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EL DOCK

Por Visigodo

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“Todo se ha dañado para siempre

y ahora no puedo discernir

quién es la bestia y quién el hombre…”

Anna Ajmatova, 5 (1939)

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I. Fragmentos

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Milnovecientossetentaicinco.

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El caballo de mimbre

El carro es amplio, color miel. Color miel alto e intrincado. Por arriba y abajo. El

hombre con las riendas tiene una hoz de paja caída sobre la frente. Y un cono de paja,

también, encima de la cabeza. La cinta descolorida, como la pelusa de cardo, se traslada

en círculos. Pero ésta, de igual modo que durante la última primavera, siempre termina

en el mismo lugar donde se abrió.

El caballo también luce un sombrero de paja. El sombrero va tirado haciatrás.

Las crines exceden los ojos. Y los ojos son de carbón sin pestañas. A través de unos

agujeros desflecados las orejas traspasan la paja, y todo el derredor del ala también

mece hilachas quebradizas. Las moscas trepidan en torno a las orejas del caballo. Da la-

tigazos con las orejas. En el espesor de las crines y la urdimbre de paja se ocultan las

moscas. En las orejas han brotado áreas grises, sin pelaje. A las moscas les gustan.

Mientras fuma, el vendedor de mimbre se adormece.

El color miel es oloroso. Y su profundidad, florecida de moho.

Un casco del caballo es igual de ruidoso que un disparo. El adoquinado es

estrepitoso.

Los demás patas cacarean por la calle.

Hace unos minutos, más atrás, el caballo mordía hojas de una rama y dos niños

orinaron sus patas traseras. Se detuvieron con los ojos fijos en sus braguetas. Hicieron

ondular sus chorros. El caballo bajó los ollares por la corteza y exploró a los niños con

los ojos. Ellos salieron corriendo. Entonces el caballo sacudió la cola. Esparció ganga de

carbón. El carbón que le llenaba los ojos.

El casco que golpeó y sonó como un disparo es una de esas patas traseras.

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El carro avanza, es lento. El ala del sombrero del caballo se enrolla encima de la

testuz. Sillas, percheros, cortinas, biombos. Los bastidores de alambre parecen agujas de

tejer. Toda una casa de caña y mimbre y paja. Con sus cuartos y enseres. Aparadores,

mesas y mecedoras, cunas, espejos. La casa estremece sus bártulos encima del

empedrado. En los dos pisos sin paredes el viento se sacia. El caballo inspira con los

belfos abiertos. Respira su propio polvo de carbón.

El vendedor de mimbre apura al caballo. El vendedor tiene el cuello hinchado y

constelado de venas muy delgadas. Pero el caballo caga hierba y vapor, y olvida

apresurarse. Un perro que no ladra nunca, mira sin fin. Mantiene la cola enterrada entre

las patas. El empedrado entra en los espejos colgados atrás —antes de irse, los espejos

se sumergen. Acaban tan vacíos como el final de la calle. Cada adoquín atrapa con sus

poros un bucle de sol, un penacho de agua sin sabor, es el dedo que les ha pasado el día.

El día del espejo de más abajo, en cambio, es el más curioso, más aún que el resto. En él

todo disminuye pero no puede desaparecer. Todo permanece yéndose. Un día tras otro

se suben a él, pero sólo uno golpea las suelas y empuja la calle alejada en contra y de

nuevo haciadentro del carro. El vendedor de mimbre, de acuerdo con el día, cambia de

lugar los espejos que no vende.

Entonces resuena el segundo disparo.

El sol, la cabeza del caballo, un medio ceibo al final de la calle, todos son

pajareras.

Y el tercero.

El grito de la mujer sigue al estampido. La boca es una nube negra. La mujer

mantiene a dos niños tomados de las manos. Suelta las manos. Los vuelve a abrazar.

Los niños quedaron hundidos entre los sobacos y los pechos. Uno de los niños le rasga

la pollera. Ninguno de los dos puede respirar. Ella no se da cuenta. A nadie en toda la

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calle le preocupan los disparos. En cambio los gritos los alarman. Todos ven el mimbre

lleno de rayas y trizas de sol delante de sus casas. A veces, durante días enteros, el

miedo olvida que está vivo en cada cuello.

El hombre que disparó es flaco y tiene los dedos con hilos grasosos alrededor del

arma. Todos lo conocen. Da un suspiro y baja la pistola con cansancio. El sol le

despeluza las pestañas.

En el bar hay delegados del sindicato de la carne. Mantienen los cigarrillos entre

los dedos gruesos. Están asomados, y el humo les aguza los ojos y las cejas.

Los mismos ojos para destazar y los mismos cráneos de matarifes también los

vuelven silenciosos. Toleran que la sangre, de nuevo, los impregne de desdén fuera del

trabajo.

El frigorífico es tan ancho como un pueblo. Y por necesidad un pueblo educa a

sus matadores. Levanta chimeneas para ellos. Les lleva agua, corriente eléctrica y

cigarrillos. Hombres con delantales de goma encima de los hígados, corazones y bazos

que son idénticos a los corazones de los carniceros que emplean palas, sierras y

chuchillas. Los ladrones de menudos, los ladrones de sangre coagulada, los ladrones de

cigarrillos. Si fueran hombres se robarían por amor las mujeres entre ellos. Entonces el

frigorífico los llama matarifes.

Durante el trabajo todos en algún momento se chocan el hombro con otro igual

que él. “Turco, al pedo”, dice un hombre de cara enorme desde la ventana. Luego por

unos segundos la ventana del local queda muda.

“Mejor andate”, dicen desde atrás.

Hay un mate que hace equilibrio en el marco de la ventana. Es negro como el ojo

del caballo.

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“Hacía mucho ruido,” dice el turco y echa andar. Camina laxo después de la

jornada de trabajo. Tapa la pistola con la tela camisa. La camisa celeste sobresale del

pulóver. Cada tarde después de volver de la destilería de Dock Sud va al local de los

trabajadores de la carne. Toman mate y juegan cartas.

El turco vive en la calle lateral del frigorífico de la CAP. En una bolsa de

plástico lleva unas manzanas amarillentas de invierno. Los hombres de pronto se

quedan mirando el carro con ojos de agua fija.

La parte de atrás del carro está atado al compás de una rama. La calle, de un lado

a otro, también. Con pasos largos un hombre se acerca al muchacho de la moto. En la

calle hay una botella de leche vacía que rueda. Estuvo vacía desde ayer. La abrasión del

vidrio contra la piedra confunden los pasos del hombre. Por un momento se agazapa.

“Qué cagón,” dicen en la esquina. Y ríen y son sinceros. Los hombres vuelven a

entrar al bar. Dos permanecen afuera con los hombros flojos.

La mujer ha puesto juntos a los dos niños y guardó la mano de uno dentro de la

mano del otro. Delante de ella hay una bicicleta caída y pequeña. Roja de pintura y

óxido cobre. Unos pasos más allá, al lado del árbol, un chico tirado. Tiene las piernas

torcidas como una oveja y la cara colgada del cordón de la vereda. La mujer no se

acerca más a él. El vendedor de mimbre deja el sombrero de paja en un perchero del ca-

rro. El agua de la zanja arrastra hojas ovaladas de un paraíso. Vibrantes, las pega en una

de las mejillas. Otras que logran pasar clavan sus pequeñas puntas en el pelo del niño.

El vendedor acaba de sacar un cobertor del carro y lo tira encima del cadáver. Observa

entonces lo que ha hecho como si hubiese provocado un suceso horrible. “Mirá lo que

hiciste,” dice en voz tan baja que sólo parece buscar la voz dentro de la boca, entre la

lengua y el paladar. La cinta de agua chupó la tela y la estiro hacia donde corre. Los

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talones ahora están descubiertos. La sangre ha dejado de irse en vellones. Ahora es

hilachas.

El muchacho de la moto se mira el muslo agujereado del pantalón. La tela está

desgastada y la sangre que la infiltra la pone dura y vítrea. Ha dejado la boca abierta —

es una a átona y amplia. Respira apresurado con golpes breves. Una hebra de saliva

brillante pende delgada y se enrula y adhiere a la mejilla. Ha dejado de temblar.

La moto, tirada y en silencio, expele lubricante quemado. El hombre acortó los

pasos y se detiene al lado del muchacho. Y mira la pierna. Y mira la moto. El muchacho

sigue dando bocanadas sordas. El hombre dice, “pibe, no te va a pasar nada, aguantá.”

El muchacho entonces empezó a gritar.

“El pibe estaba dando vueltas con la moto, el chiquito nada más estaba acá,

andando”, dice la mujer. Con el dedo extendido señala al motociclista. Alrededor de él

la gente está llena de codos. “Le tiraba al de la moto”, dice la mujer. Los policías se

miran. Tienen cascos, chalecos antibala y sudor viejo. Las orejas de ellos también van

afuera como las del caballo. Se desplazan sin frentes. Donde terminan los cascos

comienzas las orejas y las narices. No levantan en ningún momento la manta que cubre

el cadáver. Uno de ellos fuma. Salen del costado del carro del vendedor, el último en

aparecer es el policía que fuma.

Desde la esquina los dos hombres en el exterior del local pueden verlos. Los dos

se dejan el bigote y los hombros siguen caídos. Los dos son risueños y locuaces. Uno

levanta la mano. Tiene el sol detrás.

“Quién tiró”, dice el subcomisario. El muchacho fuma con el costado de la boca.

El humo, para escapar del grupo, hace piruetas. El muchacho no contesta, tiene la

lengua más quieta que los ojos.

“El turco”, dicen.

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“Sí, el que vive a acá, a tres cuadras, al lado de LA NEGRA y tiene una cochería

en Sarandí, casi abajo del viaducto”, dice un hombre con piel de cerdo entorno a un ojo.

La voz del hombre quiere mandar, ordenar. Si es posible sonar imborrable. Pero ese ojo

distrae a quien lo escucha. Pues a los hombres siempre les sucede lo más fácil.

Una mujer sale de una casa con una tasa entre las manos. El aroma picante del

boldo va delante de la ella. Se la entrega al muchacho tirado. El grupo lo observa beber.

Está demasiado caliente para la sed que le sube a la boca. Tampoco conoce el gusto del

boldo. Entonces fuma. Deja la tasa sobre el piso.

Todos permanecen alrededor del motociclista. Ninguno desea mirar al niño

muerto. Por temor a que la muerte sea más real para todos que la pantalla del televisor.

Y no se quede, debido a este descuido, del lado de fuera de las paredes. La muerte les

corroerá los quehaceres de lo que resta del día y seguirá durante toda la noche. Si los

despierta ante todo será como ropas vacías que no reconocen. Algunos de los que

regresan de trabajar no pasan de largo. Esperan ahí, un rato, de pie, a que el niño cu-

bierto despierte. Pero el niño no ceja. Y se acercan al grupo, en torno al motociclista.

Las mujeres que regresan del trabajo no pudieron estar todo el día peinadas. Y las que

salieron de las viviendas con el delantal puesto pueden meter las manos en los bolsillos.

En cambio, aquéllas se soban los mechones y los estiran y alisan. Los pensamientos se

les quedan en los cabellos.

El subcomisario mira hacia la esquina. El carro de mimbre es un decorado sin

luna. El caballo de carbón sale de la noche y salpica los ojos.

“El turco que va a la básica de la esquina”, pregunta.

“No hay ningún otro turco que ustedes conozcan”, dice uno de los hombres que

recién bajó en la parada del colectivo. El subcomisario lo observa con una sonrisa

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ofensiva. “No se hagan problema, todos los muchachos del bar tienen las armas

registradas.”

“Eso no es un bar”, dice una de las mujeres. Mira al subcomisario con desprecio.

“Sacá el carro,” le dice un policía al vendedor de mimbre.

El vendedor de mimbre enciende un cigarrillo y se pone el sombrero. Arriba del

pescante busca si le queda otra manta para tapar más tarde al caballo. La única que

encuentra está muy agujerada. Abre la boca y suelta la punta de la lengua del velo del

paladar. Tres veces. El aire cloquea.

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“No me mires”

Ella despierta. Los pasos que se acercan luego se retiran. Cesaron, terminan en la

profundidad, como un sueño. Es de día y de noche. Y de la mañana a la noche las

pisadas poseen algo que desaparece en anillos. Las voces de la calle que se oyen

adormecidas en la fiebre también se deshacen igual. Los pasos siempre provienen de

algún lugar entre el centro de la habitación y una pared, la pared es misma. Vienen

encima desde la cabeza de la cama. Con un ratón en la mano abierta. Entra a su casa. La

puerta se apoya despacio, chirría igual. El ratón bailarín tiene ojos fosforescentes. Si lo

aqueja el hambre, pía. Es pequeño. Entra en una caja de fósforos. Ella le da migas

saladas y papel. Más tarde, los pasos regresan. El ratón se ha dormido. Es semejante a

un búho. Otros usan los pasos. Aunque suenan idénticos y al mismo tiempo desiguales.

Los pasos fingen el tiempo que crece en torno a ellos porque son a la vez el día y la

noche. Emergen. Hacen que parezca imposible saber qué momento del día es. Resuenan

huecos dentro de la cabeza. Sin embargo, la oscuridad permanece vacía.

Ya está despierta. La pared, la ventana muerta por dentro, la silla al lado de la

cama son el cauce de un surco. En el fondo del surco se postran ella y la luz. Y el propio

peso de los muebles entierra las patas. Cierra los ojos. Los muebles están en las nubes.

Inspira.

Ella despierta y el surco color papa continúa allí, húmedo. Las papas mojadas

huelen rancias. A lluvia escondida bajo hojarasca. Nada se parece más al interior del

otoño. La cama tiene un colchón de pastos apretados. Todavía acostada, el estómago

está bien diferenciado. Es otro cuerpo vibrante. Caliente sube hasta la úvula. La vejiga

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pesa. La vagina es un conducto frío y pegado. Los vellos recién crecidos en las piernas

se raspan con una cobija de recortes de colores. Se refriega los pies helados.

Catalina quiso desarmar a un policía tan sorprendido como ellas dos. La pistola

se le cayó de las manos a Catalina. Fue como si también se le hubiese desprendido la

mano. La mano del dinero, de los cigarrillos, la misma de la nota escrita de apuro, llego

a las cinco. La mano de la vida. Y fue la mano, una vez caída al piso, como si el policía

hubiera puesto su botín encima. La cara encima, la boca seca de miedo, encima también.

Todos los insultos encima del pelo y el aire para vivir. Hace una semana ya que Nadia

pudo correr y oír los gritos detrás. Correr no la alejaba. Porque tenía a Catalina adentro.

“Corré,” gritó Catalina.

Correr, corre, tres veces. Tres noches.

El policía también le disparó a Nadia. Tres noches la siguieron las balas.

Corrió como loca, y fue más loca que ellas.

Los dientes chocaron entre ellos hasta que Nadia se quedó helada. Adherida a

los trapos fríos de la cobija. Inmóvil. El abatimiento la durmió de nuevo. Y soñó con

pasos.

El sudor frío le calentó la garganta hasta la vena vertical de la frente. Dormida

dio vueltas y se enroscó del cuello el estómago y los intestinos, y el agujero del culo y

los senos.

Tiene los ojos resecos como las puntas enrojecidas de las orejas. Pestañear es

áspero. El borde de los párpados se ha vuelto granuloso.

El agua resbaladiza del resfrío fluye desde una narina. Es como estar ebria. La

misma muchacha que cerró la puerta cuando el ratón piaba, más tarde, le trajo un té. El

té es azul. Con los ojos cerrados sabe a madera caliente. El sabor del miedo. Pero al

terminar Nadia no sabe si lo bebió. La garganta se le seca tendida afuera de los labios.

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La muchacha la observa. Más tarde Nadia quiere recordarla. Pero en su cabeza la

muchacha no tiene aspecto. Sólo ojos azul té.

Luego pudo dormir. Ajustarse en el fondo duro del surco. Repitió entonces

tantas veces el surco en sus pensamientos hasta hacer de él otro nuevo. Cada vez más

hondo. Dormir. O despertar y darse cuenta del emplazamiento de su propio cuerpo al

despertar la aterra. Todavía el surco le permite tanto vivir hundida como tener todo

consigo, porque todo es la vida —pero por ahora, todo, también es pánico. Y nadie sabe

cuánto miedo es necesario para que comience el aturdimiento. Las mujeres camina

abajo, en la calle, la observan desde la cornisa del surco. El surco es más alto que todo

el día anterior. El suelo del surco es una zanja con agua. El agua transporta ranuras de

pasto, es rugosa y gris.

La muchacha que la visita no hace ruidos. Sólo sus pasos se acomodan en las

ranuras mientras estas fluyen. Tiene el pelo largo, carnoso, y brilla.

“Cuando le entregaron el cuerpo estaba blanco pero sucio. La madre le esmaltó

las uñas y le juntó las manos en el pecho. Se puso a mirarla. Los dedos entrelazados y

las uñas pintadas, así, como si no pasara nada,” le dijo la muchacha a Nadia. Después la

muchacha se levantó y se marchó. Dejó una colilla aplastada en el piso. Y llevó la taza

saltando en el plato. Puso la otra mano encima. La silla, la ventana —adentro de la cama

Nadia fumó con las manos debajo de manta. Las cenizas se deslizaban hasta su cuello.

Sólo apretado por los labios el cigarrillo acurrucaba el humo en el vano de la ventana.

El final del surco estaba arriba, en la cisura del cielo. La ventana pendía del fondo de las

nubes. Todavía las mujeres no habían partido de allí arriba. Permanecían atentas.

“Después la mandó tapar enseguida.” La muchacha volvió a irse. Dejó una vela

encendida, medio cigarrillo y un rollo de papel higiénico. Nadia despierta. El ataúd

cerrado de Catalina dejó olor a té en el ambiente húmedo. La cama sube, el respaldo de

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la silla, el marco de la ventana, también. Ésta es cada vez más alta, enjuta. Y curvada

sobre la cabeza de Nadia. El cielo allí es parco. Lo colorea el otoño. Cada vez que

despierta, Nadia sólo encuentra la noche. Arriba, los pasos. Lejos, el grafito de la nota

con el horario de las cinco se iza en un soplido. El papel queda en blanco.

Una vez, en la escuela, José Maneiro, le preguntó, “señorita, nos podemos

acordar de la primer noche que dormimos en la vida.” Nadia le sonrió. Ya eran las cinco

de la tarde y los alumnos salían.

Antes de dormirse Nadia recordó el autorretrato de un pintor de marcos

enjutados. La mano huesuda estira un pene inflamado de sangre. El cráneo parece el de

un deportado europeo. La piel es cerosa.

Un disparo en el cuello, haciabajo, otro en la espalda, haciabajo también.

Catalina estaba de rodillas. Porque se le había caído la pistola. Su mano y la pistola.

“No sé,” dijo Nadia. Ella después le preguntó a su hermana. Tampoco sabía.

Nadie supo responder nada de esa primera noche, nada imparable que fuese

convincente. Nadia jamás había visto a Catalina con las uñas pintadas.

El borde del surco brilla al amanecer. Entonces Nadia puede ver las cabezas que

llevaron puestas las mujeres durante toda la noche.

Perras, cerdas, yeguas.

No vio un ave. Sí, en cambio, divisa la cabeza coronada de una cabra. Es una

rueda de flores. La distancia las deja ver como jacintos. Las mujeres de la cornisa

aprecian la vida como aprecian la vida de cualquier otro animal. El vapor de los alientos

se deforma en su búsqueda por desaparecer. Las cabezas debajo de las cabezas que se

han puesto las mujeres esperan enloquecer en sus lugares.

La vela se apagó aplastada. El día volvió a cambiar de nuevo. Nadia aleja la silla

de la cama. El piso está lleno de rodajas de cenizas. Arrastra los pasos y la cobija

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colgando de los hombros. Siente que los pasos flotan. La habitación está muy fría.

Nadia orina en una botella verde de leche, se chorrea los dedos. Los seca en la cobija.

Al final de la pared hay una pileta sin canillas donde vacía la botella. Frota la mano

contra la manta de colores. Tiene hambre. No quiere que le pongan más caldos en los

labios. La ventana la ha estado observando orinar. Unas pequeñas moscas, apenas más

turbias que la luz, giran sobre el sumidero.

Nadia piensa qué hará si tiene necesidad de defecar. La ventana la sigue. Pues es

seguro que ya ha debido defecar.

Fuma con la ventana a un palmo de la cara. En el rectángulo, su cara está dentro

de un cuadrado más pequeño. El siguiente cuadrado lateral no se mueve, la calle

incolora disipa su profundidad en la bocanada de humo del cigarrillo. La ventana ha

puesto ropas usadas a todos los transeúntes. Los demás cuadrados superiores se doblan

bajo un nubarrón negro y otra nube de flocaduras grisáceas. Entrelazados casi rozan

todos los techos. El toro se separa de la vaca. Nadia expulsa el humo sobre el vidrio. El

toro sacude los cuernos negros, su envergadura, la piel negra sin sed y sin ninguna me-

moria. El agua los baña de repente. La vaca tiene su enorme cabeza oculta.

“No me mires,” dice de pronto Nadia. Sacude la mano que sostiene al cigarrillo.

La luz cambia sobre su cara hasta que la deja oscura. El vidrio la separa de los

golpes de la lluvia. Las celdillas de los poros brillan en el rostro oscurecido. Las nubes

son nudillos. El granizo baja.

“Estoy helada, podrida (…) no siento. Hago las cosas siempre igual. Está en mí,

ni siquiera necesito pensarlas (…) trabajar, ser feliz, trabajar, ser feliz. Volver a ser feliz

y ser terrible es lo mismo. Por qué mierda todavía tengo tantas esperanzas. Cómo puedo

escucharme a mí misma cuando me consuelo. Por qué me callo si debería gritarme de

frente (…) debería abandonarme (…) por qué no siento terror de inmediato. Terror ante

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todas las inteligencias, calcos, intimidades que tengo clavadas (…) hasta lo último.

Hasta las imágenes más horrendas las ilumino con un horror falso. Un horror sin razón

(…) cuántos años de estúpidas esperanzas dejan esta estúpida cadena de días. Cómo soy

capaz (…) capaz de hablar de todas las demás cosas de la vida sin que hacerlo sea una

ignominia. Hablar (…) sin que haya un tintineo de falsedad. De la falsedad más

profunda en el resquicio más angosto. No sé hasta dónde tengo que penetrar los ojos de

los demás para poder ver como ellos ven. Como ellos calumnian con los ojos, se ciegan

con los ojos, se atontan con los ojos más grandes que hay que ver (…) el cuerpo

humano está marcado igual que una máquina, con lugares que no son humanos para

otros hombres.”

Catalina oyó a Nadia. No agregó nada. Sólo había dejado de mirar a Nadia. No

se vieron durante una semana, después Nadia encontró la nota. El rectángulo de la

ventana repica. El granizo se hace uñas, suelta una fina lluvia junto a él. La repentina

claridad es en una luz remolacha. Nadia fuma, la muchacha detrás de ella le apoya una

mano en el hombro. Luego gira. Retira la costra de vela consumida. Mantiene el plato

de pocillo en la mano, “ya no hace falta que te quedes más acá,” dice.

Nadia suelta el humo por la nariz, habla en voz baja. Las dos están de frente a la

ventana, los botones y los ojos relucen, “a veces en la calle estoy tan cerca de los otros

que no me reconozco, no sé quién soy, tan osada y tan serena. Tan llena de buenas

intenciones, obstinación y al mismo tiempo tan humillada, que no sé lo que digo cuando

hablo. Entonces, de pronto miento, camino y miro y respiro, y también miento. La punta

de los pelos, mis dientes, mis silencio mienten mejor que yo misma.”

“El policía no te reconoció, igual tirá el gorro de lana. Tirá toda la ropa.” La

muchacha vuelve a dejar la mano sobre el hombro de Nadia. Luego lo frota. Recién le

apartó un mechón de la frente. “Querés que yo tire la ropa”, pregunta.

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Es de noche. Nadia oye a Catalina abrir la puerta. Son las botas. Las únicas botas

que posee. Y por primera vez se ha pintado las uñas. La madre de Catalina les ponía a

su hija y a Nadia platos de comida delante de la cara. El sudor le olía a alcohol. La

humedad de la casa olía a lana metida en la nariz. “Van a tener verrugas en la frente de

vivir tan calladas”, les decía a las dos. “Y las verrugas van a ser más gordas que

ustedes.” Luego las tres comían en silencio.

La calle amaneció resaltada por octavillas de panfletos. Desde donde Nadia

contemplaba era incapaz de distinguir las letras impresas.

La muchacha le trajo a Nadia un jean de botamanga acampanada. Entró con una

botella de agua tónica. Nadia dijo que no. Pidió un cigarrillo. Pero después se bebió la

botella.

Cada botamanga de los pantalones tiene cosido un triángulo rojo oscuro. Pegado

sobre el exterior de la pierna. Hasta debajo de la rodilla. Haciabajo, en el triángulo,

crecen siluetas blancas de rosas. Antes de llegar al tobillo se entrecruzan y alzan los

pétalos igual que cabezas. El pantalón está planchado y doblado, arriba de unas medias

de lana multicolor y unos zuecos azul fuego.

Nadia se ríe, la muchacha pregunta “no,” pero se ríe también. “Y además te traje

una bufanda,” dice enseguida.

“Hora de volver a abrir los ojos”, dice Nadia.

