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Fue Vivaldi el responsable de que, Don Augusto, no sujetara bien al torno la

esfera de madera que venía tallando para la entrega de una obra de arte que
habían encargado a su muy solicitado taller de artesanías; y fue precisamente
en el solo de violín que, Invierno, salió rodando por la entrada del mismo hacia
un mundo lleno de posibilidades.

Haciendo lo único que sabía hacer, y sin un norte decidido, rodó por distintas
ciudades sin detenerse, viendo pasar fugazmente calles, escuelas, edificios,
autos, animales y personas, sin que nada captara su atención de sobremanera.
Hasta el día en el que, al cruzar la banca de un parque en mantenimiento, rodó
por un charco de pintura amarillo el cual le dio un nuevo color a su vida, y con
eso, un nuevo sentido.

Lo conocí en mi viaje a Venecia, nos encontrábamos en una pequeña tienda de


venta de artesanías observando la misma máscara de Arlequín. Cruzamos
miradas y un pequeño diálogo telepático:

— “¿Vas a comprarla?”

— “¿Vas a comprarla tú?”

— “Eres directa, me caes bien”.

— “Lo sé, yo también me caigo bien”, respondí mientras me dirigía a la caja a


pagar mi nueva máscara, — “Eres algo lento, también me caes bien”.

Busqué en vano con la mirada a mi antiguo contendiente para despedirme,


pero lo encontré en una banca a la salida de la tienda y me percaté de algo que
no había notado en nuestro primer cruce de pensamientos; su sonrisa.

— “Tienes una sonrisa peculiar”, en ese entonces era más torcida.

— “Por eso deseaba la máscara”

— “¿Para ocultarla?”

— “Para intentar ser otro”

— “¿No te gusta cómo eres?”

— “Sí, me encanta como soy, pero siento que es hora de ser alguien más”

Siempre he admirado a quienes no temen mostrar su vulnerabilidad, y el hecho


de que, el objeto que minutos previos había sido asunto de pugna ahora tenía
un verdadero propósito más significativo que empolvarse en un estante de
souvenirs, hizo que tomara una decisión.
— “¿A dónde vas?”

— “A casa, se acabaron las vacaciones”, respondí mientras cogía mi mochila.

— “¿Puedo ir contigo?”

— “Solo si tu equipaje no excede los 23 kilos”.

Le di a escoger cualquier ambiente de mi habitación para que pudiera


acomodar sus pertenencias, que en realidad era la máscara que le obsequié y
un lápiz sin borrador (suele decir que no necesita borrar nada: “nunca se
equivoca, solo aprende”) cuyo serigrafiado azul dice: “Proyecta y Construye”.

— “Este será mi nuevo refugio”, dijo al ver mi pequeño estante de libros, con
una sonrisa cada vez menos torcida.

Él es Invierno, quien debe su nombre a las Cuatro Estaciones de Antonio


Vivaldi, ama viajar, la música clásica, leer y escribir cuentos. A veces parece
triste, pero en realidad lleva la alegría por donde se le mire.

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