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Por Visigodo
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“Todo se ha dañado para siempre
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I. Fragmentos
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Milnovecientossetentaicinco.
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El caballo de mimbre
El carro es amplio, color miel. Color miel alto e intrincado. Por arriba y abajo. El
hombre con las riendas tiene una hoz de paja caída sobre la frente. Y un cono de paja,
en círculos. Pero ésta, de igual modo que durante la última primavera, siempre termina
Las crines exceden los ojos. Y los ojos son de carbón sin pestañas. A través de unos
agujeros desflecados las orejas traspasan la paja, y todo el derredor del ala también
mece hilachas quebradizas. Las moscas trepidan en torno a las orejas del caballo. Da la-
tigazos con las orejas. En el espesor de las crines y la urdimbre de paja se ocultan las
moscas. En las orejas han brotado áreas grises, sin pelaje. A las moscas les gustan.
estrepitoso.
Hace unos minutos, más atrás, el caballo mordía hojas de una rama y dos niños
orinaron sus patas traseras. Se detuvieron con los ojos fijos en sus braguetas. Hicieron
ondular sus chorros. El caballo bajó los ollares por la corteza y exploró a los niños con
los ojos. Ellos salieron corriendo. Entonces el caballo sacudió la cola. Esparció ganga de
El casco que golpeó y sonó como un disparo es una de esas patas traseras.
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El carro avanza, es lento. El ala del sombrero del caballo se enrolla encima de la
testuz. Sillas, percheros, cortinas, biombos. Los bastidores de alambre parecen agujas de
tejer. Toda una casa de caña y mimbre y paja. Con sus cuartos y enseres. Aparadores,
mesas y mecedoras, cunas, espejos. La casa estremece sus bártulos encima del
empedrado. En los dos pisos sin paredes el viento se sacia. El caballo inspira con los
constelado de venas muy delgadas. Pero el caballo caga hierba y vapor, y olvida
apresurarse. Un perro que no ladra nunca, mira sin fin. Mantiene la cola enterrada entre
las patas. El empedrado entra en los espejos colgados atrás —antes de irse, los espejos
se sumergen. Acaban tan vacíos como el final de la calle. Cada adoquín atrapa con sus
poros un bucle de sol, un penacho de agua sin sabor, es el dedo que les ha pasado el día.
El día del espejo de más abajo, en cambio, es el más curioso, más aún que el resto. En él
todo disminuye pero no puede desaparecer. Todo permanece yéndose. Un día tras otro
se suben a él, pero sólo uno golpea las suelas y empuja la calle alejada en contra y de
nuevo haciadentro del carro. El vendedor de mimbre, de acuerdo con el día, cambia de
El sol, la cabeza del caballo, un medio ceibo al final de la calle, todos son
pajareras.
Y el tercero.
mantiene a dos niños tomados de las manos. Suelta las manos. Los vuelve a abrazar.
Los niños quedaron hundidos entre los sobacos y los pechos. Uno de los niños le rasga
la pollera. Ninguno de los dos puede respirar. Ella no se da cuenta. A nadie en toda la
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calle le preocupan los disparos. En cambio los gritos los alarman. Todos ven el mimbre
lleno de rayas y trizas de sol delante de sus casas. A veces, durante días enteros, el
El hombre que disparó es flaco y tiene los dedos con hilos grasosos alrededor del
En el bar hay delegados del sindicato de la carne. Mantienen los cigarrillos entre
los dedos gruesos. Están asomados, y el humo les aguza los ojos y las cejas.
Los mismos ojos para destazar y los mismos cráneos de matarifes también los
vuelven silenciosos. Toleran que la sangre, de nuevo, los impregne de desdén fuera del
trabajo.
sus matadores. Levanta chimeneas para ellos. Les lleva agua, corriente eléctrica y
cigarrillos. Hombres con delantales de goma encima de los hígados, corazones y bazos
que son idénticos a los corazones de los carniceros que emplean palas, sierras y
chuchillas. Los ladrones de menudos, los ladrones de sangre coagulada, los ladrones de
cigarrillos. Si fueran hombres se robarían por amor las mujeres entre ellos. Entonces el
Durante el trabajo todos en algún momento se chocan el hombro con otro igual
que él. “Turco, al pedo”, dice un hombre de cara enorme desde la ventana. Luego por
Hay un mate que hace equilibrio en el marco de la ventana. Es negro como el ojo
del caballo.
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“Hacía mucho ruido,” dice el turco y echa andar. Camina laxo después de la
jornada de trabajo. Tapa la pistola con la tela camisa. La camisa celeste sobresale del
pulóver. Cada tarde después de volver de la destilería de Dock Sud va al local de los
La parte de atrás del carro está atado al compás de una rama. La calle, de un lado
calle hay una botella de leche vacía que rueda. Estuvo vacía desde ayer. La abrasión del
vidrio contra la piedra confunden los pasos del hombre. Por un momento se agazapa.
“Qué cagón,” dicen en la esquina. Y ríen y son sinceros. Los hombres vuelven a
La mujer ha puesto juntos a los dos niños y guardó la mano de uno dentro de la
mano del otro. Delante de ella hay una bicicleta caída y pequeña. Roja de pintura y
óxido cobre. Unos pasos más allá, al lado del árbol, un chico tirado. Tiene las piernas
torcidas como una oveja y la cara colgada del cordón de la vereda. La mujer no se
acerca más a él. El vendedor de mimbre deja el sombrero de paja en un perchero del ca-
rro. El agua de la zanja arrastra hojas ovaladas de un paraíso. Vibrantes, las pega en una
de las mejillas. Otras que logran pasar clavan sus pequeñas puntas en el pelo del niño.
El vendedor acaba de sacar un cobertor del carro y lo tira encima del cadáver. Observa
entonces lo que ha hecho como si hubiese provocado un suceso horrible. “Mirá lo que
hiciste,” dice en voz tan baja que sólo parece buscar la voz dentro de la boca, entre la
lengua y el paladar. La cinta de agua chupó la tela y la estiro hacia donde corre. Los
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talones ahora están descubiertos. La sangre ha dejado de irse en vellones. Ahora es
hilachas.
desgastada y la sangre que la infiltra la pone dura y vítrea. Ha dejado la boca abierta —
es una a átona y amplia. Respira apresurado con golpes breves. Una hebra de saliva
pasos y se detiene al lado del muchacho. Y mira la pierna. Y mira la moto. El muchacho
sigue dando bocanadas sordas. El hombre dice, “pibe, no te va a pasar nada, aguantá.”
“El pibe estaba dando vueltas con la moto, el chiquito nada más estaba acá,
la gente está llena de codos. “Le tiraba al de la moto”, dice la mujer. Los policías se
miran. Tienen cascos, chalecos antibala y sudor viejo. Las orejas de ellos también van
afuera como las del caballo. Se desplazan sin frentes. Donde terminan los cascos
comienzas las orejas y las narices. No levantan en ningún momento la manta que cubre
el cadáver. Uno de ellos fuma. Salen del costado del carro del vendedor, el último en
Desde la esquina los dos hombres en el exterior del local pueden verlos. Los dos
se dejan el bigote y los hombros siguen caídos. Los dos son risueños y locuaces. Uno
El humo, para escapar del grupo, hace piruetas. El muchacho no contesta, tiene la
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“Sí, el que vive a acá, a tres cuadras, al lado de LA NEGRA y tiene una cochería
en Sarandí, casi abajo del viaducto”, dice un hombre con piel de cerdo entorno a un ojo.
La voz del hombre quiere mandar, ordenar. Si es posible sonar imborrable. Pero ese ojo
distrae a quien lo escucha. Pues a los hombres siempre les sucede lo más fácil.
Una mujer sale de una casa con una tasa entre las manos. El aroma picante del
Está demasiado caliente para la sed que le sube a la boca. Tampoco conoce el gusto del
muerto. Por temor a que la muerte sea más real para todos que la pantalla del televisor.
Y no se quede, debido a este descuido, del lado de fuera de las paredes. La muerte les
corroerá los quehaceres de lo que resta del día y seguirá durante toda la noche. Si los
despierta ante todo será como ropas vacías que no reconocen. Algunos de los que
regresan de trabajar no pasan de largo. Esperan ahí, un rato, de pie, a que el niño cu-
Las mujeres que regresan del trabajo no pudieron estar todo el día peinadas. Y las que
salieron de las viviendas con el delantal puesto pueden meter las manos en los bolsillos.
En cambio, aquéllas se soban los mechones y los estiran y alisan. Los pensamientos se
“No hay ningún otro turco que ustedes conozcan”, dice uno de los hombres que
recién bajó en la parada del colectivo. El subcomisario lo observa con una sonrisa
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ofensiva. “No se hagan problema, todos los muchachos del bar tienen las armas
registradas.”
“Eso no es un bar”, dice una de las mujeres. Mira al subcomisario con desprecio.
pescante busca si le queda otra manta para tapar más tarde al caballo. La única que
encuentra está muy agujerada. Abre la boca y suelta la punta de la lengua del velo del
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“No me mires”
Ella despierta. Los pasos que se acercan luego se retiran. Cesaron, terminan en la
pisadas poseen algo que desaparece en anillos. Las voces de la calle que se oyen
algún lugar entre el centro de la habitación y una pared, la pared es misma. Vienen
encima desde la cabeza de la cama. Con un ratón en la mano abierta. Entra a su casa. La
puerta se apoya despacio, chirría igual. El ratón bailarín tiene ojos fosforescentes. Si lo
aqueja el hambre, pía. Es pequeño. Entra en una caja de fósforos. Ella le da migas
saladas y papel. Más tarde, los pasos regresan. El ratón se ha dormido. Es semejante a
un búho. Otros usan los pasos. Aunque suenan idénticos y al mismo tiempo desiguales.
Los pasos fingen el tiempo que crece en torno a ellos porque son a la vez el día y la
noche. Emergen. Hacen que parezca imposible saber qué momento del día es. Resuenan
cama son el cauce de un surco. En el fondo del surco se postran ella y la luz. Y el propio
peso de los muebles entierra las patas. Cierra los ojos. Los muebles están en las nubes.
Inspira.
Ella despierta y el surco color papa continúa allí, húmedo. Las papas mojadas
huelen rancias. A lluvia escondida bajo hojarasca. Nada se parece más al interior del
está bien diferenciado. Es otro cuerpo vibrante. Caliente sube hasta la úvula. La vejiga
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pesa. La vagina es un conducto frío y pegado. Los vellos recién crecidos en las piernas
se raspan con una cobija de recortes de colores. Se refriega los pies helados.
Catalina quiso desarmar a un policía tan sorprendido como ellas dos. La pistola
mano. La mano del dinero, de los cigarrillos, la misma de la nota escrita de apuro, llego
a las cinco. La mano de la vida. Y fue la mano, una vez caída al piso, como si el policía
hubiera puesto su botín encima. La cara encima, la boca seca de miedo, encima también.
Todos los insultos encima del pelo y el aire para vivir. Hace una semana ya que Nadia
pudo correr y oír los gritos detrás. Correr no la alejaba. Porque tenía a Catalina adentro.
Los dientes chocaron entre ellos hasta que Nadia se quedó helada. Adherida a
los trapos fríos de la cobija. Inmóvil. El abatimiento la durmió de nuevo. Y soñó con
pasos.
dio vueltas y se enroscó del cuello el estómago y los intestinos, y el agujero del culo y
los senos.
Tiene los ojos resecos como las puntas enrojecidas de las orejas. Pestañear es
El agua resbaladiza del resfrío fluye desde una narina. Es como estar ebria. La
misma muchacha que cerró la puerta cuando el ratón piaba, más tarde, le trajo un té. El
té es azul. Con los ojos cerrados sabe a madera caliente. El sabor del miedo. Pero al
terminar Nadia no sabe si lo bebió. La garganta se le seca tendida afuera de los labios.
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La muchacha la observa. Más tarde Nadia quiere recordarla. Pero en su cabeza la
Luego pudo dormir. Ajustarse en el fondo duro del surco. Repitió entonces
tantas veces el surco en sus pensamientos hasta hacer de él otro nuevo. Cada vez más
despertar la aterra. Todavía el surco le permite tanto vivir hundida como tener todo
consigo, porque todo es la vida —pero por ahora, todo, también es pánico. Y nadie sabe
cuánto miedo es necesario para que comience el aturdimiento. Las mujeres camina
abajo, en la calle, la observan desde la cornisa del surco. El surco es más alto que todo
el día anterior. El suelo del surco es una zanja con agua. El agua transporta ranuras de
La muchacha que la visita no hace ruidos. Sólo sus pasos se acomodan en las
las uñas y le juntó las manos en el pecho. Se puso a mirarla. Los dedos entrelazados y
las uñas pintadas, así, como si no pasara nada,” le dijo la muchacha a Nadia. Después la
muchacha se levantó y se marchó. Dejó una colilla aplastada en el piso. Y llevó la taza
saltando en el plato. Puso la otra mano encima. La silla, la ventana —adentro de la cama
Nadia fumó con las manos debajo de manta. Las cenizas se deslizaban hasta su cuello.
Sólo apretado por los labios el cigarrillo acurrucaba el humo en el vano de la ventana.
El final del surco estaba arriba, en la cisura del cielo. La ventana pendía del fondo de las
nubes. Todavía las mujeres no habían partido de allí arriba. Permanecían atentas.
“Después la mandó tapar enseguida.” La muchacha volvió a irse. Dejó una vela
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la silla, el marco de la ventana, también. Ésta es cada vez más alta, enjuta. Y curvada
sobre la cabeza de Nadia. El cielo allí es parco. Lo colorea el otoño. Cada vez que
despierta, Nadia sólo encuentra la noche. Arriba, los pasos. Lejos, el grafito de la nota
acordar de la primer noche que dormimos en la vida.” Nadia le sonrió. Ya eran las cinco
“No sé,” dijo Nadia. Ella después le preguntó a su hermana. Tampoco sabía.
Nadie supo responder nada de esa primera noche, nada imparable que fuese
convincente. Nadia jamás había visto a Catalina con las uñas pintadas.
El borde del surco brilla al amanecer. Entonces Nadia puede ver las cabezas que
No vio un ave. Sí, en cambio, divisa la cabeza coronada de una cabra. Es una
rueda de flores. La distancia las deja ver como jacintos. Las mujeres de la cornisa
aprecian la vida como aprecian la vida de cualquier otro animal. El vapor de los alientos
se deforma en su búsqueda por desaparecer. Las cabezas debajo de las cabezas que se
La vela se apagó aplastada. El día volvió a cambiar de nuevo. Nadia aleja la silla
de la cama. El piso está lleno de rodajas de cenizas. Arrastra los pasos y la cobija
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colgando de los hombros. Siente que los pasos flotan. La habitación está muy fría.
Nadia orina en una botella verde de leche, se chorrea los dedos. Los seca en la cobija.
Al final de la pared hay una pileta sin canillas donde vacía la botella. Frota la mano
contra la manta de colores. Tiene hambre. No quiere que le pongan más caldos en los
labios. La ventana la ha estado observando orinar. Unas pequeñas moscas, apenas más
Nadia piensa qué hará si tiene necesidad de defecar. La ventana la sigue. Pues es
puesto ropas usadas a todos los transeúntes. Los demás cuadrados superiores se doblan
bajo un nubarrón negro y otra nube de flocaduras grisáceas. Entrelazados casi rozan
todos los techos. El toro se separa de la vaca. Nadia expulsa el humo sobre el vidrio. El
toro sacude los cuernos negros, su envergadura, la piel negra sin sed y sin ninguna me-
moria. El agua los baña de repente. La vaca tiene su enorme cabeza oculta.
“No me mires,” dice de pronto Nadia. Sacude la mano que sostiene al cigarrillo.
La luz cambia sobre su cara hasta que la deja oscura. El vidrio la separa de los
golpes de la lluvia. Las celdillas de los poros brillan en el rostro oscurecido. Las nubes
“Estoy helada, podrida (…) no siento. Hago las cosas siempre igual. Está en mí,
ni siquiera necesito pensarlas (…) trabajar, ser feliz, trabajar, ser feliz. Volver a ser feliz
y ser terrible es lo mismo. Por qué mierda todavía tengo tantas esperanzas. Cómo puedo
frente (…) debería abandonarme (…) por qué no siento terror de inmediato. Terror ante
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todas las inteligencias, calcos, intimidades que tengo clavadas (…) hasta lo último.
Hasta las imágenes más horrendas las ilumino con un horror falso. Un horror sin razón
(…) cuántos años de estúpidas esperanzas dejan esta estúpida cadena de días. Cómo soy
capaz (…) capaz de hablar de todas las demás cosas de la vida sin que hacerlo sea una
ignominia. Hablar (…) sin que haya un tintineo de falsedad. De la falsedad más
profunda en el resquicio más angosto. No sé hasta dónde tengo que penetrar los ojos de
los demás para poder ver como ellos ven. Como ellos calumnian con los ojos, se ciegan
con los ojos, se atontan con los ojos más grandes que hay que ver (…) el cuerpo
humano está marcado igual que una máquina, con lugares que no son humanos para
otros hombres.”
Catalina oyó a Nadia. No agregó nada. Sólo había dejado de mirar a Nadia. No
ventana repica. El granizo se hace uñas, suelta una fina lluvia junto a él. La repentina
claridad es en una luz remolacha. Nadia fuma, la muchacha detrás de ella le apoya una
mano en el hombro. Luego gira. Retira la costra de vela consumida. Mantiene el plato
de pocillo en la mano, “ya no hace falta que te quedes más acá,” dice.
Nadia suelta el humo por la nariz, habla en voz baja. Las dos están de frente a la
ventana, los botones y los ojos relucen, “a veces en la calle estoy tan cerca de los otros
que no me reconozco, no sé quién soy, tan osada y tan serena. Tan llena de buenas
intenciones, obstinación y al mismo tiempo tan humillada, que no sé lo que digo cuando
hablo. Entonces, de pronto miento, camino y miro y respiro, y también miento. La punta
de los pelos, mis dientes, mis silencio mienten mejor que yo misma.”
“El policía no te reconoció, igual tirá el gorro de lana. Tirá toda la ropa.” La
muchacha vuelve a dejar la mano sobre el hombro de Nadia. Luego lo frota. Recién le
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Es de noche. Nadia oye a Catalina abrir la puerta. Son las botas. Las únicas botas
que posee. Y por primera vez se ha pintado las uñas. La madre de Catalina les ponía a
humedad de la casa olía a lana metida en la nariz. “Van a tener verrugas en la frente de
vivir tan calladas”, les decía a las dos. “Y las verrugas van a ser más gordas que
botella de agua tónica. Nadia dijo que no. Pidió un cigarrillo. Pero después se bebió la
botella.
Cada botamanga de los pantalones tiene cosido un triángulo rojo oscuro. Pegado
crecen siluetas blancas de rosas. Antes de llegar al tobillo se entrecruzan y alzan los
pétalos igual que cabezas. El pantalón está planchado y doblado, arriba de unas medias
Nadia se ríe, la muchacha pregunta “no,” pero se ríe también. “Y además te traje
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El plan
El día es el viajero, el equipaje, y también las risas que se van encogiendo en los
rostros. El verano ha sido tan grande que, todavía, el sol aparece hinchado y vinoso
sobre el río. Sobresale encima de las casas, deja en ellas también aguas de río, sombras
sucias. Un día de vidrio. La madre de Ana le había dicho, “nunca aceptes un solo
mundo porque entonces también vas a aceptar morirte en él algún día.” Ana observa a
sobre una palangana de latón. Los brazos tensos sobre el agua, como siempre, siguen
otro curso debajo. Al hablar la madre no miró a Ana, sino frotó el jabón contra la tela.
El agua trepa y se achica sobre los brazos desnudos. Gris, la espuma encogida,
apelmaza los vellos en cada antebrazo. En el agua la ropa reluce apagada como un pez.
Uno marchito. El botón de carey más oscuro es un ojo —el índice y el pulgar de la
Debajo del sol, ese día, los árboles soltaron el olor del cuero terminado de curtir.
Pero el olor venía de más lejos, desde afuera del puerto. Un plan débil, amargo. Incluso
acre. Como las laminillas que separan los hemisferios de una nuez y se cuelan en el
bocado. Y se colocan entre los dientes. Hasta que la lengua las encuentra.
Sin embargo, el plan de Ana consistía en ocultarse toda la vida. “Un plan fácil”,
dijo más adelante. Igual a detener las agujas un reloj. El tiempo pasa en otro lado.
Ese día Ana bebió el té negro con los ojos entrecerrados. En todas las aristas de
la habitación rebotaba el sol. A pesar de las pilas de ropa sobre la mesa y la silla, el
cuarto parecía ocioso. Ana absorbió el té con la frente y el corazón casi lisos. Afuera, en
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la esquina, giraban la calle y el hollín. Ana regresaba de la escuela. Unos niños hincados
se pasaban el cigarrillo con la mano sin mirarse. Ya saben hacerlo con desprecio
auténtico. Más allá, el puerto atrae a los trenes, pero expulsa sus ruidos. Allí, el tomillo,
la manzanilla y el orégano silvestres viven sueltos. Debajo de las ruedas de los vagones
el pasto negro también es rozagante. Y Ana trepa ese día a un vagón abierto. Recorre el
entablado del piso. Nada más se enrollan unas semillas de lino y fárfara. El aire es
turbio. Los rincones poseen las sombras más altas. La frente y el corazón no saben que
el té amargo en la garganta le puso una moneda caliente en la boca del estómago a Ana.
Toma un puñado de semillas del piso del vagón. Las otras, que se escurren en los
espacios de la madera, suben a los oídos ruido a huída de rata. Abajo la brisa mantiene
Ana sacude la mano cerrada, pero las semillas no hacen ruido. La rata no asoma
la cabeza. El puño es en el fondo negro como el té. Mira por el agujero del puño el
interior de su plan. El plan, adentro de él mismo, por el momento no tiene nada, sólo
unas pepitas negras. Estas se unen o se disgregan luego de cada sacudón. Ana siente en
la mano una dureza extraña que no conocía ni siquiera a medias. Hay una piedra. Ahí,
entre las semillas estriadas azules y verdes. Una piedra rojogrís, pulida. Los colores
cambian de rincón como las nubes. La piedra está a punto de saltar, pues parece acei-
tada. Y resplandece. Es la piedra más preciosa que Ana ha visto en toda su vida y no
sabe cómo llamarla. Tampoco imagina cómo llegó hasta la carga de bolsas de cereal que
hubo en el coche. En la puerta abierta del vagón el sol empuja y Ana prende a la hierba
una línea negra y angulosa. En la mano abierta la piedra arde, tan intensa y esplendente,
que es un pétalo de sol. Pero de inmediato es gélido. Vago, algodonoso de luz y pelusas.
Es tan frío que así debe ser la nieve. Así debe ser el torbellino de un copo que pierde lo
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Ana se guarda la piedra en el bolsillo que tiene un gato cosido. Es igual que un
ovillo con orejas. Apenas entra su mano. El bolsillo es pequeño y el gato duerme con
dos puntadas sobre cada ojo. La falda se balancea. Y la piedra tira haciabajo. Quiere
regresar a la tierra.
“Es extraño como a las cosas que no conocemos el tiempo las pasa de largo y sin
embargo nosotros las recordamos”, dice Ana. Ha cumplido diecinueve ayer. Por única
vez, yo, recordé entonces el té oscuro que dejaban ya listo, antes de irse a trabajar, la
madre, y tiempo después, el padre de Ana. También los domingos, cuando el sol era un
pueblo vacío. Nos sentábamos en la escalera de principio a fin del silencio. Ella un
peldaño más arriba. No quería que yo estuviese con el mentón y los ojos encima de la
abuela. No los voy a usar”, le dije a Ana un día en esa escalera. Recuerdo que alguien
“Te perdiste hace mucho años porque no tenías un plan”, me dice Ana.
por las calles. “Los que no queremos esta vida deambulamos, los que la aceptan se
dedican a vivirla.”A la dictadura la llama cívica, porque dice que los militares no buscan
una realización personal, sino sacralizar en lo real sus crímenes. A veces desaparecía.
Entonces yo pensaba que ella vivía cantando. Pero me equivocaba. Ana fuma aprisa y
vigilante, como un estibador debajo de los aparejos de las grúas. Le gustaría conservar
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Ana dice que su primer día de escuela fue una mierda. Pero que después fue fácil
esconderse durante años. Pero no es cierto. Pronuncia mierda y plan unidos, y tampoco
Los hombres suben y bajan con las bocas colgando de las mejillas.
Ese día Ana todavía no se había dado cuenta de que la piedra ya se había caído.
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El camino
Timme empuja la bicicleta entre el primer realce ceniciento del día y los frentes
de las casas. Nadia seguía dormida cuando él cerró la puerta. Al principio Timme no
sentía una sensación agradable al dejarla dormida. Ahora con el paso del tiempo no
siente esa opresión vertiginosa. Todavía sobre los voladizos de chapa la noche se
mantiene rígida. Una patada y la bicicleta rueda silenciosa unos metros. Luego Timme
Entonces los pulmones le palpitan como panales. El aire que llega sigue el ritmo
de los pies de Timme. En los pómulos el rostro no tiene gran espacio. Timme resiste las
ganas de abandonar el día ya en medio del amanecer rojo. Cada vez que la mañana
crece así, en los fondos el pueblo pierde globos de cardos y abrojos. Timme se da cuenta
de que no debe fumar. Los pájaros dan vueltas y clavan agujas curvas en el aire —si no
El sol rojo no alcanza todavía para las sombras. Adentro del invierno, cada
mañana hasta el trabajo se vuelve más solitaria. Hoy, la frente fría de Timme está
también viscosa. Por todos lados el miedo es tan grosero que Timme se acobarda si
piensa por qué no te vas. No sabe en qué tramo del camino desaparecer para siempre.
Pedalea en la cuerda de un reloj. Cada giro anterior encierra a la vuelta siguiente. Tim-
me siente que el tiempo es cada vez más escaso. Y cada vez está más cerca de reventar
la cuerda. La cuerda le rodea la nuca debajo del nacimiento del cabello. La boca está
Una leche lanuda titila sobre las superficies metálicas. En las tuberías aéreas de
ya la luz más sucia del día. Los pájaros que no vuelan cantan ocultos en el último borde
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de la noche. No obstante, encima de las petroleras, nada posee un sonido propio. Allí
arriba los pájaros apenas abren y cierran los picos. De repente, sin que nadie le preste
atención, un pájaro se queda inmóvil entre los demás. Y cae entonces como piedra.
Abre otra boca en el humo blanquecino. Los pájaros se duermen volando. Los perros de
los vigilantes no los miran fijo, sólo esperan. Pero cuando se desploman jamás se los
comen.
vegetación. El follaje se ahoga. Tirita. Suena a monedas. Por ahí los trabajadores pasan
Sobre el mismo extremo del canal, los policías liberan a los trabajadores una vez
los dejan con los hombros en la tierra empetrolada. Les palmean las mejillas antes de
alejarse. Los otros golpes han vaciado tanto los bolsillos como los intestinos de todos
ellos. Los inocentes y lo que no lo son apestan del mismo modo. Si no hallan qué
preguntar, los policías descargaban más puñetazos y puntapiés. Los golpes, además de
las evacuaciones, también regulan la mala memoria. Tanto como dar pasos distraídos.
caminata. Se van, pero, sin embargo, las palabras se quedan al borde del camino. La
Del otro lado del dique, el camino lleva a los trabajadores y los camiones
extremo más lejano, el camino, encuentra un ceñido y abrupto fin. A metros del agua, el
asfalto carnoso no sostiene siquiera a un hombre de pie. Antes, y casi por todos lados, el
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camino ha terminado ya en otra docena de paraderos. Siempre vacíos, y frente a los
los vidrios espejados los guardias observan, y los camioneros deben esperar sin apearse.
Allí, día tras día, el río lento y toda la vida, huelen a vegetación podrida y carburante. Y
todavía nadan en la ropa de los hombres hasta mucho después de que han bebido por el
camino de regreso y ya han vuelto a casa. Y colgado los abrigos al entrar. Y cuando
empiezan a dormirse entonces perciben que ese olor aún no se les ha quitado.
Si todos los días los turnos de trabajadores no cruzaran el final del dique, una
pared verde de varas y juncos engulliría la calzada de la curva y el aire suspendido sobre
ella. Ese día la vegetación sería libre de descender hasta el agua del dique. Encajonada,
sin dobleces ni escalones. Las plantas más nuevas corren frenéticas entre las grietas del
camino. Aún sin poder tocar el borde del agua. Los turnos completos oyen agitarse los
juncos y cañas sin que allí haya nada que los sacuda. Los pájaros se detienen encima de
las cañas para remecerse. Y así mantener todavía a un paso del cielo. En los días más
secos y excepcionales las cañas, sin embargo, continúan sudadas y brillantes. Guardan
penachos nocturnos hasta bien extendida la mañana. De este lado del canal del dique
quedan las viviendas viviendo las hendiduras en la madera, las chapas onduladas y los
fondos de tierra pequeña estrangulados. Pegados unos con otros por el mismo peso
apremiante de la vida.
Timme pedalea hasta la destilería sin los ojos puestos en el camino. La mañana
cuando uno se ha dormido vestido. Porque el frío no se le sale. Insiste enroscado en los
tobillos y vuelve a subir. Timme empuja los pies al ritmo de los otros trabajadores que
van a pie. En la parte inferior no tiene rodillas. Levanta el cuerpo en vilo y hunde una
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pierna rígida después de la otra. El frío que vive en el suelo también se trepa en verano.
prohibición de fumar y las garitas de control. La mayoría los llevan encerrados con la
brasa cubierta por la palma. Con la punta de los dedos de la mano. Al encenderlos han
calculado tanto como para consumir más de la mitad del cigarrillo. Tienen cálculos para
haciarriba como un paño arrugado. Algunos apagan los cigarrillos hasta que la última
hebra encendida desaparece. Otros escupen en las palmas de las manos y sumergen las
brasas hasta que éstas deja de sisear. Cuando los operarios dejan vacía la grava, los
filtros quedan aglutinados en grumos. Luego el día los va alejando de la entrada. Debajo
del segundo tinglado cuelgan las bicicletas de las ruedas delanteras. Los manubrios y los
pedales se tornan de inmediato pérfidos. Los hombres salen de allí caminando de cos-
petrolíferos fiscales estacionan sus automóviles ahí debajo. A ellos, durante la salida,
los guardias no los revisan, charlan con ellos de fútbol y le miran los zapatos. Bajo los
días más claros sobre los tinglados ruedan pequeñas de nubes tornasoladas. Y aun en los
días nublados la bandera, que está tan percudida de mugre bituminosa y emanaciones de
centro.
Los guardias apenas controlan al turno entrante. Esperan que los hombres que
dejan el turno se denuncien a sí mismos. Pues nadie lleva clavos torcidos, sino
artefactos para arreglar u objetos para afilar. En ocasiones los torneros agregan unos
billetes y cigarrillos al día. Por la mañana los guardias tienen el ánimo apagado en la
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Al más viejo de los guardias, arriba, le falta un diente. Algunos lo llaman la
viuda. A ellos la encía no les importa en absoluto como para observarla. Cuando no
habla la punta de la lengua descansa rolliza en el hueco. A veces chasquea si todos los
guardias están ensimismados en sus naipes borrosos. Con los dedos llevan la mugre de
las cartas hasta el resalto de las viseras. Encima del ojo derecho es donde están más
opacas. Los guardias cobran menos dinero y apuestan, y desprecian a los operarios, por
eso odian que estos roben cosas someras. Los trabajadores de la destilería tienen una
vida mejor al alcance de la mano, pero dejan que otros hagan lo que ellos deben hacer.
amenazante.
Los inmigrantes más viejos del pueblo se ríen. Dicen que afirmar esto es un
sinsentido. Creen en un país así, que sólo trabaja, como creen en una religión protectora
del propio bienestar. Los inmigrantes creen también que aún sus recuerdos son idénticos
a sus países y a la vida que hay allí, pero se engañan y sólo evocan infancias y
La viuda mira el cielo, dice que viuda le queda bien. Le gusta. Porque las viudas
Desde que se ha apeado percibe el frío con más lucidez. Como si de pronto fuese un
remoto día al final de la infancia, sin medias. Siguiendo los cordeles de su propio
aliento entumecido hasta el bote de remos de competición. Cargar luego, también sin
desviarse, con el frío y el bote. Dejar que el agua toque suavemente la quilla y la panza.
Los pies holgados dentro de las pedalinas —impelerse, mirar haciatrás para ir adelante.
“Es tu mujer la que arregla las cosas en tu casa, no”, dice la viuda.
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Timme engancha la bicicleta bajo el techado, “si la roban y se apuran la voy a
encontrar tirada al lado del camino, es más seguro que ustedes atrapen a alguien que no
se tire un pedo cuando le revisan los bolsos”, dice Timme. La viuda le pide un
cigarrillo.
La sirena menor de cambio de turno suena. Los pájaros abren los picos sin
hambre. Unos mareos esponjosos, tan oscuros como el desayuno, rodean el cráneo de
Timme.
minutos siete inspeccionan a los sesenta y ocho del turno noche. Los que salen tiene las
facciones arenosas y las piernas tirantes. Abren los bolsos para las manos de los
guardias, que dejan pasar primero a los delegados del sindicato de petroleros. Todos
saben que en los bolsos de ellos meten los puños cerrados y sacan las manos abiertas.
busca el rostro que delate a la boca. El que entra un arma no piensa en sacarla de nuevo.
Los hombres abren sus casilleros sólo el espacio suficiente para meter un brazo.
El este está más alto. Para el río el día está completo. Aunque para las demás
cosas del día este todavía es pequeño. La viuda abre las fosas nasales. Es el orín de los
perros en sus ataduras e hidrocarburos. El octavo guardia sorbe mate dentro de la garita.
“Rápido, que me voy a mear en los malvones o en el agua de tus perros putos”,
caseta hay calefacción, una radio encendida y, con los ojos, humo pesado de cigarrillos.
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El mate parece una piedra pulida. La mesa la usan tan a fondo que está carcomida en los
cantos. Debajo del único farol del techo la luz cae a plomo y caliza. El que está sentado
no tiene piernas.
“No sos vos”, dice la viuda. Y le cierra el bolso. El guardia que toma mate
observa al trabajador.
fila otro trabajador grita para que se apresuren, “trabajamos toda la noche.”
Los guardias bajan las viseras. Revisan más despacio. Nadie llama nunca al que
la viuda ha dejado pasar. En los cuellos y los puños de los uniformes un lustre
aceitunado impregna la roña. Todos los guardias son policías que hacen horas para las
petroleras. Cuando encuentran una ciruela blanda en algún bolso la toman con avidez y
la comen después del cambio de turno. “Viuda, no tenés hostias así comulgamos”,
“Un buen trabajo, ni un clavo, nadie robó nada hoy”, un policía sonríe.
“Esto no es un trabajo”, dice la viuda. Se frota las manos, después se lleva una a
la boca. El este voraz, ya, entra más redondo en todos los rostros.
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De lunes a lunes
Pues ya no hay nada qué pensar al comienzo de cualquier pensamiento. Lo que sucede
en la cabeza se queda ahí, porque es lo que paga el pato, de lunes a lunes. Todo se ha
hecho más liviano. Soborno, adaptación, incluso ya no poder vivir, todo resulta fácil. Y
farsa. Hombres y mujeres por igual, sobre los cuellos, llevan cráneos etéreos de tanto
pagar el pato. Tórax de bandoneón y finos o gruesos labios de cal apagada. De lunes a
semana. El domingo segrega en cada hogar su cabeza especial que infinidad de veces ha
estado a punto de marcharse. De lunes a lunes las cabezas guardan polvo como las
la boca para comer entonces las cabezas reclaman su lugar en el mundo de los cuerpos
que pagaron el pato. Pues han podido pasar la cabeza con libertad sobre cualquier
mueble, alféizar, ropa planchada y doblada. A los cráneos les caben muy bien aquellos
labios de cal que también son ligeros después de unas copas. Sean delgados o gruesos.
Nada en qué pensar es natural. Pues también es algo que conocen desde la infancia. La
dócil y enarbolada en los pináculos sonoros de los folletines televisados. Todos saben
que los ojos no están hechos para pensar. Y no importa qué día de la semana sea, lo que
tiene mucha patria, guarda, sólo, una infancia. Para pensar el corazón no necesita la
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punta de un pensamiento. Pues lo que piensa existe para disolverse en las manos. Y esto
sucede también de lunes a lunes. Nadie del pueblo del puerto que se conozca con otro
desde la infancia se queda a solas con sus huesos, tampoco con el corazón gris madera,
ya que todos evitan y pasan de largo el lugar donde se está a solas —y esto ocurre
tiempo sube por el cuerpo. Los huesos crecen con atropello. Cuando a los hombres y
mujeres se los sorprende con los huesos del hambre a la vista, las mezclas de bondad y
perfidia tienen en ellos la misma cantidad de costillas para contar. Sólo si no se es más
que un pielyhuesos entonces los pensamientos juntan las puntas. Sus extremos no han
pagado el pato. Y si se tiene jambre las soldaduras de los huesos son ásperas bajo la
piel. Los pensamientos que juntan los extremos se parecen a anillos de vómito de
animales o alambres de fardo. De un lunes a la punta del otro lunes todo ata lo que no se
piensa.
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La mosca
El esmalte de uñas dentro del frasco es italiano. Rojo noche. La tapa nacarada
sobre la mesa reluce. Del otro lado del frasco las manos de Nadia tienen los tendones
tirantes. Las venas brotan y se sumergen. Los labios soplan desde el vértice carnoso. Y
“Todo el mundo lo sabe. La esposa del prefecto lo saca con una jeringa del
original y lo divide en estos frascos”, dice Nadia. “Y los rebaja”, dice Timme. “Cómo”,
dice Nadia.
venden llenos, se lavan bien y se los completa hasta la mitad. Valen como dos
nacionales llenos. Después de usados algunas mujeres los sumergen en solvente o los
hierven en agua y detergente, y los devuelven a la mujer del prefecto para que los
recargue. Ese día las clientas destilan acetona. Es usual que demore semanas si el
prefecto no controla los barcos que regresan del extranjero a Dock Sud. Ya cuando
aborda con sus compañeros el prefecto piensa en el negocio de su mujer. Pues su esposa
no sirve para otra cosa —muchas mujeres sienten lástima por ella, es mayor que el
prefecto y no le ha dado hijos. Para las mujeres los mejores cosméticos y confecciones
son los italianos. El rojo noche tiene un poco de la granada y otro poco del color de los
frutos endrinos. Una vecina dijo que el rojo noche es color burdeos.
“Dura más que los nacionales, vale lo que pago”, dice Nadia. Se ríe de lo que
dice, pero no se defiende de nada. De nuevo saca el pincel y lo escurre. Una gota per-
fecta.
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Dos moscas silenciosas de invierno suben hasta la luz colgante. Las sombras
cruzan por encima de la mesa. Las sombras son de mica. Las moscas hacen cornisas. Y
descansan en el aire. Timme fuma. Mira un plato vacío con gotas de vinagre, bebe
cerveza sin sed. Apaga el cigarrillo y ahora no sabe qué hacer. La luz llega incompleta
hasta las cortinas. Los tulipanes rectos forman ramos de yerbajos descoloridos. El sol ha
Tampoco ellos dos, como el prefecto y su mujer, tienen hijos. Son jóvenes y
Nadia apenas hace dos años que trabaja de maestra. Cuando se meten a la cama el deseo
que les circula es intransferible. No piensan en hijos. Juntan los pies y se hacen eco uno
A ella las yemas de los dedos ya se le han puesto gruesas. Las tizas giran
corroyendo y se deshacen rechinando. Si ojea una revista, o pasa las hojas de los
cuadernos, siente las superficies ásperas. Timme espera en el extremo de la mesa. Tuvo
la idea de que envolviera los ruleros más delgados con tela adhesiva y pusiese la tiza
dentro. “Así se parten”, dice Nadia. Los trazos de esmalte son más largos que la punta
Las moscas trepan más arriba de la lámpara. La luz queda desnuda y amarillenta.
A medida que las uñas se vuelven rojo noche el rostro de Timme se hace cada vez más
turbio delante de Nadia. “Tanta cerveza de noche te va a hacer caer de una torre”, dice.
“Es invierno.”
“Tengo calor”, dice él. El aire no podía irse de la casa cerrada. Las manos
La mujer del prefecto también vende géneros y telas de los más diversos lugares,
no sólo italianos. Cadenas y anillos de oro, y relojes y anteojos. Todas sus mercancías
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mantienen un aspecto hermoso y saciado. Hasta el olor que emanan no envejece. Y sin
embargo muchas de las mercaderías ya han sido usadas. A veces, y sólo a unos pocos
clientes, la mujer del prefecto llegaba a ofrecer, con reserva, radios Telefunken y
juntos. Habían garantizado dar una mayor suma de dinero que los demás interesados.
Al salir de la luz las moscas llevan una vida invisible. Como los objetos de la
alacena o el final de la calle, donde nunca se ve a nadie. Tal vez apenas pase vida por
allá. El camino que hace Timme hacia la destilería dobla en la última esquina antes del
final de la calle. Aún en los últimos días de calor el final permanece despejado, hay
pocos árboles. Todos tienen hojas perecederas y costras desprendidas. Timme arruga la
frente. Allí se le aparecen tantas bocas apretadas, que Timme detiene la bicicleta. Debe
poner ambas manos en todo el rostro. Ahora delante de Nadia hace lo mismo. “Hoy
tenés un día metódico para beber”, dice Nadia. Timme se saca las manos. Ve puntas de
lengua en los dedos. “De gato”, dice Timme —ella dice, “sí.”
La mosca quiere caminar sobre la lámpara incandescente. Nada más que por un
instante las patas peludas son más amplias que la mesa. Las vellosidades desordenadas
van en todas direcciones. Borrosas y frías. De inmediato bajan por las nucas y las
golpean unos contra otros. Detrás de Nadia toda la ventana es noche de invierno.
Timme vuelve a llenarse el vaso. Los vecinos hablan en voz alta. Las paredes
dejan pasar partes de diálogos, de palabras. La curiosidad incompleta se mezcla con las
mismas ideas que todavía no le llegan a la boca. Dentro del vaso las fibras de espuma se
estiran. Algodón ciego. Cierra los ojos, Timme vuelca el aire del vaso en la boca.
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“No podemos irnos así nomás, sin saber a dónde, escarbar un hoyo en la tierra y
pasar los días y las noches sentados ahí, tener un hijo en la hojarasca, trabajar y dormir,
comer, barrer, doblar las sábanas. Es horrible cuando no se hace en casa, es peor que
una mentira cuando no hay una idea detrás, no podemos dejar, abandonar todo así nada
La tapa del esmalte es áspera al tacto y tiene una punta finísima. Pasa de una
“Que hay que hacerlo por lo menos para que el subcomisario pase un papelón.”
Nadia mira fijo a Timme, Las cerdas retienen una gota de esmalte.
“Va a ser político cuando le griten en la cara te afanaron el arma unas pendejas
zurditas.”
Las mujeres dejan el frasco a la mujer del prefecto, y cuando vuelven por frasco
las mujeres llevan las uñas limpias. Los niños permanecen de pie al lado de las mujeres,
los cuellos y las orejas les arden por la impaciencia. El pelo les tritura las sienes. La
mujer del prefecto posee jarrones color pimentón. En las mesitas y debajo del espejo.
“Todos los días en la destilería veo el fracaso más grosero y del otro lado el
triunfo más grosero.” Timme saca un pepino del frasco de conserva. Es rígido por fuera,
pero la médula, blanda y traslúcida. Corta ruedas del ancho de un dedo. “La sobrina del
“Dónde.”
“No sé todavía.”
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“Es todo gravísimo, pero ahora no podemos vivir como animales despavoridos,
es demasiada irresponsabilidad vivir así”, dice Nadia. Estira una línea. Le parece que la
“La vida se me hace cada vez más enorme y también más corta”, dice Timme,
Ella se queda con la punta del pincel haciarriba. El líquido corre hasta escurrirse
prolonga su espiral. Nadia afirma el pulso. Toma algodón y limpia el interior de la tapa.
“Dame un cigarrillo.”
Timme lo prende y se lo pone Nadia ente los dedos. Ella aparta los dedos unos
de otros. Los eleva verticales. Chupa y aprieta el cigarrillo en el surco de la base de los
dedos. Saca el pincel y estira una película de esmalte. Ha extraído la cantidad justa.
“Cómo vas a salir al mundo si lo único que sentís es miedo”, dice Nadia. Los vecinos
habían callado. Las moscas de invierno son silenciosas. Timme se mira las palmas. Ahí
el ansia es salada, pequeña, comprimida en las cicatrices y líneas —luego junta las
manos. Sonríe. El silencio en las mandíbulas de Timme pesa más que su frente. Los
dientes del fondo tienen ojos de plomo y machacan. Tan parsimoniosos que los
pensamientos no logran hundirse, y traga pepino. Pero Timme no oye a los pensamien-
tos. Sino a los dientes moler. En el preciso momento de hablar no tiene palabras para
Nadia. Los pensamientos que Timme no quiere pensar perduran sin variación por más
de callar y seguir, la gente usa lo que apela para justificar casi todo, “es el destino.”
Pues hay cosas de las que no se escapa. Si las paredes oyen, la gente calla, porque sabe
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que el parloteo y la soledad llevan el mismo destino. “Si hay cosas de las que no se
escapa, entonces no es ninguna casualidad quien vive y quien muere”, dice la gente. “Es
Si Nadia lee un ejemplar del Estrella Roja anterior a septiembre del setentaitrés,
se ríe. La risa de Nadia logra siempre que las preguntas parezcan tontas. Provoca que
Timme dude acerca de si debe volver a hablar por un rato. Timme está seguro de que los
diarios y las revistas sólo deben leerse un par de veces. La Estrella Roja no es la
excepción. En la destilería hay sectores donde nadie puede hablar. Al lado de las torres
de cracking brotan manojos de señas previsoras. Si los operarios están uno frente al
otro, simplemente agrandan los ojos. Y de este modo saben que es necesario bajar de
inmediato. Algunos de esos hombres son fáciles de comprender. Timme los capta de
punta del pincel sobre el fondo de una uña. Sopla con el humo del cigarrillo. Con las
dos palmas de las manos aprieta el vaso de Timme y se lo lleva a la boca. Bebe sorbos
cortos. Le queda espuma en el labio. Se la quita con la lengua. Pestañea varias veces
seguidas. Toma un sorbo largo. Él observa a una de las moscas hasta que ella dice,
“He vuelto a soñar con el caballo negro dormido, bajo ese cielo estrellado”, dice
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“Lo sé en el sueño.”
Timme no pregunta si sucede algo más. Pues duda del sueño. Cree que Nadia lo
bosqueja antes de dormirse y al otro día se levanta con esos pensamientos que termina
distinguiendo como figuras cuando está despierta. Que es un caballo para no ser un
perro, sólo porque a ella no le gustan los perros. Nada más tiene temor a quedarse sola
como el animal que se inventó bajo las estrellas. Nada más porque las estrellas le
demasiado imaginativa.
dice Nadia.
acrecentaba cada vez que se repetía. Tenía la idea de que por fin terminaría siendo algo
desagradable. Nadia se inclina sobre las puntas de las manos. Timme observa. La
sombra de pronto no tiene dónde meterse bajo la luz. Las manos y los cabellos de su
mujer están encogidos. Nadia elige el tamaño de la gota para la uña. Dos veces. Los
largos bucles de Nadia se balancean. Todo de repente está lleno de invierno. Con
tenacidad, Timme lo siente contraerse dentro de él mismo. Nadia arrastra con la cabeza
las puntas de los cabellos hasta las últimas costillas. Y se quedan ahí enrolladas como
un matorral. Timme es el fondo de la calle bajo la lámpara del comedor. Entorna los
ojos. Abrir la puerta y bajar las escaleras. Y salir a la calle y acostarse sobre el empe-
drado con el tórax enmarañado. Sin pensarlo dos veces, dejarse crecer con furia. Como
si tuviese todo lo importante agarrado por dentro y sin poder dejarlo salir de otra forma.
Sólo igual que una trepadora tonta, sin freno, que no sabe de dónde prenderse y se toma
de la oscuridad. Al lado de un río que no tiene primavera, verano ni otoños reales. In-
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vierno era una palabra verdadera en boca de sus abuelos y sus padres. Difundirse así es
vil. Nadia dejó de soplar y presiona el pincel en la boca del frasco. Las comisuras de la
boca le quedaron hundidas. Timme luego cree que Nadia quiere evocar un caballo y una
tormenta reales que le contó un alumno de ella. Sólo ha inventado el caballo del sueño
para él. Para Timme. Sin embargo nada tiene un sentido claro para Timme.
escabulle. Vuela hasta que el orificio del frasco le queda cerca. Y se alza con la gota.
Para la mosca la gota son muchísimas gotas. Durante un segundo vuela también
muchísimas veces. La esfera roja parece un brote nuevo, en delicado equilibrio. Des-
pués zumba agarrándose de los filamentos de la luz eléctrica. Trata de mantener las alas
limpias —el vuelo. Pero se precipita sobre la mesa. Las alas chillan. Dentro de un
desorden de líneas y hebras, Se retuerce. Para el esmalte eso es un trazo. Mueve las
patas dentro de su propio rastro. Las alas dejan también las impresiones de unos ojos
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Cuando alguien se pierde
a juntarse con cada letra sobre el pizarrón. Polvo de tiza y sol mezclados. Nadia
pregunta qué sustantivo es rebaño. Todos los rostros la observan. Los meditabundos, los
sorprendidos. Y los manchados, que poseen las costras de comer salteado en las
mejillas. El alumno que levanta la mano cierra siempre un ojo, “es un grupo de anima-
les”, dice.
tercera palabra. “Sí, pero qué clase de sustantivos son estás palabras”, dice Nadia. Los
ojos rectilíneos la observan. Todos los ojos. Reptiles aletargados. El sol diagonal
hiende.
Cuando alguien se pierde siempre llega al puerto. El sol amarillo allí siempre es
humo. La primera capa es blanca, y da un sol granulado. Como la grasa cruda de vaca.
unos arenas. El color original es un gran blancodorado que se seca al volar el día. Y con
el tiempo se deshace. Este sol de humo. El último estrato es rosado, con tres rosas. Rosa
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arena, rosa huevo, rosa carbón. El humo nunca se vacía deprisa ni por completo. Confía
en sí mismo.
“Ahí sólo crecen flores de carbonilla”, dice Nadia. Pone los pies entre los muslos
de Timme. Nadia se estremece. Siente los testículos enormes. Echa una ojeada.
Flores, hojas y semillas se dibujan detrás de los ojos de Timme. Nadia le dice
que enseñar y amar son muy parecidos. “Dos nunca saben lo que al principio sabía
uno.” Él sostiene la mano sobre los ojos. “Ya oí eso”, dice. Timme aleja la mano y las
cerrados. Entre los dedos de Timme crece la flor. Baja la mano. “Tu flor de carbonilla”,
dice. “Mi amor”, dice ella. Toma la flor vacía y sonríe. “Esto es amor o enseñar”,
pregunta Timme.
Nadia pregunta a los alumnos qué clase de sustantivo es rebaño, y se siente sola.
si los demás se dan cuenta. Aunque la soledad viene cuando quiere, pero nunca se va.
Enseñar es tan solitario que Nadia desearía que esa misma soledad fuese una herramien-
ta. Pero, lo que Nadia es, en cambio, no logra engañar a la soledad. Pues a través de la
soledad Nadia toma contacto con algo más que con la vida que vive.
De ninguna otra forma se puede estar tan sola como entre los alumnos. Entre
todos los ojos. Los ojos rectilíneos. Los alumnos moderan su confusión y ponen ojos o-
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Cuando es una palabra la que se pierde también en definitiva llega al puerto. A
pesar de que la gente tenga la misma y sin saberlo detrás de las fachadas.
elevador de granos. El padre del cuarto alumno desapareció con otros tres tripulantes en
el dique, cuando una arenera dio vuelta campana. El alumno de la ventana no tiene
padre, pero su tío perdió la pierna izquierda bajo una vagoneta de alquitrán. El padre de
padre del alumno que parpadea siempre lo mató un policía hace unos meses atrás. El
mismo que lo mató visita a la madre del niño. Una parte de la vida se acostumbra al
deprecio, como a secreto familiar vergonzoso, que todos los integrantes de la familia
recuerdan una y otra vez cuando empiezan a mentir. Por eso algunos alumnos se ponen
zapatos de charol estropeados. Los balancea bajo el pupitre. Y fingen que no son sus
pies. Otra parte de los alumnos se acostumbra al cráneo rapado y a las cápsulas de pus
en el cuero cabelludo. Piojos agrios que se vuelven dulces. Está también la parte de la
vida que no necesita vida propia. Y se habitúa a que su dueño a diario sea el hambre.
Está la parte de la vida predispuesta a una vida que no haya terminado del todo. Es la
La soledad llega al puerto con dos soledades más. Así también, acaloradas,
abiertas de piernas cuando llega el verano a los conventillos de madera y zinc, las
mujeres huelen, de su entrepierna, a sus hijos antes de nacer. Los niños nacen de cabeza,
de pies, atravesados, nacen como pueden. Pero serán tan oprimidos como ellas, y para
que no lo sean tanto añoran varones. Antes de que el olor del vientre de la madre des-
aparezca del todo, éstas eligen un nombre, pero ya han pensado durante meses o desde
niñas el diminutivo de sus hijos para toda la vida. En su primer día de vida a los hijos ya
los devora la soledad. La soledad anda frente a los ojos de las madres. Por eso las
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madres se dan cuenta de que les ha llegado la hora de ser madres en el pueblo del
puerto.
“Tu flor de carbonilla es una mugre”, dice Timme, “te manchó la frente”.
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El asta
Todos los niños llevan el cabello con cortes rectos detrás de las orejas. Las
tijeras dejan flecos limpios. También las nucas, como ante el espejo del peluquero,
conservan dos ángulos severos. Debajo, la piel tersa, o enseguida una suave pelusa,
irrigadas como carne de fruta. Los niños ven en los otros el cuello rojizo y el contrapelo
remordido por el frío, que también son los suyos. Los ángulos y orillos impiden que la
vida de los cabellos crezca haciabajo. Un poco más arriba, encuentran su lugar para
fustigarse, abajo, más allá de las líneas de la tijera, los cabellos no tienen vida.
Los piojos más achispados son capaces de llegar hasta la mano del peluquero.
Enseguida las nucas quedan despellejadas y el piso sembrado de mechones. “La má-
Los rizos quietos, ruedan y los cabellos flácidos zigzaguean a causa de los pasos.
Cuando el peluquero forma un montículo con todos los mechones arma un hormiguero.
Entonces él baja a los niños del sillón con estrépito. Embolsa las batas y desinfectas los
peines. Jamás pasa el peine fino, “solamente corto”, dice, “aunque debería incendiarles
las cabezas.”
“Decile a tu vieja que es una sucia.” Los pocos clientes siempre asienten.
El peluquero se vuelve hacia su tira de cuero. Con las manos entrelazadas y los
ojos cerrados los clientes aguardan sus turnos. Los padres no son responsables por los
piojos. El peluquero baja la cabeza. “Los hombres se ensucian por el trabajo”, dice
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que esperan una caja trapezoidal de sol. A la cuerina abollada se sube el gato. Jamás
viene de algún lado. Los demás clientes cabecean con la boca entreabierta. Si alguno de
pronto ronca el peluquero aumenta el volumen de la radio. La gran mayoría del pueblo
portuario sintoniza el mismo programa. Ahí los argentinos gritan y jamás enmudecen.
Ofrecen sal, cafés, cigarrillos, mermeladas. Leen ante el micrófono las mismas noticias
desde los años de la dictadura de Onganía pretendiendo que nada ha cambiado. Ponen al
aire los mismos tangos. Los tangos sólo se repiten por motivos de lluvia, deportivos o
efemérides. Y otras efemérides especiales que abarcan a las anteriores. Eso pasa cuando
hay coautores, muertes accidentales, y los gustos del musicalizador radial. Pero el
universo de tangos no es ilimitado. Aunque no hay nada más extendido que el tango y la
suciedad en las calles. Excepto, en el cuerpo de las personas, ahí el tango cede ante los
Cuando el hombre ronca de nuevo absorbe su ronquido y abre los ojos húmedos.
Los demás también se estremecen. Uno abre una revista deportiva. El gato gris es de
cemento. Su paladar duerme tenso bajo los ojos. Mientras sea invierno los agujeros en el
cielo del norte desaparecen para el gato. Desde allá, en verano, arriban las calandrias.
Esquivan las chapas relumbrantes y el núcleo selvático de la margen del río. Donde
Frente al colegio de curas hay tres sólidos árboles que entrelazan las copas.
Entre el primero y el último el gato del peluquero pasa el verano. Las hojas en punta tie-
nen la forma y aspereza de sus orejas. Las sombras, el color de su pelaje. El acecho de
las ramas es igual que su cuerpo de lechuza paralizado. Las calandrias mueren de una
pieza excepto por las plumas. La barriga del gato tiene el color del plumaje que se
precipita y se lleva el día. A veces el aire o los vehículos agrupan a las plumas en la
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entrada de dos escalones de la escuela del sagrado corazón. En verano las calandrias que
Los niños que una vez por mes no se sientan en el sillón del peluquero caen bajo
las manos de sus madres —con caras adustas se dejan cortar el pelo. Y se levantan con
la sensación de que sus cabezas han sido puestas en lo alto de un palo. Esto dura para
ellos horas o días, porque cada vez que se ven al espejo están escondidos de sus madres
y en lo alto de sus cuellos. Nadie les dice qué deben dejar de verse en el espejo. Porque
los niños tienen ocupada la venganza en aplicarla entre ellos, no son capaces de prever
que los cuellos desnudos no aguantan a los cabellos, que el cabello siempre vence. Y
que las maestras coleccionan en los ojos sus nucas, las orejas colgantes y el escueto
borde sobresaliente de las camisas sobre los guardapolvos. Ellas llevan todo en los ojos.
Pero si todo eso les dura mucho también quieren quitarlo de ahí. Detrás de los ojos la
vida guarda recuerdos enfurruñados y delante de ellos la misma vida teje los pies con
paja. Se hierve la carne dura y se come. Los días de lavado se lava y se plancha. La sal,
bandera rechina. Parece una puerta a punto de azotarse. Pero se detiene. El cielo arrea.
El tiempo estira una raya junto a un espacio en blanco. En el patio desierto el chirrido
vive, porque los pasos lo usan para andar de puntillas o deprisa. El chirrido del asta no
sabe entonces que se ha vuelto furtivo y que los pasos se ocultan a la vista. El rechinar
nunca puede esconderse en el viento. Porque el rechinar no es igual que el viento. Pues
el viento y el asta son dos fuerzas en el mundo como las calandrias y el gato del
peluquero. Luchan entre ellos, pero la fuerza de gravedad los vence. O bien al final de la
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También vence a los cabellos cortados, que descienden más lentos que el sol. El
pie del peluquero los aparta ya sin darse cuenta. Porque el peluquero ha elegido
Mientras a los niños se les imparten media hora de curvas las puntas de los
lápices también rechinan. Las curvas surgen más o menos inseguras. Las maestras han
dejado de observar las caras. Porque saben que las caras de los alumnos no suministran
detienen al lado de los pupitres. Pellejos de piel, cortezas negras de uña. Todavía las
verrugas roídas durante el verano. Cápsulas de espinas. Las puntas de los lápices se
quiebran y saltan, y nadie las ve más. Un león, un tigre, un elefante deben esperar al
sacapuntas. Cada hoja con el nombre del alumno debajo, al costado o arriba. Ningún
alumno escribe el nombre sobre su dibujo. “Eso sería una tachadura”, dice la maestra.
Sin embargo dentro del salón los niños no almacenan en los ojos más que las
paredes blanqueadas —y el agua arrugada del patio que aprieta el viento, esa agua de la
lluvia pasada cruje en las cáscaras que devanan los sacapuntas, atraen a los niños hacia
el exterior. A sus lápices y a sus manos los acompañan los dientes. Pues el cuerpo se les
contrae tanto que sus dientes llegan hasta el pecho. Y la tarea mete agujeros, muescas y
gotas contra la voluntad de los alumnos. Y ellos se ríen o se enojan. Pero se concentran
tanto en las letras de los nombres como lo hicieron con el dibujo. Tanto que no oyen al
asta, al agua y a las paredes crujir. Sólo sus dentaduras restallan en el fondo de la
cabeza. En cambio las maestras, si callan, oyen a su respiración y al tictac del asta.
Cuando Timme estaba en el tercer grado de la escuela podía subir hasta la punta
del asta. Nada más que con apretar las manos y cruzar los pies alrededor del tubo de
metal. No sabía cómo poseía esa habilidad que le nació un día en la planta de los pies.
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Entonces pudo ver los techos, el peso del aire sobre la vida amontonada detrás de las
El asta es hueca y está soldada en dos partes. Aun en los últimos días de
noviembre el hierro siempre permanece fresco y vibrante. Cada tramo superior es más
delgado que el de abajo, y donde entra en el piso hay pequeñas grietas que se irradian a
través del cemento. El fondo del cielo sobre el río también es una línea gris, basta,
hacinada de cascajos.
poco. Se adhería con los pies hasta que volvía a sentir el cuerpo flexible y al asta tiesa.
Entonces estaba pintada de gris claro. La pintura era salada y el aire húmedo. Arriba
Timme podía abarcar el bajo campanario de la iglesia y el techo de chapa de zinc. En las
Del lado opuesto, al tinglado del escenario del Deportivo Dock Sud se levantaban
algunas chapas. Veía parte de la pista del club y de las seis gradas de madera reseca de
durmientes. También tenía a su espalda el piso superior de la casa donde los dos curas
alemanes del sagrado corazón vivían con una empleada. Y a su izquierda todo el
En los atardeceres de verano el cura más joven iba y venía por el patio de recreos
en calzoncillos. Fumaba con la mano libre en el ombligo. “El sitio más fresco es la
iglesia”, decía el cura más viejo. “La heladera”, decía el cura asistente. La empleada lo
abrazaba y le decía “mi alemán culo de pan”. Los vecinos decían que lo que se cocina
Las maestras le gritaban a Timme desgarrando el aire. Hacían doler los oídos a
todos. Las lenguas daban latigazos levantiscos. El índigo de las vitrinas de la iglesia
brillaba. Abajo los alumnos corrían como animales con pezuñas estrepitosas. Tropezar
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con los gritos de las maestras volvía a los alumnos irascibles hasta salir al mediodía de
la escuela. Los gritos irritaban a Timme. Hacia el este, detrás del club, crecía el puerto.
Se había vuelto más vertical que extenso. Silos, esferas de gas, tanques de crudo,
catalíticos, llamas hechas contra el viento y la lluvia. Las bóvedas de las copas de los
árboles eran del tamaño de una mano. Sólo sabían agitarse o quedarse quietas.
de polea y la soga contra el pómulo. Ahí mismo, también, sobre el hueso del malar,
estaba el peso de su ojo. Cómo iba a poder ver después de estar ahí arriba, de más cerca,
la comida que él mismo se llevaba a la boca, o las mujeres con pañuelos atados sobre el
pelo, o los secretos, debajo de las cabezas, y todos los pensamientos por dentro y por
fuera que él mismo deseaba conservar después de esa visión. Las ventanas solitarias de
las casas subían y bajaban por las paredes. Las cortinas, con sus esquinas flotantes, re-
calcaban las penumbras. Las mujeres sacudían las sábanas limpias, las doblaban, se
acercaban unas a otras, pero no se miraban a los ojos. Dejaban los ojos rodar por la
punta de sus dedos y el punto del plegado. El tiempo vacío dejaba la raya y el espacio
en el cielo. Subían. “El tiempo vacío te entra en la sangre y ya nunca más vas a tener
paz”, le dijo una vez el cura más viejo a Timme. No quería que volviese a subir al asta
Asido al asta, el resto de los huesos le colgaba dentro del cuerpo. Nunca antes
los había percibido así andando por el suelo. Podía sentir también los movimientos
internos del vientre alterados por el ascenso. Y las escasas pestañas, echar chispas.
Durante un corto tiempo Timme se las arregló como toda una fila de hormigas
para trepar un día tras otro. No hubo castigo que lo detuviese. Tampoco la boca seca y
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entreabierta por el esfuerzo. Muchas veces tampoco había nube alguna pero el cielo
andaba sucio.
Después se reían. En realidad no querían decir nada de eso que decían. Miraban la punta
del asta. Esperaban que la silla de Timme quedase vacía. El puesto del pupitre tenía el
cuaderno arriba y la cartera debajo. Recién el día que lo encerraron, sin que pudiese
salir a los recreos, cesó el alboroto. Ya que los otros alumnos esperaban que él se
escurriese para subir —daban vueltas y rodeaban a las maestras, o peleaban y gritaban y
corrían, como todos los días, hacia las paredes. El hasta estás se les quedaban en los
Cuando Timme descendió la primera vez del asta uno de los curas ya estaba
esperándolo. Timme bajó sólo cuando se sintió cansado. El cura más viejo que aquella
primera vez lo tomó de la parte de atrás del cuello. Donde la verdad se alisa y oculta
plana entre los tendones y ligaduras. Hincó los gruesos dedos en la base de la cabeza. A
Timme se le nubló la visión y las ropas se le subieron a las axilas. Aunque advirtió que
la mano era especialmente fría. Sin embargo una de las maestras no pudo contenerse y
descargó una bofetada con todo el largo del brazo. El brazo quería ser el rayo de dios,
pero sólo obtuvo un chasquido seco, no la explosión que la maestra deseaba. “Has
ensuciado la bandera”, dijo. Ella siempre empezaba las frases como las actrices de
películas argentinas, aunque nadie hablara en el puerto de ese modo, excepto algunos
Cuando los días previos al verano son más centelleantes, el crujir del asta se
asemeja a la madera. Y las maestras más jóvenes, entrecerrando los ojos, se desprenden
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un botón del cuello. En esos días, en los niños, las enseñanzas se aturden porque el
El metal cimbreante del asta tiene todavía para los curas una pulpa desconocida.
Ellos sólo pueden atender a los bolsillos del alma de los alumnos. Y en especial a los
pequeños ojos del alma. Pese a que éstos ojos son aún menores que los del cuerpo, y
tampoco se han desarrollado de forma adecuada, es deber de los curas hacerlos crecer
camino y su salida. Una vez afuera el gusano del perdón está preparado para que nada le
sea ocultado. En especial para perdonar lo imperdonable que ocurre cada día. En eso
consiste la culpa.
En las calles portuarias los árboles más antiguos son más altos que el
campanario de la iglesia. Y los pobladores no plantan árboles. Han crecido solos como
los besos de los rincones en las calles. Hay pocos creyentes que tengan un jardín. En el
pueblo del puerto un jardín es un lujo. Y apenas algún emparrado penoso crece al
descuido de su propio lastre vegetal. Como si fuese la primera vez, luego de la muerte
de su madre, Timme veía a diario en el aula, el retrato del sagrado corazón. El sol
tanto que en las clases de dibujo los corazones tenían aristas y placas, y orejas de cerdo.