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El plan

El día es el viajero, el equipaje, y también las risas que se van encogiendo en los

rostros. El verano ha sido tan grande que, todavía, el sol aparece hinchado y vinoso

sobre el río. Sobresale encima de las casas, deja en ellas también aguas de río, sombras

sucias. Un día de vidrio. La madre de Ana le había dicho, “nunca aceptes un solo

mundo porque entonces también vas a aceptar morirte en él algún día.” Ana observa a

su madre. El vestido tiene canastillas de lilas y helechos marrones. Está desmechada

sobre una palangana de latón. Los brazos tensos sobre el agua, como siempre, siguen

otro curso debajo. Al hablar la madre no miró a Ana, sino frotó el jabón contra la tela.

El agua trepa y se achica sobre los brazos desnudos. Gris, la espuma encogida,

apelmaza los vellos en cada antebrazo. En el agua la ropa reluce apagada como un pez.

Uno marchito. El botón de carey más oscuro es un ojo —el índice y el pulgar de la

mano de su madre, la boca.

El primer día de escuela Ana ya tuvo un plan.

Debajo del sol, ese día, los árboles soltaron el olor del cuero terminado de curtir.

Pero el olor venía de más lejos, desde afuera del puerto. Un plan débil, amargo. Incluso

acre. Como las laminillas que separan los hemisferios de una nuez y se cuelan en el

bocado. Y se colocan entre los dientes. Hasta que la lengua las encuentra.

Sin embargo, el plan de Ana consistía en ocultarse toda la vida. “Un plan fácil”,

dijo más adelante. Igual a detener las agujas un reloj. El tiempo pasa en otro lado.

Ese día Ana bebió el té negro con los ojos entrecerrados. En todas las aristas de

la habitación rebotaba el sol. A pesar de las pilas de ropa sobre la mesa y la silla, el

cuarto parecía ocioso. Ana absorbió el té con la frente y el corazón casi lisos. Afuera, en

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la esquina, giraban la calle y el hollín. Ana regresaba de la escuela. Unos niños hincados

se pasaban el cigarrillo con la mano sin mirarse. Ya saben hacerlo con desprecio

auténtico. Más allá, el puerto atrae a los trenes, pero expulsa sus ruidos. Allí, el tomillo,

la manzanilla y el orégano silvestres viven sueltos. Debajo de las ruedas de los vagones

el pasto negro también es rozagante. Y Ana trepa ese día a un vagón abierto. Recorre el

entablado del piso. Nada más se enrollan unas semillas de lino y fárfara. El aire es

turbio. Los rincones poseen las sombras más altas. La frente y el corazón no saben que

el té amargo en la garganta le puso una moneda caliente en la boca del estómago a Ana.

Toma un puñado de semillas del piso del vagón. Las otras, que se escurren en los

espacios de la madera, suben a los oídos ruido a huída de rata. Abajo la brisa mantiene

también su silencio revuelto entre la hierba.

Ana sacude la mano cerrada, pero las semillas no hacen ruido. La rata no asoma

la cabeza. El puño es en el fondo negro como el té. Mira por el agujero del puño el

interior de su plan. El plan, adentro de él mismo, por el momento no tiene nada, sólo

unas pepitas negras. Estas se unen o se disgregan luego de cada sacudón. Ana siente en

la mano una dureza extraña que no conocía ni siquiera a medias. Hay una piedra. Ahí,

entre las semillas estriadas azules y verdes. Una piedra rojogrís, pulida. Los colores

cambian de rincón como las nubes. La piedra está a punto de saltar, pues parece acei-

tada. Y resplandece. Es la piedra más preciosa que Ana ha visto en toda su vida y no

sabe cómo llamarla. Tampoco imagina cómo llegó hasta la carga de bolsas de cereal que

hubo en el coche. En la puerta abierta del vagón el sol empuja y Ana prende a la hierba

una línea negra y angulosa. En la mano abierta la piedra arde, tan intensa y esplendente,

que es un pétalo de sol. Pero de inmediato es gélido. Vago, algodonoso de luz y pelusas.

Es tan frío que así debe ser la nieve. Así debe ser el torbellino de un copo que pierde lo

único que puede hacer y tiene para vivir. Caer y disolverse.

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Ana se guarda la piedra en el bolsillo que tiene un gato cosido. Es igual que un

ovillo con orejas. Apenas entra su mano. El bolsillo es pequeño y el gato duerme con

dos puntadas sobre cada ojo. La falda se balancea. Y la piedra tira haciabajo. Quiere

regresar a la tierra.

Ese mismo día Ana perdió la piedra.

“Es extraño como a las cosas que no conocemos el tiempo las pasa de largo y sin

embargo nosotros las recordamos”, dice Ana. Ha cumplido diecinueve ayer. Por única

vez, yo, recordé entonces el té oscuro que dejaban ya listo, antes de irse a trabajar, la

madre, y tiempo después, el padre de Ana. También los domingos, cuando el sol era un

pueblo vacío. Nos sentábamos en la escalera de principio a fin del silencio. Ella un

peldaño más arriba. No quería que yo estuviese con el mentón y los ojos encima de la

joroba. “Los signos de interrogación, se parecen a la punta de un peine de carey de mi

abuela. No los voy a usar”, le dije a Ana un día en esa escalera. Recuerdo que alguien

oía siempre una radio.

“Te perdiste hace mucho años porque no tenías un plan”, me dice Ana.

La dictadura ha cerrado su facultad hace semanas y pasa los días deambulando

por las calles. “Los que no queremos esta vida deambulamos, los que la aceptan se

dedican a vivirla.”A la dictadura la llama cívica, porque dice que los militares no buscan

una realización personal, sino sacralizar en lo real sus crímenes. A veces desaparecía.

Entonces yo pensaba que ella vivía cantando. Pero me equivocaba. Ana fuma aprisa y

vigilante, como un estibador debajo de los aparejos de las grúas. Le gustaría conservar

un poco de inocencia para volver a perderla.

El humo es la sombra del pensamiento.

21
Ana dice que su primer día de escuela fue una mierda. Pero que después fue fácil

esconderse durante años. Pero no es cierto. Pronuncia mierda y plan unidos, y tampoco

es cierto. Le gustaría conservar un poco de inocencia para que no se la volvieran a

quitar del corazón.

Una zorra pasa repiqueteando a intervalos su campanita.

Los hombres suben y bajan con las bocas colgando de las mejillas.

Las dejan abiertas y mojadas como los cabellos.

Las camisas se les han pegado a los cuellos y los vientres.

Ese día Ana todavía no se había dado cuenta de que la piedra ya se había caído.

Tenía los ojos puestos donde no había nadie.

22
El camino

Timme empuja la bicicleta entre el primer realce ceniciento del día y los frentes

de las casas. Nadia seguía dormida cuando él cerró la puerta. Al principio Timme no

sentía una sensación agradable al dejarla dormida. Ahora con el paso del tiempo no

siente esa opresión vertiginosa. Todavía sobre los voladizos de chapa la noche se

mantiene rígida. Una patada y la bicicleta rueda silenciosa unos metros. Luego Timme

alza la cadera descarnada y se sienta a pedalear.

Entonces los pulmones le palpitan como panales. El aire que llega sigue el ritmo

de los pies de Timme. En los pómulos el rostro no tiene gran espacio. Timme resiste las

ganas de abandonar el día ya en medio del amanecer rojo. Cada vez que la mañana

crece así, en los fondos el pueblo pierde globos de cardos y abrojos. Timme se da cuenta

de que no debe fumar. Los pájaros dan vueltas y clavan agujas curvas en el aire —si no

permanecen quietos entonces maduran más rápido.

El sol rojo no alcanza todavía para las sombras. Adentro del invierno, cada

mañana hasta el trabajo se vuelve más solitaria. Hoy, la frente fría de Timme está

también viscosa. Por todos lados el miedo es tan grosero que Timme se acobarda si

piensa por qué no te vas. No sabe en qué tramo del camino desaparecer para siempre.

Pedalea en la cuerda de un reloj. Cada giro anterior encierra a la vuelta siguiente. Tim-

me siente que el tiempo es cada vez más escaso. Y cada vez está más cerca de reventar

la cuerda. La cuerda le rodea la nuca debajo del nacimiento del cabello. La boca está

vacía y seca, y el desayuno, oscuro. Timme atraviesa paredones sin señas.

Una leche lanuda titila sobre las superficies metálicas. En las tuberías aéreas de

la destilería, en los refugios superiores de las columnas de fraccionamiento, se adhiere

ya la luz más sucia del día. Los pájaros que no vuelan cantan ocultos en el último borde

23
de la noche. No obstante, encima de las petroleras, nada posee un sonido propio. Allí

arriba los pájaros apenas abren y cierran los picos. De repente, sin que nadie le preste

atención, un pájaro se queda inmóvil entre los demás. Y cae entonces como piedra.

Abre otra boca en el humo blanquecino. Los pájaros se duermen volando. Los perros de

los vigilantes no los miran fijo, sólo esperan. Pero cuando se desploman jamás se los

comen.

Sentado en el sillín Timme es un punto y una raya, se alarga hacia. Donde el

dique termina el camino es desigual y no logra ser recto. Se estrecha a causa de la

vegetación. El follaje se ahoga. Tirita. Suena a monedas. Por ahí los trabajadores pasan

deprisa y guardan silencio.

Sobre el mismo extremo del canal, los policías liberan a los trabajadores una vez

que se cansan de interrogarlos. Los interrogados no pueden siquiera sentarse. Entonces

los dejan con los hombros en la tierra empetrolada. Les palmean las mejillas antes de

alejarse. Los otros golpes han vaciado tanto los bolsillos como los intestinos de todos

ellos. Los inocentes y lo que no lo son apestan del mismo modo. Si no hallan qué

preguntar, los policías descargaban más puñetazos y puntapiés. Los golpes, además de

las evacuaciones, también regulan la mala memoria. Tanto como dar pasos distraídos.

Antes o después, esos hombres descargados de las camionetas logran enderezar y

enganchar los pies a los cascajos impregnados de petróleo. Y luego engarzan la

caminata. Se van, pero, sin embargo, las palabras se quedan al borde del camino. La

zanja de saucos y matorrales por la noche se abre desbordaba de bocas.

Del otro lado del dique, el camino lleva a los trabajadores y los camiones

cisterna hasta el paisaje industrial. Las refinerías y la dársena de inflamables. En el

extremo más lejano, el camino, encuentra un ceñido y abrupto fin. A metros del agua, el

asfalto carnoso no sostiene siquiera a un hombre de pie. Antes, y casi por todos lados, el

24
camino ha terminado ya en otra docena de paraderos. Siempre vacíos, y frente a los

espacios alquilados por la Administración General de Puertos a empresas

multinacionales de hidrocarburos. En esos lugares nadie anda a pie. Ocultos detrás de

los vidrios espejados los guardias observan, y los camioneros deben esperar sin apearse.

Allí, día tras día, el río lento y toda la vida, huelen a vegetación podrida y carburante. Y

todavía nadan en la ropa de los hombres hasta mucho después de que han bebido por el

camino de regreso y ya han vuelto a casa. Y colgado los abrigos al entrar. Y cuando

empiezan a dormirse entonces perciben que ese olor aún no se les ha quitado.

Si todos los días los turnos de trabajadores no cruzaran el final del dique, una

pared verde de varas y juncos engulliría la calzada de la curva y el aire suspendido sobre

ella. Ese día la vegetación sería libre de descender hasta el agua del dique. Encajonada,

sin dobleces ni escalones. Las plantas más nuevas corren frenéticas entre las grietas del

camino. Aún sin poder tocar el borde del agua. Los turnos completos oyen agitarse los

juncos y cañas sin que allí haya nada que los sacuda. Los pájaros se detienen encima de

las cañas para remecerse. Y así mantener todavía a un paso del cielo. En los días más

secos y excepcionales las cañas, sin embargo, continúan sudadas y brillantes. Guardan

penachos nocturnos hasta bien extendida la mañana. De este lado del canal del dique

quedan las viviendas viviendo las hendiduras en la madera, las chapas onduladas y los

fondos de tierra pequeña estrangulados. Pegados unos con otros por el mismo peso

apremiante de la vida.

Timme pedalea hasta la destilería sin los ojos puestos en el camino. La mañana

todavía es menor que el mismo camino. Dormir no es verdad en el cuerpo. Como

cuando uno se ha dormido vestido. Porque el frío no se le sale. Insiste enroscado en los

tobillos y vuelve a subir. Timme empuja los pies al ritmo de los otros trabajadores que

van a pie. En la parte inferior no tiene rodillas. Levanta el cuerpo en vilo y hunde una

25
pierna rígida después de la otra. El frío que vive en el suelo también se trepa en verano.

Guía a Timme, lo lleva encandilado. El este aún no sube del todo.

Los operarios apremian a los cigarrillos encendidos hasta los carteles de

prohibición de fumar y las garitas de control. La mayoría los llevan encerrados con la

brasa cubierta por la palma. Con la punta de los dedos de la mano. Al encenderlos han

calculado tanto como para consumir más de la mitad del cigarrillo. Tienen cálculos para

casi todo —pues es la forma que ha adquirido la medida de su codicia. El humo se va

haciarriba como un paño arrugado. Algunos apagan los cigarrillos hasta que la última

hebra encendida desaparece. Otros escupen en las palmas de las manos y sumergen las

brasas hasta que éstas deja de sisear. Cuando los operarios dejan vacía la grava, los

filtros quedan aglutinados en grumos. Luego el día los va alejando de la entrada. Debajo

del segundo tinglado cuelgan las bicicletas de las ruedas delanteras. Los manubrios y los

pedales se tornan de inmediato pérfidos. Los hombres salen de allí caminando de cos-

tado. El otro tinglado rechina. El personal jerárquico y los funcionarios de yacimientos

petrolíferos fiscales estacionan sus automóviles ahí debajo. A ellos, durante la salida,

los guardias no los revisan, charlan con ellos de fútbol y le miran los zapatos. Bajo los

días más claros sobre los tinglados ruedan pequeñas de nubes tornasoladas. Y aun en los

días nublados la bandera, que está tan percudida de mugre bituminosa y emanaciones de

combustible, también ondea tornasolada. La bandera parda y gris no tiene el sol en el

centro.

Los guardias apenas controlan al turno entrante. Esperan que los hombres que

dejan el turno se denuncien a sí mismos. Pues nadie lleva clavos torcidos, sino

artefactos para arreglar u objetos para afilar. En ocasiones los torneros agregan unos

billetes y cigarrillos al día. Por la mañana los guardias tienen el ánimo apagado en la

tez, y los ojos suspicaces debajo de las gorras pringosas.

26
Al más viejo de los guardias, arriba, le falta un diente. Algunos lo llaman la

viuda. A ellos la encía no les importa en absoluto como para observarla. Cuando no

habla la punta de la lengua descansa rolliza en el hueco. A veces chasquea si todos los

guardias están ensimismados en sus naipes borrosos. Con los dedos llevan la mugre de

las cartas hasta el resalto de las viseras. Encima del ojo derecho es donde están más

opacas. Los guardias cobran menos dinero y apuestan, y desprecian a los operarios, por

eso odian que estos roben cosas someras. Los trabajadores de la destilería tienen una

vida mejor al alcance de la mano, pero dejan que otros hagan lo que ellos deben hacer.

Sólo se dedican a trabajar. Y sólo trabajar ha construido su contrario, un país

amenazante.

Los inmigrantes más viejos del pueblo se ríen. Dicen que afirmar esto es un

sinsentido. Creen en un país así, que sólo trabaja, como creen en una religión protectora

del propio bienestar. Los inmigrantes creen también que aún sus recuerdos son idénticos

a sus países y a la vida que hay allí, pero se engañan y sólo evocan infancias y

adolescencias, setos y ventanas. Y sus infancias esconden en la nostalgia una esperanza.

Esas esperanzas son en este país su precio de venta.

La viuda mira el cielo, dice que viuda le queda bien. Le gusta. Porque las viudas

vuelan sin desviarse por ningún motivo ya a principios del verano.

La viuda señala a Timme la cadena estirada de la bicicleta. Timme asiente.

Desde que se ha apeado percibe el frío con más lucidez. Como si de pronto fuese un

remoto día al final de la infancia, sin medias. Siguiendo los cordeles de su propio

aliento entumecido hasta el bote de remos de competición. Cargar luego, también sin

desviarse, con el frío y el bote. Dejar que el agua toque suavemente la quilla y la panza.

Los pies holgados dentro de las pedalinas —impelerse, mirar haciatrás para ir adelante.

“Es tu mujer la que arregla las cosas en tu casa, no”, dice la viuda.

27
Timme engancha la bicicleta bajo el techado, “si la roban y se apuran la voy a

encontrar tirada al lado del camino, es más seguro que ustedes atrapen a alguien que no

se tire un pedo cuando le revisan los bolsos”, dice Timme. La viuda le pide un

cigarrillo.

La sirena menor de cambio de turno suena. Los pájaros abren los picos sin

hambre. Unos mareos esponjosos, tan oscuros como el desayuno, rodean el cráneo de

Timme.

En el playón se cruzan los turnos. Algunos paquetes pasan de la mano de un

hombre a la de otro. Y en la garita de guardia revisan al turno de salida. En unos quince

minutos siete inspeccionan a los sesenta y ocho del turno noche. Los que salen tiene las

facciones arenosas y las piernas tirantes. Abren los bolsos para las manos de los

guardias, que dejan pasar primero a los delegados del sindicato de petroleros. Todos

saben que en los bolsos de ellos meten los puños cerrados y sacan las manos abiertas.

“Ahora ya no hay ni una consigna secreta”, dice un operario. Un delegado indignado

busca el rostro que delate a la boca. El que entra un arma no piensa en sacarla de nuevo.

Los hombres abren sus casilleros sólo el espacio suficiente para meter un brazo.

Todos ríen. La viuda apoya la mano abierta en la espalda del delegado. Lo

empuja con suavidad.

El este está más alto. Para el río el día está completo. Aunque para las demás

cosas del día este todavía es pequeño. La viuda abre las fosas nasales. Es el orín de los

perros en sus ataduras e hidrocarburos. El octavo guardia sorbe mate dentro de la garita.

“Alguien volvió a ser un pollo”, dice la viuda.

“Rápido, que me voy a mear en los malvones o en el agua de tus perros putos”,

grita un operario. La fila mantiene la mirada en lo guardias de requisa. Adentro de la

caseta hay calefacción, una radio encendida y, con los ojos, humo pesado de cigarrillos.

28
El mate parece una piedra pulida. La mesa la usan tan a fondo que está carcomida en los

cantos. Debajo del único farol del techo la luz cae a plomo y caliza. El que está sentado

no tiene piernas.

“No sos vos”, dice la viuda. Y le cierra el bolso. El guardia que toma mate

observa al trabajador.

El hombre no va a buscar su bicicleta, se aleja con pasos de garza. Durante un

momento el resto lo mira. Enseguida algún guardián va a llamarlo, en cambio desde la

fila otro trabajador grita para que se apresuren, “trabajamos toda la noche.”

“No escolaseamos como ustedes.”

Los guardias bajan las viseras. Revisan más despacio. Nadie llama nunca al que

la viuda ha dejado pasar. En los cuellos y los puños de los uniformes un lustre

aceitunado impregna la roña. Todos los guardias son policías que hacen horas para las

petroleras. Cuando encuentran una ciruela blanda en algún bolso la toman con avidez y

la comen después del cambio de turno. “Viuda, no tenés hostias así comulgamos”,

pregunta uno desde la fila.

Revisan. La fila avanza.

“Un buen trabajo, ni un clavo, nadie robó nada hoy”, un policía sonríe.

“Esto no es un trabajo”, dice la viuda. Se frota las manos, después se lleva una a

la boca. El este voraz, ya, entra más redondo en todos los rostros.

29
De lunes a lunes

Sucede muchas veces en las cuales ya no es necesaria la cabeza para pensar.

Pues ya no hay nada qué pensar al comienzo de cualquier pensamiento. Lo que sucede

en la cabeza se queda ahí, porque es lo que paga el pato, de lunes a lunes. Todo se ha

hecho más liviano. Soborno, adaptación, incluso ya no poder vivir, todo resulta fácil. Y

lo que ocurre en la boca y no en la cabeza se vuela. Una vez que la garganta se ha

apoderado de la voz, ésta enseguida es la voz de otro. De un extraño. La voz es una

farsa. Hombres y mujeres por igual, sobre los cuellos, llevan cráneos etéreos de tanto

pagar el pato. Tórax de bandoneón y finos o gruesos labios de cal apagada. De lunes a

lunes, cabezas argentinas. Cabezas semanales de semana de trabajo. Luego, de fin de

semana. El domingo segrega en cada hogar su cabeza especial que infinidad de veces ha

estado a punto de marcharse. De lunes a lunes las cabezas guardan polvo como las

alfombras. Cabezas de papel de diario, revistas y noticieros televisados. Cuando abren

la boca para comer entonces las cabezas reclaman su lugar en el mundo de los cuerpos

que pagaron el pato. Pues han podido pasar la cabeza con libertad sobre cualquier

mueble, alféizar, ropa planchada y doblada. A los cráneos les caben muy bien aquellos

labios de cal que también son ligeros después de unas copas. Sean delgados o gruesos.

Nada en qué pensar es natural. Pues también es algo que conocen desde la infancia. La

más tierna infancia de la radio y la televisión. La patria también va de lunes a lunes,

dócil y enarbolada en los pináculos sonoros de los folletines televisados. Todos saben

que los ojos no están hechos para pensar. Y no importa qué día de la semana sea, lo que

se ve no se piensa, siempre y cuando no se pague el pato. El corazón, sin embargo, no

tiene mucha patria, guarda, sólo, una infancia. Para pensar el corazón no necesita la

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punta de un pensamiento. Pues lo que piensa existe para disolverse en las manos. Y esto

sucede también de lunes a lunes. Nadie del pueblo del puerto que se conozca con otro

desde la infancia se queda a solas con sus huesos, tampoco con el corazón gris madera,

ya que todos evitan y pasan de largo el lugar donde se está a solas —y esto ocurre

cualquier día de la semana. Todos se conocen desde la infancia y en la infancia el

tiempo sube por el cuerpo. Los huesos crecen con atropello. Cuando a los hombres y

mujeres se los sorprende con los huesos del hambre a la vista, las mezclas de bondad y

perfidia tienen en ellos la misma cantidad de costillas para contar. Sólo si no se es más

que un pielyhuesos entonces los pensamientos juntan las puntas. Sus extremos no han

pagado el pato. Y si se tiene jambre las soldaduras de los huesos son ásperas bajo la

piel. Los pensamientos que juntan los extremos se parecen a anillos de vómito de

animales o alambres de fardo. De un lunes a la punta del otro lunes todo ata lo que no se

piensa.

31
La mosca

El esmalte de uñas dentro del frasco es italiano. Rojo noche. La tapa nacarada

sobre la mesa reluce. Del otro lado del frasco las manos de Nadia tienen los tendones

tirantes. Las venas brotan y se sumergen. Los labios soplan desde el vértice carnoso. Y

el aliento tibio se empúa enseguida por el frío.

“Cómo puede ser italiano”, dice Timme.

“Todo el mundo lo sabe. La esposa del prefecto lo saca con una jeringa del

original y lo divide en estos frascos”, dice Nadia. “Y los rebaja”, dice Timme. “Cómo”,

dice Nadia.

Los frascos con esmalte para uñas de contrabando se fraccionan y nunca se

venden llenos, se lavan bien y se los completa hasta la mitad. Valen como dos

nacionales llenos. Después de usados algunas mujeres los sumergen en solvente o los

hierven en agua y detergente, y los devuelven a la mujer del prefecto para que los

recargue. Ese día las clientas destilan acetona. Es usual que demore semanas si el

prefecto no controla los barcos que regresan del extranjero a Dock Sud. Ya cuando

aborda con sus compañeros el prefecto piensa en el negocio de su mujer. Pues su esposa

no sirve para otra cosa —muchas mujeres sienten lástima por ella, es mayor que el

prefecto y no le ha dado hijos. Para las mujeres los mejores cosméticos y confecciones

son los italianos. El rojo noche tiene un poco de la granada y otro poco del color de los

frutos endrinos. Una vecina dijo que el rojo noche es color burdeos.

“Dura más que los nacionales, vale lo que pago”, dice Nadia. Se ríe de lo que

dice, pero no se defiende de nada. De nuevo saca el pincel y lo escurre. Una gota per-

fecta.

32
Dos moscas silenciosas de invierno suben hasta la luz colgante. Las sombras

cruzan por encima de la mesa. Las sombras son de mica. Las moscas hacen cornisas. Y

descansan en el aire. Timme fuma. Mira un plato vacío con gotas de vinagre, bebe

cerveza sin sed. Apaga el cigarrillo y ahora no sabe qué hacer. La luz llega incompleta

hasta las cortinas. Los tulipanes rectos forman ramos de yerbajos descoloridos. El sol ha

desgastado los colores.

Tampoco ellos dos, como el prefecto y su mujer, tienen hijos. Son jóvenes y

Nadia apenas hace dos años que trabaja de maestra. Cuando se meten a la cama el deseo

que les circula es intransferible. No piensan en hijos. Juntan los pies y se hacen eco uno

al otro con algunas ideas.

A ella las yemas de los dedos ya se le han puesto gruesas. Las tizas giran

corroyendo y se deshacen rechinando. Si ojea una revista, o pasa las hojas de los

cuadernos, siente las superficies ásperas. Timme espera en el extremo de la mesa. Tuvo

la idea de que envolviera los ruleros más delgados con tela adhesiva y pusiese la tiza

dentro. “Así se parten”, dice Nadia. Los trazos de esmalte son más largos que la punta

de los dedos. Y al final de cada rizo el color todavía sigue vivo.

