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El circo

Por Javier Correa Correa

El lugar era sórdido. Con luz, pero lúgubre. Fui invitado a la presentación de un
circo, no tan famoso pero sí con un gran futuro, según me aseguró alguien. Como
periodista me ha gustado apoyar causas así, de personas o instituciones que
empiezan a abrirse camino en diversos campos. Además, los circos siempre me
han encantado. Iba a ir con mi amigo Fabio Larrahondo, también periodista, pero
una noticia de última hora, al parecer de una explosión, le impidió acompañarme.
Así que me dirigí al lugar, en la calle 26 con carrera segunda, en el barrio Bretaña,
al norte de Cali. Hacía un calor delicioso, el viento bajaba refrescante del Cerro de
las tres cruces, los árboles se meneaban y todo presagiaba una excelente velada.
Me extrañó el lugar, pues no tenía referencias pasadas de que allí hubieran sido
instalados circos y no vi carpa alguna. Pero la dirección coincidía. Recorrí el andén
de lo que alguna vez fueran las bodegas de la Estación del Ferrocarril del Pacífico,
cerca a donde a la 1:07 de la noche del 7 de agosto de 1956 explotaran 1.053
cajas que contenían 42 toneladas de dinamita gelatinosa, que eran transportadas
en siete camiones del Ejército y dejaron entre 1.200 y 3.725 muertos, más o
menos. Eso nunca se sabe con precisión.

Esperé 15 minutos y de pronto caí en cuenta de que no había más espectadores,


que ninguna persona preguntaba por el ansiado circo. Solo yo. No supe de dónde
apareció un hombre que se dirigió hacia mí, con un rostro cobrizo y sin gesto
alguno. El pelo corto encrespado, los pómulos amplios, la nariz chata, los hombros
fuertes, las manos pequeñas. Caminaba a un ritmo lento, como si el tiempo no le
preocupara en lo más mínimo. Sonreí pero no fui correspondido.

–¿Señor Javier? –preguntó con voz carrasposa, grave.

–Sí, soy yo.

–Sígame.
Se dio media vuelta y me tomó un metro de ventaja, pero como siguió con el
mismo ritmo, le di alcance y me ubiqué a su lado derecho.

–Hágase a mi izquierda –ordenó.

Caminamos unos sesenta metros hacia el oriente y de pronto giró. Sin mirarme
entró a una de las bodegas cuya cortina de metal estaba arriba. Yo antes las
había visto todas cerradas y no había escuchado el roce de las bisagras o de la
tela de hojas horizontales enrollándose en su base herrumbrosa. El espacio era
amplio, iluminado por el sol que aún cubría la ciudad. Lo que no entraba era el
viento, por lo que el aire quieto se suspendía en capas espesas que a duras penas
se movían a medida que nosotros caminábamos.

–¿Usted cómo se llama? –le pregunté, pero no respondió.

Empezó a caminar un poco más rápido pero apuré mi paso para permanecer a su
lado. Me ubiqué a su derecha, como si con eso pudiera demostrar que yo decidía
algo. Volteó la cabeza, me miró sin inmutarse y continuó en silencio.

Avanzamos por un pasillo cada vez más amplio, a cuyos lados las paredes
evidenciaban que alguna vez fueron blancas, pero ahora tenían un color mostaza,
interrumpido por huecos que dejaban ver los ladrillos en los muros gruesos que en
el pasado fueron fuertes, pero que habían sido debilitados no por el paso del
tiempo sino por una fuerza descomunal. Ahí seguían. Alcé la vista y me encontré
con un cielo claro, con muy pocas nubes huérfanas, estáticas, a la espera de que
el viento regresara. Se escuchaban nuestros pasos sin eco. Se abrió de pronto un
espacio amplio, de cincuenta metros de diámetro por veinticinco de altura. Las
graderías con diecinueve filas de bancas no se elevaban como en los circos
actuales, sino que descendían hasta donde un grupo de personas conversaba.
Siete mujeres y cinco hombres ocupaban sillas desvencijadas, distribuidas en un
círculo irregular. Dos sillas permanecían vacías y las ocupamos el hombre que me
había recogido y yo. Los demás siguieron hablando sin prestarnos atención. Me
acomodé como pude, crucé las piernas y saqué la libretica de apuntes. Esgrimí el
bolígrafo para que se dieran cuenta de mi presencia, pero el único que me dirigió
una mirada fue el hombre de siempre. Me sentí intimidado, por fin. Apreté el
botoncito del esfero para que la mina volviera a su lugar. Lo guardé en el bolsillo
de la camisa. Y escuché.