Las orejas desaparecieron cuando trepó por primera vez al asta. Sin embargo, sus
corazones continuaron igual que sus cebollas. Triangulares. El corazón y las cebollas
fue. Quedó solo entre imágenes de próceres, biblioratos ladeados y pilas de papeles
corrientes —olían a pelaje de conejo colgado. Como los que se cuelgan bajo los
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voladizos en las casas de la costa. Timme estaba entonces tan cansado, que la piel de
Aquello que los alumnos leían en voz alta se rompía antes de concluir del todo. Las
las palabras rotas que salían de las aulas. Y sólo eran testigo de estos los castigados en
para la sombra de Timme. Y él no cabía. Sentado, como ya estaba, en ese lugar. Se puso
tapizada de conejo era fría. El frío era tibio, los pantalones, de franela de conejo. La
directora entró y lo miró. El sol a los pies de Timme permanecía más o menos del
mismo tamaño.
“No sé”, no fue una respuesta suficiente. Pero Timme la repitió hasta que sintió
que la boca se le chorreaba como cuando en verano bebía apurado agua de la canilla.
Timme. Y cada vidrio opacado de golpe por las nubes lanzó ruido de grillo. Afuera, el
patio navegaba hacia la faja gris del río. El cielo pasaba tirante —era una piel de conejo.
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El pote de grasa
la diferencia entre la vida y la muerte. Los hombres agachan las cabezas, pero ninguno
piensa nada en especial al respecto. Las ropas del turno completo hieden debido al al-
cera. Va hacia su oficina. Justo bajo cada luz reglamentaria la cera es ámbar y luego es
una sombra diferente. Camina deprisa. El pasillo hace una esquina. Detrás de su puerta
silba una pava y sobre un cartapacio de felpa roja yacen dos panes más de cera. El
Nadia también ha llegado a conocer lo que el ingeniero petroquímico dice acerca de las
“Esa es una muerte que hace mucho ruido, hay más silenciosas, no”, dice ella.
Se corre el cabello de la cara y lleva una mano a la mejilla caliente. Está sentada sola a
la mesa. Debajo de la mejilla apoyada en la mano hay libros abiertos. En la ventana, los
le han inculcado desde la infancia que la muerte sólo es un rato matutino. En el que los
graves y cantadas. Éstas son las palabras involuntarias de su abuelo. El idioma cantor se
llevaba por delante al abuelo en el pueblo del puerto. Y las palabras agudas, mi-
hablando mal para ti”. Entonces se rio, sin embargo tras la muerte su abuelo sólo le
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para niños. Cuando el vapor de la destilación de la torre fraccionadora hace fruncir los
labios, Timme también usa de esas palabras pequeñas y voladoras del abuelo. Prefería la
En la ventana del dormitorio, las flores de invierno que puso Nadia tienen los
picos de los sépalos terrosos. El puerto cuelga luces ya antes de anochecer. Los sépalos
devienen agujeros de embudos. Desde que viven allí para Timme es como estar a punto
de salir hacia trabajo tras cada momento. Las noches que la corriente eléctrica se corta
en todas las casas, las torres de fraccionamiento continúan brillando plateadas. Del otro
lado del dique los nimbos opacos de los tanques de depósito permanecen inmóviles.
Delante del humo más lejano se abre paso la ventana en la pared. Por las calles andan
oscuridad las figuras pasan casi vacías. Y las luces del puerto entonces apagan todas las
estrellas del cielo. Las calles segregan olor a sopa oscura y clavo de olor. Entonces
Cuando Nadia le preguntaba cómo se decía algo en sueco él decía “no sé”. Dejó
Los jueves por la noche y la mañana de los sábados Nadia entra muy atenta en la
villa que rodea a la fábrica de jabón. Allí adentro, con otras mujeres del asentamiento,
construyeron un horno de barro que protegen con unos biombos de chapa ondulada.
Cada vez que llueve enarbolan otra chapa por sobre sus cabezas. Ese día de todos
modos también hornean. Incluso bajo una sudestada sacaron pan. Ese día el horno
trabajó hasta la noche sólo porque todas las mujeres decidieron repartir pan en todas las
casillas. Y las mujeres del horno entran y salen de la casilla donde amasan pan y dejan
la chapa al lado de la puerta. Una docena de mujeres unen bollos gomosos. Siempre
deben acarrear agua del interior de la villa para las porciones que quitan de la masa
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madre. Sólo hay dos canillas en todo el caserío, con las espaldas pegadas y atadas con
alambre, y nada más otra tercera canilla en el límite de las casillas con la fábrica. El
Los cortes de electricidad sorprenden a Nadia antes de terminar las tareas o por
La gente dice que el gobierno de Isabelita deja que los cortes predominen los
jueves porque cree que los adversarios prefieren ese día para reunirse. Por eso ya hace
tiempo han declarado ilegales a varios grupos políticos. El gobierno piensa que la luz
eléctrica y las palabras son lo mismo que la oscuridad de las velas y el silencio de los
televisores. Las personas no logran hablar como es debido cuando los cortes de luz los
sorprenden. Se fastidian porque los ojos se les vacían de lo que más les gusta. La parte
del país que puede hablar, habla de los otros. Los que escuchan a veces piensan nada
más en sus cosas. Los que están a oscuras esperan que la electricidad regrese y hable
por ellos en todos los aparatos. Pero es habitual que la luz regrese a los focos,
lado de él, se traga las palabras de pie, porque se ha quedado mirando los libros de la
mesa. La estufa está rojamarilla. Dura hasta que un fuego aterciopelado y azul
apoyado en el abdomen de Nadia. Abajo, en un patio vecino, ladra un perro. Para los
perros la luna no surca el cielo pero los influye. Las nubes rojas son negras para ellos.
Timme sonríe con dos ojos de aguja. Ahora toda la luz eléctrica perdida corre por sus
nervios ópticos. Sin embargo no es suficiente para ver qué hay que barrer. Pues Timme
aún tiene los ojos pequeños y llenos de oleadas sin culpa, unas que los curas no
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pudieron cambiar. Nadia vuelve a barrer y también sonríe. “Sos pelotudo”, dice. En la
oscuridad ella tiene los ojos transparentes. Barre la oscuridad del piso hasta la puerta.
Mientras a las mujeres la masa se les pega en los dedos como guata húmeda,
Nadia apunta en una libreta los gastos y fuma. Después de terminar y asear todo cierran
con candado. Sabe que los bollos que hornean, las mujeres por lo general sólo los
reparten en un sector de la villa. Un solo vendaval del sudeste cambió esa elección.
Nadia sabe también que el aroma intenso del pan y las galletas y la grasa es una gran
bolsa vacía para otros hombres y mujeres. Una bolsa de hambre hirsuta. La misma que
El aroma del pan tiene colores y anda por los pasadizos de tierra de la villa.
Ramos azulrojizo que cambian luego a rojo barro. Rojo vacío que hace a los ojos más o
menos opacos. La hora de comer ya ha pasado siempre. Como la hora de comer es una
hora redonda que siempre viene después. Nada se demora más. Entonces hambre
reprimida es una mala palabra. Un insulto, porque no se puede suprimir eso en lo que
durante todo el día se piensa. El hambre habla de sí misma, sentada, con las rodillas
juntas. Espera que el agua de la canilla llene el balde. También puede esconderse al
través del sexo de las hambres sobre la tierra apisonada de la villa. Pero el hambre es
superior a las palabras que ella misma produce. Se refriega las manos y estira los
cabellos. Atrapa la punta de las ropas. Muerde el hilo. Espera un rato para enhebrar.
Habla de noche o patea. Agazapada en las casillas caga negro o amarillo en un balde. O
enferma y cambia de nombre. Corre hacia la puerta. Y permanece ahí, fría. Un hambre
alerta y muda. Los ojos son más grandes que el rostro, la nariz más grande que el rostro,
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los pómulos más grandes que el rostro. Y esa es su cara. Nunca deja de ser la más
grande.
Los insectos no sufren hambre porque viven en los techos. Y cuando se arrastran
por los agujeros del suelo la piel muerta les basta si no hay otra cosa en casa. Los
cabellos más tibios, los bordes de los párpados, entre los dedos de los pies — para ellos
Los gajos olorosos del horno se mueven por las angostas calles del asentamiento.
El hambre no posee tapa. Siempre está destapado y así se cuece. Los ramos son de
ramos emulan al sueño y el sueño calma el hambre hasta que el hambre despierta y, por
si mismo, sueña en la carne de las personas. Sueña en los hambrientos por venir. Tiene
una esperanza. Las culebras llevan diminutos colmillos y hambre, y traen del interior de
la villa resentimiento y hambre rumiada, excelsa. Es tanto el como ella. Y más hambre,
Guarecidas por juncos y plumeros. Angostas vías férreas, fábricas, montículos de arena
y arena suelta. Sótanos inundados, perras echadas de lado, pizarrones con horas, días y
clausuradas, puertas cerradas, sin paso, sin iluminación, sin diferencias. La llave
reglamentaria sirve para todas las cerraduras. El cielo nocturno, desbordado de gusto a
humo. Éste nace después de que la boca del horno ha quedado oscura, y arrastrar el
Entonces el horno ya se ha comido todas las palabras que dijeron las mujeres
frente a él, las ha usado como inflamante, rabia y lentitud. Y delante de él las mujeres se
han puesto rojas. Han mezclado la fiebre con la verdad. Con los ojos brillantes, también.
Y no se han tragado junto con la saliva sus propias palabras. Ahora Nadia conoce el
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gusto a ceniza de muchas palabras. Por eso no come del pan que hornea. Comprende
que para ella el pan sabrá, incluso, tanto a cenizas como a palabras de pendeja. Esas que
dice y en las que vuelve a confiar. Más de una vez se han quemado las cejas de tanto
acercarse al horno. Alguna de las mujeres siempre la acompaña hasta salir del barrio, y
a veces un poco más allá. Charlan y entre los dientes cargan más que la conversación.
Por eso Nadia no menciona a Timme. Se despiden con un beso. Y Nadia se va con el
aliento aventado por la mujer en la mejilla. Su rostro huele a fermento y humo. No sabe
puente de cemento cruza la calle. Del lado opuesto el terraplén declina más bajo. Y un
arroyo sin agua no puede empujar la trabazón de basura que lo colma. Los jueves por la
noche Nadia siempre tiene la vista fija en las superficies y terrenos de abajo del puente.
Allí no hay luz, sí una lámpara amarillenta y solitaria cien metros detrás del puente. La
miedo de Nadia. En los costados están las paredes contra las que rebota el chorro de
sangre de sus sienes cada vez que pasa por ahí. Cuando Timme no trabaja el turno
vespertino va a esperarla antes de que cruce bajo el puente. Sin embargo el corazón de
Nadia sube y rebota igualmente contra las paredes —y se queda alojado en su cráneo
hasta que recién se calma al entrar en su casa. Tampoco sabe por qué allí el temor se
siente después aún más triste y hondo. Y como el miedo le ha quedado desordenado en
las manos, antes de cocinar se pone a barrer la casa de noche. “No hagas eso a esta
hora”, dice Timme. Pero Nadia sigue quitando y expulsando. El polvo y los mechones
hirsutos de los rincones van formando nervaduras detrás de la escoba. Al finalizar, Na-
dia las separa con las manos, después las tiene que desprender de sus dedos. Oye que
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Quizás ese miedo que la toca, acaricia e inunda sea en realidad sentir una
Nadia pasa las hojas. Los diagramas de figuras geométricas están en las páginas
pares. Las circunferencias, en particular, están descentradas. Nunca cesan. Los alumnos
deambularán mañana de nuevo entre las tangentes y las áreas desde todas las
perspectivas. Ella todavía continúa con los ojos en la calle de hace unos minutos atrás.
El contador de electricidad está abierto. Adentro hay un ramo de flores estrujado. Parece
una ardilla colorada muerta. El pasillo de baldosas huele a agua mustia. El aire, a lana
de la muñeca. Nadia se para y toma de nuevo la escoba. “Hoy nos contó el ingeniero
que un operario del turno noche se quemó las manos por un escape de vapor. Lo
comentó cuando ya había pasado la mitad de nuestro turno y el burocratón del delegado
no nos había informado nada”, dice Timme. “Ya van dos accidentes en el mes, ninguno
por descuido.” Timme quiere que su mujer deje de barrer. Pero Nadia piensa en el turco.
Los operarios que trabajan en la planta estatal no dejan que sus esposas barran
atraigan la mala suerte de cualquier otro modo estúpido. No sólo, además, sienten temor
por una chispa cerca del petróleo, sino también del aire colmado de moléculas, del agua
gris y por la tierra en la que caminan un gallo sin dueño. Y, como todos los demás
hombres, siempre quieren que sus mujeres los apoyen si ellos padecen miedo. “Timme,
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En las piernas, en los cabellos de la nuca, en la piel de las muñecas, la mujer de
Timme no puede barrer todavía el miedo del camino. Y no sabe cuántas cosas más
Timme pone a calentar agua en una olla y se sienta a fumar. La escoba raya el
silencio. La luz desaparece. Timme siente crecer los ojos por la cara. Su mujer huele a
humo. Todavía no se ha sacado el suéter, aunque ya sabe que debajo hay más humo
atrapado. Ese humo pegajoso excita a Timme. El humo en los pezones es como el sexo
“Acá nunca pusiste ni un mazacote en el horno”, dice Timme. Nadia lleva su risa
El humo atrapado no alcanza para que su mujer cierre los ojos. Los mantiene
con un chasquido. El agua ciega de la olla no tiene aún ojos de aceite. La luz se apaga.
Los libros siguen abiertos por un instante. Los ojos también. Timme sacude la caja de
fósforos.
Unas semanas atrás algunos del fondo de la villa salieron de la nada, gritaron
puta comunista. La cara de Nadia se puso viscosa. Otros la escupieron también, después
de que pasó delante de ellos. Nadia daba zancadas. Los salivazos pesados le colgaban a
Nadia del cabello sin que ella se hubiese dado cuenta. Con su modo desdeñoso las
callecitas iban escuchando todo. Pero igual se quedaban quietas. Había dos nenas
agarradas del brazo frente a una puerta. Sus codos flacos eran insidiosos contra las
costillas de la otra. Las piernas que la acechaban y se balanceaban crecían hasta la altura
de las caderas de Nadia. Corrían hacia ella desde ambos lados de los cruces. Todas las
manos que cabían en las nalgas le tocaron el culo al mismo tiempo. Cuando podían
calzaban las palmas hasta los labios y la vulva. Apretaban como si hubiesen encontrado
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una masa elástica y fermentada. “Frutita.” Las risotadas profesaban el desprecio más
honesto. En los minúsculos espacios entre las casillas los perros gruñían con los dientes
embarrados, pero sólo por el griterío. Nadia no corrió. Apretó el bolso contra la cima de
la cadera. Tampoco dijo nada, no supo entonces cómo sentir el miedo, pero se detuvo un
instante y luego siguió caminando en el barro. Los pasadizos después de la lluvia eran
arroyuelos estrujados.
Hacía tiempo que ella esperaba algo así. Porque lo político se expresa en
cualquier actitud, aún más si se organiza como escarnio grupal, a la vista. Y sin
“No te dijeron judía”, preguntó una de las mujeres, “qué raro, no, porque bolita
no te pueden decir.” Se pusieron reír. Las caras grises bajaron hasta los pechos.
Golpeaban el amasijo sobre una tabla. De la preocupación brota una risa incomparable.
Las mujeres ya habían dicho a Nadia que no oyeron nada. Ahora permanecían calladas,
“Sí, un pueblito con tres o cuatro insultos nomás es peligroso, no,” dijo una de
las mujeres. El acento cantando y cerrado era del norte. Se apoyó en los nudillos, sobre
“También todos nos reímos de las mismas cosas acá”, dijo otra. “A veces no sé
qué pensar”, dijo Nadia. Pero ya mentía cuando tomó aire para hablar. Prendió un ciga-
rrillo y sacudió la caja de fósforos casi vacía. La harina siempre es plomiza. La masa
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Cuando apartó la masa madre para seguir guardándola pensó que debía sentir
orgullo o satisfacción, o sentir en definitiva otra cara. Después odio. Pero trató de
censurar los sentimientos. La tarea del grupo de mujeres continúo igual, retraída en los
pasos a seguir. No obstante, en la libreta de gastos los números de ese día fueron algo
terminó dibujando y remarcando las formas del monto final. Siempre era la sangre de su
muñeca la que la traicionaba. Así era como sentía la entrada de la vagina. Estaba
remarcada en los números. “Mi culo más redondo, mis manos menos ásperas.”
Un perro ladra y ella vuelve a oír el insulto desbandándose por las callejuelas
negras. Nadia sonríe y araña otra vez con la escoba. Detrás de cada movimiento espera
que salte un conejo. Cuando los conejos salen disparados de la sombra, desde el atado
de paja huelen a perro de la calle. Son conejos de polvo y humo grises, que aprietan los
labios y, en la oscuridad, paran los ojos rojos, repletos de sangre, para observarlos.
“Ya tenemos la casa llena de esos potes de grasa color ratón, podrías traer otra
cosa más útil de la destilería que no sea esa mierda”, dice Nadia.
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La usina
Los ojos del niño bajan con las gotas. Y pasan sin advertirlo de la esfera al frío
acuoso. Antes había sido afelpado y en partes raído. Las gotas lo rasparon. Está agu-
jereado por costras negras, encima de las costillas. El caballo permanece inmóvil. La
lluvia apelmaza las crines sobre un lado del cuello. Retuerce las atiborradas crenchas. Y
entre los canales que forman los huesos, la lluvia corre arcillosa. El viento se había
detenido ayer cuando creció la noche. El agua cae sin viento. El día es vertical.
Al lado de la usina la calle trepa desde el interior del barrio. Pasó más de medio
siglo desde que la Empresa Transatlántica Alemana construyó la usina eléctrica entre las
calles del puerto y Debenedetti. Las viviendas tienen más años. El cielo apiñado ahora
instalaciones flotan con sus suaves cerdas en la lluvia. Y el profundo zumbido de los
mirada no estaba cegada por la luz. De vez en cuando al caballo se le resbala una pata.
Cuando quiere corregir su postura el animal abre la boca. Los dientes flaquean en las
encías —en los dientes el aire se tropieza. La lengua es terrosa, el agua se aglutina como
limo en las comisuras. El niño observa todo como si asistiese a la creación detallada de
un mundo. El animal tiene el cuello muy erguido y el cráneo se balancea desde las
sienes hacia los ollares. La calle lateral de la usina termina en el puerto. Y desde allí
hasta donde comienzan las casas de inquilinato el caballo está solo. El agua es la que
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corre bajo las patas. El dique ha subido de nivel y la lluvia flota hasta quedar
aprisionada en las estructuras. Las palomas arman séquitos llenos de espolones en las
manteca es ácida en la garganta, y se lleva toda la saliva. Todos los días la maestra mira
al chico y lo sorprende observándose la punta de los dedos mientras los otros escriben o
dejan los lápices colgados en la boca. El chico es un niño de ojos atentos. Pero su aten-
ción no es de alumno. No es para las palabras de los maestros, o los libros y cuadernos.
Siempre se sobresalta si pronuncian su nombre. Como alguien que carga muchas cosas
de más.
Por la mañana, las hileras de hombros con las mismas líneas de pelos en la nuca,
pierden muy rápido, el olor rebajado de las colonias. Enseguida el aire vuelve los
cuellos agrios. Un olor que no merece respeto. El chico tiene el perfume de todos los
demás alumnos.
y, por causa del agua que ahora baja sobre él, flexible. El vehículo también tiene la caja
roja. Y una carga de huesos y grasa que ha ido recogiendo de las carnicerías. La lluvia
grasa tampoco es posible escaparse. La gente venera a la grasa tanto como al destino. Y
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Nada dura en el aire más allá del caer de la lluvia. Nada vuela tampoco. El día se
precipita encima de los dos hombres que descienden desde el otro lado de la cabina. La
lluvia les picotea los labios ceñidos. Uno lleva una cuerda en la mano. Su brazo libre es
más corto. Ambos caminan inclinados y desde el borde de los pesados delantales negros
chorrean. Pisan en el agua la imagen de las botas. Los faldones tienen arrugas que pare-
cen metal doblado. Oprimen las cejas en los rostros para que el agua no les impida ver.
Las botas de goma brillan más que los cascos del animal. El empedrado ahora trepida, el
caballo tiembla con las cuatro patas mientras el motor del camión no se detiene.
El hombre del brazo más corto enlaza la cuerda alrededor del cuello del animal,
movido. Sólo la cabeza se le fue haciadelante. Nunca se puede ver el blanco del ojo. El
otro hombre anuda con fuerza el cabo a una argolla soldada en la puerta de descarga de
la caja.
del caballo. Dos ruedas suben a la vereda porque el caballo está parado en medio del
adoquinado. El animal no quiere volver las ancas pero las ruedas lo obligan. La soga
trepa hasta la mitad del cuello. El conductor asoma la cabeza y ve al chico. El del brazo
más corto ha subido a la cabina mientras el otro hace señas. El conductor mete la cabeza
y sube la ventanilla. Los cascos chocan con menos ruido que las sienes del niño, en la
frente sólo le cabe la gran lluvia. El camión sube la marcha y la cuerda se tensa, el nudo
corre definitivamente para subir hasta la mandíbula del caballo, que cierra los ojos y
muestra los dientes. El nudo está mal hecho. “Negros de mierda”, les grita el chico. El
con la punta de la bota en las costillas. Unas costras negras se ponen rojas, pero no hay
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tanta vida en la sangre. Es negra. Y tampoco es mucha. El hombre no puede levantar la
El chico arroja una piedra y da unos pasos haciatrás. El hombre bajo la elude, la
lluvia le avisó. Mira al chico y busca la piedra alrededor. Pero no la encuentra. “Negro
hijo de remilputas”, grita el chico. Entonces el hombre saca del bolsillo un puñado de
tuercas y se las arroja. Dispersas y grises no se distinguen del resto del cielo. El chico
gira y se agacha debajo de sus brazos. El reguero de golpes es desparejo. Los brazos, la
mano, un omóplato, son menos duros que la cabeza. “Rusito puto, vení, chupame la
le levanta la cabeza. El animal busca que sus huesos sólo caigan uno encima del otro.
áfono. Entonces el hombre retrocede y duda, pero vuelve para golpearlo en las costillas.
El chico corre hacia el hombre bajo. Y cree que éste no lo ve porque está de
espaldas. Pero cuando llega hasta él le suelta un manotazo y el chico queda tirado de
espaldas en el empedrado.
“Parece que no sabés lo que comés todos los días”, dice el hombre. La boca del
gordo es ágil y despectiva. La sangre de la nariz tampoco es tan espesa, pues el agua
observa al chico con desprecio. Espera ver qué hace el otro para saber qué hacer él. El
Las patas traseras del caballo se deslizan a la vez que intentan trabarse sobre el
empedrado. Entre la lluvia y los huesos el frío va solo. El cuello del animal tiembla. El
camión tira una penosa decena de metros. Mientras detrás los hombres se apuran
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esperando poder volver a la protección de la cabina. Tienen los pasos cortos y los labios
ya rayados por la lluvia. Más allá, el muro de la usina continúa con sus líneas
zigzagueantes. El caballo se abraza a la lluvia más intensa. Maderas, arpillera sin viento,
Las maestras jóvenes no poseen mucho tiempo para los misterios de sus
alumnos. Apenas pueden con su propia curiosidad encima de los deseos más antiguos
La mayoría de los alumnos de Nadia ya han cumplido los diez años, pero dos
han repetido grado y son mayores. Uno de éstos tiene colgada la sombra de un bigote.
Cuando el chico se mira la punta de los dedos sostiene su lapicera con la otra mano. La
mano que utiliza para escribir entonces pierde su voluntad y se atrasa con la tarea. Nadia
le pregunta por qué no sigue. “No sé”, dice el chico. Ella lo reprueba con un gesto, sin
embargo él no hace nada. “No sé” es la mejor respuesta para seguir adelante.
La niña con joroba es rubia. Es un par de años mayor que el chico. Y por eso
Nadia jamás la tuvo de alumna. A la salida él espera a Ana, así se llama, y se marchan
juntos. Se pierden en la calle que sube al puente. Nadia no sabe si son familiares o viven
alumno tiene tan pocas palabras que Nadia dobla los labios y vuelve a ponerle la
Los dedos de cada mano del caballo se ubican entonces flojos dentro de las
patas. Las palabras se le habían incrustado al chico en la garganta. Cada vez que traga
cierra los ojos. El caballo hunde la cabeza en la mirada del chico. El camión le arrastra
entonces los ojos. La usina crepita generando el fluido eléctrico de toda dársena infla-
mable y Dock Sud —y todo esto se levanta rojo ladrillo sobre el lomo del animal. El
adoquinado se detiene tenso bajo las patas. En la última esquina antes del muelle
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termina el muro de la usina y crece un montículo de basura. Detrás se detiene un
hombre en bicicleta. El traje de agua color amarillo de la destilería le queda tan grande
que tiene los hombros en el pecho. En la capucha el traje parece vacío. Al traje sólo le
atañe la lluvia.
Nadia pregunta qué pasó después con el caballo aquella tarde. El alumno levanta
un hombro hasta la barbilla. “No tuve tiempo para eso”, dice. Al mismo tiempo que los
niños escriben en silencio hablan con sus manchas de tinta en los cuadernos. Miran,
oyen y arrastran o empujan la mano hacia la derecha. Así están concentrados. Nadia
tiene una ventana de vidrio traslúcido a su izquierda, dentro del vidrio hay una trama de
alambre. A veces una burbuja dentro del vidrio centellea. Sólo por unos momentos,
Siente el cuello como un vegetal nutrido por el sol de verano, pero es primavera. Si el
sol remueve las motas de polvo en el aire ella no tiene pestañas y los niños no poseen
imagen. Escribe Mesopotamia. Las tizas celestes han llegado todas partidas.
tampoco lo pone de pie. Todo lo que el hombre quiere le impulsa los pies. Después deja
termina en el cráneo oblongo. Boca arriba el agua le corre por los extremos de los bel-
fos. Los dientes se separan y saltan con las gotas. Y no se levanta. Agita las cuatro
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patas. El aire se enrosca para abrir los agujeros que trae. La lluvia sale entonces de la
El conductor baja del camión y los tres estudian al caballo sin que los
chasquidos más agudos y regulares de la usina los perturbe. “Está complicado”, dice el
conductor. Sin embargo los hombres todavía no saben dejar todo y seguir. Discuten y
Los hombres se detienen para retomar el aliento. El más bajo se apoya con las
manos en sus propios muslos y cuando los otros comienzan a rebotar de nuevo con sus
regresa con una barreta torcida. La barra de hierro es más vieja que el caballo. El perro
ve la barra y ladra. El lomo le cae a chorros por el vientre. Recula con los cuartos
traseros más abiertos. El conductor lo ahuyenta. Pero el perro sólo ve al hierro. El chico
“Me parece que te vas a quedar con el caballo”, le dice el conductor. La lluvia se
gana su sonrisa.
El hombre del brazo más corto le quita la barra al más bajo y la descarga una y
otra vez sobre el caballo. Posiblemente el caballo ya no tenga nada dentro porque la
calle retumba y la lluvia se llena de árboles a los que se les quiebran las ramas más
pequeñas.
hombres se ríen a las carcajadas y desatan el cuello del caballo. El chico tiene la cabeza
vacía como cuando sólo siente odio. Las risas hacen temblar a los delantales. El camión
parte. La cuerda salta detrás. De pronto la lluvia vuelve a apurarlos. La usina tiene una
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gran barra de hierro que dirige a los rayos. Pero llueve sin nada, sin relámpagos y sin
truenos.
La frase del alumno viene hasta Nadia desde ningún lado. Está promediando el
recreo y ella lo cruza con los ojos en el patio. En la carne de los labios ella no tiene ni
una palabra. Sonríe porque su cerebro es perezoso esa mañana. Es el último día de la
semana de clases. Y porque, además, las mujeres de la villa la han hecho reír mucho la
noche anterior. Las historias y comadreos vencen el cansancio. Cuando amasan, Nadia
logra ver a los hombres de aquellas mujeres como criaturas aún más pequeñas que sus
alumnos. Anoche Nadia volvió a casa con el cuerpo alegre. Y después de dormir, hoy se
Timme tenía los ojos pequeños por turno de la noche, y fijos sobre una cena en
lugar del desayuno. A Nadia la hamacaba su propia sangre. El silencio de cada uno era
embustero.
Nadia jugó con la leche dentro de la boca para no seguir durmiendo sentada. La
pelusa de los brazos se le erizó. “Te quiero”, dijo. Besó a Timme y se fue caminando
hacia la escuela.
“La vas a escribir para mí, la historia del caballo”, pregunta Nadia.
El niño la mira sorprendido. Entra del recreo al salón con la sangre estirada en
“Su esposo señorita estaba en la esquina y vio todo”, dice enseguida, “con la
Nadia tiene que decirles, después del recreo, a los alumnos que se sienten.
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El hueco de los búhos
Los jardines son tan pequeños que siempre están perdidos para la vista. Se
aprietan entre las casas, y donde no hay tierra la gente rellena los cuencos de las
macetas. Los jardines no son jardines, son fondos. Cuando las flores sueltan sus aromas,
las manos de los viejos siguen ahondadas en sus pensamientos. Parecen más toscas pues
giran los dedos sin percibirlos. En los colores penetrantes de las flores los inmigrantes
comida. Durante semanas y meses las palabras reposan adormecidas en el interior de los
botones, tallos y retoños. Hasta que son evocadas a causa de la poquedad o la supersti-
ción. Las plantas originan todo esto. Y el embrujo de las palabras se acaba en el mo-
mento mismo en que las pronuncian. Pero ya no proliferan. Aquellas palabras han
dejado de crecer. Guardan un tamaño tan viejo que a veces no pueden usarlas. Han
En la feria de los jueves y los sábados están ajustados a conformarse con lo que
acá crece sobre las raíces. Pero ellos también estudian las raíces autóctonas con empeño.
Entonces las manos toscas son minuciosas y de pronto elásticas. Delante de los tablados
de los puestos, buscan. Éstos traen con ellos un escenario. Alimentos, especias, mo-
liendas, espejismos de kermés. Detrás suben las moscas. Los tomates fofos que han
apartado de la venta las subyugan. Los pelos enrulados también las atraen. Y las gotas
Muy temprano los clientes son ancianas y hombres viejos, que tocan con la
mano sus viejas palabras amontonadas. Temprano también el color del día aún está
crudo bajo las lonas. Pero los puestos son más fragantes. Las verduras y frutas sólo
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seducen por la consistencia y su perfume. Cuando más tarde regresan a sus casas y se
sientan a comer las flores multicolores de las macetas no les dicen nada. No se dan
cuenta de que comen encogidos sobre el plato. A veces añoran aquella pobreza mayor,
la tierra pedregosa y torcida que les avanzaba al costado de los ojos, tubérculos
cualquier baya en los bolsillos. Vuelven a tener, dentro de los pantalones, manos de
niño. Las mejores sandías eran redondas, los melones olían dentro de una gruesa piel de
elefante, y aquí los borrachos son sombríos. “Acá nadie te mira al interior, aunque todos
hablen en las calles”, dicen. Los otros que no añoran nada en absoluto tampoco son tan
felices. Y los que son felices están conformes con haber vivido hasta ahora. Van a sus
clubes, se reúnen con sus paisanos y se abrazan con los mejores borrachos que puedan
hallar.
Como en sueños, los más viejos, oyen crecer en las macetas las hebras verdes. Y
durante todo el día siguiente buscan en sus cabezas el lugar donde se les perdió el jardín
de hortalizas. Entonces les preguntan a sus hijos. O cuando encuentran a sus padres en
los sueños vuelven a interrogarlos por las huertas. Conocen a las liebres despellejadas
La primera vez que trajeron una no supieron desollara. “No es como una gallina,
no tiene plumas”, le dijo uno a otro. “Dale como a que un conejo.” La liebre tenía la
lengua paralizada igual que las puntas de los ojos. Cuando le arrancaron el pellejo el
color de la carne era rojogrís. “Qué bicho más pelotudo”, dijo el carnicero.
La esposa del prefecto se llama Olga y sus macetas albergan puños de tierra
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más arriba de Bergara. Ella sabía que a la tierra no le agradaba su nombre. El padre de
quebradiza.
“Nada de remolachas o zanahorias, nada de tus pescados con papas y ajo y aceite
de oliva”, dice una vez por semana el prefecto delante del plato de pescado. Papas, ajo,
aceite de oliva.
El abuelo del prefecto nació en un valle del Piamonte, un dedal con tres o cinco
dicen Cata, a secas. Cuando él se queja del pescado su mujer le dice Catita.
Nadia observa los guantes forrados en gamuza y sabe que no podrá usarlos
yendo a la escuela o en los recreos. Las palmas y los dorsos del par de prendas están
unidos con una lana de puntos cerrados y elásticos. Los guantes son preciosos y Nadia
los siente calzados ya con los ojos ante que en las manos.
“Nueve vacas lecheras no me gustarían más que estos guantes”, dice la esposa
del prefecto. La mujer cree que Nadia va a quedárselos. “Son los que los ingleses man-
dan a las Malvinas para vendérselos a los de allá”, dice. Habla con entusiasmo. Le gusta
ver alegre a la gente. “Seguro están hechos de tus nueve vacas”, dice Nadia.
La mujer se ríe y se rasca la ingle. “Las bombachas de acá me dan alergia”, dice.
Nadia desliza la punta del índice sobre la pelusilla verdemarrón. El pequeño placer se le
evapora por los ojos. “Acá no hay confecciones así”, dice la mujer.
Hasta que los ingleses cerraron el frigorífico la madre de Nadia había trabajado
allí, después preparó comidas, cosió, lavó y limpió en casas de otros barrios. Más tarde
nació Nadia, después otra hija más, Alejandra, pero sólo le decían Shura. Y la madre
cocinó y barrió de noche para ella misma y sus dos hijas en la casa que alquilaban. Les
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hacía lazos en las trenzas por la mañana. Ambas hermanas se agarraban del brazo, a lo
largo de una cuadra, para andar por la tierra los días de lluvia, rumbo a la escuela.
“Hay hombres que nunca pueden dejar de ser hombres, por eso dejan de ser
padres”, decía la madre de Nadia. A veces contraía el labio inferior. Entonces apretaba
la mandíbula debajo de las orejas y seguía con lo que estaba haciendo. Pero Nadia no
entendía que ser padre no fuese también ser hombre. “No entendés porque no sos tan
inteligente como mamá”, decía Shura, “yo sí la entiendo.” Cuando eran niñas en el
ropero había un overol, un delantal y una campera, y pantalones guateados del fri-
gorífico. Su madre los usaba para limpiar o cuando cambiaba la tierra de las macetas.
Tenían bordado frigorífico Anglo con hilo rojo y azul. “Traeme las fufaikas”, le decía a
Nadia. La noche estaba pegada al interior del ropero. Nadia escogía de prisa. Entonces
tomaba el delantal que siempre era el primero que aparecía. No quería despegarle la
noche a las otras prendas. La madre decía “no”, pero se ponía el delantal. “Ya sé”, decía
Nadia.
La madre permitía que Nadia plantara las semillas en la tierra vaporosa que ella
latón gris. Debía ponerlas antes de que el sol estuviese caliente en la tierra. Los vecinos
más viejos oían la radio y observaban. Dejaban las cabezas en las manos hasta el
almuerzo. Durante la mañana los gatos eran tímidos. No bajaban de los techos hasta
tener hambre. Y con sus pisadas hacían flotar bocanadas de aserrín sobre las cabezas.
La madre se arqueaba y el escote del vestido colgaba. Así doblada hacía crecer a
maíz. Sembrar era un juego. Sin embargo no decían una palabra. Eran tan blancas y
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pequeñas, que las manos de Nadia no soportaban la luz. Las dejaba adentro de la tierra
las macetas a su lugar. Estaba convencida de que el aire del verano era el peor. La
sangre del dorso de las manos de Nadia, de día o de noche, era sólo a veces azul y a
veces violeta.
derretías.”
Siempre del mismo vestido viejo la madre cortaba un trozo de tela. Sobre la
trama rasposa dibujaba un ojo de búho y hacía que las hijas la hundiesen en las macetas.
Cuando la madre usó el último retazo eligió entonces un vestido de su madre. Nadia y
Shura nunca supieron de quién era aquel primero. “Era de una gitana.” “No sé.”
“Yo lo quiero romper.” “No.” A veces Nadia pensaba que un búho con un solo
ojo surgiría. Aún antes de que los brotes de las especias de otoño o las flores de
“Un ave por maceta.” Y cada mañana esperaba encontrar la tierra batida
“No podes ser más libre que tu hueco”, le dice Nadia a Timme.
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Nadia habla sola y el resplandor de la hornalla envuelve la cara y estira las
“Que tu hueco”, dice él. “Que el hueco de donde saliste”, dice ella.
botones de hematite para las orejas y una polera negra para Timme. “Tu gusto es el
mejor de todas las chicas”, dice la mujer. La mujer del prefecto toma entre los dedos un
Suspira.
“Mi marido dice que siempre elijo cosas con forma de porotos o de lentejas.”
Los pliegues de la falda de la mujer están perfumados. En los platos de los pocillos
relucen las cucharas. La concavidad tiene el tamaño de una uña. Entre las tazas hay unas
flores de tela rolliza. La gamuza exhala un halo circular por donde Nadia siente que da
pasos. El comedor del prefecto y su mujer huele a café. Al fin Nadia paga y escapa con
mujer, Nadia, no es más que una piba. La voz de la mujer del prefecto ha dejado de
vender y se torna un flujo ajustado. Descascarado a veces por los grumos del tabaco.
Los cigarrillos son largos y delgados. La esposa del prefecto habla, tiene el atado de
cigarrillos en la mano. Sólo lo suelta cuando enciende uno. “Fumo porque vivo en una
cocina de dos metros cuadrados, igual que los que ustedes meten presos”, dice la mujer
cuando el prefecto regresa de las guardias. “Ellos y vos fuman porque se aburren”, dice
él. “Mis guardias acá también son de veinticuatro por cuarentaiocho”, dice ella.
La mujer del prefecto mira hacia un lado y otro de la calle. Nadia hace lo mismo.
El hollín del ramaje sin hojas se abre paso. “Tené cuidado con el horno de la villa. Mi
marido me contó que ahí el cadáver de Perón nada más les llena las bocas de palabras,
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pero el que les reparte comida y fierros es López Rega”, dice la mujer, a quién pensaron
Nadia permanece absorta a unos pasos de la mujer, pues jamás mencionó nada
“Hasta el hambre tiene un límite, Olga, un horno para pan ayuda más que la
comida regalada.”
esposo, formá una familia”, dice la mujer del prefecto. “Porque como resulta que ahora
nada sirve para vivir, toda la gente se guarda la lengua, no”, dice Nadia. Luego la mujer
cierra la puerta. La tarde es rubicunda. Los perros del camino se acercan hasta Nadia
para ladrarle en el calor de los muslos. Los ladridos se le enfrían en las piernas más
Ahora en el patio sólo ha quedado un jazmín del cabo que plantó su abuela
cuando Nadia apenas tenía un año. Antes de que la abuela no pudiese mover los prime-
ros dedos de su mano izquierda. Dentro de un gran tiesto la planta se sofoca debajo de
hermana. Shura llega y se apena por el estado del jazmín, por su abuela y por las hojas.
Nada más Timme cuida de él. A Nadia le gusta dejar flotando a las flores cortadas en un
“Recuerdo el jazmín hasta que vos naciste, después fue tu planta, no me dejabas
tocar una flor, te lo podés llevar, pero quiero que me lo dejes”, dice Nadia.
“Qué hay tan importante en la villa,” preguntó hace unos meses su hermana.
“Hace años que vivimos preocupados con Timme, esperando este momento para no
tener miedo, pero tampoco sabíamos que el tiempo se nos venía encima y siempre
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decíamos que nos quedaba poco tiempo para hacer algo”, dijo Nadia, “Shura, nunca se
sabe bien qué hay en la cabeza cuando las cosas empiezan a cambiar.”
Nadia vio el blanco del ojo, las larguísimas pestañas heredadas, el índice y el
Nadia refregaba una bombacha muy usada. Shura repite “qué hay en la villa.” El
agua dentro de la palangana es gris y en la superficie flota una sémola blanquecina sin
burbujas. Las burbujas se rompían antes de llegar a formarse. La prenda chorrea, el agua
de pasta blanca. Shura se la lanzó a Nadia de nuevo. Shura tiene la risa desentonada de
un animal huesudo. “La gente perdió el amor por el mundo”, dice Nadia. Vuelca el agua
y llena de agua limpia la palangana, después sigue lavando la misma bombacha. Pero no
filamentos pegajosos.
En la calle las paredes crecen hacia la noche. Los pasos de Nadia resuenan. Pero
ella no los oye. Sí, prorrumpen en el embudo del paladar. Nadia camina con la garganta
hizo la mujer del prefecto. En un par de lugares ya se ve la polera que compró para
usar más zapatos de plataforma. “Nadie puede escapar así, más pelotuda no puedo ser.”
Pero lo que dijo raspa. Cómo no han de deteriorarse las palabras. La garganta nunca
falla. Le comprime la frente de tal forma que Nadia tampoco oye sus propias palabras.
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Se apresura aún más. Pues nota que se rompen náuseas de paño verdoso, altas, detrás de
los ojos. Los párpados arden y los dedos de las manos tiritan.
de triciclo. El borde de la calle se acerca a los saltos que dan las ruedas. El cráneo tiene
el cabello tan descolorido que la oscuridad lo rechaza. El pecho se le tensa y afloja sin
esfuerzo pues la calle baja. Los rayos de las ruedas están torcidos y oxidados.
Todo lo que carga parece basura y, sin mirar, el niño cruza hacia el otro lado de
la calle. Los pasos de Nadia y las ruedas rígidas saltan. El aire aprieta. Entre la tinta
nocturna y los movimientos apenas hay ya espacio. Sólo se ve debajo de los faroles. Los
zuecos azules son negros. Cuando llega al patio del jazmín Nadia saca un cigarrillo y se
queda fumándolo sentada en la escalera que sube hasta su puerta. Otra vez la náusea le
calienta el corazón.
anuncia las noticias. Mira los agujeros del paquete, los cuenta sin quedar conforme.
Hace uno más. Se quita los zuecos, el bolso del hombro. Y la piedra del corazón la
encorva sobre las rodillas. Apaga el cigarrillo porque el asco se abre en círculos hasta
Sobre la mesa el vaso de Timme está vacío, apenas un poco de espuma espigada
es lo único que permanece cerca del reborde. Timme remueve un cucharón de madera
dentro de una olla y tiene la nariz roja y dilatada sobre el vapor. Nadia no sabe si cerró
fresco.
Nadia no sabe qué es más importante, si ella misma o la piedra de su corazón. Nadia no
puede contener su ira. Porque su ira es extraña, sucia y vergonzosa. La piedra del
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corazón no es lo que le sirve para la ira. Lo que tiene la ira es lo que en realidad le sirve,
aunque no sea lo adecuado —con eso Nadia le miente a la piedra del corazón. Aunque
garganta y la vagina se han unido en su estómago. Apenas debajo de la piel anudada del
las puntas de los cabellos. Y le ha dado pesados intervalos de sudor caliente —pegada a
esos olores Nadia, seca, se arruga y vibra. La mitad del cucharón cabecea en el agua.
Timme tiene las manos vacías. Ambos giran sobre el vientre de Nadia. El miembro de
Timme le pareció a Nadia una comida pasada de largo. Una que no supo que se había
perdido. Se soltó los vaqueros y sintió el fondo de su propia saliva como una cadena
delatora en su vagina. Un agua de la piedra del corazón, metida con avidez en su pecho
y entre sus pasos. Ahora se da cuenta de que los mechones de cabello de Timme tienen
contrarrestar. Sólo quiere volver y volver y reventarse. Ir a dar contra las caderas de
Timme hasta deshacérselas. Nadia no posee pies, frente, no tiene ritmo. Tiene el cuerpo
árbol sin hojas. La caja de fósforos, los anillos de grasa blancuzca de la cocción, el
polvo afelpado que Timme arrinconó sin recoger, las cortezas de panceta y el cuchillo
sobre las rodillas duras de Timme. Nadia se ha enfriado tan rápido que los coágulos de
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semen pesan dentro de ella como tierra apelmazada. Se suelta de Timme. Queda de pie,
impávida. Con las piernas abiertas. Aprieta los músculos del vientre. Los hunde con una
mano. Prende un cigarrillo y cuando entonces cierra los ojos, la luz eléctrica se ha
intrincado de nervaduras.
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El perro cosido
hirsuta, grisazul. El agua del vapor de las noches anteriores permanece enrollada
durante las primeras horas de las mañanas. El vapor trepida, y a la vez es adhesivo. Pe-
sa, se arracima y traba en el cañaveral y sobre el arroyo desecado detrás del viejo club
de regatas. Llega a extenderse hasta el terraplén y los demás aledaños baldíos. Nadia los
abandonada. Seca la sed estival que nadie ve de los grillos y las libélulas. Las cañas as-
cienden espetadas. Ligan sus articulaciones con remolinos grisáceos. Las noches crecen
sobre ellas. Y en el fondo del club se hincan en marañas antes del arroyo seco. Allí
abajo, entre la basura y sus propias crías, si el verano las apretuja demasiado, las ratas
pierden pie y se arrancan el pelaje unas a otras a dentelladas. Al evaporase el agua el sol
ajusta los nudos de las cañas. Más allá, en las últimas casas de Dock Sud, las petunias
veraniegas que ya no duran en sus macetas, han devorado todo el sol. El agua también
está tallada en la ranura de los ojos de los hombres y mujeres que toman los turnos en la
fábrica. Es un tallado que los años no corrigen, sino medran. Quienes pasan por ahí
llevan los codos y las botamangas de los pantalones desgastados y tironeados. El en-
cemento lechoso. Y por estar cosido rara vez tiene sombra a lo largo del día. Sin
Una mañana del invierno anterior, el perro había metido su hocico entre los
barrotes del portón principal. Estaba tan en los huesos que pudo haberlos atravesado
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hasta el final de la cola mugrienta. Pero el vapor lo detuvo como si fuese una ribera. Ahí
metió la punta negra de la nariz y olisqueó. Era, entre todos los perros, el perro más
muerto en pie. Los guardias de la portería de la fábrica veían en los márgenes de la villa
decenas de perros arrastrando las quijadas. Donde los huesos se acoplan en esos perros,
siempre encajan más gruesos que la carne arrinconada que llevan en las ancas. Los
guardias conocían todas las carnes arrinconadas de los caldos, en las cápsulas de médula
de los huesos del comedor, en el intercambio sexual de los hombres y mujeres —que le
robaban tiempo al turno, las lamparitas a los depósitos y el papel higiénico a las letrinas.
cargas y camiones sólo para intimidar. Tantear bolsos, cazar roedores y las palomas más
gordas, pero no tenían idea de cómo sopesar una bolsa tan vacía como aquel perro.
Hurgarlo era una pérdida de tiempo. Y les causó auténtica pena. “El lamento de un mi-
lico es un mono triste”, dicen los operarios de la fábrica. Después de unos días de
alimentarse con las sobras del comedor, los guardias le clavaron un cuchitril de madera,
al lado de la caseta del retén. Luego de los primeros días de agotamiento sórdido y
pertinaz, el vientre del perro olió ya a la falsa neblina del lugar. Y enseguida tuvo entre
las orejas idénticos ojos de uvas anhelantes que los guardias. Todo lo ajeno le atizaba la
mirada. Porque, igual que los guardias, lo que ha comido no cuenta. Para entonces el
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El pasatiempo
“Huele a crematorio.”
mezclados, pero es algo que se huele. “El humo de las chimeneas es otra cosa”, dice
Lucía, la tía de Ana. “Siempre escapa ese olor a potasa y sebo.” Lucía trabaja desde las
cuatro de la mañana hasta las dos de la tarde. A veces, Ana, va a esperarla a la salida del
turno. El chico a veces la acompaña. O Ana lo lleva. Él arrastra los pies. La respiración
extrae sus bocanadas de aire del humo y el vapor. Antes de llegar el chico ya se ha
sentado en el suelo varias veces. Ha elegido diferentes lugares. Nada altera eso, sea
no vaya más allá de media docena de cuadras. En los hombros de Ana el trayecto es
otro. Apurado, circunspecto. Los párpados le pesan. Atrás de ellos dos, el terraplén y el
puente han soltado de golpe el camino y alejado las casas. En torno de la fábrica se
puede notar el aire desmenuzado. Y en la luz puede verse la gradación del molido
etéreo.
Después de misa. Las españolas más viejas mencionan al conjunto del terraplén y las
Algunas se los quitan cuando las cubre la sombra. Conversan entre todas y añaden más
ningún sitio construido para sentarse. El tiempo allí la pasa de pie. Bajo el puente de
columnas cilíndricas nada más crece un zócalo de hierba. Los columpios de insectos se
horizonte aún en los días más radiantes. Las espinas insidiosas de los cardos no per-
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tenecen al pasatiempo. Afuera, el sol, el cardal. Y las españolas más viejas llevan sus
asientos de tijeras y se sientan ahí. Hasta que las pelusas desprendidas de los cardos les
acarician las mejillas. Y se adormecen. Tratan de morir lo más tarde posible. Los
mismos habitantes del puerto no saben si tienen otras palabras compuestas, iguales que
pasatiempo para decir algo más en castellano. Ni tampoco si esas palabras están
escondidas del propio saber y del propio recuerdo. “Lo más difícil es no saber nada”,
dicen las mujeres cuando conversan. Eso significa que lo más difícil es no saber nada de
los demás. Pero también se refieren a que esa dificultad aparece con los años.
Los pañuelos de algunas, las canas desprotegidas de las otras, y la pelusa de las
mejillas se les han cubierto de haces de abrojos. En la sombra fresca los rostros de
pizarra de las mujeres flotan. Cuando vuelven a hablar todavía las lenguas continúan
deshonra. Ellas, sí. La utilizan junto con los nudos de los pañuelos y al guardar silencio.
Entornan los ojos. Pronuncian esa palabra para oír que ellas mismas aún no han perdido
el amor por la vida. En cambio el idioma del río asedia a los más viejos. Por momentos
es tan delgado que se confunde con las cosas más duraderas y triviales de la vida. Pero
sus bocas no lo repiten. Los viejos que se han adormecieron por la tarde en sus casas,
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El vestuario
Ana se queda de pie mientras el perro de la fábrica escala con los ojos su cuerpo.
Los ojos del perro son un par de pepitas de brea. Las orejas están alertas. Desde la
guardia los hombres la miran con descaro. No sabrían que hacer con ella y la joroba.
Pero se lo harían de todos modos. El perro toma del aire tanto de Ana, que ella odia el
aire que el perro respira. El perro percibe la hostilidad de Ana como una emanación de
Los camiones que salen vacíos, más allá, trepidan y sacuden a los conductores.
Por un momento se han deslizado al lado de la cola del perro. Los hombres y las
agobiada. Se acerca hasta donde el perro mueve las patas traseras sobre un mismo lugar.
Mira con curiosidad a Ana. Es nuevo y joven, y ella nunca lo ha visto antes. La cola del
perro azota una pantorrilla de los pantalones. De la cola y la tela brotan motas. El
hombre lleva una rebanada de pan con manteca a la que ya le falta el ribete de costra
más cocida. Luego mira al chico y termina de comerse el resto. Las partículas del
“El pan sólo es bueno un día”, le dice a Ana. Ella no responde. Él tiene los ojos
chatos, pegados a la mueca de los labios. Los dientes se amoldan desunidos. Ana se deja
mirar de arriba abajo. Percibe la doble naturaleza de ser una mujer y ser también un
defecto. El asco impasible encima de los labios de Ana posee un ovillo. Luego escupe
espeso. Como los varones. Hacia los pies del hombre. Entonces el perro se come el
escupitajo.
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Si no llueve el perro busca su comida detrás del comedor. Dentro de una olla de
allí la arrastra a hacia todos lados. Y de todos lados la trae de vuelta. Los trabajadores
que pasan cerca escupen adentro y las moscas saltan de sus racimos. El perro ha
aprendido a no pisar el asa y no derramar comida. Contra la comisura de sus ojos las
moscas se frotan. Él engulle. Y anhela comerlas a ellas también. Pero apenas logra
ahuyentarlas. Las moscan andan sobre sus legañas cuando él las busca delante de sus
fauces. Los días de lluvia los guardias dejan la cacerola en la covacha del perro. La
arrojan desde unos pasos de distancia. Adentro estallan las pulgas tan grandes como
granos de mora.
picaportes cerrados. Sale. Vaga. Y vigila a las gallinas necias sueltas en la tierra que
rodea la villa. Lucía, igual que la gran mayoría de los obreros, desprecia al perro.
El perro guarda entre la crisma y los belfos planillas, linternas, armas, los
borceguíes estropeados de los guardias. Estos son policías haciendo horas adicionales.
empresa LEVER paga mejor que el banco municipal de Avellaneda de la calle Estévez.
Allí necesitan sólo a dos de ellos. Después de comerse las galletas con grasa. Con la
barba de uno o dos días. Y perseguidos por un fastidio tenaz. Los vigilantes escudriñan
y saben, de modo sustancial, hasta donde fisgonear para obtener las menudas coimas del
día. De pie, debajo de las viseras hendidas, la sangre se les agolpa en las sienes cada vez
que, luego de revisar los vehículos, afilan los ojos hacia la ventanilla del conductor.
“Nosotros también tenemos hijos”, dicen de repente. Entonces los guardias alinean ojos
de conejo. Algunos camioneros les dan envoltorios salidos de abajo de sus pies que de
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prisa esconden en la garita. Así todos se llevan algo. Nadie se va feliz, peros sí todos
que los cigarrillos nacionales son mejores. Siempre vacilan un instante antes de
encender los cigarrillos extranjeros. Primero los pasan debajo de la nariz. Cada tres
meses la empresa dueña de la fábrica le regala a los policías varias líneas de artículos
para que sus familias huelan y brillen como en las publicidades de sus productos. En las
fiestas que a fin de año organiza la dirección de la empresa los policías no beben con los
demás.
Nadie del puerto recuerda que los pobres no hayan bebido siempre con otros que
no sean pobres. Excepto en los carnavales y en las campañas políticas. Aunque el cura
más viejo del sagrado corazón bebe siempre con todos. Al final de cualquier celebración
junta las servilletas de papel y se las lleva. Nadie que habite alrededor de la fábrica
espera de los policías más que palos y robos. Los operarios observan las nueces de los
inspección. A veces las moscas los espabilan. Pues han dejado los ojos fijos bajo el
cuello. De noche oyen las sirenas de los patrulleros que los despiertan. La cabeza les
retumba, el corazón les retumba, las tripas retumban. En la boca de los hombres la
totalidad de los seres merecedores de desprecio valen menos que un perro muerto. Sin
embargo lo que más les retumba a los hombres es el desaliento. Ni el alcohol ni el jabón
que nada más puede ser encubierto por más miedo. Por eso a veces eligen a algún
trabajador. “Vaciá el bolso”, dicen los guardias. Un jabón aparece, y entonces lo arrojan
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al piso. Se lo hacen recoger. Pero antes alguno de ellos le aplasta la mano con el zapato
de fajina. Porque en esa postura se presta mejor atención, el operario sigue arrodillado
hasta que ellos quieren. Le dicen, “ésta es tu última vez.” Se ríen y se pasan el mate. Los
Desde el primero hasta el último operario del turno que entra por el portón pasa
escorzado a través de los ojos del perro. Todos despiden un vaho determinante. En el
vapor retorcido el animal reconoce las alfombras de pasos. Y en las hebras de tabaco al
dueño de la saliva. Después de que todos hubieron entrado el perro se encamina hacia
los vestuarios. Cruza debajo de los vehículos detenidos y rodea los grupos inactivos de
conductores. Con el lomo relajado deja atrás las cargas apiladas. Los pasos son negros.
Por costumbre el perro lleva la lengua ceniza fuera de la boca. El calor de las duchas
siempre sale por debajo de la puerta. El sol de verano lo dilata hasta las hileras más
lejanas de productos estibados. En invierno el vapor se licúa sobre la nariz del perro.
Dentro del vacío vaporoso la punta de la nariz es un pequeño batracio. Allí, la frente del
perro anda sin ojos. Recién cuando abre la puerta del vestuario con la frente plana del
Dentro de los vestuarios y las duchas nunca se oyen los altavoces del exterior.
La luz eléctrica se instala sobre los cuerpos durante todo el año. El sol que cada
claraboya es capaz de tragar, sólo a mediodía, baja hasta el piso resbaladizo. Los
hombres se esquivan con los pies arqueados. Van desde los casilleros hasta las duchas.
Contraen los músculos plantares y apoyan los cantos exteriores de los pies. Dan pasos
con los dedos retraídos. Hunden las nalgas. Se encorvan. Sólo tienen ojos para sus
pisadas. Desnudos parecen más pequeños. Y se los ve exhaustos. Los pubis rizados
ocultan los miembros debajo de las barrigas velludas. Los flacos tienen sus barbas de
maíz. Nada más son visibles, nudosos y arrugados como nueces, los colgajos de los
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escrotos. Los testículos se sostienen a la altura de los ojos del perro. Todas las bolsas de
Después de cada cambio de plantel, el perro se lleva en los ojos, los vientres y
los muslos de los hombres hasta el vestuario de las mujeres. Apoya el trasero en la
entrada. Deja la cola muerta. Después de un turno con los capataces esto encoleriza a
algunas mujeres que lo empujan con el pie en las costillas. Pero él acomoda de nuevo
sus caderas sobre el embaldosado. Las mujeres huelen a la lavanda agregada al potasio
y al sodio. Enrollan toallas en las cabezas. Y manchan las axilas con barras de
desodorantes. Las más jóvenes se ríen del perro. También de la utilidad de los hombres.
Se ríen de las cigarras y las salchichas verdes masculinas. Delante de los espejos
también se ríen de la vida. Miran al perro a los ojos. Y los ojos del perro están
encogidos detrás de los párpados. Saben que allí dentro están los abdómenes gelatinosos
“Perro puto.”
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Los serenos
Los policías de la guardia diurna se manchan con los duraznos que comen a
principios de primavera. Entonces los duraznos son más jugosos y tienen media cara
morada. Terminado después el otoño todas las antiguas manchas brillan. Los serenos en
cambio son pocos. De noche las salpicaduras afloran vidriosas si cruzan un farol.
Durante las rondas nocturnas las brasas de los cigarrillos saltan aviesas. Jamás dejan los
capullos formados por las manos. Si la noche es calurosa o fin de semana, ocultan con
los dentífricos que produce la fábrica el olor del vino. Se hacen buches fluidos que
lanzan en un chorro y por los cuales el perro no siente el menor gusto. En los fondos de
Desguaces, rezagos soldados por el óxido. Más allá del perímetro, las casillas de chapa
y cartón se alinean del otro lado de un muro de molde y columnas de hormigón también
premoldeadas. El susurro seco de las cañas franquea los alambres de púas. Encima de
las puntas del cañaveral la noche anda en zigzag. Si antes de arraigarse en la fábrica el
perro anduvo por allí, ya no muestra deseos de volver. Se queda echado, olisqueando el
aire sucio. Los serenos le arrojan carozos de aceitunas que él lame a duras penas y
Cuando los serenos se aburren de sus ojos y sus orejas entonces abandonan los
naipes. Estiran las piernas y bostezan. En el fondo de la fábrica se agrupan con los
hombros achicados. Entre las grietas del piso el pasto crece roto. Los guardias se sientan
quitados de las luces de las torres y reflectores. Se acomodan sobre los rollos de cintas
agujeros que tiene la pared. Los mismos agujeros sirven de día a los jóvenes de la villa.
Ellos aplican los ojos a escondidas y exploran los montículos de metales corroídos.
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Aquellos que consiguen parte del metal lo venden. Han hecho sendas a través de las
cañas para acercarse a hurtadillas. Y los más pequeños y rezagados atrapan allí sapos
Como pares de zapatos muy usados y más cómodos, del fondo de los bolsos o de
envoltorios de papel de diario, aparecen las armas. Después los policías vuelven a
estirar las piernas. Los zapatos están maltratados. La fábrica los arruina.
Entonces apoyan los cañones en los agujeros que corren en el muro. El cielo, las
giro que dan los ojos de los serenos. Los serenos bostezan de nuevo. Miran hacia otro
lado y aprietan los gatillos. El agujero del muro es el que apunta en lugar de ellos. Los
serenos sostienen las empuñaduras a media altura y pasean la mirada hacia el otro lado,
por las instalaciones desiertas. Antes de soltar los gatillos tiran todo lo que tienen. El
plomo chasquea en las cañas. Aja. Sopla. Y separa. La noche abre pasillos, y en cada
Algún gallo canta. Y las ratas que sacuden la maleza se quedan inmóviles. Pero
Nadie se altera las noches donde los estampidos se producen, aquí y allá, por los
alrededores de la fábrica y la villa. Las balas penetran las chapas con un reventón seco.
Los llantos de los bebes desde dentro de las casillas llegan un poco más tarde,
amortiguados por el rumor yermo del cañaveral. El perro de la fábrica ni ladra ni aúlla.
Oyen música y beben, otros días, cuando en la villa organizan algún baile.
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Lucía
Cada vez que regresa de la fábrica Lucía bebé un vaso colmado de leche. “Si no,
no siento los olores”, dice. Ana ya no le cree. El blanco de los ojos de su tía, como todos
los que trabajan dentro de las naves de la fábrica, tiene ribetes sanguinolentos y encima,
masticara agua”, dice. El polvo blanco o las escamas de jabón los trabajadores los dejan
bajo las mesas del comedor. Cada tanda de comensales deja a la siguiente el esquema
semicircular de sus zapatones. Pero para el siguiente los asientos se enfrían rápido.
Durante años Lucía ha oído todos los días las dentelladas y el tictac de su
controlada, escondida en los mecanismos. Ésta jamás varía. El tictac es más veloz que el
reloj y que el corazón. Por eso el tiempo del turno pasa tan lento, pero, sin embargo, es
abiertos, sobre la línea, hasta la engrapadora. Los paquetes de papel de jabón en polvo,
algunas veces, ingresan mal y pegados los vacíos con los llenos. Si llegan así hasta las
placas que les doblan los orillos de papel, y los preparan para el cierre grapado, es
interrumpir las cintas transportadoras. Porque han tomado alcohol en los pañoles y
accidentes en su grupo. Cuando algún trabajador es atrapado por los jefes de producción
con olor a bebida aquel delata a los otros que también beben —ya los han agarrado de
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los testículos y de súbito, por más que se perfumen el aliento, los bebedores caen uno
tras otro. Pues los directores de personal siempre escogen sus víctimas más conspicuas.
Y los bebedores, qué más quieren que vivir, tranquilos, como todos. La empresa y los
sabe que en la fábrica el capataz dirá “estaba borracho.” Herido, desmayado o distraído.
Cualquiera puede rociar alcohol en las ropas a otro. El capataz es el explotador más bajo
y ruin, pues fue uno de los primeros en ser explotado en las mismas naves y máquinas.
Cuando los hombres se llevan la vida de la fábrica a sus casas no saben qué hacer con
ella. Ella los sigue. De camino a cualquier parte. Se les atasca en la cabeza. Y si
dormitan en los colectivos los sobresalta y despierta sin motivo. Un calor que no posee
origen les abrasa la cara. Se sienten confusos y más tarde miran a sus familias. Como si
ellos mismos fuesen de pronto los niños. Encuentran a sus mujeres hermosas. Y a sus
manos afiladas y llenas de culpa. Pero un pequeño lunar danzarín en el costado del ojo
es suficiente. Han entrado en sus casas llenos de sospechas. Y tampoco saben qué hacer
Desde los diecisiete años Lucía trabaja en la fábrica de jabón. En los últimos
permanece parada frente a la cocina. No conoce, en ese momento, qué sigue. Pone una
silla ante la ventana mientras el agua se calienta. Con los dedos se acomoda el pelo y
estira las medias. Tiene los pies fríos. Frota los dedos. Minúsculos y esféricos.
Una muchacha airada ha mirado los días de todos esos años desde dentro de
Lucía. No ha encontrado otra cosa que hacer que contarlos. Deshacer la cama al
acostarse —y con los ojos todavía imbuidos de noche, hacerla rápido al día siguiente.
Ajustarla, cuando las patas se aflojan. Oírla crujir y humedecerla. Pensar hace tiempo
que algún día debería cambiarla. Los años pasan sobre la cama. Antes de dormirse la
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niña los cuenta, pero Lucía no. La silla, la ventana, el agua redonda encima de la
hornalla. La muchacha tejió las medias. Cada punto alejaba su irritación permanente.
Entrelazarlos duró todo un invierno. “Las medias más largas del mundo”, había dicho la
madre de Ana.
Las medias se le deslizan haciabajo. “Tengo las piernas cada vez más flacas”,
Lucía las mira. Los huesos de ambas tibias tensan la piel. La piel es opaca, como sebo
de vela también.
Además de ella siempre hay otras dos mujeres ocupadas sobre el puesto.
Una es joven y la otra está muy cerca de jubilarse —saca terrones de azúcar de
un bolsillo. “Ya no siento el gusto de la sal”, dice. Deja dos bloques amarillentos en la
boca. Una barandilla a ambos lados mantiene en su trayecto y erguidos a los en-
voltorios. La cinta impulsa a todos éstos con las bocas abiertas. Los paquetes van
girando y tiemblan luego de empujones muy cortos. Se golpean entre ellos igual que
suave cúspide de polvo de jabón forma una terminación similar en cada futuro paquete.
rayuelas de los ventanales se desplazan desde las paredes a las máquinas. Luego de
éstas a los zapatos de seguridad. Las mujeres pueden ver las partículas titilar en el
ambiente. Todas las sombras de los operarios parecen sopladas desde arriba. El perro de
vez en cuando estornuda. O bosteza. Entonces estira la boca hasta las orejas. Las
patadas avanzan para echarlo. Sin embargo él siempre anda rastreando. La nariz le
queda verrugosa y con pecas de jabón. Conoce tantos agujeros y coladeros como los tra-
bajadores.
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Entre los paquetes de la línea de Lucía aparece de nuevo un par vacío. Van
unidos por el troquel a los llenos. Hace una semana ya que han pedido la inspección de
capataz al jefe de producción. El jefe miró las puntas espinosas del mecanismo de
desprende. Con la marcha el papel retorcido se descarga de los recovecos que trajo.
Queda liso. Debería ser muy fácil separarlos. El polvo de jabón humea.
enfurece. Putea a la conchadelamadre del papel, a la más puta de todas las máquinas
importadas, y al jabón que no limpia un culo ni un calzón. Mira a la más vieja. La más
vieja se acomoda la cofia por la risa. Luego tiene que escupir polvo.