Las moscas trepan más arriba de la lámpara. La luz queda desnuda y amarillenta.

A medida que las uñas se vuelven rojo noche el rostro de Timme se hace cada vez más

turbio delante de Nadia. “Tanta cerveza de noche te va a hacer caer de una torre”, dice.

“Sólo la cerveza me refresca.”

“Es invierno.”

“Tengo calor”, dice él. El aire no podía irse de la casa cerrada. Las manos

blancas de Nadia tiran de la punta de los dedos.

La mujer del prefecto también vende géneros y telas de los más diversos lugares,

no sólo italianos. Cadenas y anillos de oro, y relojes y anteojos. Todas sus mercancías

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mantienen un aspecto hermoso y saciado. Hasta el olor que emanan no envejece. Y sin

embargo muchas de las mercaderías ya han sido usadas. A veces, y sólo a unos pocos

clientes, la mujer del prefecto llegaba a ofrecer, con reserva, radios Telefunken y

radiograbadores Grundig con tres bandas de onda corta y frecuencia y amplitud

moduladas. Nadia había adquirido un radiograbador de estos al poco tiempo de vivir

juntos. Habían garantizado dar una mayor suma de dinero que los demás interesados.

Al salir de la luz las moscas llevan una vida invisible. Como los objetos de la

alacena o el final de la calle, donde nunca se ve a nadie. Tal vez apenas pase vida por

allá. El camino que hace Timme hacia la destilería dobla en la última esquina antes del

final de la calle. Aún en los últimos días de calor el final permanece despejado, hay

pocos árboles. Todos tienen hojas perecederas y costras desprendidas. Timme arruga la

frente. Allí se le aparecen tantas bocas apretadas, que Timme detiene la bicicleta. Debe

poner ambas manos en todo el rostro. Ahora delante de Nadia hace lo mismo. “Hoy

tenés un día metódico para beber”, dice Nadia. Timme se saca las manos. Ve puntas de

lengua en los dedos. “De gato”, dice Timme —ella dice, “sí.”

La mosca quiere caminar sobre la lámpara incandescente. Nada más que por un

instante las patas peludas son más amplias que la mesa. Las vellosidades desordenadas

van en todas direcciones. Borrosas y frías. De inmediato bajan por las nucas y las

espaldas. En los pliegues perpendiculares de la cortina, los cálices de los tulipanes se

golpean unos contra otros. Detrás de Nadia toda la ventana es noche de invierno.

Timme vuelve a llenarse el vaso. Los vecinos hablan en voz alta. Las paredes

dejan pasar partes de diálogos, de palabras. La curiosidad incompleta se mezcla con las

mismas ideas que todavía no le llegan a la boca. Dentro del vaso las fibras de espuma se

estiran. Algodón ciego. Cierra los ojos, Timme vuelca el aire del vaso en la boca.

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“No podemos irnos así nomás, sin saber a dónde, escarbar un hoyo en la tierra y

pasar los días y las noches sentados ahí, tener un hijo en la hojarasca, trabajar y dormir,

comer, barrer, doblar las sábanas. Es horrible cuando no se hace en casa, es peor que

una mentira cuando no hay una idea detrás, no podemos dejar, abandonar todo así nada

más, yo no puedo”, dice Nadia.

La tapa del esmalte es áspera al tacto y tiene una punta finísima. Pasa de una

mano a otra. A Nadia le pesan los ojos.

“Catalina qué dijo”, pregunta Timme.

“Que hay que hacerlo por lo menos para que el subcomisario pase un papelón.”

“Y quién se va a quedar con el arma.”

Nadia mira fijo a Timme, Las cerdas retienen una gota de esmalte.

“Un papelón no es algo político”, dice Timme.

“Va a ser político cuando le griten en la cara te afanaron el arma unas pendejas

zurditas.”

Las mujeres dejan el frasco a la mujer del prefecto, y cuando vuelven por frasco

las mujeres llevan las uñas limpias. Los niños permanecen de pie al lado de las mujeres,

los cuellos y las orejas les arden por la impaciencia. El pelo les tritura las sienes. La

mujer del prefecto posee jarrones color pimentón. En las mesitas y debajo del espejo.

Las flores de tela son iguales a las verdaderas.

“Todos los días en la destilería veo el fracaso más grosero y del otro lado el

triunfo más grosero.” Timme saca un pepino del frasco de conserva. Es rígido por fuera,

pero la médula, blanda y traslúcida. Corta ruedas del ancho de un dedo. “La sobrina del

sastre tiene una dirección segura”, dice.

“Dónde.”

“No sé todavía.”

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“Es todo gravísimo, pero ahora no podemos vivir como animales despavoridos,

es demasiada irresponsabilidad vivir así”, dice Nadia. Estira una línea. Le parece que la

línea está bien. El rojo es menos grave que las palabras.

“La vida se me hace cada vez más enorme y también más corta”, dice Timme,

“ya no siento impaciencia, la verdad, sólo siento asco.”

Ella se queda con la punta del pincel haciarriba. El líquido corre hasta escurrirse

en el interior de la tapa. Serpentea sobre las salientes de la rosca. El cuerpo de color

prolonga su espiral. Nadia afirma el pulso. Toma algodón y limpia el interior de la tapa.

Timme bebe. Ella moja el pincel en la laca y espera sin sacarlo.

“Dame un cigarrillo.”

Timme lo prende y se lo pone Nadia ente los dedos. Ella aparta los dedos unos

de otros. Los eleva verticales. Chupa y aprieta el cigarrillo en el surco de la base de los

dedos. Saca el pincel y estira una película de esmalte. Ha extraído la cantidad justa.

“Cómo vas a salir al mundo si lo único que sentís es miedo”, dice Nadia. Los vecinos

habían callado. Las moscas de invierno son silenciosas. Timme se mira las palmas. Ahí

el ansia es salada, pequeña, comprimida en las cicatrices y líneas —luego junta las

manos. Sonríe. El silencio en las mandíbulas de Timme pesa más que su frente. Los

dientes del fondo tienen ojos de plomo y machacan. Tan parsimoniosos que los

pensamientos no logran hundirse, y traga pepino. Pero Timme no oye a los pensamien-

tos. Sino a los dientes moler. En el preciso momento de hablar no tiene palabras para

Nadia. Los pensamientos que Timme no quiere pensar perduran sin variación por más

tiempo en la cabeza que los otros.

Si el tapizado de malezas del fondo de la calle le corta el paso a alguien, en lugar

de callar y seguir, la gente usa lo que apela para justificar casi todo, “es el destino.”

Pues hay cosas de las que no se escapa. Si las paredes oyen, la gente calla, porque sabe

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que el parloteo y la soledad llevan el mismo destino. “Si hay cosas de las que no se

escapa, entonces no es ninguna casualidad quien vive y quien muere”, dice la gente. “Es

el destino.” “Es la pertenencia de clase”, escriben en Estrella Roja. Cuando el destino

desaparece del vocabulario ocurre casi todo también a causa de la suerte.

Si Nadia lee un ejemplar del Estrella Roja anterior a septiembre del setentaitrés,

se ríe. La risa de Nadia logra siempre que las preguntas parezcan tontas. Provoca que

Timme dude acerca de si debe volver a hablar por un rato. Timme está seguro de que los

diarios y las revistas sólo deben leerse un par de veces. La Estrella Roja no es la

excepción. En la destilería hay sectores donde nadie puede hablar. Al lado de las torres

de cracking brotan manojos de señas previsoras. Si los operarios están uno frente al

otro, simplemente agrandan los ojos. Y de este modo saben que es necesario bajar de

inmediato. Algunos de esos hombres son fáciles de comprender. Timme los capta de

inmediato y mejor que a nadie.

Nadia está sentada en el borde de la silla. Es cauta. Observa con atención la

punta del pincel sobre el fondo de una uña. Sopla con el humo del cigarrillo. Con las

dos palmas de las manos aprieta el vaso de Timme y se lo lleva a la boca. Bebe sorbos

cortos. Le queda espuma en el labio. Se la quita con la lengua. Pestañea varias veces

seguidas. Toma un sorbo largo. Él observa a una de las moscas hasta que ella dice,

“todavía no llegó lo peor.” Entonces él le arrebata el vaso.

La mosca hace equilibrio en el borde del vaso, el líquido hace equilibrio en el

interior. La boca es dueña del trago, el destino de la mosca es escapar.

Nadia mira la nuez de Timme.

“He vuelto a soñar con el caballo negro dormido, bajo ese cielo estrellado”, dice

ella. Luego se concentra en una uña.

“Los caballos duermen parados. Cómo sabés si está dormido o despierto.”

37
“Lo sé en el sueño.”

Timme no pregunta si sucede algo más. Pues duda del sueño. Cree que Nadia lo

bosqueja antes de dormirse y al otro día se levanta con esos pensamientos que termina

distinguiendo como figuras cuando está despierta. Que es un caballo para no ser un

perro, sólo porque a ella no le gustan los perros. Nada más tiene temor a quedarse sola

como el animal que se inventó bajo las estrellas. Nada más porque las estrellas le

añaden distancia a la distancia y soledad a la belleza de un lugar imaginado. Nadia es

demasiado imaginativa.

“Es como si no durmieras conmigo mientras te estás durmiendo.”

“A lo mejor el caballo tiene tu nombre en la frente y algún día lo pueda leer”,

dice Nadia.

El sueño de su mujer era siempre tan angosto que la sospecha de Timme se

acrecentaba cada vez que se repetía. Tenía la idea de que por fin terminaría siendo algo

desagradable. Nadia se inclina sobre las puntas de las manos. Timme observa. La

sombra de pronto no tiene dónde meterse bajo la luz. Las manos y los cabellos de su

mujer están encogidos. Nadia elige el tamaño de la gota para la uña. Dos veces. Los

largos bucles de Nadia se balancean. Todo de repente está lleno de invierno. Con

tenacidad, Timme lo siente contraerse dentro de él mismo. Nadia arrastra con la cabeza

las puntas de los cabellos hasta las últimas costillas. Y se quedan ahí enrolladas como

un matorral. Timme es el fondo de la calle bajo la lámpara del comedor. Entorna los

ojos. Abrir la puerta y bajar las escaleras. Y salir a la calle y acostarse sobre el empe-

drado con el tórax enmarañado. Sin pensarlo dos veces, dejarse crecer con furia. Como

si tuviese todo lo importante agarrado por dentro y sin poder dejarlo salir de otra forma.

Sólo igual que una trepadora tonta, sin freno, que no sabe de dónde prenderse y se toma

de la oscuridad. Al lado de un río que no tiene primavera, verano ni otoños reales. In-

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vierno era una palabra verdadera en boca de sus abuelos y sus padres. Difundirse así es

vil. Nadia dejó de soplar y presiona el pincel en la boca del frasco. Las comisuras de la

boca le quedaron hundidas. Timme luego cree que Nadia quiere evocar un caballo y una

tormenta reales que le contó un alumno de ella. Sólo ha inventado el caballo del sueño

para él. Para Timme. Sin embargo nada tiene un sentido claro para Timme.

A través de un mechón de cabellos y el blando arco de la mano la mosca se

escabulle. Vuela hasta que el orificio del frasco le queda cerca. Y se alza con la gota.

Para la mosca la gota son muchísimas gotas. Durante un segundo vuela también

muchísimas veces. La esfera roja parece un brote nuevo, en delicado equilibrio. Des-

pués zumba agarrándose de los filamentos de la luz eléctrica. Trata de mantener las alas

limpias —el vuelo. Pero se precipita sobre la mesa. Las alas chillan. Dentro de un

desorden de líneas y hebras, Se retuerce. Para el esmalte eso es un trazo. Mueve las

patas dentro de su propio rastro. Las alas dejan también las impresiones de unos ojos

planos. Luego se desprenden arrancadas como escamas. Y el nuevo ser combinado se

estira y se arrastra. Al rato se queda quieto, coloreado en su propio vestigio.

39
Cuando alguien se pierde

siempre llega al puerto tres veces

El día se inició como cualquier otro día.

Un gallo, la cucharada, el agua para el café. Nadia indujo el clima desde la

abertura de va ventana —un paralelogramo de cielo.

Cuando alguien se pierde llega al puerto.

No importa si se pierde luego de beber, luego de acostarse, o luego de dormirse.

El aula, la punta de cualquier tiza partida, un renglón vacío de un cuaderno. Van

a juntarse con cada letra sobre el pizarrón. Polvo de tiza y sol mezclados. Nadia

pregunta qué sustantivo es rebaño. Todos los rostros la observan. Los meditabundos, los

sorprendidos. Y los manchados, que poseen las costras de comer salteado en las

mejillas. El alumno que levanta la mano cierra siempre un ojo, “es un grupo de anima-

les”, dice.

Manada, cardumen, recua, piara, multitud, tropa. El sol cruza en diagonal la

tercera palabra. “Sí, pero qué clase de sustantivos son estás palabras”, dice Nadia. Los

ojos rectilíneos la observan. Todos los ojos. Reptiles aletargados. El sol diagonal

hiende.

Cuando alguien se pierde siempre llega al puerto. El sol amarillo allí siempre es

humo. La primera capa es blanca, y da un sol granulado. Como la grasa cruda de vaca.

La segunda es amarillo pálido como la luz de un velador. Hay luego amarillentos, y

unos arenas. El color original es un gran blancodorado que se seca al volar el día. Y con

el tiempo se deshace. Este sol de humo. El último estrato es rosado, con tres rosas. Rosa

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arena, rosa huevo, rosa carbón. El humo nunca se vacía deprisa ni por completo. Confía

en sí mismo.

Delante de Nadia, alumnos en la luna. Cuando una palabra se pierde, se pierden

también todos los rincones.

“Ahí sólo crecen flores de carbonilla”, dice Nadia. Pone los pies entre los muslos

de Timme. Nadia se estremece. Siente los testículos enormes. Echa una ojeada.

Flores, hojas y semillas se dibujan detrás de los ojos de Timme. Nadia le dice

que enseñar y amar son muy parecidos. “Dos nunca saben lo que al principio sabía

uno.” Él sostiene la mano sobre los ojos. “Ya oí eso”, dice. Timme aleja la mano y las

flores de carbonilla se hunden. La penumbra está revestida por completo de ojos

cerrados. Entre los dedos de Timme crece la flor. Baja la mano. “Tu flor de carbonilla”,

dice. “Mi amor”, dice ella. Toma la flor vacía y sonríe. “Esto es amor o enseñar”,

pregunta Timme.

Cuando una palabra se pierde se llena de nuevas palabras.

Nadia pregunta a los alumnos qué clase de sustantivo es rebaño, y se siente sola.

La soledad, en la boca, es sinuosa. Pero después se vuelve más fácil, depende de

si los demás se dan cuenta. Aunque la soledad viene cuando quiere, pero nunca se va.

Enseñar es tan solitario que Nadia desearía que esa misma soledad fuese una herramien-

ta. Pero, lo que Nadia es, en cambio, no logra engañar a la soledad. Pues a través de la

soledad Nadia toma contacto con algo más que con la vida que vive.

Sola, más sola —la soledad demanda ser algo primordial.

De ninguna otra forma se puede estar tan sola como entre los alumnos. Entre

todos los ojos. Los ojos rectilíneos. Los alumnos moderan su confusión y ponen ojos o-

blicuos. Pérfidos o dóciles, en su mayoría insulsos.

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Cuando es una palabra la que se pierde también en definitiva llega al puerto. A

pesar de que la gente tenga la misma y sin saberlo detrás de las fachadas.

El padre del primer alumno de la fila de la ventana ha muerto aplastado en el

elevador de granos. El padre del cuarto alumno desapareció con otros tres tripulantes en

el dique, cuando una arenera dio vuelta campana. El alumno de la ventana no tiene

padre, pero su tío perdió la pierna izquierda bajo una vagoneta de alquitrán. El padre de

las mellizas es sordo de un oído y trabaja en la Administración General de Puertos. Al

padre del alumno que parpadea siempre lo mató un policía hace unos meses atrás. El

mismo que lo mató visita a la madre del niño. Una parte de la vida se acostumbra al

deprecio, como a secreto familiar vergonzoso, que todos los integrantes de la familia

recuerdan una y otra vez cuando empiezan a mentir. Por eso algunos alumnos se ponen

zapatos de charol estropeados. Los balancea bajo el pupitre. Y fingen que no son sus

pies. Otra parte de los alumnos se acostumbra al cráneo rapado y a las cápsulas de pus

en el cuero cabelludo. Piojos agrios que se vuelven dulces. Está también la parte de la

vida que no necesita vida propia. Y se habitúa a que su dueño a diario sea el hambre.

Está la parte de la vida predispuesta a una vida que no haya terminado del todo. Es la

que pierde por cualquier lado a la palabra soledad.

La soledad llega al puerto con dos soledades más. Así también, acaloradas,

abiertas de piernas cuando llega el verano a los conventillos de madera y zinc, las

mujeres huelen, de su entrepierna, a sus hijos antes de nacer. Los niños nacen de cabeza,

de pies, atravesados, nacen como pueden. Pero serán tan oprimidos como ellas, y para

que no lo sean tanto añoran varones. Antes de que el olor del vientre de la madre des-

aparezca del todo, éstas eligen un nombre, pero ya han pensado durante meses o desde

niñas el diminutivo de sus hijos para toda la vida. En su primer día de vida a los hijos ya

los devora la soledad. La soledad anda frente a los ojos de las madres. Por eso las

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madres se dan cuenta de que les ha llegado la hora de ser madres en el pueblo del

puerto.

“Tu flor de carbonilla es una mugre”, dice Timme, “te manchó la frente”.

Después, antes de dormirse, cree que besa agua.

43
El asta

Todos los niños llevan el cabello con cortes rectos detrás de las orejas. Las

tijeras dejan flecos limpios. También las nucas, como ante el espejo del peluquero,

conservan dos ángulos severos. Debajo, la piel tersa, o enseguida una suave pelusa,

irrigadas como carne de fruta. Los niños ven en los otros el cuello rojizo y el contrapelo

remordido por el frío, que también son los suyos. Los ángulos y orillos impiden que la

vida de los cabellos crezca haciabajo. Un poco más arriba, encuentran su lugar para

fustigarse, abajo, más allá de las líneas de la tijera, los cabellos no tienen vida.

Los piojos más achispados son capaces de llegar hasta la mano del peluquero.

Enseguida las nucas quedan despellejadas y el piso sembrado de mechones. “La má-

quina no hace diferencias como la tijera o la navaja”, dice el peluquero.

Los rizos quietos, ruedan y los cabellos flácidos zigzaguean a causa de los pasos.

Cuando el peluquero forma un montículo con todos los mechones arma un hormiguero.

Entonces él baja a los niños del sillón con estrépito. Embolsa las batas y desinfectas los

peines. Jamás pasa el peine fino, “solamente corto”, dice, “aunque debería incendiarles

las cabezas.”

“Decile a tu vieja que es una sucia.” Los pocos clientes siempre asienten.

El peluquero se vuelve hacia su tira de cuero. Con las manos entrelazadas y los

ojos cerrados los clientes aguardan sus turnos. Los padres no son responsables por los

piojos. El peluquero baja la cabeza. “Los hombres se ensucian por el trabajo”, dice

después de meditar. Bajo las tijeras, los clientes no pueden asentir.

La navaja vuelve a deslizarse. El cuero susurra, la hoja agita otras hojas

invisibles. Un hombre sentado en el sillón, cuando se incorpora, deja en el banco de los

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que esperan una caja trapezoidal de sol. A la cuerina abollada se sube el gato. Jamás

viene de algún lado. Los demás clientes cabecean con la boca entreabierta. Si alguno de

pronto ronca el peluquero aumenta el volumen de la radio. La gran mayoría del pueblo

portuario sintoniza el mismo programa. Ahí los argentinos gritan y jamás enmudecen.

Ofrecen sal, cafés, cigarrillos, mermeladas. Leen ante el micrófono las mismas noticias

desde los años de la dictadura de Onganía pretendiendo que nada ha cambiado. Ponen al

aire los mismos tangos. Los tangos sólo se repiten por motivos de lluvia, deportivos o

efemérides. Y otras efemérides especiales que abarcan a las anteriores. Eso pasa cuando

hay coautores, muertes accidentales, y los gustos del musicalizador radial. Pero el

universo de tangos no es ilimitado. Aunque no hay nada más extendido que el tango y la

suciedad en las calles. Excepto, en el cuerpo de las personas, ahí el tango cede ante los

piojos, las pulgas y el hambre.

Cuando el hombre ronca de nuevo absorbe su ronquido y abre los ojos húmedos.

Los demás también se estremecen. Uno abre una revista deportiva. El gato gris es de

cemento. Su paladar duerme tenso bajo los ojos. Mientras sea invierno los agujeros en el

cielo del norte desaparecen para el gato. Desde allá, en verano, arriban las calandrias.

Esquivan las chapas relumbrantes y el núcleo selvático de la margen del río. Donde

algún gavilán echa a volar demasiado pronto o demasiado tarde.

Frente al colegio de curas hay tres sólidos árboles que entrelazan las copas.

Entre el primero y el último el gato del peluquero pasa el verano. Las hojas en punta tie-

nen la forma y aspereza de sus orejas. Las sombras, el color de su pelaje. El acecho de

las ramas es igual que su cuerpo de lechuza paralizado. Las calandrias mueren de una

pieza excepto por las plumas. La barriga del gato tiene el color del plumaje que se

precipita y se lleva el día. A veces el aire o los vehículos agrupan a las plumas en la

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entrada de dos escalones de la escuela del sagrado corazón. En verano las calandrias que

llegan y el gato se ven por última vez.

Los niños que una vez por mes no se sientan en el sillón del peluquero caen bajo

las manos de sus madres —con caras adustas se dejan cortar el pelo. Y se levantan con

la sensación de que sus cabezas han sido puestas en lo alto de un palo. Esto dura para

ellos horas o días, porque cada vez que se ven al espejo están escondidos de sus madres

y en lo alto de sus cuellos. Nadie les dice qué deben dejar de verse en el espejo. Porque

los niños tienen ocupada la venganza en aplicarla entre ellos, no son capaces de prever

que los cuellos desnudos no aguantan a los cabellos, que el cabello siempre vence. Y

que las maestras coleccionan en los ojos sus nucas, las orejas colgantes y el escueto

borde sobresaliente de las camisas sobre los guardapolvos. Ellas llevan todo en los ojos.

Pero si todo eso les dura mucho también quieren quitarlo de ahí. Detrás de los ojos la

vida guarda recuerdos enfurruñados y delante de ellos la misma vida teje los pies con

paja. Se hierve la carne dura y se come. Los días de lavado se lava y se plancha. La sal,

la grasa y el azúcar se dividen porque no se puede ahorrarlas.

A veces cuando el aula queda en silencio, en el extremo del patio, el asta de la

bandera rechina. Parece una puerta a punto de azotarse. Pero se detiene. El cielo arrea.

El tiempo estira una raya junto a un espacio en blanco. En el patio desierto el chirrido

vive, porque los pasos lo usan para andar de puntillas o deprisa. El chirrido del asta no

sabe entonces que se ha vuelto furtivo y que los pasos se ocultan a la vista. El rechinar

nunca puede esconderse en el viento. Porque el rechinar no es igual que el viento. Pues

el viento y el asta son dos fuerzas en el mundo como las calandrias y el gato del

peluquero. Luchan entre ellos, pero la fuerza de gravedad los vence. O bien al final de la

vida o en el apogeo de las cabriolas.

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También vence a los cabellos cortados, que descienden más lentos que el sol. El

pie del peluquero los aparta ya sin darse cuenta. Porque el peluquero ha elegido

moverse en círculos como los boxeadores.

Mientras a los niños se les imparten media hora de curvas las puntas de los

lápices también rechinan. Las curvas surgen más o menos inseguras. Las maestras han

dejado de observar las caras. Porque saben que las caras de los alumnos no suministran

ninguna información de lo que hacen cuando no están concentrados en la tarea. Se

detienen al lado de los pupitres. Pellejos de piel, cortezas negras de uña. Todavía las

verrugas roídas durante el verano. Cápsulas de espinas. Las puntas de los lápices se

quiebran y saltan, y nadie las ve más. Un león, un tigre, un elefante deben esperar al

sacapuntas. Cada hoja con el nombre del alumno debajo, al costado o arriba. Ningún

alumno escribe el nombre sobre su dibujo. “Eso sería una tachadura”, dice la maestra.

Sin embargo dentro del salón los niños no almacenan en los ojos más que las

paredes blanqueadas —y el agua arrugada del patio que aprieta el viento, esa agua de la

lluvia pasada cruje en las cáscaras que devanan los sacapuntas, atraen a los niños hacia

el exterior. A sus lápices y a sus manos los acompañan los dientes. Pues el cuerpo se les

contrae tanto que sus dientes llegan hasta el pecho. Y la tarea mete agujeros, muescas y

gotas contra la voluntad de los alumnos. Y ellos se ríen o se enojan. Pero se concentran

tanto en las letras de los nombres como lo hicieron con el dibujo. Tanto que no oyen al

asta, al agua y a las paredes crujir. Sólo sus dentaduras restallan en el fondo de la

cabeza. En cambio las maestras, si callan, oyen a su respiración y al tictac del asta.

Cuando Timme estaba en el tercer grado de la escuela podía subir hasta la punta

del asta. Nada más que con apretar las manos y cruzar los pies alrededor del tubo de

metal. No sabía cómo poseía esa habilidad que le nació un día en la planta de los pies.

