repugnancia con que el ultramontano
escritor deja caer estas confesiones, sólo a trueque de presentarse como imparcial y
justo en sus apreciaciones históricas; pero no ha podido ahogar del todo su inquina
contra el derrocador del clericalismo, y ha salpicado sus maquiavélicos elogios con

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frases hirientes, con epítetos que vapulan, con falsedades que no se compaginan con lo
confesado y ponen en relieve la mala fe del confesante.
Pero el hecho mismo de que los adalides del conservadorismo —acaso por un
resto de acatamiento a la verdad — se vean incapacitados para negarle todo mérito al
hombre que los despajó del poder y sus granjerías, es prueba irrecusable de la gran valía
del Caudillo radical: no es, de consiguiente, el tiranuelo vengativo y sanguinario, el
malhechor adocenado, el soldado vicioso y detestable que los libelistas católicos de
menor talla han pintado, desde hace muchos años, con los tintes más sombríos para
extraviar el criterio de las muchedumbres y descontar así el salario que recibían de la
clerecía.
Y tal es el poder de la verdad, que en el bando placista mismo —tan ciego en su
furor como el bando católico no han podido ocultarla por completo, ni los más
empeñados en denigrar al General Alfaro. Manuel J. Calle — el eterno difamador del
caudillo radical y defensor decidido de todos los crímenes de Plaza— se ha visto
precisado a confesar las inmortales obras del Mártir del 28 de Enero de 1912, si bien
menoscabando los méritos del prócer con imputaciones deslayadas y temerarias.
He aquí lo que ese calumniador consuetudinario dice en "EL GRITO DEL
PUEBLO ECUATORIANO", diario que se ha distinguido en Guayaquil por su
procacidad y furia contra Alfaro y sus colaboradores: léanse las frases que copio de la
edición del 27 de Abril de 1915, y véase cómo esos mismos encarnizados enemigos del
alfarismo, no embargante su odio sistemático, han tenido que rendir parias a la justicia y
a la verdad:
El conservatismo reacciona por dentro. Es un hecho que podemos comprobar sin
gran dificultad.
“Y en este afán de retroceso, los liberales nos hemos olvidado de cuanto hemos
podido alcanzar durante la' tempestuosa dominación de nuestro partido. Nos comimos a
Alfaro en las más estupenda y bárbara de las bacanales; pero no nos es lícito engañar a
la Historia, ocultando o negando el hecho trascendental de que ese Alfaro, tirano y
déspota desde luego, por una malvada desviación de acontecimientos que malograron la
revolución de Junio, puso el dedo en todos los registros sociales, aunque sin resolver
ninguna cuestión, por falta de tiempo y de tranquilidad, y que a él, inspirado por un
pensamiento liberal y generoso, se le deben la innegable transformación del alma
ecuatoriana y la variación de las corrientes de vida de esta sociedad, cuyas convulsiones
son más efecto de sobra de nerviosidad y energía, que de postración y abatimiento.
“En lo sustancial, se echo tajo al peligroso problema de la libertad de conciencia,
desarmando al clero y desahuciando el Concordato; se devolvió el individuo al Estado,
sacándole del poder de la Iglesia, con el Registro y el Matrimonio civil; la
instrucción laica, la secularización de los cementerios, la abolición de los derechos
parroquiales y, más que todo, con la irrestricta garantía a cuantas son las
manifestaciones del pensamiento —ciencias, letras, artes, etc.—; y al arrojar al cura
de los empeños de la vida civil, no le echamos a Dios, como dicen los 44 interesados,
sino que suprimimos un elemento extraño y disociador, que no puede ser otra cosa que
rémora y talanquera a la natural expresión de la actividad humana.

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Y en lo que mira al progreso social, ¿cuándo mayor empuje, desde que la
República es República? Bastaría citar el ferrocarril trasandino y la fundación y
establecimiento de muchísimos centros de trabajo, cooperación, adelantó, civilización,
en fin. Se ha hecho y se ha rehecho; y nada pueden decir los gobiernos sucesivos en
orden a planes o programas de mejoras nacionales o locales —,1a higienización de los
centros mayores de población, inclusive—, cuya raíz no esté en la acción Alfarista…
Caminos, beneficencia, explotación de minas, descuaje de bosques, colonización al
Oriente, redención de la Deuda inglesa… ¡todos!... Ah, si no hubiese sido por la
revolución conservadora que convirtió en jefe de bandidos y azote de sus compatriotas a
un hombre tan bien inspirado… Hoy le odiamos todavía mucho a Alfaro, porque aún
nos duelen las heridas que nos infirió, en una defensa desesperada, cuyas urgencias le
desataron como una fiera dañina; pero hay que dejar pasar el tiempo, y que una
generación menos iracunda y resentida le juzgue en virtud de autos.
Naturalmente, esta obra de recomposición, si así cabe de recomposición, si así
cabe decirse, se llevó adelante de una manera improvisada y como de trueno, al través
de la lucha y de grandes derramamientos de sangre y solemnes, horrendas injusticias.
Pero si consumábamos una revolución, yo preguntaré no sólo qué revolución es justa,
sino cuál es siquiera consecuente consigo misma; y que esa fue una verdadera
revolución aunque sea consabida, tempestad en un vaso de agua, ello se lo está
diciendo.
Y en cuanto a nuestra obra de liberales, ella está ahí, todavía en estado
de amoldamiento y de tornar forma; mejor dicho, como un fuego latente que no espera
sino la pericia de ingenieros de primera orden, para convertirle, en un proceso
científico, en calor, luz, fuerza, movimiento… ¡vida! Se ha puesto la semilla y palpita
el germen: ¿qué importa que la mano que la depositó y el sudor de sangre y el riego de
lágrimas que la ha fecundado? . . .
Esa luz que se desprende de los sepulcros, como dice un escritor, disipa siempre
las nieblas de la calumnia; y principia a iluminar ya la huesa de Eloy Alfaro, tan
desapiadadamente profanada por los chacales de sacristía, por esos fanáticos que, como
en la Edad Media, no creen honrar a su Dios sino quemando los huesos y aventando las
cenizas de los que se atrevieron a combatir los errores y supersticiones de la multitud
adredemente extraviada por el sacerdocio. La Verdad y la Justicia, aunque lentamente,
van ya demoliendo prejuicios y abriéndose campo por entre los odios y venganzas que
consumaron el sacrificio del Mártir de la libertad ecuatoriana; y que todavía turban
sacrílegamente su eterno sueño Comienza ya a imponerse la necesidad de reconocer los
méritos y virtudes del gran perseguido del clericalismo; y estas mismas tardías
confesiones hacen resaltar más la negrura y la infamia de los detractores que han
esmerado su empeño en cubrir de oprobio la memoria de uno de los más ilustres
varones de la República.
La clerecía, con sus maldiciones y anatemas pérfidos, sembró el odio más
profundo y mortal contra Alfaro; y le señaló a la venganza de los fanáticos, como
víctima cuya inmolación exigía el cielo para aplacar sus iras y apiadarse del pueblo fiel
y devoto; como víctima cuya sangre era indispensable para limpiar las manchas de la
herejía que afeaban el suelo bendito de la República del Sagrado Corazón de Jesús ....

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Los apologistas de la religión mojaron su pluma en fango venenoso; y, durante quince
años, no cesaron de calumniar, denostar, vituperar, de manera criminal y nunca vista, al
hombre que nos trajo libertad y progreso. Y esas corrientes de veneno corrosivos; que
inundaron a la continua conciencia de las muchedumbres, la ulceraron y gangrenaron a
la postre; El fanatismo religioso sobrepasó todo límite; el respeto a la autoridad
desapareció por completo; la animosidad: contra el fundador y sostenedor del
liberalismo, rayo en el delirio; y, en concepto de las turbas, no hubo ya malhechor más
odioso y execrable que el egregio Vencedor del clericalismo.
El bando conservador preparó la mina bajo los pies de Alfaro; los obispos y la
frailería la bendijeron, y elevaron a la Divinidad para que el golpe homicida no marrase:
faltaba la chispa, y ésta saltó al soplo de otras pasiones desbordadas y brutales, como
vamos a verlo.

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CAPITULO II

OTROS ANTECEDENTES DEL CRIMEN


El valor de Alfaro rayaba en temeridad; y esto mismo le perjudicaba grandemente,
porque producía en su ánimo tan ciega confianza, que llegaba a descuidar y hasta
despreciar las medidas de precaución y prudencia, juzgándolas como innecesarias y
nimias. Cuando le decíamos que era mejor prevenir una revuelta que tener que sofocarla
y castigarla, y que mirase con tiempo por la seguridad del Estado, invariablemente nos
contestaba: “Dejémoslos obrar; que los conspiradores se lancen al campo para tomarlos
con las armas en la mano y vencerlos”.
Creía que la paz no podía quedar suficientemente garantizada, sino con la
victoria; que una revolución no podía ser aplastada sino por medio de las armas. Error
fatal que produjo el golpe de cuarteles del 11 de Agosto de 1911; cuando pudo haberse
conjurado la tempestad sin otros procedimientos que la baja de los militares que
meditaban tan inicua traición. Pero, leal y caballero, imaginábase que ninguno de sus
soldados era capaz de felonía; y su fe en el Ejército era tan grande, que horas antes de la
mencionada traición, rechazaba indignado todo aviso relativo a la defección de las
fuerzas acantonadas en Guayaquil y la Capital.
Jamás quiso poner atención en las ambiciones de sus Tenientes; jamás pensó en
la posibilidad de que lo rodearan traidores; jamás sospechó que la pasión política
engendrara crímenes tan negros, como el de los felones que almorzaron a su mesa, el
día mismo en que iban a venderlo.
Esta confianza suma causó su ruina, y ha puesto al borde del abismo al Partido
Regenerador: como César desechó las denuncias de la conspiración, y cayó a los golpes
aleves de los que más había favorecido.
Pero la traición necesitaba un pretexto que por lo menos, la explicase; la felonía
deseaba cubrirse con las apariencias de patriotismo y justicia, para paliar su negrura; la
ingratitud buscaba un medio de romper ese lazo sagrado que une al favorecido con el
benefactor; y los desleales creyeron haber hallado todo esto en un grave error de su
amigo, protector y caudillo.
Este error capital y de consecuencias funestas para si mismo y para el país, lo
cometió Alfaro por dos veces, en la designación de sus sucesores. Lo vimos vacilar
mucho tiempo ante este grave problema político, en ambas ocasiones que tuvo que
resolverlo; pues conocía que del acierto en la resolución, dependía la vida o muerte del
radicalismo ecuatoriano. El temor de que no se continuara con eficacia la obra de
redención, comenzada el 5 de Junio de 1895: de que se imprimiera otro rumbo a la
política regeneradora, llegándose tal vez a traicionar de alguna manera a la causa del
pueblo, lo atormentaba atrozmente y sostenía sus vacilaciones.
El empeño de Alfaro en dar cima a la regeneración de la República, no se
compaginaba con un candidato que no estuviera, como si dijéramos, encadenado al
radicalismo; mancomunado en ideas y en propósitos con el Caudillo que había dado los
primeros pasos en la liberación del país.
Y este candidato destinado a continuar la grandiosa labor de la redención
nacional, en concepto de Aliare, había de reunir cualidades eminentes, sin las que no

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juzgaba fácil ni posible cumplir el gigantesco programa de la Regeneración. He aquí lo
que lo obligaba y compelía a intervenir ineludiblemente en la elección del nuevo Jefe
del Poder Ejecutivo: lo que hacía que meditase y vacilase por largo tiempo en la
designación del ciudadano digno de ser favorecido con el apoyo oficial. Temblaba ante
el malogramiento de sus fatigas y sacrificios de treinta años, en pro de la libertad de su
patria; y, en su fervor cívico, calificaba como traición al liberalismo, el confiar la suerte
del Partido y de la Nación, al azar de un Comicio, sin directa injerencia del gobierno. Y
véaselo que es la condición humana: ese mismo interés de escoger lo mejor y más
beneficioso para el pueblo, esas mismas largas y penosas vacilaciones, lo extraviaron
lamentablemente en ambas ocasiones en que Alfaro se ocupó en solucionar tan ardua
como trascendental cuestión.
Ciertamente, si alguna vez pudiera ser disculpada la intromisión del gobierno en
los Comicios; así como limitando el libre sufragio, sería en el caso en que Alfaro y el
país se encontraban en aquel entonces; porque, aún no consolidado el liberalismo,
combatidas sin tregua y a iodo trance las reformas realizadas, empeñado, el bando
clerical en reconquistar su poder en la primera oportunidad, parecía justo y conveniente
cerrarle los caminos a la reacción teocrática, aún para cimentar ese mismo derecho
electoral, piedra fundamental de la democracia. Sin embargo, aferrarse en ello fue el
mayor de los errores del Caudillo liberal; error del que se aprovecharon, sus enemigos
para perderlo.
Al final de su primera administración, rechazó la candidatura del General
Manuel Antonio Franco, al que pretendían alzar al poder supremo, los extremistas; los
liberales exaltados, que se habían colocado a la vanguardia de la reforma, y la casi
totalidad del Ejército.
Estuve presente cuando Alfaro desahució a Franco de la manera más categórica
y terminante. Hallábamosnos los tres en el escritorio particular del Presidente; y después
da una larga discusión, díjole el General Franco al Caudillo liberal:
— ¿Es decir, que no apoya Ud. mi candidatura? ,
— No puedo hacerlo — contestó Alfaro—: antes que amigo de Ud., soy jefe de
un partido que hay que robustecer y conservar en el poder; y soy magistrado de una
República que ha menester paz y libertad para reponerse de los pasados quebrantos, y
progresar. Las intransigencias del bando que Ud. se ha formado, producirían
infatigablemente reacciones terribles en el partido de clerical; y su gobierno, Manuel
Antonio, sería una como orgía de sangre, en que desaparecería el liberalismo, a lo
sumo, dentro de tres meses.
En mis Memorias Políticas he referido con mayor extensión esta escena; la que,
aún cuando luego se hiso pública, no fue conocida en todos sus graves detalles, sin
embargo de haber sido origen de la tirantez de la situación que siguió a la penosa
conferencia a que me refiero.
Franco salió de la casa presidencial sumamente ofendido; y quedaron rotas las
hostilidades entre el franquismo y el gobierno, sin que el candidato extremista juzgara
necesario ni siquiera disimular su actitud rebelde. La conspiración militar surgió
descarada y poderosa, bajo la bandera radical extrema; y a no ser por el gran prestigio

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de Alfaro, y la extraordinaria energía que desplegó en aquel entonces, la República se
habría anegado de sangre.
La víspera del pronunciamiento militar en Ibarra encabezado por el Jefe de la
“División del Norte”, Coronel Emilio María Terán, uno de los militares jóvenes
favorecidos por Alfaro dio éste el paso más atrevido y enérgico que podía darse en tan
escabrosa situación. Destituyó por telégrafo al Coronel Terán y a buen número de jefes
y oficiales franquistas, ordenándoles que se presentaran al Ministro de Guerra, en el
término de la distancia. Era de presumir que esta medida hiciera estallar el incendio; y
en esta creencia, tenía Alfaro preparados los elementos necesarios para apagarlo. Pero
los militares destituidos de manera tan violenta, se desalentaron y sometieron; y este
ejemplo de extraordinario vigor, así como otros golpes oportunamente dados al
franquismo en Quito, Guayaquil y Cuenca, refrenaron por completo las tendencias del
Ejército en favor del General Franco.
No obstante, la clase militar había conseguido imponerse de tal manera, que
algunos jefes tuvieron la audacia de declarar solemnemente que no aceptarían ninguna
candidatura civil, por digna que fuera; puesto que necesitaban que ascendiese a la
Presidencia, un General que mirase por el Ejército y defendiese sus prerrogativas contra
los prejuicios y pretensiones del civilismo. El bando militar alzó la cabeza, juzgándose
invulnerable, y amenazó imponer su voluntad a la República.
Mientras tanto, el partido conservador se horrorizaba ante el posible triunfo del
bando franquista, que encarnaba todas las impaciencias del más avanzado radicalismo;
facción intransigente y clerófoba, que combatía encarnizadamente al General Alfaro y
sus colaboradores, acusándolos de moderación y tolerancia con los vencidos, y por sus
tentativas de avenimiento para la pacificación del país, abrumado por tantos años de
guerra tenaz y sangrienta. La gran mayoría liberal que repetidas veces se había visto
precisada a protestar enérgicamente contra los malaventurados arranques de clerofobia y
tiranía del General Franco se oponía también con todas sus fuerzas a una candidatura
que significaba el triunfo de la anarquía militar, el entronizamiento del sable, el
predominio de la fuerza bruta y la abolición de esas mismas libertades que había
proclamado la Revolución de Junio, como el mayor de los triunfos de la democracia
ecuatoriana.
Había llegado una época como de cansancio para el Partido Regenerador; y los
hombres de Estado del nuevo Régimen procuraban reconciliar a los ciudadanos, cegar
los abismos que el furor partidarista había abierto entre las facciones, excogitar los
medios más eficaces para restablecer la concordia y la paz en la familia ecuatoriana. Y,
precisamente, en esta hora que se creía propicia a la consolidación del orden, surgieron
las graves dificultades y rompimientos que he detallado; de modo que el gobierno se vio
colocado nuevamente al bordé de mi precipicio insondable.
Había nada menos que optar entre el apoyo a la candidatura de Franco, o la
revuelta indefectible, en el momento mismo en que Alfaro dejase el poder. Y esta
disyuntiva no podía ser más pavorosa; porque la elección de Franco era la dominación
militar despótica y absorbente, la retrogradación del país a los tiempos de Juan José
Flores, en que la arbitrariedad del sable pasaba por sobre toda ley y todo derecho; y la
revolución militar que se prometía alzar al mismo caudillo añadía a los anteriores males,

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la efusión de sangre, el dispendio de los caudales públicos, el atraso y la miseria del
pueblo, en fin, la demagogia militar que es la peor de las formas demagógicas.
La perspectiva era por demás aterradora; pero Alfaro se mantuvo firme y se
aferró a sus primeras ideas, como verdadero republicano. “Tengo que mirar aún por la
seguridad y garantías de los conservadores, no sólo de mis partidarios decía: soy jefe de
la nación, y estoy obligado a dejarle un gobernante que la haga feliz. Por otra parte, soy
enemigo de los gobiernos militares; y debemos buscar un candidato civil que piense y
obre como nosotros. En Lizardo García no hay que fijarse, porque no reúne las
condiciones necesarias para gobernar al Ecuador”.
Buenas, óptimas las ideas del Presidente Alfaro; laudable, por demás laudable,
su propósito de combatir con toda entereza a la facción demagógica, oponiéndole una
candidatura civil prestigiosa, apoyada por la mayoría liberal. Más, todo ello no era
suficiente para dejar favorablemente resueltas las dificultades; ya que cualquier
candidato civil triunfante, habría caído a causa de la rebelión del Ejército, el día mismo
que Alfaro hubiera tomado la vuelta de su casa. El germen revolucionario se
desarrollaba y tomaba forma espantable, a ojos vistas, en el seno de todos los cuerpos
del Ejército; y el temor disciplinario, acaso solamente el habitual respeto a su antiguo
Jefe, contenían todavía al soldado; pero el instante en que Alfaro descendiese a la
simple condición de ciudadano, desaparecería aquella débil valla, y la conflagración
había de extenderse rápidamente por todos los ámbitos de la República.
"Franco perderá al Partido y a la Nación" repetía Alfaro con mucha frecuencia; y
esta fue su idea dominante y fija en aquellos días de vacilación y borrasca. Nadie podía
prever el desenlace de situación tan lóbrega; y nos desesperábamos con el indefinido
aplazamiento de una resolución que conjurase la tormenta que se cernía sobre el país y
sobre nuestras propias cabezas, Alfaro permanecía vacilante, silencioso y grave: muchas
veces parecía que ni escuchaba nuestros razonamientos, como abstraído en hondas y
penosas meditaciones. Aterrados ante un porvenir siniestro, algunos propusiéronle que
se hiciese reelegir; consejo que rechazó con severidad, expresando que jamás cometería
ese crimen que lo pondría al nivel del General Ignacio de Veintemilla.
Siempre firme en su pensamiento de establecer un gobierno civil, propuso a
varios de sus amigos que aceptaran la candidatura; pero se negaron todos, pues veían
que la aceptación en semejantes circunstancias, constituía un sacrificio estéril, siendo la
clase militar enteramente contraria al sistema civilista. Nadie dudaba de que Franco se
levantaría en armas para apoderarse del Capitolio; y, por lo mismo, era casi imposible
que Alfaro diese con un ciudadano tan abnegado que, por salvar un principio, prestase
su nombre para una elección sin efecto práctico alguno; elección que, por lo contrario,
haría recrudecer la guerra civil, multiplicando y prolongando sus horrores.
La ansiedad aumentaba hora por hora; el desasosiego se hizo general en el país;
el clamor de los bandos políticos ensordecía; y, sin embargo, Alfaro continuaba en sus
vacilaciones, como fluctuando entre planes diametralmente opuestos, siempre tétrico y
mudo como una esfinge. ¿A dónde íbamos a parar? Nadie lo sabía ni siquiera podía
conjeturarlo.
Hallábamonos ya en víspera de la elección presidencial; y los trabajos
preparatorios se dividían únicamente entre los dos candidatos que Alfaro rechazaba, y

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que la oposición sostenía como bandera de guerra sin cuartel al Alfarismo. El justificado
temor al General Franco y acaso también la falta de principios definitivos y fines en el
señor García hicieron que la gran masa tradicionalista plegara a su candidatura; de
modo que el servadorismo tornó a la brecha bajo la bandera de la ley y seguro de
triunfar, aprovechándose de la división honda que reinaba en el partido de la
Regeneración.
En tan difíciles circunstancias, Abelardo Moncayo, Juan Benigno Vela y yo,
creímos haber hallado una solución favorable; al bien, sacrificando el propósito de
establecer por entonces el régimen civil.
Proclamar una candidatura militar que llenase las aspiraciones del Ejército y lo
volviese a la senda del deber y la subordinación, al mismo tiempo que diese estabilidad
al liberalismo y garantías a todos los ciudadanos, nos pareció lo mejor que podía
hacerse en beneficio de la República, en aquellos momentos de confusión y suprema
angustia.
El General Leónidas Biaza Gutiérrez era un hombre nuevo en la política, sin
compromisos y sin odiosidades; y juzgamos que sería el más a propósito para servir de
lazo de unión entre los liberales, y aun para aquietar las alarmas del partido
conservador.
Había mostrado moderación y acatamiento a las libertades públicas; preciábase
de discípulo de Montalvo y Alfaro, y hasta pretendía contarse entre los propagadores de
la doctrina liberal; gozaba de algún prestigio en el Ejército; y había sido protegido desde
su primera juventud por el Caudillo radical y su familia Motivos eran éstos más que
suficientes para persuadirnos de que la candidatura del General Plaza sería bien mirada
por el Presidente y los suyos; y aceptada también por la mayoría de ciudadanos
opuestos a la postulación de Franco y a la de Lizardo García. Pero nos equivocamos de
medio a medio: Alfaro la rechazó con manifiesto enfado; y jamás se llegó a conseguir
que el pueblo la acogiese, como tan ligeramente nos habíamos imaginado.
“No conocen Uds. a Placita nos dijo el Presidente, en tono severo: no tiene ese
hombre principios ni bandera; y es muy capaz de traicionar a los liberales, como ya lo
hizo en Centroamérica. Falaz, ingrato y felón, nadie puede tener confianza en él. Yo lo
conozco bien, y por eso lo rechazo”.
Nada tuvimos que replicar. Sin embargo, nuestra labor llegó a traslucirse; y bien
pronto fue apoyada por casi todos los amigos del General Alfaro, los que ansiaban salir
de la situación peligrosísima en que el problema electoral los había colocado
Organizáronse Juntas de adictos a Plaza, proclamándolo candidato de transacción; pero
el Presidente se resistía con tenacidad a toda insinuación, manifestándonos algunas
veces con cierta acritud que nos hallábamos laborando la ruina de la patria…
Las exigencias de la Plaza Mayor como Alfaro solía llamar al círculo de sus
íntimos amigos subieron de punto; y a la postre hubo de ceder a tanta porfía, como se
cede a una necesidad dolorosa e inevitable.
Debo confesar paladinamente que fui el más empeñado en la candidatura de
Plaza; y que, por tanto, me corresponde gran parte de la responsabilidad en este grave
error político; pero alegaré en mi defensa que procedí así, arrastrado por el deseo

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patriótico de evitar la guerra civil y las desgracias que todos auguraban, en caso de que
Franco llegara a ocupar el solio presidencial.
Lanzóse la candidatura del General Plaza; y los ecuatorianos, como si hubieran
previsto los futuros acontecimientos, la miraron con glacial indiferencia.
El favor oficial la hizo triunfar en todas las provincias; pero el más pavoroso
vacío circundaba al Presidente electo, el que tuvo que retirarse a Manabí, avergonzado
de su derrota moral,
Y allí, en su transitorio retiro, comenzó a levantarse el antifaz. Alfaro recibía
insistentes y fidedignos informes de la falsía e ingratitud con que ya estaba procediendo
su protegido.
En efecto, viéndose aislado y sin ninguna opinión en su favor, Plaza resolvió
conquistarse una muy extraña popularidad, mediante pactos secretos con los mayores
enemigos de los mismos que le habían ceñido la banda tricolor; pactos cuya cláusula
principal consistía en la formal promesa de sacrificar a sus propios amigos, de alejar de
los negocios públicos al General Alfaro y a su círculo, reemplazándolos con los más
encarnizados adversarios de lo que por entonces se llamaba Alfarismo, y que no era sino
el núcleo de los ecuatorianos que sostenían los genuinos principios políticos que
proclamó la gloriosa Revolución de Junio.
Propúsose también negociar con el partido conservador; pero éste, más avisado
que las facciones liberales, no le prestó oídos y se mantuvo en una prudente reserva. No
sucedió lo mismo con Franco y García: ellos habíanle escuchado con entusiasmo y
héchole concebir esperanzas de seguro y eficaz apoyo, siempre que continuase por el
camino de traición que tenía emprendido.
Empero, el General Franco no procedía de buena fe en esta siniestra
negociación; puesto que, al mismo tiempo que atendía a los negociadores de Plaza,
seguía maquinando la revuelta en los cuarteles. El juego estaba empeñado; y los
aspirantes al poder supremo procuraban engañarse recíprocamente y sin reparos.
Todo lo sabía el General Alfaro; y nos reprochaba con amargura el haberle
inducido a cometer un error tan grande, que no era posible medir la profundidad del
abismo en que había de precipitarnos. Era ya tarde, por desgracia; y cuando se trató de
buscar un remedio, los pareceres resultaron sumamente divididos, en el seno de la
denominada Plaza Mayor.
Los más prudentes opinaban que debía trabajarse asiduamente para atraer al
General Plaza al sentimiento del deber y colocarlo de nuevo en el buen camino, sin dar
a sospechar siquiera que eran conocidos sus proyectos de traición y felonía. Acaso los
de este grupo juzgábamos al General Plaza con demasiado optimismo o superlativa
candorosidad; mas, partíamos de que el rompimiento con el Presidente electo, no
produciría otro resultado que ofrecerles una bandera a los bandos de oposición, que
cederles una incontrastable fuerza, la de la constitucionalidad; lo cual, en concepto
nuestro, valía tanto como abdicar el poder y rendirse a discreción.
El Dr. Vela y yo nos empeñamos en sostener este dictamen, hasta que se nos
tachó de parciales, por cuanto Leónidas Plaza afectaba cultivar muy estrecha amistad
con nosotros. Pero yo había llegado a conocer la índole verdadera de este hombre, y ya
no me engañaban sus zalamerías y fingimientos: lo único que me obligaba a sostener las

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medidas de prudencia que en el Gabinete había expuesto, era una poderosa razón de
Estado, la conveniencia de no romper ese hilo que, aunque demasiado tenue, nos unía
aún y podía conducirnos a la consolidación de la paz.
Otro grupo estaba por la dictadura. Alegaba que la salvación del partido y el
mantenimiento del orden requerían imperiosamente un golpe de Estado; pero el
Presidente volvió a repetir que de ninguna manera podían esperar de él, un tan enorme
atentado; y que prefería correr cualquier riesgo, por grande y terrible que fuese, antes
que manchar de tal guisa su buen nombre.
Alfaro cortó de golpe la discusión, manifestándonos que había adoptado ya su
plan político, el que nos daría a conocer muy luego; pero que nos advertía que dicho
plan se llevaría a cabo de modo indefectible.
Entretanto, habíanle llegado al General Plaza los rumores de lo que en el
Gobierno pasaba; y, sin duda temeroso de que sus enemigos explotasen tan quebradiza
situación, hallándose él ausente; o de que un prolongarlo alejamiento de la Capital
confirmase las sospechas nacidas de su ambigua conducta, regresó rápidamente a
Guayaquil; y desde dicha ciudad dirigió telegramas y cartas que tendían a disipar las
nubes negras, que flotaban ya sobro sus manejos políticos.
Alfaro indudablemente de acuerdo con su plan político llamóle a Quito, sin
ocultarle nada de lo que acerca de su conducta corría; e invitándole a desmentir aquellas
deshonrosas especies. Plaza contestó que iría a la Capital acto continuo, para confundir
victoriosamente a sus calumniadores. Y repitió todas sus protestas de adhesión y amor
que tantas veces había hecho, antes de ser, elegido ora al Caudillo radical, ora a la causa
de la Regeneración de la República.
Pero, lejos del cumplir lo prometido, detúvose en el tránsito con varios
pretextos; y por donde quiera que pasaba, iba dejando rastro de su ya descarado
proceder. Alfaro perdió con la paciencia, todo tino político; y le asestó un golpe tan
descomunal, que lo habría exterminado, si la situación no hubiera sido extraordinaria y
violenta.
Ignoro si el Presidente conferenció con alguno de sus amigos sobre el paso
decisivo que iba a dar: muchas veces he procurado inquirir algo al respecto, pero sin
resultados satisfactorios. Lo cierto es que una mañana me llamó aparte y me entregó
unas cuartillas escritas de su mano y a lápiz, como acostumbraba hacerlo; y pidióme que
las leyera en voz alta. Leílas, y quedé asombrado de lo que el General había escrito.
¿Esto significa le dije que Ud. ha resuelto quemar sus naves? Haga Ud. poner en limpio
ese telegrama me contestó; eludiendo manifiestamente responder a mi pregunta.
Hícele algunas reflexiones; mas, permaneció silencio.
Volvimos al gabinete presidencial; y, esperando todavía hacer un nuevo
esfuerzo, para que modificase, por lo menos, tan extrema resolución, no me di prisa en
cumplir lo que me había encargado. Sin duda comprendió mi propósito, y me exigió que
despachara cuanto antes la comunicación que tenía entre manos.
Acérqueme, pues, al Secretario privado y le dicté aquel famoso telegrama
histórico, que tanta polvareda produjo entonces, y, que es el mayor bofetón que ha
podido recibir un Presidente electo, en presencia de una nación entera. Ese telegrama,
suscrito por un Magistrado caballeroso y leal, reprochando toda la negrura de la

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conducta de su favorecido ingrato y traidor, constituye una marca de oprobio para el
General Plaza; y bastaría esta sola página de su historia, para darle aquella siniestra y
temida inmortalidad de los desleales.
Este era el plan político que Alfaro nos había ofrecido revelar a su tiempo:
enrostrarle a Plaza su doblez, con inusitada acritud y de manera ruidosa, a fin de que
fuera conocida por los ecuatorianos y los extranjeros; y pedirle, en consecuencia, la
renuncia del cargo supremo para el que se le había hecho elegir.
Ese telegrama era un brote de la justa indignación producida en el alma noble de
Alfaro, por la pérfida conducta de Plaza; pero un paso tan decisivo significaba el
rompimiento estrepitoso que temíamos y habíamos querido evitar en días anteriores; era
quemar las naves, como le dije al Presidente; era hacer imposible todo avenimiento en
pro de la armonía y unión de los liberales; todavía más, era dar una bandera a la
oposición y lanzarla a la lucha.
Como era de esperarse, dado el carácter de Plaza, contesto negando los cargos y
ofreciendo, con la más increíble sumisión, renunciar la Presidencia, en cuanto llegase a
la Capital, Y se presentó en Quito rodeado de una atmósfera que lo asfixiaba: Alfaro se
negó a verlo, y se dio el raro y triste caso de que un Presidente electo fuese recibido sólo
por una docena escasa de liberales; y éstos mismos, no porque lo estimaron, sino porque
todavía pensaban en tentar una reconciliación política que evitara disturbios y
desgracias a la República.
Plaza pasó por todas las humillaciones , posibles, para hacerse perdonar de
Alfaro; fue al extremo de escribir una carta bochornosa, en la que ofrecía nada
menos que ser a manera de pupilo del ex-Presidente, y no dar paso sin consultarle.
Ningún Magistrado, en ningún tiempo, en ningún país, ha comprado el poder con tantas
bajezas: la banda tricolor que ciñó Plaza, fue por él mismo arrastrada en el polvo, sin
rubor alguno. Demasiado extremado era el sometimiento de Plaza, para que fuese
sincero; y pocos fueron los engañados con tan refinada hipocresía.
Alfaro y sus principales amigos vieron con claridad lo que sucedería; y no
halagaron ni por un instante, la esperanza de que Plaza cumpliera sus promesas de
última hora.
Astuto y falso, el disimulo le servía de escudo y resorte político, y tras cada
sonrisa ocultaba una mueca de odio; tras de cada palabra halagüeña, una amenaza;
vengativo implacable, escondía sus rencores hasta poder herir al enemigo a mansalva y
sobre seguro. El fondo de esta tortuosa política, de la que Plaza ha formado escuela, es
un maquiavelismo burdo, sin los refinamientos de la diplomacia florentina, sin esas
formas atractivas de los fundadores del sistema, sin las sutilezas de ingenio, en que
prevalecían los discípulos de Maquiavelo.
La política placista consistía simplemente en el engaño inverecundo, en la
trapacería ruin, en la mentira ignominiosa y pudiera decirse que se tendía con ella, a
extinguir la moral pública, y fundar una especié de utilitarismo monstruoso, cuya
doctrina podía compendiarse en este criminal principio: Es lícito faltar a todo deber
humano, para obtener el poder y conservarse en él, contra la voluntad de los pueblos.
En esos días de tanta agitación y zozobras, tuve oportunidad de estudiar el
verdadero carácter del General Plaza, y de conocer y pesar sus máximas políticas; por lo

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que, convencido de los graves peligros del liberalismo, y de la patria misma, díjele al
señor Alfaro, en presencia de dos o tres de mis colegas en el Gabinete: La perdición del
Partido es indudable: estamos colocados entre Scila y Caribdis. Creo que ha llegado el
caso de escoger entre la dictadura o la renuncia de nuestros más caros ideales. La
dictadura que yo he combatido, cuando hubo quienes se la propusieron a Ud., al
principio de esta situación indudablemente puede calificarse de suicidio; pero, por lo
menos, hay algunas probabilidades de salvación para el liberalismo.
Alfaro me oyó, silencioso y grave. Después contestóme: “¡Imposible! No nací
para imitar a Veintemilla...”
Siguióse un prolongado silencio, qué interrumpí con estas palabras: "No hay
sino que revestir con el decoro posible al poder que cae". Y expuse la manera cómo, en
mi concepto, debía trasmitirse, el mando; rodeando aquel acto de toda la dignidad
propia de la caída de un hombre tan eminente como él Caudillo del radicalismo
ecuatoriano.
Plaza tomó posesión del mando supremo en medio del aplauso frenético de los
enemigos del liberalismo y del ex Presidente; los que, desde los famosos telegramas de
Alfaro, habían rodeado al nuevo magistrado, aclamándolo y reconociéndolo así como a
su jefe.
Todos los odios y venganzas contra Alfaro, como lo habíamos previsto, se
transformaron en palancas para la, elevación del nuevo Presidente; y éste, embriagado
con esa popularidad ficticia, no guardó ya miramiento alguno con sus protectores, y dio
rienda suelta a todos sus resentimientos y venganzas.
Aplaudió y premió todo ultraje a los caídos; organizó él mismo una asonada de
la plebe contra Moncayo y contra mí, que tanto le habíamos defendido ante Alfaro;
pagó a los más infames libelistas para que insultaran y calumniaran sin cesar al General
Alfaro y a sus amigos más connotados; hizo multiplicar acusaciones tremendas e
inverosímiles, por la prensa y en los Congresos, contra los que lo habían hecho
Presidente de la República; en una palabra, persiguió y oprimió ruinmente,
canallescamente, torpemente, a los ciudadanos que de algún modo habían actuado en la
administración anterior y favorecídolo.
Con Alfaro, en especial, manifestó una saña sin ejemplo, un odio feroz, una
venganza insaciable y bestial: lo ultrajó y vejó de todas manera; pero el noble Viejo se
mantuvo sobre el pedestal de sus indiscutibles méritos, mirando desde arriba, con
olímpico desprecio, la insensata furia de su enemigo.
Las Memorias del General Alfaro, sobre la elección y gobierno de; Plaza obra
que, editaba en Nueva York, ha sido reproducida en algunos diarios de Guayaquil me
han relevado del trabajo de historiar detalladamente los sucesos de aquel período, de
nuestra vida política; limitándome, en consecuencia, a referir circunstancias que no han
sido consignadas en dichas Memorias, y a pintar ligeramente lo que aconteció en
aquellos tiempos.
Todos los pormenores de aquel grande error; todos los incidentes desdorosos de
la conducta del pretendiente; toda la influencia de las Juntas de Notables para vencer la
resistencia de Alfaro a la aceptación del Candidato que, en mala hora, propusimos
Moncayo, Vela y yo; todas las peripecias de aquella época de intrigas; todas las

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desconfianzas recíprocas; todos los manejos desleales y maquinaciones tenebrosas del
nuevo Presidente, están ahí, en las Memorias del viejo General.
Poseo el manuscrito original de esa obra; porque su autor, después de distribuir
varias copias a sus amigos, me hizo la distinción de confiarme las cuartillas que él
mismo había llenado con su mano.
Escrito sencillo, pero sobremanera verídico; ajeno a las galas de la retórica, pero
contundente y de una exactitud pasmosa, Las Memorias mencionadas destacan por
completo la figura de Plaza sobre el negro fondo de su política y de sus pasiones; y no
podría yo agregar ni una sola pincelada a retrato tan acabado, hecho por la mano de una
de los varones más eximios de la República.
Los defensores del General Plaza han llegado hasta el más repugnante cinismo,
no sólo confesando, sino aplaudiendo la felonía y la ingratitud con que procedió aquél,
contra los que cometieron el error de elevarlo al poder supremo. La inmoralidad de la
prensa asalariada por Plaza, no tiene ejemplo ni precedente en ningún país del mundo;
pues, en todas partes, donde dominan los perversos, la tarea de los que les venden su
pluma, es ocultar disculpar, desvirtuar las malas acciones de los tiranos, pero jamás
proclamarlas en voz alta y transformarlas en timbres de gloria.
Los escritores placistas no tienen criterio moral ni claridad alguna en la
conciencia: todo es bueno y laudable en el amo, por más que éste haya merecido la
execración universal con sus maldades cotidianas.
La felonía y la traición, habilidad política; la ingratitud y la doblez, entereza de
carácter; el engaño y la mentira, resortes de administración sapiente; la violación de las
leyes y de la Constitución, audacias del genio para salvar las situaciones difíciles; la
crueldad, la barbarie y el cainismo, manifestaciones de superioridad de espíritu,
arranques de estadista que, a trueque de sostener su bandera, no se detiene ni ante los
fueros más santos de la humanidad…!
Si Plaza hubiera vivido en la época del gentilismo, habría merecido la apoteosis;
y sus crímenes, convertidos en virtudes por los eunucos de palacio, lo habrían colocado
entre los dioses, al lado del imbécil Claudillo y del implacable Nerón.
“El Guante”, diario del General Plaza, decía el 25 de Noviembre de 1913, con
motivo de una falsa noticia, relativa a mi persona: “Eso del ofrecimiento de la Cartera
de Relaciones a Peralta, sería un colmo; pero ese colmo llevaría en las entrañas la
traición del General Plaza a su propio partido…”
“Hay toda clase de antecedentes en este asunto. Y bastaría con recordar que el
señor Plaza debió su primera presidencia absolutamente a la gestión del doctor Peralta,
quien se impuso a las veleidades de don Eloy Alfaro que, la víspera no más, designara
candidato a don Emilio Estrada…”
“Y el señor Plaza fue el hombre de Peralta, desde mucho antes, desde cuando
aquél lo llamaba Maestro al segundo...”
“Luego vino un enfriamiento, y en cierta ocasión le oímos confidencialmente al
General Plaza, ya Presidente, que estimaba al señor Peralta tan de veras, que su anhelo
consistía en que descansase de sus fatigas ministeriales que le agotaron durante cuatro
años enteros. Un destierro a lo ruso: esto es, una orden implícita de que el ex-Canciller
se retirase a sus propiedades de Yunguilla, con el ojo policial al margen”.

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No hay necesidad de comentarios: Plaza me llamaba “maestro”, me debía la Presidencia
en lo absoluto, y decía a sus confidentes que me había desterrado a lo ruso, y sometido a
la vigilancia de policial!..
M. Calle el Redactor de “El Guante” completaba a Biaza: sólo que sé le olvidó
hacer constar que fui yo quien se separó de Plaza, declarando por escrito que no
aceptaría ningún empleo público en el gobierno de mi pretendido discípulo; y que, por
lo mismo, es de todo punto falso aquello del destierro ruso, aunque tal haya sido la
intención del ingrato perseguidor de sus benefactores. Y tanto fue así, que devolví el
nombramiento de Plenipotenciario, que me extendiera para la negociación de un modus
vivendi con el Delegado Monseñor Bavona.
Para vengarse de Alfaro, Plaza juzgaba muy poco el destierro, los vejámenes sin
cuento, los dicterios y calumnias de cada día: esa alma tenebrosa ansiaba la ocasión de
poder asesinar a mansalva al hombre que lo había sacado de la nada; y llegó a revelar su
pensamiento homicida en documentos que han sido impresos, sin contradicción alguna
de su parte. Roberto Andrade publicó ciertas cartas a Lizardo García, en las que el
proditorio anhelo está expreso y patente, sin ambages ni disimulo, como medida de
política sagaz y justa, como legítimo ejercicio de un derecho del gobernante para
conservarse en el poder, Alfaro me comunicó por ese mismo tiempo, que el Coronel
Manuel Andrade había recibido la orden de fusilarlo sin forma ni figura de juicio, y en
el acto que en Guayaquil se suscitase el menor tumulto político; de manera que la vida
del Fundador del Liberalismo ecuatoriano estuvo pendiente, por muchos meses, de la
voluntad de un jefe de batallón, y de cualquier incidente que alarmare a las autoridades
del Guayas.
Manuel Calle el defensor y panegirista de todos los crímenes de Plaza dice en El
Grito del Pueblo Ecuatoriano, 15 de Enero de 1915: “Ah, ¿es que no saben que se habla
también de la candidatura del señor Antonio Gil, el Intendente desleal que, por
confraternidad masónica, dejó escapar a don Eloy Alfaro de la ciudad de Guayaquil,
para que consumase la trastada de la revolución de Enero de 1906, que tantas
desventuras había de traer a la Patria; cuando, desde los últimos meses del gobierno del
General Plaza, tenía la orden confidencial, dada por dicho Plaza, de fusilar o ahorcar
al Viejo, si éste hacía finta de escaparse? Porque yo me sé que, entonces a lo menos, el
señor Plaza le tenía ganas al Anciano Luchador, hasta el punto de desear que le hiciese
una revolución para salir de él. Después… no sé".
He ahí un testimonio de parte interesada y, por lo mismo, irrecusable: Plaza
había resuelto asesinar a su benefactor desde 1904....”
Terminó el gobierno del General Plaza; y nos impuso, como sucesor, a su
antiguo rival político, al señor Lizardo García.
El odio al General Alfaro, había hecho que estos dos hombres se echasen
mutuamente los brazos, olvidando la guerra cruel que se hicieran durante la última
elección; de manera que bien puede decirse que García llegó a ser la rueda principal del
mecanismo placista.
Sin embargo, debo añadir con imparcialidad y justicia, que Lizardo García no
era depravado ni traidor, por más que su animosidad y venganza contra el Caudillo
radical, hayan llegado al punto más subido. Comerciante honorable y hábil, habíase

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levantado con el propio esfuerzo y a impulsos de la laboriosidad y de la hombría de
bien; tanto que podía gloriarse de haber creado su posición social y política sin el
concurso de nadie. Más, cerebro débil, se mareó con los triunfos obtenidos: dio entero
crédito a la adulación, y convencióse de que era gran hacendista, gran administrador,
gran hombre de Estado.
Este envanecimiento lo perdió; porque, astutamente explotado por el General
Plaza, vióse el honrado mercader envuelto en las mallas de aquella inmoral política, de
tal modo, que le fue muy difícil evitar que lo arrebatara, la corriente, y su acrisolada
probidad estuvo a punto de sucumbir por falta de carácter.
Había hecho un viaje a Londres, como agente financiero del gobierno de Plaza;
y allá trató de llevar a cabo la operación aquella, sobre bonos, que tantos disgustos le
produjo, y en la cual escapó de naufragar su bien sentada honradez.
El General Alfaro y yo, acusados temerariamente por Ministros de Plaza de
haber favorecido a la Compañía del Ferrocarril trasandino con perjuicio de la Nación,
vímonos obligados a defendernos ante nuestros conciudadanos. Alfaro denunció el
embrollo cometido en Londres con los Bonos; y yo publiqué una serie de escritos sobre
el mismo asunto; escritos que el malogrado periodista don Luciano Coral reprodujo en
un pequeño libro, con el título de “Porrazos a porrillo”.
Sublevóse la opinión contra el círculo financista que dominaba la República; y
todos los pueblos volvieron la vista al anciano Caudillo, pidiéndole que los redimiera de
aquella nueva calamidad.
García no estaba sostenido sino por el placismo; facción compuesta, como ya lo
hemos visto, por todos los enemigos más encarnizados de Alfaro. El General Franco
había allegado su mesnada a dicha facción; García, la suya propia; y aun los
conservadores, a última hora esperando obtener una evolución favorable a su causa,
merced a la debilidad y falta de doctrina del Presidente mostráronsele propicios y
dispuestos a sostenerlo.
No obstante esta alianza de todos los elementos de oposición al sistema político
liberal radical, llamado Alfarismo, el señor García nadaba sin rumbo, en el vació; y se
vino a tierra al primer soplo de la opinión pública, sin que le valieran sus alardes de
honorabilidad y fuerza.
La Campaña de veinte, días cambió la faz del país; y el bando placista, derrotado
en todo terreno, limitóse a mantener la agitación y avivar más y más el odio contra el
vencedor en el Chasqui.
El pueblo de Guayaquil había arrojado del suelo ecuatoriano al General Plaza,
con rechiflas, y a sombrerazos; el General Franco había entregado las armas a un cura
párroco, y dispersado la brillante División de su mando; el Ministro de Guerra que
mandaba personalmente las fuerzas del gobierno corrió en los primeros momentos del
choque, y le llevó a García, antes que nadie, ,la noticia del desastre: el régimen
financista no tenía cimiento alguno, y al primer sacudimiento fue reducido a escombros.
Alfaro no tuvo sino que presentarse en la palestra, para que todo cediese a su valor y
prestigio.
El placismo pudo convencerse de su impotencia e impopularidad; pero todos los
elementos vencidos en el Chasqui, permanecieron unidos por el odio al Viejo Luchador,

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como ellos mismos apellidaban al General Alfaro. Hicieron de la prensa un taller de
difamación, uno como lupanar de da política; y los libelos placistas competían en
procacidad con las más inmundas producciones de la prensa clerical.
Dos odios mortales, dos rencores inextinguibles, dos venganzas insaciables, se
mancomunaron, se fundieron, por decirlo así, en una sola lama de incendio, para
devorar y convertir en cenizas el partido Alfarista y a su Caudillo.
El Gobierno Regenerador reanudé sus patrióticas labores: con la empereza y el
ahincó que le, eran propios; pero se vio combatido sin tregua por la facción demagógica
de Plaza, y por el clericalismo, tradicional y eterno adversario de la regeneración del
país.
Bajo banderas diversas militaban, al parecer; y, sin embargo, combinaban sus
ataques, ambas falanges enemigas, pues existía una coalición de jacto contra el odiado
alfarísmo. Y hubo vez en que formaron en las mismas filas, y empuñaron juntos las
armas para derrocar al Gobierno constitucional.
Gonzalo Córdova amigo, compadre y favorecido de Alfaro había llegado a ser
Ministro del General Plaza, e instrumento de sus venganzas; por lo cual se constituyó en
procurador político de dicho General, así como en portaestandarte de esa facción que se
decía la única radical extremista e inconciliable con los ultramontanos. Y, a pesar de
este exagerado rojismo, se levantó en armas con los conservadores de Cuenca, a los que
capitaneaba el Coronel don Antonio Vega; y asistió a una ceremonia sacrílega, aunque
risible, en el santuario de la Virgen del Rocío, en la parroquia de Biblián. Los clérigos
partícipes en la revuelta, deseosos de enardecer el fanatismo, idearon la farsa de que la
santa imagen entregara los fusiles bendecidos en una misa solemne, a los defensores de
la fe, que fueron a sucumbir en la rota de Ayancay. El nuevo cruzado aplaudió tan impía
comedia. De esta laya de rojos se componía el placismo: tránsfugas de todos los
partidos, y por el mismo caso, sin ideas fijas ni credo determinado.
Alfaro, en su segunda administración, llevó a término reformas trascendentales y
avanzadísimas, que no es del caso rememorar aquí; y subió de punto, como era natural,
la animadversión del clericalismo contra el incansable Reformador. Basta registrar la
colección de publicaciones de la prensa conservadora de aquella época, para ver que
destilan únicamente veneno y sangre; que toda la tarea de los defensores del
tradicionalismo, se reducía a matar los sentimientos de humanidad en el corazón de las
ignorantes y fanatizadas turbas, como si se las preparase para un gran crimen; a borrar
todo respeto, toda consideración a los depositarios del poder público, como si se los
destinara a ser pisoteados aun por la hez de la plebe; a infundir en el alma de todos los
ciudadanos una profunda y salvaje aversión al General Alfaro y a sus colaboradores,
como si desde entonces se preparase las escenas canibalescas de Enero de 1912.
Y la facción placista aliada de hecho del clericalismo en está faena de perversión
y sangre aventajaba en esfuerzos para conseguir tan prodictorios fines, a los mismos
secuaces del terrorismo ultramontano.
No olvidemos la existencia de estas dos fuerzas de oposición, mortal y
sanguinaria; de estas dos fuerzas que obraban conjuntamente, acaso sin haberlo pactado
de modo expreso; de estas dos fuerzas que eran el ariete formidable contra el Alfarismo,

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ariete movido por el odio común de las dos facciones que juzgaban indispensable la
muerte del Caudillo radical, para la consecución de sus respectivas aspiraciones.
El desaparecimiento de Alfaro y de su partido, era ansiado por el tradicionalismo
católico, que ya había declarado lícito eliminar al tirano; y por el placismo
anarquizador, para quien la mejor y más fácil solución política es el puñal del asesino.
Ambos bandos habían predicado, más o menos envelada mente, la conveniencia
del tiranicidio; ambos invocaban la salvación pública, como justificante de su doctrina
disociadora; ambos habían puesto, más de una vez, los medios para llevar a la práctica
sus negros designios; en fin, la muerte de Alfaro no podía satisfacer sino a estos dos
odios coexistentes, ni aprovechar más que a las concupiscencias de los placistas, y, al
fanatismo y ambiciones de los conservadores.
Si he tenido que escribir estos dos capítulos, sobre los antecedentes de la
tragedia, ha sido porque, sin ellos, habría sido difícil dar con la clave verdadera de tan
funestos acontecimientos; habría sido extraviarse voluntariamente en la senda de la
Historia, al prescindir del móvil de los sucesos, único hilo conductor que puede
llevarnos hacia la verdad.
¿Quiénes odiaban y buscaban la muerte de Alfaro? ¿A quiénes aprovechaba
la eliminación criminal del ilustre Caudillo? ¿Quiénes habían preparado el terreno para
la comisión del crimen? ¿Quiénes lo habían justificado de antemano, como para
pervertir las ideas morales del pueblo? ¿Quiénes habían procurado asesinar ya otras
veces al Jefe de la Regeneración ecuatoriana?
No se puede dar un solo paso en la investigación do los verdaderos responsables
de los asesinatos de Enero, sin hallar previamente una respuesta satisfactoria y
comprobada, a cada una de las anteriores preguntas; y esto es lo que se ha hecho en los
dos capítulos precedentes, que van a servir de base a mi ulterior trabajo de investigación
concienzuda y justiciera.

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CAPITULO III

REVOLUCIÓN DEL 11 DE AGOSTO

Hubo un momento de tregua aparente en la lucha de los partidos, con motivo del
conflicto con el Perú; pero, en realidad, no cesó la tenebrosa labor de zapa emprendida
por el conservadorismo y la demagogia placista.
Todos los hombres públicos hacían alarde de amor a la Patria, y ofrecían su
apoyo incondicional al Gobierno, a fin de salvar la honra y la integridad de la Nación y
todos los ecuatorianos, como un solo hombre, corrieron a las armas, deseosos de
sacrificarse por el suelo sagrado en que habían nacido.
Toda la República se transformó en un solo campamento; y no escasearon las
fervientes adhesiones de algunos círculos de oposición, al mismo Gobierno que
combatían, al mismo Caudillo que anhelaban hacer desaparecer.
Para honra del Ecuador, debo decir que las manifestaciones patrióticas de la casi
totalidad de los ciudadanos, eran sinceras; más, había, indudablemente, muchos
zapadores de la, revolución; que se aprovechaban del entusiasmo popular, para seguir
minando el orden constitucional. Y este trabajo infame, esta tarea antipatriótica, se,
dejaba ver claramente y a pesar de la máscara con que creían ocultarse: las aviesas
intenciones, los pérfidos propósitos, las miras de traición, transparentábanse y se
destacaban en medio de las alharacas patrióticas de aquellos malos ciudadanos.
Plaza había manifestado solemnemente, sin que ninguno de sus partidarios le
hubiera contradicho, su opinión de que no debía disputarse por una cuarta más o menos
de territorio; y que las extensas y ricas comarcas amazónicas que componen el Ecuador
del porvenir no merecían que se guerrease por conservarlas. Y, consecuente con tan
antipatrióticas ideas, no trepidó en resucitar el antiguo Tratado de Arbitraje Espinosa
Bonifaz, desventajosísimo para la Nación; y nos arrastró fatalmente a un Tribunal, en
el que habían de naufragar nuestros derechos, a causa de múltiples circunstancias.
Miguel Valverde, Canciller de Plaza, no era conocedor do las leyes y prácticas
internacionales; y mucho menos, del grave y complicado litigio con nuestros vecinos
del Sur; de modo que no le fue difícil al hábil y poco escrupuloso Plenipotenciario
peruano, don Mariano Cornejo, envolverlo en las redes de su diplomacia florentina
Hízole las más halagadoras promesas, y hasta acopló la línea divisoria que exigía
transaccionalmente el Ecuador; acuerdo que reducía la labor del Arbitro, a la simple
aprobación del deslinde ya practicado de manera privada y directa, por las partes
litigantes. Valverde le prestó entero crédito a Cornejo, y dio por zanjadas las
dificultades que habían dividido a las dos naciones, durante una centuria; pero, por su
completa inexperiencia en esta clase de negociaciones, no se cuidó de hacer constar
aquellos acuerdos, por lo menos, en una de esas notas que dicen verbales; ya que no,
en acta solemne de la conferencia y sus conclusiones. Falta de conocimientos
diplomáticos y sobra de infantil credulidad hicieron que nuestro negociador cayese en el
lazo; y se firmó el Protocolo Valverde Cornejo, que vino a ser el primer funesto fruto
de la criminal teoría del Jefe del Estado, acerca de la indiferencia con que debía mirarse
la defensa del territorio amazónico. El Perú si bien, por medios reñidos con la lealtad y

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la buena fe obtuvo un pleno y fácil triunfo; pues, cuando llegó el caso de hacer valer los
acuerdos con Cornejo, éste los negó en lo absoluto, y la discusión judicial se extendió a
la totalidad de nuestros derechos a la soberanía en el Amazonas.
El Protocolo Valverde Cornejo entrañaba tan visibles peligros para la República,
que fue acerbamente censurado por muchos escritores independientes y patriotas; y
también yo publiqué un pequeño opúsculo, con el título de “¿Ineptitud o Traición?”; en
el que demostré los graves errores del Canciller y el abismo a donde nos conducía
torpemente el Gobierno.
Y se; diría que Plaza y sus Ministros obraban a sabiendas del desastre que nos
sobrevendría; porque se procuró echar la carga y sus responsabilidades sobre el partido
conservador exclusivamente, nombrando sólo a ciudadanos de dicho bando, para la
defensa del añejo pleito, ante el Rey de España. Cuentan que se loaba de su habilidad el
Presidente, hablando .con sus íntimos ¿amigos; a los que aseguraba que cualquiera
eventualidad desgraciada en el litigio, en nada afectaría a su gobierno ni a los liberales,
pues los conservadores serían, los que soportasen, las consecuencias de la pérdida de la
región oriental, si tal acontecía.
Y no fue esto únicamente lo que indignó al patriotismo en aquel entonces; y
demostró con toda evidencia, que para el General Plaza y los suyos, nada significaban la
dignidad nacional ni lo sagrado del suelo patrio. Corrió sangre ecuatoriana en Torres
Causana y en Angoteros; los peruanos avanzaron por sobre de los cadáveres de los
defensores dé nuestra, bandera, y ocuparon zonas orientales jamás disputadas al
Ecuador; nuestras armas habían sido humilladas en el Oriente; y el placismo, no sólo
presencio con los brazos cruzados y la lengua muda estos sucesos, sino que a raíz de tan
alarmadoras noticias, Plaza, sus Ministros y otros altos funcionarios públicos, se
divertían y bailaban en la Legación peruana…! ¿Cómo pudieron esos malos ciudadanos
saborear un champaña mezclado con la sangré de sus compatriotas?
Repito que ni una voz se alzó dentro del placismo contra la doctrina de su
Caudillo; ninguno de los adherentes a ese partido, se indignó con los hechos que
someramente he citado: al contrario, Plaza y sus Ministros aspiraron el incienso perenne
de la adulación más servil; fueron encomiados y aplaudidos todo sus actos por la prensa
palaciega; recibieron solemnes votos de confianza de los Congresos, siempre
compuestos en su mayoría de gente venal y abyecta; les aturdieron a la continua las loas
y vítores de dos aspirantes a un mendrugo del presupuesto; y llegaron a persuadirse de
que eran los únicos y verdaderos patriotas quienes calumniaba el Alfarismo por
venganza política.
Y, sin embargo, esos mismos placistas, para quienes carecía de importancia la
integridad del territorio patrio; que debían mirar con indiferencia cualquier frontera, por
más que se fijara en los más altos contrafuertes de los Andes; que habían aceptado con
sumisión de esclavos la política internacional dé su Jefe; esos misinos malos
ecuatorianos, digo, cuando surgió él conflicto con el Perú en 1910, mostráronse
adversarios de toda concesión transaccional con nuestros contendores; exigieron que se
sostuviera con toda inflexibilidad el máximo derecho dé la Nación, sin permitir que se
menoscabase ni un solo palmo de terreno; y tomaron por lema de su bando, y por
palabra de orden en sus incendiarios escritos, la célebre frase que, en aquellos

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tempestuosos días, se tenía por expresión del más ardiente patriotismo: “Tumbéz
Marañón o la Guerra”.
¿Cual el secreto de un cambio tan radical y completo? La facción placiste creyó
sobreponerse de esta manera al Gobierno, en el ánimo de las enardecidas multitudes;
obstar todo, avenimiento con el Perú, y hacer inevitable la guerra, de la qué pretendía
aprovecharse para derrocar al General Alfaro.
Se equivocó el placismo en esta maniobra, y le salió completamente fallida;
porque Alfaro antes de que la facción enemiga pronunciaba la, referida palabra de orden
había declarado a la Cancillería peruana que, habiendo llegado la contienda á tales
extremos, sostendría el derecho estricto del Ecuador; y que, en pasó de que el laudo
arbitral, menoscabase este derecho, no se sometería a dicho fallo. Y esta patriótica
resolución la comunicó a los defensores de la República en Madrid, a fin, de que
ciñeran sus gestiones a los propósitos del Gobierno.
Ciertamente, poco antes de qué la tirantez viniese a su último término, el
General Alfaro había propuesto un arreglo directo, sobre bases equitativas y decorosas
para ambos países hermanos; o que, por lo menos, se cambiara de arbitro, sometiendo
nuestra disputa a una de las, potencias latinoamericanas, designada mediante un
protocolo adicional. Alfaro hizo esta proposición en momentos angustiosos para el
patriotismo, cuando se sabía ya que la política de Plaza y Valverde había producido los
frutos que temíamos; cuando se llegó a descubrir en Madrid el tenor, dé la sentencia
arbitral, cuyo proyecto, aprobado por las respectivas Comisiones, ya se tenía, escrito; es
decir, cuando se juzgaba perdido sin remisión nuestro territorio oriental.
El grito de guerra, lanzado en, ambas Repúblicas, a raíz de los acontecimientos
de los primeros días dé Abril de 1910, interrumpió aquellas negociaciones; y sé nubló
por completo el horizonte, al extremo de creerse inevitable una nueva guerra en el
Pacífico.
La facción de Plaza conocía, como todo el país, las proposiciones hechas por
Alfaro el Perú, y la demanda extrema, sostenida por dicho bando, dé la línea divisora
que señala el Protocolo Mosquera Pedemonte, no tenía otro que sentar los cimientos de
una terrible acusación contra el gobierno cuyos propósitos de transacción habían de ser
necesariamente calificados, en aquellos momentos de justa exaltación, como contrario á
la dignidad y derechos de la República.
Los mismos que afirmaban que no debía lucharse por, un palmo más o menos de
territorio, esperaban ahora qué él Gobierno se propusiera otorgar alguna concesión a
nuestros vecinos, par acusarlo de traición a la Patria y sublevar las multitudes contra el
Caudillo radical. Lo que buscaban con el pretexto de defensa nacional, no era, pues,
sino un asidero, una oportunidad para la revuelta: hacer inevitable el choque armado
entre los dos países o tener ocasión de explotar a más y mejor el sentimiento patriótico
del pueblo contra el Régimen que se proponían derrocar.
Desapareció el peligro de la guerra; y la facción placista disparóse contra Alfaro,
apellidándola traidor, embustero, etc., afirmando que “había engañado al pueblo,
burlado al patriotismo ecuatoriano, dejado, en fin, pasar la ocasión de reconquistar
todo él territorio oriental por medio de las armas”,

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Algunos escritores conservadores les hicieron coro a los placistas, y aun les
sobrepasaron en tan temerarias acusaciones, y afirmaron que la masonería peruana
habíale compelido al General Alfaro, a mantener una actitud tolerante y pacífica!
La paz era, por lo visto, un fracaso para los proditorios planes de los bandos de
oposición; y ante el malogro dé sus ambiciones, desahogaron todo su furor y despecho
con denuestos soeces e inverosímiles y torpes acusaciones.
Son tan grandes los males dé la guerra, que todos los pueblos civilizados
bendicen la mano que los liberta de esa horrible calamidad, y mucho más, si esto se
consigue sin mengua del decoro de la Nación, como sucedió con nosotros; pero, las
facciones antialfaristas se encolerizaron por el restablecimiento de la tranquilidad
pública, y calumniaron y maldijeron de todos modos al Magistrado que, con su entereza
y prestigio, detuvo la invasión extranjera, que hollaba ya nuestras fronteras.
Los más desaforados Oposicionistas sé habían apresurado a organizar y armar
batallones y escuadrones, con los elementos más hostiles al Gobierno, y bajo el pretexto
de defender el territorio nacional. Elegíanse los Jefes y Oficiales de esos Cuerpos de
ejército improvisados, entre los más pertinaces revolucionarios contra el Régimen
radical; y cualquier intervención del Gobierno en este importante asunto, cualquier
reparo relativo a la idoneidad, de los elegidos, se denunciaba como traba
maliciosamente puesta al entusiasmo popular, como rémora al patriotismo de los
ciudadanos.
Alfaro veía muy bien a donde iban; y, no obstante, los dejaba florar: tan seguros
se creían del triunfo, que ya no consideraron necesario ocultar por más tiempo su
antipatriótica resolución. Uno de, esos batallones que después se ha hecho célebre en los
anales del crimen recibía y juraba solemnemente su bandera en la Plaza de la
Independencia; y con tal ocasión, tomó la palabra un Capitán Julio Moreno, en
presencia de una enorme muchedumbre de pueblo de los altos funcionarios del Estado,
y con mano audaz rasgó el velo del misterio. Cubrió de ofensas a los encargados del
poder, elogió el patriotismo de los bandos de oposición, declaró, en fin, que no era
posible triunfar sobre las armas peruanas, sin otro orden de cosas en el interior, sin otros
caudillos que condujeran a las huestes ecuatorianas, al campo de la reivindicación y de
la gloria.
La prensa placista y la prensa conservadora pusiéronle por las nubes al heroico
joven que había puesto la mano en la llaga y el Ministro de Guerra y Marina, fiel a la
política de tolerancia y mesura adoptada por el Gobierno, no tuvo ni una palabra de
represión para el atrevido que de tal manera había pisoteado la disciplina militar.
Más tarde ese batallón se distinguió en las matanzas de Enero, como lo veremos
más delante.
Los partidos de oposición, indisolublemente unidos por e odio común el General
Alfaro, no cesaban de profundizar la mina y amontonar explosivos; y, si la guerra con el
Perú hubiera estallado, habríamos dado el escándalo de destrozarnos, disputándonos el
poder, en presencia misma del enemigo.
Con tan inveterados rencores, con miras tan nefarias, con ambiciones tan sin
freno, no era posible formar ese todo homogéneo, esa masa compacta y poderosa que se
debe, oponer a las invasiones extranjeras. ¿Qué moral militar, qué disciplina, que

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subordinación, en esos grupos de facciosos, organizados y capitaneados por enemigos
del orden público?
Cierto, evidente que la gran mayoría de los ecuatorianos era ajena a este infame
complot; pero, la división existía, la levadura de revuelta hallábase en, pleno fermento,
la discordia se preparaba a darle un fácil triunfo al enemigo exterior: la Patria
caminaba, empujada por las malas pasiones, a un desastre Indefectible.
Alfaro conjuró la tormenta con firmeza y tino admirables: más todavía,
consiguió dar en tierra con el Tratado de Arbitraje, que era el dogal puesto al cuello de
la Patria. La inhibición del Rey de España fue obra exclusiva de la entereza del
Gobierno: El Ministro de Estado español dice terminantemente, en su última
comunicación oficial a la Cancillería ecuatoriana, que Su Soberano había resuelto
excusarse de ejercer el cargo de Arbitro, en vista de la Segunda Serie de Documentos
Diplomáticos, publicada en Quito.
Muchos tenían por paso peligrosísimo, el solicitar la inhibición del Real Arbitro,
en cualquier forma que se hiciera; y el mismo Ministro Vázquez rehusó cumplir las
órdenes que, al respecto, le impartió el Gobierno por dos o tres veces. Alfaro se
mantuvo impertérrito en este medio, peligroso pero seguro, de salvar la situación; y a su
carácter inquebrantable se debe el que ya no pese sobre la República aquella amenaza
de muerte, que decíamos Tratado Espinosa Bonifaz.
Debo advertir que en el partido conservador hubo ciudadanos de verdadero
patriotismo que, dando de mano a todo interés de bandería, se consagraron a trabajar por
la salvación de la República, con ahínco y constancia que recogerá y recomendará la
Historia. Como Canciller que fui en aquella época, puedo afirmar que hallé toda clase
de apoyo en los miembros de da Junta Patriótica, sin excepción de colores políticos; y
que esta distinguida Corporación estuvo animada por el más ferviente y sincero amor a
la Patria. ¡Lástima que tan nobles y virtuosos sentimientos no hayan sido los de todo el
partido; y que una parte del conservadorismo haya dado preferencia a los intereses de
bandería sobre los grandes y trascendentales de la República!
Justo en mis apreciaciones, no puedo ocultar que hay ultramontanos notables, de
manifiestas virtudes cívicas y ardiente patriotismo; y siento que tan beneméritos
ciudadanos hubiesen aceptado la solidaridad con un bando político ya anacrónico, cuyas
doctrinas y actos han merecido y merecerán la execración de todas las generaciones
ecuatorianas.
Apenas desaparecido el peligro de la lucha con el Perú, volvió a ocupar la
atención de los bandos políticos, el gravísimo problema: de la sucesión presidencial; y
otra vez tornó el General Alfaro a sus desastrosas vacilaciones, como cuando se trató de
la elección de Plaza
Firmemente resuelto a establecer el régimen civil, se opuso a la candidatura de
su sobrino el General Flavio E. Alfaro; al , que, además, no tenía por hombre
capaz de gobernar atinadamente a la Nación.
El candidato rechazado, era militar valeroso y de prestigio, dotado de
inteligencia nada vulgar, aunque sin cultivo, y radical avanzado; pero, habiendo servido
como Ministro de Guerra al General Plaza, no inspiraba confianza al Viejo Luchador.
Los adversarios del militarismo apoyaban calurosamente la opinión del tío contra el

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sobrino; y así se produjo una nueva división en la división radical, división que, como
luego veremos, llegó a ser funesta para el alfarismo.
El Presidente ofreció la candidatura a dos o tres de sus amigos íntimos,
manifestándoles cuan importante era para la Nación, alejar del poder a los militares;
pero ninguno de los que recibieron tan halagüeña proposición, quiso aceptarla,
porque veían inminente una sublevación del Ejército en favor de Flavio Alfaro.
Este General desempeñaba ahora, poco más o menos, el mismo papel que
había desempeñado Franco, a la terminación del primer período administrativo del
Caudillo radical. La misma terquedad y obstinación de parte de éste; las mismas intrigas
y maquinaciones de parte del flavismo: la historia, como se ha dicho con exactitud y
justicia, resulta siempre la repetición de los hechos, en épocas y con hombres
diversos.
La actitud resuelta de los partidarios de Flavio, la negativa de los principales
amigos del Presidente, a prestar su nombre para la contienda electoral, la conspiración
constante de placistas y conservadores cumplieron sobremanera la situación, la
entenebrecieron y tornaron amenazante. Oíase, por decirlo así, el retumbar del trueno,
como si la tempestad estuviese muy cercana; y, ante un peligro que nada tenía de
ilusorio, dividiéronse los pareceres en el seno del Gobierno, según de ordinario acontece
en caso semejantes. Pero, la opinión que tomaba incremento por instantes, era la de
obligarle al anciano General a tomar sobre sus hombres el peso de la dictadura; es decir,
a empuñar la espada y desafiar el furor de todas las banderías y la opinión general de la
República.
Octavio Díaz, Ministro interino de Gobierno, patrocinaba proyecto tan
aventurado como impolítico: los Vocales de la Corte Suprema, señores Montalvo y
Albán Mestanza, el Presidente de la Cámara de Diputados, y, en genera1, todos los
Jefes Superiores del Ejército, seguían la misma corriente; desde luego, sin más anhelo
que el de refrenar la guerra civil que se tenía por segura, lo mismo que en los tiempos de
Manuel Antonio Fraileo.
Casi, todo el Gabinete estuvo en contra de esta opinión, la que combatí con mi
habitual franqueza delante del mismo Alfaro y tuve la satisfacción de que éste apoyara
resueltamente mis razones, y declarara que jamás aceptaría una proposición que lo
infamaría para siempre. Ya lo he dicho, Alfaro era ambicioso, pero únicamente de
gloria: ambición noble que lo elevaba por sobre toda aspiración vulgar y pequeña, y le
hacía mirar con horror todo paso que de algún modo pudiera menoscabar su buen
nombre. Su afán permanente, su obsesión única, era conquistarse un puesto brillante en
la Historia ecuatoriana; y el único, temor que cabía en su pecho, era perder el aprecio de
las futuras generaciones, empañar sus glorias y borrar sus, merecimientos a última hora.
Alfaro cuidaba de su reputación histórica con un escrúpulo rayano en nimiedad:
por nada de este mundo habría imitado a Ignacio de Veintemilla, como nos decía,
siempre que de dictadura se trataba.
Conocedor de que la grita de sus enemigos no perduraría ni encontraría eco en la
Historia, miraba con desdén los libelos infamatorios que a diario lo herían en lo más
vivo. Habría preferido mil muertes, antes que cometer una acción desdorosa, un crimen

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que lo cubriese de baldón, que lo borrase de la nómina de los buenos y eminentes
ciudadanos de la República.
No: Alfaro jamás pensó en la dictadura, ni remotamente: me lo dijo, de amigo a
amigo, con insistencia, como si quisiera desvanecer en mí, cualquier sospecha, que
hubiese podido concebir al respecto. Condenó con severidad las gestiones secretas de
los partidarios de aquella medida extrema; y les prohibió volver a tratar de ella, ni
privadamente, so pena de su enojo, Y como para quitarles toda esperanza, publicó su
célebre Circular, en la que prometía sostener la Constitución hasta última hora y
entregar el mando al elegido por los pueblos, el 31 del próximo Agosto. Como si
todavía no bastase una declaración tan explícita y solemne, aseguró lo mismo, ante el
Congreso Nacional, en dos Mensajes consecutivos, cuando los bandos de oposición
insistían en calumniarlo y poner en duda la sinceridad de sus declaraciones.
Alfaro era verídico y gran respetador de su palabra; y en esta ocasión, no sólo
estas prendas y su proverbial honradez garantizaban sus ofertas; sino también, su misma
ancianidad la enfermedad incurable de que adolecía, el cansancio de los negocios, la
amargura de las decepciones políticas; todo lo cual formaba una barrera insuperable
para que pudiese pensar en asumir una dictadura.
Pero, como no pasó desapercibida la silenciosa campaña de los partidarios de la
reelección, los oposicionistas apoderáronse de esta arma, la afilaron, envenenaron y
esgrimieron contra el Caudillo de la Regeneración, con furia verdaderamente insana,
con una perseverancia digna de mejor causa era la máquina de guerra, la catapulta
formidable destinada a Derrocar al coloso.
Siempre los coligados de facto, placistas y conservadores, unidos,
mancomunados, confundidos en el ataque al adversario común; y usando de toda clase
dé armas, por viles por inmorales qué fuesen, con tal de conseguir arrasar la fortaleza
enemiga.
He ahí el cuadro de la contienda en los últimos días del gobierno de Alfaro; y es
de lamentar que la ola de odio, que la inundación de cieno, no hubiesen perdonado ni
las alturas; puesto que hasta la Junta Patriótica, dando al olvido sus nobles y gloriosas
ejecutorias, puso la mano en esas armas que manchan, que ulceran, que estigmatizan
para siempre a las que las usan. Manifiesto de aquella Junta. Presidida por el Jefe de 1a
iglesia ecuatoriana, llamando a los pueblos a la guerra civil, con pretexto de una
dictadura maliciosamente supuesta, fue una proclama Incendiaria, el preludio de las
desventuras y de los crímenes que han caído sobre la Patria.
¡Cuánto ciega la pasión política! ¡A que abismos arrastran las venganzas de
partido y los odios del fanatismo y la intolerancia! Pasados los años, cuando el
equilibrio moral se restablezca, ¿podrá creerse que un ministro del Altísimo, que un
sacerdote del mansísimo Jesús, que un pastor de la Iglesia ecuatoriana fuese capaz de
suscribir ese llamamiento a la discordia entre sus ovejas?...
Mientras se desarrollaban las sucesivas peripecias de este espantable drama,
Alfaro hizo un viaje rápido a Guayaquil; y, persistiendo en su idea de iniciar el
civilismo, reunió una Junta de Notables, a la que consultó sobre la persona que debía
ser propuesta a los electores, como candidato radical a la Presidencia.

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Estaban divididos los notables; pero la mayoría favoreció al señor Emilio
Estrada, antiguo liberal y de honrados precedentes; y parece que el General Alfaro
contrajo el compromiso serió de apoyar la candidatura de este su amigo personal.
Sin embargo, según los papeles públicos de eses tiempo, nada quedó
definitivamente resuelto; pues era indispensable obtener la aceptación de los liberales
de la Capital y más provincias de la República, antes de dar por designado el candidato.
Alfaro tomó la vuelta de Quito; y nos anunció, en seguida, su deseo de oír el
parecer de sus amigos sobre la candidatura del señor Estrada. Los más de ellos
rehuyeron concurrir a la Junta provocada al efecto; tanto que ésta se compuso apenas de
siete personas que, por varias razones, no pudieron también negarse.
El Señor Ignacio Fernández Salvador tomó la palabra y propuso como
candidatos a los señores Luis Adriano Dillon, Francisco Martínez Aguirre y al que esto
escribe. Apresuréme a manifestarle que me había excusado ya antes; y que de ninguna
manera me era posible retirar aquella excusa. Los señores Dillon y Martínez Aguirre
retiraron también sus nombres del debate, fundándose en que así mismo se habían
negado a insinuaciones semejantes de parte de sus amigos.
Entonces habló el Ministro Díaz y propuso al señor Estrada, exponiendo
claramente qué dicho señor contaba con las simpatías del General Alfaro. Nadie hizo
objeciones, en presencia de declaración tan concluyente; y dióse por adoptado la
candidatura oficial de don Emilio, a quien también yo tenía por muy digno de la
primera magistratura.
Tristes, por demás tristes resultaron los preliminares de ésta elevación; tanto que
yo mismo me asombré al ver que el. Señor Estrada, a quien tenía por persona de mérito,
no contaba sino con el apoyo del presidente y de muy pocos amigos más. La noticia de
que estaba elegido el candidato, se propagó rápidamente por la Capital, y fue recibida en
todos los círculos sociales y políticos con una frialdad insultante, cuando no con
sarcasmos y risotadas, con pullas y chanzonetas de la peor especie.
Tratóse de publicar la exhibición, autorizándola con algunas firmas respetables y
conocidas: negáronse casi todos a suscribir aquel Manifiesto; algunas, indignados, como
Carlos Freile Zaldumbide que calificaba de salvaje al candidato; otros, con diversos
subterfugios, a cual más ridículos e insostenibles. Fue menester echar mano de un
anciano valetudinario, pero honorable, para que firmase primero la exhibición; y el
nombre del señor Pedro Morales fue lo más visible, podemos decirlo, de esa como
recomendación de la candidatura oficial a los electores.
En las demás provincias aconteció igual cosa; excepto en Guayaquil, donde
fue patrocinada dicho candidatura por algunas personas notables del alto comercio. Sin
embargo, la impopularidad del señor Estrada era completa: nadie tomaba su candidatura
en serio, y la oposición propalaba que era un ardid de Alfaro para alzarse con la
dictadura. La postulación de Flavio Alfaro tomó gran vuelo, como no tuviera
competidor; y se complicó y oscureció más y mascada día la delicada situación de la
República.
El Ministro Octavio Díaz que sin duda abrigaba secretos proyectos se adueñó de
Estrada; monopolizó, digámoslo así, el trabajo electoral, excluyendo de la manera más
impolítica y ofensiva a los pocos amigos que el Candidato tenía en el Gobierno.

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Prescindió de las autoridades de provincia y de todo elemento liberal; y formó comités y
juntas electorales con los enemigos más acérrimos de esas autoridades que despreciaba
y ofendía, y aun del mismo Presidente y de los más altos funcionarios del Estado.
Por este modo, el Ministro de lo Interior y Policía de un gobierno radical,
convirtió en estradistas a los que más se habían distinguido en la incesante guerra al
radicalismo, como si preparara y favoreciera una evolución contra Alfaro y su partido.
Conducta tan desleal, no se le ocultó a nadie; y fuéronse separando los liberales que
apoyaban a Estrada, a quien se acusaba de no desautorizar la traidora labor de dicho
Ministro.
El General Alfaro le había extendido la mano a Díaz, cuando colgaba la sotana
que éste vestía era odiado por sus antiguos correligionarios, como desertor del templo; y
no bien visto por los liberales, que no olvidaban los insultos y calumnias que les había
dirigido, en un periódico clerical denominado El Pensamiento Católico. Comenzó su
vida política, por Secretario de la Gobernación del Azuay; luego fue elegido Diputado,
mediante el apoyo oficial; más tarde, las recomendaciones de su protector vencieron
todas las resistencias y lo elevaron a Vocal de la Corte Suprema; y por último, el
General Alfaro se engañó hasta confiarle interinamente una Cartera.
Colocado a tal altura, olvidóse de que todo se lo debía al generoso Caudillo
radical; olvidóse de que era satélite, y pretendió campar como planeta. Hombre de
Inteligencia aventajada; hábil en la intriga; diestro en ese disimulo que forma hábito en
los seminarios y en los conventos; ávido de notoriedad y preponderancia, fue anudando
y desanudando cabos, hasta formarse un pequeño círculo propio y hostil a los que lo
habían levantado de la nada. Su tendencia irresistible de tornar al redil conservador,
manifestábase de continuo en sus actos; y terminó por arrojar todo disfraz en la elección
de sus adeptos, reclutados sólo entre las filas enemigas del liberalismo. Cuando,
valiéndose del alto cargo que investía, hubo formado grandes centros electorales que lo
apoyaban, rompió francamente las hostilidades aun contra sus colegas; sembró la
división en el Gabinete; divorció a unas autoridades de otras; difundió desconfianza
contra los más fieles alfaristas; y en todas partes suscitó desatadas oposiciones contra
sus antiguos amigos. Los agentes que había buscado, servíanle a maravilla; y muy en
breve se dejó sentir un profundo malestar en el seno mismo del Gobierno. Y no paró en
esto; pues se supo que aplicaba todas sus fuerzas y astucia a consumar la separación
entre el General Alfaro y Emilio Estrada; alimentando los recelos de éste, ora pintándole
como resuelta la aceptación de la dictadura, ora como seguro el apoyo del gobierno a la
revolución flavista. Con destreza suma alentaba todas las suspicacias, robustecía todas
las desconfianzas, ahondaba todas las divisiones, y era, en fin, un minador experto y
tenaz del régimen establecido, amparándose bajo el ala misma del poder supremo.
Indignóse Alfaro con tan pérfido procedimiento; su paciencia y bondad llegaron
a su último límite, y exigió que Díaz le presentara inmediatamente su dimisión. Extirpó
con mano firmé ese cáncer político; pero creóse un enemigo implacable, que, de escalón
en escalón, descendió hasta el más bajo nivel, arrastrado por la venganza. Sobre Díaz
pesa gran parte de la terrible responsabilidad de los canibalescos crímenes del 28 de
Enero de 1912, que tatito han deshonrado al Ecuador; porque, según los testimonios y
documentos de aquella época de sangre, fue la mente en que primero germinó, al calor

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de la venganza, la idea de eliminar al Caudillo radical y a sus principales
colaboradores, aprovechándose de la tempestad política desatada por entonces; el
primero que habló de la conveniencia de hacer con los Alfaros a quienes tanto había
ofendido, lo que el populacho de Lima con los Gutiérrez , a fin de que no tornasen al
poder sus antiguos protectores; el primero que aconsejó la unión con el partido
conservador, para combatir la reacción radical; unión que produjo la tragedia del 5 de
Marzo siguiente, la cuál aumento el descredito nacional en; los pueblos civilizados. Y
para difundir estas criminales ideas en las turbas, para despertar la fiera humana, fundó
un diario que destilaba sangre, al que por cruel ironía llamo La Constitución; hoja que
dejó muy atrás al Padre Duchesne y al Amigo del Pueblo, voceros del Terror, en 1793;
y que no era sino un llamamiento salvaje al degüello y a la antropofagia. El ex -Ministro
Federico Intriago ha declarado con juramento, que ese diario ultrajador de la humanidad
y la civilización, dependía exclusivamente de su colega Díaz; y La Constitución fue la
turbina que removió las más bajas pasiones de la muchedumbre, el soplo que avivó la
llama del incendio, la cuchilla que cercenó la cabeza del Fundador del liberalismo
ecuatoriano.
Pero no anticipemos la narración dé los sucesos: ya verán los lectores el
desarrollo de la horripilante tragedia da los capítulos posteriores; y podrán pesar las
prueba y deducir el grado de responsabilidad de cada uno de los principales actores, en
aquellas escenas dignas sólo de la barbarie primitiva.
Estrada me dijo que varias veces le había escrito a Díaz, reprendiéndole por sus
manejos políticos; que no participaba de manera alguna de esas ideas de escisión en el
partid; en fin, que el Ex – Ministro de Gobierno era una atolondrado que le cansaba
escribiéndole necedades y invitándole manuscritos difamatorios para que los hiciera
publicar en Guayaquil.
Pudo haberme hablado con verdad el señor Estrada; pero, el hecho es que el
diario estradista, Unión, sostenía y propagaba la misma política de Octavio Díaz.
Aquella hoja oficial del Candidato declaró deslavadamente que Estrada no tenía ningún
compromiso político con Alfaro, que no existía ni debía existir ningún lazo de unión
entre el estradismo y el alfarismo; y todos los días contenía acusaciones y dicterios
contra el Caudillo radical y sus partidarios.
Un hijo de Estrada era el Director de aquélla publicación impolítica que, por su
marcada intemperancia, mereció que el pueblo la bautizase con el nombre de La
Desunión. ¿Cómo suponer que el Candidato oficial no intervenía en esta labor
separatista, o qué era impotente para reprimirla?
Todo hace creer qué Estrada se trazó, desde el principio, una línea de conducta,
diametralmente opuesta a la que Alfaro Creía que su amigo había de tomar; y que Días
no había obrado por propia inspiración, ni por su cuenta y riesgo, sino más bien
obedeciendo la consigna de la nueva facción que se levantaba. Y esta creencia se
robustece más, si se pone la atención en que, al andar de poco, y a pesar de la
desfavorable opinión manifestada por Estrada sobre la aleve política de Díaz, éste llegó
a ser él asesor indispensable para el nuevo Presidente.
Yo tenía al señor Estrada en el mejor concepto, como persona de probidad y
principios liberales definidos y firmes; más, la ambigüedad de sus procedimientos, lo

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tortuoso de sus últimos pasos, me hicieron ver claramente que Alfaro se hallaba en una
situación igual, o tal vez peor, a la que le había creado la candidatura de Plaza.
Con todo, como ya no era tiempo de enmendar un error, sin peligro de
desquiciar la República, sostuve que el Gobierno debía, por todos los medios posibles,
destruir esos gérmenes de división, aplastar toda intriga y continuar apoyando la
candidatura oficial.
Por desgracia, pocos eran en el Gobierno los que veían claro y sin
apasionamientos; y los pareceres divergentes se multiplicaban a diario. La oposición
simulaba afiliarse al estradismo; y en muchas ciudades se oyeron los gritos de ¡Viva
Estrada! ¡Muera Alfaro!
Ya no quedaba duda: volvían los oposicionistas a la misma táctica que
emplearon en los tiempos de Plaza; y no esperaban sino que surgiera el menor
rompimiento, entre protector y protegido, para apoderarse de éste y transformarlo en
bandera de guerra.
Firmemente persuadidos de esto, algunos miembros del Gobierno no cesaron de
insinuarle al General Alfaro la necesidad imprescindible de mantener la más estrecha
unión con don Emilio Estrada, por más que no fuese satisfactoria su conducta. Yo
mismo escribí de acuerdo con el Ministro don Rafael Aguilar, qué había sucedido a
Díaz, un largo Memorándum político; en el que demostraba esta necesidad, si no
queríamos ver desaparecer las conquistas del liberalismo, en el torbellino de la guerra
civil. Este Memorándum fue tomado por los revolucionarios del 11 de Agosto, entre los
papeles del General Alfaro; y, según me ha referida persona fidedigna llego a manas de
Estrada.
Alfaro parecía convencido de su nuevo error en la elección de Candidato; pero,
naturalmente, no quería confesarlo ni a las personas que le eran más allegados.
Aferrábase a la creencia de que su protegido, siempre leal y honrado, era incapaz de
imitar a Plaza; y les repelía estas, palabras a todos los que se quejaban de Estrada, o
manifestaban, temores por el porvenir. Tomó resueltamente su partido; y agotó toda la
influencia del poder, para que triunfase la candidatura oficial en los comicios.
Estrada se dio por satisfecho, o aparentó estarlo, con la lealtad del Presidente; y
los seudo – estradistas se replegaron mohínos a sus campamentos respectivos, creyendo
que había fallado por entonces su estrategia.
Otra vez el vacío más pavoroso circundó al señor Estrada; tanto que en su viaje a
Quito, a raíz del triunfo electoral, fue recibido, como sí dijéramos, a pedradas y silbidos
de la muchedumbre; y apenas fue saludado por una que otra persona de viso. Alfaro
sintió que se le caían las alas del alma, ante tanta impopularidad; y por la primera
ocasión le oí confesar que era imposible el gobierno de su amigo, pues no contaba con
las simpatías del Ejército ni del partido civil.
Mientras tanto, el flavismo, derrotado en las elecciones, empuñaba francamente
el estandarte de la rebelión; y aumentaba sus filas con los mejores elementos del
radicalismo combatiente. Casi todos los liberales juzgaban que en Flavio Alfaro se
encarnaba su propia salvación y la de los principios e instituciones que había
implantado el Caudillo de la Regeneración ecuatoriana; y el entusiasmo cundió por
todas partes, y subió a tal punto, que Estrada se creyó perdido sin remedio.

51 
 
Vi muchas cartas y telegramas del Presidente electo, en que daba por hecha la
revolución flavista; y exigía del Gobierno que, para prevenirla, tomase medidas
extremas contra el Jefe de la revuelta y sus principales partidarios. Alfaro procuró
tranquilizarlo, dándole todo género de seguridades; más, como no procedió contra su
sobrino, hízose sospechoso para Don Emilio, cuyas inquietudes y desconfianzas
resurgieron más vigorosas y tenaces que antes.
La intriga política, que se mantenía en acecho, volvió a entrar en acción: Díaz,
no se daba punto de reposo en su tarea de alarmar a su nuevo Jefe; y procuraba
divorciarlo en lo absoluto del Magistrado que tan lamentablemente había reincidido en
sus equivocaciones electorales.
Todo el grupo de intrigantes seguía la misma corriente e iba profundizando sin
término los abismen de separación, necesarios para el derrocamiento del partido radical;
aspiración suprema de los coligados contra Alfaro.
La actitud del mismo Presidente electo había dejado de ser embozada: a la sazón
rodeábanlo en Guayaquil los adversarios más declarados del régimen regenerador; y los
escritores que componían la tarifa evolucionista, no se detuvieron ante ningún
obstáculo, para sacar triunfantes sus propósitos.
Lóbrego, siniestro se presentaba el horizonte; y nadie dudaba de la proximidad
de convulsiones políticas que terminarían en catástrofe sangrienta.
Cada uno discurría según sus prejuicios, sus temores o esperanzas; quienes
opinaban por la inmediata revolución de Flavio Alfaro: Quienes volvían a las andadas e
insistían en la dictadura del Viejo luchador; quienes, finalmente, sugerían ya la nulidad
de las elecciones, y la convocación a nuevos comicios que elevaran al poder a un
hombre más firme, leal y mejor dispuesto.
Ni Alfaro, ni los pocos hombres de Estado que lo rodeaban, suscribieron a
ninguna de estas extremas opiniones: la revolución flavista no era otra cosa que la
destrucción del dique, el desbordamiento, la inundación, la guerra civil desastrosa y sin
cuartel: la dictadura, como ya lo había dicho yo antes, equivalía al suicidio del
liberalismo en masa: y las nuevas elecciones, podían conducirnos a la misma sima, a los
mismos desastres que con tanto empeño habíamos querido evitar. El error era ya
irremediable: y, en mi concepto, la única clave salvadora consistía en conservar la unión
con Estrada, en no darles un caudillo a las facciones de oposición, en no permitir que se
apoderasen de la fuerza incontrastable de la constitucionalidad.
Aumentóse la confusión con el mal estado de la salud del General Alfaro: una
nueva crisis de su terrible enfermedad lo puso a dos dedos de la muerte; y tuvo que
trasladarse rápidamente a la ciudad de Guayaquil. Fui en campaña del ilustre enfermo,
pues, me dirigía a Venezuela, a cumplir una misión diplomática, y tuve la oportunidad
de provocar explicaciones entre Alfaro y Estrada, de disipar temores recíprocos y
acercarlos, de ponerlos enteramente de acuerdo; trabajo en que fui secundado
eficientemente por algunos patriotas que no aspiraban sino a la paz y prosperidad de la
república.
Telegrafié a mis amigos, escribíles antes de partir, felicitándome de que había
visto disiparse un tanto la oscuridad; y que auguraba días más serenos para la Nación y
el partido, si todos continuaban trabajando por impedir la disgregación liberal.

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Me engañaba: La enfermedad del anciano Presidente llegó a ser tan grave, que
se tuvo por inminente su muerte; y esta noticia fatal desencadeno la tempestad y
precipitó el desenlace del drama. Flavio Alfaro voló a Guayaquil, so pretexto de ver a su
moribundo tío; pero, en realidad, con el objeto de revistar las fuerzas flavistas y
colocarse e el puesto en que convenía que estuviese al fallecimiento del Viejo Luchador.

Los intrigantes persuadiédonle a Estrada de que todo aquel movimiento político


adverso a su elevación debía a sabias combinaciones del ambicioso enfermo. Al mismo
tiempo, no faltaron undidores de desventuras que presentasen a los ojos del General
Alfaro, como monstruosamente traidora la actitud del Magistrado electo, de quien
decían que se estaba maquinando la ruina, no solo de su protector y amigo, sino de todo
el partido alfarista.
Los Placistas y los conservadores atezaban el fuego y aumentaban más la
tenebrosidad de la situación: coligados de hecho contra Alfaro, no habían tenido hasta
entonces una bandera que justificara la revuelta, y la buscaban con afán; no les había
sido dado proclamar ninguna causa que interesara a las mayorías, y ahora la forjaban,
por decirlo así, con actividad y maestría admirables. El rompimiento entre Alfaro y
Estrada, era el fin al que dirigían todos sus esfuerzos; y lo consiguieron para desgracia
de la República y escándalo de las naciones extranjeras.
La primera noticia de este triunfo de la coalición la recibí en Caracas: el
Ministro Dillon me dirigió un cablegrama cifrado, anunciándome lo que pasaba en esos
momentos.
Cuando regresé a Guayaquil, el 5 de Agosto de 1911, ya la obra estaba
consumada, y no sólo vi, sino palpé la revolución que iba a estallar de un día para otro.
Estrada había ido otra vez a la Capital, llamado por el General Alfaro; y, después
de una conferencia destemplada, en la que se le pidió que renunciara a la presidencia,
para convocar a nuevas elecciones transformóse en jefe de la oposición, como había
sucedido ya con Plaza, y como lo teníamos previsto algunos miembros del Gobierno.
El regreso de Estrada a la costa fue una ovación continua, una procesión triunfal,
una manifestación atronadora de la proximidad de la guerra civil. La conspiración
menospreció todo disimulo, como inútil; y en nuestra Metrópoli comercial se tramaba la
revuelta en los lugares más públicos y a cara descubierta. Montero mismo, el montubio
que tantas muestras de adhesión le había dado al General Alfaro; el soldado que todo lo
debía a su Jefe y amigo, hallábase estrechamente unido con Estrada; y, cuando llegó el
momento, no trepidó en mancharse con la traición más negra, como luego veremos.
¿Qué hacía, mientras tanto, el General Alfaro en la Capital? Había reunido un
Congreso Extraordinario, sin duda, con el fin exclusivo de pulsar la, opinión de las
Cámaras, a las que manifestó su firme resolución de separarse del poder en el momento
mismo en que terminase su período Constitucional; puesto que, como siempre, sería el
primero en dar ejemplo de respeto a las sagradas instituciones de la República.
Los periodistas afectaron no dar crédito a esta solemne declaración; y
continuaron agitando al país, con las especies más burdas, relativas a proyectos de
dictadura, de apoyo incondicional a la revolución flavista, de transformación del
Congreso en Asamblea Nacional, etc. La oposición había enarbolado la Constitución,

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como enseña de guerra, aprovechándose de la serie de errores cometidos por el
Gobierno; y engañado el pueblo, creyó cumplir su deber corriendo a engrosar las filas
de la revolución.
La Legislatura estaba dividida y subdividida; la mayoría de las Cámaras era
flavista, y disimulaba mal su inquina contra el Viejo Caudillo; las minorías eran
eloicistas, estradistas y hasta conservadoras; pero el número de componentes de estas
pequeñas agrupaciones de ningún modo podía pesar sensiblemente en los actos
legislativos.
Y Alfaro tuvo una prueba elocuente de ello, con el rechazo de la moción que sus
amigos tuvieron la imprudencia de presentar, para que se le nombrara General en Jefe
del Ejército; medida inconstitucional, pero que, en esos momentos de ofuscación, se
creyó necesaria como una salvaguardia del liberalismo.
Ninguno fundó su voto negativo en razón jurídica alguna; lo único que tuvieron
presente los legisladores adveraos a dicha moción, fue el interés egoísta de faccionarios;
la conveniencia de no crear una especie de tutela militar sobre el ciudadano que llegase
a subir al solio Flavistas, estradistas y conservadores, esto es casi la totalidad de la
Cámara, en que se presentó tan impolítico proyecto, uniéronse para combatirlo y dar
con él en tierra.
Esta solemne negativa constituía, por sí misma, el peor de los presagios; puesto
que dejaba en claro que el Ejecutivo no podía contar con la cooperación de la
Legislatura.
La tierra estaba temblando bajo de los pies de Alfaro; pero el indomable valor de
éste, su fe ciega en su buena estrella, afirmábanlo todavía en un optimismo inexplicable
en aquella situación. Ya no esperaba nada de Estrada, nada del Congreso, nada de la
mayor parte de sus amigos qué se habían, afiliado al flavismo; y, sin embargo, ese
carácter de acero no se doblegó un instante, ni participó de los justos temores que
abrumaban aun a los más impertérritos, de sus allegados.
Manteníase firme en la convicción de que conjurarla la tempestad; y excogitaba
únicamente el medio de llevar al poder a un ciudadano que no traicionase al partido ni
cambiase de rumbo a la política liberal. Indicábasele, con insistencia y valor, que este
medio no era otro que favorecer las pretensiones de su sobrino; indicación que
desatendió por completo, persistiendo en la utilidad de establecer un régimen civil.
Al fin, aceptó el plan de la mayoría legislativa: declarar la nulidad de la elección
de Estrada, convocar inmediatamente a nuevas elecciones, previa designación de un
candidato, hecha por una asamblea de representantes de las diversas agrupaciones
liberales; y la separación del anciano Caudillo, encargándole el poder a su amigo de
confianza, don Carlos Freile Zaldumbide.
Ciertamente, si la atmósfera no hubiera estado tan caldeada, si los ánimos no
hubieran llegado aun al paroxismo del furor partidista, si no hubieran estado
conmovidas todas las bases del edificio constitucional y rotos todos los lazos de unión
entre liberales y las medidas mencionadas, si bien peligrosas, habrían podido producir
efectos satisfactorios. Más, dada la concurrencia de ese cúmulo de circunstancias
desfavorables para la paz, el plan de los legisladores resultaba simplemente perjudicial y

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absurdo: era un haz de combustible arrojado al incendio, un nuevo explosivo agregado a
la mina.
En efecto, los flavistas que constituían la mayoría en las Cámaras, y que debían
votar por la nulidad de la elección de Estrada estaban secretamente resueltos a no
aceptar otro candidato que no fuese el suyo; y, de consiguiente, la combinación que
Alfaro creía, salvadora estribaba en una nueva felonía.
Llegué a la Capital el 6 de Agosto, ya muy entrada la noche, y me informó de
todos estos sucesos y planes, el señor Luis Adriano Dillon, pintándome la situación
como desesperada. Al día siguiente me apresuré a conferenciar con el General Alfaro; y
no le oculté nada de lo que había visto y oído en Guayaquil y en el tránsito a Quito, ni
aún la futura traición de Montero y de otros personajes políticos a los que habíamos
tenido por leales.
Hallé al Presidente llenó de energía, sin ilusiones, pero resuelto: algo había
menguado su habitual optimismo; no obstante, no cejaba en su convicción de que
dominaría la espantosa crisis por la que atravesaba la Nación. Manifestóseme incrédulo,
respecto a las noticias que le di sobre la próxima revolución: “No les crea Ud. me dijo;
son calumnias, Montero y los amigos que Ud. me ha nombrado, son fieles, muy fíeles”.
Insistí, citándole nuevos datos concordantes, fidedignos: Alfaro persistió en su terca
incredulidad.
De seguida, me refirió todo lo que ya sabía, relativamente a los planes políticos
de última hora. Convine en que, habiendo venido a tal punto la ruptura con Estrada, no
era posible ni tentar un avenimiento, puesto que sólo el proponerlo, sería un nuevo
error, y más qué todo, faltar a la dignidad del Gobierno. La repulsa de la reconciliación,
sería una derrota más infamante que una caída bajo la presión de las armas
revolucionarias; y era seguro que Estrada eludiría toda componenda, rodeado como
estaba por una popularidad que, aunque ficticia lo había convertido en ídolo de los
bandos de oposición.
Permitime dudar del buen éxito del plan adoptado; y le propuse que excogitara,
oyendo el parecer de sus amigos, si lo creía conveniente, una solución más pronta,
eficaz y enérgica. Interrumpióme el General, diciéndome que todo estaba arreglado, y
concluyó por encargarme que me entendiera al respecto, con el Presidente del Senado
que debía sucederle en el mando.
Salí de la casa presidencial completamente desesperanzado; tanto que, cuando
acudieron a mí algunos copartidarios y amigos, pidiéndome que emplease toda mí
influencia para evitar la catástrofe que nos amagaba, contésteles que la juzgaba
inevitable.
El Coronel Pedro Concha me enseñó una como acta de compromiso para
declarar la nulidad de la elección de Estrada; acta suscrita por la mayoría de los
miembros de la legislatura. “No se fíe Ud. de esas firmas le dije; que muchas veces he
visto en los Congresos, votar a los firmantes contra los mismos proyectos que habían
suscrito”. El Coronel Concha rióse irónicamente de mi escepticismo; pero, a los pocos
días, fue testigo del cumplimiento de mi vaticinio.
El Dr. Carlos Freile Zaldumbide pertenecía a esa clase de nobles adinerados y de
antigua familia, pero de inteligencia basta y estéril, de carácter apocado e irresoluto, que

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han menester andadores para conducirse aun en sus negocios particulares. El susodicho
caballero era uno de los de más escaso cacumen y más exiguos conocimientos que he
tratado. Apenas podía expresarse con claridad en los asuntos ordinarios, que en los de
alguna importancia, no daba puntada.
Pusilánime y asustadizo, andaba siempre temblando ante peligros imaginarios; y
su debilidad y temblor subían de punto, si llegaba a columbrar la posibilidad de la
pérdida de una parte de sus bienes, por mínima que fuese.
Gritó, a más no poder aun en el seno del Congreso, contra el apoyó que
generosamente nos ofrecieron los colombianos en la época de nuestro conflicto con el
Perú; y adujo como causa de su desesperación que los auxiliares referidos podían
comerse las vacas que él tenía en una hacienda situada cerca de la frontera.
He ahí los puntos que calzaba el patriotismo del señor Freile Zaldumbide.
Jamás tenía idea fija; jamás convicción arraigada; jamás resolución invariable;
su carácter era de arcilla blanda, su corazón de cera derretida, su pensamiento cambiaba
con el viento que soplaba. Pero, a pesar de todos estos defectos conocidos, teníamoslo
por honrado y leal.
El General Alfaro lo había sacado a luz y hécholo pasar por todos los escalones
ascendentes de la política: Gobernador, Presidente del Senado, miembro de varias
Legislaturas, Plenipotenciario ad-hoc, Vicepresidente de la República, todo había sido
con la protección decidida del Caudillo radical.
No se explicaban los políticos la razón de este favor extraordinario; pero creían
que la magnitud de los beneficios que había recibido, garantizarían firmemente su
fidelidad.
Freile Zaldumbide era como miembro de la familia Alfaro: el primer invitado,
él; el preferido en todo, él; el sabedor de todos los secretos de Estado, él; el confidente
de todos los planes políticos, él; de modo que era justificable de todo en todo, la
absoluta confianza que el General había puesto en aquella creatura suya, para dar fin y
remate a la elección de un nuevo Presidente.
A él fui, enviado por el Viejo Luchador; y le expuse, llanamente y sin ambages,
lo que había proyectado, el Gobierno. Oyóme con gravedad cómica el referido
personaje; y me contestó que todo lo sabia; que no había duda en que se declararían
nulas las elecciones; que se alegraba hasta cierto punto de la caída de Estrada, que era
un tal por cual; pero que no permitía, por nada de este mundo, que Alfaro interviniera en
la política del país, a partir del 31 de Agosto.
Le repliqué, recordándole la necesidad que él tenía de una espada para dominar
la guerra civil que se desencadenaba ya sobre la República; y que, aunque no fuese sino
por esta causa, no debía abrigar el pensamiento de alejar de los negocios públicos al
Caudillo radical.
Me respondió que contaba ya con la espada del General Manuel Antonio Franco;
y que era tiempo de sacudirse del alfarismo, por tales y cuales razones. E incontinente,
desatóse en una retahíla de apreciaciones ofensivas contra su protector y amigo, las
mismas que repetían a diario los periódicos de oposición.

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Me llené de asombro al oír que el más favorecido por Alfaro se expresase en
tales términos, y abrigase tan aviesos sentimientos; y salí casi sin despedirme de aquel
ingrato y felón.
Freile Zaldumbide, aprovechándose de que me hallaba proscrito en París, había
osado desfigurar esta conferencia, y aun negar que Hubiese atacado malamente al señor
Estrada. Cosa naturalísima en su carácter: temió que lo que yo había afirmado a los
periodistas de Panamá, sobre este punto, lo enemistase con el nuevo Magistrado; y optó
por la negativa, contando con que yo no podría llegar a saberlo en Europa.
Guárdeme de amargarle más el alma a mi anciano amigo, refiriéndole la
ingratitud y felonía de Freile Zaldumbide; y me limité a manifestarle cuál era él ánimo
del Presidente del Senado. Alfaro lo, adivinó todo; y me dijo con tono marcadamente
irónico; “¿Es decir, que ese… (aquí un epíteto demasiado fuerte) también nos vende?”
Guardé silencio y me despedí.
Por la noche fue a visitarme el General Flavio E. Alfaro, y me refirió que Freile
Zaldumbide le había citado a las dos de la tarde de aquel mismo día, para una
conferencia política; y que, habiendo asistido a ella, el dicho Presidente del Senado se
había producido en frases tan injuriosas contra el Viejo Luchador, que tuvo que salirse
en el acto, dejando ver claramente su enojo contra el dueño de casa que así lo recibía.
Por lo visto, Freile Zaldumbide, inhábil para jugar los complicados y difíciles
juegos, de la política, dejaba ver la carta y se vendía a cada jugada; pero, por desgracia,
ya no estaba el Gobierno en la posibilidad de utilizar estas torpes indiscreciones.
Llegó el 10 de Agosto, en medio del choque más tempestuoso de las pasiones
políticas; y sin que, valga la verdad, hubiese tomado el General Alfaro ninguna de esas
medidas vigorosas y decisivas que solía tomar en los supremos momentos de peligro.
Diríase que estaba resignado ante lo irremediable; y que las noticias de la revolución,
que de todas partes le venían a cada instante, eran impotentes para alterar la actitud
estoica y digna que había asumido como si se preparara a caer en el sitio, a usanza de
los grandes romanos de la antigüedad.
Reunióse el Congreso ordinario, bajo los peores auspicios; y el último Mensaje
Presidencial transparentaba el alma acongojada, pero firmemente republicana y
democrática, del Caudillo radical. Su protesta contra los proyectos que se le atribuían de
quebrantar la Constitución, merecerá el acatamiento de la Historia; y constituirá el
mentís más elocuente a los pretextos de revolución en favor de Estrada.
El 11 por la mañana, una señora distinguida me revelo todo el plan
revolucionario que había de efectuarse en aquel día, especificando aun los detalles del
golpe. En el acto, trasmití dicha revelación al General Alfaro; pero lo halle como
impasible, como si la conspiración no se refiriese a él, “También he recibido varios
avisos que confirman la noticia que Ud. me trae me dijo fríamente: el Ejército, por más
que lo calumnien, permanecerá leal”; y se dispuso a volver al gabinete presidencial, de
donde nos habíamos apartado para hablar a solas. “¿Y ha tomado Ud. alguna medida
de precaución?”, le repliqué, deteniéndole. “Ud. sabe me dijo, que toda medida de
precaución revela miedo; y yo jamás he temido a mis enemigos. Tranquilícese: no se
atreverán".

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Incomprensible ceguedad ante peligro tan inminente, o valor llevado a la
temeridad más extrema; ahogué mi honda tristeza, guardé silencio y Salí.
Di aviso a todos mis amigos de lo que iba a suceder; y regresé a casa del
General, para acompañarlo al Despacho. Ya no estaba allí la multitud que lo rodeaba en
iguales circunstancias, disputándose la honra de formar una como escolta del
Presidente. Dos Ministros de Estado, Aguilar y Martínez Aguirre; dos Vocales de la
Corte Suprema, Montalvo y Albán Mestanza; dos Edecanes y yo, únicamente
formábamos la comitiva: Alfaro iba conmigo, los otros venían detrás, ¿Quién le hubiera
dicho al anciano Magistrado que salía de su domicilio para no volver?
Hícele notar en la esquina de Veintemilla, los diversos grupos que obstruían la
calle, y cuya actitud hostil no se ocultaba. “Algo hay, me dijo; pero no se atreverán”.
Seguimos adelante, y al ver que la gente, apiñada en la galería exterior de
Palacio, no lo saludaba, me repitió las mismas anteriores palabras.
Llegamos, al fin; y al subir la escalera, repitióme por tercera vez las palabras que
he referido.
La guardia, formada delante del Despacho presidencial, hizo los honores de
ordenanza, y Alfaro entró a su gabinete, dando muestras de excesiva fatiga. No había
tomado aún asiento, cuando sonó un tiro en la “Artillería Bolívar”; y luego, otro y otros,
generalizándose el fuego.
“Es la revolución que estalla", exclamé; y salí apresuradamente, a ver lo que
sucedía en el Palacio mismo, donde también había disparos. El Coronel Luis Felipe
Andrade y el Comandante Hidalgo Albornoz corrieron con el mismo objeto: era la
guardia de Palacio que abandonaba su puesto, disparando tiros al aire.
Los Jefes mencionados continuaron hasta la galería exterior, proponiéndose
acudir a sus cuarteles; pero cayeron gravemente heridos por los rebeldes, en las puertas
mismas, del Palacio.
El tumulto fue espantoso: todos los empleados de los Ministerios y de las
oficinas inferiores, varios Senadores y Diputados que se hallaban ya en las Cámaras; la
multitud que forma siempre la barra del Congreso; hasta muchas personas que
ocasionalmente se encontraban en Palacio, corrían, se atropellaban, gritaban, encerradas
en aquel recinto que juzgaban iba a ser teatro de matanza y exterminio, dentro de breves
instantes.
Los más serenos habían conseguido cerrar las puertas y correr los cerrojos; y
mientras tanto, las tropas sublevadas acribillaban a balazos las ventanas del Palacio, el
pueblo saqueaba los almacenes de guerra, y el incendio revolucionario cundía por toda
la ciudad.
Todo este cambio de escena fue obra de un momento, y cuando volví al
Gabinete encontré al General Alfaro que se disponía a salir, con su revólver en la mano.
“¿A la Artillería! ¡Todos a la Artillería!” gritó, como si estuviera al frente de una fuerza
respetable. Impetuoso, lleno de ardor y coraje, despreciaba el peligro, corría a una
muerte segura; puesto que no podían seguirle al sacrificio sino la media docena de
amigos presentes, y los dos jóvenes Alfaros, que habían acudido a morir con su padre.
Costó trabajo convencer al general, de lo estéril de su arrojo; y, cuando mira en
derredor suyo, como contando los amigos que le quedaban, dejóse caer en el sillón y

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cerró los ojos. ¿Cuánto, cuánto debió padecer aquel león encadenado, al conocer la
impotencia en que estaba para despedazar a sus enemigos! ¡Tanta perfidia con un
soldado tan noble y generoso! ...
“Era necesario verlo para creerlo'” murmuró con voz apagada; pero se rehízo
acto continuo, y volvió la serenidad a su semblante, la calma más inalterable a su
espíritu de temple romano. Aceptó la situación con grandeza y heroísmo de mártir.
Parece que no abrigaba ni la más remota esperanza de salvar la vida; y cuando
viendo que algunos proyectiles penetraban en el gabinete le indiqué la conveniencia de
trasladarnos al Ministerio de Instrucción Publica, situado en la parte interior del Palacio,
encogióse de hombros y me dijo sonriendo ligeramente: “Da lo mismo que nos maten
aquí que allá”.
Los señores Aguilar y Albán Mestanza, Montalvo y Martínez Aguirre,
insistieron en la urgencia de la traslación; y Alfaro tuvo la complacencia de seguirnos al
salón que le habíamos indicado.
Apenas llegamos al Ministerio de Instrucción, presentáronse algunos
comisionados de la Junta revolucionaria que actuaba ya en la Municipalidad: eran el
coronel Juan Francisco Navarro, un comandante Manuel Moreno que llevó la palabra,
don César Mantilla, don Federico Fernández Madrid, y Inés o cuatro personas más,
desconocidas. El orador, sin duda, no estaba versado en la vida social ni en la política;
pues no supo respetar la desgracia del Caudillo radical y la insultó cobardemente, en
momentos en que debía ser inviolable para todo caballero.
Principió por afirmar que la revolución le perdonaba la vida al magistrado caído,
únicamente por su ancianidad y sus graves achaques: y continuó exponiendo
agresivamente los motivos de la revuelta, que podían reducirse a uno solo: oponerse a
que ese mismo anciano y valetudinario al que alardeaban no temer se proclamara
Dictador.
Terminó su arenga ofreciendo garantías personales al ilustre prisionero, siempre
que abandonase el Palacio de Gobierno en el acto.
Preciso es advertir que los demás comisionados procuraron enmendar la rudeza
y descortesía del orador Moreno; y dirigiéronle al General frases de cumplimiento y
consideración. Escuchóles Alfaro con gravedad y sin inmutarse; y cuando hubieron
concluido, pidiónos que expusiéramos nuestro parecer sobre lo que habíamos
escuchado. Tomé la palabra y dije: “Creo que usted debe aceptar las garantías que le
ofrecen; porque, traicionado como ha sido por todos, es imposible toda resistencia.
Comprendo muy bien que le sea indiferente perder la vida; pero usted se pertenece a su
Patria, al partido radical, a su familia, y debe vivir. Sin embargo, me permitiré observar
que estos señores, por buena voluntad que tengan, no están revestidos de la autoridad
necesaria para hacer cumplir las garantías ofrecidas; y juzgo indispensable que el
Cuerpo Diplomático intervenga en esta importante negociación”.
Mis colegas y los ministros Albán Mestanza y Montalvo, abundaron en
razonamientos que corroboraban los míos; y los comisionados de la Junta
revolucionaria aceptaron, sin discrepancia, la justicia de nuestras observaciones.
Salieron algunos en busca de decano del Cuerpo Diplomático; y a poco,
regresaron con los señores ministros plenipotenciarios de Chile y el Brasil, los que

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colmaron de atenciones al presidente, y le ofrecieron un asilo en cualquiera de las dos
legaciones.
El General Alfaro prefirió la de Chile, por estar más cercana; estrechó la mano
de los pocos y últimos amigos que le habían quedado; y salió acompañado de los
referidos Plenipotenciarios y de sus dos hijos, Olmedo y Colón Eloy. Para mí, fue la
última despedida: cuando volví del destierro, el gran liberal ya no existía.
Así se consumó la revolución del 11 de Agosto: la intriga tenebrosa de placistas
y conservadores, la traición y la perfidia; aun de los que habían almorzado con Alfaro
en aquella mañana, la corrupción del ejército por medio del oro, la complicidad hasta de
los que no se decidieron completamente a venderse, fueron los componentes de esta
rapidísima transformación política.
Alfaro, que tan, ciega confianza tenía en el ejército, se vio solo, atacado por sus
propios soldados, sin un solo batallón que lo defendiera; de consiguiente, no hubo
resistencia, no hubo lucha, no hubo vencedores ni vencidos, sino felones y víctimas de
la felonía.
En momentos de la revolución, no hubo más heridos que el coronel Andrade y el
comandante Hidalgo Albornoz, como dejo dicho; pero, estos jefes no eran
combatientes; cayeron únicamente a los golpes de la traición que proclamaba
cínicamente su imperio.
Y ésta iniquidad sin nombre, consumóse a los gritos de ¡Viva la Constitución!
¡Viva Estrada!...

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CAPITULO IV

LOS TRAIDORES Y LOS REVOLUCIONARIOS

El general Alfaro y sus acompañantes estuvieron cien veces a punto de perder la vida en
el corto trayecto del Palacio a la Legación chilena: el odio placista y el odio
conservador, azuzaban a la muchedumbre, excitaban la sed de sangre de la bestia y
mostrábanle la presa inerme y muy fácil de despedazar.
Gritos salvajes se levantaban pidiendo la cabeza del gran reformador; varios
fusiles, asestados contra el pecho del anciano, fueron separados por la mano de los
Ministros extranjeros que lo escoltaban en esta verdadera vía crucis; y, ni por llegado a
la Legación, asilo inviolable en todo país culto, cesaron las vociferaciones, los insultos
soeces y canallescos, las amenazas aun contra el plenipotenciario chileno.
En tanto, la revolución no acertaba a organizarse derechamente: habíase firmado
ya un acta en la Municipalidad, desconociendo al Gobierno y nombrando como jefe
civil y militar, al senador suplente don Pedro Valdez Macliff; más, llegó en esos
momentos a la Junta el doctor Juan Benigno Vela, quien manifestó que no debía
interrumpirse la constitucionalidad, aunque se haya derrocado a un gobierno
constitucional; y que, según la Carta del Estado, debía encargarse del mando supremo,
el señor don Carlos Freile Zaldumbide, vicepresidente de la República.
La asamblea revolucionaria desanduvo lo andado, dejó sin efecto el acta y sin
jefatura al señor Valdez; y, por último, llamó a su seno al presidente del Senado para
ceñirle la banda que la traición y la alevosía acababan de, arrancar del pecho al legítimo
magistrado.
Freile Zaldumbide que ya estaba en los secretos de la maniobra de Vela y sus
cooperadores hizo lo que le habían enseñado: manifestó sorpresa, luego repugnancia de
tomar sobre sí una carga tan pesada pero, sin esperar más ruegos ni exigencias, como si
la ocasión se le escapara de las manos, apoderóse del mando y organizó en el acto su
gobierno. Octavio Díaz, ebrio de triunfo y alhocol, fue llamado al Ministerio de lo
Interior y Policía; el general Manuel Antonio Franco, con cuya espada me había dicho
Freile Zaldumbide que contaba, fue designado para la Cartera de Guerra y Marina; y en
los demás altos puestos colocó a personas nuevas, para decir lo menos, desconocidas en
la esfera política y administrativa.
Algunos conservadores, cuya impaciencia debió ser indomable, coláronse en
destinos públicos de importancia, y aun de menor cuantía; y los principales placistas,
como Gonzalo Córdova Manuel R. Balarezo, José María Ayora y, otros, erigiéronse en
árbitros de la situación y en tutores del infeliz encargado del Ejecutivo.
Arregladas así las cosas públicas, nada de extraño tenían los traspiés y caídas
que a la continua iba dando Freile Zaldumbide, desde el fatal momento en que se prestó
para maniquí de los que real y verdaderamente gobernaban a la Nación en aquellos
aciagos días.
Dije ya que el pueblo había saqueado los almacenes militares; y así fue la
verdad, porque cualquiera tenía derecho para tomar de los arsenales de par en par
abiertos, los fusiles y las municiones qué quisiera. Armadas así las turbas, derramáronse

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por la Capital, juntamente con los soldados del ejército y la policía; y, sin ninguna
autoridad que los contuviera, sin ningún respeto a la ley y a la moral, sembraron por
todas partes la desolación y el espanto.
Principiaron aquellos brutales sostenedores de la Constitución y del señor
Estrada, por asaltar los depósitos de licores; y, una vez embriagados, no reconocieron
límite para la ferocidad y el crimen. No cesaron, en tres días y en tres noches, de
saquear almacenes y joyerías; de asaltar casas particulares y robar, destruyendo, lo que
no podían llevarse; de atentar contra el pudor y ofender hasta a la naturaleza; de asesinar
a los transeúntes y a los infelices moradores de los extramuros; en fin, de amontonar
iniquidades, sobre iniquidades, como si hubiese decidido empeño de infamar a la noble
ciudad llamada en otro tiempo, Luz de América.
Representáronse las escena más repugnantes y salvajes, como violar a las hijas
en presencia del padre atado a un poste; abusar torpemente de una mujer, junto al
cadáver del marido asesinado; profanar el cuerpo de una joven, muerta de un balazo;
despedazarse y degollarse, entre sí, aquellos mismos ladrones y asesinos, disputándose
el botín o la posesión de una mujer.
Destruidos los focos eléctricos y todo alumbrado público, las tinieblas más
espantosas servían de manto a esta infinidad de crímenes; y el incesante retumbar de los
fusiles ahogaba los ayes de las víctimas y los feroces gritos de los victimarios. Jamás ha
reinado, el terror tan impune y desenfrenado en Quito, como en aquellos tres nefastos
días: suelta la fiera humana, harta de aguardiente y sangre, sintiendo hervir en su seno la
levadura de la depravación y el salvajismo, sin ningún domador que la atemorizara,
mordía y desgarraba todo lo que hallaba al paso.
Más de doscientos cadáveres yacían en las calles, en los almacenes saqueados,
en las habitaciones de gente honrada, hasta en las viviendas de las meretrices; y por
todas partes no se divisaban sino hordas de caníbales, de furias que blandían las
homicidas armas, gritando siempre: ¡Viva la Constitución! ¡Viva Estrada!
Navarro y otros comisionados de la Junta revolucionaria, me aseguraron que no
había cargos contra mí, y que quedaba en completa libertad. Navarro me echó los
brazos, llamándome su amigo querido: y ofrecióse regresar él mismo para conducirme a
mi casa con toda seguridad y en su coche.
Pero, el que vino a buscarme, fue el nuevo Intendente, un conservador
implacable, Federico Fernández Madrid; y me condujo al Panóptico, prisión destinada
por Freile Zaldumbide para todos los amigos de Alfaro, de su antiguo protector y jefe.
Al llegar a la Penitenciaría, presencié el más horrible espectáculo: un grupo de
asesinos se entretenía en cazar a un desventurado preso: corría la víctima, loca de
desesperación, por un estrecho pasadizo, escondíase tras las puertas de hierro de los
calabozos; pero las balas de los cazadores la perseguían sin descanso, y al fin la hirieron
de muerte. Allí fue el lanzar gritos de salvaje alborozo, risotadas de caníbal, aplausos
de hambreado antropófago: aquellos monstruos se arrojaron sobre la víctima palpitante,
la acribillaron a nuevos balazos, la mutilaron y despedazaron, la desnudaron, la
arrastraron… ¡Horror! Fue el ensayo, digámoslo así, para la gran tragedia del 28 de
Enero de 1912.