Lucía saca el otro paquete sin problemas. El paquete lleno que acaba de caer en
la cinta detiene a los siguientes y el jabón esparcido los hace volcar. Deberán frenar la
cinta y ordenar todo. La muchacha, por primera vez desde que trabaja en la fábrica, grita
parar la línea. Lucía estira el brazo sobre la cinta. Como siempre hace para mantener de
pie a las bolsas llenas que aún no han caído. La mujer mayor saca a manotazos los
paquetes derramados mientras el jefe estira la cabeza. Pues la frecuencia del aire
Lucía se dobla y estira. Abraza los paquetes que aún viajan parados. Siente la
baranda metálica del lado opuesto en el canto de la mano y teme cortarse por el
movimiento de avance. Tiene los paquetes contra un pómulo. No ve más que las fajas
de papel celeste de los envoltorios más cercanos y la pared amarilla del fondo. Todos
los paquetes ostentan un ala de ángel blanca estampada. Entonces Lucía baja un poco la
mano y oye el desinflarse de la línea después de que el jefe aprieta el botón amarillo. La
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cinta arrastra siempre unos centímetros más. Entre el borde y la guía debajo de la
baranda le toma dos dedos de la mano. Lucía bajó la mano hace un instante y la
mantuvo rígida por la presión del peso de los paquetes, además, para mantenerlos
verticales. El polvo más fino de jabón flota opresivo. Debajo del nivel la cinta aprieta
los dedos de Lucía contra el extremo de un bulón. Los bulones aseguran a la barra de
protección con la caja de los rodillos del sinfín. La cinta entonces transporta y se
detiene. Lucía saca la mano. La otra mujer sigue despejando la parte de cinta atestada de
Los otros operarios se han acercado al puesto de las tres mujeres. Al moverse se
detrás de las palabras imperiosas del jefe. Ordenó detener todas las máquinas. El
hombre traga saliva pero está lejos de la muchacha que grita. La nuez va y viene entre la
antebrazo con ambas manos. Ella quiere liberarse, pero otro la toma de los hombros.
Con la mano libre alcanza a rasguñarlo en el cuello. Ve en el piso unos caracoles sin
cáscara. Lucía no entiende qué hacen esos caracoles ahí. No tienen sus bucles crujientes.
Le gustaría soltarse para poder fumar, apenas un minuto, tal vez con las demás mujeres
en la dársena de carga —aunque ella no fume. “Hay muy pocos árboles para que los
pájaros se pierdan acá”, dicen las mujeres mientras fuman recostadas contra la pared.
Lucía nunca fumó con ellas. Sólo se han pasado un poco de lápiz de labios, antes de
salir del turno, en los espejos del vestuario. Hablar, mirarse de reojo y orinar en
cuclillas. Tener secretos entre ellas durante veinte años. Acomodarle a una compañera el
borde del cuello en la nuca. Decir de repente la verdad como si ya no se tuviese otro
interés.
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Lucía desea con frenesí apretar. Apretar con su mano derecha. Pero la siente
vacía. Los pájaros que no tienen dónde ir pueden ver a los caracoles desde las copas
más altas y llevárselos a toda velocidad. Es tan claro lo que ven los ojos de Lucía, que el
Por más que quieren manipularla contra su voluntad Lucía se mantiene de pie.
negra, enseguida se engoma —su corazón repite algo que supo siempre y ahora no le
sirve. La sangre en el aire es innovadora pero tonta. Surte y se alarga donde los dedos
Y Renata se tapa el aire de la boca. Se mete un puño entre los dientes y encima
la otra mano. La muchacha se quiere tragar los nudillos. Una vez que los pómulos se le
tornan azules suelta las lágrimas. Lucía siente pena por Renata. Todos respiran como si
Lucía no quiere ser movida, no quiere apartarse de su lugar. Mira alrededor. Tienen las
caras saturadas, el agotamiento les impregna los ojos y ahora no pueden meter en ellos
mordidos. Unas delgadas hebras estiradas y flojas perdieron toda su destreza. Los
sangre que empuja el corazón no vuelve. Parte corre haciabajo, a lo largo de la manga
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derecha. Los dedos se han envuelto de polvillo. Nadie los levanta ni mira. Los vellos
los dedos arrugados por el agua de tanto lavarse entre las piernas aquella vez.
Su madre le había dicho, “no estás más que inflamada, pronto se te va a pasar.”
Pero Lucía se pasó horas lavándose aterrorizada. Pensaba que el vientre se le iba a
desfondar y a caer entre los tobillos. Con los dedos tan arrugados Lucía no podía saber
Intentan sentarla. Pero Lucía continúa rígida y con el brazo en alto. Alguien se lo
sostiene.
negro pliega los hombros para meter la cabeza entre las piernas del grupo. La mandíbula
que parte del aire sale pastoso al lado de los lagrimales. El perro llora. Y como un rayo
levanta los dedos. Y recula entre las piernas de la gente. Ya ha girado y los tiene entre
las costillas. Después se va hacía el piso borrado por la gran luz del sol. Han abierto las
puertas de la nave de par en par. Los que entran esquivan al perro. En la silueta a
contraluz del animal se pueden discernir las puntas de las orejas caídas dentro de sí
mismas.
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El sombrero
vueltas detrás del alambrado. Si el aire ahueca el vestido de Ana el perro recela. Detiene
su ir y venir, y gruñe a intervalos. En los días calurosos deja el hocico entre los agujeros
del cerco de alambre. El alambrado zumba, el perro la observa. La tía deja la fábrica y la
cuerpo”, dice. Al salir de la soledad Ana siempre encuentra su joroba. Cuando Ana se
Timme conoce al perro. Porque cada vez que pasa en bicicleta el perro ladra.
“Gruñe a todas las piernas y ladra a todas las bicicletas”, había dicho el menor de
los ucranianos. Los dos hermanos trabajan con Timme. Antes de salir del trabajo los dos
hermanos se palpan los bolsillos. No ven lo que hacen. A ambos por igual les preocupa
los ceñidos barrios del puerto. Por eso la casa posee un jardín. Fue gris, fue pajizo y
agrietado. El abuelo materno transformó en huerto los terrones corroídos por las lluvias.
El viejo hoy ya casi no tiene dientes y cada uno que se le ha caído ha ido a parar a la
“Y así también sé dónde están. Me olvido de todo. Y como no tengo mucho que
“Si se los traga los busca cuando caga para enterrarlos”, dice uno de los
hermanos. Juan es el hermano mayor y Teodoro el más joven. El ucraniano viejo, para
sus vecinos, era el abuelo sobreviviente, el ucraniano el padre y los ucranianos ellos
dos. Solos o por separado. Ambos son delgados y cimbreantes, con nudos, como las
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varas por las que trepan los tomates. Todo el año hay flores en alguna franja del terreno.
En medio del invierno las flores no tienen más que pétalos amarillos con una línea de
óxido. Ennegrecen pronto. La helada pega los tallos. El sol ahuecado lame la sal, pero
las flores igual se queman. Cuando la parcela era solo tierra encostrada el abuelo le pasó
la lengua a un terrón.
El compás de un viejo árbol de moras recarga el fondo del terreno. Allá abajo las
moscas son aterciopeladas. El limonero joven es lento. “Sólo crece con ganas en mis
guarda en el bolsillo. Silba. El polvo resbala de las hojas. Las nubecitas son planas. “Sin
dientes los labios tardan más en cerrar, por eso silba así”, dice Juan. En la parte donde
las encías están vacías el aire le hace cosquillas sin más a la sangre.
Timme fuma un cigarrillo sin filtro que le ha dado Juan. Juan tuvo las manos en
pegan al paladar. Timme las impele con un chorro de saliva. Escupe, la tierra brota
espumosa. Los tres beben cerveza y sudan. El viejo se aleja, la puerta chasquea tras él,
el mosquitero entorpece a los hilos del sol. Adentro el rectángulo es una caja negra.
Toman los vasos y abren las bocas para beber. ¨La voz de la radio también desciende
por cada garganta. Si la cerveza es amarga, es buena. Entonces la cabeza se libera de sus
chistes y ofensas de cada día. Y la boca por igual se libera también de sus chistes y
ofensas. Mientras más verdaderas las noticias de la radio se tornan más falaces. Qué
pregunta el locutor de la radio. La gente puede dormir bien, pero todavía puede dormir
mejor. Las calles apuntan al norte. Nadie necesita mentir con dinero en el bolsillo. Las
lluvias irrigan el país y el país riega al mundo. El hambre no inspira respeto. Además,
miente. Pronto los cartógrafos del mundo no tendrán qué hacer. Los pespuntes bastos
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de los sacos se han roto, el cereal rojizo se derramó. Las mujeres gozan de un
día, el botón termina colgando. Nadia ve los hilos desnudos, “nunca ponés los ojos
Juan bebe aprisa. De nuevo tiene el vaso vacío. “Los del sindicato tienen los
culos llenos de grasa de litio”, dice. Deja los ojos sobre Timme. Teo mantiene las manos
que todos los trabajadores de destilería a favor de la huelga están ya en una lista fija.
Uno de los delegados exhibe la lista a cada uno de los operarios —y a cada uno le
pregunta si lo tacha o lo deja. El turco entra armado con la pistola onceveinticinco que
usa la policía. La asegura entre el cinturón y el hueso de la cadera. “Elegí vos, turco”,
La tarde corre varias veces entre unas cintas blancas atadas en todos los tutores.
El calor termina a mitad de otoño. Y el invierno empieza tibio. El viejo ha salido a fu-
mar y los pájaros arman escándalo. Anda entre las coronillas de las hortalizas. El abuelo
arrastra los pies moliendo la tierra suelta. Juan se llena el vaso y la espuma sale por
Detrás de los rostros las voces se acomodan inquietas. Porque son jóvenes o no
dicen lo que piensan. Y además hablan a la vez que mastican. Sólo cuando necesitan
tragar se callan. Entonces los ojos se les llenan de estupor y el cuello palpita. Teo dice
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que la derecha peronista no va a parar la depuración ideológica y que va a carnear a los
obreros. Los labios levantiscos pasan de las palabras al silencio con idéntica
repugnancia. Timme y Juan se ríen de Teo. Saben que el ideologicismo significa a los
tiros y hambre y nudos de alambre. El país tiene el hambre ancho y los tiros bien ajusta-
dos. En los campos y la ciudad, adentro de las mazorcas y las semillas de las espigas el
hambre está sus anchas. En las fábricas, en los negocios y en las voces también está a
sus anchas, el hambre está a sus anchas en hospitales, trenes y cementerios. Crece en el
lugar que las retamas dejaron. El abuelo silba, fuma y arrastra los pies. Sabe que todavía
Pepinos agrios y queso cavado de agujeros en un plato. Teo se levanta y da unos pasos
hasta unas hojas largas como dedos. Crecen de a una y lanceoladas, de flexible verde
enmarañada de sudor.
Timme no ha visto esas hojas amargas y tiernas en ningún otro lado. Como
Antes de que ningún operario supiera nada, los delegados, Medina y el turco,
habían armado un sumario contra tres operarios. A Timme no le asombra que los
sucesos no lo hayan sorprendido. “Hace unos días me lo contó la viuda”, dice, “Medina
es banda de la triple a, el turco no sé, para mí es novia de milicos.” Juan hace una
mueca. La botella está vacía. Teo va a buscar otra cerveza. “Claro que también es de la
triple a.” Las palabras permanecen disueltas en la lengua. Salen con una bocanada de
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Cuando llegue el verano el pueblo del puerto entero olerá a cerveza e
verano. Con la cabeza en las almohadas oyen los disparos por las noches. Hunde una
oreja. Los sueños carecen de sentido pero ansían dormir. Un número los explica. Las
balas vuelan ajustadas donde todo lo demás es espacioso. Las orejas de los durmientes
son caprichosas, se aferran a los ladridos, a las maderas que crepitan. Confunden un
ruido con muchas otras cosas que producen estampidos. Las balas, en cambio, sólo
Una abandonada cocina económica está caída hacia un lado donde termina el
terreno. Sobre ella el árbol de moras baja su sombra violeta. El horno de la cocina ha
perdido el fondo —crecen tallos vinosos, se asoman, en las hojas amarillas giran pe-
Después de que Teo trajo la botella, Timme dijo que además la viuda habló de
que los próximos eran ellos dos. Los hermanos se echan un vistazo uno al otro. Timme
arquea sobre unos repollos. Las hojas exteriores son verdísimas. Las nervaduras muy
blancas. Lo verde es pasto. En el extremo de los dedos las pulpas están agrietadas y
percudidas.
Juan busca un cigarrillo. Él lo esperaba antes y sin ningún aviso. “Habrá que
Todas las mujeres contemplan los labios de los hermanos cuando hablan, porque
las estremecen sus ojos celestes. “Las misma raíces que te hacen vivir son las que te
“Eso, ahora, no nos va a servir para nada”, dice Timme. “No tiene que servir
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Ellos sabían que los tres hombres inculpados por Medina y el turco estaban a
punto de jubilarse. Pese a esto los echaron. La empresa estatal los despidió con el
pretexto que les ofreció el sindicato. “El turco inventó una pelea de tres viejos contra un
delegado. Y ni siquiera los policías de seguridad supieron que hubo una pelea”, dice
Timme. Juan se palmea los muslos. Pero permanece sentado y tira la cabeza haciatrás.
“El turco lleva la pistola para defenderse.” Dice que desde la época del pacto social
petroquímica de Ensenada, y allá hicieron lo mismo después de que la policía los cagó a
palos en el setentaitrés, los dos hicieron borrar a los peronistas más combativos.
En los pájaros que dan vueltas sobre las cabezas hay también mucha hambre. Se
posan en los cables y antenas y en las aristas volcadas de la cocina. Esperan a que ellos
tres desaparezcan. Sobre el viejo podrían posarse unos segundos. El viejo los observa
hombre. Hay unos trapos negros. Allí, sin destreza, cuelgan del cuello del poste. Sólo
por momentos el aire se vuelve ágil de nuevo. El palo clavado en el huerto es más alto
que el viejo. Han bebido tanto que el sudor también sabe a pepino agrio y ajo.
El Sapo había visto la lista. Sacaba semillas de girasol del bolsillo, las partía y
escupía las cortezas a los pies del turco. Las cáscaras saltaban hasta las botamangas del
pantalón. El Sapo se las señalaba al turco. Usaba el dedo de la misma mano que sostenía
las semillas. Antes de una asamblea el turco le mostró el papel con una columna de
nombres. Y le hizo la misma pregunta que a los demás. Después la asamblea no se hizo.
Quien se enteraba de que su nombre estaba en la lista sólo seguía haciendo sus tareas.
No se asomaba entre los asistentes. El Sapo le dijo al turco que era peronista desde antes
de que él tuviera pelos en las bolas, y que el turco debía llamarlo señor compañero.
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El Sapo le dijo a Timme que no le quería hacer huelga al peronismo, sino a los
“El Sapo ya está asqueado”, dice Timme, “pero no se va a hacer echar, dice,
“El turco se enloqueció cuando el Sapo ayer le dijo carnero, y entonces le tiró
con un mango de terraja en la cabeza, como no le dio se le fue al viejo encima, los
guardias miraban, los separó ese tano enorme de bombas”, dijo Teo, “Vas a sacar la
En el fondo del vaso de Timme queda un carozo con el cual mantuvo en la boca.
Enroscado con la lengua. “Van a hacer la asamblea con los que no están en la lista”,
dice. Sobre la cara de cuero sus labios flotan separados, habla y se escucha en el fondo
del vaso.
“El sapo tiene el miedo en el sobre del sueldo como lo tienen todos, además en
dos años se jubila”, dice Teo. Camina en círculos con el vaso torcido.
La tierra plantada por su abuelo es más ancha que larga —y la ha vuelto tan
negra que debe observarla con atención para encontrar las sombras de sus manos
cuando la trabaja. Pero el viejo se fía más de la tierra que de sus ojos. Teo recoge en el
comedor de la destilería las cortezas de pan y los restos de fruta en una bolsa, las
cáscaras de huevo, y pide en la cocina los cabos de las verduras. Y luego entierran todo
con su abuelo para engordar la tierra. También lana, algodón —hunden los brazos hasta
“Son como los chanchos”, dijo un operario para que lo oyese el resto de la mesa
y no fuese un error de las paredes del comedor. Teo le escupió el plato de comida. El
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“No vieron un chancho en su vida, pero lo usan para ofender, no saben lo que es
un chancho, sus madres tampoco vieron un chancho, las patas de las gallinas en la
carnicería les dan miedo a sus hijos”, dijo Teo aquel día, “lo voy a tirar de un puente.
Total, cuántos muertos de mierda recorren el mundo entero.” El hermano mayor se rio.
Más tarde, en la cena del comedor de destilería le dijo a su hermano, “de chicos olíamos
a rana hervida.”
Teo recordaba el tramo precoz del arroyo que después se atiborraba y nunca
llegaba al río. Se había convertido en un charco sin temblores, abetunado. Juntaban las
ranas en una bolsa de arpillera. A veces las olvidaban antes de salir debido al apuro.
Entonces metían aprisa las ranas en los bolsillos de los muslos y los de atrás de los
pantalones cortos. Las ranas se afanaban por escapar. Trepaban una sobre otra. Como
huevos en el agua hirviente. Resbalaban, y luchaban de nuevo. Teo las machacaba con
los pequeños nudillos porque le provocaban escalofríos por detrás de toda la pierna. Era
tanto el calor de las tardes que las ranas no duraban crudas dentro de los bolsillos, y los
“Los gallos de medianoche son peor que los perros que aúllan”, dijo siempre el
abuelo. Sobre los repollos ahora se tiende la sombra. El viejo camina de espaldas. El
semilla. Timme mete la punta de la lengua en las aberturas y chupa el líquido antes de
Los hermanos hablan entre ellos. Han comenzado a bajar los mosquitos desde
107
“Como no le hicieron paros ni a Levingston ni a Lanusse todavía creen que
“Mirá, si uno se convence de que ante lo malo sigue siendo una persona buena
es porque lo peor todavía no llegó”, dice Juan, “y encima la gente cree que en todos
lados del mundo somos todos iguales y a los demás les pasa lo mejor.” Enseguida se
bebe todo su vaso de cerveza con los párpados apretados. En ese lugar la piel fruncida
es ceniza. Juan golpea el vaso y los pájaros escudriñan desde sus sitios. Juan cree que ha
dicho una tontería grande y una tontería pequeña. Se ríe solo. Cuando se achispa y se le
apagan los chistes, las lagunas lo rodean. Timme saca la mano del bolsillo. Se le cae el
encendedor que Nadia le compró a la esposa del prefecto. Mira, pero no lo ve. Teo lo
levanta y se lo pone en la mano. Lo tenía delante de los ojos, pero Timme apenas se veía
camino, el perro de la fábrica. Está acostumbrado a los pepinos en conserva más suaves
seguridad laboral, cocina, maestranza, qué se yo, casi todos en toda la planta.”
“Hasta que vayan a la asamblea o sepan la lista antes de ir”, dice Timme, “ahí se
cae la mayoría.”
“No seamos tan pelotudos entonces”, dice Juan. “Todos saben todo de todos y
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“No”, le dice Timme, “te separan de Teo para boletearlos a los dos.” Se quedan
callados. Hasta hace un momento han tenido los vasos en la mano, ahora no saben hacia
preguntó Nadia.
Nadia cerró los ojos. Cocinó y luego leyó hasta medianoche. Se durmió con una
mano en los testículos de Timme. Apenas los cobijó estaban fríos. Esa noche ella soñó
con el caballo.
Teo encontró más tarde el sombrero que buscaba debajo de las fibrosas hojas de
las coliflores. “Hay que levantarlas pronto, pues ya asoman los cerebros.” Las hojas se
arquean en las puntas. Pero mantienen las cinturas ceñidas. El sombrero está aplastado.
Es de felpa liviana. Cuando Teo lo pone sobre la punta del palo, el espantapájaros
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El sueño
La merluza flota en el ojo de Timme. El ojo está recostado. Timme tira con la
punta de las uñas de las córneas hasta desprenderlas. Comprende que las membranas
que ha extraído de cada ojo representan dos ojos que desconoce por completo. Debajo,
merluza nada en silencio hasta el fondo. Una vez allí las tinieblas impiden verla. “Por
un rato el vacío no quiere verte más”, dice el sueño. Luego la merluza regresa. Rompe
el agua turbia impeliéndose con su cola silenciosa. Y observa. En el centro de los ojos
de la merluza flota agua que gira en rodajas, todas éstas fluyen a través del cerebro de la
merluza, enseguida Timme yace acostado. Las manos en la nuca. El día es soleado y el
cielo limpio. Los mechones se deslizan entre sus dedos como hojas de remolacha.
Levanta entonces el cuero cabelludo y palpa la cavidad del cráneo. Está colmada de
brillan en los ojos de ambos. Nadia corta las partes superiores e inferiores —arriba echa
sal y las deja respirando sobre el vano de la ventana de la cocina. Timme se ha cansado
de hablar, Nadia también de oírlo. “Cada uno tiene su pasaporte, yo me voy después”,
dice ella. Acomoda las hojuelas traslúcidas de papa en una fuente con leche. Los rizos
de las cáscaras están por toda la mesa de la cocina. Nadia le pide a Timme que le
Debajo del sudor y las venas de las sienes Timme aprieta cada vez más los ojos.
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“Sí”, dice Nadia. Timme sube la manga hasta la axila de Nadia. “Nos van a dar
una dirección segura, tenemos que esperar unos días”, dice Timme. Los labios atormen-
tados le elevan la frente pálida. En el cuadrilátero de la ventana cuelga una pollera color
espinaca.
La mujer que prende las ropas de la soga habla para sí misma en voz alta. El sol
es borroso y frío. La pollera, una blusa, un camisón. La blusa tiene manojos de flores
desvaídas. Nadia se abolla los ojos cerrados con las muñecas. Una de sus manos termina
cebollas respiran por la boca. Sus labios son cristalinos. Nadia saca entonces el pez de la
olla con agua helada. Algunos granos de sal gruesa, en el agua, se han vuelto granos
color de arena. Se pegan en las manos. Brillan plomizos hasta que se secan.
adentro. Perdida, más que profunda. Nadia la busca. Hurga en el vientre abierto como si
fuese una hendedura palpebral. Estira las tripas hasta que se desprenden. Y ahí no está.
En los tubos sanguinolentos tampoco hay nada. Los tira. Inspecciona la carne completa
del abdomen, palpa. Empuja un dedo al interior, corre por las ligaduras de la médula.
La primera vez que Timme abrió la ropa de Nadia conoció el vientre más blanco
que jamás había visto. Nadia se rio. Los nervios le erizaron la piel más que el frío. No
hizo ruido, no respiró. Cuando oscureció ese día, los brazos de Nadia ardían rojos de sol
intersecciones de madera que trababan los cuatro vientos del techo. Las estrellas del río
transitaban las figuras, pero aquellas vagaban desnudas en el cielo. A Timme tanta
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Nadia separa la cabeza del cuerpo del pescado. Guarda la cococha en un pocillo.
afilador hace sonar el flautín, cualquiera de los dos acerca los mejores cuchillos y la
tijera italiana que llegó de contrabando. Nadia dice que el afilador es como un pájaro.
“Pasa nada más que en primavera y verano.” El resto del año, ellos utilizan una laja gris
de piedra para afilar. La carne del pez y las cebollas tienen el mismo blanco lustroso. La
sal depositada en el fondo del agua se remece en los ojos de Timme. Nadia abre las
puertas de la alacena. Rebusca y remueve olores. Timme vierte el agua. Los bordes de
los granos se han puesto ocres unos y otros marrones. “Entonces no sé para qué
Nadia se ríe.
“Siempre que discutimos este tema es como hablar con un nene”, dice Nadia.
Hostiga a cada palabra de Timme con una sonrisa benévola. “Cocinar, lavar, llorar por
los alumnos más dejados y trabajar en un puto colegio de curas, amasar pan con barro,
“Más fácil es hacer de cuenta de que no se sabe nada de lo que pasa, no”, dice
Nadia. La ropa colgada oye. La vida que ofrece la espuma de las cebollas, la sal, las
tripas de pez, esperan un momento. Timme expulsa una explosión de aire por las fosas
nasales. Es risa. Y esa risa también se abre en la garganta, pero no es su risa. Es costrosa
y rajada. Ira alta. Más alta que él mismo. Sonó el despertador. Timme lo apaga y saca la
otra bandeja de leche y papas del horno. El líquido burbujea en los bordes. El pimentón
forma glóbulos en la membrana de crema y las cebollas pellizcan a los globos oculares.
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“Nos metemos en la cama porque nos embroma el corazón, nada más”, dice
Timme mueve los dedos en círculos. Los guijarros prolongan sus vestigios en la
carne de los dedos. La casa y la noche están dormidas. La cama y Nadia corren con
líneas escuetas y arrinconadas. Él estuvo muerto. Y los lugares donde yació tirado no lo
Nadia se queda bajo los cabellos. Piensa que la larga brizna de pasto era un cabello de
Nadia. Aire y hebras forman rollos. Tan cerca, la respiración de Nadia inventa el gusto
del aire para Timme. La noche tironea la ventana. Y el libro abierto, que había estado
leyendo Nadia, también duerme con la boca abierta. Las hojas pasan. En las manos de
lejano, parco, pero tangible. Tomó lleno de preocupación la cadera de Nadia. La atrajo.
Cerró los ojos, pero los abrió de inmediato. Recordó la percepción de la brizna de
hierba. Era tan pesada que distorsionaba el pensamiento. Timme deja una mano
apoyada. La oscuridad opresiva tiene color y Timme lo aprieta con los párpados. Pero el
en cambio, duerme tan lejos, que su cuello está liso. Y dormida habla un extraño idioma
de estrellas, plantíos y grullas. Nadia sólo regresa para tragar su respiración de espaldas
La esfera del reloj viaja fosforescente en la noche del dormitorio. Durante el día,
los números verdedorados y mudos están de pie en la cocina. “Odio ese despertador”,
dice la hermana de Nadia cada vez que lo encuentra en la cocina. Siempre que la visita
lo cubre con un pañuelo. “De quién era el pañuelo”, dice, Nadia la mira sin responder.
Shura sostiene las flocaduras con un dedo. Dice, “son las mismas del vestido de la
muñeca gitana.”
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Timme ha tomado su risa por un estertor. Ésta está llena de copos por fumar
tanto. Nadia se ha quedado inmóvil delante del cuerpo del pez. Ha envuelto la cabeza
seccionada en papel de diario. Tiene las manos apoyadas en la tabla de cocina y dice,
“Timme yo sé que no somos sólo para nosotros, sé también que es un mundo de cosas
aterrador, no tengo esperanzas suficientes para tus temores y el mío juntos.” Nadia
que excreta dentro de las fibras de la madera. Ha contraído los dedos de los pies cuando
oyó un paso de Timme. Nadia se achata los cabellos con el dorso de la mano. “Todo lo
Timme no la entiende, pero sabe lo que Nadia dice. Luego se da cuenta de que
ella no se dirige a él. De nuevo está muy alejada, como cuando duerme. “Lo primero
que hicimos fue dejarnos sellar la frente, pensamos que éramos valientes y sólo fuimos
dóciles y estúpidos”, dice Timme. “No, de qué hablás”, dice Nadia, “no es así, a veces
mentís sólo para deshacer la política, como si fuéramos dos pibes de secundario. Si te
creyese debería irme ya.” De pie, a espaldas de Nadia, siente las manos de papel.
Arrastradas haciabajo por las piedras y la tierra aglutinadas bajo el cuero cabelludo. A-
cerca la silla y la pone al lado de Nadia. Una vez sentado ve que las piernas de ella se
ponen rígidas. “Quedémonos, por favor, vamos a ser mejores acá que en cualquier otro
“Y vamos a poner petunias en la ventana, no”, dice Timme, “nos van a meter
piedras en la panza y nos van a tirar en la boca del dique. En cualquier otro lugar mi
trabajo en destilería nos compra una vida como la gente, mejor que como la gente, yo no
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Mira los ingredientes que le quedan por delante. El pantalón flojo de Timme
suelta hilachas en algunos lugares de las costuras. Al lado de la cocina las botellas de
leche tienen trapos en los golletes. “Quedarnos, para vos, no es un pacto con el mal, es
una cuestión de salario y compra de tiempo de vida”, dice Nadia. Apoya las manos
sobre un lado del pescado y prensa. Las hendeduras donde las escamas estuvieron
adheridas tejen un reticulado. Debajo de las manos de Nadia brotan luego como
impresiones rojizas y arborescentes. La red plateada de la piel muerta es más grande que
el pez. Ocupa el aire de la cocina, la casa, las ropas al socaire del voladizo. El infinito
que asciende la abruma por un momento. Nadia aparta la mano de golpe. En la tabla de
madera una mucosa blancuzca enjabona los cortes hechos al pez. La muerte es
indomable y al mismo tiempo dócil. Las moscas van con sus cabezas de bayas a buscar
serenidad, pero Nadia las ahuyenta. Los dedos menudos se le han puesto viscosos.
Abofetean el aire. Dentro de los dedos Nadia sigue vibrando. El gusano atrapado en la
tambalea. Cómo puede temblar, así, un castillo de naipes sin desmoronarse. Desde la
silla Timme toma el paquete con la cabeza del pescado. “Por qué no hacemos un caldo
Los camiones que van hacia el puerto hacen vibrar las paredes. Como si allí se
modos saben que ella está en su camino. Saltan haciadelante sin necesidad de pensar.
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Estiran el agua fruncida y desaparecen. El mar es inmenso y está oculto en el agua,
mientras los caminos de los peces son angostos. Y sin quererlo aceptan a la luna
recóndita.
Timme de pronto arde de furia. La silla le quema el culo. La luna enloquece a los
peces, sin embargo, los que se apartan de ella y de su camino mueren jóvenes. La
cabeza triangular que sostiene en las manos sigue con un ojo los ojos de Timme. Timme
hunde con el dedo el ojo del pez contra el fondo de la cavidad. La boca de la cabeza se
entreabre. Son tan delicados los dientes que el aire no los percibe y sigue de largo. Las
agallas parecen el interior de otros labios. Timme pasa el mismo dedo por adentro de
ellas.
Cuando unos días atrás se despertó por la mañana Timme tenía dos deseos en la
cabeza, uno era negro, pesado, el otro apático. Aún lleno de agua debajo de los
párpados. Su mujer estaba dormida con los talones juntos. La noche se le había vaciado
disimulada debajo del pelo inundó centímetro a centímetro su miembro. Pero su mujer
era un ovillo de fría tierra radicular. Olía a zapatos húmedos. Olía acre y dulzón, a
banda de palomas.
La cabeza del pescado está sentada observando desde la almohada. Mira tuerto.
Timme dejó el papel de diario sobre el cubrecama. Timme tiene los ojos
desordenados.
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La cabeza impertérrita del pez, no se puede concentrar en ningún objeto. Timme
se queda dentro de sus ropas flojas. La piel le quema y querría estar desnudo. También
desligado de su cabeza.
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Miedo a las alturas
En las cimas de las torres de la destilería el viento ejerce el lugar del silencio.
Los días en los cuales el sol se adhiere a la superficie del río los ojos son fáciles de
resquebrajar. En las torres, tanto el viento como el silencio de los operarios ajustan la
piel contra los malares. En las plataformas de las torres, los rellanos y los puentes,
cuando el aire también deja de ser claro y ardiente, los hombres extrañan la tierra firme.
Y un poco antes de que haya entrado el invierno, los operarios ya han empezado a
trabajar deprisa y con desconfianza. No se fían de lo que ellos mismos hacen. Demoran
compañero los examine con la mirada. Los días de lluvia azotan. Enceguecen y nada los
fatiga más. El agua se va negra de los impermeables debido al tizne. Unas medias lunas
bituminosas marcan las planchas de metal y señalan donde estuvieron parados hace un
momento. El hollín es pesado, graso y pegajoso, y está lleno de reflejos. Sin embargo la
gota más gorda de hollín es miserable. Desmenuza el acto de respirar y flota en el agua
reciente. Los charcos viejos, en cambio, están dados vuelta, su fondo sobrenada reseco
la superficie de tizne. Una vez que el agua se va el hollín no se evapora. Se queda con
los hombres, con los poros, en las conjuntivas. El hollín no tiene alturas ni
profundidades. Es un único llamado diario a las uvas, las ciruelas, a las hojas de carne
lechosa. Se aboca a corroer la vegetación de la ribera. Pero la vegetación del sur es tan
Los operarios ascienden las escalerillas con las piernas como hilitos porque el
viento les envuelve los pantalones. Los hombres no oyen siquiera sus propios pasos. Y
aquellos que añoran demasiado ese ruido se marean. Nadie se lo explica jamás al nuevo
que subirá por primera vez. Los nuevos miran haciabajo como si allí estuviese la justi-
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ficación de su jornal. Y también como si el vacío fuera un gran desperdicio de dinero.
Entonces sus compañeros le golpean el casco. Y con la boca pegada a la oreja del nuevo
hablan. “Todo bien”, preguntan —y sin esperar la respuesta dicen, “ya lo sabía”. Pues
aunque las alturas también sean un escondite, no quieren estar arriba más tiempo del
necesario. Ya que tampoco los operarios más viejos aceptan sus mareos. No los
catalítico, “acá todos son tan fuertes como el desayuno que llevan en la panza”, dijo. Era
uno de los primeros días de Timme y él pensaba que si alguien cayese al vacío nadie
oiría nada. Hace unos días atrás la viuda se acercó a Timme bajo una de las torres, “acá
todos son tan fuertes como el desayuno que llevan en la panza, pero a vos desayunar
cerveza te está poniendo cada vez más descuidado.” Arriba, cada nombre es un silbido.
Los trabajadores poseen señas y cuatro colores para todas las tareas. Sólo los ingenieros
tienen derecho a intercomunicadores. Pero todos alguna vez, por un reflejo inútil,
hablan por fuerza de la costumbre. Por esto también, y sin ningún disimulo, conocen las
Desde lo alto se ve más río que tierra. La ribera plana, nada oscurecida, va como
un fuego viejo desmadejado por la fuerza del viento. Y el viento recto, que se desliza y
adhiere al humo lanoso de las chimeneas. Dicen también que durante los días más claros
aparecen la otra orilla y el otro país iguales que manchas provocadas por los parpadeos.
Si fuera posible fumar tal vez entonces los hombres se quedarían a observar ese
horizonte. Esos días el cielo amanece color fuego, el agua, vil, y el río, barro amarillo.
Después crece el día y el río le parece a los trabajadores una vasta superficie desecada.
Los techados monocromos están ahí para todos. Pero las casas, al oeste del
puerto, atraviesan los ojos de los trabajadores sin ser advertidas. No tienen idea de que
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las casas los acompañan, de que el pueblo circundante no está diseminado, no es rojo ni
verde, no hay gente sino cajas gigantescas —porque tampoco se dan cuenta de que no
cada paso se entregan al peligro, pues todo, como la respiración, está amarrado al vacío
del aire.
Arriba el peso del trabajo termina cayendo en las piernas de los hombres. Las
vuelve placas contraídas ya a mitad de altura. Los muslos les tiemblan disfrazados por
el esfuerzo —y después andan tanteando con los pies. Igual que aves zancudas, a lo
largo de las barandillas. Las aferran para darse un respiro. Las manos mugrientas y los
dedos enroscados sudan dentro de los guantes. Timme cuando está arriba piensa que sus
deseos van a cumplirse. Como siempre suben de a dos él se siente más confiado. Así
puede pensar tanto en el peligro como en sus anhelos. Rara vez recuerda el asta.
Una mañana, en las alturas, vio una avispa dorada volando sobre su cabeza.
Hacia el sur descendían las arboledas verde fuego. Timme se sacó los guantes de trabajo
“Un día me voy a matar para que no se me resbale”, dice Juan. Cada uno, con
Timme, se mete un diente de ajo en la boca y beben ginebra de una petaca. Juan la lleva
“Los ratones entierran al gato y en la oscuridad toman vodka, no”, dice Timme.
“Sí, así era el cuento”, Juan escupe haciabajo. “Falta el ciervo que no encuentra
comida”, dice.
El miedo a las alturas roe a los hombres como un ratón cómplice, porque les da
preparada. Con sus herramientas, sus premisas y el horario regular de cada subida. El
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ratón está ahí. Siempre está ahí. Mientras los hombres organizan el trabajo ellos retozan
entre las costillas. Pero cuando se ponen en marcha ellos mandan y los hombres son
en especial un nombre. Todos los trabajadores saben cuándo decir “apurate” sin que
Cuando los operarios practican sus roles en los zafarranchos de incendio todos
los ratones se ríen a carcajadas. Cagan sus pequeñas risas. Dejan de roer por un
momento. Y entonces la risa los enfrasca. La risa es el miedo más férreo en cada roedor.
La risa de los ratones se alimenta de los recuerdos imborrables y debilita los recientes.
hacen cosas de gran valor. Por dentro son humillantes y duros con ellos mismos, en
cambio por fuera son cobardes y serviles, pero parecen toro lo contrario. Mientras los
ratones corroen ellos engrasan, conectan tuberías o hacen muescas en las herramientas.
Piensan. Ajustan calces angulosos, cierran los pasos. Aterrajan. Son para todo las camas
de sus ratones y tratan de engañarlos con el tictac de la noche. Pero los ratones roen el
en sueños. Vino al mundo años más tarde que el asta del patio de la escuela. Después,
madrugada Timme se quedó dormido, nació el ratón en su corazón. Alguna vez fue
labios eran cabellos rosados. Y cuando emitía sonidos chillaba. La mayoría de los
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trabajadores también sabe que lo mejor es callar y conservar lo que ya se tiene en el
corazón.
Juan y Timme han trepado la escala sin mirar haciabajo y todavía sudan con
mayor profusión. Cuando se les seque el sudor los invadirá el viento frío. El trago de
Timme suelta gusto a miedo en la boca y a euforia en la frente. Un sorbo más quitará el
los techos más altos del pueblo. Falta aún para que puedan verlo andar por las calles. El
humo de las chimeneas todavía lo empequeñece más. Juan y Timme han controlado una
junta de tubería en la torre, a la altura del refinado de las gasolinas. Después realizan
todas las rutinas automáticas. El día no tiene ímpetu suficiente para meterse debajo de
sus viseras. El sol vive en las barbillas. Antes de bajar vuelven a tomar otro trago. “Así
Abajo continúan andando con los pasos emplomados por un buen rato.
Los camiones cisterna entran vacíos y resuenan por las primeras estructuras.
En los terrenos de la planta hay césped sembrado como en ningún otro lugar del
pueblo del puerto. Un tractor lo empareja regularmente. Apenas termina el otoño el frío
agrietado sube por las nervaduras de los pastos y las deja marrones. Las cuchillas pasan
pálido.
sembrados. Rodea los gigantescos depósitos y comienza por el lado más lejano, dónde
los hombres no tienen trabajo qué hacer. Más allá los cuíces vigilan sus crías ciegas
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Cuando no hay nadie en las torres ni en los puentes sólo el humo se enarbola.
Muchos obreros llevan los cascos en la mano porque recién acaban de hablar entre ellos.
Cuando discuten en grupos se descubren, pues la seguridad de los cascos estorba. Soste-
niendo los cascos sienten las manos vacías, tienen los cigarrillos en los pantalones y
rascan el piso de cemento con las suelas. El capataz quiere que regresen al trabajo. En
cambio los hombres esperan que el capataz se calle para terminar su reunión. El
tractorista gira el vehículo y arrastra haciarriba otra vez la cuesta segada. Y el pasto
obedece sin interrupciones. Se eleva y aleja de los ojos. Al capataz lo atasca la soledad
tractorista trabaja, llega hasta el último talud y frena delante del río agazapado.
“La asamblea de ayer no es legítima, así que el paro no va a salir”, dice Medina.
en ir.” La nicotina en los dientes de los hombres se vuelve vellosa entre los labios. Los
que llevan correaje de seguridad lo pisotean sin ver que cuelga y tironea. No se pueden
mover. Entonces alzan los pies sin mirar y liberan un extremo. Todos quieren fumar.
“Por qué, la empresa del Estado nos va a regalar un auto a nosotros también.”
Nadie se ríe, en cambio todos comprimen los labios como conejos con ceños de perros.
“El gremio no avala a gorilas ni a paros gorilas, acá, en la planta Dock Sud, no
se va a hacer paro.”
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“Si serás bien hijo de puta Medina, acá los trabajadores sabemos de quién sos
hembra y buchón, andá a decirle al jefe de planta que el lunes arranca un paro nomás.”
El capataz dice que arranquen el paro el lunes pero ahora vuelvan a trabajar.
“Medina vos sos una oreja que tenemos metida en los bolsillos, vos y los diez o
Los hombres han rodeado a Medina, lo separan del capataz. Éste sale andando
apresurado. En el césped aún sin cortar andaba como encima de tacones. Las ropas
entrechocan las correas y los equipos. Las puntas de los zapatones apenas pueden
moverse sin dejar de rozarse. El frufrú de los paños bastos es áspero. El delegado abrió
los ojos para llevarse todas las caras y medios rostros apiñados alrededor de él. Pero no
pudo girar hacia sus espaldas, varias manos lo tomaron firmemente de los hombros. Le
empujaron la nuca haciabajo. Resistió, pero no era más fuerte que un pedazo de pan
duro. Uno de los que lo tenían tomado le sacó la pistola que llevaba en la cintura, debajo
del chaquetón.
“Igual que el cagón del turco, Medina, no. Cuando todo esto se pudra ya
sabemos que te vas a calentar el dedo en el gatillo. Ustedes van de noche y siempre por
la puerta de atrás. Aprovechá el paro para seguir haciendo el listado de tus propios
Entonces rieron carcajadas. Medina se había dejado caer de rodillas en el asfalto. Entre
varios lo pusieron de pie. Enseguida empujaron al delegado hacia afuera del círculo.
Dos hombres le patearon el culo. Tan fuerte que lo hicieron caer de nuevo haciadelante.
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Apartado, el tractorista se enjuga la frente, mira el río. Y aunque el invierno le
queme la frente, los poros traspiran alcohol. Ahora la noche anterior le empapa el
ponerse el cigarrillo que jamás enciende en la boca. Lo hace rodar entre los labios. El
motor desprende bocanadas regulares, las ruedas giran, el hombre tuerce el volante a la
Por la calle de entrada llega el capataz con la guardia de la planta. Han elegido
no venir a través del camino más corto, cruzando los taludes contra derrames y los
conductor abre la puerta y observa desde de pie en el estribo. Dos bomberos también
observan desde una toma de agua, sus siluetas son tan endebles que desde su sitio todos
El que tenía el arma de Medina la tira al piso, entre los dos grupos. La pistola
gira y se detiene cerca de la llave. Todos miran los dos objetos. La llave es flaca. La
viuda da unos pasos hacia el arma. “Se parece a la de ustedes, no, viuda”, dice alguien.
El grupo se abrió. Todos querían ver mejor. La voz detuvo a la viuda que miró al grupo.
Otro policía adelantó a la viuda para tomar el arma. “Sacale la llave a ése botón
pequeño, tiene las orejas muy extendidas. Observa al policía que se dirige a recoger el
arma. La carne le ha desaparecido del cuerpo, el uniforme le queda grande. Mira la llave
sujetada a media altura. El operario levanta la llave sobre la cabeza y golpea la pistola.
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El operario se pone la llave en el cinturón.
El capataz pasa por un lado del delegado y llega hasta los trabajadores, “el que
sean pelotudos entonces, los delegados se van a ir algún día”, dice el capataz.
persiste la crema picante del ajo. “Y los que gobiernan y los que van a venir a gobernar
después, cuándo se van a ir, querés que los esperemos también”, dice Juan.
inexpresiva en el rostro del capataz. Ni el rostro ni la voz tienen la culpa piensa Timme.
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Las dalias
La mañana del viernes, dos veces al mes, el policía pasea con una mujer. La
calle siempre es la misma. Ancha, Belgrano, en Avellaneda. Sobre ella el cielo es chato
y los árboles esferas bajas. Apenas antes de las diez en las copas de los árboles se
extinguen unos tañidos. Algunas pocas mujeres hacen compras ya el viernes para el
civil y la mujer se encontraron anoche. Bajo las luces de un bar. Las luces parecían
pinochas de abeto. Flotaban, jamás caían. Y todo el interior el bar bajaba trémulo desde
ellas. La mujer ha recibido esta mañana unas dalias frescas. Las lleva enganchadas en
un antebrazo. Las dalias y la mujer llevan la misma sonrisa, el viento levanta a ambas
desde los bordes. Los tallos son largos y sobresalen. Se enzarzan con la tela de la pollera
y el viento. El dedo amarillo de las dalias señala los frentes de las casas. Esos viernes el
policía y la mujer pasean hasta el almuerzo. Pero este viernes el subcomisario vio las
dalias y las compró. No lo hacía habitualmente. Contra las fachadas en sombras las
dalias flotan como la boca de la mujer. El rumbo de las nubes también va en la misma
dirección. Y entre las dalias y las nubes se visitan los pájaros. Los pájaros se miran de
perfil y vuelven a impulsare con las alas. Detrás de las nubes está el cielo azul. La mujer
habla sin detenerse. Las dalias la acompañan, y adelante las copas de los árboles y las
sus oídos que el viento acentúa aún más. Genera una oquedad alrededor de la cadena de
latidos. El tránsito cesa por un momento y desde la mitad de la cuadra de enfrente cruza
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corre. El hombre que acaba de cruzar se acerca en sentido contrario a la pareja. La
mujer, por fin, logra que la risa del policía sea grande. Entonces las risas de ambos los
hacen detener y con los ojos acuosos vuelven a andar. Después de reír así se titubea. El
joven, que va detrás de ellos, se aparta un poco hacia el costado de la línea de pasos. El
joven que viene de frente le dice al subcomisario “buen día”, la mujer no ha escuchado
subcomisario también quiere escuchar. A dos pasos el joven saca un arma y le dispara al
dispersa pelusilla. El viento toma todo en ese mismo instante. Y el disparo arranca la
nuca entera y placas de cabellos desde la coronilla. Los retazos de huesos unidos por
cuero cabelludo quedan colgando de la piel superior del cuello. El policía se desploma
vuelve a mirar. El otro que viene detrás se hinca y como un rayo extrae el arma de las
ropas del policía. La mujer grita de pie aferrada a las dalias. El joven arroja sobre el
Observa a la mujer. Le lanza un grito estridente en la cara. Gira y camina deprisa, con el
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II. Persona
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El orinal
Para que Ana pudiese orinar como los demás niños, de pie, en el borde del
muelle, ellos la sostienen de los hombros y por lo general evitan tocar la joroba.
Cualquiera que toca la joroba se convence de que es de madera. Y por tanto que
las costillas y la cadera alta de Ana también son de madera. Y que la madera crece por
obra de bultos resbaladizos bajo la carne. Tocar la joroba los pasma y les anquilosa los
brazos. O bien, los hace alejarse y reír. El día anterior a la risa quien no había reído
nunca al tocar la joroba, le temía. Tampoco saben si tocarla trae buena o mala suerte.
Cuando ríen Ana dice, “pelotudo.” Y el cachetazo se agarra también de los mechones de
pelo.
Para mear de pie Ana se deja hacer. Y arquea el torso haciatrás. Levanta la
pelvis para apuntar mejor, y lo más lejos posible su reguero. Tiene las piernas hasta los
hombros. La sonrisa pastosa, las pestañas espesas, Ana pierde entonces las mejillas
entre ambas líneas de dientes. Corre la bombacha con dos dedos. Es lo que todos los
Ana tuvo una muñeca que extendía todos los dedos de una mano y en la otra
mantenía dos dedos juntos. Los tres dedos plegados formaban un nido rígido. La
muñeca no tenía calzones. Sino apenas un ombligo liso y sosegado. Cuando era pequeña
Ana había pintado los calzones con el esmalte rojo de su madre. “Una bombacha roja es
lo mismo que andar desnuda, Anya”, había dicho su madre. Y aquello que las mujeres
usaban en el pueblo para resaltarse siempre era rojo. Más tarde tachó el ombligo de la
Todos los niños, sobre el bordillo de hierro del muelle, anticipan que escupir no
hace ningún ruido sobre el agua del dique. Producir estiletazos o impulsar el escupitajo
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en parábolas no produce diferencia alguna. Los salivazos se quedan allí abajo, verdes o
hidrocarburos. Los chorros de orina son bebidos por esa nata oscura. Gelatina, que
produce burbujas estáticas de gas o costras. Nunca revientan, sino vuelven después a
El pelo caído con los ojos, la nariz orgullosa. Ana mira con la cabeza inclinada
A veces el primer goteo chorrea por el interior de los muslos. Cae en los pies
abierto. Los otros lo llaman escoba de vieja porque Ana lo abanica en el aire. Arriba la
risa de Ana es de gallinas y es, también, contaminante. Todos los demás van a rastras de
la risa. La risa circula por su cuerpo como una efusión autónoma —respira, parpadea,
Muchas veces se roza con los dedos al orinar la protuberancia esférica. Que
también le provoca risa. Una risa ahogada que no puede dirigir con la cabeza. Y como
esa risa para Ana es una risa íntima, siempre terminaba haciéndola reír de más delante
de los otros chicos. “Qué risa”, dicen todos, mientras todos ríen sin poder contenerse.
Durante la risa Ana junta las gotas en su conducto para que formen un surtidor. Uno que
no sea necesario ni esperar mucho ni que haya que atraer con siseos. Aunque no siempre
lo logra. Y los demás niños entonces soplan aire entre los dientes torcidos, sin suerte,
Cuando al fin el animal desea rociar, las piernas de Ana, infiltradas de venas
azuladas, empalidecen y los huesos se vuelven más prominentes. Pero a los niños nada
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les llama más la atención que el mear casi sin conducción de Ana. “Te falta un caño
así”, le decían. Los que orientaban los hombros de Ana no tenían buena visión. Y el
resto, como la cornisa del muelle era el límite, no podían ver más que el costado
empinado de la cadera de Ana. Pero, desde que Ana los había visto, los tubitos le
resultaban graciosos. Hundidos con sus picos en las cabezas de polluelos. Algunos
chicos sueñan dormidos que con su chorro alcanzaban el otro lado del puerto. Narran el
sueño con la cabeza en alto. Ana, en cambio, soñó una vez que no podía detenerse. Las
calles se inundaban y las gallinas navegaban paradas sobre las tablas del gallinero. Ella
Las grúas se remolcan sobre ruedas altas, con los bordes bruñidos por el
desgaste. Giran sobre rieles de trocha especial. Mucho más ancha que la más ancha del
ferrocarril.
Las grúas inglesas, de hierro inglés tienen costumbres inglesas. Las cabinas de
madera de los operadores alzan sólo dos ventanucos de vidrios repartidos, sin que en
ellos quepa más que un rostro. El mirador de carga es más amplio, está delante de las
palancas de comando. Todas las caras de los operarios de grúa están obligadas a ser la
primera alma antes del amanecer. La primera alma en el muelle de cereales. La primera
Ana evita encontrarlo, pues el padre no quiere que Ana suba y baje por el puerto.
Haga equilibrio con los niños en las molduras de hierro de los muelles —que también es
rojo hierro inglés. El padre dice, “deambular.” Y por esa palabra Ana imagina gallinas
rojas. Nubes rojas y pastizales de color oxido. Las colas de las gallinas huyen siempre
hacia la espesura. En todos los rincones de la laguna hay una gallina roja. El eneldo
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Después, de noche, en la laguna, las ratas se aparean flotando sin el menor
esfuerzo, y cruzan el agua impulsándose con la vibración de las cañas. Paras las gallinas
las ratas están volcadas como lechuzas. Entonces las ratas nunca vuelan solas. Y las
noche. La tierra bajo los vientres plumosos es negra. Las gallinas ven la luna avanzar a
través del cielo, y la tierra permanece inmóvil. Ahora los ojos de las aves son rojos. Y
ya no abandonan ese color. Al caminar se han separado unas de otras. Han trastabillado.
Han deambulado tanto que están espetadas e hirsutas como el maíz. La brisa nocturna
Muchas veces la cabeza de Ana se duerme incluso adentro de sus ojos abiertos.
134
La verdad tiene patas cortas
hace compañía.” Recorridos por cicatrices serosas, los dedos del alumno se desplazan
suciedad está cinco veces en cada mano. Detrás del escritorio Nadia lee. Las hojas
salpicadas del cuaderno terminan con la última palabra. Las que continúan en blanco ya
fueron rozadas por dedos, los cantos del papel están negros.
hay naturalidad en escribir como sí en escarbar. Escribir está invadido por actos
invisibles. Escarbar, en cambio, deja hoyos y tierra revuelta. Deja, también, las manos
rasgadas, arriba y abajo. Gusanos, orugas, caracoles, larvas. Y el polvo cae de nuevo
sobre la tierra. Los perros se acercaron a olfatear en los agujeros que el chico había
hecho con las manos. Delante de sus ojos el tarro de lombrices aumentó. Hirvió. Los
pensamientos pasaban el tiempo charlando con las lombrices. Cuando el chico tapa a los
Las letras sucias tiran siempre su trazo haciarriba. Entonces las letras sacan de
abajo, humean. El humo es lento y aireado. Y cuando el humo viene hacia los ojos no se
puede ver. Nadia cierra los ojos. Los aprieta más fuerte. Allí está Timme, de pie. Bajo
De nuevo, la cabeza del alumno ya no está ahí. Se muerde los dedos, y hace a los
bordes remordidos aún más escarpados. Apenas la incredulidad puede crecer más ro-
135
Nadia lee.
Mientras escriben todos los alumnos están cabizbajos. Hoy no, pero mañana
Nadia, tal vez, tenga más ganas de hablar. Todos son dueños de hablar, pero en la
escuela todos hablan a la buena de dios. En el día entero crece el musgo del
aburrimiento.
Nadia lee.
Piensa en Timme bajo la lluvia, una lluvia donde las ramas se revuelcan. Y la
lluvia sube también a los tallos desnudos. La lluvia que se precipita envejece diez años y
sostiene frutas marchitas —en las mismas ramas y en los mismos tallos. Nadia es
incapaz de arrancar nada. Envidia la mentira de Timme. Quiere una mentira también
para ella. Una mentira que ponga en marcha al tiempo. Las gotas golpeando las mejillas
y los pabellones de las orejas. Los alumnos también mienten con su garrapateo, su papel
Nadia lee.
Llueve, incontables moscas que ascienden del barro. Llueve arena reseca y
fluida que araña a Timme. Llueve y aparecen caras de dos días, dientes de dos días,
barbas de dos días. La lluvia puede ser cualquier cosas menos lluvia, lluvia verdadera.
Hollín, cascos, o crines —Timme envuelto por su propia mentira. Nadia sabe
que la mentira es otra verdad, que si arranca también una fruta fresca de la lluvia pierde
entonces el rostro que imagina. Sabe que la imaginación posee un poder que aquel que
imagina no tiene. Y sabe que el niño guarda un secreto con el caballo. Y Timme uno
con él mismo.
Los pómulos del chico son elevados, los ojos hundidos aguantan la frente
tables para Nadia. Ella misma es, tal vez en realidad, el mayor secreto para Timme.
136
Pues los secretos de Timme jamás la involucran. Nadia deja la tarea del chico sobre el
escritorio. El caballo muerto envejece como si fuera algo al otro lado de las paredes del
atrapada. Pero Timme no aparece en ninguna de las diez líneas escritas por el alumno.
La lluvia se olvida durante semanas del puerto. Donde quisieron arrastrar al caballo
también mueren los días. La calle cuenta los pasos de cada uno de aquellos que pasan
disminuyendo sin perder su nitidez. Allá, cerca de la esquina. Hombres, mujeres y niños
se detienen ahí a lo largo del día. De a uno, a veces en parejas. Y los niños en grupos, y
los perros que los siguen, revuelven entre los desperdicios —temprano, por la mañana,
todo es azul o a veces descolorido. Y ese color reducido se torna huesos y harapos entre
la basura. Eso lo sabe bien la vida. En verano el sol azoga los cuellos. Y los hambrientos
hecho más valioso que las existencias de las personas que buscan en ella. Las personas y
la basura, también al amanecer, apenas parecen hechas de gas seráfico y luz vidriosa.
Apoyados en las ruedas, los carros arrastrados por caballos cabecean como botes. La
sombra del pescante sacude las riendas y en la profundidad desleída los perros se
137
El agua es terca y triste
maleable. Todo lo que Ana, José Maneiro, el chico o los demás arrojan, el agua lo traga
Si alguien se ahoga debajo de esas aguas, ya nunca llegará a saber que está
muerto. Un muerto así está libre de objeciones. Pero luego, por ellos, las lanchas de
Después, satisfechos por el momento, los prefectos yerguen los bicheros por encima de
las gorras. Rayan el fondo del dique de una punta a la otra. Si sacan a flote un cuerpo, la
proa se empina cuando los hombres lo izan. El bote es un ataúd trapezoidal, donde a
medida que pasan las horas los cigarrillos se vuelven una fortuna.
En cubierta los muertos pesan más que los vivos y siguen todavía ignorantes de
su destino. Pues la mayoría de los cuerpos lleva aún en los bolsillos objetos sin perder.
los prefectos las devuelven al agua. Porque las monedas sin cara son del agua. Sólo
Nadie reprocha a los relojes pulsera que no den ya la hora. Aunque sean los
relojes lo que más aprecien los tripulantes. Ya que todos ellos también tienen un reloj en
Después de subirlos, a los muertos aún les queda río en los ojos. La muerte del
dique siempre se toma su tiempo para escurrir. Viene con cuajos de óleo y barro. Y
siempre a primera vista es engañosa. Sinuosa por arriba y tensa por debajo. Los
prefectos ven enseguida a la muerte aglutinada debajo del cabello revuelto. Sienten que
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sus sienes rapadas los alejan de ahogarse. Tapan al muerto con un paño grismarrón,
híspido, enmarañado por todas las veces que lo usaron. Pero los prefectos cubren al
muerto por ellos, no por el muerto. Muchas veces los muertos no tienen nube alguna,
embargo, al principio la sirena demora en crecer dentro de las cabezas a lo largo del
dique. Primero debe dejar de hacer círculos en los estómagos de los hombres de la
embarcación. Entonces los prefectos se vuelven hacia la borda para poder fumar.
La muerte es puntual.
Ropa, sacos cortos tejidos con lana violeta, lana marrón, lana verde. Pañuelos
sobre las cabezas para las mujeres más viejas en la fila, ante la carne de los exhibidores.
Los pies van metidos en zapatos bajos. La gran mala suerte está de pronto delante de los
espejos vacíos. Y entonces recién las mujeres oyen la sirena y mueven los pies sin que
la fila avance. Cuando se encuentran así con la muerte sacuden sus cabezas de pájaro y
139
Las peras
Para Ana estar fuera, merodear, preguntar más que responder, es estar alegre —
entonces ella se sustrae de su joroba. Los días lluviosos, en cambio, sin poder salir, la
soledad la cala. Ana es una nena a medias. Su otra mitad balancea los pies sentada en
una rama baja. El próximo año abandonará la primaria. Está demasiado aburrida por no
ser toda una muchacha. En el aula recién desinfectada del cuarto grado, Ana anheló el
primer día de ser novia, ya desde el primer día de clases de ese año.
Hasta el límite de los árboles al sur del puerto, y sobre la ribera, los pobladores
no saben que el lino silvestre crece destejido. Ana arranca manojos y se sienta para que
sus pies no lleguen al suelo. Así, puede pasar horas. Así, cuando tenía trenzas se
cabitos secos. Los vecinos del pueblo no saben nada del lino. Tampoco cómo las
semillas salvajes, enseguida que las percibe la lengua, se pegan al paladar. Las mismas
hojas lampiñas, pero más estrechas, de la espinaca sin cultivar, brotan azules y radiales.
Hasta que el invierno las pega y desmenuza. A principios de otoño Ana mastica las
hojas enteras que le sobresalen de la boca. Parece que está devorando a un pájaro.
Cuando el padre la obliga a dormir por las tarde, Ana se acuesta con ganas de
que todas las partes de su cuerpo vayan muriendo. Entonces cierra el puño y se duerme
con el puño en la boca. Esa tarde odia su futuro. Aunque ella piensa que la culpa de la
“Todavía no somos personas del todo”, dice Ana. El chico la escucha como oye
ojos de Ana. Ana no llora, odia. Odia amar. Sus sentimientos no tienen ubicación, “es
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como ser un ángel”, dice Ana, “adentro o afuera de mí lo que siento es lo mismo.” Cree
que se va a volver loca antes de haber vivido. Una puede enloquecer bailando.
Enamorada. En un lugar lejano. Sin embargo nunca sucede así. Se enloquece yendo a
“La gente que quiere que algo nunca termine porque es feliz no sabe cómo
Tres almohadas y un cojín apolillado —una joroba. Las rodillas desnudas, dos
pies torcidos. Al lado de la cama, de pie frente a sus almohadas, Ana imagina, sin decir
palabra, cómo se quemarían el colchón, las sábanas y las almohadas. A veces el cuello
se le hincha, otras veces se le pone rígido, esas almohadas están en su vida desde que
tiene memoria. Algunas noches son duras y planas, otras veces parecen ser demasiado
suaves. Del mismo modo las personas no saben cómo tratarla. O son crueles o
compasivas, “todos son débiles o estúpidos, comer carne de vaca les hace los
En invierno Ana se quita el olor del puerto con el agua caliente de una palangana
agua regresa rápido al cacharro. Ahí, la vida se aguanta los olores con los panes de
Repite en su cuerpo los lugares de aseo, aunque tarda más tiempo porque los ojos
fluctúan sin voluntad por el cuarto. No le gusta el agua en invierno. Hasta donde las
escamas blancuzcas del agua llegan, se trazan también sobre la piel del cuello unos
filamentos cenizos. Su hermano retira el resto de mugre pilosa con la misma toalla. Se
141
seca con fuerza, excoriando la piel. “Siempre me dejás el agua más jorobada de todas“,
La lechuza tiene los ojos y el perfil zurcido de arañazos. Está en la familia de su padre
desde antes de que emigraron desde Europa. “El amor no tiene ley”, oye decir Ana a las
mujeres. Ana siente no obstante, sentada en la rama más baja, que los pies no llegan al
suelo, porque el amor sigue vacío para sus pasos. El chico oye al pasto resistir la brisa, a
las avispas solitarias y deja a Ana para el final. “El siriolibanés que vende géneros en la
feria le dice a las mujeres jóvenes que se quejan de los precios, «ojalá te enamores»,
creo que las maldice, las fulmina, como dicen las gallegas.”
En la calle detrás de la usina, ayer, un viejo que anda siempre con Bambuda le
chistó a Ana dos veces. El hombre tenía en su mano abierta algo que se asemejaba a un
puño. El sol le arrancó un brillo rosáceo. Los pasos del hombre, más lentos que sus
manos, pisaban la sombra de las ruedas. La sombra de la bicicleta es una cuerda floja y
fina. Él musita una canción. La canción se le queda en la barba. Encima del manubrio
de la bicicleta llevaba una caja de madera. Los listones desplegaban fibras despeinadas
en los bordes. La caja estaba llena de peras, pero todas las peras estaban verdes. Menos
una. No tenían perfume. Olían a hojas ácidas y eran pétreas como puños. La única pera
Ana dijo que no. Sólo con la cabeza y los ojos muy grandes.
“Ponelas en la ventana para que maduren, así yo las veo”, dijo el hombre. Ana
salió corriendo. Bajó hacia la calle del puente, su cabeza se desdibujó adentro de sí
Toda la calle vacía oyó. El sol atrapó a los árboles con polvo. Pero Ana no lo
142
Ana no pudo correr más rápido que el miedo. Nadie jamás corre más rápido que
el miedo. Además, pensó con asco que su olor de galletita delataría por donde había
“Cómo hacés para matar a alguien con la mirada”, pegunta entonces el chico.
“No sé, pero entonces lo voy a matar con otra cosa”, dice Ana.
La tarde se rompe y se rehace sin que Ana y el chico la vean. La tarde está a sus
espaldas.
escupe semillas de mandarina. Entre el pasto los pedazos de cáscara son espléndidos.
143
La calabaza negra
embargo, pensar sin ayuda es una tortura. Una de sus manos descansa sobre la
superficie de la mesa. No hay sol para calentar las introspecciones de Timme y la mano
plana. El maxilar le cuelga. A Timme, el ventanuco que la pared negra arrastra, le ondea
en los ojos. No le ayuda a pensar pues es una nube. Mejor es no tener amigos porque los
amigos poseen nombres. Tienen amores, hijos, tienen qué hacer durante el día, también
tienen otros amigos que Timme no conoce. Un pormenor que proteger es demasiado
costoso pues jamás implica menos que un vos y yo, un ellos, nosotros, y los enemigos.
Llegar a soportar no es ser insensible, se decía Timme desde hace años, desde que
esperaba el día. Es como enloquecer. Pues aquellos que se vuelven locos no son
insensibles.
también se le mete en la nariz. No es gran cosa. Si las preguntas son muchas y no tienen
respuesta, entonces el río, en cada hombre y por algún motivo fútil, puede volver atrás.
Hasta la oscuridad. Hasta donde la tierra comienza con apariencia inocente a cubrirse de
hombre que arrojan allí. Corre henchida por cojines de hojas podridas. Cuando así se
descubre la intención de la tierra, hay que mantenerse muy vivo. Alerta. Abrir las
paredes, limpiarse la espalda, pasar de largo como si allí no hubiera por qué detenerse.
de hormigas. Un hombre asustado es muy normal. Timme baja entonces la mano. Lisa,
el muslo la recibe. El muslo sube combado hasta la corteza contraída de los testículos.
144
Bajo la mesa los testículos de Timme están erizados. Timme los aprieta tan fuerte como
párpados.
Sobre la mesa hay un termo, una calabaza negra con la bombilla clavada. La
de sombra corta. El comisario fuma, pasea sus ojos de niño. La luz calcárea baja del
cielorraso desde la única lámpara. Las paredes están recorridas por ramilletes de salitre
espumoso. El policía que está de pie descansa con una pierna flexionada. Apoya un
circular de filamentos grises. El policía apoyado, sin saber qué más hacer, con la mano
deshace una de las líneas espumosas. Después se refriega ambas manos. Unas escamas
se hunden en tirabuzones. Los dorsos de las manos son lampiños. Pero no es así. Es sólo
Los ojos de niño ensoñado del comisario miran fijo la lamparita amarilla. Luego
reglamentaria del comisario también se encuentra sobre la mesa. Igual que la sal o el
azúcar. Nadie la echa de menos al arma en otro lado como tal vez a la sal y el azúcar.
Timme ni siquiera le ha prestado atención adrede cuando el comisario soltó el arma re-
cién, hace unos momentos. Desde unos centímetros encima del desportillado enchapado
de fórmica. El ruido del golpe quiso ser entonces la satisfacción más vulgar. “Ya
pasaron tres que entendieron que la huelga se les va bien al carajo”, dice el comisario,
145
Timme ha apretado los muslos porque la vejiga llena presiona todas sus paredes.
