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CURSO GENERAL
tirant lo b anch
Valencia, 2010
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(v. par. 58-66); lo mismo cabe decir de los territorios bajo ocupación extranjera,
como los palestinos bajo Israel.
cos. En junio de 1981 Israel alegó legítima defensa para atacar y destruir Osi-
rak, instalación nuclear iraquí, antes de que entrara en funcionamiento; pero su
acción fue condenada por el Consejo de Seguridad (res. 487).
Ahora algunos gobiernos (Estados Unidos bajo la Administración de George
W. Bush; Israel, bajo cualquiera de sus administraciones), argumentan —ale-
gando la inoperancia del sistema de seguridad colectiva (debida, entre otras
causas a su propia conducta)— un derecho de legítima defensa preventiva frente
a un peligro inminente, que no ha llegado a concretarse todavía en ejercicio de
fuerza. No se puede correr el riesgo, dicen, de esperar. Tomando como bandera
la lucha contra el terrorismo (v. par. 523) y buscando su relación con la posesión
de armas de destrucción masiva (v. par. 524), el ataque preventivo puede pro-
pagarse a otras situaciones que se consideren una amenaza, incluso potencial,
a intereses propios, para acabar siendo el instrumento de una política de poder
duro.
Si la legítima defensa abarca el ataque armado manifiestamente inminente,
el ataque preventivo carece de fundamento en el Derecho Internacional en vigor
(IDI, Santiago de Chile, 2007); a lo más, es una doctrina con recorrido en un
Derecho Internacional Hegemónico o en un Derecho Imperial (v. par. 4, 14). “Las
amenazas inminentes”, ha advertido el Secretario General de las Naciones Uni-
das (Un concepto más amplio de libertad, 2005), “están plenamente previstas en
el artículo 51. Cuando las amenazas no son inminentes sino latentes, la Carta
concede autoridad plena al Consejo de Seguridad para hacer uso de la fuerza
militar, inclusive de manera preventiva, para preservar la paz y la seguridad
internacionales”.
cánicamente sus actos (v. par. 298, 299). En el caso Nicaragua (1986) la Corte
Internacional de Justicia advirtió que si bien las diversas formas de asistencia
prestada a la Contra nicaragüense por Estados Unidos fueron esenciales para
que pudiera proseguir su actividad, no eran suficientes para demostrar su to-
tal dependencia de los Estados Unidos y, por consiguiente, para atribuirle la
autoría de sus operaciones militares y paramilitares en Nicaragua. Para com-
prometer la responsabilidad de Estados Unidos debería haberse probado que
tenían el control efectivo de las operaciones. Aplicando este criterio en Afganis-
tán, la complicidad del régimen talibán con Al Qaeda no habría bastado, para
sustentar en la legítima defensa la acción armada de Estados Unidos (y del
Reino Unido) frente a Afganistán; a tal fin hubiera sido preciso probar el control
efectivo de los talibanes sobre Al Qaeda, imputando a Afganistán directamente
la autoría de los hechos del 11-S (v. par. 503). El hecho de que los talibanes no
fueran reconocidos como su gobierno por Naciones Unidas y la gran mayoría de
sus miembros añade peros al análisis.
Ello no impide, sin embargo, atribuir a los talibanes —a la facción talibán—
responsabilidad por los hechos que les son imputables en el territorio bajo su
control (v. CDI, Proyecto de arts. cit., art. 10), y en este sentido es absolutamente
regular que, al igual que ocurrió antes con entidades cuya subjetividad estatal
o representación del Estado no había sido reconocida, el Consejo de Seguridad
les haya dirigido mandatos e impuesto sanciones (V. por ej. las res. del C. de S.
cuyos destinatarios eran la facción serbia en Bosnia-Herzegovina (913-1994 y
1034-1995), la UNITA en Angola (resoluciones 811, 823, 834 y 851-1993, 1127-
1997, 1173-1998, 1237-1999), o las facciones somalíes (res. 1071-1996).
Es obvio, sin embargo, que algo se mueve, sobre todo cuando los movimien-
tos o grupos armados que utilizan la fuerza contra un Estado son más fuertes
y escapan al control del que los alberga, como pudo ser el caso de Al Qaeda en
Afganistán. Nuestra posición está abierta a aceptar que el derecho de legítima
defensa puede cubrir la reacción frente al ataque armado de un sujeto no estatal
o de un actor no sujeto de Derecho Internacional (IDI, Santiago de Chile, 2007).
En este sentido no vemos obstáculo insalvable a la subsunción dentro de la le-
gítima defensa de las operaciones militares de Estados Unidos y Reino Unido
como consecuencia de atentados terroristas imputados a actores no estatales
(Al-Qaeda) con la complicidad de gobiernos no reconocidos (talibanes) de Esta-
dos miembros de las Naciones Unidas (Afganistán).
Naturalmente, la premisa es el ataque armado en los términos antes des-
critos —esto es, ha de considerarse si las acciones terroristas son o equivalen
a un ataque armado— siendo ambas cursivas susceptibles de disentimiento al
apreciarse en cada caso concreto. La respuesta, por otro lado, habrá de concen-
trarse en el espacio bajo control del agresor y sobre sus recursos, sin extenderse
(a menos que también se le impute la autoría) al territorio y recursos del Estado
que lo engloba. En este sentido, las operaciones de Estados Unidos y sus socios
en Afganistán debían haber distinguido entre la persecución de Al Qaeda y la
678 ANTONIO REMIRO BROTÓNS
Cabe recordar que sólo el voto de calidad del Presidente Bedjaoui permitió sa-
car adelante este parágrafo del dispositivo de la opinión consultiva, empatados
los jueces (siete a favor, siete en contra), siendo la mitad derrotada una mezcla
heterogénea de jueces que hubieran querido una condena sin paliativos de las
armas nucleares y otros partidarios de aceptarlas como último recurso. Añade
la Corte, ya por unanimidad, que existe una obligación de perseguir de buena fe
y llevar a término negociaciones que conduzcan al desarme nuclear. ¿Obligación
de comportamiento? ¿Obligación de resultado?