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Consuela, sin embargo, recordar, para honra de la humanidad, y del Ecuador
particularmente, que en esa misma hora negra en ese mismo naufragio de la moral y
de los humanos sentimientos, hubo algunas personas que pusieron en peligro su vida
para salvar la del desgraciado coronel Quirola, preso hacía ya meses, a causa de un
crimen común. No sería justo, si no escribiera aquí los nombres de los señores mayor
Rafael Puente, doctor Luís Calisto y don César Mantilla, que hicieron todo lo posible
por evitar el crimen salvaje que acabo de narrar.
La Penitenciaría estaba llena de ciudadanos honorables: Ministros de Estado,
Vocales de la Corte Suprema, Jefes y Oficiales que no habían tomado parte en la
traición del 11, Diputados y Senadores que no pertenecían al estradismo, empleados
inferiores, hasta simples curiosos, habían sido encerrados allí, y confundidos con los
malhechores por la atolondrada saña de los nuevos gobernantes.
Los presos eran tratados como prisioneros de guerra, sin que hubiera habido
combate alguno: incomunicados absolutamente, sujetos a la vigilancia de centinelas de
vista, privados de lo más necesario para la vida, amenazados y ultrajados por la
soldadesca, no podía ser más lamentable la situación de los alfaristas, injustamente
detenidos.
La Junta Patriótica y el Cuerpo Diplomático solicitaron mi libertad, en términos
muy honrosos para mí; pero no accedió el Ejecutivo, alegando fútiles y especiosos
pretextos. Díaz no; podía perdonarme los muchos beneficios que le había hecho; y
Freile Zaldumbide expuso, como suprema razón de su negativa, “que era yo inteligente
y fecundo en recursos políticos, cualidades que podían hacer de mi un buen consejero
para los caídos…
Ese desventurado calificaba de crimen la inteligencia; y me tenía como digno del
presidio, porque no era un bausán!
Al cabo de unos días, obtuvieron mis amigos, como señaladísimo favor, que se
me permitiera salir de la República: había llegado el tiempo en que debíamos aceptar el
ostracismo como una gran merced; y salí de la Patria, castigado por tener alguna
inteligencia...
La ciudad había sido presa de todos los horrores, de todos los atentados que
puede inspirar la barbarie; y las autoridades, no sólo se cruzaron de brazos en presencia
de ese como hundimiento del orden social, sino que no escasearon las alabanzas al
pueblo heroico del 11 de Agosto, y llegaron a considerar las iniquidades cometidas,
como digna de la corona cívica.
Reunióse el Congreso, con legisladores ad-hoc, en lugar de los que estaban
presos, de los ciudadanos dignos que expulsaron escandalosamente de las Cámaras, y de
los que habían tenido que huir: su primer acto fue dar un voto de aplauso al pueblo
quiteño, y mandar que se perpetuasen en una lápida de mármol, las hazañas de la
revolución, comparables y aun superiores a las de los Próceres del 10 dé Agosto de
1809, según lo dijeron varios oradores.
Cuatro o cinco miembros de aquella Junta demagógica y anarquista, tuvieron
valor suficiente para negar su voto a esta vergonzosa apoteosis de la barbarie. Pero el
Acuerdo legislativo fue aprobado con grandes aplausos: la muchedumbre, todavía con

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las manos ensangrentadas, estaba orgulloso de sus iniquidades, viéndolas tan
solemnemente aprobadas por los poderes públicos. He aquí tan bochornoso Acuerdo:
“El Congreso Nacional aplaude y admira al Pueblo de Quito y al Ejercito, que
en breves momentos, brillando por la magnanimidad, ha salvado la Constitución y las
leyes de la República. Que en la grada principal de esté palacio se coloque una lápida
conmemorativa que contenga esta leyenda, etc.”
Acto tan bochornoso fue condenado por todos los ciudadanos sensatos y probos,
y no se ejecutó; más el constituye un testimonio irrefragable de la solidaridad entre
todos los hombres de la revuelta; entre los asesinos y los legisladores; entre los que
saquearon y violaron, y los gobernantes…
La prensa conservadora y la prensa placista, generadora de aquellos desastres,
vieron también que su obra era magnífica: y prodigaron el incienso y la apoteosis a los
traidores y a los que se habían apoderado del, mando. Asaz pervertido el sentido moral
de aquellos escritores, todo lo hallaron bueno, patriótico, grandioso, si había contribuido
al derrocamiento de Alfaro: loable la perfidia, digna de recompensa la traición,
justificados los atropellos contra un Gobierno que no había hecho otra cosa que levantar
al país de la sima en que yacía.
Los únicos, los verdaderos revolucionarios del 11 de Agosto, fueron esas dos
facciones coligadas, esos dos rencores que han perseguido a Alfaro hasta más allá de la
tumba, el fanatismo ultramontano y el fanatismo demagógico, la venganza clerical y la
venganza placista: he ahí la clave del enigma: y la fuente de todos los males que han
caído sobre la República.
Los historiadores de aquella revolución, lo dicen claramente en sus curiosas
narraciones: los héroes, y aun las heroínas, de la conspiración resultan conservadores
los unos, y placistas los otros. El odio los aproximaba, la venganza los unía; y
entendíanse, obedecían a un plan común, y lo ejecutaban cada uno como le era posible.
El comandante Moreno es testigo irrecusable para los coligados: léase la historia
que publicó a raíz de los sucesos, y se palpará la verdad de lo que digo. Examínese la
colección de periódicos conservadores y placistas, publicados en los días de la
revolución y durante el gobierno de Freile Zaldumbide; y se convencerá cualquiera de
que las antedichas facciones políticas se hermanaron y ayudaron mutuamente en
sus tareas subversivas, en su labor de zapa, en su obra dé seducción del Ejército y
perversión del criterio público. Las turbas que se armaron en los cuarteles y
cometieron después, juntamente con los soldados ebrios, tantos crímenes, fueron
conservadoras; congregantes que se inspiran en los conventos y sacristías; artesanos
extraviados que beben agua bendita, hasta que les sea posible apagar con sangre la sed
de exterminio que el fanatismo enciende.
Los tribunos de esa muchedumbre, placistas conocidos por su frenesí
demagógico; y jóvenes ultramontanos, discípulos amados de los jesuitas, esos que
llevan el detente en la solapa de la levita. Los que se aprovecharon de la caída de
Alfaro, conservadores y placistas: léanse las listas del Presupuesto de aquel tiempo, y se
verá quiénes recogieron el fruto de tanta infamia.
Estrada se creyó revolucionario, y no fue sino instrumento colocado en manos
hábiles; se creyó cabeza de un nuevo partido político, y no fue sino juguete del

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maquiavelismo de las dos facciones contrarias al general Alfaro; creyó que él lo había
hecho todo, y no era sino el madero que flotó por un instante sobre la ola
revolucionaria, como que la dominaba, y era en realidad dominado por ella. En cambio
de estas apariencias que halagaron su vanidad, Estrada cargó con todas las
responsabilidades históricas de los acontecimientos.
El maquiavelismo susodicho lo colocó en la pendiente resbaladiza; y lo fue
empujando, empujando, de escalón en escalón, hasta que no pudiera retroceder; y de un
hombre de honrados antecedentes, de prendas muy apreciables, hizo un detestable
político, una figura histórica repugnante.
He aquí otra gran maldad de los coligados; y, cuando hubieron realizado sus
nefarios propósitos, lo abandonaron otra vez en el vacío, y aun rompieron hostilidades
contra el ciudadano que tanto habían elogiado. Llegó a serles un estorbo; y cada una de
las facciones mencionadas, juzgó llegada la oportunidad de combatirlo para suplantarlo
en el poder, como se verá más adelante.
Amaneció el día destinado para principiar el escrutinio de los votos depositados
por los ciudadanos en los últimos comicios; y nadie hizo la menor objeción a la valides
de las elecciones mismos que habían suscrito el compromiso de anularlas, como yo le
había dicho al coronel Concha, las aprobaron por aclamación.
Estrada fue declarado Presidente Constitucional, no obstante haberse rasgado y
destruido la Constitución el 11 de Agosto; y ni un sólo mandatario del pueblo protestó
contra este sarcasmo sangriento, contra esta mofa sacrílega a la majestad de la
República y a la santidad de las instituciones democráticas.
La falacia del doctor Vela, no pasa de triquiñuela de político de aldea; y nadie
que entienda de ciencias públicas, puede afirmar que el orden constitucional sobrevivió
a la caída de Alfaro. Los mismos periodistas de Plaza lo han sostenido así, burlándose
de los repetidos remiendos que los gobiernos que se han sucedido desde el 11 de
Agosto, han pretendido echarle a la Constitución destrozada.
Hay un documento irrecusable: la opinión del Ministro Fiscal de la Corte
Suprema, defensor de los derechos de la Nación amigo político y personal del general
Plaza, y que fue ajeno transformación de 1911. Este elevado miembro del Poder
Judicial, refutando la demanda de perjuicios propuesta contra el Fisco por el español
Manuel Pardo, cuyo almacén de joyas saquearon los amotinados del 11 de Agosto, se
expresa en estos términos, después de hacer una descripción elocuente de los horrores
perpetrados en aquella fecha:
“El llamamiento al señor Valdez era franca y netamente revolucionario. El
segundo llamamiento (a Freile Zaldumbide) hijo de la hipocresía y del miedo, también
era revolucionario, porque era violatorio de la Constitución, ya que, aprovechando de la
traición del Ejército, se impidió que el período con constitucional durase hasta el 31 de
Agosto; y porque ge encargó del ejercicio del Poder Ejecutivo el último presidente del
Senado, sin que se cumpla ninguna de las condiciones impuestas por los Arts. 74 y 75
de la Carta Fundamental… Si, revolución fue la del 11 de Agosto; y, aunque la
hipocresía, se empeñe en bautizarla de otro modo, de seguro que no lo conseguirá, sino
sacrificando el valor y el significado de las palabras”.

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No puede ser ni más justa ni más terminante la opinión del Ministro don Emilio
Uquillas; y con él opinan todos los publicistas y jurisconsultos notables de la República.
El mismo gobierno espurio de Freile Zaldumbide juzgaba que no era constitucional la
transformación efectuada; y puso todo empeño en arrancarle su dimisión al general
Alfaro, valiéndose de amenazas como si dijéramos con el puñal al pecho. Empero, en la
misma nota oficial que el ingrato presidente del Senado le dirigió a su bienhechor,
exigiéndole la renuncia, se dejó testimonio no sólo de la fuerza y violencia ejercidas
sobre el legítimo Jefe del Ejecutivo, sino también de que ya se le había despojado del
poder, el día 11 de Agosto.
Admira que Freile Zaldumbide y Díaz hayan confesado, en documentos públicos
imperecederos, los crímenes que perpetraban ellos mismos y sus cooperadores, contra la
Constitución y el orden establecido: la embriaguez del triunfo los ofuscaba y
enloquecía; hasta el punto de que, sintiéndose omnipotentes, retaban a la conciencia
pública, y despreciaban de antemano los formidables fallos de la Historia. Véase el
siguiente documento, escrito por Díaz y firmado por Freile Zaldumbide: parto de la
perversidad victoriosa, no se sabe qué admirar más en él, si la imprudencia o la villanía,
si la ingratitud asquerosa o la amenaza cobarde y ruin.
“Quito, Agosto 12 de 1911. Señor General Eloy Alfaro. Ciudad. El pueblo
quiteño congregado en gran meeting ante la casa del Encargado del Poder Ejecutivo,
solicita perentoriamente la dimisión del señor General Eloy Alfaro, del cargo que tuvo
de Presidente de la República. En tal virtud, acatando yo esa apremiosa representación
popular que amenaza tomar peligrosas proporciones, notifico a Ud. que defiera a ello,
con la brevedad posible: pues de otra suerte, me sería quizás imposible impedir que no
se respete el derecho de asilo a que ha apelada Ud. en la Legación de Chile. Carlos
Freile Zaldumbide.
La bolsa o la vida, como los salteadores de encrucijada: si no te desciñes la
banda que te otorgó la voluntad del pueblo, mis hordas de malhechores te sacrificarán
irremisiblemente, aun hollando la bandera chilena.
Esta es la nota que he copiado: su lectura subleva todo corazón generoso y
cubrirá de baldón eterno a los que fueron capaces de escribirla.
Dejarse imponer por el populacho, siendo dueño de la fuerza pública, y prestarse
a cometer una infamia bajo presión tan ignominiosa, es la mayor de las desventuras que
puede acontecerle a un gobernante: para Freile Zaldumbide, preferible haber procedido
tan inicuamente, por inspiración propia, por maldad: propia, por negrura de alma, que
no presionado por la furia de una banda de malhechores.
Cuando los hombres de honor, cuando los gobernantes magnánimos y dignos, se
ven ante la imposición inmoral de las turbas, mueren, pero no delinquen; agotan el
último esfuerzo en favor de la moral y la justicia, pero no se envilecen nunca aceptando
complicidades con la insana barbarie de los motines. ¿Para qué le servía el Ejército, si
no había de emplearlo en sostener los fueros de la humanidad, por lo menos, ya que
todo lo había pisoteado para usurpar el poder? Confesarse impotente para hacer respetar
la inviolabilidad de la Legación de Chile, a pesar de llamarse Encargado del Ejecutivo,
es decir, jefe de un Estado culto, de una nación organizada, de un pueblo moral y sujeto
a leyes, era el colmo de la flaqueza, o de la más refinada hipocresía; y en ambos casos,

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veíase colocado el Ecuador en la más vergonzosa de las situaciones a los ojos del
mundo civilizado.
Y nótese que Freile Zaldumbide exige del General Alfaro, renuncia del cargo
que tuvo, esto es, de su cargo que ya no tenía; y así era la verdad, por lo mismo que
habría sido absurdo sostener que, desde las dos de la tarde del 11 de Agosto, había en el
Ecuador dos Presidentes constitucionales a la vez. Sólo el Congreso estradista,
compuesto de tránsfugas y políticos que diríamos del hampa, sostenía que el arca de la
constitucionalidad habíase salvado del sangriento y cenagoso diluvio que aún inundaba
la República; sólo esos prevaricadores mandatarios del pueblo sostenían con irritante
cinismo, que la Constitución permanecía incólume, que las instituciones democráticas
no habían sufrido deterioro.
Pero, ni estas absurdas e impudentes afirmaciones, ni la fuerza de los hechos
consumados, pudieron cambiar la naturaleza de la transformación operada el 11 de
Agosto; y hoy, ninguna duda de que el Gobierno de Freile Zaldumbide, nada tuvo de
constitucional; sino que, por lo contrario, fue usurpador e intruso, tiránico y conculcador
de la voluntad popular, fuente única de la soberanía.
La constitucionalidad no es de quita y pon, según el querer del primer ambicioso
que se levanta sobre la sociedad: alterado el orden público, rota la Carta Política de una
nación, derrocado un Gobierno legítimo, no se puede volver al camino de la legalidad,
sin un acto solemne de soberanía nacional plena que reconstituya al Estado, mediante la
restauración del pacto social rompido.
El General Franco, no obstante sus habituales demasías, era una garantía sólida
para el régimen radical. Hombre de principios definidos e invariables, pecaba más bien
por sus arranques de clerofobia, tan poco conformes con el espíritu del verdadero
liberalismo. Por otra parte, Franco era todo un carácter, una energía indomable; y por el
mismo caso, constituía un factor poderoso para el restablecimiento del orden social, tan
hondamente conmovido por la revolución de agosto.
Fue él único colaborador que podía ser útil en el nuevo orden de cosas; más,
apenas publicado el nombramiento de aquel Ministro de Guerra y Marina, amotináronse
algunos congregantes de la Inmaculada y otros fanáticos, y le exigieron a Freile
Zaldumbide la inmediata destitución de su único Secretario verdaderamente radical y de
importancia reconocida.
La turba ultramontana imponía su voluntad al gobierno intruso; y, conociendo
los quilates del valor del Encargado del Ejecutivo, su carencia absoluta de carácter y la
versatilidad de sus convicciones, resolvió dicha turba ensordecerlo con gritos,
intimidarlo con amagos, subyugarlo con algaradas.
Y como lo pensaron, lo hicieron aquellos congregantes y devotos: el Presidente
del Senado, temblando en presencia de esa chusma sacristanesca, sacrificó a su Ministro
y amigo, rompió la espada con la que contaba para su defensa, y la rompió con sus
propias temblorosas manos, para satisfacer a la clerecía, temerosa de la inflexibilidad
del General Franco!
Cualquier acto de vulgar energía habría disuelto el motín ultramontano;
cualquiera manifestación de dignidad y carácter en el nuevo gobernante habría
mantenido a raya el atrevimiento del monaquismo quiteño; pero Freile Zaldumbide que

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no era ni radical ni hombre que se aseguraba las bragas cedió a la más ridícula de las
imposiciones; y el General Franco presentó su forzada dimisión, a las diez y ocho horas
de haber sido Ministro. ¿Para qué tenía Ejército y Policía ese Senador que se había
apoderado del mando de la República?
Conocido el hombre, las facciones lo convirtieron en verdadero maniquí: cuatro
gritos delante de sus balcones, bastaban y sobraban para aterrorizarlo y arrancarle
cualquiera concesión por perjudicial o punible que fuese. A esta cobardía, llamaba
acatamiento a la voluntad popular!...
Al primer clamor del populacho, corría al balcón de su casa que había
convertido en tribuna de las arengas; y, lívido, cadavérico, convulso, tartamudeaba
algunas palabras, ofreciendo siempre otorgar lo que le exigían, aunque fuese la cabeza
de sus amigos y protectores.
Jamás ha ocupado el solio un hombre semejante a Freile Zaldumbide: hasta
llegó, cinco meses más tarde, a llamar nobles y heroicos ciudadanos a un centenar de
borrachos y desarrapados que le pedían la muerte del General Alfaro; y dignas
matronas, a un grupo de; prostitutas, especie de petroleuses, reunidas para linchar a la
inocente esposa de Flavio Alfaro.
Cada una de las dos facciones vencedoras, procuraba obtener alguna ventaja,
exclusivamente para sí; y ambas mantenían una sorda competencia que las hacía mirarse
de reojo, aunque sin romper esa unión de facto, mediante la que habían conseguido
surgir y aplastar a su enemigo común.
Los conservadores obtuvieron la inmolación del Ministro Franco; y los placistas
le impusieron al Gobierno el sucesor de aquel General, en la Cartera de Guerra. Cada
uno tiraba para su lado; y el desgraciado Freile Zaldumbide no osaba desagradar a
nadie. Si no le exigieron a él mismo la dimisión del mando fue porque las facciones
necesitaban todavía un dócil instrumentó para la realización completa de Sus
respectivos proyectos; porque les era útil conservar un editor responsable de todos los
actos delictuosos y execrables que la revolución, apenas comenzada, había de perpetrar
en su desarrollo.
El Gabinete se completó, en consecuencia, con el Coronel Juan Francisco
Navarro, militar que todo se lo debía al Presidente caído; y que la fatalidad destinaba a
ser la rueda principal de una máquina de atentados inauditos y espeluznantes.
El General Emilio María Terán había lentamente minado los cuarteles,
convirtiéndose en alegre compañero del soldado, en confidente de las mujeres de trapa,
en bolsillo abierto para loa sargentos y cabos de la guarnición de Quito, en amigo
cariñoso de la mayor parte de los Jefes y Oficiales en servicio.
Un marido celoso, el desventurado Coronel Luis Quirola, puso término a la vida
del General Terán; y por entonces quedó ahogado el pensamiento de rebelión que
fermentaba en el Ejército. Vino la contienda electoral y Flavio Alfaro reanudó, sin
saberlo, la obra de zapa emprendida por el finado General Terán; y por estos medios,
fue desapareciendo paulatinamente la disciplina militar, y debilitándose, hasta
extinguirse, todos esos sentimientos de fidelidad y adhesión al orden constituido, que
hacen del soldado un baluarte de la ley y la Constitución.

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Sin la ambición de mando que caracterizó a Flavio Alfaro, no se habría
subdividido el partido radical; y sin los tortuosos manejos de los flavistas para burlar la
elección de Estrada, tampoco se habría completado la desmoralización de la fuerza
pública. Pero, la constante seducción, ejercida por los unos y por os otros sobre el
soldado; los halagos y las promesas con que lo asediaban todos los aspirantes al poder;
esa continua tentación que lo combatía y arrastraba, pervirtéronle al fin,
transformándolo en genízaro y pretoriano. Corrompido el soldado, perdió hasta el
respeto y cariño que profesaba a su viejo Jefe, que tantas veces lo había conducido al
campo de la gloria; y ya no le inspiraban horror ni la ingratitud ni la traición, pues, muy
hábilmente o habían familiarizado con la idea de pasar por, sobre los más sagrados
deberes del militar. Dé consiguiente, el Ejército estaba listo para cualquier golpe de
mano, para conferir la banda presidencial al que más pagase por ella: el pretorianismo
había tomado solemne posesión de la República.
El historiador de la revuelta, Comandante Manuel Moreno, refiere con descaro
que pasma, los progresos obtenidos por los conspiradores en la corrupción del Ejército;
y revela los medios empleados con fin tan criminal; de dónde y cómo salió él dinero
para comprar las tropas, y aun los individuos que se encargaron de esta infame
negociación.
El mismo Estrada se ocupó en dar cima a la relajación y prostitución de la
milicia, tal vez sin darse cuenta de que así cubría su nombre de ignominia, y hería de
muerte a la democracia; corromper la fuerza armada, transformar en bandolerismo la
noble profesión militar, hacer de los defensores de las leyes y de las públicas libertades,
un hato de facinerosos, es indudablemente cometer la mayor de las iniquidades, es
socavar los cimientos de la sociedad y derruir la República.
Cómo documento glorioso, y digno de la historia publicóse el menguado
telegrama que sigue; telegrama que reprodujeron todos los papeles periódicos de la
revolución, como si se empeñasen en perpetuar un testimonio deshonroso para aquel
Magistrado.
“Guayaquil, Agosto 13 de 1911. Sr. Víctor Estrada.
Quito. Después de los primeros momentos de confusión y de júbilo, con motivo del
valiente comportamiento del Ejército de allá, mi primer saludo para esos abnegados
soldados, y para el heroico pueblo de Quito, que han sabido ser fieles intérpretes de la
opinión nacional. Sírvete ir a visitarlos a aquellos, en mi nombre, y darles un abrazo.
Por el tren de hoy, te mando un poco de dinero para que los gratifiques. Creo qué a
mediados de está semana estaré contigo para ir personalmente a abrazar a los jefes,
oficiales y soldados que han estado por la Constitución y el orden. Saludo especial para
Narváez, Piedra, Naranjo, Estrada, Benavides, Polo, Mora, Echeverría, en fin, para
todos los heroicos soldados que defienden la Constitución. Visítalos con frecuencia. Tu
papá. Emilio Estrada”.
El imperio en subasta; y el comprador llama heroicos y abnegados, es decir,
virtuosos, y leales en grado eminente, a esos inverecundos y perversos que vendieron a
su Jefe, que vendieron la República, a trueque de un escaso puñado de monedas. ¡Qué
extravío tan lamentable del criterio moral del señor Estrada! ¡Defensores de la
Constitución, los mismos que la habían hecho trizas con la punta de las bayonetas!

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¡Defensores del orden, los mismos que traían aterrada a la Capital, a fuerza de
iniquidades sin precedente y sin nombre! ¿Qué idea tendría el señor Estrada del
heroísmo y la abnegación, del orden constitucional y de la moral política?
Y lo raro es que para gratificar a sus héroes abnegados, a sus salvadores de la
Nación, no les discierne la corona cívica, no hace pregonar su nombre en el Capitolio;
sino que les remite un poco de dinero, mezquino y denigrante galardón para tan
merecimientos!.
¿Qué estabilidad social, qué virtudes republicanas, qué disciplina militar, qué
instituciones democráticas con una escuela tal de depravación dirigida por todos los que
aspiraban al poder supremo? Caminábase a la disolución, a la ruina, al desastre
definitivo: los corruptores de la clase militar habían sembrado vientos de borrasca, y no
tardó en venir la tempestad deshecha, la que, ruge todavía sobre nosotros y amenaza
durar por mucho tiempo, para desventura de la Patria.
Dado el incesante socavamiento de la moral del soldado, no es extraño que casi
todos los militares le hayan traicionado villanamente al gran demócrata, al ilustre
Alfaro. Si exceptuamos a uno que otro jefe y oficial de la guarnición de Quito; al
General Upiano Páez con su División del Centro; al Coronel Benjamín J. Peralta, Jefe
de la 4 Zona y los dos batallones de su mando; y, por último, a los parientes del
Caudillo, puede decirse que la defección fue general en la República, pues el que no
hizo acto de presencia en la felonía, fue por lo menos su cómplice.
Montero mismo delinquió vergonzosamente, como dejo dicho. Sin contar con su
aquiescencia plena, no se habrían atrevido al golpe del 11 de Agosto. Sí el Jefe militar
de Guayaquil, hubiera permanecido firme y leal, Estrada no habría quedádose seguro y
al alcance de la mano de un Teniente de Alfaro; puesto que las represalias hubieran sido
indefectibles, aunque no fuese sino por la seguridad personal del Caudillo derrocado. El
General Montero podía aprisionar al Presidente electo, a los jefes y oficiales
sospechosos, a los principales revolucionarios que residían en el Guayas; y, como tenía
fuerzas, más que suficientes y todo género de elementos, estaba en sus manos
contrarrestar con ventaja él movimiento de Quito. Lejos de esto, entendíase con Estrada
y con los trastornadores del orden; no dio señal alguna de moverse en defensa de su
benefactor y amigo; y, por lo contrario, puso todo obstáculo a que, otros soldados del
Gobierno cumplieran su deber.
El general Páez y el Coronel Peralta conferenciaron por telégrafo sobre los
graves acontecimientos de la Capital; y acordaron marchar inmediatamente contra los
rebeldes, con las Divisiones del Centro y del Sur, que permanecían fieles; y, creyendo
que el General Montero era incapaz de traicionar a su jefe y al gobierno constituido,
comunicáronle su resolución, pidiéndole refuerzos. Montero les contestó con evasivas y
ambigüedades; y por último, reprobó abiertamente la expedición proyectada. Véanse
algunos telegramas que lo comprueban:
“Telegrama de Guayaquil, 11 de Agosto de 1911. Señor General Páez. Está
bueno lo que Ud. me dice; yo no hago más que darle mi opinión, en vista de que no creo
prudente el abandono de esa plaza ni de esta. Creo que Fiallo no nos engaña al decir que
el General está, bueno en el Ministerio de Instrucción Pública. Ahora, si Ud. tiene datos
de otra naturaleza, es otra cosa; pero lleve por norma que el General mismo aconseja

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siempre la serenidad, y la permanencia de Cada uno en su puesto que él nos ha
confiado. Esa plaza (la de Riobamba) es de necesidad, y si Ud. la abandona, habrá
también quien sabe qué otras cosas. Además, hay que tener precaución con las tropas,
ya le dije mi parecer; y se lo repito porque hay que ver lo que el Viejo mismo nos tiene
encargado. Su amigo. Pedro J, Montero”.
La vacilación en expresarse claramente, lo indeterminado mismo de las
insinuaciones, los pretextos fútiles para no socorrer al Caudillo, la vaguedad de los
argumentos empleados, están poniendo de relieve la traición que inútilmente pretende
ocultarse en el anterior telegrama.
Páez insistió en la necesidad dé abrir inmediata campaña contra los
revolucionarios de Quito, y Montero se vio obligado a manifestar francamente lo que
en su pecho ocultaba, Véase la siguiente reveladora comunicación telegráfica:
“Guayaquil, 12 de Agosto de 1911. Sr. General Páez. Riobamba. Sírvase
comunicarme su definitiva resolución; en todo. Cuanto al caso ocurrido en Quito, soy el
que más lamenta por lo que respecta a don Eloy; pero no derramamiento de sangre. Y
tal vez para empeorar la situación. Pedro J. Montero”.
No se podía ser más explicito: el hambre de confianza del General Alfaro, la
encarnación de la lealtad, como lo llamaba, se negó a prestarle auxilio, a unirse con los
jefes de la 2 y 4 Zona, y correr a debelar una revolución inicua, por temor de derramar
sangre.
En términos parecidos se dirigió al Coronel Peralta; de modo que los referidos
jefes leales quedaron plenamente convencidos de que el General Montero militaba
también en las filas de la revolución.
No doy asenso a la afirmación de que el Jefe militar de Guayaquil recibió una
fuerte suma de dinero, como precio de su felonía; porque esta circunstancia no ha
sido aún comprobada convincentemente, como se requiere en todo cargo que ha de
pasar a la Historia. Pero, no queda la menor duda acerca de la traición del Tigre de
Bulubulu, como los soldados apellidaban a Montero: su connivencia con Estrada y los
demás cabecillas de la revuelta, era, desde antes palpable para todos, menos para el
Viejo Luchador que, juzgando a los hombres por las cualidades que a él mismo le
adornaban, creía que su Teniente era incorruptible.
“Cualquiera puede traicionarme menos Pedro Montero” me dijo, cuando le referí
lo que a mi paso por Guayaquil me habían asegurado respecto de los compromisos de
aquel jefe con Estrada y la facción conspiradora.
Vencido Alfaro por mi tenaz insistencia, convino en mandar un jefe de toda
confianza para que se hiciera cargo de los buques de guerra, cuya tripulación debía
aumentarse con una buena parte de las fuerzas de la plaza; quedando así nuestra
pequeña flota en posibilidad de mantener el orden en todo el litoral, El jefe designando
para llenar está importante comisión, debía partir esa misma noche, en tren expreso; y
me extrañó sobremanera verlo a la mañana siguiente, en la casa presidencial, Alfaro
notó mi extrañeza, llamóme aparte y me dijo: “He reflexionado que, era ofender a
Montero mandar al jefe que habíamos acordado: Pedro es leal, convénzase Ud.; no
merece la ofensa que íbamos a irrogarle”. La buena fe, la excesiva confianza
perdiéronle al Caudillo, y lo pusieron a merced de sus más desalmados enemigos.

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Montero arrastró a la traición a toda la fuerza de su mando; pues, si por acaso
hubo algún jefe u oficial que pensara de otra manera, ninguno se atrevió a contrariar el
ejemplo de su superior, manteniéndose firme en la senda del deber. Toda la guarnición
del litoral, más o menos deslavadamente, volvióle las espaldas al General Alfaro y
secundó con su impasibilidad punible, la perfidia de los soldados del Norte.
El Ejército, que tantos beneficios había recibido del Caudillo radical; el Ejército
que éste había formado, y cubierto de gloria en tantos campos de batalla; el Ejército, al
que mimaba con censurable exceso, y en el que tanto confiaba, ese Ejército lo vendió a
vil precio, por unos pocos millares de sucres distribuidos por manos corruptoras.
Veintemilla decía que la mujer y el soldado no tienen más patrimonio que el
honor; pues bien, perdido ese patrimonio precioso, no se lo recupera jamás; y la traición
militar, lo mismo que la prostitución, marcan con estigma indeleble la frente de los que
tan ignominiosamente se deshonran.
¿Cómo puede haber Ejército, con jefes, oficiales y soldados, capaces de tan
negra perfidia?
El Diez de Agosto, fecha magna de la República, y en especial de Quito, todos
los batallones que guarnecían esta ciudad, atronaban el espacio con vítores a su anciano
y glorioso jefe; el mismo día once, algunos militares de alta graduación
cumplimentaban por la mañana, y dos o tres almorzaron en la mesa presidencial; y ésos
mismos soldados, esos mismos jefes, pasadas apenas unas horas, rebeláronse contra el
Ejecutivo, maniataron, dirélo así, al Viejo Luchador, que era cómo su padre, y lo
entregaron a los enemigos del radicalismo para que lo sacrificaran.
¿Merece nombre de Ejército una gavilla de traidores cuya alma pigmea se
manifiesta hasta en el bajo precio en que se cotizan? Con justicia han abandonado la
carrera de las armas todos los hombres de corazón, todos los que rinden culto al honor,
todos los que tienen en más que la vida, el brillo y limpieza de su espada. Para honra del
Ecuador, la traición del heroísmo, la fidelidad y gloria de sus soldados, vive y arde en el
pecho de millares de ciudadanos, prontos a sacrificarse por la patria, a su primer
llamamiento, por más alejados que estén del pretorianismo venal y corrompido. El
verdadero Ejército ecuatoriano existe, con todas sus virtudes y patriótico ardimiento: la
avenida de cieno es siempre pasajera; y se purificará al fin la atmósfera. La mancha que
la traición ha echado sobre la milicia, no es indeleble, no es eterna, de manera alguna
para la Institución militar, sino para los individuos que la profanan. ¡Maldición para los
que ejercieron ese repugnante proxenetismo que produjo la degradación de los soldados
del 11 de Agosto de 1911! ¡Maldición para los que convirtieron en vil mercancía la
fidelidad y el honor de los defensores de la Patria! ¡Maldición para los que dieron vida
al pretorianismo que cavará la sepultura del Ecuador, como ha cavado la de todas las
naciones víctimas de monstruo tan espantoso!
En él orden civil, no fue menos general la traición contra Alfaro: ya lo hemos
visto casi solo en la hora de la caída, acompañado únicamente de sus dos hijos y de una
docena escasa de amigos fieles
¿Qué se hicieron sus otros Ministros, los altos funcionarios que no lo
desamparaban nunca, sus aduladores y consejeros, todos los que se habían engrandecido
y llenado de honores, mediante la protección del anciano Caudillo? ¿Dónde estaban en

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los momentos del peligro, esos que la víspera no más le dirigían discursos laudatorios y
repletos de protestas de adhesión a la causa radical y al primer Magistrado?
Sabedores de lo que iba a suceder, los unos se habían ocultado cobardemente y
con tiempo; los otros contemporizaban hábilmente con las facciones desde mucho atrás,
con el fin de ponerse a flote en la hora de la inundación; y los más, negaron
abiertamente al maestro, o hicieron causa común con los que pretendían crucificarlo.
La Junta revolucionaría, reunida en la Municipalidad, contaba en su seno a
muchos traidores, a muchos que habían recibido beneficios a manos llenas, a muchos
que habían surgido de la nada, apoyados por el mismo hombre cuya cabeza pedían a
gritos, El mismo Dr. Vela había sido amigo íntimo y panegirista del General Alfaro;
mucho tiempo llevó de recibir el pan que gratuitamente le proporcionaba el Caudillo del
radicalismo. El Dr. Vela ciego, sordo y lleno de achaques, no podía desempeñar ningún
cargo público permanente y ganarse un sueldo: era menester buscar un pretexto para
socorrerlo decorosamente, sin humillarlo con una limosna; y Alfaro era diestro en
excogitar estos medios del satisfacer su generosidad y practicar el bien sin
ostentaciones. Testigo fui de esto; por cuya razón, estaba convencido de que el Ciego
de Ambato jamás se pondría en contra de su amigo y bien hechor. Y tanto más
persuadido estuve, cuanto que me había formado la idea más ventajosa de las
prendas morales de aquel hombre, al que en mi primera juventud admiré con
entusiasmo y túvele por varón esclarecido e incorruptible. Ilusiones de la juventud, que
casi en todo se engaña: Vela no era el hombre e Plutarco que yo me imaginaba; sino un
político de pacotilla, salva, su gran cabeza: ingrato, intrigante y tornadizo como el que
más panegirista perpetuo de todos los que podían darle algo, sin perjuicio de convertirse
en su detractor más acérrimo, al verlos caídos.
Amigo y enemigo del General Plaza, se ha contradicho miserablemente,
pintándolo como digno de la apoteosis y de la roca Tarpeya; y no una vez sola, sino
varias, según estaba arriba o abajo el mencionado General.
Lo mismo con Alfaro; pero la magnanimidad de éste perdonaba todas sus
infidelidades, y siempre tenía la mano abierta y extendida para socorrer al desventurado
ciego. Sin embargo, ya lo veremos más adelante, entonando alabanzas a los asesinos de
protector, y empeñado en que siquiera le salpique la sangre del Fundador del liberalismo
ecuatoriano: como Saulo, no pudiendo actuar de verdugo, háse contentado con batir
palmas en torno de las hogueras y de las destrozadas víctimas del 28 de Enero.
Y podía citar cien, nombres más de hombres públicos que, infames y
malagradecidos, transformáronse en implacables perseguidores del Caudillo, cuya
inagotable generosidad los colmara de beneficios y honores; y al que adulaban y
ensalzaban la víspera no más de la traición de Agosto. Jamás la ingratitud ha tomado
formas más repugnantes, más asquerosas, más negras que en aquellos días de
inmoralidad desenfrenada y bárbara: hubo jóvenes, a cuyos padres había redimido
Alfaro, que le asestaban los fusiles procurando ultimar al mismo que les había dado pan
y hogar!... Hugo sujetos que jamás habrían sobrenadado ni en la superficie de la plebe,
si Alfaro no les hubiera alzado del polvo con su potente brazo; y esos mismos,
inmerecidamente enaltecidos por un error político, eran los que más vociferaban contra
el Caudillo radical, el día de la caída; y los más feroces verdugos, el día del martirio.

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Tan nauseabundos engendros de la perfidia, no merecen que la Historia recoja
sus nombres; porque ésta no debe perpetuar sino los de los grandes malhechores, para
escarmiento de las generaciones futuras. He ahí la razón porque dejo de nombrar
decenas y decenas de traidores pequeños, de ingratos insignificantes, de hombres sin
más valor político y social, que el recibido de las manos del Magistrado a quien
traicionaron. Quédense en el silencio del olvido más profundo, aquellos criminales de
menor cuantía; aquellas larvas de la podredumbre social; aquellos reptiles venenosos
que bullen en medio de las discordias civiles, y muerden el mismo seno que les ha
prestado calor y vida. Más, seré inflexible y severo con los ingratos de nota, con los
traidores de alguna valía; y los pintaré con sus propios colores, con mano imparcial y
firme, a fin de que reciban el merecido castigo, con las maldiciones de la posteridad.
La ingratitud y la inmoralidad política; las tendencias anarquistas más
acentuadas y el maquiavelismo más execrable; la traición y la perfidia; los rencores del
fanatismo religioso y la venganza insaciable de los placistas; las ambiciones más
rastreras y aun el resurgimiento de atavismos de barbarie, fueron los componentes del
nuevo orden de cosas, de ese como caos en que flotó, sin rumbos y sin claridad, la
desquiciada República, a partir del 11 de Agosto, impelida y manejada por manos torpes
y cerebros vacíos. Era menester reorganizar la Nación, reprimir las pasiones
desencadenadas, restablecer el equilibrio social y el imperio de la justicia, combatir los
arranques de barbarie de las multitudes, empuñar la espada de la ley y dejarla caer sobre
todos los que la infringían, en una palabra, volver por la civilización que había sido
ultrajada y proscrita en aquellos días de iniquidad; pero, por desdicha, los que se habían
adueñado del poder no comprendían siquiera la altitud y grandeza de sus deberes, ni
tenían la fuerza ni el prestigio suficientes para señalarle un dique a la onda destrucción
para calmar el vendaval que se estaba conmoviendo los cimientos mismos de la
sociedad ecuatoriana.
Nave sin timón y sin piloto, abandonada a la furia del mar; y de los huracanes,
lanzada en medio de escollos formidables y costas inhospitalarias, el Estado ha sufrido
daños incalculables; y aún no cede la tormenta, aún persiste el peligro gravísimo de que
zozobre y se pierda en las profundidades de la anarquía.

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CAPITULO V

LA CONSTITUCIÓN SARCÁSTICA

Hemos visto como la traidora revuelta se consumó so color de sostener la Carta


Fundamental de la República; y cómo un Congreso espurio sancionó esta farsa criminal,
declarando legalmente elegido al señor Estrada, y que la constitucionalidad no había
sido infringida en lo mínimo, no obstante la transformación política que acababa de
efectuarse. De consiguiente, conforme a esta original interpretación de nuestras
instituciones fundamentales, resulta que Freile Zaldumbide ejerció el mando supremo
constitucionalmente, antes y después del advenimiento de Estrada al poder; y que,
revestido de este carácter augusto, se disparó cometer toda clase de atentados.
Por tanto, habríase, pues, de aceptar la conclusión de que, en nombre de la
Constitución, y sólo para defenderla, el Encargado del Ejecutivo encarceló y persiguió a
centenares de ciudadanos, sin otro crimen que haber sido empleados o partidarios fieles
de Alfaro. En nombre de la Constitución y sólo para defenderla, desterró a ecuatorianos
que no habían hecho sino servir lealmente a su Patria y al Gobierno constituido. En
nombre de la Constitución, y sólo para defenderla, pisoteó todas las libertades públicas,
holló todos los derechos del ciudadano, hizo burla de todos los principios de la
democracia, erigió en sistema de gobierno el fraude, la impostura, la perfidia, el
asesinato. Invocando la Constitución, y sólo para salvarla, Freile Zaldumbide la rasgó
en mil pedazos arrojándolos con insultante carcajada, al rostro mismo del pueblo
soberano.
Y no se tome a mucho mi decir; porque ¿cuál de los fueros de la ciudadanía no
fue conculcado por ese gobierno sarcásticamente constitucional? La seguridad
individual, escarnecida como nunca con el Panóptico, las cárceles, los cuarteles, sin
perdonar ni a los Diputados del pueblo, ni a los Vocales de la Corte Suprema de
Justicia, ni a los Ministros Secretarios de Estado; Belisario Albán Mestanza y Manuel
Montalvo, miembros del Supremo tribunal, presos, incomunicados, confundidos con los
malhechores en la Penitenciaría, sin mas ni más, y sólo por la voluntad del Encargado
del Ejecutivo; lo mismo Samuel Dávila, Luciano Coral y otros miembros del
Congreso; lo mismo Rafael Aguilar y Francisco Martínez Aguirre, últimos Ministros de
Alfaro; lo mismo multitud de ciudadanos de todas categorías y condiciones. ¿Cuál el
crimen de todas estas víctimas de la tiranía Constitucional de Freile Zaldumbide? Pues,
haber sido leales y honrados: su conducta era un reproche elocuente contra los traidores;
y, por lo mismo, necesario castigarlos en nombre de la Constitución; invocando
sacrílegamente esa Ley fundamental que es el pacto inviolable sobre el que descansa la
Nación ecuatoriana.
¿Cuál fuero de la República no violó Freile Zaldumbide llamándose jefe de un
gobierno constitucional? La independencia y soberanía del Congreso: Nacional,
holladas cínicamente en, la persona de varios Senadores y Diputados: se les encarceló,
se íes persiguió, se los expulsó de las Cámaras con pretextos ridículos; y se reintegró el
Congreso con miembros allegados, espurios, reclutados entre la muchedumbre

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revolucionaria, sin más título que algunos votos que no les daban ni la calidad de
accesitarios.
Coral y Dávila, ya citados; Pedro Concha, León Benigno Palacios y otros
muchos mandatarios del pueblo, fueron arrojados de sus curules, o tuvieron que huir
como criminales y se les reemplazó con sujetos vendidos en cuerpo y alma a la nueva
causa.
Los conservadores expulsaron en una ocasión a Felicísimo López del seno del
Congreso, por liberal y excomulgado; y desde esa época funesta no se había repetido
tamaño escándalo: estaba reservado a Freile Zaldumbide el presidir en la comisión de
un atentado mayor, cual es perseguir, aprisionar, destituir a los Legisladores, por
honrados y por leales.
¿Cuál fuero de la ciudadanía no fue pisoteado durante ese gobierno inicuo? La
inviolabilidad de la vida, ahí está comprobada con el asesinato, convalezco del Coronel
Luis Quirola; con los doscientos y tantos cadáveres, regados en las calles de Quito, en
los días 11, 12 y 13 de agosto; con el tiro alevoso de rifle que cortó la vida del Coronel
Belisario Torres; y más tarde, con los festines de antropófagos, ofrecidos en la Plaza de
Rocafuerte, en Guayaquil, y en la llanura de los Ejidos de la Capital.
Propio de cobardes y de bárbaros solucionar las dificultades políticas con la
muerte del adversario; los hombres del gobierno intruso no conocían esa fuerza del alma
que se llama valor, sublimidad del corazón que decimos magnanimidad; y para ellos, no
había más que cortar, cortar cabezas, y salir de apuros, libertarse de temores.
El primero de los Derechos, es el derecho de vivir: sin garantizarlo, ampliamente
no es posible que subsista sociedad alguna, en los actuales tiempos; y el gobierno
revolucionario, invocando la Constitución y para sostenerla, hizo pie contra esta base
primordial de toda asociación humana, que tome por bandera la civilización y la moral,
Ese gobierno bárbaro proclamó, con repetidos hechos, que el asesinato político es el
mejor y más único medio de regir a los pueblos, y sostenerse en el mando contra el
torrente de la voluntad nacional. Y la irrefutable prueba de este aserto está en que no
pensó siquiera en castigar a los criminales; tanto que la más absoluta impunidad
protegió a los principales asesinos, muchos de los cuales aun tomaban parte en la
administración de la República. El clamor público los acusaba, el dedo de la opinión los
señalaba inflexible, sus mismas manos manchadas de sangre los delataba; y, sin
embargo, ninguno fue despojado de sus empleos; ninguno fue arrojado del Palacio,
como profanador del decoro y limpieza con que se debe ejercer el poder nacional;
ninguno fue puesto en manos de la Justicia para su condigno castigo.
Y no se arguya que el Ministro Díaz ordenó él juzgamiento de los asesinos de
enero de 1912; porque esa orden fue parto irritante de la hipocresía oficial, mero ardid
infame para engañar a los que alzaron la indignada voz contra atrocidad tan inaudita,
hábil medio de dejar en la obscuridad a los verdaderos victimarios, acaso sacrificando
algún comparsa en el crimen. Esa orden añadió el escarnio a la iniquidad; profanó las
formas judiciales; prostituyó la conciencia de algunos jueces, designados ad-hoc, y que
tenían una consigna ineludible; arrastró al perjurio a varios miserables que, en calidad
de testigos, declararon por salario lo que importaba que declarasen para oscurecer la
verdad y burlar a la justicia, para hacer mofa sangrienta de la vindicta pública. Ahí

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están esos procesos, padrón de eterna ignominia de los que los organizaron, pregonando
en cada una de sus páginas la impostura, el perjurio, el más deslavado prevaricato, como
tan irrefutablemente lo demostró el Fiscal, doctor Pío Jaramillo Alvarado, ante el
tribunal que juzgó al zapatero Montenegro, al que se había escogido para que
sobrellevase toda la responsabilidad de aquellos actos de canibalismo. Y ese mismo
tribunal compuesto de Jurados tan parciales, tan sin nociones de moral, tan ajenos a la
rectitud y a la dignidad de jueces ni siquiera impuso silencio a la franca apología del
asesinato, hecha por los defensores de procesado (1).
¿Cuál de los timbres de orgullo del Ecuador no ha sido conculcado por el
gobierno de Freile Zaldumbide, en nombre de la Constitución y para mantenerla sin
detrimento? La fe pública, respetada aun en las tribus salvajes, llegó a ser juguete
despreciable; la superchería villana, la mentira ignominiosa, el quebrantamiento de la
palabra más solemnemente empeñada, componían el fondo de la política inaugurada el
11 de Agosto de 191l.
Dije ya que el General Páez se propuso debelar la revolución efectuada en Quito;
y, en efecto, avanzó con su División sobre la Capital, la que habría caído seguramente
en su poder, acaso sin necesidad de combatir. Desmoralizada la guarnición y
entregada a la orgía de sangre que he narrado; en la cumbre del poder sólo mal
intencionadas nulidades, que eran instrumentos pasivos de las facciones; sin un militar
de prestigio y valor que defendiera la plaza, el General Páez la habría sojuzgado con
sólo presentarse en ella.
Tembló el gobierno intruso, y acudió al Cuerpo Diplomático para que
interviniera en algún arreglo pacífico con el Jefe de la 2' Zona Militar, que se
encontraba ya en Latacunga. Díaz afirmó a los Diplomáticos extranjeros, que deseaba la
paz únicamente para evitar que fueran asesinados los presos políticos, y aun el mismo
General Alfaro; puesto que el gobierno no podría hacer respetar ni el asilo de éste,
mucho menos la vida de los Alfaristas encerrados en el Panóptico.
Alegar motivos tan indecorosos para interesar a los Representes de las Potencias
amigas en una negociación de paz; confesares impotente para evitar que se cometiera un
gran crimen, era ya una degradación de ese gobierno, que se decía constitucional;
porque presentar el peligro de muerte de sus adversarios, como real e inminente;
anunciar el degüello de presos inermes, rehuyendo de antemano toda responsabilidad
por falta de fuerza y energía para defenderlos de los asesinos; dar por factible la
violación de la Legación de Chile, sin acatamiento alguno a los deberes y fueros
internacionales, era colocar la República al margen de la civilización, declarar que los
ecuatorianos, conducidos por los hombres de la revolución, se hallaban en pleno
retroceso a la barbarie.

(1) Los doctores Agustín Cueva y Luís F. Borja acumularon sobre las victimas del 28 de
Enero todas las calumnias y ofensas, que los bandos de oposición habían lanzado contra ellas,
durante largos años; y, pretendieron justificar dé manera tan extraña, los crímenes de aquel
funesto día. El Centro Liberal de Quito y algunos periódicos protestaron justamente contra tan
inmoral doctrina jurídica, jamás empleada en los tribunales del Ecuador, ni en los de ninguna
nación civilizada y cristiana.

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Y Freile Zaldumbide y Díaz hicieron esta vergonzosa e infamante declaración
sin vacilaciones, sin escrúpulos, sin atenuantes aceptables; y la repitieron, a presencia de
propios y extraños, asegurando que, al presentarse el General Páez en las afueras de la
ciudad, serían victimados todos los Alfaristas presos, lo mismo que su caudillo. Y esto
mismo se le hizo saber al Jefe invasor, a fin de detener sus pasos ante el seguro
sacrificio de sus amigos. Muy natural que las naciones extranjeras duden de tamaña
maldad, presupuesta la adelantada civilización ecuatoriana; pero estas inicuas
afirmaciones constan aún en los papeles públicos de la época, están confirmadas por
documentos oficiales, forman parte del gran proceso histórico contra los verdugos de
Alfaro.
El Ministro Plenipotenciario del Brasil se prestó a ir a Latacunga, en nombre de
sus Colegas, para proponer al General Páez una transacción con Freile Zaldumbide, con
el fin de evitar el derramamiento de sangre, a manos de asesinos vulgares e
incontenibles. El Ministro Díaz acompañó al señor Barros Moreira, y ambos se
avistaron con el Jefe de la 2 Zona, quien puso las siguientes condiciones para la paz:
Primera: Que se les conceda la inmediata libertad al Señor General Alfaro y su familia,
bajo la garantía del Cuerpo Diplomático, a fin de que puedan libremente salir de la
República o conservarse en ella.
Segunda: Que se conceda asimismo la libertad a todos presos políticos que se
encontraban en el Panóptico, por ser servidores del Gobierno del General Alfaro.
Tercera: Que se conceda plena garantía a los Jefes oficiales y tropa que componían la
División de la 2 Zona Militar, etc.
Extracto estas condiciones principales, del telegrama oficial del Ministro Díaz
al Encargado del Ejecutivo, fecha 13 de Agosto; telegrama que está tan mal expresado,
que cuesta alguna dificultad comprenderlo, y dar con la relación, de sus partes con el
todo. Diríase que Octavio Díaz lo escribió dominado por el miedo; tan incoherentes y
oscuras son muchas cláusulas de aquel importante documento.
El Encargado del Ejecutivo contestó a su Ministró, con misma fecha, entre otras
cosas, lo que silgue:
“En contestación a su atento parte, sírvase Ud. manifestar a los señores General
Ulpiano Páez y Coroneles Julio Concha y Tomás Reinoso, que la presencia del Sr.
Ministro plenipotenciario Barros Moreira y la de Ud. en esa ciudad, obedece
únicamente al vivo deseo del gobierno que presido, de evitar, dado e1 nuevo orden de
cosas, todo lo que en algo pudiera desafinar la armonía reinante en todo el pueblo
ecuatoriano… Deben tener entendido que no es este gobierno el que ha ordenado
prisión alguna, sino el pueblo y el Ejército que, rescatados con su propio esfuerzo,
quieren naturalmente asegurar su victoria...”
He ahí el retrato más acabado de Freile Zaldumbide y de su gobierno; retrato
hecho con propia mano, aunque, indudablemente, sin pensar en que pasaría a la
Historia.
Según la expresa confesión del Encargado del Ejecutivo, no había Constitución
ni leyes que garantizasen los derechos de los ciudadanos; la libertad y la vida estaban a
merced de la muchedumbre anónima que decretaba la prisión y la muerte; no había
autoridad que reprimiera esta anarquía y demagogia desatadas; el mismo Freile era

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impotente para imponerse a las turbas y meterlas en vereda; la moral y la justicia habían
caído, mortalmente heridas, en la jornada del ll de Agosto.
“Hágales comprender dice Freile Zaldumbide en el mismo telegrama anterior, a
su Ministro Díaz que actualmente, y dada la exacerbación del pueblo y de las mismas
tropos, la libertad del General Alfaro y de los presos, seria seguramente su muerte…
¿Quién gobernaba, pues, nuestra desventurada República en esos aciagos días de
luto y desenfreno?
El populacho beodo, la soldadesca manchada de sangre, la anarquía en su faz
más horrorosa, según la propia confesión de Freile Zaldumbide; luego su gobierno no
representaba el orden ni el derecho; luego no imperaban la Constitución y las leyes
protectoras de la propiedad, la libertad y la vida de los asociados.
Más todavía: esta confesión pone en evidencia que los hombres del gobierno
eran solamente siervos del gran malhechor, colectivo y anónimo, al que el Encargado
del Ejecutivo llama tropa y pueblo en suma exacerbación; es decir, frenético y fuera de
control, en anarquía extrema, en abierta rebelión contra toda ley, contra toda autoridad,
contra todo sentimiento de moralidad y orden; puesto que, sin que nadie pudiera
impedirlo, se aprestaba a pisotear la bandera chilena y empaparla en la sangre de un
ilustre asilado bajó su inviolable sombra; a invadir los calabozos del presidio y dar
muerte cobarde y alevosa a ciudadanos indefensos y honorables. Del telegrama
transcrito resulta, pues, que a modo del Cabrón de Judea los sesudo gobernantes no
servían sino para cargar sobre sí las iniquidades de la muchedumbre, ¿Podía darse papel
más abyecto y degradante? Más les habría valido asumir decidida y altivamente, con esa
grandeza siniestra de los tiranos históricos, la responsabilidad de la situación; pero las
almas pequeñas son incapaces de mirar sin temblar ni palidecer, cara a cara, sus propios
actos, como Dantón, el terrorífico 2 de Septiembre, antes que descender a la vil
condición de instrumentos ciegos de la canalla criminal y salvaje.
Y nótese que todo este desquiciamiento social, esta dominación vergonzosa del
crimen, esta falta absoluta de autoridad y garantías, no contradecían ni desafinaban,
como dice Freile Zaldumbide en el telegrama que he copiado, la armonía reinante en
todo el pueblo ecuatoriano...
Decididamente, el Encargado del Ejecutivo no supo lo que decía, al escribir tan
sarcástica frase en la comunicación referida: ¿en qué pensaba ese hombre, cuando
calificó de armonía social aquel naufragio de la moral pública y de la moral privada,
aquel torbellino de iniquidades, aquel furor de las turbas que disponían a su antojo del
poder supremo, aquella anarquía militar omnipotente, aquella carencia de seguridad aún
para la vida de los mejores ciudadanos?
Pintarnos el cuadro más pavoroso de la demagogia, con todos los horrores y
negruras de la barbarie, con el eclipse total de las leyes y de la justicia; y bautizar ese
mismo cuadro con el nombre de armonía social, no puede ser obra sino de un insensato,
o de un desvergonzado malhechor.
Pero, sigamos examinando lo que la fe pública valía para el Encargado del
Ejecutivo y sus Ministros.
La presencia de Díaz en Latacunga, fue fatal para los patrióticos proyectos del
General Páez. La intriga y las promesas, hábilmente deslizadas en el Ejército, enfriaron

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el entusiasmo de los mejores soldados: el Coronel Reinoso se mostró reservado y
taciturno: no pudo ocultar desde entonces, el cambio operado en él, y más tarde lo llevó
a combatir contra sus amigos, en Huigra Naranjito y Yaguachi.
A Reinoso siguiéronle varios oficiales, y la afición por la paz, fue cundiendo en
todas las filas de la 2' División.
Páez, militar inteligente y de gran experiencia, comprendió al momento su
verdadera situación: minada la fidelidad de sus tropas, sin apoyo alguno en las fuerzas
del litoral, tomó resueltamente su partido, lamentando el fracaso de su leal resolución; y
telegrafió al Coronel Peralta para que detuviera la marcha de los dos Batallones del Sur.
Cohibido por este cúmulo de circunstancias adversas, contramarchó después de
aceptar las garantías amplías que el gobierno le concedía, con intervención del Cuerpo
Diplomático, a él personalmente, y a todos sus subalternos.
El gobierno intruso respiró; pero, infame y pérfido, resolvió vengarse del
valeroso General que tanto temor le había infundido.
Ulpiano Páez era un militar de escuela, de valor temerario, de grandes
conocimientos y clara inteligencia. Principió su brillante carrera desde soldado
aspirante; y ascendió por escala rigurosa hasta el grado de General, que es el más
elevado en la milicia ecuatoriana. Sentó plaza el 30 de Septiembre de 1870; hizo las
campañas de los años 1876 - 1882 a 1883, 1895 a 1898 -1899 a 1900 - 1906 a 1907 y
1910; concurrió a las batallas del 10 de Enero de 1883 en Quito, a la de Gatazo y a la de
Balsay; tomó parte en los combates de Chambo, de Quero, de Puculpala, de Girón, de
Patate, de Lentac, de Taya, de Ayancay, de Car, etc.
Sin duda alguna, después del Viejo Luchador, fue el mejor soldado del ejército
ecuatoriano; y como tal, desempeñó muchas veces los empleos más difíciles y honrosos.
Jefe digno, creyó incompatible su honra con la continuación en el servicio del nuevo
gobierno; y pidió inmediatamente su separación, la que le fue concedida sin objeciones
de parte de Freile Zaldumbide, que tanto lo había halagado para detenerlo en
Latacunga.
Páez deseaba volver a su hogar; pero le asaltaban justos temores de la perfidia de
los gobernantes; y antes de resolverse a tomar la vuelta de Quito, procuró obtener todas
las seguridades posibles para su persona. Dirigióse a los Diplomáticos que habían
intervenido y garantizado el Tratado de Latacunga; y recibió muy satisfactorias
contestaciones, de las qué copiaré las siguientes:
“Quito, 14 de Agosto de 1911. General Páez. Ambato. Conforme a mí leal
palabra recibirá Ud. hoy día, del Decano del Cuerpo Diplomático, la contestación a su
atento telegrama… Barros Moreira”.
“Quito, 14 de Agosto de 1911. General Páez. Ambato. El Sr. Díaz nos ha
informado que dejó arregladas con Ud. las condiciones que aseguran la paz y la
tranquilidad del Ecuador, que es nuestro más vehemente deseo. El mismo Dr. Díaz nos
ha manifestado que el gobierno dará toda clase de garantías a la seguridad personal del
General Alfaro, su familia y las otras personas que están detenidas en el Panóptico, etc.
Carlos Uribe”.
(Plenipotenciario de Colombia, Decano del Cuerpo Diplomático).

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“Quito, 22 de Agosto de 1911. General Páez. Riobamba. Lo saludo
afectuosamente y le manifiesto que, no sólo gozará de toda clase de garantías, sino del
afecto de sus amigos que lo esperamos. Octavio Díaz, Ministro de lo Interior”.
“Quito, 28 de Agosto de 1911. General Páez. Riobamba. No hay inconveniente
en que pueda venir Ud. a Quito. Tiene toda garantía. Lo saluda su afmo. Ministro de lo
Interior”.
¿Quién, después de recibir las anteriores comunicaciones, no se hubiera creído
plenamente garantizado, pues estaba empeñada la fe nacional ante el Cuerpo
Diplomático, como prenda de que el gobierno respetaría lo pactado en Latacunga?
El Ministro Díaz, sin embargo, engañó miserablemente a los Ministros
extranjeras, engañó al país, engañó a Páez, engañó a todos los presos; y continuó la
hostilidad más bárbara contra ellos, y preparó una emboscada inicua contra el
pundonoroso Jefe de la 2 Zona que regresaba al seno de su familia, confiado en la
palabra del nuevo gobierno.
El Ministro Barros Moreira debió haber sospechado algo, cuando salió a recibir
al General Páez en la Estación del ferrocarril; como para servirle de salvaguardia: hízole
sentar en su propio carruaje, mandó levantar la capota y que el cochero llevase los
caballos a buen trote.
Al pasar por delante del Palacio de la Exposición, los cocheros dieron gritos,
manifestando que el Ministro Plenipotenciario del Brasil estaba en aquel carruaje: ¿cuál
era el motivo de aquellos gritos, de aquella exasperación de los servidores del Sr. Barros
Moreira?
Había mucha razón para ello: vieron que un grupo de soldados iban a disparar
sus fusiles sobre el coche; y no encontraron mejor manera de contener a los asesinos,
que, dándoles aviso de la enormidad del crimen que estaban a punto de cometer.
En efecto, los cocheros salvaron a la República de una vergüenza eterna; y
salváronle al General Páez la vida, enseñándole prácticamente lo que la fe pública valía
para Freile Zaldumbide y Octavio Díaz.
El pensamiento de eliminación de los Jefes del Radicalismo, tomaba ya formas
tangibles; y podía adivinarse desde entonces lo que sobrevendría cuando Díaz
perfeccionase su sistema y contase con colaboradores más expertos y decididos.
¿Qué no fue el gobierno responsable de la criminal tentativa? ¿Y por qué la dejó
impune? ¿Por qué no mandó siquiera indagar un hecho tan escandaloso y bárbaro?
Eran manifestaciones de la armonía social, tan encomiada por Freile
Zaldumbide; y los actos posteriores del gobierno dejaron fuera de toda duda, que el
frustrado asesinato de Páez, fue una como medida administrativa y política…
El coche partió a escape, seguido de las vociferaciones y amenazas de muerte,
que lanzaban los saldados apostados en el trayecto; y la grita continuó delante de la
Legación del Brasil, a donde fue conducido el General Páez por su generoso protector.
No podían dar crédito los Diplomáticos, extranjeros a lo que sucedía; y su
indignación subió de punto, cuando el Ministro Díaz negó terminantemente hasta la
existencia del pacto de Latacunga. Barros Moreira, sobretodo, se exasperó hasta lo
sumó, en presencia de felonía semejante; y llegó a decir que, si Díaz fuera merecedor, le
pediría explicaciones como caballero.

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Después de esta prueba de deslealtad, no se comprende cómo el General Páez
pudo confiar en la inviolabilidad de la Capitulación de Duran: el desconocimiento del
convenio de Latacunga, marcaba el grado de moralidad del gobierno de Freile
Zaldumbide, y debió bastar para abrirles los ojos a todos los hombres de buena fe, a
quienes el Ejecutivo había resuelto perder.
Nada valieron las reclamaciones ni los reproches: Páez, con la muerte a los ojos,
perseguido como un malhechor fuera de la ley, sólo pudo salvarse al amparo de la
bandera del Brasil.
Al fin, obtuvo la merced de que lo desterraran; que merced era en aquella época,
y muy señalada y grande, el trocar la muerte por el ostracismo.
El Coronel Peralta pagó también su lealtad con el destierro; Flavio E. Alfaro,
rival de Estrada, y antiguo amigo de Freile Zaldumbide, salió del calabozo para
emprender camino de la proscripción.
El viejo Caudillo y su honorable familia, después de largos días de amargura y
martirio, fueron también proscritos, sin miramiento a la ancianidad y achaques del
ilustre Fundador de la democracia ecuatoriana.
El Ministro Aguilar y yo, desterrados sin causa ni motivo; los Diputados León
Benigno Palacios y Samuel Dávila, asimismo condenados al destierro, sin más crimen
que su fidelidad al Régimen derrocado.
Los demás presos, incluso los vocales de la Corle Suprema, continuaron
aherrojados en las celdillas de la Penitenciaría, o en las cárceles de provincia; la
persecución contra todos los Alfaristas que no cambiaron de bandera, fue tenaz y tomó
un carácter de ferocidad salvaje; la destitución de todos los Jefes y Oficiales que no se
mancharon con la traición de Agosto, no tuvo excepciones: así cumplió Freile
Zaldumbide los Tratados de Latacunga, en los que empeñó la fe pública, bajo la garantía
del Cuerpo Diplomático residente en la Capital.
El Gobierno de los veinte días, como se ha dado en llamar a la primera
dominación de Freile Zaldumbide y Díaz, fue una ininterrumpida cadena de perfidias y
atentados que ultrapasaron los límites de la criminalidad; un enhebrado de errores
políticos, de burlas sangrientas al derecho y a la justicia, de ultrajes a la dignidad
nacional y al decoro mismo de los que se empeñaban en gobernarnos, de ataques burdos
a los fundamentos de la sociedad y a las ideas más elementales de orden.
Nunca ha soportado el pueblo ecuatoriano un yugo más ignominioso: la inepcia,
la cobardía, la perfidia, el engaño truhanesco, la artería villana, el lazo ruin, el rencor
implacable la venganza cruel, el puñal alevoso, formaron los resortes administrativos de
aquellos intrusos gobernantes, el arsenal donde escogían sus armas para herir de muerte
a sus adversarios.
Los unos por su inteligencia; los otros por su valor y dotes militares; aquellos
por su popularidad y prestigio; los de más allá por sus virtudes y méritos, todos los
ecuatorianos de valía constaban en las listas de proscripción que escribía el Ministro de
lo Interior; y aprobaba, a tontas y a ciegas, el Encargado del Ejecutivo. Diríase que este
par de hombres aspiraban a establecer una República de imbéciles y canallas, gobernada
únicamente por malhechores.

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Así, de tumbo en tumbo, de abismo en abismo, llegó el gobierno de Freile
Zaldumbide a sus postrimerías: el 31 de Agosto subió Estrada al solio y dio principio a
otro gobierno intruso y de hecho, por más que se apellidaba constitucional.
Todos los ciudadanos de bien, todos los que deseaban la paz y la tranquilidad
pública, habían esperado con ansia el advenimiento del nuevo magistrado; persuadidos
de que mejoraría y se normalizaría la situación, bajo el mando de un ecuatoriano que
había gozado de buena fama, como liberal, sensato y probo.
Más, no tardó en aplastarlos el mayor de los desengaños: Octavio Díaz, dé quién
tan mal hablaba conmigo mismo el señor Estrada, continuó de Ministro de Gobierno, y
de asesor del Presidente; de modo que el agua volvía a correr por el mismo cenagoso
cauce que Freile Zaldumbide había abierto. Las mismas persecuciones, la misma falta
de garantías individuales, la misma profanación de las leyes y de la Carta Fundamental,
el mismo enervamiento de la justicia, el mismo desprecio por la opinión, la misma fe
púnica en el gobierno, la misma anarquía en las masas populares y en las tropas: todo,
todo, como antes.
Estrada había sido hombre de bien; pero su honorabilidad se eclipsó con la
malhadada candidatura, como ya lo he dicho; y después, indudablemente, sin darse
cuenta ni poder detener el pie en el resbaladizo declive, vióse envuelto en manejos nada
honrosos.
Libertad era; pero su asesor Díaz lo empujaba constantemente a una coalición
con los conservadores.
Estrada se lo debía todo al General Alfaro; sin embargo, sugestionado por su
favorito, persiguió, denigró, aborreció de muerte a su benefactor, y a todos los
principales Alfaristas que lo habían levantado a la primera Magistratura.
Enemigo acérrimo de Plaza, lo combatió durante la anterior administración de
dicho General, al que tenía en el peor de los conceptos; y, no obstante, lo llamó para
entregarle la fuerza pública, para confiarse a esa misma espada que antes decía que no
era sino la de un adocenado condottieri.
Este llamamiento era el suicidio; pero Díaz y Estrada no perseguían otro fin que
la ruina del Alfarismo, y, para conseguirlo, nadie más a propósito que el General
barbacoano, cuyos rencores no se extinguían nunca, cuya venganza estaba ardiendo
siempre, bajo esas mismas fingidas carantoñas, que prodigaba de preferencia a los que
tenía designados para el sacrificio.
La pasión los cegaba; y no veían, no querían ver, el peligro placista.
Vino Plaza, como si dijéramos a tambor batiente y pasando por arcos triunfales;
pero sin duda, creyéndose un César para quien todo era llegar, ver y vencer cayó en
renuncio, y dejó ver muy pronto las cartas con que jugaba.
El Presidente y su asesor retrocedieron bruscamente; y, en lugar de la Cartera
de Guerra y Marina, apenas le confiaron la de Hacienda y Crédito Público. Y aun esta
concesión no tuvo otro fin que despojarlo de la Presidencia de la Cámara de Diputados;
impidiéndole de manera tan diestra, toda aproximación peligrosa a la primera
Magistratura.

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Plaza sintió el golpe y vio la mano que se lo había asestado: Díaz se ufanaba de
ello, pero no pensó siquiera en que ese paso equivalía a estar inscrito en el libro negro
del barbacoano.
No se desalentó éste; y, por vía de represalia, le echó la zancadilla al señor
Estrada, con aquello de la Compañía Nacional Comercial de Guayaquil, en la que el
Presidente era interesado.
Díaz volvió el arma contra Plaza; y lo alejó de la administración,
transformándolo en forzado Cincinato dedicado a cultivar patatas en la heredad de su
esposa.
Esta discordia y rompimiento cayeron en surco abonado; y el placismo, contra lo
que Díaz y Estrada se prometían, no se abatió ni sepultó en las soledades campestres;
sino que, por lo contrario, arrojó la careta y se enfrentó con el gobierno; se reorganizó y
vigorizó, terminando por levantar un poder contra el otro poder, poniendo en jaque al
pobre don Emilio que desde entonces ya no pudo dormir en paz.
Enfermo de gravedad, huraño, insociable, ajeno a las formas de la distinción y la
cortesía, muy pronto quedó aislado, únicamente en brazos de su Ministro Díaz.
“¿Por qué sigue Díaz en el Ministerio?” se preguntaba Manuel J. Calle, la pluma
de oro del General Plaza; y él mismo se contestaba: “Sencillamente porque el Sr.
Estrada no tiene con quién sustituirlo”. Y así era la verdad: ningún hombre de mediana
posición social o política había quedado junto al Presidente: el vacío lo rodeaba
asfixiándolo; su popularidad ficticia se había desvanecido como el humo; el aplauso de
las multitudes se había trocado en sepulcral silencio.
El placismo que tantos servicios le había prestado durante la revuelta, y que él
creía; su partido reíase a carcajadas de la simplicidad del buen señor, y ya no le ocultaba
la dañada intención con que interviniera en el triunfo del estradismo.
El Jefe del Estado miraba, pues, como enemigos a los placistas y a los Alfaristas:
¿podía contar con los ultramontanos, esos aliados que Díaz tanto le había recomendado,
como el más firme apoyo de su gobierno? Véámoslo.
El conservadorismo habíase puesto del lado de Estrada, con la misma mala fe
que el placismo; y, derrocado el invencible y temido Alfaro, replegóse a su propio
campamento, riéndose también irónicamente de la credulidad de don Emilio.
Sobrevino el rompimiento de éste con el General Plaza, y los conservadores
vieron una coyuntura demasiado favorable para volver a tomar el mando de la
República. Caído y perseguido de muerte el Alfarismo radical; el placismo minando a
las claras el gobierno de Estrada; la administración de éste, débil, aislada, aborrecida,
inepta, con un jefe moribundo y un Gabinete desacreditado; el Ejército en plena
anarquía, corrompido, lleno de manchas de sangre y fango, llevando a cuestas la traición
del 11 de Agosto y los crímenes subsiguientes; el desbarajuste imperando en todas
partes, no podía presentarse al partido conservador una ocasión más oportuna para
enseñorearse otra vez de la Nación.
El partido clerical miró y examinó la situación; y, hallándola por demás
favorable, preparóse y acechó el momento de alzar bandera con probabilidad de buen
éxito.

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Los órganos de clericalismo en la prensa, dieron la voz de orden; y por todas
partes se constituyeron asociaciones para dar en tierra con el liberalismo agonizante.
Los directorios de los círculos conservadores, radicados en las principales
provincias, publicaron sendos manifiestos y declaraciones de principios; y se emprendió
con la mayor actividad y empeño la reorganización del partido que el fanatismo apellida
católico.
El rumor de la guerra santa se percibía ya, aunque a distancia; los aprestos para
la campaña decisiva, eran manifiestos y constantes; al conservadorismo, como al
Sansón de la leyenda, le habían recrecido al fin los cabellos.
Estrada y Díaz mirábanle de reojo a Plaza, y no perdían ninguno de sus
movimientos; pero no temían sino al Alfarismo, al que habían vencido y derrocado a
traición y con felonía.
La conciencia les representaba a toda hora, aquellas acciones negras que estaban
reclamando a gritos reparación y castigo; y los hombres del poder temblaban azorados
a la sola idea de que Alfaro pudiera volver a la Presidencia.
Veían y palpaban la actitud de los conservadores; pero, no se recelaban gran
cosa de ellos: Díaz por lo contrario, contemplaban con íntima satisfacción ese
resurgimiento de sus antiguos cofrades, y continuaban colocándolos en los empleos,
públicos más importantes, como si coadyuvara sin ambages a la entronización del
clericalismo.
Traidor a los alfaristas, traidor a los placistas, sirviendo a un gobierno que se
perdía y evaporaba en el vacío, temblando ante el futuro castigo de sus infidelidades,
Díaz no podía encontrar otra tabla de salvación, que imitar al hijo pródigo, volviendo a
los lares donde dejara colgada la sotana.
Y a esa tabla salvadora se aferró con todas sus fuerzas, con la desesperación del
náufrago a quien sepultan ya las olas y llama el insondable y negro seno del abismo.
Singular destino el de este hombre: el transfugio y la traición eran sus únicas palancas;
con ellas había subido, y con ellas pretendía mantenerse en la altura. Mientras se
acumulaban así las nubes más tempestuosas en el horizonte, Estrada había desvanecido,
una por una, todas las esperanzas concebidas por los que lo tenían por hombre de
gobierno. Estrada pudo haber serenado la situación y reconstituido al país, sobre bases
sólidas y duraderas; pero, por desgracia, carecía de genio político y aun de fuerza de
voluntad; carecía de esas virtudes cívicas que se sobreponen a los odios y
resentimientos, para no pensar sino en el engrandecimiento de la patria. Estrada,
aconsejado, impelido, dominado por un hombre de siniestras intenciones, no hizo sino
cometer errores tras errores, en los tres meses de su tristísimo gobierno. Lejos de
propender a la reconciliación y concordia del partido liberal, profundizó la división
entre sus diversas agrupaciones: deprimió a los unos en beneficio de los Otros;
persiguió y vejó a éstos, para satisfacer los rencores de aquéllos: hízose instrumento de
venganza de su círculo, y aun del conservadorismo, cuando debía unir a los dispersos,
atraer a los alejados, compactar las filas de ese partido que lo había elevado al poder, y
que es el que redime a los pueblos.
Cuando le era necesario mostrarse generoso y magnánimo, ya que no
agradecido, con los principales Alfaristas, los dejó en el destierro o en las prisiones: la

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………… generaba el olvido de lo pasado, la mano francamente extendida al rival en
una palabra, esas prácticas rudimentarias de la buena, política, no eran para el carácter
apocado del señor Estrada.
Meticuloso, vengativo, de espíritu alicortado, sin nociones de las ciencias
gubernativas, ajeno a las iniciativas trascendentales, mostróse inepto para conducir la
nave del Estado, ni en tiempos de calma, menos en los de desatada borrasca. Hasta en
sus arranques de energía resultaba pequeño: he aquí una carta amenazadora, dirigida por
el Presidente a un allegado del General Alfaro:
“Guayaquil, Diciembre 17 de 1911. Muy estimadlo amigo: Repetidas noticias
del Istmo han avisado que el General Alfaro tomará en Panamá el próximo vapor que
sale de allá mañana, con ánimo de dirigirse a esta ciudad. Ud., mejor que nadie, medirá
las consecuencias de este viaje; pero tengo el deber de comunicar a Ud. que tengo
impartidas instrucciones severas, aunque no crueles; las que en ultimó resultado,
llevarán al General a Quito, donde, no estando yo, es peligrosísima la permanencia del
General. Su prudencia y talento le aconsejarán en este trance. Su amigó. E. Estrada”.
Amenaza infundada, pero reveladora de que ya se tenía convicción de que en
Quito sería asesinado con seguridad el Reformador ecuatoriano.
Mandarlo a la Capital, era condenarlo a muerte: Estrada lo da por hecho, y no
halló conminación más terrible contra su protector y amigo, que la de amenazarlo con
aquel viaje mortal.
Un político de alto vuelo, un varón de alma grande y nobles sentimientos, en vez
de escribir aquella misérrima carta, habría buscado la reconciliación con el Jefe del
radicalismo, le hubiera abierto las puertas de la Patria y dádole toda clase de garantías;
porque, en realidad de verdad, más conveniente le era desarmar con la benevolencia y la
sagacidad política al Viejo Luchador, que ir a provocarlo hasta en el destierro.
Estrada procedió en todo contra sus propios intereses, y diversamente de como
proceden los hombres de tacto y don de gobierno; si bien es cierto, que gran parte de la
responsabilidad de estos errores, les corresponde a sus menguados y estultos consejeros,
como dejo dicho.
Agravóse la enfermedad de Estrada y aumentó el malestar de la República: el
gobierno estaba en manos de Díaz que, abrumado por el temor al partido de Alfaro,
extremaba el rigor contra sus antiguos favorecedores, y envenenaba más y más cada día,
el rencor y la discordia entre la familia radical.
Con Estrada ya ni se contaba para los actos de gobierno; y da lástima ver como,
según el mismo Presidente, se había hecho caso omiso de él, en la administración del
Estado. Véase el siguiente cablegrama, en el que se pinta la verdadera situación de
Estrada, en los últimos días de su vida.
“Guayaquil, Diciembre 12 de 1911. Ministro Ecuador. Santiago. Hace dos
meses mi salud padece grave perturbación. Sólo sabía proyectos de permutas nada
ofensivas para nadie. No recuerdo más Fui traído inconsciente a Guayaquil con
pulmonía y violento ataque de uremia. Hoy casi restablecido, pero extremadamente
débil, imposible ocuparme nada. Estrada”.

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El Plenipotenciario del Ecuador en Chile había sido removido de su alto cargo; y
el Presidente no lo sabía, ni siquiera le habían consultado sobre un acto de semejante
trascendencia: ¿qué no sucedería en la administración interna y ordinaria?
Estrada confesaba su estado de inconsciencia: esta sola confesión pone de
relieve y a plena luz lo que era aquella caricatura de gobierno, durante el que las
facciones terminaron el socavamiento de la sociedad.
El desventurado Presidente murió de manera súbita; y su muerte fue más funesta
para la República, que su elevación al poder.
El hombre fatídico de los veinte días, el Presidente del Senado volvió a
encargarse del mando supremo; y Díaz asumió nuevamente la asesoría del Ejecutivo,
como Ministro de la Interior y factótum de la administración.
Su primer acto fue aprisionar y perseguir a los principales alfaristas en toda la
República: aconsejados por el terror, Freile Zaldumbide y Díaz encaminaban todos sus
pasos a un fin único, y exclusivo: evitar que Alfaro volviera a la Presidencia, ponerse
fuera del alcance del merecido castigo, sin reparar en los medios.
Mala Consejera es la cobardía; y los meticulosos gobernantes, aborrecidos por el
Alfarismo, acosados por los placistas, repudiados por los conservadores, no sabían a
dónde volver los ojos, y no daban sino tropezones en su camino.
Las coaliciones no duran sino lo que el interés común que las forma; y
desapareció la unión de los oposicionistas al régimen radical, tan luego como, cayó
Alfaro.
Reabriéronse los abismos que dividían al clericalismo, del partido liberal; y al
placismo, de la agrupación llamada estradismo; y se recrudeció la lucha entre estos
diversos elementos de conflagración.
¿Qué partido sostenía a Freile Zaldumbide en este vaivén espantoso que, al fin y
al cabo, había de producir un cataclismo? Nadie, absolutamente nadie: la fidelidad había
sido proscrita por el mismo Presidente del senado; la anarquía militar, ensalzada por los
poderes públicos; la demagogia, bendecida por los grandes ciudadanos de la oposición:
por todas partes no se veía sino combustible amontonado, y la llama del incendio
surgiendo ya, a favor de los vientos más tempestuosos. Las angustias de Freile
Zaldumbide y de su consejero llegaron al colmo, cuando el General Plaza voló a la
Capital, y entró en ella como triunfador como dueño absoluto de la situación.
Plaza conocía perfectamente las gentes con quienes se las había; y no le costó
trabajo el imponerse y dominarlas como amo.
Díaz y Freile Zaldumbide lo aborrecían, pero lo temían más; y ante aquel
vergonzoso temor, humillaron la cerviz y acataron la voluntad del más fuerte.
Rebelarse contra esta imposición, hacer respetar la dignidad del gobierno y aun
la dignidad del hombre, revestirse de energía y seguir derechamente una pauta política
determinada, en fin, proceder como gobernantes, no era para el Presidente del Senado y
su Ministro.
Colocados en círculo de fuego, por decirlo así, aceptaron la ley de manos de
Plaza: habríanse decidido por los conservadores, si los hubieran tenido por
suficientemente fuertes; pero el Ejército radical de la costa era una barrera invencible
para realizar por entonces la traición meditada; y retrocedieron ante un paso prematuro

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que podía serles desastroso. Pero, no desistieron: Soportaron el yugo placista, a más no
poder, reservándose sacudirlo a buena hora, y sin correr el menor riesgo.
El General Plaza, ladino y maestro en falsías, debió haber comprendido
claramente la doblez e hipocresía de Freile Zaldumbide y su Gabinete; y, sin darse por
avisado, tomó medidas eficaces para contraminarles sus torcidas intenciones. Exigió,
como prenda de esta alianza impuesta, que el Encargado del Ejecutivo patrocinara su
candidatura a la presidencia de la República; y la debilidad de aquella sombra de
gobierno, avínose a tan grave demanda; y el General Plaza fue proclamado candidito
oficial.
Sin embargo, el gobierno trabajaba subterráneamente en contra de la
candidatura del jefe barbacoano; y éste que lo barruntaba, o acaso lo sabía de cierto
miraba como a sus peores adversarios, a los miembros de la camarilla que por fatalidad
gobernaba al país; si bien, ostensiblemente y sin perder oportunidad, colmábalos de
elogios y caricias, llamándolos prohombres de la Patria.
El juego estaba empeñado entre conocidísimos fulleros; pero Plaza les llevaba
muchas ventajas a sus contrincantes; pues, por lo menos, sospechaba las cartas con que
jugaban, y conocía perfectamente que la estulticia y cobardía del gobierno, habían de
impedirle a Freile Zaldumbide salir con bien de la partida pendiente.
La lucha, por lo visto, era tenebrosa y sorda; pero no por ello menos activa y
encendida: los campeones de ambos bandos habíanse jurado guerra a muerte; más, su
odio recíproco disfrazábase con los ropajes de la amistad, y se prodigaban mimos y
sonrisas, a toda hora.
Tan anormal situación no duró sino pocos días; porque la candidatura oficial de
Plaza sublevó el ánimo del General Montero y lanzóle a una aventura que terminó en
horripilante tragedia.
El valeroso Teniente de Alfaro estaba arrepentido de su deslealtad, y resuelto a
borrarla aun a costa de su sangre, como lo dijo al mismo Caudillo traicionado; y creyó
ver el principio de su rehabilitación en el rechazo enérgico y digno de una imposición
tan contraria a los principios de la Democracia y a la conveniencia nacional.
Desconoció el gobierno espurio de Freile Zaldumbide y se proclamó Jefe
Supremo de la República.
¿Fue la ambición la que le obligó a darse este paso aventurado y peligroso? De
ninguna manera: Montero fue hombre humilde, sencillo, de aspiraciones limitadas: tenía
la rara virtud de conocer su verdadera posición, y todos sus pensamientos giraban
alrededor de ese centro, como si siguieran una órbita invariable de actividad. Soldado
valiente, pero sin pulimento, sabía batirse como el más bravo de los bravos: dejar bien
puesto su nombre, llenar de espantó al enemigo, salirse con la victoria a todo trance y
merecer el aplauso general, eran la única ambición de Montero.
Jamás posó la mirada en la banda presidencial; jamás lo fascinó el mando
supremo; y él mismo, en una hora de demasiado solemne, declaró los motivos que lo
habían impulsado a efectuar el movimiento del 28 de Diciembre.
He aquí un documento histórico que deja fuera de toda duda los verdaderos
móviles del General Montero; en el desconocimiento del gobierno de Quito:

88 
 
“República del Ecuador. Jefatura Suprema. Guayaquil, 20 de Enero de 1912.
Señor General Leónidas Plaza G. Yaguachi. He recibido el oficio que Ud. se ha dignado
dirigirme... Las afirmaciones de Ud. me ponen en el caso de expresarle que la
imposición de la Candidatura de Ud. para Presidente de la República, con violación del
sufragio popular consagrado como garantía en la Constitución del Estado, ha sido la
causa determinante del movimiento político del 28 de Diciembre de 1911, que el pueblo
y el Ejército me obligaron a aceptar. Si es, como Ud. afirma en el oficio, un alto deber
de humanidad y patriotismo el que lo mueve a impedir un nuevo derramamiento de
sangre humana, cúmpleles a esos nobles sentimientos de Ud. agotar todos los esfuerzos
posibles, postergando toda aspiración personal, para el logro de tan patriótico fin. Sea
esta la ocasión de asegurarle que hoy como antes siempre, estoy exento de toda
ambición exclusivista; de manera que la Jefatura Suprema que ejerzo, no es ni puede ser
un obstáculo para la realización de ese ideal suyo, la paz, que lo es también mío…
Pedro J. Montero.
El Jefe Supremo del Guayas habló la verdad: la imposición de la candidatura de
Plaza, produjo el movimiento de Diciembre.
¿Constituyó este movimiento una traición de Montero a Freile Zaldumbide?
¿Fue una revolución, un ataque contra el orden constituido y la seguridad interior de la
República?
Creo que no; porque rota la constitucionalidad el 11 de Agosto, todos los
gobiernos posteriores fueron revolucionarios y de hecho, inclusive el de Estrada, El
orden constitucional cesó con el derrocamiento de Alfaro; y todos los poderes públicos
ulteriores, fueron fruto de la fuerza y de la usurpación.
La conducta de Montero fue un corolario naturalísimo de los principios
demagógicos proclamados en Agosto por la Legislatura y el Ejecutivo: rota la
Constitución, desconocido el pacto político, entronizado el poder del más fuerte,
acatada la voluntad soberana de las turbas tanto derecho tenía para alzarse con el
mando, el Encargado del poder en la Capital como el Jefe Supremo de la costa.
Reinaba la anarquía; y los engendros de este monstruo, no podían ser sino
calamidades para el país.

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CAPITULO VI

EL VEINTIOCHO DE DICIEMBRE

El pronunciamiento del General Montero en Guayaquil no fue sino el primer


acto de la tragedia: un encadenamiento fatal de sucesos, que no eran sino consecuencias
ineludibles del 11 de Agosto, iban a ensangrentar y cubrir de oprobio a la República.
El General Alfaro, proscrito en Panamá y llena el alma de desengaños, aquejado
de una enfermedad incurable que le impedía vivir en la altiplanicie andina, había
resuelto no terciar ya en las contiendas políticas de su Patria.
Cuando pasó por Guayaquil, el arrepentido Montero le propuso que reivindicara
el poder; puesto que las fuerzas de la plaza, y todas las de la costa, estaban prontas para
echar abajo al gobierno revolucionario de Quito. Alfaro pudo desembarcar en brazos del
Ejército y restablecer el orden constitucional en pocos días; pero prefirió el destierro,
afirmando que no quería que por él se derramase una sola gota de sangre.
Lo mismo expuso con elevación de alma y abnegación patriótica que recogerá la
Historia en la contestación a Freile Zaldumbide, cuando le exigió la dimisión del
mando; en los telegramas dirigidos al General Ulpiano Páez, recomendándole que
desista de su proyecto de atacar a la Capital; en fin, en la comunicación que mantuvo
por esos días con el Decano del Cuerpo Diplomático.
Alfaro fue verdaderamente grande: en su espíritu no hacían mella los agravios,
ni tenían cabida las venganzas ni las ambiciones vulgares. Para él, la Patria era todo; y
en sus aras se sacrificó hasta los últimos momentos de la vida. Ni sus enemigos han
podido negarlo; y el mismo General Plaza ha hecho escribir las siguientes líneas en sus
“Páginas de Verdad”, colección de documentos oficiales compilados por orden suya, y
encaminados a justificarlo (página 228).
A serias reflexiones se prestan las últimas horas del día 24, del General Eloy
Alfaro. Su idea dominante fue la salvación del partido liberal, de una ruina inevitable,
llevado por él mismo a extremo tan singular y difícil, en el que se pusieron a dura
prueba sus virtudes políticas y morales… Y con vigor de ánimo; pronunció las palabras
últimas: “Hágales saber que los prisioneros que tanto temen, irán a Quito” que
significan otra batalla final, la última librada por el Viejo Luchador contra sus viejos
enemigos. Ahora, importa consignar la conocida y repetida frase del Obispo de Ibarra,
Dr. D. Federico González Suárez, hoy Arzobispo de Quito: “Alfaro tiene ribetes de
grande hombre”...
Esta confesión aunque llena de reticencias, falsedades e invenciones pone de
manifiesto el verdadero carácter del Caudillo radical, su pensamiento íntimo aun en la
hora suprema, su aceptación heroica del martirio por la salvación del liberalismo, es
decir, por la redención del pueblo ecuatoriano.
Y esta confesión es tanto más notable, cuanto que ha sido escrita por los mismos
sacrificadores del grande hombre; y por tanto, el valor histórico de las frases que he
copiado, no puede disminuirse con ninguna objeción contraria. La verdad se impone

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siempre; y muchas veces, como en ésta, brota luminosa de los mismos labios que
procuran oscurecerla.
Alfaro no creía patriótico recomenzar la guerra civil, en presencia de los
problemas vitales, ya internos, ya externos que la Nación debía resolver desde luego; y,
con una grandeza de que raros hombres habrían sido capaces en iguales circunstancias,
rechazó, como dejo dicho, cuando pasó al destierro por Guayaquil, la tentadora
propuesta de Montero.
El anciano Caudillo se enterneció, abrazó y perdonó a su amigo infiel; pero le
dijo que había que sacrificarle todo a la paz pública; que él no aspiraba ya al poder
Supremo, y que se despedía tal vez para siempre de su Patria; en fin, que le
recomendaba sostener la causa liberal a todo trance y sin rehuir sacrificio.
Montero se sintió abrumado con tanta magnanimidad y alteza de sentimientos:
el valiente soldado no pudo contenerse, echóle los brazos al cuello de su Jefe, y
prorrumpió en sollozos…
Los testigos de esta escena viven aún, si bien pertenecen a los íntimos allegados
del General Alfaro; y yo mismo conservo una carta en que este ilustre ecuatoriano me
refiere, como un acto ordinario de su vida, y sin darle importancia, aquella heroica
negativa de volver al poder.
Montero quedó más alfarista que antes; pero, desalentado por la resolución
incontrastable de su Jefe, parece que no pensó, por el pronto, en ninguna rebelión contra
los que se habían adueñado de la República. Sin embargo, siguió fermentando en los
círculos políticos alfaristas, el pensamiento de una reacción, bajo la bandera
constitucional; y se puso la mano en vencer las resistencias del Caudillo que, alejado
por completo de los negocios políticos, permanecía tranquilo en Panamá.
En efecto, varias propuestas fueron a tentarle en su destierro, y aun recibió
comisionados de sus partidarios; quienes le aseguraron que todo estaba combinado y
listo para la reacción. Alfaro se mantuvo inconmovible; su respuesta fue rotundamente
negativa; y aconsejó a todos sus amigos que procurasen contribuir al establecimiento de
una paz solida y duradera, necesidad vital para la prosperidad del país.
Con fecha 10 de diciembre me escribió a París, comunicándome todo lo anterior,
y su carta termina con estas notables palabras: “Necesitamos robustecernos con una
larga paz, a fin de poder afrontar a nuestros enemigos del exterior. Dejar la solución del
problema para nuestros hijos, no sería patriótico, y, quien sabe, si en la dilación
estuviera la pérdida. Escríbales a sus amigos, inculcándoles la misma actitud pacífica.
Ningún sacrificio es grande cuando se trata de servir al país”.
En otra carta, dirigida por el mismo tiempo a Guayaquil carta que ha publicado
el Coronel Olmedo Alfaro en su último libro dice: “Muy mortificado me tiene la
amenaza constante de persecución de que son víctimas mis copartidarios.
Frecuentemente me han venido propuestas para que me ponga a la cabeza de un nuevo
movimiento redentor, y he contestado con negativa redonda, porque no puedo descender
al papel de conspirador. Me han tenido en apuros, porque ante un pronunciamiento
netamente popular, habría tenido que concurrir al llamamiento; pero afortunadamente,
me han dejado tranquilo, siquiera en beneficio de mi salud…”

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Abundaría en citas iguales; per me propongo publicar, más tarde una colección
de documentos históricos sobre la vida política de Eloy Alfaro.
Es, pues, evidente que el Caudillo radical no inspiró ni aconsejó el movimiento
político del 28 de Diciembre: la noticia cablegráfica de aquel pronunciamiento, lo
sorprendió sobremanera, ya que jamás pudo imaginarse que el General Montero se
hiciera proclamar Jefe Supremo.
Flavio Alfaro no había cejado en sus pretensiones a la primera magistratura; y,
separado absolutamente de su tío, seguía trabajando en Panamá, por derrocar al
gobierno de Estrada. Persuadido de que no hallaría apoyo en el Viejo Luchador, había
dejado aun de visitarlo; pero éste no lo perdía de vista, y adquirió el conocimiento pleno
de que se preparaba una próxima revuelta en las costas ecuatorianas.
En esto aconteció el golpe de Montero; y Alfaro, desde luego, comprendió que el
partido liberal se colocaba al bordé de un insondable abismo. Nadie como él, conocía el
alma de Flavio, y el ardor de sus ambiciones; y vió claramente que surgiría una
sangrienta discordia entre el Jefe Supremo de Guayaquil y el Jefe Supremo de
Esmeraldas.
La reacción se iniciaba con un cisma indestructible; porque ni Flavio había de
renunciar al voto de los esmeraldeños que lo llamaban al mando supremo; ni Montero
dimitiría el cargo que le había confiado el pueblo guayaquileño, con aplauso del
Ejército. Los dos rivales contemporizaban y prodigábanse cumplimientos: ambos se
mostraban propicios a la concordia y a las concesiones más generosas y amplias: diríase
que cada uno dé ellos estaba pronto a abdicar en favor del otro; pero el viejo Caudillo,
conocedor de sus Tenientes, leía la recóndita intención de los dos Jefes Supremos, y
temía un gran desastre para la causa liberal.
En, efecto, divididos los liberales en tres fracciones, con cabecillas
irreconciliables, íbanse a poner a punto de aniquilarse en provecho del partido
conservador que no tendría otro trabajo, para recoger el fruto, que soplar en la hoguera,
y aguardar que el edificio liberal se derrumbase en cenizas.
Temblando ante la ruina total de los ideales de toda vida, olvidó Alfaro sus
propósitos de apartarse de la política, y voló a Guayaquil, en cuanto lo llamó Montero;
mas, no para ponerse a la cabeza del movimiento, como lo han dicho sus enemigos, sino
para buscar un avenimiento entre los contendores, para evitar que el conservadorismo se
adueñase del poder, subiendo por sobre los cadáveres de los liberales.
Si él hubiera inspirado la revolución, si hubiera querido volver a la Presidencia,
Montero habría hecho proclamar a su Jefe; o, llegado éste a Guayaquil, habríale
trasmitido el mando. Alfaro no necesitaba un testaferro político para emprender una
campaña en pro de la legalidad y de los intereses del radicalismo; y menos habría
echado mano de Montero, al que conocía incapaz de acaudillar tan delicada empresa.
Alfaro, el hombre de tacto político admirable, de valor indómito, de franqueza
caballeresca, de ningún modo habría procedido como escondiéndose detrás de un
subalterno, como hurtando el cuerpo a futuras responsabilidades: tan deslayada
conducta no se compaginaría con la brillante historia del Caudillo radical.
Menos verosímil sería suponer que el Viejo Luchador fuera a Guayaquil, a servir
a Montero en cargos secundarios e incompatibles con su elevada jerarquía política y

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militar; suposición que, por otra parte, caería en tierra con sólo fijarse en que ni
siquiera se le ofreció empleo alguno al ex-Presidente.
Lo que hubo en realidad, fue que Alfaro midió toda la magnitud del peligro
que corría el liberalismo, comprometido en la insensata lucha de tres caudillos sin
habilidad ni voluntad para salvarlo; y acudió presuroso a conjurar ese peligro de muerte
para la causa popular. Su deseo patriótico, y acaso el equivocado convencimiento de
que subsistía su influencia política para con los beligerantes, lo perdieron.
Llegó a Guayaquil y palpó la realidad: ni por un momento se hizo ilusión de que
Montero podía triunfar; y las cartas detalladas que le dirigió al Coronel Olmedo Alfaro,
las órdenes para que ni su familia ni sus amigos proscritos volviesen al Ecuador,
manifiestan claramente lo que el Caudillo radical pensaba de la revolución de
Diciembre.
Se mantuvo alejado de Flavio, que lo miraba con prevención; y de Montero que,
aun cuando le colmaba de atenciones, no se mostraba propicio a sus ideas pacifistas.
Sin embargo, siempre procurando la seguridad del liberalismo que había
implantado en su Patria, propuso una transacción entre los Generales que se disputaban
el mando; pero su protesta, si revela alteza de miras y absoluto desinterés
personal, hirió en lo vivo, principalmente a su sobrino Flavio y al General Plaza; porque
excluir a los militares de la tan codiciada Magistratura en provecho de un candidato
civil, no era político ni acertado en aquellos momentos.
Ya hemos visto el grande empeño del General Alfaro en establecer el civilismo
en la República; empeño loable que le enajeno la voluntad de la clase militar, y que en
ésta ocasión le fue también fatal. No se comprende cómo el Viejo Luchador que tan
profundamente conocía el alma de los Generales mencionados pudo dar un paso tan en
falso; y exasperar las pasiones de los aspirantes a la Presidencia, cerrándoles todo
camino para llegar a ella. Su buen corazón lo engañó, su honradez misma lo envolvió
en el torbellino, su amor a la Patria lo sacrificó.
Véase la propuesta de avenimiento, hecha por el Caudillo liberal, presentándose
como mediador, y con el fin de evitad una guerra fratricida y sangrienta, en medio de la
que podía desaparecer el liberalismo ecuatoriano:
Guayaquil, Enero 5 de 1012. Señor General D. Pedro J. Montero, Jefe Supremo
del Guayas. Señor: Convencido de que una guerra fratricida entre libérales no solamente
es dañosa para nuestro Partido, Sino también de funestas consecuencias para el país, he
creído de mi deber presentarme con el carácter de mediador, en los términos que
constan del Manifiesto adjunto.
“A la penetración de Ud. no pueden ocultarse los móviles patrióticos que me han
impulsado a procurar el advenimiento de una paz que reclama la civilización, no menos
que los principios liberales y los intereses de la Nación”.
“Para el mejor éxito de mi pacificadora misión, era indispensable disipar hasta la
sombra de la sospecha de una ambición personal de mi parte, y con tal motivo insinúo la
conveniencia de fijarse en un candidato civil para el ejercicio del poder”.
“Punto éste sobre el que llamo la atención de Ud. confiado sabrá estimarlo como
la segura prenda de que no me guía otra aspiración que la de la paz general y la buena
armonía de cuantos componen el gran partido liberal-radical”.

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“Conozco el patriotismo de Ud., y no dudo que sin vacilación alguna se prestará
a coadyuvar a la consecución de la paz sin derramamiento de sangre, con lo cual habrá
Ud. alcanzado un nuevo timbre honroso, y la gratitud de los ecuatorianos.
“Encarezco, por, tanto, a Ud. que a la brevedad posible se sirva nombrar una
comisión compuesta de tres miembros, a efecto de que conferencie con las; que a su vez
y en igual forma nombre el Jefe Supremo proclamado en Esmeraldas, General D. Flavio
Alfaro, y el gobierno que preside en Quito el doctor Carlos Fraile Zaldumbide.
Establecidas las conferencias de paz en el lugar que se estime conveniente, fácil
será, no lo dudo, llegar a un avenimiento; que unifique la opinión, asegure la paz,
afiance el régimen liberal y asegure garantías para todos los ecuatorianos.
“No creo necesario excitar el civismo de Ud., ni extenderme en consideraciones
acerca de la conveniencia de cuanto dejo expuesto, y así sólo me resta esperar su
aquiescencia. Eloy Alfaro”.
Igual comunicación fue pasada al General Flavio E. Alfaro, y al señor Carlos
Freile Zaldumbide, que presidía en el Gobierno de Quito, y cuyo candidato era el
General Leónidas Plaza G., nombrado ya General en Jefe de las fuerzas que se
apellidaban constitucionales.
El General Montero mostróse, al fin, dispuesto a la transacción mencionada;
pero no así sus competidores, los que rechazaron en lo absoluto las bases de
conciliación presentadas por el Viejo Luchador.
Sensible es igualar, la conducta de Flavio Alfaro a la de Leónidas Plaza G., en
esta trascendental negativa; pero, la Verdad histórica está antes que toda consideración,
y tengo que referir los acontecimientos como en realidad sucedieron.
Si dichos dos Generales hubieran amado más a su Patria si hubieran querido
salvar de todo peligro al partido liberal-radical, si hubieran antepuesto los intereses de la
humanidad y la civilización a sus propias aspiraciones, de seguro habrían renunciado
abnegadamente a la Presidencia de la República y optado por la paz bienhechora, por la
reconciliación y concordia de los ecuatorianos, por la grandeza y prosperidad de la
Nación.
Empeñarse en armar al hermano contra el hermano, en verter torrentes de
sangre y arruinar la República, únicamente por sostener una ambición personal, no
puede ser más punible ni más Degradante: los que así proceden, son reos de parricidio y
merecen la execración universal. Imitaran los Generales Flavio Alfaro y Leónidas Plaza
el noble y patriótico desinterés del Caudillo radical, y no tuviéramos que lamentar las
horribles carnicerías y espantosos crímenes que se originaron de la punible terquedad
de aquellos generales: pero éstos mostráronse inflexibles en sus proyectos políticos, y
prefirieron encomendar a la suerte de las armas la decisión de su contienda, antes que
terminarla como buen ciudadanos y patriotas.
La intervención pacificadora del General Eloy Alfaro produjo los efectos más
contrarios a sus buenas intenciones: los flavistas vieron un enemigo en el pacificador;
y los placistas conservadores, creyendo que iba a resurgir el Caudillo radical,
volviéronse a unir y mancomunarse para combatirlo, sin reparar en los medios, como
había sido de ley y costumbre para aquella criminal coalición.

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Los traidores que componían el Gobierno de Quito, se horripilaron y temblaron
ante la perspectiva de una reacción alfarista; y resolvieron entregarse a cualquiera, a los
conservadores o a Plaza, con tal de no quedar a merced del Magistrado a quienes
habían traicionado el 11 de Agosto.
Hubo día en Guayaquil en que Flavio y sus partidarios propusieron amarrar al
Viejo Luchador, que proclamaba la necesidad de establecer un régimen civil; y ya
tenían todo listo para reembarcarlo a Panamá, como enemigo de la clase militar y,
especialmente de las ambiciones de su sobrino Flavio. Si lo hubieran hecho así, habrían
salvado al ilustre anciano, y evitándole a la República una vergüenza eterna; pero la
intervención de varias personas de valía contuvo al flavismo y obstó que se diera un
nuevo escándalo contra el Regenerador ecuatoriano.
Tornaron, pues, a fundirse en uno sólo todos los odios partidistas, a confundirse
todas las venganzas de facción, todos los fanatismos, y formar una nube preñada de
rayos, que flotaba sobre la cabeza del Viejo Caudillo, amenazándolo con muerte
indefectible e inminente.
Alfaro no inspiró, no aconsejó, no aprobó el pronunciamiento del 28 de
Diciembre, como acabamos de verlo; y, no obstante, por un encadenamiento fatal de
sucesos, fue la víctima de aquella guerra impía que con tanto afán había querido evitar.
Se objeta contra esto, con una carta dirigida por el General Alfaro al Coronel
Belisario Torres, Jefe de la División de Vanguardia de las tropas monteristas; carta en la
que le daba consejos para que no se dejase sorprender por las fuerzas del General Plaza
que amagaban el campamento de Huigra.
No comprendo de qué manera pudo esta carta contrariar que puede irrogarse a
un hombre de honor, en sus últimos momentos.
Al Gobierno le interesaba lavarse las manos; y .Díaz, el asesor de aquellos
gobiernos del crimen, ideó arrancarle una mentira al moribundo, para eludir toda futura
responsabilidad. Redactó una declaración, según la cual, resultaba que el Gobierno no
había podido impedir que uno de los espectadores hiriese alevosamente al declarante; de
manera que Freile Zaldumbide y sus Ministros, el jefe de la escolta de los presos, y los
soldados que la componían, eran inocentes en aquel infame asesinato.
El Gobierno de Freile Zaldumbide habíase ya disculpado del descuartizamiento
de Quirola; del asesinato del pueblo de Quito, en los días once, doce y trece de Agosto;
de las violaciones, saqueos e iniquidades de que fue víctima la Capital en los mismos
días, alegando indecorosamente que no había podido impedir que el pueblo y las tropas
cometieran tan nefandos atentados. ¿Qué clase de Gobierno era ese que se cruzaba de
brazos y se declaraba impotente para evitar o reprimir crímenes que ultrapasaban los
límites de la maldad humana?
Pedro el Grande acababa de tomar una ciudad de Polonia, a la cabeza de hordas
de salvajes; los que se derramaron por las calles, cometiendo toda clase de infamias,
como bestias sin freno y sin domador. ¿Qué hizo el fundador del Imperio ruso, ante la
ferocidad de sus osos polares? Llamó a sí a todos sus caballeros y oficiales, y les dijo:
“Matad a estos miserables que no respetan al vencido”; y luego, cuando acudió a una
Junta de los principales de la ciudad, depositó su espada teñida en sangre sobre la única

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mesa del salón, diciéndoles: “Está ensangrentada, porque he degollado con ella a mis
soldados, para defender vuestros hogares”.
He ahí, como proceden los hombres de corazón, los que no quieren insultar a la
humanidad y cubrir de oprobio, los que no están de acuerdo con los asesinos: el derecho
y la justicia, la moral y los fueros humanos, son tan sagrados y grandes, que han de
respetarse y hacerse respetar aun en el enemigo, y con mayor razón si está vencido.
Pero el Gobierno de Freile Zaldumbide no seguía estos principios ni entendía de
magnanimidad y nobleza. Para ese grupo de politicastros, no había otra ley moral que la
de Breno: daban campo libre a la fiera, le azuzaban y encolerizaban, le mostraban la
presa inerme; y luego alegaban, como defensa única, su flojedad impotente, y algunas
veces, la hipócrita y tardía condenación de los atentados cometidos a mansalva. El
Marqués de Pizarro vestía luto por sus víctimas, concurría a sus funerales, y aún dicen
que en cierta vez lloró sobre una cabeza cortada por su orden; pero no rehuyó jamás la
responsabilidad de sus actos y escudóse sólo con las exigencias de la razón de Estado.
El Coronel Torres, a pesar de hallarse en agonía, conservaba toda su entereza; y
rechazó la infame proposición del Gobierno: la declaración quedó sin firmarse, pero ella
constituye una prueba de que Freile Zaldumbide y sus; Ministros buscaban la
impunidad.
Y la mala fe de estos hombres se pone más en relieve, con el hecho de haber
telegrafiado a Guayaquil, contradiciendo abiertamente la noticia de la muerte del
Coronel Torres, que un indiscreto corresponsal había comunicado a dicho puerto.
La derrota de Huigra desmoralizó al, Ejercito de la Costa y acentuó más: la
división entre los Generales Montero y Flavio Alfaro; pues éste aseguraba que,
habiendo sido flavistas las fuerzas vencidas en dicho lugar, no podía atribuirse el
desastre sino a maquinaciones tenebrosas de su competidor.
En vano se procuró engañar la atención pública, en Guayaquil, pintando la
derrota como mera retirada; en vano se exageró el número de bajas que había tenido la
División del General Andrade: la desmoralización y el desaliento cundieron a la vez
que las recriminaciones mutuas, los reproches más absurdos, las sospechas más,
inverosímiles, envenenaron la discordia entre las facciones, y lo envolvieron todo en
confusión y desorden. Desde ese momento pudo decirse que el monterismo y el
flavismo estaban sojuzgados, que la derrota era infalible; y así lo vieron los generales
Eloy Alfaro y Ulpiano, Páez, los que redoblaron su afán por inclinar los ánimos a una
transacción decorosa.
La noticia del triunfo del General Andrade fue recibida con el mayor
alborozo por la coalición; la que principió a murmurar de la equívoca actitud del
General en Jefe que, mientras Andrade luchaba y se salía con la victoria, entreteníase en
jugar a las cartas y ganar sobre el tapete verde, algunos centenares de sucres en
Riobamba. La murmuración se transformó en vocerío; y el General Plaza tuvo que
dominarse y avanzar sobre el enemigo, sí bien ya el camino estaba allanado con la
victoria de Huigra.
Las fuerzas de Montero y de Flavio Alfaro, al mando de éste, habíanse replegado
a Yaguachi, en donde tomaron campo a propósito para resistir al Ejército de la Sierra;
pero, una pequeña columna de observación, compuesta de cuarenta hombres a caballo,

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se situó en la población de Naranjito, a considerable distancia del Cuartel General.
Comandaba esta fuerza el Coronel, León Valles Franco, uno de los militares mas
aguerridos e instruidos, del partido radical; y tuvo la suerte de batirse y ponerle en
calzas prietas al mismísimo General en Jefe del Ejército enemigo.
Bajaba éste a la Costa, en un tren, blindado y artillado, con fuerzas numerosas;
pero seguro de que no tendría tan presto un pial encuentro, que pusiera a prueba su
pericia y valor militar.
Valles Franco rompió los fuegos contra el tren indicado; y el General en Jefe
contestóle a cañonazos que, dirigidos contra tan pocos adversarios desplegados en
guerrilla, fueron tiros completamente perdidos.
Sostúvose tan original combate por más de media hora; y la columna de
observación se retiró sin haber sufrido ninguna baja. Plaza tuvo algunos muertos y
heridos; pero derrotó a Valles Franco, alcanzó su primera victoria, y con razón se hace
llamar hasta hoy, Héroe de Naranjito.
En Yaguachi, donde la función de armas fue sangrienta, ya no quiso cosechar
nuevos laureles; y no entró en fuego, fundado en que el General en Jefe no debe
arriesgarse personalmente y comprometer así el éxito de la batalla....
Llegó el día del desenlace de tan estéril como porfiada contienda: Flavio,
valeroso y tenaz, hizo una resistencia desesperada con un puñado de soldados leales;
pero sus reservas no lo secundaron. Un Batallón abandonó cobardemente el puesto que
debía guardar hasta morir; los refuerzos pedidos a Guayaquil, 110 llegaron; el desbande
se hizo general, y el Jefe Supremo de Esmeraldas cayó gravemente herido.
Sus amigos lo sacaron del campo, cuando ya el enemigo lo rodeaba; y pudo huir
a Guayaquil con los restos de su Ejército.
La carnicería había sido espantosa: más de mil cadáveres cubrían las inundadas
sabanas de Yaguachi, donde se había tenido que combatir con el agua hasta la cintura.
Plaza llegó cuando todo había terminado; y permitió que los vencedores
saquearan e incendiaran la población, sin perdonar ni el improvisado hospital de
sangre…
¿Qué hizo el General en Jefe para oponerse a tanta barbarie, o para castigar a los
criminales? Nada: e1 Héroe de Naranjito no tuvo ni una palabra de reprobación para
los que redujeron a escombros aquel pueblo floreciente y rico, para los que rodearon de
llamas a heridos y moribundos, para los que ultrajaron a mujeres indefensas y
asesinaron hasta niños.
La noticia del descalabro produjo la mayor consternación en Guayaquil; y los
partidarios de los vencedores levantaron cabeza y organizáronse públicamente para dar
el golpe de al Gobierno del Litoral.
Jamás ha pasado la ciudad del Nueve de Octubre por horas más azarosas ni de
mayor confusión, que las que sucedieron a la derrota de Yaguachi: tres partidos se
preparaban a librar el último combate en las mismas calles, sin aguardar que llegase el
vencedor.
Flavio, exasperado por el malogro de sus aspiraciones, y su tremenda derrota,
quizá también por sus graves heridas, acusábale a su tío de ser la causa del desastre; y
acusábale a Montero de connivencias con el Viejo Luchador. En mala hora para su

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memoria, escribió la carta de 20 de Enero, en la que no brillan esos sentimientos
reveladores de alteza de espíritu y nobleza de corazón.
“E1 punto primordial de tal conferencia dice el General Flavio Alfaro al General
Montero, en aquella malhadada carta la cláusula resultante de tal convenio, fue el pacto
en cuya virtud se estipuló que el Sr. General don Eloy Alfaro no tendría injerencia,
directa ni indirecta, en nuestros asuntos políticos. Apelo a tu caballerosidad y a tu
palabra solemnemente comprometida, para recordarte que el llamamiento último a don
Eloy, es una violación manifiesta de todo lo acordado. Y tú comprendes que este
procedimiento me autoriza también para dejar insubsistentes, por lo que a mí respecta,
el compromiso que hasta hoy me ha ligado… Si tú no vienes, sírvete ver en esta carta
mi renuncia irrevocable a toda participación contigo en la actual emergencia”.
Esto era el rompimiento impolítico y absurdo en la hora de mayor peligro; era la
guerra declarada entre dos cadáveres, al bordo mismo de la sepultura.
Cuando la más trivial prudencia aconsejaba unirse más, apoyarse
recíprocamente para salir de aquel pantano de sangre, Flavio rompía, airadamente
todo lazo con Montero; y lo peor, por contra el anciano Caudillo, que no quería nada
para sí, que sólo se había esforzado en excogitar medidas honrosas de avenimiento. Era
el colmo de la ceguedad: diríase que tan desacertados políticos estaban condenados a
perdición inmediata.
Placistas y flavistas aumentaban la confusión y los temores de la ciudad: las
fuerzas de la plaza estaban divididas; y de un momento para otro, se temía un nuevo
inútil derramamiento de sangre.
El general Alfaro vió cumplido su pronóstico sobre el fracaso del movimiento
del 28 de Diciembre anterior; y no pensó ya sino en salvar a Guayaquil de los horrores
de una contienda armada en su mismo seno: temió que su amada ciudad fuera víctima
de vencidos y vencedores; y resolvió hacer por ella, su último sacrificio.
Persuadió a Montero de la necesidad de una capitulación; y, secundado por
algunas personas notables y por los Cónsules de EE. UU. de Norteamérica y de la Gran
Bretaña, apresuró las negociaciones de paz.
Y para facilitar y cumplir lo pactado, creyendo aún que ejercía influencias
políticas, aceptó él mismo el cargo de General en Jefe, y obligó a Páez que asumiese el
de Jefe de Estado Mayor General. ¿Quién podría sostener que el Caudillo radical
pensaba en continuar la guerra, en medio del desbandamiento del Ejército del desastre
más completo del monterismo? Quien tal dijese, no haría sino probar su mala fe; puesto
que ni el General Plaza ha osado dudar de los verdaderos sentimientos patrióticos del
Viejo Luchador, según ya lo hemos visto en las “Páginas de Verdad”, libro del que dejo
copiados algunos fragmentos al respecto.
Alfaro, al tomar sobre sí el mando en Jefe del Ejército del Litoral que ya no
existía sino en el nombre no tuvo otra mira que salvar a Guayaquil y al partido liberal:
fue el supremo sacrificio, la ofrenda voluntaria de su vida en aras de sus ideales y de su
gratitud para con el pueblo guayaquileño.
Las escenas que van a sucederse, son de una perfidia tan refinada, de una
perversión tan inconcebible, que es menester detenernos un momento, y penetrar,
dirélo así, en el corazón mismo de los directores de la coalición antialfarista; a fin de

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sorprender sus secretos pensamientos, y seguir, paso a paso, la génesis de la tragedia
que tanta vergüenza y oprobio nos ha traído ante el mundo civilizado.
Vamos a penetrar en el antro de la iniquidad; y procurar descubrir los siniestros
planes, las proditorias miras, el programa de sangre de los responsables de maldades tan
inauditas.

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CAPITULO VII

CRIMINALIDAD Y PREMEDITACIÓN

Ya hemos visto en los capítulos anteriores, cómo el odio y la venganza,


dirigiéndose a un mismo objeto, habían sido el móvil de la coalición antialfarista; y
cómo el Gobierno de Freile Zaldumbide fue la expresión y, a la vez, el instrumentó
ciego de aquellas insaciables y funestas pasiones.
Los traidores del 11 de Agosto que habían llegado a formar dicho simulacro de
gobierno obedecían, además, a un estímulo más vergonzoso y ruin: el miedo del castigo
de sus actos con la vuelta de Alfaro al poder; y, completamente subyugados por tan
mezquinos y bajos sentimientos, no hallaron medio más eficaz de ponerse a salvo, que
la eliminación del Caudillo radical, cuya severa justicia temían.
Parece indudable que la sanguinaria idea germinó en el cerebro de Octavio Díaz,
como dejo dicho; pero fue acogida y eficazmente secundada por todos los que ansiaban
la desaparición de Alfaro. Algunos de los que ejercieron el poder en aquella época
Luctuosa, han pretendido disculparse, como más adelante veremos; abrumados por el
clamor mundial contra los crímenes de Enero de 1912; pero, a pesar de su acucia y
esfuerzos, no han conseguido aún lavarse las manos, y no puede absolverlos la
inflexible justicia de la Historia.
En las “Páginas de Verdad”, defensa del General Plaza, se lee este comentario,
puesto a la transcripción de un párrafo del Diario Oficial de aquella época, en el que los
diaristas de Palacio inculcaban el asesinato de Alfaro:
“A propósito de las últimas terribles palabras que se han leído, ¿cristalizarán las
siguientes; el propósito de la realización de determinada finalidad? Hablóse del peligro
conservador, de sus, trabajos, sus hombres y principios; todos temían que llegara, a
efectuarse una evolución o revolución conservadora; sólo el doctor Octavio Díaz se
manifestó tranquilo y dijo: Tengo muy buenos amigos entre los conservadores; no los
temo, aun cuando llegaran al gobierno; peores fueran los liberales alfaristas. Y como
enseguida se hablara de la posibilidad de que los Alfaros intentaras volver al Ecuador,
prosiguió: Los Alfaros son imposibles; si ellos intentan regresar, los liberales, los
radicales y conservadores, nos uniríamos con el gran pueblo para rechazarlos, o
incinerarlos, si cayeran prisioneros”…
Esto ya lo publicaron “El Tiempo” y otros diarios de Guayaquil; pero,
reproducidas las siniestras palabras del Ministro Díaz en la defensa documentada del
General Plaza, adquieren un carácter de autenticidad irrefragable. He aquí, pues,
enunciado claramente el pensamiento de eliminación que, si fermentaba acaso en todas
las cabezas de los coligados contra Alfaro, ninguno se había atrevido, antes que el
Ministro de Gobierno, a exponerlo en alta voz, y como medida necesaria para evitar una
reacción alfarista.
Y ya lo he dicho, para popularizar y difundir este nefario pensamiento, el
Gobierno quiteño fundó aquel diario inmoral, intitulado “La Constitución”; hoja infame
lo repetiré comparable sólo a las sanguinarias producciones del energúmeno Marat.

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Repetiré que, cuando llegó el tiempo de las disculpas, Federico Intriago afirmó
juratoriamente que ese diario dependía modo exclusivo de su colega el Ministro Díaz;
pero la verdad es que en él escribían los Subsecretarios de Estado, el Secretario privado
de Fraile Zaldumbide, los dos hermanos Viteri Lafronte, etc.; y, de vez en cuando, los
mismos Ministros, que manejaban la pluma detrás de sus complacientes subalternos.
Tan abrumadora la responsabilidad de estos predicadores del asesinato, que casi
todos han pretendido repudiar la paternidad de hoja tan criminal y bárbara, aterrados
ante la universal condenación de los efectos que produjo. Díaz, dice en el folleto “Mi
defensa”, página 19, lo siguiente: “El Sr. Julio E. Moreno con la hidalguía que lo
caracteriza, publicó en el Nº 83 de “la Constitución”, un editorial con el rubro
“Periodismo Oficial” en el que decía: Nos parece llegada la hora de que manifestemos
al público… que el Dr. Octavio Díaz no ha escrito una línea en nuestro periódico desde
su fundación hasta hoy día (23 de Febrero de 1912)”.
¿Por qué esta anticipada defensa? Si Díaz no escribió en “La Constitución” lo
que no es cierto autorizó que se imprimiera la hoja maratista, ya que el principal
redactor era su propio Secretario.
No era éste el único papel sanguinario que el Gobierno de Freile Zaldumbide
sustentaba para la propaganda del asesinato. Ahí estaba también “La Prensa”, obra de
Gonzalo Córdova, los hermanos Viteri Lafronte, Enrique Escudero y otros placistas de
nota. “El Comercio”, propiedad de los Mantillas, y al servició del partido clerical, se
mostraba también eliminador a todo trance. Y después de la ocupación de Guayaquil
por el General Plaza, “El Grito del Pueblo Ecuatoriano”, “El Guante”, y otras
publicaciones ocasionales, pusieron, asimismo, cátedra de barbarie; y exigieron el
exterminio de Alfaro y sus partidarios. Tengo a la vista un opúsculo con el título de “A
la Nación Ecuatoriana”, tendiente a defender al conservadorismo de su participación en
los crímenes de Enero; opúsculo en el que se han compilado las más execrables
sugerencias de la masacre, hechas insistentemente por los periódicos de Freile
Zaldumbide y Plaza.
“La Constitución” reflejaba, o mejor, propagaba sin ambages el pensamiento del
Gobierno; y se distribuía gratuitamente en todas las oficinas públicas, en todos los
cuarteles militares, en todos los clubs y centros políticos adherentes a la coalición
antialfarista. Si tan criminal publicación no hubiera tenido carácter genuinamente
oficial, el Gobierno, por inepto y débil que fuese, habría reprimido aquella nefanda
predicación del asesinato; habría mandado cerrar esa cátedra de perversión que estaba
haciendo retrogradar al pueblo ecuatoriano a los tiempos del troglodismo.
Y, lejos de esto, el Gobierno, de Freile Zaldumbide costeaba, aplaudía y
distribuía aquel papel corruptor; de consiguiente, aceptaba como suyas propias las ideas
de los maratistas que lo escribían, pagados por el Erario. ¿Cómo podrían hoy repudiar
las criminales consecuencias de las doctrinas difundidas por dicho diario, los que andan
empeñados todavía en defender al Gobierno de Sangre, como se denomina al de
Freile Zaldumbide?
Véanse ahora las enseñanzas diarias de ese órgano de la prensa oficial, tan
preferido y patrocinado por los gobernantes de aquella época negra de nuestra historia.
No podré copiar sino muy pocos párrafos de los más sanguinarios y salvajes; puesto que

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para juzgar de toda la labor corruptora de los escritores de Palacio, sería menester
reimprimir la colección íntegra del referido diario que los días de terror, se enarboló a
manera de bandera de muerte y exterminio de los genuinos radicales.
Seré breve en mis citas; más, lo que voy a copiar basta y sobra para que se
conozca la política bárbara que desarrollaba el Gobierno.
El 10 de Enero, en su N° 45, decía “La Constitución” en medio de un
diluvio de dicterios y calumnias contra el General don Eloy Alfaro, estas
sangrientas palabras: “Ayer lo decíamos y hoy reiteramos nuestra aseveración
categórica: es imposible la vuelta del Alfarismo al Ecuador; y si él viene, será para que
el pueblo de Quito haga con esa gente, lo que el pueblo de Lima hizo con los
Gutiérrez”…
Las mismas palabras y pensamientos del Ministro Díaz; expresados en diversa
forma: era la consigna comunicada a los servidores de la coalición, era el pensamiento
de muerte que se debía inculcar y grabar en la mente del pueblo, a toda costa, aun
destruyendo los fundamentos de la sociedad.
El mismo diario, en el Nº 53, dice: “Según los artículos 108 109 del Código
Penal Militar, son reos de alta traición todas las personas, y especialmente los militares,
que estando en servicio activo, alteren por medio de las armas el orden constitucional de
la República; y, en consecuencia, deben ser pasados por las armas, por la espalda, previa
formal degradación. Para que el público conozca los que son responsables de este
crimen, se da la nómina a continuación”. Sigue la lista de proscripción, a cuya cabeza
están los generales Alfaros, Montero y Páez, luego trece Coroneles, treinta y tres
Tenientes Coroneles, veinte Sargentos Mayores, etc., de modo que el Ministro Díaz
deseaba una inmensa carnicería para quedar libre de sus temores, como si con sangre
se pudiera ahogarla voz de la conciencia.
Y hablo del Ministro Díaz, en particular, porque su venganza lo ha delatado
como autor de estas listas de proscripción: en ellas consta el nombre del Coronel
Benjamín J. Peralta, que entonces se hallaba en los Estados Unidos de Norteamérica;
pero cuya imagen era una pesadilla para el asesor de Freile Zaldumbide; y lo
comprendió en la nómina de las víctimas destinadas al sacrificio, no obstante
encontrarse dicho Coronel al otro lado de los mares.
Y nótese que estos defensores de la Carta Fundamental del Estado, olvidaron
que la vida es inviolable en el Ecuador, y qué está abolida la pena de muerte para toda
clase de crímenes, así comunes como políticos; y la contradicción llega al extremo, si se
considera que hasta el diario infame en que se publicaban estas listas de futuros
ajusticiados por las espaldas, llevaba el título de “La Constitución”...
¿Qué Constitución sostenían y defendían los que se habían apoderado del poder,
cuando ni la vida, el primero de todos los derechos del ciudadano, merecía ningún
respeto?.
Farsa criminal en todo: el engaño y la hipocresía, en maridaje inmundo,
produciendo iniquidades; eso era el Gobierno de Freile Zaldumbide.
En el Nº 55 del diario oficial, dice el Gobierno, dirigiéndose a los Alfaros y
Montero: “!Ah, infames! ¡Sabed que al Ecuador, hoy le basta una hora para
exterminaros!....”