Timme no puede llenar los ojos con la habitación. Nada más le han pegado unas
haciatrás, faltan pies donde meter los huesos, la noche exterior todavía se salva —
adentro la vida completa consiste ahora en muy poco. Y el silencio, después de cada
pausa del comisario, se hace más pobre, peor que las pobres ideas que Timme siente en
el cráneo. Las palabras del comisario no toleran que el silencio termine formando
“Tus compañeros son todos peronistas, menos esos ucranianos rojos y roñosos,
pero vos no sos ni radical, rubio, vos qué sos, también sos ucraniano.” El humo sube y
de planta o del SUPE. Las huelgas son un dolor de cabeza, no”, pregunta Timme. “Vos
no sos otro ucraniano, rubio. Andás con ellos nomás” Tanto el comisario como el
policía se echan a reír, éste último cambia el pie de apoyo. Los pantalones sobre las
piernas le quedan sueltos. La suela rechina igual que sobre arena. “Trajiste el cepillo de
da vueltas hasta que se alcanza a sí mismo. Y se le cae la baba por un costado. Timme la
empuja con la lengua. Los labios de Timme están fríos. Negros, como un mechón de la
146
El comisario hace venir a otro agente con una máquina de escribir. Es pesada, y
al policía la máquina le sobra a ambos lados. La acomoda con dificultad sobre una me-
sita de metal gris. Ahora entre ellos se pasan un papel plegado. A una de las patas le
falta el regatón plástico. La máquina aguarda con las letras erizada. El comisario le dice
a Timme que ponga las manos arriba de la mesa. Pero Timme permanece inmóvil
porque le cuesta cavilar. Ahora los golpes duelen y, a pesar de lo contrario, percibe los
moretones inflamados como carne reseca. No sabe si es mejor para él obedecer o bien
desobedecer. Ambas acciones son simples. Las manos de Timme están frías. Los
muslos tampoco las pueden abrigar como es debido. El empuje de la vejiga aumento
hasta ser inaguantable. Cuando Timme es él mismo y entonces habla con sus
También mira sin ver. La mirada le sopla en los ojos otra escena —una corriente de aire
levanta la punta de una hoja de su libreta de enrolamiento y la deja caer. La mesa podría
riento, destacado por las hojas nuevas, ya resecas antes de tiempo. No sabe de dónde
proviene el recuerdo.
ver, vigilante, yo vuelvo en un rato para hablar con el rubio, usted me le hace completo
el cuestionario de las novias que tiene”, dice el comisario. La silla frente a Timme
queda vacía. Timme tragó y arrastró las mucosidades y coágulos. La garganta también
pared se acerca hasta el flanco de Timme. El otro pasa tres hojas con carbónicos por el
rodillo de la máquina. Las extremidades de las sombras detrás de la silla están de pie
dentro de la luz eléctrica. El policía parado al lado de Timme le pega con los nudillos en
147
la sien. Timme ve en un abrir y cerrar de ojos un blanco brillante, luego oscuro. El suelo
se ha caído en los huesos de la cara de Timme. En los ojos bien apretados la luz
eléctrica continúa del lado de sus enemigos. Los enemigos son argentinos.
es una pala opaca, la línea de luz, el mango. Timme suelta un pedo. Nadia tiene pocos
rápido para el tope de su vejiga. Sentado de nuevo encima de la silla, se orina en los
pantalones. La luz es tan intensa que los dientes de los policías se encogen como granos
humillación de Timme no cabe. Siente que las vainas de la mazorca rodean todos los
márgenes. Las risas y sus sienes. La orina entibió las piernas. No obstante la gran luz de
“La gente se caga de miedo, vos rubio, hacés todo al revés”, dice el policía
mesa también tiene la culpa, como las letras de la máquina de escribir, el regatón
perdido y las migas de una galleta seca. “Levantalo”, le dice un policía al otro, “ser
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El mismo policía repite el mismo puñetazo en el mismo lugar. El golpe no
termina del todo. Y acompaña a la cabeza. El policía pisa arenoso. Los hilos que atan a
Timme a la piel de la sien se estiran. Timme entra en un pozo más frío que el suelo, Allí
no puede hundir el pómulo sin cerrar los ojos. “Ya me duele”, dice el policía. Sacude la
mano. Los policías se ríen. Los hilos de la sien no se desprenden. El hombre habla sin la
rabia de los golpes que da. La puerta se abre y otro policía asoma la cabeza. No tiene
gorra y es calvo. El ceño aturdido es rojo. Pregunta quién está y vuelve a cerrar la
puerta. La luz, los hilos de la piel, el papel, se mecen, las migajas ya no están allí.
más palos en el lomo hoy no le declara a un vigi que no tiene miedo”, dice.
Hasta dentro de la úvula de Timme la sien derecha late tan gruesa que puede
sentir el peso en la lengua. La lengua sólo traga la saliva mantecosa que se acumula sin
bajar. Timme cree que escupe. Pero la saliva le cuelga del labio inferior. Ninguna
creencia es más explícita en ese momento. El policía le hace volar la saliva de una
bofetada.
como una cascada, el izquierdo ve que ha escupido negro. Pero también todo el suelo es
negro. Busca dónde escupió. Sólo quiere saber si hay sangre, pero hasta el aire le
resuena en la cabeza. Tal vez los sonidos de las monedas han sido sólo los golpes.
suerte. La hoja de la libreta se eleva sola. Esta vez vibra y tapa a otra. La corriente de
aire es fría, la sangre es caliente. Timme pensó que debió ocurrírsele antes.
149
“Padre desconocido, madre, la más puta”, dice el policía de pie. El otro escribe
con fluidez. Los tipos de la máquina sacuden la telilla de la tinta con resoplidos. El
“Nombre de la esposa”.
Timme calla. “Cómo van las cosas con tu esposa”, pregunta el policía que está
de pie.
“Bien, gracias”, dice. Pero Timme le habla a su cabeza. Sin embargo su cabeza
no entiende lo que la lengua hace. “Bien, gracias”, dice de nuevo, porque si encuentra
su voz, la cabeza no le gritará cagón antes de apretar los ojos. No sabe si habló en voz
alta la primera vez. Él es la misma carne a la que quiere engañar. A Timme le gustaría
reconocer al policía que lo ha golpeado. No recuerda su cara, no lo ha visto antes por las
calles. La uretra de Timme apenas resiste. El mercurio lineal la colma. “El que me
pega”, piensa Timme, “el que me pega.” Y el policía piensa también por él. Vuelve a
pegarle en el mismo lugar. Un gelatinoso huevo rojoazul. Cada vez más compacto. Ese
huevo nunca falla. En el núcleo del huevo Timme pierde la voz antes de volver a
Timme. Caída, entonces, la vejiga no tiene ya más que una dirección. Termina de
“Esto es un asco, este trosko puto se meó todo”, dice el policía, de pie se guarda
la mano hinchada en un bolsillo. Le pesa y late. Y sale de inmediato del cuarto. El otro
enciende un cigarrillo. Se quita la gorra y mete los dedos de la otra mano entre los
cabellos apretados. Rastrilla los mechones, sube caspa y vuela. El humo agrisado le
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brota de la nariz. El humo sin fumar es azulado y es lo único que atrae la atención del
policía.
oye el ruido y observa el cuerpo tirado. Estira el cuello para observar mejor. El cuarto
está sereno. De nuevo se concentra en el extremo del cigarrillo que divide el tiempo de
espera. No obstante, luego de un momento, mira otra vez. Tedio y cansancio atiborran el
contorno de los ojos del policía. Por encima de su cabeza la fina corriente de aire activa
al humo azul dentro de la luz de la lámpara. El cuarto es de pronto más pequeño. Los
cuerpos comprimidos se contagian los olores. El policía se pone de pie de un salto. Los
sentarse. El otro policía regresa, no puede cerrar la puerta tras de sí. Camina con los pies
Entra el mismo policía calvo, “el comisario quiere que mande a dos a visitar la
Timme, “no te das cuenta que no son más que nombres, que si completamos tus datos el
comisario te manda a casa. Tu mujer ni debe saber ahora adónde carajo estás.”
151
Silencio. Timme piensa que ha negado con la cabeza. “No tienen que hacer nada
con mi mujer.” Permanece tan encogido que el sonido cortante de una sirena de niebla
en el puerto lo hace protegerse sin pensarlo. Cubre la sien castigada. El policía le baja el
brazo, Timme resiste, y vuelve a recibir allí una trompada menos fuerte. Luego el
policía lo abofetea tantas veces que la mano se le calienta. Es una piedra de sangre.
Cierra el puño porque tiene una bola de fuego encerrada y la hace explotar contra la
mujer que te estamos cuidando, que estás acá tomando unos mates.”
tener la cabeza erguida. El aire que Timme traga posee tan poca fuerza que su estómago
se colma de gases. El policía le habla sobre la oreja sin que Timme oiga otro ruido más
atemoriza. Lo aterran el aplomo objetivo con que acontecen los golpes y las preguntas.
“A estos no hay que matarlos, hay que cortarles las piernas en las rodillas y
clavarlos a calesitas”, dice el otro policía. Pasa una mano sobre las teclas. Expulsa el
humo.
La calabaza ociosa es igual que un guante vacío. Negro también, sobre la mesa.
acompaña con un vaivén sobre su propio ombligo. El policía toma la calabaza con la
mano que no golpea y la vacía con la bombilla en un cesto. Sale del cuarto y regresa.
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Ahora la calabaza susurra. Es para Timme, durante una vislumbre, una cebolla azul.
“Morada”, lo corrigió Nadia. El policía abre el termo y vierte agua. Hace una pausa. La
pausa transcurre insulsa. Cada uno mira delante de sus ojos. Luego el policía entierra la
de que el agua está bien le da la calabaza al otro policía. El otro pone la gorra en los
muslos porque en la mesita de la máquina de escribir no hay lugar. Chupa con la mirada
hueca bajo las cejas. Después ambos encienden sendos cigarrillos. Uno toma por el res-
paldo la silla donde estuvo el comisario y se sienta cerca del otro, así se quedan
pasándose la calabaza. Las frentes y las órbitas de los ojos les emborronan las caras. De
las palabras sueltas les cuelga un cansancio pertinaz. El mate les vacía los labios. El
humo se los llena. Las palabras hacen nudos que ellos no saben desatar. Hablan en voz
baja. Si Timme despertase deberían volver al trabajo. Bajo los cigarrillos tiembla otra
mancha en los labios. Se estiran en las sillas. El desmayo de Timme los solaza.
Es el caballo negro. Un árbol rígido. Podrá darse cuenta de que cae haciadelante
después del disparo en la nuca, se pregunta. Timme abre un ojo. No puede levantar la
Timme no oye a su abuelo acercarse, escucha que le dice “Som kommer att gästa
hay respuesta. Timme oye la voz del comisario. Elige klåpare para el trabajo de su
muerte.
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El comisario ha comido un sándwich por la mitad. Lo sostiene con la mano.
Bajo la boca. Igual que un vaso. Las mandíbulas se le mueven en círculos y también es-
hoja ovalada de un árbol corre por el pasillo. Desliza su cascabel del otro lado de la
pared. El policía se levanta de la silla, la deja libre. El comisario dice que no con la
cabeza. Y se aproxima a Timme, mastica y muerde otra vez. Golpea con la palma de la
retrepa en la silla y se limpia la saliva con la mano. También estira su sombra. Escapa
desde su cara hacia la pared. Sobre la pared se pegan también, por los hombros, los
uniformes de los policías. Las sillas que han perdido su propio relleno dan unas sombras
como eles. La cabeza hocicuda de la máquina de escribir. Los tamaños de las res-
piraciones después de una fumada. Todo se pega. La pared rasante aprieta las sombras.
“Y Nadia, rubio, qué va a hacer con vos ahora cuando te echen de destilería”,
toma la calabaza.
“El hijo del tano, uno de los torneros de planta, de años ya, seguro lo conocen
todos porque es un tipo muy simpático, pero eso vos ya lo sabés, fue el segundo que
dijo que los troskos lo obligaron a votar la huelga en la asamblea, porque si no, dijo, le
iba pasar cualquier cosa en la máquinas, una mano, una oreja, un ojo, no sé, yo no
conozco cómo es allá adentro, hay unos ucranianos troskos, no, bueno. Igual es medio
cagón, pero simpático, quién no se hizo caquita, quién soy yo para juzgar, porque sólo
hay tres troskos en todos los turnos de destilería, no. Pero bien, el hijo del tano hoy se
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tomó unos mates con nosotros y nos contaba que todos ustedes con el mate de la
mañana se chupan las pijas, y las conchas y los culos de las novias y las mujeres, todo
con el gusto de la noche anterior que dejan en la bombilla, y todo por el mismo precio
de la yerba, un tipo ocurrente, no, así empezamos el día y yo creí que iba a ser igual con
todos, buena gente, habladora, hasta que llegamos acá.” El comisario mira el último
bocado que sostiene entre los dedos. Los ojos se le han atorado. El cuello sube la nuez
para bajar el mentón. Regurgita. Y vuelve a tragar. Devuelve la calabaza Y con la mano
libre saca un pañuelo. Se pone el último pedazo en la boca. El pañuelo ya tiene lunares
de grasa anteriores. Se limpia los dedos. “Encontraste un novio tornero”, dice Timme.
“Todo el barrio sabe quién es tu mujer, quienes son los dos zurdos que se la
garchan para que vaya a la villa con una sonrisa, que el cornudo encima la va a buscar a
la salida de la villa, y que el cornudo ahora es huelguista”. Los policías dejan surcos en
los borrones de sus bocas. A los surcos también los atrae la luz eléctrica —se ríen con
auténticas ganas.
Nadie pasa por la puerta abierta. La claridad va sola con ranuras por el pasillo.
El comisario pone delante de Timme un papel. Y una lapicera que tanto puede escribir
“firmá.” Sin moverse, la lapicera indica que su punta es la azul. “Firmale, vamos a
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dejarlo contento con su conciencia troska, le va a durar unas semanas, me aburro, no es
mío”, dice el comisario. El policía de pie deja la calabaza. La calabaza negra hace
zumbido del oído. Las hebras de calor ascienden desde la yerba. La luz no la penetra.
policía firma. Los otros dos se acercan y observan el garabato. Timme piensa que es su
“Tenés suerte, voy a hacer que no te quedes sin trabajo, pero te vas a quedar sin
cuesta poco, pero la deuda es grande, che. Es la deuda de ponerte en una camioneta que
ustedes se hacen encontrar solitos. Tenés suerte, porque, como ustedes hace rato que son
calabozo.” Mira a los otros policías. “Hoy conmigo todos tienen suerte, no. Menos
nuevo contra las paredes. Otra vez el policía golpea a Timme en la cabeza. Timme no
Al lado del cuerpo tirado los policías se turnan. Nada más patean en el mismo
lugar. En la espalda. Algo más arriba de la cadera. Timme aún no sabe que se ha caído
pero siente los golpes secos y cortos. No se resiste. “Negro. Afuera. Klåpare. La hoja
que gira y raspa. Hermanas.”, musita Timme pero de la boca no sale nada. Silencio.
Timme se desarma.
Suspira. Pero es por el último bocado que le quedo sobre el estómago. Levanta la pistola
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y la guarda en la funda. Sale. El principal pone, con dos dedos, las medias empapadas
de orina dentro de los zapatos de Timme. El otro policía saca una hoja de afeitar de su
envoltorio. Está usada y patinada de sangre seca. Al borde de los dedos de los pies
comienza unas líneas que corren por toda la planta de Timme. La carne se abre. Tiene
una capa blanca y gruesa. Dura, y algo de grasa blacoamarillenta. Es seca y con un flujo
oscilante se inunda de lentamente de rojo. Hace lo mismo en las plantas de los dos pies.
Cuando el policía deja caer los pies, la sangre que se derrama en el piso es negra.
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Los pasos
Nadia yace en la cama con las piernas abiertas. Las puntas de la mano encima
del clítoris. Está sola. Las mantas la cubren hasta la cintura. La sábana superior se había
Aunque nada más fuese y viniese el tiempo sólo es capaz de pasar volando por el
dormitorio. La luz es un hilo negro que se interna entre los párpados —la respiración de
Nadia se propaga con la sangre pausada, y regresa cada vez más empañada a su boca.
Golpearon tantas veces la puerta que el corazón se le puso pesado. Sintió frío y
la mano cargada. Caminó limpiándose los dedos viscosos en la piel del vientre. Los
golpes se desploman como si les sobrase fuerza. Nadia se desliza. En la cocina toma la
cuchilla. El metal gotea y circunda a Nadia con un eco. Las paredes habían enmudecido
bajo los golpes. Lleva la cuchilla escondida detrás de un muslo. Nadia sabe que si se
calza los zuecos todos los vecinos oirán sus pasos. Los policías aporreaban otra vez la
puerta. Todos ellos conocen sólo un modo de llamar —llevan el cansancio hasta los
puños, así le dan reposo a su respiración. Tienen las nucas mordidas y rojas de frío. Los
La ropa se le pega a Nadia en el vientre. Los zuecos también están cómodos con
Los dos policías están reclinados en la tarde. La tarde los mantiene izados de las
orejas. Las orejas se destacan de las gorras. Por encima del pueblo, detrás de las cabezas
de los policías el cielo es de barro. Y las hojas que ya no son saludables vuelan. Todas
las ventanas que miran al patio interno permanecen estrechas. Los policías empujan las
viseras hasta la frente de Nadia. Picotean raudos el vidrio, luego vacilan. Nadia vis-
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lumbra las señales de las caras. En las ventanas las divisa como imperfecciones
geométricas. Nadia inspira. Y quiere así poder ahuyentar su corazón de los oídos. No
sabe qué sentir en primer lugar y qué en segundo. En los dedos apretados en torno de la
“Policía”, dijo al fin el más viejo. Nadia no contesta. Mira unas ropas colgadas
de la soga. Un gorrión saltó. Nadia le dijo a su mirada que vagaba que todas las hojas
sueltas debían pertenecer a un solo árbol. El árbol tenue del final del terreno. El árbol
debe estar cargado de vacío y también de ramas vacías. Y seguro, abajo a la derecha, ha
arrojado el viento todo el tapiz de follaje. Detrás de los policías las blusas, como locas,
sacuden los brazos. Nadia teme también que su voz salte sin que ella pueda asirla. Y
tampoco después logre llevarla de vuelta a casa. Pero sin embargo no se aparta del
umbral. Adentro huele a manzana y canela. Los ojos de los policías desbordan los
triángulos de las cejas. Las gorras dejan tan poco espacio a las frentes que el afán les
Abre.
El más joven tiene migas sobre una de las solapas. La nuez le tiraba de la piel
del cuello y los bordes de las mangas le llegaban al dorso de las manos.
Pero el policía más viejo no le responde. Bajo el labio superior le falta un diente.
Mira haciadentro de la casa que está en penumbras. “Necesitamos pasar”, dice. Luego
da un paso pero Nadia se interpone. El policía más viejo iba a apartarla cuando ve la
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“Nos vas a matar”, pregunta.
El otro policía se rio, “estas putas nunca aprenden por qué les pica el culo”, dice.
El más viejo lo calla. Nadia levanta la cuchilla hasta los rostros. El frío les ardía a todos
en las orejas. La mano temblaba y en la punta de las uñas de Nadia entraba la carne más
blanda. Abajo en el patio alguien dio un sonoro portazo. Luego abrieron la puerta para
azotarla de nuevo. Alguien gritó, “ni se les ocurra”. Y en el patio se oyeron pasos
andados a la rastra. Pero el piso de baldosas rojas y blancas continuó desolado. Nadie
Nadia tiembla. Tiembla con los cabellos sueltos. Con el ornato del cuchillo.
Tembló el olor frutado. Encuentra con asombro su aliento en la hoja. Es opaco y velloso
y serpentea con una energía intangible. Ve como los hombres tragan saliva de policías.
llevan al país como sombras en los pómulos. Los acentos de sus tierras ahora son frutas
más nuevas. Éstas les dicen cómo deben decir, hablar y escuchar.
El árbol del fondo dejó de ser el paradero de los gorriones. Nadia piensa en que
la gente dice que los policías sólo utilizan las sirenas de las patrullas cuando quieren que
los perros aúllen de noche. Los cuellos de las camisas están plagados de hebras,
arañados por la grasa y sin contornos. Mientras, los mismos pasos tironeados regresan
—forman volutas vacías. “Qué mierda”, dice el más joven. Nadia sostiene la punta de la
hoja debajo de un párpado. En las espaldas de los hombres aparece una llovizna. Es
helada y polvorienta. Las blusas colgadas y los pantalones se detienen. En esa duración
se alargan los segundos. Acariciantes, cada segundo forma la llovizna de distinto modo.
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Los pasos dan vuelta y se alejan. Resuenan como los pies de un niño en los zapatos de
un adulto.
por el diente que falta. La bocanada es agria y vieja, y se fija también a la otra cara de la
cuchilla.
Nadia descubre que el odio tiembla por repugnancia y después por voluntad. El
odio de Nadia ve al miedo como una tumba. Caliente, después fría, pero no sólo fría.
Hierba puntiaguda le crece a Nadia debajo del cuerpo. “Es la llovizna que hace
todo al revés”, piensa. Como la pala y la arena en los días secos. Rodea y ciñe el tórax
tarde palea la llovizna con la forma que los segundos quieren. Hasta aquí han llegado
los pies. Antes de ir más lejos, lo que tenga que pasar pasará acá. No hay más pasos. No
se ha vuelto a oír la puerta. Nadia no quiere llenar la tumba. Pero el miedo está lleno y
ramita de ruda. El aire se enmaraña alrededor de los tallos. Atraviesa la llovizna. Ésta
“Quién necesita las ventanas cerradas cuando llega el verano, mejor ya no estar
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Hilartejercortar
delante de ellos. Atrás, entre los pastos, queda el gato. Con los ojos alejados de todas las
alas. El gato no sabe que los gorriones no han estado en su imaginación. Los gorriones
Ana sigue su juego. Remienda su voz con un tono extraño. Las flores y las canastillas
estampadas giran encima de las piernas. El saco de lana está estirado y deformado, y no
tapa a todos los pétalos que debería abrigar. Las flores de verano del vestido siempre
Ella mantiene en las manos más paciencia que en la sangre —hasta que su
hermano se acerque mirándose los pies. Pues él, como siempre, ya habrá olvidado lo
que ha dicho. Entonces Ana lo toma de los pelos. Lleva los mechones asidos en mano-
jos. El hermano clava los talones en la tierra. Entre el castaño y la hierba pajiza. Donde
el gato se esconde.
Ana odia tanto a su joroba que se queda con mechones de su hermano entre los
dedos. El hermano aúlla, insulta, patalea. Donde los mechones le faltan, el cuero
cabelludo escuece. Y amenaza con crecer y vengarse. De ningún modo llora. Las
Luego Ana regresa bajo el cobijo hirsuto del castaño. Su hermano se pone de
pie. Mide la distancia entre ambos. Recoge los juguetes que ha estado utilizando. Es
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decir, palos y ramas desbastadas. Hay ristras de hierba arrancada que se dividen aquí y
allá en el polvo grueso. Adentro del polvo gira el aire y las expectativas de ambos.
“Papá va a cepillarme como nunca”, dice el hermano de Ana. Con la punta de la lengua
apoya saliva sobre la yema de los dedos, que enseguida se vuelve una esfera. La aplica
encima de los raspones. Quiere sacar la tierra que se ha vuelto una placa de sangre seca.
Sabe que más tarde el padre le refregará el cuerpo con un cepillo de paja.
Ana reprueba a unos cuantos hijos invisibles. Cuando no sabe qué más decirles,
entonces, les susurra detrás de la oreja, “si poco te hace bien mucho te hará mejor.” Pero
ninguno de esos hijos es cepillado a fondo. Ana puede ver a través de las paredes lo que
ellos hacen. Por eso es capaz de ocuparse de más quehaceres mientras los cuida. Huevos
de tierra y sopa de pasto y verdurones quemados. Los niños comen toda su comida.
“El invierno no va a hacer que deje de usar vestido”, le dijo Ana a su padre.
Las flores lilas del vestido poseen botones amarillos. Y fondo pálido, sin calidez.
Las canastillas no guardan flores, unos centímetros más allá, las esperan. Bajo la sombra
del árbol Ana parece estar desnuda, y algunas flores apenas prendidas a la piel, y otras
sólo atraídas. Con cada vuelta se desprenden del cuerpo. Pero no se precipitan. Porque
la mente y el ojo no están unidos para ver. Entonces las flores se oponen a eso que los
ojos aguardan. En verano cruzan junto con José Maneiro y el chico las vías de la
Después de que la sirena de las dieciséis ya hubo sonado en todos los playones
delante de la mirada de Ana, despiden unos tenues penachos odoríferos. Notorios en las
tardes de estío. Los troncos forman nichos y grutas azarosas. Muchas veces aquellos que
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Adentro ocultan las mercaderías robadas. Las hurtan de los depósitos. O las bajan de los
barcos de noche y a escondidas. Los camarotes de los barcos falsifican olor a almacén y
a perfumería. Pero los hombres también les compran cigarrillos, ropa masculina y
alcohol extranjeros a las putas de los locales del puerto. El contrabando y el tráfico, en
quebradizas y astillas esponjadas. Debajo amanecen los hongos que Ana siempre evita
como dientes asimétricos y después se tornan anaranjados y frescos. Con el paso de los
días se ponen gomosos. Luego destiñen hasta un blanco sucio. No huelen a nada, esos
Allí los tragos de vino o sangría, que los hombres se dan, son más grandes y
refrescantes. Van unidos a unos minutos de siesta ordinaria o a la sirena final del
aserradero. Que también en verano toca a las dieciséis. Cuando el aire todavía está
bañado de vidrio.
desprende entonces las flores y las astillas. Dice mientras lo hace, que los padres de
todos ellos llevan el puerto en el aliento, igual que arena entre los dientes. Mira las
flores que se arrancó de la tela, estiradas en la palma de la mano. Las saca con los
dientes como si las tuviera cosidas a la carne. “Nos besan y nos dejan el puerto en la
cara”, dice.
Ni ella ni el chico, tampoco José Maneiro, tocan nada de lo que, con frecuencia,
descubren oculto. Los mismos clavos, alambres y terrajas traía también el padre de Ana
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“No hace falta fingir ser otra persona, nomás hay que hablar hacia donde no se
“Así nada más”, pregunta José Maneiro. Luego deja que Ana lo repita sin
molestarla. Pues cuando él quiere esconderse y no ser molestado va hasta el puente que
cruza riachuelo. Camina con los puños apretados. Y con algo negro en el interior de
cada uno de estos. En lo negro clava las yemas de los dedos. Sin saber que eso que lleva
dentro es la más fina y delicada rabia. Entonces permanece de pie contra la baranda del
tramo levadizo del puente. Siempre sacudido por los vehículos. El tiempo da sus vueltas
por abajo, no allá arriba. Las ruedas abrazan sus giros chirriantes encima de las cabezas
que circulan por el largo del tramo levadizo. Luego, él se sienta y saca las piernas entre
los barrotes.
empieza a decolorarse pegado al río. El viento oblicuo les dejaba los cabellos como
espigas de zaranda. Y ella baja al cabo de un rato por las escaleras mecánicas.
Si José Maneiro se queda con el chico, fuman. No logran proteger los cigarrillos
por completo del viento. Por eso cruzan enseguida hacia el otro lado del puente. La
madre del chico le decía que no hacía falta. Que sabía donde había pasado el tiempo,
también él, con los pies colgando. “De tanto mirar la distancia y romper el viento con la
sobre los rieles después de varios pedos arrugados. Los pájaros salen volando. Ellos tres
están tumbados por el calor. Ana mira al cielo, tiene las manos abiertas, los dedos aún
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más abiertos. La cara se le llenó de pecas. Sobre la frente de Ana la maleza más larga se
dobla y la fastidia. Los colas de tijera pasan como un rayo, bajo y huidizo. El cielo de
verano no les trae paz a los pájaros. Vuelan uno encima del otro a los gritos pelados.
El chico tuvo que decirle a Ana tres veces que el destino siempre nos encuentra.
Ana insiste por su parte también tres veces. Hasta que ella deja de mirar unas monteritas
laguna. Porque no saben qué hacer hasta más tarde o no tienen otra cosa para hacer
ahora, más que vibrar como flechas sobre los sapos. Los sapos se han tornado estúpidos
porque nunca faltan insectos. Por eso se dejan patear por el camino.
Desde el escondite, a ninguno el cielo le llega hasta las cejas. “Cuál será el
destino de las monteritas”, dice Ana. Encima de los juncos ven un cielo abreviado por
Extiende un índice hacia el cielo. Apoya la misma mano sobre el hombro comprimido
por la joroba. El codo del brazo que baja de la joroba está clavado en la hierba.
“Es como volver a encontrar algo que olvidamos pero no se perdió”, dice Ana.
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El espejo de afeitar
A las ocho, las diez y las once el sacerdote comienza las misas. En éstas siempre
alguien bosteza, alguien murmura y alguien se pierde en sus cavilaciones. Así suelen
llamar al aburrimiento. Alguien siempre come un bocado con el mentón pegado al pe-
cho. El domingo es el día más callado, los feligreses se oyen los estómagos crujientes
unos a otros. El que durmió bañado en sudor tiene ahora la boca seca y los ojos rojos.
Por la mañana el día más callado mira a todos a los ojos, pero ellos bajan la vista. El que
anoche golpeó a su mujer hoy no verá el mismo plato de comida en la mesa. Y eso le
preocupa. Quizás deje por un tiempo los golpes. Sin embargo, el día más callado dura
Al entrar a la iglesia, vestidos con sus ropas color papa, los feligreses se
cabezas. Y con los feligreses también atraviesan la puerta el brebaje de puerto, la flor de
Tanto puerto bajo las camisas y pantalones, tan metido en los vestidos y los
pañuelos. Tanto remiendo disimulado con apuro y tanta modorra estirada en los cuellos.
Tanta mitad de manzana aprovechada hasta las semillas. Tantas lunas encogidas, sin
contar, e igual que líneas encima del pueblo. Tanto sueño oloroso que se come a sus
propios sueños. Tanto de todo un poco. Es tanto de tanto, que al final del día, los
pobladores se quitan las ropas, y se quedan con sus inclinaciones y más modestas
apetencias de diario, a las que sin embargo sienten como tanto. Luego deben quitarse
también las otras mudas que no desaparecen para poder pasar la noche. Cuando las
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pliega y deja hasta el día siguiente. La cubierta siguiente es otra capa de tegumento frío,
encubridor. Es la membrana del deseo callejero que todos han vuelto propio. Y va
debajo de la piel gruesa. Hay otra película más de frío, ésta está en los huesos de los
hombres. Es la envoltura que los hace caminar de regreso a casa. Es una envoltura de las
altas horas, donde nunca hay un alma en las calles. Y todavía está esa corteza del alma
—que es una gran carga para vivir la vida. Pese a que su tela es la ropa más fácil de
zurcir.
iglesia. Hacerlo y cerrar los ojos a causa del placer. Sacar las piernas de los pantalones
de franela gris. E ir perdiendo el equilibrio ante los ojos de dios. Y después, tan desnudo
como en un baño de río escondido, no necesitar más ropas, dejarlas encima de los
zapatos. Era tanto para soportar y soñar que él, Timme, o cualquiera en la misma
situación y con las mismas emociones, no observa ya el lugar donde pisa. Se descuida
como, ante los ojos de dios, sino sentir respeto. Pero respeto se le hizo de pronto como
la noche que ilimitada que cruza. Timme estaba dentro de ella con los ojos abiertos. El
respeto obliga a mantener los ojos abiertos porque detrás está lo ilimitado.
tiembla sobre los dedos enlazados. Entre tanto siempre hay niñas para ver tan aburridas,
tan pasivas, que son capaces de aceptar el pecado del sexo en la duermevela del
sacerdote. Niñas sacadas de la cama, vestidas y ajustadas con una hebilla, con costras en
los párpados y sin haberse aseado las caras. Niñas tan quietas como el cascote. Hay
tanto para limpiarse de la nariz, carraspear, y pedir limosna al sol ahora que ingresa
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encerradosumergidosofocadoypuestoenpreciorápidamente. Tanto decir sí y sí. Y desear
comer. Comer tres veces seguidas sin parar. Y después de abandonar las ropas sobre los
cruzando el patio lindero de la escuela primaria del sagrado corazón, subir la escalera
severa, rubia, jugosa santa Úrsula de yeso. Que el cura más viejo trajo en una valija de
cartón. Desde la natal Regensburg. Llegar a esas habitaciones con el gollete del pene
inflamado. En el espejo redondo para afeitar mirarse. Ver a Timme. Luego salir, titubear
y hallar enseguida la puerta abierta, y adentro, entonces, golpear con seca sonoridad su
cabello negro como la tinta, el cutis blanco, el cuello encarnado, ha esperado sentada
con su vaho a fruta ablandada y agria. Y del mismo modo que el mal llama al mal,
entonces la fruta llama a la fruta sin necesitar una boca. Ni oídos. En el atrio el cura
Timme entrecierra los párpados, la limosna del sol es una cáscara tibia sobre los
El cura más joven repetía las preguntas del más viejo. “Quién te enseñó alemán
Timme.”
“Mi abuela materna”, decía y era su respuesta más alegre, “la abuela anarquista.”
“Por eso, como dice mi abuela, cuando crezca vamos a expropiarlo, padre.”
169
Los pensamientos del cura más joven también vuelan. Vuelan como papel
quemado. Sus venas se queman con pulsos de parpadeos brillantes. Cuando su amor a
Las manos sobre el vientre sacerdotal más viejo que se alimenta de todo. De la
color del diablo. Sangre del diablo en el aire de los tomates que la empleada alinea
sobre la tabla de madera. Porotos negros, bellos a granel pero no de forma individual.
para crema agria. Crema de medio punto para las tartas de las tardes. Crema del diablo
blanco, blanca, que hiende el interior del miembro, del completo paquete genital
lampiño, igual de terso que un zócalo celestial. La piel blanquísima de santa Úrsula, sus
Una vez Timme dibujó alrededor del ombligo de Nadia un círculo. “Qué es”,
domingo por mes el cura más joven no almuerza con ella. Es el domingo más callado de
todos.
El cura sabe que su iglesia no huele más que a ranas, pescados de barro y bodega
de vinería. Y que los carboncillos de incienso sólo brillan tres veces al año. La virgen no
puede levantar las manos por encima de la cabeza del niño. Ni al comenzar la misa ni al
dar la paz final el sacerdote. Pues el niño que está en sus brazos jamás duerme. Sonríe
como si recién lo hubieran alimentado y levanta los dedos regordetes. Las uñas duran
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cortas todo el año. La gente acude a misa sin que los bucles castaños del niño le
importen mucho. El niño es como un faisán desplumado. Los labios son pequeños, de
forma de corazón. Los dientes son del esmalte más blanco, con una gota de azul para
volverse blanquísimos. Las plantas de los pies están tan limpias que jamás tocaron el
suelo. Las rayas del gancho artesano continúan allí, porque él, el niño, sólo se sienta en
brazos de la virgen.
Los pies de la virgen son demasiado menudos. Parecen aquellos que las niñas
aburridas balancean muy por debajo de las rodillas flacas. Pero son parte de su dulzura
virginal. Los pies de la virgen jamás podrían caminar rápido. Menos aún correr o bajar
de la delgada medialuna que pisa. Tampoco podría atrapar a un niño travieso que
escapa.
El yeso asoma aquí y allá. Y los pequeños huecos en su superficie caliza son
esferas vacías. La virgen y el niño tienen los ojos pintados, y los huesos constituidos de
organizadas burbujas. Ellos también, aunque sin pasar hambre, son miserables y están
blanquearon los nichos de las imágenes, pusieron todas las figuras en el patio. Bajo el
cielo corto, entre la sacristía y la escuela. El cura más viejo se hacía llamar Arnoldo y
oficiaba las misas, mientras el más joven llevaba días sin afeitarse. Un día se soltó la
Regresaba todas las tardes. Desprendía su camisa y miraba crecer la noche. Los
labios del niño no podían besar el cielo y los dedos voluminosos señalaban el este seco
y despejado. El cura extrañaba los tilos umbrosos y las flores más persistentes de la
171
espejo poseía una ondulación que deformaba el tercio inferior sobre los labios. No sabía
afeitar a otro, sólo a sí mismo. Cuando se crece entre bosques las lágrimas brotan de
Arnoldo le repetía durante esos días, “Sobre todo siempre es mejor ser hombre.”
Como se lo decía en alemán, sobre todo quería decir antes de ser sacerdote. Arnoldo
sabía más de la piedad que del sacerdocio. Pues a él le brotaban las lágrimas ante los
lechones asados. Bebía con un nudo en la garganta. Y al final tomaba las servilletas de
papel. “Así no se resecan las ostias”, decía. Sonreía y saludaba a los presentes.
Las imágenes de yeso no parpadearon siquiera ante las lágrimas del cura más
joven. La barba crecida comenzó a oler a aguardiente de cerezas alemana. Entonces una
tarde después del llanto Arnoldo le enjabonó la cara. Ni uno ni el otro dijeron palabra
alguna. El más viejo usó su propia navaja. Lo afeitó hasta la comisura de los labios. La
piel crepitó hasta las patillas. Luego hasta los ojos y la base del cuello. Debajo de la
nariz, el cura más viejo, le dejó un prolijo bigote. Las lágrimas cargadas de ideas no se
llevan bien con los bigotes abocados sólo a brotar. No llovió ni un día hasta que los
alto de la nave hay tragaluces donde las sombras de las palomas no tienen forma de
palomas. Sin embargo los aleteos chasquean. Los labios acuosos de los asistentes se
mueven y la luz oblicua transita por el embaldosado y las peanas. A causa de los gorjeos
y chasquidos los feligreses saben por fortuna que ellos no son las palomas.
pensamientos son tan ajenos a las cabezas que ya están, veloces y de nuevo, en casa. Sin
creerlo, el cura llama creyentes a los asistentes sentados en los bancos de madera. Y allí
sentados, la misa los reconcilia con su mal privado, porque no pueden ser distintos de lo
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que son. Sentados o de pie, están a medias. Una parte lucha tanto, y la otra es tan débil,
que no quieren permanecer unidas. Los hombres sufren por ello y porque no pueden
dominarlo. Las mujeres lo aceptan con el corazón que es el segundo bazo, sin necesidad
débiles. Sin embargo las mujeres se dan cuenta que las personas y acciones no son
blancas o negras. A este tipo de hombres débiles en el pueblo se los llama infames. Pero
nada más porque existe un tango que todos conocen y se llama infamia.
173
El pago
Deja a las palomas. Luego parte. Con cada paso la sotana se balancea como la
corteza de un árbol. La mirada astuta y llena de petequias, por las tres misas
ojos de todos. El día más callado está a punto de acabar. En las fachadas de las casas la
vida parece no tener un final estrecho para la vida estrecha. Sino sólo encerrado.
Quienes lo cruzan por la calle le dicen padre. Y vuelven a saludarlo a lo largo del
tuvieron la lengua rígida y la boca enjuagada de pasta dental. Pero él no camina más allá
acceso de tos de fumador. Los gatos se apartan de su sotana. Pero en especial de la pun-
los brazos y crea un gran hoyuelo justo encima de cada codo. Cuando pasa los brazos
sobre las cacerolas atrapa el vapor en las axilas. El pellejo pende entonces como un
buche de ave de gallinero. Sin embargo en ese lugar los poros no muestran demasiada
borrachera antes de que la mujer les sirva la comida. El hambre los expulsa a medias
antes de dormirse del todo. Y mientras aguardan sostienen los vasos con los fondos
teñidos de rojoazul. Una vez por mes los tres hombres se sientan a comer juntos. La mu-
jer siempre se eleva sobre unos zapatos altos. “Estoy más suelta acá arriba”, dice.
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“Quedate ahí entonces”, dice el marido. “Mis ojos no son altos.” Los armarios de la
El capitalista provee los alimentos para todas las reuniones. Cada comida es
motivo de conversación acerca de alguna otra comida. Las comidas anteriores y las
futuras se confunden en las cabezas de los tres hombres. La mitad de la culpa de esto
caen como sonámbulos dentro de los lechones, los lechones dentro de los chivos, los
fibrosos chivos en las fofas terneras y las terneras necias no saben más que caerse
dentro de sí mismas con ubres rellenas de farsa fría conservada en la heladera. Las
liebres jamás llegan al otro lado. Sin piel, grisvioláceas, mecen sus cuartos traseros. El
alambre les atraviesa las mandíbulas. El capitalista de quinielas no sabe qué hacer con
las pieles. Por tanto, el cura las toma. Las acaricia con suavidad, igual que a estolas.
Alguna piel tapiza el pesebre de navidad. Y el recién nacido y los padres transpiran en
verano. Los animales comparten pelaje con la liebre. La empleada del cura arma con
hilos encerados unos felpudos de pieles de liebres para el baño o para bajar de la cama.
conversación sin el apoyo de la mujer. “Habría que tapar a las liebre como a los
muertos, así no se asientan las moscas”, dice sin abandonar sus ollas. La memoria de
todos en el almuerzo cose con errores, pero sus puntadas son todas verdaderas.
Nadie en el barrio conoce de qué hablan los tres hombres. Por eso todos se
espesa que el humo de los cigarrillos, y todos tienen, en los maxilares, el final de los
dientes pastosos. Los buches de alcohol les ponen los ojos cristalinos. Les deja las bocas
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correosas por dentro. “Con tanta comida y tanto hambre en este país ningún policía
puede inspirar respeto”, dice el cura. El comisario sonríe. La mujer se ríe. Carraspea y
pide un cigarrillo. El comisario le lleva uno y prueba la comida. Sus labios eran tan
La hija del capitalista y Nadia cuando eran unas niñas hacían tortas con la tierra
de los maceteros. Colgaban mantas en el patio para separar la cocina del dormitorio.
jardín. Les echaba agua caliente y las tapaba con hojas de plantas de rabanitos. “Así no
sé hace Valya”, decía Nadia de cualquiera de las comidas. Valya amasaba de nuevos los
mazacotes. Nadia les agregaba flores hasta el inicio del invierno. También lombrices y
la caca ovoide de los perros pequeños. Con barro hacían una cruz por año para Cristo y
para decorar la pared. Como Cristo permanecía en un lugar vacío le agregaban dos
Valya tenía ojos celestes con el exterior del iris incoloro que le hubiesen ido
muy bien a Cristo. Cuando crecieron uno centímetros, ningún objeto al caer lograba que
los hombros cuando caminaban. No pasaban los trece años y siempre, estaban
enamoradas. Valya miraba a Nadia y decía “sos hermosa”, Nadia miraba a Valya y
repetía “sos hermosa“. Shura las miraba como si el idilio fuese una gran estupidez y
sentaba a su muñeca negra con las piernas abiertas en alguna maceta y bufaba. La cruz
había perdido un ojo verde después de la última tormenta. Como no había cuerpo de
Cristo a Shura la cruz le resultaba un utensilio de lo más inútil. Y desde que había
perdido una lenteja la llamaba la cerradura. “Mi negra al menos tiene ombligo”, decía
Shura.
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El amor, a Nadia y Valentina, las abrumaba con cebollas, en la médula de las
zanahorias agrias, o en el muñón reseco que quedaba en la base de los tubos de lápiz
labial. Después de almorzar querían dormir para soñar y no tener que esperar hasta la
noche. El amor las carcomió sólo porque ellas deseaban que el amor las oyera hasta el
fondo. Y lo primero que les enseñó el amor es que la vida no es la búsqueda de un punto
de inicio para el amor. Sin embargo Nadia temía que la muñeca gitana de su madre la
le quitase el amor nocturno para toda la vida. La muñeca gitana era más poderosa que la
virgen. También más colorida y bonita. Nadia no podía tocarla. Shura la tomaba de su
lugar y la observaba de cerca. Valentina se ponía en puntas de pie. Desde arriba de los
gusto tiene en los labios” preguntaban Valya y Nadia. Los ojos negros de la muñeca
miraban a las tres al mismo tiempo. “Es como una piedrita de sal, así”, dijo Shura.
Todavía hoy, en las macetas del patio del capitalista de quinielas, pasada la
claridad verdosa de inicios de primavera, florecen con violencia los demás colores. Y
aún también unos enanos esmaltados se agolpan encima de las baldosas. El aire del
puerto los impregna, y les ha corroído los gorros rojos y azules desde hace años. Los
ojos han vuelto a ser herraduras igual que antes de que los colorearan. Los enanos llevan
sus manos al pecho o sobre los hombros. No brillan en la oscuridad y las risas barbudas
suenan sin los revestimientos. El comisario y el cura los atraviesan con las glándulas
salivales saltándoles en la boca. Allí el olor a comida ya es tan grueso que se puede
masticar.
A la mujer del capitalista jamás le gustaron los enanos que están parados en su
patio. Los abandonó enseguida. A ella sólo le preocupa el interior de la casa. Para el
capitalista ya hace tiempo que los enanos sólo importunan el paso. Y la madre de los
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enanos ha venido a llenar los insultos de la boca de la pareja. Aunque los enanos
La hija del capitalista y Nadia jugaban a celebrar misas, unos enanos de yeso
eran la virgen y el niño, y un dúo, santos intermediarios. El resto, feligreses. Shura era
las muñecas embrujadas. Los enanos eran de fiar como no lo era el fervor oculto de la
muñeca gitana. Cuando los enanos empezaban con flores blancas y menudas en sus
tierra en los zapatos. La tierra entraba en las casas y se trasformaba en una bofetada.
Shura sólo recibía una buena sacudida por los hombros. Por un rato le quedaba el
borde alrededor de las sienes. El cura, más joven y rubio ha encanecido y, después de
los primeros vasos, su pelo corre cada vez más áspero por el cráneo. Lo colma de dedos
estira el cabello haciatrás con fijador. Sus cabellos son más finos que hebras de hilo. Y
la piel encima de los ojos también se le estira. Pero cuando terminan de comer, a
ninguno les caben ya los ojos en las frentes, pues sudan y regurgitan. Echados en los
sillones apoyan los ojos arratonados sobre la cúspide de los estómagos. Han guardado
con descuido poco lugar para sus corazones. Éstos martillean aprisa. Entonces los tres
corvina tropieza”, dice el cura, “así aprendí a hablar español y me gusta la palabra
laburar.”
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“Castellano, alemán bruto”, le dice la mujer del capitalista de quiniela.
vuelven abstrusos para sí mismos. Al cura su acento se le cierra aún más contra el
tener compañía y se le enredan los dientes de la sonrisa en el cabello. Pero siempre ese
como si hubiera comido pura cenizas. Sus ojos se asemejan cada vez más a los ojos
diluidos de sus enanos. “Qué suerte tengo, sos otro que quiere hacer de mí marido”, dice
la mujer. La voz se le queda alrededor. Nadie la escucha. “Ahora nada más te falta ir a
misa con ése”, le dice su mujer. En invierno, la noche ya baja en el puerto cuando se
sirve el café. Ella siempre supo qué le pasaba por la cabeza a su esposo. Mientras los
otros dos hombres se conformaban, cada uno, con no saber qué quedaba enterrado en las
suyas. El cura por causa del bigote, el comisario por oficio. No obstante, los pocillos de
café siempre se les quedaban cortos para pensar. Al rato los tres pedían más.
Cuando los días son más pequeños la calle del puerto pierde los contornos. Y las
esquinas pierden enseguida los extremos de las calles. Antes de irse a cenar el comisario
todavía visita el prostíbulo que está pegado a la casa del capitalista. También cuida de
que prospere. Y bebe ahí la última copa. Un hombre se la sirve y se queda con los ojos
cabecean. Pese a que ellos están atiborrados aún los rodea el lugar del hambre sobrante.
Ella levanta los platos. “Y ahora los señores van a cagar como hipopótamos, no”, dice.
“Mejor deberían llorar tanto como hablan antes de comer.” La mujer se responde sola y
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se ríe mientras lava en la cocina. “Tenés suerte” le dice el comisario al capitalista. Los
Detrás de la melodía que lleva el cura anda el vacío. “La suerte tiene la lengua
Con la bandeja del café la mujer del capitalista ha traído unas copas de licor que
Desde que los argentinos han cambiado el valor de su moneda el fajo es más
pequeño. En uno de los lados de los billetes del policía un óvalo blanco está escrito. “La
“Me gusta lo que hago”, dice el capitalista. Pero sus ojos no pueden ser más
sombríos. Ni su mujer sabe ahora a qué se refiere. “No hace un año que murió Perón y
ahora todos son peronistas de juguete”, dice el cura. Se baja los cabellos. Pero se erizan
de nuevo. “Qué se puede ser para ser una persona decente en este país si no radical, yo
siempre fui radical”, dice el capitalista —las paredes los oyen mientras parpadean con
Los dos hombres se palpan los billetes en el bolsillo. Y siguen revisando sus
pensamientos con café y humo. “Los argentinos son unas personas extrañas, pese al
Una vez que los billetes realzan su lugar en los bolsillos las horas han dejado de
entrechocarse con las tasas y se separan. Los hombres inspiran hondo y aguardan
sentados en sus sillas. Afuera, el viento toca a su propio fin entre las ramas.
180
El camino ondulado y la rana
Allá, en verano, bajo los árboles, los niños son pocos. Crecen desnudos. Juegan
en claros de tierra color canela y se mantienen cerca de sus madres. Ellas lavan todas las
prendas con la misma agua enjabonada. Al terminar arrojan el agua sobre la tierra.
Alzan polvo. Porque aún no alcanzan las vides con las manos, los niños comen los
racimos que caen al suelo. Comen los que bajan con palos. O los que simplemente les
dan otras manos. Las uvas son más pequeñas que las uñas pequeñas. Y que los tábanos.
Los niños quieren gozar en la ribera de una libertad de la que nadie se dé cuenta. Por e-
Luego de comer los racimos, a las tripas no les gusta guardar silencio.
muertos.
desploman entre las gallinas. Si caen en la huerta de tomates tardan en verlos. El día les
ha pasado por arriba y ha llegado la hora de comer. Pero siguen sin encontrarlos. Los
tomates maduran. Como a los niños, a los muertos hay que buscarlos para que coman.
Temprano, después de verlos sobre la cama, los niños se van rumbo a la escuela.
Alguien hierve menta y eucalipto. Los niños piensan que es el té para la visita de la
muerte. Si es verano se quedan sentados donde los mayores les ordenan. Pero se cansan
rápido y se levantan.
vapor de menta. Saca los mentones, lustra los temporales hasta dibujar las venas más
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internas y tenues. Los niños observan las orejas del muerto y se preguntan si ahora
puede oír cómo afuera las uvas se hinchan bajo sus pieles.
boca. Y sin darse cuenta las personas empiezan a salivar o a sonarse la nariz. Sin
En los ojos todo está en negativo. Lo recóndito brilla iridiscente, pero sin ser
Los sarmientos desprovistos de frutos crujen. Las hojas negras se aplastan contra
la tierra invernal. El resto de la vegetación se oprime y sofoca sin parar hasta la ribera.
Todo el año se estrangula con sus tentáculos verdes. Y no se detiene ahí donde el agua
chapotea. El sol de invierno tiene cuerdas y raíces blancas, y siempre está quieto. Se ha
Las casas ribereñas se levantaron distantes unas de otras. Hay pocas entre ellas
que llegan a aproximarse en desorden. Son ranchos de chapa y madera gris. Elevados.
Cuando el viento arranca al río de su borde, el agua fluye bajo ellos. Los pilotes negros
Timme piensa que no hay nada más pobre que ese agua y el maíz podrido.
Está sentado delante de la puerta. Los ojos cerrados tienen caracoles de mar en
Una casilla con espacio para la cama, una mesa pequeña y la silla. Encima se
fustigan las ramas. El cielo es mínimo y bordado. Y no crece con la luna. Timme tiene
una radio dentro de una funda de cuero marrón y una linterna sacada de destilería.
Anoche durmió en una bolsa de campamento que le trajo Teo. Se iluminaron las caras
182
con la linterna. El viento por la noche estuvo invadido de paredes. Sin embargo Teo y él
murmuraron.
cigarrillos. “Te traigo algo”, preguntó Teo. Timme movió la cabeza en la oscuridad. Teo
siguió fumando. “En la cochería del turco que se quemó había dos muertos en
depósito”, dijo.
“Y qué pasó.”
casilla.
Alrededor de la luna unos círculos flotaban como nenúfares. Él estuvo muy quieto,
oyendo el viento. Mantuvo las manos entre los muslos apretados. Las cicatrices de la
planta de los pies eran más pesadas de noche. Y los riñones se le colgaban de la co-
lumna. Arriba de la bolsa para dormir se echó una manta de ferrocarriles y se quedó
aletargado adentro de las ropas. Olía a moho. El sueño llegó veloz, como una cornisa
negra.
perdida encima de la piel. Muchas veces orinó hilachas de sangre en la tierra. A veces
183
Detrás de Timme hozan dos cerdos. A los tres el sol matinal los empolva con su
almidón. El viento todavía anda en círculos con los árboles. La tierra va y viene
los animales. Del otro lado del camino está su casa. Cuando el abuelo de los ucranianos
dejó de viajar hasta allí él siguió bebiendo solo y criando sus cerdos. Ahora se ven
cuando él viaja hasta la casa del amigo en verano. Entonces ata a los cerdos como a
perros. Pues los cerdos cuando ellos quieren llegan hasta el río. “Qué puede tener para
En cambio, no supo qué pensar. La tierra le congelaba el aliento y una mejilla, había
unas bayas marronrojizas y pasto —pero no era un pensamiento. Durmió casi rozando el
mejilla. Era tan semejante al vidrio de una ventanilla que Timme se esforzó por
Todas las camas de la sala se zarandean con los giros de los internados. Cuando
se emborracha a veces Timme percibe los pies redondos antes de dormirse. Ahora no
sabe si están flojos como luego de un baño caliente. No puede encoger las piernas. La
cintura se lo impide. Encima de su cabeza la luz pesa. Es una cortina mojada. Una mano
descorre la cortina. Metidos en el sol los dedos son negros. Timme olvida unas pocas
habas en un plato. La mesa es cada vez más grande detrás de él. Abajo está su miembro
helado y sin oscilaciones. Una sonda le sale de la uretra hacía un costado de la cama. Su
cabeza está callosa, verde y ácida. Oye caer un haba. Por encima pende, haciabajo
oscila, el peso verde. Oye rebotar voces minúsculas y abatidas. Dormitó varias veces.
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Nadia dijo que el amor no tiene ley. Un delgado torrente arenoso, más tarde, escapó por
el tubo que vacía la vejiga. En otros momentos Timme pasea los ojos por el cielorraso.
Le castañetean los dientes. Timme se encoge dentro del sueño. Cuando es bastante gris,
pensamientos.
La enfermera puso una mano helada en la frente. Timme dijo sí con los ojos
“Tuviste suerte de que no te arrancaran los riñones, pero la cabeza la tenés bien
picotazos.
“No te van a dializar. Sabés qué es”, pregunta, “vas a orinar sangre todavía”.
Timme ve recién que la mujer es muy negra y azul. Los ramos de venas surgen encima
del dorso de las manos más oscuros que la tinta. Timme siempre se sintió inseguro cerca
de alguien negro.
no quiere hablarle. Recién nacida, la rana flamante es apenas una bolsa acuosa.
“En la planta de los pies te hicieron dos cruces dobles. Como las de jugar tatetí,
así que no te arranqués las vendas, los cortes estuvieron llenos de tierra.”
“No sé.”
Timme siente a la rana andar dentro de su vientre. Una rana fría, de ojos grandes.
Ha crecido raposa. Afuera todo es más blando de lo que él ahora puede soportar.
medio desnudo cerca del empalme de O’Gorman. El día que llovió. Eso dijo la policía.”
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“O’Gorman”, dice Timme.
“Sí conozco el lugar porque por ahí jugábamos de chica hasta que nos mudamos
por Entrevías.”
lengua se llenaba de insectos hasta volcar los ojos. Iba atenta a su existencia. Pues podía
ácida de su rana. Ella erra hasta el agotamiento y se duerme. Los ojos verdes brillante se
opacan. La rana despierta en la oscuridad y bebe de un pozo que gira. En el pozo no hay
luna. La rana de Timme bebe sangre. El padre de Timme deja el plato de habas delante
de la silla y Timme las come todas. “Nunca escupas a una persona, sólo los judíos
escupen”, dice su padre. El otro plato con habas arrugadas ha quedado en el mismo
lugar. Pero la mesa ha cambiado. No tiene cuatro esquinas. Sólo tres. El padre está en el
patio. Dice “no escupas”, la boca es como el pozo, pero la rana del padre es diferente. El
sonido que emite es hollín. Hay más polvo negro que aire. Timme está encaramado en
la punta del asta. La enfermera negra levanta una pata laxa de la rana de Timme. De
inmediato la suelta. Timme no quiere que la enfermera toque a su rana. Quiere que
llegue su abuelo para que su padre no diga más frases católicas. La rana abre los ojos y
escupe a la enfermera negra. Dentro del marco del cielo gira el pozo. La rana resbala
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haciabajo. Intenta tomarse con los pies. Llega hasta el agujero del culo, pero no sale, da
Todos los días, las mañanas se hacen más desoladoras. Hasta después de que las
luces son apagadas la sala despide olor a gallina o sopa hervida. Al despertar el sexto
día Timme se viste enseguida. Siente las piernas como láminas de algodón y escapa
andando. Nadie advierte que es un paciente porque todos ahí dentro andan con lo
puesto. El exterior del hospital Fiorito se liga con unas nubes veloces. Timme se marea.
Debe sentarse por un rato. Timme ya sabía que debía que ir a la costa del río. Juan y
Teo le habían dejado una nota y dinero entre la almohada y la funda. En la mesa de
Bajo las nubes de la calle pensó la pregunta que la rana le había hecho durante
esos días al despertar y al dormirse, “será el futuro la mayor de las soledades.” Recuerda
que el abuelo de los ucranianos es amigo de un italiano. La nota no dice el nombre del
El hombre deja todos los días dos pantalones sobre el respaldo de una silla.
Están delgados por tanto uso. El de arriba es el de trabajo, el otro, es el del atardecer.
Nadie está enterado de que, en el fondo del pueblo, la selva jamás comienza en
una enramada. Lo hace de repente. Como un fuego verde que detiene el río. La orilla
hiede de forma más penetrante que cualquier colgajo acidulado de tomate en las huertas
ribereñas. En las cañas de sus tomates el italiano anuda ribetes rojos. “Rojo con rojo,
como jugar a las cartas con la tierra.” Se ríe con pocos dientes.
Camino al escondite del italiano Timme recoge unas botellas de vidrio vacías.
Desde la maleza ellas le saltaron a los ojos. También había arrancado manojos de hierba
de entre los rieles sin uso del fin del puerto y se los pasaba bajo la nariz. Era la misma
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maña que los bebedores de la fábrica de jabón llevan como un botón rojo cosido a la
palma de la mano.
Nadie sabe tampoco en Dock Sud que cuando los pájaros desaparecen del
boscaje y la selva, un halcón peregrino flota encima del follaje y las copas. Para los
hombres es un trapo en las franjas de aire caliente. El mismo halcón va de los silos del
puerto a las copas de los árboles de la costa. Y se alimenta sin pestañar, con sequedad.
Del mismo modo que la muerte, termina a tiempo su tarea. También los cerdos han
aprendido a comer las serpientes terrosas. Los cerdos las esperan afuera de la casa a la
que entran. Y se envuelven en los charcos o los cestos de papas. En primavera duermen
bajo las hojas de los tomates más bajos. Y cuando pasan de la maleza a la hierba las
serpientes suenan como el viento. Y de la hierba a la tierra como las alas de palomas.
Los cerdos reconocen el rastro arcilloso que dejan en la madera de los pisos. El italiano
dueño de los chanchos dice que las víboras ya no son más víboras, “van a las casas
porque les gusta la corteza salada del pan.” Timme revisa la casilla con asco y temor
cada vez que despierta o entra. Pero ellas nunca están —y si se duerme sin revisar
quizás un día entonces ellas encuentren a su rana. Por eso la rana se habituó a no
dormir. A permanecer alerta. Sentada sobre el vientre blanco mira a Timme dormido.
Durante la noche el dueño de los chanchos deja una luz encendida hasta la
mañana siguiente. El dueño de los chanchos es viudo, vive solo con sus animales.
Extraña a su amigo ucraniano. Por eso se dedica a hablar de pájaros que no le importan.
“Este año los zorzales se fueron más tarde, el invierno se va a alargar”, dice.
El hombre lleva una pala y un azadón y se interna en una arboleda. El follaje tira
hojas hasta que la espalda del hombre desaparece. Una hora más tarde regresa con el
cuello y la cara encarnados. Timme sigue sentado. Ahora el sol no le impide ver. La
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fronda criba el cielo. La mañana está desbordada por la palabrería de los pájaros de
Las gallinas andan sueltas. Sus caminos y los de las víboras no coinciden,
porque estás buscan sólo los huevos. Con su ojo más imbécil las gallinas miran de perfil
desde la maraña a Timme. Quieren acercarse y picotear todo y Timme las deja llegar
hasta sus zapatos. Espera y las patea. Las gallinas brincan. Tremolan las alas, sus ojos
Detrás de las gallinas y los chanchos que regresan del arenal, un sauce se
desmorona encima de un galpón. El italiano fabrica allí su vino espeso. Bajo el techo el
aire es áspero y dulce. Un vino de estío que los hombres se lo echan helado en la
garganta. Porque todos tienen que apagar su infierno antes de llegar a pensarlo dos
veces. Beben y se miran las gotas robustas en las barbillas. Con su vaso lleno codician
el vaso del otro. Sin embargo nunca ven bien la cara de los demás. No quieren recordar
más rostros, voces o risas. Nada de lo que podría gritar o volar dentro de ellos debe
de la juventud. Y se queda sin comprender por qué se mira las manos. Piensa de pronto
Los cerdos devoran las uvas caídas a principios de otoño —y se relamen las
comisuras azucaradas, después las gallinas picotean en la mierda de los cerdos. Pero son
los cerdos los que se emborrachan y se desentienden de la vida también con los ojos
Cuando el río desborda las víboras derivan en la superficie gris del agua. Son tan
semejantes a ramas que pasan por muertas, y las gallinas suben a la casa del italiano.
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Los ribetes rojos atrapados por la crecida llegan a las ramas de los árboles. La rana de
Timme ambiciona los tomates sanguinolentos que flotan a la ventura con las
Una casuarina se eleva hablando sola. Bajo ella, en el borde del camino, fuman.
El italiano tiene arena gris en la punta de los dedos. Timme mueve los pies fríos. Las
cicatrices ya son cuerdas duras. La tarde le sube hasta el cuello. “Nunca tengo apuro por
volver a casa”, dice el italiano. “Sé que llegué porque me cambio el pantalón sin
pensarlo.” Por el camino ondulado otro hombre encorvado camina hacia el final
bufanda, y ellos quedan solos de nuevo. Timme y el italiano la pasan callados. Después
de mucho rato el tano rojo dice, “la última vez que vino ese ucraniano de piedra me hizo
tomar tanta grapa que casi se nos caen todos los dientes.”
humo. “Si llegan”, dice el italiano, “por la picadita al sur te vas seguro, porque no sale
Las ranas del entorno, desde sus covachas trenzadas de agua, hablan a la rana de
Siguen fumando.
tostado yo seré el único que sepa dónde están enterrados mi hermano y mi mujer.”
190
“Y quién te va enterrar a vos”, preguntó Timme.
Apagan los cigarrillos. Los cerdos holgazanean toda la tarde al lado de una
acequia invadida de maleza. La noche sube desde allí. Y antes de tomarse de la espalda
El italiano deja cocinarse el guiso mientras zurce una media de invierno. Entre
andar de costado. La gasa brillante de la lámpara de gas cruza el vidrio de los vasos y se
moja en el vino. La incandescencia resopla. La aguja también cose el vapor que escapa
Timme lleva los ojos hundidos, sabe que olvidó la linterna y tendrá que entrar a
la casilla a oscuras. Piensa también qué más se necesita para vivir en el pueblo entre
delatores y mandaderos. Pues él posee su rana, sus razones y las de ella también. Pronto
“Con el italiano vas a estar seguro, fue anarquista de dar y soñar, y amigo de mi
A Timme lo recorre el antojo de Nadia cada noche, cada mañana, pero Nadia no
se quita las razones como su rana. Nadia está llena de rastros, pero igual se escurre.
triunfales, las más groseras, las estériles, las hermosas, las de panfleto, las académicas.
Están además las razones de Juan y Teo, colectivas e individuales. Y las razones de los
riñones de Timme, del parietal y las cruces serosas de los pies. Y las razones
sirven para nada. Timme se engaña con que anda con los pies perdidos. El camino
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ondulado no llega a ser, para él, tanto un país como apenas una rápida rutina de casas
dispersas y paisaje.
Ahora los buenos habitantes en Dock Sud invernan. Juntos. Alrededor de las
cenas y los televisores. Con los ojos, las bocas y los oídos disimulados adentro de las
latas de harina y los vasos. Creen entonces que la harina guardada es insondable como
los hombres en tradición. Si hacen lo que corresponde y nada más para vivir, entonces
es la usanza correcta. El destino impalpable se inclina por los panes sinuosos y los
alimentos vibrantes de los pobladores. El destino es la ley del hambre más obstinada y
más temida. El hambre les compra el silencio y la sobremesa. Entonces, muy rápido, se
pasan una uña entre los dientes por el almidón que echan a la sopa. Los pobladores se
jactan por comer cualquier cosa. Pero sólo se comen su dignidad humana. Regresan de
En la ribera vegetal, durante agosto, las mujeres descuelgan las camisas antes de
querosén para la calefacción deja los dedos lustrosos. Para vivir el invierno las ciudades
argentinas fingen que la muerte está del otro lado de las paredes. Pertenece a los patios
de faena y carneo. A los terrenos de los cementerios y los depósitos de los hospitales.
Los nuevos muertos no tienen nuevas fiestas —y los viejos, que usaban otros
días de fiesta, ya no los festejan. Pronto cada palabra no valdrá ya gran cosa. Será como
todo lo que atesoran y, guardado, pierde su valor. Pues cuando vuelven a usarlo lo
recuerdan distinto. Sólo lo que los hombres sacan con disimulo del puerto y esconden se
vuelve valioso para ellos. Gracias a esto no temen decir que también ellos tienen mano
dura.
192
Cuando piensa a solas Timme no recuerda muchos detalles de su infancia. El
asta, la gran mesa con habas viejas. Donde guarda el pasaporte hay fotos de sus padres.
El reloj pulsera que le robaron los policías antes había pertenecido a su padre.
Ahora tiene en ese lugar la piel más clara. Apenas él entraba a la casa Nadia le decía
siempre que no llevase el reloj al trabajo. Si piensa a solas en la paliza de los policías
enfermera caboverdiana la encontró. O nada más creció por culpa de la mujer. Los
muertos son los únicos que pueden pronunciar sin miedo palabras impronunciables.
del otoño.
El vino indignado por su propia aspereza siguió a Timme hasta que Timme dejó de
fumar.
italiano.