Finalmente, la acción en legítima defensa debe guardar inmediatez con el de-
sarrollo del ataque armado; de no ser así, la legítima defensa mutará en repre-
salias armadas, prohibidas por el artículo 2.4 de la Carta. Así cabe considerar
las acciones de bombardeo aéreo de los Estados Unidos contra las plataformas
petroleras iraníes en el golfo Pérsico. Amén de incumplirse otras condiciones de
la legítima defensa, no hubo inmediatez. El Secretario de Defensa se traicionó al
advertir después de una de tales acciones que quizás serían necesarias nuevas
represalias contra Irán. Sin embargo, el lapso temporal no debe enjuiciarse en
términos absolutos. La inmediatez debe considerarse a la luz del tiempo nece-
sario para preparar la respuesta armada, la subsistencia del ataque o la ocupa-
ción extranjera del territorio y el juego que pueda dar el sistema de seguridad
colectiva.
las medidas necesarias. ¿Cuáles son las medidas necesarias? ¿Quién ha de apre-
ciarlo? Tomemos como ilustración el conflicto Iraq-Kuwait (1990-91), en el que
el Consejo adopta desde la fecha de la invasión del Emirato un conjunto esca-
lonado de medidas conformes con el Capítulo VII: solicitud de retirada iraquí
del territorio kuwaití, encuadrable en las medidas provisionales de artículo 40
(res. 660 (1990), de 2 de agosto); un embargo comercial, es decir, una medida que
no implica el uso de la fuerza del artículo 41 (res. 661 (1990), de 6 de agosto) y,
finalmente, la autorización del uso de la fuerza con base en el artículo 42 (res.
678 (1990), de 29 de noviembre). Si Kuwait y otros Estados a solicitud del Emi-
rato, hubiesen repelido la invasión y ocupación de su territorio, ¿deberían haber
detenido su acción ese mismo día, 2 de agosto, al aprobarse la resolución 660?
¿Debieron hacerlo el 6, al aprobarse la resolución 661? ¿Acaso más tarde, el 29
de noviembre, la resolución 678 les hubiera permitido continuar o reanudar su
acción, ahora con otro fundamento legal?
La escasa práctica internacional no coadyuva a despejar estos interrogantes,
antes de 1990 por la parálisis del Consejo de Seguridad a causa de los reite-
rados vetos de sus miembros permanentes y, después, por el carácter funda-
mentalmente interno de la mayoría de los conflictos armados de la década de
los noventa —Yugoslavia, Somalia, Liberia, Chechenia, Sudán, Albania…— en
los que la invocación de la legítima defensa está de más. Sería deseable que el
propio Consejo indicase, al tomar sus propias medidas, las condiciones en que el
Estado concernido tiene derecho a seguir recurriendo a la fuerza armada (IDI,
Santiago de Chile, 2007). En su defecto, la lógica postula que, una vez iniciada
la legítima defensa, ésta sólo se paralizará si se logra el objetivo de repeler el
ataque o en el momento en que las medidas militares del Consejo de Seguridad
provean efectivamente a la defensa del Estado agredido. Sostener que éste debe
cejar en la defensa de su territorio en el momento en que el Consejo de Segu-
ridad adopta decisiones del Capítulo VII invalida claramente el sentido de la
legítima defensa.
En cambio, si producida la agresión no se hubiera ejercitado la legítima de-
fensa, no es razonable que el Estado agredido que ha urgido la intervención del
Consejo de Seguridad en la resolución de la crisis, pretenda invocarla —desva-
necida la inmediatez de la respuesta— a menos que sus efectos permanezcan
(por ocupación del territorio, permanencia de unidades en posiciones ofensi-
vas…) y la acción del Consejo sea inviable por la interposición del veto de uno
de los miembros permanentes.
con arreglo a las funciones que le incumben en virtud de la Carta de las Nacio-
nes Unidas (v. par. 523). Sin embargo, a pesar de la reiteración de estas afir-
maciones (res. 1373), el Consejo fue convocado cuatro semanas después de los
atentados, el 8 de octubre, a instancias de Estados Unidos (y Reino Unido) para
ser informado de la acción militar que habían emprendido en Afganistán bajo
la cobertura del derecho de legítima defensa (art. 51 de la Carta), derecho que
se había recordado en uno de los párrafos del preámbulo de la res. 1368 (2001),
reafirmado en la res. 1373 (2001), siempre a propuesta de Estados Unidos, y
traído a colación por el mismo Secretario General de la ONU (Kofi Annan).
No era la primera vez, como ya hemos observado (v. par. 501), que el gobierno
norteamericano invocaba la legítima defensa para justificar acciones armadas
ejecutadas para replicar actos terroristas. En un plano regional, sus aliados en
la OTAN y en el TIAR se dieron cita en la legítima defensa colectiva. Era perfec-
tamente explicable en términos políticos y de opinión pública que la operación
conducida por Estados Unidos se percibiese en términos de legítima defensa.
Pero en el debate jurídico hay que hilar más fino. La legítima defensa es siempre
una excepción dentro de un sistema en el que el poder coercitivo está depositado
en instituciones comunes, en nuestro caso el Consejo de Seguridad.
Por añadidura, la legítima defensa se justifica, dentro de un sistema de se-
guridad colectiva, por el hecho de que el ataque armado está en curso o es ma-
nifiestamente inminente y ha de atajarse en tanto las instituciones comunes
toman las medidas pertinentes. Esta circunstancia no se produce habitualmen-
te en los actos terroristas. En época non suspecta (abril de 1999) el Nuevo Con-
cepto Estratégico de la OTAN distinguía entre el ataque armado y otros riesgos
de naturaleza más amplia, entre los que mencionaba el terrorismo. Reaccionar
frente a ellos utilizando la fuerza en el país que los alberga, sin autorización
del Consejo, puede ser —o no— lícito, pero no legítima defensa, a menos que se
modifique su naturaleza y/o las condiciones de su ejercicio.
