Departamento de Ingeniería Industrial Universidad de Chile
Detrás de la antipatía que las autoridades estadounidenses le
tienen a las calificadoras -sentimiento compartido por sus pares europeos- hay una gran contradicción.Tradicionalmente, cuando a un emisor de deuda se le bajaba su rating era por no poder pagar (Grecia) o no querer pagar (Argentina). Sin embargo, en el caso de Estados Unidos, la acción de S&P estuvo motivada por algo distinto: un impasse político-estructural (dificultades en el Congreso norteamericano para subir el límite máximo de deuda).
Además S&P violó el sacrosanto (hasta ese momento) principio del
"country ceiling" invocado tantas veces en el pasado contra empresas solventes ubicadas en economías emergentes: “ningún emisor de deuda puede tener un rating superior al del país donde está domiciliado”. S&P rompió con esta tradición y dejó a muchas entidades domiciliadas en EE.UU. (el estado de Missouri, la ciudad de Scottsdale en Arizona, ExxonMobil, Johnson &Johnson, etc.) con un rating de Triple-A.
Curiosas ambas innovaciones. Más curiosa todavía fue la reacción de
los políticos. La misma semana en que S&P humilló a Estados Unidos, William Harrington, un ex analista de Moody’s, entregó a la SEC (la versión norteamericana de nuestra SVS) un documento de 78 páginas bastante comprometedor. En él, Harrington describió el modus operandi de Moody’s en términos cercanos a lo que se podría interpretar como corrupción generalizada (**). Sin embargo, todas las críticas de los políticos fueron dirigidas hacia S&P, en tanto que lo de Moody’s pasó desapercibido.
Lo concreto es que detrás de la antipatía que las autoridades
estadounidenses le tienen a las calificadoras (sentimiento compartido por sus pares europeos) hay una gran contradicción.
Hagamos un poco de historia. Recordemos que las calificadoras
partieron vendiendo sus ratings, en calidad de información útil, a inversionistas privados quienes pagaban por estos.
En algún momento, los reguladores decidieron usar los ya
establecidos ratings para estructurar el marco regulatorio del mercado de renta fija. Y aquí hay una interrogante clave: ¿puede un rating servir al mismo tiempo a inversionistas y reguladores? ¿Son los objetivos de estos dos grupos idénticos? La respuesta no es obvia. Lo que sí es obvio es que esta decisión transformó a las calificadoras de riesgo –intencionalmente o no—en reguladores de facto.
Arthur Andersen desapareció a raíz del escándalo Enron. S&P y
Moody’s, por el contrario, salieron fortalecidas de la crisis subprime. Por supuesto que no frente a la opinión pública ni a los mercados, pero sí en la continuidad de su negocio ya que no recibieron sanción alguna. Es decir, han seguido profitando de la necesidad, casi garantizada por ley en todos los mercados, de obtener dos ratings antes de poder colocar un bono.
Un hecho no muy conocido pero relevante: el año 2006 el Congreso
norteamericano pasó una legislación conocida como el Rating Agency Act. Ésta estableció, entre otras cosas, que una nueva calificadora de riesgo, antes de ser aprobada por la SEC, debía demostrar haber tenido por tres años consecutivos una cartera de clientes pagados. Esta gran barrera de entrada sólo ha contribuido a proteger aún más el negocio de las agencias ya establecidas. En este contexto, es difícil entender la ira de los políticos norteamericanos y europeos con las calificadoras de riesgo. Es cierto que estas siguen opinando y emitiendo ratings a pesar del desprestigio que las afecta. Pero no es menos cierto que sólo están aprovechando las ventajas casi monopólicas que estas mismas autoridades les han otorgado.
Finalmente, es importante recalcar que en la mayoría de los mercados
las calificadoras no sólo cumplen con una función reguladora sino que además gozan de un poder equivalente al de un legislador (***).
Sumando estos antecedentes al escándalo de La Polar, cabe
preguntarse si habrán en Chile cambios sustantivos al rol que las agencias calificadoras juegan en nuestro marco regulatorio. Motivos sobran; dudas también.