Adentro de sus tubos rudimentarios y pasadizos ondulados, y las cuerdas que apenas
193
El perro redondo
perfume frutado brota. Se ríe frente a los vestidos viejos. “No, no”, dice Alejandra.
Nadia deambula entre el sol de los muebles. Anda con dos nueces en la mano.
Ha mirado tanto por la ventana que, cuando ésta se vuelve un rectángulo absorto, se le
Alejandra. Ha amontonado las ropas apiladas sobre un lado de la cama y las perchas a
los pies. Aparta los ganchos con un lado del zapato. Nadia no quiere estar a solas con
tiradas. Golpea las nueces con el mango del cuchillo más grande que encontró. “Me
buscan a mí porque saben que así seguro agarran a Timme”, dice. Esa era la causa, en
“No entendés.”
“Yo no soy la inteligente, pero el farolito rojo sos vos, no Timme, él es como yo,
suspendida de sus abrigos. Moverse sin piernas. Encima de las baldosas, y sobre las
líneas estrictas se desviaban sin darse cuenta. El sol es más débil que las manchas que
ostentan los abrigos. Y si Nadia no tiene cuidado con la lengua, las nueces siempre se le
pegan al interior de los dientes. “O al menos no van a venir de uniforme, Shura,” dice.
Alejandra sostiene una percha al lado del muslo. “No me mirés así”, dice ella.
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Hacía un año alguien había destrozado el horno de pan. Llovió tanto esa noche
que nadie oyó más que el imperioso aguacero. Los techos de cartón se rompieron.
Una grieta dividió al horno, después hundieron un lado a golpes. Hubo que
reconstruirlo. Pero sólo un hombre se encargó del trabajo. Dos mujeres mojaban el
barro. Otras trajeron la comida y el vino para el hombre. Llevó un día completo. Nadie
movimiento del albañil. Cuando una mujer le tendió comida la tomó, pero salteó las
manos del alimento con los ojos. Sólo veía los extremos del pan. Abría muy poco la
boca para morder. Roía. La mujer le dijo a Nadia, “los dientes se les caen al piso cuando
Al día siguiente Nadia vio a los más pequeños de la escuela correr esferas en los
alambres torcidos de los contadores. Todos estaban desgastados. Las bolas de madera
amarillas, rojas, verdes, azules, los ábacos multicolores habían perdido gran parte del
esmalte. Las manos de los niños, después de deslizar las bolas en el alambre
herrumbrado, quedaban rojizas. Y ponían los ojos y las bocas muy abiertas para contar.
Las maestras del jardín de infantes contaban con ellos. Nadia se encerró entonces en el
Al poco tiempo de reconstruido, alguien metió un perro muerto dentro del horno.
Reventaba de sólo mirarlo y cuando intentaron tirar de él para sacarlo Nadia se quedó
con una pata en la mano. Casi por completo habían serruchado las cuatro. Entonces
pareció una bolsa de arpillera devorada aquí y allá por las ratas. Una de las mujeres
arrastró el hocico y a la vez alejaba su cara. Después quiso hacer rodar el cuerpo, pero al
primer tumbo se rajó el pelaje y se le salió todo el interior. El gas que expulsó les
levantó el cabello de las frentes. Ahí donde confluyen los capilares, se les enrojecieron
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los ojos. Nadie habló y las lenguas apestaban. Una mujer se puso a vomitar con los ojos
apretados.
Nadia pudo asirlo del nacimiento de la cola y otra mujer del montón del cráneo.
Nada más el peso del pelaje y los huesos despegados arqueaban la columna
vertebral. No obstante, a ellas se les empaparon los sobacos y las espaldas de trans-
piración. Los órganos podridos eran color caramelo. Dos hombres miraban la escena
con los ojos corridos bajo las cejas. La sombra de las narices les tocaba el mentón.
Hacia el interior todavía hay más hombres sin trabajo que son invisibles. Si no hablan
las mujeres o los niños las casillas parecen desiertas. Y cuando alguien se quita las
medias siempre encuentra que tiene los tobillos azules por el frío. Las medias perdidas
Hay hombres que también dentro de su jornal tienen incluido manipular perros
los perros. Y coserle todos los agujeros para que se hinchen y fermenten como una masa
madre.
de ellas las casas son pequeñas, grises e indefensas. Las dos mujeres fuman. Una ha
terminado de vomitar. Creen que el humo les quitará el asco. Otras acarrean agua. Las
entrañas del perro saltaron una sola vez y se licuaron en la tierra. Pero la tierra no se las
dice Nadia.
Algunas remeras conservan las aureolas de sudor del verano. En cambio las
faldas de Alejandra parecen recién compradas. Las esferas blancas se deslizan entre los
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Alejandra vuelve a reírse. Su nuevo novio no le gusta mucho porque le crecen
pelos en la espalda, “es como una polilla.” Cuando acaba llega hasta la cabecera de la
cama. Nadia mira las manchas y se ríe. “No me va a durar mucho, no me convencen
esos pelos”, dice Shura. Las mujeres sabían que su horno era importante, que era quizás
más importante que los rollos de alambre oxidados, los calvos y los camiones que
noche.
Timme nunca se decidió a entrar a buscar a su mujer esa noche. Giró durante dos
horas bajo el farol del terraplén. Nadia vio a Timme desde lejos. La noche abrevaba
sombras. Las sacaba de las luminarias y las arreglaba altísimas. Preparaba la primavera.
La noche apretaba al puerto hacía el interior del rio. Un pájaro se movió en la oscuridad
de un árbol. Y Nadia se dio cuenta de que Timme también era un pájaro sin el asilo de
Por la calle se cruzaron a la niña jorobada. Ella iba con prisa, alejada de los
La oscuridad abría bocas en las paredes. Timme iba tan callado que Nadia lo
escuchaba pensar. Esa noche no tenía ganas de oírlo. Timme nunca entra a la villa
porque esa gente le provocaba rechazo. “No se puede sentir dos cosas a la vez y cumplir
Nadia con ojos raudos. Trajeron las caras desorbitadas. Apenas los contenían. Los
pantalones de gimnasia olían a tierra aguada y el aula a pajonal. Cuando el cura alemán
no podía dar la clase de religión las maestras se encargaban. Y religión, para los
menores de diez años, iba después de educación física. “Es mejor para la circulación. El
catecismo no deja que las sangre se vuelva agua de sandía”, decía el cura más joven.
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“Simple, no quiere dar la clase,” decían las maestras. Después de la noche que
catecismo. El cansancio les completaba la altura que les faltaba de los hombros. Los
niños creen que dios los observa desde los pedazos de nube, los rincones de las paredes
escritorio. Eligió hablar con los ojos disueltos en la ventana. La maestra tiene los dientes
“Hubo una vez, en una tierra abrasadora, una gata color gris ratón. Era una gata
perezosa y de ojos rasgados. Le gustaban las estrellas, las puntas de sus pies y los higos
remojados en leche. El calor del país era obra del señor, y el este y el oeste siempre
estaban bajo el sol. La gata era tan feliz como pueden ser los gatos. Jugaba, comía y
dormía. Un día seis ratones grises se perdieron. Eran tan pequeños que siguieron
buscando a su madre, sin detenerse, hasta el otro margen del país. El gran sol, a lo largo
del camino, fue dejando ciegos a los pequeños ratones. El sol no veía lo que hacía y los
ratones no sabían hacia dónde se dirigían. Habían dejado de ver. Se agarraban con las
bocas de la cola del otro hermano para no separarse. Entonces, después de andar mucho
tiempo sin agua ni comida rebotaron contra una panza recostada. La gata vio que eran
grises y preciosos. Pero que estaban sucios de polvo y flacos como paja. Y cegados
buscaban amamantarse en su panza. Cerró los ojos y los dejó alimentarse. Así los
ratones se alimentaron y todos los días dormían entre el cuello y la panza de la gata.
Aprendieron a comer higos, pero nunca vieron una estrella. Después de haberlos dejado
sanar y crecer la gata gris ratón los devoró uno tras otro. Dónde están mis hermanos, le
preguntó el último de los ratones. Te los has bebido de mi leche, dijo la gata.”
mientras unos niños se rieron por el destino de los ratones más boludos que conocían.
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Los que permanecían pensativos hacían ruidos con los lápices y al frotarse el
pelo.
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Blindekuh
luminiscencia vuela el tizne de una mosca —estirado como un junco de humo. Nadia
cierra la puerta. Ya se ha dado cuenta de que Timme no ha vuelto. La leche está vieja y
Sobre el techo de enfrente los pájaros viven solitarios. La vigilan. Las plumas
resbalan calientes por dentro y heladas por fuera. Una rama apartada aletea, mientras
Juan había ido hasta la casa de Alejandra y le dijo a Nadia que Timme estaba
bien y ya había salido del hospital. Alejandra tenía hígado y unas papas frías en la
heladera. Juan no cenó, sólo se quedó hablando con ellas. Cuando se fue, era tarde, los
pasos resonaban muy alto. Otro día fue Teo pero no se aguantó. La boca dudaba, los
ojos no. Le contó a Nadia donde estaba Timme. Abrió la mano y le entregó un par de
vayas”, dijo.
preguntó.
flores estaba perfumado de tierra cuando lo recibió. Ahora en la cartera era igual que
lana apolillada.
200
La madre y la abuela de Nadia hacían yogur. A ella sólo le estaba permitido
vigilante. Sin hablar. Shura tenía una voz infantil ronca, de varón.
Nadia piensa que hará yogur cuando vuelva después de clases. No sabe cómo
hasta que enciende el farol de gas. Afuera los pájaros siguen vigilándola. Dos o tres es-
trellas imprimen distancias tan grandes en los ojos de Nadia que prefiere mirarse las
uñas. En la luz de gas todo lo rojo es negro y la leche vieja continúa gris. La leche agria
está sentada todavía. Al lado de ella. Ha puesto el papel con las flores abierto sobre la
mesa.
El farol de gas arroja contra las paredes a todo lo que se mueve. Es un gallo
ciego. Las paredes permiten a los pájaros obstinados espiar a Nadia sin necesidad de
ver. El movimiento de la sombra de Nadia aplaza lo que es de los oídos. Pues los
pájaros se ensimisman detrás de los ojos. Las ventanas ponen marco al temor de quien
está dentro. La mirada del gallo ciego no está cegada por la luz de gas brillante, sólo es
En el patio de tierra Shura juega con los niños vecinos. Uno del grupo tiene los
ojos vendados. Nadia se ha escurrido del sol. Se agacha. Desata los zapatos. El amigo
de su madre le mira los muslos a su madre. Sin nubes cae un trueno y el cristal de la
ventana vibra detrás de ellos. Los cubos de hielo se golpean en los vasos. El aire choca
con Nadia. Le eriza los cabellos. Todas las palabras saltan de golpe para todos lados. Y
los vasos, después de ese momento, vuelven a las bocas. “Wie kommt es, daβ eine
Blindekuh zu schnell rennen kann, ohne zu fallen“, dice el amigo de la madre. La voz
del hombre nos es para la madre ni para Nadia. Es para sí mismo. La voz está escondida
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afuera. Nadia sólo distingue el golpe de Blindekuh. Dice tres veces “Blin de kuh.” En la
palabra nada es ruso. “Por qué yo no tengo nombre corto como Shura”, pregunta.
momento.
deja ver qué tiene delante de los ojos. Qué hace con las manos. Si acaso habla sola.
Porque delante es detrás. Y las paredes, para el que observa, están afuera.
Del mismo modo tuvo Timme delante de los ojos las violetas invernales. Aún
antojadas de sol y, a medio camino de los timbós. El recortado contorno de los árboles
iba prendido de los pastos largos. Un pastizal negro, extraño. Al pasar se cargaba de
pelusas lechosas. Los pasos enmudecían aunque los pastos se agitaban. Timme formaba
ondas entre los cardos secos y abrojos consumidos. Éstos seguían hasta el río. Y hasta el
río no existe siquiera más que un par de senderos. Abiertos por los cerdos. Los lechones,
Nadia idea a Timme —está agotado de insomnio. Igual que ella estos días.
“Cómo habrá pensado en mí, cuando pensar al lado del río es negro como la noche.”
El río abierto y un matorral arenoso, en donde Timme se guardó las flores. Esa
tarde el agua parecía tener el cuello grácil. Tomó las flores, pero pensaba en los labios
pálidos de Nadia cuando ella sale de la villa por la noche. Como no pega un ojo hace
días Timme ve el violeta rojo y el amarillo gris. Entonces mete la mano en un bolsillo.
202
La luna verde
asa. Nadia juega con su propia tristeza. Organiza la noche de Timme. Saca en torno de
él las casas. Luego lo deja sin caminos. Quita las pulgas, los gritos de los pájaros
máquina de escribir de la comisaría. Timme tiene, a todas horas, muchas cosas a la vez
dentro de la cabeza. Cuando él encuentra de nuevo las flores en el fondo del bolsillo se
sorprende. Las flores quedaron con los bordes doblados, así como se los dejó el viento.
El viento en los pétalos, la margen del río en el viento y el viento en la frente de Timme.
Timme está enviciado de noches abiertas como los pájaros del techo.
Se deja el cigarrillo por un buen rato en los labios. Los ojos se le enrojecen. La
luz de gas es muy blanca. Las lágrimas ruedan por la cara de Nadia igual que encima de
Cada orilla arqueada de los pétalos para el farol es una uña negra. Y una congoja
inexplicable para Nadia. Su misma tristeza la hace reír. Pero los ojos de los pájaros sólo
observan una sombra sin modificar. La cabeza casi toca el techo. El cabello es la copa
de un árbol. En los nidos urbanos a los pájaros los ojos se les cierran porque el cielo no
posee estrellas. Sólo tiene una luna que aumenta hasta desaparecer.
Nadia se limpia las mejillas. La nariz. Ríe. La tristeza da media vuelta. Tiene
La sombra de Nadia está de pie en el mismo aire enrollado de invierno. Ese aire,
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Nadia hace el yogur despreocupada por la falta de energía eléctrica. Abre la
ventana de la cocina. Deja los potes en el vano. Los ha tapado con una delgada tela
blanca. Ve que los pájaros son más oscuros que la noche. Y que la noche está muy alta y
Cuando Nadia era una niña, y hasta que supo hacerlo ella misma, la peinaban
con una trenza larga. La trenza era rubísima y de tres espigas. Timme entonces tenía el
cuello blanco y tierno. Esperaba ver pasar a Nadia después de la escuela. Todos los
chicos andaban con su pelota, su coche, su gomera o su perro hocicudo. Timme estaba
impasible con las manos vacías. “Hoy es lunes,” le dijo a Nadia cuando pasaba.
Martes, miércoles, jueves. Viernes. Dos días más. Nadia tuvo unas pantuflas
rojas. Un gorro de lana rojo y cintas rojas para la trenzas como su abuela.
hechas. Timme creció confiando en la belleza instituida por las trenzas rubias y las
frentes rojas que el sol abre en la piel blanca. Eran unas niñas, y en el mes marzo, la
abuela les cruzaba una guirnalda de flores a Nadia y Shura encima de las trenzas.
Las flores eran más audaces que el otoño, pero se marchitaban muy rápido.
Duraban un día en las cabezas de las nenas. La abuela las sacaba de sus macetas
abonadas con bosta de caballo y tapadas con nailon o yerba requemada. Las flores que
sentía radiante. A cada rato iba hasta el espejo. “Acá no simbolizan nada, sólo son
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La abuela se levantaba muy temprano y Nadia jamás la vio sin el cabello
trenzado. La abuela olvidó muchas cosas durante los años, pero nunca cómo pasar los
dedos unos sobre otros. Al pasar los dedos así, ella trabajaba la tierra, y volvía a ser otra
niña.
“Abuela es hermosa”, decía siempre Nadia. Decirlo era algo que formaba parte
del día. Decirlo la alegraba. Todas esas palabras juntas eran hermosas para ella.
Unos pocos años antes de morir la abuela había tenido otro derrame. Dejó de ser
mamá y abuela y había vuelto a ser Masha. Dejó de hablar. Pero no de hacer masas,
cuajadas y conservas. Mientras hacía las tareas tarareaba canciones que Nadia y Shura
no encontraban en sus cabezas. Su madre tampoco las conocía. “Qué es eso, Masha”,
Los únicos sonidos que emitió con la boca fueron esas melodías. Ninguna amiga
de su abuela reconocía tampoco las melodías. “Las patrias también son mortales”, dijo
un día la madre Nadia. Sentía los oídos cansado. Las amigas de la abuela llenaban los
frascos de conservas y los cerraban. Olían con suavidad a alcohol. Después de separar
cada una su parte se sentaban todas juntas. Hablaban en su idioma aun cuando callaban.
Entonces Masha era igual que todas ellas. El fin del verano siempre las empujaba al
lugar más fresco de la casa. El verano había aguantado ya muchos días entre las
maderas. Crujía todas las noches. Pero el viento apenas había hecho ruido esos meses.
“Los viejos nos perseguimos la cola como los perros”, decían las mujeres. Todas olían
Cuando la abuela se lavaba con agua fría y jabón amarillo las axilas, los pájaros
daban vueltas. No se decidían por ningún techo. Unos pelos húmedos se le pegaban en
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la frente. La trenza le caía entre los pechos y los tres colgaban sobre el agua borrosa.
aire los sustentaba. La vida daba entonces pequeños chasquidos que Nadia escuchaba
vez en cuando las patas dormidas de los pájaros rechinaban en las chapas y las maderas.
cuarto. Luego de un rato la gran oscuridad la engullía. Pero su lugar en ella era pequeño.
No entendía cómo los pájaros podían aletear de modo tan fuerte para amortiguar
oscuridad en ella. Era negra y no podía moverse. Los pájaros aleteaban en el dormitorio
de su madre. Y tenía miedo de que viniesen por ella, su hermana y su abuela. El miedo
era tan grande que le sacaba el aire de la boca. Su cuerpo no le llegaba a los pies. Ni
De tanto flotar contra el viento antes de que Timme las arranque, las flores han
quedado vacías. Nadia las envuelve en el papel. Podría tirar los pétalos dentro del
yogur. No sabe por qué, pero tampoco sabe por qué no lo hace. Ella podía ser entonces
como su abuela Masha que estiraba su saco tejido sobre la mesa. Lo retiraba, apretaba
los puntos con los dedos y volvía a tensarlo arriba del borde. Ponía encima del tejido un
platito, una tasa y vertía té. Luego se quedaba con el vapor en la boca abierta. Ya nadie
le decía nada.
arrepiente, sin embargo no se queda quieto. Luego desaparece. Escaleras abajo la noche
llega más rápido que el crepúsculo. Éste viene por los rieles plomizos del puerto hasta
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las ramas y las cortezas. Entra por los fondos de las calles y los depósitos. Pero llega
tarde. Porque en los patios de las casas y los conventillos la noche se lo traga.
Arriba todavía vuelan los pájaros, pero ya llevan las patas colgando porque el
día cambia de lugar bajo ellos. Y ellos deben elegir. Después se sientan y sumergen la
cabeza en los cuerpos de plumas. Se tornan gibosos y oscuros. Así aguardan que el
norte venga.
una sola pluma perdida. Su madre mataba a los pájaros y aseaba la casa antes de que
ella se levantase. Los ojos azules de la abuela eran cómplices. También la trenza blanca
y las cintas rojas. Los ojos azules de su hermana tenían aún el vestidito arremangado
vestirse jamás. Doblaba la falda para no verse los pies descalzos. Los ojos azules de la
madre todavía no eran duros como sus pómulos. Los ojos azules son ingenuos.
Y la madre decía “qué es un hombre comparado con las aves que migran.”
de grafito en las líneas de la oreja. Pone un parche sobre un ojo de Timme. Y en la boca
rechina. Los talones muelen como piedras. Nadia se levanta con las pantorrillas
doloridas.
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La playa es larga y plana. La quietud no se tuerce por ningún lado. Allí, el borde
no tiene miedo, sólo no sabe qué hacer por ahora. No sabe hacer otra cosa más que irse.
Nada más quiere irse con su cabeza llena de piedras. Y que además éstas no lo
molesten.
Juan contó que lo habían molido a golpes y que el hospital fue una cárcel para
Timme. Nadia está segura de que no han podido ablandarle la cabeza ni los talones.
Sin embargo la ira que Nadia siente está por todas las paredes de la casa.
Asciende y florece. Y las paredes se la arrojan a Nadia de vuelta a la cara. Las lágrimas
Allá donde está Timme sólo se puede contemplar una luna verde. Una luna sin
A veces pasaban muchos días hasta que, en mitad de la noche, los pájaros
los ojos abiertos y se quedaba quieta como Nadia. En el oeste nacía la noche. Pero en
Había mañanas en las cuales su madre, mientras vestía a su hermana, decía que
Nunca parcelaron cementerio alguno en Dock Sud. Cuando Nadia era muy chica
creyó que ahí la gente no moría. Se avejentaba copiando tareas que ya había hecho toda
la vida. Pero algún día, por algún motivo, salían y perdían el motivo, y también el
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camino de regreso. Y si salían del pueblo sin dudas acabarían allí donde hubiese un
de la juventud. Más adelante, cuando la madre repetía la frase, la abuela tenía la cabeza
Las gotas de hielo licuado cosen el medio silencio del aire, pues las paredes hablan.
Algunos de los que viven en Dock Sud han empezado a morir sin cementerios. Y
una vez muertos siguen avejentándose. Pasan gran parte del tiempo obnubilados por la
Timme no tiene nada con qué defenderse. Y Nadia no quiere permanecer más en
la casa.
violencia y la docilidad.
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Los huevos
El hijo del sastre es un niño que juega con los demás niños. Los mismos juegos.
Pero mantiene una postura pasiva. A veces estira la mano y busca rozarlos. Como si
estuviera sentado entre corderos. Tal vez reflexiona sobre sus intereses. Los demás
apenas puedan ya pensar por el cansancio. Cuando pueden, les gusta chupar huesos de
pollos. Los mismos juegos contumaces juntan las cabezas. Entonces los niños piensan
según las reglas. Cuando ellos mismos cambian las reglas no queda silencio. Es cuando
más disputas se provocan. Pero también esas nuevas reglas son las que ellos mejor
En la calle donde vive el hijo del sastre pensaban que éste, ya de muy chico,
estaba perturbado. Volverse loco, borracho, ser cornudo. Es lo más fácil para la gente.
estropeadas, y oteros de dos colores. Hacia el final de un valle muy usado, y muy cerca
de Hungría. En cambio, el horizonte húngaro del otro lado era llano y muy verde. Allá
nadie profesa nostalgia de las montañas. Porque el gobierno húngaro también había
mudado a los campesinos húngaros de la región del Vas. Los trajo hacia llanos menos
abrigados. Cada mañana en la frontera, todos los húngaros recién desplazados, escupían
escapar hacia Austria escupían de día y cruzaban de noche. Estaban también aquellos
que se fugaban desde del interior del país. Y pasaban días ocultos pues creían en la
frontera. No viajaba tren ni vehículo autorizado. Las raíces silvestres les decían
“quédate acá, cómeme.” El cielo les hacía crecer los ojos. Pensaban angustiados que sus
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pies no sabían vivir entre montañas. Creían también que los pies libres jamás pasarían
inadvertidos en las planicies de su país. Pero tampoco conocían un par de pies libre. Esa
gente partía de sus casas sin cerrar la puerta con llave. Por la noche, los disparos lejanos
sonaban en el valle como una vuelta de llave. La quietud posterior perduraba en la oscu-
ridad, ensimismada igual que una casa vacía. A la mañana siguiente la muerte miraba
noche.
Nadie pasa.
Uno pasó.
Hungría. No sólo habían crecido sus ojos. La nariz, los pómulos, las rodillas, los picos
del manubrio, se habían desarrollado también. Antes de que llegasen los policías dos
mujeres le dieron una jarra de leche y morcilla. El muchacho olía igual que todos los
Las dos mujeres volvieron a llorar otra vez después de la guerra. Pero no
aprendió a no contener el aliento. Pero no a sacarse una zapatilla con la punta de la otra.
El mar fue gris y sin espuma. No fue, tampoco, más que la prolongación de los pueblos
A veces, en invierno, el hijo del sastre pasa los días sin medias, los zapatos le
nadan en los tobillos. Y durante horas completas de la tarde necesita estar en baldíos o
al final del puerto. Lo ven mirando los árboles. Erguido donde terminan las calles o
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comienza la tierra. Está tan lejos que no pueden divisarle los ojos. No saben qué mira.
Desde los zapatos huecos los tobillos le suben hasta las nalgas. El chico es descarando y
concentración le vetea la piel de la frente. Las ahogadas cejas, circunspectas, sin ojos.
Las circunferencias que hace en las hojas son las más exactas.
dedos de apretar. “Eso es un geranio”, decía. Pero todos observaban una circunferencia.
menor tamaño. Y dibujaba arañas rígidas, con vellos paralizados y de cuerpos tan pla-
dejaba atónito. El marrón de los ojos se ponía recto y somnoliento. Cuando medita algo
la cara se le vuelve tirante. El reloj del aula se contrae. Tanto que no puede encontrar
más tiempo. Entonces ningún dibujo fluye de la mano del hijo del sastre. Es cuando
Por un tiempo sólo hizo muñecos con retales de diferentes colores. Todos venían
de los desechos que el padre juntaba en un cesto de mimbre tejido. Rellenaba los
muñecos con papel de diario y arena del puerto. Algunos guardaban pedregullo en la
panza. A medida que los fue confeccionando se fue hundiendo más y más en el flujo de
hacerlos. En torno del cuello se colgaba un pedazo roto de una cinta métrica vieja.
pegados. Elegía cual de las telas sería la cabeza y, antes de cargarla con el relleno,
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No había niño o niña que se aterrara sólo por darles gusto a los mayores. En el
pueblo y el puerto a los niños nada más los asustaba aquello que tenía vida. Sólo a los
adultos los atemorizaba lo que no existía. “La superstición es de los adultos,” había
dicho el cura más joven durante una misa de todos los muertos. “Si pudiera quemarla
“No te juntes con el hijo del sastre”, decían las madres. Los niños abrían las
puertas de sus casas e iban a buscarlo. Bordeando los baldíos o en las lagunas detrás de
las areneras. “Hace eso porque así es cómo piensa del padre”, dijo Ana.
Después de que agujereó uno de los tres maniquíes de sastre del padre y sacó
de su cama. El padre descubrió el hoyo y la tijera para cuatro dedos con que lo había
hecho. El sastre era tan delgado como sus agujas. Por eso sus manotazos tardaron en
colorear el rostro del hijo. Eran bofetadas de ceniza. Incitadas, detrás, por un corazón
surcado de costillas.
“Du weinst schweigend, wie deine Mutter”, dijo el sastre. Siguió golpeándolo.
“Du sollst nicht die Arbeit der anderen zerstören, Du musst auch nicht die
Arbeitswerkzeuge des anderen zerstören, und du sollst aber niemals alleine dasein.“,
dijo el padre. Hizo que el hijo cosiera el agujero. Cuando éste terminó le dio otro
bofetón de palma y dorso. Más tarde, ese mismo día, abrió un agujero en la tierra del
pequeño jardín. La tierra estaba pálida. El padre sacó los tallos negros de unas dalias y
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Arrinconó la tierra con la pala y se la entregó al hijo. “Fülle es doch mit Erde,
Cada vez que el hijo del sastre armaba una frase para decir qué se disponía a
En los nuevos muñecos el chico pegó, ahora además, palabras, que recortaba del
diario escrito en alemán que el padre leía. Había veces que adosaba frases completas. Y
las cortaba con las mejores tijeras de trabajo. Por eso las palabras eran limpias y se
amoldaban con pulcritud. Las tijeras que más le gustaban al hijo del sastre decían
Solingen sobre el metal. El metal brillaba, pero la palabra era opaca. El niño alteraba la
posición de la cara de corte para ver más claro a más tenue el nombre.
“Usted lee el mismo diario en alemán que lee mi papá”, preguntó el hijo del
sastre.
“Sí”, dijo el cura. El sí del cura más joven llevaba mucho soplido. El hijo del
sastre parpadeó.
Uno de los gatos del cura desapareció un fin de semana. Venteó toda la tarde del
rutinaria felpa de hollín, demasiado parecida a la piel del gato desaparecido. El domingo
amaneció soleado. Esos días de sol el gato bajaba de sus observatorios. Frecuentaba la
calle. Y cuando más brillaba la luz, más se asemejaba al color del cemento mojado. Sólo
algunos niños decían que veían por ahí al gato, después de que éste hubo desaparecido.
“Los ratones lo engañan y lo hacen girar. Nomás se mira la cola”, le decían al cura. Los
niños volvían entonces a sus casas con las manos vacías. El cura se metía puñados de
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El hijo del sastre tenía la boca abierta. Las palomas reposaban, a su modo, unas
encimas de otras. Allá arriba, contra los ventanales. Abajo las baldosas estaban frías
hasta dentro de los zapatos. Los globos oculares de los alumnos querían parecer
El animal era una criatura a la que dios columpiaba en sus ojos. Dios miraba
también a las acacias y el interior de las frentes de los alumnos en la cama. Los alumnos
miraban la frente de dios en las nubes. Pero descubrían otras formas escondidas y se
olvidaban de dios. El gato era como una pelota, un coche, una flor para el cura.
Los alumnos comulgaron esa mañana de viernes con las lenguas calientes como
siempre. A algunas de ellas les faltaba la raya longitudinal del medio. Con particular
Los que lo habían visto lo vislumbraron a lo lejos. Los ratones saltaban a su alrededor,
como pichones negros. “Eso significa la muerte del gato, padre, no”, dijo un alumno.
El cura sin embargo soltó las penitencias estivales más gruesas en mitad del
invierno. Los padregatos y las gatamarías les pelaban las rodillas en los bancos de la i-
glesia. Las cabezas estaban inclinadas y no emitían ningún resplandor. Sólo los piojos
armaban auras cerúleas a los saltos. Ahora la suerte no dependía de los pies más ligeros.
Pues las penitencias llovían y traían oraciones, para todos los alumnos, como el fin del
El hijo del sastre se sentó en el banco de los confesados. La mandíbula del cura
estaba rastrillada por una hoja de afeitar casi sin filo. “Cómo hacen ustedes los huevos
pasados por agua”, dijo el cura. “De varías formas”, respondió. “Cómo.”
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“Mi papá le había hecho una lista a mí madre para que los haga.” El agua
bendita de los pilares desprendía olor a flores agotadas. El sacerdote esperaba. El hijo
El chico pensaba, allá estaban las palomas cubriendo de humo oscuro los
ventanales.
“Los huevos son complejos dice mi papá. Tres minutos si le gustan cremosos,
con hervor suave, cuatro minutos si le gustan cocidos y cuatroymedio si le gustan muy
hechos.”
“Los duros con unas gotas de vinagre en el agua durante diez minutos y
El cura movía la lengua dentro de la boca abierta. Donde se había afeitado tenía
“Nada, padre.”
“Un sastre que sabe de huevos, y qué le enseñó a tu mamá para reconocer los
huevos frescos.”
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“Fácil, cuando es del día es áspero, como si estuviese cubierto de cal.” El cura se
bajo la sotana. “Si no, la cáscara se empieza a poner lisa”, dijo el hijo del sastre.
“Cómo cal,” dijo el cura. Los ojos se le estiran como al gato. El chico asiente.
“El huevo de cal es el huevo de oro”, dice, “todas las gallinas ponen huevos de oro, dice
mi papá.”
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III. Blindekuh
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Noche y niebla
Cuando inspecciona es la mano de otra mujer la que hurga. Muy madura, casi
Nadia se avergüenza, pero de todos modos la otra mujer revisa a fondo. Cree tanto que
es su deber hacerlo como que no lo es en modo alguno. Por dentro, el cuero de los
compartimentos exteriores, es áspero. Lame con hilos la mano. Las correas de los
desgastadas. En donde el cuero se cuartea afloran hilachas crudas y sin teñir. La cartera
escolar del hijo del sastre es de falso cuero marrón, tan tosco que el marrón también es
anaranjado.
El hijo del sastre se viste deprisa por la mañana y sale apurado. El sueño va con
él. Es largo y arraigado. Y lo persigue desde todas las paredes hasta llegar a la escuela.
El hijo del sastre, algunas veces, guarda sus muñecos en los bolsillos de la cartera. Pasa
el extremo de las tiras de los bolsillos por dentro de sí mismas. El ojal que queda se
puede soltar muy rápido metiendo un sólo dedo y tirando. Es más fácil anudar las tiras
“Ya no son nada más que monigotes, son criaturas, son otra cosa”, dice Nadia.
La gente pasa frente al local. Tiene un gran exhibidor de vidrio, luminoso, allí
están ordenados los maniquíes. El sol no toca todavía a ninguno en lo más mínimo.
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de sastre se sostienen en una sola pata. No poseen cabeza, pero sí el comienzo de los
Los muñecos del hijo del sastre usan alas de pájaros en las solapas.
El sastre aparta su tasa. “Sólo tengo té y agua caliente.” Nadia dice, “está bien.”
letras del papel se alinean rígidas. En cualquier momento pueden echarse a repicar.
Argentinisches Tageblatt, así se llama la publicación que todos los sábados compra el
milnovecientossetentaicuatro.
que el sastre no ha terminado está esparcido allí. Aunque hace frío la puerta que da al
patio queda abierta. El humo blanco se corrige y asciende. Los lapsos de viento lo
desvían otra vez. La estufa está ahogada y apesta a querosén. Está puesta de pie al lado
de la tierra apisonada de un cantero. La tierra mira por la ventana y la puerta. Más allá
Aunque el sastre había nacido en Austria preferían llamarlo judío antes que
austríaco. La palabra judío es más corta que austríaco. Puede decirse más rápido. Decían
además que sus padres eran judíos. Y no obstante leía el periódico alemán que
compraba en Buenos Aires. Nunca se casó con su mujer argentina. Y su hijo asiste,
hecho que no comprenden, al colegio del sagrado corazón. El sastre, además, utiliza un
apellido italiano para llamar a la sastrería. “Un italiano falso”, decían los italianos. “Un
tedesco falso también”, dicen siempre los italianos. “Los sastres son judíos pobres.”
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Las rosas se habían metido dentro de sí mismas. El color que tenían ya no puede
verse. Han caído y Nadia descubre que todas se mueven en torno a los pies del frutal.
Un ciruelo amarillo, en el fondo del patio, que tantea con las ramas la ventana superior
de la vivienda.
“No sé qué pensar del nene, tal vez usted me pueda explicar algo”, dice Nadia.
“Sí y no.”
“Todavía no sabe qué hacer con la muerte de su madre. Por eso arma los
muñecos.”
“No sé. Él no mata a los animales. Es decir, creo que no los mata. Utiliza las
partes. Me asombra imaginar que se las arranque a los cuerpos, o nada más las corte.
Usted ve algo morboso en lo que él hace. Yo veo las letras que mi hijo no puede juntar.”
Nadia bebe el té y ve entrar un gato por la puerta abierta del patio. Fue tan veloz
que la luz casi no logra tocarlo. Dos veces entró el gato, dos sorbos toma Nadia de la
sus facciones. Se ríe del imán y de sí misma. El sastre la observa. Nadia no sabe si
disculparse, porque no sabe qué le ha pasado. Por qué se ha reído. Desde lo alto de la
El sastre tiene las rodillas de los pantalones raídas. Nadia se queda sentada sin
222
“Escuché que le habían robado a Timme”, dice el sastre.
“Sí.”
“Entró y salió mucha gente de la comisaría esos dos días y los vigilantes
El hijo del sastre viene de la calle. Asoma la cabeza. El cabello está ribeteado de
telas de arañas. Después entra. Nadia cree que debió haber estado escuchando. El niño
le da un beso, aunque jamás antes la saludó con un beso. “Dónde estuviste“, dice el
sastre. “Unter den Kaninchen, du weiβt schon, wie weit ich gehen soll”, dice el niño.
“Doch, ein Kartenspiel, die roten zu den roten und die schwarzen zu den
schwarzen.”
“Nicht daβ ich die Regeln gewahren unfähig bin, aber die Achter sind die
Wände, die Vierer sind die Stühle, die Asse sind Kaninchen, die Könige vier Alte Damen
und auch vierzig Luftballons, und die Regeln des Kartenspiels sind eine Mühl,
“Alle deine Schwierigkeiten sind das Puzzle einer halbierten Nuβ,und ich mache
La nariz, las sienes del chico, persisten rayadas de polvo. Aprieta la boca como
un puño. No se ríe. Los ojos brillan tanto que se queman en su propia mirada. Se comen
lo que ven. Unos segundos más y el hijo del sastre ya no tiene atención para dar.
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“Andá a bañarte ya”, dice el padre. El niño sale. Enseguida arrastra un brazo de
humo blanco alrededor del cuello. Salta la estufa con las dos piernas abiertas. Después
“Timme me pidió algo que todavía estoy esperando saber y que además sea muy
seguro.”
Nadia nunca le creyó a Timme que fuese cierto lo de la sobrina del Sastre.
Tampoco sabe si debe decirle al sastre que estuvo en la comisaría aquélla noche.
“Está bien”, dice Nadia. Tampoco se pusieron de acuerdo con Timme sobre
algún lugar de encuentro confiable —Nadia se había dado cuenta desde hace unos días
de que son tan necios como girasoles. Timme no puede regresar a la casa. Ella no puede
ir hasta el escondite. Los ucranianos están marcados como naipes viejos. Y cualquiera
puede ver delante de qué puerta o a quién se le cae la carta. Los caminos y los mensajes
de los hermanos nunca están a salvo. Mira al sastre a los ojos. “Muchas gracias por
El sastre toma el imán erizado y atrae la hoja de papel de diario. Ahora está más
“Mire, Juan Alemann escribió esto, lo conoce, no, sí, noche y niebla, ve, y acá lo
más importante de todo es que se pregunta qué pasaría si los dirigentes sindicales
deformado las letras más allá de las columnas. Los agujeros que levantaron los alfileres
parecen patas de insectos. El papel, basto, envolvió algo con pocos pliegues.
dice Nadia, “incluso hicieron echar trabajadores.” “Y unos cuantos matones y toda la
policía de la tercera la frenaron también. Pero están haciendo lo que planearon hacer”,
dice el sastre.
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“Por qué no guardó algo tan importante”, dice Nadia.
“Porque a veces mi hijo rellena muñecos con el papel de diario, y lo que no tiene
El sastre puede ver en las letras el molde de muchos pasos. Siempre detrás de la
misma dirección.
Nadia, sin embargo, vuelve a sentir que a cada paso hay un desvío. Y que cada
variante luego es imborrable. Mira al sastre y enseguida encuentra que el hombre pende
dentro de sus ropas. Y se puede todavía ser tan delgado como él para que entonces una
persona sólo posea el espesor de lo que dice. El sastre susurra y el humo de la estufa
enmudece. El cigarrillo también se apaga. Pero la boca a Nadia le parece llena de agua.
“No hay noche que pueda tragarse todo esto”, dice Nadia.
“En la misma calle en que está la entrada de la villa y la fábrica de jabón está
también el cotolengo, no. Bien, siempre es más fácil ayudar a los que no tienen manos
“Sí, quizás por eso el nene tenga que hacer sus muñecos,” dice Nadia.
“Antes de dejar de hablar, antes del ataque, mi abuela me decía que dentro de
una minoría siempre hay otra minoría, que ella también era una minoría, así hasta llegar
al último hombre, y el último hombre también es otra minoría, pero también esto es una
gran mentira.”
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La canción
calienta y enfría. Los ojos al final acaban cansados por seguir las espirales del sol. Y
porque, para los ojos, además, el día persevera demasiado tiempo arriba. Abierto al
medio por el invierno. A medida que rueda sobre las hileras de cabezas, el sol,
desperdicia sombras. Las ramas, las hojas y los cabellos despiden chispas resinosas. La
bandera se encoge sobre sí misma. Los recovecos que generan los paños son frágiles y
huyen detrás del aire. Los pájaros quieren atraparlos. Pero los rincones desaparecen
Nadie puede oír su propia voz si no grita a medias, y al mismo tiempo canta a
medias sobre las estrofas. Las voces de los demás tampoco entonan. No obstante todas
digan lo mismo, las bocas están solas con sus lenguas. Pero todas juntas sí entonan. Y
los niños fingen registros de voz sin ninguna mesura. Por eso no son capaces de
descansar sobre la planta completa de sus pies. Pues los acordes los impulsan haciarriba
y hacia esos recovecos del aire que la bandera pierde. Imitan caras circunspectas.
Para Ana la sombra de los recovecos son las costillas de la bandera. Los días que
la bandera está en los huesos las ramas se oyen en todas partes del puerto.
Para cantar el himno todos ponen, como siempre, los rostros muy severos
delante de las frentes. Juran morir. Tres veces. Después de ellos jura el viento.
“Había uno en la biblia que juró tres veces, no”, dijo Ana a su abuela. Ésta se
Pero esto no llega a nada. El canto sólo les calienta el corazón un poco. Mientras
el dedo pequeño de los pies se les adormece por el frio del pavimento. El sol no alcanza
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el cenit. Pero igual ajusta la cuerda de los sobrecejos de forma progresiva. Nadie tiene la
palabra gloria escrita allí, en la frente. Entonces los mejores y los peores hombres
canción ha salido de los dientes al frío apretado por el sol. No puede instalarse bajos los
toneles. Parece que recién todos hubieran chupado salmuera de la punta de los dedos.
Un dedo extraído de los labios es blanco y opaco. La lengua chasquea aunque no haya
palabras que entonar. La mañana sopla adentro de las bocas las hebras de un sol blanco.
Blanco y que camina pequeño. En los que se hallan bien alimentados las mejillas elevan
“Los himnos son muy importantes, pero hay canciones más valiosas para la
gente”, decía el abuelo de Ana, “un himno no tienes ovejas, piojos de ovejas ni patas de
ovejas.”
Cada uno de los que entona el himno cree saber qué canta. La mañana es más
ligera que el canto. Porque es más fina que el aire. Sin embargo los hombres no pueden
cantar nada más vacío de significado y saturado de personificaciones. Los días que los
alumnos cantan la canción en la plaza de la catedral los barrenderos no barren las calles.
duraznillo —no hay casas con muros de cal estriada allí. El fruto amarillopúrpura del
mataojo se llena, en ese lugar, de lodo. El lodo es arenoso. Drenado en las crestas,
oscuro en las cavidades. Ana mira sus pies capturados por la tierra licuada sin in-
mutarse. Está hundida en las dos últimas improntas. No hay nostalgia por otra patria,
Piojos, pulgas, perros rosados de sarna, viejos que hablan solos y dicen más cosas de las
que están acostumbrados a pensar. Dentro de Ana, lo más blando es la miga de pan
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remojada en leche. Todo lo demás forma parte de su plan. Y en él está también
esconderse de la patria. Cuando hablan que la patria es tangible hablan de otras cosas.
La patria no puede tomarse como el asa del tazón. O las puntas del lazo de los zapatos.
“La mala suerte es más real que esas dos palabras,” dijo la abuela al abuelo.
“Cuáles”, dijo Ana. Las tijeras siempre le dejaban a Ana los pliegues de los dedos
lívidos. Debía hacer tanta fuerza con la abuela, que luego perdía la fuerza cuando
cortaba las uñas del abuelo. La fuerza se le escapaba antes de llegar a las últimas
falanges. Era caliente y precipitada. Luego la fuerza de Ana llegaba a pesar tanto que
perdía también la voluntad. “Las palabras patria y amor esclavizan la boca de las
personas”, dijo el abuelo de Ana. Hasta que sus abuelos murieron Ana les cortó una las
uñas de los pies vez por mes. Para darles forma sacaba la punta de la lengua entre los
labios.
“Ahora crecen más despacio”, decía el abuelo, “pronto crecerán sin que nadie las
corte de nuevo.” Abría los dedos y dejaba los ojos quietos sobre la nariz. Los ojos no
querían pero se juntaban y sólo la nariz los detenía. Antes ponían las uñas a ablandar en
una palangana con agua tibia. Sin embargo las uñas, marrones y moldeadas haciabajo,
siempre resistían más duras que la prisa de Ana. Su hermano menor la observaba. La luz
en el agua flotaba contra la pared. Cuando las uñas más grandes saltaban, el hermano de
Ana las atrapaba. Les daba un profundo mordisco. Sonaban como un bizcocho viejo.
Quebrado. Quedaba vibrando. Los abuelos rejuvenecían con la risa y movían los dedos
de los pies arrugados dentro del agua. La pared nadaba hacia el techo.
Hay mañanas en las que Ana no quiere levantarse enseguida. El hermano recién
ha aprendido a contarse los dedos de la mano y juega en el suelo desde que despuntaba
la luz. Siente el silencio más que la soledad. Va en punta de pies hasta donde duerme
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Ana. Aguarda. Para la respiración. Detrás de las cortinas el sol es un muñeco derretido.
párpados, cómo debía lucir muerta. El hermano permanecía un rato más. El silencio
observaba las mejillas de Ana. Y el hermano se iba como había entrado. Se sentaba en
Cuando los abuelos murieron les enfundaron los pies a ambos en zapatos negros.
Las cuatro suelas estaban rayadas. Y se combaron contra el interior. Pegadas a los
huesos plantares igual que cartón. Los tobillos creaban gargantas a punto de deglutir. A
los zapatos del abuelo les enhebraron cordones nuevos. Los tobillos no calzaron medias.
Por eso las gargantas se les pusieron secas. Cada uno de ambos abuelos, a su modo,
tuvo la barbilla verdosa y azulgrís. El padre de Ana lustró los zapatos con la cabeza
metida en sus propios recuerdos. Ana no descubrió si él quería recordar mejor u olvidar
de prisa. Por eso los zapatos brillaron tersos después de tantos años. Los muertos se
calzaron con las uñas largas. Los tacos claveteados eran cincuenta años menor que los
abuelos.
las sociedades rurales lo cantan entonado. Y los cantores usan ropas de maniquíes. El
atestados de palabras en todos los rincones, que en éstos ya no cabe nada verdadero. Los
recovecos de la canción salen de las bocas igual que las mentiras de todos los días. Los
desfiles. El acto patrio finaliza en el centro del parque y los alumnos se desprenden de
sus huesos. Vuelan y se desarman como castillos de naipes. Los árboles ya comienzan a
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irse adentro de sus sombras. La catedral está rodeada de callejones. Y el día empolla los
Los hombres se desconcentran, sienten que han caldeado sus voces más viriles al
sol. Maestros y niños vuelven a subirse a los vehículos. El esfuerzo para resistir quietos
ha sido tan intenso que todos los niños han sudado. “Sudar pálidos los santifica”, dice el
cura más joven. Pero no cree en la santidad sino en las imágenes. Los alumnos andan
pegados a sus camisas. Los forros de los sacos se han evaporado primero. Todos tienen
frío y hambre patrios. El interior y los asientos del colectivo abruman a cebollas
perfumadas con colonia. Y los vehículos se van tambaleando por la avenida de toneles.
Tardan tanto en regresar a la escuela que al llegar deben despertar a los alumnos. El
motor provoca entresueños y sopor. Otra vez se ponen a correr. Han estado demasiado
Almuerzan en sus casas con la sensación de estar cayendo. Pues los pies llevan
alas impacientes debajo de cada mesa. Un día de la patria es, después de cruzar su
mitad, como otro día cualquiera. Ellos terminan su plato y se escabullen. Afuera el día
de fiesta está amarillo. Echan a correr. La dirección surge sola de los pies.
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El agua
Entre el depósito de troncos del aserradero y la calle empedrada del dique hay
una arenera. Los hombres trabajan allí con las sienes contraídas. La arenilla encascara
llenan, vacían. Luego parten. El casquijo brinca detrás del giro de las ruedas.
Las barcazas que se pegan al amarradero de la segunda sección del puerto, duran
ahí tanto como sus bodegas a cielo abierto demoran en completarse. Las sacan
arrastrando. El agua es tan densa que se quita del camino arqueando el lomo. Los
invisible. Se oye su torpeza al fundirse con el barro. El barro es tibio y frío y helado.
hasta bien encima de las cañas. Y las cañas cimbraron amarillas y descubiertas por tajos
la misma cantidad de veces. Tres veces perdieron sus penachos. Y los pájaros llegaron y
se sostuvieron del aire sin descender. Cada pájaro que tenía tijeras en la cola cortaba un
paño de cielo para el otro. Y luego se perseguían. No se dejaban engañar por el sol que
árboles turbios. Cerrado con una malla de alambre medio desmoronada. Sobre el
alambre las trepadoras vuelcan una y otra vez sus tejidos verdes. Salpicados de ojos de
avispas y abejorros vaporosos. Las ramas se enredan con su propia vegetación inferior.
Y el final reemplaza al comienzo. Cuando éste ya es color rojo canela. Adentro, debajo
de las patas de las ratas crecen los ruidos y las hojas. El último otoño no deshojó con
tantas ganas. El viento se asentó bajo las hojas podridas. Y todo lo construido en la
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noche y transformado en los sueños del sereno de la arenera pertenece a las ratas del
pulidos. Nada salta al agua por gusto, todo se arroja en camiones. Los camiones giran
además es constante, sólo cesa a partir de la tarde de los sábados. Ese atronar se mete
tanto en la cabeza que el silencio atemoriza a los trabajadores. Por la noche no les
permite dormir.
Siempre bajan corriendo con José Maneiro. Él chico va detrás. Las piedras los
mantienen concentrados. Mientras la arena cambia de lugar como agua. Para los dos
chicos los cantos pulidos son los mejores. Y cuando se llenan los bolsillos, a cada paso,
Hay que enterrar un clavo en una madera y las tiras de goma se trenzan bien
refuerzan las ligaduras con cuero clavado. “Hay una rata entre los pastos, abajo del
los dos se les entornan los ojos. La luz se escorza, tiene un embudo muy estrecho. Al
final de ese cono la muerte camina por su alambre. La luz ahora no hace chapuzas.
Cada vez que alguno derriba a su pájaro el arrepentimiento arde bajo la nariz y
en los costados del cuello. Si el viento lo hace rodar como un trapo o un perro se lo
coloca en la boca, entonces de repente la arena y el agua vibran vacías. Sólo cuando
alguna rata se lleva al pájaro José Maneiro y el chico sienten asco. Pero los pen-
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chasquido de la gomera a lado del pómulo es casi tan fuerte como el corazón. Por eso no
Detrás de la arenera las cañas se desgajan. Las flores descompuestas y los palos
de agua podridos, flotan crepusculares. La quietud huele. Y el olor fluye más lento que
los días y las noches. Allí la arena jamás envejece. La laguna y las piletas formadas en
mangas que los arrojan están oxidadas. Las cuadernas de hierro se han combado y los
remaches las tironean haciadentro. En esas piletas, decían por todo el puerto, que a
veces aparecían cadáveres. Aparecer es para los habitantes, más o menos, como
José Maneiro y el chico sólo vieron sacar de allí un par de cuerpos. Desde arriba
de las ramas apenas divisaron los pies. No tenían zapatos y tampoco la piel arrugada.
“Acá le roban las medias hasta los muertos”, dijo José Maneiro.
En el pueblo del puerto todos saben que a esos hombres los matan policías.
Porque ya no vale la pena encerrarlos en la cárcel o, porque, dicen, “no les ha quedado
más remedio.” Los civiles que están de acuerdo con esos homicidios ni siquiera tienen
que decir estoy de acuerdo. ”Porque vivir no es igual que conocer el destino de las
Los hombres y las mujeres tienen la misma costumbre de vivir así. Dicen que es
mejor. Con las camisas abiertas o cerradas. La paja en el pecho es liviana. Pues los
hombres saben que cuidan sus trabajos para poder sentarse en el bar y a la mesa de la
cena. La paja del pecho es holgada. Sin embargo, igual cuentan varias veces el dinero
como la paja se los aconseja. Y se miran los billetes unos a otros como la bebida. Un
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muerto en la arenera, para ellos, no vale la paja que paga la costilla de vaca que chupan.
cumentos a la muerte. El agua arenada borra mejor la tinta y las fotos. Los dos chicos
han escuchado decir, a unos jugadores de cartas en el bar, que los hijos deben pagar por
los pecados de sus padres. “Porque si no, en este país, no paga nadie.”
aparecen cuando desecan las bodegas a cielo abierto. Y los conoce todo el mundo.
Quizás no saben el nombre del muerto pero sí la casa donde vivió y cuál era su
ocupación. Cada casa se llama la casa del. Pero no es un nombre, después hay un apodo.
bailándole en los ojos. El último cadáver es el primero que nombran. Los hombres
como una medusa. Pero después conversan de cualquier otra cosa que no sea la
maniobra que realizan. Eso ahuyenta el temor, pero la espera está llena de las flores
lechosas que sobreviven hasta el principio del invierno. Los pétalos, calados por caries
oscuras, aguardan en la superficie. Los ojos de los operaros tienen lunas de brillo mate.
Los ojos de los dos chicos tienen cabezas de alfiler. En los negocios las mujeres pueden
hablar de sus hijos pequeños con otras mujeres mientras compran. También charlan de
la comida del día y las enfermedades familiares. Luego callan. Esas mujeres no se dan
cuenta de que su silencio es sangriento. Las monedas se deslizan. Los agujeros en los
forros de los monederos dejan que cada moneda haga lo que quiera. Las mujeres
empuñan sus bolsas multicolores y salen con los víveres. Dejan el fondo para las papas.
En cambio la calle corre incolora. Sólo las bicicletas pueden ser totalmente rojas.
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José Maneiro y el chico se sientan en los bordes herrumbrosos de las piletas de
la arenera. “La gomera en el cuello es de puto,” dicen. El agua les mira las suelas. Tanto
encogida. Cuando el escupitajo pega en el agua, el agua cierra los ojos y se estruja hacia
los bordes. Los muertos sumergidos allí son los más baratos de todos. No han tenido su
viaje al río ni a la boca del dique. Y para los ojos de los chicos cualquier burbuja sobre
la superficie es la voz de alguien que jamás mató a nadie. Entonces se quedan espiando.
Creen que cuando los gorriones se detienen por mucho tiempo en las paredes de hierro
es porque saben algo. Como los gatos y las ranas azules de ojos separados. Ana se
asoma de vez en cuando y baja enseguida. La escalerilla trepida con sus saltos. Dice
“Pero seguro hubo cuerpos que las barcazas se llevaron sin saber que estaban en
“O también trajeron”, dice Ana, “no saben que en Dock Sud no hay cementerio.”
Para Ana en los piletones no hay más que agua podrida. Ni las ratas quieren beberla. Si
los niños vagan con discreción durante la pausa de la comida, los trabajadores los
Gruesa del río Uruguay. Empastada del Paraná, con medallas de limo oloroso.
Una arena extraña, finísima y seca —que se hidrata entre los dientes. Y la arena
abultada de la costa del océano, dos veces por semana. Su vaho de pez marino, ligero,
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espejismos. La cinta sin fin y la pala mecánica levantan las nubes que no llegan a
ascender al cielo.
Los agujeros se buscan y se encuentran. Están ahí. Los cuerpos los guardan
cuando ya no les queda nada por qué avergonzarse. Cada agujero grande cuesta ochenta
Los médicos policiales meten los dedos en los agujeros y dicen el calibre de las
compañía a los ojos. Los números eran siempre los mismos, onceveinticinco y
nuevemilímetros. Nadie les presta atención. El policía que anota es el mismo todas las
veces. Los trabajadores de la arenera lo llaman el marica. “El único que sabe escribir”,
dice Ana. “No sé, por ahí otro ya le dio el papel escrito y él nomás mueve el lápiz”, dice
José Maneiro. Durante el verano los chicos se meten al agua en cualquier lugar. Sin
Se sientan. Dejan los pies colgando. Comen las moras clientes y escupen flores
violeta en el agua. No vieron cómo se aprieta con indolencia un gatillo. Aunque saben
lo que sabe toda la gente. Por eso temen que las piernas se les enreden en las cabelleras
Durante la semana un correntino trabaja con la pala ancha entre las mangas y las
cintas de elevación. Desde el sábado a las dos de la tarde hasta el lunes a las seis de la
mañana vela de sereno. El hombre es soltero pero había tenido mujer. Ahora ya no.
Empuja los fines de semana con vino tinto o sangría. Él les permite a los chicos el
acceso sin la restricción de los días laborales. Entonces puede dormirse tranquilo.
Sentado en la casilla de control. Pone los pies afuera de la cobija. Roncar, pedorrear y
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despertarse con un acceso de tos. Luego de todo el día borracho, en el blanco del ojo el
Después del último muerto, contrataron al hombre. Los dueños no toleran ya las
pérdidas de tiempo y dinero por muerte. Sin embargo fuera del puerto dicen que la
policía compensa a los dueños. “Al fin de cuentas todo lo pagan las putas del puerto,”
afirmación que valía entre las favoritas de hombres y mujeres. Eran dos hermanos
viejos, que primero fueron yugoslavos y más tarde italianos. Aunque sin moverse jamás
de Trieste. También decían que más adelante eran los mismos hermanos los que
ofrecían la noche de las instalaciones a la policía. Los del puerto reconocían que los
“Desde que está el manzana negra acá no pasa nada”, dice Ana. Ella lo bautizó
así por la cara china, redonda y oscura. José Maneiro había querido llamarlo chicharrón.
“Nadie mata a chorros y los deja así”, les decía manzana negra. Ellos raspaban la
arena con los pies. El calor les desprendía las cabezas del cuello. Él escuchaba una tras
otra unas canciones estridentes. En ellas las mujeres eran mentirosas porque cambiaban
Ana imitaba a los cantantes con sorna. El manzana negra tenía las carcajadas tan negras
que caía dentro de ellas como en un espejo. Se quedaba atorado. Entonces volvía a
toser.
más tranquilo.
Arrojan manotazos que ampollan el agua marrón. El chico trata de imaginar la estela de
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pequeñas burbujas hundiéndose dentro del líquido. El dedo de luz hace lo contrario y
asciende desde el sedimento. La superficie partida, izada por los piedrazos, se calma.
Debajo, la lentitud irreal del sueño que nadie vence, no mide el tiempo. Y las piedras
continúan su caída. Entran tan lento en la noche que el chico se duerme sin que aún
hayan tocado fondo. Los muertos tienen la boca abierta, los dientes fosforescentes.
238
Los jugadores de dados
párpado inferior.
Los otros sentados a la mesa, como él, llevan el botón del cuello de la camisa
abrochado.
“Homes como feno, eles quéimanse rápido, son cinzas sen ósos nen ollos”, dice
el que está sentado enfrente. El ojo azul vacío del hombre se mueve como si tuviese la
mirada imbuida de toda la ceja, “eles virán pronto a ser donos da vivendas”, dice. Pasa
la lengua por el labio superior, es demasiado viejo para que haya color en la carne. El
tercero de los hombres mantiene el cigarrillo cerrándole los labios. Aguza los ojos hasta
que las arrugas corren por las mejillas como gotas secas. El cuarto hombre se pone de
pie y deja un billete sobre la mesa. Su voz huele a vino y a la madera del tabaco,
terán que vivir fóra da súa casa”, dijo. El hombre del ojo grisáceo asiente. Entonces,
chisporrotea. Ellos mordisquean maníes rosados y marrones. Son viejos jugadores, pero
a veces sus propias jugadas los dejan perplejos. El golpe del cubilete sigue de repente
otro camino, pues el tango viaja sobre sí mismo. La ventana achata al sol y a unas pocas
Los pantalones de los hombres son de la misma calidad que los pantalones de los
demás hombres. Los codos y las rodillas han perdido también su color. Los tres juga-
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dores tienen los codos pegados unos contra otros sobre la mesa. Tres. Es un número que
para ellos no tiene ni buena ni mala suerte. Obedece sólo a la necesidad del momento.
Terminan el partido y sacan cuentas. Comienzan otro juego. Piden más vino. El
dueño del bar sale de atrás de la barra con una botella. El tango lleva un nombre que a
ninguno de ellos le gusta. Cuando los vasos se llenan aparece una ventana en ellos. El
voltean como una campana. Son tres. Los tres peinados con la raya del mismo lado.
Tres rayas sinuosas recortadas por escamas de caspa. El vidrio de los vasos es grueso.
Adentro el vino permanece indolente y rollizo. Cada vino está detrás de una ventana.
“Pronto vamos a tener que usar tus dientes en lugar de los dados”, le dice uno a
otro. Pues a éste los dados le han caído mal varias veces y no sirven para nada. El dinero
de las apuestas continúa debajo del cenicero y tiene cenizas encima. Nadie se preocupa
por el dinero. Saben que su dinero, sus apuestas y sus historias no tienen futuro. Pero
Un último dado da vueltas sobre uno de los vértices. El tiro es tan importante
que el jugador ha limpiado un espacio de la mesa con la mano. Cada ápice que gira no
arrastra a la suerte. Sino al tiempo. Una gota de tiempo, otra la sigue. Ninguna es una
esfera. El dado se detiene. La jugada está perdida. Suman sus números y uno de los
jugadores sopla las cenizas que cayeron fuera. Los billetes están mugrientos. “No hace
La puerta del bar se abre, pero no entra nadie. Los jugadores vuelven a mirar sus
vasos.
240
Las historias que cuentan los jugadores se cuentan entre ellos hablan de mujeres.
Para llegar al fin nunca los apura que estén desnudas, al contrario. Sus historias los
devoran sin que ellos las hayan vivido. Pero siguen como perros a sus historias. “No
importa si oyen detrás de las puertas o desde los umbrales. Se van a morir con la boca
abierta”, dice uno de ellos. Los otros callan. Detrás de las frentes los cuentos se repiten.
El que ha hablado se levanta, cierra la puerta abierta. Han entrado hojas de fresno secas.
“No importa que cocinen bien, es mejor que sepan desenvolverse en la cama.”
Una mujer sale de la farmacia. El vidrio está tan sucio a la altura de los ojos que
no la reconocen. Camina sin detalles y lleva un abrigo verde. Puede ser cualquiera. “Sí.”
“Es la mujer del peluquero. Sus hijos se fueron de casa y se ganan la vida en el sur.” “El
peluquero es romántico con los hombres, eso es lo único que debe importar.” “Porque
su mujer también lo sabe.” “Pero si esa no era su mujer.” “Se fue por otro camino.” “No
tiene por qué ir a su casa. A esa mujer no le gusta cocinar.” “No, no sabe.” “No debe
tener ganas, ya cocinó para tres hombres.” “Bueno, ahora nada más tendría que
cocinarle a dos y comer afuera.” “Tampoco, porque el peluquero respeta su casa.” “No
sé, dicen otras cosas.” “Qué.” “Qué los hijos se fueron porque el menor encontró al
padre con uno del taller naval.” “Cuál.” “El de acá, de la otra cuadra.” “Y la mujer con
“Pero si todos vamos al mismo peluquero y pasamos por los mismos dedos una
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“Ajá, cinco dedos para cada oreja.”
“Bueno, dios nos ama a todos pero no quiere que hagamos todo lo que
“Ha visto más animales sacrificados que cualquier otra, bien me la puede ver.”
“Empieza.”
Los jugadores juegan con golpes secos. Tres veces por turno buscan algún
esquema. Éste es el buen camino. Conocen desde hace tiempo que sin ellos no se va
muy lejos —perder los deja indiferentes, sólo la falta de suerte los asusta. Les come los
talones, las escamas de piel que pierden de los tobillos. Sin suerte terminarán jugando
para vivir otro día ya sin siquiera hablarse. Sin suerte la vejez les cobra todas las
Para su desgracia ahora ninguno de los tres deja de pensar en las piernas abiertas
de la hija del carnicero. La suerte es algo que piensa en volverse real a través de los
“Cuando era joven durante años no tuve suerte”, dice uno de los jugadores. “Los
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El dueño del bar oyó a los jugadores hasta que se cansó de los tangos de la radio.
“Tuve tan poca suerte que se me ocurrió tragarme los dados”, dice. Los otros dos
lo observan pues no pueden dejar pasar las palabras. “Pues si me los tragaba
desaparecían.”
“No había nada la primera vez que cagué, pero después salieron los cinco, los
lavé, los usé y mi suerte cambió, pero ahora ya sólo puedo tragarme uno.”
243
La mancha
A todas las mujeres les acometió la risa. Algunas estaban tan cerca entre ellas
Cuando las mujeres del horno están así de juntas, en los cuellos, los pómulos y
las orejas, se abren de un golpe otras bocas. Cada cráneo se ubica con sus párpados níti-
dos sobre una carcajada ajena. Una caja de fósforos se ríe en una mano, sobre la punta
de los dedos. El ruido de la caja de fósforos les hace creer que sus risas tienen
consecuencias.
Nadia no puede mantener los ojos abiertos. La risa llega hasta la frente. Encima
está la oscuridad. Tanto la risa como la oscuridad son manchas. Una entra dentro de la
otra como una pareja. Pesada se deslizan entre los demás rostros. La risa, las manos, los
rostros, bajo la luz eléctrica son amarillo tiza. En el horno los panes forman sus costras
orladas de rojo oscuro. “El fermento inventa el pan”, dice una de las mujeres durante
cada amasado.
El horno es el único lugar caliente entre las paredes de chapa ondulada. La mujer
más apartada tiene un chal verde, dice que si se acerca más al horno echará a su marido.
Las demás se frotan las manos. Como si pensase en las risas una muchacha dice
Nadia mueve los pies. La campera abriga y los guantes son calientes. Timme
debe estar frío y húmedo como un cuis miserable. Nadia ahora no siente pena por él
mientras está con las mujeres. Las venas de su cuello serpentean inflamadas. En cambio
las de las demás mujeres se aplastan. Esas venas plegadas debajo de la piel llevan
sangre fría y chirle. El hambre mancha los ojos. El frío mancha los pómulos. La caja de
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fósforos desprende una mancha de polvo de la risa. La mujer que aparta el cigarrillo
sonríe. La oscuridad es tan ágil detrás de los dientes que sólo con mucha atención se la
ve pasar.
piso.
Timme duerme empapado. Los ojos cerrados se manchan de una curva débil. Cada uno
sueña.
Muchas veces Nadia no sabe, si las mujeres que le acarician la mejilla la quieren
o la respetan. La tocan con las palmas cargadas de rayas y mugre. En ese momento se
esfuerza por no cerrar los ojos para no encontrarse a Timme. “Mi orgullosa
Pero él habla de sí mismo en plural. En ese momento Nadia sonríe a las mujeres.
La sonrisa de Nadia es dulcísima. Cuando era niña e iba con sus sonrisas a su
madre ésta le sacaba el pelo de la cara. Y la mandaba a hacerse una trenza. “Podés salir
las manchas de las caras. Las mujeres a veces continúan absortas hasta parpadear y con
la punta de los dedos se tocan la piel debajo de los ojos. El humo les ha inyectado
Hoy las mujeres no hablan, como siempre, de que donde no hay justicia todavía
Después de las risas un gato verdegrís las observa, cómodo, debajo del horno.
Pero no las mira, piensa. Más allá, en un rincón, dos hombres se pasan un cigarrillo. Son
245
jóvenes. En cambio, las pistolas que tienen entre el cinturón y el abdomen son viejas.