Lo que se propone como interpretación amplia o extensiva del concepto de
legítima defensa acaba desnaturalizándolo, pues los objetivos que se fijan las
acciones de Estados Unidos (y Reino Unido) no se limitan a atajar el ataque
armado (la cadena de actos terroristas en curso) —que hasta ahí podría llegar
la extensión de la noción— y dejar todo lo demás al sistema de seguridad colec-
tiva, esto es, al Consejo de Seguridad. La legítima defensa no puede dilatarse
indefinidamente y, desde luego, es un disparate pretender, como avisaba el Re-
presentante Permanente de Estados Unidos en su misiva del 7 de octubre al
Presidente del Consejo, que una vez avance la investigación “acaso lleguemos
a la conclusión de que nuestra legítima defensa requiere más acciones contra
otras organizaciones y otros Estados”.
El concepto que mejor define la operación militar de los Estados Unidos (y
sus aliados) en Afganistán es la autotutela o autodefensa, la institución en cuya
virtud cada Estado, por sí o mediante las oportunas alianzas, persigue la satis-
facción de sus intereses, recurriendo eventualmente a la fuerza armada (v. par.
DERECHO INTERNACIONAL. CURSO GENERAL 683
2) En relación con las medidas decididas en el marco del Capítulo VII cabe
llamar la atención sobre el hecho de que en dos de los casos calificados como
un quebrantamiento de la paz el Consejo no pasó de las medidas provisionales
ex art. 40 (v. res. 502, de 1982, sobre Malvinas; res. 598, de 1987, sobre Iraq-
Irán). Rodesia del Sur (que entonces no era miembro de NU), por la debellatio
de la minoría blanca e instauración de una República segregacionista, y África
del Sur, por su política de apartheid, fueron los dos únicos casos (en cuarenta
y cinco años) en que el Consejo decidió medidas ex art. 41. La autorización y
recomendación de una medida que implicaba el uso de la fuerza —un bloqueo
naval— se formuló también a Reino Unido (res. 221, de 1966), a fin de que como
potencia administradora hiciese efectivo el embargo comercial de Rodesia del
Sur. El único antecedente dudosamente conforme con la Carta, ya mencionado,
lo había ofrecido la guerra de Corea (res. 84, de 1950).
3) En cuanto a las iniciativas para oxigenar el sistema la más interesante,
aparte los intentos para conceder un mayor protagonismo a la Asamblea General,
que se tradujo en la res. 377 A-V (Unidos para la Paz), fue la obtención de las lla-
madas operaciones de mantenimiento de la paz, no previstas por la Carta.
Sobre la resolución Unidos para la Paz, a la que ya nos hemos referido (v. par.
510), baste ahora añadir que la experiencia coreana aconsejó que la Asamblea
se abstuviese en adelante de recomendar medidas militares. Estados Unidos
perdió la fe en el plenario a medida que perdió el control sobre la mayoría de
sus miembros y las sesiones de la Asamblea con base en la res. 377 A-V se han
acabado convirtiendo para él en un manantial de mortificación, sobre todo en la
medida en que es utilizada por los países árabes y musulmanes para condenar
a Israel cada vez que Estados Unidos lo protege con el veto de eventuales re-
soluciones condenatorias del Consejo (v. par. 525). Detengámonos, pues, en las
operaciones de mantenimiento de la paz.
benefactores (v. Grupo de Alto Nivel, Informe sobre las amenazas, los desafíos
y el cambio, 2004). Las cláusulas de excepción humanitaria (a cuya aplicación
proveen los comités de seguimiento del Consejo cuando se han adoptado san-
ciones de amplio espectro) no han funcionado satisfactoriamente. Esto último
fue elocuente en el caso de Iraq tras la guerra del Golfo, con Estados Unidos y
el Reino Unido manipulando las sanciones para promover la caída de Sadam
Hussein aun a costa de la miseria y la desesperación popular.
Esta experiencia, en absoluto singular, ha animado la búsqueda de sanciones
selectivas, inteligentes las llaman, que por los ámbitos de su aplicación y sus
destinatarios castiguen a los criminales (las partes beligerantes y sus dirigen-
tes) y no a sus víctimas (la población civil). De ahí que se hayan aplicado más
a finanzas, diplomacia, armas, aviación, viajes, comercio de diamantes y de re-
cursos estratégicos…; incluso se han personalizado en algunos casos. Asimismo,
se ha procedido a la temporización de su aplicación, de manera que un miembro
permanente del Consejo no pueda, gracias al veto, forzar legalmente el mante-
nimiento de medidas que la mayoría desearía levantar.
La aplicación de las medidas económicas decididas por el Consejo planteó,
además, problemas en relación con: 1) la vigilancia de su cumplimiento; y 2) los
perjuicios causados a otros Estados vinculados económica o comercialmente con
los sancionados. El Consejo ha encomendado las tareas de vigilancia a comités
del propio Consejo, integrados por todos sus miembros, normalmente mediante
el examen de informes requeridos de los Estados. No siempre han estado a la
altura de las circunstancias. En cuanto a los problemas que las sanciones plan-
tean a otros Estados, la Carta contempla (art. 50) un mecanismo de consultas
evocado retóricamente en algunas ocasiones por el Consejo. Los resultados no
han sido hasta ahora satisfactorios, lo que conduce al cabo de un tiempo al in-
cumplimiento. Mirando al futuro la Cumbre Mundial 2005 (AGNU, res. 60/1) ha
recalcado que las sanciones deben aplicarse y supervisarse eficazmente con ele-
mentos de referencia y rendición de cuentas claros y revisarse periódicamente,
de manera que estén en vigor sólo el tiempo necesario para lograr sus objetivos.
Asimismo, habría que desarrollar un mecanismo para solventar los problemas
económicos especiales provocados por su aplicación y procedimientos justos y
transparentes para incluir y excluir a personas y entidades de las listas negras,
así como para conceder exenciones por motivos humanitarios.