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“En el Nº 56, dice: “Es seguro que el Gobierno no olvidará esta advertencia de
simple instinto de conservación. En toda sociedad civilizada, a los grandes criminales se
les excluye de la convivencia social, y se profesa hasta como axioma de Derecho Penal
moderno, la eliminación de los incorregibles”.
¿Se puede predicar más cínicamente el asesinato? los mismos principios de
Hebert y Marat: necesitaba el Gobierno de Freile Zaldumbide amontonar cabezas
cortadas, para levantar sobre esos cimientos humanos, el alcázar de su poderío.
El 24 de Enero, Nº 57, insistía el diario del Gobierno en la necesidad del
asesinato, en los términos siguientes: “A esos verdugos que han ocasionado las
terribles carnicerías de Huigra, Naranjito y Yaguachi; a esos tigres voraces que no se
han saciado con la sangre de cuatro mil ecuatorianos caídos en el campo de batalla,
en el cortísimo plazo de ocho días; a esos bandidos que en cualquier nación civilizada
hubieran sido pasados por las armas en el mismo instante en que cayeron presos,
¡pasmaos, oh ecuatorianos y rugid de ira!, se les quiere dejar en completa libertad y
rodearles de toda clase de garantías, para que vuelvan otra vez a Panamá y organicen
una segunda expedición filibustero y encharquen en sangre la tierra ecuatoriana, dentro
de dos meses o tal vez mucho antes!.... El Gobierno, que ha sabido vencer, sabrá
hacerse obedecer y sacará todo el provecho que debe esperarse de una victoria tan
costosa. ¡Oh! Los traidores serán terriblemente castigados, o de hecho dejará de existir
todo el mundo”.
En la sentencia de muerte pronunciada contra los vencidos: el vae victis, terrible
compendio de la moral y del derecho de los bárbaros.
Los periódicos placistas seguían el mismo camino de perversidad sanguinaria; y
no se daban punto de reposo en sugestionar al pueblo bajo, pintándole como hazaña
digna de todo encomió como acto de patriotismo y de virtud, el degüello de
prisioneros de Guayaquil, y en especial, del General Eloy Alfaro y del General Montero.
“La Prensa” diario de la Capital dirigido por Gonzalo S. Córdova, y escrito por
la plana mayor del placismo, Aníbal y Homero Viteri Lafronte, Luis N. Dillón, José
María Ayora, Enrique Escudero, etc., rivalizaba con el diario oficial, en sed de sangre y
hambre de exterminio.
El 11 de Enero, hablando del Caudillo radical, decía: “Está es la víbora que
tenemos entre nosotros, oh ecuatorianos, a esta víbora es preciso triturarla…. a la
víbora, aplastarla”.
El 17 de Enero, se expresaba así: “Para extinguir las revoluciones, es necesario
extinguir, por lo menos, a los cabecillas; pedimos, pues, que no se proceda con la
generosidad criminal con que hasta ahora se ha procedido con los esbirros del
Alfarismo”.
“El Grito del Pueblo Ecuatoriano”, diario de Guayaquil, en que escribía Manuel
J. Calle decidido defensor del General Plaza y de su facción pedía a grito herido el
asesinato de Montero y de los demás prisioneros, sin compasión alguna y a todo
trance, como único medio de restablecer el imperio de la libertad y la justicia, y de
salvar para siempre a la República. Diríase que aquel diario se había convertido en
lúgubre pregón del verdugo, en funesta reclame del patíbulo; y que los que lo escribían,
mojaban su pluma en sangre humana mezclada con hiel y veneno.

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El 24 de Enero decía el señor Calle: “Si el General Montero asumió la
responsabilidad, él debe salir a hacer la buena a costa de su propia cabeza”.
Al día siguiente, cuando ya se preparaba la masacre de Montero, el mismo
diario decía: “Nosotros pedimos… para éstos el patíbulo… con la inflexibilidad de lo
fatal y la carencia de nervios de los artículos del Código… ante la muerte, un hombre
vale como otro cualquiera, y el duque de Elchinguen, príncipe de la Moskowa, no es
sino Miguel Ney, y en breve un poco de polvo”…
“El Guante”, otro diario placista de Guayaquil, se lamentaba así, de que no,
hubieran matado al Viejo Luchador en la revolución de Agosto: “Con qué gusto
habríamos visto que el noble gremio de cocheros de la Capital, y los Batallones de
aquella guarnición, levantaban una horca más alta que la que levantaron los limeños
para los hermanos Gutiérrez en la torre de la Catedral de Lima”.
¿Para qué continuar insertando estos brotes ignominiosos de la perversidad del
Gobierno de Freile Zaldumbide y de la facción placista? Esteban de acuerdo en la
necesidad del asesinato para afianzarse en el poder usurpado: el Gobierno y el General
en Jefe perseguían un mismo fin, y habían adoptado la medida de eliminar a todos los
que podían oponerse a sus ambiciones.
Los periodistas conservadores, más avisados y circunspectos, hablaban menos y
hacían más; y, si es cierto que seguían las mismas aguas, no cayeron en confesiones tan
graves, como las que acabo de citar.
Sin embargo, el libelo intitulado “Fray Gerundio”, tiene algunas columnas
dignas de parangonarse con las de “La Constitución”, “El Guante”, “La Prensa” y “El
Grito del Pueblo Ecuatoriano”.
El mismo “Ecuatoriano” de Guayaquil, en su edición del 27 de Enero, reconoce
la mano de Dios en la prisión de los Generales vencidos; y embozadamente insinúa que
ha llegado la hora de su castigo ejemplar. “La hora de rendir cuenta parece por fin haber
sonado para ese poderoso núcleo de hombres que, al ….. de más de tres lustros, se
constituyeron en dueños y señores del Ecuador… es lo cierto que los prohombres han
encontrado obstáculos insuperables para huir despavoridos del Campo horroroso de su
actuación, siendo, por tanto, este suceso, obra providencial más que humana ...”
Otro diario conservador, “El Comercio”, de Quito, fue uno de los atizadores
más activos; y empleó en su faena inmoral, los medios más reprobados por la hombría
de bien.
Afirmó que el General don Eloy Alfaro, patrocinado por el Presidente de la
República de Panamá, había comprado armas, enganchado centenares de filibusteros,
negociado empréstitos y aun obtenido naves de guerra; y que con todos esos elementos
había regresado a Guayaquil para sostener el movimiento político del 28 de
Diciembre. Léase la edición de dicho diario, correspondiente al 22 de Enero de 1912, y
se verá hasta dónde pueden llegar la calumnia y la procacidad; extremo que demostró
elocuentemente el diario oficial panameño, refutando las falsas aseveraciones de la
publicación quiteña.
No acabaría, si me fuera preciso reproducir todo lo que se escribió y publicó en
los días que precedieron a la carnicería, como para preparar el terreno, enardeciendo el
ánimo de los sicarios, y familiarizándolos con el degüello y la barbarie.

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Todos los interesados en mantener la usurpación, o en escalar el poder
derrocando a sus momentáneos aliados, pedían sangre, matanza, exterminio; y, como si
no bastasen los escritos, echaron mano de los emblemas más sugestivos para las
muchedumbres Retratos de Flavio y de Eloy Alfaro, con cadenas, puñales, cuerdas al
cuello, leyendas asesinas, etc., se exhibían en las galerías mismas de Palacio en las
esquinas más concurridas, alumbrándolos con velas mortuorias.
Un fraile dominico, y otros clérigos, ocupáronse en despertar y encolerizar a la
fiera humana; y hordas de desarrapados devotos acudieron a la voz de aquéllos
misericordiosos pastores.
Llegó a ser uno como empeño patriótico y religioso la eliminación del Caudillo
radical y de sus principales amigos; de manera que nadie lo ocultaba nadie se
avergonzaba de proyectos tan criminales; y hasta el mismo Freile Zaldumbide, a pesar
de su miedo cerval, ofrecía satisfacer la sed de sangre que devoraba a su chusma.
Las algaradas se sucedían a las algaradas; y en todo motín, la petición favorita,
la principal, la única, era la de las cabezas de los prisioneros.
Los amotinados tenían una consigna, y nunca fallaron a ella: detrás de esa
gentuza, estaban los que la movían, los que la precipitaban; y por tanto, la grita se
repetía en el mismo diapasón.
Los oradores callejeros prorrumpían, en discursos verdaderamente ruines, pero
terribles; y hubo ocasión en que una mujer del pueblo, amaestrada por uno de los
principales motores de la plebe, le dirigió la palabra al Presidente del Senado, en
términos propios de harpía.
Véase cómo relata “La Constitución” el meeting del 18 de Enero: “A las siete de
la noche, una multitud inmensa invadió la plaza… a los gritos de ¡Viva la República!
¡Abajo los traidores!... Un orador exigió que se hiciera gran escarmiento con los
criminales… y terminó pidiendo que el Jefe del Estado jurase cumplir con ese deseo de
la nación; y el Encargado del Ejecutivo contestó estas expresivas palabras: “Mi
gobierno es del Pueblo y para el Pueblo. Sus deseos los cumpliré fundamentalmente”.
He ahí a Pílalos, pisoteando la humanidad y la justicia, por miedo al populacho,
ya que no por perversión del alma.
Léase ahora el famoso discurso del terrorista doctor Jácome, digno de figurar en
una galería de homicidas natos, de esos en que la afición a la sangre es natural y les
causa deleite:
Noble, aunque desgraciado pueblo de mi tierra:
“En momentos luctuosos de mi patria, sangre moja mi pluma en vez de tinta;
y así, en un rompimiento de furia incontenible, se me escapa una maldición que irá, si
no a la conciencia, porque no la tienen, a caldear el rostro de los bandidos que han
apuntado sus rifles al corazón de nuestros bravos quiteños que, en hora menguada, han
tenido que enfrentarse con la traición y el vicio, con la concupiscencia y el crimen…
Los negros esclavizados, siquiera de soslayo, ven al patrón, en tono amenazante; y
nosotros, los de esta tierra hermosa que ha dado contingente de soldados para festín de
gallinazo y bestias bravías de la costa, ¿hemos de consentir en que, ya en Duran
nuestros héroes, se humillen con asquerosas contemporizaciones de última hora? Se me
anublan los ojos de hondo rencor y furia, y en espasmo inaudito, sangre moja mi pluma

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en vez de tinta… Ayer no más… dieron libertad al tres veces facineroso Eloy Alfaro, y
así, mezclada la farsa entre champagne y postres, diplomacia, banquetes y engañifas,
nosotros, hato de burros, estamos pagando los platos rotos, etc.”
Esta obra maestra de oratoria callejera y burda, fue aplaudida por todos los del
complot; y el tribuno recibió felicitaciones y hurras, como si en realidad hubiera dicho
algo razonable.
El mismo Freile Zaldumbide, desde su improvisada tribuna de las arengas,
contestó, como Jefe del Gobierno, a la estupenda alocución del Sr. Jácome, que era la
voz del bando terrorista más intransigente.
“El Comercio”, Nº 1886, dice al respecto: “Desde uno de los balcones de su
casa, el Dr. Carlos Freile Z. pronunció un elocuente discurso, en que expresó que no
debía haber impunidad para los caínes que asesinan a sus hermanos, ni para los judas
que por dinero venden a su maestro; y que, unidos a nuestros hermanos leales de la
costa, aplastaremos a los rebeldes”.
Carmen Andrade terminó un violento discurso con estas palabras: “Oídnos,
señor, y negaos enérgico a toda clemencia para aquellos que no la han tenido con el
pueblo y han sembrado sin piedad el duelo y la orfandad. En vuestras manos están
depositados los traidores, y os exigiremos rigurosa cuenta”.
Freile Zaldumbide llamó respetables matronas a ese pequeño grupo de
meretrices y mujeres de cuartel; y les aseguro que los prisioneros serían conducidos con
seguridad a Quito para que reciban el justo castigo, etc.
Les leyó los telegramas que había dirigido a Guayaquil, con ese objeto; y les
concedió una banda militar para que recorrieran las calles de la ciudad.
Aquellas respetables matronas, sin agradecer las finezas del Presidente del
Senado, le arrojaron algunas piedras; luego quemaron un retrato de Flavio Alfaro en la
Plaza de la Independa; después asaltaron y saquearon la morada de dicho General; y sus
hijos y esposa inocentes se salvaron de ser linchadas, por haber huido con oportunidad.
Y todo esto se hacía bajo el pabellón nacional, a los senos de una banda de
música militar, con beneplácito del Ejecutivo, y sin que la Policía ni la autoridad
pública se moviera a contener semejantes atentados. ¿Cómo pudieran defenderse de
estos cargos los hombres que en aquella época fatal dirigían los destinos de nuestra
infortunada Patria?
El Gobierno, el gobierno íntegro, dirigiéndose a la Nación, proclamó como
buena política, el sistema de eliminación de los Alfaros: he aquí un fragmento de
aquella proclama sanguinaria que ya no pueden recoger ni borrar los que la suscribieron,
sin duda, en un momento de ofuscación y ligereza:
“Guayaquil reclama nuestra inmediata presencia: la afrenta de que ha sido
victima, merece lavarse con sangre. Al miembro corrompido hay que cauterizarlo: es la
hora de que se inicie la regeneración de la República, eliminando el elemento desleal y
traidor, y dando preponderancia a la lealtad y al patriotismo… Quito, Enero 12 de 1912.
El Presidente del Senado en Ejercicio del Poder Ejecutivo, Carlos Freile Z. El Ministro
de Gobierno, Octavio Díaz. El Ministro de Relacionas Exteriores, Carlos R. Tobar. El
Ministro de Hacienda, J. F. Intriago. El Ministro de Guerra y Marina, J. F. Navarro'”.

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¿Cómo pudieran negar ahora los hombres del Gobierno de Freile Z., su
premeditada participación en los espantosos crímenes de Enero? ¿Qué explicación
aceptable pudieran dar al documento histórico precedente, que los condena como a reos
convictos y confesos?
El Comercio” de Quito recibía una subvención del Gobierno, según es fama,
desde los Veinte días; y en el Nº 1855, dice:
“No ha de ser esta nueva traición a la patria la que de prestigio, ni en el Pueblo
ni en el Ejército, a un hombre execrado y aborrecido (refiérese al General Eloy Alfaro).
Será por el contrario, un poderoso estímulo para acabar de una vez para siempre, con
todos estos elementos nocivos a la República. Tal vez la justicia haya unido a Montero
con Alfaro para ejercer sobre ellos sus inexorables vindicaciones”.
Estas frases explican más las ideas contenidas en el Manifiesto del Ejecutivo; y
su íntima relación, su congruencia, por decirlo así, demuestran una como unidad de
factura de todos estos documentos; o que, por lo menos, todos ellos han sido escritos
bajo una misma inteligencia y malvada inspiración.
La conformidad de pensamientos y, muchas veces, de expresiones, demuestran
con toda evidencia que había una muy entendida dirección de la sanguinaria maniobra,
la que daba la diaria consigna a los escritores de la coalición; consigna que,
naturalmente, no debía discrepar del anhelo oficial, puesto que el único objetivo de ese
inmoral diarismo no era otro que apoyar y desarrollar los propósitos del Gobierno.
Léanse los periódicos de aquella época, los discursos y proclamas de Freile
Zaldumbide, los varios telegramas del mismo funcionario sobre los prisioneros de
Guayaquil, las alocuciones y comunicación del General en Jefe, etc., y se palpará que
todos estos escritos no son sino meras variantes sobre el mismo tema; y cuyo fondo
siempre es pavoroso y siniestro, siempre de color de sangre.
¿Cómo explicar semejante conformidad, sin un pensamiento preconcebido y
común, sin un programa de muerte dirélo así adoptado por todos los enemigos del
General Alfaro?
Y esta unidad de pensamiento y de medios de acción, supone necesariamente
una inteligencia ordenadora; una voluntad directriz de la inicua tarea, una mano
hábil que distribuía la orden cotidiana y señalaba el puesto de cada uno de los elementos
destinados a la perpetración del crimen meditado; en fin, una conciencia sin escrúpulos
ni respeto a los más elementales principios de ética, una conciencia de tal manera
avezada al mal, que no retrocedía ni ante los sagrados fueros de la especie humana.
¿Era uno solo el motor y ordenador de las atrocidades ejecutadas en Enero de
1912, o eran varios los fautores de esos nefandos crímenes, es decir, un núcleo de
malvados que concibió, preparó y perpetró la masacré de los prisioneros de Guayaquil?.
Cuando el clamor mundial vino a producir la más viva reacción hasta en el alma
de los mismos asesinos, principiaron estos la serie de mutuas recriminaciones,
señalándose sin consideración, alguna como responsables de la iniquidad que los
pueblos civilizados con tanta indignación condenaban. El General Plaza delató y acusó
a Freile Zaldumbide, a Díaz y a sus colegas; y, por fin, al partido conservador con el
cual se había puesto de acuerdo el Gobierno, para dar en tierra con el liberalismo.

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El Encargado del Poder Ejecutivo y sus Ministros, en represalia, arrojáronle toda
la sangre derramada y la infamia del crimen a la faz del General en Jefe, y fueron
empeñosamente secundados en esta labor acusadora por la prensa clerical de toda la
República, aun por la que antes había batido palmas y bendecido a la Providencia, cuya
justicia decía se ostentaba gloriosa en la muerte de Alfaro y sus tenientes, como se
había mostrado en el castigo de todos los perseguidores de la Iglesia…!
La alianza de los malhechores jamás puede ser duradera; y se les ha visto
siempre romper imprudentemente los efímeros lazos con que los uniera el crimen, y
convertirse en adversarios encarnizados, en los más rigurosos y activos fiscales de sus
propios actos delictuosos; cada cual impelido ciegamente por el rabioso anhelo de echar
toda responsabilidad sobre sus cómplices. Es la psicología de las asociaciones
criminales; tanto que la Justicia se aprovecha de continúo de esta eficaz cooperación, en
las más complicadas investigaciones, aun al tratarse de los hechos punibles más secretos
y misteriosos.
Por desgracia, no hay todavía luz suficiente para que podamos medir y pesar con
exactitud y certeza los fundamentos y valor de estas recíprocas y furibundas
acusaciones, que los partidos antialfaristas y los actores en la sombría política de Enero
de 1912, no han cesado de arrojarse al rostro, desde que la conciencia universal condenó
airadamente el salvaje asesinato de Alfaro y sus compañeros de martirio.
Pero estas mutuas y encarnizadas inculpaciones, prueban con evidencia que la
responsabilidad del crimen alcanza a muchos individuos, que actuaron, más o menos
directamente, en prepararlo e inculcarlo en el espíritu de las turbas, pintándolo como
acto patriótico y justo; o que presidieron a su ejecución y, luego, lo aplaudieron y
recomendaron como timbre de gloria para los asesinos. Si, esas acusaciones ponen fuera
de duda que la iniquidad cometida, pesa formidablemente sobre determinadas
colectividades políticas, unidas en aquel entonces por el odio de muerte al Regenerador
ecuatoriano, y conformes en el inicuo propósito de eliminarlo cobardemente por mano
de anónimos verdugos; esas acusaciones demuestran que los bandos de oposición al
General Alfaro, por esmerado y grande que haya sido su cuidado para evitarlo, se han
visto al fin horriblemente manchados con la sangre de los Mártires de Enero…
Pero, ¿cuáles fueron los directores técnicos del asesinato, los que constituyeron
la fuerza impulsora, la turbina de esa infame política que dió por resultado aquel
horripilante amontonamiento de atrocidades que tanto deshonor y vergüenza nos ha
traído?
Voy a constituirme en eco de la opinión desapasionada, y exhibir en este
pequeño libro todos los cargos que se han producido fundadamente hasta hoy, contra los
principales actores de la tragedia de Enero. Nada diré que no esté corroborado por la
voz general de los ecuatorianos más honorables; nada que no esté sostenido por
documentos oficiales, que han hecho valer ya en su defensa los mismos indiciados,
dándolos así por irrefutables; nada que no se base en confesiones palmarias,
intergiversables y concluyentes, hechas por los políticos que actuaron en el mes
sangriento; nada que no se deduzca natural y lógicamente de los escritos con que,
después de perpetrado el crimen, se ha intentado rodear de tinieblas a la verdad, con el
fin de torcer el criterio, aun de las naciones extranjeras que tan severamente han

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condenado a los asesinos de Alfaro. No se engaña, no puede engañarse a la Historia; y
ese mismo afán de ocultar las manos homicidas, ese empeño de desfigurar los hechos,
ha venido a ser como las premisas del tremendo fallo que se pronunciará contra los
criminales.
La locura sanguinaria que se apoderó de1 Gobierno, transformóse contagiosa: la
prensa y la tribuna, el pulpito y el ejemplo aun de ciertos ministros del altar, fueron los
trasmisores de tan terrible vesania, los agentes de muerte que extendieron el furor
homicida a todos los centros de la coalición antialfarista. Y cuando esa nube roja hubo
envuelto a las masas coligadas, cuando el ardiente torbellino llegó a cegarlas y las
familiarizó con la idea del crimen, cuando se creía aspirar ya el ambiente de uno como
matadero humano, hasta los más cautelosos y tímidos abandonaron toda prudencia, y se
les vio disputarse estultamente, como una honra imperecedera, cualquiera participación
en las inauditas maldades de Enero; delatándose por este modo a la posteridad siquiera
en calidad de cómplices, mediante documentos que ya no pueden hacer desaparecer ni
cambiar su significado.
¿Cómo pudieran ahora retractar esos actos que los desenmascaran, los acusan y
los condenan, sin necesidad de otra prueba? ¿Qué podrían alegar en su descargo, ante el
severo y frío tribunal de la Historia? ¿De qué manera podrían eludir la maldición de
conciencia universal, que reacciona siempre terrible contra los grandes malhechores?
La oscuridad de los bosques de Berruecos, ocultó la mana de los matadores de
Sucre; la Historia no ha podido pronunciar su última palabra, por deficiencia de
pruebas; y, sin embargo, la América maldice a una voz, los nombres de Flores y de
Obando. ¿Qué no sería, si los asesinos del Abel Colombiano se hubiera delatado, clara y
terminantemente, como los victimarios del Fundador de la democracia ecuatoriana?...
Sigamos, pues, examinando las pruebas de la premeditación del gran crimen.
El General Plaza, cuya fuerza es el disimulo, se esmeró en aparentar una actitud
benévola y generosa con los vencidos. Su táctica de siempre: obrar por mano ajena;
herir mientras abraza y besa a la víctima; condenar a gritos los atentados que, en voz
baja, manda ejecutar él mismo: he ahí toda la política, todo el maquiavelismo del
General barbacoano.
Esa actitud engañosa y pérfida alarmó a muchos de sus propios amigos y
cómplices, por más que debían conocer ya en juego desleal de este caudillo: temieron
que las víctimas se le escaparan; y ese temor les obligo a quitarse imprudentemente la
máscara, y revelar al mundo el infame acuerdo que existía entre los enemigos de Alfaro.
Véanse algunos telegramas de protesta contra la magnanimidad del General
Plaza.
“Quito, 15 de Enero de 1912. General Plaza. Milagro. Después de oír muchas
opiniones inclusive las del Gabinete, creo de mí deber comunicarle que toda
conmiseración con los traidores, es perjudicial al país, al Gobierno y a Ud….
Rafael Vásconez”.
Este joven conservador fue uno de los agentes más activos de Plaza.
“Quilo, 18 de Enero de 1912. General Plaza. Yaguachi. Fervientes felicitaciones;
pero será incompleto el triunfo, si no aseguramos paz futura, asegurando los cinco

109 
 
Generales causantes de los males ocasionados a nuestra Patria. Un estrecho abrazo de su
Carlos R. Tobar”.
“General Andrade (la misma fecha)... no será completo goce de la República, si
se escapan causantes de las desventuras actuales. No omita actividad ni dinero para
capturarlos… Carlos R. Tobar”.
Estos dos telegramas, como lo hace notar el mismo Plaza en las “Páginas de
Verdad”, merecieron grandes elogios del diario oficial; publicación que aseguró que
dichos partes telegráficos Contenían la opinión del Gobierno y de todos los
ecuatorianos.
Esta última parte era a todas luces falsa; pero no podemos dudar de que los
demás miembros del Gobierno opinaran de modo que el Ministro Tobar.
Según esto, había acuerdo entre el General en Jefe y Freile Zaldumbide y sus
Secretarios, para no dejar escapar a los cinco generales, debiendo emplear toda
actividad y dinero sin tasa, en Capturarlos.
¿Cuáles eran esas cinco víctimas señaladas de antemano para el sacrificio?
Tobar no lo dice; luego, es evidente que Plaza sabía ya, desde atrás, los nombres de los
designados para la muerte.
Y nótese que a la fecha de tales telegramas, no había más que cuatro Generales
en Guayaquil: Eloy Alfaro, Flavio Alfaro, Ulpiano Páez y Pedro J. Montero. ¿Cuál era
el General que debía completar el número fatídico, señalado por el Ministro Tobar?
Medardo Alfaro anciano paralítico que no se movía sino por manos ajenas había
salido proscrito, después del 11 de Agosto; y e1 Gobierno de Freile Zaldumbide no
podía ni sospechar que aquel viejo inválido estuviese en camino, como traído por la
fatalidad, para compartir la suerte de su ilustre hermano. No era posible, de
consiguiente, que se refiriesen los citados telegramas al General Medardo Alfaro; luego,
se referían a Manuel Serrano que no había querido tomar participación alguna, ni en el
pronunciamiento de Montero ni en la guerra subsiguiente.
El General Serrano fue un acaudalado propietario que sirvió a la causa liberal
con sus bienes y persona; manifestando siempre sumo patriotismo, valor y pericia
militar, lealtad y firmeza con el partido político al que pertenecía. Sencillo en su
costumbres, moderado y sin exageradas aspiraciones, afable y generoso, Manuel
Serrano fue uno de los mejores liberales; y ni esas odiosidades lugareñas que tantos
sinsabores le causaron en su ciudad natal pudieron deslustrar sus merecimientos.
Manuel Serrano contribuyó eficazmente a la Revolución del 5 de Junio de 1895,
en la que cayó el conservadorismo bajo el peso de sus propios crímenes; y los combates
de Máchala, Pasaje y Girón, dirigidos por Serrano, lo recomiendan a la historia como
soldado valeroso y diestro, como uno de los principales derrocadores del terrorismo
garciano.
¿Sería acaso ésta la causa por la que se había resuelto comprenderlo también en
la eliminación de los Jefes del Partido Radical?
Cervantes, compilador de los documentos justificativos del General Plaza
(“Páginas de Verdad”), afirma que el número fatal lo llenaba Manuel Serrano; de modo
que el mentado General a pesar de su absoluta abstención política, había sido

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predestinado para el martirio, por el dedo inflexible de la terrorista coalición que
dominaba el interior de la República.
¿Qué motivo existía para esta condena indudablemente, de muerte pronunciada
con tanta injusticia y anticipación? Hubo tal vez entre los coligados esas recíprocas
concesiones de sangre que se hicieron los septembristas de París, consultando los odios
y las venganzas de cada cual?
Plaza, como por exceso de condescendencia con sus partidarios y amigos,
aumentó el número de víctimas: apresó seis Generales y un Coronel, asimismo inocente;
y los remitió al Circo para pasto de las fieras....
Devorábale al Gobierno de Quito una sed abrasadora de sangre, y al pensar que
los buques extranjeros podían prestar asilo a los Generales destinados a la muerte, subió
de punto su homicida impaciencia; y ordenó que la Cancillería se dirigiese a los
Cónsules residentes en Guayaquil, refutando extensamente doctrinas internacionales
que nadie sostenía ni trataba sostener en dicho cuerpo, el que sólo representa los
intereses del comercio extranjero en nuestro país. Fue la nota cómica en medio del
horror de la tragedia; y esa extemporánea disertación jurídica habría sido acogida por
una estentórea carcajada, si el soplo helado de la catástrofe no hubiese apagado la risa
en todos los labios, si el estrépito con que el Fundador del radicalismo caía, no
impidiera las burlas e irónicos ataques que el Gobierno quiteño merecía.
El 22 de Enero decíale el Canciller al General Plaza según el telegrama que éste
inserta en sus “Páginas de Verdad”: Hase prohibido den asilo en el vapor Yorktown y
en el Consulado de los Estados Unidos…” A tanta altura se hallaba nuestra Cancillería,
que ya prohibía a los buques y Consulado americano que amparasen, bajo la bandera
estrellada, a los desgraciados condenados a morir!...
Igual desesperación se había apoderado de casi todos los demás del complot; y
cada uno de ellos se esforzaba por apartar a Plaza del camino de su fingida misericordia,
de su aparente generosidad.
Los que estaban en el secreto de la verdadera maniobra del General en Jefe,
como Gonzalo Córdova, persuadían, aconsejaban, compelían a los demás placistas que
se dirigieran al caudillo barbacoano, protestando contra su inusitada y perjudicial de
clemencia.
Querían que brillaran más las virtudes del General en Jefe, y que, si al fin cedía,
fuese a la imposición de 1a voluntad popular, a la exigencia unánime de los círculos
políticos de la Capital y de las principales provincias…
Todo estaba acordado así entre los directores de la infame farsa; y los que no
estaban en esta urdiembre secreta, no vacilaron en creer que su jefe, se encontraba, a:
punto de faltar a lo pactado, y salvar a los aborrecidos prisioneros.
Continuaré copiando esos monstruosos telegramas de protesta contar los
sentimientos humanitarios que fingía el héroe de Naranjito.
“La Prensa”, publicación oficial del placismo, anunció desde el 3 de Enero, la
Verdadera intención del General en Jefe, en los términos siguientes: Se sabe que el
General Plaza, avanzar sobre el enemigo con sus valerosas huestes, ha telegrafiado al
Gobierno que no dará cuartel a los perjuras y traidores, Montero y Alfaro; y que está
resuelto a escarmentarlos con todo el riesgo que merecen sus crímenes”

111 
 
No bastó esta promesa para disipar las desconfianzas que el corazón magnánimo
del vencedor infundía entre los que solicitaban la inmediata eliminación de los
prisioneros; y fue necesario que le aturdieran al General en Jefe con el tumulto y los
desaforados gritos de ¡Crucifícalos!, ¡Crucifícalos! como los judíos el pretorio.
Julio Moreno, Rafael Vásconez, Luis Robalino Dávila, Alberto Barquea, José
María Ayora y Miguel Egüez, fueron los meros que se dirigieron a Plaza, por telegrama
de 18 de Enero “Anhelamos todos la sanción y castigo inmediato” le dijeron esos
jóvenes, conservadores los unos, liberales los otros; pero unidos por el odio común, y
afanosos en contrariar los nobles sentimientos que son tan propios de la juventud.
Llegará día en que, cuando las canas blanqueen aquellas cabezas, se arrepentirán
firmantes de este cruel telegrama; pero su arrepentimiento será tardío, e impotente para
borrar sus nombres de la nómina de los cooperadores al sacrificio de prisioneros
indefensos.
“Quito, Enero 23 de 1912. General Plaza. Guayaquil. Amigos y compatriotas
creemos absolutamente imposible la libertad de Eloy Alfaro y sus cómplices, por
ninguna causa, so pena de la ruina de la Patria… Lino Cárdenas, Manuel R. Balarezo,
M. E. Escudero, J. R. Alarcón, etc.”: siguen como cincuenta firmas de liberales y
conservadores, en promiscuidad absurda, inverosímil, pidiendo que de ninguna manera
se evite castigo de los vencidos!
Y entré los firmantes, Lino Cárdenas, a quien el Caudillo radical lo elevó a los
primeros puestos del Estado!
¡Oh!, ¡santa gratitud, virtud de las almas grandes! ¿dónde, dónde te has
refugiado, cuando no te encontramos en ninguna parte?
En un telegrama igual, se ve la firma de Juan F. Game, José Cornelio Valencia, y
otros doscientos, así liberales como conservadores; pero, no llamaré la atención de mis
lectores, sino sobre los dos primeros, amigos y favorecidos del General Alfaro, cuya
mano estrecharon hasta la víspera del 11 de Agosto!
Juan Benigno Vela, el desleal ciego de Ambato, dirigió también este
telegrama al General en Jefe:
“Quito, Enero 24…. Bien sabe Ud. amigo mío, que mi política es limpia, limpias
las cartas con que juego en ella, hablo sin rodeos ni perífrasis, y mi palabra debe hacer
algún peso en el ánimo de Ud.; por esto me tomo la libertad de aconsejarle que deje
pasar la justicia de Dios, que remita los presos a Quito que no enajene la voluntad de los
pueblos”.
Justicia de Dios! ¡Blasfemo! ¿Dios arma la diestra de los asesinos? ¿Dios da
suelta al tigre humano para que se sacie con la carne palpitante de victimas inermes,
vendidas para el anfiteatro, por los mismos que fueron beneficiados por ellas? ¡Horror!
Los Jefes, Oficiales y soldados de la Quinta Brigada de Artillería, organizada
con placistas y conservadores, en unión híbrida, dirigiéronle el mismo día esta petición
al Encargado del Poder Ejecutivo:
Perentoriamente pedimos a Ud., Señor Presidente, que los incalificables Eloy
Alfaro, Pedro J. Montero, Flavio Alfaro, Ulpiano Páez y demás principales cómplices,
sean pasados por las armas, sus bienes confiscadas en favor de las viudas y huérfanos…
y sus nombres borrados del Escalafón Militar”.

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Y los soldados que perentoriamente pedían la perpetración de tantos crímenes,
se llamaban defensores de la Constitución que prohíbe la pena de muerte y las
confiscaciones, que garantiza la protección de las leyes y el derecho de ser juzgados los
ciudadanos por tribunales imparciales ,y competentes!
¡Santo Dios! ¿Qué criterio dominaba en aquellas bandas anárquicas, sin más
estímulo que la rabia, sin más moral que el instinto depravado, sin más aspiración que el
exterminio del adversario vencido? ¿Qué Constitución defendían? ¿A qué leyes, a qué
autoridad estaban sujetos? ¿Qué disciplina, qué moral reconocían esas bandas de
forajidos?
Hasta las meretrices le enviaron amenazantes telegramas al General en Jefe:
aquello fue el clamor inextinguible de hambreados caníbales, pidiendo
desesperadamente hartarse con despedazados miembros humanos. ¿Y se dirá que las
escenas de horror, del 25 y 28 de Enero, fueron imprevistas, sorpresivas, sobrevenidas
de tal modo que le fue imposible al Gobierno el evitarlas?
El misino Freile Zaldumbide es decir, los que lo dirigían y hacíanle hablar
proclamaba las mismas ideas y gritaba al unísono con las tumbas: he aquí la prueba.
“Quito, 22 de Enero de 1912. General Plaza. Guayaquil. En vista de sus partes
en que se sirve comunicarme la captura de los señores Eloy Alfaro, Pedro J. Montero y
Ulpiano Páez, los señores Ministros y yo hemos acordado que a estos presos se les
remita a la Capital... pues la Nación reclama al Gobierno el inmediato castigo de los que
sin motivo han ensangrentado la República... Su amigo, Carlos Freile Z.
“Quito, 22 de Enero de 1912. General plaza. Guayaquil. Si el Gobierno se ha
empeñado en la ocupación militar de Guayaquil, ha sido porqué la Nación clama por la
sanción contra los traidores, bien entendido que los cabecillas siempre cuentan con los
medios para eludir la acción de la justicia; pero esto no quita que nosotros, por
moralidad política y por los intereses de la República, procuremos extirpar de UNA
VEZ PARA SIEMPRE el elemento sedicioso… Su amigo, Carlos Freile Z.”.
“Quito, Enero 22 de 1912. Dr. Juan Benigno Vela. Ambato. Hombres y mujeres,
en, inmenso número, reclaman la venida de los traidores. El Gobierno, por su parte, ha
dado las órdenes necesarias para que ésos sean enviados lo más pronto posible. Si
queremos paz duradera, es necesario que la Sanción vengo inexorable sobre los
criminales. La clemencia del Gobierno, no serviría para ser precursora de otra traición.
Su amigo, Carlos Freile Z.”
¿Para qué más pruebas? Y párese la atención en que ese castigo ejemplar
inmediato, esa extirpación de una vez y para siempre de los elementos sediciosos; esa
sanción exigida por todos los ecuatorianos, de que habla Freile Zaldumbide, no pueden
tomarse ni en sentido legal ni en sentido figurado; porque, si hubiera tratado el Jefe del
Ejecutivo de Un juzgamiento en forma y de la aplicación de las leyes penales, no habría
pedido la remisión de los prisioneros a la Capital, sin rasgar la Constitución que
alardeaba defender y sostener.
En efecto, la Carta prohíbe distraer a un acusado de sus jueces naturales y
someterlo a un tribunal especial; y el Derecho Penal establece que la jurisdicción
competente para castigar una Infracción, es la del juez del lugar en que se hubiera
perpetrado.

113 
 
Según esto, los prisioneros no podían ser juzgados y castigados sino en
Guayaquil, y de ninguna manera en Quito: es de suponer que Freile Zaldumbide y sus
Ministros conocían, por lo menos, “La Constitución y las leyes, cuyos defensores se
habían proclamado; y por lo tanto, quedan fuera de toda objeción las siniestras y
proditorias miras con que se empeñaron en conducir a sus enemigos a la Capital.
¿Para qué los llevaban, sabiendo a ciencia cierta que serían degollados por la
enfurecida chusma, que el mismo Gobierno había familiarizado con la idea del
asesinato?
¿Cómo podrían desvanecer esos hombres un cargo tan tremendo tremendo
irrefragable? ¿Cómo podrían sostener que no hubo premeditación y acuerdo para los
crímenes de Enero?
Para el General Plaza, la mejor solución política es la muerte de quien le
estorba; pero, en medio de un motín, de una asonada, por una bala casual, sin que la
sangre de la víctima le salpique y de suerte que quede limpio de culpa y pena, y hasta en
aptitud de protestar enérgicamente contra el atentado; y, si a mano viene, de castigar él
mismo al esbirro que haya tenido poca mañana para perderse en el misterio.
Hasta para ultrajar simplemente a sus enemigos, se vale de asonadas; así lo hizo
en Quito en los primeros días de su administración anterior, y luego, se lamentó de lo
sucedido, visitó a los ultrajados y se propuso castigar a los ultrajadores.
No se olvidó de este socorrido y habitual medio de obrar, a su entrada en
Guayaquil; y lo insinuó claramente en su Proclama de 23 de Enero, a sus compañeros
de armas. “Soldados dice heroicos soldados! La obra está acabada: ahora que se
entienda el pueblo con quienes le han hecho daño”…
He ahí el llamamiento solemne a la matanza: la carnicería del 25 y del 28 de
Enero respondieron a la voz del General en Jefe.
Plaza no pudo sostener su aparente actitud magnánima; y, a la postre, tuvo
también que arrojar el antifaz, como lo habían hecho sus cómplices; y en los cuatro
renglones que voy a copiar, delató la inmensa trama urdida en sigilo y en medio de las
tinieblas, allá en los conciliábulos de la coalición antialfarista.
Se conoce que los triunfos del General Andrade le habían embriagado por
completo al General Plaza; cuando, a pesar de su natural astucia y constante disimulo,
cayó en renuncios de tal magnitud, que forman las pruebas incontrovertibles de su
responsabilidad.
Proporcionó a la prensa comunicaciones que eran su perdición; habló más de lo
que le convenía, y se denunció; levantó el velo sin necesidad alguna, y dejó entrever a
todos, un mundo espantable de iniquidades.
No me explico cómo un hombre tan avezado y diestro, pudo proceder tan
deslavadamente, en momentos críticos, cuando no debía dar paso sin tantear el terreno,
ni desplegar los labios sin pesar y medir el significado y el alcance de cada palabra.
Estuvo de Dios que así procedieran todos los del complot; a fin de que no
quedase sepultada, acaso para siempre, la responsabilidad de los asesinos de Alfaro.
Momentos de embriagues fatales para Plaza: nadie habría podido acusarlo
fundadamente sin las pruebas que él mismo ha proporcionado a los acusadores.

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Después ha querido arrojar los carbonizados restos de las víctimas de Enero,
únicamente sobre los hombres del Gobierno y sus aliados los conservadores; pero
demasiado tarde, cuando ya las pruebas de su responsabilidad eran conocidas de todos y
andaban de mano en mano.
Ya hemos visto la imprudente Proclama del General en Jefe, en la que,
enveladamente, encarga a la multitud la eliminación de los Generales vencidos: véase
ahora el siguiente telegrama revelador, dirigido a su representante en la Capital:
“Gonzalo S. Córdova. Quito. Los conservadores dizque están explotando la
capitulación de Guayaquil para llevar el agua a su molino. No los dejen en esa labor
jesuítica. Hágales saber que los prisioneros, a quienes tanto temieron, están bien
seguros y que irán a Quito, tal y como lo ha ordenado el Gobierno. La justicia cumpliré
con su deber. Plaza G.”
Luego, no era verdad que había desacuerdo entre el Gobierno y el General en
Jefe, sobre la remisión de los presos a la Capital: luego no era cierto aquello de
benevolencia y magnanimidad con los vencidos. Luego los pomposos telegramas que
copiaré más adelante sobre la obligación de garantizar la vida de los Generales
enemigos que serían asesinados de seguro en Quito, como lo fue el desgraciado Quirola,
etc., constituían una comedia inicua, una ficción detestable, un doblez criminal…
La conformidad de propósitos y de medios de obrar, entre Plaza y Freile
Zaldumbide, resulta patente: la premeditación del crimen, salta a la vista y no acepta
ninguna objeción en contra.
Y, por otra parte, el encargo dado a Córdova para que les haga saber a los
conservadores, que los prisioneros irían, a Quito bien seguros, demuestra,
primeramente, que los placistas se entendían con los ultramontanos; y, segundamente,
que era necesario el concurso del fanatismo religioso, al que se debía dar oportuno de
que las víctimas llegarían al lugar de la inmolación, tal y como el Gobierno lo había
ordenado…
¡Cuántos misterios de maldad no revela el malhadado telegrama arriba inserto!
¡Cuántos lazos aleves, cuántas hipocresías execrables, cuántas mentiras vergonzosas,
cuántas tramas criminales, cuántas pasiones salvajes, a través de tan pocos renglones!..
Habría podido escribir muchas y largas páginas sobre la materia de este
Capítulo; más, con lo dicho basta para dar por suficientemente comprobada la
deliberación con que procedieron los asesinos de Alfaro; y que, por tanto, ese crimen
monstruoso no se debió al pueblo, ni fue imprevisto e inevitable, como los mismos
malhechores lo han querido hacer creer.
Ahora, continuemos el desarrollo del drama, hasta la escena final; siempre
guiados por la fría y severa razón que, si inexorable con los perversos, jamás riñe con la
verdad ni con la justicia.

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CAPITULO VIII

EL HONOR MILITAR

Para comprobar la premeditación de los crímenes de Enero de 1912, he tenido


que citar hechos y documentos posteriores a la fecha en que suspendí la narración de los
sucesos, en el capitulo VI; y tengo que invitar a mis lectores a retroceder a dicho punto,
a fin de la mejor inteligencia y orden de estos apuntes históricos.
Vimos ya que las desbandadas tropas del litoral, después de la derrota de
Yaguachi, difundieron la consternación y el pánico en la ciudad de Guayaquil; y que,
divididas en facciones, y en medio de la mayor confusión y anarquía, eran una amenaza
inminente para la Perla del Pacífico.
Tres bandos se aprestaban para destruirse con furor verdaderamente insano; y los
placistas llegaron a romper las hostilidades contra los monteristas y flavistas, aunque sin
resultados favorables en su primera acometida.
El General Eloy Alfaro, como ya lo he dicho, no pensó en otra cosa, en aquellos
angustiosos momentos, que en la salvación de Guayaquil y del Partido radical. Y,
creyendo equivocadamente que podía ejercer aún su influencia en aquellas masas
anarquizadas, asumió el mando en Jefe de ese Ejército desmoralizado y nominal; como
el piloto que corre al timón, cuando ya la nave se hunde, y hace el último esfuerzo
posible para evitar el naufragio, sacrificándose voluntariamente en aras fiel del
deber.
Pudo abandonar la nave despedazada y zozobrante; pudo huir y salvarse sin
dificultad alguna; pero en el alma de Alfaro predominaron siempre la abnegación y la
generosidad, y en esta ocasión última, también se sobrepuso el sentimiento del deber al
de la propia conservación; y el anciano Caudillo aceptó heroicamente el sacrificio…
El hábil político y consumado General vio que todo estaba perdido para su
sobrino y para Montero; toda resistencia era inútil; más todavía, mortal para dichos
Generales, para la población guayaquileña y para el partido liberal democrático.
El único medio de conjurar tantas calamidades, era un tratado de paz; y en
esto hizo hincapié el General en Jefe de última hora, habiendo obtenido el concurso y
cooperación de le más notables ciudadanos y de algunos Cónsules extranjeros, para la
negociación de tan beneficiosa paz, como ya lo dije.
Mientras tanto, los vencedores de Yaguachi tenían por imposible tomar a
Guayaquil; habían sufrido inmensas bajas; los restos de su fuerza efectiva, habían sido
invadidos por las enfermedades, por la desmoralización y el desaliento.
Parece que Plaza ignoraba la verdadera situación de Guayaquil; y si hemos de
creer al General Andrade y al mismo Plaza no tenían otra perspectiva que volver a subir
los Andes, sin terminar la campaña.
“Es preciso que se sepa le dice el General Plaza a Gonzalo Córdova, en
telegrama de 24 de Enero que el General Montero tenía fuerzas aquí (en Guayaquil)
para dar otra batalla tan sangrienta como la de Yaguachi…”
“El General Montero tenía fuerzas en Guayaquil, para dar otra batalla tan
sangrienta como la de Yaguachi” le dice también al Encargado del Ejecutivo, en la
116 
 
misma fecha; y el General Andrade, más sincero y explícito, expone al Gobierno, el
mismo 24 de Enero, la verdadera situación de los vencedores, los siguientes términos:
“Es evidente de toda evidencia, que sin el compromiso, lo Generales no
entregaban la plaza, no disolvían su Ejército, el pueblo se cruzaba de brazos impotente,
y nos veíamos nosotros en las condiciones militares más desventajosas que imaginarse
pueden para continuar la campaña y obrar sobre Guayaquil con acción inmediata…
Esténse Uds. seguros: ese Ejército no resistía una campaña de ocho días más y habría
sido indispensable perder el terreno ganado, retrogradar a Alausí y Riobamba para
establecer nuestros cuarteles de invierno…”
El defensor del General Plaza, en la página 161 de sus “Páginas de
Verdad”, confiesa también que el estado del Ejército vencedor, era por demás
calamitoso; de modo que la Comisión de Paz no pudo llegar más oportunamente al
campamento del General Plaza.
Por otra parte, tanto éste como el Gobierno temían que el Caudillo radical se les
escapara; y la susodicha Comisión de Paz le ofreció al General en Jefe la ocasión más a
propósito para tenderle un lazo al ilustre Regenerador de la República, como luego
veremos.
Hace muchos siglos que ha desaparecido de los pueblos el absurdo derecho de
sacrificar o esclavizar al enemigo vencido; Subsistiendo sólo el vae victis en las
comarcas más salvajes, donde todavía no han penetrado la civilización y el respeto a los
fueros de la humanidad.
Hoy debe hacerse la guerra para sostener el derecho, no para destruirlo; para
mantener la justicia, no para ultrajarla; como medio extremo y doloroso de defensa, no
como acto de vandalaje y rapiña.
Las potencias que declaran la guerra, por justa que sea su causa, están obligadas
a sincerar su conducta ante el mundo civilizado, exponiendo los poderosos motivos que
les han impedido a echar mano de las armas para reivindicar o sostener sus derechos.
La guerra es hoy humanitaria, si es permitido usar esta como paradoja; puesto
que han desaparecido de ella todas esas prácticas brutales y bárbaras que caracterizan
las luchas de los pueblos primitivos.
La Historia demuestra, los pasos lentos, pero progresivos, que la civilización ha
dado en este sangriento terreno; y sus conquistas son tales y tan grandes, que
actualmente se halla transformado por completo el derecho de la guerra.
Ya no debe haber poblaciones devastadas ni ejércitos pasados acuchillo, o
reducidos a la esclavitud: las mujeres, los niños, los ancianos, los heridos, ya no se
reputan por adversarios; habiendo llegado a ser axioma de derecho, lo que no era antes
sino opinión generosa y noble de Bayardo y de los mejores caballeros que se preciaban
de no manchar jamás sus armas.
La Cruz Roja mitiga los sufrimientos de las víctimas de la guerra moderna; y el
vencedor debe detenerse respetuoso, y envainar su espada, ante las tiendas de la caridad.
Desde que el soldado cae en el campo, su vida está garantizada; porque no es
lícito atacar al enemigo, sino hasta dejarlo fuera de combate.
Matar al herido, hoy constituye un crimen monstruoso, condenado por la
conciencia universal: sacrificar al vencido, al que se rinde, al que fía en la generosidad

117 
 
del vencedor, no tiene nombre y es iniquidad que marca la frente del asesino con
estigma eterno oprobio.
Y basta la sospecha para que la gente de honor huya de los sindicados de
semejante infamia: el Cuerpo Diplomático residente en México rehusó aceptar un
banquete ofrecido por el General Huertas, mientras no comprobase su ninguna
participación en el asesinato del Presidente Madero, vencido por aquel General tanto
horror sienten las naciones modernas por los cobardes que degüellan, fríamente y sin
necesidad, al adversario indefenso.
Bonaparte, descubriéndose la cabeza ante el desgraciado valor de sus enemigos
vencidos, mientras pasaba un largo convoy con heridos y prisioneros, representa la
guerra civilizada: el vencedor de Europa, el primer Capitán del siglo pasado, no
insultaba no sacrificaba a los guerreros que habían caído en contienda leal defendiendo
como buenos su bandera.
Y los mismos príncipes humanitarios, la misma jurisprudencia moderna, la
misma generosidad, se aplican a la guerra civil que, por más que sea la más terrible de
las guerras, se halla inmensamente mitigada en los pueblos cultos.
Y el honor militar, conjunto de todas las virtudes del soldado y pedestal de gloria
de las naciones que prevalecen por las armas, es la égida que protege al vencido: faltar a
la magnanimidad, degrada para siempre; oscurece, destruye ese marcial pundonor que
vale más que todas las coronas adquiridas por los vencedores.
Tan sagrada es la honra militar, que el conservarla impoluta y brillante, se estima
más que la vida: los verdaderos militares, los hijos mimados del heroísmo y la gloria,
presumen siempre que no es posible que haya soldado capaz de arrastrar sus insignias
por el fango, cometiendo una vileza.
Por esto es que los militares prometen, juran proceder bien y decir verdad, por su
palabra de honor, sobre el puño de su espada; y los que faltan a tan solemne e inviolable
juramento, se reputan indignos de llevar armas, y aun del trato de personas que se
estiman.
Y conculcar las leyes de la guerra, pisotear los sentimientos humanitarios, faltar
a la generosidad e hidalguía, resucitar usos bárbaros y salvajes, convertirse en
sacrificador de prisioneros inermes o de heridos que agonizan, no es otra cosa que
profanar el uniforme y la milicia, renegar del honor del soldado para confundirse con
los más viles malhechores.
Este es el criterio que rige en la sociedad moderna; y cada vez que se perpetra un
acto de barbarie en la guerra, se levanta un grito universal para condenarlo.
Como consecuencia de los principios expuestos, es práctica ofrecer la paz,
proponer decorosos avenimientos, conceder capitulaciones generosas, antes de extremar
las operaciones bélicas; y facultad que siempre han tenido los Generales para efectuar
esta clase de transacciones, ha venido a sancionar y perfeccionarse con el derecho
moderno.
Hoy día, un General en Jefe, es una personalidad tan elevada, que se le
presupone exento de todas esas pasiones menguadas que degradarían y ennegrecerían al
más insignificante de los soldados: furor sanguinario, venganza villana, artimañas y
mentiras, perfidia y alevosía, no caben en el alma de quien ha de dirigir un Ejército

118 
 
por el camino de la gloria. ¿Qué podría esperarse de la fuerza armada, si su General no
cultivara ni las virtudes propias de un hombre honrado?
El derecho moderno hace del General en Jefe uno como poder militar,
independiente en ciertas casos determinados; y el Gobierno que lo coloca a la cabeza de
las fuerzas nacionales, por el mero hecho, le concede algunas atribuciones que son
inherente e inseparables del cargo conferido.
Una de estas facultades es la de pactar capitulaciones con el enemigo, para la
rendición de una plaza, etc.; y el General en Jefe no ha menester para esta negociación,
ni orden expresa de su Gobierno, ni aprobación ulterior. Aceptar la rendición del
enemigo, concediéndole todas las garantías que la guerra moderna acuerda a los
vencidos, es privativo del General en Jefe; y se funda en los derechos de la
humanidad, en los preceptos de la civilización, en las exigencias mismas de la
situación de los beligerantes, y en el honor militar que no admite rompimientos ni
retractaciones de lo pactado.
Una capitulación para la entrega de una fortaleza, de una plaza sitiada, etc., es
irrevocable por su misma naturaleza; puesto que no es posible que la posterior
desaprobación de un gobierno deshaga lo que ya se ha ejecutado en virtud del pacto,
cuya garantía son la fe pública y el honor militar.
El Marqués de Olivart ha condensado el derecho moderno, reuniendo en un solo
cuerpo de doctrina, las prácticas de todas las naciones civilizadas y los principios de los
más sabios y eminentes juristas; básteme de consiguiente citar a dicho publicista en
apoyo de mis afirmaciones, para no abundar citas que harían pesada la lectura de estos
Apuntes.
“Ya por la urgencia de resolver un asunto que importa a la salvación de muchas
vidas, ya porque se encuentra en cierto modo de hecho independiente y abandonada la
fuerza armada que se rinde dice Olivart es libre de estipular las condiciones que le
convinieren. Por esto puede pedirla el Jefe de la fuerza que se somete, y concederla el
Jefe Superior de la enemiga, sin ser sponcio que necesite la ratificación de ninguno de
los dos soberanos… Dado el carácter humano de la guerra moderna, es condición tácita
de las capitulaciones del presente siglo, aunque lo hayan sido a discreción, el respeto a
la vida y a la libertad natural de lo vencidos”.
He ahí la doctrina universalmente adoptada en el día, en todos los pueblos que
presumen de cultos, aunque en realidad no hayan alcanzado todavía la cúspide de la
civilización: sólo las tribus salvajes del centro del África, de algunas islas de la
Oceanía y de los bosques amazónicos, desconocen estos humanitarios preceptos y
continúan las prácticas sangrientas de la guerra primitiva.
Me he visto obligado a esta digresión, por cuanto era indispensable recordar los
principios del derecho moderno, para la mejor apreciación de los hechos y de los
documentos oficiales de que voy a continuar tratando; y a fin de no repetir a cada paso,
las leyes de la guerra que infringieron tan escandalosamente los hombres del Gobierno
de Quito y su General en Jefe.
El General Plaza tuvo, pues, plena facultad para pactar y conceder la
capitulación de Duran; sin necesidad de instrucciones; especiales, ni de ratificación
posterior de su Gobierno. Los que han sostenido lo contrario, por la prensa y aun en

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documentos oficiales, no han hecho sino delatarse como instigadores y cómplices del
asesinato de los Alfaros, ya que no como principales ejecutores del crimen; puesto que
no es posible suponer tan crasa ignorancia del derecho en Tobar, Gonzalo Córdova,
Ayora, Borja Pérez, etcétera, que, como veremos luego, sostuvieron con todo empeño la
doctrina contraria.
Desde luego, el General Plaza procedió con la más refinada perfidia en las
negociaciones de paz con los Generales Alfaro y Montero: se indigna y subleva
cualquier hombre honrado, al ver cómo engañó a sus víctimas y las atrajo a la red para
sacrificarlas. No hay ejemplo en la historia patria, de tan execrable alevosía: el alma de
Plaza es un abismo de sombras, a cuyo borde no sería posible asomarse sin sentir el
horror y el vértigo que produce lo pavorosamente insondable.
Cuando recibió a los Comisionados de Paz, mantenía recónditas sus intenciones
de no cumplir lo que se pactase; pero conocedor de la índole feroz del Gobierno de
Quito, y contando con hábiles y diestros colaboradores en su tenebrosa trama, ideó y se
propuso hacer recaer toda la infamia de acto tan detestable, únicamente en Freile
Zaldumbide y sus Ministros. Difícil será que la Historia llegue a poseer la comunicación
cambiada al respecto, entre Plaza y sus agentes en la Capital; pero, el hecho es que
estos obraron de tal suerte, de manera tan precisa y congruente con los deseos y actos
del General en Jefe, que no puede dudarse de que hubo acuerdo y mediaron
instrucciones para procedimientos tan uniformes.
Ya hemos visto que en este sistema de perfidia y de escamoteo, dirélo así, del
verdadero criminal, consiste toda la ciencia política del General Plaza; más, en esta vez,
no le ha validó su astucia, y los ecuatorianos han sorprendido con toda claridad y
conocido perfectamente la diestra que movió los resortes del crimen.
El defensor del General Plaza, en la pág. 145 de su libro “Páginas de Verdad”,
dice lo siguiente:
“El General en Jefe, el 19 intimó rendición a Montero; el 20 estuvo en Duran,
atendió a la Comisión de Paz, e impuso las bases de la capitulación que la firmó el 22
antes del medio día. El 64 horas después de terminada la batalla de sangre, libró otra
incruenta tan importante, acaso, o más que la de Yaguachi, que salvó su ejército y dió
por resultado la terminación de una campaña que habría sido muy larga en el segundo
mes de la estación lluviosa en la Costa”.
Y, en efecto, el 21 de Enero comunicó el General en Jefe al Encargado del
Ejecutivo, los preliminares de la paz, anunciándole que en aquel día se firmaría el
Tratado respectivo.
Véase esta detallada, comunicación telegráfica, en la que se insertan todos los
artículos de la capitulación proyectada, a la página 139 hasta la 141 de “Páginas de
Verdad”; de modo que habiendo sido alegado dicho documento, como defensa del
General Plaza, débesele tener por incontrovertible. Y advertiré de una vez, que todos los
documentos que cito, son tomados de la colección intitulada “Páginas de Verdad”. La
última guerra ecuatoriana, etc., publicada en Quito, en 1912, en la Imprenta y
Encuadernación Nacionales; colección, anotada y largamente comentada, que el
General Plaza mandó publicar como prueba concluyente de su absoluta inocencia en las
iniquidades de Enero. Por la misma razón, ninguno de los documentos de que me valgo,

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puede ser revocado a duda, ni admite objeción de parte de los asesinos o de sus
defensores; ya que constituyen una confesión espontánea y clara de la culpabilidad que
pesa sobre los sindicados. Hecha esta advertencia necesaria, continuemos la narración.
Iba diciendo que el 21 de Enero supo el Gobierno de Quito el proyecto detallado
de la capitulación de Duran; y el mismo día, los agentes y cooperadores del General
Plaza, le hicieron firmar al infeliz Freile Zaldumbide el siguiente telegrama que, por sí
solo, basta para ennegrecer la historia de un hombre público y exhibirlo como cabecilla
de bárbaros, como jefe de una tribu de antropófagos:
“Quito, 21 de Enero de 1912. Generales Plaza G. y Andrade. Durán.
Puesto en consideración de los señores Ministros su atento telegrama en que me
comunica su conferencia con los comisionados de Guayaquil, acordamos, después de
estudiado atentamente, que proceda a la inmediata ocupación de Guayaquil, por medio
de las armas, si fuere necesario; pues sería una vergüenza para Uds. y el Gobierno, el
conceder garantías a los traidores que han ensangrentado la República. Esta resolución
la hemos tomado, teniendo presente la manifestación que Ud. nos hace de la
imposibilidad en que están los traidores de resistir por más tiempo, y que al conceder a
los cabecillas la salida de la República, el Gobierno sería responsable de una nueva
guerra civil en que esos pertinaces enemigos de la Nación, emprenderían, con
seguridad, después de pocos meses. Puede Ud. conceder amnistía a toda la clase de
tropa, a condición de que entreguen las armas antes de la ocupación de Guayaquil. Si
Ud. cree necesario que se movilice a Durán mayor número de fuerzas, avise
inmediatamente para enviarles mil quinientos hombres. Carlos Freile Z.”
No hablara de otra manera un hotentote; para Freile Zaldumbide y sus
Ministros era una vergüenza conceder garantías a los vencidos que ofrecían deponer las
armas; era una vergüenza no tomar Guayaquil, a sangre y fuego, cuando se podía
ocupar dicha ciudad de un modo pacífico!
Lo que deseaban esos hombres era la matanza, el exterminio, el incendio; y en
su anhelo brutal, hacían pie contra toda conquista de la civilización, contra todo derecho
acatado por las naciones, contra todo sentimiento de humanidad y de nobleza,
No dar cuartel al enemigo, no garantizar la vida y la libertad natural al que se
somete y rinde, reputar como vergonzoso el cumplimiento de las leyes de la guerra
civilizada y de los sentimientos nobles del corazón, es ciertamente llegar al nivel más
bajo del salvajismo: ¿qué exageración hay en los denigrantes calificativos con que los
pueblos cultos han designado al Ecuador, después de los acontecimientos de nuestra
última guerra civil?
Sólo que el Ecuador no tiene más culpa que el haber sido subyugado,
encadenado por la fuerza de las bayonetas al mando de un grupo de perversos que han
hollado lo más santo, la honra nacional, presentándonos ante el mundo como una banda
de caníbales, dignos de ser exterminados para bien y provecho de la humanidad.
El telegrama que he copiado, implica la prohibición expresa y absoluta de
celebrar capitulaciones con el Gobierno de Guayaquil; lo que equivalía a destituir al
General en Jefe, porque, privarle de una atribución inherente y peculiar de su alto cargo,
allá se iba con removerlo sin consideración alguna.

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Un militar pundonoroso y altivo, celoso de sus prerrogativas y de la honra de la
espada, conocedor del derecho de la guerra y de las prácticas de la civilización,
humanitario y magnánimo; un Jefe de estas dotes, habríase separado inmediatamente
del mando: la dignidad se lo imponía, el prestigio de la milicia y los deberes para con la
humanidad, se lo exigían a veces y con insistencia.
¿Acaso era un degollador infame, un verdugo sin conciencia y sin honra, un
asesino asalariado para que se le obligase a desechar proposiciones de paz y tomar a
sangre y fuego una plaza floreciente y rica, sin conceder ninguna garantía a los
vencidos?
Pero, el General Plaza no dimitió el mando ni se indigno contra el Gobierno;
sino que trató de satisfacerle, descubriéndole la verdad de su juego aleve. He aquí el
verdadero retrato moral del General Plaza, hecho con propia mano, en el siguiente
telegrama:
“Duran, 22 de Enero de 1912. Señor Presidente. Quito.
Si el ataque a Guayaquil nos diera por resultado la captura de los cabecillas, lo
habríamos hecho sin pérdida de un minuto, y seguros de triunfar sin grandes
dificultades; pero como estamos convencidos de que no será posible capturar a los
traidores, porque tienen el vapor “Chile” y los buques nacionales “Libertador Bolívar”
y “Cotopaxi” listos para escaparse, con sus familias, las que tienen a bordo, hemos
resuelto economizar la preciosa sangre ecuatoriana de nuestros soldados. Por otra pate,
sería criminal exponer a Guayaquil a las consecuencias que sufrió Yaguachi, etc.…. L.
Plaza G.”
De consiguiente, la negociación de paz era un mero lazo que se tendía a los
Jefes del Ejército de la Costa, para evitar que se escaparan con sus familias; una red en
que debían caer todos los que estaban destinados de antemano para la muerte…
¿Puede darse felonía más repugnante, traición más nauseabunda, emboscada
más criminal y espantosa?
Burlar la fe pública, engañar con la generosidad, jugar ruinmente con el honor
militar, hacer servir las leyes y prácticas de la guerra civilizada para maquinaciones
inicuas, es el colmo de la criminalidad y de la perversión. ¡Qué alma tan sombría y
llena de abismos, la de quien es capaz de mofarse así de la virtud, de la justicia y la
civilización…
El 21 de Enero se le comunicó al General en Jefe la orden de tomar Guayaquil
por las armas, y de no conceder ninguna garantía a los vencidos; reprobándose
anticipadamente el proyecto de Capitulación, discutido y acordado con los
Comisionados de Paz. ¿Qué le cumplía a un caballerosa un hombre que apreciara su
buen nombre, a un militar leal y esclavo del pundonor de clase? Declarar francamente
las órdenes y prohibiciones que recibido de su Gobierno, suspender la negociación y
devolver a sus adversarios la libertad de defensores con la espada; ya que Freile
Zaldumbide y sus Ministros se rebelaban tan abiertamente contra las reglas de la guerra
moderna y los preceptos de la civilización y la humanidad.
El General Plaza se fue por el camino opuesto al de la lealtad e hidalguía: ocultó
los bárbaros y absurdos telegramas del Gobierno, y seguro ya de la reprobación del
pacto que iba a suscribir continuó las negociaciones, es decir, el engaño infame de que

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habían de ser víctimas unos cuantos soldados de buena fe que confiaban ciegamente en
el honor militar y en la fuerza e inviolabilidad de los tratados públicos.
¿Cómo había de sospechar siquiera el Viejo Luchador acabada
personificación de la lealtad y del honor del soldado que existían seres tan pérfidos, que
no se paran ni detienen ante una villanía tan nefanda? ¿Cómo hubieran creído esos
honorables ciudadanos y los Cónsules extranjeros que componían la Comisión de Paz,
que eran el ludibrio de una felonía sin nombre y sin ejemplo?
Los Comisionados procedieron de la manera más limpia y caballerosa, lo mismo
que los Jefes de la fuerza de Guayaquil; Ignorantes por completo de que Freile
Zaldumbide y su Gabinete, le habían vedado al General en Jefe aceptar la Capitulación
ofrecida.
Y el 22 de Enero, al medio día, se tendió la red en que habían de caer tantos
hombres confiados y honorables; es decir, se firmó en Duran la Capitulación siguiente:
“Los señores General don Leónidas Plaza G., General en Jefe del Ejército, y
General don Pedro J. Montero, Jefe Supremo del Gobierno Seccional, con el propósito
de evitar la continuación de la guerra civil y su consiguiente derramamiento de sangre
ecuatoriana, han acordado, bajo su palabra de honor, las siguientes bases de paz, a
saber:
“1ª El Gobierno Constitucional de la República del Ecuador concederá amplias
garantías a las personas civiles y militares que, por cualquier motivo directo o indirecto,
hayan tomado parte en el movimiento político de 28 de Diciembre de 1911. Se
exceptuarán las personas civiles o militares que hubieren incurrido en responsabilidad
penal, por delitos comunes.
“2ª Se verificará, previamente, el licenciamiento de las tropas de Guayaquil,
proveyéndose por el Gobierno de Quito, inmediatamente después, su traslación al lugar
de su procedencia u hogar. Podrán quedar en el Ejército los que voluntariamente
quisieran hacerlo así. Al licenciamiento de las tropas de Guayaquil precederá el
acuartelamiento armado del Cuerpo de Bomberos, que deberá atender a la seguridad
de la población.
“3ª El General en Jefe del Ejercito designará el Jefe a quien encomiende
provisionalmente la Jefatura Militar de la 3ª Zona.
“4ª Habiendo sido nombrado Gobernador de la provincia del Guayas el Sr. D.
Carlos B. Rosales, será él quien desempeñará esa Gobernación.
“5ª El Sr. General Pedro J. Montero ordenará la cesación de hostilidades en
todos los lugares de la República donde hubiera fuerzas en armas bajo su dependencia,
y comunicará estas bases de paz Esmeraldas, recomendando su aceptación.
“6ª La cesación, de hostilidades comprenderá la entrega de todo elemento bélico
existente en Guayaquil; entrega que se efectuará dentro de tres días, y en cuya
escrupulosa exactitud intervendrá el muy H. Cuerpo Consular de Guayaquil. El Sr.
General Montero ordenará igual entrega en los demás lugares de su jurisdicción.
“7ª Después de cumplida la última cláusula, o sea la base 6ª, en cuanto ella se
refiere a los elementos bélicos existentes en Guayaquil, el Gobierno Constitucional de
Quito ordenará la libertad inmediata de todos los presos políticos, así como también de
todos los prisioneros.

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“8ª Los Generales D. Leónidas Plaza G. y D. Pedro J. Montero, hacen constar
aquí su agradecimiento a los Cónsules de los Estados Unidos de Norteamérica y de la
Gran Bretaña, señores D. Herman Dietrich y D. Alfredo Cartwrigth, respectivamente,
por sus buenos oficios en este arreglo decoroso de paz, obligándose a su cumplimiento
ante ellos mismos, con quienes los suscriben por cuadruplicado, en el Cantón de
Guayaquil, a 22 de Enero de 1912.
“L. Plaza G. Pedro J. Montero. Testigos: Herman R. Dietrich, Cónsul General
of. the U. S. of A. Alfredo Cartwrigth Cónsul de Su Majestad Británica”.
Y para que no se escape ni Flavio Alfaro que, en riña, abierta con su tío y con
Montero, no había tomado parte en la Capitulación, Plaza expidió el mismo día 22 de
Enero este salvoconducto sarcástico que acusa la más refinada perfidia:
“El suscrito General en Jefe del Ejército, expresa su voluntad de comprender en
la expansión que ha firmado el día de hoy con el General Pedro J. Montero, al señor
General D. Flavio E. Alfaro; de suerte que las garantías personales, comprenden a
dicho General, y a quienes por cualquier motivó, directo o indirecto, hayan participado,
en el movimiento del 22 de Diciembre del año pasado, que ocurrió en Esmeraldas,
etc.… (Firmado): L. Plaza G. Duran, 22 de Enero de 1912”.
¿Qué disculpa cabe en tan negra y atroz felonía? ¿Cómo le sería posible al
General Plaza sincerarse de un acto semejante, de haber firmado un Tratado de Paz,
abusando de la buena fe de la parte contraria, con la intención deliberada de no
cumplirlo, y a sabiendas de que su Gobierno lo había reprobado la víspera, en
comunicación oficial y perentoria?
Si firmó la referida Capitulación, a pesar de las órdenes del Gobierno, o tuvo el
ánimo de proceder como un felón, tendiéndoles una red a sus enemigos; o se propuso
elevarse a la altura de la situación, mantener sus inalienables atribuciones y hacer que
se cumpliesen los preceptos, del derecho moderno de la guerra, mal que le pesase a
Freile Zaldumbide y sus Ministros.
No hay medio: cumplir o no cumplir el pacto, forman los términos ineludibles
del dilema. El segundo, es la perfidia y la deshonra, el lazo infame y el crimen; y el
primer término habría significado la elevación de carácter, la altivez republicana, el
honor militar sin mancha, la virtud y la caballerosidad.
El General Plaza desde mucho antes había optado por el segundo término, y
empeñó su palabra de honor para afianzar un pacto que tenía resuelto quebrantar el
misino día; lo que manifiesta el exiguo valor que dicho General da al brillo de
sus galones y al lugar que ha de ocupar en la historia patria.
Si hubiera tenido en mientes cumplir la Capitulación, no obstante la absurda y
bárbara oposición de Freile Z., la habría cumplido, o roto en pedazos su espada, antes
que convertirla en cuchilla de verdugo: vencedor de Montero, con un. Ejército que le
obedecía ciego, el General en jefe era el arbitro en la República por aquel entonces; y
habría bastado que asumiera una actitud enérgica y digna, para que el débil e inepto
Gobierno de Quito agachase la cabeza.
Si no se cumplió el Tratado, fue porque Plaza no lo quiso; porque había hecho
de la Capitulación, una cobarde emboscada; porque su deseo había sido que los Alfaros
y Monteros no escapasen de su venganza.

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Más, observador constante de su sistema político, propúsose aparentar
contradicción entre el Gobierno y él, sobre el cumplimiento de la convención de Duran;
y sus fautores en la Capital, sirviérole a maravilla, pero no tan diestramente que quedase
por completo oculta la odiosa trama. Los agentes del General en Jefe manejaron los
hilos del complot, de suerte que los miembros del Gobierno llenaran los números del
criminal programa, sin dificultad, y creyendo que satisfacían sus propias menguadas
pasiones.
Por este modo, Plaza se dejó ver muy luego como sostenedor de su palabra; y el
Gobierno y la coalición, como empeñados en combatir las convicciones y vencer las
resistencias del magnánimo General, a fin de que no tuviese efecto la Capitulación.
Sin embargo, Plaza no estuvo en vena de acertar en sus combinaciones
maquiavélicas, por esta ocasión; y la misma lucha de farsa que empeñó con el Gobierno,
sobre la necesidad de cumplir la Capitulación, se inició después que él mismo la
había quebrantado, por propia iniciativa, sin orden alguna de la capital.
¿Cómo se explica una contradicción tan descarada y completa? El General Eloy
Alfaro y Montero principiaron a entregar las armas y cumplir el pacto, cuando un grupo
de placistas, atacó a guardia de la Gobernación, y fue rechazado.
A pesar de esto, el Caudillo radical siguió en su empeño de llenar literalmente
las estipulaciones de Duran que le conocerían: sobrevino el tumulto del desembarco de
los vencedores, y Alfaro se retiró a una casa particular, sin hacer misterio alguno del
lugar donde se hallaba. Lejos de esto, lo comunicó a varias personas; seguro como
estaba, de que lo protegían su absoluta inculpabilidad y la fe pública empeñada en un
Tratado de Paz.
Plaza lo supo también; y los esbirros procedieron a capturar al Viejo Luchador,
como si fuera un criminal.
Ya lo conducían preso, cuando Montero que estaba oculto en la misma casa se
presentó voluntariamente, expresando que quería compartir la suerte de su Jefe, como si
hubiera deseado lavar su deslealtad de Agosto con su próximo martirio.
La consigna de los esbirros debió haber sido conducir desde luego a los presos al
degolladero; puesto que trataron de llevarlos al alojamiento del Batallón “Marañón”,
compuesto de conservadores en su mayor parte, los que ansiaban asesinar al derrocador
del conservadorismo garciano.
Julio Andrade se opuso enérgicamente a ese plan homicida, y condujo en
persona al ilustre vencido y a sus compañeros de desgracia, a la Casa de la
Gobernación, donde el General en Jefe los retuvo como prisioneros, con manifiesto
quebrantamiento del Tratado de Duran, que él misino había colocado bajo la
salvaguardia de ¡su palabra de honor!
Flores y Mena, se condujeron menos infamantes que Plaza: la fe pública violada,
el honor militar hecho girones, las formas caballerescas pisoteadas, los tratados públicos
convertidos en escarnio y befa; de la soldadesca: he ahí la última hazaña del vencedor
de Naranjito.
A las nueve de la noche del mismo 22 de Enero en que se había firmado la
Capitulación de Duran, comunicó Plaza a su Gobierno que ya estaba quebrantado aquel
pacto solemne, que en todos los países del mundo habría sido sagrado e inviolable; y

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como para motivar deslealtad tan escandalosa, echó mano de la mentira, y principió
por afirmar hechos falsos, como el de que el pueblo arrebató las armas a sus verdugos; y
no dio tiempo a cumplir las bases de la rendición de Montero….
Posteriormente, él mismo se encargó de contradecir estas especies ya en
documentos oficiales, ya en escritos de defensa, como más tarde lo haré notar.
Plaza se ha contradicho a cada momento, por lo mismo que sostenía una mala
causa y pretendía oscurecer la verdad, cuando ella brillaba esplendente a los ojos de
todos los ecuatorianos.
Plaza infringió el pactó por propia iniciativa; y no tuvo escrúpulo en consignarlo
en un documento público, como el siguiente:
“Guayaquil, 22 de Enero de 1912. Depositado a las 9 p.m. Señores Presidente y
Ministros. Quito.
“---------------------------------------------------------------------------------------------------------
En estos momentos me acaban de comunicar que ha sido capturado el General Eloy
Alfaro, y he ordenado su prisión en el Batallón “Marañón”, a cargo del Coronel Sierra,
recomendando se le guarden las consideraciones debidas a esos desgraciados. También
ha caído el General Páez. El pueblo le busca a Montero.
Todo está tranquilo… L. Plaza G.”
Cinco minutos después, volvió a telegrafiar qué también había caído prisionero
el General Montero.
Qué cúmulo de falsedades, de contradicciones y de infamias, en tan pocas
líneas.
Después ha negado Plaza, sobre todo ante el Congreso, que hubiese sido él quien
ordenara la prisión de los Generales degollados; sin duda porque olvidó que existían
este telegrama y otros que comprueban irrefutablemente lo contrario.
Pero, lo más clamoroso e impudente está en que, desde el día 23, después de
haber quebrantado la Capitulación, principió Plaza su controversia con el Ejecutivo
sobre la necesidad de cumplirla; y vinieron sus pomposas protestas contra la violación
de los pactos y sus declaraciones de no haber nacido para verdugo, etc.
Proceder tan doble subleva necesariamente a todo corazón bien formado; y
cuando pasen los tiempos, cuando lean nuestros descendientes el relato de estos sucesos
ignominiosos, apenas podrán dar crédito a nuestros escritos, y acaso tendrán por
inverisímil la artera y falaz conducta del General Plaza.
Sin embargo, aquí están los documentos que comprueban esa falsía y perfidia de
que dudarán las generaciones venideras: ved esas pruebas irrefutables y horrorizaos de
tanta maldad.
El mismo día 22 trasmitió el General Plaza a su Gobierno, un extenso telegrama
con el texto de la Capitulación de Durán: y a juzgar por la contestación que recibió al
día siguiente, parece que insinuó ya la conveniencia de respetarla, aunque no se ha
publicado esta parte de la comunicación del General en Jefe.
Si hubo tal insinuación, la felonía subiría de todo punto; pues resultaría que en el
mismo momento en que Plaza rasgaba el pacto en Guayaquil, aconsejaba al Gobierno
de Quito que lo acatase.

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He aquí la contestación que los directores de la política le hicieron firmar a
Freile Zaldumbide:
“Quito, 23 de Enero de 1912. Señor General Plaza. Guayaquil.
“El Gobierno, estudiando el telegrama de Ud. sobre la conciencia de cumplir
íntegramente las bases de la Capitulación acordada entre Ud. y el General Montero,
acordó que se le contestara en los términos siguientes: Que para el Gobierno del
Ecuador la Capitulación a que Ud. se refiere, no tiene ni puede tener ninguna fuerza
obligatoria; ya que tal Capitulación no esta comprendida entre las atribuciones que le
corresponden a Ud. según la Ley; ya porque el Gobierno lejos de aprobar este pacto, lo
rechazó; y finalmente, porque de parte de los traidores no se cumplió la condición sine
qua non de la entrega de la plaza de Guayaquil, que fue tomada por las armas, por el
heroico pueblo Guayaquileño. Si de este orden jurídico de ideas pasamos a considerar el
asunto bajo su aspecto político, le manifestamos que los intereses nacionales, la justicia
social, el pueblo entero, exigen y piden el castigo de las personas que solo llevadas por
su ambición, cometieron los crímenes de traición y rebelión a mano armada contra el
orden constituido, etc. Carlos Freile Z.”
El Encargado del Ejecutivo podía firmar cualquiera comunicación, por infame y
absurda que fuese: falto de sindéresis y de conocimientos, apocado y sin carácter, era
incapaz de apreciar debidamente el alcance de las palabras y la exactitud de los
conceptos, ni de resistir a lo que su camarilla y la coalición le imponían. De otro modo,
habríase dejado cortar la mano, antes de suscribir el anterior telegrama; en el que la
barbarie y la crueldad corren parejas con la ignorancia.
He subrayado los fundamentos que el Gobierno de Quito adujo para romper el
pacto de Duran; porque ellos demuestran elocuentemente la mala fe con que procedían
los inspiradores del pobre hombre que ejercía el Ejecutivo; y porque dichos
fundamentos fueron arteramente sugeridos por el General Plaza, y más tarde
contradichos por él mismo, como lo veremos en breve.
Es tan oscura, tan enmarañada la marejada de estos crímenes, que cuesta gran
trabajo desenredarla y atar los cabos sueltos para descubrir la verdad; por lo que suplico
a los lectores que me perdonen repeticiones enojosas, pero indispensables para la
mejor inteligencia y apreciación de los hechos.
El General Plaza, seguro ya de haber sugestionado a Freile Zaldumbide y a
sus Ministros, los que no retrocederían en la senda comenzada; de que las turbas,
agitadas diestramente por la prensa placista, impondrían su voluntad desenfrenada y
sanguinaria al débil Gobierno de Quito, asumió una actitud noble y elevada,
aparentando poseer todas las virtudes de los grandes capitanes y políticos.
Su interés estaba en establecer un contraste entre su gigantesca estatura moral, y
la pigmea de los hombres del Gobierno: de su lado, la magnanimidad, la hidalguía, la
generosidad, los sentimientos humanitarios, el respeto religioso a la fe empeñada, el
honor militar sin tacha; de lado de Freile Zaldumbide, el rencor salvaje, la venganza
brutal, el hambre de matanza, la deslealtad y la perfidia. Así, toda la sangre que habla de
derramarse indefectiblemente, mancharía sólo a los hombres que gobernaban desde
Quito; en tanto que él, Plaza, saldría de esa inundación de crímenes, limpio,
esplendoroso, ornado con la corona cívica, como triunfador en los campos de batalla y

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defensor de los vencidos por más que su defensa escollara en la bárbara crueldad del
Presidente del Senado.
He aquí los propósitos y plan político del general en Jefe; si bien, sus
precipitaciones e impaciencias, sus ratos de embriaguez y ofuscación, sus palabras y
escritos contradictorios, la indiscreción y ligereza de algunos de sus fautores, han
echado a perder y vuelto contraproducente, aquel sistema político tan sabia y
criminalmente combinado.
El General Plaza creyó seguro el buen éxito de su tortuosa táctica: no vio ningún
escollo en su camino; y, sin tomar en cuenta que ya había quebrantado su palabra de
honor con la prisión de los Generales que capitularon, dirigió al Gobierno el siguiente
telegrama:
“Guayaquil, 23 de Enero de 1912. Señores Presidente de la República y
Ministros. Quito.
“La situación se hace cada momento más difícil. El pueblo está enfurecido y
quiere matar a los prisioneros. Yo no puedo aceptar ninguna responsabilidad al respecto,
ni por mi buen nombre ni por el honor del Ejército. Los prisioneros creen que llevarlos
a Quito, equivale a asesinarlos; y yo creo como ellos. Uds. deben meditar bien esta
situación; porque, si se repite un crimen como el de Quirola, la mancha que caería sobre
Uds. y el país, sería indeleble. Por otra parte, el juzgamiento debe hacerse aquí. Los
Cónsules están indignados y se creen burlados. Pido serenidad al señor Presidente, y
que se respete mi firma puesta al pie de la Capitulación… L. Plaza G.”
¿Quién había de respetar su firma, cuando él mismo la había pisoteado
momentos después de haberla puesto al pie del Tratado de Duran?
El Gobierno lo sabia; sin embargo, le asustó la magnanimidad de su General en
Jefe, y temió que los prisioneros escapasen de la muerte. Freile Zaldumbide, en
especial, creyó a pie juntillas, todo el contenido del telegrama anterior; y se propuso
revestirse de energía, y hacer que el general Plaza obedeciera las órdenes del Gobierno.
Los tramoyistas del placismo capitalino, obtenían triunfos diarios; pero ninguno
podía igualarse a éste, en el que tenía gran parte la fatuidad del Encargado del
Ejecutivo.
No se durmieron sobre sus laureles los susodichos tramoyistas, sino que
extremaron sus esfuerzos para persuadir a todos los del complot coalicionista, de que
Plaza había resuelto hacer la Capitulación, pésele a quien le pesare; y que, por el mismo
caso, los odiados prisioneros no serían ya entregados a la furia popular, como la
coalición lo exigía.
Y de esto dedujeron la necesidad de ejercer una como fuerza mayor en el ánimo
del General en Jefe, a fin de vencer su natural generosidad; fuerza mayor que debía
revestir la forma de la voluntad popular, manifestada por numerosas peticiones y
protesta contra la dicha Capitulación y la actitud noble del vencedor en Naranjito. Todo
estaba previsto, todo combinado, todo dirigido con una astucia satánica; y se esperaba
fundadamente que tan siniestras maquinaciones serían coronadas por el mejor éxito.
El Gobierno insistió enérgicamente en su primera resolución; el Ministro de
Guerra y Marina, completamente analfabeto, dirigió también a los Generales Plaza y
Andrade un telegrama el día 23 de Enero, citando doctrinas internacionales absurdas e

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impertinentes y ratificando las órdenes del Ejecutivo, sobre remisión de los presos a la
Capital; ya que no se había adquirido compromiso de ninguna índole, por no haberse
consumado la Capitulación, etc.; y todos los interesados en la masacre acordada, se
descolgaron sobre el pretendido sostenedor de la inviolabilidad del Pacto de Duran, con
los telegramas sangrientos que he copiado en el Capítulo VII, para manifestar la
premeditación del asesinato de Alfaro.
Pero añadiré aquí, que esos telegramas escritos por la ferocidad más horrorosa,
fueron solicitados, inspirados, y algunos aun escritos, por los amigos del General Plaza.
Léanse los siguientes telegramas, y júzguese de la actividad con que procedían los
fautores del magnánimo vencedor:
“'Quito, Enero 22 de 1912. Señor Gobernador. Latacunga.
“Urge dirija telegrama de protesta a Guayaquil, a Generales Plaza y Andrade que
quieren dar garantías y poner en libertad a criminales Alfaro, Montero y Páez; a
pretexto de cumplir Tratados que no fueron aprobados por el Gobierno. Actitud de
Gobierno y pueblo es enérgica y patriota. Rafael Vásconez”
“Quito, 23 de Enero de 1912. Doctor Vela. Ambato.
“Su voz y de amigos debe dejarse oír en estos momentos en que Generales Plaza
y Andrade quieren dar garantía a traidores y criminales Alfaros, Montero y Páez, a
pretexto de cumplir; Tratado que jamás aprobó el Gobierno. El pueblo de aquí protesta a
grito herido, y el Gobierno secunda con su energía que lo populariza y recomienda a la
Historia. Su amigo, Rafael Vásconez”.
Como éste, hubo otros que agitaron la opinión en la Capital y en las provincias;
y consiguieron que el General en Jefe se viera abrumado con una lluvia de protestas, a
cual más enérgicas y sangrientas, contra su pretendida lenidad y mansedumbre.
El Gobernador de Riobamba, N. Larrea, en especial, manifestóse sanguinario
como ninguno; y, generalmente, procuróse rivalizar en la intemperancia del lenguaje
contra los vencidos; en la agresividad cobarde, en la sed de la sangre y el exterminio de
los prisioneros.
Plaza se colocó, de consiguiente, en una situación ventajosísima para la
realización de sus planes políticos: iba a sostener solo y sin apoyo, la inviolabilidad de
la Capitulación de Durán, contra el Gobierno, contra el Ejército y contra el pueblo; y la
derrota misma que secretamente ansiaba como el mayor triunfo lo llenaría de gloria, en
esta lucha de la civilización y barbarie.
Todo se le presentaba de color de oro y de rosa; y para llegar al fin y ceñirse la
corona, no había sino que insistir en su generosa y noble actitud, manteniendo el
contraste que había establecido entre su conducta y la de los hombres del poder.
Y así lo hizo, con refinado maquiavelismo, sin duda, en la convicción de que
todas las miradas se habían ofuscado, que nadie penetraría jamás en las tenebrosas
profundidades de su política. No pensó, ni por un momento, que había de disiparse
aquella niebla sangrienta y serenarse la atmósfera; seguramente, olvidó que la mano de
la Providencia jamás deja impunes los crímenes, ni descuida el rasgar el velo que los
cubre, por más negro y denso que sea.

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Plaza siguió impertérrito su camino; y enderezó a su Gobierno y a sus amigos,
telegramas de insistencia, de explicación de sus actos, y de contraprotesta, como
vamos a verlo.
“Guayaquil, 23 de Enero de 1912. Señor Presidente y Ministros. Quito.
“Los señores Cónsules de Inglaterra y de los Estados Unidos de América,
reclaman íntegramente el cumplimiento de las bases de la Capitulación acordada a
Montero. Creen que sería una cosa vergonzosa para ellos, que los señores Alfaro,
Montero y Páez no gozaran den los beneficios de dicha Capitulación, agregando
también que ya habían dado cuenta a sus Gobiernos respectivos, del éxito de sus
gestiones, para obtener la antedicha Capitulación. El pueblo de Guayaquil está reunido
y vigilante, y seguramente hará cuanto pueda para evitar la salida de los prisioneros;
por mi parte, creo que debemos cumplir lo pactado, obligando, a esos señores a dar
garantía de que no volverán al país durante cuatro años; también esperaríamos para
embarcarlos, la entrega de todas las plazas rebeldes y de los elementos bélicos que
tienen en ellas. Mediten bien el asunto y resuelvan lo más conveniente para el país y
para el honor del Ejército. L. Plaza G.”
Con los miembros de los Clubs, como si quisiera irritarlos y reforzar sus
sentimientos de hostilidad y barbarie, aparentó mayor decisión por el cumplimiento del
Pacto de Duran; mayor horror por los planes homicidas de los coalicionistas y del
Gobierno: el siguiente telegrama es una obra maestra de estrategia maquiavélica:
“Guayaquil, 23 de Enero de 1912. Señor Lino Cárdenas demás firmantes. Quito.
“No comprendo la indignación de los ciudadanos de esa Capital, por el hecho de
haber expresado honradamente mi opinión respecto al cumplimiento de una
Capitulación que se imponía entonces, PARA TERMINAR ESTÁ GUERRA
RÁPIDAMENTE, evitando así que nuestro bravo Ejército fuera diezmado por la fiebre
amarilla que grasa en estas comarcas. Como no nací para VERDUGO, mañana mismo
declinaré el mando del Ejército, para que venga a reemplazarme quien se atreva a llevar
a estos desgraciados Generales a esa Capital, con el propósito de que corran la misma
suerte del infortunado Quirola. Llevando los prisioneros a Quito se va a infringir la
Constitución que ordena no distraer a los delincuentes de sus jueces naturales… L.
Plaza G.”
Esta declaración solemne, publicada en la Capital con la rapidez del rayo, exaltó
sobremodo los ánimos de los círculos antialfaristas; y surgió la desconfianza en la
entereza del General en Jefe, cuya pretendida generosidad se calificaba ya de cobardía.
Un grupo de conservadores y placistas, más feroces que todos los demás,
dirigióse, no ya al General Plaza, sino a los Jefes Oficiales e individuos de tropa del
Batallón “Marañón”; encargándoles la custodia de los prisioneros destinados a la
muerte.
Este era, pues, el Batallón de confianza para los asesinos: el Batallón que no
podía cejar ante ningún extremo, para que lo criminales propósitos de la coalición se
cumplieran; siendo de notarse que de esta confianza absoluta participaba también el
General Plaza, puesto que, según él mismo lo comunicó al Gobierno, ordenó que el
General Alfaro y demás prisioneros fuesen conducidos al Cuartel del “Marañón”,
comandado por el Corone Sierra.

130 
 
Es muy notable esta conformidad; y ella sola da una idea de la clase de hombres
que componían el susodicho Batallón, el que pocos días después, fue el fiel ejecutor de
los crímenes premeditados contra el Caudillo radical y sus Tenientes.
Ningún documento retrata más a lo vivo la coalición y sus intentos, que el
telegrama de que vengo hablando; y voy a copiarlo íntegro, con los nombres de los
firmantes, porque importa que se conozca la promiscuidad de la facción anarquista y
sanguinaria que consumó las atrocidades del 28 de Enero de 1912.
He aquí tan revelador documento:
“Quito, 23 de Enero de 1912. Señores Jefes, Oficiales e individuos de tropa del
Batallón “Marañón” Guayaquil.
“Pueblo confía en que la energía y patriotismo de Ustedes responderán de la
seguridad de los traidores Alfaro, Montero, Páez y demás para que sean remitidos a
recibir enérgica ejemplar sanción de justicia y honor de la República. Anoche y hoy
meetings grandiosos hombres y mujeres, para este fin. Nación entera tiene sus ojos en
Ustedes en momentos de grandes reparaciones que no exceptuarán a ningún culpable.
Esperamos ansiosamente respuesta favorable; pues así cumplirán Ustedes órdenes
expedidas por Gobierno y voluntad del pueblo”.
Coronel R. Aguirre; Eudófilo Álvarez, Director de “La Prensa”; Cristóbal
Gangotena Jijón; O. Nuquez; Alfredo Flores Caamaño; José G. Venegas; Luis E.
Navarro; Alfredo Cadena; Alberto Mosquera; Eliseo Cevallos; Emilio María Terán;
Francisco Chiriboga; F. A. Salgado R.; Temistocles Terán; Rafael Barba; José F.
Román; Arturo Román; Emiliano Altamirano; Cornelio Campuzano; Alejandro
Jaramillo; Rafael Flores; Teniente Coronel Remigio Machuca; Eduardo Mera;
Eduardo Demarquet; Carlos Eloy Gangotena; Luis Riofrío; César Pallares; Enrique
Jarrín; Julio Arteta; Francisco S. Salazar Gangotena; Víctor Luis Delgado; E.
Salazar Gómez; C. Jijón G.; P. A. Villota; Francisco Javier León; J. A. Dueñas;
Cristóbal Paz. Trasmítase: Octavio Díaz.
Las cuatro quintas partes de los firmantes son clericales terroristas, fanáticos
furibundos, algunos, conspiradores incorregibles contra la causa liberal; de manera
que, como dejo dicho, este documento constituye una de las pruebas más concluyentes
de la coalición placista-conservadora, y de las negras intenciones que abrigaba aquella
facción.
Y nótese que la firma del Ministro de lo Interior, Octavio Díaz, puesta al pie, so
pretexto de autorizar la trasmisión de dicho telegrama, equivale a una verdadera
recomendación de su contenido; advirtiendo a los destinatarios, que el mismo
Gobierno patrocinaba las miras de los firmantes, que aprobaba y participaba, de todo en
todo, de aquellos sentimientos de ferocidad y venganza. No en vano se puso la firma
de Díaz en esta comunicación, cuando no se había puesto en ninguna otra de las muchas
trasmitidas a Guayaquil en aquellos días, como puede verse en la colección de
documentos que ha publicado el mismo General Plaza.
El fatídico nombre de los Marañones perdurará en el Ecuador como símbolo del
más bestial cainismo, como ejemplo del más grado de barbarie al que pueden descender
las escorias de la sociedad. Y coincidencia digna de notarse ese nombre evoca recuerdos

131 
 
históricos asaz funestos y horripilantes para algunos pueblos hispano-americanos, pues
tiene adquirida una muy triste celebridad en los anales del crimen.
Lope de Aguirre llamado El Traidor es una figura siniestra espantable en la
historia de la conquista del Perú, y ha dado tema a novelistas y tradicionistas para que
tracen cuadros de horror y perversidad que todavía arrancan justas maldiciones a la
memoria de tan feroz bandido.
Lope de Aguirre el Traidor era la bestia humana: la carne despedazada y
palpitante, siempre entre sus garras; la sangre bañándolo sin cesar, como deleitosa
lluvia; el vaho de las víctimas inmoladas por su mano, embriagándole a la continua; el
asesinato y la destrucción llenando todos sus días y sus noches, constituían la felicidad y
la grandeza para esa alma depravada y cruel.
Traidor, ingrato, felón, codicioso y cínico, fue la encarnación del mal en sus más
detestables formas: todo el que lo protegió, fue por él vendido o asesinado; todo el
que le hizo un beneficio, se conquistó su odio y venganza implacables. Gonzalo
Pizarro, Pedro de Urzúa, Fernando de Guzmán y otros españoles de pro, sus más
grandes valedores, sintieron el diente mortífero de la víbora que en hora desgraciada
alimentaron y dieron abrigo; y, uno tras otro, cayeron bajo el golpe aleve de Aguirre el
desagradecido.
Doscientos y pico de malhechores le obedecían sumisos sin noción alguna
de moral ni virtud, habían sido organizados y disciplinados para el pillaje y la matanza,
para el incendio y exterminio. Y con su inicuo jefe, recorrieron las más ricas comarcas,
sembrándolas de cadáveres y ruinas, como torrente de lava devastadora, como ciclón
que abate y descuaja aun las seculares selvas. La huella de Aguirre el Traidor, era un
reguero de sangre y cenizas; y podía decirse de él, lo que del caballo de Atila: su planta
exterminaba para siempre la vida, donde se posaba,
¡Siniestra coincidencia! Los soldados de Aguirre el Traidor, esos terribles y
ciegos obreros del crimen, llamábanse también Marañones, nombre que los enorgullecía
y llevaban escrito en su bandera, como insignia de inhumanidad y muerte...
¿Quién hubiera podido predecir entonces que, transcurridos tres siglos, otros
grandes criminales habían de imitar a López de Aguirre el Traidor y a su terrorífica
banda, y aun tomar el mismo nombre de Marañones, para azotar la ciudad de los Shiris
manchándola con atrocidades en todo semejantes a las cometidas en aquellos ya lejanos
tiempos de barbarie? ¿Transmigran y se reencarnan acaso las almas de los malvados
para castigo y oprobio de los pueblos?...
Continuemos el examen de los comprobantes que el General Plaza nos ha puesto
a la vista en las “Paginas de Verdad” como irrefragable testimonio de su inocencia; pero
que en realidad le son por extremo contrarios y fatales, por lo mismo que constituyen la
más clara revelación de las tenebrosas maquinaciones de los coligados para eliminar
al Caudillo radical, y lo que es más, el único hilo conductor que hoy día puede guiarnos
a través de las tinieblas y laberintos en que ha pretendido esconderse el crimen de
Enero.
Otros telegramas apremiantes existen en dicha colección siendo el más notable
por la crueldad, ajena de un corazón femenino, el de la mujer del Coronel Sierra,

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felicitando a su marido por ser guardián de los prisioneros; y encargándole que los
conduzca bien seguros a la Capital para que sufran el condigno castigo…
El General Plaza había logrado su objeto: hallábase colocado, frente a frente, a la
furia popular; y, merced a sus maquinaciones, habíase empeñado, la lucha entre la
tenacidad de la barbarie y la firmeza de la civilización, tocándole a él representar la
buena causa en la descomunal contienda.
Pero, impaciente por vengarse o falto de tino en los momentos decisivos, no
supo mantener la farsa, como le convenía, y desquició con propia mano el edificio tan
sabiamente ideado y construido.
Ya hemos visto que fue él quien quebrantó el Pacto de Durán; pocas horas
después de suscrito, y por propia iniciativa, sin que el Gobierno le ordenara nada
todavía, como si se hubiera empeñado en asumir toda la responsabilidad de tan grande
perfidia, apresando a Generales que se quedaron en Guayaquil, confiados en la palabra
de honor del General en Jefe enemigo, y en la santidad de los Tratados públicos.
Hemos visto que, no obstante esta felonía, sostuvo con calor la necesidad de
cumplir íntegra y estrictamente todas las bases de la Capitulación que había ya violado:
y que para mantener este empeño, se enfrentó con el Gobierno, con el Ejército y con las
chusmas conservadoras de Quito, aparentando sentimientos de humanidad y nobleza.
Hemos visto que, a pesar de esta actitud resulta en pro de la Capitulación
mantenía rigurosamente presos a los Generales que habían sido víctimas de su propia
buena fe; y que, sin poder ocultar su deseo de que fueran asesinados cuanto antes,
instigó al pueblo, en su Proclama del día 23, para que se entendiera con quienes le
habían hecho daño…
Hemos visto como consiguió hasta infundir desconfianzas respecto de su propia
persona, por exceso de generosidad y misericordia para con los vencidos; y que su
proceder enardeció hasta lo sumo las pasiones de la coalición antialfarista.
¿Qué hacía entre tanto este dechado de justicia y magnanimidad, de hidalguía y
moderación? ¿Obraba por ventura de acuerdo con las virtudes de que alardeaba, con
los principios que tan en alto proclamaba?
Todo lo contrario: perseguía sin tregua ni descanso a los Ministros de Montero, a
los Jefes y Oficiales que habían servido en el Ejército del litoral; mandaba allanar el
domicilio de muchos ciudadanos, en busca de armas o de revolucionarios; apresaba a
inocentes como al General Serrano y al Coronel Luciano Coral; procedía, en, una
palabra, como el más bárbaro de los vencedores y como si no existiera la Capitulación
de Duran, que tanto se afanaba en sostener.
La contradicción entre las palabras de Plaza y su conducta era tan monstruosa,
tan irritante, que todas las personas de alía principiaron a huir de él, presintiendo
grandes crímenes y grandes calamidades para la Patria.
Era evidente que el General en Jefe, mientras aparentaba condenar la violación
de los pactos, los extravíos de la pasión política, y la crueldad de las turbas, había
resuelto dar toda rienda a sus propios rencores y satisfacer terriblemente su personal
venganza, impulsando en secreto los mismos excesos que en publicó rechazaba.
Luciano Coral luchador infatigable y convencido, en pro de la causa liberal;
amigo consecuente y fiel del General Alfaro no había tenido participación en el

133 
 
pronunciamiento de Montero ni en la campaña consiguiente: diarista notable, en las
columnas de “El Tiempo”, manifestó simpatías por el movimiento de la Costa, operado
contra los traidores del 11 de Agosto: éste fue su único delito.
En ninguna parte del inundo, que no sea la Cafería, hubiera creído Coral que se
hallaba en peligró de ser capturado como prisionero de guerra; y menos, por los
vencedores de Yaguachi que se lisonjeaban de defender la Constitución, en la que
está garantizada la libertad de imprenta, como una de las mayores libertades del
ciudadano.
Pero, Coral Había sido el sempiterno fustigador del General Plaza; y su diario, el
adversario más terrible de las doctrinas clericales y del bando conservador.
De consiguiente, aunque no hubiere combatido, aunque no hubiese ni visitado
los cuarteles ni los campamentos, el inflexible escritor público debía morir: la coalición
y su jefe no podían desaprovechar la oportunidad de eliminar ese elemento formidable
de oposición.
Y Coral fue aprehendido, contra toda ley y toda razón, por el piadosísimo y
magnánimo General en Jefe; y condenado sin remisión al degüello, en calidad de
prisionero de guerra…
No nací para verdugo, había dicho el Genera Plaza ese mismo día, en un
documento solemne: ¿cómo conciliar tan pomposas y bellas declaraciones, con proceder
tan tiránico y cruel, con acciones que deshonrarían para siempre al más insignificante de
los soldados?.
El General Flavio Alfaro había sido Ministro del General Plaza, su amigo, su
confidente: era, además, su compadre, y llevaba en el bolsillo el célebre salvoconducto
que ya conocemos, y que se le había concedido para que no se escapase.
En Quito le creían gravemente herido y por lo mismo, acaso se consideraba
cómo innecesario, o imposible arrastrarlo por entonces al degolladero. ¿Cómo disipar
ésta creencia, sin hacer palpables los pérfidos anhelos; de satisfacer añejas venganzas
contra el infeliz herido?
Plaza es fecundo en medios de obrar; y se acordó de que en Quito tenía una
comadre, a la que debía importarle muy mucho saber el verdadero estado de su esposo.
Con dirigirle un telegrama, que necesariamente había de pasar por manos de Octavio
Díaz, Ministro de Policía y enemigo mortal de Flavio, Plaza obtendría dos resultados:
cumplir los deberes de amistad o, indudablemente, sacarle al Gobierno del error en que
estaba…
Y viniendo en ello, trasmitió el siguiente parte:
“Señora Rosario Alarcón de Alfaro, Quito. “Tengo el gusto de comunicarle
que mi compadre sigue mejorado. El Cónsul inglés lo vio hoy y trajo encargo de enviar
noticias a Ud. Dígnese avisar cómo están Ud. y los niños. Su compadre, L. Plaza G.”
La estratagema surtió pleno efecto: Díaz y Freile Zaldumbide abrieron los ojos;
y el General en Jefe recibió esta orden, por demás satisfactoria:
“Quito, etc. General Plaza. Por el telegrama que Ud. dirigió a la señora de
Alfaro, sabemos que el General Flavio esta muy mejor de su herida; yo y les señores
Ministros se lo pedimos también, en unión de los demás prisioneros. Carlos Freile Z.

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Véase por qué caminos se vio Flavio incluido entre las víctimas, destinadas al
matadero: Plaza no olvida ni perdona, por vetustos que sean sus rencores, ni por
estrechos que hayan sido sus vínculos con el hombre aborrecido.
El compadre de Plaza, a pesar del salvoconducto consabido, y por sobre la
palabra de honor empeñada, fue arrestado en el acto; y; encerrósele en la misma prisión
de los demás radicales que habían de ser inmolados por la facción coalicionista.
He ahí lo que valen para Plaza, la amistad y el compadrazgo, el honor militar y
la fe nacional, la generosidad y la hidalguía: Flavio pudo haber huido, como sus amigos
le pedían con insistencia; pero, escudado con el salvoconducto de su compadre, se negó
a ponerse fuera de peligro, y su demasiada credulidad lo mató.
Medardo Alfaro, como ya lo dije, acudió al lado de su hermano, porque creyó así
cumplir un deber; pero no había tomado parte alguna en la campaña, pues hallábase
proscrito fuera de la República. Llegó tarde; y, como las intenciones no son punibles, no
podía calificársele como beligerante, y arrestársele como prisionero de guerra.
Por otra parte, aquel anciano paralítico, no podía ser combatiente: habría sido un
estorbó en la campaña, antes que un auxiliar; y, sin embargo, se le desembarcó en
brazos, pues no podía moverse; y fue a aumentar el pobre viejo, el número de los
condenados a muerte por el implacable vencedor.
Juan Borja, el doctor Tama, el doctor Martínez Aguirre, los Coroneles Valles
Franco, Carlos Concha, Joaquín Pérez y otros muchos señalados monteristas y flavistas,
lograron huir con tiempo; y sólo así escaparon de las garras del General en Jefe que no
había nacido para verdugo, que se indignaba contra la ferocidad del Gobierno y los
coalicionistas, que protestaba contra la violación de los Tratados públicos, que
inculcaba la misericordia y el perdón para los vencidos; y que, no obstante, hacía todo
lo contrario, y se había constituido en principal proveedor del matadero humano que
preparaban sus amigos en unión nefanda con los más fanáticos clericales.
A pesar de todo, sus declamaciones habían despertado desconfianzas contra él,
como ya lo hemos visto: era lo que quería; y, siguiendo siempre sus sinuosos planes
políticos, él mismo sugirió hábilmente la idea de encargar a otro la ejecución de lo que
faltaba para llenar su programa de sangre.
“Yo no puedo aceptar ninguna responsabilidad, ni por mi buen nombre ni por el
honor del Ejército… Como no nací para verdugo, que venga otro a reemplazarme, otro
que se atreva a conducir a estos Generales a la misma suerte que el infortunado
Quirola” había dicho en los telegramas del día 23; y estas Declaraciones encerraban
en sí, una como orden, más que una mera insinuación, para los iniciados en los
secretos de su política.
Tan terribles debían ser los sucesos que sobrevendrían dentro de poco,
que Plaza necesitaba uno como editor responsable, un testaferro de iniquidades, un
biombo tras del cual pudiese obrar sin peligro ni consecuencias desagradables.
Los tramoyistas de la Capital comprendieron perfectamente lo imperioso y
urgente de esta necesidad; y apresuráronse a cumplir los deseos de su caudillo, en el
menor tiempo posible.
El defensor, de Plaza dice en la pág. 180 dé “Páginas de verdad”, lo que sigue:

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“El Gabinete celebró sesión desde la mañana hasta después de las doce del día.
La noche anterior, era público y notorio que se había acordado el viaje del Ministro de
Guerra a Guayaquil; quien, efectivamente, partió a la una y media de la tarde, en tren
expreso, acompañado de varios Oficiales. Fueron a despedirle el Encargado del
Ejecutivo y sus colegas de Gabinete”.
Gonzalo Córdova, personero de Plaza, debió haber tenido gran parte en el
precipitado viaje de Navarro; por lo mismo que, continuo, le dirigió la siguiente
felicitación:
“Enero 23. Felicítoles por marcha de señor Ministro de la Guerra, quien, después
de los espléndidos triunfos obtenidos por ustedes noble y valerosamente, deberá hacerse
cargo de la situación. Los laureles de ustedes no tienen una sola gota de sangre
derramada… Gonzalo S. Córdova”.
No ha podido expresarse con mayor claridad el objeto del viaje del Ministro de
Guerra, ni el acuerdo habido para enviarlo: Navarro iba a Guayaquil, a ponerse al frente
de la situación, y a fin de que no llegasen a mancharse los laureles del General Plaza
con la sangre que impunemente había de derramarse…
¿Qué otro significado puede tener la felicitación del doctor Gonzalo Córdova,
agente político principal del General en jefe, cerca del Gobierno de Quito?
“¿Se quiere más sangre? Que venga otro a derramarla había dicho Plaza a Freile
Zaldumbide, en el telegrama del 22 de Enero, cuando principio la tragicomedia de la
magnanimidad y el infeliz Navarro fue designado para satisfacer aquel deseoso que
era una imposición, aquella necesidad que tenía toda la fuerza de un decreto del destino,
por decirlo así.
El General en Jefe tenía ya lo que tanto había deseado un editor responsable: ya
podía herir a mansalva, sin que una sola gota de sangre de las víctimas, impunemente
sacrificadas enrojeciera sus laureles!...
Sería admirable una maquinación tan hábil y complicada, si no fuese odiosa y
criminal, desde cualquier punto de vista que se la mire.
Detengámonos aquí en la narración de los sucesos, para refutar brevemente la
defensa del quebrantamiento de la Capitulación de Duran, hecha por el Gobierno de
Freile Zaldumbide, el mismo Plaza y por toda la prenda oficial y pagada.
Dicha defensa se reduce a los puntos siguientes: 1º No tuvo el General en Jefe
facultad para suscribir dicha Capitulación: 2º No llegó a perfeccionarse este Pacto,
porque el Gobierno no sólo no lo ratificó, sino que expresamente; lo reprobó: 3º No se
consumó el Tratado, porque el, pueblo de Guayaquil arrebato las armas a los traidores, e
hizo inútil el cumplimiento del convenio: 4º Los Generales Eloy Alfaro y Montero
dejaron de cumplir lo pactado, omisión que dejó libre al General Plaza para obrar como
si el Pacto no existiese: y 5º No huyeron los mencionados Generales, según debieron
hacerlo.
Uso las mismas palabras de los defensores de aquella infamia, porque no quiero
sino extractar los, extensos escritos defensa que se han publicado hasta ahora, en
variantes numerosas del mismo tema y de los mismos argumentos, como puede verse
en los documentos que he copiado, y en la prensa que ha venido abogando sin cesar por
tan mala causa.

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Los dos primeros argumentos sólo acusan suma ignorancia del Derecho y de la
Historia, en los escritores que los invocan; y no repetiré aquí lo que tengo expuesto
sobre el particular, apoyándome en los juristas más eminentes, y en las prácticas de
todas las naciones civilizadas.
Acordar capitulaciones es facultad propia del General en jefe de un Ejército en
campana; atribución que la adquiere en el hecho de aceptar el cargo, y de la que no
puede, despojarle el Gobierno.
Tampoco han menester las capitulaciones concedidas a los Jefes que se rinden,
ratificación alguna para su validez y fuerza; porque la naturaleza misma de esos pactos,
la urgencia con que se celebran, y su inmediato cumplimiento por los contratantes, les
dan el carácter de irrevocable. ¿Cómo pudiera esperarse la ratificación de capitulaciones
referentes a la suspensión de una batalla, a la rendición de una plaza distante del lugar
en que actúe el Gobierno, verbigracia; ni cómo pudieran revocarse estos pactos, después
de cumplidos, en caso de sobrevenir una reprobación?
Semejantes absurdos no pueden ser sostenidos sino por la mala fe o la
ignorancia, o por ambas cosas juntas; y los que han fundado la defensa de la ruptura del
Pacto de Duran en las mencionadas alegaciones han perjudicado notablemente su causa,
lejos de sustentarla.
Todos los grandes Generales han acordado capitulaciones con el enemigo; y
todos las han cumplido, sin necesidad de ratificación ulterior.
Nuestra historia misma, y la de la Gran Colombia de Bolívar, nos ofrecen
ejemplos de esta clase y pactos, religiosamente respetados, sin que se haya creído
necesaria la aprobación de los Gobiernos. Y si examinamos los anales de los otros
pueblos, nos convenceremos de que estaba reservado a Freile Zaldumbide y sus
Ministros, el sostener un absurdo contrario al dictamen universal, a las leyes de la
guerra de todos los pueblos cultos, a la práctica de nuestros Próceres y Libertadores, en
fin, a los mandamientos de la civilización y la humanidad.
La Junta de Sevilla, extraviada por el más justo rencor contra Bonaparte, se
negó al total cumplimiento de las capitulaciones de Bailen; pero el hidalgo vencedor
de Dupono llevaba sangre española y generosa en las venas, era valeroso e idólatra del
brillo de su nombre, y habría vuelto su espada contra su propio pecho, antes que
permitir que se le deshonrara con el rompimiento de un pacto tan solemne. Castaños
mantuvo su palabra; y los Oficiales Generales vencidos, tornaron libremente a Francia,
y con los honores de la guerra.
El valor honra siempre al valor; y mucho más, si la suerte de las armas no ha
correspondido al heroísmo del enemigo: sólo el cobarde se ensaña con el vencido,
sólo el salvaje mata al adversario que se le entrega inerme. El triste ejemplo de la Junta
de Sevilla no puede servir de antecedente disculpador de la felonía de Duran; porque la
enérgica y noble actitud del Duque de Bailen restableció el imperio del Derecho, deja a
salvo los fueros de la humanidad, mantuvo en todo su vigor los grandiosos deberes del
soldado, defendió las conquistas de la civilización y evito que la gloriosa España
sobrellevase la mancha de haber faltado a la cantidad de los pactos que la fe pública
garantiza.

137 
 
Por otra parte, España sostenía una lucha a muerte con las huestes de Napoleón;
y fue en medio de aquellos épicos horrores, de aquel vértigo de sangre y de exterminio,
que la Junta Sevillana contrarió los modernos nobles usos de la guerra; de manera que
este acto a todas luces censurable no puede tomarse como norma jurídica ni modelo de
conducta para los beligerantes que no estén todavía sumidos en la barbarie. Y menos
aun, al tratarse de guerras civiles; en las cuales, por hondos que sean los abismos que
separan a los combatientes, no dejan de ser todos hermanos, no dejan de ser elementos
preciosos e indispensables para el sostenimiento y progreso de la patria, madre común
que no puede ver sin dolor el exterminio de sus hijos, sea cual fuere la bandería en que
militen.
Si Plaza hubiera tenido algo del Duque de Bailen en el alma, habría
indudablemente sostenido su palabra y salvado a sus enemigos, sin pararse ante los
sacrificios y aun peligros que su generosa acción le ocasionará.
El tercer argumento, lo mismo que el cuarto, son absolutamente falsos; y para
abreviar la demostración de esta falsedad, basta aducir el testimonio del mismo General
Plaza y del General Andrade. Léanse los siguientes documentos:
“Guayaquil, 24 de Enero de 1912. Señor Presidente la República. Quito.
“---------------------------------------------------------------------------------------------
quiero dejar constancia de hechos que debe conocer la Historia; el General Montero
tenía fuerzas en Guayaquil para dar otra batalla tan sangrienta como la de Yaguachi; y,
sin embargo, no vaciló en aceptar las condiciones que le impuse, y que constan en la
Capitulación que se firmó; que la facción flavista obstaculizo los arreglos con fines
siniestros contra sus compañeros, y especialmente contra los Generales Eloy Alfaro y
Pedro J. Montero, quienes salvaron por el hecho de haber entregado las armas del
“Tulcán” a los Bomberos que los defendieron del machete de los esmeraldeños; que los
Generales Eloy Alfaro y Pedro J. Montero pudieron escapar el día anterior, y no lo
hicieron para evitar que el flavismo se apoderara de la situación, Y PARA CUMPLIR
LAS ESTIPULACIONES DE LA CAPITULACIÓN: que momentos después que ocupé
la plaza, el General Eloy Alfaro dió aviso al Gobernador, del lugar en que se
encontraba, habiendo enviado yo al Batallón “Guardia de Honor” para conducirlo al
lugar donde ahora se halla. Todo esto es verídico, etc. L. Plaza G.”
Lo mismo le dice a Gonzalo Córdova, en un largo telegrama también del día 24;
de modo que no es cierto que el pueblo les haya arrebatado las armas e impedido
cumplir las bases de la rendición de Montero, como el General en Jefe lo afirmó en el
telegrama de las nueve de la noche del 22, a Freile Zaldumbide y sus Ministros.
Si Montero tenía fuerzas para dar una batalla sangrienta, claro que conservaba
las armas; si el General Eloy Alfaro y Montero, a pesar de las intrigas y oposición de
Flavio, entregaron a los Bomberos los elementos bélicos del “Tulcán”, evidente que
cumplieron lo pactado; si, pudiendo huir desde la víspera, se quedaron en la ciudad con
el único propósito de cumplir todas las estipulaciones del Convenio, indiscutible que
procedieron con la mayor buena fe y honradez, cual cumplía a militares de honor; si,
después de ocupada la plaza, el General Eloy Alfaro dio aviso al nuevo Gobernador, del
lugar donde se encontraba, no puede dudarse de que el Caudillo radical se creía
inculpable y amparado por la fe pública que garantizaba la Capitulación.

138 
 
Luego, según el General Plaza, son falsos en lo absoluto el segundo y tercer
fundamentos de la defensa de la deslealtad con que se desplazó el Pacto de Durán.
Y nótese que el General Plaza confiesa haber dado ejemplo en esa criminal falta
de respeto a la palabra de honor militar y a la fe nacional empeñada; puesto que afirma
que él mandó un Batallón para conducir al Viejo Luchador al lugar en que se hallaba en
la fecha del telegrama, es decir, a la prisión.
Las contradicciones lo pierden al General Plaza: sus indiscretas revelaciones,
han echado por tierra su plan, y son la base de la sentencia condenatoria que recaerá
sobre él siquiera por la voz poderosa de la Historia.
El General Andrade explica las cosas mejor; y manifiesta, sin rodeos ni
ampulosidades, que el heroísmo del pueblo no paso de una vana intentona; y que, por
tanto, no hubo tal arrebatamiento de las armas, ni cosa que lo valga. Léase el siguiente
documento, y júzguese de la veracidad del telegrama de las nuevas de la noche del 22,
suscrito por el General en Jefe:
“Guayaquil, 24 de Enero de 1912. Señores. Presidente y Ministró de Guerra.
Quito.
“Nuestra entrada en Guayaquil sin disparar un tiro, tuvo como antecedente
principal, el compromiso que se firmó la víspera en Duran (no fue la víspera, sino, el
mismo día 22; y esta equivocación prueba que el General Andrade fue extraño a esa
negociación); y que los Generales prisioneros se disponían a ejecutar, por su parte, de
buena fe, según de ello hay pruebas manifiestas. En el incidente del pequeño tiroteo
entre el pueblo y el Batallón “Esmeraldas”, que obedecía al General Flavio Alfaro
exclusivamente, nada tuvieron que ver dichos Generales Esta es la verdad, y ella debe
ser tenida en cuenta por Ud. De otro lado, es evidente de toda evidencia que, sin el
compromiso, los Generales no entregaban la plaza, no disolvía el Ejército, el pueblo se
cruzaba de brazos impotente, y nos veíamos nosotros en las condiciones militares más
desventajosas que imaginarse pueden.
“-----------------------------------------------------------------------------------------------
La civilización actual requiere que el derecho de gentes tenga aplicación en las guerras
intestinas; y aun desde este punto de vista el compromiso firmado, en el pleno uso de
sus atribuciones, por el Comandante en Jefe del Ejército en Operaciones, debe ser
respetado… Servidor. Jefe de Estado Mayor General”.
Nada autoriza a poner en duda las afirmaciones categóricas del General
Andrade; y menos todavía, si nos fíjanos en que no hace sino explicar, aclarar y
confirmar las confesiones del General Plaza. De consiguiente, no se puede ni discutir
sobre la verdad de los hechos aseverados por el Jefe de Estado Mayor General, testigo
de vista, y abonado en todos conceptos, si por su puesto militar, si por las circunstancias
solemnes en que hizo tales declaraciones; si, finalmente, porque se refería a sucesos que
había presenciado una ciudad entera.
No hubo, pues, desarme de los traidores por mano del pueblo heroico; no hubo
falta de cumplimiento del tratado, de parte de los generales Eloy Alfaro y Montero,
como se ha dicho y sostenido después con la más insistente imprudencia. Al decir del
general Andrade, el tiroteo entre el pueblo y el Batallón “Esmeraldas”, había sido ligero
y sin consecuencias; ese mismo pueblo era impotente para abrirle a Plaza las puertas de

139 
 
Guayaquil; el vencedor de Naranjito no habría ocupado dicha plaza, sin la capitulación
de Durán; los generales capitulados procedieron con la mayor buena fe en todo lo
referente a dicho Pacto; el que, según el derecho moderno, debía ser respetado por el
Gobierno de Quito.
Esta exposición del general Andrade contenía la verdad, y descansada en
fundamentos tan inamovibles, que podía haber cambiado la opinión de la Capital; y, sin
duda temerosos de este cambio, los hombres del Gobierno y los directores del complot
antialfarista ocultaron este convincente telegrama. Fue necesario que el mismo General
Andrade reclamara repetidas veces su publicación, después de cometidos los crímenes
del 28 de Enero, para que apareciera muy tarde en las columnas del diario oficial, con
la advertencia de que ¡no había sido posible imprimir antes aquella comunicación, por
haberse traspapelado¡…
¿Qué significa esta ocultación de un documento tan importante, de un
documento que habría rasgado el velo del misterio y deshecho la farsa criminal urdida
por los malhechores? ¿No es una de las pruebas concluyentes de la responsabilidad, de
Freile Zaldumbide y sus Ministros?
Y yendo de ocultaciones, Freile Zaldumbide ocultó hasta el asesinato del
Coronel Belisario Torres; más aún, negó que se hubiera cometido este crimen,
mintiendo desvergonzadamente en comunicación oficial, como el más vil de los
esbirros.
El General Plaza le preguntó, con fecha 23 de Enero, “si era verdad que los que
rindieron las armas en Huigra y fueron llevados a la Capital, habían sido vejados y dos
de ellos asesinados, a vista y paciencia del Gobierno”.
Este telegrama se lee en la pág. 166 de la colección de documentos justificativos
que hizo publicar el General Plaza, con el título de “Páginas de Verdad”; y de la que,
como ya lo he advertido, tomo todas las citas de estos Apuntes Históricos.
Si la muerte del Coronel Torres hubiera sido casual, o debía a la mano de una
mujer, como Díaz lo hizo decir en las columnas de “La Constitución”; si el Gobierno
hubiera estado limpio de la sangre de aquel indefenso prisionero, Freile Zaldumbide
habría rectificado las noticias que circulaban al respecto en Guayaquil, y a las que se
refería el General Plaza; pero también habría afirmado el fallecimiento desgraciado de
dicho Coronel.
¿Para qué negar un suceso constante a millares de personas y que a los pocos
días debía divulgarse dentro y fuera de la República? ¿Obedecía por ventura la conducta
dé Freile Zaldumbide a ese instinto peculiar de todos los criminales que, en el
momento de la sorpresa, se escudan inconscientemente con la negativa?
El hecho es que el Encargado del Ejecutivo trató de engañarle por completo al
General Plaza, según se ve en el siguiente telegrama:
“Quito, Enero 24 de 1912. General Plaza. Guayaquil.
“Lo ocurrido con los prisioneros de Huigra, es falso. El General Navarro relatará
a Ud. los hechos. Carlos Freile Z.”
¡He ahí al hombre en su desnudez moral más completa; y este era quien
gobernaba a la infelicísima Nación ecuatoriana!...

140 
 
¡EI Coronel Torres estaba ya enterrado; y el Jefe del Gobierno lo daba por vivo,
sano y salvo!
¿Y qué debía relatarle el General Navarro al General Plaza, acerca de estos
lamentables sucesos? ¿Llevaba acaso el encargo de manifestarle la verdad, que el
asesinato era obra administrativa; y advertirle que, en bien de la causa, debía callarse?
Difícil es responder categóricamente a tales preguntas; pero la luz de la
verdad está filtrándose al través de esta tupida red de maquinaciones inicuas.
El último argumento, aducido en defensa de la felonía con que se rompió el
Pacto de Duran, pertenece exclusivamente al autor de “Páginas dé Verdad”: es el
razonamiento absurdo y desesperado de quien no tiene razones que alegar; y de ningún
modo merece una refutación seria.
“Los hombres de las dictaduras de la Costa disponían para salir, del vapor
mercante “Chile”, de matrícula extranjera y surto en la ría, y de las naves de guerra
ecuatoriana “Libertador Bolívar” y “Cotopaxi” dice el susodicho autor de “Páginas de
Verdad”; y continúa así: ¿Por qué no se fueron? ¿Quién tenía fuerza bastante a
impedirlo? Nadie...”
Esto no es razonar, sino asirse a una rama de espinas y esas quebradiza por
añadidura: es reconocer el agotamiento de fuerzas y hundirse voluntariamente en las
profundidades del abismo.
¿Por qué no se fueron? Sencillamente, porque confiaban en la inviolabilidad de
la Capitulación de Durán, garantizada por la palabra de honor militar del General Plaza,
Comandante en Jefe del Ejército vencedor; Capitulación que habría sido respetada en
todos los: países del mundo, excepción hecha de las tribus salvajes.
¿Por qué no huyeron? Simplemente, porque no pudieron ni imaginarse que
habían caído en un lazo infame; que el General en Jefe y su Gobierno habían evitado
pérfidamente que se escapasen, engañándolos con un Tratado de Paz que después
hollarían con la mayor desvergüenza.
¿Por qué no se fueron? Puramente porque se creían en un país culto y cristiano;
en una tierra clásica de virtudes públicas y privadas, donde la honra militar era un ídolo
para el Ejército, y la fe pública inviolable, el timbre de más estima para la Nación.
¿Por qué no huyeron? Únicamente, porque, juzgando a los demás por sí mismos,
creían imposible que hubiese en el Ecuador, militares felones y cobardes, políticos
antropófagos y ruines, verdugos de espada y galones dorados, carniceros que llevasen
en el pecho la banda presidencial.
Por todo esto, no quisieron huir, no se fueron; y se les arrastró al martirio, en
pena de no haber conocido toda la perversidad y la alevosía de sus enemigos, toda la
corrupción e inmoralidad de los políticos coalicionistas, toda la degeneración y la
barbarie del Ejército y de las turbas malamente llamadas católicas.
A esto se reduce el argumento del defensor de Plaza: se les apresó, se les mató,
se les arrastró por las calles, se les redujo a cenizas como en los tiempos del Santo
Oficio, porque no desconfiaron del General en Jefe, y no huyeron de él, pudiéndolo
hacer…

141 
 
¿Qué criterio, qué sindéresis, qué conciencia, presidían en los consejos del
General Plaza, cuando se insultaba al buen sentido y a 1a sana moral, con semejantes
descabelladas defensas?
Nada hay, de consiguiente, que pueda disculpar en lo mínimo el escandaloso
crimen de haber roto un Pacto público solemne, irrevocable, suscrito en uso de las
propias y plenas atribuciones de ambas partes contratantes, y, a mayor abundamiento,
colocado bajo la salvaguardia del honor militar, sagrado para todos los caballeros que
ejercen la nobilísima profesión de las armas.
¡Este solo quebrantamiento de la Capitulación de Durán, es más que suficiente
para establecer la plena responsabilidad del General Playa y del Gobierno, en todas las
iniquidades y horrores que dimanaron de aquel acto vergonzoso y repugnante. Y este
acto no sólo ha deshonrado a los hombres que lo ejecutaron, sino también al Ejército y a
las facciones políticas que los apoyan en la perpetración de semejante infamia; llegando
tan fea mancha aun a proyectar sombras sobre la misma dignidad nacional.
Hay crímenes de participantes, dirélo así, cuyos efectos se extienden hasta las
futuras generaciones; crímenes que infaman a una raza, a un pueblo entero, aunque no
hayan sido cometidos sino por sus gobernantes.
“¿A qué dioses invocaréis, vosotros, que habéis faltado a la fe pública en todos
vuestros tratados? decía un embajador romano al Senado de Cartago; y la fe púnica fue
el estigma que sobrellevó aquel pueblo hasta su destrucción completa.
Ya no existen sino cenizas de Roma; y todavía damos el nombre de púnico al
traidor, al que pisotea su palabra empeñada, al que falta a la fe de los juramentos.
¿Podrían repetirnos las terribles palabras de aquel romano a los cartagineses,
después de las horrorosas escenas de Enero, nacidas de la violación de la fe nacional?
No; porque ecuatorianos, a una voz hemos protestado contra hecho tan criminal; y no
cesaremos de perseguir y señalar a esos hombres de la fe púnica, para que recaiga
únicamente sobre ellos la maldición 3a conciencia universal.