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Entonces pudo ver los techos, el peso del aire sobre la vida amontonada detrás de las

ventanas, y los ojos desenfrenados de las palomas.

El asta es hueca y está soldada en dos partes. Aun en los últimos días de

noviembre el hierro siempre permanece fresco y vibrante. Cada tramo superior es más

delgado que el de abajo, y donde entra en el piso hay pequeñas grietas que se irradian a

través del cemento. El fondo del cielo sobre el río también es una línea gris, basta,

hacinada de cascajos.

En las uniones de los tramos, más rugosas y groseras, Timme descansaba un

poco. Se adhería con los pies hasta que volvía a sentir el cuerpo flexible y al asta tiesa.

Entonces estaba pintada de gris claro. La pintura era salada y el aire húmedo. Arriba

Timme podía abarcar el bajo campanario de la iglesia y el techo de chapa de zinc. En las

cornisas de mampostería crecían plantas de hojas nudosas. Olían a repelente de insectos.

Del lado opuesto, al tinglado del escenario del Deportivo Dock Sud se levantaban

algunas chapas. Veía parte de la pista del club y de las seis gradas de madera reseca de

durmientes. También tenía a su espalda el piso superior de la casa donde los dos curas

alemanes del sagrado corazón vivían con una empleada. Y a su izquierda todo el

segundo patio de la escuela techado, que usaban los días de lluvia.

En los atardeceres de verano el cura más joven iba y venía por el patio de recreos

en calzoncillos. Fumaba con la mano libre en el ombligo. “El sitio más fresco es la

iglesia”, decía el cura más viejo. “La heladera”, decía el cura asistente. La empleada lo

abrazaba y le decía “mi alemán culo de pan”. Los vecinos decían que lo que se cocina

una vez ya nunca más vuelve a estar crudo.

Las maestras le gritaban a Timme desgarrando el aire. Hacían doler los oídos a

todos. Las lenguas daban latigazos levantiscos. El índigo de las vitrinas de la iglesia

brillaba. Abajo los alumnos corrían como animales con pezuñas estrepitosas. Tropezar

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con los gritos de las maestras volvía a los alumnos irascibles hasta salir al mediodía de

la escuela. Los gritos irritaban a Timme. Hacia el este, detrás del club, crecía el puerto.

Se había vuelto más vertical que extenso. Silos, esferas de gas, tanques de crudo,

catalíticos, llamas hechas contra el viento y la lluvia. Las bóvedas de las copas de los

árboles eran del tamaño de una mano. Sólo sabían agitarse o quedarse quietas.

Y Timme, debajo de los paños de la bandera, sentía la protuberancia de la rueda

de polea y la soga contra el pómulo. Ahí mismo, también, sobre el hueso del malar,

estaba el peso de su ojo. Cómo iba a poder ver después de estar ahí arriba, de más cerca,

la comida que él mismo se llevaba a la boca, o las mujeres con pañuelos atados sobre el

pelo, o los secretos, debajo de las cabezas, y todos los pensamientos por dentro y por

fuera que él mismo deseaba conservar después de esa visión. Las ventanas solitarias de

las casas subían y bajaban por las paredes. Las cortinas, con sus esquinas flotantes, re-

calcaban las penumbras. Las mujeres sacudían las sábanas limpias, las doblaban, se

acercaban unas a otras, pero no se miraban a los ojos. Dejaban los ojos rodar por la

punta de sus dedos y el punto del plegado. El tiempo vacío dejaba la raya y el espacio

en el cielo. Subían. “El tiempo vacío te entra en la sangre y ya nunca más vas a tener

paz”, le dijo una vez el cura más viejo a Timme. No quería que volviese a subir al asta

por amor a su simpleza infantil. La misma que debería mantener de adulto.

Asido al asta, el resto de los huesos le colgaba dentro del cuerpo. Nunca antes

los había percibido así andando por el suelo. Podía sentir también los movimientos

internos del vientre alterados por el ascenso. Y las escasas pestañas, echar chispas.

El sol le pegaba en la cara. El mundo viajaba debajo de una nube. Y necesitaba

nada más que un susurro para trasladarse por el vacío.

Durante un corto tiempo Timme se las arregló como toda una fila de hormigas

para trepar un día tras otro. No hubo castigo que lo detuviese. Tampoco la boca seca y

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entreabierta por el esfuerzo. Muchas veces tampoco había nube alguna pero el cielo

andaba sucio.

“Estás loco”, le decían sus compañeros. O preguntaban si no tenía miedo.

Después se reían. En realidad no querían decir nada de eso que decían. Miraban la punta

del asta. Esperaban que la silla de Timme quedase vacía. El puesto del pupitre tenía el

cuaderno arriba y la cartera debajo. Recién el día que lo encerraron, sin que pudiese

salir a los recreos, cesó el alboroto. Ya que los otros alumnos esperaban que él se

escurriese para subir —daban vueltas y rodeaban a las maestras, o peleaban y gritaban y

corrían, como todos los días, hacia las paredes. El hasta estás se les quedaban en los

costados de los ojos.

Cuando Timme descendió la primera vez del asta uno de los curas ya estaba

esperándolo. Timme bajó sólo cuando se sintió cansado. El cura más viejo que aquella

primera vez lo tomó de la parte de atrás del cuello. Donde la verdad se alisa y oculta

plana entre los tendones y ligaduras. Hincó los gruesos dedos en la base de la cabeza. A

Timme se le nubló la visión y las ropas se le subieron a las axilas. Aunque advirtió que

la mano era especialmente fría. Sin embargo una de las maestras no pudo contenerse y

descargó una bofetada con todo el largo del brazo. El brazo quería ser el rayo de dios,

pero sólo obtuvo un chasquido seco, no la explosión que la maestra deseaba. “Has

ensuciado la bandera”, dijo. Ella siempre empezaba las frases como las actrices de

películas argentinas, aunque nadie hablara en el puerto de ese modo, excepto algunos

inmigrantes más viejos. El cura apartó el segundo manotazo de la maestra. La mujer

estaba desconsolada. La presión digital del cura era más efectiva.

Cuando los días previos al verano son más centelleantes, el crujir del asta se

asemeja a la madera. Y las maestras más jóvenes, entrecerrando los ojos, se desprenden

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un botón del cuello. En esos días, en los niños, las enseñanzas se aturden porque el

verano está cerca.

El metal cimbreante del asta tiene todavía para los curas una pulpa desconocida.

Ellos sólo pueden atender a los bolsillos del alma de los alumnos. Y en especial a los

pequeños ojos del alma. Pese a que éstos ojos son aún menores que los del cuerpo, y

tampoco se han desarrollado de forma adecuada, es deber de los curas hacerlos crecer

eficazmente. Como un gusano en un vientre. Para que más adelante encuentre su

camino y su salida. Una vez afuera el gusano del perdón está preparado para que nada le

sea ocultado. En especial para perdonar lo imperdonable que ocurre cada día. En eso

consiste la culpa.

En las calles portuarias los árboles más antiguos son más altos que el

campanario de la iglesia. Y los pobladores no plantan árboles. Han crecido solos como

los besos de los rincones en las calles. Hay pocos creyentes que tengan un jardín. En el

pueblo del puerto un jardín es un lujo. Y apenas algún emparrado penoso crece al

descuido de su propio lastre vegetal. Como si fuese la primera vez, luego de la muerte

de su madre, Timme veía a diario en el aula, el retrato del sagrado corazón. El sol

alcanzaba a media mañana el vidrio erizado de pelusas y ondeado. Timme se distraía

tanto que en las clases de dibujo los corazones tenían aristas y placas, y orejas de cerdo.

Las orejas desaparecieron cuando trepó por primera vez al asta. Sin embargo, sus

corazones continuaron igual que sus cebollas. Triangulares. El corazón y las cebollas

ocultan pasiones bajo otros nombres.

El cura de las manos pesadas sentó a Timme en el despacho de la directora y se

fue. Quedó solo entre imágenes de próceres, biblioratos ladeados y pilas de papeles

corrientes —olían a pelaje de conejo colgado. Como los que se cuelgan bajo los

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voladizos en las casas de la costa. Timme estaba entonces tan cansado, que la piel de

conejo le pareció en su cabeza la estampa de un gato dormido.

En el polígono del patio las puertas de las aulas se perseguían en círculos.

Aquello que los alumnos leían en voz alta se rompía antes de concluir del todo. Las

bocas se conformaban de soplos mientras el patio proseguía su vuelta. En el patio caían

las palabras rotas que salían de las aulas. Y sólo eran testigo de estos los castigados en

el patio. En el despacho de la directora, por la ventana, apenas entraba el sol suficiente

para la sombra de Timme. Y él no cabía. Sentado, como ya estaba, en ese lugar. Se puso

de pie pero su respiración se quedó en la silla, y entonces se volvió a sentar. La silla

tapizada de conejo era fría. El frío era tibio, los pantalones, de franela de conejo. La

directora entró y lo miró. El sol a los pies de Timme permanecía más o menos del

mismo tamaño.

“Por qué lo hiciste”, dijo.

“No sé”, no fue una respuesta suficiente. Pero Timme la repitió hasta que sintió

que la boca se le chorreaba como cuando en verano bebía apurado agua de la canilla.

La directora se mantuvo de pie junto él. La punta de uno de sus zapatos

ingresaba en la faja amarillenta de la ventana. Ahora el sol se estiraba y los objetos

engordaban. La directora no tenía sombra propia. El silencio no entendía las palabras de

Timme. Y cada vidrio opacado de golpe por las nubes lanzó ruido de grillo. Afuera, el

patio navegaba hacia la faja gris del río. El cielo pasaba tirante —era una piel de conejo.

“Ahí arriba no hay gente”, dijo por fin Timme.

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El pote de grasa

El ingeniero no deja de decir que el grosor y la frecuencia de las moléculas son

la diferencia entre la vida y la muerte. Los hombres agachan las cabezas, pero ninguno

piensa nada en especial al respecto. Las ropas del turno completo hieden debido al al-

quitrán. Las balaustradas de placas de metal entrechocan peldaños, tuberías, y también

ingurgitan el olor de los asfaltos y el petróleo. El ingeniero lleva en la mano un pan de

cera. Va hacia su oficina. Justo bajo cada luz reglamentaria la cera es ámbar y luego es

una sombra diferente. Camina deprisa. El pasillo hace una esquina. Detrás de su puerta

silba una pava y sobre un cartapacio de felpa roja yacen dos panes más de cera. El

ingeniero ha recalcado su apotegma de las moléculas deletéreas demasiadas veces.

Nadia también ha llegado a conocer lo que el ingeniero petroquímico dice acerca de las

moléculas y los cuerpos atómicos.

“Esa es una muerte que hace mucho ruido, hay más silenciosas, no”, dice ella.

Se corre el cabello de la cara y lleva una mano a la mejilla caliente. Está sentada sola a

la mesa. Debajo de la mejilla apoyada en la mano hay libros abiertos. En la ventana, los

calzoncillos azules de Timme, enganchados de la soga, penden rígidos de frió. A Timme

le han inculcado desde la infancia que la muerte sólo es un rato matutino. En el que los

muertos nos hablan.

Para su abuelo paterno las palabras en castellano casi en su totalidad surgen

graves y cantadas. Éstas son las palabras involuntarias de su abuelo. El idioma cantor se

llevaba por delante al abuelo en el pueblo del puerto. Y las palabras agudas, mi-

noritarias, gorjeaban reabsorbidas y secas. “Después de que muera siempre seguiré

hablando mal para ti”. Entonces se rio, sin embargo tras la muerte su abuelo sólo le

habló a Timme en sueco. Muerta su madre, la escuchó siempre en el algodonoso alemán

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para niños. Cuando el vapor de la destilación de la torre fraccionadora hace fruncir los

labios, Timme también usa de esas palabras pequeñas y voladoras del abuelo. Prefería la

i que se pronuncia contra el paladar y el acento grave y cantado.

En la ventana del dormitorio, las flores de invierno que puso Nadia tienen los

picos de los sépalos terrosos. El puerto cuelga luces ya antes de anochecer. Los sépalos

devienen agujeros de embudos. Desde que viven allí para Timme es como estar a punto

de salir hacia trabajo tras cada momento. Las noches que la corriente eléctrica se corta

en todas las casas, las torres de fraccionamiento continúan brillando plateadas. Del otro

lado del dique los nimbos opacos de los tanques de depósito permanecen inmóviles.

Delante del humo más lejano se abre paso la ventana en la pared. Por las calles andan

unas ascuas de cigarrillos y los prolongados dedos de las linternas. En la funda de la

oscuridad las figuras pasan casi vacías. Y las luces del puerto entonces apagan todas las

estrellas del cielo. Las calles segregan olor a sopa oscura y clavo de olor. Entonces

Nadia se apresura para volver a casa.

Cuando Nadia le preguntaba cómo se decía algo en sueco él decía “no sé”. Dejó

que ella se cansara de preguntar.

Los jueves por la noche y la mañana de los sábados Nadia entra muy atenta en la

villa que rodea a la fábrica de jabón. Allí adentro, con otras mujeres del asentamiento,

construyeron un horno de barro que protegen con unos biombos de chapa ondulada.

Cada vez que llueve enarbolan otra chapa por sobre sus cabezas. Ese día de todos

modos también hornean. Incluso bajo una sudestada sacaron pan. Ese día el horno

trabajó hasta la noche sólo porque todas las mujeres decidieron repartir pan en todas las

casillas. Y las mujeres del horno entran y salen de la casilla donde amasan pan y dejan

la chapa al lado de la puerta. Una docena de mujeres unen bollos gomosos. Siempre

deben acarrear agua del interior de la villa para las porciones que quitan de la masa

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madre. Sólo hay dos canillas en todo el caserío, con las espaldas pegadas y atadas con

alambre, y nada más otra tercera canilla en el límite de las casillas con la fábrica. El

suelo está desnudo.

Los cortes de electricidad sorprenden a Nadia antes de terminar las tareas o por

el camino de regreso. A pesar de prometérselo a Timme, siempre olvida llevar la

pequeña linterna plástica que otras mujeres guardan en las carteras.

La gente dice que el gobierno de Isabelita deja que los cortes predominen los

jueves porque cree que los adversarios prefieren ese día para reunirse. Por eso ya hace

tiempo han declarado ilegales a varios grupos políticos. El gobierno piensa que la luz

eléctrica y las palabras son lo mismo que la oscuridad de las velas y el silencio de los

televisores. Las personas no logran hablar como es debido cuando los cortes de luz los

sorprenden. Se fastidian porque los ojos se les vacían de lo que más les gusta. La parte

del país que puede hablar, habla de los otros. Los que escuchan a veces piensan nada

más en sus cosas. Los que están a oscuras esperan que la electricidad regrese y hable

por ellos en todos los aparatos. Pero es habitual que la luz regrese a los focos,

hormiguee en los filamentos, y no pueda mirar fijo. Entonces desaparece de nuevo.

“Acá nunca pusiste ni un mazacote en el horno”, dice Timme. Pero Nadia, al

lado de él, se traga las palabras de pie, porque se ha quedado mirando los libros de la

mesa. La estufa está rojamarilla. Dura hasta que un fuego aterciopelado y azul

reemplaza el color. El azul caldea, el rojoamarillo ahoga. El palo de la escoba está

apoyado en el abdomen de Nadia. Abajo, en un patio vecino, ladra un perro. Para los

perros la luna no surca el cielo pero los influye. Las nubes rojas son negras para ellos.

Timme sonríe con dos ojos de aguja. Ahora toda la luz eléctrica perdida corre por sus

nervios ópticos. Sin embargo no es suficiente para ver qué hay que barrer. Pues Timme

aún tiene los ojos pequeños y llenos de oleadas sin culpa, unas que los curas no

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pudieron cambiar. Nadia vuelve a barrer y también sonríe. “Sos pelotudo”, dice. En la

oscuridad ella tiene los ojos transparentes. Barre la oscuridad del piso hasta la puerta.

Mientras a las mujeres la masa se les pega en los dedos como guata húmeda,

Nadia apunta en una libreta los gastos y fuma. Después de terminar y asear todo cierran

con candado. Sabe que los bollos que hornean, las mujeres por lo general sólo los

reparten en un sector de la villa. Un solo vendaval del sudeste cambió esa elección.

Nadia sabe también que el aroma intenso del pan y las galletas y la grasa es una gran

bolsa vacía para otros hombres y mujeres. Una bolsa de hambre hirsuta. La misma que

sirve para robar y mendigar.

El aroma del pan tiene colores y anda por los pasadizos de tierra de la villa.

Ramos azulrojizo que cambian luego a rojo barro. Rojo vacío que hace a los ojos más o

menos opacos. La hora de comer ya ha pasado siempre. Como la hora de comer es una

hora redonda que siempre viene después. Nada se demora más. Entonces hambre

reprimida es una mala palabra. Un insulto, porque no se puede suprimir eso en lo que

durante todo el día se piensa. El hambre habla de sí misma, sentada, con las rodillas

juntas. Espera que el agua de la canilla llene el balde. También puede esconderse al

reanudar un inocente tono, una conversación cualquiera, a pesar de que en cambio

debería hablar de los pequeños y grandes horrores, del intercambio desenfrenado a

través del sexo de las hambres sobre la tierra apisonada de la villa. Pero el hambre es

superior a las palabras que ella misma produce. Se refriega las manos y estira los

cabellos. Atrapa la punta de las ropas. Muerde el hilo. Espera un rato para enhebrar.

Habla de noche o patea. Agazapada en las casillas caga negro o amarillo en un balde. O

enferma y cambia de nombre. Corre hacia la puerta. Y permanece ahí, fría. Un hambre

alerta y muda. Los ojos son más grandes que el rostro, la nariz más grande que el rostro,

56
los pómulos más grandes que el rostro. Y esa es su cara. Nunca deja de ser la más

grande.

Los insectos no sufren hambre porque viven en los techos. Y cuando se arrastran

por los agujeros del suelo la piel muerta les basta si no hay otra cosa en casa. Los

cabellos más tibios, los bordes de los párpados, entre los dedos de los pies — para ellos

el hambre de los hombres es suculento.

Los gajos olorosos del horno se mueven por las angostas calles del asentamiento.

El hambre no posee tapa. Siempre está destapado y así se cuece. Los ramos son de

culebras. Nidos de estómago. Y todo su cuerpo es un larguísimo cogote anidado. Los

ramos emulan al sueño y el sueño calma el hambre hasta que el hambre despierta y, por

si mismo, sueña en la carne de las personas. Sueña en los hambrientos por venir. Tiene

una esperanza. Las culebras llevan diminutos colmillos y hambre, y traen del interior de

la villa resentimiento y hambre rumiada, excelsa. Es tanto el como ella. Y más hambre,

vacía, que es decir un lleno de hambre, de más allá, de la apretada en canales.

Guarecidas por juncos y plumeros. Angostas vías férreas, fábricas, montículos de arena

y arena suelta. Sótanos inundados, perras echadas de lado, pizarrones con horas, días y

transporte de escoria y cereales. Rodajas muy finas de aire salado, y puertas

clausuradas, puertas cerradas, sin paso, sin iluminación, sin diferencias. La llave

reglamentaria sirve para todas las cerraduras. El cielo nocturno, desbordado de gusto a

humo. Éste nace después de que la boca del horno ha quedado oscura, y arrastrar el

hambre es una carga enorme.

Entonces el horno ya se ha comido todas las palabras que dijeron las mujeres

frente a él, las ha usado como inflamante, rabia y lentitud. Y delante de él las mujeres se

han puesto rojas. Han mezclado la fiebre con la verdad. Con los ojos brillantes, también.

Y no se han tragado junto con la saliva sus propias palabras. Ahora Nadia conoce el

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gusto a ceniza de muchas palabras. Por eso no come del pan que hornea. Comprende

que para ella el pan sabrá, incluso, tanto a cenizas como a palabras de pendeja. Esas que

dice y en las que vuelve a confiar. Más de una vez se han quemado las cejas de tanto

acercarse al horno. Alguna de las mujeres siempre la acompaña hasta salir del barrio, y

a veces un poco más allá. Charlan y entre los dientes cargan más que la conversación.

Por eso Nadia no menciona a Timme. Se despiden con un beso. Y Nadia se va con el

aliento aventado por la mujer en la mejilla. Su rostro huele a fermento y humo. No sabe

entonces por qué está triste.

La calle esta recortada. A un lado por un espeso cañaveral y un terraplén. Un

puente de cemento cruza la calle. Del lado opuesto el terraplén declina más bajo. Y un

arroyo sin agua no puede empujar la trabazón de basura que lo colma. Los jueves por la

noche Nadia siempre tiene la vista fija en las superficies y terrenos de abajo del puente.

Allí no hay luz, sí una lámpara amarillenta y solitaria cien metros detrás del puente. La

luminaria salpica la bocacalle. El rectángulo de paso bajo el puente es el marco del

miedo de Nadia. En los costados están las paredes contra las que rebota el chorro de

sangre de sus sienes cada vez que pasa por ahí. Cuando Timme no trabaja el turno

vespertino va a esperarla antes de que cruce bajo el puente. Sin embargo el corazón de

Nadia sube y rebota igualmente contra las paredes —y se queda alojado en su cráneo

hasta que recién se calma al entrar en su casa. Tampoco sabe por qué allí el temor se

siente después aún más triste y hondo. Y como el miedo le ha quedado desordenado en

las manos, antes de cocinar se pone a barrer la casa de noche. “No hagas eso a esta

hora”, dice Timme. Pero Nadia sigue quitando y expulsando. El polvo y los mechones

hirsutos de los rincones van formando nervaduras detrás de la escoba. Al finalizar, Na-

dia las separa con las manos, después las tiene que desprender de sus dedos. Oye que

todo lo que hace les traerá mala suerte.

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Quizás ese miedo que la toca, acaricia e inunda sea en realidad sentir una

despedida. Barrer en la oscuridad no diferencia nada, pues empuja a todo.

Nadia pasa las hojas. Los diagramas de figuras geométricas están en las páginas

pares. Las circunferencias, en particular, están descentradas. Nunca cesan. Los alumnos

deambularán mañana de nuevo entre las tangentes y las áreas desde todas las

perspectivas. Ella todavía continúa con los ojos en la calle de hace unos minutos atrás.

El contador de electricidad está abierto. Adentro hay un ramo de flores estrujado. Parece

una ardilla colorada muerta. El pasillo de baldosas huele a agua mustia. El aire, a lana

vieja. Así rezuman las flores o la piel de la ardilla.

El pómulo en la que puso la mano le arde. La noche entera retumba en la sangre

de la muñeca. Nadia se para y toma de nuevo la escoba. “Hoy nos contó el ingeniero

que un operario del turno noche se quemó las manos por un escape de vapor. Lo

comentó cuando ya había pasado la mitad de nuestro turno y el burocratón del delegado

no nos había informado nada”, dice Timme. “Ya van dos accidentes en el mes, ninguno

por descuido.” Timme quiere que su mujer deje de barrer. Pero Nadia piensa en el turco.

Los operarios que trabajan en la planta estatal no dejan que sus esposas barran

de noche. Tampoco que limpien espejos en agosto, ni duerman vestidas en invierno o

atraigan la mala suerte de cualquier otro modo estúpido. No sólo, además, sienten temor

por una chispa cerca del petróleo, sino también del aire colmado de moléculas, del agua

gris y por la tierra en la que caminan un gallo sin dueño. Y, como todos los demás

hombres, siempre quieren que sus mujeres los apoyen si ellos padecen miedo. “Timme,

no me jodas”, dice Nadia.

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En las piernas, en los cabellos de la nuca, en la piel de las muñecas, la mujer de

Timme no puede barrer todavía el miedo del camino. Y no sabe cuántas cosas más

barrer también .junto al miedo.

Timme pone a calentar agua en una olla y se sienta a fumar. La escoba raya el

silencio. La luz desaparece. Timme siente crecer los ojos por la cara. Su mujer huele a

humo. Todavía no se ha sacado el suéter, aunque ya sabe que debajo hay más humo

atrapado. Ese humo pegajoso excita a Timme. El humo en los pezones es como el sexo

en los montes de la ribera del río.

“Acá nunca pusiste ni un mazacote en el horno”, dice Timme. Nadia lleva su risa

hasta la puerta. La saca afuera sin barrerla.

El humo atrapado no alcanza para que su mujer cierre los ojos. Los mantiene

abiertos. La esclerótica enrojecida hace que parpadee. Ha vuelto la corriente eléctrica

con un chasquido. El agua ciega de la olla no tiene aún ojos de aceite. La luz se apaga.

Los libros siguen abiertos por un instante. Los ojos también. Timme sacude la caja de

fósforos.

Unas semanas atrás algunos del fondo de la villa salieron de la nada, gritaron

puta comunista. La cara de Nadia se puso viscosa. Otros la escupieron también, después

de que pasó delante de ellos. Nadia daba zancadas. Los salivazos pesados le colgaban a

Nadia del cabello sin que ella se hubiese dado cuenta. Con su modo desdeñoso las

callecitas iban escuchando todo. Pero igual se quedaban quietas. Había dos nenas

agarradas del brazo frente a una puerta. Sus codos flacos eran insidiosos contra las

costillas de la otra. Las piernas que la acechaban y se balanceaban crecían hasta la altura

de las caderas de Nadia. Corrían hacia ella desde ambos lados de los cruces. Todas las

manos que cabían en las nalgas le tocaron el culo al mismo tiempo. Cuando podían

calzaban las palmas hasta los labios y la vulva. Apretaban como si hubiesen encontrado

60
una masa elástica y fermentada. “Frutita.” Las risotadas profesaban el desprecio más

honesto. En los minúsculos espacios entre las casillas los perros gruñían con los dientes

embarrados, pero sólo por el griterío. Nadia no corrió. Apretó el bolso contra la cima de

la cadera. Tampoco dijo nada, no supo entonces cómo sentir el miedo, pero se detuvo un

instante y luego siguió caminando en el barro. Los pasadizos después de la lluvia eran

arroyuelos estrujados.

