Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
04 El Circo, 6-IV-15
04 El Circo, 6-IV-15
El lugar era sórdido. Con luz, pero lúgubre. Fui invitado a la presentación de un
circo, no tan famoso pero sí con un gran futuro, según me aseguró alguien. Como
periodista me ha gustado apoyar causas así, de personas o instituciones que
empiezan a abrirse camino en diversos campos. Además, los circos siempre me
han encantado. Iba a ir con mi amigo Fabio Larrahondo, también periodista, pero
una noticia de última hora, al parecer de una explosión, le impidió acompañarme.
Así que me dirigí al lugar, en la calle 26 con carrera segunda, en el barrio Bretaña,
al norte de Cali. Hacía un calor delicioso, el viento bajaba refrescante del Cerro de
las tres cruces, los árboles se meneaban y todo presagiaba una excelente velada.
Me extrañó el lugar, pues no tenía referencias pasadas de que allí hubieran sido
instalados circos y no vi carpa alguna. Pero la dirección coincidía. Recorrí el andén
de lo que alguna vez fueran las bodegas de la Estación del Ferrocarril del Pacífico,
cerca a donde a la 1:07 de la noche del 7 de agosto de 1956 explotaran 1.053
cajas que contenían 42 toneladas de dinamita gelatinosa, que eran transportadas
en siete camiones del Ejército y dejaron entre 1.200 y 3.725 muertos, más o
menos. Eso nunca se sabe con precisión.
–Sígame.
Se dio media vuelta y me tomó un metro de ventaja, pero como siguió con el
mismo ritmo, le di alcance y me ubiqué a su lado derecho.
Caminamos unos sesenta metros hacia el oriente y de pronto giró. Sin mirarme
entró a una de las bodegas cuya cortina de metal estaba arriba. Yo antes las
había visto todas cerradas y no había escuchado el roce de las bisagras o de la
tela de hojas horizontales enrollándose en su base herrumbrosa. El espacio era
amplio, iluminado por el sol que aún cubría la ciudad. Lo que no entraba era el
viento, por lo que el aire quieto se suspendía en capas espesas que a duras penas
se movían a medida que nosotros caminábamos.
Empezó a caminar un poco más rápido pero apuré mi paso para permanecer a su
lado. Me ubiqué a su derecha, como si con eso pudiera demostrar que yo decidía
algo. Volteó la cabeza, me miró sin inmutarse y continuó en silencio.
Avanzamos por un pasillo cada vez más amplio, a cuyos lados las paredes
evidenciaban que alguna vez fueron blancas, pero ahora tenían un color mostaza,
interrumpido por huecos que dejaban ver los ladrillos en los muros gruesos que en
el pasado fueron fuertes, pero que habían sido debilitados no por el paso del
tiempo sino por una fuerza descomunal. Ahí seguían. Alcé la vista y me encontré
con un cielo claro, con muy pocas nubes huérfanas, estáticas, a la espera de que
el viento regresara. Se escuchaban nuestros pasos sin eco. Se abrió de pronto un
espacio amplio, de cincuenta metros de diámetro por veinticinco de altura. Las
graderías con diecinueve filas de bancas no se elevaban como en los circos
actuales, sino que descendían hasta donde un grupo de personas conversaba.
Siete mujeres y cinco hombres ocupaban sillas desvencijadas, distribuidas en un
círculo irregular. Dos sillas permanecían vacías y las ocupamos el hombre que me
había recogido y yo. Los demás siguieron hablando sin prestarnos atención. Me
acomodé como pude, crucé las piernas y saqué la libretica de apuntes. Esgrimí el
bolígrafo para que se dieran cuenta de mi presencia, pero el único que me dirigió
una mirada fue el hombre de siempre. Me sentí intimidado, por fin. Apreté el
botoncito del esfero para que la mina volviera a su lugar. Lo guardé en el bolsillo
de la camisa. Y escuché.
Estaban apenas planeando lo que iban a hacer, eso me parecía una burla. Yo no
estaba dispuesto a aceptarlo, se suponía que me habían invitado a la presentación
ya lista.
–Ella lee los pensamientos –explicó el payaso–: acá todos tenemos nuestras
habilidades.
Los payasos se divertían, saltaban, se daban empellones, pero ninguno de los que
los observaban se reía. Solo yo alcancé a sonreír, aunque la confirmación del
lugar donde me encontraba hacía que cada vez sintiera más frío y temor. No era
capaz de moverme del sitio que me habían adjudicado. Todas las notas para la
reseña del circo las tomaba en la mente, era incapaz de volver a sacar la libretica
de apuntes.
La mujer que leía los pensamientos me miró y también sonrió. Cuando alcé la
vista otra vez, la equilibrista ya no estaba.
Permanecimos en silencio más de dos horas, mirando para ninguna parte, tal vez
hacia adentro de cada quien.
–Faltan todavía cinco horas –dijo el hombre que me había recogido y quien había
retomado su puesto.
–El único reflector acá es la luna. Las demás luces estallaron con la dinamita.
Nosotros estamos muertos, claro. Pero el espectáculo debe seguir, pase lo que
pase.
El tiempo sí había transcurrido. Al menos para mí. La mujer me hizo una señal
hacia la única vía de escape.
Corrí sin mirar para ningún lado y, mucho menos, para atrás. Escuché aplausos
antes de alcanzar el andén de lo que alguna vez fueran las bodegas de la
Estación del Ferrocarril del Pacífico. Tomé aire, alcé la vista, giré sobre las piernas
temblorosas y confirmé que la cortina metálica estaba cerrada. El cielo ardió.