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CAPITULO IX

PROFANACIÓN DE LAS FORMAS JUDICIALES

Si hemos de creer al General Navarro, el Gobierno de Quito por una


contradicción digna de anotarse en la historia le había dado instrucciones para que los
prisioneros fueran juzgados, no ya en Quito, como lo resolviera antes Freile
Zaldumbide, sino en Guayaquil; de donde debían ser trasladados al Panóptico de la
Capital, después de que los Tribunales militares hubiesen pronunciado sentencia.
¿Se quería cohonestar el asesinato proyectado, mediante una sentencia
condenatoria que disminuyera la negrura y lo clamoroso de ese crimen?
¿Se deseaba aplazar solamente por algunos días la inmolación de los Alfaros?
¿Se quiso sentar un precedente de sangre, en la misma heroica: y noble ciudad
del Nueve de Octubre, para desvanecer los escrúpulos y reparos que surgían en la
ciudad del Diez de Agosto?
O simplemente, ¿se pretendió enmendar el error cometido por el Gobierno, sobre
la jurisdicción de los jueces que habían de juzgar a los prisioneros?
La crítica histórica no está todavía en posesión de los datos suficientes para
contestar de modo categórico a ninguna de estas preguntas; pero, es de afirmar, por los
antecedentes de los actores en el drama, que no se trató de una mera rectificación de
trámite, sino de llevar a término el pilan de eliminación, valiéndose del más atrevido,
pues el General Plaza, según lo dijo en su famoso telegrama, no había nacido para
verdugo.
No puede sujetarse a duda que la facción placista, al mismo tiempo que ansiaba
la victimación de los Alfaros y demás presos, buscaba acuciosa y diestramente la
manera de eludir futuras responsabilidades para el General en Jefe y su círculo político;
ya hemos visto cómo se resolvió arrojar sobre el Ministro de Guerra y Marina todo el
peso de aquella espantosa situación, y de la sangre que impunemente iba a derramarse.
El atrevimiento, o mejor, insensatez, del General Navarro era palpable; y fue
elegido para instrumento del criminal maquiavelismo que iba desarrollando tan
hábilmente la coalición. Es seguro que el agraciado con designación tan horrible, no se
diera cuenta de la magnitud de su desventura; y que, antes bien, aceptara como una
honra señaladísima, el papel de verdugo oficial.
En las postreras honras del día 24, llegó el General Navarro en la ciudad de
Guayaquil; y con un apresuramiento digno de mejor causa, asumió el mando militar,
titulándose Ministro de Guerra en Comisión.
Según esto, había dos Ministros de Guerra y Marina a la vez: el Ministro de
Hacienda, Intriago que, en Quito, se había hecho cargo interinamente de aquella
Cartera, y el General Navarro que, en Guayaquil continuaba desempañándola.
Ambos estaban revestidos de las mismas y plenas atribuciones; ambos las
ejercían coetáneamente, y cada uno por su lado ambos representaban una monstruosidad
en la vida constitucional de la República.
Estos defensores de la Constitución la volvían trizas a cada momento; pero, esto
no quitaba que continuase la arambelesca Carta sirviendo de bandera a los enemigos del

143 
 
Radicalismo. ¿Cuál era el verdadero Secretario de Estado, en el Despacho de Guerra y
Marina?
Si debemos atenernos a la Constitución, no hay duda que el señor Intriago, a
quien el Encargado del Ejecutivo le encomendó dicho portafolio, durante la ausencia del
General Navarro, y por medio del Decreto respectivo que se promulgó con la debida
solemnidad. Luego, Navarro era un simple ciudadano en Guayaquil, sin autoridad
militar ni política alguna; y esto mismo, lo alegó el desgraciado, ante el Congreso de
1912, defendiéndose de la acusación propuesta por la viuda del General Manuel
Serrano.
El mismo Calle defensor decidido de los victimarios de Alfaro deseando siempre
dejar limpio de tan tremendo cargo al General Plaza, trató de refutar la envelada
acusación que Rendón Pérez dirigió contra éste en el “Grito del Pueblo Ecuatoriano”,
correspondiente al 3 de Junio de 1914. Y, arrastrado por su empeño, hizo la importante
confesión siguiente, en el mismo citado diario, con fecha 7 del referido mes.
“En cuanto al hecho mismo de las responsabilidades s cuestión, ya es otra
cosa… Así, por ejemplo, aún sostenemos… que el General Navarro era nada en
Guayaquil, no tenía representación de Secretario de Estado, ni cosa parecida, por cuanto
es absurda ante la ley ecuatoriana la extraordinaria práctica de Ministros en Comisión,
y, principalmente porque más podía el caballero mencionado ser Ministro en Guayaquil,
cuando en Quito se había encargado del despacho de su oficina, desde el 23 de Enero, el
señor don Federico Intriago”.
Navarro, por rehuir una posible resolución adversa del Congreso, no vaciló
en alegar que la acusación no era procedente, en virtud de no haber desempeñado
funciones de Ministro de Estado, en Guayaquil, durante el mes trágico; lo cual lo
ponía fuera de la jurisdicción del Poder Legislativo, según la Constitución tan invocada
por entonces; Pero los que tal medio de defensa le aconsejaron, o lo hicieron de mala fe,
o no comprendieron que lo perdían irremisiblemente; puesto que semejante confesión
equivalía a constituirse en acusador del General Plaza y del Gobierno, a la vez que
declararse instrumento de los crímenes más execrables que registra nuestra historia.
Más le hubiera valido a dicho Ministro de Guerra soportar una condena por el
asesinato de Serrano, que optar por tan de degradante y ruin papel en la tragedia; que
presentarse a la Historia como usurpador de atribuciones con el fin de cometer una
atrocidad salvaje, como suplantador del verdugo, destinado a sacrificar a unos cuantos
indefensos presos, y echar sobre la patria una mancha de oprobio.
Llegó, como digo, y se apresuró a quitarle la carga al General Plaza, relevándole
de todo compromiso en la maldad que iba a ejecutarse desde luego: apenas es verosímil
tanta estolidez o tanto desprecio del buen nombre, en un soldado que ha obtenido el
grado supremo en la milicia ecuatoriana.
Lo primero que hizo, fue tomar bajo su jurisdicción a los presos que guardaba el
General Plaza; y éste, sin duda riéndose para sus adentros, pudo comunicarlo a sus
amigos, como una nueva que debía llenarlos de satisfacción. Véase, para muestra el
siguiente significativo telegrama:
“Guayaquil, 25 de Enero de 1912. Señores Vásconez Cepeda y demás amigos.
Latacunga. Hoy han sido entregados los prisioneros Generales Eloy, Medardo y Flavio

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Alfaro, Pedro Montero, Manuel Serrano y Ulpiano Páez, al señor Ministro de Guerra, en
cumplimiento de las órdenes terminantes del Gobierno. L. Plaza G.”
Esto era retirarse de la sangrienta arena, lavarse las manos arreglarse la toga y
tomar asiento en las gradas del circo, como mero espectador: otro era ya el encargado de
encadenar a las victimas y arrojarlas a las fieras; otro el que debía sobrellevar la
responsabilidad de las matanzas que iban a dar comiendo después de algunas horas.
Pero, comunicar así detalladamente los nombres de todos los prisioneros que
había entregado a Navarro, era también dejar constancia de que él, Plaza, había sido
quien aprehendió y guardó presos a los referidos Generales; confesión que no se
compadece ni compagina con su negativa absoluta ante el Congreso, de no haber tenido
parte en la prisión de los Jefes que capitularon en Duran.
Las contradicciones, inevitables cuando no se sostiene la verdad, son la
perdición de los delincuentes: basta una sola, en muchas ocasiones, para comprobar un
crimen y fundar la condenación del reo.
Orgulloso el General Navarro con su oficio de Tigelino, no se dio punto de
reposo para llenar cumplidamente sus odiosas y siniestras funciones; y pudo comunicar
a sus comitentes, en las primeras horas del día 25, que ya estaba en plena ejecución de
las instrucciones que se le habían dado.
Léanse los términos en que anuncia tan fausta nueva, lisonjeándose de que nada
dejará que desear en el cumplimiento de importante y patriótico cometido:
“Guayaquil, 25 de Enero de 1912. Señores Presidente y Ministros de Estado.
Quito. De conformidad con lo resuello por el Supremo Gobierno, y ateniéndome a las
instrucciones que traje, he ordenado al señor General en Jefe del Ejército que proceda a
decretar el juicio militar Contra los altos Jefes del Ejército rebelde. En esta virtud, el
General Plaza ha decretado la formación de un Consejo de Guerra, para que, de acuerdo
con el Código Militar, proceda a juzgar a los culpables. El Consejo está ya reunido, bajo
la presidencia del Coronel Alejandro Sierra, etc.
“Es probable que el Consejo termine a media noche, y la sentencia que dicte será
cumplida. El juicio ha empezado por el General Montero, por ser éste el mayor
responsable de los rebeldes, etc. Ministro de la Guerra, J. F, Navarro”.
No creyó Navarro suficiente esta acuciosidad para recomendarse a los del
complot antialfarista; y echó mano de la inventiva para aumentar sus méritos; se
atribuyó las hazañas del General Plaza, y alegó hechos enteramente falsos.
Acabamos de ver que el General en Jefe comunicó a sus amigos que había
entregado al Ministro de la Guerra, según órdenes terminantes del Gobierno, a los
presos que él guardaba; los que eran los siguientes: Generales Eloy, Medardo y Flavio
Alfaro, Pedro J. Montero, Manuel Serrano y Ulpiano Páez. Pues, resulta que Plaza no
dijo verdad: Navarro le disputa la gloria de haber capturado a los traidores Medardo y
Flavio Alfaro, según lo avisa al Encargado del Ejecutivo, en otro telegrama del día 25;
comunicación que termina con estas siniestras palabras: “Con esta media docena de
traidores, principiará a limpiarse por la cabeza el escalafón militar”…
No es dable revelar más a las claras, la misión criminal que se le había confiado:
Navarro, sin intelecto ni habilidad, según lo iremos notando, soltaba a cada paso
confesiones semejantes, y dejaba entrever todos los negros proyectos de la coalición.

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El General Navarro, lo repetiré, según los preceptos constitucionales, no tenía
autoridad alguna en Guayaquil; pero el General Plaza, no obstante saberlo, se sujetó
mansamente al espurio Ministro de Guerra; cuando, si de verdad deseaba ser inocente,
debió negarse a obedecerle, o renunciar el cargo, para no cooperar, ni de manera
indirecta, a la farsa infame que se estaba poniendo en acción. Al revés de esto, prestóse
a convocar un Consejo de Guerra que, dadas las circunstancias y la atmósfera política
de esos días, era la mayor de las profanaciones de las formas judiciales, arrastradas por
el fango para satisfacer pasiones salvajes.
Los tribunales especiales han sido odiosos y tiránicos en todos los países y en
todas las edades; y nos horroriza todavía leer cómo se procedía en las comisiones
encargadas de juzgar a los reos de Estado en varias naciones. Los que juzgaban y
sentenciaban en esos tribunales, de ninguna manera eran jueces, sino ciegos
instrumentos de intereses políticos, de odiosidades palaciegas, de rencores fanáticos, de
venganzas del soberano. Hoy, a la distancia de centenares de años, examinamos
serenamente los fallos que llevaron al cadalso a tantos hombres ilustres e inocentes; y
sentimos profunda indignación contra los inicuos que se apellidaron jueces para pisotear
tan atrozmente la justicia.
Los Consejos de Guerra verbal de García Moreno y de Caamaño eran juntas de
esbirros y asesinos, cuya consigna era condenar a todo trance; de manera que el
acusado, por el mero hecho de serlo, se tenía ya por difunto. El pueblo denominaba
despertadores a los vocales de aquellos Consejos de iniquidad, que no de justicia; y, sin
embargo, sus fallos eran inapelables, y se ejecutaban, a pesar de la protesta universal.
El Consejo de Guerra verbal es un resto de barbarie que mancha nuestra
legislación, que es contrario a todos los principios de la jurisprudencia moderna, que es
una vergüenza para el Ecuador que ha dado pasos gigantescos en la senda de la cultura y
el adelanto. Esta aberración jurídica ha persistido a despecho del liberalismo reinante,
como una tradición despótica, como un recuerdo de pasadas tiranías, como un
monumento de históricos asesinatos; y han sido vanos los esfuerzos de los campeones
del progreso y la libertad, para hacer desaparecer de nuestros Códigos, esos
ignominiosos tribunales de sangre.
El Gobierno de Quito se aprovechó de esta circunstancia, para dar colorido legal
a las inmolaciones que meditaba; y el General Plaza formó el Consejo de Guerra que
había de condenar a los prisioneros, con los vencedores de la víspera, con los peores
enemigos de los acusados, con los hombres que poseían la con fianza de la coalición
antialfarista.
Alejandro Sierra, soldado sin precedentes y vulgar en todo, pero escogido por
los del complot para oponerse al cumplimiento de las garantías acordadas en el Pacto de
Duran, según hemos visto en el capítulo anterior, fue designado para Presidente de
aquel Tribunal ad-hoc: Vocales, los Coroneles Manuel Andrade, Manuel Velasco
Polanco, Enrique Valdez, Juan José Gallardo, Rafael Palacios y Secundino R.
Velásquez, todos beligerantes, todos enemigos de muerte de los Alfaros, todos
manejados por la mano del General, en Jefe.
Por un resto de pudor, por una apariencia de respeto a la justicia, por la
hipocresía misma con que procedían, debieron ya que no llamar a militares neutrales y

146 
 
probos buscar entre los mismos vencedores, a los menos señalados por su aversión
contra los presos, y componer con ellos la junta de despenadores, a lo Caamaño. El
resultado hubiera sido el misino; pero la farsa judicial no habría tenido el sello de
impudencia que la caracteriza y torna más odiosa y repugnante.
Hasta los testigos que debían declarar en contra de los procesados, fueron
elegidos entre los peores esbirros y enemigos de los prisioneros: diríase que se había
hecho estudio especial para conculcar descaradamente todas y cada una de las formas
judiciales que son el amparo, hasta de los verdaderos delincuentes, en los países que
rinden culto a la civilización.
¿Qué justicia, qué leyes, qué imparcialidad, qué conciencia en un Tribunal
semejante?.
Rota la Constitución el 11 de Agosto de 1911, todos los gobiernos posteriores
fueron de hecho, como ya lo he demostrado; de manera que tan revolucionarios eran los
jueces como el acusado que tenían delante; tan alteradores de la paz eran los unos como
el otro; tan responsables ante la ley, eran los vencedores como el vencido. ¿Qué orden
constitucional había rompido con las armas el General Montero, si dicho orden quedó
despedazado el 11 de Agosto? ¿A qué gobierno constitucional había traicionado
Montero, si ninguno existía desde la caída de Alfaro? ¿Con qué derecho le juzgaban al
Jefe Supremo del Guayas, los cómplices de la dictadura de Quito?
El Consejo de Guerra que me ocupa, equiparábase a esos tribunales que
improvisan los bandidos de la Calabria, para condenar a uno de sus afiliados,
responsable de robo a la compañía...
Montero se había alzado en armas para impedir que el Gobierno impusiera
la candidatura del General Plaza; y en este concepto, merecía bien de la democracia, por
más que el medio escogido para sostener la libertad del sufragio, no haya sido acertado
ni plausible. La intención del Jefe Supremo del Guayas, como él mismo lo declaro en
la comunicación oficial a Plaza, fue buena, fue republicana y liberal: la Historia la
tomará en cuenta disculpará la sangrienta lucha dimanada del pronunciamiento del 28
de Diciembre. Montero se equivocó en los medios, pero se propuso defender la base
principal de la democracia el fundamento del pacto social ecuatoriano; y un juez
imparcial conocedor de las leyes y esclavo de la justicia, habría principiado
indudablemente por examinar y pesar los elementos morales de la infracción sujeta a su
fallo; por examinar y pesar la constitucionalidad pretendida del Gobierno de Freile
Zaldumbide; por examinar y pesar el derecho que había para enjuiciar a uno de los
actores del 11 de Agosto, subsistiendo como subsistía, la situación anormal creada por
aquella revolución injustificable.
El Consejo de Guerra formado por Plaza, no podía ocuparse en nada de esto:
tenía su consigna, y había de cumplirla a satisfacción de sus superiores jerárquicos. Ese
Consejo de Guerra fue la burla más sangrienta que pudo hacerse de la justicia; la irrisión
más espantosa de las garantías que los pueblos civilizados conceden atados los
ciudadanos, aun tratándose de los peores delincuentes.
Desde que se instaló, el General Montero se vio como en medio de un circo
romano: insultado de todas maneras, ensordecido por la grita de la soldadesca

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disfrazada, saboreó todo generoso de amarguras hasta que llegase la hora señalada
para abrir la jaula de las fieras que habían de despedazarlo.
“Lo que pasó durante ese simulacro de Consejo, no es para relatado dice el
escritor colombiano Manuel J. Andrade, en libro “Páginas de Sangre”, escrito a raíz de
los acontecimientos; se hizo apurar hasta las heces el sufrimiento al desgraciado
Montero, con burlas, sátiras infames, llegando al extremo de que varios individuos le
tiraran del pelo, le empujaran hacia delante, y llevaran a cabo cuanta desvergüenza se
les ocurría. Toda esa burla, toda esa saña desplegada contra un enemigo inerme,
prisionero, y que estaba en el banquillo de los acusados, era tolerada por Plaza que se
presentaba de vez en cuando, a gozarse en la agonía de su víctima, alentando así la
avilantez y el atrevimiento del populacho, formado en su mayor parte de soldados del
“Marañón” y de la “Artillería Bolívar”, disfrazados de paisanos”.
Cito a un extranjero, ventajosamente conocido, porque sus palabras no pueden
tacharse de haber sido dictadas por ninguna pasión partidarista; pero, en la misma
prensa antialfarista, por ejemplo, en “El Telégrafo” de Guayaquil, se hallan
descripciones detalladas y espeluznantes del martirio del General Montero.
El batallón “Marañón” y su Jefe, Coronel Sierra, llevaron hasta la exageración el
cumplimiento del encargo que los coalicionistas de la Capital les hicieran por telégrafo
el día 23; y, no sólo cuidaron de que no se escaparan los prisioneros, sino que fueron los
principales actores de la tragedia que tanto indignó al mundo civilizado.
Soldados del “Marañón”, vestidos de paisanos, invadieron la Gobernación donde
actuaba el Consejo de Guerra; y llenaron las galerías, las escaleras de dicha casa, el
espacio destinado a la barra en la sala del tribunal; en unión de soldados de otros
cuerpos, así mismo disfrazados y de la chusma placista que animaba e instigaba a los
referidos individuos de tropa.
Este era el pueblo, preparado de antemano para ejecutar, ordenes secretas; y
servir de pretexto para calumniar después a los honrados y valerosos habitadores de la
ciudad de Rocafuerte y Olmedo. El pueblo de Guayaquil, siempre heroico, siempre
defensor decidido de las libertades públicas, siempre trabajador e independiente, hallase
muy adelantado para figurar en un banquete de hotentotes y devorar la carne palpitante
de víctimas humanas, pueblo guayaquileño, desde los tiempos de nuestra
Independencia, ha ocupado puesto preferente en nuestros ejércitos; y vencedor casi
siempre, jamás se ha manchado con ignominiosas crueldades, menos con crímenes
que afrentan a la humanidad. El pueblo guayaquileño ha derrocado a varios
tiranos, pero su respeto al caído, ha igualado a su heroísmo en los combates: Flores,
Veintemilla, Caamaño, descendieron del poder, arrojados por la ira popular; y ninguno
de sus cómplices, ninguno de sus agentes, fue sacrificado por el pueblo guayaquileño.
El mismo General Plaza, cuando vino a sostener a don Lizardo García, a pesar del odio
que Guayaquil le profesaba, no recibió de ese pueblo civilizado y liberal, sino rechiflas
y una que otra pedrada al embarcarse de fuga.
Sostener que el pueblo de Guayaquil victimó al General Montero, no obstante
los esfuerzos de la autoridad pública para evitarlo, es la más infame de las calumnias;
más todavía, un crimen de lesa patria, porque se arroja sobre la Nación la
responsabilidad de unos pocos facinerosos.

148 
 
Hay que descartar al pueblo de Guayaquil de todas las escenas de horror que
vamos a contemplar: porque ese pueblo es inocente de la sangre derramada, por más
que unos pocos desarrapados y viciosos hubieran hecho causa común con la soldadesca
homicida.
La turba de soldados disfrazados pedía a gritos, desde muy temprano, la cabeza
del procesado; y el General Navarro hubo de contestar a ese pueblo mi géneris que
exigía la palabra oficial. Levanto la voz el interpelado General y, a vueltas de algunas
tartamudeadas vulgaridades, ofreció, llana y sencillamente, que “Pedro Montero no
vería la aurora del siguiente día”.
Fue calurosamente aplaudido por la canalla que lo escuchaba; y la historia
recogió aquella nefanda promesa, como testimonio fehaciente de la premeditación con
que fueron inmolados los prisioneros, como prueba irrefutable de que la eliminación de
los caudillos radicales había sido anticipada y definitivamente resuelta por las facciones
coligadas.
Navarro no era hombre para rodear con sombras impenetrables este abrumador
secreto: habilidad ni alcances, acaso también sin conciencia clara de lo que hacía, puso a
la vista de todos, los recónditos propósitos de la coalición. La sentencia estaba
pronunciada en público, por el seudo Ministro de la Guerra: ¿para qué defensa,
para qué presentación de pruebas justificativas, para qué deliberación de los jueces?
Desde ese momento, no hubo persona en Guayaquil, que no previese el desenlace; y
sólo estaban divididos los pareceres en cuanto a la clase y forma de muerte que se
infringiría al desventurado preso.
El terror pesaba, como una mole de plomo, sobre la sociedad guayaquileña; y la
más congojosa expectación embargaba todos los espíritus, oprimía todos los cerebros y
sellaba todos los labios. Sólo reían los sicarios: sólo estaban de fiesta los verdugos.
El mismo Montero, desde que supo que Julio Andrade se había negado a
defenderlo, conoció claramente su destino: “Voy a morir” les dijo a los que lo rodeaban,
y se despidió como si no abrigase la menor esperanza de volverlos a ver.
¿Y por qué se excusó el General Andrade de hacer la defensa de un enemigo
vencido, pérfidamente apresado y traído al banquillo de los reos de traición a la Patria?
¿Conocida el de Estado Mayor General los irrevocables proyectos de la coalición, y
reputaba inútil toda defensa, estéril toda invocación a la ley y la justicia? ¿Temía tal vez
ponerse en pugna con el General en jefe y el Gobierno? ¿O creía tan indefensable la
causa de Montero, que había que dejarlo abandonado a su propia suerte? Muy posible es
que más tarde aparezcan satisfactorias explicaciones de esta negativa; pero, mientras
tanto, la severa e imparcial Historia, así como tiene elogios para las buenas acciones de
Andrade, no puede menos de reprocharle el haber matado tal vez la última esperanza
del infeliz acusado. Si la excusa nació de prudencia o de temor, resultaría
comprometedora; porque hay precauciones y timideces que a la postre vienen a
interpretarse como complicidades. Si provino del conocimiento de la indefectible suerte
que le aguardaba a Montero, no tendría explicación la permanencia del Jefe de Estado
Mayor General en un puesto que no podía continuar desempeñándolo, sin mengua de la
honra personal y del brillo de sus galones.

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Desde la ruptura de la Capitulación de Duran, cuya inviolabilidad defendió con
tanta brillantez y energía, debió el General Andrade separarse de ese Ejército, en medio
del que se había pisoteado el honor militar y la fe nacional, solemnemente empeñada
por el Comandante en Jefe: ¿qué tenía que hacer ningún soldado pundonoroso y noble
en ese aduar de bárbaros, para quienes la lealtad y la virtud eran objetos sin valor que
pulverizaban cada y cuando les convenía?
Aunque el éxito no hubiera correspondido a su esfuerzo, el General Andrade
pudo defender con fundamentos inamovibles a su cliente: no tenía sino que repetir ante
el Consejo de Guerra, lo que ya le había dicho al Gobierno, sobre lo irrevocable y
sagrado de la Capitulación del día 22, sobre la buena fe con que procedieron los
Generales que se habían rendido, sobre la necesidad imperiosa de respetar las garantías
que se les había concedido bajo la salvaguardia de la fe pública. No tenía que decir más
en defensa de Montero, como campeón; del derecho moderno y del honor de la milicia
ecuatoriana; y la Historia habría grabado en sus mejores páginas, esa lacónica defensa,
para gloria del defensor y oprobio de los jueces que no la escucharon. ¿Por qué no quiso
hacerlo así? Ninguna respuesta satisface por completó; pero debemos lamentar que Julio
Andrade, a pesar de sus talentos y elevadas aspiraciones, no hubiese roto el lazo fatal
que lo unía a los hombres del poder, antes, mucho antes, de las iniquidades del 25 y del
28 de Enero. ¿Que lo retenía al lado de políticos tan perversos, inaccesibles hasta a la
vergüenza y al remordimiento? ¿Por qué razón se dejó arrastrar por el cenagoso
torrente, hasta dar con la vorágine que lo absorbió en la negra noche del 5 de Marzo?
Ojalá el tiempo logre dar respuestas que satisfagan a la severa investigación de la
Historia, y obtenga la memoria de tan benemérito militar un veredicto definitivo, que lo
salve de todo cargo atinente a los lamentables sucesos del Mes de Sangre.
Placistas y conservadores, gobierno y ejército, habían mostrado empeño en que
se aplicara la pena de muerte a los prisioneros: el Ministro Díaz, en su lista, de
proscripción, manifestó la voluntad de que fueran pasados por las armas, por las
espaldas. Pero, contra estos deseos, el Consejo de Guerra no se atrevió a pronunciar
sentencia de muerte, sino de reclusión mayor y degradación previa. ¿Entraba esta
lenidad de los jueces en el programa macabro de aquella noche? ¿O procedieron así, por
un resto de acatamiento a la Constitución que prohíbe la pena de muerte, a pesar de
haber ya desgarrado tantas veces la Ley fundamental con la punta de los sables? ¿Era
acaso aquella lenidad, un recurso dramático para precipitar la catástrofe, cuando menos
se imaginaban los espectadores, y aún los comparsas en la tragedia? Tampoco podría
responderse categóricamente; más, lo cierto e indudable es que todo iba encaminado a
la eliminación resuelta, con o sin el conocimiento y connivencia de los vocales del
Consejo de Guerra. Todo es oscuro, todo enigmático, todo artificioso en este teje
maneje del crimen; de modo que se hace necesario seguir las pista de los delincuentes,
por vericuetos caliginosos, por laberintos y encrucijadas de tinieblas, venciendo
obstáculos para sorprender un destello de luz, un átomo de verdad, que vengan a formar
el hilo conductor que nos lleve, a fuerza de ímprobo trabajo, al esclarecimiento de los
sucesos.
Repito que, sin las confesiones de los mismos sindicados, sin las imprudentes
confidencias del General Plaza, sin la publicación de documentos que previsoramente

150 
 
debieron ocultar los hombres del Gobierno, habría sido casi imposible establecer la
responsabilidad de los asesinos de Enero.
Eran las nueve de la noche del 25 de Enero de 1912: el Consejo de Guerra
acababa de pronunciar su veredicto; y antes de que se concluyera de leer dicha
sentencia, estalló la protesta por todos lados, como cosa convenida, como un número de
programa que se cumplía. No era la ola que principia a rizarse, y se encrespa luego, y
crece, y ya agigantándose hasta igualarse a los más altos montes, para tomar la voz
terrible de las tempestades y azotar y conmover los mismos peñascos puestos para
detener la furia de los mares. Las borrascas populares Se inician, aumentan y se
desarrollan, como las del océano; pero la que tragó al desgraciado Montero, fue una
explosión súbita, como el estallido de una mina preparada, y a la que se aplicara la
chispa en el momento oportuno.
La soldadesca disfrazada arremetió rabiosa y feroz, contra el inerme preso;
dando voces de muerte, en el mismo recinto en que actuaba el tribunal, a presencia del
General Plaza y de sus principales subalternos. Montero, que jamás había temido la
muerte, se irguió en el momento del supremo peligro; y volviéndose a enemigos,
díjoles, con arrogancia: “¿Quieren mi vida? Está bien; la daré mañana”…
“No mañana: ¡ahora mismo!”, le contestó una voz de entre la turba; y el
Teniente Alipio Sotomayor, oficial de guardia en el local del Consejo de Guerra, le
disparó un tiro de pistola, que hizo blanco. El Comandante César Guerrero, Ayudante
de Campo del General Plaza, disparó también su revólver al mismo tiempo sobre la
inerme víctima, la que cayó de bruces; y todavía hubo cobarde que la golpeara con una
silla, sin respetar la agonía de aquel desventurado.
Herido de muerte el General Montero, se Cebaron en él los asesinos:
acribilláronlo a balazos y bayonetazos, levantáronlo en peso y lo arrojaron desde los
balcones a la calle. Los que no habían podido dar los primeros golpes a la víctima,
desquitáronse profanando su cadáver: lo desnudaron, lo decapitaron, lo mutilaron
vergonzosamente; y pasearon la cabeza por las calles, fijada en la punta de una
bayoneta; y se arrojaron entre sí en juego macabro y espantoso, los órganos genitales
del difunto (1)…
El cadáver, informe por las multiplicadas heridas, había sido arrastrado a la
plaza de San Francisco; y allí, delante de la estatua del Gran Rocafuerte, habíase
formado de antemano la pira para incinerar al temible adversario del General Plaza.
Un español, dueño de un hotel, se negó indignado a proporcionar la leña que le
exigían para acto tan inhumano; y los verdugos tuvieron que emplear la fuerza para
apoderarse del kerosene con que querían dar pábulo a la hoguera...
“Entonces lo arrastraron por las calles hasta la plaza de Rocafuerte dice Manuel
J. Andrade, en el libro ya citado en donde había preparado una hoguera hecha con
cajones vacíos, regados de alquitrán y kerosene… Llegados a la plaza nombrada con el
cuerpo del infeliz Montero, se ensañaron con él los soldados que le arrastraron hasta ahí,
pues le cortaron la cabeza, le sacaron el corazón, cortáronle igualmente los órganos
genitales y algunos dedos de las manos; despojos que condujeron los mismos soldados
del batallón “Marañón” hasta Quito, debidamente acondicionados en una solución de
sublimado corrosivo”.

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Fue vano el reclamo de la viuda de la víctima para que le devolvieran aquel
despedazado cadáver, a fin de sepultarlo con la dignidad humana lo exige: en aquellos
días de luto y dolor, los corazones de todos los hombres del poder se habían trocado en
mármol, y las puertas de la piedad hallábanse herméticamente cerradas.
He aquí el telegrama acusador de la viuda del General Montero a uno de los
principales responsables del asesinato su esposo:
“Señor Encargado del Poder Ejecutivo. Quito. Señor:
Deber sagrado de esposa me obliga dirigirme a Ud., para solicitar la entrega de la
cabeza y el corazón de mi esposo señor General Pedro J. Montero, que existen como
trofeos en poder del Ejército del señor General Leónidas Plaza Gutiérrez; pues fue
cobarde y alevosamente asesinado anoche. Teresa de Montero”.
Freile Zaldumbide no contestó: ¿ni qué podía contestar a una acusación de
barbarie tan desmedida, de una monstruosidad que en Europa y en la América se ha
tenido por inverosímil?
El bárbaro Alboín había convertido en copa el cráneo de un enemigo; y bebía en
ella, por sus grandes triunfos y la prosperidad de su reino. Pero los tiempos aquellos
pasaron para no volver; y apenas puede creerse, que en pleno siglo vigésimo, se
levantasen imitadores de Alboín en las quiebras de los Andes, y cortasen también las
cabezas de sus adversarios políticos, para conservarlas como trofeos de gloria.
La mayor presea para los salvajes de nuestro Orienté, es la cabeza del enemigo,
disecada y reducida al tamaño de un puño: el jefe que mayor número de zantzas (2)
ostenta en su cabaña, es el guerro de más valor y nombradía.
Pero, entre las tribus amazónicas y el pueblo ecuatoriano, media una distancia
inmensa, la distancia que va de la civilización a la barbarie: ¿cómo bahía de creerse qué
en el Ecuador civilizado y culto, existían militares aficionados a esos adornos macabros
que son la Corona más preciada de los héroes del Amazonas.
La cabeza y el corazón de Montero, arrebatados por los vencedores, como signo
de victoria, como despojo glorioso, nos dan a las tribus salvajes, razas primitivas en las
que prevalecen los instintos de la fiera sobre la luz incipiente de la razón humana; y, en
este concepto, puede decirse que tienen alguna disculpa los escritores de todo el mundo
que nos han zaherido a porfía, desde que se divulgaron las iniquidades de la coalición
antialfarista.
Desde el primer momento Plaza y Navarro le echaron toda la culpa al pueblo del
Nueve de Octubre; por más que ese pueblo generoso y viril haya lanzado un grito de
horror, ante crímenes tan espeluznantes, con los que se creía deshonrado, sólo por haber
sido cometidos en su presencia.

(1) El que decapitó el cadáver de Montero y luego paseó la cabeza por las calles,
como trofeo, fue un matarife de Quito, llamado Antoni Farinango, indio que se ha conquistado
fama por su ferocidad contra liberales.
(2) Zantzas es el nombre que, los salvajes dan a esas cabezas humanas disecadas.

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Los telegramas de Plaza y Navarro a Freile Zaldumbide y sus Ministros, tienen
el carácter de una defensa anticipada, de una disculpa no exigida aún; y entrañan en sí,
una como envelada confesión de culpabilidad. Acusar a un pueblo enteró, es decir, a un
delincuente anónimo, equivalía a echar sombras impenetrables sobre los verdaderos
culpados, y dejar tan monstruoso crimen en la impunidad. Además, no debemos dar al
olvido ninguno de los antecedentes del atentado, porque ellos explican la horrible
maquinación, y presentan de cuerpo entero a los que prepararon y consumaron aquel
asesinato.
Plaza, en su Proclama, instigó al pueblo para que se entendiera con los que le
habían hecho daño; apresó a los Generales vencidos, no obstante ampararlos una
Capitulación inviolable; intrigó diestramente para que viniera otro a derramar, más
sangre, pues él no podía aceptar ninguna responsabilidad; permitió, si es que no lo
mandó, que soldados disfrazados de paisanos ocuparan la Gobernación, los alrededores
y la sala misma del tribunal, dando aullidos de lobos feroces; presenció, con los brazos
cruzados, que ante su propia vista y la de los jueces, se inmolara cobardemente al
acusado, al que debían, proteger las leyes y la fuerza pública; y, finalmente, con más,
de tres mil soldados victoriosos a sus órdenes, miró impasible que una centena de
forajidos profanaran el cadáver de su enemigo, infamando de manera horrible a la
Nación con un auto execrable de barbarie.
Y todo esto, después de haber la prensa placista pedio la cabeza de Montero y la
de los demás presos; de haber insinuado dicha prensa la necesidad y conveniencia de
eliminar a los jefes radicales de haber formado y publicado un programa de matanza,
por decirlo así, que andaba de mano en mano, en los círculos más abyectos de la plebe.
El General Navarro, como ya lo hemos visto, no guardó reserva sobre las
instrucciones secretas que de la Capital hábil traído; se apresuró en comenzar el
ejercicio de sus funciones; secundó todos y cada uno de los actos del General en Jefe; y
llego a prometer cínicamente que el General Montero no vería la luz del nuevo día, y
cumplió su promesa...
Había, pues, sobra de razón para que se apresuraran a disculparse; pero
estuvieron torpes en sus disculpas, contraproducentes en sus alegaciones, según los
documentos que siguen:
“Guayaquil, 25 de Enero de 1912. Señor Presidente y Ministros. Quito. Reunido
el Consejo de Guerra, bajo la presidencia del Coronel Sierra, para juzgar al traidor
Montero, lo sentenció a degradación y reclusión mayor. Leída la sentencia, el pueblo la
desaprobó y se lanzó sobre el desgraciado Montero, y lo ultimó a balazos, arrojando el
cadáver por los balcones de la Gobernación a la calle. Este acto de justicia popular,
cruel y bárbaro, ha calmado al pueblo. Los demás prisioneros están sin novedad y se
cumplirán con ellos las órdenes de ustedes. L. Plaza G.”
“Circular. Gobernadores, Jefes de Zona, Delegados Militares. Reunido el
Consejo de Guerra para juzgar al traidor Montero, lo sentenció a degradación, expulsión
del Ejército, y 16 años de reclusión mayor. Oída que fue la sentencia por el pueblo,
forzó las puertas y lo ultimó a balazos. Acto de justicia popular, pero bárbaro y cruel.
Después del desgraciado acontecimiento, el pueblo se ha calmado. Los Generales Eloy,
Medardo y Flavio Alfaro y el General Páez, están sin novedad. Publique. L. Plaza G.”.

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La lectura de estas piezas causa indignación y asombro al mismo tiempo; porque
llamar acto de justicia popular a un asesinato infame, al descuartizamiento sacrílego de
un cadáver, a una escena propia de las tribus del África central, es algo tan monstruoso
que no puede tener cabida en la mente de un hombre civilizado. Si fue acto de justicia,
el pretendido juez, el pueblo, tuvo derecho, según el General Plaza, para aplicar al
General Montero, no sólo la pena de muerte, sino también la de descuartizamiento,
decapitación, mutilación, arrastre e incineración; es decir, tuvo derecho ese pueblo juez
de retrogradar a los orígenes de la sociedad, a la edad de plena barbarie, y darle de
puñadas a la civilización, en pleno siglo vigésimo, y a presencia de todas las naciones
del mundo moderno que han lanzado en coro la más terrible maldición contra los
ecuatorianos. El hombre que reconoce en el pueblo este absurdo derecho de tornar al
troglodismo para cometer los peores crímenes, ese hombre, digo, no puede formar parte
de la sociedad moderna, en cuya bandera fulguran estos preceptos de la civilización:
¡Ley, Justicia, Humanidad!
Y nótese que el General Plaza no alegó ningún acto de la autoridad para
contener a ese pueblo de caribes, ningún esfuerzo del Ejército para rechazar la turba de
asesinos y salvar a la víctima indefensa: su relato es llano, como de un suceso natural y
corriente, si cruel, absolutamente justo.
Y la prensa de su devoción, hizo lo mismo: se distinguió por la abundancia de
horripilantes pormenores; pero sin una palabra de reprobación: diríase que engalanaba
sus columnas con una revista taurina emocionante, nada más.
La justicia popular se había cumplido, a contentamiento de los que venían
exigiéndola: ¿qué podían hacer, sino elogiarla, aunque fuese de manera tácita o
encubierta?
En esos mismos días circularon especies comprometedoras para el General
Plaza; algunas de las cuales fueron recogidas por la prensa imparcial, y reproducidas en
varios escritos relativos a los crímenes de Enero.
Una de las más notables, fue referida por el General Julio Andrade; quien citó el
nombre de los testigos del hecho, exponiéndolo tan circunstanciadamente, que no es
posible dejar de prestarle entero crédito. Este relato se ha publicado ya varias veces; y ni
el General Plaza, ni los testigos mencionados, lo han contradicho de manera alguna; de
modo que tenemos que aceptarlo como una prueba concluyente de la responsabilidad
del General Plaza en la muerte del ex-Jefe Supremo del Guayas.
Me refiero a la siguiente narración, fundada en las palabras del Jefe de Estado
Mayor General:
“Iba el General Andrade a sentarse a la mesa de don Félix González Rubio,
quien le había invitado a comer, cuando oyó los primeros tiros; entonces salió, corrió y
se encontró con el cadáver del General Montero y los que le arrastraban entre gritos”.
“!Esto es infame, es contrario a la civilización¡ gritó indignado. Oyóle don Jorge
Chambers Vivero, y le ofreció que contribuiría con cuanto le fuera posible a impedir tal
escándalo. Luego después, el General Andrade se encontró con Plaza, y le dijo:
“¡Ud. ha autorizado, ha ordenado este crimen!
Había que sacrificar al negro; era imposible salvar de otra manera a los Alfaros
fue la contestación de plaza (1).

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¿Por qué no ha refutado este General, en tantos años, una acusación tan
tremenda? ¿Sigue acaso en la creencia de que la muerte de Montero fue un acto
legítimo de justicia popular? ¿O es que estima tan en poco la opinión del pueblo
ecuatoriano, que nada le importa el que lo tengamos por inocente o no? ¡La justicia
popular!; quiera Dios que no se le antoje a ese pueblo juez pedirle cuentas al señor Plaza
de todos sus actos en el gobierno ¡Quiera Dios que no se repitan ni con él, los actos de
barbarie que tan mal nos ha colocado en el Concepto de las demás naciones!
Parece que el secretario privado del General Ministro de Guerra era más
previsivo y diestro que el mismo General Plaza; puesto que las disculpas de aquel
revisten formas más abogadiles y amplias, como vamos a verlo.
“Guayaquil, 25 de ¿Enero de 1912. Señores Presidente y Ministros de Estado.
Quito. A las ocho y media p. m. terminó el Consejo de Guerra sus deliberaciones,
sentenciando al General Montero a la pena de dieciséis años de presidio y degradación
pública. El pueblo se sublevó contra esta sentencia que defraudaba sus esperanzas de
que fuera la pena de muerte. Tres o cuatro mil hombres armados protestaban contra esta
resolución del Consejo y, pedían la cabeza del traidor. Hemos agotado nuestros
esfuerzos por contener al pueblo. No fue posible. Nos atropellaron. Atropellaron al
Consejo, por donde las fuerzas invadieron la Gobernación, donde funcionaba Consejo, y
ultimaron al desgraciado jefe rebelde, ensañándose en su despojos que arrastran en estos
instantes por fas calles... Hemos expuesto inútilmente nuestras vidas por salvar presos y
el señor General Plaza ha agotado heroicos esfuerzos para salvarles la vida. La cólera
popular es incontenible y terrible, de manera que en estos mismos momentos, apenado
el espíritu por los caracteres odiosos de la tragedia a que acabo de asistir, me preocupo
de ver cómo salvo la vida de los otros presos.
Luego comunicaré. Saludo a Uds. Ministro de Guerra, J. F. Navarro”.
Horas después, repitió las mismas noticias; pero, contradijo en lo principal, las
disculpas primeramente alegadas. Ya no fueron los cuatro mil hombres armados los que
invadieron la Gobernación y asesinaron a Montero, sino el pueblo agrupado en la barra
del tribunal; esto es, dos o tres centenas de asesinos, a lo sumo, por más, espacioso que
supongamos el lugar destinado para dicha barra. Confiesa paladinamente que no se hizo
ni pudo hacerse nada para contener al furioso pueblo.
Además, expresa haber hallado un modo original para salva la vida de los demás
presos; es decir, le anuncia al Gobierno que va a continuar el drama, pues está dispuesto
a no faltar en un ápice a las instrucciones recibidas. He aquí este importante
documento:
“'Guayaquil, 25 de Enero de 1912. Señor Presidente y Ministros. Quito. Como
anuncié a ustedes, terminó Consejo de Guerra a las siete treinta p. m. y sentenció a
Montero a degradación y dieciséis años de penitenciaría; el pueblo agrupado en la barra,
protestó de la sentencia por no haber sido condenado a muerte; y con peligro de los
Jefes que formaron dicho Consejo, ultimaron al traidor Montero, cuyo cadáver arrojaron
por una de las ventanas, donde lo decapitaron. La fuerza armada que custodiaba el

(1) Véase el folleto “El partido conservador, sindica a los asesinos de Alfaro y Compañeros”,
pág. 25.

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edificio de la Gobernación, donde existe el resto de prisioneros, no pudo contener este
horrible hecho, puesto que era imposible hacer uso de las armas contra un pueblo que se
creía con derecho por las horribles extorsiones que cometió con él. La excitación
popular sigue, y por, ella verán ustedes que es difícil seguir el juzgamiento a los demás
traidores, ni los edificios se prestan en este lugar para tener seguridad, y no es posible
contener el pueblo a balazos y exponer a esta ciudad a una hecatombe; motivo por el
cual he resuelto enviarlos a esa Capital en el tren de hoy o de mañana a primera hora.
Por razones expuestas, espero que se dignaron aprobar mi procedimiento. Salúdales. J.
F. Navarro”
No le era posible al fingido Ministro de la Guerra, confesar más clara y
terminantemente su responsabilidad en el asesinato cometido; puesto que establece, en
este segundo telegrama, como indisolublemente verdaderos, los hechos siguientes:
Primero. Los que cometieron el asesinato fueron individuos del pueblo,
agrupados en la barra: y, segundo: no se les pudo contener, haciendo uso de las armas,
porque se creían con derecho para matar al jefe rebelde.
¿Qué explicación cabe dar a estas cínicas confesiones, sino la que naturalmente
se desprende del contexto de ellas?
Según la primera confesión, bastaba para evitar el atentado, tomar medidas de
prudencia y proceder con la debida energía; puerto que la barra de un tribunal, por
numerosa que se suponga, puede ser despejada sin necesidad, de hacer uso de las armas.
Si era verdadero el furor popular, de que habla el General Navarro, la autoridad
pública estuvo en el estricto deber de resguardar el tribunal con fuerza armada
suficiente; a fin de proteger, no sólo la independencia de los jueces y la recta aplicación
acto que pudiera traducirse como defensa del infeliz Montero.
De la ley, sino también la persona del acusado.
El mismo tribunal tenía derecho, y aun obligación, de pedir que la barra, si tan
furiosa se mostraba, fuese despejada en el acto, para evitar cualquier posible atentado.
Una barra que se desborda, en presencia de los; jueces y asesina al procesado,
manifiesta que no tenía delante ningún obstáculo que vencer, ninguna fuerza pública;
que arrollar, ninguna autoridad a quien temer; y que, por lo contrarió, obraba en la
seguridad de conseguir la impunidad más completa.
Nadie trató siquiera de obstar la perpetración del crimen: ni el General Navarro
ha podido aducir concretamente ningún.
En el primer telegrama, trasmitido en los momentos mismos en que se profanaba
el cadáver de la víctima, afirmó, ciertamente, que el General Plaza y él habían sido
atropellados; que habían agotado heroicos esfuerzos aun con peligro de su vida, para
contener al pueblo y amparar a los presos;. En fin, que los asaltantes, en número de tres
o cuatro mil armados, habían, sido irresistibles en la acometida; y de esta exposición
había que deducir lógicamente, que el crimen perpetrado era efecto de fuerza mayor que
no pudo ser dominada por la autoridad pública.
Era ésta una defensa de, abogado; pero, desgraciadamente, tan hiperbólicas
afirmaciones quedaron destruidas con el telegrama posterior; ya que no pueden ser
verdaderas a la vez ambas comunicaciones contradictorias.

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De suyo venía a ser falsa, de toda falsedad, la aseveración de que la sala del
tribunal había sido atacada por un torrente popular, compuesto de tres o cuatro mil
personas armadas; porque no habría podido explicar el Ministro de Guerra de dónde
salió de repente aquel ejército formidable, ni en qué almacenes militares pudo proveerse
el pueblo de tan crecido número de armas.
Y todo esto, sin que lo supieran los encargados de la autoridad, obligados a
reprimir aquella colosal asonada, con tanto mayor apresuramiento, cuanto que eran
conocidas las criminales intenciones de los amotinados.
Tres o cuatro mil hombres no pueden armarse y organizarse a escondidas y en
profundo silencio, sin hacerse sentir de la Policía: habrían necesitado mucho tiempo
para ello; habrían tenido que ocupar gran espacio de la ciudad; habrían, en fin,
producido un gran escándalo que forzosamente hubiera llamado la atención de las
autoridades, y hécholas obrar con eficacia para disipar un motín tan peligroso.
En la noche funesta del 25 de Enero, no pudo haber en Guayaquil más gente
armada que la de los cuarteles; y menos, en el número de tres o cuatro mil hombres,
como dice el General Navarro.
Hacía ya tres días a la entrada de los vencedores; y la calma, si hemos de crecer
a los partes del General en Jefe, se había relativamente restablecido en la ciudad. Es
decir, no había pueblo armado, no había facciones en son de guerra: persistía la
intranquilidad consiguiente a la lucha que recién había terminado; pero el pueblo había
tornado a sus ocupaciones habituales.
Guayaquil está tranquilo repetía el General Plaza en sus comunicaciones
oficiales: ¿de dónde salieron, pues, aquellos tres o cuatro mil hombres armados, sin que
la autoridad se diera cuenta de una irrupción de semejante magnitud?...
Falsedad más gigantesca, ni más palmaria, no ha podido producirse jamás, en
ningún; documento oficial suscrito por persona de honor; y no Había necesidad de que
el General Navarro la desmintiera, aclarando después que sólo se trataba de un poco de
pueblo agrupado en la barra del tribunal.
En todos los tribunales se estima la contradicción del sindicado, como prueba de
su culpabilidad; y las rectificaciones del Ministro de la Guerra no han hecho sino
comprometerlo gravemente, denunciándolo ante la opinión y la Historia como fautor
principal del asesinato de Montero.
Y tan desgraciado estuvo en sus contradicciones, que desmintió hasta en los
detalles, hasta en la hora en que había terminado el Consejo de Guerra; puesto que
afirmó primeramente, que la sentencia fue pronunciada a las ocho y media de la noche,
y después aseguró que a las siete y media: la diferencia de tiempo es corta; pero,
demuestra que la verdad no dictaba aquellas comunicaciones oficiales.
El General Navarro no tuvo embarazo alguno en declarar terminantemente,
como lo dejo apuntado arriba, que no era posible contener al pueblo por medio de las
armas, porqué ese grupo de asesinos se creía con derecho para ultimar a Montero y, sin
duda, para despedazar y profanar su cadáver.
La justicia popular, como dijo el otro, expresada en otra forma: el
reconocimiento del derecho de retrogradar al estado antropofagia, llevado a cabo por los

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mismos que debían ser guardianas de la Constitución y las leyes, por los mismos que se
vendían por obreros infatigables de la civilización y el progreso!.
Apenas podrán imaginarse en los países adelantados, que aquí, en el Ecuador
que se precia de cristiano y culto, ha sido reconocido el derecho de una turba vil, para
revocar violentamente el fallo de un tribunal que revestía las formas legales, y asesinar
con alevosía y crueldad al indefenso acusado, a la vista misma del Ministro de Guerra y
Marina y del General en Jefe de los Ejércitos de la República¡.
Apenas darán crédito a la afirmación de que dichos altos dignatarios de la
milicia ecuatoriana han proclamado y defendido la inicua doctrina de que el pueblo
puede hacerse justicia, por su propia mano, sin que a la autoridad pública le sea lícito
oponerse a la voluntad de las muchedumbres, por execrable y bárbaro que sea su
procedimiento.
Apenas se dará crédito que aquí, en el Ecuador civilizado y progresista, cuatro
mil soldados de línea han mirado indiferente que un puñado de malvados asesinase y
cometiese profanaciones salvajes, porque los forajidos se creían con derecho para
vengar imaginarias ofensas, con crímenes espantosos.
¿Cómo ha podido el General Navarro proferir una blasfemia semejante contra la
justicia y las leyes, contra la cultura de la nación, contra los fundamentos de la sociedad,
contra la civilización del mundo moderno?
Nunca se ha concedido, en ninguna edad, en ningún pueblo medianamente
adelantado, el absurdo derecho de ejercer la justicia popular, a las chusmas más
degradadas y viciosas, como lo quieren los Generales Navarro y Plaza.; y, si tal derecho
fuese permisible, no sería posible la sociedad, no sería posible el imperio de las leyes,
no era posible la estabilidad de las instituciones, no sería posible la vida misma de los
pueblos.
Proclamar ese derecho, es entronizar la anarquía, reconocer la omnipotencia de
las turbas, convertir el desorden, y el crimen fundamentos sociales; y desandar el
camino recorrido por la humanidad en tantos siglos para volver a la cueva del salvaje,
cuyas únicas leyes son los bestiales instintos y la violencia.
El General Navarro confiesa que no fue posible contener al pueblo con la fuerza
armada, sin contrariar el derecho que creía tener ese pueblo para asesinar a Montero;
luego es absolutamente falso que hubiesen los dos tramoyistas agotados sus esfuerzos
históricos ni puesto en peligro su vida, procurando salvar la del procesado.
Si no emplearon la fuerza, si no quisieron ni pudieron emplearla, por respeto a
los derechos populares; si, se limitaron a presenciar el ejercicio de la justicia popular de
que hablan, ¿en qué consistió el heroísmo, en qué el supremo esfuerzo, en qué el peligro
de la vida, alegados para justificarse?
¿Arengaron acaso a la muchedumbre sedienta de sangre, llamándola a
sentimientos más humanitarios y justos?
¿Suplicaron por ventura a las fieras, para que depusieran crueldad y respetasen a
la víctima indefensa?
No lo dicen; pero, si todo su heroísmo y esfuerzos se redujeron a ruegos y
peroratas, mal han podido decir que fueron arrollados, y vieron en peligro su vida.

158 
 
Más les hubiera valido imponerse con la energía del hombre honrado que se
agiganta, en presencia del peligro de un semejante suyo; rechazar la bárbara agresión
con la entereza propia de quien está encargado de velar por la seguridad de los
ciudadanos; oponer la fuerza a la fuerza, y morir antes de permitir que la justicia y el
derecho sucumbiesen bajo la planta asquerosa de los malhechores.
Esto les cumplía; y no habiendo obrado así, aunque supusiéramos que estaban
del todo ajenos al complot, serían cómplices de aquel asesinato infame.
Pero, las pruebas que he aducido, las propias confesiones de los sindicados, el
cúmulo de circunstancias que precedieron, rodearon y sucedieron a la comisión del
crimen, no dejan duda acerca de que los Genérales Plaza y Navarro fueron los
principales fautores del asesinato del General Montero.
¿Estaba incluido este atentado en las instrucciones que el Ministro de Guerra
recibió del Gobierno, antes de partir a la Costa?
Muchos lo creen así; y la ferocidad, insistentemente manifestada por Freile
Zaldumbide y sus Ministros, apoya esta opinión dándole visos de indiscutible verdad.
Y algunos escritores se avanzan a explicar las razones que tuvieron los enemigos
de Alfaro y Montero para sacrificar primeramente a éste en Guayaquil; facilitando de
este modo la degollación de los demás, en la Capital.
“El Ecuatoriano”, diario que se desligó completamente del Gobierno marcista,
después del asesinato de Julio Andrade, dice en su edición guayaquileña,
correspondiente al 4 de Febrero de 1913, lo que sigue:
“Sabido es que por motivos sociológicos, cuyo estudio no es de este lugar,
Guayaquil da la ley del movimiento nacional en el Ecuador. Reloj en mano puede
afirmarse de Guayaquil, lo que Paul Féval decía para comprobar la influencia de París
sobre el resto de Francia. Mutatis mutandis, sostenemos nosotros que, si Guayaquil da
ciento veinte pulsaciones en un minuto, otras tantas le corresponden puntualmente en
Quito, Capital de esta República. Decía Lamartine que cuando Dios quiere universalizar
una idea, se la inspira a un francés; pues poco menos sucede en el Ecuador, respecto de
ciertos asuntos de opinión en que no median razones fundamentales de discrepancia. La
voz de Guayaquil tiene en el interior resonancia de unanimidad irresistible. Y así
telegrafiar a Quito, donde los Alfaros eran cordialmente aborrecidos: que la avalancha
había sido terrible; que las turbas habían atropellado al Consejo de Guerra; que Montero
había sido muerto, decapitado y lanzado por los balcones de la Gobernación, a despecho
de la fuerza armada que había sido impotente para impedirlo, equivalía a delinearle a
Quito el patrón que debía seguir respecto de los Alfaros. En esos momentos de vértigo y
frenesí públicos, no hubo en el Gabinete ecuatoriano un solo hombre que recapacitara
un tanto e hiciera notar cuan inconveniente era la publicación de semejante pieza; y el
telegrama salió a luz para servir de pábulo a la hoguera que ya había comenzado a arder.
El señor Freile Zaldumbide y sus Ministros no tienen siquiera la excusa de que la
sanguinosa tempestad aún rugía en el subsuelo, porque para entonces ya había sido
victimado el Coronel Belisario Torres; y sobrados indicios había de que el drama
alcanzaría los horrorosos reflejos que tuvieron en Lima, las escenas macábricas
ocurridas con los Gutiérrez, según lo Pronosticó “La Constitución”, periódico del

159 
 
Gobierno que salió verdadero en sus agoreros anuncios, desgraciadamente hartó
fundados”.
“El Ecuatoriano” no tuvo una frase de acusación contra Freile Zaldumbide y sus
Ministros, ni contra Plaza y Navarro, por los crímenes de Enero; pero, rota la
coalición, disipada la atmósfera de sangre que embriagaba a los escritores antialfaristas,
serenado el ambiente y oída la voz universal de reprobación de tan bárbaros sucesos, se
operó una reacción formidable a favor de la moral; y la hombría de bien recobró sus
derechos en la conciencia de muchos diaristas enemigos acérrimos del Viejo Luchador.
Pasada la tempestad, todos acusaron, todos allegaron pruebas, todos señalaron
con el dedo a los criminales: diríase que hubo empeño en lavarse aun de remotas
participaciones en la borrasca, y en vindicar a la Patria de las calumnias que la han
abrumado, mediante la entrega de los verdaderos y únicos delincuentes, a ese juez
incorruptible, el tribunal augusto de la Historia.
Y “El Ecuatoriano” emprendió una labor patriótica y de reparación, al publicar
sus severas opiniones sobre los acontecimientos de Enero: tardía, muy tardía era la
acusación; pero ella vino a reforzarnos, a prestar apoyo a los liberales que trabajábamos
por establecer la culpabilidad de los que real y verdaderamente concibieron y
consumaron aquellos crímenes.
De consiguiente, la opinión general acusa y condena hoy, al Gobierno de Freile
Zaldumbide y a los Generales Plaza y Navarro, como a los principales responsables de
la muerte del General Pedro J. Montero; sin que les valga alegar que no les, fue posible
contener el indomable furor del pueblo.
Los verdaderos, los únicos profanadores del cadáver de aquel desventurado Jefe,
fueron los soldados del “Marañón” que, disfrazados de paisanos, ocupaban la barra del
tribunal, con conocimiento e indudable mandato de sus superiores; soldados que, casi en
su totalidad, eran conservadores terroristas, fanáticos furibundos, reclutados a propósito
para formar un Cuerpo de Reserva pronto a volver sus armas contra el Gobierno de
Alfaro, en la época misma del conflicto con el Perú, como ya lo dije en capítulo
anterior.
Ese batallón, designado por los coalicionistas para oponerse a las garantías
concedidas en la Capitulación de Duran; batallón que merecía la confianza del General
Plaza y del General Navarro, ese fue el escogido para derramar sangre sin combate para
segar cabezas importantes de manera alevosa, para cubrir de baldón y vergüenza a la
República.
El General Plaza afirmó en sus telegramas, que el pueblo se había calmado,
después de los bárbaros sucesos; y aun añadió por ahí, que ese mismo pueblo estaba
avergonzado y arrepentido de sus actos.
El General Navarro le desmintió en seguida; pues aseguró al Gobierno que la
furia popular seguía en aumento, que era imposible apagar el incendio, que el peligro de
que asesinaran a demás presos era inminente; y que se hallaba en la impotencia; de
oponerse y dominar la fiereza de las muchedumbres.
¿Cuál de los dos Generales hablaba la verdad?
¿Era tal vez Navarro instrumento y juguete de la pérfida política del General en
Jefe, quien intentaba ponerse de todos modos a cubierto de futuras responsabilidades?

160 
 
¿O cumplía el Ministro de Guerra instrucciones secretas recibidas en Quito?
No me atrevería por ahora a resolver ninguna de estás cuestiones en
particular; pero es evidente de toda evidencia, que se procedía con refinada mala fe, y
sin otro fin primordial que la eliminación de los Alfaros, por medio de otra oleada
popular, semejante a la que acaba de tragarse al infeliz Montero.
Todo parecía preparado al efecto; y la misma manera salvarle la vida,
encontrada a última hora por el Ministro de Guerra, iba encaminada al desaparecimiento
final de los prisioneros.
Mandarlos a Quito, había dicho el General Plaza, era condenarlos a la misma
suerte del desgraciado Quirola; y ahora después del ejemplo dado en Guayaquil, según
lo observa “El Ecuatoriano” en los párrafos que he copiado, ese peligró había subido de
punto, al extremo de que la resolución adoptada por Navarro, equivalía a una
irrevocable sentencia de muerte.

161 
 
CAPITULO X

SUBTERFUGIOS DEL CRIMEN

El Encargado del Poder Ejecutivo, después de haber exigido con tanta


insistencia y energía la remisión de los presos a la Capital; después de haber ofrecido a
las turbas coalicionistas que los Alfaros y Montero sufrirían un inmediato y ejemplar
castigo en Quito, cambió de parecer, como ya se ha visto; y ordenó que los desgraciados
presos fuesen juzgados en la ciudad de Guayaquil, y remitidos al Panóptico, después de
la condena.
El General Plaza que manifestó su oposición al viaje de los Generales vencidos,
alegando que equivalía a enviarlos a una muerte segura, como la del infeliz Quirola
triunfó; pero llama la atención el hecho de que no hubiesen protestado contra esta
resolución del Gobierno, ni los placistas, ni los conservadores, ni el Ejército, ni los
Gobernadores de provincia, que hasta la víspera, airados y furiosos, levantaron la voz
contra las insinuaciones del General en Jefe, relativas a la conveniencia de conservar a
dichos presos en Guayaquil, para preservarlos del asesinato que se tenía por
indefectible, si iban a la Capital. Freile Zaldumbide y sus Ministros no inspiraron
respeto a nadie, menos, temor; puesto que eran juguete de las facciones y blanco de
desacatos cotidianos y escandalosos. Por consiguiente, no puede decirse que la
autoridad impuso silencio a los desalmados que pedían la inmolación de los Generales
prisioneros, sin aplazamientos y en la misma ciudad de Quito, donde con más ardor
y frenesí fermentaban las pasiones de bandería y los furores de secta.
La prensa antialfarista habíase desbordado ante la sola idea de que las víctimas
no fueran inmediatamente trasladadas al matadero que la coalición tenía ya listo en las
faldas del Pichincha; pero, cuando se supo que el Gobierno había resuelto proceder
conforme a los deseos del General Plaza, tan acremente censurados, esa prensa
digo también guardó silencio, como si se conformara con la evaporación de sus
anhelos y el malogro de su incesante trabajo.
Inexplicable resulta este cambio radical en la opinión de todos aquéllos
frenéticos y sedientos de sangre humana; de modo que la crítica histórica tendrá que
deducir que hubo una modificación del programa; un acuerdo previo entre los
agitadores de la chusma antialfarista, para alterar el orden de las ejecuciones; y que en la
seguridad de que sobrevendría la catástrofe, nadie sembró alarmas por la innovación en
las escenas del drama.
Y esto está apoyado por todos los documentos que llevo citados, por la actitud
de los miembros del Gobierno y del General Navarro, y, sobre todo, por el encargo
secreto que el General Plaza le dio a Gonzalo Córdova, el 24 de Enero, para que diese a
los conservadores la seguridad de que les entregaría la presa que ansiaban.
“Hágales saber que los prisioneros a quienes ellos tanto temieron, están bien
seguros, y que irán a Quito tal y como lo ha ordenado el Gobierno: la justicia cumplirá
su deber” decía el General en Jefe a su agente político, sin fijarse en que este telegrama
había de descorrer el velo y denunciar al público, la doblez con que dicho General se
conducía.

162 
 
Este encargo, como ya lo he dicho, echaba por tierra todos sus alardes de
magnanimidad y clemencia, y revelaba toda la tenebrosidad de su alma; puesto que, al
mismo tiempo que sostenía la imperiosa necesidad de retener a los prisioneros en
Guayaquil, a fin de que no fuesen asesinados en Quito; al mismo tiempo que declaraba
que no había nacido para verdugo, y pedía que enviará el Gobierno a otro que ejecutase
la orden de arrastrar a los Jefes vencidos a la misma suerte que el Coronel Quirola,
confiaba a su mejor amigo la misión confidencial de desmentir todas aquellas pomposas
declaraciones, como para satisfacer al círculo clerical terrorista, que había principiado a
concebir sospechas y desconfianzas de su aliado ocasional.
No se puede comprender cómo un hombre tan astuto y sagaz, pudo publicar, él
mismo, una prueba tan terrible de su responsabilidad; prueba que, al decir del escritor
bogotano General Sánchez Núñez, ha sido el grano de arena en que tropezó y se
despedazó el carro triunfal del General Plaza.
El mencionado telegrama fue trasmitido el día 24, cuando ya el General Navarro
se encontraba en camino “para ponerse al frente de la situación y evitar que la sangre,
impunemente derramada, manchara los laureles de los vencedores”, según le decía él
mismo Gonzalo Córdova al General en Jefe, en telegrama del 23 de Enero, que ya he
copiado en un capítulo anterior. Luego, es indiscutible que el General Plaza conocía el
pensamiento íntimo de los hombres del Gobierno; que sabía, sin ningún asomo de duda,
que no se había renunciado a la horrorosa venganza premeditada contra los Alfaros; que
tenía certidumbre de que Navarro, lejos de hacer cumplir las leyes, se limitaría a llenar
las instrucciones secretas que había recibido; que tomaba como mera farsa el
juzgamiento y creía infalible la condenación de los acusados, y su remisión a la Capital
para que fuesen inmolados sin misericordia.
Sin que el General en Jefe estuviera convencido de todo esto, su aviso a los
conservadores de Quito, no tendría sentido ni habría tenido objeto; y menos, si nos
fijamos en la categórica afirmación de dicho General, acerca de que la justicia
cumpliría su deber. Sabemos ya en lo que consistía la justicia para Plaza: el asesinato
alevoso y cobarde, la profanación sacrílega de los humanos restos, la venganza ejercida
hasta con el polvo inerte del enemigo, todo eso es lo que el Comandante en Jefe tenía
por justicia popular.
La suerte de los Alfaros y de sus compañeros de infortunio, estaba fijada
irrevocablemente: el juzgamiento en Guayaquil, no era sino una alteración en el
programa de sangre, una mera peripecia del drama; pero que de ninguna manera debía
modificar ni cambiar el desenlace.
El Gobierno, dióle al General Navarro las siguientes instrucciones, en la
mañana del día 25 de Enero:
“Aun cuando juzgo excusado recomendarle el cuidado y conservación de los
Generales Alfaro, Montero y Páez, con todo, me permito exigirle que tome Ud. todas
las precauciones que le aconsejen su prudencia y tino, para que dichos presos no sufran
ningún vejamen ni hostilidad del pueblo, menos que se atente contra su vida. Lo que
sí creo conveniente insinuarle, es que ordene cuanto antes el juzgamiento militar, a
que por las leyes deben ser sometidos; para de esta manera satisfacer a la vindicta
pública que reclama, con justicia, el castigó de los culpables. El juzgamiento, conforme

163 
 
al Código Militar, debe verificarse en esa ciudad, teatro de las infracciones. Concluido
el juicio verbal, remítalos a esta Capital para que cumplan con su condena, empleando
escrupulosamente todas las medidas eficaces para garantizar la vida de los condenados.
Acúseme recibo de este telegrama Carlos Freile Z.”
Pudiera decirse que estas instrucciones debían tener tal vez un sentido doble, un
valor entendido entre el Gobierno y Ministro de Guerra que actuaba en Guayaquil;
puesto que ninguna de ellas fue cumplida, con manifiesto desprecio de la autoridad
suprema de la República. Ya hemos visto cómo se dio cumplimiento a la orden de
tomar medidas eficaces para evitar vejámenes y hostilidades, a los prisioneros, y sobre
todo, para garantizarles la vida: la soldadesca disfrazada, ultimando a Montero, en
presencia misma del tribunal, sin que nadie impidiera el asesinato ni el
descuartizamiento del cadáver; esa justicia popular bárbara y cruel, según las
expresiones del mismo General Plaza; ese pueblo ad-hoc, agrupado en la barra, al que
no fue posible contener con la fuerza armada, porque se creía con derecho para matar al
Jefe rebelde, son la prueba palpitante de que Freile Zaldumbide fue por completo
desobedecido.
Y éste, no sólo lo supo, sino que hizo publicar los telegramas oficiales que le
anunciaban aquel total y escandaloso desobedecimiento, como si tuviera empeño en que
la República se enterara y conociera que las órdenes del Gobierno eran pisoteadas por
sus agentes, o constituían una raerá farsa.
Ni una palabra de reprobación para los Generales que tan abiertamente habían
infringido aquellas instrucciones: cualquier Gobierno, ante las iniquidades cometidas
con Montero, habría exigido la responsabilidad de Navarro y Plaza, los habría destituido
inmediatamente, para satisfacer a la humanidad y a la civilización abofeteadas;
habría alejado de sí, lejos, muy lejos, a esos agentes que podían tiznar y
ensangrentar con su contacto a los altos dignatarios del Estado; pero Freile
Zaldumbide y sus Ministros recibieron las funestas nuevas de la tragedia, como cosa
natural y ya esperada, las trasmitieron al público en los diarios oficiales, con cierto mal
disimulado alborozo, y mantuvieron en los puestos a los responsables del salvajismo
que nos coloco en la picota, expuestos a la pública vergüenza. ¿Cómo debe
interpretarse la conducta de un Gobierno semejante? ¿Cobardía ante los asesinos o
participación directa en el atentado? Aunque quisiéramos favorecer a los hombres del
Gobierno, descartando todas las pruebas que obran en su contra, no podríamos salvarlos
de complicidad manifiesta; porque esa entidad moral que decimos Gobierno, no puede
disculparse con el miedo grave: tiene en sus baños todas las fuerzas de la sociedad, toda
la omnipotencia de la ley; y, sí por cobardía no las emplea en evitar un crimen como el
del 25 de Enero en Guayaquil se constituye él mismo en reo de la infracción que no
tuvo valor para impedir. Criminales por cobardía, o criminales por perversión: el dilema
es terrible para el Presidente del Senado y sus Secretario; pero firmemente verdadero e
irrefutable.
Con posterioridad, y cuando se levantó una acusación universal contra el
Gobierno de Quito, viéronse los que componían, obligados a publicar un manifiesto “A
la Nación”, en el que afirmaron que el telegrama de instrucciones mencionado, no fue

164 
 
recibido a tiempo por el General Juan Francisco Navarro. ¿Se pretendió salvarlo así de
la tremenda acusación suspendida sobre su cabeza?
Pero, cuando tal afirmaron dichos manifestantes, faltaron con impudencia a la
verdad, sin recordar quizá que el mismo Ministro de Guerra había asegurado lo
contrario en un documento oficial irrefutable. En efecto, el mismo día 25 de Enero,
fecha del telegrama de instrucciones, a la una de la tarde, el General Navarro comunicó
al Ejecutivo que estaba cumpliendo las dichas instrucciones del Gobierno, y que ya
había ordenado al General en Jefe que organizara el tribunal militar para el juzgamiento
de los altos Jefes rebeldes.
¿Cuál la intención con que los miembros del Gobierno y los Generales Navarro
y Plaza han asegurado que ciertos telegramas precisamente los más importantes no
llegaron con la debida oportunidad a manos de los destinatarios? Pero la falsedad de tal
aseveración se destaca y pone de relieve por sí misma, pues no es verosímil que,
estando la comunicación franca, no se hubiesen trasmitido de preferencia las órdenes
del Gobierno a sus Generales en campaña. Y que las líneas telegráficas estaban francas
en los diez últimos días del mes de Enero, se prueba con la misma colección de
telegramas que han publicado Plaza y el Gobierno; el primero, en “Páginas de Verdad”,
y el segundo, en el manifiesto “A la Nación”. Los referidos telegramas demuestran una
comunicación no interrumpida, desde el día 22 hasta el 31 del Enero; de modo que
no se podría explicar cómo pudo suceder que no llegasen a manos de Navarro y Plaza,
los telegramas del Gobierno, trasmitidos el día 25, siendo así que el Encargado del
Ejecutivo recibió los que dichos Generales le dirigieron en la misma fecha. Si la línea
estaba interrumpida para los unos, debió también estarlo para los otros: ¿quién detuvo
las órdenes del Gobierno para el General Navarro? ¿Y qué hizo el Gobierno para
descubrir y castigar al telegrafista que interceptó una comunicación oficial de tal
importancia, si es que hubo empleado del Telégrafo que se atreviera a cometer
semejante delito?
A las mismas reflexiones se presta la afirmación de Plaza de no haber recibido
los dos telegramas del 26 de Enero, en lo que el Gobierno ordenó que no se remitiese a
Quito a los prisioneros, por el riesgo que corrían de ser asesinados, y que se los
guardase a bordo del “Libertador Bolívar”. En aquel día, desde las tres de la mañana,
dirigió Navarro varios telegramas al Presidente del Senado; y ninguno de ellos dejó de
llegar a su destino puesto que fueron publicados de seguida en el diario oficial ¿Cómo
aconteció, que los telegramas de Freile Zaldumbide, trasmitido en la misma fecha y por
la misma línea telegráfica, no fueran recibidos con oportunidad por el General en Jefe y
el Ministro de la Guerra? ¿Y por qué fatalidad sucedía que únicamente los telegramas
favorables a los prisioneros fuesen Interceptados por una mano criminal y asesina?
Estas negativas dan margen sobre todo para establecer una prueba elocuente de
culpabilidad en contra de Navarro y Plaza y más, si tomamos en cuenta el testimonio
del General Julio Andrade, quien aseguró, sin ser desmentido, que había visto los
telegramas del 26 en poder del General Plaza, en la mañana del mismo día, y que
aún se empeñó en que se cumplieran las órdenes contenidas en dichos partes
telegráficos. Las palabras del General Andrade, al respecto, han sido publicadas en

165 
 
varios escritos aun durante su vida; y nadie ha osado contradecirlas, menos probar que
eran falass.
Y Navarro no podría escudarse con la pretendida falta de; instrucciones, ni
suponiendo que el telegrama en cuestión hubiese llegado demasiado tarde a sus manos;
porque, si hemos de creer al ex-Ministro Carlos Rendón Pérez, va había recibido las
mismas órdenes, precisas y detalladas, antes de emprender viaje a Guayaquil.
El mencionado ex-Ministro publicó el 3 de Julio de 1914, en “El Grito del
Pueblo Ecuatoriano”, una exposición justificativa llevado del deseo de calmar la
creciente indignación nacional contra el Gabinete al que en mala hora había
pertenecido. En uso del derecho de sincerarse, no vaciló a contradecir, en puntos
principales, el célebre Manifiesto que Freile Zaldumbide y sus Ministros habían dirigido
a la Nación; y publicó las siguientes importantísimas declaraciones:
“Cierto es que al principio se acordó que los Generales Eloy Alfaro, Montero y
Páez fuesen llevados a la Capital.
“Pero como las noticias que recibía el Poder Ejecutivo, presentaban
contradicciones, que impedían la clara visión de los sucesos de la Costa, resolvióse,
después, que el General Navarro, Ministro de la Guerra se trasladase a Guayaquil.
“Este traía instrucciones precisas. La primera prohibía la Inmediata conducción a
la Sierra de dichos Generales, pues, decía textualmente: “El juzgamiento, conforme al
Código Militar, debe verificarse en la ciudad de Guayaquil. Concluido el juicio verbal,
Remítalos a esta Capital para cumplir su condena, empleando escrupulosamente todas
las medidas eficaces para garantizar su vida”
“Además, prescribía que se tomasen las precauciones todas que aconsejaban la
prudencia y el tino, para que los detenidos no sufrieran ningún vejamen ni hostilidad;
indicación que pone de bulto los sentimientos humanitarios de los miembros del
Gobierno.
“Se señalaba, pues, como condición necesaria para encaminarlos a Quito, la
previa sentencia condenatoria.
“Y, efectivamente, de conformidad con lo resuelto por el Supremo Gobierno, y
ateniéndose a las instrucciones que trajo” (palabras del Ministro de la Guerra), este alto
Jefe procedió al; juzgamiento del General Montero.
“Acaecida la nefanda muerte del malaventurado militar, del Ministro de la
Guerra, motu proprio, despachó los presos a Quito, expresando “que tomaba esa
determinación, por hallarse firmemente persuadido de que corrían inminente peligro de
morir del mismo modo que Montero; y viéndose en el caso de suspender el
enjuiciamiento, los sacaba inmediatamente de la ciudad, y los remitía esa misma noche,
custodiados por el Coronel Sierra…”
De consiguiente, no es cierto que le hubiesen faltado instrucciones al General
Navarro; puesto que, según estas afirmaciones de Rendón Pérez, el telegrama que se
dice retardado, no venia a ser sino la ratificación de las órdenes que ya se le habían
impartido en Quito.
Por otra parte, eso de alegar que no se cumplió con leyes ni con la humanidad,
rodeando de garantías a un hombre que se encontraba en el banquillo de los acusados,
por no haber recibido oportunamente instrucciones para llenar aquellos ineludibles

166 
 
deberes de la autoridad pública, constituye una monstruosidad sin nombre. Según este
criterio, Navarro podía presenciar impasible el degüello de todos los guayaquileños, el
incendio de nuestra Metrópoli comercial, el saqueo del alto comercio, o cualquiera otra
barbaridad, si no había recibido instrucciones oportunas del Gobierno para reprimir
a los asesinos, prender a los incendiarios o ahuyentar a los ladrones. ¿Y para qué
tenía el carácter de Ministro de Estado, y la fuerza armada a sus órdenes? ¿Y para qué
alardeaba de sostenedor de la Constitución y del derecho de los ciudadanos? ¿Y para
qué llevaba espada al cinto si no era para defender al débil y amparar al que no podía
valerse por sí misino? Quien ha menester instrucciones para ser honrado y justo, leal y
caballero, no merece contarse entre los hombres de bien.
Decía que la autoridad de Freile Zaldumbide era despreciada por todos, aún por
los empleados más subalternos; y que el Ejecutivo se conformaba de tal manera con la
desobediencia más clamorosa y punible, que muy bien podía deducirse que existan
secretas connivencias entre el que daba la orden y el que la desobedecía.
Los Generales Plaza y Navarro, que nada podían hacer sin instrucciones
superiores, cuando las recibían, las ocultaban; o las quebrantaban con el mayor descaro,
y en la convicción de que el Gobierno no había de dirigirles ni el menor reproche,
menos aplicarles la pena que las leyes señalan para el infractor de los mandatos
gubernativos. Ni Constitución, ni leyes, ni disciplina militar, ni Gobierno, estaban por
sobre la voluntad del seudo Ministro de la Guerra y del General en Jefe en Campaña:
hacían lo que querían, sin pararse ni ante las más perentorias órdenes del Ejecutivo; y
después de cada transgresión, llovían sobre ellos los aplausos y los elogios, de parte del
mismo Jefe del Estado y sus ministros. ¿Cómo explicar la conducta de un Gobierno que
impartía órdenes, y luego aplaudía y recompensaba, lejos de castigar, a los que las
quebrantaban? La Historia, cuando esté en posesión de los datos más concluyentes
señalará el lugar que a Freile Zaldumbide y sus Ministros les corresponda en el rol de
los criminales de Enero; pero, vuelvo a repetirlo, no puede ponerse en duda la
participación de dichos hombres en las iniquidades que voy severamente relatando.
Y la acusadora Exposición de Rendón Pérez apoya y corrobora mis
deducciones; puesto que los mismos cargos que el ex-Ministro le dirige a su antiguo
colega, resultan pruebas concluyentes, de la culpabilidad del Gobierno, al que
acusador y acusado pertenecieron.
Ya hemos visto que en el telegrama del 25 de Enero por la mañana, Freile
Zaldumbide mandó que los prisioneros fuesen juzgados cuanto antes, en Guayaquil,
teatro de las infracciones cometidas; y que, después de ser condenados por el tribunal
militar, se los remitiera al Panóptico, dónde debían cumplir la pena impuesta. Hemos
visto también que Navarro, de acuerdo con esta resolución y las instrucciones que ya se
le habían dado en Quito, mandó que el Comandante en Jefe organizara los tribunales
militares respectivos, para el juzgamiento de los mencionados presos; y, el fin y término
que tuvo el Consejo de Guerra verbal, al que fue sometido el General Montero. No
obstante estas órdenes, y el haber dado comienzo a ponerlas en práctica, el General
Navarro resolvió motu proprio, como dice Rendón Pérez contrariarlas, en cuanto a los
demás prisioneros, y remitirlos a la Capital, como al principio lo había querido el
Gobierno. La desastrosa muerte de la primera víctima, fue el pretexto excogitado para

167 
 
tan grave y funesta desobediencia: la falsedad y la hipocresía volvieron a encubrir la
maquinación de los coalicionistas contra los Alfaros, cuya eliminación procuraban a
todo trance.
Y nótese la contradicción absoluta entre los partes del General Plaza y los del
Ministro de Guerra, en cuanto a la actitud del pueblo de Guayaquil: el primero, aseguró
al Gobierno, a los Gobernadores y Jefes de Zona, que el pueblo se había calmado, y aún,
que se manifestaba arrepentido: y el segundo, que continuaba frenético, incontenible,
haciendo esfuerzos por asesinar a los demás presos. Y para robustecer estos alarmantes
informes, continuó dirigiendo telegramas en la noche del 25 al 26 de Enero, anunciando
que el pueblo permanecía en las calles para evitar que se salvara de alguna manera a
los presos; que el pueblo presentaba delante de la Gobernación, pidiendo la cabeza de
esos desventurados, etc. Todo falso, todo invención criminal el pueblo guayaquileño,
presa del mayor estupor, había caído en profunda consternación, después de la tragedia
de aquella noche; y fueron vanas todas las medidas adoptadas para que los ciudadanos
aprobaran de alguna manera lo sucedido. Guayaquil tiene miles de extranjeros en su
seno; y ellos, testigos irrecusables, han podido decir si era verdad lo afirmado por el
General Navarro; afirmación contradicha unánimemente, desde los primeros momentos.
¿Por qué el General Navarro no ha confundido a sus acusadores, con el testimonio de
los Cónsules extranjeros, de los más honorables comerciantes franceses, alemanes,
italianos, etcétera, pidiéndoles que confirmaran sus telegramas de la noche del 25 al 26
de Enero, sobre el furor incontenible del pueblo de Guayaquil? ¿No estriba en la
suspensión del juzgamiento de los presos, la tremenda acusación que pesa sobre él,
por los asesinatos del 28 de Enero? ¿Por qué no ha destruido ese fundamento, si de
verdad podía explicar satisfactoriamente la remisión de los prisioneros a la Capital?
Navarro y Plaza se desvivían por poner a salvo la vida de los Alfaros y sus
compañeros; y no hallaron medio mejor de llenar sus humanitarios deseos, que
mandarlos inmediatamente a Quito; donde, según la propia y reiterada confesión del
Comandante en Jefe, correrían, con seguridad, la misma suerte que el desventurado
Quirola!... Plaza, y probablemente también Navarro, no habían nacido para verdugos,
según lo declaró el primero; y, sin embargo, estas dos encarnaciones de la misericordia,
no pudieron excogitar ninguna otra manera de salvar la vida de sus adversarios
vencidos, que maniatarlos y empujarlos al degolladero, a ciencia cierta de que
perecerían sin remedio!...
Verdad que Plaza no asumía responsabilidad alguna en este acto de perfidia,
pues había llegado ya el otro, “a ponerse al frente de la situación y evitar que la sangre,
impunemente derramada, manchase los laureles del vencedor”; verdad que Plaza le
había contradicho a su colega sobre la actitud de Guayaquil, contradicción maliciosa
que sería alegada en defensa del Comandante en jefe, cuando retumbase el trueno;
verdad que Plaza procedía con refinada astucia, pero de ningún modo ha podido ocultar
su colaboración en el drama horrible que ha infamado a la República. Si estaba
convencido de que los prisioneros marchaban a la muerte, si no había nacido para
verdugo, si no quería más sangre, ¿por qué no se opuso al envío de sus enemigos a la
Capital, como se había opuesto cuando el Gobierno los pidió en los días 22 y 23?
¿Acaso había desaparecido el peligro en las treinta y seis horas transcurridas desde su

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última negativa a desempeñar el papel de verdugo? ¿Cómo explicaría el General Plaza
este su rápido cambio de convicciones?
Y ahora tenía en qué hacer pie para impedir que los Alfaros fuesen sacrificados
como Quirola; puesto que el Gobierno penaba que los prisioneros fueran transportados a
uno de nuestros buques de guerra, a fin de conservarlos con seguridad y sin peligro.
Esta idea la había tenido ya el General Julio Andrade; y según lo refería públicamente,
insistió en que se adoptase aquel medio de salvación, en toda la noche de la muerte de
Montero.
A la mañana siguiente, vio el telegrama de Freile Zaldumbide, relativo a la
misma idea salvadora, en manos del General Plaza; y volvió a la carga, instando que se
hiciese regresar a los presos; pero estas instancias humanitarias, no fueron atendidas. E1
General Plaza podía repetirle a su colega Navarro, lo que le había dicho al Gobierno, lo
que constaba en su Circular de dos o tres horas antes, que el pueblo estaba calmado y
arrepentido, y que no había peligro que obligara al viaje fatal de los presos; pero se
guardó bien de hacerlo, como si deseara también aquel viaje de muerte. Plaza pudo
exigir del Ministro de Guerra Navarro que aguardase orden expresa del Gobierno, como
era legal y obvio, para suspender el juzgamiento de los vencidos, y mandarlos a Quito;
pero nada de esto se le ocurrió proponer, nada quiso hacer para comprobar que no había
nacido con alma de verdugo. Plaza, en caso de topar con la tenacidad invencible de su
camarada, debió proceder como soldado de honor: primero morir que mancharse. Debió
romper su espada, separarse del mando como lo había ofrecido dos días antes,
desconocer la autoridad espuria de Navarro, erigirse en campeón de la justicia y de las
leyes, en defensor de la República y de la humanidad. ¿Por qué no procedió así? ¿Por
qué contradijo con su conducta, sus bellas y pomposas declaraciones hechas dos días
antes? Luego, la crítica histórica ha de deducir, por necesidad, que las hermosas frases
del comandante en Jefe, sobre garantía, humanidad, clemencia, respeto a la fe pública,
amparo a los vencidos, no pasaron de vanas palabras, de artimañas pérfidas, de
maquiavelismo depravado y corruptor.
El General Navarro, fiel a la consigna, había adelantado ya la idea de salvar a los
prisioneros, enviándolos en el acto a Quilo; y a las doce de la noche del 25, dirigió al
Gobierno el siguiente telegrama;
“Guayaquil, 25 de Enero de 1912. Señores Presidente y Ministros de Estado.
Quito.
“E1 fin trágico del General Montero y el peligro inminente que corren los otros
Generales presos, me ha colocado en el caso de suspender su enjuiciamiento y sacarlos
inmediatamente de esta ciudad, aprovechando la circunstancia de que el pueblo
enfurecido ha abandonado la Gobernación y anda por las calles con los despojos del
desgraciado General Montero. Si no aprovecho de estos momentos, tengo la firme
persuasión de que los demás Generales correrán la misma suerte de aquél, a menos que
nos resolviéramos a fusilar al pueblo, cosa que creo que no está en el ánimo del
Gobierno, y que seguramente no lo está en el mío. He ordenado, pues, que el
PUNDONOROSO Y ENÉRGICO CORONEL SIERRA, llevando a sus órdenes al
Batallón “Marañón”, conduzca esta misma noche a los presos a Quito, ateniéndose a las
siguientes instrucciones, etc. Ministro de Guerra, J. F. Navarro”.

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Todo el contenido de este documento es falso; excepción, hecha de la confesión
relativa a que no estaba en el ánimo, ni del Gobierno, ni de los Generales Navarro y
Plaza, oponerse a la inmolación impune y bárbara de sus enemigos indefensos. Oponer
la fuerza pública a la criminal agresión de una turba desenfrenada y furiosa, habría
sido defender la Constitución y las leyes, la civilización y la humanidad, la honra de la
Patria y la del soldado ecuatoriano; en una palabra, cumplir los deberes sagrados e
ineludibles que pesan sobre la autoridad. Y nada de esto estaba en el ánimo, ni
entraba en la política de un Gobierno nacido del crimen y la traición, de un Gobierno
que había escogido por colaboradores a gente sin honor y sin conciencia. Interesa grabar
en la Historia la cínica confesión de Navarro; porque equivale a un estigma puesto con
propia mano en la frente de aquel Gobierno.
Ya he dicho que el Batallón “Marañón” se componía casi totalmente de
clericales fanáticos y viciosos; y por esta razón merecía la confianza de los
coalicionistas, hasta el punto de ser el único escogido para toda comisión de sangre. A
ese Batallón se dirigieron los conservadores de Quito, encomendándole obstar las
garantías acordadas en la Capitulación de Duran; a ese Batallón ordenó Plaza que
fuesen los Generales presos; a soldados de ese Batallón se los disfrazó de paisanos,
para que se agrupasen en la barra del Consejo de Guerra y protestaran contra la
sentencia que defraudaba las esperanzas del pueblo, según el decir de Navarro, en su
primer telegrama del 25 de Enero; individuos de ese Batallón fueron los que realizaron
esas esperanzas, matando, destrozando y quemando al infeliz Montero; y, en fin, a
ese mismo Batallón se le encargó conducir a Quito, a las víctimas restantes para
libertarias del furor popular en Guayaquil. ¿Por qué esta predilección tan especia1por
el Batallón mencionado y por su Jefe, el Coronel Sierra? La respuesta es obvia: los
demás Cuerpos del Ejército vencedor estaban formados, ya que no por individuos
verdaderamente liberales, por gente que no participaba de esos instintos de fiera, que
sólo el fanatismo inspira y atosiga. Todo estaba estudiado: no había un solo cabo suelto
en la trama infernal contra los caudillos del radicalismo ecuatoriano: Lupe de Aguirre,
el Traidor, no podía bañarse en sangre sin la cooperación de sus Marañones…
Mientras tanto, la publicación de los telegramas de Navarro sobre la horrorosa
muerte de Montero, había exaltado hasta el delirio la ferocidad de la chusma
coalicionista en Quito; pero, al mismo tiempo, llenó de santa indignación a todos los
corazones nobles, a todas las almas que no estaban sumidas en la depravación y la
barbarie.
El mismo Freile Zaldumbide parece que se llenó de terror, en presencia de esa,
para él, inesperada reprobación de la gente honrada contra el asesinato de Montero; y se
atrevió a rebelarse, siquiera sea por unos momentos, contra la sugestión maléfica que
arrastraba por el camino del crimen.
Se ha visto ya cuan contradictorios eran todos los actos oficiales de ese
hombre infeliz, ciegamente entregado en manos de la coalición: las vacilaciones, la
doblez, la debilidad, la perfidia, el rencor, la venganza, la falsía, en amalgama y
confusión inverosímiles formando un todo monstruoso, venían a ser la fisonomía moral
de aquel Gobierno, cuyo Jefe no se daba cuenta exacta de lo que hacía. Su
pusilanimidad y falta absoluta de carácter le hicieron, pues, retroceder espantado, ante

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la realización de los crímenes en que había ya consentido; más, como hay temores que
salvan y espantos que apartan de1 abismo, habría podido el Encargado del Ejecutivo
volver a la senda de la rectitud, si ese miedo saludable hubiera sido duradero. Léanse
estos telegramas y júzguese de Freile Zaldumbide por sus obras:
“Quito, 26 de Enero de 1912. Señores General Ministro de Guerra y General en
Jefe del Ejército. Guayaquil.
“Viene siendo imposible la medida de enviar los prisioneros a esta Capital,
porque no se podría ponerles a cubierto de la ira popular, ni a su paso por las
poblaciones del tránsito, a su llegada aquí.
“Además, debiendo verificarse el juzgamiento de ellos en Guayaquil, sería
necesario correr, en su regreso, el mismo peligró que en su venida; complicándose
entonces la situación, porque el pueblo presumiría que se trata de eludir el juzgamiento
y de poner a los prisioneros a salvo de la sanción legal.
“Lo que necesitábamos era que no se pusiese en libertad a los que trastornaron
tan hondamente la Nación; y fue porque se pensaba en ello, que se dispuso se los
enviase acá; más, las circunstancias han cambiado y veo que lo más conducente al
juzgamiento y a la seguridad de ellos, sería mantenerlos presos en el “Libertador
Bolívar”, tomando las medidas del Vaso para evitar su fuga, y en espera de que las
agitaciones se calmen, y se pueda entonces proceder al juicio, conforme a las leyes.
“Repito que su venida no puede verificarse, porque los riesgos son inminentes y
el gobierno está en el deber de preverlos y evitarlos.
“Por tanto, sírvanse Uds. ordenar que regrese el convoy de los prisioneros,
convoy que he mandado detener en Huigra. El Encargado de1 Poder Ejecutivo, Carlos
Freile Z.”
Quito, 26 de Enero de 1912. Señores General Ministro de Guerra y General Jefe
de Operaciones. El funesto ejemplo de lo acaecido allá, con el General Montero, sería,
un antecedente que explotarían los pueblos por donde vinieran en tránsito los
prisioneros hacia esta Capital; de suerte que ellos no llegarían aquí sino mediante los
más severos cuidados y la más estricta diligencia de los encargados de su conducción,
cosa que se debería prever con suma prudencia. La ansiedad que promueven estos
hechos, debe conducirnos a evitar su repetición; y ojalá que el buen sentido de los
elementos prestigiosos y sensatos de esa ciudad devuelva la calma al ánimo del pueblo
guayaquileño, en punto de ser quizá preferible resguardar allá, más bien que aquí, a los
pioneros.
“Al amparo de la ley y bajo la custodia de Uds. deben hallar seguridad
personal los demás prisioneros; de suerte que, con el criterio que aconsejan las
circunstancias, sírvanse proceder forma que no tengamos nuevos atropellos que
lamentar. El encargado del Poder Ejecutivo, Carlos Freile Z.”
Se comprende por el tenor de estos documentos, que el alma de Freile
Zaldumbide se hallaba abrumada por grandes congojas y temores: una lucha suprema
debía haberse librado en ella, entre los restos de ese sentimiento del deber que rara vez
se extingue por completo, y las malignas sugestiones de la coalición, los compromisos
contraídos, y las concesiones ya hechas en orden a la supresión del Alfarismo. Espíritu
sin fuerza y sin luces, debió haberse debatido horriblemente en aquellas horas de

171 
 
angustias y zozobras; porque, de seguro, debe ser más dolorosa la agonía de la
honradez, y más tremendo el último suspiro de la virtud, que la muerte misma del
cuerpo, trance último que tanto nos aterroriza. De aquí nacieron las contradicciones del
Encargado del Ejecutivo, ese como ir y venir del camino del bien al camino del mal,
esos como arrepentimientos súbitos y reincidencias inmediatas, esa conducta tortuosa,
oscura e incomprensible.
Navarro y Plaza conocían perfectamente el estado psicológico del infeliz hombre
que gobernaba la República; y lo manejaban como se maneja a un niño tímido,
alternando la amenaza con el halago, el engaño con la verdad, e imponiéndose siempre a
esa voluntad enfermiza y endeble, que a la menor presión se doblegaba por completo.
Sus rebeldías, de consiguiente, eran ráfagas pasajeras: las reacciones del bien en aquella
conciencia, apenas tenían el brillo instantáneo del relámpago.
¿Cómo eludieron los Generales Plaza y Navarro las órdenes terminantes
contenidas en los telegramas anteriores? De la manera más sencilla: acordaron afirmar
que no los habían recibido con oportunidad; y después Freile Zaldumbide, no sólo se
dió por satisfecho, sino que disculpó la desobediencia con esta misma mentira, en el
Manifiesto “A la Nación”. Ya se ha visto cuan falsa era esta disculpa, puesto que los
telegramas en referencia, fueron vistos por el General Andrade en manos de Plaza, en la
mañana del 26 de Enero; de manera que bien pudieron cumplir las disposiciones del
Ejecutivo, mandando que los prisioneros regresaran de Huigra.
E1 mismo General Plaza, cuyo atolondramiento le es fatal contradijo
abiertamente el pretexto que vengo refutando; ya que, el 27 de Enero, le dijo al Ministro
de Guerra Intriago (no se olvide que había dos Ministros de Guerra a la vez), que “el
Ministro de Guerra Navarro y él, Plaza habían quedado sorprendidos del telegrama
respecto de los prisioneros de guerra, los que habían sido remitidos a Quito en
cumplimiento de las reiteradas órdenes del mismo Intriago”. Agrega la noticia de que el
Coronel Sierra y el Batallón “Marañón” iban custodiando a los prisioneros, con
instrucciones de defenderlos aun con riesgo de su vida.
¿A qué telegrama se refiere Plaza en esta comunicación que puede verse en la
pág. 251 de su libro “Páginas de Verdad”? ¿Cuál era la orden, respecto de los
prisioneros, que tanta sorpresa les había causado al Comandante en Jefe y al Ministro de
Guerra de Guayaquil? indudablemente, aquella que disponía que los presos fuesen
conservados en un buque de guerra, a fin de preservarlos de un asesinato seguro en el
tránsito, o en la Capital.
Y tanto es así, cuanto que Plaza se disculpa de la remisión de dichos presos, con
las reiteradas órdenes del mismo Ministro Intriago; y alega, como para paliar la
desobediencia, que se habían dado instrucciones al “Marañón” para que, hasta con
peligro de la vida, defendiera a los infortunadas prisioneros. Luego, bien pudieron
todavía hacer regresar a las víctimas y evitarle a la Nación una vergüenza eterna: no lo
hicieron, porque no lo quisieron, porque les interesaba la eliminación de los Alfaros.
Y véase la mala memoria del Comandante en Jefe: no recordó, sin duda, que los
últimos telegramas del Gobierno fueron dirigidos al Ministro de Guerra Navarro y a él,
conjuntamente; y en el mismo parte del 27 al Ministro de Guerra Intriago, se atreve, a
quejarse de que “HACIA TRES DÍAS que no recibía respuesta ninguno de sus

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telegramas dirigidos al Presidente y sus Ministros; ni aun recibo del en que les
comunicó el trágico fin de Montero…” Esta última parte contradice la primera, en la
comunicación oficial del 27; porque, si desde el 25 no había recibido ningún telegrama
del Presidente ni de sus Ministros, no hubo orden alguna gubernativa, relativa al viaje
de los prisioneros, que llenase de sorpresa a Plaza y Navarro. ¿Cómo se compaginan
afirmaciones tan diametralmente opuestas, en una misma comunicación suscrita por el
General en Jefe? Sólo en la noche del 25, después del asesinato de Montero, se resolvió
salvar a los demás presos, enviándolos a Quito; luego es evidente que el telegrama al
que se refería Plaza, fue posterior; luego, faltó impudentemente a la verdad en la,
segunda parte de su comunicación del 27. Plaza preparaba la coartada, como dice
Manuel de Jesús Andrade; pero, le faltó un abogado a su lado, y su astucia no pudo
suplir la falta de habilidad forense.
Entre tanto, los prisioneros nada sabían de la suerte que el inhumano vencedor
les reservaba.
El anciano Caudillo radical y sus compañeros de infortunio, habían escuchado
los gritos de muerte de la soldadesca, las detonaciones de las armas de fuego con que
ultimaron a Montero, el siniestro vocerío del arrastre del cadáver, los rugidos de la fiera
suelta; y esperaban que les llegase también el último momento, resignados, pero
firmes. Aquella agonía del espíritu fue larga y espantosa; y los esbirros de sus
enemigos, agotaron toda medida para amargar más todavía la situación de aquellos
desventurados. No les permitían ni abandonar el asiento que se le había señalado lacada
uno, ni cambiar de posición para buscar descanso, ni siquiera satisfacer sus necesidades
naturales a solas.
Alfaro, valeroso hasta la temeridad, y a la vez lleno de resignación filosófica y
cristiana, ni se alarmó ni se inmutó por nada: tranquilo, como Sócrates, hablaba a sus
desgraciados amigos, de la próxima muerte que les aguardaba, como de la cosa más
natural; y reanimábalos con la confianza de que la Historia los vengaría, de que la
conciencia ecuatoriana reaccionaría formidable contra los asesinos, de que la
posteridad haría completa g justicia a las víctimas.
Páez, Medardo y Flavio Alfaro, Serrano y Coral, escuchábanle silenciosos,
pero miraban también con valor el acercamiento de su última hora: ninguno dejo
escapar una palabra que pudiera traducirse por debilidad; si bien los dos últimos
hablaban, de vez en cuando, de su ninguna participación en la guerra civil, cuyo
sangriento epílogo estaban escribiendo los asesinos.
Plaza tomaba venganza de Coral y Serrano, confundiéndolos arbitrariamente
con los prisioneros de guerra: ninguno de los dos intervino ni indirectamente en la
rebelión de Montero contra la dictadura de Quito; pero habían tenido la desgracia de
concitarse el encono del General en Jefe, con repetidos actos de rectitud e
independencia, actos que el vencedor de Naranjito no podía perdonar jamás.
El constante fustigador del General Plaza, el valeroso denunciante de los
atentados de su gobierno, debía sufrir el castigo He su fidelidad al Caudillo y a la causa
radical; y el odiado periodista fue inmisericordemente remitido al matadero, a plena
conciencia de que no lo perdonarían los verdugos. El General Serrano había desechado
con injurioso desdén las proposiciones de Plaza y negádose muchas ocasiones a

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secundar su nada clara ni honrada política; y tenía que morir bárbaramente en castigo de
su inflexibilidad de carácter y acrisolada conducta privada y pública.
¿Qué delito capital se les imputaba a Coral y al General Serrano? La inocencia
de estos dos honorables ciudadanos está reconocida por todos, aun por Calle el
incansable defensor de Plaza; luego, necesariamente hemos de concluir que quien,
abusando de la fuerza y de las circunstancias, los apresó sin causa y los envió a una
segura muerte, es responsable de ella.
El citado Calle ha hecho los mayores esfuerzos para limpiarle a su ídolo de toda
mancha de sangre, llegando hasta culparle a la Providencia Divina por los inauditos
crímenes de 1912: Plaza nada hizo; nada hicieron los marañones; nada las turbas
antropófagas: esa horrible bacanal de sangre que llenó de estupor e indignación al
mundo, ese desbordamiento espantoso de canibalismo que nos está igualando en el
concepto de los pueblos civilizados con las tribus del Amazonas, son meras
manifestaciones, de la “Justicia Providencial”, de la que resultan cooperadores y agentes
los peores malvados que ha podido abrigar nuestro país!...
El 7 de Julio de 1914, en “El Grito del Pueblo Ecuatoriano”, pretendía Calle
probar tan blasfematoria tesis; y a vueltas de burdos sofismas, decía:
“…Y he ahí, que en la hora del gran desastre, en el krac irremediable de un
pasado que se hundía envuelto en sangre, el odio de unos pocos se acuerda de un
ciudadano indefenso, que permanecía en su casa, indiferente al movimiento que se
efectuaba. La revolución no le tomó en cuenta, creyéndole, acaso, desafecto, tal vez
incapaz del desesperado arrojo que la situación exigía; y como el ciudadano era rico o
independiente, a la caída don Eloy, en el año anterior, se creyó desligado de todo
compromiso político. Era un General pacífico, y se llamaba don Manuel Serrano. Le
buscan, le atrapan, le empujan como un criminal, y unen sus responsabilidades
históricas a las de Alfaro y los jefes alfaristas. Pero él no tenía esas responsabilidades;
sino es que la providencia resolvió castigar en él culpas de otro género, faltas de otra
especie y reivindicar su alta justicia para ejemplo de perversos y moralización de
tremendos déspotas de campanario…
“Y ése odio a que hemos hecho referencia, persigue a Coral, ciudadano también
pacífico, que no tomara las armas ni se condujera con vengativa violencia contra sus
adversarios y malquerientes, que formaban legión, que eran un pueblo, aprovechando de
la tremenda anormalidad de los tiempos. Coral no era sino un periodista, que sacara
largamente, constantemente, de dominaciones alfaristas cuanto ellas daban de sí para
sus adherentes incondicionales, en grados militares, mandos civiles, honores, impunidad
y dinero…”
Ni Coral ni Serrano eran revolucionarios, y por el mismo caso, ni combatientes
ni prisioneros. ¿Por qué, pues, se los apresó y condenó a muerte?
Y no vale decir que el odio público, en forma de legión iracunda, de vengativa
muchedumbre, fue el ejecutor de tan cobarde maldad; porqué precisamente para
oponerse a los desmanes y atentados de los malhechores, están la autoridad y las leyes,
la fuerza pública y aun la de los particulares, en razón de que la sociedad debe
protección decidida a todos sus miembros.

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¿Qué hicieron Plaza y Navarro para enmendar ya que no impedir las injusticias
de la enfurecida plebe? Mandar a los inocentes presos al martirio, a que corrieran
seguramente la suerte del desgraciado Quirola. ¡Y dice el defensor de Plaza que éste es
un acto de la Justicia Providencial, infinitamente sabia y recta!...
Plaza tenía un grupo de agentes que, a pesar de hallarse en la edad de los nobles
sentimientos y de la altivez propia de la juventud, prestábanse a desempeñar el ruin
oficio de esbirros. Estos jóvenes, dignos de mejor destino, se llamaban Ayudantes del
General en Jefe; y con este carácter allanaban los domicilios de los desafectos al
vencedor, y apresaban a los que la venganza de su Jefe destinaba a la muerte. Estos
fueron los que prendieron al General Alfaro, a Páez y Montero, apenas entró en
Guayaquil el Comandante en Jefe y supo la casa en que se encontraban sus enemigos,
muy confiados en la fe de los tratados y la palabra de honor con que él mismo
garantizara la Capitulación de Duran…
Véase ahora cómo refiere un testigo presencial los pormenores de la captura del
General Serrano y Coral:
EI 23 del mismo mes (Enero) fue tomado preso el Coronel Coral por el
Ayudante de Plaza, Clotario E. Paz; para lo cual allanó una habitación contigua a las
oficinas del Cable. En cuanto lo vio Plaza, lo insultó, llamándolo perro de Alfaro, etc.:
“Vaya Ud. donde su amo le gritó airadísimo; ha llegado la hora de las liquidaciones, y
su cuenta es embrollada y larga…”
“El día 25, a las siete de la mañana, se presentó Clotario Paz acompañado de
Víctor Manuel Naranjo en casa del General Serrano. Este salió inmediatamente a recibir
a los militares que lo buscaban; y Paz le dijo sin preámbulo alguno: Vengo a llevarlo a
Ud. por orden del General en Jefe, de quien soy ayudante…
“Como Serrano jamás pensó que podían perseguirlo ni capturarlo por una
revolución en que ninguna parte había tomado, contestó que debía haber equivocación
en la orden que se le comunicaba; pero Paz ratificó sus primeras palabras y Naranjo las
corroboró, agregando que él, por consideraciones personales, había evitado que viniese
con ellos una escolta.
“Serrano marchó con dichos Ayudantes en la seguridad del que se trataría, de
alguna ligera explicación con el General Plaza y pidió que lo condujeran al despacho de
éste, ya que él había ordenado su prisión. Pero el Comandante en Jefe no estaba en la
Gobernación, y Serrano fue llevado ala sala donde se encontraban presos los Generales
Alfaros, Páez y Montero, y el Coronel Coral.
Transcurrieron las horas y el General Plaza no vino, al medio día mandó a
solicitar del gobernador Carlos Benjamín Rosado el permiso de ir a almorzar,
ofreciendo volver en el acto para entenderse con el General en jefe. Pero contestó que
no podía acceder a lo pedido, en virtud de que el solicitante se hallaba detenido por
orden de Plaza, la que no le era facultativo contrariar.
“Plaza no asomó al despacho sino a las tres de la tarde, y pasó al salón de los
presos, mediando entonces el dialogó siguiente, entre Serrano y su enemigo:
General, he sido traído acá por orden de Ud., y lo he aguardado largo para saber
la causa de mi detención.

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Estaba Ud. complicado en la revolución que acabo de debelar, y no puede
negarlo.
Por fortuna está presente el General Montero, Jefe de la revolución de que Ud.
habla; y apelo al testimonio de dicho general acerca de mi absoluta abstención en el
movimiento político de Diciembre último, y de consiguiente, de mi completa
inculpabilidad.
“Tomó la palabra el General Montero y dijo: el General Serrano se ha negado
constantemente a prestarme apoyo: le he ofrecido varios cargos en el Ejército y no ha
querido aceptarlos: no puedo explicarme por qué razón se halla preso con nosotros.
“Plaza no tuvo qué replicar y se dirigió silencioso a la puerta del salón; pero
Serrano lo detuvo y le dijo: Comprobada mi inocencia, nada tengo que hacer aquí, y voy
a salir con Ud. Inmutóse Plaza y contestó con voz colérica y estridente: ¡No, no; Ud. se
queda preso hasta nueva orden! Y salió precipitadamente.
“---------------------------------------------------------------------------------------------
La familia de Serrano y sus amigos hicieron lo posible por obtener que Plaza revocara
su determinación injusta: el Gobernador Rosales, el doctor Guerrero, el doctor
Francisco. Andrade y otras personas de influencia ante el General en Jefe, tomaron gran
interés en conseguir la libertad del detenido; pero todo fue en vano, pues la perdición de
aquel honorable ciudadano estaba irremisiblemente decretada!
“Montero acababa de ser despedazado cuando se presentó, en la prisión del
General Serrano el Sargento Mayor Reinaldo Solano de la Sala y le puso delante un
pliego escrito, diciéndole departe de Plaza que lo firmase, si no quería ir a Quito con los
demás prisioneros.
“Como el General Serrano era un soldado de honor, Plaza había ideado una
manera de vengarse de él, todavía más cruel que la muerte; y le propuso que, a cambio
de la libertad y la vida, suscribiera ese papel infamante, el que contenía la renuncia del
grado de General, declarándose indigno de ocupar tan alta jerarquía en el Ejército...
“El preso leyó aquella deshonrosa renuncia y la devolvió a Solano de la Sala,
diciéndole: Asegúrele al General Plaza que prefiero morir, antes que degradarme.
“Por tres veces se repitió la misma propuesta, y siempre por el mismo Ayudante
ya nombrado; y fue rechazada de igual manera, con la dignidad y altivez propias de un
viejo soldado que no se atemorizaba con la perspectiva de la muerte. Aun en el
momento de embarcarse los presos para Duran, se le requirió a Serrano que firmara su
degradación y evitara el viaje fatal; pero la entereza de la víctima no desmayó ni
entonces, y optó por el sacrificio, antes que caer en la ignominia”.
Tengo a la vista las apuntaciones de las que he copiado las anteriores líneas; y
cuyo autor testigo de los acontecimientos que relata con suma sencillez merece entero
crédito; tanto más cuanto que su narración está en todo conforme con lo que la
misma prensa placista decía en aquellos tiempos, y con lo que otras personas
fidedignas han visto y referido al respecto. Además, ni Plaza ni Solano de la Sala han
contradicho nunca estos acusadores detalles que los escritores independientes han
publicad con la mayor frecuencia durante los años transcurridos desde la terrible noche
del 25 de Enero de 1912.

176 
 
Mientras tanto, Plaza decía a todos que los presos ya no corrían de su cuenta; y,
consecuente con su maquiavélico sistema, hizo muy ostensible el interés que tenía en
salvarles la vida. Colocase en las puertas de la prisión, vociferando que nadie pasaría,
sino sobre él, para ofender a los prisioneros; pero lo hizo cuando ninguno pretendía
entrar ni agredir a los aherrojados Generales; cuando los asesinos celebraban ya su
festín en la plaza de Rocafuerte; cuando el pueblo el verdadero pueblo guayaquileño
lleno de horror maldecía a ese grupo de criminales que se estaba manchando de la peor
manera la libre y gloriosa patria de Olmedo.
¿Y por qué no se colocó también delante de Montero, escudándolo con su
cuerpo para salvarlo? ¿No era también un hombre indefenso, al que se debía protección
y apoyo contra la turba; de asesinos que lo acometía por sobre la inviolabilidad de los
tribunales y las leyes? ¿No era también un General de la República, un prisionero
puesto bajo la salvaguardia de la caballerosidad y honor de los vencedores, más todavía
que al amparo del poder público? ¿No es acaso ineludible obligación de todo hombre
civilizado y virtuoso proteger, aun con peligro de la propia, la vida de sus semejantes, y
oponerse a la perpetración de todo atentado contra los fueros de la humanidad y el
derecho de los asociados? ¿Por qué no impidió, por lo menos, que se profanase tan
bárbaramente el cadáver de su enemigo?
¿Dónde el honor, dónde, la generosidad, dónde siquiera el respeto a los restos
humanos; ese respeto tan íntimamente ligado a todas nuestras concepciones
trascendentales, a todas nuestras ideas de la grandeza y dignidad de la especie, a
todas nuestras creencias así filosóficas como religiosas?

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CAPITULO XI

VÍA CRUCIS
En, altas horas de la noche, cuándo el Viejo Luchador había obtenido permiso
para descansar en un sofá, y arreglado él misino aquel improvisado lecho,
comunicáronle la orden de partida, Volvióse a vestir la víctima, sin proferir una palabra,
y se puso a disposición de sus verdugos. Lo mismo hicieron los demás presos.
Llovía y las calles estaban oscuras y silenciosas: ese pueblo furioso e
incontenible que, según lo aseguraba Navarro, estaba pidiendo la cabeza de los Alfaros
y amenazando despedazarlos no se, dejaba ver en ninguna parte. Por lo contrario, un
silencio trágico, una calma de cementerio, remaban en aquella ciudad consternada. El
pavimento estaba resbaladizo; y el ilustre anciano cayó por dos veces en aquel camino
dé la muerte. Un vapor fluvial, con sus luces apagadas, esperaba en el muelle, y condujo
a Víctimas y victimarios a la Estación de Duran. ¿Dónde los peligros, dónde las turbas
frenéticas, dónde el asesinato pendiente sobre la cabeza de los presos? En ninguna parte;
y así como llegaron a Duran sin obstáculo alguno, pudieron llegar a bordo del
“Libertador Bolívar”, si hubieran estado en manos de hombres de corazón y de honor.
Al desembarcar el General Eloy Alfaro en el muelle de Duran en ese muelle que
se había hundido en otras veces con el peso del pueblo que lo vitoreaba volvióse, a
Sierra y le dijo: “No hay para qué prolongar está escena. Sé que está resuelta nuestra
muerte: fusílenos Ud. Aquí”
Ni la voz le temblaba, ni el color se le había ido al ilustre Viejo, cuando
pronunció estas palabras, con gesto olímpico y entereza de héroe. Sierra bajó los ojos
sin contestar y dio la orden de partida.
Una vez en marcha el tren, Alfaro reanudó la interrumpida conversación con sus
compañeros; y sin afectación, con la naturalidad del amigo que conforta al amigo en el
supremo trance, procuraba derramar consuelos sobre aquel grupo de mártires.
Un oficial ebrio le faltó al respeto; y él, volviéndose a otro oficial, que
reprendía al primero, díjole: “Si ve Ud. a mis hijos, dígales que no se embriaguen
jamás; porque ya lo está Ud. viendo, el alcohol transforma en cobardes aun a los que
están obligados a mantener el decoro de la espada”.
Parece que el recuerdo de sus hijos vino a llenarlo de amargura; pero la ocultó y
guardó silencio como por media hora. Al fin levantó la cabeza y se le oyó murmurar:
“¡Sea todo por Dios!”.
En el corazón de Flavio Alfaro parece que se había extinguido su enemistad con
el Caudillo radical; pues hablaba muy alto de la ingratitud y felonía de los vencedores,
con ese anciano que tanto lustre había dado a la Patria. De él propio no se ocupaba: sólo
se dolía de haber sido una vez más víctima de la perfidia de su compadre Plaza, cuyo
salvoconducto estrujaba con desdeñosa sonrisa.
Medardo Alfaro, el pobre viejo paralítico, pero de valor indomable, mostrábase
ufano de participar de la suerte del ilustré jefe de la familia; y los demás, si
naturalmente sombríos, manteníanse animosos y dignos, en su porte, y en sus palabras.
Lástima grande que la Historia no haya podido recoger, vocablo por vocablo, la
expresión de los últimos pensamientos de los mártires del radicalismo ecuatoriano; pues

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los testigos presenciales de sus postreras horas, sólo han referido en síntesis, lo que
aconteció en ellas. Otras víctimas históricas han tenido la suerte de haber contado con
alguien interesado en escribir su crónica dolorosa, y trasmitir a la posteridad todos los
detalles del sacrificio; pero nuestros próceres radicales, rodeados sólo de verdugos, no
tuvieron quien pensara en la Historia y anotara aquellos pormenores. El silencio de la
tumba será inviolable; a no ser que más tarde, alguno de los mismos sayones de la
coalición, quiera, revelarnos todo lo que sucedió en aquella vía de amargura.
Llegó el tren a Huigra, donde se detuvo a las seis de la tarde; y se sirvió la
comida a los prisioneros en el propio vagón. El General Eloy Alfaro, según él mismo lo
dijo, no había tomado en dos días sino una taza de café, en la mañana del 24; y, sin
embargo, no pasó sino unos pocos sorbos de caldo.
Mustios y como avergonzados, mirábanle sus verdugos: tanta grandeza
de alma, unida a tan grande infortunio, imponían respeto aun a esos fanáticos y
bárbaros que tenían sed de sangre del Regenerador ecuatoriano.
En Huigra recibió el Coronel Sierra el siguiente telegrama de Quito, fechado el
26 de Enero, a las dos de la tarde:
“Señor Coronel Sierra: Se me ha avisado que Ud. viene a ésta, trayendo los
Generales presos. Considero sumamente peligroso el viaje a Quito de esos prisioneros;
y mientras el Ministro de Guerra imparta las órdenes del caso, para que Ud. regrese a
Guayaquil, sírvase Ud. detenerse en Huigra, hasta nueva orden. Carlos Freile Z.,
Encargado del Poder Ejecutivo”.
Sierra contestó “que acababa de llegar con los presos enviados de Guayaquil
para ser trasladados a Quito, por orden del Señor Ministro de Guerra”.
Freile Zaldumbide insistió en su orden, en los términos siguientes:
“Telegrama para Huigra. Quito, 26 de Enero de 1912. Señor Coronel Sierra.
Salúdele y aviso recibo de su telegrama en que me comunica su llegada a Huigra. Antes
de recibirlo, dirigí a Ud. uno en que dispongo que se detenga en ese lugar, para que
contramarche a Guayaquil, en cuanto reciba orden del señor Ministro de Guerra. Así lo
exige la necesidad de asegurar a los prisioneros, contra los ataques populares; de manera
que regresando ellos podríase mantenerlos, mientras sea oportuno juzgarlos, a bordo del
“Libertador Bolívar”, o en donde mas conveniente sea. Entre tanto, tome Ud. las
medidas de la más escrupulosa vigilancia, así para evitar la fuga de los prisioneros, pues
si tal sucediese tendríamos antes de dos meses nuevas revueltas y matanzas, como para
asegurar también la vida de ellos mismos, cosa que se la recomiendo muy
especialmente. El Encargado del Poder Ejecutivo, Carlos Freile Z.”
Ordenes perentorias, pero vanas: el Coronel Sierra, como lo hacían también sus
superiores, desobedeció al Ejecutivo, alegando que las disposiciones de éste estaban en
contradicción con la orden imperativa que había recibido del General Navarro. He aquí
la prueba de tan grande desobedecimiento:
“Huigra, 26 de Enero de 1912, a las 6.30 de la tarde. Señor Encargado del
Mando. Recibí su telegrama a las 2 p.m. Su orden para que me estacione aquí y luego
regrese a Guayaquil, es absolutamente contradictoria con la que recibí del señor
Ministro de Guerra, quien dispuso salida de presos, precisamente para salvarlos.
Como yo mismo tengo conocimiento de que si regresara a Guayaquil perecerían, y

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como tropa de mi mando, que es de reserva, está violenta por avanzar a Quito, en bien
de los mismos presos me atrevo a manifestar a Ud. que sigo para Alausí, en
obedecimiento de aquella orden imperativa del señor Ministro de Guerra. Si debiera
contramarchar a Guayaquil, o quedarme aquí, temería por la vida de los presos a causa
de la exaltación de la tropa, que vería en ellos el obstáculo para seguir a Quito, Coronel
Sierra”.
He ahí un Jefe dechado, muy digno de mandar el Batallón que ultimó a Montero.
Ante rebelión tan flagrante, cualquier Gobierno habría depuesto a Sierra, mandándole
arrestar y sometido un Consejo de Guerra; pero Freile Zaldumbide aprobó con el
silencio el quebrantamiento de sus órdenes, sancionó con su cobardía, o su complicidad,
el desprecio que un subalterno hacía de la suprema autoridad, y favoreció de esta
manera el plan criminal de los coalicionistas. ¿De qué manera se podría sincerar al
Encargado del Ejecutivo de no haber hecho respetar sus órdenes y castigado
severamente la rebelión de1 Coronel Sierra? ¿No estaba convencido de que cada paso
de los prisioneros hacía la Capital, era un paso dado a una muerte indefectible? ¿Por
qué, pues, permitió que el Jefe del “Marañón”, obedeciera más la orden de Navarro
que la del Ejecutivo, y pasara para Alausí? ¿Hubo convencía con los asesinos, o
simplemente complicidad por falta de razón? A cada instante tropezaremos con estas
dificultades: Freile Zaldumbide será para la Historia un enigma, porque cambiaba y
temblaba al menor soplo de viento; porque no tenía estabilidad ni en el bien ni en el
mal; porque llegó a ser como máquina de elaborar crímenes, manejada por expertos
malhechores.
Sierra, lo he dicho ya, es un soldado sin antecedentes ni notoriedad en la política
ecuatoriana. Dícese que formó en una de esas basadas de cruzados, armadas contra el
liberalismo con que General Ignacio de Veintemilla inició su Gobierno, después de la
revolución del 8 de Septiembre; y que, bajo el estandarte del Santísimo Corazón de
Jesús, llegó a Quito con la horda del General Yépez, donde fue hecho prisionero. Desde
entonces ingresó a la milicia y sirvió a todos los gobiernos conservadores, hasta que
triunfante el General Eloy Alfaro, se pasó al Ejército liberal: guardando, empero, en el
secreto de su pecho, todos los principios ultramontanos y los instintos del terrorismo
clerical.
El ex-Ministro Rendón Pérez, en su exposición justificativa, de 3 de Julio de
1914, coloca en cierta claridad, así la desobediencia de Sierra, como la actitud del
Gobierno; y esas alegaciones viniendo de parte tan conocedora de los hechos y del
oculto pensamiento de sus colegas y de Freile Zaldumbide pueden favorecer
grandemente en la investigación concienzuda que han de emprender los historiadores,
cuando quieran relatar los Acontecimientos de aquel año trágico.
Rendón Pérez dice así;
“Apenas conoció el Encargado del Poder el envío de los presos, telegrafió a
Huigra al Coronel Sierra: “Se me ha avisado que Ud. viene a ésta trayendo Generales
presos. Considero sumamente peligroso el viaje a Quito, Sírvase detenerse en Huigra,
hasta que el Ministro de la Guerra imparta las órdenes del caso para que Ud. regrese a
Guayaquil”.

