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Damasia estaba casada con Abundio Saavedra, pero cuando este murió,
la viuda y su hija dedicaron su vida con devoción al servicio de la iglesia.
De esta forma viajaban a Tampache, Álamo Temapache, Acala,
Hormiguero, Tancochin, Cuesillos, Tierra Blanca y otras comunidades,
con la finalidad de acudir a todas las fiestas patronales y ferias de los
santos que veneraban. La vida para ellas dos transcurría en calma.
Un jueves santo, Damasia le pidió a Irene que fuera a buscar leña para
el fuego de la casa. La pequeña, obedientemente, se dirigió hacia Paso
de Piedras para recolectar los trozos de madera que se encontraba en el
camino. Al regresar a su hogar, Irene se sentía sucia y deseaba asearse,
pero su madre le advirtió que durante los días santos no estaba permitido
bañarse, a lo que Irene respondió: “Mamá, que me perdone Dios, pero yo
aunque sea me voy a lavar la cara”.
Fue así que la niña tomó un huacal, dos hojas de jaboncillo y se fue al
pozo para lavarse la cara. Repentinamente, se escucharon unos gritos
desesperados pidiendo ayuda. El agua del pozo se elevó y la niña
comenzó a transformarse en otro ser. La boca se le alargó, los ojos se le
hicieron más grandes, el cabello y la piel se le pigmentaron de rojo, las
piernas se fusionaron en una cola de pez y le brotaron escamas.
El muro de agua cayó sobre la que una vez fue Irene y la arrastró hasta
la laguna. Los lugareños fueron a buscarla en las entrañas de aquel
cuerpo de agua, en el que de pronto vieron flotar una balsa maltrecha de
madera. Aquel ser, que alguna vez fuera una hermosa niña, yacía al filo
de la fantasmagórica balsa y a la distancia se escuchaba su voz, con un
desgarrador eco metálico: ¡Peten ak, peten ak! (que en huasteco significa
giren). Los lancheros entendieron que se enfrentaban a una fuerza
desconocida y decidieron no perseguirla más.
La curiosidad hizo que entrara al abismo siguiendo esa luz. De pronto, a unos
cuantos pasos de la entrada, se encontró que la cueva contaba con un enorme
lago de aguas cristalinas y en este nadaban cisnes blancos que se iban
convirtiendo en hermosas mujeres
La belleza de lugar mantenía a Cirilo extasiado durante horas, viendo entrar y salir
mujeres en el lago y él siendo un afortunado espectador. Cirilo pensó que había
pasado un día maravilloso, pero en realidad había transcurrido un año completo
dentro de la cueva.
Tardaron varios días los hombres del pueblo en encontrar alguna pista y lo único
que hallaron fue solamente sus herramientas para trabajar en la milpa y su
acostumbrado morral de campesino. Lo dieron por muerto y desaparecido por
mucho tiempo.
Sin embargo Cirilo se encontraba en la cueva pensando que ya era muy tarde ese
día 24 de junio y debía pensar en regresar, sobre todo debía recoger su
herramienta que dejó afuera de la cueva para que nadie se la fuera a robar.
Él comprobó que ya había pasado un año al ver a sus hijos más grandes y a su
esposa llena de canas ocasionadas por la preocupación.
Puerta de piedra:
En otra comunidad veracruzana existe una cueva que siempre permanece tapada
con una enorme piedra. Jacinto un hombre dedicado a la herrería, rumbo a su
trabajo diario siempre había intentado entrar a una cueva sin tener suerte.
Ya que la piedra que cubría la entrada era muy pesada y solo conseguía mirar
hacia adentro por una pequeña grieta por donde cabía su nariz. Un 24 de junio
Jacinto iba caminando en su acostumbrado andar y se encontró que la cueva
estaba abierta y la enorme piedra a un lado.
Decidió entrar para acabar con su curiosidad y se encontró con una especie de
mesón que alumbraba el interior con luces de vela. Entró silenciosamente para ver
de qué se trataba
Curiosamente el lugar alumbrado por las velas resaltaba el color oro de las
monedas que había por todo el lugar, además de joyas preciosas y perlas regadas
por el suelo.
¿Se trataría de algún tesoro de esos que los piratas guardaban con tanto recelo
en aquellas épocas de ataques contra el Fuerte de San Juan Ulúa? Si esos de los
que se hablaba en la Villa Rica de la Vera Cruz (hoy Veracruz).
Todo pasaba por la mente de Jacinto, mientras esperaba que alguna de las
mujeres que servían las mesas lo atendiera. Lamentablemente las mujeres
llevaban un rebozo fino que les cubría la cara y Jacinto pacientemente esperaba
por ver alguna de ellas.
Nuestro herrero insistió al hombre quien solo accedió cuando Jacinto dijo que
prometería regresar al tercer día, pero que ya era tarde y finalmente lo dejó ir.