Hacía tiempo que ella esperaba algo así. Porque lo político se expresa en

cualquier actitud, aún más si se organiza como escarnio grupal, a la vista. Y sin

embargo, habiéndolo previsto, todo el suceso se mantuvo enroscado en su cabeza

durante el trabajo de amasado. “Pobres, de clase media o policías, trabajadores o

estudiantes, el insulto que todos ellos usan es el mismo.”

“No te dijeron judía”, preguntó una de las mujeres, “qué raro, no, porque bolita

no te pueden decir.” Se pusieron reír. Las caras grises bajaron hasta los pechos.

Golpeaban el amasijo sobre una tabla. De la preocupación brota una risa incomparable.

Las mujeres ya habían dicho a Nadia que no oyeron nada. Ahora permanecían calladas,

aunque la masa nunca les había impedido conversar.

“Sí, un pueblito con tres o cuatro insultos nomás es peligroso, no,” dijo una de

las mujeres. El acento cantando y cerrado era del norte. Se apoyó en los nudillos, sobre

el tablón, para mirar a Nadia.

“También todos nos reímos de las mismas cosas acá”, dijo otra. “A veces no sé

qué pensar”, dijo Nadia. Pero ya mentía cuando tomó aire para hablar. Prendió un ciga-

rrillo y sacudió la caja de fósforos casi vacía. La harina siempre es plomiza. La masa

amarillenta, sudó. El fuego es negro como la lluvia.

Un puñado de hombres jóvenes la había emboscado, y con las caras reunidas o

separadas se parecían a cualquiera.

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Cuando apartó la masa madre para seguir guardándola pensó que debía sentir

orgullo o satisfacción, o sentir en definitiva otra cara. Después odio. Pero trató de

censurar los sentimientos. La tarea del grupo de mujeres continúo igual, retraída en los

pasos a seguir. No obstante, en la libreta de gastos los números de ese día fueron algo

diferentes. Se sentaban arriba y debajo, se paraban hacia un lado o el otro. Y Nadia

terminó dibujando y remarcando las formas del monto final. Siempre era la sangre de su

muñeca la que la traicionaba. Así era como sentía la entrada de la vagina. Estaba

remarcada en los números. “Mi culo más redondo, mis manos menos ásperas.”

Un perro ladra y ella vuelve a oír el insulto desbandándose por las callejuelas

negras. Nadia sonríe y araña otra vez con la escoba. Detrás de cada movimiento espera

que salte un conejo. Cuando los conejos salen disparados de la sombra, desde el atado

de paja huelen a perro de la calle. Son conejos de polvo y humo grises, que aprietan los

labios y, en la oscuridad, paran los ojos rojos, repletos de sangre, para observarlos.

“Ya tenemos la casa llena de esos potes de grasa color ratón, podrías traer otra

cosa más útil de la destilería que no sea esa mierda”, dice Nadia.

62
La usina

Los ojos del niño bajan con las gotas. Y pasan sin advertirlo de la esfera al frío

liso y sin color. La calle empedrada repica. El caballo se ha fundido en un envoltorio

acuoso. Antes había sido afelpado y en partes raído. Las gotas lo rasparon. Está agu-

jereado por costras negras, encima de las costillas. El caballo permanece inmóvil. La

lluvia apelmaza las crines sobre un lado del cuello. Retuerce las atiborradas crenchas. Y

entre los canales que forman los huesos, la lluvia corre arcillosa. El viento se había

detenido ayer cuando creció la noche. El agua cae sin viento. El día es vertical.

Al lado de la usina la calle trepa desde el interior del barrio. Pasó más de medio

siglo desde que la Empresa Transatlántica Alemana construyó la usina eléctrica entre las

calles del puerto y Debenedetti. Las viviendas tienen más años. El cielo apiñado ahora

no tiene orillas. Las superficies de la usina resplandecen. Los cerámicos de las

instalaciones flotan con sus suaves cerdas en la lluvia. Y el profundo zumbido de los

transformadores entra, junto con las gotas, en la lluvia agrietada.

El agua es tersa y el chico sostiene su cuerpo erguido. Empañado, en la calle. Su

mirada no estaba cegada por la luz. De vez en cuando al caballo se le resbala una pata.

El empedrado hace ruidos de palas y botellas de vidrio. El color de los cascos y el

empedrado son idénticos. De repente el animal y la calle terminan en los tobillos.

Cuando quiere corregir su postura el animal abre la boca. Los dientes flaquean en las

encías —en los dientes el aire se tropieza. La lengua es terrosa, el agua se aglutina como

limo en las comisuras. El niño observa todo como si asistiese a la creación detallada de

un mundo. El animal tiene el cuello muy erguido y el cráneo se balancea desde las

sienes hacia los ollares. La calle lateral de la usina termina en el puerto. Y desde allí

hasta donde comienzan las casas de inquilinato el caballo está solo. El agua es la que

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corre bajo las patas. El dique ha subido de nivel y la lluvia flota hasta quedar

aprisionada en las estructuras. Las palomas arman séquitos llenos de espolones en las

salientes. Se atascan como balones de sangre. Y no se echan a volar.

La manteca es verdosa y el trozo de pan prensado no suelta migas. Ahora, la

manteca es ácida en la garganta, y se lleva toda la saliva. Todos los días la maestra mira

al chico y lo sorprende observándose la punta de los dedos mientras los otros escriben o

dejan los lápices colgados en la boca. El chico es un niño de ojos atentos. Pero su aten-

ción no es de alumno. No es para las palabras de los maestros, o los libros y cuadernos.

Siempre se sobresalta si pronuncian su nombre. Como alguien que carga muchas cosas

de más.

Por la mañana, las hileras de hombros con las mismas líneas de pelos en la nuca,

pierden muy rápido, el olor rebajado de las colonias. Enseguida el aire vuelve los

cuellos agrios. Un olor que no merece respeto. El chico tiene el perfume de todos los

demás alumnos.

“Todos despiden el mismo mordiente”, le dice Nadia a Timme.

“Es olor a vida mezclada”, dice él.

“Siempre el olor es vida mezclada.”

Timme entonces sube los hombros.

Un camión se detiene detrás del caballo. El muro de ladrillos de la usina es rojo

y, por causa del agua que ahora baja sobre él, flexible. El vehículo también tiene la caja

roja. Y una carga de huesos y grasa que ha ido recogiendo de las carnicerías. La lluvia

ha vuelto a la grasa sedosa. Todo es sustituible en el pueblo, excepto la grasa. De la

grasa tampoco es posible escaparse. La gente venera a la grasa tanto como al destino. Y

si es necesario, como a la suerte.

64
Nada dura en el aire más allá del caer de la lluvia. Nada vuela tampoco. El día se

precipita encima de los dos hombres que descienden desde el otro lado de la cabina. La

lluvia les picotea los labios ceñidos. Uno lleva una cuerda en la mano. Su brazo libre es

más corto. Ambos caminan inclinados y desde el borde de los pesados delantales negros

chorrean. Pisan en el agua la imagen de las botas. Los faldones tienen arrugas que pare-

cen metal doblado. Oprimen las cejas en los rostros para que el agua no les impida ver.

Las botas de goma brillan más que los cascos del animal. El empedrado ahora trepida, el

caballo tiembla con las cuatro patas mientras el motor del camión no se detiene.

El hombre del brazo más corto enlaza la cuerda alrededor del cuello del animal,

hace un nudo y lo deja flojo sobre el pecho. El caballo, excepto el temblor, no se ha

movido. Sólo la cabeza se le fue haciadelante. Nunca se puede ver el blanco del ojo. El

otro hombre anuda con fuerza el cabo a una argolla soldada en la puerta de descarga de

la caja.

El camión da un tirón y muy despacio se pone en marcha. Pasa por un costado

del caballo. Dos ruedas suben a la vereda porque el caballo está parado en medio del

adoquinado. El animal no quiere volver las ancas pero las ruedas lo obligan. La soga

trepa hasta la mitad del cuello. El conductor asoma la cabeza y ve al chico. El del brazo

más corto ha subido a la cabina mientras el otro hace señas. El conductor mete la cabeza

y sube la ventanilla. Los cascos chocan con menos ruido que las sienes del niño, en la

frente sólo le cabe la gran lluvia. El camión sube la marcha y la cuerda se tensa, el nudo

corre definitivamente para subir hasta la mandíbula del caballo, que cierra los ojos y

muestra los dientes. El nudo está mal hecho. “Negros de mierda”, les grita el chico. El

caballo sacude varias veces la cabeza. Se llena de huesos y terquedad. El hombre le da

con la punta de la bota en las costillas. Unas costras negras se ponen rojas, pero no hay

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tanta vida en la sangre. Es negra. Y tampoco es mucha. El hombre no puede levantar la

pierna hasta las ancas para golpearlo —es bajo y gordo.

El chico arroja una piedra y da unos pasos haciatrás. El hombre bajo la elude, la

lluvia le avisó. Mira al chico y busca la piedra alrededor. Pero no la encuentra. “Negro

hijo de remilputas”, grita el chico. Entonces el hombre saca del bolsillo un puñado de

tuercas y se las arroja. Dispersas y grises no se distinguen del resto del cielo. El chico

gira y se agacha debajo de sus brazos. El reguero de golpes es desparejo. Los brazos, la

mano, un omóplato, son menos duros que la cabeza. “Rusito puto, vení, chupame la

pija, vas a ver qué negra la tengo.”

El caballo busca hundirse dentro de sí mismo, sin embargo el nudo de la cuerda

le levanta la cabeza. El animal busca que sus huesos sólo caigan uno encima del otro.

Eso lo comprende el chico porque el caballo ya no se fía de su respiración y relincha

áfono. Entonces el hombre retrocede y duda, pero vuelve para golpearlo en las costillas.

Tres veces, y se aleja expectante.

El chico corre hacia el hombre bajo. Y cree que éste no lo ve porque está de

espaldas. Pero cuando llega hasta él le suelta un manotazo y el chico queda tirado de

espaldas en el empedrado.

“Parece que no sabés lo que comés todos los días”, dice el hombre. La boca del

gordo es ágil y despectiva. La sangre de la nariz tampoco es tan espesa, pues el agua

sosa de la lluvia la vuelve desabrida muy rápido. El segundo hombre ha descendido y

observa al chico con desprecio. Espera ver qué hace el otro para saber qué hacer él. El

camión arrastra. La carga traquetea. Los huesos saludan.

Las patas traseras del caballo se deslizan a la vez que intentan trabarse sobre el

empedrado. Entre la lluvia y los huesos el frío va solo. El cuello del animal tiembla. El

camión tira una penosa decena de metros. Mientras detrás los hombres se apuran

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esperando poder volver a la protección de la cabina. Tienen los pasos cortos y los labios

ya rayados por la lluvia. Más allá, el muro de la usina continúa con sus líneas

zigzagueantes. El caballo se abraza a la lluvia más intensa. Maderas, arpillera sin viento,

los huesos son abultados.

Las maestras jóvenes no poseen mucho tiempo para los misterios de sus

alumnos. Apenas pueden con su propia curiosidad encima de los deseos más antiguos

que ellas mismas guardan en la cabeza, mientras dictan la clase.

La mayoría de los alumnos de Nadia ya han cumplido los diez años, pero dos

han repetido grado y son mayores. Uno de éstos tiene colgada la sombra de un bigote.

Cuando el chico se mira la punta de los dedos sostiene su lapicera con la otra mano. La

mano que utiliza para escribir entonces pierde su voluntad y se atrasa con la tarea. Nadia

le pregunta por qué no sigue. “No sé”, dice el chico. Ella lo reprueba con un gesto, sin

embargo él no hace nada. “No sé” es la mejor respuesta para seguir adelante.

La niña con joroba es rubia. Es un par de años mayor que el chico. Y por eso

Nadia jamás la tuvo de alumna. A la salida él espera a Ana, así se llama, y se marchan

juntos. Se pierden en la calle que sube al puente. Nadia no sabe si son familiares o viven

en el mismo convetillo. Averiguó el nombre de la niña, pero no por curiosidad. Ese

alumno tiene tan pocas palabras que Nadia dobla los labios y vuelve a ponerle la

lapicera en la mano izquierda.

Los dedos de cada mano del caballo se ubican entonces flojos dentro de las

patas. Las palabras se le habían incrustado al chico en la garganta. Cada vez que traga

cierra los ojos. El caballo hunde la cabeza en la mirada del chico. El camión le arrastra

entonces los ojos. La usina crepita generando el fluido eléctrico de toda dársena infla-

mable y Dock Sud —y todo esto se levanta rojo ladrillo sobre el lomo del animal. El

adoquinado se detiene tenso bajo las patas. En la última esquina antes del muelle

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termina el muro de la usina y crece un montículo de basura. Detrás se detiene un

hombre en bicicleta. El traje de agua color amarillo de la destilería le queda tan grande

que tiene los hombros en el pecho. En la capucha el traje parece vacío. Al traje sólo le

atañe la lluvia.

Nadia pregunta qué pasó después con el caballo aquella tarde. El alumno levanta

un hombro hasta la barbilla. “No tuve tiempo para eso”, dice. Al mismo tiempo que los

niños escriben en silencio hablan con sus manchas de tinta en los cuadernos. Miran,

oyen y arrastran o empujan la mano hacia la derecha. Así están concentrados. Nadia

tiene una ventana de vidrio traslúcido a su izquierda, dentro del vidrio hay una trama de

alambre. A veces una burbuja dentro del vidrio centellea. Sólo por unos momentos,

durante la mañana cuando el sol la atraviesa. Y Nadia entonces se acomoda en la silla.

Siente el cuello como un vegetal nutrido por el sol de verano, pero es primavera. Si el

sol remueve las motas de polvo en el aire ella no tiene pestañas y los niños no poseen

rostros. La burbuja luego de un breve lapso deja de brillar y se opaca enseguida. Se

levanta. Escribe en el pizarrón, y mientras lo hace Nadia recuerda un caballo sin

imagen. Escribe Mesopotamia. Las tizas celestes han llegado todas partidas.

La calle rechina porque el agua crece. El adoquinado se ha estirado tanto que al

final se rompe. Entonces el caballo cae dentro. No vaciló.

El camión lo remolca y también con el animal arrastra la brecha abierta en los

adoquines. El hombre gordo patea y pisotea, y la putamadre que parió al caballo

tampoco lo pone de pie. Todo lo que el hombre quiere le impulsa los pies. Después deja

de patear. No hace nada. Cuelga agotado de los sedales de las nubes.

El motor gruñe en segunda pero el caballo no se levanta. El cuello estirado

termina en el cráneo oblongo. Boca arriba el agua le corre por los extremos de los bel-

fos. Los dientes se separan y saltan con las gotas. Y no se levanta. Agita las cuatro

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patas. El aire se enrosca para abrir los agujeros que trae. La lluvia sale entonces de la

oscuridad —empapado, el caballo, brilla coriáceo.

El conductor baja del camión y los tres estudian al caballo sin que los

chasquidos más agudos y regulares de la usina los perturbe. “Está complicado”, dice el

conductor. Sin embargo los hombres todavía no saben dejar todo y seguir. Discuten y

caminan en círculos. Patean al caballo. Un perro se acerca a ver. La lluvia le ha

separado la pelambre en dos mitades.

Los hombres se detienen para retomar el aliento. El más bajo se apoya con las

manos en sus propios muslos y cuando los otros comienzan a rebotar de nuevo con sus

botas contra los huesos del caballo se queda doblado.

La lluvia ya ha desvencijado a la calle, entonces el más bajo va hasta el camión y

regresa con una barreta torcida. La barra de hierro es más vieja que el caballo. El perro

ve la barra y ladra. El lomo le cae a chorros por el vientre. Recula con los cuartos

traseros más abiertos. El conductor lo ahuyenta. Pero el perro sólo ve al hierro. El chico

les grita, “hijos de puta.”

“Me parece que te vas a quedar con el caballo”, le dice el conductor. La lluvia se

gana su sonrisa.

El hombre del brazo más corto le quita la barra al más bajo y la descarga una y

otra vez sobre el caballo. Posiblemente el caballo ya no tenga nada dentro porque la

calle retumba y la lluvia se llena de árboles a los que se les quiebran las ramas más

pequeñas.

La risa legítima ha caducado. Porque después de cambiar unas palabras los

hombres se ríen a las carcajadas y desatan el cuello del caballo. El chico tiene la cabeza

vacía como cuando sólo siente odio. Las risas hacen temblar a los delantales. El camión

parte. La cuerda salta detrás. De pronto la lluvia vuelve a apurarlos. La usina tiene una

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gran barra de hierro que dirige a los rayos. Pero llueve sin nada, sin relámpagos y sin

truenos.

“Un día voy a escribir del caballo”, dice el chico.

La frase del alumno viene hasta Nadia desde ningún lado. Está promediando el

recreo y ella lo cruza con los ojos en el patio. En la carne de los labios ella no tiene ni

una palabra. Sonríe porque su cerebro es perezoso esa mañana. Es el último día de la

semana de clases. Y porque, además, las mujeres de la villa la han hecho reír mucho la

noche anterior. Las historias y comadreos vencen el cansancio. Cuando amasan, Nadia

logra ver a los hombres de aquellas mujeres como criaturas aún más pequeñas que sus

alumnos. Anoche Nadia volvió a casa con el cuerpo alegre. Y después de dormir, hoy se

levantó con el abdomen libre y fresco.

Timme tenía los ojos pequeños por turno de la noche, y fijos sobre una cena en

lugar del desayuno. A Nadia la hamacaba su propia sangre. El silencio de cada uno era

embustero.

Nadia jugó con la leche dentro de la boca para no seguir durmiendo sentada. La

pelusa de los brazos se le erizó. “Te quiero”, dijo. Besó a Timme y se fue caminando

hacia la escuela.

“La vas a escribir para mí, la historia del caballo”, pregunta Nadia.

El niño la mira sorprendido. Entra del recreo al salón con la sangre estirada en

las mejillas, y dice “no, por qué.”

“Su esposo señorita estaba en la esquina y vio todo”, dice enseguida, “con la

bicicleta sin cadena.”

Nadia tiene que decirles, después del recreo, a los alumnos que se sienten.

Después borra el pizarrón.

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El hueco de los búhos

Los jardines son tan pequeños que siempre están perdidos para la vista. Se

aprietan entre las casas, y donde no hay tierra la gente rellena los cuencos de las

macetas. Los jardines no son jardines, son fondos. Cuando las flores sueltan sus aromas,

las manos de los viejos siguen ahondadas en sus pensamientos. Parecen más toscas pues

giran los dedos sin percibirlos. En los colores penetrantes de las flores los inmigrantes

trasplantaron sus idiomas. Entonces todavía piensan en cucharones desbordantes de

comida. Durante semanas y meses las palabras reposan adormecidas en el interior de los

botones, tallos y retoños. Hasta que son evocadas a causa de la poquedad o la supersti-

ción. Las plantas originan todo esto. Y el embrujo de las palabras se acaba en el mo-

mento mismo en que las pronuncian. Pero ya no proliferan. Aquellas palabras han

dejado de crecer. Guardan un tamaño tan viejo que a veces no pueden usarlas. Han

permanecido demasiado tiempo en el pasado. “Qué miseria es ya tu vida”, le dicen los

viejos a las plantas en mitad del invierno.

En la feria de los jueves y los sábados están ajustados a conformarse con lo que

acá crece sobre las raíces. Pero ellos también estudian las raíces autóctonas con empeño.

Entonces las manos toscas son minuciosas y de pronto elásticas. Delante de los tablados

de los puestos, buscan. Éstos traen con ellos un escenario. Alimentos, especias, mo-

liendas, espejismos de kermés. Detrás suben las moscas. Los tomates fofos que han

apartado de la venta las subyugan. Los pelos enrulados también las atraen. Y las gotas

grasosas de las sienes atraen especialmente.

Muy temprano los clientes son ancianas y hombres viejos, que tocan con la

mano sus viejas palabras amontonadas. Temprano también el color del día aún está

crudo bajo las lonas. Pero los puestos son más fragantes. Las verduras y frutas sólo

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seducen por la consistencia y su perfume. Cuando más tarde regresan a sus casas y se

sientan a comer las flores multicolores de las macetas no les dicen nada. No se dan

cuenta de que comen encogidos sobre el plato. A veces añoran aquella pobreza mayor,

la tierra pedregosa y torcida que les avanzaba al costado de los ojos, tubérculos

amargos, hortalizas heladas. También se extrañan a ellos mismos, con saúcos o

cualquier baya en los bolsillos. Vuelven a tener, dentro de los pantalones, manos de

niño. Las mejores sandías eran redondas, los melones olían dentro de una gruesa piel de

elefante, y aquí los borrachos son sombríos. “Acá nadie te mira al interior, aunque todos

hablen en las calles”, dicen. Los otros que no añoran nada en absoluto tampoco son tan

felices. Y los que son felices están conformes con haber vivido hasta ahora. Van a sus

clubes, se reúnen con sus paisanos y se abrazan con los mejores borrachos que puedan

hallar.

Como en sueños, los más viejos, oyen crecer en las macetas las hebras verdes. Y

durante todo el día siguiente buscan en sus cabezas el lugar donde se les perdió el jardín

de hortalizas. Entonces les preguntan a sus hijos. O cuando encuentran a sus padres en

los sueños vuelven a interrogarlos por las huertas. Conocen a las liebres despellejadas

de los sueños, son azules e iridiscentes.

Los carniceros de la feria no conocen a las liebres.

La primera vez que trajeron una no supieron desollara. “No es como una gallina,

no tiene plumas”, le dijo uno a otro. “Dale como a que un conejo.” La liebre tenía la

lengua paralizada igual que las puntas de los ojos. Cuando le arrancaron el pellejo el

color de la carne era rojogrís. “Qué bicho más pelotudo”, dijo el carnicero.

La esposa del prefecto se llama Olga y sus macetas albergan puños de tierra

cerrada. Unos filamentos desecados en el apogeo de la primavera y caparazones de

caracol vacíos. Su padre había nacido en un pequeño pueblo de un rincón de Guipúzcoa,

72
más arriba de Bergara. Ella sabía que a la tierra no le agradaba su nombre. El padre de

su padre decía, “Olga no es nombre vasco.”

A su marido, el prefecto, le gusta la carne crujiente por la grasa y sólo la lechuga

quebradiza.

“Nada de remolachas o zanahorias, nada de tus pescados con papas y ajo y aceite

de oliva”, dice una vez por semana el prefecto delante del plato de pescado. Papas, ajo,

aceite de oliva.

El abuelo del prefecto nació en un valle del Piamonte, un dedal con tres o cinco

casas. En Argentina vivió siempre en Catamarca. Los otros hombres de prefectura le

dicen Cata, a secas. Cuando él se queja del pescado su mujer le dice Catita.

Nadia observa los guantes forrados en gamuza y sabe que no podrá usarlos

yendo a la escuela o en los recreos. Las palmas y los dorsos del par de prendas están

unidos con una lana de puntos cerrados y elásticos. Los guantes son preciosos y Nadia

los siente calzados ya con los ojos ante que en las manos.

“Nueve vacas lecheras no me gustarían más que estos guantes”, dice la esposa

del prefecto. La mujer cree que Nadia va a quedárselos. “Son los que los ingleses man-

dan a las Malvinas para vendérselos a los de allá”, dice. Habla con entusiasmo. Le gusta

ver alegre a la gente. “Seguro están hechos de tus nueve vacas”, dice Nadia.

La mujer se ríe y se rasca la ingle. “Las bombachas de acá me dan alergia”, dice.

Nadia desliza la punta del índice sobre la pelusilla verdemarrón. El pequeño placer se le

evapora por los ojos. “Acá no hay confecciones así”, dice la mujer.

Hasta que los ingleses cerraron el frigorífico la madre de Nadia había trabajado

allí, después preparó comidas, cosió, lavó y limpió en casas de otros barrios. Más tarde

nació Nadia, después otra hija más, Alejandra, pero sólo le decían Shura. Y la madre

cocinó y barrió de noche para ella misma y sus dos hijas en la casa que alquilaban. Les

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hacía lazos en las trenzas por la mañana. Ambas hermanas se agarraban del brazo, a lo

largo de una cuadra, para andar por la tierra los días de lluvia, rumbo a la escuela.

“Hay hombres que nunca pueden dejar de ser hombres, por eso dejan de ser

padres”, decía la madre de Nadia. A veces contraía el labio inferior. Entonces apretaba

la mandíbula debajo de las orejas y seguía con lo que estaba haciendo. Pero Nadia no

entendía que ser padre no fuese también ser hombre. “No entendés porque no sos tan

inteligente como mamá”, decía Shura, “yo sí la entiendo.” Cuando eran niñas en el

ropero había un overol, un delantal y una campera, y pantalones guateados del fri-

gorífico. Su madre los usaba para limpiar o cuando cambiaba la tierra de las macetas.

Tenían bordado frigorífico Anglo con hilo rojo y azul. “Traeme las fufaikas”, le decía a

Nadia. La noche estaba pegada al interior del ropero. Nadia escogía de prisa. Entonces

tomaba el delantal que siempre era el primero que aparecía. No quería despegarle la

noche a las otras prendas. La madre decía “no”, pero se ponía el delantal. “Ya sé”, decía

Nadia.