Son, por otro lado, demasiados los miembros que se ofrecen, individualmente
o en grupo, sólo a condición de que el Consejo se limite a autorizar su acción,
dejándoles luego las manos libres para moverse entre eslóganes publicitarios.
Este es el caso, sobre todo, de Estados Unidos, cuya ley prohíbe aportar tropas
a misiones dirigidas por jefes no norteamericanos (a menos que el Presidente
apele ante el Congreso a intereses de seguridad nacional). Para Estados Unidos
Naciones Unidas no son el cauce adecuado para llevar a cabo operaciones de paz
cuando el riesgo de combate es alto y la cooperación local baja.
Según la doctrina que parece deducirse de esta posición, compartida por
otros Estados, una vez impuesta la paz en operaciones grupales simplemente
autorizadas por el Consejo, podría éste, pacificado el territorio, confiar su man-
tenimiento a una misión clásica de cascos azules y proceder, en su caso, a las
tareas complejas y multidisciplinares de consolidación de la paz, contando para
ello —si procede— con la colaboración de organismos regionales.
La financiación de las operaciones sigue siendo muy problemática. Los costes
se han disparado en relación directa con su número y con la índole variada y
extensa de sus prestaciones. En 2000 la Asamblea General (res. 55/235) decidió
una nueva escala de cuotas para el prorrateo de los gastos de las operaciones.
Se parte de: 1) la responsabilidad colectiva de todos los miembros en la financia-
ción; 2) la responsabilidad especial de los miembros permanentes del Consejo de
Seguridad; 3) la mayor capacidad de contribuir de los países desarrollados; 4) la
toma en consideración, cuando las circunstancias lo justifiquen, de la situación
de los Estados víctimas de acciones que den lugar a una operación, así como la
de los involucrados en alguna forma en ellas; y 5) la posibilidad bienvenida de
realizar contribuciones voluntarias. Sobre estas bases la Asamblea General fija
a los miembros permanentes cuotas superiores a las que les corresponden en el
presupuesto ordinario (nivel A), a los países desarrollados se les aplica la misma
cuota que les corresponde en el presupuesto ordinario (nivel B), distribuyéndose
los demás países miembros, según su PNB per cápita, en sucesivos niveles (del
C al J) que se benefician de descuentos sobre dicha cuota que pueden llegar
al 90% (de los países menos adelantados). Estos descuentos son sufragados a
prorrata por los miembros permanentes del Consejo. Para responder a las ne-
cesidades de financiación a corto plazo se creó en 1992 (AGNU, res. 47/217) un
Fondo de Reserva que se nutre de los saldos excedentarios de las operaciones
concluidas. En 2010 Estados Unidos encabezaba el top-10 de los contribuyentes
(+27%), seguido por Japón (+12%), Reino Unido y Alemania (+8% cada uno).
España era el noveno contribuyente (+3%).
dan ser necesarios” para alcanzar un fin determinado ha hecho fortuna, siem-
pre con referencia explícita al Capítulo VII y, eventualmente, al Capítulo VIII
(acuerdos regionales) de la Carta. Esta formulación ha cubierto la formación de
fuerzas multinacionales bajo el liderazgo de uno o dos países, alianzas u orga-
nizaciones internacionales, dispuestas a imponer la paz mediante las armas,
reducido finalmente el control del Consejo a la recepción de informes periódicos
del Secretario General y de los sujetos autorizados; todo lo cual compromete su
legitimidad y evidencia los objetivos políticos estatales que subyacen a tales
operaciones.
Se ha discutido si era o no conforme con la Carta que el Consejo delegue
sus funciones relativas al uso de la fuerza armada en Estados miembros, in-
dividualmente o en grupo, mediante una autorización otorgada sin reserva de
control sobre la ejecución de las medidas a todos los que deseen enrolarse en la
operación. En todo caso, parece imprudente que el Consejo autorice medidas
tan genéricas. Inspirándose en recomendaciones del Grupo de Alto Nivel que
suscribió el Informe sobre las amenazas, los desafíos y el cambio (diciembre
2004) el Secretario General recomendó que el Consejo aprobase una resolución
exponiendo las directrices de una autorización o un mandato para hacer uso de
la fuerza, a saber, 1) la gravedad de la amenaza; 2) el propósito correcto; 3) el ser
un último recurso; 4) la proporcionalidad (por escala, duración e intensidad) de
los medios para hacer frente a la amenaza; y 5) la posibilidad razonable de éxi-
to, sin que las consecuencias sean peores que la inacción. Intentando justificar
de este modo sus decisiones el Consejo ganaría en transparencia, credibilidad
y respeto (Un concepto…, 2005). Como puede barruntarse los divinos miembros
permanentes del Consejo no tienen la mínima intención de colorear siquiera los
caminos de su libérrima voluntad.
El recurso a una fuerza desproporcionada en relación con el objetivo declara-
do y la eventual comisión de crímenes de guerra y violaciones del Derecho Inter-
nacional humanitario por unidades actuando bajo la cobertura de resoluciones
del Consejo ha planteado problemas de responsabilidad, internacional (v. par.
301, 319-322) e individual (v. par. 582), engorrosos, amén de dañar la imagen
de la Organización. El Secretario General se ha visto obligado a recordar a los
Estados miembros su obligación de enjuiciar a los efectivos de sus contingentes
nacionales acusados de la comisión de delitos (Un concepto…, 2005). A instan-
cias, sobre todo de Estados Unidos, las resoluciones del Consejo han llegado
a proclamar la jurisdicción exclusiva del Estado que participa en la operación
sobre sus nacionales, desdeñando arbitrariamente los fundamentos muy razo-
nables de otras jurisdicciones posibles (v. par. 590).
