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Miqueas: contra la perversión del poder

GALLART-M.

El profeta Miqueas tiene una lengua acerada, incisiva. o digo una «pluma», porque ni él
ni los otros profetas clásicos son escritores, sino predicadores. Y predicadores, no de largos
sermones, sino de breves mensajes en verso que lanzaban desde su puesto de autoridad y
que daban en el blanco. El que los recibía debía sentirse herido... para su bien. Miqueas
concentra su mensaje en breves frases verdaderamente afortunadas y definitivas. No digo
«lapidarias», porque «lápida» es una laja grande de piedra con una solemne inscripción, y
Miqueas no es solemne. Si sus mensajes tienen algo de piedra, es más bien para la
pedrada.
/Mi/02/01-05: Escuchemos (mejor oir que leer) lo que dice a los que abusan del poder:

«¡Ay de los que planean maldades


y traman iniquidades en sus camas!
Al amanecer las ejecutan, porque tienen poder.
Codician campos, y los roban;
casas, y las ocupan;
oprimen al varón con su casa,
al hombre con su heredad» (2,1-2).

¡Qué prodigio de eficacia y rapidez! «Pasó una noche y pasó una mañana», dice el
Génesis hablando del poder creador. También aquí pasa una noche y una mañana... de
poder destructor. El silencio de la noche y la oscuridad clandestina son propicios para
planear: se prevé el proceso, se sopesan las alternativas, se atan los cabos... y uno se
duerme a gusto y sueña quizá con su proyecto. Lo despierta la aurora, y él goza
madrugando para la ejecución. De la noche a la mañana, proyectado y realizado. ¿De
dónde una eficacia tan demoledora? «Porque tienen poder».
PODER/CORRUPCION CORRUPCION/PODER: Así ve en su sociedad Miqueas el
veneno del poder. El poder corrompe... no las cualidades naturales de ingenio y habilidad,
de cálculo y presteza, sino el sentido ético. «Porque tienen poder». Siglos más tarde, un
judío, probablemente alejandrino, escribe en su tratado griego sobre la justicia de los
gobernantes estas palabras que pone en boca de los malvados: «Sea nuestra fuerza la
norma del derecho» (/Sb/02/11 puede consultarse el comentario de J. Vilchez, Sabiduría,
Ed. Verbo Divino, Estella 1991).
¿Habla del poder dictatorial, absoluto? También la democracia puede albergar y aun
proteger abusos de poder, aunque tiende a hacerlos más difíciles. Miqueas vivía en una
monarquía teocrática, donde el poder del soberano debía estar al servicio del pueblo,
especialmente de los más débiles, y era responsable ante Dios. Como otros profetas,
Miqueas contempla en su sociedad los manejos de las autoridades frustrando el designio
de justicia de Dios, y en nombre de su Dios pronuncia esa frase terrible que habrá de legar
a la posteridad con actualidad perenne: «Al amanecer las ejecutan, porque tienen poder».
¿A qué delitos se refiere, en concreto? Codicia y robo. Algo que prohíbe el último
mandamiento del Decálogo: «No codiciarás los bienes de tu prójimo»; y se refiere a una
codicia activa, que pone en marcha la acción. El mandamiento especifica: «no codiciarás la
mujer de tu prójimo, ni su esclavo ni su esclava, ni su buey ni su asno, ni nada que sea de
él». Miqueas menciona campos, casa y heredad. En una sociedad agrícola, los campos son
el medio normal de sustento de la familia. Esos campos podrían coincidir con la «heredad»,
o sea, la posesión familiar y hereditaria, que prolongaba el reparto ideal de la tierra y que
no podía enajenar (como lo ilustra la historia de Nabot, Ajab y Jezabel: 1 Re 21). En el
contexto de Miqueas, «casa» puede conservar sus dos valencias: la casa que se habita y la
familia que la habita. Casa del varón son su familia, su mujer, sus hijos y sus empleados. La
rapiña de los poderosos podía extenderse a cualquiera de esos componentes.
Así, el poder o autoridad, instituido y garantizado por Dios para defensa de los
ciudadanos, se convierte en instrumento de opresión y explotación. Miqueas no puede
callar ante tamaña perversión del poder, porque actúa por encargo de Dios. Por la misma
época, Isaías lo decía en términos parecidos:

«¡Ay de los que añaden casas a casas


y juntan campos con campos,
hasta no dejar sitio
y vivir ellos solos en medio del país!» (Is 5,8).