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“Adviértase que el poder Ejecutivo no tenía conocimiento de la nómina de todos
los arrestados, pues sólo le habían notificado la detención de los Generales Eloy Alfaro,
Montero y Páez.
“En Consejo de Ministros circuló el telegrama del Coronel Sierra, el cual decía:
“Llevó Generales Eloy, Flavio y Medardo Alfaro; Manuel Serrano y Ulpiano Páez, y
Coronel Luciano Coral” ¡Quedamos atónitos!...
“------------------------------------------------------------------------------------------------
“El Encargado del Poder manifestó que esos infelices habían sido transportados
a la Sierra, para que la responsabilidad recayese en el Gobierno, caso que los matasen, y
que él opinaba por su inmediata regresión.
“A la unanimidad se emitió el dictamen que el convoy desandase lo andado; y se
redactó un segundo telegrama, insistiendo en que el Coronel Sierra se detuviese en
Huigra, y se preparase a contramarchar con los presos; a éstos, hasta que fuese oportuno
juzgarlos, se les mantendría a bordo del “Libertador Bolívar”, o donde más conveniente
fuese.
“Sierra contestó: que en vista de la orden anterior, de estacionarse en Huigra
para regresar luego a Guayaquil, se atrevía a manifestar que seguía a Alausí, en bien de
los mismos presos, y porque eso era lo dispuesto por el Ministro de la Guerra.
“Esta contestación, bien que basada en el deseo de que no sufriesen los
Generales los arrebatos de la tropa, la cual anhelaba por entrar lo más pronto a Quito,
disgustó sobremanera, como era natural, al Gobierno, quien, con tono destemplado,
replicó: “Una vez más digo a Ud. que no deben venir los presos a la Capital Estaciónese
en Alausí, ya que no lo hizo en Huigra. Van sobre Ud. responsabilidades inmensas”. Y
para que tuviese mayor fuerza el Encargado del Poder validó este telegrama con la
firma del señor Intriago, Ministro accidental de la Guerra. Temeroso, sin embargo, de
que esta segunda prohibición fuese desatendida como la primera, se telegrafió al
Coronel Cabrera, Subjefe del Estado Mayor, quien se halaba a la sazón en Riobamba:
“Era indispensable le impusiese a Sierra que permaneciera en Alausí, y luego proveyese
a su relevo; pero que éste, intertanto, no diese un paso adelante”. Cabrera respondió:
“He telegrafiado al Coronel Sierra dándole órdenes terminantes al respecto”.
“-----------------------------------------------------------------------------------------------
“En estas emergencias, el Poder Ejecutivo fue requerido
CONMINATORIAMENTE por el telegrama que copio íntegro...
“EI Jefe de la expedición, que había rehusado detenerse en Huigra; que tampoco
quería permanecer en Alausí, y había por fin pedido su relevo, ahora declaraba en
castellano claro: que no se debía persistir en el regreso de los prisioneros, ni con otro
batallón, porque su tropa y los habitantes de esas comarcas se oponían a ello; que no
respondía de nada, si el Gobierno no cambiaba de resolución, y que si sus indicaciones
eran desechadas, perecerían inmediatamente los Generales...
“Reunióse el Consejo de Ministros, y reflexionando que si por acaso se realizara
la anunciada inmolación, los enemigos se la achacarían al Gobierno, murmurando que a
sabiendas, prevenido como se hallaba, se había insistido en que se cumpliese la orden,
con el maquiavélico fin de que ocurriese la matanza, convino, pues, que era forzoso
acatar ya la decisión de los Coroneles Sierra y Andrade.

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“Entonces, el Poder Ejecutivo les expuso por última vez: “que se había creído
indispensable la vuelta de los prisioneros para salvar su vida. No obstante, ya que ellos
aseguraban que el regreso los colocaba en mayores riesgos, podían avanzar, pero
declinaba en ellos toda responsabilidad”.
“He allí los hechos, con pruebas al canto. Quede constancia que no ordenó el
Gobierno el envío de los Generales. Por el contrario, exigió con tenacidad y tesón,
repetidas veces, su vuelta a Guayaquil. Y sólo, bajo la amenaza de que su afán porque
retrocediesen iban a originar el crimen, que se quería evitar, dio, a la fuerza, su
consentimiento para que avanzasen, pero rechazando de antemano pacte alguna de lo
que pudiera acontecer.
He aquí la declaración del citado ex-Ministro: Freile Zaldumbide y su Gabinete
fueron ludibrio y juguete vil de la soldadesca y de los jefes que la conducían por el
camino de la rebelión y el crimen; el Gobierno ni siquiera sabía la nómina, de las
víctimas que Plaza y Navarro enviaban a la muerte; los que ejercían el poder supremo
miraban temblando cómo sus agentes pisoteaban y desobedecían sus disposiciones más
concretas y perentorias: no sólo Navarro y el General en Jefe hacían burla de esas
ordenes, sino que hasta Sierra, simple jefe de batallón, se atrevía a dirigir impunemente
telegramas conminatorios al Ejecutivo, notificándole que su chusma armada se uniría al
populacho de Alausí y asesinaría a los presos, si se persistía en hacerlos Regresar a la
costa o permanecer en el poblacho en que se encontraban!...
El Gobierno cedió por miedo; permitió la continuación del viaje de las víctimas
al lugar del sacrificio, meramente por cobarde; está acusado por el mundo entero, sólo
por vil; porque no tuvo ni valor ni dignidad para hacerse respetar y obedecer por sus
subalternos; lleva manchas indelebles de sangre, únicamente porque le faltó corazón
para destituir y castigar a los rebeldes soldados que rasgaron las órdenes salvadoras que
les impartió.... ¿Qué clase de hombres los que de manera tan vil y degradante se
conducían, según nos los pinta un autorizado testigo de los hechos?
Y diríase que todavía Navarro, Sierra y demás rebeldes le infunden temor al ex-
Ministro, pues procura atenuar en lo posible lo tremendo de la acusación que les arroja;
y esto cuando ya la opinión se ha pronunciado, dentro y fuera de la República, de modo
abierto y terrible contra esos malhechores.
A pesar de todas estas atenuaciones, la exposición de Rendón Pérez constituye
una formidable e indestructible acusación contra Navarro y Plaza; puesto que dicha
defensa sienta como hechos rigurosamente verdaderos, los siguientes que, en este
proceso histórico, son capitales:
Primeramente, el Gobierno, lejos de ordenar la remisión de los presos a Quito,
lo prohibió con insistencia; luego los únicos responsables de esa fatal remisión, hecha
contra disposiciones terminantes y repetidas, son el General en Jefe y el Ministro de la
Guerra en Comisión, que en esos días de horror mandaban sobre todo y sobre todos en
la desgraciada ciudad de Guayaquil.
Segundamente, ellos fueron los que escogieron el Batallón “Marañón” para
encargarle la custodia de los prisioneros; siendo así que esa unidad del ejército
vencedor, según el testimonio de Rendón Pérez y el del mismo Sierra que la mandaba
(véanse los telegramas de dicho Coronel, dirigidos al Gobierno desde Huigra y Alausí),

182 
 
no era sino un hato de malhechores y asesinos, una chusma sin freno ni nociones de
moral, ansiosa de echarse, puñal en mano, sobre maniatadas víctimas y sacrificarlas con
la mayor cobardía. Ni subordinación ni disciplina, puesto que abiertamente se rebelaban
contra las órdenes del Gobierno y el respeto debido a sus jefes; ni pundonor ni
sentimientos de honradez, puesto que se encarnizaban con los vencidos y hacían causa
común con los infames que pretendían sacrificar a los Alfaros. ¿Eran éstos los valerosos
y leales soldados que tanto elogiaban Navarro y Plaza y a los cuales prefirieron para
garantizar la seguridad y la vida de los Generales capturados a traición y con alevosía?
Y terceramente, fueron Plaza y Navarro quienes eligieron también a Sierra
pundonoroso y enérgico Jefe, dice el postizo Ministro de la Guerra en su telegrama al
Gobierno para que condujera con seguridad a los prisioneros, sin permitir ni el más
pequeño vejamen contra ellos, en los lugares del tránsito ni al llegar a la Capital; y
resulta que el citado Coronel, en vez de reprimir a sus subordinados y defender a los
presos confiados a su guarda, se unió a los asesinos y púsose en abierta rebelión contra
el Gobierno, Amenazándolo con la; masacre de los Alfaro si persistía en hacerse
obedecer!...
Según Rendón Pérez, Plaza y Navarro lo hicieron todo por Mano de Sierra y los
Marañones; y ante semejante acusación la prensa placista se puso en contra del ex-
Ministro acusador, tratando de volver la oración por pasiva, como se dice, y hacer caer
toda responsabilidad sobre los hombres del Gobierno de aquella época, de manera
exclusiva e Ineludible.
Como siempre Calle principal abogado de Plaza se fue por los extremos: y, con
tal de conseguir exculparle al vencedor en Naranjito, no trepidó en acusar a todos, aún a
la divina Providencia, de las atrocidades del Mes de Sangre, tan celebradas por él
mismo, antes que la conciencia pública reaccionara contra asesinos.
Véanse las propias palabras del defensor obligado del General Plaza: (“Grito del
Pueblo Ecuatoriano”, 7 de Julio de 1914):
“El señor don Carlos Rendón Pérez, Ministro que fue en el breve Gobierno de
don Emilio Estrada y en el interino de don Carlos Freile Zaldumbide, ha publicado un
extenso y documentado artículo, con el objeto de, demostrar la inculpabilidad de los
individuos que componían el Gabinete del Presidente últimamente, en la horrorosa
masacre del 28 de Enero de 1912.
“------------------------------------------------------------------------------------------------
“Así, por ejemplo, aún sostenemos una opinión expresada por quien escribe
estas líneas, en el Congreso de 1912, de que el General Naranjo era nada en Guayaquil,
no tenía representación de Secretario de Estado, ni cosa parecida, por cuanto es absurda
ante, la ley ecuatoriana la extraordinaria práctica de Ministros en Comisión, y,
principalmente, porque mal podía el caballero mencionado ser Ministro en Guayaquil,
cuando, en Quito se había encargado del despacho de su oficina, desde el 23 de Enero,
el señor don Federico Intriago…
“Y aquí conviene rectificar una opinión del señor Arzobispo, quien, en tan grave
asunto, pecó por omisión, por egoísmo y una calamitosa falta de caridad que dice que en
estas atrocidades de acción popular, es difícil, sino imposible, el señalamiento de los
directamente responsables y de los ejecutores.... y que así ha sucedido en todas partes!

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¡Pobre criterio para quién escribe historia y es tenido como una lumbrera en el Ecuador,
consejero aun de gobiernos herejes y dictatoriales e inspirador de secretos de
liberalescas resistencias a las exigencias de la Sede Romana!
“Porque, si nos atuviésemos a él, jamás podría la Justicia apurar la investigación
de los crímenes colectivos, dado el caso de que tomara ese empeño, y, en el debate
político y el juicio de la sociedad escandalizada, permitirían que la calumnia contra los
inocentes e inculpables se irguiese airada y venenosa, convenciendo a las
muchedumbres, prevenidas siempre, siempre Crédulas, produciendo un daño inmenso
como hoy ocurre en la reputación de las personas y, a veces, en la paz de las naciones.
“Investigando y rastreando, se llega, indudablemente, a dar con el brazo que
hirió, con las manos profanadoras, con el arma misma que sirvió para la verificación
del, crimen. Y ese es un dato; porque de referencia en referencia, al reconstituir la
escena, se establecen las complicidades. Otra cosa es que las agitaciones de una época
menguada en que la inculpación se resuelve en guerra civil, no consienta el sereno
ejercicio de la justicia, que el clamor de la política banderiza ponga su odio más arriba
de la verdad, y envenene las fuentes de información.
“¿Acaso no se sabe, en la Capital de la República. el nombre de quienes primero
invadieron las celdas de los presos en el Panóptica, dispararon los primeros tiros y
sacaron los cadáveres, aún palpitantes, para entregarlos al canibalismo de la turba
anónima que aullaba abajó?...
“------------------------------------------------------------------------------------------------
“Una muchedumbre loca de furor, a la que, tal vez, no es extraña la gente
colectiva, en gran parte conservadora, que forma el núcleo del Ejército constitucional,
victima a Montero, y da el ejemplo a las masas criminales de Quito, de cómo se arrastra,
se despedaza, se incinera un cadáver en una plaza pública, frente a un templo católico;
Navarro se excedió, al decir del señor Rendan Pérez, y sobre Plaza y contra Plaza al
cual pone en la más critica y terrible de las situaciones, envía los prisioneros a Quito,
por ventura con el ánimo caritativo de librarles de la saña asesina de las turbas
vencedoras y los agitadores de orden civil. Sierra desobedece, se rebela ¡ese Sierra
perurgido a la venganza por su propia mujer! falta combustible a una máquina del
Ferrocarril, para apurar la marcha en atención al último plan salvador; antes entra a
Quito a plena luz, atravesando una muchedumbre compacta, ya preparada al crimen, un
grupo inmenso de huérfanos y viudas, de padres y de madres de los que han caído en las
últimas jornadas, que claman venganza… Y ese miserable Gobierne que no supo
hacerse respetar, y anduvo en cortesías hasta con representaciones de borrachos y
prostitutas que le piden sangre; y ese elado cobarde que no se siente conmovido ante
desventura de tal modo tremenda, seco de corazón y repleto de egoísmo, y se niega a
salvar a los prisioneros, cosa que él únicamente habría podido con la gran autoridad de
su carácter episcopal, con el prestigio de su persona, y hasta con la custodia en la mano,
revestido de ornamentos; como aquel buen Obispo de Quito que hizo cesar las
matanzas en las calles que se sucedieron a la masacre de patriotas y próceres, en el 2 de
Agosto de 1810.
“Todo concurre a la perdición de aquellos hombres: el odió y la venganza, el
interés político y la cobardía… ¡y mueren, Dios Santo, de qué muerte!...

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“Se precipitan pasan a la historia; queda resonando en el mundo la noticia de la
inicua barbarie; pero la Providencia sabe que ese borra una época...
“¡Oh, Providencia! ¡Cuán justa eres siempre; más, cuan cruel a veces!...
Manuel J. Calle”.
Pero, en este llover de recíprocas acusaciones, ¿cuál procede con verdad y
justicia? ¿Cuál está inocente de la sangre tan inicua y deliberadamente vertida en las
canibalescas jornadas de Enero?
Llegó el tren a la Estación de Alausí, en plena noche; y, no obstante, allí estaba
un grupo de conservadores que insultó y vejó cobardemente a los prisioneros. Fueron
estos trasladados a un pequeño hotel, contiguo a la Estación; y a la mañana siguiente, a
la casa Municipal, donde permanecieron hasta la una de la tarde, en que volvió el tren a
ponerse en marcha.
Mientras las victimitas descansaban en el hotel de Cattani, hubo conferencias
telegráficas de mera farsa, entre Enrique Escudero y el Mayor chileno Cabrera, de Quito
a Riobamba; y entre este Mayor y el Coronel Sierra, con el objeto de excogitar los
medios más eficaces de salvar la vida de los prisioneros, amenazada por el furor del
pueblo, según las conferencias afirmaban. Esas conferencias se han publicado por la
prensa oficial; pero todo en ellas es Confusión y oscuridad, contradicciones y
reticencias; de modo que no puede el historiador sacar nada en limpio de aquellas piezas
del proceso histórico que nos ocupa. Sin embargo, ya que es preciso hacer mérito de
tales piezas, copiaré lo que acerca de ellas dice en su informe Agustín Cabezas,
Intendente General de Policía de la Capital:
“El señor Coronel Cabrera, de acuerdo en todo… conferenció con el Coronel
Sierra, y contestó haciendo saber que había concertado con éste la permanencia de los
prisioneros en Alausí, durante el día siguiente; que el Batallón Nº 16, al marido de su
primar Jefe, Coronel Villacreses, debía partir para ese lugar, para recibir a los
prisioneras y conducirlos nuevamente a Guayaquil; por que se hacía indispensable, para
dar cumplimiento a estos acuerdos, el inmediato envío de un convoy a Riobamba.
“Portadores de estos arreglos, el señor Escudero y yo nos dirigimos a casa del
señor Encargado del poder, a quien no pudimos ver, porque, enfermo como estaba,
había hecho cerrar sus puertas y no obtuvimos que las abriera, a pesar de insistentes
llamadas…
“Cerca de las tres de la mañana del 27... recibí la contestación de Chimbacalle,
concebida así…: “Señor Intendente. El despachador de trenes de Huigra acaba de
ordenar que salga de Guamote a Riobamba, la máquina 24 con carros vacíos y un coche.
Atento S. S. M. Cobos, Jefe de Estación…”
“Hasta las tres de la tarde descansé en la seguridad de que habían sido ejecutadas
las disposiciones acordadas en la madrugada, cuando fui llamado por el señor
Encargado del Poder, quien se sirvió darme a conocer un telegrama del señor Coronel
Sierra en el que marcaba el itinerario del viaje de ese día, y señalaba las cuatro de la
mañana del día siguiente, domingo 28, como hora de llegada de los prisioneros, a un
punto de la vía, dos kilómetros antes de la Estación de Chimbacalle…” (“Páginas de
Verdad” páginas 270, 271, 272 y 273).

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¿Qué nueva complicación había trastornado el acuerdo que se refiere el señor
Cabezas, y según el cual debían regresar los prisioneros a Guayaquil, custodiados por el
Batallón Nº 16? Nada serio, nada invencible: pretextos fútiles, como siempre: falta de
carbón para las máquinas, retardo del convoy ofrecido exasperación de la tropa por
la tardanza; eso fue lo alegado para dejar sin efecto el último acuerdo.
Freile Zaldumbide no supo nada al respecto, no quiso saberlo: aterrado con la
voz de su propia conciencia, creyó que la incomunicación con todos y la obscuridad de
la alcoba, lo libertarían de ese ojo fulgurante que perseguía a Caín por todas partes.
Decía que estaba enfermo; y, según nos lo refiere el señor Cabezas, cerró sus puertas y
no quiso abrirlas nadie, por grandes que fueron las llamadas… Un Presidente de la
República que en esos momentos de angustia general, de inminencia de grandes
crímenes y deshonra consiguiente de la Patria se encierra de esa manera y no da oídos ni
a su Jefe General de Policía, ciertamente que no merece ni el dictado de hombre, menos
el de autoridad celosa de su buena fama y cumplidora de sus deberes. ¿Qué medida de
salvación podía tomar aquel desgraciado que se estaba temblando en su lecho, en el que
pensaba huir de los que le impelían al mal, y asilarse contra el espectro acusador de su
propia conciencia? ¿O significaba aquel encierro en la hora suprema, el abandonó total
y definitivo de los prisioneros, a la muerte desastrosa que la protervia de la coalición les
tenía preparada?.
Los documentos que voy a insertar, parece que demuestran esto último: a las
9.30 de la mañana del 27 de Enero, había Freile Zaldumbide firmado un telegrama que
equivalía a conceder la caía de los infortunados presos, con tanta insistencia pedida por
turba antialfarista; y después de esta concesión inicua, muy natural en hombre tan
cobarde, que sobreviniera aquel aplanamiento físico y moral que lo tenía postrado.
Véase y júzguese.
“Quito, Enero 27 de 1912, a las 9.30 a. m. Señores Coroneles Sierra y Andrade.
Alausí. A pesar de que el Gobierno ha creído indispensable el regreso de los prisioneros
a Guayaquil, tanto porque ese es el lugar de su juzgamiento, cuanto porque es preciso
salvar a toda costa su vida, y ya que el regreso les coloca, tal vez, en mayores riesgos, el
Gobierno declina en Uds. toda responsabilidad en vista de su ofrecimiento absoluto de
que harán la entrega de ellos en el Panóptico, sin novedad. En este concepto pueden
avanzar, tomando todas las medidas de prudencia que su ilustración les aconseje. Al
avanzar darán Uds. cuenta reservadamente del día y la hora de entrada aquí, a fin de
emplear por nuestra parte las providencias que sean posibles para asegurarles la vida,
poniéndonos previamente de acuerdo, para lo cual deben hacer alto en un lugar
adecuado. Atentos, el Encargado del Poder Ejecutivo, Carlos Freile Z. J. F. Intriago,
Ministro de Hacienda, Encargado del Despacho de Guerra”.
Esta era la sentencia de muerte de los prisioneros, refrendada por el verdadero
Ministro de Guerra; puesto que Navarro no tenía ni podía tener ese carácter, según la
Constitución y las leyes. Si comparamos este telegrama en el que se autoriza la
Traslación de los presos a la Capital con los anteriores telegramas del mismo Freile
Zaldumbide en los qué afirmaba que serian asesinados, si se realizaba el viaje funesto;
si se comparan, digo, estos documentos tan diametralmente opuestos, no se puede

186 
 
menos que deducir el hecho indiscutible de que el Encargado del Ejecutivo cedió a la
porfía sanguinaria de los proterva y les entregó, al fin, la presa que ansiaban.
Tener la convicción de que sería imposible salvar a los Alfaros de la furia
popular; estar seguro de la impotencia del Gobierno para oponerse a la perpetración de
aquel asesinato; sentirse él mismo sin energías ni medios para llenar sus deberes en tan
espantosa emergencia; y a pesar de todo esto, autorizar a Sierra que avanzara a Quito
con esos tan aborrecidos presos, no puede significar otra cosa que la concesión criminal
y cobarde de que vengo hablando. En el telegrama del 26, dirigido a Huigra o Luisa, le
decía Freile Zaldumbide al Coronel Sierra, lo que sigue: “Imposible evitar que los
prisioneros sean castigados por la ira popular, así en su tránsito por las poblaciones,
como a su llegada aquí (a Quito)”
¿Estuvo persuadido de la verdad, cuando escribió esta comunicación y las
posteriores, en que se ratificaba lo mismo, hasta última hora? Si lo estuvo, ¿como es que
suscribió la orden para que continuaran su viaje esas víctimas que inevitablemente
había; de ser sacrificadas por el furor del pueblo? ¿No es esto consentir en el crimen,
coadyuvar con eficacia a la perpetración del atentado?
Y no vale decir que en ese mismo telegrama de muerte encarga Freile
Zaldumbide que se tomen medidas de prudencia, que se proteja la vida de los presos,
que se de aviso oportuno de la llegada, para que el Gobierno pueda dictar
providencias de seguridad: todas estas frases eran vanas, sin sentido práctico, sin
realización posible. El Coronel Sierra no obedecía sino las órdenes imperativas de
Navarro, y pisoteaba impunemente las emanadas del Ejecutivo: tenía una consigna
secreta, y a ella única mente ceñía sus actos, que no a sus deberes de humanidad para
con los presos. Carlos Andrade no tenía autoridad en el convoy: era un simple testigo
que Julio Andrade, sin que hasta hoy se sepa el objeto, colocó junto a los prisioneros. El
Batallón “Marañón”, teñido ya con la sangre de Montero compuesto de fanáticos
odiadores de Alfaro, hallaba demasiado largo el camino aún faltaba para el lugar de la
inmolación. ¿Quiénes habían de cumplir esas disposiciones incidentales, relativas a
resguardar la vida de los infortunados que indefectiblemente debían morir?
Esas frases hipócritas, añadidas a la sentencia de muerte, es decir, a la orden de
continuar el viaje a Quito, constituyen el más amargo de los sarcasmos, una ironía
sacrílega arrojada a la de los ya agonizantes prisioneros. El Tribunal de la Santa
inquisición procedía de la misma manera: sentenciaba al infeliz hereje; y, al entregarlo
al verdugo, encargábale que lo trataba con clemencia y conmiseración, pues la Iglesia
aborrecía el rigor y el derramamiento de sangre…
Y tan cierto es que Freile Zaldumbide y el Ministro Intriago no abrigaban la
menor esperanza de salvar a los Alfaros, que, preparando ya una defensa, expresaron en
dicho telegrama, que el Gobierno declinaba toda responsabilidad en los Coroneles
Sierra y Andrade, los que, en este concepto, podían avanzar a Quito. Es innegable que
buscaban responsables para el atentado que preveían, que tenían por seguro y por
inevitable; y, en efecto, cuando la voz acusadora se levantó, dentro y fuera del Ecuador
pretendió el Gobierno escudarse con todos estos documentos, mansamente preparados
para el momento de la necesidad, como más adelante veremos.

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¿Y por qué razón querían el Presidente del Senado y su Ministro, hacer
responsable al Coronel Andrade que no tenía mando alguno, ni en el tren que
conducía a los presos, ni en el Batallón “Marañón”, ni en las poblaciones del tránsito, ni
en la Capital? El Coronel Andrade, lo repito, viajaba con los prisioneros por encargo
especial de su hermano Julio, según él decía, y con el fin de prestar algún apoyo, algún
servicio a las infortunas víctimas del odio de la coalición.
Obró mal, imprudentemente, el Coronel Andrade, cuando condescendió con
Sierra y Cabrera, suscribiendo la oferta a que se refiere Freile Zaldumbide, de
conducir con seguridad a los presos hasta el Panóptico. Carlos Andrade cayó en uno de
esos innumerables lazos que la perversidad y astucia de los coalicionistas habían
tendido por todas partes: se hizo tontamente partícipe en la responsabilidad de los
sangrientos sucesos que voy narrando. Desde la salida de los presos para Quito, se los
consideró perdidas sin remedio; pero su detención en Alausí, había hecho renacer la
esperanza de que no llegaría a consumarse el crimen meditado. La noticia de que no
regresaban a Guayaquil, sino que titulaban el viaje a la Capital, resonó como una
campanada lúgubre, de esas que anuncian el fallecimiento y el entierro de un hombre.
Nadie, absolutamente nadie, creía en la posibilidad de libertar a los Alfaros de las garras
de las fieras humanas que perseguían; y desde su salida de Alausí, el convoy que los
conducía al matadero, era mirado por todos como un convoy fúnebre, en el que iban
apiñados y silenciosos unos cuantos agonizantes. Y, no obstante, la protervia
coalicionista se mostraba estrepitosas en todo el tránsito: de Alausí fueron despedidos
con gritos y ofensas de la turba clerical aglomerada en la estación; en Ambato, lo
mismo; siendo admirable que la Patria de Montero se hubiese también manchado con
semejante villanía; en Latacunga, la algarada tomó proporciones alarmantes; de modo
que ese camino de la agonía, fue una prolongada vía dolorosa.
El Mayor Cabrera, chileno al que en el Ecuador se le llama Coronel, y que
desempeñaba el cargo de Subjefe de Estado Mayor General, era uno de los más devotos
servidores de Plaza; y este extranjero le dirigió a Sierra el siguiente telegrama:
“Riobamba, 27 de Enero de 1912. Señor Coronel Sierra. Alausí. En este
momento recibo telegrama del Encargad del Poder, diciéndome resuelve avance usted
con presos a Quito: recomiéndame acuerdo con Ud., a fin de asegurarles vida y el fácil
traslado al Panóptico. A este fin creo que conviene: Salir de Alausí a una hora tal, que
pasen por Cajabamba a las seis p.m.; y 2o. Pasar por Ambato a las diez de la noche, por
Latacunga a las doce, por Machachi a las dos de la mañana, y llegar a dos kilómetros de
Quito a las cuatro de la mañana; y entrar al Panóptico por detrás del Panecillo, etc.
Coronel Cabrera, Subjefe de Estado Mayor General”.
El Coronel Sierra contestóle en estos términos: “Acepto itinerario. Telegrafío a
Quito y avisaré la hora de salida”. Y en efecto, telegrafió al Encargado del Ejecutivo,
indicándole las etapas acordadas con Cabrera, para el convoy fúnebre que conducía; y
este fue e1 telegrama que Freile Zaldumbide le enseñó al Intendente General de Policía,
Agustín Cabezas, y al que se refiere en los fragmentos que he copiado de su Informe.
Cabezas era un conservador clerical, pero lo tengo por ajeno a la sangre
derramada el 28 de Enero; abonándole la conducta que observó en aquellos días
funestos como Jefe de Policía en la Capital. Oigámosle a el mismo, cómo relaciona su

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labor, en el informe que han publicado, tanto e1 General Plaza como el Gobierno, en su
afán de defenderse.
El informe de Cabezas, si descartamos ese empeño en disminuir la
responsabilidad de sus superiores, merece crédito en todo lo que a la acción del
Intendente respecta; y voy a servirme de este documento para continuar comprobando la
culpabilidad del Gobierno y del Coronel Sierra, en los últimos acontecimientos del día
28.
Cabezas dice: “Hasta las siete de la noche parece que el público ignoraba en
absoluto el próximo arribo de los prisioneros; pero desde esta hora empezó ya a circular
la noticia, que se propagó rápidamente, sobre todo, desde que, según lo supo al día
siguiente un muchacho que repartía invitaciones del Comité Patriótico Nacional decía al
entregarlas: esta noche llegan los cabecillas.
“A las nueve de la noche estaban listos los caballos necesarios, y los jóvenes
Ayudantes se hallaban reunidos en la Intendencia, impacientes porque llegara la hora de
cumplir la delicada misión que se les había encomendado (la da conducir a los presos al
Panóptico, por un camino extraviado y a las cuatro de la mañana).
“------------------------------------------------------------------------------------------------
“A las tres y diez a. m. el señor Ministro de lo Interior y Policía se presentó en la
Intendencia, acompañado se un subalterno; recibió mis informaciones respecto de la
absoluta tranquilidad de la Capital, de no haber gantes sospechosas en la Estación, y de
estar todo listo para la recepción de los prisioneros; hícele acompañar por dos Oficiales
más y… se adelantó para esperarme en Chimbacalle (la Estación del ferrocarril)…
“Cuando llegamos al lugar indicado, encontré formados en el mejor orden y
silencio a todos los que formaban la escolta; recibí nuevos avisos absolutamente
tranquilizadores respecta de la ciudad, y di las siguientes disposiciones para que fuesen
oportunamente ejecutadas…
“Entretanto, el Sr. Dr. Díaz se hallaba en la oficina telegráfica de la Estación,
desde donde me hacía saber los avisos que recibía de las estaciones del transitó.
“A las cuatro y treinta y cinco minutos me hizo avisar que el convoy avanzaba
hasta Machachi, y a las cinco y cuarenta minutos, por medio de uno de los Oficiales que
le acompañaban, me impartió la orden de retirar la escolta, por cuanto no debía llegar el
convoy sino después de las seis de la noche, ya que así lo había ordenado por telégrafo
al señor Coronel Sierra.
“Con iguales precauciones que a la ida, verificóse el regreso... A las seis de la
mañana llegué a la plaza de la Independencia… y allí recibí aviso, de parte del señor
Ministro Díaz para no disolver la escolta y permanecer con los caballos ensillados, en
espera de nuevas órdenes.
“Acérqueme a la oficina telegráfica, donde su había trasladado el señor Ministro,
y le puse de manifiesto la dificultad en, que me hallaba de ejecutar esta disposición,
dado el caso de que la orden que recibiera anteriormente, había sido perentoria y sin
restricción alguna, por lo cual una parte de los caballeros que acompañaban, habíanse
retirado a sus casas para descansar... Después de ligera pausa, y en vista de las
anteriores y otras razones que yo alegara, el señor Ministro me dijo, más o menos: “Voy
a reiterar al Coronel Sierra la orden que le di desde la Estación de Chimbacalle, para

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que permanezca durante el día en Machachi o Tambillo, a fin de que entre a Quito por la
noche”.
(“Páginas de Verdad”, páginas 273 a 278).
La orden del Ministro Díaz estaba concebida en estos términos: “Chimbacalle,
Enero 28 de 1912. Señor Coronel Sierra. Tambillo. Suspenda Ud. su viaje hasta mañana
por la noche, pues de llegar de día, serían victimados sus prisioneros. Ministro Octavio
Díaz”.
Sigamos copiando el Informe del intendente Cabezas, para que se entienda
mejor la farsa trágica representada por los hombres del Poder, en esos días de luto y
vergüenza para la Patria.
“No había transcurrido una hora continúa Cabezas cuando recibí nuevos
insistentes de parte del Señor Encargado del poder y del Señor Ministro Díaz, para que
fuera a la oficina telegráfica, en donde se me necesitada urgentemente….
“Hallábanse en la antedicha oficina el señor Ministro de lo interior, el señor
ministro Encargado de la cartera de Guerra, y los telegrafistas señores Egüez y Fiallo,
en cuya presencia el señor Dr. Díaz me dijo, poco o menos, lo siguiente: “Es
indispensable que usted reorganice la escolta y vaya a recibir a los prisioneros: el
Coronel Sierra desobedece mis órdenes y manifiesta que le es imposible contener a sus
soldados; dice que los presos corren inminente riesgo de ser ultimados; y que en
consecuencia, y a pesar de mis ordenes, avanza hacia Quito…” Todo lo cual fue
decididamente corroborado por el señor Ministro Intriago….
Yo no podía por menos que negarme a aceptar las inmensas y terribles
responsabilidades que desde luego entreveía; pues no era difícil figurarse las escenas
que se desarrollarían desde el momento en que un pueblo, furiosamente excitado,
tuviese a su vista el objeto y causa de su encono. Me negué, pues, Con entera franqueza;
y protesté de la idea de hacer llegar durante, el día a los prisioneros.
“Como los señores Ministros insistiesen en que era ya imposible retroceder, por
cuanto el señor Coronel Sierra no daba oídos a las perentorias ordenes que se le habían
trasmitido, me vi en el caso de hacerles presente que un militar que desobedecía órdenes
superiores, por este mismo hecho se constituía en único responsable de todas las
consecuencias que se derivaran de su desobediencia…” (“Páginas de Verdad”, 279 y
280).
He aquí cómo se jugaba con la preciosa vida de los principales caudillos del
radicalismo ecuatoriano: la mentira y la cobardía, la artimaña y la perfidia, al servicio de
salvajes venganzas y criminales ambiciones, los arrastraron al sepulcro.
Se formó el itinerario, previa la resolución de no observarlo: no faltarían
pretextos baladíes para cohonestar esta punible inobservancia; y se echaría la culpa de
ella a tropiezos encontrados en la vía férrea, a falta de combustible para las locomotoras,
en fin, a cualquier cosa que pudiera ser un pretexto.
Se dieron órdenes al Coronel Sierra, en la seguridad de que no serían
obedecidas, como no lo habían sido las anteriores: el Gobierno sabía por propia
experiencia que para el Jefe del “Marañón”, la orden imperativa de Navarro, era
superior y preferente a toda otra disposición del Ejecutivo; y, no habiendo
Freile Zaldumbide y sus Ministro depuesto y castigado a ese Jefe rebelde, en su primera

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desobediencia, autorizáronle para las demás; aceptaron una franca y palpable
solidaridad en los crímenes consiguientes.
Da verdadera lástima y vergüenza el ver a los Ministros de lo Interior y de
Guerra, Intriago y Díaz, quejándose al Intendente Cabezas, de que Sierra les
desobedecía; y empeñados en dar gusto al desobediente en lo de hacer llegar a los
prisioneros durante el día; lo que era igual a entregarlos en manos de los asesinos. ¿De
qué les servía la autoridad a los susodichos Ministros, si no eran capaces siquiera de
imponer respeto a un Jefe de Batallón que despreciaba sus mandatos? Es inverosímil
que el apocamiento y la flojedad de un Gobierno lleguen a tal extremo; y la crítica
histórica no podrá menos que deducir de los actos de Intriago y Díaz, una complicidad
en la misma desobediencia de Sierra.
Agustín Cabezas hombre de corazón, a pesar de sus ideas clericales protestó
contra el proyecto de hacer entrar, a los prisioneros en Quito, a la luz del día, en razón
de que esto era sacrificarlos; pero esa honrada protesta cayó en el vacío: los Ministros
que la escucharon, sin duda alguna, preferían el espectáculo que Sierra iba a
proporcionar al pueblo capitalino. Y hablo así, porque lo que se llama pueblo, el
conjunto de los ciudadanos en general, no fue sino espectador del drama, como ya
tendré ocasión de comprobarlo más adelante.
Cuando las víctimas se acercaban, la ciudad estaba absolutamente tranquila, la
Estación desierta, ningún sospechoso rondaba siquiera las inmediaciones del lugar
donde había de parar el tren de prisioneros: todo esto lo afirma el Intendenta Cabezas,
el Informe que he copiado; luego es falso qué el pueblo, los ciudadanos de Quito,
estuvieran aguardando a los Generales vencidos para despedazarlos, y que horas
después se hayan transformado en hordas de caníbales. Y la tranquilidad de Quito en la
noche del 27 y mañana del 28 de Enero, es tanto más notable, cuanto que, según lo
asegura el mismo Cabezas, un sujeto que distribuía invitaciones del “Comité Patriótico
Nacional”, notificaba al público, el 27 por la tarde, que en aquella noche llegaban los
cabecillas de la revolución a Quito; noticia que se propagó rápidamente en toda la
Capital. Si de verdad los ciudadanos quiteños hubieran tenido el ánimo de mancharse
con el peor de los crímenes, desde que recibieron aquella noticia se habrían amotinado y
corrido a la Estación, o siquiera permanecido en las calles de la ciudad, deseosos de
satisfacer los instintos de tigre que el Gobierno ha querido atribuirles, ante el mundo
entero, Al contrario de esto, la noticia, si llenó de estupor a todos, como el anuncio de
una próxima catástrofe, no produjo los efectos que se habían propuesto los que la
propalaron. Porque debe saberse que el susodicho “Comité Patriótico Nacional” era un
círculo de coalicionistas exaltados y anarquizadores; las invitaciones que distribuía el
27, eran para recibir al siguiente día a los vencedores en Yaguachi; y la noticia verbal
que acompañaba a esas invitaciones tendía a despertar y enfurecer a la fiera humana,
cuyo concurso era indispensable para que fuesen completas y espléndidas las fiestas
del circo, en el memorable 28 de Enero de 1912.
Y los adherentes a dicho Comité no habían perdonado medio para producir ese
feroz despertamiento que tan necesario juzgaban, El dormido tigre había ya recibido
toda clase de sacudidas: había interrumpido incesantemente su reposo con la grita de la
prensa antialfarista y las algaradas de los ebrios y las meretrices, obligado cortejo de los

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hombres de la coalición: sus terribles instintos habían sido diariamente excitados por
emblemas de sangre, por provocadoras perspectivas de carnicería, por reiterados
ofrecimientos de víctimas despedazadas con que matar el hambre del monstruo que
terminó, por desperezarse y ensordecer con sus rugidos aun los centros más civilizados
de la República.
He insertado en los anteriores capítulos, algunas muestras de tan nefandas
provocaciones a la matanza y la barbarie; pero Quiero copiar todavía tres o cuatro
párrafos de una carta de Miguel Valverde, el varón virtuoso del placismo, el ciudadano
digno de Plutarco, al decir de Manuel J. Calle y otros enemigos de Eloy Alfaro.
Esta carta había sido escrita mucho antes, lo que prueba que la idea de asesinar
al General Alfaro no arrancó de la revolución de Montero; sino que había germinado
desde atrás en el cerebro de la coalición antialfarista.
Los despertadores de la fiera humana juzgaron oportuno imprimirla en aquellos
momentos de tempestad, sin duda, para evitar que amainara el huracán; y, publicada en
los talleres de “La Prensa” diario del General Plaza y escrito por Gonzalo Córdova y la
plana mayor del placismo circuló profusamente entre el pueblo de Quito.
La mencionada carta dice así:
“Señor D. Eduardo Mera. Presente.
“Muy estimado y distinguido amigo:
“------------------------------------------------------------------------------------------
“Hay medidas dolorosas que se imponen desgraciadamente como remedios
únicos para extirpar los que reputamos males graves y llagas cancerosas de las
sociedades humanas. Horrible, pero necesaria para la noble causa de la Independencia
de Colombia, fue la matanza de prisioneros indefensos en Puerto Cabello, ordenada por
la energía libertadora de Bolívar; trágica y terrible pero necesaria, fue la ejecución de
los castigos nacionales de Querétaro, decretada por la autonomía, de México y
sancionada por el Presidente Juárez; feroz, espantoso, salvaje, pero útil, pero oportuno,
pero necesario, fue el linchamiento de los hermanos Gutiérrez, ejecutado por el pueblo
de Lima; triste, muy triste, pero indispensable para la vida misma de la nación
ecuatoriana, será la ejecución del General Eloy Alfaro.
“Que la fiera se defienda y que sus zarpazos hieran de muerte a todo el que la
ataque, está bien: este es el derecho de la fiera: pero los sobrevivientes tenemos, no el
derecho, sino el deber imperioso de matarla”.
“Así, una transacción en estos momentos sería no solamente una cobarde
abdicación: equivaldría a un suicidio. Este hombre, ese conspirador audaz, ese
rebelde, es más peligroso que una fiera. Suelto, seguirá conspirando; encarcelado,
seguirá conspirando; desterrado, continuaría conspirando. Hay que matarlo para
seguridad de la República…
“ --------------------------------------------------------------------------------------------
“Con toda consideración, etc. Miguel Valverde”.
He ahí la teoría del asesinó político en su más absoluta desnudez; siendo de
notarse la identidad de doctrinas sustentadas, así en la carta transcrita, como en los
escritos de la coalición, y aun en ciertos documentos oficiales de la misma época. El
terrorismo, armado de puñal, era el enemigo de Alfaro; y con tal de satisfacer sus

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rencores no se rehuían ni el gorro rojo ni la cogulla, sino antes bien se hermanaban y
apoyaban en asociación asquerosa y absurda.
El destinatario de la carta criminal de Valverde, es un clerical intransigente; y el
ex-Ministro de Plaza viene a ser como una caricatura de Robespierre: los extremos se
tocaban, pero era en el pensamiento de un crimen…
Perdóneseme esta digresión y prosigamos.
¿Por qué no llegó e1 tren a las cuatro de la mañana, como estaba convenido, y
cuando la ciudad permanecía en absoluta tranquilidad? Sencillamente, porque en la
madrugada no era posible contar con la chusma que la coalición había amaestrado para
el recibimiento de los prisioneros; porque era menester para eliminarlos con facilidad,
que la población entera, presenciase la entrada de estos desventurados a la Capital; a
fin de que esa fuerza de sugestión que obra y se propaga en las multitudes con la rapidez
del rayo, produjera la tan anhelada catástrofe, sin ninguna responsabilidad individual.
La coalición y el Gobierno que serian el crimen anónimo, el crimen de la muchedumbre
a quien ningún tribunal puede juzgar ni condenar; se iban tras de la llanada justicia
popular, para valernos de las palabras del General Plaza; de esa justicia que tiene por
consejero el furor, y por verdugo la mano gigantesca de las turbas, que no es ni puede
ser conocida por la justicia de la ley. Todos autores del crimen, todos cómplices y
participantes de la iniquidad; a fin de que no haya acusados ni acusadores: tal era el
ideal del complot antialfarista.
No era posible que todos hiriesen al Viejo Luchador, que todos se empapasen en
su sangre; pero lo arrojarían muerto en medio de la muchedumbre, y todo el que
profanase ese cadáver, todo el que profiriese una injuria contra el difunto, todo el que
aplaudiese el asesinato, todo el que se colocase tan cerca que le salpicara siquiera una
gota de sangre, sería cómplice en el crimen; y hasta los misinos espectadores, esa
multitud inconsciente que corre a toda clase de espectáculos, se confundiría con los
verdaderos criminales, a lo menos por el momento; y de esta manera se obtendría lo que
la coalición ansiaba, el reo desconocido y sin nombre.
La muchedumbre era indispensable; y por eso el convoy fúnebre hizo paradas
repetidas, y a la postre se detuvo en Tambillo, hasta que el sol se acercara a la mitad de
su carrera, hasta que el pueblo capitalino pudiera concurrir siquiera como espectador al
festín de los antropófagos. Y el Gobierno consentía en todo, favorecía todas las
maniobras de los malhechores, les limpiaba el camino de todo obstáculo, les
abandonaba a los infelices presos, a los que estaba obligado a defender con todas sus
fuerzas!...
¿Y qué hacían, entretanto, Plaza y Navarro en Guayaquil? Preparaban la
coartada, de que había el escritor colombiano Andrade.
El Coronel Sierra le dirigió al seudo Ministro de Guerra, el siguiente telegrama,
desde Alausí, el 26 de Enero por la noche:
“Por orden del Gobierno de Quito, me quedo en este lugar custodiando a los
presos que por orden de Ud. conducía para Quito, pero el Gobierno dice que no
continúe la marcha porque resuelve que dichos presos regresen para ésa. Le comunico
para Conocimiento de Ud.”

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El General Plaza ha publicado este documento en su Colección; pero advirtiendo
que no fue recibido en Guayaquil, sino el día 28 a las seis de la tarde. La mentira de
siempre: ¿qué razón hubo para que no se trasmitiera este parte, hallándose expedita la
línea telegráfica para Guayaquil? ¿Cómo sucedía que llegaban los partes de Guayaquil
a Quito, y los de Quito a Guayaquil, pasando por varias estaciones intermedias, y no
pudo llegar la comunicación de Sierra, sin estación intermedia alguna? ¿Quién pudo
interceptar en la oficina de Alausí, o en la de Guayaquil un despacho que a nadie le
interesaba?
Falso, falsísimo lo que afirma el General Plaza en sus “Páginas de Verdad”: les
convenía negar la recepción de este aviso de Sierra, porque ya habían negado también la
de los telegramas de Freile Zaldumbide, sobre la misma materia. Navarro recibió el
parte del Jefe del “Marañón”; pero, si le contestó algo, se ha guardado hasta ahora en
profundo secreto; siendo lo único palpable, que no revocó la orden imperativa de
conducir los presos a la Capital, a pesar de conocer las disposiciones que el Ejecutivo
había dado en contrario. Y vuelve a surgir la misma dificultad: ¿había acuerdo secreto
entre el que daba la orden y el que la quebrantaba?...
El General Plaza sorprendió un telegrama que Julio Andrade le dirigía al
Arzobispo; interceptó esa comunicación y apropióse de la idea: era un medio magnífico
de probar su inocencia y el interés que por los Alfaros se había tomado, cuando él, un
radical clerófobo y sin religión, no había trepidado en pedir misericordia para los
prisioneros, al enemigo más acérrimo de sus principios, al mismo Jefe de la Iglesia
ecuatoriana. Este era un sacrificio enorme en pro de sus adversarios vencidos, un
prodigio de generosidad y nobleza que alegaría a su debido tiempo pará demostrar cuan
lejos había estado de querer siquiera la de sus benefactores, mucho menos de
maquinarla. Lleno de júbilo con tan brillante idea, escribió el siguiente parte:
“Guayaquil, 27 de Enero de 1912. Señor Arzobispo. Quito.
“Apelo a sus sentimientos humanitarios y cristianos para que emplee su
influencia en favor de los prisioneros de guerra que son conducidos a Quito. Vele Usted
por la vida de estos señores, a fin de que la justicia cumpla con su deber. Un acto de
sangre y de violencia sería un escándalo ante el mundo que nos exhibiría muy
tristemente. Apelo a usted, apelo a la Junta Patriótica, apelo al noble pueblo de Quito,
para que todos reunidos cuiden a los prisioneros y contengan la ira popular que es
inconsciente. La tragedia de ayer tiene consternada a la ciudad; y hasta el pueblo que la
consumó, está arrepentido y avergonzado; déme una respuesta tranquilizadora. L. Plaza
G.”.
¿No valía más que todas estas apelaciones, el haber respetado y hecho respetar
la Capitulación de Duran? ¿No valía más que esta frase, el haber retenido a los presos
en Guayaquil, a bordo del “Libertador Bolívar”? Ya veremos el efecto que produjo esta
apelación a la misericordia del Pontífice Ecuatoriano, y a la nobleza del pueblo de
Quito, a la influencia de la Junta Patriótica y a la hidalguía de la coalición.

Después de este golpe político teatral, Plaza apresuró su salida para Manabí,
pues quería hallarse más lejos del lugar de la catástrofe y recibir noticias muy atrasadas

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de ella: como dice Roberto Andrade, Plaza imitaba a Flores, que había ido de Quito a
Guayaquil, después de haber ordenado el degüello del 19 de Octubre (1).

(1) De todo punto imposible evitar repeticiones que, si indispensablemente


necesarias para cimentarla verdad histórica, resaltan enfadosas para los lectores. Pero
como el primordial objeto de este libro es dejar fuera de toda objeción, no solamente la
exactitud de los hechos narrados, sino también la responsabilidad de los que
intervinieron en su ejecución: veóme obligado a volver dos y tres veces sobre el mismo
tema; a repetir el examen de los mismos documentos, comparándolos con otros nuevos;
a insistir en las mismas, premisas, para deducir más claras e irrefragables
consecuencias; a corroborar las concusiones ya sentadas, con más fuertes
razonamientos, según avanzamos en la narración de los trágicos sucesos, de Enero. Este
libro, de consiguiente, no obedece a la unidad de un plan literario; puesto que, como lo
he advertido en el prólogo, es más bien una compilación de datos, que pueden servir a
los futuros historiadores de los últimos treinta años de nuestra tristísima vida
republicana. Pido, pues, que los lectores disimulen las faltas enunciadas; las que,
atendido el fin que me propongo, no los puedo evitar.

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CAPITULO XII

INERCIA CRIMINAL

La noche fue excesivamente fría; y los prisioneros, sin alimento y sin abrigo,
atravesaron las alturas de los Andes, esos dilatados páramos donde los helados vientos,
atormentan al viajero aun durante las mejores horas del día. Llegaron a Tambillo
ateridos, desfallecientes; y allí se les detuvo, mientras, todo estuviese listo y aprestado
para su inmolación en la Capital.
Los agitadores recorrían las calles de Quito, propalando las más absurdas
nuevas, tendientes a concitar el odio del pueblo contra los presos que llegaban, o por lo
menos, a despertar la curiosidad de las muchedumbres para que concurrieran al lugar
del sangriento espectáculo.
Grupos de clericales hacían un llamamiento a la clase trabajadora, para que
también ella acudiese a la manifestación hostil que se preparaba contra los vencidos
radicales que tanto mal habían hecho a la Religión, según lo decían.
El Ministro de Guerra Intriago ponía en movimiento las tropas de la guarnición,
manifestando que lo hacía para defender la vida de los presos.
El Ministro de lo Interior y Policía, Octavio Díaz, visitaba el Panóptico por la
mañana, como si tuviera algo secreto que preparar en aquel lugar; y luego, recorría en
coche las filas de los soldados y de los guardianes del Orden Público, al parecer,
Comunicándoles disposiciones a boca chica.
Asegúrese que se había permitido que un grupo de asesinos entrase de antemano
a la Penitenciaría para llenar su inicua tarea y que la mayor parte de esos malhechores se
componía de soldados disfrazados y de conservadores de la peor especie. Esta
acusación, nacida de los presidiarios y aun de los mismos militares que montaron la
guardia de la penitenciaría durante la tragedia ha sido reproducida por la prensa
ecuatoriana y extranjera; y ni Díaz ni el Gobierno la han contradicho de manera alguna,
mucho menos refutándola.
Poseo un Memorándum escrito por el Teniente Coronel Rafael Urbina, soldado
de honradez y lealtad indiscutible; quien, a causa de estas mismas dotes, se hallaba
preso en el Panóptico, y pudo apuntar, hora por hora, lo que vio y observó en aquella
jornada de sangre.
He aquí lo que el Comandante Urbina refiere sobre los preparativos para la
inmolación de Alfaro; preparativos que fueron presenciados, así por los detenidos
políticos, como por los criminales comunes que el presidio encerraba.
“De dos a tres de la mañana del día 28, abrieron nuestras celdillas y nos
mandaron levantamos acto continuo. Eran el Comandante Rubén Estrada, Director del
Panóptico, y sus subalternos, armados todos de fusiles, los que de ese modo
interrumpían nuestro reposo. A la cabeza de los guardianes vi a un criminal llamado N.
Núñez, pistola, en mano, el que gozaba de prerrogativas y era como ayudante de
Estrada. La presencia de este individuo era mal presagio, porque también lo vimos en la
noche del 19, cuando nos levantaron a deshora para confiarnos en lo más alto del
edificio, mientras los prisioneros de Huigra eran cruelmente maltratados. Después

196 
 
referían los mismos guardianes que Núñez fue el que mató al señor Segundo Perdomo,
y que el guardián N. Vaca, el que le dio el balazo al Coronel Belisario Torres.
“Desde que se supo la venida de los Generales al Panóptico, los tuvimos por
muertos, y lo mismo decían Estrada y los guardianes sin rebozo a los presos. El día
anterior fue muy agitado en el presidio. Hablaban los empleados a boca chica y tenían
un aire sombrío. Se puso una guardia interior, y redobló la vigilancia. Los criminales
comunes nos comunicaron noticias alarmantes, dando por seguro el asesinato de los
Generales prisioneros. Así pasó el día 27, angustioso para nosotros, y que no se me
borrará de la memoria -----------------------------------------------------------------------------“
“Obedecimos la orden y nos pusimos a disposición de Estrada los presos
políticos que ocupábamos la Serie E del presidio, y fuimos trasladados a la Serié A,
donde permanecimos en vigilia esperando el fatal momento, del que no nos quedaba
duda, por los preparativos que presenciábamos y la actitud hostil de los guardianes…
De mañana aumentaron la agitación y el bullicio en el Panóptico. A las once del
día volvieron Estrada y los guardianes armados y nos intimaron abandonar nuestros
nuevos calabozos sin perdida de tiempo, y nos condujeron al departamento de los
criminales. Estrada nos dijo que tenía esta orden y añadió: Confúndanse entre los
criminales y sálvese el que pueda, que yo no respondo de la vida de nadie…
“El jefe de guardianes N. Vásconez, el subjefe Julio Vaca y el mentado
presidiario Núñez se ocuparon en anotar las celdillas ocupábamos. Aquí referiré un
detalle. Al Comandante Julio Martínez Acosta lo dejaron aherrojado en su misma
celda, con el pretexto de que había pretendido fugar taladrando una garita. Mas el preso
hizo constar que tenía depositados en poder del Comandante Estrada la suma de tres mil
sucres...
“Como todos aguardábamos la muerte, procuramos seguir el consejo de Estrada,
y nos disfrazamos como pudimos, confundiéndonos con los criminales, los que también
temían el ataque que se anunciaba. Nos agolpamos a la reja de la Bomba, mezclados los
unos con los otros; y pudimos ser testigos presenciales de la mayor parte de los
acontecimientos.
“La guardia interna había sido escogida en el Batallón de Reservas Nº 83, y la
comandaba el Capitán Aurelio Yela, haciendo de subalterno el Subteniente Ángel
Cárdenas, ambos enemigos del General Alfaro”
Estos datos sencillos y confirmados por los varios relatos que de la trágica
muerte del General Alfaro se han publicado hasta hoy prueban que nada se improvisó,
nada surgió de repente en el sangriento escenario; sino que todo estuvo previsto, todo
preparado para el horrendo sacrificio.
Juzgaron innecesario asesinar a los detenidos de menor cuantía; y se dio orden
de ponerlos en relativa seguridad, entremezclándolos y confundiéndolos con los
criminales comunes.
Se temió que el Coronel Pedro Concha sobrino político del Ministro de Guerra
fuese comprendido en la masacre, y se le puso en libertad la víspera; sin que mediara
ninguna petición del agraciado, menos, las formalidades que el Gobierno exigía de los
partidarios de Alfaro, en aquel entonces.

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Más adelante veremos que Rubén Estrada procedía ciñéndose a una consigna y
plenamente facultado por sus superiores; empero sin sospechar siquiera que su
obediencia lo perdería, y que sus días estaban también contados...
Continuemos la interrumpida narración.
Los agitadores de la plebe habían obtenido su objeto; una chusma de
mujerzuelas de mal vivir, de beatas fanatizadas por la frailería, de indios borrachos e
inconscientes, de desarrapados viciosos y congregantes terroristas, aullaba ya de furor y
se dirigía amenazadora y frenética al encuentro de las víctimas. Una ráfaga violenta
soplaba sobre la Capital; y las olas comenzaban a encresparse, y la voz terrible de la
tempestad rugía a los pies del Panecillo. Empero, el verdadero pueblo de Quito era mero
espectador de los acontecimientos; y en la turba criminal, apenas podía señalar uno que
otro individuo con nombre conocido.
Un ex fraile de la Merced, el presbítero Benjamín B. Bravo, fue acusado con
justicia de haber sido uno de los agitado de la plebe y principal instigador de los
crímenes del 28 Enero; y para exculparse, publicó una extensa relación de aquellos
trágicos sucesos, como testigo de vista, según él mismo lo afirma. Tan interesado relato
está, como era natural, lleno de falsedades encaminadas a dejar limpio el nombré del
susodicho Fraile pero contiene confesiones de suma importancia para la Historia y por
lo mismo, insertaré en estos capítulos las más pertinentes.
Algunos diarios reprodujeron el extenso escrito del sacerdote Bravo; y “El
Telégrafo” de Guayaquil comenzó a insertarlo en sus páginas de honor, el 31 de Enero
de 1919, con el título de “El XXVIII de Enero de 1912 en la penitenciaria de Quito:
relación escrita por un testigo presencial”.
Véase lo que el fraile Bravo dice, respecto de la actitud del pueblo quiteño:
“Al abocarme a la carrera nombrada ,y pararme en la cuadra inmediata anterior
al Panóptico, cuyo edificio, él solo formo la última extensa manzana en que termina la
mencionada carrera Rocafuerte, lo primero que se ofreció a mi vista y con lo que topé,
fueron soldados armados en traje de campaña, formando sendas alas, a los dos lados y a
lo largo de dicha carrera, hasta la puerta del Panóptico, aunque separados unos de otros
por distancias de cuatro a cinco metros por costado, y en las aceras, y en los balcones y
puertas a la callé y en el centro de ésta, sendos grupos de gentes al parecer pacíficos,
que acudido habían llevados por la novedad, y no con animó hostil. Casi en ese mismo
instante (al llegar yo a la calle Rocafuerte), pasó por mi delante el automóvil, pero ya
desocupado, señal evidente de que ya habían quedado los prisioneros en el Panóptico.
Creía yo que el hecho sólo de la prisión dada la alta categoría de los prisioneros,
bastaría para calmar la excitación de los ánimos, caso que así los tuvieran; porque
vuelvo a afirmar no la revelaban ni la actitud ni los semblantes de los concurrentes),
aparte que no otra cosa podía esperarse de un pueblo de natural noble, compasivo,
generoso, como lo había demostrado ser en varias ocasiones, aun con los más
facinerosos, el ya maleado pueblo quiteño que, poco después dio pruebas de esto
último, como luego veremos. Aguardaba por tanto que no tardaría mucho en dispersarse
el tumulto, y que muchos, acaso, tornarían a sus casas meditabundos, contristados más
bien por lo que estábamos presenciando”.

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He ahí la verdadera actitud del pueblo capitalino, según el testimonio de ese
testigo presencial que, para arrojar de si una tremenda acusación, pudo secundar los
relatos oficiales, calumniando a la multitud, criminal anónimo, al que no puede alcanzar
ni la justicia de la Historia.
Y mientras se formaba la borrasca, nadie, absolutamente nadie, acudía a
contrarrestarla, a defender la Constitución y las yes, la civilización y la honra de la
Patria, los sentimientos cristianos y los fueros mismos de la humanidad, que tan
terriblemente amagaba esa gavilla de malhechores, empujada por manos ocultas que
querían apoderase de la República por medio del crimen. Un acto de presencia de la
Policía, resuelta a evitar el homicidio alevoso e infame que se estaba preparando, habría
bastado para disolver aquella chusma adredemente enloquecida y lanzada contra seis
inermes prisioneros; pero los guardianes del Orden habían recibido la consigna de
cruzarse de brazos, y mirar impasibles los actos del pueblo, por criminales que fuesen.
He aquí lo que dice al respecto el defensor de Alejandro Salvador Martínez,
acusado de participación en la masacre de Enero (“Una Víctima Expiatoria de los
Crímenes del 28 de Enero 1912”; folleto publicado en la Imprenta y Encuadernación de
Julio Sáenz R., en Quito):
“Y ¿por qué no se ha sindicado a la autoridad de Policía que disponía entonces
de una fuerza de 800 hombres; y que cruzándose de brazos, hizo caso omiso de las leyes
y reglamentos del orden y la seguridad, tan suficientes como poderosos para prevenir
los crímenes, con sólo la dispersión de las turbas que, con anticipación de quince días se
organizaban y recorrían las calles y plazas públicas, portando las enseñas y divisas que
ostentaban los jiferos o carniceros, cuando van al degüello, al matadero?
“¿Por qué esa autoridad no coartó los aprestos de la fiera humana que husmeaba
sangre y se disponía a devorar a sus semejantes, ensayando el modo y forma como
debía hacerlo; apoyada por chacales oradores que con sus discursos, inspirados y
preparados en las alturas, enardecían al populacho y retemplaban su cólera; secundada
por la aprobación llena dé hipocresía y enmascarada piedad del Encargado del Mando y
sus Ministros; y fomentada por medio de salvajes y pueriles capillas ardientes,
arregladas y conservadas durante días y noches en el Palacio de Gobierno, en donde en
efigie encadenada y ensangrentada, se velaba con todo el aparato fúnebre a una de las
futuras víctimas, el General Flavio E. Alfaro?
“Esa indiferencia criminal de la Policía interpretó Justamente el populacho como
aprobación de sus actos, y se creyó asistido de la libertad y el derecho; y, en esa virtud,
desarrolló sus instintos de fiera.
“¡Oh, si la Policía hubiera llenado su deber, con un acto de represión, con el
castigo de un promotor, hubiera debelado el peligro que corría la vida de los prisioneros
y librado al pueblo de la execración y la vergüenza!”
No es un radical quien juzga tan recta como severamente la inercia de la Policía:
no; los que así escriben y acusan, son clericales, acaso de los mismos que en los días de
sangre pensaban de otro modo y, por lo menos, batían palmas en presencia de la “noble
y altiva actitud del heroico pueblo”, como entonces se decía a boca llena; pero que, en
vista de la universal reprobación de esa actitud heroica y noble de los asesinos, han

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cambiado de criterio, como debía forzosamente suceder, tratándose de conciencias
extraviadas de momento, que no pervertidas ni avezadas al crimen.
La fuerza armada, la numerosa guarnición de Quito permaneció también en la
más culpable pasividad, durante aquellos largos y ostensibles, preparativos de la
tragedia; ¿por qué razón?
Una sola manifestación de energía, de parte de la fuerza armada, habría salvado
a las víctimas, sin necesidad de derramar una sola gota de sangre de los agresores; pero
el Ejército tenía la consigna de contemplar, arma al brazo y en silencio, la inmolación
cobarde de los vencidos. ¿Qué resistencia habría podido oponer la susodicha chusma,
desarmada y compuesta de mujeres y andrajosos borrachos, si la Policía, o un
Batallón de línea, se hubieran propuesto disolverla? ¿Qué necesidad hubiera tenido la
autoridad pública de emplear las armas contra tan despreciable algarada?
En los grandes centros de población, en las naciones en el pueblo está
organizado en asociaciones para la lucha con la autoridad, se suceden colosales motines
a motines gigantescos; y, sin embargo, la Policía basta y sobra para contener esos
torrentes populares, sin desenvainar la espada. Rara, muy rara vez resultan algunos
heridos y contusos: pero la autoridad cumplidora de sus, sagradas obligaciones, no
retrocede jamás ante un motinista descalabrado porque lo primero es sostener el
prestigio del gobernante y amparar los derechos de los asociados, mediante la represión
enérgica y eficaz de los perturbadores del orden público.
En Quito pudo y debió hacerse lo mismo que en todos los países civilizados:
¿acaso porque los facinerosos se presentan atropados y en crecido numero, gozan de,
inviolabilidad y deben ser respetados por la autoridad pública? ¿De dónde sacaron
Freile Zaldumbide y sus ministros la inmoral y disociadora teoría de que los
depositarios del poder público no deben oponerse a la voluntad de los forajidos que,
invocando el nombre de pueblo, atacan en gavilla los más santos derechos de la
sociedad? Con que, si el mejor día se dejan ver por ahí, dos o tres mil malhechores
dispuestos a saquear la Capital y degollar a sus notables habitantes, debe el Gobierno
mandar que la fuerza pública permita cometer impunemente todos aquellos crímenes, en
razón de que ese pueblo merece todo respeto y no puede ser fusilado? Enunciar tan
monstruosa teoría, ya era manifestar que se llevaba en el alma un cúmulo de
ignorancia y de protervia capaces de producir los más grandes males a la República; y
llevar a la práctica esa nefaria doctrina, fue confundirse y mancomunarse con los
asesinos, señalarse a la posteridad, como reos de las iniquidades cometidas en aquel día
nefasto.
La autoridad eclesiástica, si lo hubiera querido, habría suplido la falta de la
autoridad política; y ahorrádole al Ecuador, el bochorno de pasar como salvaje, a la
vista de las demás naciones. Tal es la influencia clerical en el populacho de Quito, que
la presencia del Arzobispo, una palabra de este Prelado, o de cualquier otro fraile
notable, como el Padre Riera, el Padre Aguirre, etc.; habrían calmado la tormenta e
impedido la deshonra de Patria.
Seguramente pudieron los clérigos intervenir en favor de las víctimas y
conseguir un triunfo salvándolas; pero, no quisieron hacerlo: los unos estaban
interesados en el desaparecimiento de los enemigos de la Iglesia, aunque no lo dijeran

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en voz alta; y los otros, los más políticos, siguieron el consejo que el ciego Vela le diera
cinco días antes al General Plaza: dejar el paso libre a la justicia de Dios!... Es decir, el
paso libre a la venganza del fanatismo religioso, el paso libre al rencor insaciable de la
coalición, el paso libre a los odios de Plaza y su mesnada, el paso libre a los instintos
ferales, el paso libre al asesinato y a la antropofagia; que a todas estas malas pasiones y
horrores llaman justicia de Dios los blasfemos y los protervos.
González Suárez, Arzobispo de Quito, comenzó por Secretario del Arzobispado,
en días de tristísima memoria. Había sido jesuita en sus mocedades; y por lo mismo, se
habían infiltrado en su alma esos principios inquisitoriales que tanta guerra le han hecho
a la humanidad, por siglos y siglos, durante los cuales se ha invocado para todo género
de atrocidades, la pura y santa doctrina de Jesucristo.
Antes de ceñirse la mitra desbordóse, no pocas veces, en defensa de la secta
ultramontana; pero, hombre de gran cabeza e ilustradísimo, adquirió nombradla en las
letras ecuatorianas y se diría que a su pesar, como historiador ha prestado inapreciables
servicios a la causa de la regeneración, mediante el relato fiel de los inmorales sucesos
de la época colonial, en que dominaba el monaquismo.
González Suárez era, además, un gran patriota, y lo manifestó muchas veces;
más, predominaban en él los prejuicios de secta, y sus más brillantes prendas de
ciudadano, se vieron oscurecidas, a lo mejor, por un arranque de pasión religiosa que la
vasta ciencia del Prelado no había podido extinguir.
Y, por lo mismo que los méritos de este sacerdote le habían dado tanta influencia
en el pueblo devoto, su palabra era decisiva: el Manifiesto de la Junta Patriótica que
tanto contribuyó a la revolución del 11 de Agosto de 1911 habría pasado desapercibido,
como uno de tantos escritos de oposición, si no hubiera estado suscrito, en primer lugar,
por el célebre Arzobispo. Repítolo la influencia de González Suárez en el pueblo
quiteño, era poderosa, irresistible: ¿por qué no quiso emplearla en favor de los
Desgraciados prisioneros, cuya victimación tan anticipadamente se había preparado?
En justicia, no se le puede acusar todavía de participación directa en el complot;
pero, no es posible defenderlo de haber encerrádose en la más inexplicable inacción, y
dejado que se cumpliera el destino del Fundador del liberalismo ecuatoriano, para quien,
ciertamente, no debía haber abrigado simpatías, ni mucho menos. González Suárez
había sido por largos años, el más denodado campeón del tradicionalismo, la protesta
viviente y fogosa contra las doctrinas liberales, el atizador tenaz de las resistencias a
toda reforma social; y por el mismo caso Dios sabe si creyó ver el Prelado una
represalia de la Providencia, en lo que iba a pasar con el Caudillo radical y sus
colaboradores: tan grande es la ceguedad de la pasión religiosa, aún en los corazones
mejor formados!
González Suárez encerróse en su Palacio mientras descargaba la tormenta. Como
Plaza lo supuso, su apelación a la caridad cristiana del Prelado, cayó en el vacío; lo
mismo que la sentida súplica de la señora Colombia Alfaro de Huerta, hija del anciano
Jefe del Radicalismo ecuatoriano.
“En medio de mi desesperación decíale al Arzobispo aquella afligida y virtuosa
dama acudo a usted como única áncora de salvación para conservarme la vida de mi
idolatrado padre... Espero que usted oirá esta súplica de una hija que, en su impotencia

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de hacer algo en favor de su padre, no tiene otra esperanza más que en el Todopoderoso,
y en su representante en la tierra. Perdone, señor, mi abuso en molestarle; y
compadézcase de la desgracia”…. ¿Quién no había de ablandarse con esta voz,
plañidera y elocuente, salida del corazón de una hija que, abandonada de la justicia de
los hombres, acude al Jefe de la Religión, pidiéndole en nombre de Dios, que proteja la
vida de un desvalido anciano? Diríase que el alma sacerdotal, es inaccesible a la
compasión y la clemencia, cuando las palabras de la hija del General Alfaro no hallaron
eco en el pecho de González Suárez: la tradición de la inflexibilidad cruel del Santo
Oficio, se perpetuaba indudablemente en la iglesia ecuatoriana.
Ambos telegramas suplicatorios le fueron entregados al Prelado con toda
oportunidad; y el Intendente Cabezas, desconfiado o previsto, obtuvo constancia de
dicha entrega, como lo dice en su Informe, y se ha publicado en “Páginas de Verdad”.
Y, no obstante poder tomar medidas eficaces de salvación, contentóse el Prelado con
mandar imprimir, a las diez de la mañana del día 28, esta lacónica y fría recomendación
a los católicos de Quito;
SUPLICA
“Ruego y suplico encarecidamente a todos los moradores de esta católica ciudad,
que se abstengan de hacer contra los presos demostración ninguna hostil: condúzcanse
para con ellos, con sentimientos de caridad cristiana. Lo ruego, lo suplico en nombre de
Nuestro Señor Jesucristo.
Federico, Arzobispo de Quito”.
A las diez de la mañana la tempestad bramaba; y nadie leyó, nadie estaba para
leer, la susodicha súplica, de la que se distribuyeron unos pocos ejemplares, como si se
hiciera así de ánimo pensado. Y, si alguien llegó a enterarse del contenido de ese
diminuto impreso, vio clara la intención que en el papelucho palpitaba; y por tanto, no
dio importancia alguna a las heladas palabras del prelado.
No, no era esa la manera de contener la ola tempestuosa; no, no era ese el medio
de aplacar la furia de la muchedumbre: no, no era ese el debido esfuerzo para salvar la
vida de los desgraciados prisioneros: ¿cuándo ni cómo habían de leer, en medio de su
furor, los cuatro renglones del Arzobispo, esos soldados disfrazados que ya ocupaban su
puesto en el degolladero, esas mujerzuelas que aullaban feroces en espera de las
víctimas, esos ebrios y desarrapados provistos de lazos para arrastrar sus cadáveres?
Juan Crisóstomo puso en peligro su propia vida, sirviéndole de escudo a Eutropio: habló
elocuentemente a las turbas con la cruz en la diestra; suplicó, lloró; y sus lágrimas, brote
del ardor de su caridad, apagaron la furia del populacho y salvaron al enemigo de la
Iglesia. ¿Por qué no le imitó González Suarez al santo protector de Eutropio? Bastábale
al Arzobispo de Quito acompañar a los presos; dejarse ver a las puertas del Panóptico;
rechazar a la muchedumbre enfurecida, con el cayado, el arma invencible de los
pastores espirituales; hablar a la multitud, suplicar, llorar como Juan Crisóstomo, si era
necesario, para salvar a sus hermanas condenados a la muerte; pero nada de esto hizo,
nada semejante quiso hacer; ¿era acaso indomable el rencor de la clerecía contra los
fundadores del liberalismo en el Ecuador?

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El poeta Remigio Crespo Toral, cuyo apasionado juicio sobre el Alfarismo he
refutado en un capítulo anterior, dice lo siguiente, en la misma, edición de “La Unión
Literaria”, correspondiente a Marzo de 1913, pág. 103:
“El Arzobispo y otros varones piadosos salieron después a pedir con lágrimas a
la multitud que volviese a sus moradas, pues ya se temían que se extendiese a otras
venganzas la ola de furor. Y la multitud, con una serenidad pasmosa, y como si hubiese
pasado algo normal y corriente, volvió a la calma: el mar se había amansado al tocar en
las arenas frágiles de la ribera”. Si este relato es cierto, prueba lo que llevo dicho,
respecto de la poderosa influencia del Arzobispo y del clero en las turbas fanáticas de
Quito: embriagadas de sangre y de ferocidad esas turbas, vieron a su Pastor y
súbitamente se amansaron, como el mar al tocar las arenas de la playa, según la
poética comparación de Crespo Toral.
González Suárez no tuvo que hacer ningún esfuerzo para conseguir esta victoria:
se presentó, vio y venció, como el héroe romano; pero sin otras armas que la cruz y las
lágrimas, base de la omnipotencia sacerdotal, en casos semejantes. Esto mismo he
sostenido yo que pedía haber hecho el Arzobispo González Suárez; pero, lo que hizo
después, debió hacerlo antes; y entonces le habría sido todavía más fácil conjurar la
tormenta, puesto que la chispa no se habría convertido en incendio. ¿Por qué esperó
González Suárez que los Alfaros estuviesen degollados y quemados, para salir con sus
varones piadosos, a implorar que el pueblo se retirara a sus moradas? ¿Por qué no se
rodeó de esos mismos santos varones, y salió a las nueve de la mañana, cuando apenas
principiaba la agitación popular, y suplicó y pidió que se retiraran los alborotadores y
los frenéticos? ¿Cómo habría podido explicar el Prelado quiteño lo tardío de su santa
labor, cuando el celo apostólico es activo por demás, cuando el interés humanitario se
apresura siempre en socorrer al que está en peligro?
¿Cómo calificará la Historia la ambigua y nebulosa conducta del señor González
Suarez?
Mientras más blanca y pura es la vestimenta de un personaje, con mayor
facilidad se mancha; y muchas veces bastan una omisión ligera, la tardanza en el
cumplimiento del deber, la indecisión de la voluntad, para amontonar sombras sobre la
cabeza más venerable.
No han podido los defensores del Arzobispo dar hasta ahora ninguna explicación
satisfactoria, respecto de aquella actitud de inercia en esas horas de agitación y
tormenta: las acusaciones; más o menos francas, han llovido sobre él; pero no hemos
oído ni una sola palabra de descargo.
Lejos de esto, el misino González Suárez adujo pruebas irrecusables de su
culpabilidad, en las célebres cartas dirigidas al Obispo de Ibarra, doctor Ulpiano Pérez
Quiñonez, sobre la tragedia que nos ocupa; cartas de las que haré mérito más adelante,
a fin de que los futuros historiadores, acaso con más imparcial criterio, juzguen la nada
cristiana conducta de aquel Prelado.
En el telegrama que el día 29 le dirigió al General Plaza, afirma que el 28, a las
siete de la mañana, recibió la súplica de dicho General; luego, aunque no hubiera
atendido a los ruegos de la señora de Huerta, recibidos el 27 a las ocho de la noche, tuvo
tiempo más que suficiente para reunir a su clero y a los católicos de más influencia, y

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correr a impedir que se consumara una grande infamia que había de redundar en oprobio
de la Patria, No lo hizo, no quiso hacerlo; y esta omisión revela que interesaba a la
clerecía dejar que se cumpliera la muerte aciaga, que se le había destinado al Caudillo
radical.
“No es posible que Ud. pueda ni siquiera imaginar la escena de ayer continúa el
Arzobispo diciéndole a Plaza, en el mencionado telegrama: lo menos unas cinco mil
personas, a quienes nadie podía contener. La fuerza militar fue arrollada y el Panóptico
invadido”. Exageraciones vulgares, falsedades de origen oficial: hemos visto todos los
ecuatorianos las fotografías, tomadas por Monteverde, de las diversas escenas de la
tragedia; y ese testimonio material e irrefragable, prueba que la chusma homicida la
misma de los mítines no fue numerosa; puesto que el verdadero pueblo, por iracundo
que se le haya querido suponer, mantúvose como espectador, y sin salir de los lindes del
respeto al infortunio y a la muerte. Presto veremos que no hubo arrollamiento al Ejército
ni invasión al Panóptico, como el Reverendo Arzobispo le dice a su corresponsal: ese
telegrama no le honra al Prelado de manera alguna, puesto que en él se convierte en eco
de las disculpas del Gobierno. Ni una palabra de condenación para los mártires; ni una
palabra de condenación para verdugos: diríase que su Señoría Ilustrísima se hallaba
satisfecha de lo sucedido...
Y la conducta que González Suárez observó posteriormente justifica y corrobora
esta conclusión; porque, triunfante el General Plaza, el metropolitano llegó a convertirse
en su apasionado defensor, en el más firme apoyo y antemural del gobierno más
opresor y deshonroso que haya podido tener nuestra desventurada República.
Bien quería yo mantener escrupulosamente el orden cronológico en este pequeño
libro; pero, si hemos de procurar descifrar la misteriosa y ambigua actitud del
Arzobispo en presencia de los terribles acontecimientos del Mes de Sangre, nos es
indispensable abarcar con la mirada el conjunto de hechos que más adecuados sean para
destacar y fijar la fisonomía moral y política del referido personaje. Y, de consiguiente,
véome precisado a interrumpir por un momento la narración emprendida, y hablar de
hechos muy posteriores, acaecidos cuando ya el General Plaza había dado cima a sus
ambiciones, y escalado el poder supremo por sobre montones de víctimas.
Como vamos a verlo mediante irrefragables documentos, González Suárez ha
contradicho todo su pasado; y, a la postre, declarádose enemigo de las revoluciones,
enemigo de la oposición a los gobiernos por pésimas que sean, enemigo de la prensa
sediciosa y anarquizadora, enemigo hasta de la investigación de las atrocidades
cometidas en Enero de 1912.
González Suárez placista, resulta el reverso de González Suárez antialfarista:
forman una antítesis moral y política, son dos polos opuestos en la historia de nuestros
últimos veinte años de lágrimas y sangre.
¿Cuál la causa de cambio tan radical y completo? Estudiémosla, siquiera
ligeramente, valiéndonos de los documentos que él mismo nos ha puesto a la vista.
Subyugada la República por hombres impunemente manchados con sangre, tras
de la general protesta verbal y escrita, vino la protesta armada; y estalló la guerra civil
en Esmeraldas, Manabí, Los Ríos, etc., y bamboleó por muchos meses el solio del
usurpador.

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Carlos Concha y sus heroicos compañeros obtuvieron espléndidos triunfos; y
González Suárez, viendo inminente la caída del General Plaza, empuñó el cayado y
salió en su defensa, con entusiasmo digno de mejor causa.
La Carta que dirigió, a los obispos sufragáneos en 30 de Diciembre de 1913, se
vuelve contra González Suárez; porque, si ella contiene la verdadera doctrina
apostólica, deja en claro que jamás la ha guardado el susodicho pastor.
He aquí esa condenación absoluta de la revolución contra el General Plaza:
“CARTA QUE FEDERICO GONZÁLEZ SUAREZ, ARZOBISPO DE QUITO
dirige a los Hmos, y Rvmos, señores Obispos sus sufragáneos.
“Siempre he juzgado que las revolucionen son un mal gravísimo, y que la guerra
civil es el más terrible de los flagelos, con que la Providencia Divina puede castigar a
los pueblos; convencido íntimamente de estas verdades, he procurado, en cuanto de mi
ha dependido, que se mantenga el orden, que no se perturbe; la tranquilidad pública, y
que se conserve la paz, porque la paz es un don del Cielo. Ahora estoy dispuesto a
trabajar con mayor empeño todavía por la conservación, de la paz, sin la cual nuestra
República se halla muy expuesta a perecer, hundiéndose en un abismo de desgracias
irremediables. He de predicar la paz, he de aconsejar la paz, y por la paz me he de
sacrificar gustoso, si fuere necesario sacrificarme. En esta resolución me fortalece la
seguridad de que he de ser auxiliado y sostenido por mis Venerables sufragáneos, por
Vuestras Señorías que han de empeñarse tanto como yo en esta labor en beneficio de la
paz, labor civilizadora, muy propia de nosotros, Obispos católicos.
“En la política no se ha de prescindir jamás de la moral: cardémosles esta
máxima a nuestros compatriotas: inculquemos esta máxima a los católicos…
“La paz es fruto de la justicia, la cuál da derechas e impone deberes, así a los
magistrados como a los ciudadanos: quien trabaja por la paz, no puede menos de poner
de manifiesto su anhelo porque se establezca definitivamente un Gobierno popular,
tolerante, nacional, a fin de que, al sostenimiento del orden arrimen el hombro, con
mutua y recíproca confianza, el pueblo ecuatoriano y los poderes públicos.
Federico, Arzobispo de Quito.
Quito, 30 de Diciembre de 1913”.
Santa y humanitaria misión la del sacerdote: buscar la paz trabajar por la paz,
sacrificarse por la paz; encauzar la política de los pueblos y la acción de los gobiernos
por las claras y rectas sendas de la moral; evitar la discordia civil y la efusión de sangre
entre hermanos; ahórrale a la patria los horrores de la guerra; y regirla, impulsarla,
reanimarla sólo con la caridad y el amor, la religión y la ciencia!... Pero, ¿por qué
González Suárez y sus sufragáneos echaron al más profundo olvido esta misión
santísima, estas sublimes doctrinas evangélicas, durante el gobierna del General Alfaro?
Porque ellos fueron los agitadores de las masas populares desde el memorable 5
de Junio de 1895: porque ellos fueron los que, con el nombre de religión en los labios,
no se dieron punto de reposo en recorrer la República con la tea incendiaria, causando
los mismos males, y aún peores, que los que fingen lamentar ahora.
Para no venir de lejos, tomemos el hilo de la historia únicamente desde el
famoso Manifiesto de la Junta Patriótica, en el que tan principalísima parte tuvo el
Arzobispo González Suárez; manifiesto en que se proclamó la rebelión contra Alfaro

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como deber ineludible de conciencia; manifiesto que fue el más solemne llamamiento a
la guerra civil; manifiesto que la Historia reputará como punto inicial de todas las
calamidades que por tantos años han abrumado a la República. Si la revolución es un
mal gravísimo, si la religión y la moral condenan las rebeliones contra los poderes
constituidos, ¿cómo pudo prevaricar tan escandalosamente el pastor quitense, hasta el
extremo de predicar él mismo la discordia, la devastación y la muerte de sus ovejas, por
sólo el interés de arrojar del poder a un Magistrado constitucional, a quien, según la
doctrina evangélica, debía sumisión y obediencia?
Y sobrevino la inicua traición del 11 de Agosto que derrocó aun gobierno
legítimo, a un gobierno que constitucionalmente iba a terminar después de pocos días; y
la Capital de la República se vio ultrajada de la más horrorosa manera, como plaza
conquistada a sangre y fuego por hordas de salvajes.
¿Qué dijo el Arzobispo contra aquellos inauditos horrores? ¿Cuál la razón que le
impidió condenar y maldecir ese nefando futuro del celebre Manifiesto de la Junta
Patriótica de Quito? ¿Por qué no predicó la paz a las turbas clericales que saqueaban la
ciudad, violaban y asesinaban sin freno, aún en los más públicos lugares? ¿Por qué no
se sacrificó por la paz en aquellos nefastos días, que el Ecuador ha de recordar siempre
con el mayor espanto?
Porque, o fue buena o fue mala la revolución de Agosto; fueron buenos o fueron
malos los asesinatos, estupros, robos y otras mil atrocidades que el conservadorismo
plebeyo y la soldadesca cometieron el 11 de dicho mes, y los dos subsiguientes días: no
hay término medio alguno en el dilema, puesto que la moral lleva en sí reglas
inalterables para medir y juzgar las acciones humanas.
Si González Suárez profesaba realmente la moral cristiana, la moral de la
civilización y de la humanidad, de ningún modo pudo tener por buenos, ni por
indiferentes, los atentados a que me refiero; luego tuve la obligación de reprobarlos sin
consideraciones, con la entereza y la severidad del guardián del rebaño de Cristo, con el
valor y la abnegación del mártir; so pena de caer en prevaricato y apostasía, renegando
de la santa misión del sacerdote, dejando de llenar los altísimos deberes que la sotana y
la mitra imponen, y contradiciendo su propia doctrina, contenida en la Circular a los
Obispos.
¿Qué debemos, pues, juzgar del silencio absoluto de González Suarez, en esos
días de luto y escarnio, de sangre y de crímenes para la sede metropolitana? Criterio
moral extraviado hasta el extremo de calificar como legítimos y conformes a la
conciencia cristiana, la traición y la rebeldía; el rompimiento de la Constitución a mano
armada y el asesinato de inocentes víctimas; los atentados contra, el pudor, sin perdonar
ni la inviolabilidad consagrada por la muerte; el robo y el saqueo, la embriaguez y el
desenfreno de las turbas, durante tres largos y mortales días de absoluta suspensión de la
autoridad y la justicia, de absoluta profanación de las protectoras leyes y aun de las más
fundamentales prerrogativas del linaje humano?....
¿Connivencia y complicidad con los malhechores que, invocando el derecho de
rebelión, se arrojaron a todo género de iniquidades, apoyados de antemano por la
impunidad, y acaso por el aplauso de los directores de la revuelta?...

206 
 
¿O hay por ventura dos reglas de moral, una para medir la revolución contra el
General Plaza, y otra para medir las revoluciones contra los gobiernos que no comulgan
con el fanatismo y 1a clerecía?...
Dos o tres cirujanos de las fuerzas que Plaza mandó a combatir la revolución de
Esmeraldas, transformáronse en soldados en un momento decisivo; y, como
consecuencia natural, cayeron sobre el campo con las armas en la mano. Este hecho fue
pintado como violación de la Cruz Roja; y lo explotaron diestramente los defensores del
General Plaza, contándose el Arzobispo entre los más acuciosos y vehementes.
Si acto semejante de barbarie se hubiera realmente cometido en la batalla del
“Guayabo”, no habría faltado nuestra protesta; pues profesamos la moral única o
inmutable, según la cual, lo malo es malo, aunque el delincuente forme en nuestras
propias filas. Pero no hubo tal degüello de los miembros de la ambulancia: los médicos
que fallecieron, fueron combatientes, como lo prueban los mismos partes oficiales
de los Jefes que comandaban las fuerzas del Gobierno; y por tanto, perdieron su
inmunidad desde que empuñaron el fusil para ofender al ejército libera.
Sin embargo, artificiosamente se desfiguró la verdad con el fin de desacreditar
la revolución y evitar la caída del General Plaza; y el Jefe de la Iglesia ecuatoriana se
puso a la vanguardia de esta falange de falsarios, que tomó de su cuenta sostener el más
oprobioso y criminal de los despotismos que sobre nosotros, han pesado. Y no le abona,
ni su intención de adueñarse de Plaza en aquellos angustiosos momentos, y trocarlo en
cabera de un gobierno tolerante y nacional, es decir, conservador, como el mismo
prelado lo expresa en la Carta que he copiado; no, el propósito de restaurar el imperio
del clericalismo imponiéndose a un magistrado sin ideas ni principios definidos y fijos,
no disculpar, no puede disculpar los reprobados medios que González Suarez empleó
para conquistarse el aprecio del Presidente.
Y mucho menos, si se considera que no ha trepidado en valerse de la autoridad
episcopal para engañar a los ecuatorianos y mantenerlos uncidos al yugo de la tiranía,
en nombré de Jesucristo y de su Iglesia. Véase, si no, su Carta Pastoral de 1º de Enero
de 1914, de la que voy a reproducir aquí los párrafos más notables:
“ALOCUCIÓN que Federico González Suárez, Arzobispo de Quito, dirige al
Clero así Secular como Regular de la Arquidiócesis, y a todos los ecuatorianos de la
República.
Veritas Liberabit vos.
La verdad os hará libre. Palabra de
N.S. Jesucristo (Evangelio de S. Juan.
Cap. VIII, Versículo 32)
“Venerables Hermanos: Amadísimo Hijos: compatriotas. ----------------------------
Dios no quiere la guerra, Dios es Dios de paz: la guerra un gran mal, es un mal fecundo
en males.
¿Cuál es la causa de la guerra, sino la codicia que no harta nunca con nada; la
ambición, que busca honores que no merece; la soberbia, que ciega los ojos de la razón.
Estas pasiones se enseñorean del hombre, lo dominan, lo empujan, y lo precipitan al
crimen, al crimen, por que la guerra civil es un gran crimen...

207 
 
La guerra civil!... ¡Ay! la guerra civil!.... El rubor cubre mi rostro; de
vergüenza desmaya mi alma; mi espíritu siente involuntario coraje… coraje… busco,
para execrar lo que acaba de suceder en esta guerra civil, expresiones exactas, y en el
idioma castellano no las encuentro… ¿Lo llamaré barbarie?... ¿Lo apellidaré
salvajismo?... ¿Qué nombre merecerá?... ¿Con qué calificativo deberá estigmatizarse el
asesinato de la Cruz Roja, consumado por los revolucionarios de Esmeraldas? ¡Estar
vencedores y dar muerte a mansalva!... ¡A quiénes!... ¡Estar de triunfo, y asesinar a
médicos abnegados, a jóvenes benéficos, que se ocupaban en recoger heridos, en
recoger a los que yacían mutilados en el campo de batalla!... ¿Qué nombre tiene este
crimen? ¿Cómo deberá llamarse en e1 lenguaje de todo país civilizado?... Venimos,
dicen ufanos, a reivindicar la honra nacional En el lenguaje liberal revolucionario
¿habrían cambiado, de nombre las cosas?... El bárbaro, cierto, tiene fiero el corazón;
pero nunca de muerte al que le hace beneficios! El salvaje es vengativo salvaje es
traicionero; al salvaje le gusta derramar sangre; pero el salvaje no asesina nunca por
odio a gentes pacíficas, el salvaje no hace traición sino cuando es cobarde; el salvaje
teme como afrenta, que lo envilece, el ser desagradecido! En el asesinato de la
ambulancia, ¿hay siquiera un ligero rasgo de valor? Por lo menos, el del tigre, a quien
azuza el hambre?... Para insudo de nosotros los ecuatorianos, ¡declaramos que los
victimarios de la Cruz Roja son extranjeros! ..."
Dios no quiere la guerra, Dios es Dios de paz… Perfectamente: más, ¿por qué,
siendo así, la proclamó el mismo Arzobispo, como sagrada obligación de conciencia,
poco antes de la revolución del 11 de Agosto?
Si la guerra civil es un gran crimen, si Dios la rechaza, ¿por qué González
Suárez no condenó la permanente revuelta armada con que la clerecía y el monaquismo
asolaron y ensangrentaron el país, desde 1895 hasta la caída del General Alfaro? ¿Qué
razones tuvo para no reprimir al clero y a los frailes que por tantos años predicaron la
GUERRA SANTA y el exterminio de los liberales? ¿Por qué no excomulgó a las
monjas y eclesiásticos? que contribuían con los bienes de las iglesias, aun con los
ornamentos y vasos sagrados, para los gastos de la guerra fratricida que el clericalismo
sostuvo contra la regeneración ecuatoriana.
Nada se perdonó a trueque de mantener vivo el incendio; y el sacerdocio profanó
lo más santo para salirse con la victoria en la sacrílega y criminal contienda. ¿Por qué
no levantó la voz contra la diaria profanación del púlpito y del confesonario, donde
eclesiásticos impíos trabajaban sin descanso en torcer la conciencia de los creyentes y
lanzarlos a la sangrienta lucha, so pretexto de sostener una religión de amor y paz? ¿Por
qué calló entonces el celoso sacerdote, y ha levantado la, grita hasta el cielo, en cuanto
el pueblo amenazo derrocar el usurpado poder del General Plaza?...
Son la causa de las revoluciones la codicia insaciable, la ambición de honores
inmerecidos, la soberbia ciega dice el Arzobispo en su mentada Pastoral:
concedámoslo. Pero, ¿cómo sucedió entonces que el clero y la frailería se opusieron al
servicio de la revolución tan fervorosamente y por tantos años, es decir, al servicio de la
codicia y de la soberbia, de la concupiscencia desenfrenada de honores, del fratricidio
erigido en sistema del odio y la venganza que son el espíritu de las banderías, de la
devastación y los horrores que forman el inseparable cortejo de la guerra civil?

208 
 
Inconsecuencias y contradicciones a cada paso; lamentable falta de lógica y de
verdad en el que pretende ser el maestro y guía de los ecuatorianos: ¿Par qué?... Y no se
arguya que condenó las invasiones de cruzados colombianos, declarando que en el
conflicto de la religión y la patria, debíase preferir a ésta. Tal declaración que tantas
censuras mereció, de parte de los tradicionalistas fue un brote, del ardiente patriotismo
de González Suárez, quien consideró humillada la República con esas invasiones de
filibusteros; pero no significó una condenación de la sempiterna guerra contra el Partido
Liberal y Alfaro.
Quien no procede con rectitud de conciencia y más bien toma los tenebrosos
vericuetos del interés partidarista y de secta, por fuerza tropieza y cae; por fuerza pone
de manifiesto sus desnudeces, al rodar por la pendiente resbaladiza hasta dar en lo
profundo de la sima.
Y vienen las líricas lamentaciones por el supuesto atentado contra la Cruz Roja
en Esmeraldas. El prelado siente vergüenza y coraje, escalofríos y congojas; el prelado
no halla palabras en nuestra riquísima lengua para apellidar un crimen tan espantoso, y
se limita a Mamar salvajes y bárbaros, cobardes y traicioneros a los que tal infamia
cometieron.
Bien dicho; y, ciertamente, merecerían nuestro caluroso aplauso las palabras
de González Suárez, si el hecho hubiera sido cierto; si por desgracia, en El Guayabo se
hubiera perpetrado tan nefando y cruel asesinato, propio sólo de esas guerras de
religión, en las que el fanatismo pisotea las sagradas leyes de la humanidad, en la
creencia de que de esa manera honra y desagravia a su Dios.
En este cúmulo de contradicciones y caídas, lo que más arzobispal; la
humanización de esa alma que antes se mostraba tan indiferente y marmórea en
presencia de los más grandes infortunios; ante las escenas más terroríficas y
espeluznantes, desarrolladas a su vista misma, que no meramente narradas con e1
exageración partidarista, que amontona sombras sobre sombras llama la atención es el
repentino enternecimiento del corazón en el afán de malquistar al enemigo y hacer
triunfar la propia causa.
¿Cómo pudieron ablandarse, cual si dijéramos de la noche a la mañana, aquellas
entrañas de sílice que no se conmovieron ni un instante con las tragedias de Enero de
1912? ¿Cómo pudieron brotar lágrimas, en un momento oportuno, de esos ojos que no
se humedecieron ante horrores propios del canibalismo, de esos ojos que acaso los
miraron gozosos, como los profetas y sacerdotes bíblicos miraban el degüello y
exterminio de los pueblos vencidos por los campeones de Jehová? ¿Quién golpeó esa
roca son la milagrosa vara de Moisés y obtuvo que de ella manasen raudales de
compasivo llanto?...
El Domingo Rojo de Quito, lo repito, estaba preparado de antemano, a ciencia y
paciencia del clero y de su Jerarca; el festín de antropófagos se había anunciado
diariamente por la prensa, por grandes cartelones de llamamiento a la barbarie, por
emblemas de sangre puestos en los más públicos lugares, por las proclamas y todos los
actos del gobierno, por los criminales discursos de los tribunos callejeros, por los
aullidos mismos de la fiera humana que adredemente se había suelto y azuzado, en fin,

209 
 
hasta por las súplicas y desesperados lamentos de los hijos y deudos de las víctimas
destinadas al sacrificio.
Avanzaban las horas en medio de la angustiosa expectación de millares de
corazones, a los que no había podido torcer la protervia de los asesinos; y González
Suárez tenía en las manos el desgarrador telegrama de una hija del General Alfaro,
pidiéndole favor y misericordia, como a sacerdote del clementísimo Jesús, como a Jefe
de la iglesia ecuatoriana, como a varón excelso que esta ocasión debía dar ejemplo de
caridad y amor al prójimo, de abnegación y sacrificio por su grey, de firmeza y valor en
defensa de los desgraciados a quienes arrastraban a la muerte las pasiones más brutales
y desenfrenadas.
Pero la roca no se conmovió: esos ojos episcopales no lloraron en presencia de
dolor tan grande, de súplica tan desgarradora y tierna, de catástrofe tan inminente que
había de ver una vergüenza eterna para la patria!...
Y se alzó el telón, dejando ver la escena con toda la magnitud de sus trágicos
horrores… Repetiré aquí las palabras de González Suárez: busco expresiones adecuadas
y exactas para denominar esos crímenes, y no las encuentro en la lengua castellana: ¿los
apellidaré barbarie? ¿los llamaré salvajismo?.... ¿Con qué calificativo se podría
estigmatizar debidamente aquellas iniquidades? ...
Y fueron católicos, fueron devotos, fueron fieles de la iglesia metropolitana los
que componían esa chusma asquerosa de caníbales: ¡Viva la Religión! ¡Mueran los
masones! ¡A la hoguera los liberales! eran los gritos de aquellos profanadores de la
humanidad, a la vista misma de su impasible Arzobispo, en medio de una clerecía
complacida, en la capital de la República del Sagrado Corazón de Jesús, como el
tradicionalismo denomina todavía a nuestra desventurada patria! ...
Sí, el sabio y virtuoso prelado miró con glacial indiferencia esas maldades sin
nombre en el idioma castellano: el telegrama de la señora Colombia Alfaro debió
haberle quemado las manos como carbón encendido; pero no las abrió para dispensar
misericordia, ni porque, el amor filial se la pedía con los acentos más tiernos y
plañideros.
El obispo de las Líricas, lamentaciones por el funesto fin de los cirujanos del
Genera1 Plaza, no desplegó siquiera los labios en aquel terrible Domingo Rojo; no
profirió ni una maldición contra los asesinos; no derramó ni una lágrima sobre la
humanidad pisoteada; no sintió ni vergüenza ni coraje ante el oprobio de la República,
vuelta al salvajismo por las atrocidades de un puñado de malhechores; no se acongojó ni
sufrió desmayos; no se caló la mitra para condenar el crimen con la autoridad de Cristo
y de la Iglesia!...
¿Cómo explicarían los admiradores de González Suárez esa misteriosa pasividad
en el Mes de Sangre, ese enigmático silencio en la hora de los caníbales; y sus
jeremiadas inconsolables, su furor de profeta judío, sus quemadoras lágrimas, sus
desmayos y acongojamientos por la pretendida violación de la Cruz Roja en
Esmeraldas?... ¿Qué afinidades tenebrosas pudo haber entre el Arzobispo de las
lamentaciones y el Presidente que recogió el fruto de los asesinatos de Enero?

210 
 
Puede suceder que venga el tiempo y desgarre, más o menos tarde, las tinieblas
ocultadoras de estos misterios, y que la Historia vea la verdad más claramente que
nosotros: ¡aguardemos todavía!
González Suárez; llegó a condenar hasta los cargos que tan justamente le hacía
la prensa al General Plaza: véase lo que dice en su reveladora Carta a los Obispos
sufragáneos, fechada en 30 de Diciembre de 1913:
“Un católico antes de ejecutar una acción cualquiera en política (lo mismo si es
un dicho o un afecto, porque obras, palabras y deseos deben estar regidos por la moral
cristiana), lo primero que ha de averiguar es si la acción que va a ejecutar es buena o es
mala: en política no le es lícito prescindir de este deber, porque los actos políticos
causan responsabilidad muy grave para la eternidad. Por desgracia, en esto no se piensa;
sobre esto no se reflexiona.
“Esta ligereza, esta inconsideración es muy lamentable: ¡yo la deploro! En la
prensa, en los escritores católicos, esta falta de reflexión, este apasionamiento en lo que
escriben, son funestos. La prensa liberal, la prensa radical, causa grandes males; pero
tal vez los causa mayores, la prensa católica, cuando los redactores de periódicos que se
jactan de catolicismo, no se aconsejan con la razón serena y calmada, sino con la pasión
política, siempre ciega, siempre descontentadiza, siempre injusta. Con dolor de mi alma
he ido notando los brotes de esta pasión en periódicos, que en esta Capital y en otros
puntos de la República, hacen profesión de lo que entre nosotros se llama
conservadorismo. El pueblo le recata de los periódicos liberales, y lee los periódicos que
estima como católicos, y con esa lectura se va imbuyendo en máximas de política que
no son sanas.
“Buscar argucias, para cohonestar y casi excusar el asesinato de la Cruz Roja;
acoger, sin cautela, noticias desdorosas para el Gobierno constituido; hacer hincapié en
teorías políticas demasiado generales y deducir de ahí que tan mala es la revolución
como el Gobierno constituido; negarle a éste todo derecho para restablecer la
tranquilidad pública ¿no es favorecer eficazmente a la revolución? No equivale esto
al error tan abominable, de justificar los medios en atención al fin? Y ¿cómo deploraré
ese tesón, esa perseverancia con que durante años seguidos, en un cierto periódico de
oposición política, se ha estado inculcando al pueblo la animadversión contra el orden
constituido, sin dar ni un momento de tregua a la guerra tenaz contra todo cuanto
procedía de la autoridad política, aunque fuera bueno y laudable? Quiso la autoridad
civil hacer guardar con estrictez el descanso dominical; pues en el expresado periódico
se censuró, se condenó esta medida y se abogó por la profanación del día festivo.
“Esta perseverancia en predicar al pueblo la desconfianza a las autoridades, sin
hablarle nunca más lenguaje que el de la sospecha, el de la recriminación, el del odio, ha
causado una división profunda en el pueblo católico de Quito; una porción del pueblo se
conserva sinceramente católico y escucha con docilidad, las amonestaciones y las
advertencias, del Prelado; otra facción, triste es decirlo, es netamente cismática...”
No pudo emplearse mayor calor en la defensa del General Plaza y su gobierno:
mientras el tiranuelo persigue, oprime, aprisiona, destierra a ciudadanos útiles e
inocentes, a los escritores públicos que no le queman incienso, a los políticos que se
humillan; mientras pesa sobre la nación una tiranía implacable y vesánica, el Arzobispo

211 
 
se reviste de sus pontificales vestimentas y con la autoridad de Jesucristo, condena,
anatematiza aún las quejas de los oprimidos, esos clamores de la prensa que son la a
apelación suprema de los pueblos que se ahogan entre los brazos os déspotas...
¿Qué oscuros ligámenes, que nefastas solidaridades pudieron existir entre estos
dos personajes que así perseguían y aplastaban la libertad del pensamiento, manifestado
por la imprenta? ¿Por qué se oponían ambos a que se procurase rasgar el velo que aun
envolvía los crímenes de 1912? ¿Por qué le disgustaba en tan sumo grado al
Metropolitano la actitud de los periodistas, de todo color político, contra la oprobiosa
dominación del General Plaza, cuya caída hubiera sido el fíat lux que todos
anhelábamos para establecer responsabilidades y aplicar castigos?
Y es admirable que el Arzobispo hubiera descubierto, como se dice, a última,
hora, que tenía la obligación de reprimir aún a la prensa llamada católica; él, que
siempre la ha impulsado con la palabra y el ejemplo por el camino de la procacidad y la
diatriba, de la rebelión más abierta y perseverante, contra varios gobiernos constituidos
y legítimos.
¿No fue “El Ecuatoriano” órgano oficial de los intereses clericales e1 diario
que, con aprobación y aplauso del episcopado y clero de la República, sostuvo la más
tenaz campaña de calumnias y denuestos, de propaganda revolucionaria y antiliberal,
durante las dos administraciones de General Alfaro? ¿No ha sido la prensa clerical la
encargada de infamar a los mejores liberales, y aún a sus inocentes familias, sin
perdonar ni a los difuntos, y pasando por sobre toda moral y todo respeto? ¿No es el
mismo González Suárez quien proclamó la impía doctrina de que es lícito desacreditar
cuanto se pueda al enemigo, para hacer, triunfar la buena causa?....
“El Ecuatoriano” atacó rudamente al General Plaza, llamándolo asesino y tirano,
procurando sublevar la opinión contra el usurpador gobierno de dicho General: es muy
cierto; pero, si labor semejante es mala? si es inmoral y reñida con el espíritu de la
Iglesia, ¿por qué motivo el Arzobispo no tuvo ni una palabra de reprobación contra ella,
cuando se dirigía al derrocamiento del General Alfaro?
Vino el desbordamiento de la prensa en los aciagos días de Diciembre de 1911 y
Enero de 1912: Jamás, como entonces, se ha predicado el asesinato y el exterminio con
mayor eficacia y descaro; jamás se ha puesto más pública escuela del crimen y la
barbarie; jamás los escritores banderizos han olvidado más los principios de
humanidad, de civilización y decoro, y empeñándose en salvajizar a los ecuatorianos, si
me es permitido usar este vocablo. Léanse aquellas producciones del odio frenético, del
fanatismo desalado, de las insanas venganzas de secta; léanse aquellos escritos que aun
destilan veneno y sangre, y dígaseme si no era la hora oportuna de que el buen sentido
protestara, de que moral evangélica levantara la augusta cabeza contra los avances de la
barbarie y la perversidad, de que el sacerdocio dejara oír su voz de amor y
mansedumbre, de fraternidad y misericordia, en medio de esa tempestad desencadenada
por la acción de la prensa anarquizadora y fanática.
¿Por qué calló y enmudeció el Metropolitano precisamente en los momentos en
que se enseñaba al rudo pueblo, la bondad del fratricidio y la justicia del cainismo? ¿Por
qué González Suárez no subió entonces a su Sinaí, y nos dictó leyes de paz y
civilización, ya que no de cristianismo verdadero y práctico?...

212 
 
Si juzgó buena, o por lo menos tolerable, la infame labor de la prensa
coalicionista que preparó el Domingo Rojo de Quito, con igual criterio debía juzgar la
actitud de los escritores que combatían al General Plaza; y mayormente cuando
ninguno de ellos había salido una línea de los justos límites de la defensa de los
derechos sociales, menos propasándose a inculcar el asesinato y el arrastre. De
consiguiente, cambiar radicalmente de criterio y presentarse de súbito con la oliva y la
estola, llamándose fiel discípulo del mansísimo Jesús y apóstol de la paz, cuando
nada había en la prensa de oposición que se asemejara siquiera a los horrores de
Diciembre de 1911 y Enero de 1912, al invocar una que él mismo había conculcado, o
permitido que se conculcara, en daño de Alfaro; pero que le era necesaria después para
escudar a un tirano detestable.
No pretendo acusar al Arzobispo González Suárez; pero tampoco me es posible
hallar satisfactoria explicación a muchos actos del referido prelado, en orden a su
intervención en los sucesos que voy examinando. Así, citado como testigo por Cesar
Mantilla, en la acusación contra Gonzalo Orellana, por haber este imputádole
complicidad en los asesinatos de Enero, afirma juratoriamente el Arzobispo lo que
sigue: “Me parece moralmente imposible concretar responsabilidades personales en
hechos en que toman parte colectividades numerosas en ciertos momentos críticos que
no faltan en la historia de todos los pueblos, aun en los más civilizados...”
Con razón afirmó Calle el mismo defensor de Plaza que esto era proclamar la
impunidad de los delitos colectivos, En efecto, mal ha podido ocultar el manso pontífice
su ánimo de disculpar aquellos crímenes, su vivo anheló de dejarlos en el misterio,
como parto monstruoso de una multitud delirante e irresponsable.
Pero, en esta clase de atentados, no es principalmente responsable el hierro que
parte y desgarra el corazón de la víctima, sino la mano que maneja ese hierro homicida;
la mano que arma el brazo y prepara la traidora asechanza; la mano que paga al asesino
y lo empuja a la perpetración del crimen; la mano que aplaude y galardona a los
delincuentes; la mano que no se extiende, pudiéndolo y debiéndolo, para contener al
criminal y evitar eficazmente la catástrofe.
En los crímenes históricos, la responsabilidad recae sobre los autores principales
de la tragedia, por más que ellos no se hayan dejado ver en la escena; por más que ellos
personalmente no hayan hundido el puñal en el pecho de la víctima: ninguno de estos
crímenes ha sido ni puede reputarse como anónimo. Ni Gregorio XIII ni Felipe II
estaban en Francia, en la noche de San Bartolomé; pero la severa Historia las hace
partícipes en el degüello de los hugonotes. Dantón no pisó las cárceles de París; en los
sangrientos días de Septiembre; y, sin embargo, la posteridad lo señala con el dedo
como asesino.
La Historia ni perdona ni disimula: pata ella son responsables, no sólo los que
ejecutan el delito, sino también los que lo conciben y maquinan, los instigadores y los
que facilitan la ejecución, los que aprueban y aplauden el hecho delictuoso; y los que
pudiéndolo, no lo impiden y evitan. ¿Cómo creía el Arzobispo González Suárez que no
era posible establecer responsabilidades concretas en los crímenes del 28 de Enero,
conociendo el público a los que, de uno u otro modo, mancharon sus manos en la sangre
de las víctimas?

213 
 
¡Y el sabio prelado no paró la atención en que el mismo ardor de la defensa que,
desdichadamente, hubo emprendido, lo estaba vendiendo y delatando a los ojos de la
moral y la historia¡…
Tan censurable la conducta del Arzobispo, que aun los católicos más
fervientes no han podido dejar de protestar contra ella de manera enérgica y franca,
llegando algunos a manifestarle al prelado que se había contradicho lamentablemente
en puntos de doctrina. Véase, cerno ejemplo de esas protestas, la siguiente caria, cuyo
autor se declara admirador y devoto de González Suárez:
“Ilustre Monseñor:
Quien desde sus más tiernos años aprendió a amaros, a reverenciaros, a recibir
de vuestros inspirados labios las primeras nociones del saber humano; quien después,
al darse cuenta de vuestra sabiduría, de vuestras esclarecidas virtudes, que os ponen a la
altura de las más encumbradas personalidades de un continente entero, os amó siempre
y os rindió el tributo de la más profunda y respetuosa admiración; hoy con el corazón
lacerado, obedeciendo a imposiciones ineludibles del patriotismo, lleva hasta vuestra
altura su voz de hijo amantísimo, pero que se halla en caso do decirle a su padre:
Padre mío, os amo, os venero, os admiro; pero, permitidme que os diga,
humildemente, que la última amonestación que hacéis al pueblo ecuatoriano, en
vuestra Carta a los ilustrísimos hermanos vuestros de nuestro episcopado, sin duda por
mi ignorancia, ha venido a herirme en lo íntimo del alma ------------------------------------
y siendo así, ¿deberé callar?
Pero, se trata de la Patria, y siguiendo vuestras sabias enseñanzas, como
respetuoso discípulo vuestro, diré, para que el mundo me escuche, lo que dijisteis no ha
muchos años:
No callaré, porque la Patria está antes que la Religión
Con el carácter de ecuatoriano, voy, pues, a hablaros; puesto que a los
ecuatorianos os habéis dirigido.
Os sobra razón, llmo, y Rvmo. Señor, y aparecéis como verdadero apóstol de EL
que predicó la paz y el amor entre los hombres, cuando decís:
“Siempre he juzgado que las revoluciones son un mal gravísimo, y que la guerra
civil es el más terrible de los flagelos con que la Providencia Divina puede castigar a los
pueblos”.
Cierto, Ilmo. Señor. Y creed que haciéndoos la justicia de suponeros
sinceramente tales ideas, nuestra sorpresa subió de punto cuando no oímos vuestra
palabra pastoral de protesta a raíz de los infames: golpes de pretorianos que se han
encadenado, casi sin solución de continuidad en nuestra Patria, durante los últimos
tiempos, en que las aguas de la iniquidad marcaron entre nosotros el más alto nivel
posible. Cayó a un paso de vuestro palacio, bárbaramente asesinado, un General
ilustre, Ministro de la Guerra de un Gobierno que se decía representante de la legalidad,
y sobre este crimen se alzó la dictadura del General en Jefe del Ejercitó, manchado ya
por negros crímenes; y V. S. L y R. enmudeció, y nosotros atribuimos tal silencio a
que vuestro corazón de padre se acogiera a la teoría del mal menor, a la teoría de los
hechos consumados, en previsión de mayores males que podrían sobrevenir. Teoría

214 
 
es esta muy humanitaria; pero, que tratándose de los altos principios de la verdad, de la
justicia y del honor de un pueblo, no se puede aceptar, Monseñor.
¡Y hoy que la prensa altiva de todos los matices políticos vuelve por los fueros
de ira pueblo deshonrado, envilecido; que un puñado de patriotas empuña las armas,
para salvar al Ecuador de la sima en que agoniza, viene la autorizada palabra de V. S I.
y R. a aumentar el caudal ya inmenso de nuestros infortunios nacionales, condenando
actitudes tan gentiles!
Con vuestra Pastoral, Ilmo., y Rvmo. Señor, habéis puesto al pueblo ecuatoriano
en dilema fatal: u os desobedece, en cuyo caso comete gravísima falta, o abandona a la
Patria en esta hora suprema, y se hace reo de verdadera abominación. Y el pueblo optará
por lo primero, sin que nada podáis oponer a su actitud, porque vos mismo Ilmo. y
Rvmo. Señor le habéis enseñado que la Patria es antes que la Religión, y, por
consiguiente, también para V. S. I. y R. antes que todo.
¿Olvidáis, acaso, que ese Leónidas Plaza Gutiérrez fue ayer el más implacable
perseguidor de esa iglesia de la que, entre nosotros, sois él supremo Jerarca; que fue el
más obstinado detentador de sus bienes?
Aceptad, Monseñor, los testimonios de mi afecto y veneración profundos y
permitid me repita, de V. S. I. y R. muy agradecido discípulo y obediente S. S.
q. v. s. m. b.
S. Darquea.
Lima, a 18 de Enero de 1913”.
¡Oh! si hubiera hablado el Arzobispo en esos días de tempestad y calmado el
furor de las olas, como Jesús cuando sus discípulos se hallaban en peligro!... Si hubiera
tenido entonces la santa y salvadora idea de condenar y reprimir los desbordes de la
prensa coalicionista con la misma energía y perseverancia que desplegó después en
defensa del General Plaza!...
Porque fue la prensa aliada contra el radicalismo alfarista, la que congregó las
nubes de tormenta en el horizonte de la República; fue la prensa aliada la que socavó los
cimientos de la moral y extirpó en el corazón de las ignorantes turbas aun los
primordiales sentimientos humanitarios; fue la prensa aliada la que inculcó con el
mayor tesón en la chusma viciosa y degradada, así como en la soldadesca, la inicua
necesidad de eliminar a los prisioneros; fue la prensa aliada la que sostuvo el bárbaro
derecho de las muchedumbres de inmolar impunemente a víctimas indefensas, y la
doctrina más bárbara aún, de que es lícito ejercer actos canibalescos en nombre de Dios,
de la Patria y de la Justicia… Fue esa prensa la que, movida por los maquinadores del
crimen, armó el brazo de los asesinos, hizo que profanaran los cadáveres de los occisos
y los arrojaran todavía a las hogueras del Ejido ¡Oh! si el Metropolitano hubiera querido
hablar entonces, como habló con posteridad contra el desenfreno de la prensa!..
Y no somos únicamente los liberales los que de esta guisa nos quejamos: no,
pues también los mismos tradicionalistas acusan y señalan a los escritores de aquella
época funesta, como causantes principales de los crímenes que nos afrentaron,
exhibiéndonos a manera de tribu de antropófagos, ante los pueblos civilizados de
América y Europa.

215 
 
Léase la defensa de Alejandro Salvador Martínez conservador acusado de
complicidad en el asesinato de Alfaro y se vera cómo piensan hoy los clericales acerca
de la prensa coalicionista que tan grandes males produjo en Diciembre de 1911 y enero
de 1912.
“Instigador es el que induce, incita o provoca a otro a la comisión de un acto
dice el católico defensor de dicho acusado; y continúa así:
“¿Quién podía entonces, resistir con su poder y hasta vencer a los que en las
alturas del Capitolio preparaban y decretaban esa hecatombe? La prensa.
“¿Quién podía entonces, desengañar a las masas, sanear su juicio, elevar su
pensamiento, arrancarles los entusiasmos funestos, preservarlas de arrebatos
irreflexivos, ponerlas en guardia contra los juicios prematuros, hacerlas ver los torcidos
propósitos, los designios perversos, la responsabilidad y las consecuencias de un crimen
tan execrable? La prensa. Sí, la prensa, porque esa era su misión noble y fecunda; pues
la profesión del periodista se compara a la del sacerdote, y su papel, a un apostolado.
“Más, lejos de ello, convirtióse en cómplice de las, torpezas del Gobierno y en
portavoz, interprete y azuzadora de sus opósitos sanguinarios y macábricos.
La prensa instigó al pueblo a la, masacre, encendió la hoguera e incineró a los
desgraciados prisioneros. Esa verdad esta palpitante en la conciencia nacional.
“Y ¿por qué la Justicia ha olvidado la responsabilidad de la prensa que organizó,
dirigió y reguló las actividades particulares, y las agrupó para hacer prevalecer
finalidades políticas sobre los caprichos individuales?”
He ahí terribles, pero justísimas acusaciones contra la prensa del Mes de
Sangre; y cargos formulados, no por un radial, sino por conservadores que miran
horrorizados los grandes males que esa prensa desenfrenada y criminal produjo en 1912.
Ahora bien, como González Suárez reconocía solemnemente la ineludible
obligación de los obispos de supervigilar y reprimir a tiempo aun a la prensa católica; de
prohibir y condenar sin temores ni miramientos toda propaganda contra la estabilidad
del orden público y las potestades constituidas, contra las leyes y la justicia, contra la
moral y la religión, resulta incontrovertible que el Jefe de la iglesia ecuatoriana que
presenció impasible y mudo la propagación del espíritu de anarquía y homicidio, por
medio de escritos incendiarios y corruptores; que miró impasible y mudo
derramamiento de toda base política y social, al impulso de esa perniciosa y execrable
prensa; que no salió de su impasibilidad y mudez, ni en presencia de las iniquidades de
Enero, faltó por completo a sus deberes sagrados y era, por el mismo caso, un falso
pastor, digno de los más graves castigos que la Iglesia reserva para los prevaricadores y
apóstatas.
En un capítulo anterior, al reproducir un oficio de González Suárez a un
eclesiástico, redactor de una publicación religiosa y política, traté ya de este mismo
asunto, demostrando que el episcopado ecuatoriano jamás había reprimido la procacidad
y desenfreno de la prensa ultramontana y tradicionalista; pero me ha sido forzoso
volver a tan enojosa materia, por el deber de poner en mayor evidencia las
contradicciones de aquél grande y sabio prelado, a fin de que los futuros historiadores
pesen y señalen con mejor criterio, la responsabilidad que le corresponda en los sucesos
que voy narrando.

216 
 
CAPITULO XIII

¡VAE VICTIS!

He dicho que el General Plaza no se engañó al pensar que su apelación a los


sentimientos cristianos de González Suárez seria estéril; y que, por tanto, le serviría
únicamente de precioso documento justificativo, cuando llegase el caso de hacerlo
valer.
Tan seguro estaba del desastroso fin de los prisioneros, que no podía ocultar su
ansiedad por saber la realización de aquel esperado crimen. Apenas llego a Manta,
dirigióle un telegrama al Coronel Balanzátegui, interesándole para que “diese las más
terminantes órdenes, a, fin de reparar la línea telegráfica a Guayaquil, pues tenía
impaciencia de saber qué suerte habían corrido los señores Alfaros en su viaje a Quito”.
Bien lo presumía el Comandante: en jefe; pero anhelaba la confirmación de la
catástrofe.
Incrédulo y todo, pensaba impíamente que existía una providencia para el mal,
una fuerza sobrenatural que favorecía el bandidaje y el crimen; y no trepidó en decirle
a su amigo don Miguel Valverde, en un telegrama de Manta, que “el hecho de haber
caído prisioneros todos los cabecillas, estaba revelando que una justicia superior iba a
destruir el mal, de manera radical y para siempre”. Convenía en esta creencia con los
clericales, los que veían también la mano de Dios en la prisión de los principales Jefes
del radicalismo; aunque Gonzalo Córdova, en “La Prensa”, edición del 27 de Enero
de 1912, decía lo contrario, a saber: que no era la mano de Dios la que se veía en
aquélla prisión de Alfaro y sus Tenientes, sino el dedo de Plaza. Y Gonzalo Córdova,
Confidente del General en Jefe, debía estar convencido de lo que decía; y más,
habiéndolo dicho en el diario oficial y de combate de la facción placista.
De esta manera, mientras los clericales terroristas creían tener brillante asunto
para agregar una página a la historia de la “Muerte de los Perseguidores”, alabándose de
tener por vengador al misino Dios; los placistas no veían en el drama que se estaba
desarrollando, sino el efecto de la habilidad política de su caudillo, y un motivo para
elevarlo hasta el quinto cielo, Cada facción estaba ya tirando para su lado; pero, esta
contienda equivalía en sustancia, a disputarse la gloria de los crímenes cometidos y de
los que iban a cometerse.
Volvamos a la Estación del ferrocarril, y acompañemos a los prisioneros en el
resto de su camino de amargura.
Cuando todo estuvo a punto y listo para la perpetración del crimen, el tren llegó
a la Estación, a las doce del día, como; si se hubiera escogido la hora más a propósito
para que el pueblo pudiera congregarse y ocupar cómodamente los escaños del circo, y
no perder ni un detalle del sangriento espectáculo que iba a ofrecerle la coalición.
Hay un documento escrito exprofeso para defensa del Gobierno; documento que
es un tejido de embustes y escandalosas mentiras, y que, sin embargo, ha dejado fuera
de toda duda, la responsabilidad de Freile Zaldumbide y; sus Ministros, de Sierra y las
tropas que el mandaba. Este documento fue publicado por primera vez, en el Manifiesto

217 
 
del Ejecutivo “A la Nación”, y después, por el General Plaza en su defensa intitulada
“Páginas de la Verdad”
Comparadas las dos publicaciones, se nota a primera vista que difieren
notablemente; y el General Plaza explica esa diferencia, en la Nota de la pág. 268 de su
libro, afirmando que el Gobierno, al insertar el referido documento en aquel Manifiesto,
lo mutiló, suprimiendo frases esenciales. Ninguno de los miembros del Gobierno, ni los
mismos autores del documento aludido, han contradicho ni desvirtuado aquella
afirmación; de manera que tenemos que aceptar, como verdad irrefutable, que el
Presidente del Senado y sus Secretarios, tuvieron interés en mutilar un documento
publicó, para engañar a la Nación, a la que querían explicar su conducta. ¿Qué prueba
este hecho criminal, sino que la sinceridad y buena fe no moraban ya entre los
gobernantes?
El documento a que me refiero, es el parte del Subsecretario del Departamento
de Guerra, Comandante Alcides Pesantez, y del Jefe de la 1º Zona, Comandante L. A.
Fernández; ambos, visibles y escandalosamente empeñados en exonerar de toda
responsabilidad a sus Superiores y al Poder Ejecutivo, como vamos a verlo.
“Ante todo dicen los mencionados Jefes creemos de nuestra obligación aclarar
un punto, por el cual se quiere hacer recaer en el Gobierno, las responsabilidades de los
desgraciados acontecimientos que presenció esta capital. Nos referimos al hecho de que
varias personas dicen que debería haberse tomado providencias, para que las tropas que
conducían los prisioneros, hubieran llegado durante la noche del 27, cuando la ciudad
no tenía conocimiento del arribo del tren que los conducía, etc.” Siguen explicaciones
sin peso, y disculpas inaceptables que no es necesario copiar; porque son la repetición
de los mismos razonamientos que voy impugnando en estos Apuntes históricos. Pero, si
llamaré la atención de los lectores al hecho importantísimo de que el 1º de Febrero de
1912 fecha del Parte Oficial que me ocupa cuando todavía no se secaba la sangre de las
víctimas, ya se acusaba al Gobierno por aquellos infames asesinatos. Y la voz
acusadora no debía ser aislada y digna de desprecio; puesto que el Gobierno se vio en la
necesidad de mandar a sus subalternos que escribieran una defensa concluyente, la que
publicaron después mutilándola.... Luego, ni mediante la disciplina militar pudieron
obtener que se contrahiciese por completo la verdad de los sucesos; puesto que tuvieron
que testar en dicha defensa, algunos pasajes inconvenientes que, a pesar de la
adhesión y la obediencia disciplinaria, se les escaparon a los Comandantes Pesantez y
Fernández.
¿Y quiénes eran esos acusadores que de tal manera ponían en guardia a Freile
Zaldumbide y sus Ministros, cuando todavía el humo denso de las hogueras ofuscaba la
vista y entenebrecía los sucesos del día 28? Indudablemente los ciudadanos de la
capital; ya que en los cuatro días transcurridos desde el crimen, no podían haber llegado,
a oídos del Gobierno las palabras de execración de las demás provincias, menos las del
exterior. Por lo contrario, Freile Zaldumbide estaba recibiendo elogios de sus
cómplices; y en su estolidez, íbase convenciendo de que había obrado bien,
perfectamente bien.
El Ciego de Ambato, el amigo y favorecido del General Alfaro, dirigióle, a raíz
de la tragedia, los siguientes pérfidos consejos e irónicos encomios:

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“Ambato, 28 de Enero de 1912. Señor Encargada del Poder Ejecutivo. Quito.
“Carlos, amigo del alma… ante hechos tan horribles, no es la muchedumbre
inconsciente la que puede responder ante a Historia: un poder Superior una mano
invisible, sea la fatalidad, sea lo que fuese, ha conducido estos acontecimientos, sin que
nosotros podamos explicarnos… Lo principal es que Ud. llame al General Plaza
inmediatamente; Plaza al lado del Gobierno, volverá fuerte y terrible en la
actualidad… Compadezco a Ud. pero al propio tiempo, lo admiro, le veo grande, muy
grande; y me contento de verlo ahora brillando en el cielo de la política; política que,
enturbiada por un momento con sucesos terribles, hace, sin embargo, el efecto de
engrandecer a los hombres que como Ud. la sostienen con honradez y con elevadísimo
carácter…
Reciba mis abrazos
Juan B. Vela",
Cualquier hombre de intelecto común habría tomado estas sarcásticas alabanzas
y otras iguales que Freile Zaldumbide recibía en aquellos días como ofensas verdaderas
y graves; pero el Encargado del Ejecutivo admitiólas como de buena ley y se envaneció
con semejantes triunfos. Nótese de paso, que el doctor Vela habla el lenguaje del
General Plaza: como él, afirma que un poder sobrenatural y superior, condujo a los
Alfaros a la muerte; y termina aconsejándole a su amado Carlos, que se arroje en brazos
de Plaza, quien lo hará fuerte y terrible… ¿Más terrible todavía? ¿Acaso el doctor Vela
tenía en mientes entronizar al terror y seguir el degüello de todos los buenos radicales
de la República? ¿Quería por ventura que su amado Carlos, con apoyo de su amado
Leónidas, (porque también afirmó en un telegrama del 24 de Enero, que siempre lo
había amado al General Plaza) no soltase el hacha sangrienta por largo tiempo?
Decía que Freile Zaldumbide tomaba como de veras su engrandecimiento
político; y que aspiraba, a todo aspirar, el humo grato del incienso que sus cómplices y
dominadores le prodigaban sin descanso, Y a pesar de esta embriaguez beatífica en que
le sumían a este infeliz hombre, no pudo menos de escuchar las acusaciones de que
hablan los Comandantes Pesantez y Fernández; y se aprestó a la defensa, exigiendo
informes y declaraciones de sus subalternos, de naturaleza tal, que comprobasen la
absoluta inocencia del Gobierno.
¿Quiénes y cuántos eran los acusadores que así desvanecían los sueñas de gloria
que le adormecían al Jefe del Estado? Eran, no hay que dudarlo, los ciudadanos sensatos
y probos de la Capital, el pueblo quiteño moral y laborioso, la opinión pública que es el
eco de la conciencia de las mayorías: eran los espectadores del drama, en cuyo pecho se
había alzado muy poderosa la reacción contra los criminales. La chusma de caníbales,
las meretrices y desarrapados de los anteriores meetings, amaestrados para la iniquidad
cometida, seguramente no le acusarían al Gobierno ni a nadie; la gavilla de asesinos que
se había bañado en noble sangre en las celdillas del Panóptico tampoco acusarían a
Carlos Freile y sus Ministros, ni podían acusarlos sin señalarse ellos mismos a la espada
de la ley. Luego había un pueblo acusador, y un pueblo que no acusaba; éste era un
grupo de malhechores que, desde días atrás, había usurpado un nombre que no le
correspondía; y aquel, la gran masa de habitantes de una ciudad civilizada y noble.