La madre permitía que Nadia plantara las semillas en la tierra vaporosa que ella

misma había alistado. Nadia se arrodillaba entonces delante de macetas y fuentones de

latón gris. Debía ponerlas antes de que el sol estuviese caliente en la tierra. Los vecinos

más viejos oían la radio y observaban. Dejaban las cabezas en las manos hasta el

almuerzo. Durante la mañana los gatos eran tímidos. No bajaban de los techos hasta

tener hambre. Y con sus pisadas hacían flotar bocanadas de aserrín sobre las cabezas.

La madre se arqueaba y el escote del vestido colgaba. Así doblada hacía crecer a

los trasplantes y a los bulbos. Y Nadia y su hermana no debían tocarlos. Shura se

mordisqueaba las uñas.

La tierra les endurecía el cabello a ambas hermanas —crepitaba como barba de

maíz. Sembrar era un juego. Sin embargo no decían una palabra. Eran tan blancas y

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pequeñas, que las manos de Nadia no soportaban la luz. Las dejaba adentro de la tierra

extendiendo y flexionando los dedos. Hacía la tarea en la penumbra y después llevaba

las macetas a su lugar. Estaba convencida de que el aire del verano era el peor. La

sangre del dorso de las manos de Nadia, de día o de noche, era sólo a veces azul y a

veces violeta.

“Parecías un huevo de porcelana, naciste sin poros”, le decía la madre.

“Y yo”, preguntaba Shura.

“Eras toda de crema y el heladero te trajo silbando desde muy lejos, y no te

derretías.”

“Pero si no era verano”, dijo Nadia.

Siempre del mismo vestido viejo la madre cortaba un trozo de tela. Sobre la

trama rasposa dibujaba un ojo de búho y hacía que las hijas la hundiesen en las macetas.

Cuando la madre usó el último retazo eligió entonces un vestido de su madre. Nadia y

Shura nunca supieron de quién era aquel primero. “Era de una gitana.” “No sé.”

“Yo lo quiero romper.” “No.” A veces Nadia pensaba que un búho con un solo

ojo surgiría. Aún antes de que los brotes de las especias de otoño o las flores de

primavera separasen las migas de tierra.

“Un ave por maceta.” Y cada mañana esperaba encontrar la tierra batida

alrededor de un hueco. Pero sólo se desarrollaban vegetales engañosos e inflorescencias

de carne todavía verde claro.

“No podes ser más libre que tu hueco”, le dice Nadia a Timme.

Él la observa, ella tiene el cuello embutido en el pecho. Timme suelta el volante

de huelga sobre la mesa.

Timme se ríe y Nadia se enoja.

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Nadia habla sola y el resplandor de la hornalla envuelve la cara y estira las

vainas de semillas sin cortar.

“Que tu hueco”, dice él. “Que el hueco de donde saliste”, dice ella.

La mujer del prefecto le entrega a Nadia un frasco de esmalte, dos pequeños

botones de hematite para las orejas y una polera negra para Timme. “Tu gusto es el

mejor de todas las chicas”, dice la mujer. La mujer del prefecto toma entre los dedos un

lóbulo de Nadia. El cuello, el hombro, observa el aro.

Suspira.

“Mi marido dice que siempre elijo cosas con forma de porotos o de lentejas.”

Los pliegues de la falda de la mujer están perfumados. En los platos de los pocillos

relucen las cucharas. La concavidad tiene el tamaño de una uña. Entre las tazas hay unas

flores de tela rolliza. La gamuza exhala un halo circular por donde Nadia siente que da

pasos. El comedor del prefecto y su mujer huele a café. Al fin Nadia paga y escapa con

el paquete debajo de un brazo.

En la puerta de la casa la mujer del prefecto la llama. Entonces en la boca de la

mujer, Nadia, no es más que una piba. La voz de la mujer del prefecto ha dejado de

vender y se torna un flujo ajustado. Descascarado a veces por los grumos del tabaco.

Los cigarrillos son largos y delgados. La esposa del prefecto habla, tiene el atado de

cigarrillos en la mano. Sólo lo suelta cuando enciende uno. “Fumo porque vivo en una

cocina de dos metros cuadrados, igual que los que ustedes meten presos”, dice la mujer

cuando el prefecto regresa de las guardias. “Ellos y vos fuman porque se aburren”, dice

él. “Mis guardias acá también son de veinticuatro por cuarentaiocho”, dice ella.

La mujer del prefecto mira hacia un lado y otro de la calle. Nadia hace lo mismo.

El hollín del ramaje sin hojas se abre paso. “Tené cuidado con el horno de la villa. Mi

marido me contó que ahí el cadáver de Perón nada más les llena las bocas de palabras,

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pero el que les reparte comida y fierros es López Rega”, dice la mujer, a quién pensaron

ustedes que iba a defender Perón, piba.”

Nadia permanece absorta a unos pasos de la mujer, pues jamás mencionó nada

delante de ella ni de ninguna otra persona en común.

“Hasta el hambre tiene un límite, Olga, un horno para pan ayuda más que la

comida regalada.”

“Ahí no hay futuro, el problema no es el hambre, mejor tengan hijos con tu

esposo, formá una familia”, dice la mujer del prefecto. “Porque como resulta que ahora

nada sirve para vivir, toda la gente se guarda la lengua, no”, dice Nadia. Luego la mujer

cierra la puerta. La tarde es rubicunda. Los perros del camino se acercan hasta Nadia

para ladrarle en el calor de los muslos. Los ladridos se le enfrían en las piernas más

tarde, recién cuando es de noche.

Ahora en el patio sólo ha quedado un jazmín del cabo que plantó su abuela

cuando Nadia apenas tenía un año. Antes de que la abuela no pudiese mover los prime-

ros dedos de su mano izquierda. Dentro de un gran tiesto la planta se sofoca debajo de

una ventana. El jazmín es causa de acusaciones, cada hoja es un reproche para la

hermana. Shura llega y se apena por el estado del jazmín, por su abuela y por las hojas.

Nada más Timme cuida de él. A Nadia le gusta dejar flotando a las flores cortadas en un

plato de sopa con agua.

“Recuerdo el jazmín hasta que vos naciste, después fue tu planta, no me dejabas

tocar una flor, te lo podés llevar, pero quiero que me lo dejes”, dice Nadia.

“Qué hay tan importante en la villa,” preguntó hace unos meses su hermana.

“Hace años que vivimos preocupados con Timme, esperando este momento para no

tener miedo, pero tampoco sabíamos que el tiempo se nos venía encima y siempre

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decíamos que nos quedaba poco tiempo para hacer algo”, dijo Nadia, “Shura, nunca se

sabe bien qué hay en la cabeza cuando las cosas empiezan a cambiar.”

Nadia vio el blanco del ojo, las larguísimas pestañas heredadas, el índice y el

dedo largo —su hermana se corrigió el cabello de la frente.

Nadia refregaba una bombacha muy usada. Shura repite “qué hay en la villa.” El

agua dentro de la palangana es gris y en la superficie flota una sémola blanquecina sin

burbujas. Las burbujas se rompían antes de llegar a formarse. La prenda chorrea, el agua

está fría, y se la arroja a Shura a la cara.

“Nada en lo que te puedas sentar”, dice Nadia.

Shura inclinó la cabeza y la bombacha quedó colgada de su hombro. El cuello es

de pasta blanca. Shura se la lanzó a Nadia de nuevo. Shura tiene la risa desentonada de

un animal huesudo. “La gente perdió el amor por el mundo”, dice Nadia. Vuelca el agua

y llena de agua limpia la palangana, después sigue lavando la misma bombacha. Pero no

se da cuenta. El jabón pone de inmediato grisácea el agua. La espuma es un embrollo de

filamentos pegajosos.

En la calle las paredes crecen hacia la noche. Los pasos de Nadia resuenan. Pero

ella no los oye. Sí, prorrumpen en el embudo del paladar. Nadia camina con la garganta

atestada de pensamientos. Ha estrechado debajo de la axila el paquete de papel que le

hizo la mujer del prefecto. En un par de lugares ya se ve la polera que compró para

Timme. Enseguida mete un dedo en los agujeros y no advierte que escarba.

“Zuecos de mierda… Y en invierno”, dice. Y está convencida de que ya no debe

usar más zapatos de plataforma. “Nadie puede escapar así, más pelotuda no puedo ser.”

Pero lo que dijo raspa. Cómo no han de deteriorarse las palabras. La garganta nunca

falla. Le comprime la frente de tal forma que Nadia tampoco oye sus propias palabras.

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Se apresura aún más. Pues nota que se rompen náuseas de paño verdoso, altas, detrás de

los ojos. Los párpados arden y los dedos de las manos tiritan.

Un niño arrastra un pequeño cajón de maderas destartaladas sobre unas ruedas

de triciclo. El borde de la calle se acerca a los saltos que dan las ruedas. El cráneo tiene

el cabello tan descolorido que la oscuridad lo rechaza. El pecho se le tensa y afloja sin

esfuerzo pues la calle baja. Los rayos de las ruedas están torcidos y oxidados.

Todo lo que carga parece basura y, sin mirar, el niño cruza hacia el otro lado de

la calle. Los pasos de Nadia y las ruedas rígidas saltan. El aire aprieta. Entre la tinta

nocturna y los movimientos apenas hay ya espacio. Sólo se ve debajo de los faroles. Los

zuecos azules son negros. Cuando llega al patio del jazmín Nadia saca un cigarrillo y se

queda fumándolo sentada en la escalera que sube hasta su puerta. Otra vez la náusea le

calienta el corazón.

La luz está encendida, y dentro de la casa, la enderezada voz de un locutor

anuncia las noticias. Mira los agujeros del paquete, los cuenta sin quedar conforme.

Hace uno más. Se quita los zuecos, el bolso del hombro. Y la piedra del corazón la

encorva sobre las rodillas. Apaga el cigarrillo porque el asco se abre en círculos hasta

las últimas muelas. Tirita, sube y entra.

Sobre la mesa el vaso de Timme está vacío, apenas un poco de espuma espigada

es lo único que permanece cerca del reborde. Timme remueve un cucharón de madera

dentro de una olla y tiene la nariz roja y dilatada sobre el vapor. Nadia no sabe si cerró

la puerta y además la mirada de Timme le parece insolente. El vapor se lleva eneldo

fresco.

Después de las náuseas la garganta va y viene comprimida por todo el pecho.

Nadia no sabe qué es más importante, si ella misma o la piedra de su corazón. Nadia no

puede contener su ira. Porque su ira es extraña, sucia y vergonzosa. La piedra del

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corazón no es lo que le sirve para la ira. Lo que tiene la ira es lo que en realidad le sirve,

aunque no sea lo adecuado —con eso Nadia le miente a la piedra del corazón. Aunque

la piedra del corazón nunca le mienta a ella.

Entonces Nadia da pasos muy cortos y empuja la cintura haciadelante pues la

garganta y la vagina se han unido en su estómago. Apenas debajo de la piel anudada del

ombligo. Apoya la cadera contra la cadera de Timme. Dentro de los pantalones de

Timme la mano de Nadia calcula y huele. A él el vaho de la olla le ha rodeado el cuello,

las puntas de los cabellos. Y le ha dado pesados intervalos de sudor caliente —pegada a

esos olores Nadia, seca, se arruga y vibra. La mitad del cucharón cabecea en el agua.

Timme tiene las manos vacías. Ambos giran sobre el vientre de Nadia. El miembro de

Timme le pareció a Nadia una comida pasada de largo. Una que no supo que se había

perdido. Se soltó los vaqueros y sintió el fondo de su propia saliva como una cadena

delatora en su vagina. Un agua de la piedra del corazón, metida con avidez en su pecho

y entre sus pasos. Ahora se da cuenta de que los mechones de cabello de Timme tienen

el gusto de su náusea. Pero el vientre de Nadia no sabe qué es suave y qué es

contrarrestar. Sólo quiere volver y volver y reventarse. Ir a dar contra las caderas de

Timme hasta deshacérselas. Nadia no posee pies, frente, no tiene ritmo. Tiene el cuerpo

lleno de alfileres y los pezones fríos.

Timme ha quedado subido a la luz amarillenta de la cocina, desnudo, bajo un

árbol sin hojas. La caja de fósforos, los anillos de grasa blancuzca de la cocción, el

polvo afelpado que Timme arrinconó sin recoger, las cortezas de panceta y el cuchillo

untuoso sobre la madera, todos miran con atención a Nadia.

No se ha quitado el abrigo, sólo lo ha abierto. Ha subido el pulóver hasta el

cuello. Y todavía el bolso le cuelga de un costado. Va apoyando un pie alternativamente

sobre las rodillas duras de Timme. Nadia se ha enfriado tan rápido que los coágulos de

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semen pesan dentro de ella como tierra apelmazada. Se suelta de Timme. Queda de pie,

impávida. Con las piernas abiertas. Aprieta los músculos del vientre. Los hunde con una

mano. Prende un cigarrillo y cuando entonces cierra los ojos, la luz eléctrica se ha

intrincado de nervaduras.

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El perro cosido

La fábrica de jabón emite vapor encima de la entrada principal. Una nube

hirsuta, grisazul. El agua del vapor de las noches anteriores permanece enrollada

durante las primeras horas de las mañanas. El vapor trepida, y a la vez es adhesivo. Pe-

sa, se arracima y traba en el cañaveral y sobre el arroyo desecado detrás del viejo club

de regatas. Llega a extenderse hasta el terraplén y los demás aledaños baldíos. Nadia los

atraviesa para ir a la villa. El agua ahí se disgrega. Da formas de mendrugos a la tierra

abandonada. Seca la sed estival que nadie ve de los grillos y las libélulas. Las cañas as-

cienden espetadas. Ligan sus articulaciones con remolinos grisáceos. Las noches crecen

sobre ellas. Y en el fondo del club se hincan en marañas antes del arroyo seco. Allí

abajo, entre la basura y sus propias crías, si el verano las apretuja demasiado, las ratas

pierden pie y se arrancan el pelaje unas a otras a dentelladas. Al evaporase el agua el sol

ajusta los nudos de las cañas. Más allá, en las últimas casas de Dock Sud, las petunias

veraniegas que ya no duran en sus macetas, han devorado todo el sol. El agua también

está tallada en la ranura de los ojos de los hombres y mujeres que toman los turnos en la

fábrica. Es un tallado que los años no corrigen, sino medran. Quienes pasan por ahí

llevan los codos y las botamangas de los pantalones desgastados y tironeados. El en-

torno prefiere anularlos en lugar de verlos pasar.

El perro del portón principal de la fábrica es negro. Está cosido al vapor y al

cemento lechoso. Y por estar cosido rara vez tiene sombra a lo largo del día. Sin

embargo, en la noche y en la mente de los trabajadores, los perros guardianes que no

pueden ser vistos poseen un cuerpo de sombras sin contornos.

Una mañana del invierno anterior, el perro había metido su hocico entre los

barrotes del portón principal. Estaba tan en los huesos que pudo haberlos atravesado

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hasta el final de la cola mugrienta. Pero el vapor lo detuvo como si fuese una ribera. Ahí

metió la punta negra de la nariz y olisqueó. Era, entre todos los perros, el perro más

muerto en pie. Los guardias de la portería de la fábrica veían en los márgenes de la villa

decenas de perros arrastrando las quijadas. Donde los huesos se acoplan en esos perros,

siempre encajan más gruesos que la carne arrinconada que llevan en las ancas. Los

guardias conocían todas las carnes arrinconadas de los caldos, en las cápsulas de médula

de los huesos del comedor, en el intercambio sexual de los hombres y mujeres —que le

robaban tiempo al turno, las lamparitas a los depósitos y el papel higiénico a las letrinas.

Los vigilantes están acostumbrados a revisar, sospechar y espiar. Amontonan

cargas y camiones sólo para intimidar. Tantear bolsos, cazar roedores y las palomas más

gordas, pero no tenían idea de cómo sopesar una bolsa tan vacía como aquel perro.

Hurgarlo era una pérdida de tiempo. Y les causó auténtica pena. “El lamento de un mi-

lico es un mono triste”, dicen los operarios de la fábrica. Después de unos días de

alimentarse con las sobras del comedor, los guardias le clavaron un cuchitril de madera,

al lado de la caseta del retén. Luego de los primeros días de agotamiento sórdido y

pertinaz, el vientre del perro olió ya a la falsa neblina del lugar. Y enseguida tuvo entre

las orejas idénticos ojos de uvas anhelantes que los guardias. Todo lo ajeno le atizaba la

mirada. Porque, igual que los guardias, lo que ha comido no cuenta. Para entonces el

perro ya estaba cosido a su nueva vida.

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El pasatiempo

“Huele a crematorio.”

El dosel blanco de la fábrica de jabón hiede. Sabe a sopa y detergente

mezclados, pero es algo que se huele. “El humo de las chimeneas es otra cosa”, dice

Lucía, la tía de Ana. “Siempre escapa ese olor a potasa y sebo.” Lucía trabaja desde las

cuatro de la mañana hasta las dos de la tarde. A veces, Ana, va a esperarla a la salida del

turno. El chico a veces la acompaña. O Ana lo lleva. Él arrastra los pies. La respiración

extrae sus bocanadas de aire del humo y el vapor. Antes de llegar el chico ya se ha

sentado en el suelo varias veces. Ha elegido diferentes lugares. Nada altera eso, sea

verano, sea invierno. El camino se le hace prolongado y aburrido. Aunque la caminata

no vaya más allá de media docena de cuadras. En los hombros de Ana el trayecto es

otro. Apurado, circunspecto. Los párpados le pesan. Atrás de ellos dos, el terraplén y el

puente han soltado de golpe el camino y alejado las casas. En torno de la fábrica se

puede notar el aire desmenuzado. Y en la luz puede verse la gradación del molido

etéreo.

Durante las tardes de verano. O, en invierno, para las mañanas de domingo.

Después de misa. Las españolas más viejas mencionan al conjunto del terraplén y las

sombras bajo el puente, como el pasatiempo. Usan todavía pañuelos en la cabeza.

Algunas se los quitan cuando las cubre la sombra. Conversan entre todas y añaden más

lugares al lugar. Y el tiempo no cuenta al tiempo contado. En el pasatiempo no hay

ningún sitio construido para sentarse. El tiempo allí la pasa de pie. Bajo el puente de

columnas cilíndricas nada más crece un zócalo de hierba. Los columpios de insectos se

mueven de lucero a lucero. Desde el pasatiempo la fábrica de jabón pasa nublada el

horizonte aún en los días más radiantes. Las espinas insidiosas de los cardos no per-

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tenecen al pasatiempo. Afuera, el sol, el cardal. Y las españolas más viejas llevan sus

asientos de tijeras y se sientan ahí. Hasta que las pelusas desprendidas de los cardos les

acarician las mejillas. Y se adormecen. Tratan de morir lo más tarde posible. Los

mismos habitantes del puerto no saben si tienen otras palabras compuestas, iguales que

pasatiempo para decir algo más en castellano. Ni tampoco si esas palabras están

escondidas del propio saber y del propio recuerdo. “Lo más difícil es no saber nada”,

dicen las mujeres cuando conversan. Eso significa que lo más difícil es no saber nada de

los demás. Pero también se refieren a que esa dificultad aparece con los años.

Los pañuelos de algunas, las canas desprotegidas de las otras, y la pelusa de las

mejillas se les han cubierto de haces de abrojos. En la sombra fresca los rostros de

pizarra de las mujeres flotan. Cuando vuelven a hablar todavía las lenguas continúan

somnolientas. Las miradas dormidas se sobresaltan. Los argentinos no usan la palabra

deshonra. Ellas, sí. La utilizan junto con los nudos de los pañuelos y al guardar silencio.

Entornan los ojos. Pronuncian esa palabra para oír que ellas mismas aún no han perdido

el amor por la vida. En cambio el idioma del río asedia a los más viejos. Por momentos

es tan delgado que se confunde con las cosas más duraderas y triviales de la vida. Pero

sus bocas no lo repiten. Los viejos que se han adormecieron por la tarde en sus casas,

despiertan luego, experimentan una nostalgia sin explicación. Chasquean la lengua

pastosa. Se levantan con hambre. Pero no comen.

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El vestuario

Ana se queda de pie mientras el perro de la fábrica escala con los ojos su cuerpo.

Los ojos del perro son un par de pepitas de brea. Las orejas están alertas. Desde la

guardia los hombres la miran con descaro. No sabrían que hacer con ella y la joroba.

Pero se lo harían de todos modos. El perro toma del aire tanto de Ana, que ella odia el

aire que el perro respira. El perro percibe la hostilidad de Ana como una emanación de

cinabrio. Empapa la base de un poste con orina.

Los camiones que salen vacíos, más allá, trepidan y sacuden a los conductores.

Por un momento se han deslizado al lado de la cola del perro. Los hombres y las

máquinas son harinosos. Están envueltos en limaduras de polvo de jabón aromatizado.

Y alrededor de los párpados tienen líneas bermellones. Un guardia aprieta la frente

agobiada. Se acerca hasta donde el perro mueve las patas traseras sobre un mismo lugar.

Mira con curiosidad a Ana. Es nuevo y joven, y ella nunca lo ha visto antes. La cola del

perro azota una pantorrilla de los pantalones. De la cola y la tela brotan motas. El

hombre lleva una rebanada de pan con manteca a la que ya le falta el ribete de costra

más cocida. Luego mira al chico y termina de comerse el resto. Las partículas del

proceso de fabricación se depositan en los dientes. Suelta un salivazo después de tragar.

“El pan sólo es bueno un día”, le dice a Ana. Ella no responde. Él tiene los ojos

chatos, pegados a la mueca de los labios. Los dientes se amoldan desunidos. Ana se deja

mirar de arriba abajo. Percibe la doble naturaleza de ser una mujer y ser también un

defecto. El asco impasible encima de los labios de Ana posee un ovillo. Luego escupe

espeso. Como los varones. Hacia los pies del hombre. Entonces el perro se come el

escupitajo.

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Si no llueve el perro busca su comida detrás del comedor. Dentro de una olla de

aluminio, con incrustaciones blancas de sarro. La única manija está mordisqueada. De

allí la arrastra a hacia todos lados. Y de todos lados la trae de vuelta. Los trabajadores

que pasan cerca escupen adentro y las moscas saltan de sus racimos. El perro ha

aprendido a no pisar el asa y no derramar comida. Contra la comisura de sus ojos las

moscas se frotan. Él engulle. Y anhela comerlas a ellas también. Pero apenas logra

ahuyentarlas. Las moscan andan sobre sus legañas cuando él las busca delante de sus

fauces. Los días de lluvia los guardias dejan la cacerola en la covacha del perro. La

arrojan desde unos pasos de distancia. Adentro estallan las pulgas tan grandes como

granos de mora.

Al perro de la fábrica no le agrada andar cerca de las paredes. Observa los

picaportes cerrados. Sale. Vaga. Y vigila a las gallinas necias sueltas en la tierra que

rodea la villa. Lucía, igual que la gran mayoría de los obreros, desprecia al perro.

El perro guarda entre la crisma y los belfos planillas, linternas, armas, los

borceguíes estropeados de los guardias. Estos son policías haciendo horas adicionales.

Porque, si se lo permiten, todos los trabajadores roban. Y, en especial, porque la

empresa LEVER paga mejor que el banco municipal de Avellaneda de la calle Estévez.

Allí necesitan sólo a dos de ellos. Después de comerse las galletas con grasa. Con la

barba de uno o dos días. Y perseguidos por un fastidio tenaz. Los vigilantes escudriñan

y saben, de modo sustancial, hasta donde fisgonear para obtener las menudas coimas del

día. De pie, debajo de las viseras hendidas, la sangre se les agolpa en las sienes cada vez

que, luego de revisar los vehículos, afilan los ojos hacia la ventanilla del conductor.

“Nosotros también tenemos hijos”, dicen de repente. Entonces los guardias alinean ojos

de conejo. Algunos camioneros les dan envoltorios salidos de abajo de sus pies que de

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prisa esconden en la garita. Así todos se llevan algo. Nadie se va feliz, peros sí todos

conformes con lo que esperan de ellos mismos.

Los policías de la fábrica de jabones fuman los cigarrillos extranjeros que se

contrabandean en los barcos petroleros nacionales. También se los arrancan de pura

envidia a los marineros extranjeros borrachos de ESSO o SHELL. Después se ufanan de

que los cigarrillos nacionales son mejores. Siempre vacilan un instante antes de

encender los cigarrillos extranjeros. Primero los pasan debajo de la nariz. Cada tres

meses la empresa dueña de la fábrica le regala a los policías varias líneas de artículos

para que sus familias huelan y brillen como en las publicidades de sus productos. En las

fiestas que a fin de año organiza la dirección de la empresa los policías no beben con los

demás.