El acaparamiento de tierras destruye el orden económico y social primitivo y da origen a


una especie de «capitalismo primiitivo» (como dice Max Weber).
El castigo que anuncia Miqueas se sitúa en el mismo plano, como aplicando la ley del
talión. Si ellos «planean», también Dios sabe hacerlo, y a más largo plazo, porque controla
la historia. Si ellos robaron campos y heredades, un extranjero robará las suyas, y ellos no
volverán para entrar en el nuevo reparto. Escuchemos la segunda parte del oráculo de
Miqueas, donde, después de denunciar la causa, se pronuncia la sentencia de condena:

«Por eso, así dice el Señor:


Mirad, yo planeo una desgracia contra esa gente,
de la que no podréis apartar el cuello,
ni podréis caminar erguidos,
porque es una hora funesta.
Aquel día entonarán contra vosotros una sátira
y cantarán una elegía:
¡Ay, que me roba y vende la finca familiar!
Nos apresa y reparte nuestras tierras.
¡Estamos perdidos!
Así no tendrás quien sortee los lotes
a la asamblea del Señor» (Mi 2,3-5).

A la luz de este oráculo, será fácil entender el que sigue. Esta vez, Miqueas no busca la
frase breve, sino que practica una especie de ensañamiento del lenguaje para describir el
ensañamiento de los poderosos. La imagen de devorar o tragarse a otro, como metáfora de
explotación y opresión, es conocida en el AT. Miqueas la desarrolla con minuciosidad cruel.
Se dirige a las autoridades de Jacob o Israel, es decir, del pueblo escogido y organizado
por Dios. Son gobernantes «por la gracia de Dios», ante el cual han de responder de su
gestión. La norma del gobierno ha de ser ética: el bien y el mal. Además, por ser jefes de un
pueblo «consagrado», su función ética es al mismo tiempo religiosa. Miqueas remata la
denuncia con la sentencia de condena: /Mi/03/01-08

«Escuchadme, jefes de Jacob,


príncipes de Israel:
¿No os toca a vosotros ocuparos del derecho,
vosotros que odiáis el bien y amáis el mal?
Arrancáis la piel del cuerpo,
la carne de los huesos;
os coméis la carne de mi pueblo,
lo despellejáis,
le rompéis los huesos, lo cortáis
como carne para la olla o el puchero.
Pues cuando griten al Señor,
no les responderá.
Les esconderá entonces el rostro
por sus malas acciones» (3,1-4).

PROFETA/VERO-FALSO: Una de las pesadillas de Miqueas fueron los falsos profetas.


Profetas que el Señor no ha enviado, que inventan profecías que sacan de su propia
fantasía para halagar al pueblo o a los gobernantes y ganar prestigio y dinero. Jeremías y
Ezequiel los han descrito y denunciado; Miqueas se fija en un determinado rasgo y lo
describe con admirable acierto: el falso profeta es interesado y cobarde, porque cede a los
deseos y caprichos de sus oyentes; el profeta verdadero es desinteresado y valiente,
porque está investido de una fuerza superior. El desinterés es condición de valentía. Dios
no quiere halagar, sino denunciar para convertir.
Así pues, el profeta Miqueas va a lanzar un oráculo contra supuestos o pretendidos
colegas; profeta contra profetas, auténtico contra falsos. Y se va a fijar en el órgano propio
del profeta, la boca para hablar y clamar. A los falsos profetas, en cambio, la boca les sirve
especialmente para morder y engullir: órgano del interés, no de la palabra; o de la palabra
por interés. Me atrevo a añadir que la palabra de Miqueas es «mordiente»:

«Así dice el Señor a los profetas


que extravían a mi pueblo:
Cuando tienen algo que morder,
anuncian paz,
y declaran una guerra santa
a quien no les llena la boca» (3,5).

No sólo declaran la guerra a quien no paga, sino una «guerra santa», como emprendida
en nombre de Dios o a gloria de Dios. Eso es tomar el nombre de Dios en vano, lo contrario
de santificar su nombre. No es santa la guerra que se hace por propio y mezquino interés.
Ahí están: masticando dones y borbotando bendiciones, o pronunciando anatemas con la
boca ayuna. El castigo será oscuridad para los falsos videntes, silencio para los
pervertidores de la palabra, desprestigio para los que se arrogaron un título noble:

«Por eso llegará una noche sin visión,


oscuridad sin oráculo;
se pondrá el sol para los profetas,
oscureciendo el día.
Los videntes avergonzados,
los adivinos sonrojados,
se taparán la barba,
porque Dios no responde» (3,6-7).