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Perdóneseme la digresión, motivada por la franca advertencia de los
Comandantes Pesantez y Fernández, de que ante todo, tenían que cumplir la obligación
de defender al Gobierno, de las acusaciones que ya le dirigían por los sucesos del 28; y
en razón de que este mismo espíritu de defensa, a todo trance, ha inspirado la totalidad
del Parte Oficial de dichos jefes, más bien abogados que subalternos de los hombres que
gobernaban la República.
Y llevaron su abogan afán á tal extremo, que procuraron sacrificar únicamente al
Coronel Sierra, en aras de la vindicta pública; y complicar en los asesinatos del
Panóptico, no sólo al pueblo inocente, sino hasta a los presidiarios comunes que habitan
la penitenciaría, como luego veremos.
“Los suscritos recibieron orden del señor Ministro de Guerra (Intriago, pues no
debe olvidares que Navarro estaba en Guayaquil) conducentes a asegurar la vida de los
presos, aun a costa de las nuestras continúan los mencionados Comandantes; y en virtud
de ellas se procedió a reforzar la Guardia de la Penitenciaria, con ochenta hombres, al
inundo del Capitán Yela. Aun cuando posteriormente se hiso reforzar más la predicha.
Guardia, se recibió noticia de ser esta medida innecesaria…
¿Quién les dio a los informantes esta noticia? ¿Y por qué dejaron de cumplir las
órdenes recibidas, por solo una noticia, cuyo origen se han guardado bien de
manifestar? Si era cierto el furor homicida de todo el pueblo de Quito contra los
prisioneros, ¿cómo supusieron que eran suficientes ochenta hombres para servir de
dique a ese torrente que dicen incontenible? Prosigamos.
“Dispuestas así las cosas, nos trasladamos a la línea férrea, con el objeto de
cumplir y hacer que se cumplieran las disposiciones dictadas siguen los autores del
Parte. Pensamos que, una vez llegados los prisioneros, debería retroceder el tren con las
fuerzas que constituían la escolta, con el objeto de que la población no supiera el
momento preciso del arribo; pero, agraciadamente, la actitud de la tropa lo impidió,
según el parecer del Jefe que las comandaba: y los sucesos se precipitaron fuera de toda
previsión… A las 11 a.m., llegó el tren al sitio determinado, teniendo nosotros un
automóvil con seis asientos, debiendo custodiarlo catorce hombres a caballo y ciento
sesenta individuos de tropa del Batallón “Quito”, al mando de su Primer Jefe,
Comandante Cobos Chacón. Nos proponíamos tomar a los presos de mayor
significación en el automóvil, y llevar el resto intercalado entre la tropa. Este plan fue
manifestado al Coronel Sierra, pero él se opuso a que fuera realizado, alegando que
tenía ordenes terminantes de entregar los prisioneros en el Panóptico; y que, por
consiguiente, nadie tenia derecho en ellos, sino únicamente él. En vista de su actitud,
pusimos a su disposición la gente… Llegados que fuimos al camino de la Magdalena,
propusimos al Coronel Sierra marchar al sur, por frente a la Escuela Militar, vía San
Diego; pero él nos dijo que creía pasada la ira popular y que, por consiguiente,
podíamos marchar sin dar más vueltas, ahorrando camino”.
Por lo visto, el Coronel Sierra obedeciendo las órdenes imperativas consabidas
se negó a tomar medida de precaución tendiente a salvar a los prisioneros; y el Jefe de la
1º Zona y el Subsecretario de Guerra y Marina han querido hacerle, como ya lo dije,
único responsable de la catástrofe del día 28. Si él hubiera hecho retroceder, el tren,
después de entregar a los presos a la escolta que debía conducirlos por caminos

220 
 
extraviados a la penitenciaría, el pueblo no se habría dado cuenta de la llegada de las
víctimas, sino cuándo estuviesen seguras en el Panóptico; pero Sierra no quiso tomar
tan prudente precaución y, por lo mismo, debe ser responsable de los resultados de su
desobediencia. Si Sierra hubiera permitido que Pesantez y Fernández recibiesen en el
automóvil a los principales prisioneros y los condujeran en secreto a la Penitenciaría,
los Alfaros, por lo menos, abrían salvado la vida; pero se negó también a este medio de
salvación; desobedeciendo abiertamente a dichos jefes, so pretexto de que debía
entregar a todos los presos en el Panóptico, y que sólo él mandaba en ellos. Luego,
nadie más que el desobediente debía cargar con la responsabilidad de la victimación de
los referidos prisioneros. Si Sierra hubiera aceptado la proposición de Fernández y de
Pesantez, de llevar a los presos por el camino de San Diego, habrían llegado a la
Penitenciaría sin tropiezo alguno; pero, se negó asimismo, a seguir este prudente
parecer, aduciendo que creía pasada la ira popular, e hizo que las víctimas atravesaran la
ciudad por entre la enfurecida muchedumbre, como provocándola. En consecuencia, el
Coronel Sierra es el único responsable de lo acontecido en aquel día nefasto.
Estos son los razonamientos naturalmente, esbozados apenas, y con una timidez
rayana en servil que han hecho los autores del Parte que voy examinando, para cimentar
su terrible acusación contra Sierra; al mismo tiempo que para colocar fuera de toda
objeción, la inocencia de Freile Zaldumbide y sus Ministros. Y, cierto que dichos Jefes
han conseguido perder al Coronel Sierra, arrastrarlo al banquillo de los acusados,
designarlo cómo a uno de los principales fautores de los crímenes perpetrados en el
General Alfaro y sus compañeros de martirio; pero, los acusadores del Jefe del
“Marañón”, no pensaron en que acusaban también al Gobierno; más todavía, en que se
acusaban a sí mismos.
Si Sierra no puede tener disculpa alguna, en cuanto a los cargos que le hacen
Fernández y Pesantez, en su Parte, tampoco pueden alegar nada en su defensa, ni el
gobierno ni los informantes susodichos; porque, ¿qué cosa es, sino cómplice y
amparador de crímenes, un Gobierno que le permite a un subalterno, pisotear las
órdenes más perentorias y sagradas, y lanzarse impunemente a las iniquidades más
clamorosas y trascendentales? ¿Qué nombre merecen un Subsecretario de Guerra y
Marina y un Jefe de Zona que se dejan intimidar por la actitud de un inferior
desobediente y rebelde, y poner a su disposición la fuerza pública y la vida de seis
prisioneros, como los mismos informantes lo confiesan? ¿No pudieron acaso reducir a
prisión a Sierra inmediatamente que se negaba a respetar y cumplir las órdenes
emanadas del Ejecutivo, y de sus superiores Jerárquicos? ¿Qué clase de gobierno, que
clase de Jefe de Zona, qué clase de Subsecretario de Guerra, cuando le cedían el paso y
se dejaban dominar por un Jefe de Batallón, tratándose nada: menos que de honra de la
Patria? Ante estos datos históricos que nos han proporcionado los mismos agentes
principales del Gobierno, no podemos menos que deducir, o que todos los gbernantes
eran unos imbéciles y miserables, cómplices de los asesinos, por cobardía y
estulticia; o que, por lo contrario, los más de ellos eran refinados malhechores, que
procuraban ocultar la mano que manejaba el puñal, y engañar al criterio público con
hábiles artimañas.

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Si el Coronel Sierra tenía una consigna reservada; si contando con la impunidad
más absoluta, no trepidó en cumplirla, a pesar de ser tan horrorosa y cruel, sin duda
sería un gran criminal; pero también serían criminales los que tales órdenes le dieron;
criminales, los que, no solo no le impidieron, sino que le permitieron y ayudaron a
cumplir esa consigna Continuemos.
“Desde este punto (la Estación) hasta el lugar en que se tocan las carreras de
Venezuela y Ambato, no hubo más incidente que palabras ofensivas a los presos,
proferidas por tal cual grupo que se había estacionado en las bocacalles, insultos que la
misma tropa se encargaba de silenciar…” dicen los señores Jefe de Zona y
Subsecretario de Guerra, Lo mismo aseguro, poco más o menos, el Intendente General
de Policía, en su Informe: de manera que hay constancia de que los prisioneros
recorrieron más de la mitad del camino sin que nadie atentara contra su vida, no
obstante haberse aglomerado la población en el transito, como era natural que sucediese.
Si ese pueblo agrupado en las calles, era el que ansiaba matar a los Alfaros, según han
dicho después los defensores del Gobierno y de Plaza, la ocasión no podía ser más
oportuna para llevar a cabo la justicia popular, sin ningún obstáculo. Sierra y el
“Marañón”, merecedores de la confianza de los del complot, rodeaban el automóvil en
que iban las víctimas; y de ningún modo habrían coartado los deseos justicieros de sus
amigos, y mucho meno usado de las armas para impedir la inmolación de aquellos
enemigos públicos. Ese torrente incontenible, de que a cada paso hablaban el gobierno y
sus defensores, estaba allí, rugidor y tempestuoso, sin ningún dique capaz de
oponerse a su desbordamiento: ¿cómo sucedió que no envolviera y ahogara a los tan
aborrecidos presos, en el largo trayecto que recorrieron hasta la intersección de la
carrera de Venezuela con la carrera de Ambato? ¿Quién los defendía de un balazo, de
una puñalada, o de cualquiera otra agresión que manifestase el ánimo de ultimarlos?
¿Por qué esperó ese pueblo furioso que los Alfaros penetrasen al Panóptico fortaleza
inexpugnable que habían de asaltar y tomar con el mayor trabajo y corriendo grandes
riesgos para matarlos, cuando pudieron hacerlo con toda facilidad, en campo abierto y
antes de que fuesen encerrados dentro de murallas que no podían ser batidas sino por
artillería?
Nada podrían contestar a estas preguntas los que han calumniado al pueblo de
Quito; porque no cabe en mente, humana que el asesino aguarde que la víctima esté
perfectamente defendida para asestarle el golpe; habiéndola podido herir a mansalva,
cuando se encontraba inerme y a merced de su enemigo. No, no fue el pueblo quiteño el
preparado para bañarse en la sangre de los Jefes del radicalismo: el grupo de asesinos
que, desde antes, había escandalizado y llenado de alarmas a la capital con sus repetidas
algaradas, la chusma de beodos y mujeres perdidas que componían los meetings de la
coalición, no podían llamarse pueblo; y habían tomado de antemano su puesto, según
instrucciones superiores, para cometer el crimen. Los brazos que habían de
descargar el golpe alevoso, no estaban en la muchedumbre que contemplaba absorta
la llegada de los Generales caídos y humillados: esos brazos al servicio de la pérfida y
criminal política imperante, encontrábanse, ya dentro, de los muros de la
Penitenciaría. Por esto, nadie agredió a los prisioneros, nadie trató siquiera de

222 
 
herirlos, hasta que hubieron llegado a las celdillas del Presidio, lugar designado para la
inmolación, sin testigos y sin oposición posible.
El Panóptico de Quito fue edificado por García Moreno, más para prisión de
Estado, que para morada de malhechores; y es una gran fortaleza de sólida
mampostería, de la que es casi imposible toda evasión. Sus altas murallas de piedra y
ladrillo, no podrían horadarse sino en muchas horas, con gran trabajo e instrumentos
apropiados; ni ser escaladas fácilmente, no contando con escalas a propósito para llegar
a coronarlas. Las puertas de cada departamento y las de las celdillas, son de hierro
forjado, con fuertes cerrojos y llaves de seguridad; de modo que formarían una barrera
indestructible, para quienes intentaran penetrar o salir de la Penitenciaría, valiéndose
de la fuerza y contra la voluntad de sus guardianes. Cincuenta hombres, distribuidos en
las terrazas del frente, y en las puertas del Panóptico, podrían rechazar con ventajas el
ataque de un Ejército enteró; y sería necesario emplear artillería gruesa para abrir brecha
en las murallas, o forzar sus férreas y sólidas puertas, en un momento dado y así como
por sorpresa. Quien conozca ese como castillo formidable, no podrá menos de mirar
como falsedad impudente, la aseveración de que un grupo de pueblo desarmado, en el
que prevalecían por su número las mujeres, haya asaltado aquella fortaleza, arrollando
la fuerza armada que la rodeaba, y destruyendo todos los obstáculos materiales que
hallaba a su paso.
Y, sin embargo, en este hecho inverosímil, a todas luces falso, estriba toda la
defensa de Freile Zaldumbide y sus Ministros como vamos a verlo.
Queda demostrado, con la confesión del Subsecretario de guerra y del Jefe de la
1º Zona, así como con el Informe del Intendente Cabezas, que los prisioneros no
sufrieron ninguna agresión de parte del pueblo aglomerado en las calles, hasta cerca de
la Penitenciaría: los gritos, las injurias, las pedradas, eran obra de tal cual individuo en
las bocacalles; individuos que se habían colocado en aquellos lugares, más para
provocar y enfurecer al pueblo, que para ofender a los presos. Esos insultadores de las
víctimas cumplían la consigna: estaban amaestrados para acibarar la agonía de los Jefes
prisioneros; pero no eran los designados para darles el golpe de gracia.
Por fin llegaron al lugar del suplicio. El anciano Caudillo del radicalismo,
enfermo del corazón y abrumado por tantos días de padecimientos, cayó de bruces al
bajar del automóvil, y no pudo subir la pendiente del atrio de la Penitenciaría: hubo
necesidad de trasladarlo en brazos, lo mismo que a su hermano Medardo que estaba
paralítico. El pueblo, es decir la multitud de curiosos, habíase quedado como a cien
metros de distancia del Panóptico; y muchos grupos principiaron a retroceder hacia
la ciudad.
El Coronel Sierra regresaba también a caballo, y deteniéndose ante la
muchedumbre, levantó la voz y dijo: “He cumplido mi deber, dejando a los prisioneros
en el Panóptico; ahora no respondo de lo que hagan ustedes”.
Algunas voces aisladas gritaron: ¡viva el General Sierra!; pero no hallaron eco
en la multitud, y dejaron conocer claramente aquella extemporánea aclamación se
debía a dos o tres soldados del mismo Jefe aclamado.
Las palabras de Sierra, eran una invitación al asesinato; pero en aquellos
precisos momentos, sonaron ya algunos tiros dentro de la Penitenciaría; y una

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guerrilla de policiales, apostados en la colina que la domina, rompió sus fuegos sobre la
cúpula central de aquel edificio, dejándola acribillada a balazos.
Esto manifiesta que todo estaba preparado con anticipación para el sacrificio,
hasta la farsa de que la Policía tratara de defender el Panóptico, dirigiendo sus
proyectiles a donde no había objeto; puesto que ni víctimas ni victimarios habían de
haberse en las techumbres de la prisión.
Del atrio exterior se llamaba al pueblo con gritos y ademanes; más, ese pueblo
tan calumniado, no avanzaba todavía, no quería avanzar, y ya los mártires habían dejado
de existir, despedazados a fusilazos, machetazos y puñaladas.
No hubo ni escalamientos, ni puertas forzabas y rotas, ni pueblo incontenible en
el ataque, ni batallones arrollados, ni esfuerzos para salvar a las víctimas, ni nada de lo
que ha dicho el Gobierno para sincerarse de crimen tan nefando.
Véase como describe el fraile Bravo aquel formidable asalto a la Penitenciaría, y
la defensa opuesta por el Gobierno a las turbas asesinas:
“Por la misma susodicha razón, buscaba con la vista, registraba por todos lados a
ver si divisaba soldados armados que se parasen a romper las hostilidades; pero, nada de
esto; sólo después, como referiré luego, di casualmente con los dos centenales de
prevención, echando de menos la presencia de la guardia. Conjeturé todavía que ésta,
tal vez creyéndose impotente, se había encastillado en el interior del Panóptico,
preparada eso sí para incitar a mansalva a cuantos se atreviesen a penetrar en él; pero,
vuelvo a repetir: temores, conjeturas, juicios míos, no habían sido más que ilusiones
vanas, como lo comprobaron los, hechos siguientes.
“Mientras todas estas ilusiones sucedianse en mi mente, con la rapidísima,
instantánea velocidad del pensamiento, la realidad era que, unos cuantos individuos con
recios golpes dados a las puertas de la Penitenciaria, con los puños de las manos o con
los bastones, pedían que se les franquearan las puertas, que se creía estarían solamente
entornadas, aldabadas y aherrojadas, como de costumbre y como lo dispone el
reglamento interno; pero como de adentro nadie se diera por notificado, nadie
contestaba preguntando siquiera con el consabido ¿quién es?, ¿qué necesita? etc.,
primero los del atrio y los demás después, “¡Rompan las puertas!, ¡abajo las puertas!”
gritaron con tono asaz imperativo; y luego, de aquí, de allá, de todas partes, en
crescendo más y más, hasta el fortísimo: “¡Abajo los Alfaros!, ¡abajo los runas! ¡mueran
los traidores!, ¡viva el pueblo!, ¡ánimo, valor muchachos!.. ¡adentro!, ¡al Panóptico!
Como lo pedían, así lo ejecutaron.
“Al momento, preparados como habían estado, unos cuantos individuos,
diciéndome comedidamente que dejara la puerta expedita, ladeándome, (cosa que no
pude hacer por no hallar donde poner los pies), quienes con gruesos maderos, quienes
con piedras; con picos unos, con barras de fierro otros, ahora arremetiendo todos a la
vez, ahora relevándose, menudeaban golpe tras golpe contra las puertas a cual más
recios y contundentes, sin lograr empero el objeto apetecido: lastimaron los tablones,
abrieronse rajas, los agujerearon tal vez; pero las puertas permanecían firmes: era
imposible echarlas abajo, dada la prisa con que querían despachar el asunto; fuerza,
paciencia y tiempo habrían sido menester para conseguirlo; fuera de que a la natural

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fortaleza y resistencia de las puertas, añadiase que por atrás habían estado más que bien
aseguradas con pesadas, inconmovibles, trancas
“En el entretanto, volvime hacia mi costado izquierdo, parado como estaba ya en
el escalón superior inmediatamente al pie del dintel; y fijándome en los que de más de
cerca me rodiaban, entre éstos, tras de mí, en el plano del vestíbulo materialmente
oprimido por los circunstantes, calladito se había estado el centinela de prevención; y
tan constreñido estaba, que le habría sido imposible manejar el arma, caso de haberlo
necesitado.
“Inclinándome, pues, hacia éste cuanto me fue posible, le dije casi en secreto al
oído: “¡Hola! ¡Con que aquí había estado Ud.! Cuidado con disparar, amigo mío!” ¡Ah,
no! me respondió, como sorprendido de mi intempestiva advertencia, y agregó “sí no
hay orden tampoco para hacer fuego...” “Allá se frieguen esos… tales” dijo,
refiriéndose a los prisioneros. Con tal información, que me fue muy satisfactoria, cesó
mi inquietud y disipáronse mis temores respecto a la resistencia que podría
oponer la guardia y a las consecuencias que se habrían seguido.
Empero, prosigamos...
“De entre los varios que se apercibieron de las señas y ademanes do los
criminales (aquellos fueron los que ocupaban el vestíbulo), ora sea para sorprenderlos a
los prisioneros que decían haberse refugiado en la Dirección; ora para entrarse por allí
al Panóptico, o cualquiera otra causa análoga, lo cierto es que hubo un sujeto del pueblo
que, asiéndose del fusil del segundo centinela de prevención, que había estado al lado
opuesto del primero, y en las mismas condiciones que referí de éste, (es decir, tapado
por la muchedumbre, Etc.) y cargándole con una cápsula que junto con el fusil le
proporcionó voluntariamente el mismo centinela, se preparaba a romper la cerradura de
la puerta de la Dirección; para lo cual acomodaba ya la boca del cañón en el ojo de la
llave, sin que nadie de los circunstantes ni lo animara ni lo impidiera: entonces yo, que
con atención le había estado observando, bajo del sitio en que estaba, lo más presto
que puede, y acercándome al dicho sujeto que se hallaba de espaldas hacia mí, le tome
del brazo con la una mano, mientras con la otra le desvié el fusil, diciéndole con tono
persuasivo: “¿Qué va a hacer hombre? ¿No reflexiona que aquí dentro pueden haber
personas inocentes?... ¿Y si mañana le levantan a usted un sumario por esta
imprudencia?” Mi hombre había sido juicioso: cedió al punto, diciéndome: “Cierto,
padre; dice Ud. bien”, entregándome instintivamente el fusil, el cual le tomé y se lo
devolví al centinela, con esta amistosa recomendación: “Hombre, no afloje usted, el
arma a nadie, palabras que me las oyó éste con cierta sonrisa producida por una
análoga vergüenza.
“A poco rato, nuevamente, otro sujeto que, sin duda alguna, me oyó la
recomendación que le hice al centinela, y que, como muchos otros, presenció lo
ocurrido con el primer sujeto, aunque más avisado que este, logró convencer al mismo
centinela que eran aplaudido sería por los del pueblo, si les franqueaba la entrada al
Panóptico por la puerta de la Dirección, en donde además podrían ser aprehendidos los
prisioneros, que es lo que deseaba el pueblo, pues parecía imposible allanar la puerta
principal de la penitenciaria el pobre recluta armado, bisoño, sencillo como demostraba
ser, sea por congraciarse con el pueblo sea porque estuviese en un corazón con este, sea

225 
 
más impulsado por el medio al mismo pueblo, que es lo que yo más creo acomodaba el
cañón del fusil en el ojo de la llave, eso sí con calma, sin turbarse; pero, también lo
contuve como al hombre anterior, no sin observarle persuasivamente de que no era esa
su misión en calidad de centinela, sino más bien la de custodiar a los presos y hacer
guardar el orden; pero ya que esto era imposible como nos estaba constando, debía
cuando menos estarse en actitud pasiva...”
He aquí a los únicos defensores de la vida de Alfaro y sus Tenientes: ni guardia,
ni esfuerzos inauditos para salvarlos, nada? en fin, de lo que los Comandantes Pesantez
y Fernández aseguran haber empleado con tan humanitario propósito, existió de verdad,
pues los dos centinelas tenían orden de no hacer fuego, y fraternizaban con los asesinos.
Y quien lo relata es un fraile, presencial testigo de los hechos y acusado de instigador
del crimen. Continúa el P. Bravo:
“Además, considerando que no se dejaría esperar el crítico momento de
avistarme con don Eloy Alfaro para decirle algo como sacerdote y como conocido suyo
mi atención concentrada la tenía en buscar y repasar según mis cortos alcances las
mejores reflexiones que podrían acaso mover su corazón al arrepentimiento; porque
abrigaba la esperanza (yo mismo no sé en qué me fundaba) de que caso de que lo
encontraran y lograsen sacarlo afuera no lo sacarían muerto; de modo que hasta
que lo vi cadáver, con mis propios ojos, nunca podía persuadirme de lo contrario, menos
aun de que lo dejaran linchar en mismo seguro edificio a donde lo había traído, junto
con los demás prisioneros, dizque para salvarle la vida. ¡Sarcasmo!...”
El P. Bravo se queja de que el crimen se hubiera echado encima a los
conservadores, y añade:
“En el mes de Julio de 1912 (si no me es ingrata la memoria) salió a luz en
Quito el número primero de un periodiquillo de filiación placista, cuyo nombre no
recuerdo. En éste, pues, con el título de “Avilantez Conservadora”, un anónimo
articulista achaca al partido Conservador y al Clero, el torpe asesinato de los
prisioneros, aduciendo como pruebas la parte que tomaron en él los doctores Carlos
Freile Zaldumbide, Carlos R. Tobar y Octavio Díaz, como Encargado del Poder
Ejecutivo el primero, y como Ministros de Estado los segundos, a quienes para el fin
que se propone, los llama conservadores. Prosiguiendo en su necio empeño, nombra a
varios particulares (atribuyéndoles diversos hechos, que no es de mi incumbencia
averiguar si serían o no verdaderos), y algunos eclesiásticos también conservadores,
según el articulista entre los cuales figura en primera línea, ni hasta esa fecha oscuro
nombre.
“Cuál haya sido mi conducta y la parte que me cupo tomar en aquella
memorable catástrofe, la sabrá el que leyere la presente Relación, siendo, por otra parte,
testigos de ella, los innumerables quiteños que la presenciaron e intervinieron en ella.
Empero, séame permitido desmentir la calumniosa imputación que les hace el anónimo
articulista, primero al por mil títulos benemérito sacerdote, doctor don Alejandro
Mateus, canónigo de la Iglesia Metropolitana de Quito, y después a sus honorables
compañeros, doctores Luis F. Sarrade, Maestro de ceremonias de la misma, Luis F.
Herrera y Pedro Pablo Espinosa, curas entonces de las parroquias urbanas de S. Blas y
Santa Prisca, respectivamente; de quienes, con descarado cinismo, tergiversando

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diabólicamente los hechos, osa afirmar que ellos fueron al Ejido a aventar las cenizas de
las víctimas en la noche del 28 de Enero”.
Y para confutar tan atroz calumnia según dice, el citado Fraile aduce muchas
razones; entre las que se destacan las más francas acusaciones a los hombres que en esa
fecha nefasta ejercían el poder nacional. El P. Bravo refiere una conversación tenida, en
los mismos instantes trágicos, con la señora Rosario Banda de Torresano, testigo
también presencial de la llegada de los prisioneros. La referida señora decíale a su
interlocutor lo siguiente:
“Al pobre Flavio, mientras tanto, (y también a los demás prisioneros) le
acertaron una fuerte pedrada en la cabeza, cosa de hundirle la copa del sombrero
manabita que venía puesto, agachada la falda hasta los ojos y embozado la cara con la
capa. Pobrecito ¡ay! exclamaba la señora qué lástima me dio, sobre todo cuando lo vi
que así (remedando la actitud del General Flavio) a hurtadillas levantaba la cabeza.
Creía, sin duda, (como era natural que supusiera) que Rosario, esposa de Flavio, estaría
con nosotros en la ventana: no sabía el infeliz que ella también se había escapado de que
la mataran, y que estaba refugiada en otra parte, como está hasta ahora, desde el día en
que esas tropeñas borrachas allanaron su casa y no le dejaron ni cera en el oído. Apenas
oyó el General Eloy Alfaro les descarga de la tropa proseguía la señora se puso en pie el
General; y volviéndose hacia los soldados, con voz nerviosa, pero con acento enérgico
les dijo: “¿Qué significa esto? ¿Quién les manda hacer fuego?) ¿A qué alarman al
pueblo de este modo?” Y dirigiéndose a una de los soldados de la escolta, “¿dónde está
el Coronel Sierra?” le preguntó: “Dígale que venga luego, que mande cesar los fuegos”.
El Coronel Sierra acudió a la llamada del General, habló con éste, e inmediatamente
hizo tocar la corneta y, después de poco, el automóvil emprendió precipitadamente la
carrera.
Después de un rato de conversación sobre el mismo tema, acordóse la señora de
otro incidente que lo refirió, poco más o menos, en estos términos: “Varios soldados de
la escolta que seguían atrás del automóvil, regresaron a ver a los del pueblo, los cuales
temerosos, sin duda, de algo, se habían quedado parados; entonces aquellos les hicieron
señas, invitándoles a que los siguieran, a lo cual no se hicieron de rogar, porque al
punto, animándose mutuamente, corrieron hasta darles el alcance y juntarse con los
soldados”. Convénzase Padre dijo la señora para concluir que todo estaba bien amasado
de antemano; los soldados estaban muy de acuerdo con los del pueblo para sacrificarles
a los pobres Generales, Por eso es que no hicieron nada en el Panóptico para
defenderlos, como Ud. lo cuenta…” Esto b aquello, la Historia lo dirá”.
La alianza placo-conservadora estaba rota, a poco de cometidos los crímenes de
Enero; y los ex-aliados comenzaron a lanzarse mutuamente las más furibundas
acusaciones… La narración tímida, reticente y ambigua del P. Bravo, si no es suficiente
para ponernos en posesión de la verdad plena, es, sin embargo, una importante
revelación de los sucesos, en la hora del asesinato, y contradice por entero la falsedades
alegada por el Gobierno de Sangre.
¿Qué pasó en el interior de la Penitenciaría, mientras algunos de los asesinos
invitaban con instancia a la muchedumbre popular, para que tomase parte en aquel
festín de sangre? Veámoslo.

227 
 
Llegado el General Eloy Alfaro a la celdilla que le habían preparado, pidió algo
en que sentarse, aunque no fuese sino un cajón; y, no habiendo sido atendida su
petición, tendióse sobre el desnudo y polvoriento suelo, y arrimó la cabeza contra el
muro.
En seguida, dirigiéndose a un oficial, le dijo: “Quiero que me acompañe
Medardo, o Páez, para que no se me calumnie después de muerto”.
El ilustre anciano, creía que los verdugos se contentarían con una sola víctima; y
quería un testigo que relatase lo acontecido en sus últimos momentos, que certificase
que había caído como los antiguos héroes de Grecia y Roma, envuelto en su dignidad
como en mi brillante sudario, y herido por delante, en medio del corazón, donde jamás
se había albergado el miedo. Su último pensamiento fue un brote de valor y dignidad; y
la suerte quiso que aquel testigo fuese Páez, al que también hizo enmudecer la muerte…
Apenas fueron reunidos los dos Generales en el estrecho y desmantelado
calabozo, se dejó ver un soldado en la puerta, asestado su fusil al pecho de Alfaro, quien
rápidamente se puso de pié, y le gritó: “¿Qué vas a hacer?...” La respuesta fue un tiro
mortal que dió con el héroe en tierra, muerto instantáneamente.
Páez se indigna, saca un revólver que llevaba oculto en la bota, increpa a los
miserables que acababan de cometer tan cobarde parricidio, y le destroza el cráneo a un
soldado, que por desgracia no fue el matador, hiere también de muerte a otro; pero
recibe una descarga de fusilería, y cae sin vida sobre el cadáver de su Jefe, al que había
vengado (1).
Entonces se cebaron las hienas: con un pedazo de riel, de esos rieles con que
Alfaro había unido la Capital con Guayaquil, le trituraron los huesos y desfiguraron el
rostro. ¡Amargas ironías del destino! ¿Quién hubiera podido prever que se retazo de
acero, signo del progreso y engrandecimiento de la República, había de emplearse en
contra del hombre que tanto se afanó por realizar el mejor de los sueños de los
ecuatorianos, el ferrocarril tras andino?
Medardo Alfaro y Manuel Serrano murieron también instantáneamente; a Coral
le arrancaron la lengua antes de darle el golpe de gracia. La muerte de Flavio fue una
verdadera lucha: el león acorralado, se propuso vender bien cara su vida; pero,
desgraciadamente, no disponía de los medios necesarios para realizar su heroica
resolución. He aquí como describe Manuel de J. Andrade el asesinato de esta última
víctima de la coalición: “Colocado Flavio en un ángulo de su celda, a un metro de la
puerta, no le tocan los disparos; pasan los proyectiles casi rozándole el cuerpo y van a
perforar la pared, y se incrustan en ella, a pocos centímetros del beligerante en artículo
de muerte. Un famoso del Escuadrón “Llaneros de Páez”, unidad a la que pertenecen los
individuos de más baja extracción moral, los cocheros, arriesga su brazo derecho
armado de pistola, y fulmina los cinco tiros; de los que dos hacen impacto en la cabeza
del General, y lo desploman a tierra...”

(1) El que mató al General Eloy Alfaro fue el Sargento N. Segura, de la escolta que mandaba el Capitán
Yela dentro del Panóptico. Mucho tiempo después Enrique Baquerizo M. lo mandó preso a Quito, pero
desapareció del Presidio....

228 
 
Véase cómo relata estos terribles sucesos el Comandante Urbina en su
Memorándum, del que ya hice mención en uno de los anteriores capítulos. El relato es
minucioso y extenso; pero, para mi objeto, básteme copiar unas pocas líneas referentes a
lo principal de la escena, tan sustancialmente desfigurada en los documentos oficiales:
“A las 12 del día llegaron los prisioneros al Panóptico donde les aguardaba la
muerte, precisamente cuando podían figurarse que se habían librado de todo peligro.
Los presos fueron conducidos a la Serie E que está destinada a los penados con
reclusión mayor, y los hicieron subir al segundo piso.
El Subsecretario de Guerra y Estrada subieron con el Eloy Alfaro, y a poco
bajaron precipitadamente, sin duda, por la algazara que se levantó en la prevención... los
presos aglomerados en las rejas, gritaban: ¡Abajo los asesinos! ¡Viva el General Alfaro!
Estrada les impuso silencio, y tendiéndoles el rifle, les dijo: “Nadie me haga alboroto.
¡Al que diga la palabra más, lo mato!”
El Subteniente Ángel Cárdenas, subalterno del Capitán Yela en el comando de
la guardia interna, fue el primero en romper las puertas de la Secretaría, acompañado de
Segundo Salas, Vidal Velasco, Luis Arguello, José Cevallos jefe de la cochera,
presidencial, José Villavicencio el negro Segura del Batallón Nº4, Vaca cochero de
las señoras Palacios Ángel Viteri, el negro Cortez, el cabo Medina del 83, el cojo
Zambrano guardián del presidio, el jefe de guardianes Vásconez, el subjefe Julio
Vaca, el presidiario Núñez, un hijo de éste, y varios soldados vestidos de paisanos…
Este grupo invadió violentamente la Bomba, rompió por equivocación las rejas de la
Serie C, y no encontrando allí a los prisioneros, subió a la Serie E.
Abrieron la primera celdilla y Ángel Viteri gritó: “¡Aquí están, aquí están!
¡Ahora nos pagan los millones que han robado vendiendo nuestra patria!
“Viteri fue uno de los que dispararon sobre el General Eloy Alfaro, y el General
Páez contestó el disparo con su pistola y tendió muerto al asesino. Los demás corrieron
llenos de terror, atropellándose y gritando que los presos estaban armados. Por
desgracia, acudieron los soldados de la guardia interna y los mismos empleados del
Panóptico; y los asesinos se rehicieron con ese refuerzo y volvieron al ataque con
descargas cerradas, en medio de una gritería infernal.
“En esos momentos, un joven N. Martínez, que tal vez por curiosidad había
entrado, apostrofó a grito herido a los del tumulto, en estos términos: ¡”Cobardes,
miserables, asesinos, se hacen valientes con hombres indefensos!”… Por milagro salvó
la vida, pues lo maltrataron cruelmente y pusieron en un calabozo”
He ahí un testimonio de quien vio la masacré, como lo vieron todos los presos
del Panóptico: los asesinos estuvieron autorizados y prevenidos para la comisión del
horrible crimen; los soldados y oficiales de guardia, los vigilantes del presidio, es decir,
los mismos que tenían obligación sagrada de amparar y defender la vida de los
prisioneros, fueron los que los victimaron cobarde y bárbaramente, sin que nadie alzara
la mano para impedirlo. La relación del Comandante Urbina confirma así la del
Bravo, como la opinión de la señora Banda de Torresano.
Pero consuela ver que, en el acto mismo de ,1a inmolación inicua, hubiese
levantádose una voz de protesta, como para salvar honra del pueblo ecuatoriano: la
airada palabra del joven Martínez, fue el primer clamor de la conciencia pública contra

229 
 
el crimen y los criminales, la primera manifestación del anatema con que la civilización
ha marcado la frente de los asesinos.
Todos los que han escrito sobre esta escena, de horror, con ánimo desprevenido
e independiente, están acordes con lo que acabo de relatar; pero el Subsecretario de
Guerra y el Jefe de la Zona, arrastrados por su deseo de exonerar al Gobierno de la
responsabilidad, han inventado sucesos que jamás ocurrieron, que nadie ha visto, que
no han podido comprobarse de mará alguna.
“Cuando entró el General Eloy Alfaro y se cerró la puerta principal dicen los
referidos Jefes el pueblo empezó a retirarse, dejando por un momento despejado el
atrio. En el interior del Panóptico, el General Eloy Alfaro pidió un cajón para sentarse, y
que le permitieran que lo acompañara en la celda cualquiera de los Generales Páez o
Medardo Alfaro. Se estaban cumpliendo estos deseos, cuando los presos comunes
prorrumpieron en gritos y amenazas, pidiendo en tumulto, castigo para los políticos.
Pero ya el pueblo atacaba las puertas y tuvimos que acudir a defenderlas, procediendo a
poner toda clase de apoyos para aumentar su firmeza. De pedazo en pedazo, de astilla
en estilla iban cayendo las puertas, y por las roturas penetraba el populacho, no obstante
que uno de nosotros trataba de convencerlo de lo feo de su acción. Al fin, cedieron todas
las puertas, y entró la enorme poblada, sin que hubiera poder capaz de contenerla . . . El
otro de los suscritos hacía cuanto le era posible por contener al pueblo que, instigado
por personas bien conocidas por su filiación en las filas conservadoras, trataba de
avasallarlo todo. La muchedumbre entraba, al Presidio, al grito de ¡Viva el pueblo
católico! ¡Mueran los francmasones!... Circuló el rumor de que los prisioneros se
escapaban por la parte posterior del edificio, noticia que, poniendo al pueblo delirante
de indignación y venganza, hízole acudir a las murallas posteriores, invadiendo por
ellas el interior del presidio. Ni súplicas, ni amenazas, fueron suficientes para contener
al pueblo que, rompiendo las líneas formadas por la tropa, penetró también por las ya
deshechas puertas”.
Según acabamos de verlo, todo esto es un conjunto de mentiras cínicas, de
embustes de la peor especie, con los que los señores Jefes de la 1º Zona, y Subsecretario
de Guerra no han logrado sino pintarse a sí propios con los colores más negros, sin
llenar su misión de abogados del Ejecutivo.
¿Que significa eso de que los Jefes responsables de una situación terrible y
borrascosa, se entretenían en convencerle de lo feo de su acción, a un pueblo furioso
que se precipitaba como un torrente sobre el Presidio que dichos militares debían
custodiar y defender? ¿Qué significa eso de oponer, como único dique a ese torrente
avasallador, las suplicas y las meras amenazas? ¿Qué significa eso de haber recibido
órdenes de sacrificar la vida en defensa de los prisioneros, según, los mismos Jefes lo
aseguran al principio de su Parte Oficial; y luego, no desenvainar, ni por fórmula, la
espada que llevaban al cinto, para cumplir tan sagrada consigna? ¿Qué hicieron
Pesantez y Fernández para evitar el asesinato de los presos confiados a su guarda?
¡Tratar de convencer al tigre hambriento, de que era muy feo saciar su feo
apetito; suplicar a la hiena que no bebiera la sangre derramada; amenazar a la fiera
humana, en el momento del frenesí, cuando no podía oír ni atender a otra cosa que a su
furor! ¿Y no han tenido vergüenza de confesarlo bajo su firma, esos cobardes?

230 
 
Y después las mentiras ignominiosas que dicho Parte contiene, son para
enrojecerle las mejillas al más descarado.
No hubo puertas caídas, pedazo a pedazo y astilla por astilla: todos los quiteños
pudieron ver al día siguiente, intactas las puertas exteriores de la Penitenciaría, intactas
las puertas de hierro de los corredores y calabozos, intactos los cerrojos y las cerraduras;
y mal puede prevalecer la burda invención de estos dos defensores del Gobierno, sobre
el testimonio de una ciudad entera.
No hubo escalamientos de las murallas posteriores; porque esos altísimos muros
son inescalables, y el pueblo no tenía escalas ni otros medios de subir, como pretenden
los informantes. ¿Ni qué necesidad tenían de escalar murallas, si las puertas ya habían
caído pedazo a pedazo, si las tropas habían sido arrolladas, si la entrada al Presidio
estaba franca? ¿No se fijaron siquiera en que no se compaginaban bien sus diferentes
afirmaciones?
Más tarde, en una Carta Abierta, el Subsecretario de Guerra confesó que había
habido una orden terminante de no matar en ningún caso al pueblo; es decir, de no
oponerse al asesinato, de no reprimir la fuerza con la fuerza, de presenciar la inmolación
de los Alfaros, impasibles y con e1 arma al brazo. Luego, todo lo aseverado en su
Parte Oficial, sobre esfuerzos de la tropa para detener la invasión, resulta falso en lo
absoluto; y los militares que mienten de esta guisa en documentos públicos y solemnes,
bien merecen que les arranquen las presillas, como a indignos de llevarlas.
Apenas transcurridos dos años, el mismo defensor de Plaza M. J. Calle se
encargó de darle un solemne mentís al Coronel Pesantez, el 5 de Marzo de 1914, en las
columnas de “EL Guante”; diario de Guayaquil que no ha tenido otro programa que
denigrar al General Alfaro y a sus partidarios, y defender a todo trance y de todas
maneras al General Plaza. Así describe Calle la fortaleza que decimos Panóptico:
“El presidio es un enorme edificio de piedra y de ladrillo, situado a un extremo
de la Capital, en las faldas mismas del Pichincha. Su posición estratégica le hace poco
menos que un castillo roquero de los tiempos medioevales. Se reclina sobre ásperas
rocas, casi inaccesibles, que le guardan la parte posterior, y se sube a la portada por una
cuesta fatigosa, empedrada con ripió puntiagudo, no de cinco metros de ancho, que se
descuelga lateralmente por un despeñadero y se sostiene del otro lado en ruines edificios
de barro; para llegar a la puerta, se asciende a un pequeño portal por una rampa
empinadísima, que determina una especie de altozano de cuatro o cinco metros de
elevación sobre el duro pavimento de la calle.
“¡Una verdadera fortaleza! Y ahí estuvo la falta de los que entregaron los
Alfaros a discreción de la plebe enfurecida de Quito; que, dada la situación, con un
golpe de metralla, bien o mal dirigido, se pudo ahuyentar a los asesinos, y librar al
Ecuador de la expectación y responsabilidad de un crimen horrendo.
“Adentro, por un zaguán lleno de puertas, rejas y cerrojos pasa a un patio como
una; plaza, sobre la cual, en cuadrilátero, se abren los huecos de prisiones, altas y bajas,
aseguradas con otras rejas, y las varias dependencias en cuya construcción se ha
gastado una montaña de piedra y cien toneladas de hierro y de acero”.
Y en la refutación de la defensa de Rendón Pérez, de que hablé ya en uno de los
anteriores capítulos, llegó Calle a señalar a dicho Pesantez, como principal y más único

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responsable de la matanza del 28 de Enero: léanse los términos de acusación tan
formidable:
“En yendo del señalamiento de responsabilidades, bien pudo añadir, a ciencia
cierta y por confesión del sindicado, que el gran ejecutor del asesinato en masa fue
aquel Comandante Alcides Pesantez, Subsecretario de Guerra y Marina, que desamparó
a los presos en el recinto del Panóptico, retirando el batallón que los resguardaba,
cuando tan fácil, tan obvio le era ahuyentar a los asesinos con descargas al aire, o con
una carga a la culata, en una calle angosta, que parece un desfiladero; y declaró luego,
por la imprenta y sobre su firma, que él no estaba dispuesto a dejarse matar en defensa
de los Alfaros… ¡Los Alfaros sus protectores!”
¿De qué manera podría defenderse el Coronel Pesantez de las recriminaciones de
sus misinos amigos de ayer, de los mismos que lo empujaron al crimen y a la deshonra,
y que después pretendieron echar toda responsabilidad exclusivamente sobre sus
hombros?
La mentira ruin, la trapacería indecorosa, la ficción ridícula, no salvan, sino
más bien aumentan la negrura del delito, prueban alma villana y cobarde, alma
degradada y avezada a la iniquidad ¿por qué mintió y se acanalló el Coronel Pesantez,
cuando existían millares de testigos que podían contradecirlo de manera terminante?
Tampoco vale la excusa de que recibió orden de no oponerse a la perpetración
del asesínalo; porque un soldado de honor, un hombre de corazón y limpia, conciencia,
muere antes que obedecer órdenes inicuas. Y mayormente, dados los deberes de
gratitud que él tenia para con el General Alfaro, su segundo padre.
En efecto, hubo esa orden de no oponerse ala voluntad del pueblo, de no
rechazar la fuerza con la fuerza, de no hacer uso de las armas contra los asesinos: tanto
que unos soldados del batallón “Quito” que dispararon unos tiros al aire, delante del
Panóptico, fueron reprendidos por su Jefe, quien había recibido también la orden
susodicha.
En la defensa del General Plaza, pág. 269, se confiesa lo mismo, en los
siguientes términos claros y precisos;
“En algunos de los telegramas del Ministro de Guerra, se halla expuesto un
criterio semejante al que motivó la orden a que se refiere el Subsecretario de Guerra;
orden que se hizo obedecer al Batallón “Quito”, en momentos en que iba a repeler el
asalto a la Penitenciaría y mantener sus líneas que arrollo después el pueblo. Antes de la
llegada de los prisioneros de Huigra a Quito, el público sabía las ideas expresadas por
cada Ministro en un Consejo de Gabinete, en orden a las medidas que debían adoptarse
a fin de librarlos de las anunciadas venganzas del pueblo. Las medidas fueron: la
entrada nocturna y por caminos poco transitados… pero, en ningún caso, disparar contra
el pueblo que agrediese, ni emplear otro medio de fuerza que garantizase eficazmente
la seguridad individual de los prisioneros de guerra...”
Como nadie le ha contradicho al defensor del General Plaza, no puede dudarse
de que se impartió aquella orden inicua de favorecer con la inacción de la tropa, el
asesinato alevoso de los prisioneros; y tanto más, cuanto que corroboran el pasaje que
he copiado de “Páginas de Verdad”, muchos Jefes y Oficiales que recibieron la
antedicha consigna, y aun los centinelas a quienes cita el P. Bravo en su relato. Luego

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no es cierto que se trató de impedir la inmolación de los Generales vencidos; porque,
si se azuzó al pueblo, si se le enfureció de todas maneras, si se inculco en su mente la
idea de ejercer una justicia popular; si se preparó, por otra parte, una gavilla de
asesinos, reclutados en las más bajas escalas del vicio y la degradación, y se los colocó
de antemano en el lugar del infame sacrificio; si la fuerza pública, preferentemente
llamada a salvar a las víctimas, recibió orden expresa y perentoria de dejar obrar con
toda libertad a los agresores que se presentaran, es incuestionable que se quiso la
victimación de los presos, a su llegada a la Capital. Sólo que se resolvió cometer el
crimen por medio de la perfidia más refinada, ocultando el rostro y la mano de los
verdaderos asesinos, arrojando toda la responsabilidad sobre la masa del pueblo; y
esta maquinación hábil pero execrable, ya lo he dicho, fue obra exclusiva de un grupo
de políticos depravados que dirigía la tenebrosa política de aquella época.
¿De dónde emanó esa consigna cruel, que dejaba a los presos sin protección
alguna, a merced de una turba vil de malhechores y meretrices? ¿Quién impartió esa
orden vergonzosa y criminal que los mismos Jefes suplicantes trasmitieron, desde por la
mañana, a todos los Jefes del Ejército y la Policía?
Indudablemente, de los hombres del Gobierno; puesto que, si así no hubiera
sido, lo habrían manifestado ya al público, los Ministros de Guerra y de Policía, contra
diciéndoles al General Plaza, al Subsecretario de Guerra Pesantez, y a todos los Jefes y
Oficiales que se defienden, alegando dicha orden. Puede suceder que más tarde,
disipado el temor que todavía embarga a los ejecutores de consigna tan atroz, se aclare
suficientemente este punto importantísimo; pero la responsabilidad moral, esa
responsabilidad que recoge y anota la Historia, queda ya bastante comprobada con lo
que dejo expuesto.
¿Que habían hecho los altos dignatarios del Estado en aquellas horas de
angustiosa expectación para todos los buenos ciudadanos, para todos los corazones
nobles y virtuosos?
Los Ministros Intriago y Díaz habían ido por dos veces y en la mañana, a la
Penitenciaría; y se les vio departir con Rubén Estrada y con otras personas del presidio,
como si les diesen instrucciones reservadas.
Estrada volvió a tomar más eficaces precauciones con los presos políticos; y
hasta ocultó a dos o tres, sin duda, a los mejor recomendados, en los talleres,
advirtiéndoles que no se dejasen ver de nadie.
Todo este movimiento dejaba traslucir que el Director del Panóptico preparaba
convenientemente el teatro para el drama que tan voz alta se anunciaba: y que,
deseando que el estrago no se extendiese a la turbamulta de arrestados políticos, los
aislaba en un ángulo del edificio, a donde no había de penetrar más tarde el populacho.
Muchos secretos de Estado debió haber poseído el Director Estrada, pero su
prematura muerte, acaecida a raíz de la tragedia de Enero, ha sepultado esos importantes
secretos en la impenetrable lobreguez del sepulcro...
El Comandante Urbina ha escrito lo que sigue, en el Memorándum ya tantas
veces citado:
“Estrada, muy por la tarde, abrió la Serie en que estábamos detenidos, y se
quedó buen rato comentando el funesto acontecimiento. No faltó quien le increpase su

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desidia, y él contestó? “¿Que querían que hiciera, si la guardia fue la primera en romper
las puertas, y hasta escaparon de matar a mi mujer con un disparo?”
“Pero, Comandante le contestamos si usted nos hubiera permitido contribuir a la
seguridad de los presos, como se lo pedimos, nada habría sucedido y no pesará sobre
usted una responsabilidad tan grande”. A lo que él nos contestó: “Voy a mostrarles las
órdenes terminantes que tengo al respecto”; y nos leyó una nota, en la cual se le
ordenaba que, bajo ningún aspecto, ejerza hostilidades contra el pueblo, y que por el
contrario, le deje absoluta libertad”.
¿Qué se hizo aquella nota en que el desgraciado Estrada fincaba su futura
justificación? ¿Existe en los libros copiadores del Ministerio ese documento que
plenamente confirmaría la responsabilidad del Gobierno?
Muy fácil es comprender que se habrían apresurado a borrar aun las más ligeras
huellas de nota tan reveladora; aprovechándose de esa prematura muerte de Estrada,
hasta hoy no muy clara ni satisfactoriamente explicable...
Freile Zaldumbide, como ya lo hemos visto, fingióse enfermo desde la víspera,
y cerró y tapió sus puertas para todos: concedida la sangre de su benefactor y de sus
antiguos amigos, cayó en ese anonadamiento moral propio de los espíritus débiles, y no
quiso ver ni hablar a nadie.
Para el Ministro de Gobierno y Policía, fue el 28 de Enero; un día de furor y
crápula; y se le vio pasear en carruaje oficial, como reanimando y sosteniendo con su
presencia la ira salvaje de los asesinos. Hasta tuvo la osadía de concurrir al Ejido,
durante la incineración de los cadáveres, según lo atestigua un viajero inglés en un
reportaje que publicaron varios periódicos extranjeros.
Intriago afirma que se retiró a los cuarteles para revistar las tropas de la
guarnición y evitar que saliesen a las calles; cuando precisamente convenía sacarlas para
contener con ellas a esas hordas de bárbaros que se entretenían en profanar cadáveres
humanos y arrojar así una mancha indeleble sobre la República.
Si Octavio Díaz fue uno como Henriot de esta jornada, que mezcló el vino con la
sangre de sus víctimas; Federico Intriago desempeñó un papel peor, si cabe, retirando
todo obstáculo al populacho que se saciaba con la palpitante carne de los hombres más
ilustres del radicalismo ecuatoriano.
Carlos Tobar no compareció en la escena, como si hubiera puesto sumo interés
en ocultarse mientras cesara la lluvia de sangre; e hizo valer ese ocultamiento como
prueba de su inocencia, cuando llegó la hora de las mutuas recriminaciones.
¿Dónde el varón recto en esa caricatura de Gobierno, que fuera capaz de salir
por la ley y la justicia; un hombre de bien que tuviera el valor y la abnegación de
enfrentarse con los perversos y tomar de su cuenta el amparar y defender a inermes y
desvalidos presos, aunque los juzgase por los más grandes criminales?

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CAPITULO XIV

LA PROFANACIÓN

Los soldados que asesinaron a los prisioneros, cumplieron exactamente la


consigna de sus superiores; pero faltaba todavía taparle más repugnante del drama, la
que se había reservado para la chusma conservadora y fanática, para las mujeres
públicas y los congregantes, a quienes correspondía vengar la causa de Dios y su
iglesia…!
Consumada la victimación, varios asesinos llamaron desde el atrio de la
Penitenciaría, a la muchedumbre adoctrinada para el caso, y que se hallaba todavía a la
distancia de cincuenta o cien metros; y a ese llamamiento contestaron prontamente los
que sabían que era preciso cebarse en los inanimados cuerpos de los radicales, para
cumplir con la santa religión de Jesucristo…
La chusma de vengadores de la clerecía, se destacó de la masa del pueblo y.
avanzó para ejercer su sacrílega tarea; y en ese momento el Capitán Abril y varios
soldados del Batallón “Quito” se aprestaron a repeler con la fuerza aquella invasión de
chacales, y aun dispararon algunos tiros al aire, con el fin de intimidar a los invasores.
El Comandante Luis Cobos Chacón, Primer Jefe del referido Batallón, reprendió a los
subalternos que intentaban cumplir con su deber; recordándoles la orden superior
expresa de no hacer uso de las armas contra el pueblo.
Adelantáronse sin obstáculo los profanadores susodichos, y penetraron al
Presidio por entre las filas de la impasible guardia, como se había previsto.
La venganza política había terminado con la muerte de los prisioneros; y
principiaba la venganza del fanatismo religioso, esa venganza que no respeta ni los
inanimados restos del enemigo.
La Iglesia Católica es la única que se venga en los muertos dice un gran filósofo;
y la Historia depone en favor de esta tesis, acumulando innumerables pruebas de la
ferocidad con que siempre han procedido los llamados defensores de la fe.
En los pueblos cultos y adelantados, donde la conciencia es prácticamente libre,
donde la ciencia ha destruido las supersticiones y prejuicios teológicos, donde la
tolerancia es una realidad, ya casi no respira el fanatismo; y el relató de sus pasadas
atrocidades robustece la prevención general contra los embaucadores de las naciones,
contra los que se han constituido en verdugos de la humanidad, en nombre del Cristo y
de su Iglesia. Pero en los países dominados aún por el monaquismo, en países que son
todavía un feudo del Papa, en países desventurados como el Ecuador, que viven la vida
tenebrosa de la Edad Media, el fanatismo es omnipotente, incontrastable, absoluto. La
vida y la honra, la libertad y la fortuna, todos los derechos y aspiraciones del
hombre, los destinos de la Nación y las prerrogativas de la familia, la inteligencia y la
voluntad, todo está en manos del clericalismo y sus secuaces; y quien se atreve a
rebelarse contra este poder que se dice sagrado, bien puede darse por perdido sin
remedio, porque el rencor religioso no olvida ni perdona jamás, porque ese rencor
inextinguible, persigue a sus víctimas asta el otro lado del sepulcro, con crueldad que
espanta y aterra. El fraile cree que Dios no está suficientemente vengado con la

235 
 
inmolación del hereje, del masón, del liberal; sino que, para satisfacer por completo la
justicia divina, es menester cortar en trozos el cadáver maldecido, triturarle los
huesos, escarnecer el polvo inanimado, destruirlo en la hoguera, y todavía aventar esas
cenizas. Ministros del terrible e implacable Jehová, no conocen la misericordia: su
misión es maldecir y degollar, destruir el cuerpo y condenar el alma de los que
califican como enemigos de Dios.
Todo les es permitido para cumplir esta santa misión: la calumnia, el dicterio, el
anatema, el asesinato, la pira, todo para satisfacer la divina venganza!... No hay
monstruo peor ni más formidable que el fanatismo religioso; y este monstruo habíase
aliado con otros monstruos voraces e insaciables, como son los odios políticos y las
ambiciones desenfrenadas, para eliminar a los Alfaros, cueste lo que costare.
Alfaro había dado golpes terribles de piqueta en el alcázar del fanatismo, hasta
abrirle brecha, desmoronado, arruinarlo; y, de consiguiente, debía morir como todos los
perseguidores de la Iglesia, para escarmiento de herejes y liberales, para que se viera
que el castigo de Dios no falta. Blasfemos y sacrílegos, hacen intervenir a la Divinidad
en todos sus propios crímenes; y cuando han herido a su adversario, pretenden engañar,
y aun engañarse a sí misinos, afirmando que es el rayo del Cielo el que ha caído, para
vengar la causa santa de la Religión.
Y los soberanos que el dominico Jacobo Clemente o el jesuita Ravaillac
asesinan; y los pensadores y sabios que los fanáticos persiguen y hacen morir en los
suplicios más atroces; y las víctimas de todos los crímenes fraguados en la oscuridad del
templo, para detener el progreso humano, pasan a aumentar la nómina de los
perseguidores de la Iglesia, a quienes la misma mano de Dios ha destrozado!...
Pero, no hacen cuenta jamás de los perseguidores del buen sentido, de los
perseguidores de la libertad humana, de los perseguidores de la moral y la ciencia que, a
pesar de ser católicos y apostólicos romanos, han caído también bajo las garras
destrosantes del pueblo, o bajo el puñal del asesino. ¿No será también Dios el vengador
de la humanidad ultrajada por los tiranos que dicen campeones de la religión? Para
ser lógicos, debieran los clericales hacer también mención de esta especie de
perseguidores del humano linaje, real y verdaderamente merecedores de un castigo
divino, por sus iniquidades contra los designios mismos de la Providencia, en orden al
perfeccionamiento de la raza humana. ¿Por qué han sido asesinados tantos romanos
Pontífices viciosos o adversarios de la libertad de los pueblos, siendo como eran los
maestros de la fe católica? ¿Por qué han sido asesinados inquisidores celosísimos, como
Pedro de Arbúes, siendo los expurgadores y guardianes de la verdadera doctrina? ¿Por
qué cayó García Moreno, partida la cabeza a machetazos, siendo el adalid de la
Religión y del Papa?
Si en la muerte de los unos se conoce la mano de Dios, no hay razón para que no
se la vea en la muerte de los otros; o es que la Divinidad dirige únicamente el brazo de
los que asesinan a los adversarios de la superstición y el fanatismo; lo que equivaldría
a sostener que la Omnipotencia está a disposición de frailes y devotos, como vil
instrumento de venganzas. Pero, la creencia de los fanáticos, absurda e inaceptable por
cerebros ilustrados, es ésta; y, por tanto, era indispensable que se extremase la justicia

236 
 
divina en Alfaro, perseguidor de la Iglesia, como se había extremado la justicia
popular en Alfaro, enemigo del General Plaza y del Gobierno de Freile Zaldumbide.
El clero ecuatoriano vio en la tragedia de 28 de Enero, la mano de Dios, un
nuevo y elocuente ejemplo de la muerte de los perseguidores: la prensa católica ha
sostenido, y sostiene hasta ahora, la misma especie, impía y absurda; y el vulgo devoto
se dejaría hacer pedazos, antes que renunciar a su creencia de que Jesucristo
mismo se vengó de los Alfaros. El ex-Fraile Bravo, al que he citado varias veces,
participa de esta fe en la venganza divina; y en su relato - defensa, dice:
“La Providencia Divina que así como los exaltó en vida a los Caudillos del
Liberalismo Ecuatoriano, colmándolos, con mano larga, de honores y de glorias;
poniendo a su disposición innumerables medios con que pudieran hacer el bien y labrar
la felicidad propia y la de nuestra desventurada Patria; así mismo permitió que ellos en
castigo de su rebelión, fueran acaso los primeros que se atosigaran con el fruto
cosechado después de diecisiete años de labor impía, al par que antipatriótica,
empleados en descatolizar y desmoralizar al antes sufrido, pacífico, generoso y católico
pueblo quiteño. El pueblo de 1912 no fue, no es ahora tampoco lo que había sido hasta
1895… ¿Quién, lo ha maleado? ¿Quién lo ha pervertido? ¿Quiénes lo exasperaron el 11
de Agosto de 1911 y el 28 de Enero dé 1912?... Respondan los Caudillos y próceres del
Liberalismo; confiesen los traidores del 28 de Diciembre de 1911; compruébenlo el 25
de Enero en Guayaquil; y en Quito el 28 de Enero de 1912; y consígnelos con caracteres
de sangre la Historia de la Patria…
“¡Hecho para mí providencial a todas luces!: en los campos de Gatazo, regados
de sangre hermana, me cupo en suerte ser testigo del encumbramiento de don Eloy
Alfaro al pináculo de la gloria el 15 de Agosto de 1895; el 28 de Enero de 1912, en la
Penitenciaría de Quito me tocó, casualmente, verlo descender a plomo, revuelto en su
propia sangre, al abismo del desprecio y del escarnio...
“¡Qué lección tan patética, para mí, de la vanidad de glorias humanas!...
“Confieso, por fin, ingenuamente, que preocupado ante todo por la suerte que le
cabría a don Eloy Alfaro, al principio; y después con el espectáculo horripilante de su
cadáver a mi vista, ni siquiera volví a acordarme de los demás prisioneros.
¡Desdichados!: ellos habían corrido la misma infelicísima suerte de su Caudillo!...
“Veinte minutos, cuando más, habrían permanecido los prisioneros encerrados
en el Panóptico… ¡En tan corto espacio de tiempo se había consumado un gran crimen;
de lesa civilización de lesa humanidad quizá! ¡No lo niego; confieso ingenuamente que
sí... ¡Empero, la Providencia Divina no necesitaba tan poco de tanto, para ostentar el
terrible rigor de su Justicia!”
Verdaderamente son impíos estos frailes; porque atribuirle a Dios crímenes tan
espantosos, allá se va con negar su infinita misericordia y santidad, para convertirlo en
inicuo inspirador de más detestables malhechores. Y el P. Bravo se contradice, se
muestra ingrato con Eloy Alfaro; puesto que, en otro lugar de su escrito, elogia la
religiosidad de aquella noble víctima, y relata que siempre se manifestó propicio y
condescendiente con los Frailes, aún a riesgo de ofender a los liberales. He aquí lo que
escribe el P. Bravo:

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“Y añadía, palmeándose el corazón con la mano “Hay una providencia divina
que ve mi corazón, por esto me río de los hombres… No soy fanático, pero sí creo en la
Providencia; y porque ella conoce la rectitud de mis intenciones, por eso me ha salvado
siempre y me ha hecho triunfar en todo.”
Así se expresaba el General Alfaro en Octubre de 1904...
“Vuelvo a repetir, mientras tanto valga la verdad: yo nunca lo creí impío a don
Eloy: abundan las pruebas en pro de mi creencia; y por la espontánea confesión que
acabo de referir en esta y en la página anterior; y por tantos otros hechos que recuerdo,
tenía yo fundamento suficiente para pensar lo que pensé el 28 de Enero, y creerle digno
de la absolución sacramental...
“...Varias veces durante su primera administración me vi precisado así tal como
suena la palabra a hablar con el General Eloy Alfaro, sólo por obedecer a quien podía
mandarme como superior y por exigirlo así el deber en que estaba, de velar por los
intereses de la Comunidad Merendaría, confiados a mi cuidado (en calidad de Rector
que fui del Convento Máximo de Quito desde el año 1897 hasta 1901); los cuales, como
no ignora ningún ecuatoriano, principiaron a correr peligro junto con sus legítimos
dueños desde la transformación radical verificada por los del Litoral de la República en
Junio de 1895. Más, en gracia de la verdad, y ya que se ofrece la ocasión (sobre todo,
ahora que para los liberales del día y aún para los mismos que se jactaban antes de ser
alfaristas, es un crimen hablar algo en pro del General Eloy Alfaro) séame permitido,
digo, declarar que dicha General no se portó nunca hostil con los mercedarios, a lo
menos en privado y como apreciador personal de la Comunidad; antes bien,
recibiéndonos siempre con afabilidad, despachaba favorablemente y de buen grado los
reclamos y quejas con que acudíamos a su despacho; y esto, aún con menoscabo de su
reputación de Caudillo del Liberalismo, puesto en tela de juicio, a causa de su recto
proceder con nosotros, por los ultra-liberales de entonces a par que serviles aduladores y
esbirros del mismo General…”
“Por qué entonces el furor y la venganza de Jesucristo contra un anciano
protector de los frailes y sumamente religioso? Lógica y justicia, sensatez y buena fe,
verdadera religión y moralidad, faltan absolutamente en casi todos los escritos del clero
y del bando llamado defensor de la Iglesia.
Prosigamos el interrumpido relato.
Cambiados los actores, el degüello se trocó en orgía de hotentotes: las furias de
burdel y los chacales de sacristía, desnudaron a las víctimas, las mutilaron
vergonzosamente, saborearon la carne que palpitaba y la sangre que humeaba todavía,
se disputaron y hasta hirieron por las joyas y desgarrados vestidos de los mártires; y por
fin, arrastraron los cadáveres por las calles, de Quito, con aplauso de ciertos devotos y
devotas, sin que la autoridad hiciese nada para contener semejante Desborde de
canibalismo. Dejáronse ver algunos sacerdotes junto a los destrozados cadáveres,
palmoteando y riendo con escándalo de la gente civilizada. La turba de arrastradores
ensordecía las calles con los gritos de ¡Viva la religión! ¡Mueran los masones!; mientras
ostentaban, a manera de estandartes de la barbarie, trozos indecentes de carne, atados en
pértigas; mientras se arrojaban entre sí, en juego infernal y sacrílego, los miembros
cortados de las víctimas, la inmoralidad hizo lujo de nauseabundos extremos, hasta en la

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colocación de los cadáveres en las piras del Ejido... Corramos un velo sobre hechos que
serán nuestra sempiterna vergüenza y que constituyen un crimen de lesa humanidad.
El ensañamiento en las víctimas, la mutilación vergonzosa, la incineración,
venganza propia y conocida de frailes: el auto de fe del 28 de Enero, por sí mismo está
delatando a los criminales, y señalándolos a la justicia de la Historia, única que castiga
iniquidades tan espeluznantes. Los hombres del Gobierno asesinaron a los prisioneros; y
el fanatismo conservador profanó y quemo los cadáveres, como lo ha hecho siempre con
los restos de los reformadores.
Pero, ¿quiénes, fueron los que dirigieron la turba canibalesca, los que instigaron
al populacho devoto para acción tan inhumana y deshonrosa?
No estuve en la República; y voy a ceder la pluma a los extranjeros que
presenciaron tantos horrores, y que acusaron ante el mundo civilizado a determinadas
personas, sin que ninguna de estas se haya atrevido a contradecir a ésos desapasionados
acusadores. Los escritos de esos extranjeros han sido reproducidos en todas partes; y la
acusación ha tenido un eco mundial; ¿por qué han guardado silencio los acusados, por
qué, no se han defendido porqué ni siquiera han negado hasta ahora los terribles cargos
que se les ha hecho por la prensa? Este significativo y absoluto silencio, es una
confesión; es el reconocimiento: tácito de que no existen razones ni pruebas que oponer
a las afirmaciones de los acusadores.
He aquí lo que el escritor colombiano Manuel de Jesús Andrade, dice en sus
“Páginas de Sangre”, Capítulo V:
“Reemplaza a Sierra el comerciante Gabriel Unda… Luego le acompaña
Antonio Cevallos Hidalgo, propietario de la Peluquería Francesa… Asumen la
jefatura. Llaman, excitan, animan, encienden a la turba con voces, con el sombrero y
con gestos, con ademanes y gritos… ¡Falta Flavio! grita un bandido. Yo conozco la
celda grita un chicuelo, un lobezno. Al primero que entra, un pistolazo en la cabeza, un
tiro de pistola que le hiere en buena parte; y afuera, afuera el bandidillo Costales...
Nadie más se atreve a entrar, ni los comerciantes Salvadores, dueños de “La Violeta”
(un almacén) que fueron con un soldado del “Marañón”, los primeros en dispararle a
don Eloy, los primeros en ungirle con el óleo del martirio… Entonces si ¡valientes!
puñetazos, cuchilladas, culatazos en la cabeza, diversión que tomaron los inmortales
Salvadores con la de don Eloy, en la marcha triunfal al campo de Marte... Llevan al
General Páez por el Hotel Continental… Baja de su casa Carlos Pérez Quiñones, doctor
en Teología y en maldad, e insigne moralista católico; felicita a los cruzados
arrastradores; les obsequia con billetes del Banco Pichincha; y les despide a jeta
chiquita… En el Ejido llegó al colmo el certamen de barbarie. Un jovenzuelo dignísimo
de Emilio María Terán... hizo con los cadáveres que no puede ni concebir la ferocidad
humana en su última potencia. ¡Lástima que no llueva fuego del Cielo! ¡Lástima que
Dios ya no se aire!... ¿Dormía Dios, arrullado por la orgía en que fueron victimados los
seis prisioneros? ¿Fuéle grata la fiesta que tuvo por remate la incineración de los
cadáveres? Y todo esto en la sede del Sagrado Corazón de Jesús!.. ¡Viva la Religión!
¡Mueran los Masones! ¡Vivan los conservadores! ¡Mueran los liberales! ¡Viva el Clero!
¡Viva el General Sierra! ¡Mueran los herejes! . . . ¡Qué tarea de matarifes! Un chiquillo
o chacalín hacía flamear en asta improvisada, la quijada con la blanca barba del General

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Eloy Alfaro. Espantosos los cadáveres, literalmente cosidos a puñaladas, descuartizados
órgano por órgano, chorreados los intestinos... Pero más espantosas esas caras con
aspavientos de buitres, de un Cristóbal Gangotena Jijón, de un Bello, de un Gabriel
Unda, de un Antonio Cevallos Hidalgo, de un Vidal Velasco, de un zapatero
Montenegro, de un Arteta, de un Araujo, de un Carlos Pérez Quiñones, de un Fernando
Pérez Quiñones, de unos Salvadores comerciantes… Dios católico, apostólico, quiteño!
¿Hay algo igual en ferocidad consiente, en la Historia de la humanidad?... En la plaza
de la Alameda, un Vidal Velasco, pidió las cabezas de los liberales... El Cura de Santa
Bárbara, Cura de buena cepa católica, fue uno de los más regocijados, en términos de
exponerse a oír reconvenciones de un joven Doctor, en la Botica Alemana del Sr.
Teodomiro Andrade. Y hablan los, pérfidos de amor al prójimo y de caridad cristiana!”
He tomado de aquí y de allí las líneas anteriores del libro del Sr. Andrade;
porque no quiero dar mucha extensión a los Apuntes que me he propuesto
escribir. Pero, en lo poco que he copiado, hay nombres propios de personas muy
conocidas, las que nada han hecho por conseguir que se las borrara de tan infamante
nómina. Todos los nombrados por el escritor colombiano que cito, son conservadores,
excepto el hijo del finado General Terán; pero no conservadores como quiera, sino de
esos devotos de divisa bendecida, de esos defensores furibundos de la religión que se
inspiran en el confesionario y en la sacristía.
Es muy digna de notarse la ausencia de los placistas en el auto de fe: los
liberales cismáticos mataron a los hombres que les cerraban el paso al poder; y
abandonaron sus cadáveres a la furia y encarnizamiento de los chacales católicos.
Andrade comete un error, al maldecir a Quito por las iniquidades del 28 de
Enero; porque la inmensa mayoría de los habitantes de la Capital, fue inocente en
lo absoluto; y miró con horrar, y execró también a la Chusma vil que tan bárbaramente
insultaba a la humanidad. Si hubo una señora de la alta sociedad que recompensara a
una meretriz, por haber hecho al cadáver del General Alfaro un ultraje inmoral y
asqueroso, no se ha de deducir que la clase elevada participaba de tan innobles
sentimientos, y que se degradó como la aludida señora. Además, esa señora vástago
de tiranos creyó vengar así antiguas rencillas políticas; y el haber el Caudillo radical
empeñándose en esclarecer crímenes históricos del fundador de esa familia.
Véase una carta de otro extranjero, dirigida el 18 de Febrero de 1912, a los
señores Dr. Demetrio Rodríguez V. y Don. Juan Clímaco Rivera, residentes en
Popayán; carta que se ha reimpreso varias veces, sin que ni el Gobierno ni sus
defensores hayan osado desmentirla. El autor de esta carta incurre en el mismo
error que el Sr. Manuel de Jesús Andrade; y me anticipo a oponerle iguales reparos en
cuanto a la inocencia del verdadero pueblo de Quito.
“Queridos amigos:
“He deseado escribirles desde hace varios días... y comunicarles por si lo
ignoran, algunos detalles de los sucesos del día 28 de Enero, de que fue teatro esta
Capital.
“Aquello constituye el crimen más horrendo de la Historia y la vergüenza de una
raza entera.

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“A los desgraciados Generales Eloy Alfaro, Flavio E. Alfaro, Ulpiano Páez,
Manuel Serrano y al periodista Coral, los trajeron directamente de Guayaquil al
sacrificio; pues la prensa de esta localidad se había encargado de atizar el incendio
contra ellos, pidiendo que les aplicaran la misma pena que a los Gutiérrez en Lima…!
“Los metieron a Quito a las doce del día domingo indicado, cuando todo el
mundo estaba desocupado y acudió a la Estación a recibir a los batallones que
regresaban de la campaña de la Costa; para lo cual, maliciosamente, se repartieron
invitaciones desde la víspera.
“La presencia de estos Generales liberales, ante el tumulto inmenso, fue una
verdadera provocación cruel y criminal, que hizo que ellos fueran seguidos de ríos de
gente ultramontana y enfurecida, de todas las clases sociales de Quito.
“En el Panóptico se había colocado, ex profesamente, una Guardia de gente
colecticia del Batallón 82, con oficiales dados de baja por don Eloy Alfaro; de modo
que la tal Guardia entregó los rifles al populacho fanático, el que encontró a los presos
metidos en las celdas, sin una navaja para defenderse... Allí fueron sacrificados de uno
en uno, de la manera más cruel y salvaje…! Entre los soldados y los curuchupas (godos
del Ecuador) les asestaban balazos y puñaladas y robaban sus equipajes, la ropa que
tenían puesta, todo, todo, hasta dejarlos completamente desnudos. El Capitán de la
Guardia, dado de baja por don Eloy el año pasado, en unión de unos cocheros conocidos
por todo Quito, mató al ex-Presidente, quien al sentir abrir la puerta de la prisión, dijo
en voz alta y con mucha entereza: “¿Qué quieren Uds. de mí?” Un tiro de rifle en un ojo
fue la respuesta; y tras el tiro, el robo de sus prendas personales y veinte puñaladas en el
cuerpo…!
¡A patadas y engarzado en las bayonetas lo Asacaron hasta la calle; en donde lo
amarraron del cuello y de los pies para comenzar el desfile patriótico de arrastrarlo
desnudo, completamente desnudo, bajo las miradas públicas, y dejando los sesos en los
filos de las piedras hasta el día siguiente que los perros y las lluvias se encargaron de
destruirlos…!
“¡Los Generales Flavio E. Alfaro y Ulpiano Páez reclamaban, en su defensa, la
acción del Gobierno, pero su voz se ahogó en el vértigo del crimen…!
“El periodista Coral gritaba que él era un escritor público, que su periódico había
sido solamente un relator de la guerra; pero vivo aún le echaron una soga al cuello y mil
manos criminales le arrastraron por toda la ciudad.
“Al General Medardo Alfaro lo asesinaron los soldados y los asaltantes en un
estrecho pasadizo; y al General Ulpiano Páez, considerado como el único militar técnico
del país, le acribillaron a tiros y a puñaladas en su misma celdilla.
“El General Manuel Serrano, persona muy acaudalada, hombre de
carácter benévolo, no tomó participación alguna en la revuelta de Montero, pero lo
encuadernaron infamemente entre los prisioneros y lo remitieron a Quito con fines
malvados hasta la exageración…!
¡Cuando la soldadesca y la turba lo iban a abalear, él gritaba: “¡Soy
inocente!” Los disparos son el eco de su voz y cayó entre ese tumulto de bandidos,
quienes se daban palos y culatazos en los pasadizos, para repartirse el dinero, el reloj y
las ropas de esa víctima verdaderamente sin participación ni culpa política…!

241 
 
A don Eloy le cortaron la barba (pera) y empatada en una bayoneta la paseó
una mujer por todas partes.
Lo mutilaron frente a la casa de Freile Zaldumbide (esquina de S. Agustín) y sus
órganos… los tiraban por la calle, como hacen los muchachos con las pelotas de
petróleo en las fiestas…
Al General Flavio Alfaro fue el último a quien asesinaron; y casi no logran su
intento, porque, a pesar de la herida de Yaguachi, se incorporó en la celda con un valor
admirable, se colocó tras de la puerta y desviaba los cañones de los fusiles en la
suprema angustia.
Al fin cayó de dos tiros; pero, como aún no había muerto, lo lanzaron del
segundo piso al primero, en donde lo ultimaron descargándole golpes con una enorme
barra; y una mujer le rompió el vientre con un puñal, y le vació las tripas…
Los cuerpos desnudos fueron arrastrados con sogas por el pueblo, compuesto
de toda clase de gentes de esta ciudad, como puede verse en las fotografías que se
tomaron de esa orgía vergonzosa. Se señalan damas que arrojaban sogas a la
concurrencia para que arrastraran a los cadáveres; los que, conducidos al Ejido fueron
quemados sobre piras de leña y petróleo. Ahí, al pie de esas hogueras, se cometieron las
profanaciones más aterradoras…
A don Eloy lo quemaron en la misma pira con Coral, colocando la cara de
este, con el trasero de aquél. Se divertían en descuartizar los cuerpos inanimados, en
pincharles los ojos, en cortarles la lengua, en buscar en sus entrañas un solaz
indescifrable!... Todo se hizo al grito siniestro de ¡Viva la religión! ¡Mueran los
masones!
En este día memorable de orgía frailuna, se registran detalles espantosos, que
parecen inventados por la fantasía de un genio infernal, pero que son la verdad pura y
palpitante de espantoso salvajismo. No me atrevo siquiera a narrarlos, porque causan
terror, vergüenza, indignación sin límites al considerar este grado de perversidad
humana…
Una canilla y un pie de don Eloy los tiene un amigo leal del difunto; porque él
pudo arrancarlos a los perros que mataban con ellos el hambre en el llano. El brazo
derecho del Viejo guerrero lo compró por un sucre, un extranjero, después que había
sido tostado por las llamas: ¡el mismo brazo que manejó una espada que le hace honor a
esta Patria, y que firmó leyes y decretos que constituyen la jurisprudencia liberal de un
pueblo!
“Concluyo esta relación, porque el espíritu se subleva de espanto y de ira, al
considerar que existan pueblos así en la tierra; y termino advirtiéndoles que es el
Gobierno actual del Ecuador, el único responsable y autor directo de esta matanza sin
nombre y sin ejemplo”
Innumerables relaciones del drama han corrido impresas, llenando de
indignación y horror a las naciones civilizadas del mundo: desacordes algunas en
meros detalles, todas están conformes en acusar a Freile Zaldumbide y sus Ministros, a
Plaza, Navarro y Sierra, a los soldados del “Marañón” y a los clericales fanáticos de
Quito, como directamente responsables de tanta iniquidad. La opinión unánime los
designa como criminales: y ha sido vano, completamente vano todo esfuerzo de su

242 
 
parte, para procurar defenderse de acusaciones tan tremendas y tan sólidamente
fundadas.
Los reos dueños de las arcas fiscales y del poder que hace enmudecer a los
testigos, han prodigado el oro, han comprado plumas venales, han prostituido la
conciencia de los jueces; pero todo les ha salido contraproducente, todo ha servido más
bien para afianzar y robustecer la acusación. Los procesos de farsa, en los que a la
postre resultan casuales los asesinatos, o en los que no aparecen los victimarios; esos
procesos infames son la prueba más elocuente de la culpabilidad de los gobernantes,
únicos que han podido transformar el día en noche, haciendo desaparecer toda huella del
crimen por medio del cohecho y del perjurio bien remunerados con el dinero de la
Nación.
Los escritos mismos de los asalariados defensores del Gobierno y de Plaza, no
han producido otro efecto que contribuir al mejor esclarecimiento de los sucesos; y se
han perdido, como alegatos sin eco, entre el clamor mundial, entre ese coro de
maldiciones contra los asesinos del 28 de Enero.
Rota la coalición por incompatibilidad de ambiciones, algunos escritores
ultramontanos han pretendido negar que el conservadorismo hubiese participado del
festín de caníbales el día 28. De ninguna manera les niego el derecho de defender, a su
Partillo, y procurar lavarlo de manchas tan ignominiosas; pero un trabajo es estéril: lo
negro no se cambia en blanco jamás, por más grande que sea la habilidad de esos
controversistas clericales. La tragedia lleva en sí misma el sello monástico de su origen:
sólo los frailes, sólo las turbas fanatizadas por ellos, sólo la venganza religiosa,
conciben y realizan actos semejantes. Mutilar, descuartizar, profanar, quemar los
cadáveres, propio de chacales de iglesia: su garra y su saña, no pueden confundirse
nunca con la saña y la garra de otras bestias feroces. Ahí están sus señales en el cadáver
de Montero, pues clericales fanáticos, enrolados en el ejército de Plaza, destrozaron al
infeliz Jefe Supremo del Guayas. Ahí están esas mismas señales, que no pueden
equivocarse, con otras, en los Cadáveres de los Alfaros, Páez, Serrano y Coral: sólo los
defensores de la religión se sacian en las entrañas palpitantes de la víctima, descubren
las vergüenzas de los difuntos y se complacen en mirar y desgarrar aquello que la
decencia y el pudor ocultan siempre; sólo los defensores de la religión han reducido a
cenizas a sus adversarios, en la creencia de que el pensamiento se consume también en
las llamas de la hoguera.
Uno de los argumentos más poderosos de los que ahogan hoy por la inocencia
del conservadorismo, estriba en la dignidad del partido católico que, en ningún caso,
podía unirse a sus tradicionales enemigos, los liberales. Cuando he leído este
razonamiento, no he podido menos que sonreír desdeñosamente; puesto que todos
tenemos a la vista la conducta nada delicada de los mejores conservadores, en esto de
participar en los despojos del Alfarismo, sin los ascos y repugnancias de que algunos
alardean. No pueden unirse a los placistas, por razones de decoro y honradez política?
¿Y cómo sucedió que hubiera tantos católicos, apostólicos y romanos, empleados
por el General Plaza; y esto, después de hallarse este hombre acusado por propios y
extraños, como uno de los principales responsables de la muerte de Alfaro? ¿Cómo
sucedió que hasta los más grandes doctores de la secta, inculcaran descaradamente esta

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unión monstruosa, indigna y oprobiante? ¿Cómo sucedió que hasta ciertos caudillos
de la causa santa, se perecieran porque el General Plaza los favoreciese con un empleo
público, una misión diplomática, o siquiera un consulado?
¡Ah! dignidad diría yo, parodiando la célebre exclamación de Bruto tú no pasas
de ser un nombre vano, en el conservadorismo!
Y cuando hablo del conservadorismo, no quiero ni puedo, hablar de todos los
conservadores: hay realmente algunos honorables y dignos; y la prueba de que los hay,
está en que el poeta Remigio Crespo Toral ha sido censurado por muchos
correligionarios suyos, con motivo de haber dicho poeta inculcado por la prensa, la
conveniencia de que los católicos rodearan, al gobierne del General Plaza, y lo
sostuvieran en el poder, procurando realizar así una evolución política… (1).
Incalificable doctrina de tan esclarecido conservador: ¿Por ventura se borran los
abismos que dividen los partidos, se igualan y confunden los principios opuestos, se
abdican. Las aspiraciones diversas, se olvidan las tradicionales y sangrientas luchas en
defensa de distintos ideales, con la mera coparticipación de los beneficios del
Presupuesto? ¿Acaso le basta a un Presidente radical y rojo, excomulgado y enemigo
de la Iglesia, dar empleos y sueldos a los defensores de la misma fe perseguida, para
quedar limpio de toda mancha y tornar a la comunión católica?...
No quiero ser yo el refutador del egregio poeta Crespo Toral; y me
limitaré a copiar lo que “El Ecuatoriano” de Guayaquil, diario clerical exagerado, dijo
en su edición del 15 de Marzo de 1913, contra la doctrina del referido vate:
“Si el General Plaza se hubiera sujetado a la republicana; prueba de los
comicios, nosotros fuéramos hoy gubernistas…: no fuéramos placistas, porque
nosotros en materia de personalismo, sólo aceptamos el del Mártir de la Cruz, bien que
a ley de grandes pecadores, nos hallemos fuera hasta de ese yugo que dirige y no
esclaviza, Pero, como el señor Presidente actual manchó de sangre ilustre (la del
General Julio Andrade) el pedestal de su poder, se nos imagina que la honradez
política, la caridad cristiana bien entendida, nos imponen, no solamente el deber de
rehuir su alianza, sino el de combatirle siquiera en la modesta: forma permitida por
nuestras flacas y aisladas fuerzas.
Se dice que, si nos cerramos en la intransigencia, no dejamos el paso franco a la
evolución ¿Evolución de qué? ¿Del crimen? Preguntamos nosotros: ¿si ha influido un
tantito siquiera en esa preconizada evolución, el que tal cual conservador haya
gobernado tal cual provincia durante el régimen liberal; y el que en alguna capital de las
mismas, ciertos conservadores hayan dado su voto por el actual Presidente?
Nada hemos ganado que sepamos, con ese arbitrio amalgamatorio; y, por el
contrario, hemos perdido en carácter… En ciudades cuyo nombre omitimos
deliberadamente, varios conservadores formaron parte de las juntas que actuaron para la
elección del General Plaza; llenaron las urnas de papeletas apócrifas para sacar
triunfante al Caudillo de Marzo. ¿Es esto evolutivo?...”

(1) Véase “la Unión Literaria”, Cuenca, Marzo de 1913, Pág. 114.

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Y nótese que “El Ecuatoriano” confiesa paladinamente la unión de placistas y
conservadores; añadiendo que éstos contribuyeron a la elevación del vencedor en
Naranjito, ora como Gobernadores, ora como miembros de las Juntas Electorales, ora
como falsificadores del voto popular; de manera que esos honrados católicos no habían
retrocedido ni ante el crimen para cumplir con su aliado!...
Únicamente se duele “El Ecuatoriano” de que estos reprobados manejos no
hubiesen influido, ni un tantito, en la deseada evolución; esto es, en la reivindicación del
poder Supremo, tras de la que se va el conservadorismo en todas sus combinaciones
políticas; porque ese poder es suyo propio, le pertenece por derecho divino, y aun en
razón de la superioridad de dicho bando sobre el liberal-radical, según el poeta Crespo
T. y sus correligionarios lo sostienen.
Y “El Ecuatoriano” agrega la reveladora y valiosa confesión, de que los que
escriben ese diario católico, habrían sido gobiernistas, si Plaza no hubiera matado al
General Andrade; lo que quiere decir que los crímenes anteriores, la perfidia de Durán,
la violación de un pacto solemne y garantizado por la fe publica, el quebrantamiento de
la palabra de honor, la profanación de las formas judiciales en el simulacro de proceso
contra Montero, el martirio de este desventurado General, la remisión de los demás
presos para que fuesen degollados en Quito, los horrores del 28 de Enero, nada
significaban para el bando conservador, ni eran un óbice para su unión con uno de los
responsables de tan grandes iniquidades.
Y recuérdese que el mismo “Ecuatoriano” acuso al General Plaza de todos
los crímenes arriba enumerados, en su “Ojeaba histórica”, publicada en las ediciones
del 31 de Enero, 2, 3, 4, 6, 7, 8, 10, 11, 12, 12, 13, 15, 17, 20 y 21 de Febrero de
1913; acusación fogosa pero razonada, llena de observaciones justas y apoyada en
documentos irrecusables. ¿Cómo han podido lo escritores de ese diario, afirmar, quince,
días después de esta acusación formidable, que habrían sido gobiernistas, si Plaza no
hubiera hecho asesinar a Julio Andrade?
No, no pueden negar los clericales la bárbara y eficaz participación del
fanatismo religioso en las atrocidades del 28 de enero; ni la satisfacción, o por lo menos,
la punible impasibilidad, con que gran parte de la clerecía y de los mejores católicos,
miró la eliminación del Caudillo radical.
Aquella sangrienta jornada, cuya ignominia se ha querido arrojar sobre todo el
pueblo quiteño, pesa por igual sobre el Gobierno de Freile Zaldumbide, el bando
placista y nuestro tradicionalismo monacal; tres factores de aquel Domingo Rojo, que
será justamente condenado y maldecido por las futuras generaciones ecuatorianas,
como ya lo es por la presente. Inútil toda defensa, par hábil y artera que sea; inútil
pretender lavar esas manchas de sangre que han marcado indeleblemente a los bandos
líticos y al religioso que actuaron en las terribles escenas del mes trágico.
Dije ya que apenas apagadas las hogueras de los mártires de Enero, los mismos
victimarios y sus cómplices comenzaron a delatarse ante ese imparcial y severo juez de
los crímenes históricos; como, si juzgaran estéril todo esfuerzo para rehuir
responsabilidades, por medio del silencio o de la porfiada negativa. Aún que teníamos
por más alejados de la aterradora escena, contribuyeron a levantar el velo, que ocultaba
a los responsables, como vamos a verlo.

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Voy a insertar casi totalmente la carta que el Arzobispo González Suarez dirigió
al Obispo de Ibarra, en 18 de Marzo de 1912; porque juzgo que este documento tiene
inmenso valor histórico, ya por la narración misma de los sucesos del 28 de Enero, ya
por la importancia del narrador; porque este documento deja fuera de toda duda, por lo
menos, la culpable inercia, la falta de claridad y de sentimientos humanitarios aún del
alto clero; porque corrobora y justifica mis conceptos relativos a la conducta del Jefe de
la Iglesia ecuatoriana, en el Domingo Rojo; y en fin, porque tal Carta constituye una
como autoacusación del referido prelado. Esta carta fue publicada por la Curia de la
Arquidiócesis, en el “Boletín Eclesiástico”, inmediatamente después de la Muerte de su
autor; y dice así:

CARTA INTRODUCTORIA

“Gobierno Eclesiástico de la Arquidiócesis.- Ilmo. y Rvmo. Sr. Dr. Dn. Ulpiano


Pérez Quiñones, Dignísimo Obispo de Ibarra. Ibarra.
Ilmo., y Rvmo. Señor: Le envío la relación que V. S. Ilma. desea: ésta será la
primera carta, y la otra u otras se las remitiré conforme las fuere escribiendo.
Me parece muy necesario que estas cartas se conserven ocultas hasta después de
mi muerte, y entonces V. S. Ilma., hará de ellas el uso que su prudencia le sugiriere: no
conviene que ahora sean publicadas. Dígnese guardarlas con reserva V. S. Ilma.
De V. S. Ilma., y Rvmo., afectísimo e ínfimo siervo de N. S. Jesucristo,

 Federico, Arzobispo de Quito.


Quito, 22 de Marzo de 1912,

CARTA PRIMERA

Ilmo., y Rvmo. Señor:


Para satisfacer los justos deseos de V. S. Ilma., y para cumplir la promesa que,
de satisfacerlos le tengo hecha, escribo la presente carta, en la cual refiero como pasaron
los trágicos sucesos del 28 de Enero.
Desde el día anterior, veintisiete, que fue sábado, se esperaba en Quito la llegada
de los presos y había gran conmoción popular en contra de ellos; el domingo, por la
mañana, circuló la noticia de que ese mismo día en la madrugada, a las dos, habían
llegado, en silencio, al Panóptico.
“La víspera, a las 9 de la noche, poco más o menos, recibí yo un telegrama, en el
que la señora Colombia Alfaro de Huerta me pedía que hiciera lo posible para salvar la
vida de su padre. Le confieso a V. S. I. que la lectura de este telegrama me afligió
muchísimo, considerando que yo no podía hacer nada para salvar la vida de ninguno de
los presos.
Por la mañana, cuando salí a la capilla para celebrar la santa Misa, me fue
entregado otro telegrama: me lo enviaba el señor Agustín Cabezas, Intendente de

246 
 
Policía, y me lo dirigía el señor General Plaza, pidiendo que procurara salvar la vida de
los presos. En ese momento eran las 7 de la mañana.
“Lleno de tristeza y de inquietud quedé con la lectura; de este telegrama, y a las
8, así que hube terminado la celebración; del Santo Sacrificio, me puse a averiguar
dónde estaban los presos y cuál era el aspecto del pueblo: se me aseguró que los presos
habían llegado por la madrugada al Panóptico, y que la población se manifestaba
disgustada y enfurecida contra el Gobierno. Para descubrir la verdad, le envié un
recado al Intendente, suplicándole que me avisara dónde estaban los presos: el
Intendente me contestó que los presos no habían llegado todavía, y que llegarían
seguramente a las 11 de la mañana.
Púseme a reflexionar detenidamente que podría hacer yo en servicio de los
presos: ¿salir en persona a la estación del ferrocarril?... ¿Adelantarme yo a la puerta del
Panóptico?... El pueblo estaba tan conmovido, tan airado, tan enfurecido, que era
imprudente salir: habría sido yo faltado necesariamente por muchedumbre, que en esos
casos no da oídos sino a sus pasiones. ¿Sería prudente salir?
Se me ocurrió escribir una Súplica al pueblo, para hacerla imprimir e impresa
distribuirla inmediatamente. Como era domingo, las imprentas estaban cerradas: la
nuestra, la del Clero, no podía servirme, porque el director de ella hacía días que había
partido para Guayaquil, y estaba confiada a un oficial, el cual en aquel momento no se
sabía donde se hallaba.
Por fin, recorridas varias imprentas, se logró que el señor Mantilla, dueño de la
de “El Comercio”, se comprometiera a imprimir la Súplica. En efecto, ésta se imprimió,
y se tiraron mil ejemplares, los que se distribuyeron, sin pérdida de tiempo: quinientos
los hizo repartir el mismo señor Mantilla con sus agentes, y quinientos los distribuimos
por nuestra cuenta, Serían las 11 de la mañana, cuando la Súplica fue distribuida en la
ciudad, sobre todo en las calles donde se notaba mayor concurso de gente.
Los presos llegaron como a las 11 y inedia de la mañana, venían en automóvil,
bien escoltados. Tomaron por la calle nueva, que une la carrera de Ambato con
Chimbacalle, y caminaba con la mayor velocidad posible; llegaron al Panóptico, se
apearon, y, sin detenerse, entraron dentro y cada uno ocupó la celdilla que le estaba
señalada. Era el medio día: las 12 en punto.
Apenas se tuvo en la ciudad la noticia de que entraban los presos, acudió de
todas partes precipitadamente una muchedumbre innumerable, dando gritos terribles, En
ese momento me preparaba para salir a la Capilla y administrar la Confirmación, cuando
oí que en la calle había gran alboroto: gritaban, ¡al Panóptico!... ¡al Panóptico! Me
acerqué disimuladamente a la ventana y observé lo que pasaba…
“Como en los días de verano vuelan las hojas secas, cuando sopla el viento con
fuerza, así, me pareció la turba de gente, no diré que corría, sino que volaba,
arremolinada en torbellino, con dirección a las calles que conducen al Panóptico.
Pocos instantes después, alcancé a oír unas cuantas detonaciones seguidas de fusilería:
pregunté ¿dónde se hacían esos disiparos? y se me respondió que eran Seguramente
de la guardia del Panóptico… En esas circunstancias me acompañaba el señor Pablo
Sánchez, mi Prosecretario, a quien V. S. I. conoce: con él tuve el diálogo siguiente:
¿Oyó Ud. las detonaciones?... ¿De- dónde provenían?

247 
 
Me parece que fueron en el Panóptico.
Sin duda, la guardia ha defendido la entrada: esos disparos han de haber sido
hechos para intimidar al pueblo.
Pudo ser así; pero también la guardia ha podido ser atropellada por el pueblo; los
que están acometiendo son muchísimos: la furia del pueblo es espantosa.
Pasaría como una media hora escasa, cuando, de nuevo, se oyó gran alboroto en
la plaza: una muchedumbre incontable asomaba por la esquina de la grada larga: como
por encanto, en breves instantes, la plaza quedó henchida, repleta, exuberante de gente:
habría más de cuatro mil almas… Traían dos cadáveres: el de don Eloy Alfaro y el de
Ulpiano Páez; éste desnudo hasta la cintura; aquél del todo en cueros, enteramente en
pelota. El cadáver de Páez era arrastrado de espaldas, boca arriba; el de don Eloy, en
ese momento, no iba arrastrado por el suelo, sino me que lo llevaban al aire, como
columpiándolo: tan apiñada caminaba la muchedumbre, que el cadáver no podía
ser arrastrado constantemente (1).
“Entre esos miles de gente había hombres de todas edades, mujeres
innumerables, chiquillos, chiquillas: algunos tenían fusiles, y no había ni uno solo que
no estuviera armado, siquiera con un cuchillo; muchos llevaban banderas de diversos
tamaños, grandes y pequeñas. En los gritos se dejaba conocer la disposición de ánimo
de las gentes: Por fin, habrá paz, decían. Ya tendremos paz; Ya gozaremos de
tranquilidad muerto este facineroso, que no se cansaba de hacer revoluciones.
“Yo intenté salir para procurar recoger los dos cadáveres pero los que me
acompañaban me instaron que no lo hiciera resistí un momento, mientras
acercándome disimuladamente a la ventana, observaba lo que en la calle sucedía; y
luego desistí de mi intento, convencido de que mi presencia habría sido inútil para el
fin que me proponía, y peligrosa para mi sagrada dignidad: las gentes estaban locas de
cólera y frenéticas en su furor.

(1) Parece oportuno consignar aquí una circunstancia que la oímos de los labios del mismo Ilmo. Señor
González Suárez. En los momentos en que los cadáveres de los Generales Eloy Alfaro y Ulpiano Páez
eran arrastrados por la Plaza de la Independencia, un grupo del pueblo penetró al Palacio Arzobispal y se
dirigió decididamente a los departamentos ocupados por el Ilmo., y Rvmo. Señor Arzobispo. Al oír el
ruido, salió de su cuarto Monseñor González Suárez, y adelantándose a los del grupo, les preguntó qué
querían. A lo que contestaron: Denos S. S. Ilma. el permiso para repicar las campanas de la Catedral,
porque; el señor Sacristán Mayor (entonces el Pbro. Sr. José Miguel Meneses), no quiere permitirnos. Y
¿por qué quieren ustedes repicar las campanas de la Catedral, replicó el Ilmo. Señor Arzobispo. Por que,
contestaron, debemos alegrarnos de que hayan desaparecido los que tanto perseguían a la Iglesia. La
Iglesia no puede aplaudir esta conducta y así Uds. deben retirarse de aquí, y les prevengo que no han de
poner un dedo en las campanas de ninguna iglesia, concluyó el Prelado. No hubo, pues, repiques de
campanas en las iglesias, como pretendieron algunos exaltados”. (Nota de la Dirección del “Boletín
Eclesiástico”).

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Los otros cuatro cadáveres fueron llevados arrastrados al Ejido, por distintas
calles: todos estaban en cueros, menos el de Medardo Alfaro, el cual conservó los
calzoncillos hasta que llegó al Ejido; a Luciano Coral lo arrastraban boca abajo; los
otros iban de espaldas. Los que han visto con sus propios ojos cuanto pasó en El Ejido,
me han asegurado que allí habría lo menos veinte mil espectadores o curiosos.
“Poco después de las dos de la tarde, vino a verme el Sr. Gobernador de la
Provincia, Dr. Arteta García, acompañado del Sr. Dr. Cabeza de Vaca: “El Gobierno,
me dijo, ha hecho todo cuanto ha podido para evitar los sucesos que estamos deplorando
hoy día; el Gobierno ya no puede hacer más: tememos con mucho fundamento que el
pueblo, esta noche acometa las casas de los alfaristas y acabe con ellos: quizá V. S,
Ilma., pudiera hacer algo para evitarlo”.
Qué podré hacer yo, Sr. Gobernador, le respondí: me parece que el pueblo está
ciego de furor: esta mañana publiqué una hojita impresa, y no fue atendida mi súplica.
Su voz, sin embargo, Ilmo. Sr. Arzobispo, me repuso el Sr. Arteta, pudiera ser
escuchada por el pueblo.
Para manifestar cuan sinceramente anhelo por la pacificación de la ciudad, le
repuse yo, saldré en persona, recorreré las calles y hablaré a los pobladores para
pacificarlos. No iré solo; me acompañarán también el Ilmo., y Rvmo. Sr. Riera varios
sacerdotes y algunos religiosos. Despidióse el señor Gobernador; y yo, al instante con
mi familiar le envié un recado al Ilmo. Señor Obispo de Portoviejo, pidiéndole que se
dignara venir al Palacio: pocos minutos después vino el Ilmo. Señor Obispo; y, sin
dificultad ninguna, ofreció acompañarme. Inmediatamente mandé llamar a los Padres
Jesuitas, a los Franciscanos, a los Dominicanos y a los Mercedarios, indicando que de
cada comunidad vinieran cuatro o siquiera dos religiosos; y para no perder tiempo, salí
luego del Palacio acompañado del Ilmo., señor Riera, del señor Canónigo, Carrera, de
mi Prosecretario el señor Sánchez y del Pbro. Carlos Cadena, mi familiar: iba también
con nosotros un religioso dominicano joven, el P. Lazo, compañero del Ilmo., señor
Obispo de Portoviejo. Sería en ese momento las 2 y media de la tarde.
En la plaza mayor había mucha, gente: grupos numerosos de hombres, unos
paseándose en las veredas y en los portales; otros sentados departiendo en los bancos de
piedra; otros de píe formando círculos o corrillos. Tomé la dirección hacia la grada larga
de la Catedral, y atravesé despacio la plaza: todos me saludaban con muestras de
atención y reverencia.
El Ilmo., señor Riera había visto que un grupo numeroso tomando la dirección
de la calle del Mesón había bajado hacia la Recoleta, y era de temerse que,
engrosándose más, regresara a la ciudad: acordamos, pues, dirigirnos en busca de ese
grupo, y, por la calle del Sagrario, llegamos a la esquina de la Compañía; de ahí
bajamos rectamente hacia la calle del Comercio, y luego volteamos con dirección a la
plaza de Sucre, y por la iglesia entramos en el Convento de Santo Domingo. Los
religiosos nos habían dado alcance desde que estuvimos en la calle del Sagrario,
de modo que, cuando llegamos los dos Prelados a la plaza de Sucre, íbamos
acompañados de un cortejo respetable de religiosos, entre los cuales mencionaré al R. P.
Juan Cañarte, Superior de los Jesuitas, al R. P. Fray José María Aguirre, Comisario de
los Franciscanos y al R. P. Racines, Prior de los Dominicanos.

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Nuestra marcha fue muy lenta: desde la esquina de la Cruz de la Catedral hasta
la iglesia de Santo Domingo nos tardamos casi hora y media: las gentes se apiñaban
delante de mí y, de rodillas, pedían la bendición, exigiendo que se les dejara besar la
nano; y luego muchos se asociaban a nosotros, agrupándose en torno nuestro, de modo
que nuestro cortejo fue creciendo por instantes, y cuando entramos a la plaza de
Santo Domingo, el concurso era inmenso y apenas podíamos andar, haciendo que los
sacerdotes, con dificultad, nos abrieran camino, apartando a los circunstantes.
En el Convento de Santo Domingo me detuve como una hora; y, observando que
la ciudad continuaba tranquila, regrese a las 5 de la tarde, en coche, al Palacio.
En el trayecto de Santo Domingo hubo gritos repetidos; ¡Viva el señor
Arzobispo!, exclamaban. ¡Viva la Religión Católica!... ¡Abajo el Matonismo!... Yo
procuraba hacerlos callar y les exhortaba a, retirarse a sus casas: les pedía que se
dispersaran y que aconsejaran, en mi nombre, a todos que evitaran en adelante las
reuniones peligrosas y los tumultos populares; les rogaba y les suplicaba que se retiraran
ya a sus casas; insistí, de propósito, en que persuadieran a los demás que se calmaran,
para que la ciudad continuara tranquila.
Noté que mis palabras eran escuchadas con respeto y benevolencia: nadie se
manifestó desagradado. Se asegura que nuestra salida contribuyó, en efecto, para
restablecer la tranquilidad y el orden en la ciudad; dicen que, si no hubiéramos salido,
esa misma noche habrían sido atacadas las casas de algunos alfaristas. Una medida
tomada por el Gobierno fue eficaz; hizo cerrar todas las cantinas, todas las tabernas, y
prohibió la venta de licores. Sin esta medida tan previsiva, los desórdenes habrían
continuado.
Debemos bendecir a Dios porque todavía, el pueblo conserva respeto a los
Prelados y amor a la Religión…
Se deseaba a todo trance que yo saliera en persona a la hora en que entraban
los presos: ¿para qué?, me preguntará V. S. I. Para atribuirme a mí la actitud hostil del
pueblo contra los presos, diciendo que el pueblo se había enfurecido contra ellos
azuzado por mí: de ahí ese despecho, que en sus periódicos manifiestan ahora,
acusándome por no haber salido. Lo que deseaban era que saliera, para atribuirme a mí
la muerte de los presos.
Querían también con mí salida tener ocasión para promover un tumulto del
pueblo contra mí: entre los que formaban el mitin sangriento del 28 de Enero habían
muchos garrotes, y algunos de ellos hasta tiraban de las sogas con que iba amarrado el
cadáver del General Eloy Alfaro.
EL PUEBLO FUE INSTIGADO EFICAZMENTE CON ANTICIPACIÓN: el
domingo el Panóptico fue invadido no sólo por la puerta, sino por los muros laterales y
los muros traseros del edificio: encaramándose unos sobre los hombros de los otros,
formaron en un momento escalas improvisadas, y así penetraron dentro.
Mucho tengo todavía que decirle a V.S. Ilma.; pero, como esta carta está ya muy
larga, la concluyo aquí, ofreciéndole escribirle después, otra u otras, su pudiera.

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Con el más entrañable afecto, me suscribo de V. S. Ilma. y Rvmo. afectísimo e
íntimo siervo en Nuestro Señor Jesucristo.
Federico, Arzobispo de Quito
Quito, 18 de marzo de 1912

Examinemos a la ligera tan revelador documento, que la insensatez del


clero ha entregado a la publicidad, como para favorecer al esclarecimiento de las
responsabilidades del conservadorismo en aquella horrible tragedia, y sentar otros
sólidos fundamentos al inapelable fallo de la Historia.
González Suárez confiesa que recibió la víspera el telegrama de la señora
Colombia Alfaro de Huerta, que los lectores ya conocen; y que se afligió sobremanera
“considerando que nada podía hacer para salvar la vida de ninguno de los presos”.
Luego sabía que esos desgraciados estaban irremisiblemente perdidos; puesto que, en
caso contrario, no habría podido palpar su carencia de fuerzas y medios para
contrarrestar el destino fatal de las victimas condenadas al sacrificio. ¿De dónde
emanaba aquella inevitable y bárbara sentencia que tanto le afligía al jefe de la Iglesia
ecuatoriana? Lógico es deducir que también lo sabía; por lo misino que le era dado
pesar y comparar su propia influencia y valía con las de quienes tenían resuelto asesinar
a los Alfaros, y por esta comparación conocer su imposibilidad de emprender la lucha
para salvarlos de esa muerte irremisible.
Ahora bien, ¿cuál era el deber del sacerdote católico, del discípulo fiel de Jesús,
del abnegado pastor que ha de defender, aún a costa de la vida misma, no sólo las ovejas
del aprisco, sino hasta las extraviadas en los zarzales del mundo? Si eran los
gobernantes los que arrastraban al suplicio a sus enemigos vencidos e inermes,
González Suárez tenía la obligación sagrada de hacer todo esfuerzo para arrebatar esas
víctimas a la muerte, sin perdonar energías, elevándose hasta el heroísmo, empleando la
persuasión, hasta la súplica y las lágrimas, como en casos semejantes lo han hecho los
santos de verdad, en defensa aun de los más encarnizados persecutores de la Iglesia.
“Amad a vuestros enemigos”: he ahí el gran mandamiento, la enseña sublime del
cristianismo y, en especial, del sacerdote, del discípulo del misericordiosísimo Jesús.
¿Qué concepto tenía el Arzobispo de Quito de la grandiosa misión del pastor
católico, y de la caridad evangélica?
Y si el ruego y la energía fallaban si la perversidad de los gobernantes no se
ablandaba ni con las lágrimas del pastor, debió González Suárez denunciar el
sanguinario complot y hacer un llamamiento a los hombres de bien para que evitaran
ésa terrible ofensa a la humanidad, que será eterno baldón para la República ¿Por qué
calló, por qué se cruzó de brazos, por qué se declaro impotente en presencia del crimen
atroz que iban a cometer Freile Zaldumbide y sus cómplices, si eran éstos los que
habían resuelto irremediablemente el asesinato de los prisioneros? ¿Por que no dejó oír,
por lo menos, la airada y digna protesta, propia de todo corazón humano y virtuoso,
contra aquella iniquidad sin precedente en la historia ecuatoriana?
Y si la nefaria resolución de cometer esos actos de canibalismo, era únicamente
de las enfurecidas masas populares, la obra de redención le era mucho más fácil al señor
Arzobispo; porque lo mismo que hizo a las dos de la tarde de aquel día nefasto, cuando

251 
 
ya el crimen se había perpetrado, pudo hacer a las once de la mañana para evitarlo.
Acompañado del Obispo Riera, de los canónigos y frailes dominicos, de los jesuitas y
franciscanos, etc. nos dice el metropolitano se presentó a las amotinadas turbas; y la
tempestad amainó, se disipó así como por milagro. Esas enfurecidas muchedumbres
pugnaban por arrodillarse ante él, por obtener su bendición y besarle las manos. Todos
esos antropófagos que acababan de ahitarse con la palpitante carne de los mejores
ciudadanos gritaban a una voz: ¡Viva el Arzobispo! ¡Viva la Religión! ¡Abajo los
masones! y esta colosal ovación le hace exclamar a González Suárez, después de
referírnosla ingenuamente: “Debemos bendecir a Dios, porque todavía el pueblo
conserva respeto a los Prelados y amor a la Religión”…
Y siendo así, ¿por qué razón los obispos y el clero no quisieron amparar con ese
respeto a las víctimas del 28 de Enero? ¿Por qué rehusaron convertirse en escudo y
antemural de esos desventurados, defendiéndolos de las garras de tan devotos y
reverentes asesinos? ¿Por qué no acudieron apresurada y oportunamente en su auxilio,
para apagar el furor de las muchedumbres y desviar los golpes de los sicarios? . . .
González Suárez ha pretendido exculparse de tan criminal indolencia, alegando
el más vil y vergonzoso de los sentimientos del hombre: ¡el miedo! “El pueblo estaba
tan conmovido, tan airado, tan enfurecido dice en su Carta que era imprudencia salir:
habría sido yo faltado innecesariamente por la muchedumbre, que en esos casos no da
oído sino a sus pasiones”… ¿Qué tergiversación cabe en una confesión tan palmaria
como degradante? El discípulo abnegado de Jesucristo tuvo miedo de las turbas; el
guardián del rebaño tembló y se atemorizó con los aullidos del lobo y abandonó las
ovejas entre las zarpas de la fiera; el que debía dar la vida, por sus hermanos, corrió ante
el peligro, quebrantó cobardemente su nobilísima consigna y renegó del Evangelio de
manera escandalosa y práctica. Cobarde, por confesión propia, se ha imprimido este
prelado el estigma de los traidores que abandonan la brecha al enemigo, por salvar unos
pocos días más de triste e inútil existencia.
¿Y cómo perdió a las dos de la tarde ese cerval temor, que a las once de la
mañana había ahogado en su alma hasta los más santos preceptos y sentimientos de
humanidad? ¿Cómo fue que so de temblar ante el furor del pueblo, inmediatamente
después de haber sido asesinados los Alfaros, y pudo salir por calles y plazas,
recibiendo ovaciones de la misma multitud, que tres horas antes, lo llenaba de espantó?
Cobarde y egoísta, pastor infiel, si González Suárez ha dicho la verdad, al hablar de su
miedo: olvidó que Jesús dijo: El buen pastor da la vida por sus ovejas. Y si quiso paliar
su inacción cuasi estudiada, por medio de una falsedad, tendríamos que convenir en que
es responsable de una punible tolerancia en la perpetración de tan horribles crímenes.
Y nótese que González Suárez oye las detonaciones de fusil en el Panóptico y
no da señal alguna de alarma, como si las hubiese esperado: su dialogo con el
Prosecretario Sánchez acusa completa tranquilidad, no obstante prever “que la guardia
de la Penitenciaría ha podido ser atropellada por el pueblo…” Puede en ese momento
estar perpetrándose un atentado salvaje, de esos que infaman a toda una nación; pero el
Arzobispo no tiene, una palabra que revele compasión, un movimiento que manifieste
zozobra, un suspiro que denote sentimientos humanos y caritativos en aquel corazón de
sacerdote cristiano! Lo que en la Penitenciaría estaba sucediendo, debía suceder

252 
 
irremisiblemente: estaba acordado y lo sabía el santo y sapiente pastor, que desde la
víspera se declaro impotente para evitar tamaña iniquidad: ¿para qué mostrar dolorosa
sorpresa ni cristiana conmiseración?
Y lo más raro es que, en vez de esa natural angustia que se apodera del alma en
los momentos trágicos, González Suárez se sintiera dominado solamente por una
curiosidad malsana y reveladora de los sombríos pensamientos que cruzaban por su
cerebro en aquellas horribles circunstancias. El mismo nos pinta su criminal curiosidad
de esta manera: “Me acerqué disimuladamente a la ventana y observe lo que pasaba,
Como en los días de verano vuelan las hojas secas… así me pareció la turba de
gente…” La expectativa del prelado era por demás significativa: aguardaba algo
tremendo, pero como ya se ha dicho lo guardaba casi impasible, como se aguarda lo
inevitable, y como si nada le fuese en ello!
Iba y venía disimuladamente camino de la ventana; hasta que, después de media
hora de expectación, dice el Arzobispo que se oyó un gran alboroto en la plaza…
“Traían los cadáveres de Eloy Alfaro y Ulpiano Páez agrega el impasible narrador: éste,
desnudo hasta la cintura; aquel del todo en cueros, enteramente en pelota”…
Parécenos ver al misericordioso discípulo de Jesús, pegado a los vidrios de la
ventana arzobispal, y mirando disimuladamente aquella escena de antropófagos, como
quien presencia un suceso cualquiera, indiferente, o lo que es más seguro, con la risa
que le retozaba en los labios, ante el cadáver del Reformador, arrastrado en pelota, a los
gritos de ¡Viva la Religión! ¡Mueran los masones!
Y lo vulgar y grosero de las expresiones empleadas por el sabio historiador al
describir el arrastre del mutilado cuerpo del Caudillo radical, ese acto de horrorosa
profanación de los restos humanos que todos los pueblos civilizados tienen por
inviolables; aquellas palabras escarnecedoras y bufonescas, escogidas de propósito
para relatar un cuadro horripilante, han dejado en trasparencia completa la satisfacción y
contento que todavía, pasados en los meses, rebosaban del corazón del sacerdote que
nos ocupa.
La misma impasibilidad reveladora, la misma vulgaridad, el misma mal oculta
ironía se manifiestan en la descripción que el santo prelado hace de las hogueras del
Ejido en su Carta Segunda, al Obispo Pérez Quiñones. Léase y júzguese al señor
González Suárez:
De los seis cadáveres formaron tres grupos separados a alguna distancia, dos
cadáveres en cada grupo. Don Eloy Alfaro y Luciano Coral: don Medardo Alfaro y don
Flavio Alfaro; el General Serrano y el General Páez.
EL cadáver de don Eloy Alfaro estaba sobre el de Coral: ambos boca abajo.
Como el combustible no fue abundante, ningún cadáver, estaba enteramente quemado,
sino más bien asado o astado, aunque los habían mojado en kerosene. Alguien, que, sin
duda, se había compadecido de la desnudez completa del Cadáver del pobre General
don Eloy Alfaro, le había echado encima un paletó viejo para cubrirlo: a las siete de la
noche el paleto estaba ardiendo todavía, aunque se habían consumido ya los extremos…
Hubo una circunstancia imprevista que contribuyó a dispersar el innumerable
concurso de curiosos, que se habían congregado en el Ejido para presenciar la quema de
los muertos, y fue la fetidez insoportable que se comenzó a percibir, así que los cuerpos

253 
 
fueron invadidos por la acción del fuego; el mal olor dispersó en un instante a los
espectadores.
“El cadáver de don Medardo era el que se había quemado menos; en las tinieblas
de la noche los perros habían acudido y habían comenzado ya a devorarlo”.
¡Horror! Y este cuadro dantesco este espectáculo de ignominia este crimen sin
nombre adecuado, no fue suficientemente poderoso para conmover el alma de aquel
sacerdote, que no tuvo ni una palabra sola para condenarlo!
La Carta Tercera es un enhebrado de inepcias, en las que predomina el deseo de
sincerar una conducta indefendible. “A esa hora, pregunto yo dice ¿qué podía hacer para
salvar la vida de los presos? ¿Podía convocarse a esa hora la Junta Patriótica Nacional?
¿Era yo acaso el Presidente de esa junta? ¿Tiene acaso la Junta bajo sus órdenes algún
Batallón de soldados? ¿Ejerce alguna autoridad sobre los celadores o gendarmes de
Policía?... Se ha asegurado, y hasta por la prensa, que el telegrama del señor General
Plaza a mí, no fue sencillo sino insidioso.... Dejemos a Dios el juicio de las intenciones
de los hombres…”
¡He ahí un discípulo de Jesús que necesitaba fuerza armada y autoridad sobre la
Policía para ejercer obras de misericordia y evitar un gran crimen!...
González Suárez escribió sus Cartas como defensa póstuma que había de
publicarse después de su muerte; y por lo mismo, es demasiado extraño que no se halle
en tan solemne documento nada elevado, nada digno, nada de lo que hubiera dicho
cualquiera al hablar para la posteridad, para ser escuchado, como si dijéramos, desde el
otro lado del sepulcro.
¿Dónde la santa indignación de un corazón bien formado y recto contra aquel
desbordamiento de iniquidad y barbarie que ha puesto una marca de ignominia en
nuestra limpia y gloriosa historia?
¿Dónde la moral pura y sublime que? debe brillar siempre en los labios del
sacerdote, ora como antorcha que guía a los hombres por la senda de la virtud, ora como
rayo vengador que fulmina y castiga a los perversos?
¿Dónde la misericordia y la compasión para las desgracias del prójimo, para los
grandes dolores de la grey, para la desolación y amargura aun de los que más nos han
ofendido con sus palabras y sus obras?
¿Dónde la entereza y el valor del apóstol que anatematiza al asesino y al
malhechor sin contemplación alguna, aunque se llame Teodosio y sea dueño del imperio
romano, y lo entrega a la merecida execración universal, como infractor de las eternas
leyes de amor y justicia que ha promulgado el Creador y reproducido el Evangelio?
¿Dónde la espada divina que los servidores de Dios esgrimen sobre los
culpables, señalándolos a la mirada del mundo, coma escarmiento, para que los
crímenes no vuelvan a manchar la tierra?
¿Donde una lágrima siquiera sobre las víctimas inmoladas por el furor y la
venganza más salvajes, por la cobardía y la vileza más oprobiantes, por, la maquinación
de todas las pasiones ruines y rastraras, aunadas para infamar de la peor manera a la
República?
Cuando debía hablar con la libertad de quien quiere ser oído después de muerto,
exento ya de todo mundano temor, fuera del alcance de los opresores de la patria, desde

254 
 
las alturas de la verdad eterna y bajo el ala de la justicia infalible, González Suárez se
calla; sus reticencias y ambigüedades póstumas son como un homenaje a los asesinos de
Alfaro, ya que no una revelación elocuente de la complicidad del referido prelado y su
clero en la preparación y ejecución del crimen. Olvidóse el historiador que los
ocultadores de una maldad, los que esconden el cuerpo del delito y el nombre del
delincuente, se convierten en cómplices por el silencio; y que aquel que no reprueba una
iniquidad, debiendo hacerlo, se hace partícipe en ella, a los ojos de la moral universal.
Continuemos el examen de la primera carta del Prelado.
Apenas el Jefe del Radicalismo ecuatoriano y sus tenientes habían dejado de
existir, el ex jesuita González Suárez perdió el miedo y emprendió su paseo triunfal,
rodeado de la gozosa Frailería, en medio de los vítores y aplausos de la ensangrentada
muchedumbre que se arrastraba de rodillas a los pies de su amado pastor y le besaba las
manos, ávida de bendiciones y sonrisas ¡Viva el Arzobispo! ¡Viva la Religión! ¡Abajo
los Masones! He ahí la música halagadora que acompañaba al triunfador, según él
mismo cuenta en su carta a la posteridad.
No puede, pues, dudarse de que la saña y venganza del fanatismo religioso se
unieron a la traición y perversidad de los que se habían adueñado de la República, para
sacrificar al Viejo Caudillo de la democracia ecuatoriana. Hasta la nota que los editores
del “Boletín Eclesiástico” le han puesto a la carta del Arzobispo, prueba plenamente la
participación del bando católico en los asesinatos y profanaciones de Enero; puesto
que dichos editores refieren que el pueblo acudió al Palacio Arzobispal para pedirle a
González Suárez que les permitiera repicar las campanas, porque “debían alegrarse de
que hubiesen desaparecido los que tanto perseguían a la Iglesia…”
¡El Arzobispo no les dio las campanas para tan impío festejo: esto habría sido
delatarse; y afirman los susodichos editores que su finado prelado, al rechazar la
petición de los asesinos, les dijo que la Iglesia no aprobaba esos hechos…
Pudo tal vez haberlo dicho; pero este incidente prueba irrefutablemente que el
miedo al furor del pueblo que González Suarez alega corno disculpa de su inexplicable
indolencia era por completo infundado; puesto que sus ensangrentadas ovejas acudían a
él, mansa y humildemente, pidiéndole permiso para regocijarse con repiques de
campana por la obra meritoria que llevaban tan a buen término contra los enemigos de
la religión del clero”…
¿Qué furor ni qué posible ataque al prelado de parte de esos fanáticos que
demandaban el consentimiento de su jefe aun para cometer un nuevo sacrilegio?
¿Qué temor podían inspirar esos desgraciados que se arrastraban por el polvo
ante la púrpura episcopal y le lamían las manos al hombre que creían representante de
Dios?
No: Gonzales Suárez no pudo abrigar temor de las turbas fanáticas de Quito, ni
por un Instante: pastor y rebaño se entendían y obraban de tácito acuerdo, si hemos de
juzgar por lo que la carta póstuma deja entrever al través de su nebulosidad estudiada. Si
los asesinos hubieran tenido otro diverso pensar, si hubiéranse creído en camino opuesto
al de su obispo, si se hubieran imaginado que sus actos merecían la reprobación del
sacerdocio, no se habrían atrevido a invadir el palacio del Arzobispo, no se habrían
jamás puesto ante el indignado ministro de Cristo, que podía arrojarlos, airado

255 
 
justamente por la magnitud de la maldad cometida en esos mismos momentos, y
mirándolos con las manos tintas en sangre, y llevando como bandera los desgarrados
miembros de las víctimas, .tan ferozmente sacrificadas. ¿Era posible que el Arzobispo
temiera a esa falange de embrutecidos y devotos caníbales?
¿Era posible que González Suarez desconfiara de la credulidad y ceguera
religiosa de esa plebe, a la que el clero le había atrofiado el cerebro y aniquilado la
conciencia, por la continuada dominación de varios siglos y mediante la enseñanza de
mil absurdos que habían transformado al sacerdote y al Obispo en seres sobrenaturales y
divinos, en ministros intangibles e inviolables del Omnipotente?
“El Día”, diario de la Capital, comentó las cartas póstumas del Arzobispo,
lanzando las más terminantes acusaciones al Gobierno de Freile Zaldumbide; pues había
ya comenzado la época de las recíprocas delaciones entre los antiguos aliados contra
Alfaro. Véase lo que el referido diario dijo en su edición de 11 de Junio de 1918:
La carta, sólo ha traído como nuevo, el conocimiento de los motivos que
impulsaron al señor González Suarez a no oponer a las turbas enfurecidas y preparadas
de antemano, otra barrera que la “Súplica”, impreso vergonzante que circuló pocas
horas antes de los trágicos acontecimientos.
En el capítulo de las responsabilidades, nada nueve dice la carta, ni lo dicen los
comentarios.
Demasiado sabemos, demasiado sabe el Ecuador como se treparó la “masacre”
cómo se agudizó la venganza en el cerebro de muchedumbres ignaras, cómo se preparó
el crimen cómo José Cevallos, jefe da la cochera presidencial y principia actor en la
“masacre”, conversó secretamente con el Ministro de lo interior, doctor Octavio Díaz,
momentos antes de lanzarse al Panóptico,
“Después de todo, con haber ganado tan poco en la investigación, tal vez habría
valido más no remover el avispero con la publicación de la carta. Al señor González
Suárez le están haciendo un grave daño con esas publicaciones, autorizadas previamente
por él, unas, y otras que se publican simplemente por haber sido escritas por el gran
historiador, quizá en momentos de confidencia y abandono”.