Las empuñaduras son pesadas y se tuercen. Tiran de las presillas de las cinturas. El gato
regurgita una bola de pelos con máculas blancas. La olisquea. Su nariz es débil. De un
la cabeza se afloja, le crece la cara debajo de los ojos cerrados. El lugar es demasiado
no sabe cómo las palabras han hablado de tantas cosas que ella no recuerda.
Apartó palabras del lunfardo. Otras palabras del pueblo de Belarús donde nació
su abuela. Se parecen tanto a las rusas como si saliesen del mismo bolsillo. Palabras
más pequeñas —que con la respiración se le habían ido volando. Durante este tiempo
hizo listas mientras hornearon panes. Las revisa cuando no sabe qué hacer. Quizás la
lista no sea revolucionaria, sino apenas lo que en realidad piensa a través de lo que
“Budzilnika…”
“Šersč.”
Los labios de los dos jóvenes están cerrados. Sus bocas deberían caber en rostros
de niños. Las oprimen tanto que Nadia siente lástima por ellos. El gato es más astuto
que los jóvenes. Anduvo en la risa de las mujeres como otra mancha —el horno lo
salpicaba de rojo. Y él entonces fue rojo. Daba unos pasos y la lamparita destejida lo
cubría de amarillo. Enseguida era un gato amarillo de ojos grises. Los jóvenes no saben
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que después del séptimo gato siempre viene un tercero. Sucumben a la fuerza de su
primera a la que asistieron las bocas tersas no pudieron quedarse en los rostros. Chapas
corrugadas, cartones, bolsas, trozos de plástico, desgarros plásticos, lonas. Entre todas
estas cosas a veces en la villa los niños no viven lo suficiente como para tener un rostro.
Un rostro duradero necesita de una boca que pueda crecer más allá de la pielyhuesos. La
Hay dos mujeres nuevas. Una es casi una nena, y ella sí tiene la panza ocupada.
Lleva apenas un vestido de verano y orillos con barro viejo. Arriba una campera de jean
y una bufanda. La bufanda tiene más agujeros que lana. La muchacha embarazada la ha
aflojado. Entre los dedos y los agujeros las hebras se estiran. Las piernas desnudas son
en extremo flacas. Clavadas en un par de zapatillas que le rodean los tobillos de una par
de medias verde. “Siempre tengo calor y siempre quiero comer melón, pero ahora no
hay”, dice.
Los muchachos salen. Queda la mancha oscura por donde entraron a la noche.
Debajo de las mesas y las sillas andan las mismas manchas. El gato las aplasta
con su vientre. Nadia y las demás mujeres verifican las cuentas y los resultados. Deben
decidir si estancarse o modificar la forma de producir su pan y para qué. Las mujeres
pueden reírse y hablar serias al mismo tiempo. Para escribir, el lápiz raspa el papel, y la
mujer que escribe cede la palabra. A veces no hay orden y lo contrario al orden es el
silencio. Entonces la que escribe hace dibujos que no pueden irse volando. Y los dibujos
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se van conformando con la rasposa fricción de las típicas pisadas de insectos sobre
papel.
jabón y del astillero de Dodero que rodean la villa. Otras prefieren seguir como están,
pero aumentar la producción y repartirla entre los pobladores de la villa. “Hay que hacer
otro horno.” Nadia quiere atraer a los hombres, pues es cierto que se necesita otro
“Las chapas agujereadas de bala son una diversión”, dice una de las mujeres. “Si
“Acá, acá.”
“Acá hay un orden para hablar, y vos Nadia también tenés que esperar tu turno.”
capataz, no tengo sindicato, no tengo trabajo y algunos días tengo un marido, todas, acá
dentro, podemos decir que tuvimos más hombres que pares de zapatos en la vida, yo
con eso me puedo poner a empollar los huevos más calentitos y sin un sólo pelo, pero si
nos quedamos en este lugar perdemos, nos van a cagar a tiros, o van a ir a tirarnos de
nuevo los ranchos abajo, o los van a prender fuego con nosotras adentro, y yo prefiero
darle mazazos al horno que hicimos y levantarlo en otro lado, hacer dos hornos y pensar
que podemos hacer la tan famosa cooperativa, y que después venga más gente.”
“Yo pienso igual, si nos quedamos acá no vamos a ningún lado, no somos una
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“Igual. Igual, si no nos vamos sabiendo bien qué vamos a hacer, da lo mismo
hacer pan y charlar después de haber limpiado todo el día casas en Avellaneda o Ca-
pital, cada vez tengo menos ganas, yo tengo que volver y todavía cocinar en casa, la
piba más grande no me ayuda, se cansa con mirar las ollas vacías, pero al menos cuida a
los demás hermanos, vámonos, la última vez que le corrí la piel de la pija a mi marido
creí que estaba viendo el cordón de una zapatilla que busqué toda la tarde, yo estoy de
acuerdo.”
“No sé, pero yo haría las dos cosas, podemos ir a un local, buscar alquilar un
local, vender delante de esta fábrica, otra fábrica, el astillero, o buscar un local que
“No nos van a alquilar un local para dejar que hagamos dos hornos. Tenemos
que comprar o conseguir hornos como los industriales, encender el de barro es como
“Yo también pienso que está bien salir de acá. No se me ocurre cómo, pero estoy
segura que si vamos a vender algún tiempito delante de la fábrica, mejor pongamos a la
Los dos jóvenes entran. Las bocas oscilan. Los cigarrillos se queman ofuscados.
Aire gris y párpados tensos, y el cansancio que juega con los cabellos de la frente.
Ninguna palabra propicia los encuentra dispuestos. Las mujeres hablan. Sus lenguas
tienen gajos invisibles bajo la luz cenital de la bombita. Los muchachos oyen con las
La joven embarazada está de pie y camina. No puede mecer las caderas. Las
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“Mierda”, dice. “Me conseguís un melón o una sandía.” Se ríe de lo que dijo. Las manos
atrás de las caderas enarbolan el torso. Es una mujer arriba y otra abajo.
El joven más alto la observa. No dice nada. “Ya tenés una entera en la panza”,
dice el otro. “Sí, pero no me refresca.” Muestra el sudor de la palma de la mano. “Pero
Nadia no sabe si decir lo que piensa o callarse con todas las palabras de su
libreta delante de los ojos, pues quiere hablar hasta por los codos. Pero quiere armar
frases con las palabras que ha ido acumulando. No encuentra un lugar físico de donde
sacar las palabras políticas para este momento. Timme está escondido pero va a trabajar
piensa en ella. Esa noche no va a estar parado bajo el farol del terraplén. Tampoco tiene
ya reloj en la muñeca para poder mirar. Él no sabe esperar de ese modo. Estaría perdido.
“Creo que no hace falta votar, hagamos política, no me refiero a la profesión que
tenía Perón o la de Balbín, o a una elección para gobernador de provincia, entiendo que
el grupo ya decidió cómo tenemos que actuar, ahora deberíamos ver cómo encontramos
un lugar y decidir sobre el tipo de horno u hornos y, también, como mejorar lo que
hacemos, quiero decir, para qué nos sirve venderles facturas a trabajadores que salen de
una fábrica, o qué sentido tiene irnos de la villa si sólo nos vamos por temor o por el
olor, a pesar de que ustedes viven acá y todo lo que hicimos se hizo desde acá y por el
miran y ríen. Tienen los rostros ajados por el gran tamaño del día. Algunos panes se han
sobrecocido.
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Cuando todas las mujeres se van los jóvenes echan a andar con Nadia por la
“Es más seguro, la triple a se lleva o mata gente en cualquier esquina, no seas
“El comité miliar regional decidió ejecutar al turco en el momento y lugar donde
se lo encuentre, textual, por lo del nene que mató y el muchacho que hirió, además del
La luz del alumbrado camina despacio en los pies de las sombras. “Encontramos
mentir.”
inmediato Nadia.
251
“No nos podemos ir de la villa”, dice el más alto. Es también el más flaco.
Siempre parece enojado o triste y camina con los hombros como la muchacha
embarazada.
“Son ellas las que hicieron todo y las que viven sus vidas en la villa y están
expuesta de la mañana a la noche. Y voy a seguir trabajando con ellas, pero ellas ya
“Vos también estás expuesta, y mucho, y precisamente por eso deberías liderar.
“Todas las veces que no están acá, está mi trabajo contando, contando los días
Después del terraplén, frente a la entrada cerrada del club de regatas, se separan.
Nadia se sienta delante de un plato que le llega hasta la cara. El vapor de las
mesa. La libreta aprieta su mancha debajo. A Nadia le gustaría saber los pensamientos
Ahora cada vez que vuelve a casa anda en puntas de pie. Se enrosca el cabello
La carne se enfría, suelta sus gotas obesas y, enseguida, por donde el calor
escapó de las papas se forman ramos grisáceos. Las papas empujan sus manchas —el
plato pisa la suya y las manos de Nadia están ardientes. Aunque todas las paredes de su
cabeza giran huecas, su cabeza está llena de fuego. El mechón de cabello estruja al
dedo. “Al fin y al cabo me pondrán en tierra y a los pensamientos que no pensé también
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Los rostros de agua
Para crecer el pasto no tiene otro remedio que volverse maleza y reunirse en
difusiones circulares.
La plaza es un triángulo.
pastos. Y los pastos y la tierra son tan inservibles que después vagan durante el día
entero. La noche no les trae suerte. Cada persona que atraviesa la plaza no pasa por
ningún lado, está yendo a y viniendo de. Luego del amanecer los juegos montados en la
no se deja alcanzar. “Me despertaron”, dijo José Maneiro en la puerta de su casa. Detrás
el cabello y el aire. La primavera zumba y tiene espuma en las orillas del cielo.
El verano anterior fue tan largo y ancho que los días jamás se completaron.
Afuera, en el río, los hombres se lanzaban de los botes al agua bronceada. Subían y
volvían a arrojarse. En el pueblo del puerto las chapas refulgieron. El calor ardiente
estaba compuesto por bolitas y espigas sin laya, que buscaban el aliento de las personas.
En la plaza, de primavera a estío, los niños andan con sus penachos de polvo gris. Bajo
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El hermano de Ana ha aprendido a trenzar hacia un lado las cadenas de la
hamaca y luego a soltarse hincado sobre el asiento. Al principio caía. Se despellejaba las
manos y las rodillas. “Sos un boludo, tenés que poner las rodillas dobladas haciadentro”,
le decía Ana.
lanzaba a tierra. “No quiero tener la piel finita como la tuya”, decía. Y volvía corriendo
Los han sembrado bajo el sol más absorbente. Y el segundo verano los espera. Los
arbolitos son livianos. Los niños los doblan y sueltan. Los arbolitos silban. Las nubes de
primavera son trapos amarillos. Los días todavía crecen mitad invierno y mitad tibios.
Parado sobre la plataforma del tobogán José Maneiro es más alto que las
chimeneas de la fábrica de jabón. Desde las chimeneas, la altura del día, siempre se
viene abajo encima del cañaveral. José Maneiro se arroja por el tobogán con las manos
cielo ámbar se le sube a los hombros, y resbala por el abdomen. En la punta de los
zapatos la punta del cielo no tiene nubes. José Maneiro saca los pies del cielo. El
José Maneiro, para llamarlo por el diminutivo del nombre, sólo cambia el acento de
vocal.
En la maleza del terraplén hay dos trabajadores municipales. Por detrás sus
siluetas son iridiscentes. El sol boga en espiral encima de los sombreros de paja. La paja
después de mediodía es brisa reseca. Un perro gruñe y las patas le tiemblan. El ladrido
es ronco. El chico le tira una piedra. El perro ladra aún con más fuerza. Todos lo
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Los trabajadores han estado cortando la maleza. Se prestan una piedra para
daña. Esos latidos significan todo el día. El chico los observa. Parecen jugadores de
villar. Toman la tiza. Toman la piedra. Repasan. Afilan. En el final de los movimientos
El sol declina hacia la fábrica de jabón. Ésta tiñe el día. El día tenido tiene
colores diferentes para todos. Los jornaleros beben cerveza mientras trabajan. Ponen
los labios brillantes en el pico. Antes los limpiaron con el dorso de la mano. Y tragan
con los ojos cerrados. Luego vuelven a aferrar las guadañas. Las alas de metal rodean
las piernas de los hombres. Suben y regresan. Son hostiles. Los labios se secan
enseguida. Entonces otra vez toman la botella, pues el cansancio brota de nuevo por la
garganta. Pueden pararlo ahí, en la boca. Uno de ellos se quita el sombrero de paja, se
enjuaga la frente y escurre el aro interior con un pañuelo. Los dos tienen los cuellos
hinchados. A uno le descienden orejas muy planas. La calle del final está desierta.
Antes de que la calle corte al terraplén otros dos hombres pasan. Arrastran sus
sombras, son dos palos largos y flacos. Uno se apoya en una sombra más corta. El fuego
del sol da sobre los pasos. Ana reconoce al más alto. Algunos lo llaman Bambuda.
Adentro de la boca de Bambuda las mejillas se tocan entre sí. La barba blanca es
huesuda y leporina. Ahí la sombra tiene la forma de la copa de los naipes. Luego
descubre que el otro es quien le ofreció peras. El otro hombre empuja de costado el
frutas. Las moscas tienen lágrimas de luz en las espaldas. Y no las dejan deslizar sobre
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Un grupo de muchachos pasa tan lento en bicicleta que el día se va deteniendo.
Entonces machaca carbonilla dentro de cada sombra. El perro los sigue con la cabeza
sin ladrar. Balancea las patas. Los muchachos le gritan a Ana que se ponga un corpiño
en la espalda.
cabeza, la botella y toman las guadañas. Pasan la otra mano por la boca para sacarse el
sol caliente de los labios. Los sombreros de los hombres también están agarrados del
sol. Debajo de las alas de los sombreros los mentones y las bocas discurren desde el
humo de los cigarrillos. “Cuando la tierra está tan dura son más fáciles de cortar”, le
dice un trabajador al otro. Arrastran los pies como el peluquero alrededor de las
cabezas. Los pasos quedan muy cortos como para apurarse. El pasto rueda hasta abajo
del terraplén. Uno de los hombres deja la guadaña y va hasta la araña de azadones y
rastrillos. Levanta la botella y se la empina. Ya está tibia. Pero antes, en los labios,
Arriba el otro hombre se quita el sombrero, lo seca una vez más. Abajo, el disco
negro entra en la tierra iluminada. Ana se recuesta en el suelo. Las moscas suben.
Recién segada, la hierba huele a calor. Con la mano dentro del sombrero el hombre
observa hacía el otro lado del terraplén. De aquel lado la tierra húmeda y el barro nutren
al cañaveral. Por todos lados prosperan las cañas, juncos y plumerillos. Todo se difunde
de golpe y a simple vista. Por tramos oscilan los restos del arroyo. El botero del dique
dice que todo tiene una madre y si no se la adjudica —Ana le dice al caucecito
enroscado la madremugre de las tripas. El pañuelo del jornalero salta desde el interior
del sombrero a la mano. Eclipse, pájaro y humo negro. Ana aprieta los párpados. El
hombre se encoge de hombros y baja silbando entre dientes. Silbar varias veces también
le debe provocar una sed profunda. Deja el rastrillo a los pies del otro trabajador y va a
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buscar más cerveza. De los hombros para abajo la guadaña los ha convertido en
autómatas.
sombra de Ana no posee joroba y es igual de delgada que las herramientas. La guadaña
susurra. Los yerbajos necios se hunden. Los tobillos de los pantalones del jornalero
bisbisean. Cada alpargata espera a la otra. El olor caliente, otra vez, sube arqueado tras
la hoja afilada. El otro trabajador retorna con la cerveza. Ahora no puede silbar. Se
guarda varios tragos y también el borde del ala del sombrero en el labio superior.
El atardecer se ocupa siempre de tener los brazos hasta las rodillas. Con nada por
delante el chico también sube. La silueta agazapada de Ana, extiende una raya negra
anudada. Hace que la otra, de pie, también se achique. Bajo los ojos, el sol arde como
hielo. El chico se siente borroso ante la luz frontal —no ve lo que mira. Otro tirón de
Ana le acomoda la cabeza. En el alto cañar hay un espacio despejado. Un piso de juncos
verdes enlazado con otros ennegrecidos por la podredumbre y penachos apisonados. Las
sobre su muletilla. En el cajón, las frutas, donde están picadas, abren los ojos. Una
botella de líquido claro permanece recostada sobre un ramo de bananas negras. El hueco
con la cadera haciadelante. El otro hombre de costado, la gorra inclinada traspasa una
oreja negra. Debajo del ojo le arranca la barba. En la nuca y los hombros de los dos
saltan chispas negras. El sol que atraviesa las cañas les alambra las cabezas sin ir más
allá. Un par de peras ruedan hasta el suelo acolchado. Una de ellas se detiene contra un
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pie. La carne dulce y fofa de la fruta es castaña. Desde arriba una nube de moscas se
estira gentil.
Bambuda abre aún más las piernas y los pies se sumen más profundos. Todo el
cuerpo se le estremece. Las cañas se sostienen amortiguadas a las sacudidas. Las piernas
de los pantalones sólo le alcanzan para arriba de los tobillos. Los tobillos de Bambuda
Ana y el chico ven entre las piernas del pantalón a otra persona sentada sobre los
talones. Su peso apenas abolla al agua. Usa una pollera corta y levantada para
mantenerla seca. En el espacio entre las rodillas hay un rostro de agua marchita. El
rostro de agua posee sólo un ojo. Las fibras de junco del piso se esponjan. Y los rostros
de agua surgen aquí y allá y se desvanecen. Las frentes son oscuras. Sobre el espacio de
A las rodillas en el suelo se han arrimado peras y una manzana que también
rodó. El chico se pasa al otro lado de Ana. Quiere ver mejor. De rodillas había otra niña
de la edad de Ana. Con ojos de costados redondos y altos. La frente estaba desatenta. La
gorra cubre la oreja del hombre y se desliza hasta el piso vegetal. Al hombre se le viene
el ceño hacia los labios apretados. La rabia, la urgencia, el aumentar, son lo mismo para
A Bambuda la cabeza se le desploma una y otra vez. Cierra los ojos para volver
a subirla. Las moscas también han ido a ver. La niña aparta a una que se detuvo en su
su cadera. Aprieta la cabeza y las piernas de la niña tiemblan, entonces ella sacude el
monótono del final de la tarde. Bambuda da un paso atrás. La niña sigue de rodillas.
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Pestañea muchas veces pero no transcurre siquiera un segundo. Del malar poroso y la
boca le cuelga un moco blancogrís. El desorden del cabello parece que va a caer como
“Qué gusto tendrá eso”, pregunta Ana. Cuando ella corta la cebolla en su casa, la
cebolla gotea leche. Es ácida y se le pega en la punta de los dedos. A Ana le gusta
mucho la cebolla. Abre pan y hunde las rodajas, las sala y les gotea vinagre y se va a la
calle comiendo.
De la cintura para arriba la niña está desnuda. Tiene dos diminutos pezones
aceitunados y dormidos. El blanco de los ojos es del mismo color del moco. Ha estirado
el cuello para no manchar la pollera. Las gotas escurren sobre los muslos desnudos y los
rostros acostados en el agua. Los rostros del agua enseguida se hunden. Con los ojos
cerrados, como si hubiera oscurecido. Sin embargo sólo pasa una nube.
La niña permanece inmóvil. Encoge los labios. Deja restos del moco afuera.
Sobre las costillas la piel está ondeada igual que papel mojado. El hombre se indigna
aún más. Sostiene afuera de la bragueta un trozo de carne parca. Negra. Muy dócil. Se
Retrae la piel del extremo y suelta un chorro sobre la boca de la niña. Entre los
extiende el brazo y un dedo como un gancho. Nada cambia. Vuelve a orinarla en los
labios y la mejilla. Le limpia la cara. Y la cara se escurre con el moco lechoso hasta el
suelo. El rostro de agua se acomoda y se hunde. Ana y el chico no pueden oír su propia
respiración.
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El hombre continúa enojado. Se acerca a la niña, le abre la boca y orina dentro.
La niña sólo cierra los ojos hasta que el hombre termina. La niña tiene la lengua rosada.
Deja correr al líquido por la comisura de los labios. La piel de la cara le devora las
La niña tironea con fuerza de unos juncos fibrosos. Ningún junco la ayuda. Al
final los rompe. Los empaqueta y soba. Con eso se limpia la cara, la boca y el pecho.
Mete el toroso dentro de una blusa descolorida. Toma una bolsa tejida del asiento de la
bicicleta y la llena con las frutas del cajón. Toma las mejores de las caídas y encima
Las cañas suenan como cajas de metal de galletitas del almacén sacudidas.
El niño ve los rostros de agua mirar haciarriba. Los rostros están vacíos. El
ámbar del cielo es translúcido. Los cuellos de las cañas se suceden dorados. Cortan el
Al pie del terraplén el calor todavía es engañado con la cerveza. Los trabajadores
sentados fuman con los hombros encogidos. Han colgado los sombreros de paja en las
José Maneiro ha encontrado a otro niño con una pelota. Ana bajó el terraplén y
tomó a su hermano del brazo. No lo soltó hasta llegar a su casa. Durante semanas le
José Maneiro persigue un vellón de lana polvoriento. Adentro hay una pelota
gris.
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El césped invernal revolotea amarillo
El césped invernal revolotea amarillo. A los tallos quemados los soles oblicuos
de una de las torres de fraccionamiento. Era como uno de esos desconocidos que surgen
de pronto en los sueños. Y no se sabe por qué se habla con él. Sino sólo se lo interpreta
como algo aciago. Los operarios a veces dormitan con la boca abierta y un hilo
desprendido bajo los párpados. No obstante, la destilería, arriba, atruena. El fragor los
da por muertos. Se les puede sacar cualquier cosa de la boca. Bordeando el cielo las
“El sueño no habla”, dice Timme. La viuda muerde semillas de girasol. Escupe y
Timme siempre se había sentido orgulloso de mantener los ojos bien abiertos. A
un costado había dejado el casco. Sobre el asfalto. “Siempre me pica la cabeza.” La voz
tintinea en sus propios oídos. Y nada es más extraño, porque la oye como si nunca
los hombres creen que siempre hay viento aunque no corra aire.
Las láminas de las cáscaras de girasol salen por donde el diente de la viuda no
está. La viuda traba entre las tiras de cuero del interior del casco un papel doblado. Ante
los ojos fijos de Timme sacude la otra mano cerrada. Las semillas son mudas. Timme se
En el último turno los operarios juegan a las cartas con los vigilantes nocturnos.
Los guantes de trabajo amarillos y los naipes caen al suelo, bajo las mesas. Alumbradas
por la luz reglamentaria las trampas no atribulan a nadie. Juegan tan vacíos que se puede
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ver el juego tanto dentro de cada cabeza como en los gestos de la cara. Cuando por la
noche se quedan aislados o escondidos en el comedor, los hombres que no juegan cartas
fuman absortos —cada cigarrillo tiene tantos pensamientos que se levantan y encienden
de inmediato otro cigarrillo. Antes de salir lo apagan en los recipientes con agua de las
paredes.
Afuera todas las luces amarillas llevan medias lunas blancas de sombrero. El
destello rojo sistemático de las torres y chimeneas llega al río antes que al suelo. Al
norte, la dársena de propaneros flota cegada por dos barcos holandeses de Shell. Timme
se siente tranquilo sólo cuando está solo. En cada compañero de trabajo que visitó la
misma zanja”, dijo en el hospital los ucranianos. Alguien más permanecía sentado a su
lado. También pudo ser la voz de ese alguien creada en su cabeza, Y su cabeza entonces
estaba dormida.
Usa la mano para apoyarse mientras orina. Al principio se sentaba en el inodoro para
orinar. Así no veía el chorro. No obstante luego observase la taza antes de vaciarla. El
blanco del ojo izquierdo aún cruza media cara con un exaltado grumo rojonegro.
Timme en el comedor. Lo dijo bien alto para que nadie deje de oírlo. Después se llenó
un plato y tomo una pieza de pan. Los dos delegados siguieron comiendo. El turco
observó a Timme con una sonrisa marrón. Algún trabajador soltó un sonoro sh. Timme
quiso descubrirlo, pero cada uno de ellos estaba a solas con su plato. A Timme se le
llenaba la frente de calor pegajoso y frío. El frío no regresaba. Antes de nada oía las
cuerdas de los latidos en las sienes. “Sentate acá”, dijo el vasco. En ese lugar no cabía la
262
muchos rieron. Olía a zapallo hervido y en todos los platos, encima de las papas, había
“Van a la asamblea a cobardear detrás del nombre de Perón y votan por los
mismos que los van a dejar sin trabajo”, dijo Timme, “tienen la boca del mismo color
que el ojete. Ustedes, los cagones y traidores no tienen un final, tienen dos, la boca y el
culo.
El turco dejó su lugar a la mesa. Del otro lado del comedor el contraluz
embozaba las manos. Todos los cráneos corrían delante del cuerpo. “Gorila hijo de puta,
“Gorila y matón y bien cagón que sos, vos turco, estás acá para hacer echar
hubiesen sacado el aire del pecho. Desde varios lugares le hablaron en voz baja.
“Te prometo que no va a quedar ni un zurdo como vos trabajando acá”, dijo el
turco.
Timme tuvo dos cuerpos, adentro uno se sacudía de furor, afuera, el otro,
vislumbraron despiertos cómo matar al turco desde hacía años, sabían que el comedor
no era el lugar. Pero los que apoyaban a la huelga habían votado en contra. El miedo los
agota más que el trabajo. Las asambleas dejan a los hombres sin fuerzas y llenos de
temor. Regresan a las casas hechos pellejos gordos o flacos. Todos miran a los
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El vasco mantuvo las manos debajo de la mesa. Apretaba una sevillana.
Engrasaba la hoja de noche antes de cenar. “La manoseás mejor que a mí”, dice la mujer
del vasco mientras prepara la comida. “Pero la uso menos”, dice él.
Los demás hombres aguardaron con los cubiertos en la mano. El vapor del
zapallo y las papas tanteó los filos y las puntas. Después se disolvió contra los poros las
caras. Los comensales ya se habían acostumbrado tanto al miedo que la cobardía andaba
a sus anchas. El miedo hacía que comer se fuese convirtiendo en un riesgo para los
La manga con dos botones de un uniforme. Entonces la voz los abandonaba y los
hombres clavaban los ojos en la mesa. El hambre y el miedo los amaestra. Pero desde
hacía tiempo también estaban los que habían elegido el camino hacia este abismo. Y
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La acechanza tiene costras
El final del terreno está apartado de la luz natural. Ahí la noche antecede al río.
Vacila. Genera manchones y ofrece a los ojos riberas falsas. Los roedores saltan dentro
de torbellinos. Chillan ante el lustre lívido de las linternas. Los pelajes se visten de
Timme apunta el haz de luz hacia el papel que le ha dejado la viuda. Sólo hay
linterna. Los ojos retornan a la oscuridad. Eso que así observan jamás está allí. Y todo,
además, se envagina. Engañoso o alterado. El aire del río dulce, día tras día, por la
Timme duerme de día, luego de su turno. Y desde hace varios ya, también, se
despierta en mitad del descanso. Pone a un lado los brazos. Y se queda inmóvil. Los
risas, tropiezos y limo. Limo generoso. Pisoteado. Las flores pútridas del limo poseen
tantas mejillas que sin poder evitarlo Timme cae sobre ellas. Timme duerme un rato
más y olvida. Despierta con la idea de haber hablado en sueños. Pero los sueños no lo
pronunciada es yo.
Los cerdos del italiano se disputan los lugares del día. Con las plantas de los pies
Timme pisa un corazón muerto. Cada trocito de corazón está pegado a una brizna de
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agujeros de dientes de león. La primavera se asemeja a un corazón de tréboles.
Timme da pasos en los franjas de sol. “Allá estuvo el verano”, dice el vecino.
Levanta el brazo. El dedo ya es muy fácil para las arrugas. Allá se levantan dos falsas
caobas, con algunas hojas invernales. En ese lugar mentiroso hozan los cerdos, a través
de unos duraznillos orejeados por sus pasadas. La luz no puede estancarse debajo de las
Timme se detiene por vínculos que nunca piensa. Al fin y al cabo los las
ballenas y los cerdos son mamíferos. En el final de esto Timme encuentra la razón de
los soplidos de ambos. Echa de nuevo a caminar y sabe que está equivocado.
invierno infiltrándose de barro. Timme lo empuja con la punta del zapato. El lodo gris
es por dentro azul. A la tarde las lombrices se enroscan brillantes, aunque el fango ha
crecido negro dentro de la cabeza. Algunas suturas de los huesos están entreabiertas. El
barro los ha separado y a la vez soldado con su materia. Timme junta los dedos de los
pies. Los contrae pues no los siente por el frío. Las punteras de los zapatos se mojaron y
algunos pastos se han adherido a ellas. El vecino observa a Timme. Pero lo olvida
mirándolo. Debajo de la casa elevada un lechón grita entre alambres y estacas. Timme
La mujer está en los cuarenta. Desciende y observa hacia todos lados. Recién
Timme oyó el motor del automóvil acercándose y perdió el cómputo del tiempo
que había mantenido durante ese día. Esto lo desconcertó. Miró el sitio del sol. Le quitó
el tenue velo al recelo. Arriba el aire estaba surcado de briznas color cobre y
amarillentas alzadas desde la vegetación. Arriba, también, los tordos colorados. Timme
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no alcanzó a ver el final de la senda donde el auto se detuvo. Ha caminado todo el
tiempo con el río a la izquierda. El río estuvo todo el tiempo muy aplastado y cerca de
Timme. Invisible, porque el agua no terminaba de trazar ninguna línea sobre el limo. Y
el mismo espacio de légamo incoloro avanza hasta los zapatos. Por las piernas sube el
calor de estar vivo. Y es extraño porque sus pies siguen helados. Vivir aprieta el co-
razón más que los zapatos. Mueve los dedos adentro de estos. Afuera vivir es
revolotear, también es pajoso, y deshilachado para los tordos. Vivir eriza aguijones, ace-
Allí, alrededor de Timme, el limo arenoso, sin burbujas, con cada racha de
viento vaga. Las pisadas vacías en los oídos tranquilizan a Timme. Arrastra tras cada
paso esa seda gris hasta el pasto. Al pie de los árboles. El viento ha comido con las
manos, antes del amanecer, todo el color de los primeros frutos de fresno.
Las ramas caedizas se vuelven de pronto espontáneas adentro del viento. Timme
se esconde entre los árboles de la orilla, pero allí no se siente seguro. Entra un poco más
hendido. Después oye que las puertas se van cerrando. Se arrima al árbol. Cruje el
viento. Nunca imaginó que llegarían a buscarlo en un auto. Esperaba silencio. Los
pastizales techados de árboles. Y cuando Timme iba o volvía del trabajo también era
Entonces todo lo que no había previsto se tornaba peligroso. Porque todavía no se había
dado cuenta de que si los pájaros movían las ramas, las ramas desencadenaban una
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clasificar. Si la mirada se le extraviaba enseguida él se sentía perdido. Sus ojos se
coronilla. Incluso durante el invierno el verde es igual de heterogéneo. Nadie más viene
detrás. Timme yace entre los pastos delgados. Las puntas surgen en madejas pegadas
por rocío. De un lado muestran caras opacas y los bordes afilados. Huelen a peces
muertos cada vez que el viento se levanta más robusto que la hierba. La mujer carga
Ella se ha detenido varias veces y apoyado el trípode. Es suspicaz con la luz que
la rodea. También con los rincones arbolados. Entorna los ojos. Elige un rumbo y
marcha a través de maleza y palos de leche. Las espiguillas secas le llegan hasta los
muslos. Da pasos sinuosos y las agujas de las espigas se prenden del gabán. Allá donde
termina la visión de la mujer el río es una ventana alta. Deja atrás unos árboles
desollados por los cerdos. Fuera de los senderos, alta y manchada de ramas, una casa de
los tallos leñosos de las clemátides que se habían subido a los postes. Un pilote de la
construcción se ha enterrado más que los otros. Y la vivienda ha perdido las escuadras.
Entonces adentro la brisa es desigual por todos lados. Las trepadoras son escabrosas. Se
pegan ahí donde las maderas todavía pueden ascender. El voladizo de la galería está
podrido. No hay techo. Por el vacío la mujer mira el cielo que viaja. Puertas, armarios,
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La mujer está de pie, aún con el trípode al hombro. La escalera sube a la casa
delante de ella. Quiebra la cintura y busca en un bolsillo con la mano libre. Prende un
cigarrillo y apunta con el dedo. Levanta la barbilla —la pasa de hombro a hombro.
Al lado del bolso abierto arma el trípode. La mujer ajusta la máquina. Busca con
los ojos. Y lo que busca con los ojos está en su cabeza. Tiene otro cigarrillo en los
labios agrietados por el frío. Moja el papel del filtro para que no se los despelleje. El
tornillo ha llegado a su tope y una vieja Leica ahora está firme. Ha descartado otras dos
El cielo y los restos del techo bajan en cordones hasta el objetivo. La mujer
retira el ojo del visor. La casa se arrastraba en el cielo. Nada más sostenida por los
cruje el aire que amarra a las maderas. La escalera sube todavía completa. Y en la
cagarruta de los pájaros brotan hongos. La mujer conecta la tripa a la cámara. En este
voz no se completa. Llega. Suena como la madera rota o igual que la casa
Carne blanca. Nalgas grises y tirantes. Brazos arrancados de las costillas. Está
aplastada en sus huesos. Desde el bolso ha crecido una mujer desnuda. Ha ido dejando
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Las nubes caen en cascada, pero están muy lejos, donde no hay horizonte. El
nuda y de espaldas al retículo. El cuerpo se le vuelve dorado por la luz que lo golpea.
Encima de las epífisis sólo hay giros negros. Corren hacia el fondo del rectángulo junto
con las nubes. Pero antes entra la escalera. Las nalgas tirantes extienden su claridad
haciarriba. Sube. El visor aún mira. El cabello suelto es tan largo que excede la mitad de
la espalda. La madera apolillada de los restos del voladizo llueve. Es malta lerda. La
mujer se fija bajo la llovizna de polvo. Igual que bajo la luz, las ramas y un paño de
cielo.
En la espalda cada vello es el pellejo ajustado. Las costillas, una tras otra quedan
expuestas. Los tobillos son macizos. La madera se torna grisdorada en el sol. Hacia
donde ella se adentra no hay voces, zapatos ni vestidos, y falta más de la mitad de lo
edificado. Todas las hojas que se ven están escondidas. El visor nada en luz.
sacuden y cantan —como un gallo ciego también reciben golpes. A espaldas de la casa
mujer se parecen a la madera. Ha puesto una pierna sobre el segundo escalón superior.
En esa pantorrilla hay una gota de agua que sacó a alguna planta.
La escalera reseca, en la imagen, no será gris más profundo que el cielo abierto
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Las moras
Los amigos se rodean de la flojedad del verano. En las manos huecas sostienen
moras. Las pestañas ya se les han humedecido. A cada bocado las moras nacen delante
de los ojos. Pero no caben en su propio color. Una burbuja copia a la otra. Los amigos
relajan los codos y los brazos cuelgan afuera de las hamacas y las reposeras. Las palmas
de las manos se han tornado violetas. Los pliegues ahora son nuevas líneas y surcos
nacáreos. Todos los amigos se van apagando somnolientos. Las moscas beben azúcar.
Las botellas se han tragado hasta la última de sus gotas. El día es blanco. Las moras
Adentro de los ojos la hierba es blanca sobre suelo blanco. El sueño blanco,
dentro de la alegría blanca es una maldición del maldito placer. Un río blanco. Un
animal loco que engendra al tiempo. Y a las sienes adormecidas de los amigos. Las
moras encierran la noche en los granos. En sueños, los amigos continúan alimentándose
toma tanto tiempo para desaparecer que los árboles de moras ya se han agotado. Y nadie
vuelve a comer.
Las bebidas frescas y el costillar y los menudos habían estado esperando toda la
mañana por Timme. El fuego duró, dio curvas, rodeado de puños y zapatos, hasta
Timme se calzó la mañana antes de nada. Otra cosa después hubiera sido
apresurada para él. Con la mañana ya puesta le apareció el estómago vacío. El cuerpo
desnudo. Los pies sin grandes espacio para deambular. En la mañana echó café y
encima un jean y una camiseta blanca. La mañana llevaba sandalias. También quería ser
atardecer o noche, o de nuevo actos ocultos, aunque fuese una mañana de sol. Timme,
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en el primer patio, tuvo cuidado de las sombras que proyectaban las paredes y en el
segundo de una cañería de agua rota. Esquivó a ambas. La mañana sólo podía arder y
quemarse haciarriba —había esperado por él cuando ninguna mañana espera demasiado.
Entonces Timme sintió temor por eso. Dentro de la mañana su autonomía no era azar,
era su culpa. Su culpa se desliza más despacio que el tiempo. La mañana es una línea de
lejanía dentro de Timme. La línea del horizonte, la más tenaz, la más asesina de
Nadia había colgado su bolso tejido de una silla. La silla colgó de la mañana. La
niña que saltó delante de ella desde el follaje, luego desapareció detrás de la voz de la
madre. El río flota refulgente. Las ilusiones ópticas más blancas son breves. Nadia las
observa y espera un rato sentada. En otro, suelta al agua puños de hojas. Al siguiente, la
nostalgia. Las moras oscilan, musitan, y las hojas las cubren. Las moras altas alzan
desierto.
Adentro del bolso de Nadia no hay más que papeles y un delineador, un lápiz,
dos cintas elásticas y una vincha para el cabello, un peine y también un cepillo, una
toalla higiénica, no obstante esa mañana promediase su ciclo, la foto de Alejandra y ella
con los pies en el agua del río, dos cartas de Timme leídas muchas veces, chicles, un
lápiz de labios que compartían con Shura, envoltorios de caramelos vacíos. Esa mañana
Nadia ya sabía que iba a ser maestra. Estaba radiante e impávida. El sol le cruzó muy
despacio por toda la frente. El interior de la mañana estaba lleno de vestidos y camisas
colgados unos al lado del otro. Andaba con los tobillos desnudos y los hombros
tostados.
La mañana que tiene puesta Timme a veces está retirada y desprendida de las
orejas. En otro momento la mañana se viene encima de los amigos. Nadia ríe, tiene la
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mañana en la punta de la lengua. Y si está mucho tiempo sentada le cosquillea detrás de
las rodillas. La mañana que usa Timme es mitad melancólica y mitad remota. Cuando se
hincaba cerca de las brasas a Nadia le parecía un Paul Newman abrumado. La camiseta
blanca se había puesto blancoamarillo debajo de los sobacos. Para cuando la mañana
estuvo madura Timme no sabía cómo despegársela. Tampoco sabía ya cómo no quedar
así desnudo sin la mañana puesta. Tanto había esperado por él que podía haberse
cansado. Nadia ríe feliz. Las moras son dichosas, el árbol no se alimenta de sus frutos.
Por eso la vida se expande. Pues el árbol de moras puede soportar niños tomando sus
frutos. Timme recién había salido de su servicio militar, había llegado de Mendoza
donde subió montañas y bajó esquiando con el fusil en la espalda. El Mauser fue su
Cuando le entregaron un FAL a cada nuevo conscripto ya debían escalar más alto para
poder lanzarse en picada por la nieve. Aunque Timme prefería la marcha sobre los
esquíes largos. La marcha le vaciaba la cabeza. Sin embargo ahora que ha vuelto piensa
que este es su lugar. Que la alegría es fácil y va de casa en casa. Nadia no posee más
que un cuerpo para su risa. Hoy la alegría está acá, le ajusta a Timme en los tobillos la
Timme no supuso que el río también lo esperó. Las ventanas a oscuras de las
casas pudieron verlo pasar. Sin embargo fue Nadia, que se apoyaba en los árboles, la
que izó el mediodía por encima de todos los amigos. “Es mi día más blanco”, le dijo a
Timme. Entonces Timme se quitó su mañana. La brisa blanca quemaba a un río de cal.
ponía cubos de hielo blanco en la nuca y sonreía como si un año y medio, ahora, esa
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Mira a todos y dice, “me tomé un año y medio.” Sonríe. Apoya la nuca. Deja
Nadia iba a capital y se sentaba sola en el fondo de los cines. La oscuridad era
fresca, subía y luego bajaba inflamada por los muslos. Timme escribía muy rara vez. No
encabezaba con mi amor, Timme escribe hola. Timme ama a la nieve y a Nadia y
La mano de Nadia recorre su otra mano. No sabe por qué le cuesta respirar y
llora como si las lágrimas no fuesen de ella. El aire delante de su boca pertenece de
nuevo a otra muchacha. Una que baila sentada. Abre la palma de una mano y cierra el
puño de la otra. Ésta golpea a aquélla. Tres, cuatro veces. Allí hay un ritmo que, por la
noche en la cama, Nadia piensa es el ritmo de la muñeca gitana. Sale del cine con el
Mandame una foto, por favor, escribe Timme. La letra oscilante también está
manchada de oscuridad.
urgencia. Un puñado de almendras, que baja como nudo por la garganta. Ella es hermo-
sa. Y la ciudad detrás de ellos aferra tanta historia sublime como sordidez. Timme es
más bello que el actor y el viento suave resalta los pómulos de la actriz. Tersos y a la
vez frenéticos. “Di que quieres abrazar mi sombra en las paredes”, dice Mónica Vitti.
Nadia supo enseguida que Mónica Vitti le hablaba a Timme. Puso la foto en un sobre y
Junto a los amigos dormidos se habían echado los animales mimados. Todos los
Las moras aplastadas ya no pueden elegir una suerte. Nadia ha devorado moras
agrias, dulces. Una torna más abrasadora a la otra. Pero una mora no le importar a otra
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mora. Cada una de ellas escarbó la garganta hasta asirse por dentro. El calor de las
flores silvestres subió a los muslos. Y son ahora la tierra. Tierra caliente y baja. Los
botones del vestido le marcan la carne cubierta. Sofocada. Nadia se dejaría llevar de la
mano. El amor es de pronto tan corriente que sólo desea que Timme la aplaste contra la
corteza de los árboles hasta desollarle la espalda. Es más cerca que querer estar cerca.
“Otro antojo”. Un día tras otro de antojos. Caminar sin consentir andar, hasta notar de
pronto que los pasos siempre fueron libres. “Como comprar pan y tenerlo de un día para
el otro”, pensó. “Estúpida.” “Cuando una novia joven muere todas las flores se vuelven
rubio. El cráneo sigue a Timme como un pichón blanco. Los ojos celestes nadan en
sangre. Nadia besa a Timme el largo de muchas cartas que quiso leer. Tan largo y más
lejos aún que el miedo de no verlo. Su lengua soltó en la boca de Timme el sabor ácido
de las moras.
275
El violín
El día aún no estaba del todo desordenado. Las nubes descoloridas se precipitan,
y el cielo asciende desde las ventanas hasta los techos. El día sin color en los ojos del
gato es del color de la piel de las ciruelas verdeamarillas. Nadia ha juntado el pelo
detrás de la cabeza. El gorro de lana, la humedad grasa. Nada posee un tacto mas crespo
que la lana. La carbonilla rauda del vuelo de los pájaros pasa. La mañana no llega hasta
que el otro lado del dique le trae a Nadia el trasfondo de chapas onduladas del pueblo
del puerto. Desde allí surgen los hombres. Van al trabajo con los cuellos abrochados por
el frío de primavera. Las cabezas les cuelgan de los fijos cordeles de la vida. Todavía,
por fuera, las llevan enfundadas en silencio. Las nubes soplan las nucas. Levantan
láminas de las cabelleras. El silencio y las respiraciones. Cada paso que apoyan,
Nadia continúa camino arriba. Atraviesa la línea trasera de los sitios veintitrés,
trabajadores del otro lado del dique. Ella no quiere usar la bicicleta de Timme pues
todos la conocen. “No vayas, dejá que voy yo”, había dicho Shura. “No, y por un
tiempo tampoco voy a ir a tu casa”, dijo Nadia. Alejandra guardó un par de zapatos y
unas medias sin brillo en el bolso. Luego mantuvo los hombros encogidos. Más tarde
ambas cenaron disgustadas, pero rieron hasta verse el alto final de las lenguas. El día,
Nadia no reconoce a nadie por entero. Los mentones son idénticos, las líneas que
orientan los ojos son todas las mismas. Los hombres no poseen cualidades propias. Los
uniformes de trabajo de destilería no se dislocan ni por las risas ni con los pasos. La
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obligación de trabajar se asusta de caminar para ir a trabajar. Por eso los hombres se
engañan y creen que el trabajo es lo único que tienen. Sin embargo, no lo llevan a todos
lados con ellos. Timme a veces le decía que ella y él sobreviven porque son
de turno completo de destilería está cansado y habla sólo para reír o quejarse. “Los de la
Nadia brota. Más corriente que los cardos. Ninguno de los hombres ve en ella
Timme también podía ser cualquier operario. Nadia no lo encuentra. Tiene los
ojos secos y las lágrimas en la garganta. Llorando o sin llorar Nadia no puede protegerse
de lo que siente. La luz alisada en las paredes expulsa, de repente, a los hombres que
permanecían apoyados. La fila del turno entra al playón —se arrastran hojas donde
Un hombre alto se acerca hasta Nadia desde la entrada. El suelo tembló bajo dos
“Le digo algo”, pregunta. “No”, dice ella. El vasco se vuelve y de nuevo gira
hacia Nadia. “El que te mira desde la entrada, con la campera marrón, es el turco,
recordalos bien. El otro más bajo es Medina.” El vasco se aleja. Después de unos pasos
la mira de nuevo. El peso del aire bajo las nubes lo empuja. Las nubes también barren el
río. Otro camión espera mientras el vasco cruza. El turco entra, Medina se queda viendo
adherido en los neumáticos. Detrás de las ruedas la luz llana se curva. Nadia permanece
de pie. Transpira bajo la lana hirsuta. No siente calor. Su cuerpo ondula como un cardo
cualquiera. Bajo la piel percibe la sangre apelotonada y ácida como una fruta —que
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quiere prenderse de la vida antes de que la primavera lo obligue a hacer cualquier cosa.
Vivir, antojarse, arrancar el miedo de las calles o el humo como si fuera un fémur.
Arrojarlo lejos. Bajo la piel de Nadia el miedo y el amor corren a la par como sangre de
matadero.
Los hombres que no habían ido a la huelga saben que el comisario guarda dos
listas. Y que las columnas de nombres de cada una la completaban los delegados en la
misma cantina de los operarios de destilería. Allí los trabajadores no son trabajadores,
sólo son comensales. El último camión tanque de la fila que ingresa atrae ramos
Después de la escuela Nadia se queda dormida. Del mismo modo se duermen los
los cruza el sueño. Las caras se disipan del mismo modo en que comienzan, de repente y
sin mundo.
Nadia pensó que los trabajadores de destilería no podían hacer huelga porque
creían demasiado que la libertad no era una palabra. Enfermedad, nervios, noche, tos,
esas son palabras comprensibles. Y sin embargo no les gustaban las cosas claras,
Timme dijo estirado en la cama que el aumento salarial era para ellos el triunfo
más desfavorable. Al lado de su cabeza la almohada tenía las orejas hundidas. “Cómo
no vamos perder así” había escrito Nadia en un recorte. La mañana siguiente puso el
papel en las cerdas del cepillo de dientes de Timme. Pegado con pasta de dientes.
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“Tenés el corazón terco para todo”, le dijo su madre. Nadia se había arrancado
un diente flojo y se lo había arrojado a su hermana que lloraba del otro lado de la mesa.
Shura había querido mover el diente de su hermana con la punta del dedo desde que
despertó ese día. Cuando la sangre manchó la blusa de Nadia la madre le soltó el dorso
de la mano contra la boca. “Ahora te toca llorar a vos”, dijo. Nadia ya tenía las lágrimas
en el borde los labios. Shura se había puesto a jugar con el diente. Los ojos se le
Pensó en el corazón.
Nadia no supo cuando se durmió. Despertó creyendo que recién había dejado la
nota para Timme. El cuello le latía tan fuerte que los ojos le ardían aun bajo los
párpados. Se levantó para hacer desaparecer la nota. Nadie debía leerla. El sueño tardó
Un viejo toca el violín. Todas las tardes. Hasta caer la noche anda por un
cuartucho diminuto. Las paredes lucen tres colores despellejados. Si todavía la bebida
cuello y los pasos laterales del hombre trabajan como un reloj. Pero las melodías surgen
tener un pasado, allá, entre su propia gente. O retornar a un hogar, estar otra vez en
aquellas calles nocturnas y andar a lo largo de las tapias bajas. Olorosas y tan veloces
como la primavera que se acerca. Y sin embargo, cuanto más tarde el estío se escondía
adentro de las frutas, delante de sus platos de comida, ellos pensaban ya en el invierno.
No se recuerda por sí solo. Sin compañía. El violín baila con él. Así el violín es
entonces el violinista.
tabiques de madera. La tierra que vibra en las cuerdas, su acento singular y propio, ya
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no posee un nombre. Para nadie más que el viejo conserva valor. Lo desparecido no
puede eludir al tiempo, envejece con él. El violín tampoco tiene ya un estuche, desde
“Cómo puede tocar así”, dice Nadia en voz alta. No quiere oír a su corazón. Y se
queda sentada sobre el borde de la cama. Llora. La garganta se llena de tierra sin aire.
Los cables eléctricos se enganchan a las nubes. La ventana le cae en el rostro. Nadia
Nadia oye el desterrado estridor del violín. La ventana está cerrada. La tarde se vuelve
de hojalata.
traído cuando terminó su turno. “Timme está en la comisaría del Docke”, le dijo
“A nosotros siempre nos dejan para lo último, pero con Teo ya sabemos qué
“Acá también vinieron dos vigilantes hace una hora”, dijo ella.
pájaros que los pájaros del río no conocen. Los círculos de las ruedas discurren hilando
un polvo fino. Es la llovizna que se mece. Detrás de Nadia la ruda tiene por primera vez
280
El botón
corazón es pálido. Saltador. Con botones. Los alumnos más chicos juegan con el último
cabeza en el vientre de Nadia. Aún son pequeños y cariñosos, y el cabello les huele a la
fruta sintética del champú. El olor es fugaz y barato. El cabello se ahorra latir.
La madre de Nadia mira al fotógrafo con sus ojos de lechuza. Con ellos vio su
corazón. A las verrugas del buche, a los ojos de sapo del corazón. La lechuza no posee
un rostro, sino un profundo anhelo que es su máscara. La foto no está en ningún cajón
de Nadia. El recuerdo y la foto son para Nadia siempre la sorpresiva carga de olvidar.
Pero cuando abrocha la ropa lavada en la soga, a veces, cuelga también copias de aquel
anhelo materno. Entonces el corazón abre y cierra su bolsa llena de botones perdidos.
Cuando era una nena Shura le dijo a Nadia, “los botones son anillos, pero no tienen el
lugar para meter los dedos, por eso me los escarbo puestos.”
peso de la respiración es agua o plomo. Nadia sabe que hoy no puede permitirse tener
La palma de la mano derecha de Nadia palpita. Las medialunas que sus uñas
La sangre y la lengua, mantuvieron sus bocas abiertas. Nadia siguió absorta por
281
mano en el bolsillo antes de llegar a la comisaría tercera. El policía que hace guardia
junto a la garita de hormigón es más frágil que la garúa retorcida. Parece perdido. Sucio
y húmedo como un perro y lejos de su hogar provinciano. El infeliz está de pie donde
ninguno de sus iguales quiere estar. La oscuridad nada en el agua chirle de los ojos del
policía. Nadia experimenta una compasión efímera. Sólo es porque siente sola. La vida
se hizo tan real de pronto que todo lo vivido tuvo enseguida otro orden azaroso. El
trabajo, las mujeres manchadas por el horno, la infancia y su hermana, el idioma que
ordenaba y desordenaba una y otra vez, Timme, ya no eran familiares para ella.
consigna ya no tiene hombros. Los humanos son cintas. La lluvia mira desde arriba y
desde abajo. Adentro de la comisaria los espacios también se apoyan enjutos. Van unos
hacia dentro de los otros. Cada vez más interiores. Pasadizos, puertas de sótanos.
Una gotera fría engorda. Dos mujeres esperan sentadas en un banco de madera.
Están descarnadas, son maduras. Los ojos endebles como espigas mojadas atienden al
vacío. Con un movimiento ambas miran a Nadia. Pero ella no les presta atención. En la
antesala de la comisaría hay también tres policías detrás de un mostrador. Uno des-
Un policía se quita la gorra, su pelo es vertical. Se rasca. Oyen las uñas. Los
dedos sisean al abrir los cabellos. El humo asciende sin dueño, enhiesto. Nadia se acerca
abre una puerta, una leyenda dice comunidad y nación y servicio. La puerta es alta y la
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sombra del policía es ajustada. Como la de un atleta. Nadia dice que busca a su esposo.
Esperan para mirar a Nadia. Incluso aguantan más para hablar. “Y su esposo quién es.”
tiempo es tan banal como los remolinos de los cabellos de cada uno de los presentes.
Nadia responde, luego le preguntan su nombre. Uno de los policías toma una
lapicera. Junto a unos anteojos hay una lista de números de quiniela. Nadia debe repetir
los apellidos. El policía no los puede escribir. Ella se los deletrea. El otro policía toma el
hueco. El rostro afilado del policía aspira, entonces se estruja aún más. “Por qué lo
busca acá.”
“Porque otros dos policías me lo han dicho.” Los policías se sorprenden. Hasta
ese momento la gotera no les había impuesto ningún plazo. Enseguida, como gallos, los
mancha las solapas cada vez que come.” Nadia observa los pechos de los dos policías.
Ellos vacilan. “Me deja ver sus documentos señora.” El policía vuelve a sacar una
bocanada del cigarrillo. Su boca disuelta sube hasta la visera. La luz eléctrica endurece
trajeron acá, lo sacaron del trabajo y todo el barrio sabe para qué lo trajeron a él y a
“Acá no traemos a trabajadores porque sí, señora.” “No mienta, está acá y si mi
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El policía se apoya sobre la fórmica color téconleche. Nadia no puede estar
quieta. Sacude las monedas del bolsillo. Nadia se acerca al rostro del policía pues no
soporta la voz del hombre. “No miento señora, nosotros no mentimos y está muy
equivocada.”
“Quién miente, usted o los otros dos policías que me avisaron que mi marido
está detenido. Por qué no los trae también con mi esposo. Miente en este momento,
cuando respira.”
“No hay ningún demorado con ese apellido”, dice el otro policía.
“Estoy segura que no lo tienen anotado en esa columna. Como tampoco veo
escritos ahí los nombres de los otros que trabajan con él y también trajeron.”
El policía sin gorra deja la lapicera entre las hojas abiertas. Aprietan tanto la
punta para escribir que las hojas se tornan más pesadas. Y se contraen alrededor de los
trazos. Nadia toma con un manotazo el cigarrillo del cenicero y lo apaga. “Tienen
El policía que había sacado una fumada la toma de la muñeca. Nadia se suelta de
un tirón y el bolso se le cae. El sol de las monedas de veinticinco centavos queda varias
veces boca arriba. El embaldosado está mojado. Las huellas de agua y barro monótono
se confunden. Cualquiera de esos manchones puede ser de Timme. Las baldosas están
pisoteadas, sin espacios y por todos lados. A Timme le entregaron botines nuevos hace
dos semanas, rígidos, que le aprietan todavía. Los primeros y los últimos pasos no se
El bolso es un enchastre. Nadia lo limpia con la mano. Junta las monedas. Les
clava las uñas para despegarlas. Pero no se da cuenta. Después se limpia la mano con un
pañuelo.
284
“Voy a esperar a mi esposo.”
“Como puede diría yo, porque ustedes lo detuvieron sin motivo y lo tienen
secuestrado.”
Nadia se sienta en el banco pegajoso y frío. Se pone de pie. Los policías dejan de
verla, deslizan papeles sobre el mostrador. Un radio operador, detrás de una puerta,
habla de un móvil y un cruce de calles Dock Sud abajo. Una de las mujeres sentadas
está empapada y tirita. La otra le aparta el cabello mojado de la cara. El mechón vuelve
a caer. Es la madre de una alumna que Nadia tuvo el año anterior. Nadia saluda, la
mujer le dice “señorita.” La mujer tiene la sonrisa amarilla. La sonrisa sin carne. Un
policía apenas mueve la cabeza. Presta atención. Nadia salta hasta el mostrador. Grita.
No siente frío, no siente calor. Sólo su voz que sale sin su consentimiento.
“Quiero ver a mi esposo, quiero ver al comisario, quiero ver a los policías que
fueron a mi casa.” Corre hacia el pasillo que sale haciatrás de la comisaría. Uno de los
policías la detiene. Tira al mismo tiempo del cuello y de la correa del bolso. Ella no
consiguió liberarse. El policía la empuja. Nadia cae sentada. El agua del piso le moja los
comienza a gritar de nuevo. Dos policías más llegan desde atrás. Uno era el joven que
había ido a su casa. Sonrió con desprecio. El otro era el que había dejado el cigarrillo
quemándose.
acerca hasta él. Porque de pronto tampoco soportaba el aire que respiran los policías, y
el olor de los uniformes húmedos. Deseaba apagarlos con su propio aliento. Bajó el tono
de voz, “quiero hablar con el comisario y no me voy a callar hasta que suelten a mi
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El policía que dejó el cigarrillo la separa. “Señora soy el oficial principal
momentos, y estoy seguro que le informaron mal, con malicia. Estoy de guardia y desde
“Él, este pendejo cagón, con otro al que le falta un diente, fue a mi casa para
avisarme que mi esposo estaba acá. Y que si yo no venía a buscarlo no lo iban a soltar,
así que ya mismo me dice usted Francescato por qué está acá mi esposo, por qué no lo
puedo ver, por qué lo sacaron del trabajo y por qué nadie tiene los huevos de decirle al
quiero sin un golpe, sin un rasguño, como se fue hoy de casa, y dígale ya al comisario
Macucci, que se le va a atorar toda la comida y los rollos de billetes que le dan en la
casa del capitalista de juego y que todo el Docke sabe que no son para la cooperativa de
Nadia se sentó en el banco. Estaba sucia como una bracera de papas. De pronto
sintió frío. El policía que había estado en su casa se fue detrás del oficial principal por el
pasillo.
Hicieron entrar a las dos mujeres. Estaban extenuadas y a una le chorreaba agua verde
de la campera.
una pared, una pequeña virgen de yeso larga olor rancio. Hay unas flores resinosas que
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se han vuelto marrones y exangües. Los pétalos se aplanan en la punta de los pies
esmaltados. El pie más adelantado pisa una serpiente, es rosado como una nube. Las
flores se lamen unas a otras. Nadie las quitó y manchan la saliente de yeso del nicho. El
policía que está de guardia en la calle entra a fumar un cigarrillo. Escurre una acuarela
mugrienta.
pasa la lengua por el reborde deshilachado de pellejos. En la cara le pesan los pómulos
de su abuela, de su madre. La gota del techo pone una y otra vez en marcha el tiempo.
El policía que fuma no tiene olor a tabaco sino a ropa envejecida. Nadia se
levanta del banco y sale a la calle. Observa el portón de la calle Huergo que, a una
estacionadas sobre la vereda. En la calle vacía las trizas de la llovizna azotan a Nadia.
Regresa al interior. Las líneas rectas se inclinan hacia los ojos. Ahora sólo el policía que
fuma está en la sala de espera. A pesar del frío Nadia se acomoda al lado de la puerta.
Sentada y a través de los vidrios vigila el exterior. Pero tiembla y la boca torcida no se
le detiene.
El policía que estaba en la garita le pregunta si quiere fumar, ella dice que no. Le
da las gracias. Entonces regresa al puesto que nadie quiere. Queda sola. Nadia se pone
de pie y se desprende el botón del jean. El pañuelo que usó para las manos está gris,
tiene impresas hormas de barro. Se saca la bufanda y la mete por detrás para secarse.
Friega con fuerza. La carne entumecida de las nalgas resbala. Es vehemente para frotar.
Nadia piensa que el nombre de una persona es tan común como respirar, pero en este
país llega un momento que ninguna de las dos cosas, el nombre y el seguir respirando,
lo son. Uno y otro representan un peligro y un error para la propia vida. No se da cuenta
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de que cuando extrae la bufanda la huele. Las piernas de los jean y la bombacha heladas
bufanda del lado menos mojado encima de la cintura y debajo de la ropa. Al lado de
Nadia hay otro lado de Nadia que ella siente, pero no puede entender. Una vida pegada
a las vidas que está viviendo. Una vida que no es para los que quieran vivir de este
modo. Tal vez sea un error. Porque con el pensamiento se aplastan cosas como con la
mano. Busca un cigarrillo de nuevo. Se pone a dar vueltas para quitarse el frío.
Los camiones que van hacia el puente pasan como tachones. Las luces traseras
se agarran a las gotas del vidrio por unos instantes. En el kiosco, enfrente, un hombre
las manos. También él mira haciafuera. Pero no puede desprenderse del sueño. El
fachada del kiosco se va y vuelve. Los dos autos de patrulla parten sin luces por Huergo
“No sé.” El policía de guardia tiene ojos humectados. Nadia entra. El policía del
mostrador le mira la entrepierna ajustada del jean. Nadia ya sabe el motivo. Todavía
después de un rato.
Unas pisadas desdibujadas y migas de pan van al lado de los zapatos de Nadia. El
ordena que la acompañe a buscar a Timme a los calabozos o incluso hasta en los baños.
Ahora él no puede atender a Nadia porque está ocupado. Pide también que le traigan un
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té. Nada de azúcar. El policía toma del brazo a Nadia y la deja de pie dos pasos más
atrás. Abre otra puerta y pide el té. De adentro brotan voces y olor a fritura rancia.
puerta que ya habían dejado atrás. Otro pasillo con un ceñido ventanuco de vidrios rotos
por donde entra lluvia. Va hasta una puerta de chapa de hierro. Una lámpara impregnada
de grasa y pelusa deja goterones de luz eléctrica. El embaldosado está mojado, sin
marcas de zapatos. Sólo una orla sinuosa de tierra señala hasta donde la ha empujado la
persistencia de la lluvia.
inventariada por los propios ojos de los fotografiados. Hay impresiones con cuatro fotos
por línea por cuatro de alto. Y los ojos brillan como botones negros. No son ladrones ni
asesinos, pero están buscados. El flash dejó un punto destellante en cada uno. Pero no es
el brillo del ojo. Nadia reconoce a algunos de los hombres y mujeres de las fotografías.
Oye las llaves. Más pesadas que sonoras. El ventanuco destapado está oscuro. A Nadia
se le trepa un miedo sin ojos y sin boca. La puerta y la noche se tocan en los cilindros de
Nadia, con suavidad. El primer contacto pareció tierno y Nadia se desprecia por no
haberlo previsto. Giró y le arrojó un manotazo, pero el policía atrapó el brazo y con un
giro y flexión del antebrazo lo trabó en la espalda de Nadia. Puso a Nadia contra la
Nadia golpea con los talones. E intenta de zafarse. Se retuerce, patea haciatrás.
La mano del policía la recorre. Ella grita. Mete entre las piernas de Nadia unas vueltas
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apresuradas y hurga con los dedos. Nadia grita tan fuerte que la noche se le mete en la
boca. El ventanuco dice no. El agua entra en la garganta de Nadia como arena negra. No
las vuelve a tragar. La mano del policía se mete debajo del pulóver y las remeras. Le
toca los pechos. Los aprieta con aspereza. No parecen tener importancia para él. Pellizca
los pezones. La mano está fría. Lejano, en la calle, un único farol se enciende y apaga.
Y un muro encalado desaparece y surge. La cal iluminada perdura en los ojos. Los
árboles se enfrían. Es tan fugaz la silueta del caballo en la oscuridad que Nadia no
entiende a su cabeza. “No estoy loca, es asco.” La cabeza olvida pensar. Pues el caballo
se aparta y se ríe. “Tenés una concha asquerosa”, dice. Las baldosas se marcaron por los
pies. Son cajas de zapatos. La bufanda tirada es un conejo durmiendo en una de las cajas
negras. Nadia no tuvo siquiera ganas de llorar, sino sintió que por dentro no tenía nada
prendido. Está colgada de los huesos para siempre. Y se resiste a mirar por la ventana
hacía el exterior sombrío. Ahí están la fosforescencia numinosa del caballo, el fulgor
Nadia entra y el policía se queda del otro lado, entonces cierra la puerta. Toda la
luz es una lámpara de veinticinco vatios que desciende entre los dos calabozos. Las
paredes dan una vuelta completa sin color. Huele a orina y pedos.
“Timme” dice Nadia. Pero nunca ha dicho y nunca ha oído antes el nombre de
Timme así. Ninguno responde. No hay más que cinco hombres sentados con cabezas
redondas. En uno de los calabozos sólo hay un hombre. La luz no puede ir más abajo de
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las coronillas. El aire frota los movimientos con su olor. Todos están envueltos por el
El más alto tiene orejas muy grandes y desplegadas. Debajo, la luz alcanza el
cuello del abrigo y la vuelta que da es de oreja a oreja. El otro se queda de pie, detrás,
con los brazos cruzados. La observan. Nadia vuelve a llamar a Timme. Las paredes
“No está acá, señora”, dice uno de los que se quedaron sentados.
“No hubo nadie con ese nombre, y yo estoy desde hace una semana”, dice otro.
El orejón se acerca hasta las rejas. Ahora no es más que una silueta de hombros
húmedos. “Ayer y hoy acá hubo mucho movimiento, entró y salió mucha gente, mucho
ruido, mucho botón cansado, estos hijos de puta nunca hacen nada, pero estos días los
tuvieron zumbando.”
exige que se callen todos. Los presos le dicen que escucharon todo. Empiezan a decir
sus nombres a Nadia, si ella lo denuncia ellos también van a hablar. Gritan varias veces,
“este milico se llama Abel Marturano y vive en Lanús este, no se olvide señora.” El
policía saca a Nadia de un brazo. Se ha dado cuenta de que ha sido un estúpido y se ríe.
Con la punta del bastón acicatea a Nadia en la espalda. Nadia esquiva el palo y lanza la
cartera contra la cabeza del policía. La cartera regresa a su mano sin haberle pegado. La
Nadia va al piso y riega las monedas contra los zócalos. El policía ríe. La risa tiene
vapor y un ventanuco sobre un costado. El policía le empuja la mano entre las piernas y
aprieta muy fuerte. La tira haciadelante. Después la levanta del suelo de los fundillos.
La sacude para que salga del corredor. Nadia va dando tumbos. Todavía tiene las
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baldosas en el labio que se ha mordido. El policía la introduce en el baño. “Vamos a ver
crece y zumba. Por abajo su cuerpo sigue encogido. Al pubis manoseado querría
abierta no para de temblar. Los dientes tampoco se detienen para respirar. Sólo le habían
dejado puesta una camiseta. La camiseta es una bolsa de semillas. “Timme, Timme”,
dice el policía. El hombre tiene la piel de la cara rojoazul de frío, los brazos están
plegados sobre los codos. “Timme”, pregunta. Los mira azorado. El policía dice “puta.”