DERECHO INTERNACIONAL. CURSO GENERAL 709
sición limitada tenga poderes judiciales o normativos para tratar de los críme-
nes cometidos por los Estados era, llega a decir Arangio-Ruiz, “contrario a los
principios más elementales de un ordenamiento jurídico civilizado”. Cinco años
después (2001) el proyecto de artículos definitivo optó por la ambigüedad al
disponer simplemente que: “Los presentes artículos se entenderán sin perjuicio
de la Carta de las Naciones Unidas” (art. 59). Así las cosas, sería imprudente
sostener que las calificaciones del Consejo son preceptivas y vinculantes para
otros órganos, especialmente los judiciales (v. par. 528, 588, 594).
rael. Las partes se dieron cinco años para llegar a un arreglo global y duradero
sobre la base de las resoluciones 242 (1967) y 338 (1973).
Podría explicarse que en estos años el Consejo se mantuviera al margen
mientras las negociaciones se desarrollaban con altibajos bajo la sesgada me-
diación (v. par. 456) de los Estados Unidos. De hecho entre 1993 y 2000 sólo se
registran tres resoluciones del Consejo, motivadas por matanzas de civiles pa-
lestinos como consecuencia del recurso desproporcionado a la fuerza del ejército
y la policía israelíes (res. 904, de 1994, 1073, de 1996, y 1322, de 2000). Lamen-
tablemente, los acuerdos de paz están hoy más lejos que nunca. Israel, en lugar
de frenar los asentamientos, como debía suponerse en un negociador de buena
fe, ha multiplicado por cuatro el número de colonos, ha seguido extendiéndose
por Jerusalén oriental y sus alrededores, alterándolo física y demográficamente,
ha tratado de consolidar su ocupación con el levantamiento de un muro cuya ile-
galidad ya ha sido declarada en términos contundentes por la Corte Internacio-
nal de Justicia (Muro, 2004), se ha empecinado en la violación sistemática como
potencia ocupante de los Convenios de Ginebra invocando la lucha antiterroris-
ta, ha infringido una y otra vez los acuerdos con la ANP, mantiene bloqueada
la franja de Gaza e, incluso, asalta en alta mar naves de pabellón extranjero (v.
par. 412) que a Gaza se dirigen con asistencia humanitaria (v. par. 576)…
En estos años las resoluciones del Consejo han apoyado el “concepto de una
región en que dos Estados, Israel y Palestina, vivan uno junto al otro dentro de
fronteras seguras y reconocidas” y han exhortado a las partes a negociar con-
forme a planes elaborados por sucesivos enviados especiales norteamericanos
y, más adelante (res. 1515, de 2003), siguiendo la hoja de ruta elaborada por el
Cuarteto (Estados Unidos, la UE, Rusia y NU (sic); pero ha pasado por alto que
las hechuras del Estado llamado Palestina será, en el mejor de los casos, un
bantustán de Israel. Las resoluciones del Consejo han sido falaces al predicar
la simetría, la equidistancia, de las formas frente a la asimetría de los ilícitos y
la manifiesta desigualdad de las partes. Puede buscarse una atenuante para el
Consejo en el hecho de que Estados Unidos bajo la Administración de Georges
W. Bush ha impuesto su veto siempre que se ha querido condenar la violencia
israelí, su uso desproporcionado de la fuerza, sus represalias armadas, sacar
consecuencias de su incumplimiento de la resolución 242 (1967), enviar observa-
dores o misiones de investigación a los territorios ocupados. Lo ha hecho siem-
pre que se ha querido adoptar una resolución con base en el Capítulo VII de la
Carta, jamás mencionado, arguyendo que condenar sólo a Israel no propicia el
apaciguamiento de la región y la aproximación de las partes. Pero Estados Uni-
dos ha vetado también proyectos que condenaban todos los ataques terroristas
contra civiles considerándolos desequilibrados. Para Estados Unidos el verda-
dero obstáculo para la realización de las aspiraciones del pueblo palestino no es
la política de Israel, sino el terrorismo.
En todo caso, la actitud del Consejo en el conflicto de Oriente Próximo, sobre
todo en los últimos años, ha sido el principal nutriente de la justificada acusa-
DERECHO INTERNACIONAL. CURSO GENERAL 723
iraquíes dentro y fuera del país, proponiendo para Naciones Unidas un papel de
acompañamiento. Si en el pasado no había tenido empacho alguno para, consu-
mada su acción armada, individual o grupal, acudir al Consejo a fin de obtener
cobertura de sus políticas a partir de hechos consumados, de manera que ter-
ceros países se vean obligados a ejecutarlas, o endosar los acuerdos alcanzados
extra muros, sea en Kumanovo (para Kosovo, res. 1244, de 1999) o en Bonn
(para el Afganistán, res. 1383, de 2001), ahora en Iraq hizo lo mismo y puede
decirse que se salió con la suya. Todas las resoluciones adoptadas en 2003 (res.
1483, 1500, 1511 y 1518) responden a proyectos presentados por Estados Uni-
dos y Reino Unido. Ni una palabra, obviamente, sobre el derecho de resistencia
frente al ocupante ni una referencia precisa a las obligaciones dimanantes de la
ocupación. Nada sobre las denuncias de crímenes de guerra y violación de las
Convenciones de Ginebra en relación con los prisioneros y la población civil.
Finalmente, la resolución 1546 (2004) dio término formalmente a la ocupa-
ción y a las competencias de la Autoridad (angloamericana), disponiendo para
Naciones Unidas un papel acrecido en el proceso político de la transición iraquí.
Pero cabe preguntarse si acaso esta resolución es la más perversa de todas. Los
administradores de la ocupación se transformaron en embajadores de remotos
países al frente de las más abigarradas misiones diplomáticas jamás conocidas.
Naciones Unidas se puso al volante de un carro que no controlaba en un viaje
tal vez a ninguna parte. La seguridad siguió en manos de Estados Unidos y de
sus asociados, ahora a petición de un Gobierno Provisional urdido con miembros
del Consejo de Gobierno designado en su día por la Autoridad, trasladándose
así, en principio, a las propias autoridades iraquíes la responsabilidad por los
eventuales ilícitos de la fuerza multinacional (v. par. 298, 301).