256 
 
CAPITULO XV

DESPUÉS DE LA TRAGEDIA

El General Plaza se consumía e los más ardientes deseos de cerciorarse cuanto


antes del desenlace del pavoroso drama; y dirigía telegrama tras telegrama a sus amigos,
preguntándoles la suerte que a los Alfaros les había cabido en la Capital. El 31 de Enero
telegrafióle de Portoviejo al General Navarro en los siguientes términos: “Dígame algo
de los prisioneros que fueron a Quito: estoy impaciente de tener noticias”.
Esa impaciencia vehemente lo vendía; le obligaba a cometer imprudencias,
inexplicables en hombre tan diestro en el disimulo. Esa incontenible curiosidad reflejaba
su pensamiento y ponía al público en la pista del tenebroso secreto, que la coalición
antialfarista creía haber sepultado para siempre debajo de las mismas hogueras de el
Ejido.
En Quito celebró el Gobierno esa horrible matanza con música: las bandas
militares acudieron por la noche del 28 a la Plaza de la independencia, e insultaron la
consternación pública con las más alegres tocadas como si esas horas de duelo y horros
hubieran sido de general regocijo.
Una densa nube de sangre cubría la ciudad de los Shiris; la tristeza y el dolor se
albergaban en los corazones bien formados; la vergüenza quemaba las mejillas de los
ciudadanos honrados y dignos; bandadas de perros lamían aún la sangre de las víctimas
o oían sus tostados huesos; y Freile Zaldumbide y sus Ministros se deleitaban con la
retreta extraordinaria de las bandas militares reunidas, como si hubieran querido
interrumpir adrede aquel solemne y pavoroso silencio que había sucedido a los aullidos
de las hienas humanas, o ahogar con torrentes de alegre armonía la voz del
remordimiento que acaso se alzaba ya terrible en el fondo de su conciencia.
¿Quién ordenó aquella insultante y sacrílega retreta, en una noche de tanto
duelo, de tanta ignominia para la República? ¿Quien fue el protervo que abofeteo los
más santos sentimientos el corazón humano, de una manera tan brutal y cínica? El
Gobierno; el Ministro de Guerra, Intriago; el Jefe de Zona, Fernández; los Jefes de los
Cuerpos a que pertenecían las bandas; todos los responsables de la masacre, que no
supieron, o no quisieron, conservar la carreta hasta el último; y propusiéronse festejar
despiadada e impunemente las iniquidades cometidas.
El ex-Ministro Tobar ofreció publicar un libro sincerándose de las acusaciones
que le han dirigido aun escritores extranjeros, pintándolo como a director técnico de la
tragedia de Enero, como la única cabeza en el gobierno de Freile Zaldumbide y, por lo
mismo, mayormente responsable de lo acontecido. Y, según lo hemos visto, estas
acusaciones eran por demás fundadas y concluyentes; si hemos de juzgar de la
actuación de Tobar por los documentos oficiales publicados, por su empeño en que no
escaparan los Generales amparados por la Capitulación de Duran, etc.
El Coronel Olmedo Alfaro abunda en nobles sentimientos, a pesar de la natural y
justa indignación contra los asesinos de su ilustre padre; y en 29 de Octubre de 1914,

257 
 
escribió a persona muy legada al doctor Tobar, la siguiente carta, que publicaron los
periódicos de la época:
Distinguida señorita:
Debo agradecerle su carta, contraída a informarme de la actuación de su tío, el
doctor Carlos R. Tobar, en los trascendentales acontecimientos que tuvieron lugar en el
Ecuador, en Enero de 1912.
Dada la calidad de la víctima, no es posible abrigar predisposición, odio ni
venganza, para con las personas o colectividades, sindicadas como partícipes en la
confabulación y desarrollo de esos trágicos sucesos, y es por eso que he leído las
declaraciones del doctor Tobar, que considero importantes.
En mi concepto, todo hombre honrado que se considera inocente de un crimen
que se le atribuye, debe hacer oír su voz sonoramente, con la eficacia que requiere el
caso. Esta es la situación del Dr. Tobar; él se encuentra hoy forzado a explicar al pueblo
ecuatoriano, su actuación en el Gabinete de Carlos Freile Zaldumbide, durante la
preparación de los sucesos; a dar explicaciones de la prensa semioficial, de la literatura
oficial colectiva, referente a los hechos, de la propia oficial del señor Tobar, de sus
telegramas privados y su actitud indiferente después de los crímenes.
En estos casos la responsabilidad refleja proporcionalmente a la jerarquía y talla
moral del individuo; y es innegable que la personalidad del Dr. Tobar sobresalía en
aquellos días, por sobre la de sus colegas de gobierno y demás consejeros del Dr. Freile
Zaldumbide, y del mundo político quiteño, que intervino en esos sucesos. Es por esto
que su promesa de demostrar su conducta con datos más concretos, es una esperanza
para sus amigos; pues su silencio equivale a aceptar una situación poco envidiable ante
las generaciones presentes y venideras.
Su respetuoso servidor,
Olmedo Alfaro.

El ex-Canciller, si estaba inocente, pudo haber derramado torrentes de luz sobre


la tenebrosa maquinación de que fueron víctimas los prisioneros de Guayaquil; y tenía
imperiosa necesidad de hacerlo, si no quería que la posteridad lo comprendiese entre los
asesinos de Alfaro. ¿Por qué no lo hizo? Tuvo tiempo de sobra para hablar alto y claro,
y hacer enmudecer a sus acusadores, Fue esperado con ansia el ofrecido libro; pero, en
lugar de la deseada vindicación, llegó la noticia del fallecimiento de Tobar. Ante el
mutismo del sepulcro, no puedo sino copiar aquí algunos párrafos indudablemente
dictados por el mismo Tobar de la carta a que se refiere el Coronel Olmedo Alfaro; la
que fue dirigida a su esposa, y fechada en Barcelona, a 28 de Septiembre de 1914, como
puede verse en los diarios de aquel año, pues casi todos los publicaron, tomándola de la
prensa de Panamá:
Amiga queridísima:
Hoy te voy a hablar querida mía, de un asunto, cuya realidad es completamente
distinta de lo que cree mi amigo, el Coronel don Olmedo, influenciado tal vez por la
distancia y la calumnia lanzada contra el que menos lo merece. Quiero recordarte, como
digo, que el señor Alfaro está persuadido de muy distinta manera, en lo tocante a la

258 
 
muerte de su señor padre (que fue y será una vergüenza verdadera) y al papel que a
Carlos R. Tobar, le atribuyen sus enemigos.
Me hablaba Carlos con la verdad que acostumbra, que antes más bien sabía que
el General Alfaro le apreciaba, y trató siempre de atraerlo a su lado, y que a muy
elevados puestos trató de llevarlo más de una vez. ¿Por qué, decía Carlos, debía yo
vengarme? ¿Cuál el motivo?
En cuanto al General Flavio, dice que eran amigos; que al pasar por Panamá
llamado por Estrada, lo invitó a almorzar en unión de su hijito. Coral, dice, le era
agradecido y que le escribía a Barcelona con afecto. ¿Por qué, añade, pudo tener interés
en sus muertes?
Ni siquiera había sonado aún la candidatura de él, dice Carlos, cuando se
produjeron los acontecimientos: quince días después de estar el borrador de la primera
hoja de presentación de su candidatura en la imprenta de “El Comercio”, sin salir aún a
luz, por pedido mío al señor Mantilla.
Cuando los horrores de Enero, no había más candidato que el General Plaza.
También me contaba que, sabiendo el triunfo de Huigra, se opuso a que el
Ministro de Guerra hiciera tocar las bandas de música por las calles, considerando que
un triunfo producido por un combate entre hermanos, era más para llorar que para
festejarse. Y Navarro contestó que el público no creería en la victoria, sino se hacían las
acostumbradas manifestaciones. Yo insistía, dice, en que simplemente se publicase un
boletín sobrio (como lo redactó al fin el Dr. Díaz) en que deplorásemos las matanzas en
guerra civil. Frase que repetí a los diplomáticos, cuando fueron a felicitar al Gobierno
(sie).
Me seguía refiriendo lo que sigue: tú, amanté de la justicia te fijarás: los días 25,
26 y 27 de Enero, ni siquiera fui a Palacio con motivo de la sacramentada agonía y
muerte del hermano más querido de mi madre, y encargado de mis asuntos, es decir
negocios, desde que me ausenté del Ecuador, Alejandro Guardaras.
El domingo 28 estuve en el cementerio del Tejar, en el entierro, cuando se
oyeron los primeros tiros en el Panóptico.
Guillermo Guarderas, muy partidario de los Alfaros, temeroso de que le hiciese
daño el populacho, entró conmigo en un coche: y fue llevado por mí a una casa que él
me señalo, y al llegar a la mía, supe los tremendos sucesos.
Ahora añade: La noche de esa nefasta fecha, me visitaban numerosas personas,
para darme el pésame, cuando fui sorprendido de oír música en la plaza principal.
Indignadísimo pasé a mi escritorio, contiguo al salón, y telefoneé a Intriago, Ministro de
Guerra interino que esa noche era de luto y de vergüenza; y que hiciese cesar las retretas
militares. Me contestó Intriago que iba a telefonear a los cuarteles, y debió de hacerlo,
porque en breve cesó la música.
Cuando Plaza me buscó, para pedirme retirase la candidatura exhibida por mis
amigos, le propuse que diéramos un manifiesto firmado por los dos, solicitando cultura
en la lucha electoral, tanto más cuanto que el Ecuador acababa de ser teatro de
acontecimientos atroces. Lo redacté y lo llevé al General Plaza, quien me dijo que iba a
consultar a sus amigos, me lo devolvió firmándole; pero sin las frases duras con que yo
calificaba los acontecimientos del 28.

259 
 
Tanto crédito merece Elizalde en sus aseveraciones, que habiéndose telegrafiado
de Quito (probablemente Cabrera) a Chile, los sucesos de Marzo, atribuyéndolos a mis
amigos, Elizalde amplió el telegrama en los diarios, haciéndome responsable de la
muerte de mi compañero y amigo el General Andrade.
No he leído la publicación de Vargas Vila: según me escribe mi hijo, él creía que
el diplomático citado por éste, era un aventurero ofendido conmigo, porque no dejé
estafarme cuatro mil francos. Pero el director de la “Revue Americaine” de Bruselas,
me escribió que debía ser el mismo Elizalde, quien se había dirigido a él para la
publicación de calumnias e insultos contra mí: un pasquín le fue devuelto por
intermedio mío, con una fuerte reprimenda del referido Director.
Cómo las del diplomático, son todas las imposturas al respecto… y te repito,
dada la ausencia del Coronel del lugar de los acontecimientos, bueno es que conozca
éste una vez más la verdad, sobre estos tristes sucesos. Añade Garlitos, que una ocasión
le dijo al mismísimo señor Elizalde, en Metrópolis, porque esa era siempre su idea:
“Que el General Alfaro merecía una estatua, si concluía el ferrocarril a Quito”. Dice
Garlitos, que es digno de notarse que, mientras en el Ecuador, teatro de los sucesos,
hasta tuve muchos partidarios alfaristas, fueron Elizalde en Chile y Vargas Vila en
Europa, quienes resultaron enterados de los horribles acontecimientos realizados en
Guayaquil y en Quito en 1912.
¿Se quiere explicarlos? Nada más sencillo que la verdad. Los militares no
obedecieron las órdenes de Freile y el desastre se produjo.
Esto hija mía, es como si dijéramos pequeña, prueba; pero él puede demostrarla
con datos más concretos, su verdadera conducta, en esos horribles días.
Me despido, mi querida amiga, hasta pronto, no sin saludos para el Coronel, a
quien te pido le enseñes esta carta.
“Tu amiga que no te olvida”.
¿Tuvo el ex-Canciller otras más poderosas razones con qué demostrar la
limpieza de su actuación en el Gobierno de Sangre? Es muy dudoso que las tuviese;
puesto que, de tenerlas, las hubiera alegado en la carta destinada a la esposa del Coronel
Alfaro, mejor dicho, a la prensa ecuatoriana. A todas luces, esa carta obra del mismo
Tobar, y contiene una clara acusación a su propio gobierno y, en particular, al Ministro
Intriago, a quien increpó el salvajismo revelado por las retretas militares en una noche
de duelo y vergüenza para la Nación. Asimismo, acusa á los Jefes del Ejército que
desobedecieron las órdenes del Ejecutivo y produjeron la catástrofe.
Ésa carta refuerza, de consiguiente, los fundamentos de la culpabilidad de Freile
Zaldumbide, que cobardemente, ruinmente, inexplicablemente, se conformó con la
criminal y reiterada desobediencia de Navarro y Plaza, de Sierra y Cabrera, de la
soldadesca imperiosa y rebelde; entregándoles, como para satisfacer y contentar a los
mismos que pisoteaban sus órdenes, seis víctimas maniatadas, a las que debía
protección y amparo, en su carácter de supremo depositario del poder que la sociedad
emplea en sostener los derechos de los asociados y los fueros de la justicia.
Tobar afirmaba que el General Plaza testó y borró ciertas frases duras con que el
Canciller calificó los horrores del Domingo Rojo, en un manifiesto que ambos debían

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suscribir y publicar, pidiendo cultura en la lucha electoral, que los dos candidatos a la
Presidencia de la República Plaza y Tobar iban a empeñar desde luego.
¿Por qué borro Plaza esas frases de condenación que su competir había escrito al
hablar de las atrocidades del 28 de enero, en un documento que había de llevar la firma
de los dos pretendientes? Si estaba inocente; si veras habíase interesado en que esos
tremendos crímenes no se cometieran; si en realidad su alma que, según lo dijo a Fraile
Zaldumbide y a sus Ministros, no era de verdugo miraba con justo horror aquel
desbordamiento de salvajismo y perversidad; si no tenía ningún compadraje secreto con
los inmoladores de Alfaro; si no que antes bien deseaba entregarlos a la pública
execración para escarmiento de malhechores y asesinos; si no temía que éstos hicieran
revelaciones terribles, en represalia de ese como solemne anatema de la masacré; si, por
lo menos, deseaba alejar de sí propio hasta la sospecha de participación en tan grande
iniquidad, ¿por qué desaprovecho deliberadamente esa oportunidad de proclamar su
inocencia y declararse contra el desenfrenado cainismo de Enero, y los malvados que lo
ejercieron, causando el espanto de todas las naciones?...
Y Plaza no ha contradicho las gravísimas afirmaciones del ex-Canciller; luego es
evidente, incontestable, que el General en Jefe de Freile Zaldumbide no quiso condenar,
ni permitió que se condenara, el asesinato de Alfaro. ¿Por qué?...
El silencio que Tobar guardó durante su vida, pudiendo y debiendo sincerarse, lo
ha dejado sub judice; y la Historia no puede absolverlo sin pruebas justificativas.
¿Cómo explicar sus telegramas a los jefes vencedores en Yaguachi, encareciéndoles la
necesidad imperiosa de no dejar escapar a los generales vencidos, a los que era preciso
castigar ejemplarmente? ¿Cómo exculparlo de haber puesto su firma en el sanguinario y
bárbaro Manifiesto del Gobierno? ¿Cómo disimular su impertinente nota a los Cónsules
extranjeros, prohibiéndoles aceptar en sus respectivas naves a los jefes proscritos?
¿Corno perdonarle el haber resuelto que la Capitulación de Durán no era obligatoria?
¿Cómo desligarlo de la solidaridad que pesa sobre todos los miembros del Gobierno de
sangre? ¿Cómo explicar su permanencia en un Gabinete de criminales y antropófagos,
si él era ajeno y condenaba las atrocidades cometidas? Sin explicaciones satisfactorias
de estos capítulos de acusación, de ninguna manera puede el historiador pronunciar
sentencia absolutoria en favor de Garios Tobar.
La prensa coalicionista de la Capital, relató al día siguiente los horrorosos
sucesos del 28, como si se tratara de una representación teatral o de una función de
toros: ni una palabra de reprobación para tan inauditos crímenes, ni la más pequeña
muestra de compasión para las desventuradas víctimas.
La prensa independiente y sensata había desaparecido desde mucho antes,
perseguida por los revolucionarios del 11 de agosto; sólo dejaba oír su voz la prensa
oficial y coalicionista, interesada en extraviar el criterio público y acallar hasta las
tentativas de protesta. Así, los diarios de Quito no dieron importancia alguna a lo
sucedido: hablaron sólo de la justicia popular aplicada a los delincuentes; es decir,
reconocieron el derecho de asesinato en las turbas, aplaudieron solapadamente la
eliminación efectuad, y sentaron de este modo aciagos precedentes para nuestra futura
vida política.

261 
 
“El Comercio”, diario conservador, terminaba su revista con estas frases: “La
índole buena de nuestra pueblo, unida a las precauciones de la Intendencia, ordenando
la clausura de las cantinas, influyó decisivamente para que se restableciera el orden en
la ciudad y la calma y tranquilidad entre los moradores… pasada la excitación de la ira
popular, y dispersadas las multitudes, volvió la población a su natural calma, a la
tranquilidad más absoluta, sin que tengamos que deplorar los desbordamientos y
desmanes consiguientes, y que eran de temerse de una multitud ebria de coraje y de
indignación...”
No había, pues, pasado nada en la Capital; nada digno de que lo deplorasen los
periódicos ultramontanos: no hubo desbordamiento ni desmanes populares, como lo
habían temido los escritores de “El Comercio”; no hubo asesinatos, ni arrastre y
profanación de cadáveres, ni festín de chacales; no hubo nada que pudiera infamar a la
Patria: según este diario quiteño, las espeluznantes escenas de la víspera, no habían sido
sino una horrorosa pesadilla, un engendro de alguna calenturienta y enferma fantasía…
¡Santo Dios!, ¿qué moral, qué criterio de justicia, qué preceptos de religión, siguen y
observan semejantes escritores?
“La Prensa”, órgano oficial del General Plaza, fue mucho más lejos que los
demás papeles de la coalición: elogió a las claras la eliminación de los Alfaros; si bien,
atribuyéndole únicamente al pueblo quiteño tan memorable hazaña. Para muestra del
lenguaje de Gonzalo Córdova y más escritores de aquel diario, copiaré la siguiente
estrofa; al hablar de la cual, decía “El Ecuatoriano” de Guayaquil, que así se nos
arrastraba a la barbarie:
“Salud, tirano sombrío,
En tu desastre me pierdo
Hoy que te mueres de frío
Sin la piedad de un recuerdo,
Bajo los cielos que mudos
Contemplaron tus ultrajes,
No tienes los homenajes
De los, postreros saludos
Y en tan negro desamparo,
Y en soledad tan inmensa,
El alma dice suspensa:
Bien muerto está Eloy Al faro!...”

Ciertamente, una prensa que así insulta a un enemigo difunto, no sólo deshonra
al país en que se escribe; sino que, como decía “El Ecuatoriano”, arrastraba los pueblos
a la barbarie.
Pero, no era sólo “La Prensa” la que hablaba de esta manera: Miguel
Valverde, uno de los asesores del General Plaza, publicó en “El Globo” de Bahía, un
largo artículo bajo su firma, justificando y aplaudiendo la matanza de Quito; pintándola
como un acto heroico y glorioso de los herederos de los Próceres del Diez de Agosto,
los que nos dieron Patria y Libertad!... Y este escrito que en cualquier país civilizado,
habría llevado a su autor a la cárcel, por disociador y maestro de inmoralidad fue

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reproducido en todos los periódicos placistas, con hiperbólicos elogios; escandalizando
así a la gente moral y culta, y afrontándonos ante las demás naciones que se guían por
otros principios y otra justicia.
Algunos diarios del Guayas siguieron la corriente de los de la Capital; y casi
todos amontonaron inmundicias sobre las víctimas, como si quisiesen disminuir la
magnitud de los crímenes perpetrados, y disculpar a los victimarios.
No hubo calumnia que no se renovase y agrandase contra los Generales
inmolados; no hubo diatriba ni ofensa que no se arrojase, sobre su tumba: la procacidad
se cebó en los difuntos, despedazando su honra, haciendo girones de su buen nombre,
como los asesinos habían hecho ya con el cuerpo de esos mártires! Tras la puñalada, el
dicterio; tras el descuartizamiento, la difamación; tras del arrastre, la calumnia; tras de
la hoguera, el anatema: el odio de la coalición persiguió a las víctimas hasta en el fondo
helado de la sepultara.
Los Alfaros habían cometido tantos crímenes, que debe disculparse a sus
matadores: tal era el raciocinio de los escritores públicos coalicionistas; y para
comprobar el antecedente, escarbaron entre las yertas cenizas de los muertos,
escudriñaron la vida pública y privada de esos mártires, resucitaron todas las
contumelias y especies calumniosas que habían servido de arma de partido contra
Alfaro, inventaron nuevos cargos, y acumularon tantas acusaciones sobre los Generales
asesinados, que no pudieron ocultarse ya la mala fe y la protervia de los susodichos
periodistas.
Y aunque hubieran dicho la verdad en todo ¿desde cuándo es lícito y plausible
asesinar, descuartizar y quemar a los criminales, a quienes únicamente la ley debe
castigar? ¿Desde cuándo hemos dejado, de tener justicia, para que así la ejerza tan cruel
y bárbaramente una horda execrable de forajidos? ¿Desde cuándo hemos vuelto, a la
vida primitiva, para que se encuentre la aplicación del derecho sometida al capricho de
cualquiera?
Si los Generales vencidos habían cometido tantos crímenes, hallábanse sujetos a
la ley penal; y por lo mismo, eran sagrados hasta que la espada de la justicia los hiriese.
Sostener siquiera la atenuación del asesinato perpetrado en ellos, porque eran
criminales, es conceder carta blanca a la venganza de partido, y aun a la personal; es
erigir en juez del vencido, al adversario vencedor; es legitimar toda atrocidad en las
luchas civiles; es retrogradar a la edad de piedra, en la que la fuerza bruta era la única
ley, la única justicia. Mal sistema de defensa éste de enlodar a la victima, para limpiar al
victimario: así proceden solamente los que no tienen razones que hacer valer en favor
del defendido.
Todos los periódicos coalicionistas contenían frenéticos aplausos, apoteosis
verdaderamente insensatas, a Plaza y al Gobierno, a Navarro y aun a Sierra: éstos eran
colosos, eran héroes y libertadores, eran padres de la patria, que habían llegado al
pináculo de la celebridad y de la gloria. Y sobre todos ellos estaba pobre Freile
Zaldumbide, como le decía el ciego Vela, brillando en el cielo de la política, cual astro
de primera magnitud!...
Y tan puestos estaban estos hombres en su inapelable excelsitud, que llegaron a
convencerse de que componían un grupo de genios, de genios extraordinarios; y de que

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la sangre derramaba alevosamente en el Panóptico, era justicia, legítima justicia; el
descuartizamiento y la incineración, eran simplemente un castigo, y castigo merecido.
La voz acusadora principió a dejarse oír, tremenda como una trompeta del
Apocalipsis; pero su terrífico son no pudo todavía impresionar a ese Gobierno de
vandalismo y estulticia. Lo principal de Cali le dirigió a Freile Zaldumbide una
fulminante protesta por la inicua victimación de Eloy Alfaro; y el Encargado del
ejecutivo contestó a esa franca acusación en estos términos:
“Todos los pueblos tienen su momento de locura, y la protesta de Uds. en
nombre de la humanidad, es protesta contra ella misma, que por sus anhelos de justicia
se desborda cuando cree que ésta tarda. Contesto la protesta de ustedes”. Este galimatías
es de factura ministerial colectiva: la mano del hábil y competente Gabinete ha dejado
en este telegrama, como si dijéramos, la marca de fábrica.
Freile Zaldumbide y sus Ministros nada tenían que reprocharse: la humanidad
había atacado a la humanidad, es decir, se había suicidado por sus anhelos de justicia, y
creyendo que ésta tardaba... Esto era todo lo sucedido; y no había para qué protestar,
por tan poco! He allí la mentalidad del Gobierno de Sangre; la única explicación que
halló, al tener que dársela a ciudadanos extranjeros.
Tan persuadidos estaban los coalicionistas de que los asesinatos de Enero habían
sido un acto legítimo de justicia popular, que se prepararon en las provincias a imitar los
arrastres de Guayaquil y la Capital; y esto, proclamándolo en voz alta, designando a las
víctimas con la debida anticipación.
Cuenca es uno como reducto y baluarte del conservadorismo; y allí, dueños los
clericales de casi todos los destinos públicos, por obra y gracia del Ministro Díaz,
aprestáronse para seguir tan hermoso ejemplo; y formaron listas de proscripción, en las
que mistaban familias inofensivas, pero cuyos jefes eran alfaristas. En la Intendencia
de Policía, a cargo de un conservador, se aleccionaba ya a una docena de mujeres
públicas, para que, como en Capital, ejercieran el oficio de mutiladoras y arrastradoras.
El Gobernador era un ebrio consuetudinario, que no se daba cuenta de lo que pasaba;
por más que ya en las calles no era dable, transitar libremente; porque a los gritos de
¡Viva Tobar! los clericales amenazaban de muerte a todo liberal.
El Coronel Juan José Fierro sorprendió las susodichas listas de proscripción, en
el Despacho del Intendente, después de la cuartela de Marzo, de la que hablaré luego. Y
a esto debió aludir “El Ecuatoriano” de Guayaquil, en una de sus ediciones de Marzo
de 1912; en la que, después de hablar de mi rezagamiento en el regreso a la Patria,
cuando era de esperarse que viniera con el General Eloy Alfaro, recomienda
irónicamente a los cuencanos, que no me arrastren… “El Ecuatoriano” no quería
perdonarme mi labor de cuarenta años contra el fanatismo religioso imperante; y
respiró por la herida, sin poder ocultar su pena porque me haya rezagado y libertádome
de la hornada de Enero.
Y lo mismo que pasaba en Cuenca, si no tan a las claras, sucedía también en las
demás poblaciones: la chusma conservadora estaba resuelta a cortar los miembros
gangrenados y depurar la sociedad de una vez y para siempre. Y para llevar a buen
término tan santo propósito, reconocieron como Caudillo al Canciller de Freile

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Zaldumbide, vínculo de unión y alianza entre el Gobierno y la sacristía. Pero, no
adelantemos los sucesos, que luego me tocará hablar de este importante asunto.
La aterradora noticia de los crímenes cometidos en Guayaquil y Quilo, pasó
nuestras fronteras, atravesó los mares en alas de la electricidad, llenó de indignación y
espanto a todos los pueblos civilizados; y cayó sobre el Ecuador la protesta mundial; el
anatema de la civilización contra la barbarie, de la humanidad contra el canibalismo
reinante acá, en las quiebras y riscos de los Andes. La prensa extranjera, llena de justa
indignación, agotó el vocabulario del denuesto contra, un país, en el cual, en pleno siglo
vigésimo, levantaba su trono de cráneos humanos la antropofagia más bestial y
repugnante. Hubo quienes pidiesen a los gobiernos cultos que cortaron todo comercio y
toda relación con los barbaros habitantes de esta pequeña porción de la América
ecuatorial, y un diario acreditado de Nueva York insinuó la idea de que, en beneficio de
la humanidad, se apoderará de nuestra Republiquilla cualquiera de las Potencias
civilizadas, para educarnos y desalvajizarnos ocupándola siquiera por el lapso de
cincuenta años!...
No son para descritas la vergüenza y la humillación que devoramos los
ecuatorianos en el Exterior: llegamos al extremo de no presentarnos en los lugares
donde éramos conocidos, para evitarnos el desdén con que se nos miraba. Y tenían
disculpa plena los que con tanta severidad nos trataban: ya que el Gobierno y la prensa
ecuatoriana, a una voz, habían calumniado al pueblo ecuatoriano, asegurando que él fue
el asesino, que él fue el antropófago, a pesar de todas las medidas tomadas por oponerse
a sus instintos ferales.
Crimen de lesa Patria, semejante atroz calumnia; porque con tal decir, se colgó a
la Nación entera en la picota de la infamia.
Obra de romanos, el restablecer el buen nombre del pueblo del Ecuador,
señalando a los únicos, a los verdaderos criminales: pero, a Dios gracias, se ha
conseguido, y hemos vuelto a entrar en el aprecio de las naciones cultas.
Pueblo desgraciado, ha gemido bajo el yugo de los perversos, se ha debatido
entre sus cadenas, sin fuerza para romperlas; más, el Ecuador no ha sido salvaje, el
Ecuador no ha sido antropófago, el Ecuador no ha sido ignominia del linaje humano.
Esto lo conocieron pronto todos los pueblos cultos; y nos compadecieron, lejos de
maldecirnos como al principio.
El Coronel Olmedo Alfaro publicó una recopilación de las principales protestas
de la prensa americana y europea contra los asesinatos de Quito: el clamor de la
civilización, herida alevosa y cruelmente en el Ecuador, repercutió por todos los
ámbitos del mundo. Pero la prensa de Colombia y la del Perú fueron las que más
duramente le increparon a Plaza por el asesinato cobarde y bárbaro de sus benefactores.
Luis Ulloa, una de las plumas mejor cortadas de la República peruana,
discurriendo sobre la difícil situación de su país, después del derrocamiento del
Presidente Billinghurst, decía en “La Unión” de Lima, edición del 22 de Marzo, lo que
sigue:
“¿Que la opinión extranjera y la historia condenará la disolución del falso
Congreso? Pero qué saben de historia ni de opinión extranjera los que así hablan. Lean
los señores de la Junta de Gobierno todas los diarios de América y Europa, a excepción

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naturalmente de los inspirados por nuestras Legaciones y Consulados, y los del
Ecuador, que inspira el gran asesino Plaza: éste sí, aprobaba la finalidad de que el Perú
conserve el Congreso espurio es cierto que es gran estimulo el aplauso del inmundo
tiranuelo ecuatoriano?”
Plaza, su gobierno y prensa asalariada, eran el verbigracia de lo criminal y lo
absurdo. Y lo notable es que en el Exterior nadie se recelaba de llamar asesino y tirano
al General Plaza Gutiérrez; como si la culpabilidad de este hombre se tuviese por tan
palmaria, que estaba fuera de toda discusión en el mundo civilizado.
Las amargas palabras de Luis Ulloa si de rechazo abofeteaban al pueblo que
toleraba tiranía tan detestable no eran sino el eco de la acusación mundial, la repetición
del fallo que la civilización había ya pronunciado contra los victimarios de Alfaro.
“La Crónica”, diario también limeño, calificando de acomodaticia la moral de
los Estados unidos de Norte América, decía con fecha 26 de Abril de 1914:
¿Se dirá que Huerta merece un castigo, que los Estados Unidos hacen obra de
salubridad internacional, que la intervención es altruista? .... Ya “El Mercurio” de
Valparaíso quiere cohonestar su yankeísmo de ese modo, así como hace tres años “La
Argentina” de Buenos Aires pedía la intervención descaradamente. ¿Qué habrían dicho
esos diarios si en 1891 y en 1890 se hubiera pedido para sus respectivos países, en plena
guerra civil, aquella misma intervención? Pero, cuando Plaza, el gran Asesino
ecuatoriano, hizo estremecer de horror al mundo entero con el descuartizamiento de sus
amigos y protectores en Guayaquil y Quito, cuando esa hiena con faz humana infringió
a la América civilizada y humanitaria el más sangriento ultraje que jamás se le ha
inflingido; cuando degolló, despedazó, profanó e incineró, en las plazas de esas
ciudades, a hombres que, a pesar de todo cuanto de ellos se diga, habían sido
mandatarios y políticos visibles de una república, ¿dónde estuvo el humanitarismo,
dónde la alta misión política, dónde la filantropía, dónde el intervencionismo altruista
de los conquistadoras del Norte?... ¿Sólo la sombra del yankeemano Madero pide
venganza? La de Alfaro, no?... ¿Por qué… Es que Plaza padece también de
yankeemania, es que para ir a Guayaquil y danzar la danza del escalpelo delante del
cadáver de Montero, y para mandar encender en Quito las piras donde ardieron los
Alfaros, el humanitario Plaza, el altruista Plaza, el filántropo Plaza, salió de Nueva
York llevando en su portafolio un contrato yankee para el saneamiento de Guayaquil y
otros contratos yankees para empréstitos a tipos leoninos....
Ese el humanitarismo, esa es la filantropía de los interventores la Casa Blanca…
El General colombiano Sánchez Núñez testigo presencial de los crímenes de
Enero escribió su abrumante libro “Fuego y Sangre”, en el que no se limitó a lanzar su
airada acusación contra Plaza y el Gobierno, sino que llegó a herir la dignidad de la
nación misma, que a tales malhechores soportaba.
Y la pluma ígnea de Vargas Vila, de ése terrible fustigador de los tiranos
indoespañoles, exhibió al General Plaza, en “La Muerte del Cóndor”, como el único y
verdadero responsable de la muerte de Eloy Alfaro y sus Tenientes. Acusación tan
franca y formidable, halló eco en la conciencia mundial; y está todavía resonando, como
un llamamiento inaplazable al acusado, ante la justicia de la Historia, que no se ablanda,
que jamás se tuerce, que no se engaña nunca.

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¡Cuánta vergüenza y baldón para el pueblo que ha sido gobernado por un
hombre sobre quien pesan tan graves acusaciones!... ¿Por qué no se ha lavado el
General Plaza de esas manchas, siquiera para evitarle a la República, el oprobio que
tantos escritores extranjeros han echado sobre ella? ¿Por qué no ha entregado a la
justicia a los asesinos, para que el condigno castigo deje limpia la reputación del pueblo
ecuatoriano? ¿Qué podríamos responder ahora a la general observación, de que cada
pueblo merece su suerte?
Mientras los buenos ecuatorianos trabajaban asiduamente por vindicar el nombre
de la Patria calumniada, los escritores de la coalición adoptaron el más estúpido medio
de defensa: insistieron en difamar a las víctimas, en presentarles como merecedoras de
la suerte desgraciada que les cupo; y luego, alega ron las atrocidades cometidas en otros
pueblos, para disculpar y legitimar las del 25 y 28 de Enero en el Ecuador.
En la Revolución francesa se degolló, se ultrajó a los cadáveres, se bebió sangre,
luego el Ecuador, al ejecutar lo mismo, no ha hecho cosa digna de escándalo y
reprobación universal.
Los Gutiérrez en Lima fueron matados por el pueblo y colgados de una horca;
luego, los ecuatorianos no tenían por qué ser censurados por nadie, menos por la prensa
peruana.
¿Cómo pudieron creer que este raciocinio absurdo había de limpiarnos de las
horrorosas manchas qué nos había imprimido el canibalismo de Enero? ¿Con qué,
porque las tribus del Centro de África degüellan a sus prisioneros y se los comen
asados, podemos hacer lo, mismo con los nuestros? ¿Con que, porque en tal casa se ha
matado al padre, se ha ultrajado a la madre, se ha violado a la virgen, podemos hacer
también lo mismo en la nuestra, sin que nadie pueda echárnoslo en cara? ¿Qué lógica es
esta? ¿Qué moral es ésta? ¿Qué defensa es ésta?
Si los clericales nos hubieran dicho a los liberales: “No extrañéis nuestra
conducta, porque hemos querido guardar la tradición de la secta, y proceder conforme a
nuestros usos y costumbres”: menos absurdo, y habríamos podido oírles, aunque
indignados, la prueba de que el bando monástico no ha cambiado en un ápice, desde los
tiempos del degüello de Beziers, de la noche de San Bartolomé, del Concilio de
Constanza, de los autos de fe y otras iniquidades de factura eclesiástica. Pero, recordar y
alegar; semejantes barbaridades, para rechazar las acusaciones que la civilización nos
dirigía por las masacres de Enero, es el colmo de la estulticia: esos defensores le
perjudicaron más al Ecuador, que el Gobierno de Freile Zaldumbide, cuando, oficial y
temerariamente, lo calumnió ante el mundo.
Sin embargo, la protesta mundial despertó la conciencia de los hombres del
poder, y se aterrorizaron de verse bañados en sangre, y señalados por la voz unánime de
los pueblos como asesinos y bárbaros. Desde entonces principió la acusación recíproca,
la defensa precipitada, el lavarse las manos a competencia; y los que alas habían
elogiado la justicia popular, procuraron no quedarse la zaga, en lo de maldecir a los
victimarios y condenar el crimen.
El entusiasmo de los futuros linchadores de provincia, helóse como al soplo de
repentino cierzo; y las manos ya levantadas para herir, se bajaron y escondieron. Todos,
todos comenzaron a reprobar el sistema de eliminación, a invocar los derechos de la

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humanidad, los fueros de la civilización, los preceptos de nuestra religión de amor, de
mansedumbre, de caridad… ¡Hipócritas y cobardes! Temblaron ante la reprobación
mundial; pero, tornarán a sus ¡hábitos e instintos de fiera, en el primer momento en que
se les presente ocasión propicia.
“E1 Ecuatoriano” de Guayaquil, abrió a poco la campaña contra el sistema
bárbaro de eliminar al enemigo para subir al poder; y fue imitado, como luego veremos,
por casi todos los órganos de la prensa clerical. La reacción fue completa; y hasta
Miguel Valverde, el endiosador de los asesinos de Alfaro, no se atrevió a subir a Quito,
como miembro del Senado; y se encerró en un mutismo absoluto.
Mientras tanto, los placistas tomaron sobre sí el defender a su Jefe, arrojándoles
los muertos, unas veces a los conservadores exclusivamente; otras, a Freile Zaldumbide
y sus Ministros.
Estos rehuyeron toda responsabilidad; y se la echaron, al principio
embozadamente, sobre Plaza, Navarro y Sierra, como ya lo he dicho.
Los conservadores tampoco se allanaron a sobrellevar el sambenito; y lanzaron
su airada acusación contra el gobierno, contra Plaza, contra Navarro y Sierra,
llamándolos autores de los crímenes que tanto habían alarmado al mundo.
Y andando los tiempos, Plaza se fue por los extremos contra sus antiguos
aliados; y llegó al punto de acusarlos oficialmente y sin embozo ante el poder
legislativo. Pero no se fijó en que esa acusación recaía sobre él mismo y sobre los que
todavía lo acompañaban en la tarea de oprimir y esquilmar al desventurado Ecuador: esa
acusación era la piedra arrojada al propio tejado, y constituyó mi nuevo y formidable
argumento con que atacarlo.
A este respectó, “El Ecuatoriano” de Guayaquil, en la edición de 9 de
Septiembre de 1914, decía:
“Un Gobierno así, un Gobierno de los de asta y rejón, como estamos cansados
de verlo desde marras, es aquél que, con técnica infernal, preparó y remató el Termidor
ecuatoriano de que habla con tan justo encono el escritor Luis Ulloa. Este Gobierno y
sus consejeros son responsables, según el General Plaza, de los hechos criminales que el
Alfarismo entidad política que parece preocupar mucho al Jefe del Estado y la opinión
imparcial del país le han sindicado, a raíz de aquellos acontecimientos. Ya tenemos
sujeto de la infracción, ahora que la pena siga a los delincuentes, como la sombra al
cuerpo, es todo lo que pide la comunidad en nombre de la ley.
¿Quién ejercía, en consecuencia, el gobierno de este sufrido pueblo durante los
aciagos días de la hecatombe de los Generales del Alfarismo? ¿Quiénes eran sus
consejeros? El Doctor Carlos Freile Zaldumbide, ese ciudadano sin carácter, el
Presidente inamovible de los parlamentos que se sucedieron en la administración de don
Eloy Alfaro; el “amigo de adentro” del caudillo liberal, uno que no osó, en la próspera
fortuna, resistir a la voluntad poderosa del Jefe acostumbrado al pronto obedecer, ése
fue el Gobierno; y los consejeros natos, los que tenían la obligación legal de asistirle
con sus luces y prudencia, eran los Ministros Secretarios de Estado y no otras personas,
toda vez que, ante la ciencia de la administración, y la Carta política del Estado, no se
opínese que un Gobierno pueda asesorarse con otros individuos que con sus Ministros,

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con los que él nombra libremente para los negocios que corresponden al Poder
Ejecutivo.
Y aquí llegamos al “quid obscurum” de la cuestión, ¿Quiénes fueron esos
Ministros que no: supieron impedir el desprestigio del Gobierno que servían, el de sus
respectivos nombres y sobre toda consideración, el de la patria que los rentaba para que
la hicieran grande y respetada, y no para que la dejaran vilipendiar como a vil ramera de
motín? ¿El General Plaza ha calculado el descenso de la piedra que acaba de lanzar en
desahogo de una pena que venía atormentando su conciencia? ¿Ignora acaso que entre
los consejeros de Freile Zaldumbide se contaba alguno que hoy comparte con él (don
Leónidas) las dulzuras del cáliz que se afana por hacer pasar como más ingrato que el
apurado en la inmisericordiosa soledad del bosque de los Olivos? No creemos que el
General Plaza haya olvidado que su amigo Intriago, aquel a quien postuló para la
gerencia suprema del país en hora de terrible prueba, era el Ministro de Curra y Marina,
el temido Marte en el efímero Olimpo de la época en que ocurrieron los, arrastres de
los caudillos del Alfarismo. Pensar de otra suerte, sería suponer que bajo ese
cráneo está pasando una tempestad mortal que ha eclipsado la facultad de la memoria,
y con ella la noción de las cosas, lo que sería de temer por las funestas consecuencias
que derivarían de tal estado de alma para la República… Pero, quos vult perdere Jupiter
demantat…
Nosotros, por el momento, a nadie acusamos; hacemos el papel de jurados, que
en uso de un derecho incontrovertible, buscamos la convicción de los hechos
denunciados, sin que nadie pueda pedirnos cuenta de los medios probatorios que han
obrado en nuestra conciencia. Dichosos nos consideraremos si un severo veredicto viene
a restablecer el imperio de la justicia en medio de1 caos de la impunidad más
clamorosa, como las cintas esplendidas del iris derraman su claridad bienhechora
después del horror de la borrasca. Ante esta situación inminente preguntamos al General
Leónidas Plaza Gutiérrez: ¿es culpable el Ministro de Hacienda encargado del
Despacho de Guerra y Marina, en la administración del doctor Freile Zaldumbide, de
los crímenes de asesinato con todas las circunstancias agravantes conocidas, en
las personas de los Generales del Alfarismo, hecho que se consumó mientras ese
funcionario público integraba el gabinete del referido doctor Freile? Quedamos
esperando una absolución categórica, que no se hará esperar mucho tiempo, ya que
doctores tiene la ley de manga ancha, que son capaces de sacar pelotas de una
alcuza”.
En efecto, el Gobierno tan solemnemente acusado, habíase compuesto de los
mejores y más acuciosos Agentes del acusador. Intriago y Navarro Ministros de Freile
Zaldumbide son responsables del asesinato de los Alfaros, en primera fila, formando
parte principalísima de su gobierno, hasta el último momento? ¿Qué clase de moral la
del acusador que, después de haberse rodeado de criminales y aprovechándose de sus
servicios y delitos atroces los entrega empeñosamente a la acción de la justicia?...
Y, luego, ¿el mismo Plaza no perteneció al Gobierno que acusa? ¿No fue su
General en Jefe, es decir, su brazo y su fuerza?

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Si el Gobierno aquel se bañó en sangre, si Freile Zaldumbide y sus ministros y
consejeros deben responder por la masacre de Enero, ¿por que razón el acusador Plaza
continuó sirviendo a ese grupo de asesinos hasta principios del mes de Marzo? ...
Un soldado de honor no puede prestar apoyo a miserables y salvajes
malhechores, por más que la desventura de un pueblo se haya colocado en el supremo
poder; y quien tal hiciera, por el mismo caso se constituiría en cómplice y auxiliador de
malvados. Si de verdad el General Plaza estaba ajeno a los degüellos y
descuartizamientos de Guayaquil y Quito, ya que no estuvo en su mano impedir esos
crímenes con la fuerza de que disponía, cumpliale separarse incontianeti del Ejército y
protestar con altivez y nobleza contra esos gobernantes que habían infamado a la
Nación con el crimen más espantoso que registra nuestra historia.
Un hombre de bien no estrecha la mano ensangrentada del asesino, porque esa
sangre mancha indeleblemente cuanto toca: ¿Qué motivos tuvo el General Plaza para
hacer causa común con los malhechores, apoyarlos y, en cambio, aceptar sus servicios,
sin amparo alguno, sin escrúpulos, sin tomar en cuenta que esos hombres eran reos de
atroces iniquidades?...
¿Y cuál es la causa de su tardía acusación contra sus amigos y aliados de ayer?
Pero retrocedamos en la narración; porque antes de que se desencadenara ese
afán suicida de mutua acusación, ya estaban los cimientos de la alianza antialfarista, por
las inconciliables ambiciones de los aliados.
El clericalismo se creía con perfecto derecho a la reivindicación del supremo
poder, arrebatado por la espada de Alfaro y la proficua labor de los liberales; Freile
Zaldumbide y su mesnada aspiraban también a retener indefinidamente la usurpada
autoridad, que creían haber consolidado con la sangre vertida en Enero; y, por fin, el
placismo se juzgaba con mejores títulos a la dominación de la República. Todos estos
contrapuestos intereses, todas estas desenfrenadas concupiscencias, todas estas
envenenadas rivalidades, fermentaban todavía en las tinieblas; pero no tardaron en
estallar y producir sus más funestos efectos.
Con la eliminación de los Generales que sostenían la bandera del radicalismo,
creyó Plaza haber sellado su triunfo: atribuyóse las glorias de Huigra y Yaguachi si
glorias pueden llamarse esas carnicerías de hermanos sin haber luchado en aquellos
trágicos lugares; recogió en todas partes, laureles y coronas que no merecía; se
embriagó con el zahumerio que le prodigaban las facciones antialfaristas, las que lo
aclamaban como libertador de la República; se adueñó del Ejército, haciéndolo solidario
en todos sus actos; y ya no vio en su camino al poder, ningún obstáculo, ninguna piedra
en que pudiera chocar su triunfal carrosa.
Los muertos no hablan; los brazos carbonizados no manejaban la espada; los
corazones arrancados y yertos; ya no palpitan con el fuego del patriotismo: ¿quien
quedaba en el Ecuador para alzar bandera y contrarrestar la tiranía del héroe de
Naranjito?
¿Por ventura el gobierno de Freile Zaldumbide? Ese gobierno no era sino un
retablo de ensangrentados títeres, que el hábil malabarista manejaría a su talante, y
según conviniera a sus intereses. Ese gobierno era así como el cabrón de Judea,
escogido para instrumento de altas y lucrosas maquinaciones; y había llegado ya el

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momento de entregarlo al anatema de Dios y de los hombres, cargado con todas las
iniquidades de la coalición antialfarista. La obra nefanda estaba consumada; y el
instrumento gastado, descompuesto, cubierto de orín y de sangre, debíase romper y
abandonar, por ya inútil. ¿Podía acaso infundirle temor al victorioso General?
Plaza nada temía, de ese fantasma, sumido ya en el mayor desprestigio y carente
de toda especie de fuerza para resistirle; y resolvió en sus adentros, desligarse de él, y
echar resueltamente por diverso camino.
De los radicales a los que despectivamente llamaba los huérfanos tampoco tenía
nada que temer: había decapitado, mutilado al radicalismo: y un partido sin jefe, sin
brazos, es un cadáver político. El Alfarismo, para reaccionar, y ponerse en aptitud de
combatir al tirano, necesitaba mucho tiempo y muchos sacrificios.
Los conservadores todavía lo adulaban, y muchos de ellos habían sido sus
cómplices; y, aunque el astuto barbacoano no les daba entero crédito, y los miraba
siempre de reojo, no les tenía miedo alguno. ¿Quién era capaz de oponerse a su
elevación y omnipotencia?
Y cuando regresó de Manabí, habló ya como dueño del cacicazgo, como
soberano absoluto de esta desventurada tierra: el cambio de su actitud fue completo y
notable para todos. Llegó a Quito en hombros de la chusma conservadora, más que de
los placistas; y desde Chimbacalle, lugar de la Estación, hizo conocer que el era el amo:
despreció la compañía de Freile Zaldumbide sus Ministros; despreció la carroza de gala
y el caballo de áureos paramentos, que el Gobierno había preparado para que el
triunfador ocupara a su elección; y se arrojó en brazos de la hez del pueblo; recibió
besos y caricias de la mugrienta y haraposa muchedumbre, para hacer creer en sus
sentimientos profundamente democrático; y a pie, en medio de la turba, ahogándose en
el polvo del camino, pero repartiendo sonrisas y saludos a la plebe, dio con su persona
en la casa que debía hospedarlo.
Los individuos del Gobierno habían concebido desconfianzas de la fidelidad y
gratitud de su General en Jefe; pero jamás sospecharon siquiera que así, exabrupto y sin
causa, les volviera las espaldas, despreciándolos Con marcada ostentación, ante todo el
pueblo capitalino.
Avergonzados y mohínos regresaron por diversas calles, los desairados
gobernantes; y dedujeron de su triste aventura, que el amo que habían elegido, los
arrojaría en breve del Capitolio, sin consideración alguna y a puntillazos.
Soberbios y vanidosos, tratáronlo de ingrato, de traidor, de pérfido, en medio de
su discusión secreta: se dieron por caídos, tal vez, por arrastrados: por la primera
ocasión, se presentó a su vista aterrada, el espectro de la venganza del partido radical, al
que ellos habían vendido y decapitado: temblaron ante el porvenir; y se trazaron un plan
político para contraminarle a Plaza sus intenciones siniestras y mantenerse en el poder.
Esto era capital para ellos; porque, si descendían del mando, la justicia los
alcanzaría como a un criminal cualquiera, la venganza del radicalismo los aplastaría
como a reptiles, quizá con aplauso del felón General en Jefe. Esta perspectiva era por
demás atormentadora para Freile Zaldumbide y sus cómplices: era menester anular a
Plaza, birlarle la Presidencia de la República, Sambenitarlo con todos los crímenes de
Enero, anonadarlo eliminarlo también, por ingrato y por pérfido. Fue la resolución que

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tomaron; y el hábil intrigante de la Camarilla, Díaz, mostró a sus colegas la única tabla
de salvación que se les ofrecía; la estrecha alianza con el partido conservador.
Díaz disertó largamente sobre la necesidad de esta unión que daría por resultado
un gobierno del justo medio progresista y apoyado por los hombres más eminentes del
conservadorismo y de la facción gobiernista, con un jefe liberal moderado que
garantizara los intereses y principios de los aliados, por igual. Esta era una teoría
especiosa de la traición al liberalismo: era la manera disimulada de entregar la Nación
en manos de los clericales terroristas.
Díaz había tenido siempre en mira esta evolución política; y desde antes del 11
de Agosto, mantuvo correspondencia tirada con los conservadores, especialmente con
los de Cuenca, para realizar su traidor propósito. Y caído Alfaro, comenzó a Colocar en
los principales destinos públicos a los conservadores más intransigentes con el régimen
liberal; a los mismos que, como Ministro don Eloy, había encargado trabajar por el
triunfo de la candidatura de Emilio Estrada, a fin de injertar en la nueva administración,
el elemento clerical.
Intriago y Navarro, dicho sea en justicia, eran radicales y placistas de tuerca y
tornillo; y como tales, nunca concurrieron a estos conciliábulos del círculo íntimo de
Freile Zaldumbide; y, si sospechaban lo que pasaba, ignoraron siempre los detalles de la
traición meditada. Y tanto mas, cuanto que los traidores acordaron continuar
engañándole a Plaza; porque Díaz afirmaba que debía combatírsele al felón con sus
propias armas, con la felonía.
Adoptadas las teorías del Ministró de lo Interior y Policía, principiaron esas
negociaciones secretas y turbias que engendraron los crímenes de Marzo y el
rompimiento completo con el General Plaza, como más adelante veremos; pero quiero
dejar sentado que Díaz fue el traidor que le arrastró a Fraile Zaldumbide a esa serie de
desaciertos que lo arruinaron por completo, en el concepto de todos los partidos y de
todos los hombres de bien.
Díaz es el principal si no el único responsable de las nuevas calamidades que
voy a narrar: su proyecto de sacrificar a todo trance la doctrina liberal en aras del
tradicionalismo, fue el de la anarquía y de las desgracias que todavía azotaron, y azotan
hasta ahora, al desgraciado Ecuador.

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CAPITULO XVI

ALIANZA DESHECHA

No se mantuvo tan secreta la hostilidad del Gobierno para con Plaza, que no
causara zozobras en la opinión, desde que se inició la contienda electoral. Los rumores
más contradictorios e incoherentes, circulaban en todos los centros sociales y políticos,
y producían intranquilidad y alarmas en el ánimo de los ciudadanos. Parecía inminente
el rompimiento del Gobierno con su General en Jefe; y se hablaba ya, si bien en voz
baja, de una nueva guerra civil, no muy lejana, que consumaría la ruina de la Patria.
En medio de estas inquietudes y temores, Plaza impuso su candidatura, y la hizo
adoptar en todas las poblaciones de la República; aparentemente, sin oposición del
Gobierno ni de los demás partidos. Pero el Ministro Díaz había dado comienzo a la
labor de zapa acordada; y propuso, por lo bajo, la inconstitucional candidatura de Freile
Zaldumbide; quien para ese entonces, había caído ya en el más grande desprestigio en
que puede caer un hombre público.
Riéronse todos de tan necia y ridícula postulación; y el hábil intrigante Díaz
recibió su primer desengaño, el primer fracaso de su teoría salvadora.
En vista de esto, púsose de acuerdo con los clericales, los mancomunó a sus
proyectos políticos, les entregó ya las prendas más seguras de alianza, e hizo exhibir
en una hoja volante, la candidatura del Canciller don Carlos R. Tobar. En seguida, el
diario ministerial, adoptó y reprodujo en sus columnas de honor, volandera exhibición;
y el señor Tobar resultó de pronto, ungido con el carácter de candidato oficial.
Volvía pues a sonreírle la fortuna al bando clerical; y el entusiasmó do los
conservadores rayó en delirio, en todas las poblaciones del interior. Los tradicionalistas
se reorganizaron en numerosos centros electorales, fundaron periódicos para defender
su causa, contaron con un triunfo seguro, y hasta rompieron prematuras hostilidades
contra el placismo y los Alfarista caídos.
No se oía sino el incesante gritar de ¡Viva Tobar! ¡Abajo Plaza!; y tras los gritos,
venían las amenazas, los choques, lo escándalos diarios. No era ya posible ocultar la
resolución tomada por el Gobierno; y, al fin, manifestóse francamente enemigo de la
candidatura (Plaza. La guerra quedó declarada; y Tobar, al que Plaza había hecho
venir y convertídolo en Canciller no tuvo embarazo en ponerse frente a frente de ese
amigo tan querido, según repitiera antes a cada paso.
Por odio a Plaza, muchos liberales había aceptado la candidatura de Tobar; pero
el delirante entusiasmo del tradicionalismo, en pro de dicho candidato, despertó
recelos, y principio el retiro de las poco meditadas adhesiones del partido liberal; lo
que era comenzar el desmoronamiento del edificio que la traición del Gobierno estaba
levantado arteramente contra los verdaderos intereses del pueblo. Tobar lo comprendió
así; y trató de restablecer confianza de los liberales, mediante un Manifiesto, en el que
se declaró genuino partidario de la doctrina liberal; y ofreció sostener todas las
reformas sociales obtenidas en los quince años de dominación del radicalismo.
Manifestó tan hipócrita y falaz, no podía engañar a los liberales que ya tenían
muy abiertos los ojos; y, por lo contrario, desagrado profundamente aun a los

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conservadores de doctrina y de dignidad: la candidatura Tobar principió a derrumbarse.
Sin embargo, la multitud del conservadorismo, que se iba decididamente tras el triunfo
de su causa, no vio, no quiso ver aquel comienzo de derrumbamiento, por más que los
hombres notables de secta le hubiesen vuelto las espaldas al Canciller. Sobre todo en
provincias interioranas, continuó la fiebre tobarista; y por nada del mundo habrían
cejado en su empeño los clericales que se llamaban ya dueños de la República.
Mas, Tobar y Díaz veían más claro: el retiro del apoyo liberal, la defección de
los principales conservadores, la mala voluntad del Ejército entero, reducían el
tobarismo a un círculo relativamente pequeño: los empleados inferiores, los cuerpos
de Policía y la chusma clerical que todavía cerraba los ojos a la verdadera situación,
eran todas las fuerzas efectivas del Gobierno para la acción definitiva que iba a
librarse después de pocos días.
Y estas mismas fuerzas habían de disminuir progresivamente, hora tras hora, a
medida que se desgarrase el velo que iría la maquinación política de una mitad del
Gabinete contra la otra mitad; pues no era posible continuar el juego por mucho
tiempo, a espaldas de los dos Ministros placitas.
Era, pues, urgentísimo e indispensable buscar un refuerzo, un medio eficaz
que salvara la candidatura oficial de un inminente naufragio; y Díaz, fecundo en
ardides políticos, acordóse de Julio Andrade, único capaz de dividir y atraerse al
Ejército, fuerza poderosísima en que se apoyaba el General Plaza. No podía ser más
hábil esta maniobra; y se procedió sin pérdida de tiempo a formar una nueva
coalición contra el General, en je Jefe.
Andrade aspiraba también a la Presidencia; y en esos misinos días pensaban
exhibir su candidatura algunos liberales desengañados de Tobar, y varios elementos
políticos que habían permanecido ajenos a la desastrosa administración del Gobierno de
Sangre. En efecto, la postulación de Andrade hubiera sido apoyada por gran parte del
Ejército; pero al descender el nuevo candidato al palenque electoral, complicaba
terriblemente la situación, y provocaba una súbita borrasca. Las fuerzas andradistas
indudablemente, habríanse equilibrado con las adversas; mas, por ese hecho mismo,
la lucha legal había de trocarse en lucha-sangrienta.
Tobar y Díaz no pararon mientes en estos graves peligros, pues los dominaba
el ciego empeño de dividir y disgregar el placismo, a fin de obtener un fácil y seguro
triunfo; y, como lo tenían resuelto, engañaron al General Andrade, ofreciéndole que
el Canciller retiraría oportunamente su postulación, para que él constante con el pleito
apoyo oficial. Andrade era de inteligencia sobresaliente y bastante versada en política;
pero la halagadora perspectiva de lograr sus aspiraciones lo cegó, y cayó en el lazo de
la manera más incauta y lamentable.
Subdividido así el partido liberal, de hecho quedó el conservadorismo como
árbitro de la situación; puesto que, a falta de candidato propio, podía apoyar al
postulante que mejores garantías le ofreciera, que más dispuesto se mostrase a
sacrificar la causa de la Regeneración ecuatoriana, y tornar a los tiempos de antigua
teocracia. El bando clerical asumió de este modo el peí de dirimente en la contienda
electoral; y abrió negociaciones con Andrade, a quien prefería sobre Plaza, y aun
sobre Tobar, que había perdido terreno en el ánimo de todos los ecuatorianos.

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¿Cuáles fueron las cláusulas de esta absurda alianza? Es posible que el tiempo
las revele a la Historia; pero el hecho es que Andrade aceptó el apoyo ofrecido por él
alto clero y los principales tradicionalistas.
Julio Andrade se olvidó del brillante porvenir a que estaba destinado; no
alcanzó a conocer la falaz actitud del conservadorismo y del Gobierno; y apresuróse a
prestar su aceptación a una alianza ambigua, turbia y desdorosa, incoada por la pérdida
del Gabinete y la mala fe fiel clero. Fue el más grande de los errores que podía cometer
un político de las prendas de Andrade; porque, prestar su nombre, tan de ligero, a un
Gobierno que lo llamaba únicamente para escudarse con él, en los momentos mismos
en que se desplomaba bajo el peso de una montaña de crímenes; y dar crédito al
clericalismo, que jamás podía transigir con los principios liberales» era perderse sin
remedio, cerrar los ojos y precipitarse al abismo.
Y más todavía, cuando tenía a la vista la prueba irrecusable de la doblez de
Freile Zaldumbide y sus consejeros; ya que ese mismo aplazamiento de la renuncia de
Tobar a su candidatura, era una revelación clarísima de que no se jugaba con limpieza.
Si Freile Zaldumbide y sus subalternos habían cambiado de candidato, lo obvio, lo
natural y honrado era comenzar por el retiro solemne de la postulación del Canciller,
como le habían ofrecido al nuevo aliado: y éste no pensó siquiera en exigir el
inmediato cumplimiento de esta promesa, dejándose llevar de una confianza
inexplicable en persona avisada, y en esos días en que imperaban la felonía y la traición
en todas las escalas políticas. El mismo Tobar debió proceder caballerosamente, si de
verdad Julio Andrade era e1 escogido para la futura Presidencia de la República;
pero hizo lo contrario: mantuvo su nombre en la discusión eleccionaria, conforme a los
acuerdos con Díaz.
Entre tanto, la discordia fermentaba y subía de punto: transformándose en armas
dé partido, las recíprocas acusaciones sobre los asesinatos de Enero, como ya lo he
dicho en capítulos anteriores; y, manifiesto va, manifiesto viene, arrojáronse a la ira
las pruebas de la culpabilidad de cada uno de los contendientes; descubrieron
torpemente los secretos de la coalición; publicaron documentos reservados y
condenatorios; en una palabra, yantaron el telón con mano airada, y le mostraron al
asombrado público una gran parte de la verdad.
Alarmados algunos placistas y gobiernista con estas monstruosas y
comprometedoras revelaciones, propusieron que se reuniera una Junta de transacción
entre, los tres candidatos, a fin de poner término a tan anómala situación; pero Plaza se
negó: no quería oír nada que significará abnegación y patriotismo, nada que pudiera
conducirlo a la renuncia de sus desenfrenadas ambiciones, ni en atención a la necesidad
de sellar los labios a sus acusadores, y ponerlo al abrigo del terrible fallo de la Historia.
Consumíale a Plaza la concupiscencia de poder y lucro; y hablarle del
conveniente y patriótico retiro de su candidatura, equivalía a echarle agraz al ojo, como
decimos; a herirlo en lo más vivo y transformarlo en mortal enemigo de quienes tan
saludables consejos le dieran. ¿Acuerdos patrióticos, abnegación, desinterés? Ni
pensarlo: sus adversarios, sus émulos eran los qué así discurrían y se producían hasta
por la prensa; pero él no daba tu brazo a torcer, porque la presidencia era el imán de su

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alma, lo único que había buscado entre la sangre y los 'horrores de Enero, y había de
ceñirse la ambicionada banda, a despecho de la maldición universal que lo abrumaba...
¿Cómo aceptar que quedasen estériles las masácresele Guayaquil y Quilo?
¿Para qué había él mismo pisoteado la fe pública su honra militar con el cínico
quebrantamiento de las Capitulaciones de Duran? ¿De qué serviría el dilatado e ímprobo
trabajo en la urdiembre de crímenes que, si espantaron al mundo, dejáronle abierto el
camino que conduce al Capitolio? La negativa a una transacción disgustó a muchos,
hasta a Manuel Calle.
Plaza no fue consecuente; ni con este escritor muy digno abogado de
semejante cliente: y, en un momento en que creyó que ya no le era necesario el
asalariado periodista, llamóle borracho, degenerado y otras cosas más en una
correspondencia presidencial, dirigida, a "El Telégrafo" de Guayaquil. "Plaza era el
corresponsal X del mencionado diario. Aunque no era nuevo ni calumnioso lo que
Plaza decía de su defensor, éste sintió los escozores de la bofetada; y se propuso
devolver golpe por golpe, aún a riesgo de contradecirse y revelar secretos
depositados en él, cuando corrían mejor sus relaciones de amistad.
En seguida le contestó a dicho Presidente, exhibiéndolo como corresponsal del
mentado diario, en el que Plaza resguardándole con el anónimo solía insultar vil y
vulgarmente a sus enemigos; hizo la apología de la embriaguez y habló con elogio de
los grandes borrachos que, no embargante su dipsomanía, habíanse conquistado
celebridad en la literatura de Francia, Inglaterra y otras naciones; y terminó
aconsejando a los jóvenes ecuatorianos que beberán, pero sin dispendios, es
decir, bebidas económicas, por ejemplo, anisado con soda ...
He ahí pintadlo Calle por su propia mano. Y este, hombre inducido y pagado
por el placismo ha insultado y calumniado por veinticinco años a lo mejor y más
granado de la República, como si dijéramos, a destajo, a tanto por dicterio, mediante
una tarifa de la contumelia y la procacidad más desenfrenada, y cínica.
Pues éste mismo ha descorrido algunas puntas del espeso velo que envuelve la
política de Plaza; y en “El Grito del Pueblo Ecuatoriano”, edición del 5 de Marzo de
1916, afirmó que dicho General no tuvo otro pensamiento que la presidencia de la
República, desde que pisó la ciudad de Guayaquil, merced, a la felonía con que
despedazó las Capitulaciones de Durán. Calle dice así:
“Aquí cabe un recuerde personal. Al día siguiente de la entrada del referido
señor Plaza en la ciudad cíe Guayaquil, después de la función de Yaguachi, el autor de
estas líneas fue a verle en el edificio de la Gobernación, por razones de buena
amistad y simpatía. Hallóle entre una nube dé gente adicta que con el Vencedor
bajaban las escaleras de la casa, y no bien le saludo, fue por él llevado aparte, y
recibió esta orden extrañísima:
Hay que trabajar inmediatamente el Manifiesto.
¿Qué Manifiesto, General?
¡Hombre! El de la candidatura.
¿Pero qué candid-iattir.it?
La mía, pues, a la Presidencia de la República. No se haga el nene.
¿Y qué digo?

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Lo que.-se dice siempre.
Horas después le leía el improvisado documento, aislados los dos en un rincón
de una de esas oficinas, mientras los Cónsules extranjeros que andaban en el enjuague
de 1a capitulación y las garantías, se mordían los puños, de impaciencia, en el cuarto
inmediato.
Que me llamen al Intendente, Coronel Gallardo;
¡Mi General!
Oiga, don Enrique: hágame el favor de ir volando con este documento donde
Castillo, el de “El Telégrafo”, y que lo publique para esta misma noche en hojas
sueltas.
Entusiasta y acucioso era el Intendente: montó a caballo y pico espuelas con
dirección a la imprenta, con tan mala ventura ¡ay! que a las puertas de ella cayó su
rocín y por poco se quiebra una pierna. El presagio era malo. Felizmente para
el señor Gallardo, no le auguró sino quince dolorosos días de lecho forzoso, y en
qué circunstancias!
Y cabe preguntar: ¿por qué esa precipitación del señor Plaza en un asunto que
podía considerar como resuelto en favor suyo?
Temía complicaciones en un futuro inmediato, a causa de la debilidad o de la
escasa buena fe del Gobierno, y, además, palpitaba a su lado la mala voluntad ya
demasiado notoria, del general Julio Andrade.
Véase la, clave de los tenebrosos procedimientos del General Plaza: todo se
explica y comprende, tomada en cuenta la desmedida ambición que lo dominaba, lo
enloquecía y precipitaba un por la pendiente más abominable, mostrándole en el fondo
del abismo el logro de sus concupiscencias.
Así se explica que no hubiera acogido favorablemente la siguiente carta que
algunos de sus más adictos y admiradores le l dirigieron, deseosos de evitar
calamidades a la República; y porque palpaban las resistencias, de la voluntad general
a las ambiciones de su amigo. He aquí este documento que pone más en relieve el
siniestro carácter del General Plaza:
Guayaquil, 27 de Diciembre de 1911. Señor General don Leónidas Plaza
Gutiérrez. Quito.
Señor General:
Por singulares circunstancias, bese hoy el país, como en pocas ocasiones, en
circunstancias de elegir, con relativa libertad, un Presidente de la República. No es,
pues, de sorprenderse que los ecuatorianos todos nos aprestemos a llevar a la primera
Magistratura, al ciudadano que juzguemos más digno.
Un numeroso grupo, del que forman parte los que ésta suscriben, viene a
pediros, señor General, vuestro valioso apoyo, nuestra prestigiosa influencia, a favor
de una candidatura civil, en la seguridad de que, con la lealtad de militar y
caballero que os caracterizan, no podréis desoírnos. Se trata, señor General, de una
bien conocida personalidad, se trata de un ciudadano probo y de vastos conocimientos,
se trata del más importante de los colaboradores en vuestra administración, se trata
acaso, del más amado de vuestros amigos: del Dr. Alfredo Baquerizo Moreno.

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Militar pundonoroso, os habéis proclamado enemigo del caudillaje; republicano
abnegado habéis anatematizado banderías opresoras; caballero generoso, os habéis
declarado defensor de las prácticas democráticas. No podéis, pues, sin contradeciros,
negar vuestra firma y vuestro apoyo a nuestra patriótica candidatura.
Venimos a decir a vuestro reconocido patriotismo: General, nadie mejor que
vos, sabe que no conviene al país un Presidente militar; rendid acatamiento a altísimos
méritos civiles, y aconsejad a todos vuestros amigos que voten por el eximio
ciudadano, Dr. Baquerizo Moreno.
Venimos a decir a vuestra hombría de bien: General, vuestra lealtad, vuestro
republicanismo, os ponen en la obligación le trabajar por el triunfo de la candidatura
del Dr. Baquerizo, y esto quedan esperando de vos, vuestros conciudadanos, vuestros
amigos.
Es la verdad, General, no podéis negaros a nuestra anhelante petición; tenéis
que respetaros a vos mismo y a vuestras declaraciones, tantas veces repelidas.
No os pedimos un sacrificio, pues no sois un ambicioso vulgar. Y aún en el
caso del sacrificio, si del sacrificio de una vanidad, de una ambición se tratara,
¿qué vale todo ello, si es por la felicidad de la patria, en cuyas aras saben los hombres
de corazón que vidas y haciendas han de ser sacrificadas?
General, ¡Por el Dr. Baquerizo Moreno!
Venga pronto, pues, vuestra respuesta; que los ecuatorianos conozcan, una vez
más, vuestro desprendimiento y alteza le miras; que amigos y enemigos vean cómo
sois el primero en poner vuestra espada al servicio de la sabiduría y la inteligencia,
como paladín de egregios ideales, como mantenedor del orden republicano y dé la paz
progresista. Sólo así seréis amado del pueblo, de este pueblo cansado ya de ser
mandado por espadas.
Vuestros atentos servidores y amigos,
I. Robles - Lautaro Azpiauzu - Pedro J. Rubira D. - E. Cueva - Juan
Illingworth - Martín Avilés - Gabriel Pino Roca.
Plaza desoyó la voz de sus mejores amigos; se mostró ajeno a todo sentimiento
desinteresado y noble; inaccesible a esos estímulos del patriotismo, que mueven y
enardecen los corazones bien formados; incapaz de esos arranques de abnegación y
sacrificio, que tan propios son de las almas superiores, aun en los momentos en que
las pasiones se esfuerzan por apartarlas de la senda del deber y la verdadera grandeza.
Pero, al encerrarse tan tenazmente en su egoísmo, no midió las consecuencias de su
negativa; no pensó en la sanción de la Historia, en ese infierno de los grandes
afrentadores de los pueblos; en ese infierno más espantable que teológico, porque en
él, están obligados los precitos a presenciar el eterno desfilé de las generaciones
humanas, que pasan maldiciéndolos sin piedad, azotándoles el rostro con látigos de
fuego, sin que jamás acabe su tormento.
Continúenlos la narración.
Enardecidos los bandos contendientes hasta el frenesí, ya no escucharon ni
los consejos del instinto de conservación; desecharon los múltiples presagios de un
próximo desastre; cerraron los ojos para no ver el rayo que serpeaba sobre sus cabezas;
y la tormenta los sorprendió cuando menos se pensaba en ella.

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Freire Zaldumbide sospechaba con razón, que Navarro, Ministro de Guerra, y
los jefes de la guarnición de Quito, se oponían los proyectos políticos que traía entre
manos; y resolvió destituir, por lo menos, a los más sospechosos y hostiles. El
General Navarro, como era natural, se negó a dictar la baja de dichos jefes; y Freire
Zaldumbide, después de increparle tan grave desobediencia, destituyó imprudentemente
a su Ministro de Guerra, y ofreció esa Cartera a Julio Andrade.
Testigos oculares de esta escena culminante del drama marcista, la han
referido muchas veces por la prensa; y esos relatos manifiestan que todos los actores en
la nueva tragedia, amontonaron ciegamente, fatalmente, inconscientemente
combustible sobré combustible, sin pensar en que la conflagración consumaría ruina
de la Patria. El mismo Freire Zaldumbide, tan tímido y para nada, habiéndose
entonado con el apoyo del General Andrade, se atrevió a encararse con su General en
Jefe, y mostrar bríos del todo ajenos a la índole medrosa y débil del infeliz Presidente
del Senado. Pero, esos mismos extemporáneos arranques de energía que diríamos
galvánicos fueron la llama imprudentemente aplicada a la hoguera.
En todas las situaciones críticas de la vida, lo único que puede salvar es la
energía de carácter, unida a la luz de la inteligencia; pero, esas arrogancias ciegas y
efímeras, esas indecisas fanfarronadas que se encienden y apagan como fuego fatuos,
que amagan y no hieren, que emprenden carrera suelta y se paran de súbito, cuando es
menester dar el salto y salvar el abismo, jugando el todo por el todo; esas arrogancias de
los pusilánimes son fatales en política, porque no hacen otra cosa qué despertar,
advertir y encolerizar al enemigo, cuando debe sorprendérsele con resolución y
rapidez. Los términos medios en los momentos de crisis, pierden sin remedio; y
Freire Zaldumbide malgastó su 1 tiempo en estériles amenazas y equilibrios infantiles,
hasta arrastrar en su caída a Julio Andrade, que tan decididamente le prestaba apoyo.
El General Plaza se había presentado inesperadamente en casa del Encargado
del Ejecutivo, en la mañana del 4 de Marzo; Y convenciéndole con acritud e insolencia,
por estar maniatando al partido liberal para entregarlo a los conservadores. De la
reconvención pasó a la amenaza; y dijóle sin embozo alguno, qué contaba con el
Ejército y no permitiría una traición a la causa radical.
Freile Zaldumbide sintió escalofríos ante la manifiesta rebelión de su
Comandante en Jefe; y llamó incontinenti al General Andrade, de quien había hecho su
escudo y su paño de lágrimas. Reconfortóse con la presencia del valeroso General; y
acordó con él proceder con mayor firmeza, y evitar toda alteración del orden
promovida por los cuarteles.
Debían comenzar por destituir al Coronel Sierra, y a los Comandantes Oliva y
Salas, jefes que habían desempeñado un papel principal en los horrores de Enero; pero
cuya fidelidad al Gobierno era más que dudosa en aquellos instantes. Con este fin
había sido llamado el Ministro de Guerra al Despacho presidencial al medio día del 5
de Marzo, y con la mayor urgencia.
Navarro recibió la orden terminante de dictar la baja de folios jefes, por convenir
así al mejor servicio público; pero se segó a obedecer aquella disposición del Encargado
del Ejecutivo, legando que Salas, Oliva y Sierra, no merecían este castigo, y que eran
leales servidores del orden constitucional. Freile Zaldumbide reiteró enérgicamente la

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orden referida; y el Ministro de Atierra tornó a negarse a la obediencia; y terminó
ofreciendo dirigir el cargo, antes que decretar una baja tan ofensiva para sus predilectos
subalternos ya mencionados.
El General Navarro procedía, indudablemente, de acuerdo con el General Plaza;
porque, cuando más acalorada estaba la discusión entre el Presidente del Senado y su
rebelde Ministro, presentose el General Plaza, hosco y sombrío, como quien llegaba
sabedor de lo que estaba pasando en el gabinete presidencial, y esticlto a jugarse la
última y más peligrosa partida con ese Gobiernono que tan imprudentemente le había
entregado la fuerza pública. Acompañábalo el Ministro Intriago, otro de sus confidentes
y enemigo de la evolución proyectada por Tobar y Díaz; de modo que, aun la presencia
de este Secretario de Estado, cuándo no se esperaba, demuestra el acuerdo entre los
conspiradores para sostener aquella actitud del General Navarro.
Con una precipitación digna de notarse, exabrupto, podía decirse, el General
Plaza manifestó que no se debía desairar a mes tan dignos, como los que quería
separar del Ejército el Encargado del Ejecutivo. Plaza estaba nervioso, pálido, hablaba
atropelladamente, con mal reprimida cólera, como si tratase con ¡inferiores a quiénes
había que reprender.
Freile Zaldumbide hallábase también tembloroso, y con voz Insegura le replicó:
No deseo, desairarlos, sino colocarlos en otros cargos; porque me han informado que
no hay disciplina en Batallones que comandan.
Plaza levantó el tono y airadamente exclamó: Yo soy General en Jefe!
Freile Zaldumbide tuvo un momento de verdadera energía: su orgullo herido
por la insolencia del General Plaza, le prestó palabras dignas de la situación y del
elevado puesto que ocupaba. Yo, yo soy el Presidente de la República gritóle con ira
lo sé todo; si ustedes desean revolucionar al país, que estalle en el acto esa revolución.
Silencio sepulcral sucedió a estas palabras. Encontrábase en el gabinete
presidencial, aparte de los Ministros de Estado, los empleados subalternos del
Despacho, el General Julio Andrade, y los señores Joaquín Gómez de la Torre y Luís
Felipe Carbo. Todos comprendieron la gravedad de aquel choque entre el poder político
y el poder militar; y previeron un desenlace fatal para el orden público.
El General Andrade habíase mostrado circunspecto y serio durante tau agria
discusión; pero, al llegar la exaltación de Plaza al punto de quererse imponer al Jefe
del Estado, se puso en pie y le dijo:
No es esa la manera de hablar al Presidente de la República. Ud. ha creado esta
situación Ud corrompe al Ejército para crear un caudillaje. Si Ud. fuera delicado y
digno, habría enunciado su cargo de. General en Jefe, desde que se proclamó su
candidatura a la Presidencia de la Nación, como lo he hecho yo, separándome de la
Jefatura de Estado Mayor General.
Usted no puede darme ninguna lección de dignidad le respondió Plaza, en el
paroxismo de la cólera yo renunciaré cuando me dé la gana.
No renunciará usted le replicó Andrade; porque necesita mandar en el Ejército
para obligarle a gritar: ¡Plaza o bala!"
Esa es una fórmula con que el partido liberal expresa su resolución de elevarme
al poder en las próximas elecciones, continuó el General Plaza.

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Usted no es liberal ni su facción lo es repuso Julio Andrade, con acento firme y
marcadamente provocador. Hay más de cien ciudadanos más dignos que usted, para la
Presidencia de la República. ¿Qué le debemos a usted? ¿Dónde están sus ejecutorias?
¿Dónde están sus méritos y sus servicios a la Patria? Quién es usted para imponerse a
los ecuatorianos? ¿Quiere usted otra revolución? ¿Quiere usted más sangre? . . ... Aquí
está la mía... Mientras yo viva, no será usted Presidente.
Plaza se había puesto lívido y no acertaba a encontrar palabras adecuadas para
contestarle a su rival. Al fin, como ahogado por la cólera, murmuró: Usted me ha
faltado al respeto, en presencia del Encargado del Ejecutivo.
Julio Andrade iba a estallar; pero Freile Zaldumbide, cuyas fuerzas morales se
habían agotado en esta lucha de provocaciones, llegó a suplicar a los contendientes
que se reportaran y continuasen discutiendo serenamente sobre la conveniencia de
separar a Sierra, Salas y Oliva de sus cargos militares.
Navarro manifestó que prefería presentar la renuncia de a Cartera; y el
Presidente del Senado aceptó, llama y sencillamente aquel ofrecimiento.
Plaza, Navarro e Intriago salieron del despacha; y los dos rimeros se dirigieron
al Ministerio de Guerra, conferenciaron un cuarto de hora y a puerta cerrada, y
separáronse, sin que la emoción del General en Jefe hubiera desaparecido aún.
Freile Zaldumbide y Andrade habían echado los dados sobre el tapete; pero,
como vamos a ver, nada eficaz hicieron para ganar la partida.
En lo que menos pensaba Navarro era en mandar su renuncia, como había
prometido; y como tardara mucho en venir dicha dimisión, Freile Zaldumbide envió
a su Secretario privado a que la exigiese.
Dígale a don Carlos, contestó Navarro, que no renuncio, y que me destituya.
Era esto, indudablemente, lo que habían resuelto Navarro y Plaza en su breve
conferencia: buscaban, por lo visto, un motivo para la rebelión; motivo que debía
alegarse como una ofensa a lodo el Ejército.
Recibida esta contestación, el Presidente del Senado ofreció la Cartera de
Guerra al General Julio Andrade; y habiéndola aceptado éste firmóse el decreto de
destitución de Navarro y el de nombramiento de su sucesor. Sentóse en seguida el acta
de posesión del nuevo Ministro de Guerra; y cuando iba a firmarla Andrade, se le
ocurrió la idea fatal de procurar un avenimiento con el Secretario destituido. Manifestó
su opinión a los miembros del Gobierno, y pidió diez minutos para hacer un último
esfuerzo en beneficio de la paz.
Esta quijotesca generosidad, o vacilación eri el supremo momento, perdióle al
General Andrade y perdió al Gabinete: fue una falla inexcusable aquello de hacer que
Navarro diera explicaciones de su anterior negativa, y que luego se revocara su
desilución. No se comprende cómo julio Andrade pudo incurrir en error tan grave y
trascendental; cómo pudo creer que los enemigos a quienes acababa de pisar en
público, depondrían su rencor y venganza con sólo este acto de generosidad impolítica.
Navarro no entendía de caballerosidades ni diplomacias: soldado rudo, pero
que no carecía de astucia vulgar, aceptó la transacción que se le ofrecía; retractóse
como pudo de las palabras que había vertido, hilvanó unas cuantas disculpas
contradictorias y fútiles acerca de su desobediencia; y se salió con el portafolio en la

281 
 
diestra, como arma poderosa, y el rencor y la venganza bulléndole dentro del pecho,
como lava de volcán en ignición. Dirigióse directamente donde el General Plaza, a cuya
rasa habían acudido ya los principales corifeos de la facción difidente.
Mientras tanto, Julio Andrade tomó posesión del Ministerio de Instrucción
Pública, al que desde antes había sido llamado; y lleno, lleno de buena fe, rayana en
canidorosidád, se imaginó que había conjurado la tormenta que estuvo a punto de
estallar.
Freile Zaldumbide y los demás Ministros de su confianza, participaron de este
optimismo; y se lisonjearon dé que su hábil política los conduciría a la realización de
sus proyectos. Con todo, resolvieron visitar en el acto los cuarteles, perorar a las
tropas, halagarlas, restablecer en ellas la unión, y afirmar su fidelidad para con el
Gobierno. Y así lo hicieron; pero sin conseguir ninguno de los fines que deseaban.
Si en lugar de perder el tiempo en estas peroratas y diplomacias, en
generosidades de caballeros andantes y en políticas de niños, hubieran apresado esa
tarde a Plaza y Navarro; destituido Sierra, Salas y Oliva; seleccionado el personal
superior de los batallones de la guarnición, poniendo la espada únicamente en manos
de militares adictos y leales, no se habría realizado la cuartelada de Marzo. Pero, en
vez de obrar con entereza y actividad, en vez de inutilizar al adversario antes de que
pudiera levantar la mano, lo enfurecieron, lo hirieron, le obligaron a tomar las
resoluciones más extremas; y luego, creyeron inocentemente que lo placarían y
amansarían, dejándole con las mismas armas y los mismos poderosos medios de
triunfar y vengarse. Tanta ceguedad debía dar fatales resultados; y no tardaron
muchas horas en conocer, por una dolorosa experiencia, cuan peligrosos son los
términos medios en política.
El rumor del altercado de Andrade y Plaza, se esparció instantáneamente por la
Capital; y todos se figuraron que Plaza exigiría de su contendor una satisfacción
como caballero. El General en Jefe odiaba cordialmente al vencedor de Huigra y
Yaguachi: la envidia más innoble era el fundamento de esta odiosidad; que se
transparentaba, a pesar de las formas estudiadamente amigables y cariñosas que usaba
Plaza con su rival.
Por otra parte, Julio Andrade se había opuesto desde que reunieron en
Panamá, dirigiéndose a Guayaquil, a los planes tenebrosos que había concebido el
General Plaza contra los Alfaros; oposición que fue más ostensible después de la
violación del Pacto de Duran, como ya lo he hecho notar en anteriores capítulos. El
General Andrade estuvo persuadido de que Plaza, Navarro y Sierra eran los principales
asesinos de Enero: y lo dijo claramente en cartas y de viva voz a sus amigos y familia
“La Paz”, periódico que se publicaba en Quito, dio a conocer después de la
muerte del General Andrade algunos documentos que comprueban lo anterior; y
Roberto Andrade, en su libro “¡Sangre!”, ha hecho revelaciones importantísimas
respectó de las opiniones de su hermano Julio sobre la eliminación del Caudillo radical
y de sus compañeros de infortunio.
Plaza, hábilmente servido por espías, estaba al tanto de lo que Andrade decía
de él; y por lo mismo, lo miraba, no sólo como contendor en la elección presidencial,
sino también como a un terrible acusador y testigo. Parece que pensó en deshacerse de

282 
 
este rival, en la misma batalla de Yaguachi; en la que, si hemos de creer a Roberto
Andrade, Julio fue víctima de una tentativa de asesinato por soldados que estaban a la
devoción del General en Jefe. Sea de esto lo que fuere, la animadversión de Plaza había
libado a su punto culminante cuando ocurrió el altercado que he referido; de modo que
aquellas provocaciones de última hora, hicieron desbordar la copa, e inspiraron el nuevo
drama de 1912,
Si Plaza hubiera procedido eximo debía, habríale llamado a su adversario al
terreno del honor, como en la Capital lo esperaban; porque hay ofensas que, a despecho
de la civilización, no pueden lavarse sino de esa manera. Sobre todo, entre militares, y
no hay medio de zanjar las cuestiones en que va comprometido el ilustre del uniforme,
que la espada, leal y caballerosamente desencaminada: así lo comprenden y practican
los que la llevan al cinto, siempre y cuando hay necesidad de repeler una ofensa grave.
Más, el General Plaza no ha pertenecido nunca, ni pertenece a esta clase militar
caballeresca.
Plaza, Intriago y Navarro, pusieron toda su acucia en conmover el Ejército y
preparar un golpe inmediato de cuartel; y mando todo estaba listo, los mencionados
Ministros de Hacienda y Guerra enviáronle a Freile Zaldumbide sus renuncias
irrevocables.
Julio Andrade vio en este paso, una formal declaración de guerra; y sin perder el
ánimo, aceptó la Cartera dimitida por Navarro, y se apercibió a la lucha, la que no se le
ocultaba que sería a muerte.
El Gobierno creía contar con la fidelidad de los soldados Policía; y se
trasladaron a la Intendencia, el Encargado del Ejecutivo, los Ministros Andrade, Tobar
y Díaz, muchos empleados subalternos, un grupo de conservadores tobaristas y
algunos jóvenes liberales partidarios del nuevo Ministro de Guerra.
Cundió la alarma de un extremo al otro de la Capital; y las ruidosas
manifestaciones en favor del General Plaza, preparadas y ejecutadas por su facción
en las primeras horas de la noche, confirmaron y robustecieron los temores del público.
Julio Andrade, denodado y entusiasta, no dudó un punto de la victoria; y se
ocupó sin cesar en el plan de combate que debía librar a la mañana siguiente, o tal vez
en la misma noche. Pero, Plaza y Navarro lo tenían minado todo; y las operaciones; del
Gobierno carecían de base.
El Comandante Arquímedes Landázuri, Jefe de Día, recibió órdenes e
instrucciones del General Andrade, para trasmitirlas a los jefes de los Batallones leales,
y para que él mismo distribuyera esas fuerzas en los lugares y forma que se le indicaron;
pero, lejos de cumplir estas instrucciones y órdenes, fue a rebelarlas al General Plaza.
Landázuri era ahijado, amigo y protegido de Andrade: esto tenía la más absoluta
confianza en aquél; y hasta la hora postrera, cuando le anunciaron que sus batallones no
se habían movido, no quiso creer que se le había traicionado.
La Policía estaba también corrompida; y cuando menos lo esperaban los
gobiernistas, estalló la revuelta en el seno mismo de la Intendencia, donde actuaba el
Gobierno en la seguridad de que lo rodeaban soldados leales.
No hubo sino un muerto, Julio Andrade: tal debió de ser la consigna; porque los
demás fueron amparados y hospedados por el mismo Plaza.

283 
 
A la una de la mañana todo había terminado; y el cadáver del General Andrade,
vilmente asesinado como los Aliaros, yacía en el Despacho de la Intendencia,
atestiguando lo que la criminal política de aquel entonces significaba.
Plaza llegó en esos momentos, y dirigiéndose a Freile Zaldumbide, le dijo:
“Usted estaba traicionándome en favor de los conservadores. Yo soy caballero y les
concedo garantías a todos”
Díaz y Barsallo fueron detenidos en la Artillería; Freile Zaldumbide y Pedro
Salvador se trasladaron al domicilio de Plaza; y a los demás se les permitió retirarse
libremente a sus casas.
Así terminó la revolución de Marzo que colocó en tan triste situación a la
República; y que fue manantial inagotable de males para el infortunado pueblo, cuya
sangre derraman sin escrúpulo los ambiciosos y los protervos.
En el primer momento se pensó en la dictadura de Plaza; mías, surgió el
obstáculo donde menos se temía, en el General Treviño, Jefe Militar del Guayas. El
presunto dictador, dirigióle a Treviño el telegrama siguiente, luego que se hubo
consumado el asesinato de Andrade:
“La guarnición y el pueblo de Quito sé pronuncia en este momento,
desconociendo al Encargado del Poder Ejecutivo y sus Ministros, expresando que lo
hacen por cuanto traicionaban al partido, liberal, entregándose con armas al partido
conservador. Espero que el Ejército y pueblo de Guayaquil reconozcan que este
movimiento, incontenible y exigido por el proceder injustificable del Dr. Carlos Freile
Zaldumbide, afianza las instituciones democráticas.
A poco rato, le refirió al mencionado Jefe de la 3ª Zona, todos los motivos que
había habido para la revolución; todos los esfuerzos que se habían hecho estéril mente
para separar al Gobierno del camino de la traición; todas las pruebas de que Freile
Zaldumbide y su camarilla iban a entregar aquella noche el poder a los conservadores.
Y terminaba su larga relación, con estas palabras que resumen el plan marcista, en su
más genuina expresión:
“Todos los notables aquí presentes, opinan por una Jefatura Suprema, para dar
un corte definitivo, dicen, a todas las intrigas y a todas las zozobras que Ha sufrido la
República. Deseamos que Ud. y tos liberales de esta ilustre ciudad nos den su
opinión. Recuerde usted que hoy es seis de Marzo. ¡Qué coincidencia! Aniversario del
más glorioso movimiento que se ha hecho el Ecuador en pro de la libertad
No puede, pues, quedar duda alguna de que el General Plaza hizo la revolución
para alzarse con la dictadura.
¡El, tan ardoroso defensor de la constitucionalidad! ¡El autor de tan negra
traición; después de haberse derramado la sangre de los Alfaros, injustamente llamados
traidores, y para extirpar de raíz las revoluciones, según decían!
Y, no obstante, ahí está su pensamiento claramente manifestado al General
Treviño; allí está su embozada petición de que las tropas de Guayaquil secundasen el
golpe de las de Quito, confirmando la dictadura que deseaba. ¿De qué otra manera
más categórica podía solicitar el concurso del Ejército de la Costa? ¿Cómo pudiera hoy
día torcerse el sentido de las frases que he copiado?

284 
 
Si el General Plaza rio hubiera querido ser Jefe Supremo, abría condenado hasta
la tentativa de proclamarlo, como lo hizo varias veces el General Eloy Aliare; le habría
dicho a Treviño que él no aceptaba, que no podía aceptar la dictadura que sus amigos le
ofrecían; más aún, le habría ordenado que impida cualquier manifestación semejante,
en las tropas de su mando; en fin, habría condenado abiertamente aquel nefando
proyecto, en presencia misma de sus partidarios de la Capital, con la alteza de iras y la
honradez republicana con que lo hacía el Caudillo radical, cuando alguno llegaba a
proponerle la reelección. Plaza hizo todo lo contrario: y sufrió una ignominiosa
repulsa, de parte del General Treviño, en los términos siguientes:
“Comienzo por recordarle que la víspera de salir de esa Capital, cruzamos ideas
con Ud., el General Navarro y el Ministro Intriago, relativamente a la situación; y al
preguntarme qué temperamento se debía adoptar, caso de que el Dr. Freile
Zaldumbide y días trataran de entregarse a los conservadores, por uno u otro
camino, les contesté: que no debía romperse el nexo de la constitucionalidad en
ningún caso; pero que, si se presenta aquella, situación, se le debía obligar a Freile
Zaldumbide a dimitir, y que se encargara del mando supremo el Presidente de Cámara
de Diputados . . . Yo, y todos los leales defensores de Constitución, no arrastraremos
jamás por el fango de la traición nuestra dignidad militar y personal, ni nuestras
insignias militares. Ud. sabe que le estimo en altísimo grado, pero estimo, en mucho
más el nombre que debo legarles a mis hijos. Los Jefes de las unidades militares de esta
plaza, están presentes; y me encargan decirle que conmigo deploran que los extravíos
del Ejecutivo; hayan creado esta situación violenta, con la que no podemos ser
solidarios.
Buena lección la que recibió Plaza; pero, guárdese Treviño: el barbacoano ni
olvida ni perdona; y se aprovechará de la primera oportunidad para castigar, como él
sabe, estas demostraciones de hombría de bien que le quemaron el pan, cuando ya
estaba a punto de comerlo.
Es que la revolución de Marzo se vino tramando desde muy atrás; puesto que
dicho General se refiere a conferencias habidas al respecto, con Plaza, Intriago y
Navarro, en la Capital. No es cierto, de consiguiente, que hubiese sido un movimiento
espantándole la guarnición de Quito, como lo afirmaba el General Plaza, con el fin de
no aparecer él como motor de aquella escandalosa y criminal revuelta.
Tampoco era cierto que el pueblo hubiera tomado parte alguna en el susodicho
movimiento; puesto que ningún ciudadano coadyudó en nada a la cuartelada de
Marzo, si exceptuamos un pequeño grupo de exaltados demagogos siempre listos a
secundar las fechorías del General Plaza.
Por lo contrario, Quito en masa, lo mismo que toda la pública, condenó y execró
la conducta aleve y punible del Comandante en Jefe del Ejercito, a quien se le acusó
sin discrepancia, desde el Carchi al Macará, de haber mandado matar cobardemente a
Julio Andrade para vengarse de los amargos reproches que éste le había dirigido pocas
horas antes, y para verse libre de un competidor que le habría cerrado las puertas del
Capitolio.
No hubo quien no señalase en alta voz las manchas de sangre que el crimen del 5 de.
Marzo dejó en las manos de Plaza: aún los que miraron impasibles el asesinato de los

285 
 
Alfaros, rompieron entonces su misterioso silencio y protestaron con airado grito
contra las nuevas iniquidades del Candidato traidor.
¿Por qué no se defendió Plaza? ¿Por qué no confundió a s acusadores?
Hasta el Arzobispo, si bien tímida y embozadamente, se amentó de la trágica
muerte de Julio Andrade; y a la voz del Pelado quiteño se unieron los gemidos y
protestas del clero, de generalidad de los tradicionalistas y, sobre todo, de la prensa
que se llama católica. El conservadorismo fue el que se sintió más cómodamente
herido por el asesinato del General Andrade; y ese suelo tan inusitado y ostensible
por la muerte de un liberal, esas lágrimas derramadas por los mismos que se
regocijaron y aplaudieron las masacres de Guayaquil y Quito, fueron una revelación,
nos manifestaron cuanto habían esperado los tradicionalistas del triunfo eleccionario
del asesinado General.

286 
 
CAPITULO XVII

CAMBIO DI FRENTE

Plaza retrocedió en sus aspiraciones a la Dictadura, avergonzado y colérico por la


oposición de las tropas de Guayaquil; y Gonzalo Córdova, como ya lo había hecho Juan
Benigno Vela el 11 de Agosto, aconsejó continuar la irrisoria constitucionalidad que
había servido de manto a todas las iniquidades cometidas en aquellos últimos siete
nefastos meses. La prensa publicó que José María Ayora le había obligando a Freile
Zaldumbide a firmar una dimisión con fecha atrasada en un día, y cuyo fundamento
era a todas luces falso; puesto que no le había pasado por la imaginación al Encargado
del Ejecutivo el deseo de ausentarse de la República. Se procedió con Freile
Zaldumbide, como él mismo había procedido con Eloy Alfaro; y esta renuncia,
arrancada por la perfidia y la violencia, será testimonio permanente de que lo único que
perseguían los revolucionarios de Marzo era adueñarse de la Nación, sin pararse en los
medios, de igual manera que lo habían hecho los defensores de la Constitución en
Agosto de 1911,
Antes de que amaneciera, ya había otro Jefe del Ejecutivo. Francisco Andrade
Marín era un hombre que gozaba fama de honorable; pero, falto de principios definidos
y muy débil de carácter, creyéronlo los revolucionarios muy a propósito para
secundar sus planes políticos. En efecto, había servido a todos los Gobiernos,
conservadores, progresistas y liberales, sin desagradar a ninguno; y el General Alfaro
lo había colmado de honores, en atención a su manifiesto apoyo al radicalismo. Era,
de consiguiente, fundada la creencia de que hombre tan dúctil se había de prestar a
todas las exigencias del bando marcista; esperanza que se realizó con exceso, pues
llegó ese Presidente de la Cámara de Diputados, convertido en primer Magistrado de
la República por obra de una traición, hasta dirigir un Mensaje al Congreso,
justificando los asesinatos del 28 de Enero...
La muerte de Julio Andrade fue atribuida por Plaza a los conservadores: “Se
atolondraron y dispararon sus pistolas, dando muerte al señor General Andrade” le
decía a Treviño, en su telegrama de aquella noche. Esta como defensa anticipada,
cuando nadie le pedía explicaciones sobre la muerte de su rival, era un lapsus, un
procedimiento comprometedor; y, además, fundábase en una invención burda,
inverosímil a todas luces. Ninguno de los paisanos que estuvieron en la Policía, tuvo
tiempo para hacer uso de sus armas; puesto que el pronunciamiento de las fuerzas
reunidas en aquel cuartel, fue una sorpresa para el Gobierno y sus adictos. Disparar
un solo tiro contra los rebeldes, habría sido provocar la Lucha, como si dijéramos en
campo cerrado, a muerte; y habríase derramada la sangre a torrentes, de una y de otra
parte.
Y no hubo lucha alguna, no hubo heridos, no hubo sino un muerto: y esta única
víctima fue Julio Andrade, el contendor del General Plaza, el que horas antes lo había
humillado en público, a presencia del Gobierno.

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Si el tiro que lo victimó no fue deliberada y diestramente dirigido a su pecho,
tendríamos que convenir en que la casualidad se había encargado de vengar á Plaza, de
libertarlo de un odiado rival, de dejarlo solo y triunfador en el palenque eleccionario,
de romper la única espada que podía oponerse; en, adelante, a la tiranía y ambición del
Comandante en Jefe. Esta casualidad extraordinaria habría sido, pues, inteligente y
enemiga del bando gobiernista; y habría mezclado la pérdida con la astucia, la crueldad
con la alevosía, para servir mejor los intereses del placismo.
Por otra parte, los conservadores que había en la Intendencia, en ningún caso
habrían disparado sus armas en dirección de los miembros del Gobierno al que se
proponían sostener; menos las habrían usado contra el General Andrade, en quien
fiaban en ese entonces, por grande que hubiera sido su atolondramiento.
Plaza se delató con impostura tan basta, y con su apresuramiento en señalar
los responsables de aquella nueva inicua inmolación: y tanto más, cuanto que
contradijo casi de seguida esta versión, la misma prensa placistas que, naturalmente,
debía haberse inspirado en las fuentes oficiales. En efecto, los principales órganos del
placismo atribuyeron después aquella muerte única, a la caída de un armario sobre la
victima; pero la opinión pública alzóse iracunda, y pronunció unánime el nombre del
verdadero asesino, desde las primeras horas del 6 cíe Marzo.
La muerte de Julio Andradé fue la gota de sangre vertida sobre el vaso lleno:
derramóse el líquido rojo y encendió la ira popular contra los protervos que iban
segando todas las cabezas sobresalientes de la República.
El marxismo quiso todavía insistir en sus burdas trapacerías para cambiar la
opinión y pasar por inocente en la muerte de Andrade, e hizo que el Encargado del
Ejecutivo ratificara esos embustes nada menos que en el Mensaje a las Cámaras
Legislativas de 1912; documento solemne con el cual se pensó destruir la convicción
pública y salvar de toda responsabilidad a los verdaderos asesinos.
Y Andrade Marín no puso, reparo en cubrirse de baldón con esa mentira oficial,
y constituirse en conplice del crimen del 5 de Marzo, a trueque de mantenerse en la
gracia de los nuevos dueños de la Nación. Hizo todavía más: obtuvo de la justicia
una declaración absurda, la que comunicó a los Legisladores, a manera de triunfo
conseguido, como si reclamara un merecido encomio por haber puesto en claro la
ninguna responsabilidad, de los malhechores a quienes servía. “El Juez primero de
Letras de esta”.
Otra cosa demuestra el telegrama del General Treviño; y Provincia, abogado de
intachable rectitud y probidad dice Andrade Marín, en el Mensaje mencionado
después de recibidas más de cien declaraciones de testigos, ha resuelto en estos
últimos días que no pesa contra nadie la responsabilidad de la casual y bien
deplorada muerte del General Andrade.
He ahí una víctima sin victimario, un crimen sin criminal responsable. Julio
Andrade cayó herido por una bala, a presencia muchísimos testigos, sin combate
alguno, sin choque de bandos opuestos, como consecuencia de un plan preconcebido,
con finés políticos determinados; y el probo juez, tan elogiado por Andrade Marín,
declara que esa muerte es casual y sin responsables...

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El Dr. Carlos R. Tobar ha publicado un pequeño opúsculo en Barcelona, con el
título de “El Mensaje del doctor don Francisco Andrade Marín al Congreso ecuatoriano
de 1912”; escrito en el cual, aunque sin salir de esa indecisión y timidez que
caracterizan las exposiciones de dicho ex Canciller, acusa terminantemente al General
Plaza de la muerte de su rival, y pone de relieve, así la falsedad, de las aseveraciones del
Encargado del Poder Ejecutivo, como la bajeza y prostitución política de dicho
magistrado.
Esta acusación, viniendo de donde viene, reviste suma importancia para el
historiador; y no es la única qué sale, como si dijéramos de casa, pues aun ciertos
amigos y partidarios del General Plaza no han podido menos que manifestar su
adhesión a las convicciones del público, relativamente a la mano que determinó la
muerte de Julio Andrade. Véase lo que el mismo Calle decía en “El Girito del Pueblo
Ecuatoriano”', edición del 15 de Enero de 1915, así como advirtiendo a los
competidores del Candidato oficial, que corrían el riesgo de ser asesinados como
Andrade, si persistían en revelarse contra la omnímoda voluntad de Plaza.
Por lo que hace a los conservadores, éstos presentan una larga lista: don Rafael
María Arízaga, don Carlos Alberto Aguirre, don Lautaro Aspiazu, etc., etc., verdaderas
ilustraciones de papel periódico. Pero los conservadores están idos. ¿Se suponen pues
que para ellos fabricamos los liberales el derecho de sufragio y la libertad electoral?
No les dejamos a gusto con Tobar, no obstante que este caballero protestaba ante el país
su impoluto liberalismo; les matamos a Julio Andrade, a pesar de que Andrade era de
cepa radical, ¿y les vamos a permitir a un canónigo como Arízaga, o a un Obispo in
partibus como " Aguirre? Y que los nuevos candidatos de oposición se tengan "
cuidado: hay cien modos de salir de un prójimo que molesta, y armarios caedizos y
balas perdidas son los que malogran a los napoleones inéditos…
Ciertamente que no cabe mayor cinismo en el incondicional defensor del
General Plaza: tan estragada la moral del placismo, que se tenía por legítimo derecho la
eliminación de los opositores al arbitrario querer del tirano. Así parece que pensaban
algunos placistas cuando sin empacho pregonaban aquel, derecho como arma
suprema y poderosa del Gobierno; arma que a todas horas estaba pendiente sobre los
más dignos y honorables ciudadanos si no inclinaban el cuello al yugo ignominioso del
que los gobernaba.
El Comandante Intriago, aquel sustituto de Navarro en el Ministerio de Guerra,
que tan ambiguo papel jugó en las tragedias Enero y Marzo de 1912, llegó a poner los
ojos en el solio presidencial, que Plaza había rebajado y envilecido tanto, hasta
colocarlo al alcance de quienquiera que quisiese ocuparlo. Plaza el mismo Plaza le
había ofrecido designarlo por su heredero en el poder; pero se lo prometió cuando
necesitaba el concurso de dicho Intriago para llevar a cima su política siniestra; y pasada
esta necesidad, se volvió atrás, lo destituyó villanamente, lo acusó como responsable
de los asesinatos de Enero, desahució sus pretensiones locas a la primera magistratura,
lo persiguió e hizo amenazar de la peor manera.
E1 testarudo pretendiente se mantuvo en sus trece, y se trasladó a Quito a
laborar por su candidatura, a pesar de la desatada hostilidad de su antiguo jefe y
amigo. Tan conocida la tenebrosa política del General Plaza, que todos temían por la

289 
 
suerte del audaz Comandante; y alrededor de estos públicos temores, corrieron las
noticias más extrañas y contradictorias, con relación al las cuales escribió Calle los
siguientes párrafos:
Corrió, hace días la noticia de que el candidato señor Intriago había sido
puesto en prisión...
Tan natural y verosímil nos pareció aquello, que ni un momento dudamos de
que así debiera haber sido.
¿Qué se hace con un hombre que molesta?
Eliminarlo, es claro: la eliminación es un principio de procedimiento que palpita
en el fondo de la política.
Solamente que hay diversas clases de eliminación: la temporal y la eterna; la
parcial y la completa.
Pondremos ejemplos: ¿estorba de modo formidable Julio Andrade? Pues se le
ha de dar un, balazo y se le echa un armario encima: el hombre no volverá, porque nadie
vuelve de ultratumba: eliminación eterna.
O bien: ¿estorba Valles Franco? Se le coge en una trampa y se le despacha a
balazos...
Importa menos que ello signifique la consumación de crímenes atroces. Es
cuenta del Régimen, y de esa manera se va salvando a la Patria y a los sagrados
intereses del partido liberal.
Ahora, ¿fastidia el conspirador tal o el conspirador cual, que juegan
inocentemente a cartas vistas? Pues para eso se hizo precisamente el Panóptico, para
los hombres bravos y los corazones patriotas… Eliminación temporal, porque sólo la
muerte no tiene remedio, y del presidio se sale a veces a campos floridos de
reivindicación y represalia. Y hasta próxima fecha.
Y esto se llama método de eliminación completa: especie de dosis de helecho
macho contra la permanencia de tenias imposibles…
Son los grandes rasgos del proceder eliminatorio. En medio quedan los
asesinatos irresponsables, las “razias” de revolucionarios para relleno de la
Penitenciaría y de todas las cárceles y Jugares de prisión, las persecuciones,
confinamientos y destierros.
No; Intriago no ha sido siquiera preso; después de todo, es muy poco hombre en
cuanto a sus arrestos y significación política, para que le derriben y le cubran con un
armario. Él lo sabe; porque él fue uno de los ministros de la ignominiosa y equívoca
jornada del cinco de Marzo, que el faramalla de Plaza, con la inconsciencia truhanesca
que le distingue, se atrevió a comparar en un documento público, con… ¡cristianos!..
¡con el SEIS DE .MARZO DE 1845!
He aquí al mismo abogado del General Plaza acusándolo terriblemente;
describiendo con rasgos de sangre el sistema polillo de ese hombre funesto que se
impuso por el terror y por muchos años a la República; que no se detenía en desatar
ninguna dificultad, pues le era más fácil cortar el nudo, aunque se le marcara la frente
con el más ignominioso estigma. El tono de ligereza ironía de este escrito, no cambia en
manera alguna el fondo de mi formidable acusación, lanzada al público tal vez una hora
de margas decepciones, en el deseo de vengar ofensas e ingratitudes de su cliente, o

290 
 
acaso bajo el peso de atormentadores remordimientos; porque no lo olvidemos es Calle,
el apoyador de los actos de Plaza, quien ha trazado las sangrientas líneas copiadas, y
que bastan para pintar la fisonomía moral del defensor y del defendido.
Continuemos el examen del asesinato del 5 de Marzo, que dejó abierto y
expedito el acceso al Capitolio.
peso de este nuevo crimen inclinó la balanza en contra del General Plaza:, lo
transformó en objeto de execración pública, en blanco de los ataques de todos los
partidos y de todos los hombres de bien. Sin embargo, si hemos de juzgar los
efectos de aquella iniquidad, con criterio desapasionado, es fuerza reconocer
plenamente que la cuartelada de Marzo evitó la entronización del tradicionalismo en la
República. El derrocamiento de Freile Zaldumbide, Díaz y Tobar, fue la ruina de las
esperanzas conservadoras; y la prueba está en que los mismos que tanto aplaudieron
inicua revolución del 11 de Agosto; los mismos que se regocijaron con los crímenes
espantosos de Enero; los mismos que apoyaron la candidatura de Tobar y se creían ya
dueños de la Nación; esos mismos clericales de la coalición antialfarista, fueron los
mayores acusadores del golpe marcista, los inconsolables gemidores por aquel desastre.
Cuando las matanzas de Montero y los Alfaros, no hubo una protesta, no hubo
una frase de reprobación para maldades tan inauditas: el silencio del clero, de la junta
Patriótica, de los Directorios conservadores, aprobó, digámoslo así, aquellos actos de
canibalismo ignominiosos. Pero, acaeció el asesinato de Andrade; vino la caída del
gobierno traidor al liberalismo, y las protestas llovieron, el clamor clerical ensordeció
la República, la prensa conservadora levantó la voz contra el General Plaza, y no ha
cesado en sus maldiciones y gemidos hasta ahora.
Si todas estas protestas y vocerío del clericalismo eran únicamente efecto de la
indignación contra el crimen, si eran brote exclusivo de la moral y el patriotismo
ofendidos, lo mismo debió suceder después del 11 de Agosto y del 25 y 28 de Enero;
porque crimen fue la revolución coalicionista contra el gobierno constituido de Alfaro,
crímenes espantosos fueron los asesinatos y profanación de los cadáveres de los
Generales que capitularon en Durán. ¿Hay acaso diferencia moral entre traición y
traición, re felonía y felonía, entre perfidia y perfidia? ¿Qué diferencia hallan los
clérigos y los conservadores entre asesinato y asesinato, entre sangre y sangre
criminalmente derramadas? ¿Tienen los ultramontanos diversos criterios para juzgar y
medir un crimen, según les sea perjudicial o ventajoso?
Es evidente que las iras y los plañidos de los conservadores nacieron del
malogro y desvanecimiento de sus esperanzas; del naufragio total de sus
combinaciones políticas, que no de lo inicuo del proceder de los revolucionarios de
Marzo. El bando clerical templa impasible o regocijado, cualquier ofensa a las leyes,
moral, a la humanidad misma, si de la transgresión ha de reportar ventajas; pero, se
aíra, llora, grita, se muestra implacable, ante el fracaso de sus maquinaciones o el
deterioro de sus intereses de secta.
Este fue el secreto de su impasibilidad y aún contento, en presencia de los
descuartizados cadáveres del 28 de Enero; y de indignación patriótica permanente
contra la cuartelada del 5 de Marzo. Lo único verdadero que ha dicho Plaza, durante
esta larga época de iniquidades y sangre, es que el Gobierno de Freile Zaldumbide

291 
 
trató de traicionar la causa liberal y entregar maniatada la Nación a sus peores
enemigos, los sectarios de García Moreno y de Caamaño.
No se podría afirmar que Julio Andrade hubiese entrado abierta y
deliberadamente en esta conspiración contra la causa del pueblo, contra los principios
liberales que, más o menos pronto, han de completar la redención del Ecuador; pero
aceptar una candidatura que había de producir por fuerza el mayor fraccionamiento del
Partido redentor, y ahondar así, todavía más los abismos que ya separaban a las
facciones nacidas de la guerra civil última, allá se iba con cederle la victoria al
conservadorismo, unido y fuerte en aquellos momentos, y como nunca resuelto a
descargar un golpe de muerte sobre su desangrado y casi moribundo antagonista.
Quizás Andrade no haya pensado ni por un momento capitular con el
tradicionalismo y llegar hasta el punto de arriesgarse gozosamente la Bandera Roja;
pero aceptar el apoyo del clero los conservadores más encarnizados con el partido
radical, para derrocar al General Plaza y subir al poder sin tropiezos, equivalía caer
voluntariamente en la red, a entregarse mansamente en manos de su poderoso aliado
hasta ayer enemigo irreconciliable mortal; a quien le habría debido la magistratura
suprema y, por el mismo caso, una gratitud rayana en dependencia, que el mando
clerical hubiera sabido explotar a más y mejor en provecho la reacción garciana.
¿Se habría contentado el conservadorismo con la platónica gratitud del General
Andrade, con las simples garantías que le hubiese acordado, por amplias y
extraordinarias que fueran, cuando el nuevo gobierno hubiera en realidad nacido al calor
y amparo de la clerecía? De ningún modo: esta clase de alianzas resultan siempre
carísimas, ruinosas; y la ambición de los apoyadores de la candidatura Andrade habría
querido nada menos que ir a la parte con su protegido, en la administración de la cosa
pública, adueñarse de las fuerzas del Estado, poner, en fin, los cimientos más firmes a
la restauración de la teocracia que Alfaro había con tantos sacrificios derrocado. Y
donde no, el airado conservadorismo habría vuelto la espada contra el pechó de su des
leal o desagradecido aliado; y tornándose a ensangrentar la República....
La idea de traición brotó en el cerebro de Díaz, se robusteció con el apoyo de
Tobar y Rendón Pérez; y se transformó en proyecto político, decidido y firme, cuando
sus Ministros le hicieron ver a Freile Zaldumbide, que no había otro medio de destruir a
Plaza y mantenerse en el poder.
Julio Andrade fue buscado como auxiliar poderoso, como militar de indiscutible
prestigio, y con el fin de oponerlo al General en Jefe rebelde. La camarilla de Freile
Zaldumbide procedió con refinada falsía; y llegó a lisonjearse de haber encontrado un
instrumento adecuado para dar cima a sus combinaciones políticas; instrumento que
arrojaría lejos cuando ya no lo necesitase. Repito que Julio Andrade cometió el más
grande y lamentable error, al inmiscuirse en una política tan turbia y comprometida; ya
que unirse tan íntimamente con el Gobierno, en esos momentos y después de todo lo
acontecido, era aceptar verdadera solidaridad con los gobernantes, y caer en caso de
menos valer, en el concepto de propios y extraños. El General Andrade no vio nada
de esto, no investigó los móviles de los miembros del Gobierno, no se cercioró si era
buena o mala la ley de aquella política, no examinó los quilates de la adhesión de los
conservadores; sino que, con el candor de un niño, o la ceguedad del ambicioso, les dio

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entero crédito a esos urdidores de tramas, inverecundos y falaces; y se entregó en
manos de ellos, abandonándose a la corriente. Diríase que, al obrar así, se condenó él
mismo a la muerte; porque, si los marcistas no lo hubieran asesinado, habría caído,
más o menos tarde, si los golpes del tradicionalismo; si fiel a la causa democrática se
hubiera opuesto, después de ascender al solio presidencial, a las pretensiones de sus
aliados, y convertidos en obstáculo para que la clerecía se adueñara otra vez de la
Nación.
Y en caso de apostasía y claudicación de Andrade, hubiéramos tenido también
nosotros un Rafael Núñez, y visto cómo la generación ecuatoriana que tanta sangre y
sacrificios ha costado, se venía a tierra a los golpes de piqueta dé uno dé nuestros más
distinguidos liberales; lo cuál habría sido peor y más funesto para dicho General, que la
muerte alevosa que recibió en cuartel de Policía.
Un abismo conduce a otro abismo; un error, a otros muchos errores: Julio
Andrade se equivocó al colocar el pie en la resbaladiza pendiente; y dado ese primer
paso, por un fatal encadenamiento de sucesos, descendió prematuramente al sepulcro,
dejando tras de sí muchos enigmas históricos, que acaso no puedan ser descifrados para
disipar las nubes que envuelven su memoria, ensombreciéndola sobremanera.
Llegaron los comicios; y el General Plaza, sin competidor; y sin obstáculo,
triunfó en todas partes. El pueblo se abstuvo de votar; más, sufragarán los soldados y los
partícipes del Erario; y fraude electoral multiplicó prodigiosamente los votos.
Buena parte de los conservadores, que no pudieron resignarse a continuar alejados del
presupuesto nacional, volvieron los ojos a Plaza, después de de la catástrofe del 5 de
Marzo; e intervinieron en ésos mudes eleccionarios, en esas falsificaciones de actas,
indispensables para elevar a lo sumo el número de sufragantes y manifestar la gran
popularidad del elegido. “El Ecuatoriano” de Guayaquil, como ya lo hemos visto, es
quien confiesa estos hechos vergonzosos, al impugnar la opinión del señor Crespo
Toral sobre la conveniencia de rodear al General Plaza; de manera que había cleriales
de rastreras ambiciones, que se iban solamente en busca de un mendrugo, sin reparar
en la mano que les extendiera el bocado ¡No les repugnaba el pan, ni manchado con
inmundicias y sangre!...
A la hora en que estas páginas escribo, todavía es Plaza, jefe de partido; pero
este famoso partido ha degenerado en gavilla, compuesta de la hez de nuestros bandos
políticos. Conservadores sin dignidad y sin otra aspiración que el sueldo; liberales
desacreditados por sus malas fechorías, traidores al genuino radicalismo y sin más
medios de subsistencia que la política; antiguos progresistas, desesperados con su larga
cesantía, son los únicos partidarios que le han quedado al héroe de Naranjito. Y aún
antes, cuando el poder estaba en sus manos, sus empleados de más aviso, sus
legisladores, sus periodistas, fueron nulidades absolutas, individuos cotizables a bajo
precio, tránsfugas declarados de la causa popular; rara, muy rara la excepción de
hombres bien repudiados que, tal vez por debilidad de carácter, por interés de parido,
por compromisos de amistad personal, llegaron a tornar parte en la administración
placistas. La honradez, la moralidad, el pundonor, mantuviéronse por lo general
alejados de ese gobierno que la opinión del país condenaba, y que aun fuera dé la
República era mirado con horror.

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Jamás parcialidad política alguna ha inspirado más profundos sentimientos de
aversión que el placismo, después de los luctuosos acontecimientos de 1912; y
hemos visto que los hombres de ese partido han venido perdiendo terreno en la
estimación pública, como si rápidamente descendiesen a su merecido término, la lógica
de los hechos es indefectible; y esta severa lógica, que se traduce siempre en sanción
inevitable, recibe el nombre de justicia de Dios, para los que en Dios creemos. Quizá
tarde el castigo, pero llegará infaliblemente, y por demás terrible. Quizás esos
hombres arrastren todavía largos días de impunidad y oprobio; pero al fin el peso de
la mano justiciera caerá sobre ellos con el rigor que merecen.
Allí están las páginas de la Historia, el peor de los castigos para los grandes
criminales: pasar, de generación en generación, odiados y maldecidos por todos los
hombres de bien, causando horror y escalofríos a la Humanidad, constituye un suplicio
eterno, una tortura dantesca sin liberación posible, una pena que supera infinitamente al
golpe de hacha que arranca la vida del cuerpo sobre el patíbulo. ¡Ay! de los que
inscriben su nombre, con caracteres sangrientos, en ese como padrón de perdurable
ignominia, el cual es impotente hasta la destructora acción de los siglos…
Y parece que el placismo ha temido también la suerte de los precitos de la
Historia, pues ha querido falsear de todas maneras los ensangrentados anales de Enero y
Marzo, y rehuir así el terrible castigo. Ha forjado pruebas justificativas con
precipitación vertiginosa; ha pagado plumas venales, y encargándoles que difamasen a
las víctimas, que arrojasen su sangre, ora sobre el clericalismo, ora sobre Freile
Zaldumbide y sus Ministros, ora sobre el pueblo de Guayaquil y Quito, es decir, sobre
la patria misma, cuya limpieza y decoro debían respetar. Todo inútil: la condenación
fulgura con letras de fuego en su misma defensa que, al fin y al cabo, resulta acusación
irrefutable. En el atolondramiento de la victoria, cuando todo parecía sonreírles, cuando
su poder era omnímodo, cuando nadie les inspiraba temor, los hombres del placismo
olvidaron toda prudencia, hasta ese instinto peculiar dé los criminales, y se descubrieron
insensatamente; publicaron aun documentos que debieron destruir, documentos que
contienen confesiones irretractables, documentos que ya no pueden borrar ni retirar del
proceso histórico contra los asesinos de Enero y Marzo.
El mismo General Plaza ha procedido a tontas y ciegas en ni personales
alegaciones, como ya lo hemos visto en los anteriores capítulos: ha negado hechos
evidentes, presenciados por numeroso pueblo, por testigos libres de tacha; se ha
contradicho a cada paso, y sin que nadie le repreguntase; se ha convertido en acusador
aún de sus aliados y servidores; ha tenido cuasi lágrimas para las víctimas caídas a
manos del crimen; y de esta confusión de ideas de este amontonamiento caótico de
imposturas, de esta aglomeración impudente de acusaciones, de hipocresías, de alardes
de nobleza y magnanimidad, ha salido más y más comprometido en los sucesos que
quería arrojar lejos de sí.
Sus más hábiles defensores como Calle, Nicolás Augusto González, Gonzalo
Córdova han seguido el mismo sistema; pero por sendas diversas, poniéndose en
oposición no pocas veces, tropezando aquí y tropezando allá, con toda la incoherencia
y la vaguedad, la falta de lógica y la mala fe, propia de abogados de una mala causa,
de una causa indefensable y perdida. Y uno de estos abogados Calle no se paró ni ante

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el prevaricato; puesto que varias veces, sin que podamos señalar con certidumbre los
motivos, traicionó la confianza de su cliente, revelando al público sus secretos,
trocándose en verdadero y terrible acusador, como hemos tenido ocasión de notarlo en
los escritos insertados en este libro.
Ya hablé de la negativa del General Plaza, respecto a que no había partido de
él la orden de prisión de los Generales comprendidos en la Capitulación de Duran;
negativa contradicha solemnemente por sus propios telegramas, dirigidos al Gobierno, a
Gonzalo Córdova, a Lino Cárdenas, al Gobernador de Latacunga, etc. A esta negativa
se aferró dicho General, haciendo de ella el escudo de su defensa, cuando la viuda del
General Serrano acudió al Congreso, acusando a los asesinos de su marido inocente. Y
no le arredró a Plaza ni la convicción de que podía testimoniar lo contrario toda la
ciudad de Guayaquil, que había presenciado con asombro, cómo fue él quien por
propia iniciativa, quebrantó el Pacto de Duran, mandando a capturar a los Generales
vencidos, que habían confiado ciegamente en la palabra de honor empeñada por el
General en Jefe vencedor; y los mantuvo presos hasta entregarlos a Navarro para
que los enviase a Quito. No le hicieron cejar ni las declaraciones de sus mismos
esbirros, que habían recibido y cumplido la orden de prisión de las víctimas destinadas
al sacrificio; declaraciones que obtuvo judicialmente un Hijo del General Serrano,
para apoyar la acusación propuesta por su señora madre.
Ningún hecho más plenamente probado que esta felonía; sin embargo, los
legisladores que escogía Plaza para formar sus ingresos, faltos de dignidad y vergüenza,
aceptaron tan audaz negativa, como verdad incontrovertible.
He aquí un ejemplo del sistema defensivo del placismo; el que, seguro de la
aprobación plena de esos Congresos ad-hoc, hacía burla de la opinión pública,
escarnecía hasta el buen sentido 1 pueblo, pisoteaba todo principio de moral, y juzgaba
temerariamente que de ese modo le era posible falsificar la Historia y engañar a la
posteridad. Trabajo estéril, audacia sin consecuencias favorables, triunfos congresistas
por demás efímeros y contraproducentes; porque, como dice el General colombiano
Sánchez Núñez, en su libro “Fuego y Sangre”, escrito a raíz de los arrastres en Quito, el
dedo de Dios está señalando a los asesinos del más ilustre de los ecuatorianos, y
exigiendo su castigo.
¿Queréis más pruebas de la culpabilidad del bando placista? Bastaría para
condenarlo su constante y tenaz oposición al esclarecimiento de los crímenes de Enero
y Marzo: ha corrompido a justicia sin perdonar medios, ha precipitado a muchos
desventurados en la prevaricación y la infamia, ha impreso sobre estos tribunales
inferiores una marca indeleble de oprobiante servilismo, llevado hasta amparar a los
malhechores y ocultar las mismas infracciones que debían castigar inexorables y rectos;
y todo esto sería inexplicable si dicho partido hubiera sido ajeno a la comisión de las
iniquidades de que tratamos… ¿Por qué poner peño en la impunidad de atroces delitos
que afrentan a la misma República, si no tiene ligamentos con el crimen y los
criminales? Ahí está la acusación fiscal de Pío Jaramillo Alvarado, ante tribunal de
Jurados, que juzgó al zapatero Montenegro, señalando la prevaricación de los jueces que
organizaron esos procesos de farsa.