–Pienso que es mejor dejar el trapecista para el final.

–Yo insisto en que vaya justo antes del intermedio.

Siguieron su plática. Traté de hablar y el hombre que me había recibido me


contuvo, otra vez, con la mirada. Fue la única vez que noté algún gesto.

–El elefante quedó lastimado, mejor no presionarlo. Esperamos a que esté


recuperado del todo y ahí sí que haga su función con el elefantico. Ese número en
el que imitan a Dumbo les gusta mucho a los niños –dijo una de las mujeres.

Estaban apenas planeando lo que iban a hacer, eso me parecía una burla. Yo no
estaba dispuesto a aceptarlo, se suponía que me habían invitado a la presentación
ya lista.

–Es por lo de la explosión –explicó una mujer, pese a que yo no había


pronunciado palabra alguna. La miré extrañado.

–Ella lee los pensamientos –explicó el payaso–: acá todos tenemos nuestras
habilidades.

El hombre se levantó y empezó su número, al que se unió un enano, quien antes


de bajarse de la silla se acomodó la peluca y la nariz roja, redonda. No hablaban.
Gritaban como si el lugar estuviera lleno de público. La mujer me explicó que el
aforo era de 3.725 espectadores y había que hacerse escuchar. Sentí escalofrío.
Yo había escrito una crónica acerca de la explosión, ocurrida cincuenta años
antes. Tenía frescos los datos y estos coincidían con lo que había averiguado en
los archivos de los periódicos de la época. Miré a mi alrededor y reconocí el lugar.
Era exactamente igual a una de las fotos que yo había utilizado en el artículo. La
otra foto era del padre Alfonso Hurtado Galvis, quien en medio de la tragedia
auxilió a muchas de las víctimas, levantó escombros en busca de heridos y les dio
la extremaunción a quienes no se levantarían más. Sin discriminar atendió a
prostitutas y sus clientes, mecánicos, operarios de fábricas de confección,
huéspedes de posadas de viajeros, soldados, habitantes de la calle, y espantó a
curiosos y periodistas que le impedían realizar su labor. Pero un fotógrafo lo
inmortalizó encima de una montaña de escombros, con una cruz detrás.

Los payasos se divertían, saltaban, se daban empellones, pero ninguno de los que
los observaban se reía. Solo yo alcancé a sonreír, aunque la confirmación del
lugar donde me encontraba hacía que cada vez sintiera más frío y temor. No era
capaz de moverme del sitio que me habían adjudicado. Todas las notas para la
reseña del circo las tomaba en la mente, era incapaz de volver a sacar la libretica
de apuntes.

–Sí, mejor no escriba –dijo la mujer.

Cuando terminaron, los payasos hicieron la consabida venia y regresaron a sus


puestos.

