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Solo tres palabras, pronunciadas con una violencia inusitada, bastaron para derrumbar

toda la resistencia que creía haber edificado después de vivir expuesta a tantos años de
lo mismo.

Hacia fuera, las esferas negras y líquidas de sus dos ojos, desbordados por un huayco
contenido de lágrimas, miran, pero no ven nada. Y no es que no pasen cosas. Todavía se
escuchan, aunque a lo lejos, y como si ocurrieran en una realidad paralela que no es la
suya, o que ya no es más la suya, gritos histéricos, lozas y cristales que se rompen
frenéticamente dos pisos más abajo, en el comedor de la residencia.

El semblante de esta mujer luce congelado, dominado por una atmósfera ceniza, y
aunque ya nada parece vivir bajo su piel, un latido sordo y profundo martillea lo más
profundo de sus sienes. Desde ese rostro, más avejentado que nunca, pese a que aún no
acaba de cumplir los treinta, no se proyecta otra cosa que una pena que tienen la textura
de cinco siglos de infinita humillación.

Sus ojos miran la pared. Ella esta sentada sobre una manta gruesa y desgastada, que
apenas cubre el viejo colchón de paja que heredo de su predecesora, diez años antes.
Cuando ocupó, por primera vez, esta sucia y despintada habitación de seis metros
cuadrados: su vivienda durante todo el tiempo que lleva arrumada como un traste más
en la azotea de esta casa.

Hacia dentro, sus ojos están anclados en la imagen de una niña que desciende de las
breñas y los riscos que rodean su vieja casa hecha de piedras. Se dirige a los
manantiales que atraviesan la colina antes de desembocar en el rio. Un río en el que 
ella aún no lo sabe  sus dos padres murieron ahogados ayer.

Su mirada salta de un lado al otro, reconociendo todo alrededor: el ichu, la queñua, el


waqo, la achupalla, el raqui-raqui, el moqo-moqo, la jucucha, el rastro de los cuyes, las
comadrejas y las vizcachas, todo lo que es su vecindad. Sus ojos brillan, y sus cachetes
y sonrisa delatan una felicidad que no cabe ya en su pequeño cuerpo. El cuerpo de una
niña pequeña y desvalida que  y esto tampoco lo sabe  será muy pronto destinada a
trabajar a una casa en la capital donde seguro alguien le dara el cuidado que allí no va a
obtener.

Mientras todo esto ocurre, hay alguien más que la esta mirando desde el dintel de la
puerta. Es un niño que tambièn vive en esta casa, pero que duerme en una habitación del
segundo piso. Que desayuna, almuerza y cena alimentos que a ella no le dan; cuyos
zapatos, ropa y útiles de colegio ella lustra, lava y acomoda cada día; y cuya ropa sucia,
toallas y juguetes esta acostumbrada a recoger, como mecánicamente, desde que
amanece hasta que anochece, de semana en semana, mes tras mes.

Lo ha visto todo y, desde la puerta, con los ojos inundados de lágrimas, le dice tres
palabras de cariño que ella, ensimismada, no alcanza a oir. Mientras desciende de la
azotea al segundo piso, siguen retumbando en sus oidos los insultos hirientes que
lastimaron terriblemente a la mujer que acaba de ver. Y se pregunta: ¿porqué? ¿Porque
si esta mujer me quiere tanto, me cuida, me alimenta y me abraza cada noche antes de
dormir, debe ser tratada tan mal? ¿Por qué humillarla, decirle que es una pobre diabla,
basura recogida de la calle que no vale nada? ¿porqué?

Piensa todo esto mientras avanza a la habitación de su madre por el largo pasillo que,
despues de atravezar media docena de cuartos, conecta la escalera de la azotea con la
habitación más grande, la más iluminada, en cuyo centro hay una cama enorme sobre la
cual hay un enorme retrato de la virgen Inmaculada que lo esta observando todo.
Cuando es de noche y esta oscuro, no puede esquivar el miedo que le dan esos ojos de
virgen vigilante, y por eso no entra mucho a esa habitaciòn, pero hoy tiene algo que
hacer allí, asi que despues de atravezar la puerta, que esta abierta, se dirige resuelto a la
cómoda que se encuentra frente a la cama, en cuya superficie se lucen pequeños altares,
velas misioneras, reliquias, rosarios y hasta una bendición papal enmarcada en plata.
Coge con cada mano los cuerpos de dos efigies del montón; y, en el mismo instante en
que su madre atravieza la puerta, con un brusco golpe en el margen de la cómoda,
decapita al mismo tiempo las imágenes del Santo de la Escoba y de la Virgen morena de
Guadalupe mientras grita fuera de si: “¡En esta casa no puede haber nadie que no sea
blanco!” y se pone a llorar.

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