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Gomo si se hiciera una suprema y forzada concesión al general clamor contra los
asesinos de Enero, un Congreso de Plaza fingió interesarse en la investigación de
aquellas horripilantes iniquidades; y nombró al Senador Napoleón Velásquez para que
estudiara los procesos respectivos, y presentara su informe al Congreso venidero, es
decir, dentro de un año.
Este comisionado especial era el menos adecuado para tan delicado cuanto tardío
encargo; ya por su falta de luces y energías, ya porque perteneció a los que pidieron la
traslación de los prisioneros a la Capital, donde les aguardaba la muerte. La firma del
Senador Velásquez, puesta al pie de un telegrama sangriento, de esos que en aquellos
días de horror recibía el General Plaza en Guayaquil, debió haber sido la razón única
de aquel nombramiento sarcástico con que el placismo pretendió engañar a los
ciudadanos que pedían justicia.
Sin embargo, enemistado Velásquez con Plaza, resolvióse a presentar su
esperado informe al Congreso de 1913. Apenas puede darse un documento más insulso
ni deficiente que éste: vacío ideas y doctrina, falto de elevación y criterio, sin un átomo
de energía y decisión, paupérrimo aun en datos procesales, el informe susodicho revela
únicamente la pequeñez de alma del comisionado y su hábito de servilismo ante el amo.
Voy a buscar dos o tres pasajes, únicos en que hiere de paso la cuestión capital,
quiere decir, la falta de imparcialidad de los jueces y la acción de la autoridad política
en el enervamiento de la investigación judicial.
Se han decretado prisioneros a porrillo, dice Velásquez diligencias de careos;
se han presentado coartadas, repreguntas defensas, etc.; después, las consabidas fianzas
carcelarias y aceptadas por los jueces dé derecho, según su criterio, se les ha puesto en
libertad a los procesados, pues consta de autos que no existe ya ni un solo preso...
Por excitación de las Cortes Suprema y Superior del Pichincha, hanles dado
cuenta los jueces instructores de la demora y estado del juicio, pero sin eficacia.
De modo que sustanciándose todavía la parte sumaria del inicio, alrededor de
DOS AÑOS pues las indagatorias de los magnates residentes en el lugar y en Europa,
están por receptarse más que a negligencia censurable de las autoridades, debe atribuirse
la eternización de la causa a las corruptelas abogadiles...
Oh, sí fiscal fuera yo, tal vez no andarían campantes los implicados y señalados
con el dedo de la opinión imparcial y revistiera la calidad de juez, la justicia de Astrea
estaría coronada y arrastrarían los delincuentes de coturno la cadena del presidiario…
Y nada más: da lástima que un Senador de la República hubiera sido tan débil o
tan incapaz para elevarse a la altura de la noble misión que se le había confiado: cobarde
o desposeído de inteligencia, ello es que sacrificó la causa santa de la Justicia prestó
apoyo acaso sin ánimo deliberado a los planas de litación e impunidad de los crímenes
de Enero y Marzo.
Mientras tanto, uno de los acusados se quejaba de que la justicia cerrara los ojos
sobre la culpabilidad de los poderosos y quisiera inmolar únicamente a los pequeños,
aun sin pararse ante inocentes: he aquí lo que decía el defensor de Luis Salvador
Martínez, en el folleto que ya he citado, y que lleva el título de “Una Víctima
Expiatoria:

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Ah, el criterio de nuestros jueces que, tal vez, en busca de aura popular llenan
fórmulas rutinarias y escarnecen la justicia universal, la honra y la inocencia.
La justicia, en esta ocasión más que en otra, ha prescindido en lo absoluto de
inquirir por los medios y fórmulas legales, quienes fueron los que prepararon y
dispusieron la muerte y las piras de las víctimas del 28 de Enero. Se ha llenado de
acatamiento e indulgencia para los que forman la corté de los intangibles que habitan el
inexpugnable castillo del poder, del oro y la sangre privilegiada; y completándose de
santa indignación, ha descargado su brazo sobre el débil...
Y esta ha sido la acusación unánime contra la justicia, vendida por completo a
los interesados en echar sombras impenetrable sobre dichos crímenes y dejar en la
impunidad a los asesinos, falseando hasta la historia con, fallos inicuos documentos
contratos, alegaciones falaces invenciones calumniosas y trapacerías infames y burdas.
¿Quiénes tan poderosos para torcer de esta manera la conciencia de los jueces, la moral
fe los escritores públicos, el testimonio de los que presenciaron la perpetración de las
masacres, en fin, para imponer silencio: a las leyes y conceder impunidad absoluta a
quienes estaba reclamando el grillete de los presidiarios?
Indudablemente, sólo los dueños del poder, los dispensadores de sueldos
cuantiosos del Erario, los que disponen a su antojo de la suerte de la nación: esos,
únicamente esos han podido llevar por todas partes la corrupción en triunfo y comprar
la conciencia de las mayorías en la Legislatura, los tribunales, la prensa; los que han
podido pagar el prevaricato a peso de oro, remunerar dispendiosamente el perjurio y la
bajeza, adquirir dominio sobre la voluntad aún de personas que, por sus antecedentes,
creíamos incapaces de confundirse con los más detestables malhechores.
El bando placista puso pública escuela de venalidad y corrupción; y ni siquiera
hizo misterio de su labor corruptora, de su acucia y largueza en premiar y proteger a los
bribones que le secundaron. El Subteniente Alipio Sotomayor se prestó al acto
cobarde de herir de muerte al desventurado General Montero, y en seguida se le
concedió un ascenso en el Ejército; contándolo entre sus más mimados servidores, a
pesar de las acusaciones del público y aun de los requerimientos de la justicia; porque
para honra del llenador hubo un jaez que intentó cumplir sus augustos deberes, mal
que les pesara a los dueños de la República.
El Juez de Letras del Guayas, doctor Alberto Hidalgo Gamarra, se propuso
volver valerosamente por la honra y la independencia del poder judicial, aun a riesgo
de dar con su persona el Panóptico, o salir al destierro; y se empeñó en esclarecer y
castigar el asesinato de Montero, desplegando en tan peligrosa empresa una
energía y actividad dignas de todo encomio. Pero su saludable y no imitado afán
escolló en las argucias del poder, empeñado también en el ocultamiento y salvación
de los asesinos: ahí estaba el placismo, ojo avizor, para burlar arteramente, o por la
fuerza, todo conato de la justicia, en orden a descubrir y penar los responsables de esos
inauditos atentados. ¿Qué podía lograr la entereza del Juez Hidalgo Gamarra, teniendo
en contra al poder ejecutivo, que empleaba todos sus múltiples y grandes recursos para
tomar estéril la acción de los tribunales?
Constaba en el proceso que Alipio Sotomayor fue quien disparó sobre el
General Montero, hiriéndolo mortalmente: abundaban los testigos de hecho tan infame;

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y, sin embargo, ese oficial asesino había sido agraciado con el grado de Teniente, y
continuaba sirviendo para afrenta del Ejército Ecuatoriano en el batallón “Córdoba”
acantonado en la ciudad de Ibarra .
Importaba la captura del criminal, y el juez ordenó su inmediato arresto. Pero,
como preso el mentado Sotomayor podía revelar comprometedores secretos, el
placismo puso en juego todo género de resortes para evitar esa prisión, y hasta sé olvido
de esa reserva sistemática en sus procedimientos, y obró a toda luz, como si de
contrariar las órdenes judiciales dependiera la salvación de su caudillo. Todas las
autoridades de la provincia de Imbabura, así civiles como militares, desoyeron la voz
del Juez Hidalgo Gamarra y burlaron la orden de prisión expedida contra el asesino
Sotomayor, con cinismo equivalente a un público ultraje a la moral y a la civilización.
Hidalgo Gamarra acudió al Ministro de Estado en el Despacho de Justicia: pero
tampoco fue escuchado ni alcanzó el menor apoyo para cumplir sus deberes; sí bien,
estas gestiones dejaron irrefutable constancia del interés oficial en mantener en las
tinieblas los asesinatos de Enero, y evitar a todo trance la acción vindicadora de la
Justicia. Sotomayor desapareció; pero luego se supo que se hallaba en la ciudad de Loja,
en el goce de una licencia concedida por el Ministro de Guerra, precisamente en los
días en que la justicia lo reclamaba. Y temiendo que Hidalgo Gamarra insistiera en
perseguirlo, se le dio de baja, por no haberse presentado al terminar la licencia. Tornó a
perderse el asesino, y hasta se creyó que los secretos que poseía los había, como otros
muchos, tragado la sepultura. Pero ascendió al poder Gonzalo Córdova, y uno de sus
primeros actos fue llamar al servicio al Teniente Sotomayor, al que destituyó la revuelta
de Julio de 1925. ¿Dónde estará hoy aquel homicida impune?
El placismo se ha delatado torpemente con estos mal meditados manejos; ya
que, si nada tenía que ver con los asesinos de Montero, no había para que patrocinar de
manera tan escandalosa y temeraria, colocándose de frente contra el Poder Judicial, a
quien debe auxilio oportuno y eficaz. La firmeza de Hidalgo Gamarra sí no obtuvo la
debida aplicación de las leyes y una cumplida satisfacción de la sociedad ofendida,
consiguió desenmascarar a los responsables de la muerte de Montero, poniéndoles ante
ese tribunal que ni se engaña ni perdona, y que pronuncia fallos eternos, como la
Historia.
Hidalgo Gamarra sintetizó sus gestiones y las contrarias en una nota dirigida al
Ministro de Justicia; documento de suma importancia para establecer responsabilidades
históricas y, que por lo mismo, voy a copiar íntegro en este lugar. Esa nota sencilla y
enérgica, dice así:
“Guayaquil, Abril 4 de 1916. Señor Ministro de Estado en el Despacho de
Justicia. Quito. El 19 de Febrero en curso, y en cumplimiento de ejecutoria de la Corte
Superior de este Distrito, la Judicatura de mi cargo hizo extensiva, entre otros, al
Teniente Emilio Alipio Sotomayor, la criminal seguida contra los autores del asesinato
del General Pedro J, Montero, perpetrado en la ciudad el 25 de Enero de 1912”.
Con el propósito de regularizar el procedimiento y obtener la captura del
indicado Sotomayor, esta Judicatura inició una escrupulosa investigación cuyo
resultado fue el saber que dicho Teniente se encontraba en la ciudad de Ibarra,

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incorporado al Ejército nacional, en el batallón “General Córdova”, de guarnición en
esa plaza.
Con tales antecedentes, complementados con interesantes datos conservados en
este Despacho, líbrese un deprecatorio al Juez de Letras de dicha Provincia para que
procediese a capturar cumplir las órdenes enunciadas en relación con el indiciado.
Al propio tiempo, se telegrafió y ofició al Jefe de Zona de ese distrito militar,
solicitándole que, en cumplimiento de la ley, prestase su eficaz colaboración para que
las resoluciones judiciales tuviesen cumplida efectividad.
La Judicatura tomó esta medida con la mira de evitar al Juez de Letras
comisionado, dificultades que quizás entorpecerían su cometido. El silencio del Jefe de
Zona en referencia, hizo comprender al Juzgado que la autoridad militar de Ibarra no era
complaciente por lo menos al apoyo solicitado, y esta aprensión angustió más al
Juzgado cuando de manera extraña, sin precedente y dentro de una intromisión
nugatoria, fue recibido por este despacho un oficio del Comandante Proaño, primer Jefe
del batallón “Córdoba”, el que, suponiéndose de un oficio, dizque dirigido por el
suscrito, anunciaba que no podía acceder al arresto del Teniente Sotomayor por
encontrarse éste con licencia...
Establecido mediante el informe del Secretario del Juzgado, el hecho de no
haberse dirigido a dicho jefe oficio alguno, contéstesele la sorpresa que había causado
su comunicación, pues ni la Judicatura había procurado la intervención del oficiante
para la captura de su subalterno, ni la circunstancia de que un oficial goce de licencia
transitoria, podía inmunizarlo, sustrayéndole del alcance de la acción judicial.
Entre tanto, el Juez de Letras de Ibarra, prescindiendo de los medios legales
que la ley expresamente le atribuye para la efectividad de las resoluciones emanadas
del Poder Judicial, exculpaba su imposibilidad de cumplirlas, haciendo conocer a la
Judicatura un extraño oficio del Señor Don Ramón J, Villalba, Gobernador de la
Provincia de Imbabura, dirigido a dicho Juez con e1 llano y piso propósito de hacerle
saber que el oficial Sotomayor no estaba en Ibarra. Caracterizada así una situación, si
no, de resistencia, por lo menos de notoria rémora, ha insistido el Juzgado en
buscar la necesaria cooperación en el propio Jefe de lucha Zona militar el que, es
sensible decirlo, ni siquiera por mera cortesía a uno de los funcionarios del
Poder Judicial, ha dado aviso de la recepción de oficio o telegrama alguno,
manifestando así una franca abstención de apoyo, cuyo alcance ha tenido como
consecuencia, la ineficacia de toda providencia.
Ante esta situación, la Judicatura de mi cargo ha creído de su deber, para llegar
a una documentada finalidad, el llevar el conocimiento de usted estos particulares, a
fin de que, el celo justiciero de ese Despacho preste al Poder Judicial la cooperación que
tiene derecho, a fin de que sus providencias tengan amplio cumplimiento en cuanto
digan referencia al Ejército, concretando en este caso a la captura del Teniente Emilio
Alipio Sotomayor, oficial del batallón “General Córdoba”, acantonado en Ibarra.
El suscrito lleva la confianza de que el señor Ministro hará una interpretación
justa del espíritu que me anima a conducir hasta el Ejecutivo Nacional los reparos
comprensivos de los apiles anteriores, en los que no he tenido otro estímulo que hacer
efectiva la sanción reclamada por la Justicia, como necesario medio para definir

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responsabilidades que coloquen en su debido lugar a las personas y a la colectividad
nacional que tanto interesa el esclarecimiento del crimen a que he hecho alusión.
No terminaré sin hacer saber al señor Ministro que en la Judicatura Primera de
Letras del Pichincha, existe un despacho deprecatorio tendiente a la práctica de
diligencias varias relacionadas con jefes, oficiales y soldados del Ejército, cuya
comisión y por razones que ignoro no han llegado a su término, ya que no son
devueltas hasta hoy por el aludido funcionario. Dios y Libertad (f) Hidalgo Gamarra.
Publicado este oficio en los diarios independientes, el pueblo unánime levantó
la voz para acusar a los dirigentes del placismo; pero la acusación se perdió en el
vacío, pues, ni la Corte Suprema tomó medida alguna contra el Juez prevaricador de
Ibarra memos contra los demás favorecedores del asesino de Montero.
Cierto es que, de vez en cuando, «e deja ver algún destello de independencia en
las Cortes de Justicia; pero desaparece y se apaga enseguida, como fuego fatuo. Así,
por ejemplo, se ordenó que se hiciera extensiva la causa criminal por la masacre del 28
de Enero, a Octavio Díaz, Federico Intriago y Carlos Freile Zaldumbide, contra quienes
existían graves cargos en el proceso; pero esa disposición quedó sin efecto alguno;
porque, como el enjuiciamiento de actores tan principales en los acontecimientos de
Enero, podía ocasionar investigaciones que perjudicaran al caudillo marcista, un
Congreso ad-hoc declaró que no había lugar a formación de causa.
Vendidos y prevaricadores los jueces de instrucción arrastrados, y abyectos los
Congresos, la fuerza de las leyes quedó paralizada; y se amontonaron sombras sobre
sombras, encima de los cadáveres de Enero y Marzo, a fin de que ni el más tenue rayo
de luz, pudiera alumbrar aquel cuadro espantable y trágico.
Y entretanto, los que podían revelar el gran secreto, con tanta estrictez guardado,
iban cayendo, unos tras de otros, en el sepulcro, de manera misteriosa y prematura.
Rubén Estrada, el Director del Panóptico que, al decir del Comandante Urvina, se
jugaba suficientemente defendido con el oficio ministerial, en que se le había ordenado
no oponerse a la invasión popular, gozaba de envidiable salud; mas, a los pocos días de
la masacre, fue acometido de una desconocida enfermedad, que le privó de la vida en
horas contadas. Díjose que la causa de muerte tan súbita había sido una congestión,
hepática fulminante; pero faltó la confirmación médica de aquel raro diagnóstico oficial.
¿Qué fue del oficio en que el infeliz Estrada fundaba su futura defensa? Perdiose las
tinieblas de la tumba.
Parece que el Comandante Fernández, Jefe accidental de Zona en el Mes de
Sangre, tío se conformaba coa la nota de infamia proveniente de su actuación en el
terrorífico 28 de Enero; y que pensó en preparar una exposición documentada que lo
eximiera de responsabilidad en aquellos crímenes. Y durante la campaña de Esmeraldas
escribió esa memoria defensiva; pero tuvo la imprudencia de comunicar sus
pensamientos, y aun leer su manuscrito, a dos o tres de sus camaradas. No terminó el
segundo día sin que, de manera sorpresiva y sin motivo alguno, se presentara un oficial
en el alojamiento del ex-Jefe de Zona del Pichincha, y lo matase a balazos. Un Consejo
de Guerra declaró irresponsable al matador, calificándolo de loco; si bien, el pretendido
insano ha continuado en uso pleno de sus facultades y sin dar nuevas muestras de su

300 
 
demencia. ¿Qué fue del manuscrito revelador del Comandante Fernández? Perdiose
también entre las sombras de la muerte.
Diríase que el destino favorecía la impunidad; puesto que aún la sepultura que
no suelta jamás su priesa, que permanece eternamente muda se encargaba de ocultar las
pruebas del crinen. Empero cuando las iniquidades son tan extraordinarias y clamorosas
como las del mes sangriento, suele surgir la voz acusadora del fondo mismo de las
tumbas, porque la mano de Dios desgarra el tenebroso velo que las oculta.

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CAPITULO XVIII

EL IMPERIO DEL TERROR

Plaza subió al poder por escalones bañados con sangre; y no podía ser este un
antecedente que hiciera esperar de su gobierno, fruto alguno que no fuese amargo para
el país.
Por desgracia, en el desenvolvimiento de la maldad humana, los actos
delictuosos se suceden unos a otros, en series continuas de acometidas a la moral y al
derecho, como si cada una de ellas fuera la consecuencia necesaria del anterior delito, y
llevase a su vez, el germen fecundo de ulteriores, y acaso más graves atentados. El
crimen se alimenta del crimen, bien así como la tiranía ha menester la tiranía para
subsistir; tanto que pudiera decirse que la vida de los perversos se extinguiría fuera de la
mefítica atmósfera del mal. La lógica de la delincuencia parece de acero: romperla,
equivaldría a perecer.
La facción triunfante no se habría sostenido ni un mes en el asaltado Capitolio, si
no hubiera empleado el terror para ahogar las justas rebeldías del pueblo, para sellar los
labios de los ciudadanos que no cesaban de clamar por el castigo de los criminales. El
placismo tuvo que proseguir su sistema de artera política con los débiles y medrosos, y
de persecución sin tregua ni misericordia contra los indomables y fuertes; de engaño y
farsa para las ignorantes multitudes, y de opresión salvaje para las clases pensadoras; de
venalidad y corrupción para los caracteres bajos y cotizables, y de guerra sin cuartel
para los que no cejaban en el camino de la dignidad y el deber. La tiranía era la
condición de vida para el placismo; pero en sus manos se transformó la fiera en reptil,
siempre arrastrándose a los pies del enemigo y en acecho; de manera que nadie podía
estar seguro de no sentir el venenoso diente, en el momento en que menos lo pensase. El
espectro de la eliminación se cernía a la continua sobre los ecuatorianos de valer, sin
que se respete ni la inviolabilidad del hogar; y se vio cómo el Coronel Valles Franco
recibió el golpe fatal mientras dormía tranquilo, confiado en que era miembro de una
nación civilizada y cristiana.
La paciencia del pueblo tocó a su término y estalló la guerra civil en Esmeraldas
y en Tulcán. Pero el haberse tan justamente levantado en armas el Coronel Carlos
Concha en la Costa, el Coronel Carlos Andrade en el Norte, le sirvió al placismo para
que diera rienda suelta a su venganza, al extremo de que, aún el decir del mismo Calle,
hacía verdaderas razzias de hombres, destinados al calabozo, al destierro o a la muerte.
Ir al Panóptico era, en esos tiempos, entrar en la antesala del verdugo: Algunos presos
desaparecieron sin dejar huella, pues la pala del sepultero había enterrado esas historias
de dolor y crimen, en las horas de la noche, en el profundo silencio de las tinieblas
trágicas. ¿Qué ha sido de mi padre? ¿Dónde está mi esposo? Preguntaban los deudos
de los desaparecidos. La tumba es muda y estas anhelantes y lacrimosas interrogantes
quedaban sin respuesta.
Otros revolucionarios presos eran conducidos de un lugar a otro, y en el camino
se les aplicaba la ley de fuga; una bala en corazón, una hoya en la desierta montaña,

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cuatro pies de tierra encima, y un enemigo menos. ¿Quién ha investigado estos
asesinatos, tan frecuentes en Esmeraldas, Manabí y el Carchi?
Y cuando los medios de eliminación no eran el fusil, el chele o la tortura,
empleábase el hambre y la sed: el prisionero sufría el martirio durante días y días, en la
oscuridad del calabozo, hasta dar en tierra moribunda, y ya en la imposibilidad revelar
la ferocidad de sus carceleros. Entonces se daban cuenta que en la celda número tanto,
había un preso enfermo: por fórmula lo veía el médico del presidio, pues a los pocos
momentos era ya cadáver.
¿De qué murió ese desventurado? Nadie osaba decirlo, sino el médico de las
prisiones; pero los anales de esa época de tiranía testifican que ese infeliz prisionero
falleció en medio de angustias del hambre, del tormento horroroso de la sed,
golpeando en su desesperación los muros de piedra y las puertas de hierro que lo
encerraban, sin que sus clamores despertaran un eco de compasión en el alma de sus
verdugos.
Queríase engañar al país, pintándole diarias victorias; y apoyar esos embustes
y mentiras, se ordenaba el apresamiento de centenares de inocentes labriegos; los que
atravesaban ciudades y entraban al Panóptico, en calidad de prisioneros de guerra, de
testigos de la heroicidad del General Plaza y sus Tenientes. Ninguno de esos
desgraciados había pertenecido al Ejército radical; ninguno había asistido, ni como
espectador, a una sola función de armas; ninguno sabía siquiera las cuestiones
debatidas en el campo de batalla; pero, como era necesario que hubiese vencidos que
testimoniasen la gloria del supuesto vencedor, habían sido violentamente arrancados del
seno de su pobre familia, de la tranquilidad de las labores del campo y, atados como
criminales, daban en el presidio, donde los diezmaban horriblemente la inclemencia del
clima, la nostalgia de las montañas natales, el hambre, la desnudez, la miseria en todas
sus espantables trinas, en fin, el dolor y la desesperación de verse atormentados sin
causa y por un poder arbitrario e implacable.
Había entre estos falsificados prisioneros algunos ancianos que partían el
corazón con sus quejas; y que, menos resignados que sus compañeros de infortunio,
sucumbían bien presto al peso de sus dolores, suspirando por la lejana y querida choza,
llamando en vano en la última hora a los seres amados, de cuyos brazos arrancara una
brutal soldadesca para halagar la vanidad de un tirano.
Los soldados placistas que continuaban apellidándose defensores de la
Constitución devastaban las comarcas por donde iban en persecución de los rebeldes:
charcas de sangre, cadáveres despedazados e insepultos, mujeres brutalmente violadas,
hasta niños fusilados, poblaciones y haciendas saqueadas y consumidas después por el
incendio, señalaban siempre la gloriosa ruta del ejército del General Plaza. La
cobardía, la ferocidad, el pillaje, crápula y el desenfreno más completo, eran las
características de las fuerzas constitucionales; y no pocos jefes y oficiales daban
ejemplo en todo género de excesos, de modo que el soldado se creía con autorización
plena para convertirse en verdugo asolador de las regiones revolucionadas.
Tales los peligros que corrían los ciudadanos honrados, que llegó a juzgarse
como gran beneficio ser condenado al destierro; y al mismo Plaza lo creía así, puesto
que se negó varias veces a conceder pasaportes a sus enemigos políticos más

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aborrecidos por él, quienes quería conservar siempre al alcance de su mano. No se
concebirá tal vez que fuese obra de grandes y valiosas influencias de obtener cambiar la
persecución o el calabozo por un ostracismo indefinido; y que la esposa y los hijos de
un perseguido político mirasen como la mayor felicidad el extrañamiento del jefe de la
familia, porque así lo consideraban libertado de la tortura y de la muerte.
Habíase hollado toda garantía, todo principio de libertad y justicia, toda
institución social establecida, toda prescripción de la civilización y el derecho; y
llegándose al extremo de que el Ministro de Gobierno proclamase en pleno Congreso la
insuficiencia de las leyes, es decir, la legitimidad de la dictadura, y la arbitrariedad, el
imperio de un absolutismo sin asomos de moralidad ni decoro.
García Moreno había dicho lo mismo y arrojándose por el camino de la tiranía;
pero aquellos eran otros tiempos, y ni Plaza podía llegarle al tobillo al colosal fundador
de la teocracia ecuatoriana. Semejante declaración en boca del Ministro de Gobierno,
bien lejos de constituir un gesto aterrador de la autocracia, apenas era una mueca del
histrionismo trágico que Plaza llevara al sillón presidencial; pero pinta por sí sola el
naufragio completo de la libertad de los ciudadanos, el derrocamiento y ruina de las
instituciones y las leyes durante la dominación aciaga y tiránica del régimen marcista.
Un Congreso de hombres libres y dignos, de hombres que amarán a su patria y la
honra propia, habríase levantado en masa contra el prevaricador Ministro que de
manera tan audaz profanaba el santuario de las Leyes, proclamando la necesidad y
justicia de violarlas, y de entronizar y sostener a toda costa la omnímoda autoridad de
un hombre maldecido en esos momentos por el pueblo ecuatoriano, sin más excepción
que una taifa de perversos. Pero aquel célebre Congreso, especie de senado de
Cómodo, so tuvo ni una palabra de protesta; y antes bien, le concedió un voto de
confianza a ese mismo gobierno que se confesaba violador de las insuficientes leyes de
la República…
¡Oh, los Congresos del General Plaza! ¿Cuál bajeza no han cometido? ¿Cuál
desatino no han elevado a la categoría de ley? ¿Cuál crimen del poder no han
aplaudido, o por lo menos, disimulado para no llegar al duro caso de proceder con la
honradez la dignidad de los verdaderos mandatarios del pueblo? Hasta hubo un
clericalista sin pudor, llamado Octavio Cordero Palacios, que se atrevió a insultar a la
moral pública, a darle como si dijéramos de bofetadas a la Civilización, proponiendo en
el Senado que se concediera amplia y completa amnistía a los asesinos de Alf aro...
¿Por qué tan criminal empeño en uno de los más fervientes adeptos al bando
clerical tradicionalista? Semejante misericordia con criminales que todo el mundo
execra, ¿obedeció por ventura a interés de ocultar complicidades del clericalismo en la
tragedia de Enero, o fue simplemente fruto de adulación y acanalla miento de ese
defensor de la religión de Cristo?...
La prensa placista no se daba punto de reposo en su tarea de apoyar al
terrorismo, al que hallaba todavía suave y nada enérgico, y lo acusaba de poner en
riesgo la estabilidad del régimen. La exagerada lenidad del General Plaza era tema
diario de comentarios y aun de reproches que el mismo tiranuelo inspiraba y exigía,
conforme a su maquiavelismo rastrero y burdo. Deseaba establecer notoria
contraposición entre las exigencias de su partido y su inagotable misericordia con los

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vencidos. Nada de clemencia con el rebelde alfarismo, sino la prisión durísima, el
destierro indefinido, la persecución sin tregua, la muerte y el Arrastre; nada de libertad
para la prensa independiente, sino más bien una mordaza de hierro para todos los
acusadores del placismo, para todos los que defendían a todo riesgo las libertades
públicas y la honra de la patria; nada de cuartel para los rebeldes armados, sino al
contrario, cuatro tiros en el acto a fin de infundir terror y escarmentar a los
revolucionarios: todo esto lo gritaban diariamente, continuamente, acerbamente, los
escritores a sueldo. Pero el magnánimo y probo magistrado desoía tan siniestras
demandas, desagradaba a los suyos únicamente por bondad de corazón, por apego a la
ley, por acatamiento a la justicia y a la libertad…. ¿Qué más querían sus adversarios?
¿Cuándo podían hallar otro más humanitario ni más misericordioso que él, a quien los
de cásale estaban reprochando por manso y débil con sus encamisados enemigos?
He aquí el juego político del General Plaza: podía exterminar a todos los que no
doblaban la cerviz ante él y le besaban las plantas, seguro de que la prensa y la opinión
de los suyos que tan insistentemente se lo pedían aplaudirían y pondrían en las nubes
cualquier acto de rigor, por excesivo y extraordinario que fuese; pero él se mantenía
dentro de los límites de lo que llamaba moderación y clemencia, poniendo en peligro su
popularidad a trueque de no romper con los deberes impuestos por la generosidad y
nobleza de su alma. Y esto probaba, además, que el magnánimo magistrado era del todo
extrañó a los actos carnavalescos de Enero y Marzo de 1912; lo mismo que a los asesi-
natos alevosos posteriores, por más que la mala voluntad de sus enemigos aseverase que
dichos crímenes eran oficiales y ordenados por el jefe del partido marcista.
Tal, era la maniobra, del hábil farsante que se había apoderado de la República;
y, aunque no logró engañar a nadie con sus intrigas, se ufanaba de presidir un gobierno
eminentemente liberal, tolerante y justiciero; un gobierno que había desechado los
consejos de rigor de la prensa y manteniéndose en las elevadas esferas de la
magnanimidad, libre de toda mancha de sangre y de todo reproche de tiranía; un
gobierno que estaba exento de toda acusación de manejos indecorosos y ruines.
Y lo sostenía así, al mismo tiempo que el más oprobioso despotismo pesaba
sobre el país; en los mismos momentos en que caían nuevas y nuevas víctimas, a los
golpes de asalariados sicarios; cuando la sangre de los ecuatorianos corría a torrentes en
las selvas de Manabí y Esmeraldas, en el Carchi y Los Ríos; cuando las prisiones
se hallaban repletas y los desterrados salían en numerosos grupos, sin más motivo que él
temor a las represalias, que Plaza y sus agentes abrigaban; cuando el robo, él peculado,
el agio, se mostraban a cara descubierta y se sucedían diadamente los escándalos de
malversación de fondos públicos, de fuga de Colectores y Tesoreros, de negociaciones
ruinosas y fraudulentas, en todo lo cual andaban mezclados los más altos funcionarios
del Estado; en una palabra, cuando la tiranía desbordada estaba ahogándose a la nación,
despedazándole las entrañas, chupándole hasta la última gota de savia vital que
circulaba en sus venas.
Las obras públicas de relumbrón, los ferrocarriles dé farsa, las construcciones de
mero espejismo político, constituían otro de los resortes hábilmente manejados por el
General Plaza; eran polvo brillante que el trágico histrión arrojaba a los ojos de las
necias multitudes para engañarlas y mantenerlas en la sumisión y obediencia. A juzgar

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por los Mensajes presidenciales a las Cámaras Legislativas, ningún país de Sudamérica
había llegado al grado de prosperidad que el Ecuador, ni tenía más ferrocarriles,
terminados los unos, y los otros en construcción; y todo ello debido al patriótico afán y
a la recta y sapiente administración del placismo, cuyo mérito se empeñaban en no
reconocer y apreciar los ecuatorianos…
Jamás la tiranía ha revestido en el Ecuador los odiosos caracteres que en la
dominación de Plaza; y para que no se crea que el espíritu de partido guía mi pluma,
voy a copiar en este capítulo final, lo que los extranjeros han escrito sobre la situación
ecuatoriana, como testigos presenciales de los hechos; y lo que los mismos escritores de
Plaza, en momentos de inexplicable franqueza, han confesado relativamente ala
delictuosa conduela de su caudillo.
Copiaré también algunos escritos que prueban las afirmaciones y conceptos que
he consignado en los anteriores párrafos; a fin de que se vea y se palpe que nada
invento, que nada exagero ni desfiguro, que no me dejo llevar por pasión alguna,
cuando juzgo y condeno la administración del General Plaza.
Quisiera evitarlo, pero me es indispensable citar a Manuel J. Calle; por lo mismo
que fue el turiferario más incondicional y descarado del héroe de Naranjito; y que, de
consiguiente, sus palabras equivalen a confesión de parte interesada, y no pueden
relegarse a duda. Véase cómo Calle esboza el gobierno de su amigo y caudillo, en
“El Guante”, diario de Guayaquil, edición del 18 de Marzo de 1914:
Inútil perderse en divagaciones. El caso es sencillo hasta la rudeza. Dejemos a
un lado la indiferencia con que las mayorías con templan la actual contienda por
mucho que todas ellas padezcan por igual, ni examinemos las razones por qué la
confianza pública no corresponde con entusiasmo a la labor defensiva de un gobierno
que no se ha hecho querer, y en el fondo del cual alientan extraordinarios y hasta
ridículos motivos de disgregación y pelea.
A esto se añaden las prolongaciones de la conspiración a que hicimos referencia. La
anarquía se expande, y las chispas prendidas en los bosques abruptos por un centenar de
negros semidesnudos amenazan con un incendio asolador.
No ponderamos. La cuestión del Norte no es resuelta; y no obstante las medidas
policiales del Gobierno de Colombia tendientes a sostener la neutralidad, no sólo es
posible sino probable, que nuevas partidas filibusteros pasen el Carchi y tiendan a
operar sobre Imbabura; en Cuenca se siguen juicios por conspiración ridículos o no y
las autoridades no ganan para sustos; se han disparado ya los primeros tiros en la
frontera del Macará; Loja ha entrado en el período de las conspiraciones por causa
política; Ganar es un vivero peraltista apenas regentado por uno de esos tantos inútiles
que el General Plaza alzó, improvisada e impertinentemente, a Gobernadores de
Provincia; y si Riobamba duerme en paz, a falta de sus Sarastis, Lizarzaburos, Costales,
Follecos y demás gallos de la pelea pasada, el apretado núcleo de los liberales de
Ambato tiene que lanzar ante la República escandalizada el oprobioso grito de “Plaza o
nadie” para tonificar los desmayos de su vanidad partidarista...
Es la pura verdad; la verdad que nos está constando; de la que apenas hay
ecuatoriano que no pueda dar fe.... ¿Qué ocurre, pues, con el Gobierno?

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Acaece que ese Gobierno no tiene bases en la opinión pública, y que permanece
más por el horror que se abriga a los enemigos suyos, ácratas declarados y bandidos de
relieve, que por el crédito que haya sabido granjearse en el concepto de los ciudadanos.
Terrible, pero innegable. Ello depende de una multitud de causas cuyo examen
nos llevaría muy lejos, en amplia forma, pero cuya exposición no es posible evitar. El
Sr. Plaza quiso darnos un Gobierno personalísimo, un Régimen unilateral, una
Administración presidida por Su Majestad el Egoísmo y Su Alteza inverosímil la
Infalibilidad impertinente, y se ha quedado sólo en la estacada...
¡La persecución! He allí la última ratio del Gobierno; y en verdad, no le queda
otra; ¿pero ella alcanzará a aplacar los ánimos?
Parecerán rudas estas palabras, y pesimistas y aun odiosas las ideas que
expresan. Mas, no podemos hacerlo de otro modo, hemos de cumplir nuestro programa
de verdad y franqueza, afectos al Régimen actual por disciplina y compañerismo, con él
sabremos caer en la hora de la hora; pero que no se diga que hemos desconocido los
peligros del momento presente ni que, viéndolos, por cobardía u otra cosa peor, no
acertamos a mostrárselos los copartidarios y amigos.
He ahí confusos y generales lineamientos de un cuadro sombrío, apenas
esbozado por una mano que tiembla y se afana en mejorar su dibujo en lo posible,
despojándolo de las deformidades que pudieran llenar de horror a los espectadores. Y,
sin embargo, no puede ser más revelador ni más aterrante: un gobierno aborrecido por
las mayorías y sin raíz alguna en la opinión, debatiéndose en el vacío y atacado por
todos los partidos políticos de la República; la guerra civil encendida en las selvas de la
Costa, en el Norte, en el Centro y en el Sur, y ese gobierno así abandonado de Dios y
de los hombres, tambaleante y moribundo, valiéndose de su agonía de la persecución y
el atropello, como de arma única para defender su existencia terriblemente amenazada...
¿Y por, qué los gobernantes se concitan el aborrecimiento de los pueblos y se
ven combatidos por la opinión unánime? ¿Por qué se levantan las multitudes en todos
los ámbitos de un país para castigar con las armas a sus magistrados? ¿Por qué un
gobierno deja de echar raíces en el corazón de los ciudadanos y se pone en la precisión
de convertirse en perseguidor y tirano para ahogar la general rebeldía?
Calle no lo dice; y ni había necesidad de que lo dijera; Sólo los gobiernos malos,
los gobiernos que escarnecen la justicia y matan la libertad, los gobiernos salpicados de
sangre y fango, sólo esos gobiernos se colocan en la desesperante situación que el
escritor placista describe.
Y los documentos siguientes manifiestan que el General Plaza ha sido
justamente merecedor de la odiosidad unánime de los ecuatorianos.
Léase esta carta, escrita por un extranjero y publicada en el diario decano de la
prensa peruana, el día 13 de Marzo de 1914; carta en que el Corresponsal del referido
diario da a conocer toda la tenebrosidad y perversidad del gobierno del General Plaza
Gutiérrez:
Señor Director de “El Comercio” Lima.- Lo que pasa en estos momentos en esta
infeliz República ecuatoriana es inaudito Crímenes, asesinatos a mansalva sucédense
unos a otros, con el mayor descaro, sin que nadie se preocupe de aplicar las leyes e
imponer el debido castigo. Para que se vea que no exagerarnos, transcribimos a

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continuación algunos párrafos tomados de los diarios más adictos al régimen, de esos
diarios cuya misión es defender al gobierno del General Plaza. Y figúrense lo que
ocurriría, cuando esos periódicos se apartaron de su consigna! Parece que una ola de
sangre y de infamias asolara a la República; parece que a todos embargara la sola idea
del mal, de la venganza, de la iniquidad. Y luego se extrañan de que haya revolución, de
que los hombres tomen las armas para una acción reparadora y para encausar y contener
a estos hombres ebrios de sangre y de maldad!
Pero no los describamos nosotros: que ellos mismos digan quiénes son, que se
retraten a sí mismos: no sea que digan que los calumniamos.
Sorprende que los dos diarios más adictos de Plaza hayan insultado a los
Ministros plenipotenciarios de los países extranjeros y a todos los hombres que aquí han
venido; pero esta sorpresa está perfectamente explicada, si se toma en cuenta que a
Plaza no le convienen hombres extraños que no se avengan con su política, y de ahí el
que sus adictos tilden de “espías” a los ministros extranjeros.
A este respecto decía un diario oposicionista: “En todos los países civilizados,
los diplomáticos son personas sagradas; y el derecho internacional les ha rodeado de
todo género de prerrogativas para el fiel desempeño de su trascendental misión; y así se
ha observado siempre en el Ecuador, donde los extranjeros eran antes mirados casi
como seres superiores y hoy gozan de garantías y respetos que les hacen la vida fácil y
agradable. Pero durante la administración actual no se cuenta mes en que no haya algún
incidente desagradable con los Ministros diplomáticos, originados por la falta de tino de
las autoridades y periodistas de la causa”
Esto es el colmo y da la medida de los procederes de estos hombres que se han
encumbrado por medio de la farsa.
Hasta vosotros habrán llegado los ecos de un crimen espantoso, inaudito,
cometido por las fuerzas del gobierno en un poblado llamado Déleg; por lo que va en
seguida, tomado exclusivamente en los diarios gobiernistas, puesto que los de la
oposición nada pueden decir, se verá claramente lo ocurrido.
En el afán del cumplimiento del deber, y por la prosperidad de la patria, el Jefe
de Zona destaca una escolta de 21 hombres al comando de tres oficiales, a las alturas de
Déleg, sin comunicar tal disposición a las autoridades de Azogues, como lo aseguró el
Gobernador en su conferencia telefónica. Acampan estos, sin encontrar al enemigo en la
citada aldea; y cansados de las faenas más de la guerra se entregan al sueño a puerta
segura y como quien en su cama y en su casa se acostara.
Como se alarmara la población con la llegada de estos individuos, va la noticia
de que gente armada acampa en el pueblo hacia el Gobernador de Azogues, quien
ordena la inmediata movilización de la caballería, guiada por cuatro policías. Llegan,
matan, “vencen”; ebrios de venganza y de codicia no sólo asesinan y roban a los suyos,
sino también a mujeres indefensas y las despojan de sus prendas y sus joyas y creen
haber dado un triunfo más a la causa: he aquí el fruto de montoneras injustificables, de
autoridades torpes, de Reclutas y bandoleros como defensores del orden.
Después, el desprestigio, los odios, la venganza. Tienen tan excitada la
población tales acontecimientos que, dicen, serán recibidos con piedras y lejía por el

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pueblo, y con bala por la tropa, los de la caballería, caso que llegasen a profanar la
ciudad…
Ahora, véase como relata el suceso el Dr. Belisario Reares, padre del malogrado
Mayor Gabriel Reyes y Carrión, en una hoja suelta que hemos recibido por correo, y de
la cual reproducimos los siguientes apartes:
Pocos días antes (24 de Enero) mi hijo Gabriel fue llamado al servicio, que lo
aceptó en mala hora, no embargante mi franca cuanto calurosa oposición, fundada en
razones incontestables.
El resultado fue que a la una de la mañana del día 24, veinte hombres del
Escuadrón “Yaguachi”, llevando como guías cuatro individuos de la Policía de
Azogues, atacan a sangre y fuego el alojamiento de sus compañeros de armas,
teniéndoles por enemigos; matan a los centinelas, al Teniente Samaniego, y dejan
muerta o herida al resto de la tropa, a pesar de que todos vitoreaban al General Plaza y
manifestaban a gritos que eran soldados del gobierno. Al comenzar el terrible suceso, se
lanza a contener con razones mi hijo el Mayor Reyes; pero no se le atiende explicación
alguna, antes bien lo hacen prisionero, lo desarman, y arrancan las presillas, lo maltratan
bárbaramente , y teniéndole sujeto por los brazos, inerme e indefenso, lo matan de un
balazo en la cabeza, y en seguida lo despojan. Al mismo tiempo, invaden la casa del
Teniente Político, señor Alipio Zamora, a quien reducen a prisión juntamente con su
hijo, matan a su esposa y entran a saco en sus habitaciones.
Nadie podrá negar a un padre el derecho de pedir justicia: un simple ascenso
para la víctima, ofrecido por el Gobierno, jamás puede estimarse reparación suficiente
de tan cruentó como estéril sacrificio. Al señor General Plaza, al señor Ministro de
Guerra, al gobierno y sus partidarios, que estilan protestar á grito herido contra
cualquier desmán de sus enemigos, les cumple por su honor y el de la nación misma,
castigar un crimen sin nombre, explicable quizá en una banda de salteadores, más nunca
en tropas de línea, en quienes debemos suponer, cuando menos?, elementales nociones
de moralidad y disciplina.
Como padre inconsolable, como ecuatoriano, como miembro del partido liberal,
acuso, ante Dios, la nación y la historia, el monstruoso crimen que apenas dejo
bosquejado.
¡Justicia pide el infeliz padre! ¿Pero por ventura se conoce en el Ecuador lo que
es justicia desde principios de 1912?..
¿Os vais con venciendo lectores? Pues aún hay mucho más Proseguid leyendo a
estos “virtuosos y honrados” hombres del placismo. Habla “La Prensa” de Quito el
diario incondicional de Plaza, y comentando las quejas que denuncia un periódico de
Cuenca (también placista) sobre los crímenes inauditos que cometen varios empleados
públicos en aquella Provincia, dice:
Y lo mejor del caso es que un tal mayor graduado, cuyo nombre oculta el colega,
es el autor de varias infamias que nosotros no quisiéramos nombrar; pues eso de que
empleados públicos por robarse el terreno de un infeliz, lo hagan dar de alta en un
cuartel; eso de matar a una esposa llena de tiernos hijos, que está encinta, y luego
impedir que el infeliz recluta vaya a depositar una lágrima sobre el cadáver de su
esposa, o consolar a sus criaturas, que debido a ciertos sujetos que para deshonra del

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gobierno se llaman autoridades, quedaron huérfanos como para hacerles purgar el gran
delito de sus padres: tener un pedazo de terreno que cultivar para ganar la vida; terreno
que ha sido la causa del crimen de esos empleadillos infames; todo eso decimos es la
mayor infamia cuyo castigo se impone.
El colega anuncia que pronto dará la lista de los degenerados, y nosotros
publicaremos en caracteres visibles esos nombres infames para que el Ecuador los
conozca y la ley los castigue.
¡Oh! la ley! ¿Y sois vosotros, conculcadores, los que pedís que la ley los
castigue? ¿No sentís rubor de tanto crimen?
Vuestra conciencia no se rebela ante tanta sangre vertida?
¡Plumarios, no mojéis más vuestras plumas para defender a un hombre de
Corazón como una roca; emplead vuestra augusta misión en algo más elevado, más
noble, más digno!
¿Queréis más? Pues seguid leyendo:
A pesar de las disposiciones terminantes impartidas por el Ministerio de Guerra,
prohibiendo la recluta en toda la Repulirá, continúa ésta de un modo escandaloso, como
se habrá visto por las reproducciones que hemos, venido haciendo en diferentes
ediciones, tomándolas de los mismos periódicos adictos al gobierno, y los cuales no
han dejado de censurar semejantes abusos, perpetrados con el mayor escarnio.
Ahora, léase también la información que trae “El Globo” de Bahía, que dice:
Algunos comerciantes dejaron de embarcar en el Manabita, que pasó antier, la
carga de exportación que tenían lista, y la aduana dejó de recibir los derechos
correspondientes, por falta de cargadores y lancheros.
Algunos, de las cuadrillas de los exportadores, fueron reclutados cuando salió el
“Constitución” para el norte, con tropas, los demás temen correr la misma suerte.
El capitán de una de estas cuadrillas, al ser requerido por su patrón para que se
presentara a llevar a las lanchas una cantidad de cacao y tagua, contestó: “Ayer se
llevaron uno de mis trabajadores y considero que no tenemos garantías, puesto que no
se respetan las matriculas, los demás tenemos miedo de salir.
Oímos hace poco a un militar de alta graduación pregunto si determinado
comerciante había prestado servicios, al gobierno, antes de concederle algo muy justo
que pedía.
Nosotros creímos excusada la pregunta. Todo comerciante de un servidor del
gobierno. Le proporciona lo que Napoleón el Grande, el primer guerrero del mundo,
llamó el nervio de la guerra: el dinero. El es (y perdonemos lo vulgar de la
comparación) que ordeña la vaca (el pueblo) y presenta al dueño de todo (El gobierno
La leche o la crema, lista ya para su regalo y sustento.
El mismo diario “El Globo”, dice en otro de sus ejemplares:
Los ciudadanos, colombianos Sergio y Carlos Cobo han reducidos a prisión, so
pretexto de política, como lo dice él telegrama que publicamos en seguida. Estos
caballeros, miembros de distinguida familia de Colombia, viven completamente
dedicados al trabajo; hay tanta razón para atropellarlos por políticas, como para
tomarlos por budistas o para acusarlos de que vuelan por la noche en palos de escoba.

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Al lado de la bubónica, nos azota hoy una peste peor: la de los ruines, cobardes
delatores.
En las aldeas la pasión que priva es la del odio; odio salvaje, inextinguible, ávido
de venganza e insaciable de ella. El sujeto de tan vil pasión ignora muchas veces quién;
es este enemigo, pues no le ha dado motivo para que lo sea, hasta que en una época
como la presente cae víctima de cobarde asechanza, inesperadamente, y entonces viene
a saber que hacía mucho tiempo una víbora, le seguía para morderle. Ha sido
denunciado como adverso al que impera en el lugar, gobierno o revolución, y es vejado,
con íntima, ruin alegría de su gratuito, encubierto enemigo.
O bien alguno de tantos desgraciados que se han afiliado al cuerpo de espías,
delatores o soplones, para saciar su hambre con el dinero maldito de Judas, necesita
denunciar a alguien, para que se vea que trabaja, y señala como conspirador al primero
que acierta a pasar por delante de él.
“Y, por último, hay algunos que necesitan hacer alarde de su adhesión a la causa,
a cuya sombra tienen algún valor relativo, pues intrínsecamente no valen nada; pero son
muy cobardes para tomar el rifle y hacer frente al enemigo en un cómbate, y adoptan el
vil oficio de soplones, de calumniadores para ganar méritos y poder pedir empleos. ¿De
cuál de las tres clases de reptiles han sido víctimas los señores Cobo?”
Vais entendiendo? Supongo que sí. Ahora, imaginad lo que pasará en este pobre
país, cuando la prensa oficial hace tales denuncias.
Sin embargo, esa prensa oficial nada dijo de la manera inicua como fueron
muertos el Mayor Gallardo, Brito, Bernal, Morales, Quimi, Pérez, San Andrés,
Marzini, Valles Franco y muchos otros, hasta pasar de la enorme cifra de ciento y
tantos.
Lo cierto es que las cárceles estaban llenas de hombres y ahora se ven casi
vacías; pero sin que aquellos hombres hayan recuperado la libertad. ¿A dónde habrán
ido a parar sus cuerpos? Fácil es adivinarlo… la "ley de fuga'' sin estar en vigencia, se
cumple admirablemente. Ni Francia en el Paraguay, ni Rozas en la Argentina, ni
Porfirio Díaz en México supieron aplicarla tan admirablemente como los secuaces de
Plaza.
Ha llegado la hora de ponerse de pie para protestar ante los países de América de
tanto crimen como aquí se comete. Hay que protestar ante Dios y los hombres, ante la
humanidad toda de tanta infamia y escarnio.
¡Sí, de pie! Para protestar enérgicamente, virilmente y pedir sanción en nombre
de la justicia atropellada y de la humanidad escarnecida. ¡Sí, de pie! para denunciar a
estos sayones y sicarios.
Y se debe advertir que todavía es pálido, demasiado pálido el cuadro que el
referido corresponsal ha trazado con el fin de hacer conocer en Lima la tristísima
situación de la República ecuatoriana. Se le olvidó al pintar nuestras desventuras, el
delinear ciertos detalles espantosos y de barbarie superlativa; detalles que la historia no
debe callar, por más que un mal entendido patriotismo crea necesario mantenerlos en las
tinieblas.
El pueblo ecuatoriano no es culpable de que en: su seno broten algunos
monstruos que afrentan a la humanidad; bien así como ninguna de las demás naciones

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sufre mengua porque en su territorio se hayan también perpetrado crímenes atroces.
Roma nada perdió en su lustre, con la denuncia de las iniquidades de los Césares, hecha
a las futuras generaciones por la justiciera boca de Suetonio y Tácito: no, no creemos
que el escritor que inmortaliza a los grandes malhechores, que los entrega, por decirlo
así, a la eterna maldición de la humanidad, perjudique en nada a la gloria de su patria.
Al corresponsal de “El Comercio” de Lima se le olvidó decir que varias víctimas
del terrorismo placista han sucumbido en el tormento, en medio del silencio de la noche,
sin mas testigos que Dios y los propios verdugos; que otras, como ya lo dije, han
expirado en las angustias del hambre y la desesperación de la sed; que algunos infelices
han sido ultimados a palos, allí, en las mismas prisiones y a presencia de los demás
detenidos; en fin, que los cadáveres de esos hombres tan inhumanamente asesinados,
han sido no pocas veces conducidos por la Policía al cementerio, a la luz del día, sin
cuidarse para nada de la opinión pública.
Se le olvidó referir que el cadáver de la esposa de Zamora, en la masacre de
Déleg, fue infamemente profanado; y que los asesinos, llevados del ansia de apoderarse
de los pendientes de la difunta, le cortaron las orejas y se pusieron a pelear en seguida
por la posesión de las joyas tan sacrílegamente robadas.
Se le olvidó decir que esos desalmados sicarios le arrancaron a uno de los
muertos, dos dientes coronados de oro, destrozándole la mandíbula con la culata del
fusil.
Se le olvidó advertir que estos tan espantosos crímenes se perpetraron porque
Plaza había puesto por gobernantes del Azuay, a un grupo de viciosos, gentes de la
hampa, sin más ejecutorias que su vida de orgía y arrastramiento; especie de asociación
de borrachos y perversos a cuya cabeza se hallaba un fraile terciario, renegado y
corrompido, muy digno gobernador para esos tiempos de tiranía.
El mismo corresponsal de “EÍ Comercio”' dé Lima, deseando sin duda que en el
Perú se tuviese idea clara y justa de la dolorosa situación del Ecuador, coleccionó las
diversas confesiones de los partidarios del Generar Plaza, de los más fervorosos
defensores de este hombre funesto; y probó con dichas confesiones que nuestra
desventurada República era presa del más negro y salvaje despotismo. No quiso valerse
del testimonio de los escritores independientes o de oposición, sino de las afirmaciones
categóricas de Calle y colaboradores; porque tales testigos no podían ser tachados y
bastaban para producir plena convicción en el ánimo de todos lectores del diario limeño,
acerca de la maldad y tiranía imperantes en el Ecuador.
La verdad es luz que no se apaga, aunque se logre oscurecerla por algunos
momentos; y tarde o temprano, rásganse las nubes que la envelan, y resplandece como
el sol en medio del día. Y al tratarse del régimen placista, lo extraordinario y notable
está en que sus más infatigables y decididos abogados han terminado por dejar entrever
la verdad, y acusarlo de manera concreta y terrible, en las páginas de los propios
diarios que el Erario pagaba, como “El Guante”', “El Grito del Pueblo Ecuatoriano”,
“El Globo”, etc.; no obstante el empeño puesto por el gobierno en continuar la tarea
ímproba de falsear los acontecimientos sin pararse jamás en los medios, por más
inmorales y bochornosos que fuesen. La verdad no se pierde, no se apaga, no puede ser

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oculta para siempre: llega al fin la hora de las confesiones, y los criminales quedan
expuestos a la luz meridiana.
Cuadro lúgubre y desesperante, digno del infierno dantesco, el que algunos
placistas han presentado a la vista del público, a pesar de haber tenido interés en ocultar
la mayor parte de las iniquidades cometidas bajo el régimen del terror.
“El Guante'” diario del bando marcista, al hablar del viaje del General Plaza a
dirigir personalmente la campaña de Esmeraldas, se lamentaba de los abusos y crímenes
de los gobernadores jefes de Zona y demás empleados del Ejecutivo; porque esos
crímenes y abusos sublevaban la conciencia pública y le concitaban al gobierno la
animadversión de todos los ecuatorianos. Véanse algunos párrafos de esa confesión
abrumadora para el placismo:
Mas, surge de estas reflexiones la visión clarísima de un hecho demasiado fuerte
que nos adelantamos a presentar, como una denuncia, a la República entera; el abuso
que se está haciendo de las dificultades que tal situación, ofrece, para consagrar
dictaduras provinciales que deberían ser castigadas por la ley.
Porque existe, en primer lugar, la difusión interesada del pánico en los lugares
más apartados; y es notorio que ridículos temores y criminales denuncias, hacen que
aún en ignoradas aldeas, se mueva la política en forma de persecuciones, robos yotras
violencias: así se irá lejos y lograrase establecer un ambiente de miedo en el cual sea
posible cualquiera fechoría de escalera abajo.
No hay teniente parroquial en la sierra y en la costa, que no esté, se juzgue estar,
en él sagrado derecho de conjurar conspiraciones y aun levantamientos a mano armada,
y ése es el camino de la agresión odiosa e inconsciente, que va creándole al gobierno
una terrible atmósfera de descontento y de sorda irritación, cuya responsabilidad no le
compete.
Y es así como se han determinado escándalos en Riobamba, dolorosas
futilidades no exentas de bochorno en la libérrima Ambato, crímenes en Cuenca y en
Azogues y hasta persecuciones políticas… ¡en Naranjal¡ donde se cometen excesos
dignos de que los averigüe el Gobernador de la Provincia.
Y es así como, por indiscreciones y cobardías, se llega a dudar de todo y de
todos y, dentro de un temperamento propenso a la genial resistencia, va creándose una
oposición formidable, hija no tanto del disfavor conceptual contra el gobierno y sus
principios y programas, cuanto de la queja contra abusos y violencias. El pueblo no sabe
más y de dolor en dolor, lo que le acontece al pueblo es que quiere “mudar para
mejorar”.
El señor Concha se levanta en Esmeraldas, no importa, averiguar a qué título ni
con qué motivo; y he ahí que no obstante haber un núcleo suficiente de fuerza armada
para la debelación de tal locura, se declare la República en estado de sitio...
Si ello era o no imprescindible, díganlo los entendidos; más, ocurre que las
provincia australes de la nación, aquellas que por razones geográficas y políticas están a
cientos de leguas de distancia de dicha Esmeraldas, entran en periodo de agonía y bajo
el régimen de la más estrecha vigilancia.

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Más, ¿cómo pesa la población de Loja en la suerte de la campaña de
Esmeraldas? ¿De qué modo van a decidir las de Cuenca y Azogues en la solución del
problema político que se agita en las inmediaciones de Tulcán?
Parece mentira; y sin embargo, es verdad incontestable que Riobamba y
Ambato, Ibarra y Tulcán, y aún Manabí mismo, se hallan, a estas horas, en mejores
condiciones de seguridad legal, que las ciudades antedichas.
Hay el miedo de las autoridades y el mísero desarrollo de la política de
campanario que atropella y abusa. Con un poco menos de esto no habría tenido lugar
el desastre horrendo de Déleg un asesinato en masa perpetrado por una facción de
tropa leal en otra facción de tropa leal; hecho qué quedará impune ni habrían entrado las
comarcas azuayas en un instante de tremendas expectaciones.
Porque es bueno que lo sepa el gobierno (acaso no le sabe): en esas comarcas
(comprendida la Provincia de Loja, por una antigua amplificación), se recluta, se
requisa bestias de silla y de carga, se esparce el terror, se consuma prisiones y otros
atentados, con una precipitación absurda que ha constituido una situación denunciable,
¡Todo porque el General Navarro se halla en campaña en Esmeraldas, allá en el norte,
en un país casi ideal para los sencillos habitantes de Cojitambo, Checa o Celica!...
¿Qué si existe la conspiración terrorista, única que puede dar frutos en aquellas
alturas? Lo que existe es el miedo de los varones constituidos en autoridad, el
despliegue de las rencillas lugareñas que se aprovechan de las circunstancias y una
ridícula dictadura al detalle que se alzan como un hacha amenazante sobre las miserias
de la charlatanería circundante y los complots de cantina y mesa de billar.
Y esto ni nos traería con mucho cuidado, sino fuese una agravante en la especial
condición de aquellas provincias.
Porque la recluta bárbaramente ejecutada, sin distinción de edad ni
circunstancias, metida hasta en las alcobas de las magnos y de las esposas, apretada
alrededor de las ferias semanales jueves en Cuenca, sábados en Azogues, domingos en
Loja ahuyenta a las gentes; y con la ausencia de éstas, la población carece de todo, aun
de lo más preciso, del pan y de la leche, de la carne y de las legumbres, y amenaza el
hambre…
También lo denunciamos: y en alta voz, para defensa de treinta mil ecuatorianos.
Por la recluta llevada a la manera de caza innoble; por la requisición de acémilas, que es
un atentado contra la propiedad, indecentísimo; por la desavenencia de las autoridades
civiles y militares, Cuenca ha entrado al escape en un período de escasez
deplorabilísima, que se agrava con la sequía y se completa con el miedo, causa del
ocultamiento de hombres y capitales.
Y en Cuenca cada tontería de la autoridad produce un crimen. Lo de Déleg es
sabido; pero nadie ha denunciado que una simple comisión que llevó armas a los
confines de la provincia de Loja, para cuya movilización hubo de dispersarse toda una
gran feria… mató un pobre indio en Cumbe, cuatro leguas al Sudeste de la ciudad!...
Y así en todo. ¿Quién tiene la culpa? ACUSAMOS como primer responsable de
los atropellos que se están llevando a cabo, una inhábil e inexperimentada dirección del
Estado Mayor General.

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El señor Coronel Cabrera, extranjero que no conoce nuestra República ni el
temperamento de su varia población, quiere completar unidades de ejército sin que
exista siquiera un plan mediadamente organizado de reservas y reemplazos.
Ejemplo: dícele al Jefe de Zona de las provincias Azuayas: complete Ud. sobre
la marcha el batallón número 39 de reservista. Y como no se sabe quiénes deben
completarlo, el jefe en cuestión y el delegado militar de Loja, se entran por tiendas y
casas, por talleres y colegios, empeñados en el atrape de gente útil a quien poner 1a
gorra de cuartel. Y se alza el grito; y ocultanse “chagras” y aun estudiantes, y huyen
vivanderos y negociantes...
No es suficiente continúa el Coronel Cabrera: Señor Jefe de Zona envíe unas
cuantas docenitas de fusiles con su competente dotación a los hermanos de Loja; y el
Jefe de Zona hace esguinces; y entra en campaña el Intendente de Policía que despliega
sus celadores a caza de mulares acondicionables a la carga, que son llevados al cuartel
por docenas y centenares, sin remuneración alguna, y sin que sus dueños tengan la más
lejana esperanza de obtener su devolución, ni aún en las kalendas griegas,
Consecuencia: los arrieros esconden sus bestias; y no hay fletes para el comercio que
languidece y se perjudica…
Ocuparía varios capítulos si pretendiera insertar todas estas confesiones de parte;
las que, por más embozadas e incompletas que sean, esbozan con alguna claridad la
tiranía que desgarraba las entrañas de la República, a partir de los meses de sangre, de
Enero y Marzo de 1912. El corresponsal de “El Comercio” de Lima, en su calidad de
extranjero, pesaba la gravedad de los sucesos sin pasión alguna, apreciaba los escritos
de los defensores del General Plaza en su justo valor; y no pudo menos que arribar a
estas conclusiones, en la segunda carta al diario mencionado:
Ahí están perfectamente delineados y descritos los hombres que hoy gobiernan
el Ecuador. ¿Quiénes están dentro de la ley, quiénes fuera de ella? ¿Son los
revolucionarios o los gobiernistas? Estos dicen que debe mantenerse íntegra la
Constitución y que por ella van a pelear. No es cierto. Ellos hablan de esa
intangibilidad; pero a diario la violan con el secuestro de la correspondencia, con el
silencio impuesto a la prensa de oposición, con los allanamientos de domicilios, con los
castigos vejatorios, los encarcelamientos sin motivo justificado, con los atropellos sin
cuento, con las persecuciones y destierro de pacíficos y honrados ciudadanos. Tales
hombres no pueden, no, llamarse custodios del primer código de la República, ni de la
moral social, ni de la justicia, ni de las leyes, porque todo lo han atropellado, violado y
escarnecido para sostenerse en el poder.
Y lo raro fue que se echase la culpa de todo lo que acontecía, al chileno Cabrera,
Jefe de Estado Mayor General; porque la falta de moralidad y disciplina en el Ejército
causa de los desordenes y crímenes perpetrados dimanaba de él, exclusivamente de su
desidia, y hasta de su mal ejemplo. Plaza, inocente; los Ministros, sin culpa; los
Gobernadores y Jefes de Zona, sin la más leve responsabilidad. Cabrera, el aventurero
que era asesor técnico del Presidente, resultaba el único malvado y opresor del pueblo
ecuatoriano! . . .
¿Dónde la lógica y el buen sentido de los escritores del General Plaza? Se
asesinaba, se robaba, se perseguía, se encarcelaba, se desterraba, se torturaba en todas

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partes, sin consideración alguna, desafiando a la opinión, pisoteando las leyes,
escarneciendo a la justicia, sin mas motivo que el odio y la venganza personales, sin
otro fundamento que el temor o la envidia a los ciudadanos de valer, sin otro móvil que
la adulación servil al amo; y las autoridades que veían y dejaban impunes estas
atrocidades, que ellas mismas Ordenaban casi siempre, que desoían las quejas de las
víctimas y se negaban cínicamente a volver por él derecho ultrajado, salían limpias de
ese fangal infecto exenta de todo cargo y pena! He ahí la lógica y la probidad del
periodismo placista.
“El Guante” había enviado a N. Váreles R. a Esmeraldas, para que le sirviera de
corresponsal en campaña; y ese pobre hombre tomó tan a pechos el encargo, que se
propuso trasmitir a su diario la verdad desnuda, de lo que supiese o tuviese ocasión de
presenciar. Y como lo pensó lo hizo: comunicó el inmotivado y salvaje bombardeo de la
ciudad de Esmeraldas, que jamás había sido Plaza fuerte, ni cosa parecida; comunicó
que la administración militar era una verdadera cueva de Rolando, en la que
desaparecían los caudales de la Nación de la manera más descarada; comunico que los
ladrones oficiales habían ido hasta el extremo de saquear los almacenes de vituallas para
revender los artículos alimenticios robados, a precios carísimos y sin ejemplo;
comunicó que los soldados carecían de vestidos y calzado, de medicamentos y
asistencia, en fin, que se morían de hambre, mientras sus jefes improvisaban fortunas.
En mala hora dio tales noticias, las que “El Guante” tuvo la imprudencia de trasmitir al
público: Váreles un meció asesinado, al siguiente día de su última correspondencia; y
nadie se cuidó de indagar por el asesino.
Meses después, Manuel J. Calle publicó ciertas confidencias que le había hecho
el Comandante Miguel Aristizábal, secretario privado del Presidente, en la campaña de
Esmeraldas; confidencias que atribuían este nuevo crimen a una rastrera venganza
oficial. Calle se propuso presentar a su antiguo amigo Aristizábal como infidente, y
malquistarlo con el General Plaza; más, lo que hizo en verdad fue dejar constancia de un
nuevo y grave capítulo de acusación contra el placismo.
A medida que avanzaba el tiempo, decrecía el respeto que Plaza inspirara a los
suyos; y sus defensores se consideraron autorizados para hablarle seriamente,
pintándole la verdadera situación política y sus temores de que el marcismo cayese, bajo
el peso de tantos crímenes clamorosos e impunes. Hasta “El Grito del Pueblo
Ecuatoriano”, órgano especial de los intereses del General Plaza, se atrevió a publicar
lo siguiente, en la edición del 8 de Marzo de 1916:
Dice “El Globo” de Bahía de Caráquez: El viernes de la semana pasada salió de
la montaña al valle de Jama una escolta de tropas del Gobierno, al mando de un Capitán
Vera. Tropezaron en el camino, cerca de Pechichal, con un individuo a caballo, que
acompañaba a su esposa, en viaje de una de las fincas de esos contornos a otra. El
Capitán Vera debe de dárselas de fisonomista, porque todo fue ver a este individuo y
declararlo montonero, y fusilarlo. En seguida, mandó dar cuatro tiros a la mujer. Los
dos cadáveres quedaron tendidos en el camino.
No muy lejos de allí encontró a un anciano y un muchacho, que trabajaban
juntos en una finquita a orillas del camino. El Capitán les diagnosticó un conchismo
muy pronunciado, seguramente por las fisonomías. Los hizo amarrar y ordeno que lo

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siguieran a pie. Es probable que esos dos individuos se cansaran al llegar a Palmarcito,
que queda a una gran distancia de Pechichal; sea por esto, o por otra razón cualquiera,
e1 Capitán resolvió despacharlos al llegar a ese sitio, y les mandó dar de balazos por su
escolta. Al muchacho, para rematarlo, le dieron culatazos en el occipucio, que le
hicieron saltar los ojos de sus órbitas, Para ejecutarlos los amarraron a unos troncos en
la playa.
El lunes vino de Pedernales a Jama un peón, que encontró los dos cadáveres
botados. Al anciano los gallinazos le habían devorado el vientre y al muchacho los ojos.
Escrito lo que antecedió con datos comunicados por persona digna de crédito,
llegaba recientemente de la costa, se nos confirma y amplía la noticia en los siguientes
términos:
Los cadáveres insepultos en Palmarcito, devorados por las aves de rapiña, eran
los de Cristóbal Palacio y Ángel Loor.
Pedro Cedeño se llamaba el que fue muerto en compañía de su esposa en
Pechichal; y allí fueron victimadas, según dicen algunos, cinco personas más al mismo
tiempo.
Luego que salió del sitio últimamente nombrado el Capitán Vera con su escolta,
unos vecinos de allí, en represalia, despedazaron a machetazos a N. Tuare (alias Botín),
que le había Servido de guía en la montaña y se quedó en Pechichal.
Admitamos que todos esos individuos inmolados eran merecedores de la muerte:
que la prolongación de sus existencias constituía grave amenaza, serio peligro para los
ciudadanos pacíficos: ¿no es cierto que es mejor ser francos y serios y admitir la pena
capital en la legislación? Otro proceder es fariseísmo. Y si no hay jamás razón alguna
para matar al prójimo, ¿por qué se dejan sin castigo hechos como los que acabamos de
referir, que ocurren con mucha frecuencia.
Véase ahora lo que “El Oriente” de Portoviejo decía el 4 de febrero de1 mismo
año:
Por la prensa de Bahía de Caráquez se habrá informado nuestro público de los
horrorosos crímenes cometidos en la costa norte de esta provincia, por fuerzas
constitucionales; crímenes que revelan el más alto grado de bestialidad y subleva e
indigna ver el triste fin que les espera a esos indefensos ciudadanos.
Desde que se han cometido esos espeluznantes crímenes, tiempo era que las
autoridades de esta capital se hubieran puesto en actividad para sancionar con la
prontitud que exige el decoro de la sociedad ofendida tan escandalosamente, dictando
las medidas más severas en orden al esclarecimiento de los hechos denunciados; pero
parece que intencionalmente se ha querido guardar el más absoluto silencio, y sólo
hemos llegado a conocer los macábricos acontecimientos por la relación que hacen los
periódicos caraquenses.
Ninguna época ha sido tan fatal para la infortunada provincia de Manabí, como
la que atraviesa en la actualidad: casi todos los pueblos han sido azotados, vejados y
humillados con escarnio y desvergüenza. Si hiciéramos un estudio prolijo de todas las
infamias cometidas, pueblo por pueblo, ya por las autoridades, ya por las fuerzas
constitucionales, tendríamos para una voluminosa edición de nuestro bisemanario.
Hemos tenido cartas de personas de esta provincia en que se manifiestan ardientemente

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partidarias de las huestes revolucionarias que de las autoridades y fuerzas gobiernistas
por las garantías que reciben de aquéllas.
Podemos decir con toda sinceridad que Barcelona tuvo su semana roja y
Manabí ha tenido su época escandalosa.
Los crímenes de la Costa son espeluznantes, atroces, y solicitamos que el señor
Ministro dé Gobierno y el señor Presidente de la Exma. Corte Suprema tomen cartas en
el asunto con prontitud y diligencia, a fin de contener esa ola vandálica que intenta
devastar Manabí. Ya no es posible contener la santa ira que nos causa la relación de
tantos crímenes que se cometen; ya en Jipijapa, en Paján, en Guale, en Olmedo, en
Julcuy, en Sucre, en Machalilla, en Colón, en Riochico, en Picoazá, en Abdón Calderón,
en Junín, en Calceta, en Chone y en sus extensas montañas, ya siempre en la infeliz, en
la desventurada costa norte de esta provincia.
¡Sanción! Sanción siquiera en las postrimerías de esta administración
provincial que se hunde con el estigma de nefasta! La revolución fue preparada puede
decirse, por los mismos dirigentes de la cosa pública, y ahora nos quieren dejar como
recuerdo el bandolerismo en acción y la impunidad en triunfo!
Repito que hay materia para un grueso volumen con los testimonios fehacientes
de la prensa oficial de aquellos tiempos de barbarie y crímenes sin ejemplo; pero tengo
por fuerza que limitarme a citar uno que otro escrito para probar mi desapasionado
relato tomándolos de los innumerables recortes que conservo. Aquí se me viene a la
mano uno que refiere la espantosa tragedia de N. Zambrano, desgraciado campesino que
saboreó todo el dolor, la rabia y la desesperación que pueden caber en el corazón de un
hombre.
Dormía tranquilamente en su choza, allá en las cercanías de Calceta, cuando fue
despertado por el tropel de los defensores de la Constitución que invadían su pobre
morada. El oficial que mandaba el destacamento estaba ebrio, y ordenó que lo ataran a
un pilar de la choza; y luego, en presencia de todos, violó a la esposa del preso,
entregándole después a los brutales ultrajes de sus subalternos... Como la ofendida se
quejara enérgicamente de semejantes violencias, mandó fusilarla; y la desgraciada
mujer cayó atravesada por el plomo asesino, a la vista de su marido imposibilitado para
vengarla.
El ruido de los fusilazos despertó a un niño de siete meses que dormía en su
hamaca; y el llanto de aquel inocente huérfano enfureció tanto a esos monstruos, que lo
hicieron callar destrozando el cráneo a golpes de culata, sin que los alaridos del
atormentado padre hubieran despertado ningún sentimiento humano en tan salvaje horda
de malhechores. Por lo contrario, como era menester no dejar vivo a un acusador,
también fusilaron al desventurado Zambrano; y se entregaron incontinenti al saqueo de
la choza mortuoria…
Tres o cuatro soldados delataron a sus camaradas y se comprobó la infamia
cometida; pero las leyes no alcanzaban a los defensores de la Constitución, y el
espantoso crimen quedó impune.
Sigamos adelante.
Centenares de ciudadanos habían sido encarcelados, sin forma ni figura de
juicio, y muchos sin siquiera poder sospechar la causa de su arresto. El clamor de la

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opinión subió de punto; y el Congreso se vio en la precisión de nombrar una comisión
que visitara los calabozos del Panóptico, repletos de infelices detenidos por meses y
meses, y sujetos a todo género de tormentos y privaciones.
Los comisionados vieron y palparon la injusticia y opresión reinantes en aquel
presidio; y, sin embargo, las Cámaras Legislativas junta de esbirros del General Plaza
aprobaran el informe del doctor Juan Benigno Vela y de tres o cuatro más, en el cual se
afirmaba que el Gobierno había obrado, no sólo en justicia, sino con la mayor
moderación y clemencia con sus enemigos políticos…
¿Qué debía, pues, hacer para que no se le acusara de suavidad y mansedumbre?
¿Degollar, descuartizar, arrastrar, incinerar a esos desgraciados, como en Enero
de 1912?
El doctor Vela hubiera ganado muchísimo con morir antes de transformarse en
placista incondicional; antes de borrar con actos incalificables los servicios, que prestó
en su juventud a la causa de los pueblos; antes de inscribir su nombre en el ignominioso
padrón de los defensores de la tiranía. ¡Oh!, ciertamente, cuánto, cuánto hubiera ganado
con morir unos quince años antes.
Entre tanto, véase cómo habló el Diputado José Vicente Trujillo, que formó
parte de la Comisión visitadora del Panóptico; si bien es de lamentar que ese joven,
indudablemente radical convencido, no siempre se mantuviese a la altura de sus méritos.
En el Congreso placista que amnistió a los asesinos de Alfaro, fue quien pidió
misericordia hasta para Octavio Díaz…
“El Día”, publicación de la Capital, reseñó la conferencia e la Comisión con
Plaza y sus Ministros, en loa términos siguientes, sin que ninguno de los interesados
hubiese hecho reparos ni contradicho en nada al referido diario. Voy a copiar solamente
algunos párrafos de esa reseña, porque contienen datos históricos de mucho precio, en
cuanto pintan con colores propios la clemencia y moderación del enemigo de Alfaro.
Dicha reseña está en forma de diálogo:
“El doctor Trujillo: Me permitirán el señor Presidente y los señores miembros
del Gabinete y de la Comisión mixta, que manifieste mi opinión con la franqueza que
me caracteriza. El señor doctor Balarezo acaba de decir que hay dos medios para
resolver toda situación de guerra: la victoria y los tratados. Aquélla no ha podido
conseguirse, según lo vemos, en un año de espantosa revolución; yo creo que debemos
acudir a los tratados con el señor Concha, haciendo un llamamiento a su patriotismo
para salvar a la República y al Partido. El Gobierno carece de fuerza moral, según nos lo
dice el mismo Presidente en su Mensaje, y esto se debe a que hace un gobierno
simplemente con los que le son personalmente adictos. Yo creo que se podría llegar a la
conciliación del Partido Liberal con el llamamiento a que aludo; se restablecería la paz y
volverían a su hogar los innumerables ciudadanos que hoy combaten, sufren prisión o
están fuera de la Patria, víctimas de ésta tempestad de dios que hoy agitan a la
República.
El señor Ministro Peñaherrera: He oído al señor doctor Trujillo que alude al odio
que hoy impera en la República; le diré que el Gobierno no procede con odios; su
magnanimidad ha sido precisamente una de las causas que ha fomentado la vuelta, ya

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que hasta ha puesto en libertad a individuos que en seguida han ido a los campamentos:
nunca, doctor Trujillo, a habido un gobierno más tolerante que el actual. (¡!).
El doctor Trujillo: El señor Dr. Peñaherrera no diría eso, de salir como yo
del Panóptico, en donde he podido ver el torrente más hondo de odios que fermentan
contra los verdugos que hacen de carceleros en esa Penitenciaria y contra el actual
Gobierno, siendo precisamente Ud., doctor Peñaherrera, el individuo contra quien más
se agita esa tempestad: allí no hay derecho, no hay razón, no hay humanidad; a esos
infelices se les trata de la manera más salvaje, de tal manera que parece no haberse oído
en el Ecuador la voz del inmortal Beccaria y que viviéramos en pleno siglo XVIII; yo he
visto, señor Ministro, a un infeliz que ha sido apaleado por el enorme delito de haber
gritado ¡viva Concha!, en uno de los patios en donde se los mantiene a los infelices
presos a sol y lluvias, durante todo el día; si Ud., señor Ministro, hubiera sentido como
yo el hondo pesar de esas miserias y dolores infinitos que acabo de presenciar, no diría
que este Gobierno carece de odios y venganzas!
E1 doctor Cabeza de Vaca tuvo una frase grafica al comentar esa visita al
Panóptico: “Aquí está la República; me parece verla en pequeño, por los odios
tremendos que allí he visto rugir”', y es la verdad, señores, la República es el odio de
unos y de otros! Busquemos por la razón lo que no hemos hallado por medio de la
fuerza: esa es mi opinión.
Inmediatamente el señor Presidente de la República expresó que la opinión del
Ejecutivo era harto conocida y que para develar la revuelta eran necesarios tan sólo
hombres y dineros. Dijo que existían precedentes análogos en la historia del Ecuador, en
cuanto a la situación de la República; tal la época del Gobierno del señor Caamaño, en
la cual la revolución no terminó sino cuando ese Mandatario entregó el poder al señor
Flores. Que no había por qué alarmarse, a pesar de la sangre que se derramaba…
El General Plaza: La revolución nunca ha sido importante por el número y
calidad de los individuos que la han compuesto, sino únicamente por el lugar en que
ella ha sentado su base de operaciones; el país lo sabe: no pasan de trescientos hombres
los rebeldes y a nadie se le ha ocultado esto, ya que todos los actos del Gobierno son
conocidos por el pueblo y puede decirse que éste tiene para el público paredes de
vidrio”
Ni el General Plaza ni sus Ministros pudieron replicar ni contradecir al Diputado
Trujillo, quien confundió por completo a los que se atrevían a hablar de magnanimidad
y misericordia con los presos, a los que acababa de visitar por comisión del Congreso.
Y nótese como Plaza se confesó impotente para vencer la revolución de
Esmeraldas y auguró que, como sucedió con Caamaño, duraría la guerra civil toda su
administración; añadiendo que nadie debía alarmarse por el derramamiento de
sangre!...
Cinco mil ecuatorianos habían muerto ya en los campos de batalla o en los
hospitales, en la fecha en que Plaza pronunció tan inhumanas palabras; y, sin embargo,
ese crecido número de víctimas caídas para sostener el criminal poderío de un bando
amoral, no debían alarmar a nadie!...
La sangre de los ciudadanos no tenía valor para ese hombre: su egoísmo cruel y
loco no contaba los sacrificios humanos que su permanencia en el usurpado poder nos

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costaba; y prefería que se hundiera la República, antes que lo derrocasen del solio
presidencial.
¡Cuan pequeño, cuan inhábil se confesó, al asegurar que el enemigo que lo
combatía, y que le combatiría hasta finalizar su gobierno, era por demás insignificante!
¡Trescientos hombres sin valor ni calidad! ¿Y para sojuzgar a ese puñado de enemigos
empleó sin frutó todos los recursos de la nación, hizo matar tres ejércitos sucesivos,
inutilizó a todos sus Tenientes y se cubrió él mismo de baldón con las vergonzosas
derrotas de Camarones, La Propia etc.?
Y el 15 de Enero de 1915, decía “El Grito del Pueblo Ecuatoriano” que al
gobierno no le convenía debelar la susodicha revolución, “porque la no debelación de
los rebeldes era el gran pretexto para fortificar Una situación que se cuarteaba por todos
lados, y mantener en auge el espíritu vindicativo que había llenado de presos el
Panóptico y de emigrados la ciudad de Lima…”
Pudo Calle haber agregado: “y de muertos el cementerio”, con la misma
franqueza con que enumeró las demás hazañas del régimen placista, llevadas a cabo con
pretexto de la guerra civil que bahía provocado, a fuerza de maldades.
Digo hazañas, porque parece que así calificaban los amigos partidarios de Plaza
cualquier crimen del bando dominante, por espantoso e inaudito que fuera; tanto que el
mismo Calle, cuyas acusadoras confesiones he reproducido, lo proclamó a Plaza como
acabado y perfecto gobernante, y pedía para él la dictadura vitalicia, en el mismo diario,
el mismo mes y año en que publicó las anteriores declaraciones. Hablando de las
dictaduras de Porfirio Díaz y Estrada Cabrera, decía:
El ejemplo es oro, amigos, y me parece que alguna vez debemos ser cuerdos,
para que se nos cuaje siquiera una esperanza. Yo no propongo la reelección del señor
Plaza y su Presidencia indefinida, por oponerse un texto flamante de la Constitución,
texto que debe ser reformado en sentido favorable a las generales aspiraciones de
tranquilidad y orden, aunque ¡quién sabe! tal vez pegaría una pequeña dictadura,
con motivo de la crisis económica, la revolución de Concha y el bandidaje irreductible,
dentro de la cual se convocaría una Convención que diese hecha la reforma y de un
solo empuje. Le digo porque creo indispensable la permanencia del señor Plaza en la
Presidencia, tanto para matar inquietas ambiciones en agraz, corno para felicidad y
engrandecimiento del Ecuador.
¿Podía escribir así, teniendo como criminal y punible eso de rellenar las
prisiones y multiplicar los destierros únicamente por espíritu de venganza y con el
pretexto de la rebelión de trescientos negros de Esmeraldas? Claro que no; y tanto más
cuanto que el propio Calle lo impulsaba a dispararse contra los radicales de verdad, y
motejaba a su caudillo por su lenidad y mansedumbre.
Y Galle no lo olvidemos era el eco del General Plaza: sus largas pláticas
políticas, esas tendenciosas disertaciones sobre los rumbos que debía tomar el gobierno,
esas iniciativas de métodos y formas de asegurar la perduración del régimen marcista,
esas mismas incitaciones al rigor y a la crueldad, eran inspiradas, más aún, prescritas, al
asalariado escritor, por el artero jefe del marcismo. Esos artículos de Calle y demás
periodistas a sueldo, eran hábiles trabajos de exploración; avances teóricos de la tiranía,
a los cuales seguían bien presto los prácticos atropellos y barrabasadas: tales escritores

321 
 
no eran sino los zapadores del General Plaza, en su marcha hacia los más aterrantes
extremos de la tiranía.
Jamás se atrevió nadie en el Ecuador, ni en los tiempos de García Moreno y
Caamaño, a escribir la apología del terrorismo de manera tan deslavada y cínica como
Calle lo hizo bajo la inspiración y mando del general Plaza; tanto que se tendría por
apócrifo aquel escrito, si no existieran todavía colecciones completas de “El Grito del
Pueblo Ecuatoriano” diario que se distinguió en el servilismo y la adulación al déspota,
hasta llegar a ser proverbial la bajeza de Paz Ayora, su director y propietario.
He aquí algunos párrafos de la mencionada apología: léanse y júzguese.
Las necesidades de la defensa pública no pueden clasificar previamente los
recursos aprovechables ni limitar la acción oficial en los momentos de grave apuro,
dentro de los estrechos términos de una ley de garantías como hecha adrede para
incremento de las revueltas; y ¡menguado el que se contiene por temor a
responsabilidades! Pues si la amenaza de procedimientos fabulescos o de venganzas
personales ha de estar pendiente sobre los encargados de los intereses comunes, aun en
los momentos en que el peligro arrecia y los regímenes vigentes corren el riesgo de
derrumbarse al ímpetu del vendaval revolucionario; si por haber encarcelado a unos
cuantos conspiradores, procesado a otros, confinado a los menos y prevenido a
sospechosos, precisamente en días de infortunio y de derrota, el Gobierno combatido ha
de ser llevado al banquillo de los acusados, valdría más no ejercer ningún acto de
tuición, y que rábulas y cómplices tomen para sí el estudio de la defensa general, según
los términos prescritos por el Código de Enjuiciamientos en materia civil, hasta que el
triunfo de las facciones venga a dictar el auto de sobreseimiento.
Vis vim repeliere licet decían los antiguos: es lícito rechazar la fuerza con la
fuerza; añadiendo: cum moderamine et incúlpate tutela, con lo cual daban a entender
que la intensidad de la resistencia no debe ir más allá de lo que determinen el poder
mismo de la agresión y las necesidades del equilibrio social. ¡Y qué bonito habría sido
que ante la formidable eficacia de una revuelta que resulta más fuerte y está saliendo
mejor librada que el Gobierno, una revuelta cuyos hombres han cometido todo género
de crímenes atroces, las autoridades constituidas se hubiesen entretenido en calificar y
clasificar la culpabilidad de cómplices convictos y confesos, que tendían a propagar el
incendio en la República, para encerrarlos en una casa particular, y llevarlos de ahí a la
cárcel, tramitando el juicio por conspiración, con todas las de la ley, en las instancias de
apelación y casación pasando por jurados, tras de una prueba testimonial dilatadísima,
con los plazos, términos, moratorias, etc., que hacen la delicia del tinterillaje
guayaquileño a cuya sombra trabajan tantos facinerosos de la ciudad y del campo!...
¡Nada! Garrotazo y tente perro; y luego que los golpeados se quejen al Papa.
Pues, de otro modo, ¿cómo gobernar en medio del tumulto? Permítaseme decir
personalizo la cuestión que, por lo que a mi opinión respecta, yo he encontrado
deficiente el proceder del Gobierno, y que, acaso, a esa deficiencia se deba alguna parte
del fracaso. Contenido en una prudencia algo cándida, ha sido generoso hasta de
sobra…
Semejante lenidad ha sido contraproducente; y he ahí que va extendiéndose un
extraño sentimiento de conmiseración por los coautores del estropicio que estamos

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aguantando; y hay gentes que se duelen de la situación de los pobrecitos conspiradores
expatriados, cuyas familias ¡señor! se hallan en tan malas condiciones!... Ah, cuando la
canalla alfarista, hoy en desgracia, nos causaba grandes e injustos dolores, cuando la
dictadura nos condenó a la proscripción, al hambre, a la desesperación, al través de
tormentos diarios y vejámenes inenarrables, ¿dónde estaban esas almas compasivas que
hoy protestan y lloran porque a aquellos grandes picaros les haya vuelto las espaldas la
tornadiza fortuna?... Cuando me acuerdo de aquellos tiempos y de aquellos hombres, sí,
señor, yo me alegro de lo que les está aconteciendo, y si por mí fuera, les apretaría los
tornillos y no anduviera en consideraciones. ¡Algún día había de ser!... ¡Y adelante!...
He ahí destruidas todas las garantías que los pueblos civilizados conceden aun a
los peores delincuentes, aun a los reos de crímenes atroces.
He ahí anuladas las leyes protectoras del ciudadano y las formas judiciales que
son la valla contra el abuso del poder.
He ahí erigida la venganza del déspota en suprema regla de justicia, en arma
legítima y única para vencer y castigar a los que osan salir en defensa de la libertad y
oponerse a los desmanes de la tiranía.
¿Para qué, entonces, la Constitución y las Leyes de la República? ¿Se vivía en
esa época, en una democracia libre y Civilizada, o en un aduar salvaje, sujeto a un
beduino brutal y sin nociones de civilización ni justicia?
¡Las autoridades no deben calificar ni clasificar la culpabilidad de los enemigos
del gobierno, cuando se trate de castigarlos! ¿Se ha sostenido alguna vez, ni en el
tribunal de la Inquisición, una atrocidad semejante?
Si no se debe calificar ni clasificar la delincuencia de un acusado, es inútil toda
defensa, inútil toda prueba de inocencia, inútiles todo fuero y toda ley que amparen la
honradez y la distingan de la perversidad digna de castigó. Semejante tesis equivale a
defender el retroceso a la primitiva barbarie, borrando de una plumada todos los
progresos de la raza, humana, alcanzados en luengos siglos de lucha con la tiranía de los
instintos salvajes.
El último párrafo que he copiado, es simplemente canibalesco y brutal: propio
del perverso que pidió e inculcó el asesinato, de Montero, y los Alfaros; propio del
hombre que hizo la apoteosis de los crímenes de Enero de 1912. Ese párrafo es un auto-
retrato de Calle, cuyo asombroso parecido prevalece a pesar de la negrura y horror del
cuadro. Pero el hábil pintor no ha dicho la verdad al afirmar que la canalla alfarista lo
condenó a la proscripción y al hambre, etc.; el gobierno de Alfaro lo mantuvo mucho
tiempo, más bien, le mató el hambre con larga mano, y lo sacó de entre la turbamulta; y
ahí están para probarlo los papeles periódicos, los folletos, los libros que escribió Calle,
divinizando al Caudillo radical y a sus colaboradores en el gobierno. Más, Alfaro, en
cuanto descubrió la índole de su protegido, lo aventó fuera de Palacio; sin pensar jamás
en perseguirlo, menos en desterrarlo, porque simplemente lo despreciaba, como lo
hacían todas las personas de valer, a quienes atacaba.
Plaza se hacía llamar por sus áulicos “El Presidente de la Libertad de Imprenta”,
como si quisiera recomendarse con dicho título a la posteridad. Véase ahora cómo
protegía ése hombre a la primera y más importante de las libertades republicanas, y

323 
 
cómo la prensa oficial defendía los brutales golpes de mano del déspota contra los
escritores públicos independientes y dignos.
Habían sido apresados, no sólo los redactores, sino aun los cajistas de las hojas
intituladas “La Opinión Nacional” y “Gestos y Muecas”, que se publicaban en
Guayaquil; y, como era natural, el pueblo protestó contra ese acto de tiranía. Toda la
prensa placista salió a justificar el atentado; pero, según costumbre, fue “El Grito del
Pueblo Ecuatoriano” el que con mayor calor tomó la defensa y extremó la audacia y el
cinismo en la exposición de las doctrinas oficiales adversas a la libertad de imprenta.
Léase lo que dicho diario sostenía el 23 de Septiembre de 1914:
Parece que la autoridad se ha decidido, al fin a amonestar algo severamente a
los autores de las últimas pasquinadas y a los que con ellos cooperan prestándoles
facilidades de publicación y propaganda; y, al efecto, ha impuesto silencio al extranjero
más inmoral e insolente de los muchos vagabundos que andaban por ahí consumando
estafas y tratando de aprovechar de la situación, el cuál se lanzara, sin más ni más, a dar
a luz un periódico sedicioso, con los retratos de Concha, Cortés, etc., y ha detenido,
para establecer responsabilidades, a unos cuantos desocupados que fundaran un
seminario de injurias contra el Presidente y su Gobierno, llegando en él, al caso de
excitar a los soldados a la insubordinación en favor de Concha.
Con tal motivo se ha levantado grande alharaca en la prensa oposicionista, que
culpa a la Autoridad de flagrante ataque contra la libertad de imprenta; porque días son
éstos en que, a juicio de las partes adversas, la mayor publicidad de la calumnia y la
difusión en letras de molde de ideas y sentimientos hostiles al orden de cosas
establecido, tienen patente de inmunidad, por el hecho de estar garantizada la
inviolabilidad de la palabra impresa. Una carta, acaso, inocente, le puede llevar a la
cárcel a cualquier ciudadano; si la carta se imprime, ya no es un documento de
convicción, sino algo respetable que está sobre las leyes y fuera del alcance de toda
disposición punitiva. Y porque se zarandea un poco a disociadores irresponsables, o
acaso testaferros de conocidos esbirros, bastante cobardes para presentarse por sí
mismo; porque se pide cuentas a propaladores de mentiras dañinas, que enturbian la
situación en el ánimo del pueblo, a azuzadores a gritos que exigen que todos nos
levantemos en armas contra el régimen constitucional, y a grandes calumniadores de
personas, colectividades, instituciones, he ahí que se le ha arrancado una ala al pájaro de
oro de la susodicha libertad que, a picotazo limpio, trata de sacarle los ojos al jefe del
Estado y al Gobierno que preside… Y suena la protesta iracunda, que ni siquiera
ampara a escritores de profesión y a personas decentes, sino a gente baldía, jovenzuelos
de las “palomillas” o pandillas escandalosas de vagos y matones, de extranjeros sobre
quienes pesan ya decretos de expulsión por perniciosos, a sujetos, en fin, despreciables
y despreciados que han hecho oficio de insultar al Presidente de la República. Y este es
el último caso.
El espíritu del legislador fue premunir la manifestación impresa del
pensamiento, que es una de las radiaciones de la libertad de conciencia, contra los
abusos de la Autoridad, poniendo aparte la cuestión de la moralidad y el daño de
terceros, cuyo examen cae bajo el imperio de leyes especiales.

324 
 
Es el radicalismo doctrinal llevado al colmo, al último extremo en la
consagración legal de uno de los principales fundamentos del sistema; pero se ha de
averiguar si los actos de subversión declarada y evidente contra los poderes
constitucionales que representa el Estado; y los llamamientos a la sedición en días en
que una revolución irreductible llena el espacio y tiende a anegar la cumbre; es decir, si
la colaboración directa y pública, en forma desenfadada, en la crisis revolucionaria
debe ser considerada como una expresión de ideas, afectos, opiniones contrarias al
gobierno, y respetables por estar impresas, o llanamente como un delito de subversión,
prevista en los códigos y castigable de oficio, con la oportunidad y premura que las
circunstancias requieren.
En mi entender, una es la censura, la crítica y hasta la calumnia contra el
Gobierno que la ley ha querido resguardar con un respeto ilimitado, y otra la labor de
subversión que intencionadamente se hace pública, para procurar perturbaciones
populares y conflictos con la Policía. Puede la primera tender al mismo fin; pero como
la forma es la mitad de la cosa en las cuestiones legales, queda el derecho a salvo y
establecido el privilegio de la oposición justa o injusta, razonable o no.
Y como en tales manifestaciones no se emplean transiciones ni graderías, un
juez de palo puede conocer donde acaba la censura tolerable y donde comienza la
sedición punible.
Es la exposición del asunto, nada más: en medio quedan una multitud de cabos
sueltos que sería fácil atar para el mejor razonamiento. Lo que quiero expresar es mi
sorpresa por la mencionada alharaca, que disuena en boca de los Conservadores
avezados a tiranizar el pensamiento, hasta en defensa del prejuicio religioso y por
mano de los obispos; y es un sarcasmo en labios de los Alfarista, que aplaudieron y
consumaron toda suerte de iniquidades contra la mencionada libertad, inclusive el
fusilamiento de escritores públicos, la ruptura y secuestro de imprentas y la persecución
de cuantos no formaban filas entre los servidores del Déspota cruel e iletrado…
Si la imprenta es un arma, justo es que se vea de cual lado dispara, y si la
fuerza de pasquines se trata de agriar la situación, no está, demás que se cuide el orden
público.
Concedida a un mandarín la facultad de señalar el límite de la libertad de
imprenta, desaparece por completo tan preciosa garantía y queda esclavizado el
pensamiento, aherrojada el alma de todo un pueblo a los pies de cualquier tiranuelo.
¿Qué libertad, si puede el déspota calificar de subversiva la más inocente y lícita
manifestación de las ideas de un ciudadano y sepultarlo en la cárcel o arrojarlo al
destierro, pasando por sobre las leyes y la Constitución del Estado?
Y Plaza lo hizo así; multitud de periodistas fueron al Panóptico, o salieron
desterrados, sin otra causa que no prestarse a formar en el coro de incensadores y
apoyadores del jefe marcista y sus iniquidades; y pretende todavía que se le apellide
Presidente de la Libertad de Imprenta.
La barbarie del bando placista, su programa sanguinario y cruel, la perversidad
superlativa que forma el fondo tenebroso de su política, se han exteriorizado a cada
paso durante la aciaga administración marcista. Esmeraldas es una ciudad
indefensa, sin ninguna construcción que pudiera decirse militar, con casas de madera y

325 
 
caña, y habitada por pacíficos comerciantes y agricultores. Pero el placismo deseaba
vengarse de esa ciudad que miraba con simpatía los esfuerzos de Concha por
derrocarlo del poder; y, arrastrado por ese anhelo proditorio, resolvió hollar una vez
más, y de manera estúpida, así las leyes de la guerra, como las de la humanidad, y
ordenó el bombardeo de la citada población.
No faltó la voz de un joven Diputado al Congreso de 1914 compuesto en su casi
totalidad de esclavos del tirano que protestara contra aquel salvajismo e
interpelara sobre él al Ministro de Guerra.
“El Comercio” de Quito diana palaciego y defensor a todo trance de los
atentados del placismo refiere detalladamente acontecido con este motivo en la
Cámara joven; y continúa así.
Obtuvo la palabra el doctor Trujillo…
Al efecto, leyó una curiosa e importante copia certificada e un documento en el
cual estaba transcrito el telegrama del General Plaza, en que le ordenaba al Comandante
del caza torpedero “Libertador Bolívar” que proceda inmediatamente a un riguroso
bombardeo, para acabar con ellos y limpiar la mancha de la República, que a bárbaros
como esos, no se les debe dar honores de beligerantes.
El señor Ministro principió, primeramente, por hacer constar que de acuerdo
con la Constitución y leyes de la República, no era del caso hacer una interpelación
ante la Cámara, sino ante el Congreso, y que si se ha presentado, aunque podía no
hacerlo, era como un homenaje, de simpatía a la Cámara y, además, porque llevaba la
conciencia limpia y tranquila y que, sin embargo, no rehusaba contestar al señor
interpelante.
En sustancia, hizo la afirmación franca y categórica de que del Ministerio de
Guerra no había salido la orden del bombardeo...
El H. Trujillo siguió punto por punto el discursó ministerial; manifestó que él
no venía por sus intereses personales, sino por el interés general de Esmeraldas, y
por cuyos lucros viene un hijo de ese pueblo de negros salvajes y analfabetos, que se
les ha proscrito de la civilización, sin telégrafos, sin caminos y sin escuelas; sólo quiero,
dijo, que se rehabiliten los derechos de una población donde se ha cometido desde el
incendio hasta el estupro, desde el robo hasta el asesinato. Por último, dijo: soy el
primero en reconocer la irresponsabilidad del señor Ministro, y saco la conclusión de
que es el Jefe del Estado el único responsable de tales actos de barbarie; y haciéndome
eco de más de la mitad de los habitantes de la Nación, pido muy alto y muy
francamente, que la Cámara insinúe al señor Presidente que renuncie la Presidencia…
El pueblo agolpado en la barra, en las galerías y escaleras del Palacio
Legislativo, apoyaba con calor al Diputado interpretante; pero esa Cámara de serviles
ni siquiera discutió las peticiones de Trujillo: lejos de esto, un tal Posso lo insultó
villanamente y el legislador que presidía la sesión, se apresuró en declararla,
cerrada, para privarle al doctor Trujillo hasta del derecho de rechazar en público las
torpes ofensas del abyecto defensor del tirano.
He ahí una muestra irrefragable del infame consorcio del crimen y la
servidumbre, que ha pesado como una montaña sobre la desventurada República,
durante la dominación marcista.

326 
 
Plaza tomó por lema de su administración, “Ni robo ni dejo robar”; y en ningún
gobierno han abundado más los ladrones, los peculadores, los agiotistas, los
negociantes fraudulentos, en fin los más cínicos y desvergonzados esquilmadores del
Erario. Como ya lo dije, son innumerables los colectores, tesoreros, etc., que se han
alzado con los fondos públicos y fugándose los unos, y escondidos los otros, sin
contar con los que favorecidos manifestantes por el mismo Plaza, han podido contar
con la impunidad más completa.
El robo ha sido tal, que muchos marcista han improvisado colosales fortunas
de la noche a la mañana, sin más que haber conquistado el cariño del amo, mediante la
participación en la comisión de las iniquidades que lo llevaron y conservaron en el
poder, a despacho de los ecuatorianos.
El misino Calle lo confesó terminantemente en 4 de Marzo de 1916, en “El
Grito del Pueblo Ecuatoriano” léase lo siguiente y júzguese del sarcasmo que encierra
el lema escogido por el General Plaza.
Son legos en materia de finanzas. El Ministro señor Cabezas no pasa de un
antiguo y dos o tres veces fracasado comerciante al por menor, cuya información ante
gentes extrañas será que, llamado de súbito a la dirección de la Hacienda Pública de su
patria, entre él y el Presidente y ladrones y concusionarios lo han hecho tan bien, que
el Erario ecuatoriano está en ruinas, los servicios desorganizados y el Estado en
vísperas de bancarrota, no obstante un presupuesto nominal de veinte millones que
basta y sobra para todo.
¿Cómo pudiera el placismo refutar una acusación lanzada por uno de sus
miembros principales, nada menos que por el encargado de la defensa de todas las
malas fechorías de la facción dominante.
Manuel J. Calle era, indiscutiblemente, una gran cabeza y su pluma habría
honrado a la patria, sin la perniciosa influencia del General Plaza y su partido, que lo
arrastraron fuera de la senda trazada por las dotes que de la naturaleza había recibido.
Hizo sus primeras armas en la prensa, con brillantez, desafiando el furor del
conservadurismo; fue el mejor y más audaz colaborador de Belisario Torres y Luis
Felipe Carbo, en la gran campaña que precedió al triunfo del Liberalismo, y es justo
que se le tenga como uno de los más esforzados luchadores durante la dominación
clerical. Pero, cuando la política rastrera, personalista y vengativa de Plaza dividió y
subdividió el Liberalismo en bandos contrapuestos e irreconciliables, el placismo lo
tomó como instrumento de ataque contra sus adversarios, y lo lanzó a la tarea de
difamar a sus antiguos amigos, aun a los mismos que antes había puesto sobre las
nubes. En sus últimos días, Calle se lamentó de las amarguras de su vida periodística, en
una carta dirigida a don José Eleodoro Avilés que la Municipalidad de Cuenca tuvo la
insensatez de publicar; y llegó a confesarse venal, a decirle a su protector en su
postreras necesidades, que sólo había escrito para ganarse él pan…
Plaza corrompió a Calle; pero los hábitos de infidencia, de contradicción, de
ingratitud, adquiridos por el célebre periodista en su trato íntimo con dicho General, le
fueron también funestos al corruptor, como lo hemos visto; puesto que las confesiones
de un testigo de los hechos, más todavía, de un defensor decidido de ellos, componen
un cuerpo de pruebas irrecusables de los crímenes del placismo.

327 
 
Parecido camino siguieron los demás escritores de Plaza, hasta culparlo de
haber depravado la política y matado el patriotismo en la República. “El Guante”,
escrito por los más encarnizados enemigos de Alfaro, decía en su edición del 18 de
Marzo le 1918, lo que sigue, doliéndose de la indiferencia popular respecto de la
elección de Diputados al Congreso:
“Y era consolador contemplar ciudadanos asesinados por causa política en las
vías públicas, y llenos el presidio y las cárceles de hombres honrados, por el mismo
motivo; y no mirar la abyección de un pueblo que tiene hambre…. y se deja poner
la albarda encima de la matadura... ¿Quién es culpable de esto? ¡Plaza! Siempre
este individuo que, en la serie de gobernantes ecuatorianos, viene a ser lo que la
ganzúa al hacha, al martillo, a la sierra, a la maza, al machete y a la espada. Porque
Plaza pervirtió no sólo al liberalismo, sino a toda la política ecuatoriana, haciendo de la
ciencia de gobernar un arte de pic-poket. Y ahora no tenemos de qué quejarnos: el
Gobierno ha elegido, porque los partidos no lo han hecho... “¡Oh, miseria!...”
He ahí que, según los mismos placistas (porque no cito sino el testimonio
de parciales, de amigos y voceros del tirano) el General Plaza ha matado la
República, corrompiendo y degradando la política, extinguiendo el interés de los
ciudadanos por la vida pública, aboliendo prácticamente la base misma de la
democracia, que es la elección popular de los mandatarios de la Nación; lo cual es mil
veces peor que haber degollado a los ecuatorianos en masa, que haberlos exterminado
con el hierro y con el fuego en acalorada contienda electoral.
Termino aquí estos apuntes, fundados únicamente en datos oficiales y en
confesiones de parte interesada en ocultar la verdad; pues no he querido valerme de
otros testimonios que pudieran tacharse de parcialidad, por dimanar de fuentes no
enturbiadas por el placismo. No he tenido la pretensión de escribir un libro de
historia, como lo declaro en el prólogo de este somero escrito; porque tengo la
convicción de que sólo los futuros historiadores podrán pronunciar la última palabra
acerca del grado de responsabilidad que corresponda a cada uno de los que gobernaron
al Ecuador en la época más lúgubre de nuestros anales. Mi propósito ha sido salir por
la honra de la Nación, manifestando que los crímenes qué la avergüenzan, fueron
cometidos, no por el pueblo ecuatoriano, sino por una facción amoral, favorecida por un
cúmulo de circunstancias desgraciadas que pusieron en sus manos el poder, contra la
voluntad de las mayorías, y las protestas de la honradez y el patriotismo.
¿Pueden defenderse los que aún viven, de los terribles cargos que sus propios
documentos y sus mismos partidarios les han echado encima? ¿Pueden los deudores
de los ya fallecidos, volver por el buen nombre de sus muertos, con pruebas claras,
precisas, convincentes? Que no retarden labor tan indispensable; y si consiguen
borrar esas manchas de sangre, con que están señalados los hombres de Enero y Marzo
de 1912; si les es dado lavar al placismo de todas esas atrocidades posteriores a la
victimación de Alfaro, nadie se negará a reconocer la inculpabilidad de los que hoy
acusa la opinión general, dentro y fuera del país. Yo mismo la proclamaría, como acto
de estricta justicia: ¿pero, sería posible esta rehabilitación?
Si el lenguaje que he usado es severo, si mis calificativos fuertes, al tratar de
los crímenes y de los criminales, atribúyase a la falta de otros términos adecuados para

328 
 
expresar hechos monstruosos y execrables. Tácito y Suetonio no han dejado de
ser verdaderos por haber calificado acerbamente a los Césares corrompidos, y
descrito con colores demasiado vivos los horrores la Roma decadente. Igual han hecho
otros escritores antiguos y modernos, sin exceptuarse ni los eclesiásticos; todos los
que han fustigado sin misericordia ni reticencias a los criminales, ora fuesen monarcas,
ora pontífices de la Iglesia de Cristo. Y no se nos ha de acusar a los que nos
empeñamos en seguir el ejemplo de varones tan esclarecidos, en esto de llamar a las
cosas con sus nombres propios, por amargas que resulten nuestras palabras.
Y todavía se queja Jacolliot de que los historiadores antiguos no han cumplido
a derechas su misión augusta de jueces, a quienes debe escuchar la posteridad, como a
ejecutores de la Justicia eterna. La Historia que merecerá el nombre de tal dice será
aquella qué basada en los principios de justicia universal, en moral eterna y la eterna
verdad, rechazando toda componenda, toda transacción de conciencia, juzgue con
igual severidad, pese en idéntica balanza los actos del débil y del fuerte, las faltas de
los pueblos y de los reyes, los crímenes de los aventureros y de sus conquistadores.
Hasta el presente, la moral de la Historia no ha elevado por encima de esto: Cartuche
no llegó a reunir sino una cuadrilla de trescientos hombres, y es un ladrón: Alejandro
pudo reunir y arrastrar tras de sí, a más de cien mil bribones, y es un gran genio....
Los que soñamos en un porvenir de concordia, de trabajo, de paz y libertad,
inculquemos a nuestros hijos el odio a este pasado corrompido, apartemos de ellos la
Historia restituida, que sólo ha sabido humillarse ante la fuerza brutal, los traidores
favorecidos por la suerte, y los destructores de la humanidad.

329 
 
E P I L O G O

Muchos años han transcurrido desde que se terminó este libro; y en mi constante
empeño de buscar la verdad en medio de las tinieblas con que se han rodeado los
crímenes de Enero y Marzo de 1912, he adquirido muchos importantes documentos,
como los relativos al primer proceso indagatorio, iniciado a raíz del asesinato de Alfaro,
y que motivó la intempestiva destitución del Comisario instructor; una lista de los
arrastradores, autorizada por dicho juez, en la cual constan nombres hasta de personas
conservadoras notables; algunas copias de discusiones congresiles; la fulminante
acusación de Pío Jaramillo Alvarado a los jueces prevaricadores, que se empeñaron en
evitar el esclarecimiento de los hechos, etc. Como para insertarlos tendría que
recomponer este libro, publicaré con posteridad dichos documentos, en caso necesario.
Por lo que mira a la situación del Ecuador, sólo diré que nuestro cielo
permanece siniestro y lóbrego, cruzado a la continua, por e1 cárdeno fulgor del rayo y
los bramidos de la tempestad. La, rebelión del Ejército, el 9 de Julio de 1925, dio en
tierra con el efímero y estéril gobierno de Gonzalo Córdova, a quien Plaza elevó al
poder, obedeciendo siempre a su deslayada y proterva política; a sabiendas de que
valetudinario y estrechamente ligado al placismo el Presidente titular le dejaría disponer
de la nación a su arbitrio, y muy en breve, abierto nuevamente el camino del Capitolio.
Pero la súbita caída de Córdova, traicionado por los militares; educados por
Plaza, no le permitió a éste tomar ninguna medida para dominar la situación: los
rebeldes lo sorprendieron y apresaron sin consideración alguna; y si no fue víctima de la
justicia popular que tanto había defendido se debió a la eficaz intervención del Ministro
de la República Argentina, que logró hacer que escapara y se ocultara en la Legación,
evitándonos así una nueva vergüenza, pues trataba de lincharlo el populacho amaestrado
por los asesinos de Enero.
Plaza está en el destierro; pero el placismo perdura. Se adueñaron del poder los
antiguos partidarios del proscrito, y han continuado los mismos odios y venganzas; las
mismas persecuciones, calabozos, confinamientos y destierros; el mismo atropello
de las libertades públicas; el mismo escarnio de las leyes y la justicia; la misma
mordaza a la prensa; la misma política pigmea y tenebrosa; el mismo espionaje y
delación pendientes sobre los ciudadanos; los mismos robos y dilapidaciones; el
mismo yugo sobre el pueblo infeliz, que se muere de hambre, bajo el peso de
extraordinarios impuestos, creados para satisfacer la codicia y el derroche de los que
mandan. El pretorianismo placista ha triunfado, mediante la traición a su caudillo; y la
dictadura de Isidro Ayora, surgida de esa traición infamante, no ha sido sino efecto de
generación espontánea, sobre el infecto fangal del placismo.

330 
 
DISCURSO

Pronunciado por el Dr. JOSÉ PERALTA, en la Velada Fúnebre en


homenaje a la memoria del General ELOY ÁLFARO, en la ciudad de
Panamá, el 31 de Marzo de 1912.

HERMANOS:

Os habéis congregado para tributar un doloroso homenaje a la memoria de un


gran ecuatoriano; y, como amigo y compatriota de aquel varón eminente, no puedo
dejar de unir mi voz a la vuestra, para deplorar la inmensa pérdida que han sufrido mi
desventurada Patria y la humanidad misma, porque Eloy Alfaro era servidor del
progreso y la libertad del mundo.
Allá, tras de las olas que bañan vuestras costas, hay una tierra muy hermosa y
muy digna de la felicidad y la grandeza; una tierra que para el proscrito privada de ella;
no se parece a ninguna la tierra, porque alberga todos sus recuerdos y todos sus afectos,
la cuna de sus hijos y el sepulcro de sus mayores. Esa tierra querida, al par de la
vuestra, es de estirpe de gigantes y nació entre laureles, arrullada por la gloria y por los
épicos cantos de la emancipación Sudamericana.
Esa tierra es el Ecuador; pero un fatal desenvolvimiento de sucesos redujo otra
vez a la servidumbre, y retorcíase la noble hija de Bolívar bajo la férula de los tiranos
que consiguieran esclavizarlas. Otra vez la superstición y el fanatismo, como venda de
Plomo ardiente, mataron la pupila del pueblo ecuatoriano; otra vez la iniquidad y el
crimen, en nombre de Dios y del Cristo, fueron Incensados por las muchedumbres; otra
vez la ciencia y la virtud viéronse proscritas y perseguidas como impiedad y herejía;
otra vez la libertad subió al patíbulo, y el progreso y la civilización sufrieron el
anatema sacerdotal y fueron borrados de las grandiosas aspiraciones de aquella
desventurada Nación. La obra de, los titanes había desaparecido en pocos años: Bolívar
habría repetido, con razón, al contemplar nuestras desdichas, que los libertadores habían
arado en la mar.
Necesitábase un hombre que principiase de nuevo la heroica labor de romper
las cadenas del pueblo ecuatoriano y colocarlo en los caminos de la luz y el adelanto;
más ¿quién era capaz de luchar y vencer a la hidra negra que nos envolvía y estrujaba
entre sus anillos de hierro candente? Muchos patriotas esclarecidos acometieron la
empresa y cayeron vencidos; los unos en el campo, con las armas en la mano; los otros
en el cadalso; los de más allá, envenenados con la hiel del ostracismo, lejos, muy lejos
de la amada patria que habían querido libertar.
Por fin se presentó el anhelado campeón, el hombre predestinado a pulverizar el
yugo que nos oprimía y a inaugurar una era de libertad y progreso; y ese hombre
extraordinario fue Eloy Alfaro. Llevando en el alma, a modo del fuego inextinguible y
sacro d-e las vestales, un amor sin límites a su patria y la fe más inquebrantable en su

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misión libertadora, lanzóse a la ardua labor de redimir a un pueblo; y luchó sin tregua ni
descanso durante toda su larga existencia, para realizar sus patrióticos y humanitarios
votos Peregrino de la libertad, recorrió la América implorando adhesión y apoyo a la
causa santa que defendía: vencido aquí, triunfante allá, su vida no fue sino un tejido de
dolores y esperanzas, de sacrificios y heroicidades, de épicos esfuerzos y sangrientos
desastres, sin que jamás el desaliento penetrara en aquel corazón de diamantes. Para el
impertérrito y convencido varón, la misma gloriosa derrota de Jaramijó no fue sino la
aurora del triunfo, el vaticinio más seguro de la libertad de la patria.
Y venció en la desigual y sangrienta lucha: la constancia y si valor heroico, la
convicción y el patriotismo del caudillo ahogaron la tiranía y la hierocracia, y surgió el
Ecuador a la vida de la luz y de la libertad verdadera. Moribundo el monstruo,
acometió todavía a su vencedor en múltiples y cruentas convulsiones que sembraron
de ruinas y escombros nuestro suelo; más fueron vanos todos sus furores ante la
invencible energía de Alfaro, y la regeneración ecuatoriana siguió su camino triunfal,
con aplauso de todas las naciones de América.
Dedicóse Alfaro a la reforma de las instituciones y a promover el progreso de su
país, después de haber combatido con la espada a los mantenedores de prejuicios y
preocupaciones, de tiranías y tradicionalismos afrentadores de la humanidad; y en tan
difícil labor manifestó el mismo constante ardimiento, la misma intrepidez
Incontrastable, la misma fe creadora que cuando cruzaba los mares y las montañas,
seguido de sus valientes camaradas, en demanda de la muerte o de la libertad de sus
hermanos.
Y las leyes ecuatorianas consagraron la libertad de conciencia y de cultos, del
pensamiento y de la enseñanza, de la prensa y de la palabra; las leyes ecuatorianas
colocaron el matrimonio bajo su protección directa, como que es el fundamento y la
base de la sociedad; las leyes ecuatorianas proscribieron el fanatismo y la superstición,
las penas inquisitoriales y el verdugo; las leyes ecuatorianas reprimieron el poder
eclesiástico y la envenenadora acción del monarquismo; las leyes ecuatorianas
proclamaron la inviolabilidad de la vida y el hogar; en una palabra, despedazaron todos
esos hierros con que el interés hierático y la ambición de los déspotas habían maniatado
el alma del pueblo ecuatoriano.
Alfaro vio que para cimentar su obra era menester difundir las luces, y
multiplicó las escuelas y los colegios, los planteles de artes liberales y de oficios
mecánicos, dándoles el sello de establecimientos laicos y libres de toda influencia
deletérea. Vio que era menester crear maestros para el día de mañana, propagadores de
las nuevas ideas, que en lo sucesivo habrían de regenerar y redimir a la muchedumbre, y
fundó las escuelas normales y mandó centenares de jóvenes a Europa y Norte América
para que adquiriesen conocimientos en todos los ramos dial saber humano. Alfaro no
limitaba sus afanes al presente: preparaba también trabajadores y apóstoles para el
porvenir.
En el orden material, realizó lo que sus antecesores habían, tenido por imposible.
Unió, mediante el ferrocarril más atrevido de América, la capital con la costa; principió
otros ferrocarriles destinados a llevar la prosperidad a regiones abandonadas; abrió
caminos y embelleció ciudades; construyó palacios y fomentó las industrias y el

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comercio; cuadruplicó las rentas públicas y restableció el Codito; en fin, sentó las bases
de un futuro de prosperidad y de grandeza envidiables para la República.
Generoso y magnánimo, tuvo muchas veces en sus manos a sus peores enemigos
y su venganza única fue el perdón y el olvido. Tomó ciudades rebeldes a sangre y
fuego; y en el instante mismo proclamó siempre la amnistía más amplia, la protección
más decidida a la vida y los bienes de los rebeldes. El rencor jamás se anidó en su noble
pecho; nunca la venganza y la crueldad mancharon sus triunfos. Multitudes de
prisioneros tuvo, después de sangrientas batallas en que había perdido amigos, y sin
embargo, siempre compasivo y noble, distribuía dinero y vestidos a sus adversarios de
la víspera y les ponía en completa libertad. En su vida privada, ejemplo de virtudes y de
hidalgo comportamiento; en la vida pública, modesto a pesar de su gloria, magistrado
sin tacha y modelo de buenos ciudadanos: ese era Eloy Alfaro.
Pero el rencor de los fanatismos y de las tiranías es inmortal: no perdona jamás
al que ha tenido la osadía de herirlos. Alfaro, invencible con la espada en la diestra, fue
sin cesar combatido por la calumnia y el dicterio, por la difamación soez y el insulto
villano; a traición y la envidia se aliaron para abrir abismos a los pies del deformador;
el odio hierático ardía como incendio entre las inflamables turbas, y las ambiciones
más rastreras soplaban a la continua en aquel fuego preparado para devorar al
vencedor, de la teocracia - Me asesinarán - me dijo varias veces pero mi sangre los
ahogará y cimentará al liberalismo. Toda misión redentora es predestinación al martirio;
y Alfaro le veía desde mucho antes dentro de esa como penumbra que proyectan
siempre los pensamientos funestos.
Cada paso que da la humanidad a su perfeccionamiento, se señala en la historia
con una víctima nobilísima: nuestros adelantos morales cuestan océanos de sangre
pura; y diríamos que no nos es dado seguir adelante sino pasando por sobre los
cadáveres de nuestros mártires. ¿Cuántos se han sacrificado hasta colocarnos a la
altura de la civilización moderna? La ciencia y la libertad, la religión la moral, todo lo
noble y elevado que alienta y se perfecciona en el hombre y lo impulsa sin cesar hacia
arriba, comprémoslo siempre con el sacrificio de nuestros redentores. El martirio viene
a ser en la historia uno como sello de la grandiosidad de las acciones humanas; la
garantía de perdurabilidad en toda obra redentora del gene: humano o de un pueblo en
particular; una condición como indispensable para la inmortalidad y la gloria. Quitadle
a Jesús de Galilea su cruz y su corona de espinas, y no acertaréis a explicaros como
el Evangelio, el Código más divinamente humano que han tenido los hombres, ha
pasado de mano en mano, de generación en generación, durante dos mil años, hasta
llegar a nosotros. Arrancadle de las manos a Sócrates la copa de cicuta, y lo habréis
privado de la inmortalidad, le habréis quitado a su moral la contraseña divina del
martirio. Sí Giordano Bruno y Arnaldo de Brescia no hubieran subido a la pira; si las
cenizas, de Juan de Hus y de Jerónimo de Praga no hubieran sido recogidas del
quemadero y dispersadas a viento, las ideas de libertad y democracia no habrían
germinado tan lozanamente y tan prestas en los pueblos mismos que presenciaron
aquellos sacrificios humanos. La incineración del cráneo pensador ha dado siempre más
fuerza y brillantez al pensamiento que se albergaba en la cabeza carbonizada.

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El martirio es el complemento de la gloria: la de Bolívar no habría sido completa
sin la ingratitud de sus contemporáneos y sin su agonía lenta, dolorosa y solitaria en
Santa Marta. A Sucre, vencedor de los vencedores de Napoleón, le habría faltado un
florón en su corona sin los balazos de Berruecos.... ¿Dónde está el hombre
verdaderamente grande, verdaderamente apóstol, verdaderamente redentor, que no haya
cargado con la cruz o saboreado la mortal cicuta?
A Eloy Alfaro le faltaba también el martirio; su misión habría carecido del sello
grandioso sin el trágico fin de todos los benefactores del linaje humano. Grande por sus
hechos y servicios a la patria, grande por sus virtudes personales, necesitaba el pedestal
de los grandes hombres, sobre el que se yerguen y dejan admirar de todas las
posteriores generaciones. Alfaro, sin el horroroso martirio del 28 de Enero de 1912,
acaso se habría confundido con otras celebridades nuestras que, a pesar de sus méritos,
no han conseguido conquistarse la primera fila en la Historia de su país; .pero los
mismos que ansiaban exterminar y anonadar al Reformador y al Héroe, los mismos que
profanaron su cadáver y lo redujeron a cenizas, han contribuido eficazmente a la
inmortalidad del Fundador Liberalismo ecuatoriano. Ellos, son los obreros
providenciales que han colocado la piedra angular sobre la que no muy tarde se
elevarán los monumentos consagrados por la gratitud nacional a la memoria del mártir.
Ellos, ellos los que, lejos de haber logrado borrar sangre y horrores el nombre ilustre de
Eloy Alf aro, lo han grabado en páginas más duraderas que el mármol y el bronce; pues
crimen tan enorme ha conmovido a todas las naciones y hecho que fama pregonara de
confín a confín, los merecimientos y virtudes la víctima. La maldición universal contra
los asesinos es la patria nota del himno perenne que ella entona en loor: de sus mártires;
y esta misma fúnebre reunión de personalidades tan escogidas, á probando que el duelo
por la muerte de Alfaro traspasaba los límites de su patria y halla eco y condolencia en
todas las naciones civilizadas y libres. Sí, mis sentimientos no me ciegan; la América
Latina está de pésame, porque Eloy Alfaro llevaba dentro de sí toda la grandeza de los
ideales latinoamericanos, todas las aspiraciones este Continente, para quien está ya
brillando la aurora, de un porvenir de opulencia y primacía.
El pueblo ecuatoriano, que ha mirado con horror las iniquidades del 28 de Enero y que
maldice el primero las manos inicuas que han escrito la página más negra de la
Historia de América; el pueblo ecuatoriano, digo, os quedará muy agradecido por
vuestras significativas y honrosas muestras de condolencia; y yo, hermanos, último de
los hijos de mi hermosa y afligida Patria, grabaré en mi corazón el recuerdo de esta
noche y no cesaré de elogiar, cómo merecen, los sentimientos de nobleza, fraternidad y
justicia que tan altamente distinguen a nuestros hermanos de la República Panameña.
HE DICHO

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Í N D I C E

PREFACIO…………………………………………………………………………. 2
PRÓLOGO…………………………………………………………………………. 3
CAP. I ANTECEDENTES...................................................................... 4
CAP. II OTROS ANTECEDENTES DEL CRIME………………………..... 27
CAP. III REVOLUCIÓN DEL 11 DE AGOSTO……………………............ 41
CAP. IV LOS TRAIDORES Y LOS REVOLUCIONARIOS........................ 61
CAP. V LA CONSTITUCIÓNALIDAD SARCASTICA…………………… 75
CAP. VI EL 28 DE DICIEMBRE………………………………………......... 90
CAP. VII CRIMINALIDAD Y PREMEDITACIÓN………………………….. 100
CAP. VIII EL HONOR MILITAR……………………………………………... 116
CAP. IX PROFANACIÓN DE LAS NORMAS JUDICIALES................... 143
CAP. X SUBTERFUGIOS DEL CRIMEN…………………………............. 162
CAP. XI VÍA CRUCIS............................................................................. 178
CAP. XII INERCIA CRIMINAL................................................................. 196
CAP. XIII ¡VAE VICTIS!………………………………………………………. 217
CAP. XIV LA PROFANACIÓN……………………………………………….. 235
CAP. XV DESPUÉS DE LA TRAGEDIA.................................................... 257
CAP. XVI ALIANZA DESHECHA…………………………………………….. 273
CAP. XVII CAMBIOS DE FRENTE……………………………………………. 287
CAP. XVIII EL IMPERIO DEL TERROR …………………………….………. 301
EPILOGO.................................................................................................................. 330
DISCURSO PRONUNCIADO POR EL DR. JOSÉ PERALTA, EN LA VELADA
FÚNEBRE EN HOMENAJE A LA MEMORIA DEL GENERAL ELOY ALFARO,
EN LA CIUDAD DE PANAMÁ, EL 31 DE MARZO DE 1912.

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