El Consejo de Seguridad y las Naciones Unidas en general parecen haber
cedido al designio hegemónico de los Estados Unidos. En este sentido las gentes
del establecimiento se refieren con satisfacción a la recuperación de “la unidad
del Consejo”. El hecho de que estas resoluciones se hayan adoptado contempo-
ráneamente al ejercicio del veto americano sobre proyectos condenatorios de
los recurrentes ilícitos de Israel en Oriente Próximo subraya un derrotero que
hacen particularmente dolorosos los límites de la Carta cuando se trata de im-
poner la ley a los miembros permanentes del Consejo y politizan al máximo,
más allá del marco de la Carta, sus resoluciones, dejando inermes a los sujetos
malditos.
Pese a estos avances, las insuficiencias —sobre todo en relación con la protec-
ción de neutrales y no beligerantes en la mar y la guerra aérea— eran patentes,
y aún lo era más el problema de la protección de la población civil, una vez que
se pudo constatar que la mayoría de las víctimas de la Segunda Guerra Mundial
fueron civiles. Además, la exigencia del reconocimiento de la condición de beli-
gerante respecto de la otra u otras partes en conflicto hacía inaplicables estas
normas a las guerras civiles y coloniales.
Por paradójico que a primera vista pueda parecer, la evolución del Derecho
Internacional humanitario no fue impulsada en la inmediata posguerra por la
ONU, que orientó sus trabajos al desarrollo progresivo de los derechos humanos
y a la celebración de Convenios de desarme. La idea de que una vez prohibidos
por la Carta la amenaza y el uso de la fuerza en las relaciones internacionales
(art. 2.4), el interés por el Derecho de la guerra (ius in bello) podía debilitar la
prohibición influyó, sin duda, en una actitud alimentada, también, por el es-
cepticismo causado por las violaciones del Derecho Internacional humanitario
durante la Segunda Guerra Mundial.
Está, sin embargo, fuera de cuestión que, sea legal o no el uso de la fuerza,
las normas del Derecho Internacional humanitario son siempre aplicables. Lo
que tal vez pueda cuestionarse es la disponibilidad del agresor para cumplirlas
o las razones subyacentes a su observancia. La percepción pública de que es
moral todo lo que es legal no incentiva precisamente la acción reguladora y ha
sido uno de los alegatos utilizados por los negadores radicales del Derecho de
la guerra (ius in bello), que ven en él una coartada para hacer respetables com-
portamientos decididamente inmorales (y antijurídicos desde la creencia en un
Derecho Natural). La dramática división de la misma Corte en su opinión sobre
la licitud de la amenaza o del empleo de Armas nucleares (1996) da argumentos
a tales posiciones.
Sea como fuere, el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), cuidando de
sus propias criaturas, auspició una Conferencia intergubernamental (Ginebra
1949) en la que se adoptaron cuatro Convenios: 1) para mejorar la suerte de
los heridos y enfermos de las fuerzas armadas en campaña, 2) para mejorar la
suerte de los heridos, enfermos y náufragos de las fuerzas armadas en el mar,
3) relativa al trato de los prisioneros de guerra y 4) relativa a la protección de
personas civiles en tiempo de guerra.
El alcance de estos convenios —los Convenios de Ginebra— es en la actua-
lidad prácticamente universal. Cuentan con 194 Estados Partes, dos más que
las mismísimas Naciones Unidas. Los tres primeros desarrollan la regulación
preexistente, mientras que el cuarto, centrado en la protección de las personas
civiles, es novedad; en su conjunto aportan un régimen de protección de las vícti-
mas de los conflictos armados más amplio, no sólo material sino subjetivamente,
al excluir la cláusula si omnes, y también más creíble, al incorporar mecanismos
de control que, aunque imperfectos, pueden coadyuvar a su cumplimiento.
DERECHO INTERNACIONAL. CURSO GENERAL 773
recho de Gentes, tal y como resultan de los usos establecidos entre las naciones
civilizadas, de las leyes de humanidad y de las exigencias de la conciencia públi-
ca (Convenios de Ginebra I-IV, arts. 63, 62, 142 y 158 respectivamente).
La aplicación de las disposiciones del Derecho humanitario bélico por los Tri-
bunales de Nuremberg y Tokio con independencia de la limitación que represen-
taba la cláusula si omnes constituye una prueba de su carácter consuetudinario.
Por otra parte la Corte Internacional de Justicia (Nicaragua, 1986) ha afirmado
la existencia de principios generales del Derecho humanitario cuya expresión o
desarrollo se encuentra en los Convenios de Ginebra, mencionando a tal efecto
los principios contenidos en el artículo 3 común de los Convenios (estándar hu-
manitario mínimo). Más recientemente, la Corte ha afirmado (Muro, 2004) que
el Reglamento de La Haya de 1907 sobre usos y costumbres de la guerra forma
parte, a título consuetudinario, del Derecho Internacional general, lo que ha rei-
terado en Actividades armadas en el Congo (RD. del Congo c. Uganda, 2005).
Más allá de estas particulares referencias al Reglamento de La Haya de 1907
y al artículo 3 común de los Convenios de Ginebra, cabe afirmar que normas
como la prohibición de atacar a la población civil, realizar actos de violencia
con el propósito de que cunda el terror entre dicha población, utilizar medios de
combate que causen males superfluos o indiscriminados o provoquen daños al
medio ambiente, forman parte del Derecho Internacional general. No sólo eso.
Son ius cogens. Puede parecer paradójico, pero no suele discutirse —ni siquie-
ra por el presunto infractor— la obligatoriedad jurídica, con independencia del
tratado, de normas reiteradamente transgredidas. Eso, lejos de ser un signo
de debilidad como norma, es un signo de fortaleza, expresa su imperatividad.
Obsérvese que los Convenios de Ginebra prohíben la celebración de acuerdos
particulares entre las partes que supongan una reducción del nivel de protec-
ción, así como la renuncia a los derechos en ellos reconocidos (I-III, arts. 6 y 7;
IV, arts. 7 y 8).