Cuando se quedan solos el comisario escupe donde orina. Nadia dice que quiere
saber qué hicieron con Timme. El comisario dice que nunca había tratado con una
pendeja tan pelotuda, que busque a Timme en casa de los ucranianos. Nadia siente
terror, pero sin creer. Palpó el pomo de hierro en el bolso. El comisario seguía orinando.
“No pude venir en todo el día, disculpá”, dice. Nadia quiere hundirle el pomo de hierro
en un ojo.
Nadia le dice lo que el policía le hizo y lo que dijeron los presos. El comisario
termina de orinar y suspira. Sacude con exageración. Ríe. Sube los ojos. Las pestañas
“Es raro que te haya hecho eso nada más, a ese lo que más le gusta es que le
chupen la pija y a esos negros no les creas nada, medio barco holandés se agarró a
capitán, declaraciones, putas que la ligaron de rebote, bah, chicas de acá, no, bueno, tu
292
Timme en definitiva nunca vino a visitarnos como vos, y Nadia te digo que lo mejor
para vos y para Timme es que dejés la villa y a esos troskos con los que andás, yo no sé
si te encamás o no con ellos, no me importa, podés ser tan puta como quieras, pero en
este país los zurdos van a desaparecer, los vamos a borrar, sólo va a quedar la gente.” El
comisario deja correr agua sobre las manos sin refregárselas. Las sacude —observa
también a Nadia.
“Nadia, si otra vez llegás a estar acá, te voy a tener que mandar regalada al
293
Las hormigas
siempre se detiene. Por eso mantienen los cigarrillos encendidos hasta último momento.
Ana cruza esa calle para ir a la escuela. Los colectivos nunca esperan que ella
haya dejado la calzada para arrancar. Siempre debe correr. Los bocinazos le suenan
entre las pantorrillas o el estómago. En primavera, a esa hora, el cielo aún balancea
puerto. Ana despierta más tarde a su hermano. “Cuando era bebe y mamá me daba la
teta yo le soplaba por la que comía y le crecía más la otra, y cuando me pasaba a la otra
la soplaba y crecía la otra también. A mamá le crecieron mucho las tetas para siempre, y
yo ya me mantenía solo”, dijo el hermano de Ana enojado porque quiere masas dulces
en el desayuno. Ana se ríe. Le sirve el desayuno. Pan con manteca y mate cocido.
294
El verano anterior las hormigas invadieron la alacena. Inundaron todo lo que no
estuviese bien cerrado. “Vamos a comer conserva nada más”, le preguntó a su padre. “Y
sólo hay pepinos”, dijo él. Ana no río. Desde la muerte de su madre, su tía y su padre se
dividieron las tareas para encargarse de las invasiones de hormigas. El padre las
envenenaba. La tía aseaba todos los escondites. Las hormigas resbalaban sobre la
hojalata y las escamas de talco. El hermano las aplastaba con la pulpa del pulgar. Una
vez, quizás después ya de varias, Ana lo vio comerlas a escondidas le metió los dedos
dedos. Los sacudió con asco. “Están envenenadas, pelotudo”, dijo. Pero él ya lo sabía, y
caminaba hablando a solas con lágrimas en los ojos. Las hormigas muertas eran hebras
de té, Además el hermano dijo que los gatos se revuelcan en cualquier lugar, y se comen
“Son ricas, pero de a muchas es mejor, porque son saladitas”, dijo el hermano.
Las hormigas cargan con todo y se lo llevan. Bullen. Y se siguen unas a otras.
Cuelgan largas filas sobre las paredes y dentro de los contramarcos de puertas, de las
ventanas también. Las cucarachas muertas vuelven a cobrar vida. Patas arriba. Se las
llevaban delante de los ojos. A plena luz del día. Entonces su madre se cambiaba el
camisón por la blusa raída y vaciaba completamente los estantes. Siempre que llegaban
las hormigas Ana notaba en los traslados de su madre las piernas cada vez más
madre —todo pasaba delante de los ojos de Ana antes de dormir la siesta.
295
Sentada con la caja de zapatos en las rodillas Ana estudia fotos. Antes las
escoge, y va dejando otras en el fondo. Ahí las personas tiene bocas y ojos y orejas, pero
sólo las bocas le traen voces. Aunque no coinciden con sus resonancias. Las orejas y los
“Las fotos se deterioran pero no las voces, y eso es lo peor”, dice su tía. “Se
quedan entre la cama y la tumba.” En las fotos las hermanas se parecen tanto que Ana
las deja para lo último. Ha revuelto demasiado en la caja de zapatos y ha cambiado los
años. Y las hormigas sin saberlo han llegado entonces antes y después. Las fotos tanto
como las hormigas se agrupan y van hacia su escondrijo. El escondite de las fotos no
tiene rocío y alquitrán y semillas rotas y pasto. Ana ve, que las piezas de dominó que los
jugadores del club de Dock Sud acopian y después encaminan, hacen lo mismo que las
fotos y las hormigas. La madriguera de las fotos huele a café. Y las fotos tienen
débilmente de café. La fila de los que van a subir al colectivo se sientan a esperar que
Ana sepa qué son ellos. El despertador, la azucarera, el grano de café con motas de
mostraron un nuevo pecado. O agregaron una palabra nueva debajo de una anterior. Sin
“En algún lugar muy lejos de acá alguien besa a otro en la frente, y así empiezan
todos los besos del mundo de ese día”, decía la madre. Luego le daba a Ana el último
beso del día. Ana entraba entonces al sueño acostada del otro lado de su joroba. La
296
Ana trenza su cabello del mismo modo que su tía. También engancha hilos de
varios colores en la cabeza de los clavos y puede entrelazar pulseras con tres dedos de
una sola mano. Los colores de los hilos son estivales, pero no adelantan el verano. En
cambio su madre se dejaba los mechones sobre los ojos durante todo el año. De lo con-
trario Lucía y su madre se volvían idénticas más allá de las intenciones del fotógrafo.
Del espejo. Y de los ojos. Hasta los nudillos, también, engañaban a las uñas. Cuando su
madre reía, todas las canciones dormidas, se le veían en el fondo de la lengua. La lengua
“Si los recuerdos se vuelven reales es porque te ronda la muerte y tenés que
alejarte de ellos”, dice la tía si ve que Ana abre la caja de zapatos. Entonces vuelve a
poner la tapa forrada de verde oscuro. Donde un líquido dejó una mancha. La tía luego
arroja la caja al fondo del ropero. Allí las fotografías se quedan en sombras como las
imágenes del cañaveral. La nena arrodillada lleva muchas cucharas en las manos. Ana
no sabe si las cucharas llenas saciaran a la nena. Pero las cucharas no necesitan a la
nena. Y cuando Ana está en cama cayendo dentro del sueño bajan por su vientre.
laborales viaja repleto hasta el mediodía. Todas las mañanas los hombres van colgados
colectivo parece una ladronera. Apenas se pone en marcha el conductor les revuelve los
peinados. Para Ana los cabellos turbulentos de esos hombres son bonitos. Parecen
libres.
Cuando murió la madre, el padre de Ana lloró toda la mañana con la cabeza
entre las manos. Pero el aire no podía arrancarle llanto de la boca. Lo que debía llorar ya
se lo había tragado. Los vasos vacíos y los codos sobre la mesa se habían tornado
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intocables para Ana. Pensaba que debía ponerse a ordenar y limpiar. Pero nada más
espiaba al hombre escondido, que estaba lejos y lleno de vacío y no podía ser padre.
Ana duerme, separada por una cortina con margaritas y girasoles estampados, en
el mismo cuarto donde están la cocina y la mesa. Dos ramos de margaritas valen un
girasol. Aquel día Ana se escurrió hasta donde dormían sus padres y su hermano. El
arqueada y sin pestañear. Ana se quedó de pie a un lado de la puerta. Estaba enojada
Los vestidos colgaban del ropero abierto. Querían caminar de costado. Romper
la fila. Ana sintió aprensión del espacio que había detrás de los vestidos colgados de su
madre. Y de que ese lugar se quedase. Su tía pasó junto a Ana como si hubiese decidido
llorar mejor, expulsaba burbujas por la nariz y la boca. Y tenía, además, las manos
propia mano, la tía de Ana se inclinó y cerró los ojos a su hermana. Entonces su madre
cebollas. Los estantes de platos exhalaban cebolla dulce y quemada. Pero ese día tam-
“Sí.”
Ana dijo enseguida que todos habían matado a su madre. El padre con el vaso
lleno de tristeza transparente, el chupar voraz de su hermano y ella con su joroba. Pero
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Lucía miró al padre de Ana y a Ana. Y al bebé que cargaba en brazos. Después
cerró los ojos. No había demasiada luz aún para que el niño, después de que se le
La tía le dio el bebé a Ana y le pasó la mano por las mejillas. El hermano hedía y
Ana, que había mantenido las mejillas apretadas, ahora respiraba como si tuviese el
paladar erizado por pelos cortos de gato. En el ropero había un pañuelo de seda rojo,
azul, dorado. El pañuelo de títere lo llamaba la madre de Ana. Lucía le apretó las
Ana apartó los vasos, la botella y puso una toalla sobre la mesa como hacía su
Lucía le dijo al padre de Ana que vaya a bañarse, que no era un día para estar sin
razón en la vida.
Entonces hacía poco que Ana había aprendido a leer en la escuela sin arrastrar el dedo
debajo de las sílabas. Estaba orgullosa. Había atrapado a un animal importante sólo con
los ojos.
Los pelos de gato en la garganta fueron peores. Ana lo limpió con agua fría. No
quiso esperar, aunque no sabía que el agua no era para el culo de su hermano, sino para
El hermano no se quejó. Estaba tan paspado que las nalgas eran más lustrosas
299
“Mamá se cansó de la poca fuerza que tenía su corazón, pero no era algo que ella
quería, y toda la risa y el amor que tenía en el corazón lo repartió un poco entre todos
nosotros, y cuando se nos cansen nuestros corazones vamos a hacer lo mismo, vamos a
hacer nidos en otros corazones para después irnos tranquilos”, dijo la tía. Sostenía su
abdomen como si no quisiera que nadie la tomase de la mano. Ana vio una pareja de
Aquella tarde vinieron la madre y el padre del chico. Llegaron con él. Ana se
acercó y le preguntó dónde tenía el corazón. Acá, dijo el chico. Apoyó la mano sobre la
boca de su estómago.
toda la noche que mamá estaba fría.” Lucía la miró. El padre siguió con los ojos
enceguecidos por el cabello que le colgaba. “Mirá cómo le quedó la cara”, gritó Ana.
Durante el velorio Ana estudió el pecho de los asistentes hasta que sus ojos ya
distraían y debió concentrarse. Allí debajo estaba el ciego machacar. Ana no confiaba
cabía entonces el nido en su cuerpo. El nido caería sin remedio. Ana imaginó un nido de
La barbilla, los pómulos de su madre eran tan profundos que dormía como una
coneja. Al día siguiente cuando bajaron el ataúd Ana estuvo de pie sin saber qué hacer.
Se quedó debajo de una voluta del sol que tenía sombra y luz y una mano. Su hermano
se babeó con los ojos redondos. Todo el tiempo en brazos de su padre. Los zapatos de
su hermano mayor muerto brillaban. Su padre los había lustrado. “Parecen unos
Las ceñidas costuras del empeine no le permitían mover los dedos. El abrigo negro tam-
300
bién era prestado. El cuello ajustaba áspero y ardiente —y le picó bajo la nuca y la
desigualdad de la joroba.
hasta el corazón.
Los muertos estaban llenos de aristas, todos, sin excepción, iban hasta los
paredones de los fondos. Los paredones despejados de enlucido hilaban ladrillos y otros
La tía tuvo la mano de Ana aprisionada durante todo el entierro. Debajo del
mentón su tía tuvo algo saltarín durante toda la ceremonia. La garganta la incitaba a
mojar el nudo reseco con saliva. En el cuello largo y seco de su tía se anillaba un
movimiento ajeno al polvo que giraba en el aire. Un tubo correoso que se hundía hacia
el estómago.
301
La pesadez
El chico tuvo de pronto la impresión de que debía colocar los papeles en otro
Ana toma la anotación del sastre. Sin saber qué transcribe repite todo lo que
estaba escrito en un papel más pequeño. La copia no reconoce el original. Todas sus
“Es una dirección, no”, dice el chico. “Parece”, dice Ana dos veces. Cuida de
El sol forma una contextura brillante en el piso de madera —tres lados rectos y
uno curvo. Ana ha dejado un pie dentro de ella. Los pies no se asemejan. No son pies.
El piso de madera empuja ajustados remolinos rojo opaco. En verano tienen una
apariencia húmeda. La puerta de la sastrería se abre y los pies de Ana vuelven a ser
En puntas de pies se acerca a las letras. Y delante del sol el papel se multiplica
de nervaduras.
tablas al lado de los bolsillos llaman la atención del chico. El cliente tiene los codos de
la campera desgastados y una gorra rayada gris y roja. La caja registradora hace muchos
ruidos. Resopla, grazna y da un palazo. Es francesa y vieja, “bufa como ellas”, dice el
sastre. El chico desvía la cabeza. Ana enrosca el papel alrededor de un lápiz. “Dale más
confecciones hechas. Las puntadas más veloces pertenecen a la penumbra. Hoy los
discos están callados. Sentado hilvana a grandes trazos un retal. Después se inclina
302
sobre la mesa de trabajo. Escoge otra tela ya cosida sobre molde de papel madera. Mide,
no está seguro. Traza una línea punteada. Toma una nueva medida. El jabón de esteatita
Ana y el niño esperan. Las hojas secas raspan las baldosas del patio posterior.
“Las letras desconfían de los ojos”, dice el chico a Ana. Y muestra los dientes
Sobre el piso la luz del sol se corre sin moverse. Ana guarda su papel adentro de
“Los dos tienen que darle el papel cuando lo vean, sí, y cada uno su papel, y sin
El ruido sordo del jardín giraba igual que el silencio final de los discos del
Mientras les entregaba lo que debían copiar, el sastre sostuvo un largo rato su
lapicera. Miró entonces a través de la ventana. El sastre había dejado los párpados
caídos. Cuando alguien retrocede y se suelta de una mano hace el mismo gesto. Ana le
encontró al sastre la sangre del cuello. El chico miraba con intensidad los tres papeles
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papel de tinta de la lapicera. La punta de metal hendida se había empastado. El sastre la
El chico sale del local y la puerta se bate. La mancha solar del vidrio se alarga
momentos.
Afuera él se sube a la bicicleta. El viento está lleno de sol. Repite la palabra que
aprendió, Schneiderpuppe. Cuando la pronuncia, sus labios rebaten al viento que le pega
en la cara. Donde terminan los manillares plásticos del manubrio ha embutido unas
cintas azules y amarillas. Las cintas tironeadas por el viento hacen tictac. El niño sabe
que lleva un secreto en la memoria antes que en el papel. El día tampoco hace remolinos
En la calle hay piedras tristes, encorvadas. Las mujeres que cargan canastas de
varillas rígidas pisan con cuidado. Hoy, el día entra a todos los negocios con apuro. La
prisa misma, a veces, trastabilla. Los productos desteñidos de los exhibidores han
perdido su avaricia.
El niño pasa en bicicleta pero el viento a través de las calles le alarga el camino.
Donde Dock Sud está a punto de terminar hay otra iglesia. Flores de cintas de papel,
candelabros abotagados bajo el sebo. Madres del niño mudas como tapias. Ninguna de
las dos iglesias se erigió entre las casas más pobres. En la última iglesia las palomas,
que engordan entre los depósitos de cereal y los camiones con granos del puerto, cuando
las cornisas de los silos se enfrían, cagan en grupos el embaldosado del atrio desierto.
Para subir el declive el chico debe apearse y cargar la bicicleta. El viento, ahí,
también es empinado.
304
Arriba toma aliento.
Arriba, la primavera les abre la camisa a los hombres, y el invierno se lleva las
gorras.
Arriba, viajan nubes sucias y las galletas duras de los bolsillos pesan poco
sucia como el interior de las casas. Que vienen, van y se pierden hacia el oeste. Los pies
de los hombres y las ruedas de los carros han quedado inmóviles. Las improntas de los
pasos tienen bordes aserrados. Se abren como flores de lodo seco. Y no se cierran con la
oscuridad. El terraplén no es un camino pero lleva al que quiera ir. El chico se agacha a
un lado de la bicicleta. Por ahí las sombras se estrían de tierra desmigajada y matas.
Saca el papel de la media pues ha transpirado. Aunque el frío no quiera de ningún modo
llamarle la atención. Las letras permanecen iguales, pero bajo el sol parecen más viejas.
Si las observa mucho rato y las deja, el sol se las incrusta como muescas en los ojos.
varios intentos. Y dice, “el secreto.” Sin emoción, sólo para oírse. Cuando calla es como
si no tuviese vida y las palabras nunca se hubiesen pronunciado. Abre una boca en la
otra media y mete el papel. Se queda sentado y con los brazos colgando. Las rodillas
pesan. Por eso se le abren las piernas. Las cintas bicolores corroen la tranquilidad. La
tranquilidad también ha subido la pendiente hasta ahí mismo Pero el niño la confunde
Más allá de las cintas cuelgan las sombras de las cintas. Los ojos del chico están
aferrados a las hendiduras de los matorrales. En las hojas de los matorrales las
hendiduras tienen ventaja sobre sus ojos. Los mechones de cabello se le van de la frente.
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El viento importante trae detrás al viento arrugado. Que es amigo de la pesadez. El peso
del viento cuenta con las nubes, los cojines de polvo, pero de modo especial con las
ganas. Ana va a perder el tiempo con su papel. Como los ucranianos hace días que no
aparecen por ningún lado él sabe muy bien dónde está Timme. Pero el camino es largo.
El final no está en los ojos, sin embargo tiene el puerto pegado a la mejilla izquierda.
semillas. “Quiero que mis padres se mueran”, dijo el chico. Escupían varias veces en la
dirección más corta. Les gustaban tanto las semillas como escupir. “Yo también”, dijo
José Maneiro. Las semillas pegadas a la brea formaban mazorcas que guardaban en los
bolsillos. El día era tan pesado, resplandeciente, y tan laqueados los metales, que
ninguno de los chicos se podía incorporar. Debajo de las espaldas los granos llegan a
estar frescos. Pero si se movían el girasol de la superficie los expulsaba. Nada más
tenían que ir con la mano haciabajo. Tomados de uno en uno los granos eran
compartía. Lo echaba en los labios inflamados y lo dejaba arder más que aspirarlo. La
tarde era la que se lo fumaba entonces. Ellos fumaban porque querían otra cosa. “Mis
padres esperan que yo me muera”, había dicho el orejas, “porque este país es tan rico
que cuando un niño muere nacen dos lechones.” Recién después se habían tirado sobre
el girasol ardiente, dijeron que había que aguantarse, por eso retorcían los hombros y las
piernas y ponían las nalgas duras como piedras. En todas las barrigas ya había crecido el
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El chico se suelta pendiente abajo sobre la bicicleta. No mueve los pies hasta que
silencio, los que caminan van inclinados. Y son, ya, más viejos que el día. El empedrado
aparta a todo aquello que lo toca. Los autos desvencijados se desplazan con pasos de
ganado. La bicicleta los deja atrás en los cruces. Las cintas azules y amarillas refulgen.
El niño ya no se siente alertado por ellas. La pesadez quedó arriba y las cintas lo llenan
En el rabo del dique comienza el asfalto y terminan las casas. Las últimas hileras
de techos siempre están cubiertas de pasta de humo. El viento sólo lo alinea en el fondo
En el rabo del dique también el sol pasa en diagonal. Y más allá de la curva está
Pedalea más despacio y no sabe si tiene las monedas para pagarle al botero. El
botero había visto tantas cosas en la vida del agua que los ojos se le habían juntado.
Pero sabía si sólo agitaban la lata para hacer ruido sin depositar las monedas.
El niño espera en la curva. El rabo del dique emerge del agua. Llega hasta el otro
lado del asfalto. Un auto que dejó atrás pasa. El que lo maneja tiene manos muy
pequeñas, rojas.
Sabe que si se queda mucho tiempo los prefectos lo verán con ojos desconfiados.
Los prefectos son tan estúpidos que las ranas y los grillos les devoran la tranquilidad en
sus puestos. Y sacan los dedos del gatillo para no volarse un pie. Pues a todos les han
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En el semáforo de la estación de servicio hay un camión de combustible que
espera el paso. El chico aguanta con el mentón sobre el manubrio a que cruce por el
Los trabajadores de las destilerías contrabandean menos que los directivos, y los
embarcados menos que los prefectos. “Cuidado con darle a los barcos o a los tanques de
gas”, les dicen los operarios y los camioneros a los prefectos, que andan a pasos cortos
El camión salta vacío. Las palomas, donde no hay ninguna calle, salen volando y
vuelan desorbitadas. Gordas y espumosas. El día las solea. “Las palomas de los silos
son como ovejas, yo las cuento para dormirme a la noche”, dice José Maneiro sobre el
vagón de granos. Y eran palomas tan fáciles de matar que ellos no tenían ningún sigilo
al acercarse. Estirar la goma trenzada, apuntar al grupo y luego sonreír. “Le diste, le
diste.” Las otras parecían no haberse dado cuenta de que una de ellas estaba muerta en
el adoquinado. Los pasos acercándose era lo único capaz de espantarlas. Rodaban por el
aire. Y el aire se abrumaba. Todos se acercaban a mirar la muerte, pero no poseía nada
El camión lleva el rabo del dique en la sombra. Con la rueda delantera el chico
saludan y sigue.
soportes del tanque. El camión lo arrastra. Como del otro lado de la calle los rieles de la
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prefectos no suelen andar por allí. Temen trastabillar con sus borceguíes claveteados. El
se debe soltar y seguir a toda prisa. Detrás de los vidrios lo ve la guardia. Un prefecto
sale y grita. El niño le desea la muerte como a las palomas y pedalea con más fuerza. No
mira atrás. Los guardias esperan que salga por el único camino que hay. Por el que ha
pasado.
charlando con los guardias de seguridad. Aunque se han sacado las viseras para que no
vuelen. Ninguno lo ve pasar. El río y el viento se oyen del mismo modo. Pero el río es
dorado y también veloz. Bajo el sol la bicicleta es plomo que flota y el niño no necesita
trabajadores en bicicleta. El chico está llegando tarde pues otro colectivo los pasa. El
acordona las cejas. Los hollejos sueltos de maleza atraviesan el aire. Piensa y mueve
haciadelante y atrás las ruedas. Unos últimos hombres salen del portal y lo observan.
Fingen indiferencia porque es lo único que saben hacer bien. No sabe si Timme entró o
toman mate aún después de haber almorzado. El viento tiene a todos los vigilantes
encerrados.
Uno sale para observarlo. El chico está lejos y bajo el sol cegador. Tomó la gorra
con la mano, pero necesita hacerse visera bajo el pelo encanecido. Le falta un diente. El
chico lo reconoce. Se toma los genitales con una mano y saluda con la otra. Todos saben
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del policía que duerme desde hace años con la viuda del farmacéutico de Paulo Angulo
Detrás del elevador de granos de la primera sección del dique dobla. Propulsa la
bicicleta tan rápido que el aire se torna poco abultado —y debe buscarlo con la boca
abierta casi a la altura de las rodillas. El viento le dobla la cara hacia un costado, pero el
viento tampoco tiene aire para dar. El elevador gruñe como si transportara pedregullo.
Las cajas de los camiones están descubiertas. Las lonas verdes plegadas se golpean. Las
En el borde del muelle la escalera desciende hasta una plataforma que a veces
flota y a veces se inunda. El petróleo ha ampollado todas las aristas. El niño carga la
intocable. El bote golpea las maderas del otro lado del dique. El botero dice no con el
índice y se pone a remar. El bote viene sin pasajeros. El botero de pie es como otro
remo que lucha contra el viento. Cada palada deja una prominencia en el agua. No hay
El chico piensa las letras sch de la palabra que le enseñó el sastre. Expele aire
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IV. La novia
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Los girasoles y las grúas
Los perros ven a la noche y la niebla desde el otro lado. Allí el espacio para
ladrar es hueco y protector. Pues donde suenan los ladridos jamás hay un animal. No se
sabe desde dónde los sonidos brotan en círculos. Además nunca se está solo en la
con muelles pies de vellones. Los ojos queman fuego negro. La niebla es una hiedra. Y
sólo necesitan la voz para mentir. Pues nada les recorre sus rostros, sólo el hastío. Éste
se come las facciones desde adentro. Y el hastío de los hombres sabe a nido de pájaro en
Los girasoles negros se difunden de una llanura a otra del territorio. Sueltan las
semillas allí donde las tinieblas son más profundas. Los girasoles negros de las noches
del pueblo del puerto se desploman desde lo alto de los tallos sin terminar de crecer. Y
corren como animales locos. Porque el aire o los perros los llevan en las fauces. De
pronto los abandonan como a los nidos vacíos. Despacio, cuando llega el día, se secan.
memoria que hay fuera de los cuerpos. Les agrega pasillos. Y deja que los hombres
vuelvan. En cambio, los perros la olfatean aún dentro de los poros de los hombres.
permanecido bajo la almohada. Los perros saben lo que los hombres trasladan
habiéndolo olvidado.
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El puerto emite en la niebla resplandores rotos. Donde una calle termina
única vez, los que fuman son fantasmas con recuerdos. Los bosquejos de hombres pisan
la niebla. Se rascan las nucas si un perro aúlla. Entonces los demás perros golpean
también con su corazón el espacio. Una y otra vez. El aire se llena de aullidos y
bolsillos. Las cosas hermosas de la noche de un golpe se han ido para siempre. Los
zumbido profunda de la usina eléctrica no los suelta en ningún momento del trayecto.
Otros ya han revuelto la niebla con los pasos. Pero no obstante la niebla permanece
vacía. Afloran las riendas colgantes de un sauce. Después el camino solo los vuelve a
llevar. Los encuentra antes en los pies que en las cabezas. La calle lateral de la usina
termina de pronto —el perfil eléctrico de todo el puerto brilla en la niebla con su aurora
industrial.
Los niños duermen más tiempo. Las palabras que tienen para usar temprano se
les quedan en el agua debajo de los ojos. Teñida aún por el sueño. Los girasoles negros
se detienen a beber de esa agua. Aproximan sus hocicos y arriba dejan los hombros
alerta. Cuando los niños despiertan los sábados esas palabras llegan y, después de
utilizadas, se van muy rápido. Pero como el agua, están allí todos los días. Y como ella
El padre de Ana y José Maneiro dejan atrás a sus hijos dormidos durante todo el
año. Detrás de las ventanas otras madres y otros niños también duermen con las cabezas
acalladas. El padre de Ana da una pitada. Y tiembla. En el bolso lleva el antídoto para el
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frío. El padre de José Maneiro es algo más bajo y arrastra los pies. Sobre las casas más
telón.
“Mi mujer me dijo nunca me comprás nada, le pregunté que me vendía”, dice el
Sobre el margen del dique no se ve el otro lado. Cada gota niebla leva su
El padre de Ana suelta madejas de aliento gris, mete las manos en un ovillo y las
frota. Escondida, el agua golpea entre el casco de un barco y las piedras del muelle. El
chapoteo, a cada topetazo, dice dos sílabas. La sombra del barco se traga la última
figura de ayer de las grúas. “No recogiste todo el cabrestante”, dice el padre de José
Maneiro. Encima de sus cabezas chirriaba el guinche. Pero sólo veían un toldo. Dentro
Cuando hay tanta humedad en el ambiente los silbatos se oyen aún más gruesos.
Los que operan las grúas tienen el suyo sobre la oficina donde arman el trabajado diario.
Afuera el piso está envuelto de rieles para las grúas. Cada uno se va con su hoja de
trabajo. Sección del puerto, número de grúa, barcos, tareas, tiempo, observaciones.
Debajo de los rótulos de las columnas las palabras mal escritas son siempre las mismas.
“Qué hace un polaco con una damajuana al hombro”, dice el padre de José
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“Polacos, argentinos, es lo mismo. Todos son vagos porque tienen más de un
inglés. Vigas, escuadras, remaches, soportes, ruedas y rieles. Nadie pisa la plataforma
con el pie izquierdo. Si alguien lo hiciese la superstición aparecería delante de sus ojos
como una lechuza inmadura que sus padres han dejado de alimentar. Y entonces las
puntas de los dedos se les pondrían azules y heladas. Debajo de las mantas, ya esa
misma noche. La muerte de los emigrados había dejado que los hombres adaptasen los
apellidos a los sonidos argentinos, pero no había suprimido los caprichos de cada
origen. Si eran tan descuidados para atraer a la muerte, ahora seguro los enterrarían con
familia. Los hijos de españoles y de italianos dicen que no se puede con el trece. El
trece llega por la espalda. A veces te toma con suavidad de todos los dedos. Como un
pariente.
Para el abuelo del padre de Ana la desgracia estaba en el siete. Para Ana en el
nueve.
El miedo siempre hace sufrir a los hombres. Para no sentir su perpetuo miedo
lampiño, beben. El miedo no los engaña haciéndose pasar por desgana o desdén. Sino
que se hace pasar por la suerte y el destino. Beben y hablan de la suerte. Aunque no
hablan de por qué beben. Saben que beber es como tener otro pie izquierdo.
El sol de la mañana entra en las cabinas antes que en los pisos de las casas. En el
momento más frío del día los operarios de las grúas avivan los braseros. El padre de
Ana lo sacude con un pie. Los braseros están prohibidos y también por tanto no están
prohibidos por la prefectura. Ahí arriba, en los vidrios velludos, en invierno no hay más
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que orillas de sol para calentarse. Después del último accidente, en el centro del dique,
desde las lanchas de prefectura soltaron y arrastraron los garfios de fondo. Antes de
hallar los cadáveres del día anterior de los tripulantes de un arenero, los ganchos izaron
braseros negros, que tenían las salientes carcomidas por el calor. Entonces se dieron
cuenta que la última requisa había sido ya hacía un año. Antes de las inspecciones los
operadores de las grúas abrían la ventana y arrojaban el brasero al agua. Recién después
subían los prefectos. Ese día en la ferretería bajaba la pila de braseros. Por una virtud
Los prefectos viejos miraron caer los braseros orinados detrás de las bolsas de
carbón. El brasero pasaba por la línea del horizonte, y los ojos estaban más letárgicos
que cansados. “Con una baldosa adentro es suficiente para que se sumerja”, dicen.
Entonces los más viejos no trepaban la escalerilla. Aguardaban abajo hasta que otro
Los prefectos más jóvenes no sabían si odiar más a los braseros o a los
montoneros y a los erpios. Subían de inmediato. La furia en las nueces, encima del
primer botón —y no se daban cuenta de que el uniforme que les daban sólo era útil para
caminar. Adentro de las cabinas no sabían dónde inspeccionar. Sudaban. Algunos veían
por primera vez los comandos y los engranajes. Cuando un prefecto joven entró a la
grúa del padre de José Maneiro éste oía la radio. Le mostró con la mano una carga que
debía reubicar. El prefecto observó la mano como si fuese la batuta para la radio. El
tango, la carga. Miró para todos lados. El padre de José Maneiro sacó un cigarrillo con
la punta de las uñas. “Dónde está el brasero que estaba prendido hace un rato”, dijo el
prefecto.
“Sí.”
318
“Ah, sí, había una rata sentada en el cordón de la vereda, otra sube por la boca de
aceite dentro de las grúas nunca se pareció al naval. El piso mostraba discos o polígonos
con aureolas negras. “Qué frío, no”, decían los operarios. Los prefectos jóvenes daban
vuelta todo donde no hay mucho para dar vuelta. Se quedaban viendo las tetas de las
de este lado las palomas bajan al empedrado. Pero la noche no se disgrega en la cabeza
del padre de Ana. A media mañana el frío y el sueño son mayores que durante la
madrugada. Las palomas se van comiendo la noche del piso. Pero mientras más se
alimentan más nocturnas son para el padre de Ana. Tienden y trasplantan su gran manto
de oscuridad por todo el puerto. El calor se fuga enseguida entre las paredes de maderas.
El sol sale dos veces. En la niebla es delgado, plano y quebradizo. Una ostia.
319
La panadería
Durante la noche Ana había oído pasos. La casa hueca, llena de oscuridad. La
fondo por un remolino de ginebra. Luego Ana oyó el silencio con los ojos cerrados. El
día sin clases le frotaba los pies calientes. Rizó con los dedos. Pero como un trago nunca
propios. El padre se agarra los codos con las manos. Aprieta las soldaduras de las
ahí —los ojos, la punta de la nariz. Se lava la cara en el aliento agrio que expulsa su
recuerdo de transeúntes con rostros vacíos y camisas de verano. Los recuerdos entonces
han irrumpido. Un paño de gamuza, nenúfares nimbados, sin fecha, sin lugar. Atrás, el
anterior anda así. Descuida los pies. No usa la boca. Sus quehaceres barren detrás de los
El padre se quita el reloj pulsera y el anillo de los ojos y, todas las noches, los
deja sobre la mesa de luz. “Moy inventarizatsiya”, dice. Luego, el dinero escondido
piensa cosas escondidas. Pero el dinero piensa sin números en la cabeza —su fría
El decorado.
320
La suerte súbita de una polilla.
La cucaracha seca.
Al final el dinero pide ser contado. Y el padre de Ana lo hace. Varias veces. Se
su propio perdón, de nuevo, el padre tiene el dinero en las manos. Cuenta una vez más.
Entonces en el fondo del cajón el dinero se quita los números de encima. Y se cubre de
vergüenza. Después las lágrimas, sin formar palabras, chorrean. Toda la boca del vaso
llora junto con la boca del padre. Como la ginebra no desea irse, el padre de Ana deja la
cama. Las manos le cuelgan. Anda de acá para allá. Pero la ginebra es límpida y
obcecada. Como una esposa harta, ahorrativa, ceñuda. Como otra esposa. Mira como
otra esposa. Es paciente como otra esposa y callada, y ríe como otra esposa. Y estalla en
casa no hay luna, sino muchos ojos arrugados en algún lugar. En especial sobre las vetas
de la madera que no puede ver. Los pasos laterales en torno de la escoba usan los
tobillos de la ginebra. El espejo sigue al susurro de la paja negra. El padre deja la escoba
de pie. Al padre le habría gustado que su mujer muerta se hubiese quedado un rato más.
El tictac negro, la piedad negra, una vela negra, cargada alrededor de sebo pegado y la
respiración negra de los niños dormidos. Emergen de los más invisibles niveles de la
nada. Casi es un sueño. Los rostros de los billetes están peinados. La ginebra, al cabo de
321
las horas, lleva el cabello enmarañado. Cada trago muerde un grano de pimienta verde.
Este mes el padre de Ana no durmió bien. Ha habido huelgas por todo el país. Y
para que en todos lados no haya huelgas los prefectos y policías no buscaban braseros,
suelo.
Ana oye los chasquidos de la lengua y la fricción de las ruedas. Él la mira con la
cara pálida. El vaso grueso está todavía boca abajo en la mesada blanca. Adentro unas
pocas gotas cuelgan condensadas. El sol apenas une esas gotas con hebras. Ana calienta
el té que su padre ya dejó reposando. El olor del pan tostado saca a su hermano del
juego. Ana separa una rodaja del enrejado. Contrae los labios y la quiebra con los
dientes. Pone dedos largos sobre el vapor del té. Encima de la mesa el hermano se
enrojece los ojos con el calor que despide su jarro. Parpadea y dice que debajo del agua
uno puede verse los pies descalzos. Ana termina de desayunar de pie y hace las camas,
sin rayos de sol las motas no encuentra líneas para deslizarse. Limpiar esta mañana
Ana se viste. Estira la melena sobre la joroba. Las puntas nunca se arqueaban. El
cabello del hermano de Ana es profundo y está siempre dislocado. Nadie en la familia
posee esa efervescencia. Vestido y peinado a medias, el hermano protesta porque Ana lo
sacude dentro del abrigo. Debajo, el cuello del pulóver continúa torcido. “Parezco un
322
“No, porque vos parecés un huevo de pascuas.”
Ana desliza, con la punta de los dedos, unas monedas hacia la otra mano.
Recoge un billete que la radio aplasta. Guarda todo en el bolsillo. Allí, también guarda
La vida que sale a las calles por la mañana es locuaz y cuenta el tiempo de a
minutos. El apuro es porque no hay mucho para hacer después de que todo ya está
vomitan, los niños pisan el vómito, estreñimientos. Bebedizos, colores todavía sin lana.
conversaciones se cruzan gatos atigrados. Ana está atenta y sin manos. El frío tiene ojos
amarillos, como los gatos, pero sin cejas. La mano que mantiene agarrado a su hermano
se le mete en la boca de la manga. La otra mano desplaza los objetos dentro del bolsillo.
La cinta roja necesita una concentración especial, pues es vieja y tenue y del largo de un
meñique. Pero antes de nada Ana ignora qué hacen sus dedos.
Alrededor de las nueve y media la panadería saca una segunda horneada de pan.
Una empleada muy joven y otra en los treinta largos traen desde atrás los canastos.
Entre el horno y el local los panes descansan, uno sobre otro, a granel. Dentro de los
canastos vacíos cabe una empleada encogida. Ambas dormitan adentro con los brazos
recogidos contra el pecho. En verano las libélulas también se duermen en la costra tibia
un segundo. Pero el calor que escurre del interior de la miga les quema las alas. Las
empleadas siempre deben controla los panes de arriba en el patio interno. Desde otoño,
después de vaciar los canastos y poner los panes en las vitrinas, un perro pastor alemán
espera a las mujeres en el patio. Mira los aleros de la galería. Antes de que los canastos
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vuelvan al lado de los hornos el perro duerme caliente. Se echa al lado de los canastos
que han puesto uno dentro del otro. Todos los días las empleadas asean los canastos,
pero el mimbre grueso y seco se guarda los pelos del perro. Hay panes que traen pelos
cortos y duros. Aun en pleno invierno las empleadas llevan los antebrazos desnudos.
Ana no puede dejar de mirar los vellos negros que les crecen hasta los codos. Teme que
a ella le pase lo mismo en cualquier momento. Ella tiene un punto rojizo en los mismos
El olor del pan caliente es uno de los más lentos del día y que, en cambio, apura
a las mujeres. Sin pensar, dar y tomar con las manos. El pequeño tropel de clientas es
mecido de las narices. El hermano de Ana sacude las puertas batientes de la entrada del
local. Dice, “vidrio y madera”, encadenados como una letanía. El día reciente le deja un
ligero aserrín en las pisadas. Ana desea el dulce de leche y la crema de huevo
intercalados en el hojaldre. Los pliegues del hojaldre se apoderan de los párpados que
pone de pie a su lado, en la fila. Los pies de los clientes están en el vidrio de la balanza.
El sol tiene tiras. La escala sólo tiene números en las centenas y en los cuartos de kilo.
El reloj de la pared no tiene otra cosa que horas y rayas en los minutos, pero el sol
demasiado interés a la cara de las clientas. Pues los gestos de desagrado de esas mujeres
se iban a quedar para siempre en las caras. “Encima de lo típico de las caras, lo que
cuchillo en la mano. Pero su muñeca pendía del brazo. Y la hoja del cuchillo centellaba
324
como un triangulo de agua. “Para siempre es hasta la muerte”, dijo también la panadera.
La panadera sabía explicar. Porque a cada cliente podía contarle qué tenía cada uno de
Los pies se desplazan. Las hojas de otoño poseen más vida al arrastrarse. Las
mujeres están insertadas en el día para oscurecerlo con sus polleras. Las lanas y las
Los rostros de las mujeres también juegan en el bolsillo de Ana sin saberlo. En
la cabeza de Ana el juego tampoco sabe a qué juega, porque Ana ya es grande. Un chico
había querido besarla en la escuela. Aunque Ana supo enseguida que era un juego. Pues
el beso era más curiosidad que sabor. “Nadie puede olvidar mi joroba tan fácil”, le dijo
al chico.
estar seco pero está untado. “También olerás a pescadería”, se había reído la tía el
verano pasado. En la feria el pescadero acuesta a todas las piezas de lado. Sólo se les ve
Ana estudia a conciencia el ojo del pescado. El pez no tenía otra cosa con qué
escapar más que su vida. Pero su muerte permanece fresca. Los demás peces del puesto
cuello. Abre el otro ojo. Los resortes finos de las pestañas encantan a las mujeres. Esa
mañana ellas comerían pan de pestañas. Un ojo del hermano de Ana se deja evaluar sin
que lo toquen. Después se aleja un poco de Ana y la señala. Él está tan apurado que no
puede estirar el dedo. “Te la cambiaste de lugar”, dice. Y todos descubren de inmediato
325
que la voz del chico desafina. Las mujeres enderezaron las cabezas y observaron el pelo
rubio de Ana como si descubrieran un disimulo burdo. El hermano da unos pasos hacia
Pero las risas son más veloces. Su aire es más lacónico que los pasos.
Repiquetean —un cacareo es embudo para el siguiente. Unos dedos de sol barren el
piso. Ana mira por un instante las caras de las mujeres. Y en ellas están las puntas de los
somera. La hilera de gaviotas se encuentra desprevenida ante los bocados de sus propios
cacareos. No saben cómo quedarse quietas hasta que llegue el momento de acabar de
reír. Como tampoco saben hacerlo las trabajadoras de la fábrica de jabón y las putas del
puerto. Las gaviotas ocultan sus descarnadas patas de ave en los calzados. Pero entre la
lengüeta y el contrafuerte los zapatos se inflaman. Dentro de los zapatos holgados las
patas ríen, raspan y dan chicotazos. Hacen clac dos veces. Como los pies de Ana,
Ana no sabe si las risas suben desde las suelas o bajan y aplastan. No sabe, pero
está de pie, como todas ellas. Muy por encima de los cuellos las risas afloran como
maíz. Al final crepitan. Son veloces como picotazos. Las mujeres escupen los dientes
contra la frente. Cierran los picos. Las máscaras regresan y esperan su turno para
comprar pan. Las mujeres cruzan los brazos sobre el pecho y dejan los ojos
desocupados.
Siempre que suena la sirena de los bomberos los vidrios de todas las casas
trepidan. Las vitrinas de la panadería tiemblan a lo largo de las muescas para los vidrios
El viejo que entra el local esquiva un pie del chico. “Es en el puerto”, dice.
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Al doble de distancia las alarmas del puerto son más agudas que la de los
Cada vez que la gente junta peligro y puerto murmura. Buscan el desastre y el
drama en la cara del vecino, pues si la desgracia tiene la cara del vecino el pánico no les
resulta extraño. Entonces Ana pide pan y sonríe. La empleada también sonríe, y es fea,
pero su sonrisa es bonita. Los dedos de Ana separan las monedas dentro del bolsillo. El
bolsillo está caliente pero las puntas de los dedos pesan rígidas. Cuando saca las
monedas la cinta roja se ha pegado en los dedos sin que Ana lo haya percibido. Las
mano. El chico que quiere besarla mantiene los labios húmedos retorcidos. En el
paredón de la escuela el sol tiene ranuras verdes y Ana respira el aliento del otro
alumno. La raya negra del mástil se desploma. Ana dice “no.” Y empuja. Todas las
cabezas de los alumnos son más altas que las nubes. El patio se extiende por el cielo.
Entre los frentes de las casas de esa calle no hay espacios. Los fondos invisibles
y descuidados serpentean por todo el pueblo. Son la misma tierra color papa separada
por alambrados o tabiques de chapas. Algunos dejan que un arbolito grueso como un
brazo se vuelva amarillo dos o tres veces. Lo que crece verde, en su gran mayoría, no
toca el suelo. Cuelga de macetas. En el mismo espacio crecen las plantas, se tiende la
ropa, los gatos apoyan las patas con prodigioso cuidado y, en verano, los viejos escupen
327
“A dónde vamos”, dice el hermano de Ana. “A casa.” Ana sacude el brazo del
hermano. Un árbol espera detrás de un conscripto que busca una dirección. A todos los
hacen más delgados los uniformes. A este todavía en la cara le bulle la adolescencia.
Cierra con llave y deja a su hermano dentro. El cielo no hace girar nubes
dobladas.
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Ginebra en la cabeza, vino en el corazón.
“Es de este lado del dique”, dice el verdulero. Ha escrito números en su libreta y
“Con el frío que hace hoy sólo los bomberos van a estar calientes”, dice la
mujer. Luego pide remolachas. Las hojas flotan en sus tallos hasta que el verdulero las
El humo estira el cuello. Quiere caer y volver al suelo. Una parte de humo, una
parte de tierra y otra parte calor ya frío. Ana se concentra en las volutas. Observa un
limonero, una mora y la boca de un gato. La pila de papas tiene el color del borde del
humo. Ana compra dos kilos. Las papas dejan andrajos de tierra en la balanza. También
compra tres manzanas. El verdulero busca las lisas y se las entrega. “No trabaja tu papá
una tabla de madera tan peluda que las moscas se limpian ahí las patas y el vientre.
“Los dos platos vacíos pesan el aire”, dice el verdulero. Mira el dinero que le da
Ana, “el peso del aire no vale nada”, dice Ana. Sonríe.
La calle está sola hacia ambos lados. Ana camina y siente vergüenza de caminar.
correr. La empuñadura de alambre de la bolsa marca los dedos. Tira hacia el suelo.
Cambia la mano.
329
En casa el hermano había estado empujando bolitas dentro del vaso grueso
acostado en el piso. Ahora, de rodillas, juntaba las manos. “Qué hacés”, dice Ana. “Pido
Ana deja la compra, el hermano recoge las bolitas, la sombra del vaso sobre la
madera es aguada. Y sin embargo a la sombra le sobra luz. Ginebra en la cabeza, vino
en el corazón. Por la mañana los hombres caminan con sus regüeldos ácidos hacía el
trabajo. Van andando por fuera, pero por dentro ensayan círculos. Una y otra vez se le
presentan rencores y olvidos. Si la cabeza bebe una cosa y entonces el corazón bebe
otra, hay que mantener la boca muy bien cerrada para hablar. Ana agarra a su hermano
encoge de hombros. Pero el tira hacia la cocina y se libera, y repite la pregunta. Tiene la
lengua caliente. La casa está sin caldear. Un jirón de aliento se encoge despacio. La casa
está más helada que la calle. “Vamos a ver el incendio”, dice Ana. Y atrapa la mano de
su hermano para no salir corriendo sola. La palabra incendio pone fuego en los pies del
hermano.
Más cerca del puerto las mujeres se han asomado a las puertas. Escrutan los
destejidos mechones que se deshacen en el cielo. Las nubes dobladas dejan al humo el
centro. Sólo caminan jubilados. No sacan las manos de los bolsillos mientras andan. Y
Ana se apresura. Los adoquines alzan su mota lechosa de luz. Sobre aquellos los
zapatos se ven menos viejos. Pero la mota de luz de los adoquines no posee injerencia
sobre los rasguños de los zapatos. También los elude. En el final rectilíneo de la calle
las fachadas se escorzan. Y allá, la franja de puerto se eleva bajo el lugar donde los silos
de granos se desploman. Los pasos que da Ana hacía las grúas se dirigen también
330
haciatrás. En la mano vacía lleva el miedo de la otra mano. La lengua es más alta que
los ojos. Llega hasta la cabeza. La lengua le habla al cerebro. El cerebro no escucha.
Ana corre y tira de su hermano. En el puerto no hay árboles. Hay pintadas en las
paredes. Llaman a la huelga. Las frases más viejas dicen que Onganía es un verdugo.
Las letras p son más altas que el hermano de Ana. Hay p azules y p rojas. El
hermano sonríe y dice “incendio” para dar pasos más largos. Ana lo retiene. Ella quiere
correr más rápido. En cambio los pies de su hermano la arrastran fuera de su sombra. La
sombra de Ana cae como un vestido y queda atrás. Ella sólo puede correr muy erguida y
rígida. Sacude a su hermano por el brazo, “vamos a ver papá esté bien”, dice. Ana
quiere tener la lengua de todos los días y no esa que ahora se apoya en toda su cabeza.
Del mismo modo quiere también que las palabras vuelvan al tamaño que emplean todos
En los muelles todo es más amplio. La calle, el gris insignificante de las caras.
La mitad de las cosas también es más ancho. El hermano se suelta y gira varias veces
con los brazos sobre la cabeza. Ana tira una bofetada. Debajo del camión rojo el agua
no tiene color.
En medio del agua del dique un remolcador flota sobre una estela jabonosa. Ha
retrocedido y ahora está en el centro de una espiral. Vira sobre babor. Una boquilla
chorrea una cinta de agua barrosa sobre cubierta. Entre el remolcador y el muelle un
barco de casco anaranjado es atravesado por líneas de óxido. En la borda hay un par de
hombres. Sus cabellos son de humo. La grúa ardió frente al barco. Los tripulantes
llegaron a soltar las amarras de proa para alejar la nave. Pero la maniobra quedó
incompleta, porque el fuego fue más rápido. La plataforma de hierro sobre la que
trabajó la grúa también vierte agua. No hay viento que la rocíe. Nada más el frío
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primaveral. Los hilos blancos de humo se desprenden de una altísima panza negra. La
La grúa y la panza permanecen unidas por cordeles. Un cordel, fue un paso que
dio el fuego. La cabina de madera desapareció. Quedan unos bordes carbonizados, sin
del guinche flotan los cables de acero y un cabo ennegrecido. El tizne y los pelos negros
de las maromas vibran después de tomar aire. Abajo el cielo es amarillento. Ha caído de
golpe del azul. Las nubles dobladas se han enrollado y la panza del fuego está desnuda
en el medio.
El hermano de Ana corre hacia el camión de los bomberos. Empuja con los
brazos en el aire. Como hacía para alcanzar a la calesita. Y como hizo para acercarse al
circo que una vez montaron en un ángulo de la plaza. El circo ajado se observaba desde
van curvando ante los ojos de Ana. Y donde estaban los remaches entran monedas de
cielo amarillo. Arriba, el sol de primavera ya no tiene umbral. El grupo de gente observa
a dos bomberos que todavía trabajan, con las piernas muy abiertas, sobre las mamparas
deformadas. Donde el aceite ardió, el fuego no pudo bailar. Sino dejó costras doradas y
abiertas. El frío los atraviesa. Adentro, frente al volante, al hombre no le importa. Fuma.
Los vidrios de la puerta son anaranjados como el casco del buque. El hermano corre
delante de ella cruzando el paredón de la usina. Que siempre zumba sin pájaros.
Inclusive en verano, al sol le cuesta pasar del otro lado del muro. En los ladrillos
rojinegros no hay aberturas. La última hilada más alta es la más roja. De golpe el
332
hermano de Ana se detiene y apoya las manos con fuerza en el muro. Mete la cabeza
Entre el grupo que está adelante Ana busca a su padre. Todas las siluetas más
comprimidas por el frío son él. La gente mira haciarriba, la franja amarilla del cielo
acentúa los rollos negros de alambre que hay bajo la grúa quemada. A veces el alambre
Por la escalerilla un médico sube hasta donde están los bomberos. Es bajo y
ancho como un estibador. Los brazos de los bomberos parecen hilitos estirados hacia el
suelo, parte de los aparejos de la grúa. El médico siempre está en las areneras con la
policía. Cuenta chistes y les pone la mano en los antebrazos a los oyentes. En las
cornisas de los silos, las palomas se agrupan donde no desean estar. El gentío las
Vivir es fácil. Enterrar dientes de ajo si duelen las muelas. Curar los dolores de
cabeza con la nube de agua y aceite en un plato. Llevar una cinta roja. Y tener una
moneda vieja escondida para protegerse. Donde sólo uno mismo sepa.
Los pies del médico se quedan inmóviles antes del último peldaño. No es
necesario que suba a la plataforma. Baja de inmediato. Ana y el hermano corren. Han
bajado de nuevo al empedrado. Primero arrojan una cuerda a los dos bomberos, después
izan una camilla. Ana corre con la boca abierta. El aire lleva bolos y le seca la garganta.
La joroba nunca la deja correr todo lo que Ana lleva en los muslos. Cuando traga vacío
agazapa. Insulta hacia el empedrado. Su boca está oscura como el pico de las palomas.
Se le han caído las bolitas. Mientras las manos buscan aferrar, la cabeza del hermano
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mira sobre el hombro. Los ojos son de cielo amarillo. Alguien los ha reconocido y la
gente del grupo se pone las caras atrás. Se mueven como girasoles. Arqueados o
apartados, crujen menos que el silencio. Ana encuentra el olor a aceite lubricante que ya
conoce. Detrás, su hermano gira la cabeza hacia los adoquines. Ha dejado de tener
hombros. Un hombre de azul sale del grupo de personas, tiene una mano y el antebrazo
blanquísimos. Como no puede encontrar a todas las esferas de vidrio de una vez, el
hermano se sienta sobre los talones. Las bolitas se han puesto en un lugar que la gente
no las ve. Los zapatos salen de los talones del hermano y las medias quedan a la vista.
Mira hacia el frente y haciatrás. Y nada más tiene dos manos para las ganas y el apuro.
izquierda marrón y aceitosa van a capturarla. Está arremangado. Pero Ana ve que no es
de Ana asciende. Ana siente las costillas aprisionadas. No hay escape. No la aprieta con
las manos porque no puede, aprieta con los antebrazos. “Ana.” Sus pies siguen
corriendo. Ella corre también por adentro. Dicen, “Ana, Ana.” El hermano se ha sentado
en el suelo. Los gritos de su hermana le sacaron los ojos de todos los demás lugares. Su
cuerpo es más y más pequeño. Y el hermano no sabe como volver a él sin perderse de
espanto. Los pies de su hermana corren en el aire. Patean igual que alguien que busca
salir a respirar del agua. Ana quiere tirar de la superficie del hierro con las uñas, tirar de
los remaches, morder los alambres y correr. Volver a correr hasta transformarse en otra
También quiere poder tomar, entre el pulgar y el índice, la camilla tapada y atada
que bajan en vilo con una cuerda. Sostenerla como si fuera un diente de león. Y tragar
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de una vez las ortigas que se irrigan de la carne de su garganta. El hermano llora con las
Ana tira los brazos más allá de los hombros que la inmovilizan. Abajo el agua
tiene una curva débil. Polvorienta y sin horizonte. Las manos de Ana golpean contra el
335
La bicicleta
mastica. El chico siente los muslos de piedra, la boca ácida y los cabellos cargados,
también, de sudor ácido. Con los ojos saltea los grises y los verdes. Los demás colores
sólo son esquivos. Los pies también escapan de la superficie de los pedales. Observa de
pie, con recelo. El viento tira de las ramas y las cintas del manubrio. Sopla bajo. Y cose
quemadas. Por todos lados hay rastros en el aire, pero él no sabe de qué. No está
severo con los pensamientos. Del mismo modo lo hace con las hojas y la luz laminar
Las casas han llegado y se han ido, lo hacen siempre en la franja de costas y
selva. Han cambiado dos veces de lugar al lado del camino. Igual que las sombras. Y
ahora se alejan de la ribera con las ventanas del sur azotadas por el viento.
automóvil. El más risueño meó encorvado. Escupió sobre el árbol y tiró del cierre. El
sol filtrado entre las hojas volvió a brillar sobre los anteojos oscuros. Tenía dos
cutículas más claras y opacas en cada lente. Los otros hombres entraron en una casa
lado de la puerta del conductor. Sonreía sin sonrisa. Era un carraspeo. Con la mano que
meó se tironeaba el cabello haciatrás. El viento lo traía para delante de nuevo. Ya, sin
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El chico sabe de antes que los rostros son una distracción, pues las manos y los
cinturones determinan las acciones de los hombres. De allí, de esos lugares, parten los
golpes de su padre.
veces porque tiene la boca espesa. Y se ha ido pedaleando, sin sentarse, para eludirlos
de prisa. Baja hacia el fondo de las famosas tres casas de los gallegos.
un palo blanco. Le desagrada el vaivén de las cabezas dentro del auto. Los pelos
recortados brotan afilados en la nuca. Sobre la frente los mechones de los hombres se
pegan.
Los hombres quieren, sin saberlo, ir por el mismo camino del chico. Él los sigue
con pequeñas curvas entre los árboles. Las placas de corteza también acogen el frío
trasparente. Delante de las casas donde los hombres se detienen, dejan las puertas del
auto abiertas. Nunca llaman golpeando con las palmas como es costumbre, sino
aporrean las puertas de las viviendas. Las gallinas, los perros y los caballos de tiro
viejos les provocan asco antes de ver la cara de los habitantes. Lo que sale de la boca de
los moradores también les trae a los hombres repugnancia a la orilla de las caras. Tener
asco además les entrega profundidad y mayor alcance a sus ideas políticas. Han
inspeccionado todas las casas, corrales y gallineros. Donde hallaron que los hombres del
lugar apilaban sarmientos y preparaban su vino azucarado para el verano, los del auto se
cargaban una damajuana atrás. Cada vez que cerraban el baúl del auto todos encendían
un cigarrillo.
tirantes de una casa abandonada, los del auto encuentran un cochinillo atorado. Tiran de
las patas del animal. “Argentinos chorros”, grita el dueño desde el otro lado del camino.
337
Es español. Baja renqueando de la vivienda. Es la cadera. Sostiene una rama salpicada
de nudos en la mano. Uno de los acompañantes del conductor le apunta con una pistola.
repente, y los ojos tampoco quieren hacer más de lo que pueden ver. En medio de los
escombros las clemátides resecas se apilan. La estación pasada no las devoró. Alzan el
óxido. La cría busca ocultarse debajo de las ramas. Pero enseguida volvieron a sacarla
de las patas traseras. Por el otro lado uno de los hombres le patea la cabeza hasta que el
cochinillo deja de gritar. Y se ríe cuando el conductor dice “gritaba como un zurdo
marrano”. Cuando levantan al animal muerto sólo sangra por una oreja. Tiene pestañas
El hombre que bajó la tapa del baúl esta vez no prendió ningún cigarrillo. Esta
vez se acomodó el cinturón contra el vientre blando. Los hilos de la rapacidad atan los
ojos a la piel del rostro. Una máscara de carnaval como el charol rojizo. Suben al auto
entre risas.
El dueño del animal se quedó sentado. Un poco después el chico pasó a unos
metros de él. El hombre mantenía aún la rama apretada. Miró al chico, nada más. En
tierra, al lado del extremo de la rama había dos papas partidas por la mitad.
agujeros. Delante de los ojos del chico el pasto es gris y a veces más oscuro, pero tan
cargado de rayos solares que teme por su secreto. El sol chasquear. Empuja sobre todo
su color gris. “Nunca vas a sentir tanto miedo hasta que mueras”, dijo el padre. Pues
cada golpe era como un sol cegador dentro de la cabeza. La cabeza y tampoco el
corazón hacen caso. Porque el niño no sabe a qué obedecer. A la voz, al golpe. Aunque
se cierren los ojos los golpes jamás se apagan. Un puñetazo blanco, intenso, tan redondo
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y esbelto está también detrás de los ojos. Resplandece detrás de los ojos. El chico
todavía no sabe cómo morir. Tampoco tiene elección aunque está convencido de todo lo
contrario. Tirado sobre perejil silvestre al niño se le humedecen las ropas. El pantalón
de frisa tiene las rodillas remendadas. Fuera del círculo de las ruedas de la bicicleta, un
río de ranúnculos arrugados como telas baja hasta los neumáticos del auto. Allí, debajo
del chasis, los botones de oro se quedan tensos. Los hombres siguen después hasta un
cruce de dos huellas, bajo unos sauces —detrás el monte se eleva despuntado. Unos
El chico está seguro de que los hombres del auto ya estuvieron en la casa del
tano. Pero continúan porque hicieron mal algo. O perdidos repiten los sitios que ya han
pasado. Las latas atadas con tanzas seguro van a delatar a Timme. Pero también no lo
han delatado. Todos sus encargos y secretos eran fáciles de recordar. No obstante
recordar abruma, porque no conoce todas las reglas del juego. Quién pondría unas latas
Porque las latas no sonaron los hombres siguen buscando. Subidos contra el
viento los pájaros abren los picos. El viento los remonta de la punta de las cabezas.
Las palabras secreto, verdad, justicia pasan por todas las bocas del pueblo del
puerto sin que nadie sepa convertirlas en cosas. Pues las cosas son lisas, simples y valen
dinero, y, muchas veces, un precio injusto. Por eso delante de los puestos de las ferias
de los jueves y sábados, donde los precios son más baratos, las mujeres se mueven
despacio. Eso es la atención. Pero la mayoría desconoce de dónde proceden los carozos
de aquellas palabras. Cuando en otros lugares ven la vida bella, saben que las suyas son
feas y bastas. Cuando alguien también habla sin cabales les dicen enseguida, “tenés la
palabra. Es un fantasma atrás de sus pensamientos. Así nadie puede protegerse hablando
339
o callándose. Los hombres y mujeres saben que los sueños sólo son enigmáticos o
numéricos para la quiniela. Cuando piensan todo lo contrario no dicen por qué, nada
más se dejan durante las conversaciones un rostro mudo e inhibido, pegado a los ojos.
sienten una triste simpatía de ellos mismos. Sólo el cura es capaz de sacar de su biblia
que donde no hay justicia hay que crearla, por eso el auto con los tres hombres vino
hasta la selva de la ribera. Pueden contarse muchas palabras justicia para la palabra
justicia. Para hacer justicia, además, con el vino, los lechones y Timme es una cuestión
de lo más grave. Esos hombres aman tanto a la patria que ahora, el peronista más
peronista, necesita hoy del consentimiento de ellos. El chico los oye detrás del viento.
Las frases se vuelan incompletas de los labios. Cuando hay viento sur, el viento no
Han ocultado el auto bajo el follaje más desmoronado que encontraron. Uno de los
sauces. Y ahora están sentados muy distantes entre ellos. Como no pueden hablar tiran
piedritas más allá de los zapatos o les vienen antojos de cigarrillos. Sentados, la hierba
Un pájaro, después otro, baja al techo del automóvil. Las plumas del cuello son
verde fuego. Uno de los pájaros ladra. Los demás ladran en las ramas. Tres más pasan.
El del medio ladró, porque ese tipo de pájaros ladra en los árboles y también en el aire.
El ladrido surge en todos como una a. Una a ronca de pavo. Igual que una uva verde. El
apelmazado y donde ahora apoya los pies brota agua enredada. Desinfla la rueda
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delantera. El chico ve como los penachos de los cigarrillos escondidos se disuelven de
empuja por la senda. El agua es débil. La trama salvaje del pasto la debilita.
Los hombres ven llegar al chico. Hablan entre ellos. Dicen que la muerte del
cochinillo es larga porque el frío le entra más rápido que a ellos. Fuman sin inquietarse,
con los dedos en círculo. El chico pasa por el cruce, las manchas blancas de los ojos,
vuelan arriba. Tizón en los aletazos. Luego los pájaros se vuelven planos como las
hojas. Las ramas más altas los atraen. “Eh, vos”, dice uno de los hombres.
chapa se halla picada sobre el guardabarros trasero. El hombre dirige la cabeza hacia las
copas soleadas. El sol y los anteojos oscuros se quedan solos. El agua de las lentes
también es apagada. Unos metros más allá del auto termina el grupo de sauces. El
conductor está de pie. Las piernas del pantalón se mecen, los pelos ondean. “Te
“Parece que el pibe conoce al padre, qué suerte”, dice el otro hombre. El chico lo
mira. El rostro amarillo del hombre le muestra dos dientes marrones. “Estás caminando
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“Andaba en bicicleta hasta que se pinchó, o no oyó. Ahora voy a la casa del sapo
Lo ha puesto al revés y ahora tiene la empuñadura sobre la raya del culo. “Qué apellido
tiene.”
inflador. No se levantó hasta que estuvo seguro de que no iba a salirse por ningún lado.
Pero ahora lo sentía doblado contra una nalga. Donde el hombre le pegó no sentía nada,
pero el resto de la cara la tenía helada. “No estará buscando a Timme el pendejo, no,
El que le pegó alza la bicicleta y saca el pico de la rueda flácida. El gomín está
“En vez de pegarme me podría ayudar a arreglarla”, dice el chico. “Se ve que
La tierra tiene sabor a bosta. Otra vez un golpe luminoso. Después los ojos
dice el chico.
“Qué dijiste.”
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“Seguro te puteó, qué esperabas”, dice uno de los otros. Enciende un cigarrillo y
El hombre deja caer la bicicleta, tiene la válvula del pico en una mano. Con la
otra saca la pistola y se la pone en la cabeza al chico. Tira el martillo para atrás. Pero el
viento no se calla, sino que golpea y se va. Vuelve y se va de nuevo. Así cuentan el
tiempo los árboles. El chico se caga en las piernas sin haber sentido el calor. La mierda
se le pega enseguida como una placa calientefría en los muslos. Apesta como un animal
arrinconado. “Ya pidu na nebo brudnyy̆”, dice. No cierra los ojos. Los tiene tan abiertos
que el aire de alrededor se los astilla en los bordes. Respira y respira. Las hojas, las
los ojos. Inhala el aire y la sangre le sube por el fondo de la boca a la nariz. El hombre
tira la válvula de la rueda entre los pastos y le da una patada en el culo. El inflador sube
y estira la mierda hacia un lado. El chico toma la bicicleta y empieza a caminar tieso
hundirse antes de que el río lo alcance. Las hojas se cortan entre sí pues los árboles ya
son diferentes. Toda la vida crece en desorden para que no le quiten el lugar. El camino
es en realidad una franja muerta. Mira una y otra vez para ver si lo han seguido.
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Las líneas de nailon tensas no se veían. El chico busca durante un tiempo con la
mano y las roza. Parecen flojas. Luego las sobrepasa. La casilla está vacía. Como
abandonada desde hace años. No hay olores y se arremolinan grumos de tierra. Algunos
están pisoteados. El chico sale y busca de nuevo las tanzas. Tira y no suenan las latas.
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La viuda
La viuda contaba que a la viuda sólo le gustaba abrir las piernas por la mañana,
mientras él siempre quiere que las abra antes de dormir. Porque siempre que terminan a
él lo invaden las ganas de dormir. Aunque a él ya tampoco le crecen tanto las ganas. Y
Timme conocía a la mujer de la viuda desde que era niño. Él todavía hacía
equilibrio en los botes alineados sobre el agua del club de regatas Almirante Brown.
Entonces ella ya era viuda y la orla de las enaguas se agitaba igual que las hojas de los
árboles. Los días que el aire era más pesado que los árboles ella bebía sangría helada
con otras mujeres agrupadas dentro de la sombra. Todas tenían los brazos radiantes por
el sol. Y todas las orlas de puntilla se escapaban de las faldas. El estío las tornaba
anhelantes.
Timme supo remar antes de poder equilibrarse encima de una bicicleta. Las
cordones terrosos. Remó con los nudillos hinchados o hundidos, con la espalda echada
encima de los huesos helados, hasta que debió incorporarse al servicio militar, entonces
Timme dejó los botes de remo. Si Timme se ensimisma todavía escarba con la uña del
pulgar las callosidades. Después tira con los dientes de las puntas de piel marchita.
