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V 05

Suplicio diario
Gustavo A. Albertengo

Sintió vergüenza. Ella era tan opresora que lograba humillarlo con facilidad, más
cuando él intentaba alguna defensa que cuando ella lo acosaba.

Ni siquiera levantó su vista del plato, pero sabía que ella estaba allí observándolo,
y su sola presencia era peor que recibir una andanada de reproches y
descalificaciones. Con su cabeza inclinada hacia la mesa, pausadamente metía la
cuchara en su boca tomando esa acostumbrada sopa tibia y grasienta. Por un
momento intentó recordar cuanto tiempo llevaba consumiendo el mismo menú,
seguramente años, pero sin embargo, salvo ciertos momentos en que le generaba
náuseas, se le hacía digerible todavía.

Sin levantar su mirada, notaba su presencia frente a él, y que aún si decir nada,
tenía en sus pensamientos un discurso lapidario en su contra.

A veces, cuando se sucedían estas situaciones, le nacían ganas de matarla;


podría esconder fácilmente su cuerpo y justificar su ausencia, inventaría alguna
excusa que no sería difícil encontrar. La mayor dificultad y la determinación más
importante, era elegir el método a utilizar para exterminarla.

Sintió la seguridad que inmediatamente luego de matarla, se llenaría de una


profunda paz, aunque después de tantos años de soportar ese castigo, se sentiría
extraño al no sufrirlo más.

Terminó de comer y se sintió mal, con esa amarga sensación de siempre, de no


poder hacer nada, de ser incapaz de controlar la situación; eso le generaba
mucha angustia. Cuando se paró, ella seguía dando vueltas a su alrededor
observando lo que hacía.

Subió la escalera lentamente, entró en el baño y cerró la puerta. Era el único lugar
de la casa que sentía propio y en el que se aislaba evitando que ella lo invada. Se

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paró frente al espejo y observó detenidamente su cara; estaba viejo, viejo y


cansado. Se vio barbudo ya que hacía unos días que no tenía voluntad de
afeitarse. Tomó la crema y comenzó a pasarla despacio por su cara, luego la
navaja y estiró su cuello mirando fijamente el espejo, mientras la apoyaba en su
piel. Que fácil sería terminar todo en ese momento. Un solo corte y ese eterno
suplicio terminaría para siempre.

Su mano le tembló mientras oprimía su piel. Comenzó a llorar, despacio y


amargamente; soltó la navaja, se dejó caer y arrodillado siguió llorando con
desesperación y amargura. Cuando logró reponerse se secó las lágrimas,
tratando de fingir para que ella no se diera cuenta de su estado y salió del baño;
fue hasta el dormitorio. Buscó en el ropero donde estaba guardada, y sacó la
pistola que hacía años había comprado y nunca usó. La preparó.

Bajó las escaleras despacio. Ella estaba en el sofá de espaldas de donde él


venía. Se fue acercando sigilosamente, y cuando logró llegar hasta ella levantó
lentamente el arma. Estaba totalmente decidido, ese era el momento o nunca.

Ella se asustó por la sorpresa del estampido, mientras que él caía como caen los
cuerpos de los que se suicidan disparándose en la boca.

La policía y los peritos hicieron todos los trámites de rigor, fotos del cuerpo,
medidas balísticas, requisa total de la casa. Luego llegó la morguera y retiraron el
cuerpo. Al no haber otro habitante en la casa, el juez ordenó su clausura hasta
tanto concluyera la investigación del hecho y se pudieran ubicar parientes
cercanos. El último agente en abandonar la casa echó la última mirada, apagó la
luz y cerró la puerta. A nadie le llamó la atención una mosca sobre el sofá.

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