En la aplicación de las costumbres o usos de la guerra y de las normas ge-
nerales de Derecho humanitario bélico los problemas suelen originarse en la
calificación de los hechos y su posible subsunción en una de las excepciones a
la norma. La necesidad militar y el daño colateral tienen a menudo consecuen-
cias devastadoras sobre la vida, la integridad física de las personas y sobre
las infraestructuras civiles. Un disfraz del crimen. Un conflicto armado, por su
violencia intrínseca, no parece el escenario más adecuado para la aplicación de
normas jurídicas que limitan la actuación de unos contendientes cuyo norte es
la victoria.
DERECHO INTERNACIONAL. CURSO GENERAL 775
colo I, arts. 8-34), como respecto de los prisioneros de guerra (Convenio III y Pro-
tocolo I, arts. 43-47) y población civil (Convenio IV y Protocolo I, arts. 48-79).
Respecto del primero, son las autoridades militares las que se encuentran
en mejores condiciones para supervisar el cumplimiento. Por eso el Protocolo
I (art. 87.1 y 3) hace de los comandantes un pilar del sistema, pues —dada su
autoridad sobre los efectivos armados— están especialmente capacitados para
controlar la actuación de las tropas y el uso de las armas. Los comandantes es-
tán obligados a impedir que los miembros de las fuerzas armadas a sus órdenes
cometan infracciones de los Convenios o del Protocolo, y a promover, en caso de
que se produzcan, acciones disciplinarias o penales.
El heterocontrol se articula a través de: 1) las denominadas potencias protec-
toras y sus sustitutos (Convenios I-IV, arts. 8/9, Protocolo I, art. 5); 2) las propias
partes en los tratados y 3) los mecanismos de determinación de los hechos.
1) Se entiende por potencia protectora “un Estado neutral u otro Estado que
no sea parte en el conflicto y que, habiendo sido designado por una Parte en
el conflicto y aceptado por la Parte adversa, está dispuesto a desempeñar las
funciones asignadas a la Potencia protectora…” (Protocolo I, art. 2.1). Entre
estas funciones deben mencionarse las de conexión entre las partes en conflicto,
socorro y verificación del cumplimiento de las normas.
Las partes en conflicto están obligadas a facilitar la tarea de los representan-
tes —personal diplomático o consular— y delegados —nacionales en todo caso
de un Estado neutral— de las Potencias protectoras. Sólo exigencias militares
imperiosas pueden autorizar, a título excepcional y transitorio, una restricción
de su actividad.
El concurso y el control de las Potencias protectoras se impone así a las partes,
pero su designación, al exigir su acuerdo, puede en ocasiones resultar imposible.
Es por eso que los Convenios previeron la entrada en juego de los denominados
sustitutos —organismo protector, Estado neutral o un organismo humanitario
(CICR), encargado sólo de las funciones humanitarias (cuasi sustituto o sustitu-
to humanitario)— (Convenios I-IV, arts. 10/11).
En la práctica el mecanismo de las Potencias protectoras y sus sustitutos no
ha funcionado de manera satisfactoria, debido sobre todo a una falta de volun-
tad política que el Protocolo I (art. 5) ha intentado corregir: a) disponiendo la
intermediación del CICR, o de cualquier otra organización humanitaria, para
proceder a la designación de las Potencias protectoras si, por una u otra causa,
el procedimiento está en punto muerto, y b) obligando expresamente a las par-
tes en conflicto a aceptar el ofrecimiento del CICR o de cualquier otra Organiza-
ción que reúna las mismas garantías de imparcialidad o eficacia, para actuar
como sustituto (art. 5.4).
El Protocolo I ha potenciado, pues, el papel del CICR en el control del cum-
plimiento del Derecho humanitario bélico al configurarlo como mediador cuali-
ficado en la designación de las Potencias protectoras y sustituto de éstas. Ahora
bien, su actuación habrá de contar, para ser eficaz, con la cooperación real de las
partes. Por ello el CICR ha manifestado su intención de no actuar como sustitu-
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ahora ha hecho innecesaria su reforma: “la ley establecerá los términos en que
los ciudadanos de otros países y los apátridas podrán gozar del derecho de asilo
en España”. Esa ley es, actualmente, la 12/2009, de 30 de octubre, reguladora
del derecho de asilo y de la protección subsidiaria.
mas de vida tanto para sus nacionales como para los refugiados. Por otra parte,
los países desarrollados, teóricamente en mejores condiciones para la incorpo-
ración de refugiados, no los quieren demasiado en general. Abrumados por las
estadísticas —a pesar de que en Europa occidental sigue habiendo muchos me-
nos refugiados que en Asia o en África— y devotos de la solidaridad a distancia,
temen que el aumento de refugiados provoque una situación socialmente incon-
trolable que evidencie el sustrato xenófobo de importantes núcleos ciudadanos.
La invocación del refugio por emigrantes de carácter económico procedentes de
países donde hay mil oportunidades para perder la vida ha producido una mix-
tificación aprovechada para imponer condiciones más restrictivas al acceso de
los extranjeros a sus territorios y, con ello, al asilo. Los miembros de la Unión
Europea ofrecen un ejemplo palmario de esta tendencia y en ellos no faltan las
propuestas de reducción de derechos (trabajo, prestaciones sociales, sanitarias,
educativas) de los solicitantes de asilo y de sus familias, considerando que su
actual nivel tiene el efecto perverso del pastel sobre las moscas, incentivando la
búsqueda del estatuto de refugiado por quienes no lo merecen. Hay quien llama
a esto disuasión humanitaria. Y ha tenido una eficacia considerable.
Ante esta situación, como ha puesto de relieve ACNUR, se hace imprescin-
dible un cambio de modelo. La búsqueda de soluciones definitivas exige la erra-
dicación de las causas que provocan la aparición de refugiados, lo que permiti-
ría arbitrar las políticas de repatriación voluntaria. Aunque puede cínicamente
considerarse que los refugiados —como las visitas— gusto dan cuando se van, la
repatriación es la solución más legítima a condición de que sea voluntaria —en
ello insisten la Convención africana de 1969 y la Declaración de San José de
1994 y de México de 2004— y se hayan neutralizado las causas de la expatria-
ción, lo que supone la adopción de medidas de mantenimiento y consolidación
de la paz, protección efectiva de los derechos humanos, desarrollo de los menos
favorecidos y una buena administración de la emigración.