Nadie del puerto recuerda que los pobres no hayan bebido siempre con otros que

no sean pobres. Excepto en los carnavales y en las campañas políticas. Aunque el cura

más viejo del sagrado corazón bebe siempre con todos. Al final de cualquier celebración

junta las servilletas de papel y se las lleva. Nadie que habite alrededor de la fábrica

espera de los policías más que palos y robos. Los operarios observan las nueces de los

policías cuando hablan y degluten —y los desprecian sin inmutarse durante la

inspección. A veces las moscas los espabilan. Pues han dejado los ojos fijos bajo el

cuello. De noche oyen las sirenas de los patrulleros que los despiertan. La cabeza les

retumba, el corazón les retumba, las tripas retumban. En la boca de los hombres la

totalidad de los seres merecedores de desprecio valen menos que un perro muerto. Sin

embargo lo que más les retumba a los hombres es el desaliento. Ni el alcohol ni el jabón

puede encubrirles el temor a perder el trabajo y a ser sorprendidos. Es un tipo de miedo

que nada más puede ser encubierto por más miedo. Por eso a veces eligen a algún

trabajador. “Vaciá el bolso”, dicen los guardias. Un jabón aparece, y entonces lo arrojan

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al piso. Se lo hacen recoger. Pero antes alguno de ellos le aplasta la mano con el zapato

de fajina. Porque en esa postura se presta mejor atención, el operario sigue arrodillado

hasta que ellos quieren. Le dicen, “ésta es tu última vez.” Se ríen y se pasan el mate. Los

policías denominan “estos negros de mierda” a los trabajadores de la fábrica.

Desde el primero hasta el último operario del turno que entra por el portón pasa

escorzado a través de los ojos del perro. Todos despiden un vaho determinante. En el

vapor retorcido el animal reconoce las alfombras de pasos. Y en las hebras de tabaco al

dueño de la saliva. Después de que todos hubieron entrado el perro se encamina hacia

los vestuarios. Cruza debajo de los vehículos detenidos y rodea los grupos inactivos de

conductores. Con el lomo relajado deja atrás las cargas apiladas. Los pasos son negros.

Por costumbre el perro lleva la lengua ceniza fuera de la boca. El calor de las duchas

siempre sale por debajo de la puerta. El sol de verano lo dilata hasta las hileras más

lejanas de productos estibados. En invierno el vapor se licúa sobre la nariz del perro.

Dentro del vacío vaporoso la punta de la nariz es un pequeño batracio. Allí, la frente del

perro anda sin ojos. Recién cuando abre la puerta del vestuario con la frente plana del

cráneo y entra, entonces los ojos aparecen.

Dentro de los vestuarios y las duchas nunca se oyen los altavoces del exterior.

La luz eléctrica se instala sobre los cuerpos durante todo el año. El sol que cada

claraboya es capaz de tragar, sólo a mediodía, baja hasta el piso resbaladizo. Los

hombres se esquivan con los pies arqueados. Van desde los casilleros hasta las duchas.

Contraen los músculos plantares y apoyan los cantos exteriores de los pies. Dan pasos

con los dedos retraídos. Hunden las nalgas. Se encorvan. Sólo tienen ojos para sus

pisadas. Desnudos parecen más pequeños. Y se los ve exhaustos. Los pubis rizados

ocultan los miembros debajo de las barrigas velludas. Los flacos tienen sus barbas de

maíz. Nada más son visibles, nudosos y arrugados como nueces, los colgajos de los

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escrotos. Los testículos se sostienen a la altura de los ojos del perro. Todas las bolsas de

carne destilan el mismo olor mordaz provisto por la fábrica.

Después de cada cambio de plantel, el perro se lleva en los ojos, los vientres y

los muslos de los hombres hasta el vestuario de las mujeres. Apoya el trasero en la

entrada. Deja la cola muerta. Después de un turno con los capataces esto encoleriza a

algunas mujeres que lo empujan con el pie en las costillas. Pero él acomoda de nuevo

sus caderas sobre el embaldosado. Las mujeres huelen a la lavanda agregada al potasio

y al sodio. Enrollan toallas en las cabezas. Y manchan las axilas con barras de

desodorantes. Las más jóvenes se ríen del perro. También de la utilidad de los hombres.

Se ríen de las cigarras y las salchichas verdes masculinas. Delante de los espejos

también se ríen de la vida. Miran al perro a los ojos. Y los ojos del perro están

encogidos detrás de los párpados. Saben que allí dentro están los abdómenes gelatinosos

de los hombres que acaban de bañarse.

“Perro puto.”

Dicen y siguen su camino.

90
Los serenos

Los policías de la guardia diurna se manchan con los duraznos que comen a

principios de primavera. Entonces los duraznos son más jugosos y tienen media cara

morada. Terminado después el otoño todas las antiguas manchas brillan. Los serenos en

cambio son pocos. De noche las salpicaduras afloran vidriosas si cruzan un farol.

Durante las rondas nocturnas las brasas de los cigarrillos saltan aviesas. Jamás dejan los

capullos formados por las manos. Si la noche es calurosa o fin de semana, ocultan con

los dentífricos que produce la fábrica el olor del vino. Se hacen buches fluidos que

lanzan en un chorro y por los cuales el perro no siente el menor gusto. En los fondos de

la fábrica se amontonan partes de maquinarias y repuestos que esperan ser ensamblados.

Desguaces, rezagos soldados por el óxido. Más allá del perímetro, las casillas de chapa

y cartón se alinean del otro lado de un muro de molde y columnas de hormigón también

premoldeadas. El susurro seco de las cañas franquea los alambres de púas. Encima de

las puntas del cañaveral la noche anda en zigzag. Si antes de arraigarse en la fábrica el

perro anduvo por allí, ya no muestra deseos de volver. Se queda echado, olisqueando el

aire sucio. Los serenos le arrojan carozos de aceitunas que él lame a duras penas y

mantiene entre los dientes, porque al intentar morderlas se le caen.

Cuando los serenos se aburren de sus ojos y sus orejas entonces abandonan los

naipes. Estiran las piernas y bostezan. En el fondo de la fábrica se agrupan con los

hombros achicados. Entre las grietas del piso el pasto crece roto. Los guardias se sientan

quitados de las luces de las torres y reflectores. Se acomodan sobre los rollos de cintas

de acero o repuestos. Pegados al muro. Y apoyan la punta de pequeños revólveres en los

agujeros que tiene la pared. Los mismos agujeros sirven de día a los jóvenes de la villa.

Ellos aplican los ojos a escondidas y exploran los montículos de metales corroídos.

91
Aquellos que consiguen parte del metal lo venden. Han hecho sendas a través de las

cañas para acercarse a hurtadillas. Y los más pequeños y rezagados atrapan allí sapos

del tamaño de sus pies.

Los agujeros del muro jamás duermen. Ni de día ni de noche.

Como pares de zapatos muy usados y más cómodos, del fondo de los bolsos o de

envoltorios de papel de diario, aparecen las armas. Después los policías vuelven a

estirar las piernas. Los zapatos están maltratados. La fábrica los arruina.

Entonces apoyan los cañones en los agujeros que corren en el muro. El cielo, las

luces de seguridad de las chimeneas, y la torre de enfriamiento irrumpen en el fondo del

giro que dan los ojos de los serenos. Los serenos bostezan de nuevo. Miran hacia otro

lado y aprietan los gatillos. El agujero del muro es el que apunta en lugar de ellos. Los

serenos sostienen las empuñaduras a media altura y pasean la mirada hacia el otro lado,

por las instalaciones desiertas. Antes de soltar los gatillos tiran todo lo que tienen. El

plomo chasquea en las cañas. Aja. Sopla. Y separa. La noche abre pasillos, y en cada

pasadizo queda agitado el silencio.

Después de los disparos siempre hay calma.

Algún gallo canta. Y las ratas que sacuden la maleza se quedan inmóviles. Pero

cuando el primer perro ladra todos los demás lo siguen.

Nadie se altera las noches donde los estampidos se producen, aquí y allá, por los

alrededores de la fábrica y la villa. Las balas penetran las chapas con un reventón seco.

Los llantos de los bebes desde dentro de las casillas llegan un poco más tarde,

amortiguados por el rumor yermo del cañaveral. El perro de la fábrica ni ladra ni aúlla.

El animal también es cómplice.

En el mismo lugar los serenos se quedan fumando.

Oyen música y beben, otros días, cuando en la villa organizan algún baile.

92
Lucía

Cada vez que regresa de la fábrica Lucía bebé un vaso colmado de leche. “Si no,

no siento los olores”, dice. Ana ya no le cree. El blanco de los ojos de su tía, como todos

los que trabajan dentro de las naves de la fábrica, tiene ribetes sanguinolentos y encima,

las pestañas descoloridas. “En la fábrica, en el comedor, no siento gusto, es como si

masticara agua”, dice. El polvo blanco o las escamas de jabón los trabajadores los dejan

bajo las mesas del comedor. Cada tanda de comensales deja a la siguiente el esquema

semicircular de sus zapatones. Pero para el siguiente los asientos se enfrían rápido.

Como si nadie hubiese estado sentado allí.

Durante años Lucía ha oído todos los días las dentelladas y el tictac de su

máquina. Ha oído, junto al siseo de la brújula de movimientos, el bufido y la acrobacia

controlada, escondida en los mecanismos. Ésta jamás varía. El tictac es más veloz que el

reloj y que el corazón. Por eso el tiempo del turno pasa tan lento, pero, sin embargo, es

mucho más rápido.

Sobre la cinta transportadora a Lucia le gotea la nariz. A sus compañeras les

sucede lo mismo. Y a ninguna ya le importa dejarlas escurrir. Los paquetes marchan

abiertos, sobre la línea, hasta la engrapadora. Los paquetes de papel de jabón en polvo,

algunas veces, ingresan mal y pegados los vacíos con los llenos. Si llegan así hasta las

placas que les doblan los orillos de papel, y los preparan para el cierre grapado, es

inevitable detener toda la línea. A veces los mismos capataces se apresuran a

interrumpir las cintas transportadoras. Porque han tomado alcohol en los pañoles y

desconfían de sí mismos. Y ante el menor contratiempo se alarman. Nadie quiere

accidentes en su grupo. Cuando algún trabajador es atrapado por los jefes de producción

con olor a bebida aquel delata a los otros que también beben —ya los han agarrado de

93
los testículos y de súbito, por más que se perfumen el aliento, los bebedores caen uno

tras otro. Pues los directores de personal siempre escogen sus víctimas más conspicuas.

Y los bebedores, qué más quieren que vivir, tranquilos, como todos. La empresa y los

delegados del gremio también dicen lo mismo. No obstante, si un hombre se accidenta

sabe que en la fábrica el capataz dirá “estaba borracho.” Herido, desmayado o distraído.

Cualquiera puede rociar alcohol en las ropas a otro. El capataz es el explotador más bajo

y ruin, pues fue uno de los primeros en ser explotado en las mismas naves y máquinas.

Cuando los hombres se llevan la vida de la fábrica a sus casas no saben qué hacer con

ella. Ella los sigue. De camino a cualquier parte. Se les atasca en la cabeza. Y si

dormitan en los colectivos los sobresalta y despierta sin motivo. Un calor que no posee

origen les abrasa la cara. Se sienten confusos y más tarde miran a sus familias. Como si

ellos mismos fuesen de pronto los niños. Encuentran a sus mujeres hermosas. Y a sus

manos afiladas y llenas de culpa. Pero un pequeño lunar danzarín en el costado del ojo

es suficiente. Han entrado en sus casas llenos de sospechas. Y tampoco saben qué hacer

luego, antes de encender la luz, si la casa está vacía.

Desde los diecisiete años Lucía trabaja en la fábrica de jabón. En los últimos

tiempos algo se entreteje en su cabeza y se esfuma. Lucía no se da cuenta de que

permanece parada frente a la cocina. No conoce, en ese momento, qué sigue. Pone una

silla ante la ventana mientras el agua se calienta. Con los dedos se acomoda el pelo y

estira las medias. Tiene los pies fríos. Frota los dedos. Minúsculos y esféricos.

Una muchacha airada ha mirado los días de todos esos años desde dentro de

Lucía. No ha encontrado otra cosa que hacer que contarlos. Deshacer la cama al

acostarse —y con los ojos todavía imbuidos de noche, hacerla rápido al día siguiente.

Ajustarla, cuando las patas se aflojan. Oírla crujir y humedecerla. Pensar hace tiempo

que algún día debería cambiarla. Los años pasan sobre la cama. Antes de dormirse la

94
niña los cuenta, pero Lucía no. La silla, la ventana, el agua redonda encima de la

hornalla. La muchacha tejió las medias. Cada punto alejaba su irritación permanente.

Entrelazarlos duró todo un invierno. “Las medias más largas del mundo”, había dicho la

madre de Ana.

Las medias se le deslizan haciabajo. “Tengo las piernas cada vez más flacas”,

Lucía las mira. Los huesos de ambas tibias tensan la piel. La piel es opaca, como sebo

de vela también.

Las bolsas de papel entran en la estación de Lucía arrastradas por la cinta.

Además de ella siempre hay otras dos mujeres ocupadas sobre el puesto.

Una es joven y la otra está muy cerca de jubilarse —saca terrones de azúcar de

un bolsillo. “Ya no siento el gusto de la sal”, dice. Deja dos bloques amarillentos en la

boca. Una barandilla a ambos lados mantiene en su trayecto y erguidos a los en-

voltorios. La cinta impulsa a todos éstos con las bocas abiertas. Los paquetes van

girando y tiemblan luego de empujones muy cortos. Se golpean entre ellos igual que

pollos hacinados. El polvo del interior se va asentando en el recorrido. Al final, una

suave cúspide de polvo de jabón forma una terminación similar en cada futuro paquete.

Debajo de las vitrinas de la nave la claridad es hueca. Desciende ancha. Las

rayuelas de los ventanales se desplazan desde las paredes a las máquinas. Luego de

éstas a los zapatos de seguridad. Las mujeres pueden ver las partículas titilar en el

ambiente. Todas las sombras de los operarios parecen sopladas desde arriba. El perro de

vez en cuando estornuda. O bosteza. Entonces estira la boca hasta las orejas. Las

patadas avanzan para echarlo. Sin embargo él siempre anda rastreando. La nariz le

queda verrugosa y con pecas de jabón. Conoce tantos agujeros y coladeros como los tra-

bajadores.

95
Entre los paquetes de la línea de Lucía aparece de nuevo un par vacío. Van

unidos por el troquel a los llenos. Hace una semana ya que han pedido la inspección de

la máquina de troquel y la cortadora. “No sirve ni para barquitos de papel”, le dijo el

capataz al jefe de producción. El jefe miró las puntas espinosas del mecanismo de

suficiencia para el troquelado. El perro orinó un charco verde y salió de la nave.

La trabajadora más joven tira de uno de los paquetes para separarlo. No se

desprende. Con la marcha el papel retorcido se descarga de los recovecos que trajo.

Queda liso. Debería ser muy fácil separarlos. El polvo de jabón humea.

La muchacha tira más fuerte y el polvo se derrama. El papel en la mano la

enfurece. Putea a la conchadelamadre del papel, a la más puta de todas las máquinas

importadas, y al jabón que no limpia un culo ni un calzón. Mira a la más vieja. La más

vieja se acomoda la cofia por la risa. Luego tiene que escupir polvo.

Lucía saca el otro paquete sin problemas. El paquete lleno que acaba de caer en

la cinta detiene a los siguientes y el jabón esparcido los hace volcar. Deberán frenar la

cinta y ordenar todo. La muchacha, por primera vez desde que trabaja en la fábrica, grita

parar la línea. Lucía estira el brazo sobre la cinta. Como siempre hace para mantener de

pie a las bolsas llenas que aún no han caído. La mujer mayor saca a manotazos los

paquetes derramados mientras el jefe estira la cabeza. Pues la frecuencia del aire

empujado ha cambiado en el interior de la nave.

Lucía se dobla y estira. Abraza los paquetes que aún viajan parados. Siente la

baranda metálica del lado opuesto en el canto de la mano y teme cortarse por el

movimiento de avance. Tiene los paquetes contra un pómulo. No ve más que las fajas

de papel celeste de los envoltorios más cercanos y la pared amarilla del fondo. Todos

los paquetes ostentan un ala de ángel blanca estampada. Entonces Lucía baja un poco la

mano y oye el desinflarse de la línea después de que el jefe aprieta el botón amarillo. La

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cinta arrastra siempre unos centímetros más. Entre el borde y la guía debajo de la

baranda le toma dos dedos de la mano. Lucía bajó la mano hace un instante y la

mantuvo rígida por la presión del peso de los paquetes, además, para mantenerlos

verticales. El polvo más fino de jabón flota opresivo. Debajo del nivel la cinta aprieta

los dedos de Lucía contra el extremo de un bulón. Los bulones aseguran a la barra de

protección con la caja de los rodillos del sinfín. La cinta entonces transporta y se

detiene. Lucía saca la mano. La otra mujer sigue despejando la parte de cinta atestada de

rebujos de envoltorios de papel.

Los otros operarios se han acercado al puesto de las tres mujeres. Al moverse se

les desprenden hojuelas de jabón. La resonancia de las máquinas se ha desmontado

detrás de las palabras imperiosas del jefe. Ordenó detener todas las máquinas. El

hombre traga saliva pero está lejos de la muchacha que grita. La nuez va y viene entre la

camisa y la boca. Un operario toma a Lucía de la muñeca derecha y le comprime el

antebrazo con ambas manos. Ella quiere liberarse, pero otro la toma de los hombros.

Con la mano libre alcanza a rasguñarlo en el cuello. Ve en el piso unos caracoles sin

cáscara. Lucía no entiende qué hacen esos caracoles ahí. No tienen sus bucles crujientes.

Le gustaría soltarse para poder fumar, apenas un minuto, tal vez con las demás mujeres

en la dársena de carga —aunque ella no fume. “Hay muy pocos árboles para que los

pájaros se pierdan acá”, dicen las mujeres mientras fuman recostadas contra la pared.

Lucía nunca fumó con ellas. Sólo se han pasado un poco de lápiz de labios, antes de

salir del turno, en los espejos del vestuario. Hablar, mirarse de reojo y orinar en

cuclillas. Tener secretos entre ellas durante veinte años. Acomodarle a una compañera el

borde del cuello en la nuca. Decir de repente la verdad como si ya no se tuviese otro

interés.

97
Lucía desea con frenesí apretar. Apretar con su mano derecha. Pero la siente

vacía. Los pájaros que no tienen dónde ir pueden ver a los caracoles desde las copas

más altas y llevárselos a toda velocidad. Es tan claro lo que ven los ojos de Lucía, que el

cerebro no deduce nada de su propia mirada vehemente.

Por más que quieren manipularla contra su voluntad Lucía se mantiene de pie.

La cofia se le ha desprendido de un lado. Y cuelga sobre un hombro.

Es su cuerpo. Es la primicia desconocida. Pues quiere palpar y no palpa, y ella

misma ha cambiado. Sobre el residuo y el polvo de jabón, en el suelo su sangre es

negra, enseguida se engoma —su corazón repite algo que supo siempre y ahora no le

sirve. La sangre en el aire es innovadora pero tonta. Surte y se alarga donde los dedos

no están. Cuando se le cayeron Lucía no sintió nada. La muchacha la observa. No puede

apartar los ojos que sin embargo quiere quitar de ahí.

“Renata”, dice Lucía.

Y Renata se tapa el aire de la boca. Se mete un puño entre los dientes y encima

la otra mano. La muchacha se quiere tragar los nudillos. Una vez que los pómulos se le

tornan azules suelta las lágrimas. Lucía siente pena por Renata. Todos respiran como si

hubiera mucho viento.

El hombre que la tomó de la muñeca le ha levantado el brazo sobre la cabeza.

Lucía no quiere ser movida, no quiere apartarse de su lugar. Mira alrededor. Tienen las

caras saturadas, el agotamiento les impregna los ojos y ahora no pueden meter en ellos

toda la turbación. El jefe vocifera. El meñique y el anular derechos de Lucía yacen

mordidos. Unas delgadas hebras estiradas y flojas perdieron toda su destreza. Los

extremos se asemejan al rastro de los caracoles. El polvo de jabón ha esponjado los

dedos de inmediato. Alrededor la sangre negra pronto también se ha tornado gris. La

sangre que empuja el corazón no vuelve. Parte corre haciabajo, a lo largo de la manga

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derecha. Los dedos se han envuelto de polvillo. Nadie los levanta ni mira. Los vellos

incoloros atraparon motas. Lucía recuerda el trance carnoso de su primera

menstruación. Mientras le ciñen el brazo con el cinturón de alguien. También recuerda

los dedos arrugados por el agua de tanto lavarse entre las piernas aquella vez.

Su madre le había dicho, “no estás más que inflamada, pronto se te va a pasar.”

Pero Lucía se pasó horas lavándose aterrorizada. Pensaba que el vientre se le iba a

desfondar y a caer entre los tobillos. Con los dedos tan arrugados Lucía no podía saber

entonces, si éstos se habían engrosado, o si su vulva estaba pulposa como la palabra

inflamación que había salido de la boca de su madre.

Intentan sentarla. Pero Lucía continúa rígida y con el brazo en alto. Alguien se lo

sostiene.

A un paso de su propia barriga los perros no poseen clavículas. Entonces el perro

negro pliega los hombros para meter la cabeza entre las piernas del grupo. La mandíbula

inferior le cuelga detrás de la punta de la lengua. Va con la respiración tan apresurada

que parte del aire sale pastoso al lado de los lagrimales. El perro llora. Y como un rayo

levanta los dedos. Y recula entre las piernas de la gente. Ya ha girado y los tiene entre

las costillas. Después se va hacía el piso borrado por la gran luz del sol. Han abierto las

puertas de la nave de par en par. Los que entran esquivan al perro. En la silueta a

contraluz del animal se pueden discernir las puntas de las orejas caídas dentro de sí

mismas.

99
El sombrero

Cuando Ana espera a su tía en la entrada de la fábrica, frente a ella, el perro da

vueltas detrás del alambrado. Si el aire ahueca el vestido de Ana el perro recela. Detiene

su ir y venir, y gruñe a intervalos. En los días calurosos deja el hocico entre los agujeros

del cerco de alambre. El alambrado zumba, el perro la observa. La tía deja la fábrica y la

toma primero de la mano, luego le da un beso en la frente. “Al perro no le gusta tu

cuerpo”, dice. Al salir de la soledad Ana siempre encuentra su joroba. Cuando Ana se

duerme ambas desaparecen.

Timme conoce al perro. Porque cada vez que pasa en bicicleta el perro ladra.

“Gruñe a todas las piernas y ladra a todas las bicicletas”, había dicho el menor de

los ucranianos. Los dos hermanos trabajan con Timme. Antes de salir del trabajo los dos

hermanos se palpan los bolsillos. No ven lo que hacen. A ambos por igual les preocupa

perder las llaves.

Viven donde la calle de la fábrica de jabón comienza y todavía no pertenece a

los ceñidos barrios del puerto. Por eso la casa posee un jardín. Fue gris, fue pajizo y

agrietado. El abuelo materno transformó en huerto los terrones corroídos por las lluvias.

El viejo hoy ya casi no tiene dientes y cada uno que se le ha caído ha ido a parar a la

tierra del huerto. “Así no se pierden”, dice.

“Y así también sé dónde están. Me olvido de todo. Y como no tengo mucho que

hacer entonces me voy regando.”

“Si se los traga los busca cuando caga para enterrarlos”, dice uno de los

hermanos. Juan es el hermano mayor y Teodoro el más joven. El ucraniano viejo, para

sus vecinos, era el abuelo sobreviviente, el ucraniano el padre y los ucranianos ellos

dos. Solos o por separado. Ambos son delgados y cimbreantes, con nudos, como las

100
varas por las que trepan los tomates. Todo el año hay flores en alguna franja del terreno.

En medio del invierno las flores no tienen más que pétalos amarillos con una línea de

óxido. Ennegrecen pronto. La helada pega los tallos. El sol ahuecado lame la sal, pero

las flores igual se queman. Cuando la parcela era solo tierra encostrada el abuelo le pasó

la lengua a un terrón.

El compás de un viejo árbol de moras recarga el fondo del terreno. Allá abajo las

moscas son aterciopeladas. El limonero joven es lento. “Sólo crece con ganas en mis

sueños”, dice el viejo. Arranca un limón pequeño, blando como un pájaro, y se lo

guarda en el bolsillo. Silba. El polvo resbala de las hojas. Las nubecitas son planas. “Sin

dientes los labios tardan más en cerrar, por eso silba así”, dice Juan. En la parte donde

las encías están vacías el aire le hace cosquillas sin más a la sangre.

Timme fuma un cigarrillo sin filtro que le ha dado Juan. Juan tuvo las manos en

la tierra y el cigarrillo es demasiado blanco. Las hebras de la punta de la lengua se le

pegan al paladar. Timme las impele con un chorro de saliva. Escupe, la tierra brota

espumosa. Los tres beben cerveza y sudan. El viejo se aleja, la puerta chasquea tras él,

el mosquitero entorpece a los hilos del sol. Adentro el rectángulo es una caja negra.

Toman los vasos y abren las bocas para beber. ¨La voz de la radio también desciende

por cada garganta. Si la cerveza es amarga, es buena. Entonces la cabeza se libera de sus

chistes y ofensas de cada día. Y la boca por igual se libera también de sus chistes y

ofensas. Mientras más verdaderas las noticias de la radio se tornan más falaces. Qué

interés puede tener para nosotros los argentinos el comunicado de Montoneros, se

pregunta el locutor de la radio. La gente puede dormir bien, pero todavía puede dormir

mejor. Las calles apuntan al norte. Nadie necesita mentir con dinero en el bolsillo. Las

lluvias irrigan el país y el país riega al mundo. El hambre no inspira respeto. Además,

miente. Pronto los cartógrafos del mundo no tendrán qué hacer. Los pespuntes bastos

101
de los sacos se han roto, el cereal rojizo se derramó. Las mujeres gozan de un

cigarrillo que ha sido procesado en especial para ellas.

Timme piensa. Entonces retuerce el botón superior de la camisa. Siempre, algún

día, el botón termina colgando. Nadia ve los hilos desnudos, “nunca ponés los ojos

donde perdés las cosas”, dice.