Para las mujeres el niño rubio y de ojos claros era cremoso. Pero hosco para los
besuqueos. Cuando se peleaban con otros chicos él podía eludir algunos golpes, a veces
bastantes golpes y evitar que las escupidas se le adhirieran a la cara. Los besos y
pellizcos de las mujeres del club eran más difíciles, pues ellas no sabían jugar limpio.
Aguardaban a que estuviese desprevenido para apresarlo con abrazos. Los besos
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acolchados en las mejillas aparecían de la nada. Estaban todas tan habituadas a los
hombres que sólo tenían interés en sus hijos, el buen clima y la vida. En especial, en
verano después de las seis de la tarde. Sin embargo la viuda no tuvo ningún hijo. “Sólo
está llena de agua caliente y cálculos en la vejiga”, decían las otras mujeres.
Latas de conservas usadas. Aquí y allá los tornillos y clavos se erizan, el polvo
se enrosca. La viuda vacía la lata más cercana a su mano derecha. Los tornillos están
sucios de óxido y manchan los objetos que rozan. La mano zarandea un puñado. Timme
toma mate y deja los labios abiertos para respirar sobre la bombilla. La viuda tiene el
sus manos las partículas de óxido pasan de los tornillos a la pistola. La corre para
hacerse lugar. Timme nota qué fácil sería matarlo hasta con la embocadura de la
bombilla.
Contra la chapa del techo da con el pico un pájaro. Algo rueda por un canalón.
Las pisadas del pájaro lo siguen a los saltos. Timme deja el mate sobre la mesa. “Esos
La viuda escogió dos tornillos de madera de pulgada y media. Dijo que quizás
podría conseguir los horarios de una semana anticipada de los petroleros extranjeros.
Pues el hermano de la mujer de la viuda era práctico del puerto. “Es por la viuda”, dijo
A la viuda le gustaba decir que si uno cree mucho se olvida de su propia vida.
Entonces mejor creer unos días sí y otros no. Confiar, para él, ya es otra cosa bien
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distinta. Por eso la viuda sólo confía en lo que es conveniente para él y cree con fervor
Cuando la viuda se trepaba sobre él ella apoyaba todo el vientre doblado sobre el
“Qué vas a poder decir en ese lugar”, dice la viuda. Timme le llena el mate y se lo deja a
reseco. Los ojos se le llenan de agua. Golpea la calabaza contra la tabla de trabajo.
“Cualquier país más pequeño que este seguro va a ser mucho más holgado”, dijo
“Sí, voy a donde me mandan, pero también hago lo que pienso de a ratos. Si no,
se vive poco acá, no. Es mucha mujer, pero igual tenés que cuidarla más.”
Trescientos dólares, y ayudar en la limpieza y en la cocina para él, seiscientos por Nadia
y todo el viaje sin salir de un pañol acondicionado como camarote. El práctico de río
tenía una tarifa de cien dólares para subir dos o uno a la lancha. Cincuenta más para que
“Sí. Pero cuando los boleteen a los dos se va a enterar más gente.”
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La viuda apretó un tornillo contra la madera. Hizo equilibrio sobre la punta hasta
que lo empujó con el destornillador. En la madera se abrió una ranura con medio
tornillo dentro. “Sí, tienen que llamar por teléfono y confirmar el horario, llegar a la
práctico, los negros esos de prefectura son como las gatas que se comen su caca, no les
El listón está despeinado, las hebras se levantaban en filas. Timme le acerca unos
tornillos más cortos. La viuda se pone uno en la boca, en el lugar donde falta un diente,
Después de que el riacho negro, que acodaba el fondo del club de regatas se
atascó, la comisión directiva obtuvo una bajada al agua en el puerto. Los socios
quería saber cuándo los del club querían remar, porque casi nunca estaba permitido.
Desde que las FAR sorprendieron a los prefectos del destacamento Dock Sud el día del
trabajador del setentaidós a los tiros y se llevaron armas y uniformes, nada que fuese
más delgado que las chanchas de los boteros era ahora inofensivo. Los prefectos les
temían hasta a las cabezas de los alfileres que sostenían mensajes y avisos en las
planchas de telgopor. Mantenían los vidrios de las ventanas del destacamento limpios a
la perfección.
Nadie baja en los botes de velocidad al agua. Tampoco nadie los roba, pues no
hay quien los compre. Alguien entra a veces en el depósito y mantiene el bote que más
usó. Y luego limpia el que más le gusta. Por lo general es un viejo con el pelo pegado a
las sienes bajo una boina. Las ratas cuando lo oyen no escapan, sólo lo siguen,
inmóviles, con los ojos. Comen las lonas y las tiras cueros, lamen los tarros de grasa y
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retozan sobre los esparadrapos. El viejo habla hasta que el barniz resbala debajo de los
paños y el carro se desliza libre. Las ratas escuchan sus reflexiones. El hombre cuelga el
delantal de un gancho, el bote reluce, las venas de las sienes aletean. Desliza el portón y
sale.
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Australia
La plaza no tiene árboles frutales. Los hombres regresan a los hogares y todavía
llevan los diarios de la mañana. Esperan impacientes los colectivos. Los nuevos lápices
labiales duran más y sólo necesitan unos retoques. Las mujeres aguardan con las
Timme tiene los ojos más pequeños. El sol final está desafilado y los árboles,
descornados para pasar el invierno, han perdido el volumen de las cortezas. Timme
siente las placas de cortezas en las plantas de los pies. La ventana del bar refleja las
luces del interior. En el vidrio el pómulo y la frente de Timme están separados por una
fila de gente que espera transporte. Pero como las cortezas, todo lo demás también es
plano. Detrás de la plaza hay una iglesia a la que llaman catedral. Siempre está cerrada.
La gente molesta.
Timme arma sobre los hombros del queso una cabeza negra de aceituna. Dentro
del local sólo hay tres mesas ocupadas. El mozo está aburrido y también mira a través
de las ventanas. Suspira. A lo largo de las venas de las manos lo recorre un temblor
Teo entra y se sienta frente a Timme. El vidrio le mira a Teo la nariz y el mentón
—el vidrio arma y encaja también por su parte, luego se oscurece. “Ya viene”, dice Teo.
tamaño de sus propios dientes. “Crudo en pan negro”, dice Teo. “Qué raro, a ver, uno
que no ha pedido pebete de cocido y queso, marche crudo en pan negro, y de beber.”
“Un balón.”
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Juan cruza la avenida Mitre desde la plaza Alsina. La cara roja le sube hasta el
cuero cabelludo. Se sienta como si quisiera pararse. Tiene los ojos de vidrio, la ventana
no puede verlo.
silla el forro apolillado se desliza más abajo que el abrigo. “Usted qué va a tomar.” “Un
balón con crudo y pan negro.” El mozo sonríe satisfecho. “Ninguno de vosotros estáis
“Los argentinos sólo piden jamón cocido en ese pan dulzón o en tostados, el
médico me ha dicho que tengo alta presión y que no debo comerme mis lonjas de crudo,
Timme sonríe.
La risa de Juan es sombría. El vidrio hace lo que quiere con los rostros.
Los hermanos comen callados. Terminan y piden otro balón más para cada uno.
“No hay que saber dónde están los otros”, dice Juan.
“No seas pelotudo, si van allá, van por los tres y alguno más”, dice Teo. Juan
prende un cigarrillo. “Es así y no hay nada más, Teo y yo tenemos sumarios y nos van a
echar”, dice.
“Saben algo de Nadia”, pregunta Timme. Los hermanos dicen que no con la
cabeza.
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“Sí, sí, fue a buscarte a destilería”, dice Teo. “La vio el vasco, pero el vasco no
tuvo turno con vos. La vio bien y va a pasar por tu casa a ver si ella necesita algo.”
“Y cómo sabés”, dice Timme. Bajo los pies de la gente hay hojas negras, en las
“Lo vio la viuda frente a la entrada de destilería, como el padre navega en YPF y
todos conocen a todos, y además saben que el viejo es medio amigo tuyo, es fácil
“Esos pendejos viven entre los muelles y Puerto Piojo”, dice Timme.
Teo sacude los fósforos dentro de la caja. Aprieta con la punta del dedo unas
migas del plato y se las mete en la boca. La fiebre del silencio desgasta las frentes. La
carestía y la terquedad llenan y vacían la plaza con la misma pausa de los colectivos.
Los abrigos son insuficientes para volver singulares a la gente que espera. La forma que
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llegan hasta sus casas, y luego de cenar se desvisten en silencio y duermen. Al día
La cabeza del fósforo ilumina un ojo en el vidrio. Teo sopla. “La viuda está muy
metido en todo”, dice. “Igual seguimos así, recién para noviembre o diciembre puede
pasar algo grande”, dice Juan. El mozo los observa. Las tres cabezas caben en el marco
Teo.
“Australia.”
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La gringa
El botero tiene una mujer y dos hijas, y los ojos muy juntos, pero no está casado.
El bote usa maderas viejas y al mismo tiempo algunas nuevas. Y el hombre lo calafatea
a principios de otoño. “El agua del dique es tan gorda que llena las juntas ella sola”,
dice. Bajo la pared del muelle, en el fondo del bote duerme siempre un gato. El animal
nunca sabe si está sobre el agua o en un sueño. Ahí la bicicleta del chico no tiene ni
cielo ni sol. Un corto bichero. Una cuerda que ata al bote también anuda los días del
gato.
“Qué tarro tengo, sin monedas y con bicicleta. Te toca remar el viaje”, dijo el
botero. Las dos primeras paladas hicieron cabecear al bote más que avanzar. El botero
aguzó los ojos hasta la punta del cigarrillo. Entonces se sienta al final y raspa con una
uña la madera. La única tabla pintada es el respaldo bajo de popa. Esté no se levanta
más arriba de los riñones y tiene pincelado la gringa con curvas y filetes. Encima, la
capa de barniz, por la estopa con querosén que usaba el botero para limpiar, se había
apagado. El chico clava un remo y endereza el bote. “Es el agua, dijo el botero. El agua
está seca”. Fuma con la boca suelta hacia un lado. Como un tonto.
Para hablar el chico debía dejar de remar, pero no tenía nada qué decir. Después
de que estalló el primer silo de granos sobre el embarcadero los ojos del botero se
volvieron más suspicaces. Escupe sin estar acatarrado. A veces libera por un momento
el pomo del remo y se llevaba la mano al nudo de la nuez. “Acá se siente el gusto de la
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explosión, en la garganta, no en la lengua”, dice cada vez que escupe. Los pasajeros lo
oyen con las cabezas oscilantes. “Me he tragado y respirado todas las cáscaras de las
semillas, que ya eran de carbón, y esa tarde el gato gritó como un pájaro.”
color de las tablas del bote. El último remolino graso se disuelve. Arriba las nubes
enroscan leones ampulosos. El chico toma aire áspero y defectuoso en mitad del dique.
Hinchar la vida de respiraciones, ojear las miradas ajenas, quemar garrapatas, todos los
demás chicos igual que el país, también quieren investigar a fondo hasta lo que no se
piensa. El botero observa al chico y fuma despacio. En el chico hay tramas, bolsas y
polvo. Adheridos como ángulos y sombras al rostro. Cuantos más maliciosos se tornan,
más se juntan los ojos del botero. Una nube de moscas se acuesta sobre el agua. El
“Si mirás al agua fijo, la madreputa del agua te llama…” El hombre escupe en el
agua y habla sobre el cuello, sólo hacia la derecha. El bote detenido repite ploc bajo el
vientre prensado del gato. Ahí, entre los zapatos y en el fondo curvado de las tablas.
Pero ese eco nunca fue un hecho importante para el botero. Las moscas cantan. El gato
“No.”
Las veces que el sol brilla entre las nubes el agua negra es una piedra. El bote
yace varado, el pueblo y la ribera giran. Cuando hay pasajeros éstos no arrojan los
finales de los cigarrillos al agua para no tener que apagarlos con las suelas.
El chico está apurado por cruzar, pues ya no sabe qué hacer con el secreto. Sin
embargo también el cansancio lo apresura aún más. Cuanto más cansancio siente mayor
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apuro le sube al estómago. Pero los brazos se le quedan colgando y los remos le señalan
las sienes. El bote pesa. “Es como empujar una vaca”, dice.
El botero se ríe.
El botero responde “no te llama una voz, no es como mi voz que podés oír, es
algo que se siente adentro del corazón, y crece tranquilo en el pecho, pero necesita de
los ojos en el agua larga, ese es el comienzo.” El chico saca medio cigarrillo de un
El chico pensó hace un instante que el bote era una res. Y que el secreto del
La superficie del agua flota sobre el cielo. Una cucaracha camina en la mitad del
“La madreroña y la madremierda”, y toma los remos. Las palmas arden. “La
madremierda nos trajo este mundo”, dice el botero y enseguida se tapa los dientes.
embudo se traga el pelo. El gato se estira y despierta a la cuerda enroscada con las patas.
humo. El bote se empujaba sin ruidos. El chico lleva el cigarrillo en los labios como si
fuese un adulto fatigado. Las cucarachas recogen los pelos, las uñas y las tiras de piel
encogidas.
“Cruzan el agua y arman niños para el futuro, allá, del otro lado”, dice el chico.
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El botero ve en la otra margen una mujer esperando, y dice, “sí, las cucarachas
son muy inteligentes.” Se yergue. Toma los remos. “Además no les viene la regla ni
El chico nota que el cigarrillo perdió unos pelos de papel en sus labios.
“Y quién es la gringa.”
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El silencio
La joroba nunca arqueó el cuerpo de Ana. Sólo le hacía colgar las piernas
violáceas dentro de los huesos. Tanto en invierno como en verano. A veces Ana ya no
sabía cómo sentir el frío. Entonces todo le picaba en el cuerpo y no soportaba la ropa
gruesa. Como no gritaba ni rompía a llorar se tiraba de la piel con las uñas.
El frío cimbreante y rojizo de los pastos pasa al gris. Ana camina hasta que
vuelve a cruzar su propia sombra. Bajo las nubes el día da saltos. Más veloces que los
dados por los gorriones. Que se asustan de ser libres y saltan ante el menor baile de las
nubes. Más allá, el hijo del sastre aparece y desaparece entre las matas. Un grupo de
manzanillas nuevas se le arroja a los pies. Todos saben que no está buscando nada
El vagón de carga reposa vacío. Una de las puertas correderas está abierta y la
noche aún no sale de los rincones por completo. La sombra de Ana y la noche se tocan
—la noche no tiene olor. El olor, a principio de primavera, todavía está enterrado. El
pasto corre por delante y detrás del vagón solitario. Y va tan rápido el pasto que no
puede detenerse para ser sólo gris o amarillo y rojizo —y todas esas cosas al mismo
tiempo.
Frente a la puerta de carga Ana se queda de pie. José Maneiro sube a la bicicleta.
Pedalea hasta donde el día absorbe a las vías del tren. Allí el sol vibra antes que tallos
que aguardan ser veraniegos. Una nube los aplasta. Sobre el vagón el chico ha puesto su
panza caliente. La cabeza le pesa en las manos y el día en los ojos. Las cascarillas suben
al pelo muy rápido. Ana las escupe recién cuando la nariz le raspa hasta la garganta. El
358
“Ya me lo preguntaste.”
borroso y también busca otro lugar donde echarse. El rostro ingrávido se dobla igual
que una máscara arrojada al viento. La cara de Ana está tan cerca de la de él cuando
sube al vagón que apenas dura un instante. Camina. Los restos de salvado flotan, pero
ella los aplasta de nuevo contra los tablones del piso. Entonces tiene zapatos de chispas.
Los cuatro rincones esperan. Mientras, afuera, el día cambia de espejismo. Pero ya no
hay más pasos. La espalda del chico es el quinto rincón. Su panza se enfría encima de
las tablas y siente como su vejiga se entibia. José Maneiro pasa en la bicicleta. La
sombra se detiene de golpe, las ruedas siguen solas. La bicicleta se tira hacia un lado el
polvorienta hasta la punta del pene. El chico agita el chorro para sacarse la sombra. El
día salta una vez más. Nada proyecta trazos ni recortes. El silencio es blanco brillante,
con esa opacidad gris que impregna a todo. Y no deja de agregar silencio debajo de los
párpados.
Toda la luz es una caja vacía. José Maneiro la tiene entre las manos mientras las
“No sé.”
“Preguntale a la maestra.”
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Los tres miran ahora, la caja del sol, desde arriba. La caja vacía no entra en el
día, tampoco entran en el día los tres del vagón. Adentro las paredes se resquebrajan.
“Soltaron como siempre un solo vagón para que se roben las bolsas, no”, dice
José Maneiro.
El chico se tira sobre el piso. Cruza los brazos bajo la cara. El día le cierra los
ojos. La silueta del hijo del sastre continúa abocándose aún detrás de los párpados
cerrados.
hace nada más. Ana ha saltado. Está de vuelta sobre el pasto seco, echada de lado.
“Dormís.”
“No, habló con papa, me paso horas hablando con él, cuando mi tía me despierta
ya empiezo, mientras peino a mi hermano le digo cosas para adentro. Que se tiene que
afeitar, que no come nada y que coma más. Que no está abrigado en el trabajo, que
vuelva a casa y antes no pare a tomar, le digo qué vamos a comer a la noche, o que va a
hermano y yo, que tía hace las camas como mamá, muchas veces lo reto tanto que me
canso de hablarle.”
arrugado. El chico estira el giro del papel. Mete la cabeza dentro del vagón y lo prende.
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El extremo de papel medio lleno se incendia y se apaga. El día se ha quedado en un
El aliento todavía le lleva sueño hasta la nariz. Por eso el chico dice que adentro
del vagón soñó y que no se acuerda de qué. “Cosas que no son gente, qué se puede
soñar”, dice Ana. Él dice “cómo”, pero ella ya se quedó sin ganas antes de terminar de
hablar.
En el pasto Ana bosteza. Sin embargo no es la piel, sino el día que tironea el
cabello y la ropa lo que lleva su cara para atrás. Ya tampoco está la caja, sólo la luz
cascarilla. Aguanta la garganta que le pega contra los ojos y enrojece. No quiere toser,
pero la garganta es más poderosa. “Yo creo que nos quiere”, dice y escupe al lado de un
“Concha triste, no entendés nada, por qué no creés que la gente que te quiere te
el sol tiene un poco más de lugar. “Confiar no es querer”, dice Ana. Ana está parada
sobre el sol sin quemarse. Cruza los brazos y se apoya sobre un lado de la cadera. “Está
cagado como todos, no ves, no, no ves que todos tienen más que miedo”, dice Ana.
“Pero con miedo y todo ayuda igual, no”, dice él. Sobre todos los rieles se aceleran
Así hace equilibrio. Trae impasible su bicicleta sobre un riel. Sube. Resbala y vuelve a
balancearse arriba. Desde que la caja del día se ha roto los pájaros, para poder existir,
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rellenan las sombras contraídas y lampiñas en las que flotan. José Maneiro se detiene y
acompaña no puede verse. Porque llega solo hasta el vagón. Si lleva el miedo encima y
flotando, lo conduce oculto como una traición. Si el miedo vive en él, entonces, está
guarda en el pecho o los dientes mellados. No circula de regreso por las piernas y se
encierra, terco, detrás de los párpados. Los que tienen miedo sólo oyen una sola voz.
Los mechones de pelos, el polvo barrido, los cubiertos sucios, esperan cada día que el
miedo los remueva, levante y asee. Pues nadie se desviste del miedo por las noches.
conforman con saber que cambiará de lugar en la casa, que picoteará maíz y esto es
Ana ha bajado las cejas sobre los ojos y ve dónde ha caído. Cuando habla con el
padre saca del ropero ropas de él. Afina, del mismo modo, los ojos y todavía pega y
ajusta botones. Sin terminar de hablarle vuelve a guardar la ropa. “Hay que regalarlas”,
dice la tía. Pero los días se apilan y sus márgenes se encogen haciarriba.
Ana pone una mano entre sus ojos y el sol. Detrás de la mano viene el pasto,
incandescente.
362
Ana pregunta si es así cuando nieva.
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La ciudad
Desde el colectivo Nadia ha visto, poco después del puente, las pizcas más viejas
del día depositarse sobre las fachadas. Y subir por las sombras abovedadas de los
edificios públicos. Hasta el día más brillante, entre las construcciones del sur de la
ciudad, es modesto. A quienes no viven en el suburbio éste les embiste los ojos.
Desde los cruces de calles los policías vigilan al mundo civil. Ellos son otra
primavera, el refugio de la sombra fresca. Tienen para todos los sucesos idénticos ojos
Los perros de los policías mueven las patas. Sus sombras parecen peces
Y hay perros de los civiles. Entre ellos algunos perros se asustan del giro de las
Los transeúntes que llevan los ojos alegres o tristes tampoco abandonan la
avidez. Sin ser vista, muy pronto, debajo de los ojos crecerá la primavera ya completa.
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Hay gente que usa verbos extraños. Dice que ama a la ciudad, como si la ciudad
fuese un hombre o una mujer, un animal o un hijo. Es gente que no sabe qué amar.
Gente que no sabe qué decir cuando se encuentra con el verbo. A ellos la codicia no los
ha tornado voraces. Sino incrédulos. Y a ellos les ha costado más esfuerzo. Pues han
agregado más pasadizos a su alienación. Por esto ya no desean creer que caminan por
Una mujer, un hombre, deambulan como locos. Pero no están dementes, sino
que así expresan ser cosas con vida. Pero son tan incomprensibles como quienes limpian
las ventanas. La mujer que está sobre un umbral. El que enciende un cigarrillo al salir
del subterráneo y dobla el diario bajo la axila. Todos, deberían aprovechar a bailar o
Para ellos nada humano debería tener la eficacia de destruirles las sobremesas.
Tampoco el fútbol, las revistas semanales de los puestos de diarios, el lugar del café
habitual para los habitantes de la capital. Nada tampoco tapar el sol que se arrastra sobre
Los árboles sobreviven donde nadie los ha plantado. Y las estaciones de subte
engendran, para cada noche, una balsa de oscuridad. Nadia entreabre la ventanilla y
enciende un cigarrillo. Los espantosos balcones suben en los frentes asfixiados. Los
cuellos de los hombres poseen músculos delgados. Las cabezas crecen como picos. Al
Nadia desciende del colectivo antes de su parada. Ninguna otra persona baja con
ella. Se siente más segura, pero el recelo tampoco la suelta. El temor es ácido y rojizo, y
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también lleva los zapatos con barro seco. El temor aumenta o disminuye. Sube con los
pájaros que no evitan a la ciudad. Que entran con las patas extendidas haciadelante en
las cornisas. Allárriba, los pájaros dejan los ojos escondidos en la brisa ladrona. Y
Dentro de cualquier automóvil que pasa despacio los pasajeros pueden llevar los
cinturones cargados. Los lentes de sol reflejan las nucas de las víctimas antes de
kiosco.
Todo lo que arrastra la brisa da pisadas tan veloces que algunos miran atrás y
luego se siente descubiertos. Pero nadie mira, nadie pasa por allí y nadie oye.
En la esquina del correo central y Sarmiento los mismos policías con los
infantería. Ríen. Distantes, sin pensarlo, acarician los robustos caños de los lanzagases
mientras charlan. Mantienen los dedos alejados de los gatillos. Los cascos de acero
están pintados, a algunos se les levantan escamas. Éstas, igual que algunas hojas, poseen
Por toda la ciudad, lo que más les gusta a los policías es el vaivén del trasero de
las mujeres que pasan, también sus nuevas ametralladoras entregadas por los militares y
Las calles parecen acordonadas y acentuadas por los uniformes. Mientras tanto
los que aman a la ciudad huelen hierro y fuman. Y mueven los pies sobre su lugar en
366
alguna parada de colectivos. Todos los años es igual, el paso del invierno les deja las
Apoyados contra las barandas de la boca del subte, hay unos adolescentes de nucas
delgadas. Cuentan el dinero que pueden reunir entre todos. Un transeúnte, sin darse
cuenta, patea una piña. Alguien más la golpea, pero sigue. La piña rueda desequilibrada
y compacta hacia Nadia. Ella la recoge. Es una piña de abeto que por entero está fuera
de lugar. No se observa una piña así sin olvidarse por un momento de los pasos y las
hubiese entregado.
Detrás del correo cruza la avenida y luego la calle. En la esquina del Luna Park
pasado de largo, todavía adentro hay comensales. Algunos tienen las bocas y las frentes
más afuera que las narices. Y pueden comer dando risotadas sin que se les caiga un
bocado de los labios. En todos los vasos de vino rojo brilla un diente blanquísimo.
fotos se parecen a los cráneos abultados que encuentra masticando. Nadia mira detrás de
blanca.
pensamientos. Mostrando la base de los alveolos, los ribetes córneos de la piña le llenan
los ojos de lágrimas. La piña es una catástrofe. Una catástrofe siempre se resiste a ser
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Afuera, cada montón de transeúntes apenas puede comprender el grado de
Nadia saca el pañuelo de la cartera y de nada le sirve para la cara, sino para
limpiar los zapatos. Les quita las costras de barro que se le pegaron en la villa antes de
subir al colectivo. Llora en silencio porque tiene la boca hundida y los oídos atentos.
Las lágrimas, como las copas de vino, tienen un diente cada una. Los zapatos quedan
Ahora Nadia no soporta verse las tiras del delineador. En el pequeño espejo gris
el rostro de Nadia está tachado. Se lava la cara. Arriba y debajo de los ojos la piel está
punta delante de las comisuras, pero vuelve a guardarlo. Sentada sobre el borde del
lavabo se prende un cigarrillo. Fuma con los brazos cruzados. Es de día, pero una
lamparita agotada ilumina la pared y el piso. Nadia se mira los zapatos mientras aspira y
suelta el humo. Quiere tanto estar vacía en ese momento que, al momento siguiente, se
quedado pegado en el barro de la suela. Pasa un pie por el borde de un inodoro, luego el
otro. En una de las placas secas está el cigarrillo. Todo flota en el agua la tasa.
Duda. Descarga el depósito de agua. También ha pisado una pasa de uva que
quedó meciéndose.
Saca otro cigarrillo y lo pone entre los labios. Duda. Y se aparta del inodoro.
más lenta que el agua. Después se hace un buche. El agua apesta a cloro y rencor. La
368
Nadia piensa que cuando sus alumnos lleguen a darse cuenta de que sus padres
son incapaces de hacer otra cosa por la vida, ella ya estará muerta. Pues en todos lados
ya hay finales. Uno en el baño. Otro por tarde, a última hora. Un final antes de entrar a
la escuela.
lado de la cama. Éste se ha hecho más angosto e impregnado de su cuerpo. La casa tiene
un final en la puerta, sobre el lado derecho del picaporte, fuera del contramarco.
Las casas tampoco ya son hogares, sino simples escondites. Los cobardes no
esconden su cobardía, sólo ocultan sus sueños. Pues saben que para participar en
Argentina no hace falta moverse de casa. Y en las casas todos los días se barre, porque
siempre se barre, pero ahora la gente empuña taciturna las escobas. La mugre se ha
vuelto funesta. Y porque piensan que barren los peligros creen que barren a sus
enemigos. Para los argentinos la realidad sólo está promovida por la ficción. La ficción
garantiza su honestidad, mañana estará disponible para todos. Esa es su verdad. Nadia
Una mujer esbelta y de barriga redonda aguarda debajo del semáforo. El pañuelo
estridente del cuello tiñe el aire. Alguien siempre se ata los cordones.
cabello. Y recién también le han retirado la pelusa de la nuca. En algún lugar suena un
silbato monocorde, pero los peatones no se distraen —la calle más transitada lleva al
369
Nadia se detiene al lado de una de las columnas revestidas de fulgel. Observa al
aprietan las sienes. Nadia va hacia la otra esquina. Vuelve a observar, pero él se ha
quedado en sus cuatro baldosas con las manos en los bolsillos. La observa. Entonces
ella sigue por Huergo y sube hasta Retiro. La parte de atrás del hotel Sheraton está
rodeada de barricadas y hay más policías mezclados con soldados jóvenes y pálidos.
Toda la ciudad está bajo el azar de una bala dirigida hacia la multitud.
Detrás del hotel Nadia bordea a la tropa sin que la detengan, sólo algunos le
hablan mientras fuman, otros ni siquiera la miran. No sabe por qué lloró encerrada en el
Los senderos de la plaza están mejorados con ladrillo molido. El invierno quitó
todo el pasto excepto en las orillas. Luego de unos pasos el polvo de ladrillo trepa a
todos los zapatos. Las sombras de los árboles han perdido los cuernos. Timme está
sentado en un banco, encorvado, con los codos sobre los muslos. El cabello de las sienes
no lo deja mirar a los costados. Tiene los zapatos rojos y estuvo leyendo un diario.
Está flaco, en la mano tiene un manojo de fresias. El año trae otro año más
adentro. Es temprano también para las fresias. Se besan de nuevo. Nadia lo huele y se
queda un rato pegada al cuello de Timme. Él le da las flores y ella las observa. El aire
tibio parece más frío. Timme está muy flaco y tiene los dedos casi sin calor.
370
Nadia no sabe cuántas veces besarlo.
ladrillos. De pronto no saben hacia dónde mirar. Una mujer le toma fotos a un niño que
no quiere subir la boca. La arquea haciabajo. La mujer quiere que la torre también se
tiembla por la tensión, pues la boca ha dado una vuelta completa sin descansar.
En la sien Timme lleva una moneda más oscura que la piel. Nadia corre el pelo
para verla mejor. “Juan me dijo que un alumno tuyo me anda buscando.”
“Quién.”
“Sí, algo.”
“Sí.”
“Sí, pero las cosas raras van solas”, dice Nadia. “El sastre también me dijo que
iba a conseguir una dirección.” Mira alrededor. La luz se cuela por los árboles y luego
por su pelo. Las manecillas del reloj de la torre ruedan incautas. Entonces el día parece
más sencillo. Pero los bocinazos abruman. A Nadia le gustaría saber cuál fue el motivo
de lo que sucedió en el baño. Toma las manos frías de Timme y las pone entre los
muslos. Siente al mismo tiempo fatiga y una corriente tibia. Se moja entre las piernas y
371
también le vienen ganas de llorar. Pero la torre y el niño de la boca aferrada a su antojo
la ayudan a aguantar.
Dice que le hubiese gustado ir al cine, pero también que hay que sacar los
ahorros que quedan en el banco. Aunque ambos creen que no deben dejar la cuenta del
banco vacía.
Las flores huelen a óxido y alambre. Parecen haber sido arrancadas de noche.
Pero todavía son tan leves como las hojas que hoy nacen en las ramas más altas.
“Sí, pero nada más, igual ya me bajaron que sondee a las mujeres más confiables
del horno.”
“Y hay.”
“Sí, hay, pero para qué, para repartir leche en la misma villa o para que
“No tengo hambre, todo me parece desabrido”, dice Timme. Deja una mano
entre las piernas de Nadia. Ella aprieta los muslos, suelta su primera bocanada, “el
“Yo averiguo.”
372
“El cura del sagrado corazón dijo en el acto del día del maestro que los mejores
argentinos no son los que ven a dios en una momento extremo, sino los argentinos que
“Serás libre o vivirás tranquilo, no”, dice Timme, “pero es gracioso, porque la
nube en que nosotros vivimos no cambia con el aire, está estancada, los ucranianos hace
tres días que no van a trabajar, no me avisaron nada, no sé nada. Mientras estuve en la
costa me fueron a buscar. Me pareció que estaba el turco en el auto, pero no estoy
Con la puntas de los dedos Nadia sacó la piña de la cartera. El cigarrillo tiembla
al lado del fruto que se balancea. Timme desliza la mano de los muslos y la observa.
Donde estaban las manos de Timme hay un hueco. Nadia deposita la piña allí. “Yo no
Timme saca el papel que le había entregado la viuda. Alisa los pliegues. Los
ahora es más pesado que la piña. Nadia lee los días y horarios. Fuma para que no se le
vayan los sentimientos por la boca. Comprende que mientras más calla más alivio siente
el llanto guardado. Pero no se da cuenta de qué le sucede. Se mira los zapatos y se siente
“El último día es en dos semanas”, dice Timme. Nadia lo lee en el papel. La
fecha escrita en el papel tiene el tamaño de un coágulo de levadura. Timme le busca los
enfriado la mano en medio de la tarde tibia. Desde niña para Nadia el amor y los
enamorados vivían de los besos. En la carne siempre hay lugar para los besos
373
sorpresivos. Timme aparta los dedos del rostro de Nadia. Para él la sonrisa es mejor que
los besos.
374
La lechuza del campanario
La casilla flota. Las hojas de las ramas han pasado todo el invierno cubiertas de
fumagina. Como si en cada una de ellas un gato negro hubiese estado haciendo
equilibrio.
El italiano está ausente de la casa desde el día anterior, cuando Timme regresó
de la destilería.
El vasco le dijo que en destilería habían armado una comisión interna nueva.
Bajo el sol el cerdo rojo yace entre las hojas de las remolachas. Más allá, del
cielo cuelgan las ventanas de la casa. De las ventanas también se suspenden unas
sombras que bajan hasta la tierra plegada por las pisadas de los animales. Debajo de la
casa corren gallinas y pollos negros. Cuando las gallinas salen del polvo son rojas y
Cada vez que sacrificó un cerdo tuvo que buscar a cuatro vecinos. El italiano
siempre los visitaba una semana antes para fijar el día. También, de cada casa, partía
con una grapa en el estómago. “Porque los argentinos sólo son buenos para las vacas”,
decía. Timme bebía la grapa del italiano mientras lo escuchaba detrás de los ruidos del
exterior. Luego, la grapa se tornaba tanto o más fría que la noche. Y la noche después
penetraba en los cuerpos. Entonces bebían hasta que dejaban de percibir el frío y el
dolor. Después de haberse comido todas las palabras se dormían con la mesa en los
mentones y las mejillas. Así, con los cuellos pesados como bueyes. No soñaba, la
375
Timme tampoco sueña para que los ruidos de las latas y las ramas no se
dormir tiene ahora un fondo duro. “Si no sueñas te vuelves un desierto”, le dice el
italiano.
Timme cruza el camino y las aves de corral se dispersan por el terreno. El cerdo
gruñe dormido al sol con pestañas azucaradas. Las gallinas se reúnen luego en la
maleza, detrás de la casa. El polvo va haciallá con las mismas ansias que ellas. Debajo
de los pilotes la silueta del gallo recorre la sombra. El cráneo ampuloso no está hecho
para ocultarse. Timme mira por la puerta de la vivienda hacia el interior. Mueve el
picaporte, pero la puerta está cerrada sólo con la llave. Encima de la mesa hay tres
vasos, uno tiene líquido todavía. Timme rodea la vivienda y regresa a la puerta, se sienta
desaparecido sin que Timme lo oyese. Las ramas fustigan con estrépito, pero de una
forma que sólo se escuchan dentro de la casa. Como no puede salir fácil, el ruido halla
donde rechinar sobre los vidrios. El italiano nunca deja a los animales sueltos cuando se
Los triángulos del cielo son parcos alrededor de la casa —debajo de los árboles
la tierra nublada y sin color está en todas las ventanas. Espía de nuevo. Piensa. Timme
es una caricatura entre los vidrios repartidos. La puerta sigue cerrándole el paso, los
vasos, la mesa, la alacena hacen ruido de follaje. El pelo revuelto parte, la nuca
transpirada siente un sol sin rayos. Sobre un poste al que están prendidos los alambres
tejidos del corral hay una lechuza que observa a Timme. Después de no entender qué ve
Timme se sorprende. Se queda inmóvil en los ojos del ave. En torno al pico tiene un
atrapar al viento más silencioso. Timme oye que la casa corre sus muebles en dirección
376
al río. Al momento siguiente la lechuza ya está volando. Pasa sobre él sin saber dónde
posarse de nuevo. La casa no quiere que se detenga en su techo. Timme echa a correr
hacia las líneas de pesca que ató a las latas vacías. De rodillas las corta a todas con los
dientes. Mete la cabeza entre el rastrojal y las hojas que usó para disimularlas. Los
labios se le abultaron igual de rápido que las almohadillas de los dedos. Donde los
labios midieron los cortes la piel empuja de inmediato una ampolla. Esa ampolla se
parte por la respiración seca y afanosa. Entra a la casilla y junta las pocas cosas deprisa.
contra una pared. Se echa el bolso al hombro. Y sale hacia el camino por donde los
cerdos se escurren hacia la playa del río. Regresa y toma el colchón. Lo lleva a la rastra.
Se engancha y desgarra. Timme tira. Lo arranca de los tallos. A una centena de metros
lo abandona entre los árboles. Enseguida el olor del limo le llena el fondo de la boca.
377
La muñeca
Detrás, el cielo abierto sopla estrellas hasta que no sobrepasan la altura de los
primeros techos. La luz eléctrica del patio no consigue ser un trapecio. Los filamentos
incandescentes tiemblan dentro de un gusano. Timme observa por un rato que nada se
mueva. Para que todo continúe quieto Timme contiene la respiración. Camina, pero a
los pocos pasos tiene que aspirar el aire concentrado dentro del zaguán. Cruza el patio,
entre las baldosas las hebras de pasto son negras. Sin moverse las lunas oyen al corazón.
Abre la puerta de su casa y siente como si cometiese una ignominia. El lomo del bolso
la luna se podría despegar con la punta de los dedos —delante mismo de los ojos,
oscuridad. Más allá, una tasa con el contorno oscuro de una gota que chorreó desde el
Junto a la cama Timme permanece de pie. En la mesa de luz está el papel con las
fechas que le entregó a Nadia. El agua de un vaso se aprieta con las pequeñas burbujas
debajo de una película de ceniza. Sobre la cama sin hacer, el libro que Nadia leía está
abierto. Timme lo toma y ve las páginas arrugadas. Lo suelta. Oyó unos golpes muy
suaves y no se mueve. Deja de respirar de nuevo. Escucha las marañas de hambre saltar
378
dentro de su propio estómago, pero nada más. Tenso y con lentitud se sienta en la cama
hasta que el rechinar lo mantiene en vilo. Ha cometido una estupidez. Espera un poco, la
tensión de las piernas le sube hasta el cuello. Luego hunde las nalgas en el colchón.
El ropero tiene las puertas abiertas y el fondo es negro. Asemeja agua. Timme
silencio.
Timme abre el cajón de la mesa de luz. Ahí está su pasaporte. Debajo hay
billetes fajados. Los márgenes son muy tersos por desgastados. Todo el dinero es viejo.
Saca una parte que deja encima de las sábanas con el pasaporte. De pronto piensa que
no sabe la cotización del dólar y va a tener que regatear. Pero va a pagar lo que le pidan
y nada más.
La muñeca que está sobre el ropero es más vieja que él y Nadia. Es más vieja
que las casas y sus muertos más viejos. Antecede a los billetes. Tiene un vestido rojo
que es negro y unos cabellos negros que son invisibles. El rostro perdió sus orillas. El
vestido de gitana flota sin siquiera moverse. Unas cintas ondulan bordadas a la pollera.
Las cintas han flotado, solas o en familias, ya en el pasado dictatorial del país. Son
coloridas como la señal que denuncia un tabú. Los colores en la oscuridad no tienen
naftalina perdura todavía nuevo. Con los pelos de todo el cuerpo erizados se cambia de
ropas. Da un pisotón para no perder el equilibrio. Los pantalones saltaron más lejos que
sus piernas.
379
Enseguida se da cuenta de que también debe escuchar con atención. Se detiene.
En las casas vecinas, mientras cenan, las voces tremolan llenas. Luego Timme comienza
a cargar el bolso.
mano. Elige, entre los libros de Nadia sobre el estante. Uno de los más gruesos. Toma
una navaja estropeada, una libreta de direcciones —de repente no sabe qué tiene que
hacer a continuación. Se acerca a la muñeca. Observa el sitio de los ojos que no puede
distinguir. La punta de la nariz brilla opaca con su pluma de barniz sucio. Timme la
Cuando Timme abre la heladera la luz tarda en dejarse ver. Una olla tapada
contiene unos porotos cocidos. Nadia los ha cocinado tanto y los ha dejado tan suaves
que las cápsulas se han desprendidos de la carne blanca y cremosa. Los huele, el
perfume del ajo está aplastado por el frío. Saca unas salchichas crudas y come en la
oscuridad. Traga con dificultad. Los bocados son demasiado grandes. Y sólo un bocado
puede empujar al anterior. La comida le enfría los dientes. El hambre no crece. Siente
siente el sabor.
Timme oye nuevamente los golpes. Cada vez se vuelven más menudos. La
claridad despintada de las cosas no permite a Timme ver de forma directa. Con el lateral
de los ojos vuelve a encontrar los fajos y el pasaporte. Los guarda en el interior del
gabán. Los golpes cayeron contra la puerta. Buscan el lugar más angosto entre los
La ventana misma por un lado sale al encuentro de la noche y por el otro de los
ojos. La noche se desliza temblorosa sobre la frente de Timme. Afuera la luz eléctrica
del patio falla. Vuelve. En todas las manchas, para los ojos, asoman puntas de zapatos.
380
Pero dentro de los zapatos no hay pies, sino las alas oscuras de las plantas que crecen en
las macetas. Debajo de las plantas la luz tiene ojos de gato. Timme se da cuenta que
piensa en los ojos de búho. En el par de macetas de la madre de Nadia que aún
perduran. El gato ha sacado tierra de una de ellas y metido el trasero en el hueco. Ahora
los golpes son claros y tres. Timme ve que dejó la llave en la cerradura, del lado de
afuera.
La cara de Ana baja de la luna. Eleva la frente. El orillo del gorro circula sobre
El gato no se turba, tiene la lengua rojo leño y relame los pelos de una pata.
Timme hace pasar a Ana pero ella no quiere, dice que sólo lo vio entrar de
casualidad. Timme se aparta e insiste. Pero Ana no se mueve de su sitio. Saca algo del
bolsillo y se lo pone en la mano a Timme. “Es de parte del sastre, hace días que lo
sorbos ásperos. El gato levanta la punta de las orejas. Observa. Un papel plegado
muchas veces junto a una bolita de vidrio cabecean contra los lados. “Para que no se
“Sí, el primero te daba el papel.” Ana sonríe. Acuciado por la caja de fósforos el
“Me tengo que ir”, dice Ana. El gato permanece atento, aunque ya ha formado
su próximo movimiento. Sin verlo, Timme, lo oye escurrirse a través de las plantas.
Donde éstas se agitan todavía el gato ya no está. Los pasos de Ana se pierden antes de
381
que la proyección de los hombros desaparezca de la luz del patio. Los pasos de Ana
Timme se apoya contra la luz que entra por la ventana. Es chica y apenas es
Un trazo curvo —sobre un extremo los pétalos penden flácidos del botón. La
flor está abatida. Debajo del dibujo Ana ha escrito que en el atlas de la escuela encontró
ese país. Y que ya en octubre, por las mañanas, nieva. La dirección está dibujada con la
misma letra redonda. Todos los pliegues que el papel tuvo en la caja son más pálidos
que grises.
Acerca el papel lo más que puede. Lo tiene tan cerca que su aliento regresa a las
mejillas. Debajo de los horarios anota la dirección que envió el sastre. Él sabe que los
horarios no cuentan para Nadia. Piensa también que ella no verá la dirección. Timme
escribe porque no sabe lo que hace. Se burla. Juzga. Está seguro. O no sabe si Nadia va
a volver casa. Pero se siente ofendido. Luego siente pena de sí mismo. Entonces guarda
pelea de box.
Timme desliza su mirada por los hombros de la muñeca. No puede ver la boca,
pero sabe que la muñeca sonríe y ella siempre piensa lo mismo. Lo que mantiene oculto.
Timme está recostado en la cama. Las palabras que oye se pronuncian en otras
casas. Llegan sin fuerza. No dicen nada. Le pesan los pies en los zapatos. Empuja un
382
El bote
El depósito de botes del club de regatas se agita sin base bajo un farol. Al farol,
el resto de la noche no le atañe. La cadena del portón hinca los eslabones en la chapa.
silencio es mucho. Y el aire está demasiado quieto y claro. El humo de las destilerías del
otro lado del dique cae, rebota y se cuelga de la torre de refrigeración. La superficie
metálica del dique resbala bajos las lunas. Todas ellas han pasado ya del otro lado del
cielo nocturno. Timme oye su deglutir. Es abrupto. La garganta le ajusta. Los ojos
aguantan el peso de la frente. En media hora comenzará el día con una línea gris.
Timme se ha quedado dormido. Corrió por las calles mientras las luces del alumbrado
se arrastraron por el medio. Por la madrugada era cuando los prefectos estaban más
Ahora, la sangre apurada que no cabe en la punta de los dedos ciñe como
dedales. Frente al depósito, después de una espera, resbalan. Los dedos están otra vez
fríos.
Los ruidos extinguidos regresan para insinuarse desde todas partes. Delante de
los ojos, las ventanas del depósito de botes están tapadas. Las chapas fueron clavadas
con tosquedad. La construcción está rodeada de arbustos sin hojas que raspan la tierra y
383
los canales rectos del zinc. Timme se mantiene alejado del halo de luz. Se reprocha no
haber ido antes para saber si el lugar permanecía igual. La sangre circula en la piel de
cara hasta las orejas. Aprieta los dientes. Nadia hubiese reído con las manos en los
bolsillos traseros del jean. El farol continúa encendido día y noche hasta que la lámpara
se agota y alguien la repone. Entre las ramas desnudas hay columnas de noche que sólo
llegan a la cintura. Las pisadas medidas de Timme crecen sin peso adentro del depósito.
El sonido amortiguado lo persigue. En la parte de atrás las ventanas también habían sido
claveteadas con chapas. Timme quiebra ramitas con las piernas. Adentro resuenan como
latigazos. Adapta las manos en las ondulaciones de la chapa y tira, pero ésta no cede.
Entonces mete la cabeza entre los brazos y vuelve a tirar. Con un pie empuja la pared de
chapa. Y en ese lugar se abolla. Un clavo salta, después otro sale hasta la mitad. Timme
resopla. Ha desprendido un lado y tira con más fuerza. Los clavos salen crepitando de
las chapas. Las espigas oxidadas golpean como monedas la tierra dura. Está iracundo
debido a los clavos de dospulgadasymedia. Con las puntas de los ojos que los
dirigieron. Con las manos que lo clavaron. Los porotos vuelven a la boca de Timme.
las manos. Lo deja más allá de los arbustos. Ahora la oscuridad se estira más clara. Ya
Los botes son más grandes de noche. Revisa con las manos los que cuelgan a
media altura de los soportes de estiba. Elige —el cuadrilátero alado de la ventana
espera. Asegura el carro al final de las vías para que no de topetazos. Luego pasa el par
de remos por la ventana y enseguida, por la diagonal más larga, inclinando el bote, los
toletes del single. El cuello y la espalda se le han empapado debajo del gabán.
Corre hacia la explanada de veinticinco grados que desciende hasta el agua con
los remos. El muelle encajona la bajada, el agua grasienta no moja. La línea negra
384
humectada, reluce. Timme deja entonces los remos en la parte inferior, contra la pared.
Las luces del puerto esparcen sus virutas sobre el agua. El cielo vacío avanza sobre
Timme y sobre el depósito. Timme regresa a la carrera. El cielo y el techo del galpón
están ligados.
acerca. De pie, escondido detrás del depósito de botes, escucha. Las ratas hacen aletear
las esquinas de las lonas. Luego se separan el motor profundo y grumoso de otro más
angosto. Van en distintas direcciones. El suelo se mueve. Timme oye un pedo suyo. Una
locomotora diesel, lenta, pesada, avanza del otro lado de los paredones y bloques de
Cuando el segundo motor estuvo más próximo Timme vio primero la luz roja
como una paja azul expulsada por las superficies de los ladrillos, las chapas y la madera.
El motor casi regulaba. Los neumáticos mordían cada vez más cerca.
Policía o prefectura. Llevan los ojos más atentos que las orejas. Detrás del
depósito de botes Timme se traga el aliento y el gusto a sangre de los dientes apretados.
Piensa que la piedra que recogió no lo protegerá de la risa de los milicos. Se agazapa.
La luz gira en todos los huecos y salientes. Y baila y a su modo tirita. Con las
ventanillas abiertas los ocupantes hablan en voz baja, llevan la radio apenas encendida.
de la melodía es grosero. Lo traen a rastra desde el fin del fondo del dique. Poner los
remos contra el largo de la pared los ha vuelto nada más que sombra. Timme aguarda
hasta que todo se apaga. El calor y las náuseas se le apartan del cuerpo —han dejado la
ropa del torso pegada por el sudor. El sudor es frío por fuera y caliente por dentro.
Apesta a miedo.
385
El contorno del agua está inmóvil. Ambos lados del dique percudidos de
oscuridad. Al pie de la bajada de botes el aire se queda aún más compacto. Todo lo que
alejándose. Él no pude esperar más. Sin embargo aguarda hasta que desaparecen en la
de metros no llegan al agua sino recién en el centro del canal. En uno de los puentes
superiores, un único ojo de buey ambarino parpadea. Todas las puertas de babor
comprimen contra el cielo. Timme siente que el fresco de la madrugada arde en su cara.
Está parado con el bote equilibrado sobre las caderas. Unos segundos vacíos
contra el polvo y el barniz del casco —luego devoró sus propias ondas. Nada se
dispersó.
alrededor por un instante, todas las líneas vienen a su encuentro. Con la empuñadura de
un remo aleja el bote de la explanada. Adelante queda ahora a su espalda. Ya tiene los
pies en las pedalinas. Timme suspira, el tronco asciende. La opresión del estómago y el
sudor lo comprimen con frialdad. El impulso lo desliza unos metros más allá, mete y
regula los remos en las chumaceras. Da una palada a cada banda. Dos más. Reajusta los
remos. Los hunde de muevo. Tira. No oye ruidos. Y comienza a contar la secuencia de
palada como lo hacía mucho antes. De nuevo se detiene. Observa muy atento hacia la
goteo débil. Encajonado. Recto. Como el de la canilla en una pileta. Cada gota aislada
resuena. Llega tan lejos como el apogeo de una inmensa bóveda. Timme levanta los
386
ojos. Teme a la luz. Mantiene el bote cerca de la pared oeste del dique. Y rema sin
Timme avanza más silenciosamente hacia el medio del dique. Hay otro barco
paladas corren amplias. Musitan debajo de los largos aletazos. No hay más que el ruido
de su corazón resbalándole por todo el cuerpo. La fuerza rueda cada vez más terca en la
respiración de Timme. Pasa. El barco aleja la claridad. Estira su silueta. Todo es muy
alto y profundo. El agua del dique está llena de cúspides. El ceño de Timme se aleja del
pecho. El bote ya deja manchas, el nuevo día salpica al miedo. Entonces Timme golpea
Timme sale del dique y el horizonte vira. Levanta pétalos opacos. Unas
eminencias muy tenues. En el canal sur la pared del aire y la correntada aplastan la
espalda de Timme.
El agua es cada vez más dura. Timme la aborrece. Odia al puente que ve en el
fondo. Odia al mamarracho de hierro del antiguo transbordador. Acomoda el bote más
cerca de la ribera para evitar la brisa del río. Hunde los ojos en los nudillos.
las mangas de carga y descarga. El principio del día los tuerce hacia el amanecer.
sanguinolenta y vacío. Hoy no empieza el día que pueda tragarse al gran país
río sucio. La dársena de propaneros es tan amplia que la margen este recibe el día de
387
inmediato. Timme sabe que ahora deben verlo los prefectos. A los viejos les gustaría
seguir con sus bizcochos grasientos, a los jóvenes disparar cerrando un ojo.
No mira más que a sus manos. Ha contado todas las paladas y sigue. El río es
una colina.
del puente de mando refulgen doradas. En la proa el agua mugrienta no hace espuma,
Timme pasa la baliza. No se da cuenta de que debe detenerse. Luego levanta los
remos. La pequeña cuaderna de babor está casi suelta y el tolete entra y sale del agua.
La bañera está llena. El rio lo lleva. Timme deja que lo acerque a barlovento de la
388
La novia
desliza entre las líneas enredando el orden del cabello y el gato, con los ojos apretados,
acaba de entrar retira su abrigo del perchero y saluda desde la puerta. Todos dormitan
desde la base de los cuellos. Nadie lo oye, él insiste por primera vez. Antes se calla.
Las astillas de pelo punzan los pabellones de las orejas. El peluquero estrangula
al chico con una bata blanca. El sillón del peluquero tiene un gran espejo detrás. Las
nucas valen por dos. En cambio, el sol no tiene número. El chico aún observa las
Lleva puestos los mechones que el peluquero barre. Antes de que haya entrado ya todos
saben que es chueco. Las mangas parecen alas. La calle lleva soplidos aguzados. En el
compás inicial del tango se recluye, enseguida, la voz del cantor. La madera de la radio
está cribada y los orificios, entre todos, forman un círculo mayor. El peluquero se
queda, en medio de la tienda, raspando el piso vacío. Después toma un escobillón para
barrer. Tiene el ceño colgado del cuero cabelludo. El aire silbado vuelve a la punta de
los labios, pero ahora es inaudible, igual que la radio. Delante de la entrada, al hombre
chueco le ha crecido el cabello bajo el sol. El chico dice “salud”. El peluquero estornuda
haciadentro.
Detenidos uno detrás de otro, luego de arrancar dos colectivos expulsan a los
viajeros en hileras. Una vez que ya han pagado el boleto los pasajeros aguardan su turno
de pie. Todas las personas son protegidas y al mismo tiempo aplastadas durante todos
los días por una fuerza superior. Aunque ellos sólo distinguen el sábado y el domingo.
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El gobierno piensa en las vacaciones de verano con el aguinaldo de invierno —los
transeúntes llevan ojos de uvas porque el día contrae sus colores. La misma paciencia
los rejuvenece unos minutos. Los rostros se difunden en el humo de los vehículos. Un
país de niebla al sol —una maraña chata de fisonomías, como si también fuera vida.
Todo lo que va hacia atrás pierde su memoria. Antes de salir los pobladores cierran la
durante semanas a quién pedirle el auto prestado para la ceremonia. “No querés
llevarme abajo alguna vez”, preguntan antes de volver a vestirse. Pero ellas ya han
huido de la casa a la que cada tarde regresan. “Porque el verano te pone la carne al
revés, sí, lista para el amor”, se dicen unas a otras. Sin embargo, todo está a punto de
venirse abajo.
De ahora en más lo que se construya ya estará destruido. El vidrio que los chicos
salvo.
Los billetes que entrega al peluquero, el chico los guarda entre la planta del pie y
conoce ambas cosas antes de que el chico ya haya partido cuando entra con los billetes
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El chico todavía no cruza la calle. Allá, en el fondo, Ana lo deja solo, pero sigue
con él desde del puerto. La camiseta de Boca se desprende de la sombra de los pocos
árboles, pero el sol no la recibe, sino que la suelta antes de que llegue hasta él.
“La vamos a pasar mal”, está por decir Ana, ella aprieta los labios, el gusto
rancio no baja. Lo dice dos veces. Donde la calle termina los dos se acercan. Sin
servicios. En la pared posterior una abertura comunica al pueblo del puerto con el
campo de rieles del puerto. Hay varios trenes de granos y mercancías detenidos.
“A nadie. No se lo vamos a decir nada a nadie”, dice el chico. Saca los ojos que
había hundido en los de Ana. “Hay que avisarle a alguien”, dice Ana. El chico tiene la
cabeza hinchada de pelo —él está como arrancado de su propia boca. Ana se ha
acercado tanto como ha ido alejándose. Mientras, el pasto retorna a sus penachos
amarillos, antes de emerger en contra de la gravedad. Entonces levantan las suelas del
calzado con las rodillas. No miran hacia donde han caminado. Cada paso también
regresa hierba a su lugar. Pero a cada paso no hay un origen de la hierba ni de los pasos.
El día es hermoso y tiene un guante de lana negro perdido entre los vagones. La
corriente de espiguillas secas absorbe las ondas que el aire crea. Y el sol les levanta sus
tallo. Ana fuma hasta que enciende el cigarrillo y se muerde la boca. Enciende el suyo y
Ana y el chico ven el otro zapato sin dueño. Un perro, alejado, está de pie
delante del zapato que acaba de olfatear. Ana empuja el zapato que tiene delante de ella
con la punta del pie. El perro los observa un poco apartado. Anhela acercarse. El perro
observa un zapato. Ana y el chico al que yace delante. El zapato da una vuelta. Las
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puntas de los cordones continúan atadas con prolijidad. Es cuero nuevo y sin rayas.
Brilló hasta hace poco. Las gotas de rocío saltan desde el pasto hacia el cuero. La noche
ha estado dentro del zapato hasta que Ana lo ha pateado. De día la noche huele infeliz,
inhibida. Quizás sea la luz solar. Ana le dice “callate”, el chico se ríe con ganas. Lo que
El vagón de mijo más distante también libera fárfara como el más cercano. Los
latigazos del aire son laterales y antes de caer la garúa de cascarillas es intocable. Ellos
ahora siguen sacando los pies desde las rodillas. En la trocha el pasto crece impregnado
de grasa y aceite. Acá, el chico ya había reído también. Y orinado sobre las ruedas de un
vagón. Mirando las nubes en viaje antes de que el reguero pudiese brotar.
Los pájaros están tan ocupados con el mijo que saltan unos sobre otros. El lugar
que abandonan los recibe de nuevo. Las pequeñas lenguas se desprenden de los granos.
Y devuelven las semillas a los embudos que han hecho con el pico. Pese al gran espacio
libre sobre la carga abierta forman racimos hambrientos. En las cabezas los ojos están
sueltos y todos los ojos migran a otra cabeza. Las miradas flotan saciadas porque
incapaces de percibir su avidez. Encorvados y arrastrando las plumas haciatrás entre las
semillas, son como montículos de tarántulas. El aire, junto con ellos, da vueltas carnero.
“El sábado es el día del peluquero”, dice ella. Ana mira el tubito que el chico
“Las hormigas voladoras siempre se saltean el invierno, viste”, dice él. Las
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Algunos lechugones espinosos desprenden temprano la punta de las flores desde
los cogollos. El chico mira la suela, sostiene en la mano el zapato húmedo. Luego el
zapato regresa volando a la maleza. “Es caro”, dice Ana cuando él lo pone al revés.
“Ahí hay uno de los zapatos”, dice ella y él lo toma de los cordones. Todavía están
atados.
acero. Todos los vagones contienen rollos idénticos. Deslumbrantes, tensos. Llevan la
Ellos dos bajan del vagón abierto. Están sentados en el costado y traen y llevan
los pies con balanceos alternados. Los talones suenan y luego chocan entre sí. El chico
no dice una palabra, piensa y Ana piensa desde hace un rato. “Hay que ir a avisar”, dice
maltratados y rojos. Ana se apoya en los codos. Está un rato acostada en el vagón, los
pies que cuelgan fuera le estiran el vientre. Cuando respira le duelen los omóplatos. El
cielo está de costado, con algunas nubes, el sol meduloso se mantiene más alto.
ella nada tiene centro. Los sentimientos de Ana no pueden dejar de inculparse después
de que empezaron siendo miedo. Ana siente oscura repugnancia por el hombre que han
encontrado.
chico.
“Parecés una nenita, no ves está más muerto que vivo”, dice el chico.
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Un pliego de diario baja más allá del siguiente riel. El viento lo mantiene alzado
antes de levantarlo. El papel vuela casi enrollado. La curva de la hoja sacude en el aire
“Es como en Puerto Piojo, en verano, cuando queremos matar a los tábanos se
quedan quietos, y miran a la muerte con los ojos cerrados y de repente salen volando”,
dice el chico.
muy cerca, les quema las delicadas alas de polvo. Ana y el chico suben a la plataforma
del vagón.
La trenza se prende al pelo del pulóver. Ana quiere sentarse. Hacia donde
caminó hace ademán con la mano de tomar la trenza, pero ésta voló haciadelante. Los
dedos no funcionan. La raíz de la trenza es tan dorada como la punta. Bajo los párpados
entonces la trenza se torna negra. Ana observa con atención los talones cuarteados, las
Los pies del hombre están desnudos, más allá, las medias tiradas. Donde los
El chico hace equilibro con un pie metido en la cadena de enganche suelta. El sol
le entra por los ojos. El granito perdido y regado de alguna carga destella. Siente las
piedras calientes en la tela pegada al muslo. Ana aún sostiene algunas en la mano, pero
un pie para que no se detenga, pues abajo la cadena de enganche se balancea más
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despacio. En ese mismo momento, o antes de que Ana recoja las piedras, él sube el otro
pie al gancho de acople. Desde arriba los hálitos de las piedras perdieron lustre, la
Allí sentado el chico se observa las manos. El tiempo da una vuelta por día
tiene ojos para los horrores, nada más los pone uno detrás del otro. Así se hace espacio
y despliega melancolías y trampas. Como en la escuela, cuando él cierra los ojos el aula
flota sin ninguna dirección. Entonces, delante, puede haber un recuerdo. Ahora mismo.
El mundo intangible de los pájaros está en el aula sólo para él. Los pájaros de
terciopelo. Sin rodillas. Los pájaros parduscos y sucios, quietos. Anonadados por
inmensos árboles. Entre los árboles hay frutas ya marchitas. La maestra es joven. Las
pestañas siempre están húmedas y la maestra produce venas violáceas con la frente.
Sólo la pared de la derecha lleva ventanas. La de la izquierda es igual pero más larga.
Viene la voz. Dulce. Los labios pintados, descarnados como los dedos. Ningún alumno
Todo ha cambiado.
El horror ya es una luna gorda. La luna será el único tesoro. No el sol. Ana por
tanto invierte el largo sendero sin pasto que acompaña a las vías. El pedregullo para
exhalación y después al aire. El mundo cae encima del mundo sin ser gran cosa.
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El vuelo de las monteritas esparce estelas de cáscaras y motas desprendidas de
mijo.
Ana sonríe. La boca no tiene sol. En la sombra, la fárfara le pincha los labios
grises. Un gorrión se ha llevado una oruga verde de su empeine. Ha sido más rápido que
los ojos de ellos. Hincada, Ana, se ajusta los lazos mojados de los cordones. Después,
ambos vuelven a arrastrar los pies por las barbas más bajas del pastizal.
Las hojas secas tienen largos filos a los lados de los tallos. La tierra sube
atiborrada de olas de pasto. El aire también está lleno de olas invisibles. Los vagones
desbordantes, los chicos, los pájaros huecos de hambre, centellean al final del pueblo.
Ana pregunta “qué es eso en el suelo”. Un género blanco y hierático se mece tan abierto
como los rieles. Un diario cercano pierde pliegos de papel. El papel ha estado mucho
de la noche pasada. A uno errático, compartido por el gris y la luna. La tierra que pisan
es muda y artificial. El chico desconfía, porque la realidad nunca se parece a las figuras
de los sueños. Los nacimientos de los pelos de la nuca se le ponen turgentes. Entonces
levanta guijarros de granito de alrededor de los pies. Ana ya está sobre la tela blanca.
peso que le vence los dedos. El viento tuerce los márgenes de las hojas. El chico mira
por un extremo del diario enrollado. Del otro lado se une al ojo del cielo. Sonríe
soltando aliento por la nariz. El chico extiende el papel y saca el tubo de acero. Las
aire trepan las tiras más secas. La humareda de cascarillas las abrasa sin darles tiempo a
caer. Nadan en el aire sucio hasta los árboles en donde el pueblo comienza. Allí algunas
se vacían y bajan.
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El cuerpo yace boca abajo, flojo. Entre los rieles de las dos formaciones de
carga. Las nalgas desnudas están enjabonadas de excremento. Y una franja de vello
negro y ensortijado recubre las curvas hasta la cintura. Debajo de los pelos hay una gran
mancha negrovioleta tejida en la carne. Las moscas están sentadas sobre la sangre
estancada. Otras van y vienen más alertas. Los pantalones envueltos bajo las rodillas se
“Es el turco”, dice Ana. Los dedos del hombre tienen arrugas tirantes. “Está
dice el chico.
Por todos lados las hormigas mueven las cabezas y las mandíbulas. Una mano
tiene un guante de lana, mojado como una cría de gato. Las hormigas pelean con las
El chico se agacha y observa la cara del turco. Los poros dilatados le desagradan.
parpadea. Respira con el gaznate inundado por algo que el chico escucha con atención.
El velo de novia aletea delante de las caras. La felicidad del velo los sorprende.
El turco abre apenas un ojo inundado de sangre negra. El chico lo observa sin
parpadear. Presta atención al fondo del ojo que lo ve. Luego se va hacia el primer
vagón. Ana no oye lo que el hombre dice. Los últimos pastos altos soplan. Se reclinan
La gasa del velo alza los extremos. Está amarilla y el encaje salpicado de
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Ana ve los pies mugrientos, organizados con artificio. Debajo de la cintura las
piernas son las de un espantajo. “Sí, sí”, dice Ana. Y da un paso con el taco. Se aleja.
Encierra la frente detrás de las líneas de los ojos. El olor a mierda es frío. Moldea
pústulas. La mano enguantada aparece más pequeña y como separada. Toda la hierba
El chico trepa por la escalerilla hasta la carga de mijo. El vagón abierto deja
subir más calor que el día. Los pájaros escapan zumbando como grandes insectos
primitivos. En la garganta ese vapor tiene gusto de leche caliente. El chico excava con
ambas manos las semillas. Estás vuelven a resbalar en el hoyo. Persiste hasta que logra
un equilibrio entre las semillas que saca y las que resbalan. Alcanza una profundidad
que lo satisface. Entierra el tubo de metal que encontró envuelto en el papel bajo las
semillas. Hunde todo el brazo y parte del torso. El cabello se le llena de cadillos. Saca la
mano tibia y llena de polvo ardiente. Se restriega el brazo con una mano. Arde. Luego
compacta con los pies las semillas. Ana lo oye bajar del vagón.
En la campera el turco tiene pegada una hoja de dibujo. Es como la que usan en
la escuela. Está fofa de noche. Han escrito “novia de milicos” con tinta roja. Las letras
fueron engrosadas. Las hormigas llevan pelos y flecos de pasto. Las que regresan del
Ana llega hasta donde el chico está de pie. Ambos tienen los ojos como los
pájaros. Ella le oprime la mano. Él se suelta pues le duele, Ana es fuerte, tanto por terca
como por flaca. “Los árboles dan frutas, el culo mierda”, dice el chico.
Ana despega los labios inflamados por el polvillo, pero no habla. Tose.
Ana.
“No sé.”
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Ana lo mira y se ríe. Pero siente enseguida pesar. Observa el velo. La primavera
El gusto a leche caliente es ácido. Ana toma unas piedras y las hace saltar sobre
las almohadillas de la palma. Caminan hasta el vagón de carga con alambres. El velo
El chico piensa que el tiempo es como los torbellinos de pasto del verano.
Levantándose en el fondo del espejismo medio caluroso, las vías sinuosas que
vagones. Estira una pierna en el aire. Ana viene detrás, no sabe qué hacer con su trenza.
El chico afloja las piernas, ya tiene mejillas de durazno por el sol. Ana suelta las
piedras.
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