Pero el fracaso de los falsos profetas no es fracaso de Dios. Es verdad que Dios se
arriesga y se expone a muchos abusos al enviar su mensaje por medio de hombres. Pero
Dios hace triunfar al profeta auténtico. Murió y desapareció sin nombre aquella ralea de
embaucadores, mientras que el mensaje de Miqueas llega a nosotros fresco y vibrante,
invitándonos a no dejarnos embaucar ni distraer con falsas y supuestas profecías, a
escuchar una denuncia que busca la conversión:

«Yo, en cambio, estoy lleno de valor


(de espíritu del Señor),
de justicia y fortaleza
para denunciar sus crímenes a Jacob,
sus pecados a Israel» (3,8).

A través de su palabra, Miqueas sigue vivo entre nosotros. Si todos los cristianos
participan de la misión profética de Cristo, guárdense de convertirse en falsos profetas,
artífices del engaño por interés. Imiten a Miqueas, «lleno de justicia y fortaleza». Que su
mensaje sea siempre prolongación y actualización del mensaje evangélico, para denunciar
y para prometer. El Evangelio será el criterio último de autenticidad; el desinterés será una
garantía; la fortaleza y el valor les vendrán del Espíritu del Señor.
(·SCHÖKEL-L-ALONSO-1. Págs. 173-178)

MIQUEAS /MI
MATERIA:

3/01-12
Miqueas, el profeta, se encara primero con los jefes y gobernantes de Israel (vv 1-4; 9-10)
y, luego, con los falsos profetas (5-7). Su intención es clara: poner en evidencia la
contradicción e incoherencia con que unos y otros actúan. Aquel cuya función es conocer el
derecho no puede odiar el bien y amar el mal, aborrecer el derecho y torcer lo que es recto
(1-2.9). El que tiene que anunciar la paz no puede tampoco hacer depender su palabra de
un trozo de pan ni declarar la guerra a quien se lo niega (5). Frente a ellos, el profeta se
siente lleno de energía «del espíritu de Yahvé», de justicia y de fortaleza, para
reprochárselo y rechazar su conducta abusiva.
La contradicción aparece más insidiosa en los falsos profetas que en los gobernantes, ya
que se aprovechan del nombre mismo de Yahvé para abusar, induciendo a creer en una
falsa seguridad (11). Ellos serán la causa de la ruina del pueblo. La suerte de éste depende
de sus guías. Miqueas prevé el castigo para el desenfreno de poder y falso profetismo,
mediante la ruina del pueblo y de sus instituciones: Sión, Jerusalén, la montaña del templo.
Ninguno de estos cimientos institucionales es tan sólido y firme como podría creerse. Su
estabilidad descansa en la guarda del derecho y de la rectitud. Por eso, la manera opresora
con que viven los de arriba hace estremecerse al profeta: esa distorsión de lo que es bueno
-el derecho, la paz-, para conseguir un soborno, ganancia y dinero. Para condenar esta
conducta, el profeta no necesita acudir al reproche expreso de Yahvé; le basta el juicio de
la propia conciencia. Son ellos, los gobernantes y falsos profetas, los verdaderos culpables
del desastre; son ellos mismos los que se condenan a la sordera (4), a la noche y las
tinieblas (6), al mutismo (7), a quedar avergonzados y confusos ante el pueblo.
No podemos decir si se cumplió o no la visión de calamidades del profeta. Tampoco sería
eso lo más importante. Lo principal es que resuena todavía el grito de Miqueas, el profeta,
llamando a la razón de cada hombre, la cual -si rechaza cualquier contradicción teórica- no
podrá admitir tampoco, dadas las consecuencias desastrosas, la incoherencia en la vida. Y,
para entender esto, tampoco el hombre de hoy necesita acudir a una palabra expresa de
Yahvé.
(·GALLART-M._BI-DIA-DIA.Pág. 758 s.)
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4/01-13
A primera vista, el presente texto de Miqueas parece una mezcla de sueños de grandeza
patria y de teología. El profeta ve el monte de la casa de Yahvé, que es Sión o Jerusalén,
encumbrado sobre todas las montañas y convertido en centro de confluencia de los
pueblos (v 1), que van en busca de la ruta y los senderos de Yahvé, es decir, de la ley y de
su palabra (v 2). Jerusalén será el árbitro de muchos pueblos y factor de paz para
numerosas naciones (3).
La teología del pasaje es fundamental. Yahvé aparece como el autor decisivo y único de
la realización de la justicia y de la paz, de la restauración de los pueblos (6-7). En él, en su
fidelidad incondicional, se apoya la esperanza de los creyentes. Sin embargo, el texto
parece reflejar una situación de peligro y de asedio por parte de las demás naciones (11).
El profeta trata de infundir ánimos a su pueblo recordándole la fidelidad de Yahvé (12). Por
eso, más importante que la teología que se desprende del texto es el grito que se siente en
todos los versos y que invita a vivir una fe que no se derrumbe ante los embates de la
historia. La salvación de Yahvé se hace presente en el momento y lugar que menos podían
imaginar los hombres: en el dolor y en el exilio (10). Ahora bien, para vivir una fe semejante
hay que tener el hábito de captar el pensamiento de Yahvé, de escuchar cuáles son sus
designios (12), lo que lleva a fijar la mirada «más allá» y a decirse a sí mismo y a los demás
que aquello que se nos manifiesta y que llamamos historia no es la realidad, no es lo
definitivo. ¿Es posible una fe así? Sólo quien la viva podrá responder. Con todo, no
podemos menos de preguntarnos por el realismo de tal fe y por su capacidad de ser en
esta vida fuente de paz, de libertad, de convivencia. Creer significaría vivir con una fe no
condicionada por la magnitud ni la incertidumbre de ningún acontecimiento del mundo, al
margen de cualquier vuelco inesperado de la historia.
(·GALLART-M._BI-DIA-DIA.Pág. 455)
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7/07-13
El capítulo séptimo es el último del libro de Miqueas. En la primera parte (vv 7-13) se
habla de la esperanza del profeta y del pueblo. Por encima de las prevaricaciones y de la
consiguiente desgracia del pueblo de Israel, la confianza dirige su mirada a Yahvé como
único salvador, que no dejará de escuchar. No sabemos a quién se refiere el profeta con la
expresión «mi enemiga»; tampoco sabemos si esa «enemiga» lo es de él o del pueblo. En
cualquier caso, este personaje encarna la alegría del descreído ante la desgracia del
pueblo; se alegra de la desgracia ya que -al menos aparentemente- muestra a todo el
mundo que él tenía razón en no creer: «¿Dónde está Yahvé, tu Dios?» (v 10). ¿Vale la
pena creer en un Dios que permite que su pueblo pase por tales desgracias? Pero la
inteligencia del creyente no se deja confundir por el razonamiento del descreído y busca la
coherencia de su propia fe. Sus pecados son la causa de que sufra la ira de Yahvé (9). El
creyente no sabe hasta cuándo puede durar esta situación, pero está seguro de que al
final, cuando sea, su causa será juzgada y Yahvé le hará justicia. Pero no podrá exigir la
justicia de Yahvé porque se crea justo, sino porque se le ha hecho confiar en ella. La
palabra de Dios no puede fallar: «Confío en Dios, mi salvador; mi Dios me escuchará» (7);
«Yahvé será mi luz» (8), «hasta que juzgue mi causa y me haga justicia» (9). En el futuro, la
«enemiga» descreída será confundida, avergonzada, pisoteada (10-11), cuando se haga
realidad la esperanza.
Miqueas cierra este texto con la visión triunfal de Israel en el futuro; así da a entender
cómo será la restauración prometida por Yahvé a Israel. Más que esperar el cumplimiento
de este sueño, el profeta intenta sostener y orientar la fe del pueblo para que aprenda a
comprender que la justicia de Dios no se acaba con la historia que ve y oye, sino que
-aunque se haga aquí- se realiza «más allá» de lo que podemos ver y entender. Para los
hombres que viven en este mundo, la justicia de Yahvé es una especie de visión, un sueño.
Pero el creyente vive de ella.
(·GALLART-M._BI-DIA-DIA.Pág. 456 s.)

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