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RODOLFO AICARDI

No hay navidad, no hay diciembre en Colombia sin Rodolfo Aicardi, un cantante que se metió en el
corazón de la gente. La historia da sus revanchas. El escritor caleño Andrés Caicedo
menospreciaba su música y la calificaba de montañera; el huracán de la salsa había llegado a los
mares de Colombia. Pero oyéndola ahora (como lo hice en esos exilios de grilles y cantinas), con
esa fuerza, con ese sentimiento, con esa vitalidad, con esa alegría, que en Colombia es como un
masoquismo, pues no importa vivir en un infierno para ganar un cielo con una canción, con una
cumbia, iniciamos el camino de su reivindicación. Y yo era de los que seguía a Andrés Caicedo y a
Nelson, a Richy Rey o a Willy Colón (y los sigo). Una noche en un concierto, en una rumba, me subí
a la tarima para darles la mano a Nelson (Nelson y sus Estrellas) y a Luis Felipe González, y yo me
sentía en esa perspectiva, era el mundo de la salsa, pero no reconocía lo nuestro. Las obras de arte
tienen dos jueces implacables: sus propios contenidos y el tiempo. Este no es el caso de Rodolfo
Aicardi, pues su música crece, se escucha cada vez más y llega a públicos juveniles que no lo
escucharon en su tiempo. Por eso hablo de revancha, y lo digo así porque Rodolfo es la cumbia,
esa cumbia desarraigada del mar que llegó a las grandes ciudades, a las verbenas populares, a las
ferias, a las fábricas, y conquistó el alma de esa Colombia mestiza y violenta, hecha de negros, de
indios y de blancos. No era esa cumbia, casi ritual, que evocaba la diáspora por mares y cielos
desconocidos: era una cumbia desacralizada que llegó a los centros urbanos pero traía el eco de
sus tambores, de su sensualidad, y hablaba el lenguaje callejero y cotidiano de las ciudades.

Fruco consideró a Rodolfo una leyenda de la música tropical, y sostenía que haber convertido a La
Colegiala en un himno en París y en las principales capitales de Europa era algo asombroso; pero
hay algo más, Armando Plata Camacho, el inteligente periodista y una autoridad de la radio en
Colombia, nos dio el dato pintoresco: Rodolfo destronó del primer lugar, con La Colegiala, nada
más y nada menos que a Michael Jakson, en las listas de la radio en Europa. Sólo dos cantantes
colombianos han pisado el teatro Olimpia, el templo de la música en París: Carlos Julio Ramírez y
Rodolfo. Este, llenó el teatro en tres noches consecutivas y durante semanas fue número uno en
la radio en las principales ciudades europeas, en Mexico, en Japón y en las Antillas. Uno se
preguntaría, antes de conocer su historia, ¿cuál era el secreto para llenar todos los escenarios,
para gustar aquí o allá, para crecer en el tiempo hasta el punto de convertir su música en
imprescindible? Yo considero, y es una opinión, que parte del secreto estaba en su voz
privilegiada, profundamente sentimental, una voz que pareciera que tratando de buscar la alegría,
la felicidad, y golpeando las puertas hasta el punto de querer derribarlas, termina encontrando la
tristeza. La otra razón, y de esto estoy seguro, es la cumbia, uno de los ritmos más exóticos y
bellos de América: sensualidad y tristeza; de ahí que Rodolfo no es más que la personificación de
esa magia. Pero como decía Armando Manzanero, la cumbia de Mexico o de Argentina o de Perú
es una cumbia que tiene menos de negro que de indio.
Rodolfo nace en Magangué, en la costa atlántica, en 1946. Inicialmente, conforma un trío y es un
músico nocturno de serenatas y grilles. Luego entra como una voz de complemento en el Sexteto
Miramar. Las fotografías de la época lo pintan como un pequeño don Juan de los trópicos, un
soñador, un enamorado; llegaba en su moto, con sus gafas negras, a las heladerías, en busca de
esas muchachas que salían del cinema o paseaban en la plaza, en las soleadas tardes, llevando la
cinta verde en su pelo, o de alguna compasiva Daniela, muchachas que ya merodeaban no sólo en
sus canciones sino en sus fatigados deseos de melancólicos domingos. Esta meteórica carrera de
lances amorosos y de serenatas terminó una noche cuando desde el balcón de su casa, como en
una ranchera, escuchó cuatro balazos que lo buscaban, sí, a él; era un ofendido esposo que quería
vengar el honor de su mujer con quien el cantante había mantenido relaciones en secreto. Tuvo
que “echarse al monte”; luego, se subió al primer bus que encontró en la estación y llegó a donde
tenía que llegar, a Medellín, la meca de la industria discográfica en Colombia, llegó directamente a
tocar las puertas de Discos Fuentes, esa industria que después él pondría bien alto.

Solitario, tímido, romántico, frágil, Rodolfo, igual que Héctor Lavoe, encarnó esa figura del
cantante trágico, salido de las entrañas del pueblo; triunfó con Los Hispanos, Los Ídolos, Los
Bestiales y La Típica R.A7. Siempre lleno de vida – tú eres como un ciclón, ciclón, ciclón,
arrastrando con todo, ciclón, ciclón, arrastrando mi amor, dejándome una herida…- ,en medio de
la alegría y de esa sensualidad y encanto de la cumbia, sabía decir cosas desconsoladoras y bellas,
residuos de tristeza, como si en el baile fuéramos los defraudados que sólo viéramos al Amor en
la soledad y en las copas de vino: ah, Mariana, Mariana, dónde estás mi linda Mariana….Sus
canciones se convirtieron en una pequeña enciclopedia sentimental del alma latinoamericana,
sabía llegar al cielo y así se instaló, en el corazón de Colombia. Pero como todo paraíso tiene su
serpiente, paradójicamente, murió arruinado, económica y moralmente; mendigando sus diálisis,
enfermo y casi ciego, lo vi en la televisión llorando su Paraíso Perdido. Un día un filósofo de un
pueblo me dijo que Rodolfo era el mejor cantante de Colombia; y hoy no dudo en ponerlo al lado
de Carlos Julio Ramírez, Joe Arroyo, Eliseo Herrera (Los Corraleros) o Elkin Ramírez (Kraken).

Sus años dorados habían pasado, y como sucede con los grandes, a medida que su fama iba
creciendo, su vida se iba desplomando; casi entre la caridad pública y la indolencia, expulsado del
Paraíso, fatigado y casi ciego, pasaba sus últimos días, mientras su música, como pólvora de
diciembre, estallaba en las calles, en las despedidas de las fábricas, en las plazas alicoradas y
abarrotadas de gente, en las ciudades de Colombia. Terminó de la manera más triste y
desconsoladora; quizá por una dignidad enfermiza, terminó en el escenario cantando, sentado en
una silla, sin ese vitalismo y esa magia, sin ese misticismo que parecía que estuviera rezando, pero
allí estaba, casi llorando en medio de su público que quizá por compasión estaba ahí o
simplemente porque era su ídolo. Pero Medellín le hizo justicia, lo despidieron como despidieron a
Gardel; y afuera, en los barrios populares, donde se había batido como un grande, en Aranjuez,
terminó como propio hasta en las comunas de raperos donde los grupos urbanos lo
redescubrieron como parte de ellos; en esas noches de diciembre, de vendedoras de rosas, en
medio de carambolas y balazos; entre obsequios y exequias, entre tazas de nostalgia callejera,
estaba allí, en los amaneceres de las azoteas, hasta las seis de la mañana, hablándoles.

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