El turno fue para un malabarista, quien sacó de no sé dónde sus luminosos


implementos de trabajo, bonitos. Alcanzó a sumar una cantidad a la que no le
pude llevar la cuenta. Al frente se ubicó una de las mujeres, ataviada, como él, con
una trusa blanca con rombos multicolores, ceñida al cuerpo. No dejaron de sonreír
mientras se lanzaban antorchas que no soltaban humo, antorchas que de un
momento a otro se convirtieron en pelotas y de nuevo en aros y otra vez en platos
chinos. La mujer que leía los pensamientos me miraba y sonreía. Los demás
miraban a la pareja como si fuera la primera vez e incluso aplaudieron dos veces,
al unísono. Me les uní, hasta creí que era un circo experimental o algo así.
Cuando finalizó, no los aplaudieron más. Algo me hizo mirar al cielo y sobre
nosotros una mujer de veintitrés años se desplazaba a diez metros de altura, con
los brazos abiertos. Traté de enfocar una cuerda pero nada pude ver. También
supuse que era parte del espectáculo. Una potente luz roja iluminaba el traje de
espejuelos también rojos. Busqué infructuosamente el origen de la luz pero en
ninguna parte había reflectores. Me desentendí del asunto técnico, pues me
encantó la mujer, que exhibía sus piernas firmes, cobijadas por unas medias de
nylon del mismo color del vestido. De cintura angosta, resaltaban sus caderas y
los senos no muy generosos sobresalían de su leotardo con escote en V. A ella
me habría gustado entrevistarla después, pues incluso de pronto se detuvo, se
sentó donde se supone que estaría la cuerda, bajó los brazos y me sonrió. A mí.

La mujer que leía los pensamientos me miró y también sonrió. Cuando alcé la
vista otra vez, la equilibrista ya no estaba.

El hombre que me había recogido vestía ahora pantalón de cazador, sacoleva,


sombrero de copa y botas altas de cuero. Se levantó de su silla y ocupó un lugar
en el centro del escenario, donde pude ver con claridad unos dibujos que se
cruzaban y formaban figuras geométricas adornadas con colores vistosos.
Empezó a cantar a capela, pero se le unieron una guitarra, una batería y una
flauta. De nuevo me di a la tarea de buscar a todos los músicos, pero el cantante
permanecía solo. Quise creer que se trataba de una grabación, pero nada ahí era
artificial: la música era en directo, aunque hoy puedo afirmar que no era en vivo.
Un redoble prolongado anunció que algo iba a suceder, y el hombre finalizó la
intervención desplegando sus brazos a los lados y alzando la vista al cielo, que
comenzaba a oscurecer. Quedaban apenas las estrellas, únicas luces en el domo
circense. La luna estaba cubierta por una única y diminuta nube. Caí en cuenta de
que, a mis pies, había una banderita ridícula, de color verde, enterrada en todo el
centro del lugar. No la había visto antes. Y se supone que esas banderitas van es
arriba de la carpa.

Permanecimos en silencio más de dos horas, mirando para ninguna parte, tal vez
hacia adentro de cada quien.

–Faltan todavía cinco horas –dijo el hombre que me había recogido y quien había
retomado su puesto.

–¿Y qué hacemos? –pregunté.

–Esperar. El tiempo pasa rapidito, no se preocupe.


No me atreví a mirar el reloj. Me aterré. Empecé a hacer todo tipo de conjeturas
acerca del lugar, de las personas que me rodeaban –no me acompañaban–, del
circo, del público faltante, del artículo que debía escribir para el periódico, de la
crónica fallida, de la equilibrista sobre una cuerda inexistente, de los payasos, de
la pareja malabarista, del cantante, de los elefantes que no vi, de quien me había
invitado y no pude recordar quién era, de la mujer que leía los pensamientos. Ella
me habló:

–El único reflector acá es la luna. Las demás luces estallaron con la dinamita.
Nosotros estamos muertos, claro. Pero el espectáculo debe seguir, pase lo que
pase.

El tiempo sí había transcurrido. Al menos para mí. La mujer me hizo una señal
hacia la única vía de escape.

–Es la 1:04. Le quedan tres minutos para salir.

Corrí sin mirar para ningún lado y, mucho menos, para atrás. Escuché aplausos
antes de alcanzar el andén de lo que alguna vez fueran las bodegas de la
Estación del Ferrocarril del Pacífico. Tomé aire, alcé la vista, giré sobre las piernas
temblorosas y confirmé que la cortina metálica estaba cerrada. El cielo ardió.

Bogotá, 5 de mayo de 2015

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