La repatriación voluntaria ha de llevarse a efecto con las debidas garantías.
Han de crearse en el país de origen las condiciones indispensables para asegu-
rar que la vuelta a casa no supone un peligro para los repatriados y conseguir
su reincorporación a la sociedad. Ambos objetivos pasan por la cooperación in-
ternacional dentro de una reconsideración de la significación de principios fun-
damentales del Derecho Internacional como la soberanía o la no intervención.
El modelo de actuación ya no puede basarse exclusivamente en la cooperación
entre ACNUR y el país de asilo. Resulta imprescindible una cooperación inte-
grada (ACNUR, Estados, OI, tanto universales como regionales, y ONG).
577. Medios lícitos de los Estados para poner fin a una violación masiva
de derechos humanos
Las calamidades inducidas por el hombre suelen ir unidas a violaciones
masivas de derechos humanos fundamentales que pueden calificarse como un
incumplimiento flagrante de una norma imperativa de Derecho Internacional.
De ser ese el caso los Estados deben cooperar para poner fin a dicha situación
por medios lícitos (CDI, Proyecto de arts. sobre responsabilidad internacional
del Estado por hechos internacionalmente ilícitos, 2001, arts. 40 y 41) (v. par.
318). En este sentido pueden, individual o colectivamente, cancelar o suspen-
der ayudas y privilegios revocables y aplicar medidas de retorsión de cualquier
especie (diplomáticas, comerciales, financieras, de comunicaciones, sociales, de-
portivas…) permitidas por el Derecho Internacional, inamistosas pero legales.
¿Y contramedidas? (v. par. 341). La doctrina colectiva (IDI, Santiago de Com-
postela, 1989) pareció inclinarse por la afirmativa, aun a riesgo de calificacio-
nes sectarias, sometiendo su adopción a condiciones estrictas: 1) Requerimiento
previo (salvo caso de extrema urgencia) al Estado infractor para que cese en su
conducta criminal; 2) Limitación de la medida al Estado infractor; 3) Proporcio-
nalidad de la medida a la gravedad de la infracción; y 4) Consideración de su
incidencia sobre el nivel de vida de las poblaciones afectadas, los intereses de
los particulares y de los Estados terceros. La Comisión de Derecho Internacio-
nal, sin embargo, no ha querido ir tan lejos y en su Proyecto de artículos sobre
responsabilidad internacional del Estado por hechos internacionalmente ilícitos
(2001) ha preferido (art. 54) no prejuzgar este derecho.
tas. Otro tanto ocurrió cuando Kenia y Tanzania intervinieron en Uganda para
derrocar al tirano Idi Amin (1979). Asimismo, las intervenciones armadas de la
Unión Soviética en Afganistán (1979-1980) y de los Estados Unidos en Grenada
(Urgent Fury,1983) y en Panamá (Just Cause,1989) se adornaron con motivos
humanitarios —más reconfortantes que los intereses geopolíticos y estratégicos
de cara a la opinión pública— que no les libraron de la condena de la Asamblea
General.
Terminada la guerra fría, algunos Estados, invocando la satisfacción de obje-
tivos genéricos de las resoluciones del Consejo de Seguridad, han ejecutado ac-
ciones armadas incompatibles con la Carta o, por lo menos, de dudosa legalidad.
El bombardeo de Serbia por países miembros de la OTAN, bajo el liderazgo de
los Estados Unidos, en 1999, es el ejemplo más señalado de esta clase de uni-
lateralismo grupal no autorizado por el Consejo para servir, se dijo, una causa
humanitaria en nombre de la comunidad internacional. A tal efecto, mil ciento
cincuenta aviones despacharon veinticinco mil toneladas de explosivos en vein-
ticinco mil doscientas operaciones de vuelo.
Los miembros de la Alianza pretendían proteger a la población albano-kos-
ovar; pero es evidente que los bombardeos, junto con la evacuación de la pro-
vincia por los observadores de la misión de la OSCE, exasperaron la situación
sobre el terreno e incentivaron los desplazamientos forzosos de la población. No
sólo eso. La forma en que la OTAN y sus Estados miembros llevaron a cabo su
campaña militar en Yugoslavia supuso —al margen de los “daños colaterales”,
esto es, las víctimas civiles— actos deliberados de tortura psicológica para in-
timidar a la población, devastación de ciudades, pueblos y aldeas, destrucción
de carreteras, puentes, vías férreas, centrales eléctricas y bienes en gran escala
y en forma no justificada por la necesidad militar, bombardeos de mercados,
viviendas o edificios indefensos, incluidos la sede de la TV serbia y la embajada
de la RP China, ataques que previsiblemente habían de provocar —y provoca-
ron— muertos y heridos en la población civil sin ventajas militares concretas
y directas. Todo ello sin entrar en los daños medioambientales ocasionados por
la destrucción de fábricas, refinerías, plantas (petro)químicas y de fertilizantes,
y en los medios bélicos empleados, que incluían el recurso masivo a bombas de
racimo o fragmentación (cluster bombs) y a missiles con revestimiento de uranio
empobrecido.
¿Era de recibo defender los derechos fundamentales de la población alba-
nesa en Kosovo violentando flagrantemente los derechos no menos fundamen-
tales de la población serbia? La administración internacional civil del territorio
(UNMIK) y la fuerza armada vertebrada por la OTAN (KFOR), instaladas en
Kosovo tras el abandono del territorio por las autoridades y efectivos serbios y
la bendición por el Consejo de los hechos consumados, no supieron convencer a
las minorías no albanesas para que permanecieran en sus casas, no supieron
proteger eficazmente a los que permanecieron, ni crear las condiciones necesa-
rias para el retorno seguro de los que se fueron. En dirección contraria, grupos
798 ANTONIO REMIRO BROTÓNS