Juan bebe aprisa. De nuevo tiene el vaso vacío. “Los del sindicato tienen los

culos llenos de grasa de litio”, dice. Deja los ojos sobre Timme. Teo mantiene las manos

entrelazadas en la nuca. Mueve la mirada. Es minuciosa como la de un gato. Han oído

que todos los trabajadores de destilería a favor de la huelga están ya en una lista fija.

Uno de los delegados exhibe la lista a cada uno de los operarios —y a cada uno le

pregunta si lo tacha o lo deja. El turco entra armado con la pistola onceveinticinco que

usa la policía. La asegura entre el cinturón y el hueso de la cadera. “Elegí vos, turco”,

dicen los operarios.

“No serás triple a, no, vos, turquito.”

La tarde corre varias veces entre unas cintas blancas atadas en todos los tutores.

El calor termina a mitad de otoño. Y el invierno empieza tibio. El viejo ha salido a fu-

mar y los pájaros arman escándalo. Anda entre las coronillas de las hortalizas. El abuelo

arrastra los pies moliendo la tierra suelta. Juan se llena el vaso y la espuma sale por

encima del borde. Forma una medialuna al pie del vaso.

“Suspendieron la asamblea, y la van a seguir pateando”, dice Timme. La cara le

pesa desde la frente como por la mañana.

Los tres beben ausentes. Las cintas flojean.

Detrás de los rostros las voces se acomodan inquietas. Porque son jóvenes o no

dicen lo que piensan. Y además hablan a la vez que mastican. Sólo cuando necesitan

tragar se callan. Entonces los ojos se les llenan de estupor y el cuello palpita. Teo dice

102
que la derecha peronista no va a parar la depuración ideológica y que va a carnear a los

obreros. Los labios levantiscos pasan de las palabras al silencio con idéntica

repugnancia. Timme y Juan se ríen de Teo. Saben que el ideologicismo significa a los

tiros y hambre y nudos de alambre. El país tiene el hambre ancho y los tiros bien ajusta-

dos. En los campos y la ciudad, adentro de las mazorcas y las semillas de las espigas el

hambre está sus anchas. En las fábricas, en los negocios y en las voces también está a

sus anchas, el hambre está a sus anchas en hospitales, trenes y cementerios. Crece en el

lugar que las retamas dejaron. El abuelo silba, fuma y arrastra los pies. Sabe que todavía

vive. Y más que la palabra hambre le gusta la palabra libertad.

Hay un montículo verdeazul de carozos de aceitunas. Descarnados por completo.

Pepinos agrios y queso cavado de agujeros en un plato. Teo se levanta y da unos pasos

hasta unas hojas largas como dedos. Crecen de a una y lanceoladas, de flexible verde

oscuro. Arranca y mastica. Las mandíbulas desmenuzan. Y espesan la frente

enmarañada de sudor.

Timme no ha visto esas hojas amargas y tiernas en ningún otro lado. Como

siempre pide una y jamás recuerda el nombre en ucraniano.

Antes de que ningún operario supiera nada, los delegados, Medina y el turco,

habían armado un sumario contra tres operarios. A Timme no le asombra que los

sucesos no lo hayan sorprendido. “Hace unos días me lo contó la viuda”, dice, “Medina

es banda de la triple a, el turco no sé, para mí es novia de milicos.” Juan hace una

mueca. La botella está vacía. Teo va a buscar otra cerveza. “Claro que también es de la

triple a.” Las palabras permanecen disueltas en la lengua. Salen con una bocanada de

humo de cigarrillo. En los momentos en que el sudor se le enfría, la cara de Timme es

de cuero. Se quedan callados.

103
Cuando llegue el verano el pueblo del puerto entero olerá a cerveza e

hidrocarburos. En verano la gente habla del invierno, durante el invierno espera el

verano. Con la cabeza en las almohadas oyen los disparos por las noches. Hunde una

oreja. Los sueños carecen de sentido pero ansían dormir. Un número los explica. Las

balas vuelan ajustadas donde todo lo demás es espacioso. Las orejas de los durmientes

son caprichosas, se aferran a los ladridos, a las maderas que crepitan. Confunden un

ruido con muchas otras cosas que producen estampidos. Las balas, en cambio, sólo

llevan apetencias fijas. Sus estruendos no importan.

Una abandonada cocina económica está caída hacia un lado donde termina el

terreno. Sobre ella el árbol de moras baja su sombra violeta. El horno de la cocina ha

perdido el fondo —crecen tallos vinosos, se asoman, en las hojas amarillas giran pe-

queños círculos marrones.

Después de que Teo trajo la botella, Timme dijo que además la viuda habló de

que los próximos eran ellos dos. Los hermanos se echan un vistazo uno al otro. Timme

percibe que no se ha aliviado al decirlo. El viejo camina con el cigarrillo en la boca. Se

arquea sobre unos repollos. Las hojas exteriores son verdísimas. Las nervaduras muy

blancas. Lo verde es pasto. En el extremo de los dedos las pulpas están agrietadas y

percudidas.

Juan busca un cigarrillo. Él lo esperaba antes y sin ningún aviso. “Habrá que

hacer más que dar la cara, no”, dice Teo.

Todas las mujeres contemplan los labios de los hermanos cuando hablan, porque

las estremecen sus ojos celestes. “Las misma raíces que te hacen vivir son las que te

matan,” dice Juan.

“Eso, ahora, no nos va a servir para nada”, dice Timme. “No tiene que servir

para nada”, dice Juan.

104
Ellos sabían que los tres hombres inculpados por Medina y el turco estaban a

punto de jubilarse. Pese a esto los echaron. La empresa estatal los despidió con el

pretexto que les ofreció el sindicato. “El turco inventó una pelea de tres viejos contra un

delegado. Y ni siquiera los policías de seguridad supieron que hubo una pelea”, dice

Timme. Juan se palmea los muslos. Pero permanece sentado y tira la cabeza haciatrás.

“El turco lleva la pistola para defenderse.” Dice que desde la época del pacto social

Medina y el turco vienen echando trabajadores. Que el Capicúa conoce a uno de

petroquímica de Ensenada, y allá hicieron lo mismo después de que la policía los cagó a

palos en el setentaitrés, los dos hicieron borrar a los peronistas más combativos.

En los pájaros que dan vueltas sobre las cabezas hay también mucha hambre. Se

posan en los cables y antenas y en las aristas volcadas de la cocina. Esperan a que ellos

tres desaparezcan. Sobre el viejo podrían posarse unos segundos. El viejo los observa

como si fuesen niños. La brisa ha adelgazado alrededor de un palo de la altura de un

hombre. Hay unos trapos negros. Allí, sin destreza, cuelgan del cuello del poste. Sólo

por momentos el aire se vuelve ágil de nuevo. El palo clavado en el huerto es más alto

que el viejo. Han bebido tanto que el sudor también sabe a pepino agrio y ajo.

El Sapo había visto la lista. Sacaba semillas de girasol del bolsillo, las partía y

escupía las cortezas a los pies del turco. Las cáscaras saltaban hasta las botamangas del

pantalón. El Sapo se las señalaba al turco. Usaba el dedo de la misma mano que sostenía

las semillas. Antes de una asamblea el turco le mostró el papel con una columna de

nombres. Y le hizo la misma pregunta que a los demás. Después la asamblea no se hizo.

Quien se enteraba de que su nombre estaba en la lista sólo seguía haciendo sus tareas.

No se asomaba entre los asistentes. El Sapo le dijo al turco que era peronista desde antes

de que él tuviera pelos en las bolas, y que el turco debía llamarlo señor compañero.

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El Sapo le dijo a Timme que no le quería hacer huelga al peronismo, sino a los

burócratas del gremio.

“El Sapo ya está asqueado”, dice Timme, “pero no se va a hacer echar, dice,

tampoco soy pelotudo.”

“El turco se enloqueció cuando el Sapo ayer le dijo carnero, y entonces le tiró

con un mango de terraja en la cabeza, como no le dio se le fue al viejo encima, los

guardias miraban, los separó ese tano enorme de bombas”, dijo Teo, “Vas a sacar la

pistola, le preguntó el tano al turco.”

En el fondo del vaso de Timme queda un carozo con el cual mantuvo en la boca.

Enroscado con la lengua. “Van a hacer la asamblea con los que no están en la lista”,

dice. Sobre la cara de cuero sus labios flotan separados, habla y se escucha en el fondo

del vaso.

“El sapo tiene el miedo en el sobre del sueldo como lo tienen todos, además en

dos años se jubila”, dice Teo. Camina en círculos con el vaso torcido.

La tierra plantada por su abuelo es más ancha que larga —y la ha vuelto tan

negra que debe observarla con atención para encontrar las sombras de sus manos

cuando la trabaja. Pero el viejo se fía más de la tierra que de sus ojos. Teo recoge en el

comedor de la destilería las cortezas de pan y los restos de fruta en una bolsa, las

cáscaras de huevo, y pide en la cocina los cabos de las verduras. Y luego entierran todo

con su abuelo para engordar la tierra. También lana, algodón —hunden los brazos hasta

los codos y después tapan los agujeros.

“Son como los chanchos”, dijo un operario para que lo oyese el resto de la mesa

y no fuese un error de las paredes del comedor. Teo le escupió el plato de comida. El

hombre recortó la carne hervida y el escupitajo y siguió levantando con el tenedor su

almuerzo. “Zurdito, sos boleta”, dijo.

106
“No vieron un chancho en su vida, pero lo usan para ofender, no saben lo que es

un chancho, sus madres tampoco vieron un chancho, las patas de las gallinas en la

carnicería les dan miedo a sus hijos”, dijo Teo aquel día, “lo voy a tirar de un puente.

Total, cuántos muertos de mierda recorren el mundo entero.” El hermano mayor se rio.

Más tarde, en la cena del comedor de destilería le dijo a su hermano, “de chicos olíamos

a rana hervida.”

Teo recordaba el tramo precoz del arroyo que después se atiborraba y nunca

llegaba al río. Se había convertido en un charco sin temblores, abetunado. Juntaban las

ranas en una bolsa de arpillera. A veces las olvidaban antes de salir debido al apuro.

Entonces metían aprisa las ranas en los bolsillos de los muslos y los de atrás de los

pantalones cortos. Las ranas se afanaban por escapar. Trepaban una sobre otra. Como

huevos en el agua hirviente. Resbalaban, y luchaban de nuevo. Teo las machacaba con

los pequeños nudillos porque le provocaban escalofríos por detrás de toda la pierna. Era

tanto el calor de las tardes que las ranas no duraban crudas dentro de los bolsillos, y los

gallos cantaban todas las noches en la mitad de la oscuridad.

“Los gallos de medianoche son peor que los perros que aúllan”, dijo siempre el

abuelo. Sobre los repollos ahora se tiende la sombra. El viejo camina de espaldas. El

trasero se le junta a los codos.

La rodaja de pepino agrio dispone de varios vacíos iguales, con forma de

semilla. Timme mete la punta de la lengua en las aberturas y chupa el líquido antes de

masticar. “Aguardiente de pepino.” Pero Timme no lo dice. Junta las mejillas.

Los hermanos hablan entre ellos. Han comenzado a bajar los mosquitos desde

sus mangas al borde del riachuelo.

Teo no espera al hombre que lo amenazó.

107
“Como no le hicieron paros ni a Levingston ni a Lanusse todavía creen que

pueden cagarse tranquilos en los pantalones sin lavarlos”, dice Timme.

“Mirá, si uno se convence de que ante lo malo sigue siendo una persona buena

es porque lo peor todavía no llegó”, dice Juan, “y encima la gente cree que en todos

lados del mundo somos todos iguales y a los demás les pasa lo mejor.” Enseguida se

bebe todo su vaso de cerveza con los párpados apretados. En ese lugar la piel fruncida

es ceniza. Juan golpea el vaso y los pájaros escudriñan desde sus sitios. Juan cree que ha

dicho una tontería grande y una tontería pequeña. Se ríe solo. Cuando se achispa y se le

apagan los chistes, las lagunas lo rodean. Timme saca la mano del bolsillo. Se le cae el

encendedor que Nadia le compró a la esposa del prefecto. Mira, pero no lo ve. Teo lo

levanta y se lo pone en la mano. Lo tenía delante de los ojos, pero Timme apenas se veía

la punta de acero de los zapatos de seguridad.

Todavía lleva la ropa de trabajo y lo esperan la bicicleta y, a la izquierda del

camino, el perro de la fábrica. Está acostumbrado a los pepinos en conserva más suaves

que prepara Nadia. No escuecen la nariz cuando los mastica.

“El vasco Basterreche, Domínguez. Campos, quién más.”

“Todos los del primer fraccionado, todos los de mantenimiento y los de

seguridad laboral, cocina, maestranza, qué se yo, casi todos en toda la planta.”

“Hasta que vayan a la asamblea o sepan la lista antes de ir”, dice Timme, “ahí se

cae la mayoría.”

“No seamos tan pelotudos entonces”, dice Juan. “Todos saben todo de todos y

para qué estamos, no jodamos.”

A los hermanos, la dirección de personal de la planta sólo los pone en el mismo

turno en muy contadas ocasiones. “Mejor” dice Juan.

108
“No”, le dice Timme, “te separan de Teo para boletearlos a los dos.” Se quedan

callados. Hasta hace un momento han tenido los vasos en la mano, ahora no saben hacia

dónde ver para que la mirada se alargue más de un instante.

“Viste como maltrataban a un caballo detrás de la usina la tarde de la sudestada”,

preguntó Nadia.

“No”, dijo Timme.

Nadia cerró los ojos. Cocinó y luego leyó hasta medianoche. Se durmió con una

mano en los testículos de Timme. Apenas los cobijó estaban fríos. Esa noche ella soñó

con el caballo.

Teo encontró más tarde el sombrero que buscaba debajo de las fibrosas hojas de

las coliflores. “Hay que levantarlas pronto, pues ya asoman los cerebros.” Las hojas se

arquean en las puntas. Pero mantienen las cinturas ceñidas. El sombrero está aplastado.

Es de felpa liviana. Cuando Teo lo pone sobre la punta del palo, el espantapájaros

vuelve a tener cabeza.

109
El sueño

La merluza flota en el ojo de Timme. El ojo está recostado. Timme tira con la

punta de las uñas de las córneas hasta desprenderlas. Comprende que las membranas

que ha extraído de cada ojo representan dos ojos que desconoce por completo. Debajo,

está el ojo de la merluza observando a través de la abertura que Timme ha dejado. La

merluza nada en silencio hasta el fondo. Una vez allí las tinieblas impiden verla. “Por

un rato el vacío no quiere verte más”, dice el sueño. Luego la merluza regresa. Rompe

el agua turbia impeliéndose con su cola silenciosa. Y observa. En el centro de los ojos

de la merluza flota agua que gira en rodajas, todas éstas fluyen a través del cerebro de la

merluza, enseguida Timme yace acostado. Las manos en la nuca. El día es soleado y el

cielo limpio. Los mechones se deslizan entre sus dedos como hojas de remolacha.

Levanta entonces el cuero cabelludo y palpa la cavidad del cráneo. Está colmada de

tierra dura y guijarros. Extrae una hebra de hierba muy larga.

Timme no quiere dejarse perturbar. Las láminas transparentes de las cebollas

brillan en los ojos de ambos. Nadia corta las partes superiores e inferiores —arriba echa

sal y las deja respirando sobre el vano de la ventana de la cocina. Timme se ha cansado

de hablar, Nadia también de oírlo. “Cada uno tiene su pasaporte, yo me voy después”,

dice ella. Acomoda las hojuelas traslúcidas de papa en una fuente con leche. Los rizos

de las cáscaras están por toda la mesa de la cocina. Nadia le pide a Timme que le

arremangue más el brazo derecho.

Debajo del sudor y las venas de las sienes Timme aprieta cada vez más los ojos.

Si no parpadea le arden. “Mentira”, dice.

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“Sí”, dice Nadia. Timme sube la manga hasta la axila de Nadia. “Nos van a dar

una dirección segura, tenemos que esperar unos días”, dice Timme. Los labios atormen-

tados le elevan la frente pálida. En el cuadrilátero de la ventana cuelga una pollera color

espinaca.

La mujer que prende las ropas de la soga habla para sí misma en voz alta. El sol

es borroso y frío. La pollera, una blusa, un camisón. La blusa tiene manojos de flores

desvaídas. Nadia se abolla los ojos cerrados con las muñecas. Una de sus manos termina

en un filoso cuchillo. Y dice, “ya sé que esto se va a poner peor.”

Dentro del viento la pollera se ha enrollado sobre sí misma. Y en la ventana las

cebollas respiran por la boca. Sus labios son cristalinos. Nadia saca entonces el pez de la

olla con agua helada. Algunos granos de sal gruesa, en el agua, se han vuelto granos

color de arena. Se pegan en las manos. Brillan plomizos hasta que se secan.

El pez tiene los labios apretados alrededor de su vida. La muerte le quedó

adentro. Perdida, más que profunda. Nadia la busca. Hurga en el vientre abierto como si

fuese una hendedura palpebral. Estira las tripas hasta que se desprenden. Y ahí no está.

En los tubos sanguinolentos tampoco hay nada. Los tira. Inspecciona la carne completa

del abdomen, palpa. Empuja un dedo al interior, corre por las ligaduras de la médula.

Olfatea sus dedos. La muerte está limpia.

La primera vez que Timme abrió la ropa de Nadia conoció el vientre más blanco

que jamás había visto. Nadia se rio. Los nervios le erizaron la piel más que el frío. No

hizo ruido, no respiró. Cuando oscureció ese día, los brazos de Nadia ardían rojos de sol

y pecas. Círculos, rombos, arabescos y serpentinas de alabastro, unidos por

intersecciones de madera que trababan los cuatro vientos del techo. Las estrellas del río

transitaban las figuras, pero aquellas vagaban desnudas en el cielo. A Timme tanta

inmensidad lo durmió en el cuello de Nadia.

111
Nadia separa la cabeza del cuerpo del pescado. Guarda la cococha en un pocillo.

Y encima de ésta exprime la mitad de un limón. Se chupa los dedos.

A Timme le gustan los cuchillos absolutamente afilados. Por eso, cuando el

afilador hace sonar el flautín, cualquiera de los dos acerca los mejores cuchillos y la

tijera italiana que llegó de contrabando. Nadia dice que el afilador es como un pájaro.

“Pasa nada más que en primavera y verano.” El resto del año, ellos utilizan una laja gris

de piedra para afilar. La carne del pez y las cebollas tienen el mismo blanco lustroso. La

sal depositada en el fondo del agua se remece en los ojos de Timme. Nadia abre las

puertas de la alacena. Rebusca y remueve olores. Timme vierte el agua. Los bordes de

los granos se han puesto ocres unos y otros marrones. “Entonces no sé para qué

seguimos provocándonos esto”, dice Timme.

Nadia se ríe.

“Siempre que discutimos este tema es como hablar con un nene”, dice Nadia.

Hostiga a cada palabra de Timme con una sonrisa benévola. “Cocinar, lavar, llorar por

los alumnos más dejados y trabajar en un puto colegio de curas, amasar pan con barro,

masturbarme dormido, y sacarte la comida de la boca para ahorrar en la misma cuenta,

no sé, dormís como si no hubiese un final para cada cosa.”

“Más fácil es hacer de cuenta de que no se sabe nada de lo que pasa, no”, dice

Nadia. La ropa colgada oye. La vida que ofrece la espuma de las cebollas, la sal, las

tripas de pez, esperan un momento. Timme expulsa una explosión de aire por las fosas

nasales. Es risa. Y esa risa también se abre en la garganta, pero no es su risa. Es costrosa

y rajada. Ira alta. Más alta que él mismo. Sonó el despertador. Timme lo apaga y saca la

otra bandeja de leche y papas del horno. El líquido burbujea en los bordes. El pimentón

forma glóbulos en la membrana de crema y las cebollas pellizcan a los globos oculares.

Las ropas siguen llenas de viento.

112
“Nos metemos en la cama porque nos embroma el corazón, nada más”, dice

Nadia. Deja los brazos colgando después de haberse oído.

Timme mueve los dedos en círculos. Los guijarros prolongan sus vestigios en la

carne de los dedos. La casa y la noche están dormidas. La cama y Nadia corren con

líneas escuetas y arrinconadas. Él estuvo muerto. Y los lugares donde yació tirado no lo

supieron. Un muerto envejece también en distintos lugares. La respiración susurrante de

Nadia se queda bajo los cabellos. Piensa que la larga brizna de pasto era un cabello de

Nadia. Aire y hebras forman rollos. Tan cerca, la respiración de Nadia inventa el gusto

del aire para Timme. La noche tironea la ventana. Y el libro abierto, que había estado

leyendo Nadia, también duerme con la boca abierta. Las hojas pasan. En las manos de

Timme persiste la inmediatez de los pedruscos. El peso, el volumen pulido. Un mundo

lejano, parco, pero tangible. Tomó lleno de preocupación la cadera de Nadia. La atrajo.

Cerró los ojos, pero los abrió de inmediato. Recordó la percepción de la brizna de

hierba. Era tan pesada que distorsionaba el pensamiento. Timme deja una mano

apoyada. La oscuridad opresiva tiene color y Timme lo aprieta con los párpados. Pero el

efecto de las piedras ya ha quedado grabado en su cabeza. La noche es huesuda. Nadia,

en cambio, duerme tan lejos, que su cuello está liso. Y dormida habla un extraño idioma

de estrellas, plantíos y grullas. Nadia sólo regresa para tragar su respiración de espaldas

a Timme. Nadia huele como la leche tibia.

La esfera del reloj viaja fosforescente en la noche del dormitorio. Durante el día,

los números verdedorados y mudos están de pie en la cocina. “Odio ese despertador”,

dice la hermana de Nadia cada vez que lo encuentra en la cocina. Siempre que la visita

lo cubre con un pañuelo. “De quién era el pañuelo”, dice, Nadia la mira sin responder.

Shura sostiene las flocaduras con un dedo. Dice, “son las mismas del vestido de la

muñeca gitana.”

113
Timme ha tomado su risa por un estertor. Ésta está llena de copos por fumar

tanto. Nadia se ha quedado inmóvil delante del cuerpo del pez. Ha envuelto la cabeza

seccionada en papel de diario. Tiene las manos apoyadas en la tabla de cocina y dice,

“Timme yo sé que no somos sólo para nosotros, sé también que es un mundo de cosas

aterrador, no tengo esperanzas suficientes para tus temores y el mío juntos.” Nadia

tiembla por dentro. En el espacio de una ranura. Es un pequeño gusano embebido de lo

que excreta dentro de las fibras de la madera. Ha contraído los dedos de los pies cuando

oyó un paso de Timme. Nadia se achata los cabellos con el dorso de la mano. “Todo lo

que hacemos esperanzados conspira contra la esperanza”, dice ella.

Timme no la entiende, pero sabe lo que Nadia dice. Luego se da cuenta de que

ella no se dirige a él. De nuevo está muy alejada, como cuando duerme. “Lo primero

que hicimos fue dejarnos sellar la frente, pensamos que éramos valientes y sólo fuimos

dóciles y estúpidos”, dice Timme. “No, de qué hablás”, dice Nadia, “no es así, a veces

mentís sólo para deshacer la política, como si fuéramos dos pibes de secundario. Si te

creyese debería irme ya.” De pie, a espaldas de Nadia, siente las manos de papel.

Arrastradas haciabajo por las piedras y la tierra aglutinadas bajo el cuero cabelludo. A-

cerca la silla y la pone al lado de Nadia. Una vez sentado ve que las piernas de ella se

ponen rígidas. “Quedémonos, por favor, vamos a ser mejores acá que en cualquier otro

país”, dice Nadia.

“Y vamos a poner petunias en la ventana, no”, dice Timme, “nos van a meter

piedras en la panza y nos van a tirar en la boca del dique. En cualquier otro lugar mi

trabajo en destilería nos compra una vida como la gente, mejor que como la gente, yo no

tengo tu santidad socialista.”

“Sólo tenés espacio entre el ombligo y el culo”, dice Nadia.

114
Mira los ingredientes que le quedan por delante. El pantalón flojo de Timme

suelta hilachas en algunos lugares de las costuras. Al lado de la cocina las botellas de

leche tienen trapos en los golletes. “Quedarnos, para vos, no es un pacto con el mal, es

una cuestión de salario y compra de tiempo de vida”, dice Nadia. Apoya las manos

sobre un lado del pescado y prensa. Las hendeduras donde las escamas estuvieron

adheridas tejen un reticulado. Debajo de las manos de Nadia brotan luego como

impresiones rojizas y arborescentes. La red plateada de la piel muerta es más grande que

el pez. Ocupa el aire de la cocina, la casa, las ropas al socaire del voladizo. El infinito

que asciende la abruma por un momento. Nadia aparta la mano de golpe. En la tabla de

madera una mucosa blancuzca enjabona los cortes hechos al pez. La muerte es

impasible. Después de un momento Nadia palmea el cuerpo plateado. La muerte es

indomable y al mismo tiempo dócil. Las moscas van con sus cabezas de bayas a buscar

serenidad, pero Nadia las ahuyenta. Los dedos menudos se le han puesto viscosos.

Abofetean el aire. Dentro de los dedos Nadia sigue vibrando. El gusano atrapado en la

ranura es de sangre. La sangre es blanda. La ranura se ramifica. Detrás, el cielo

tambalea. Cómo puede temblar, así, un castillo de naipes sin desmoronarse. Desde la

silla Timme toma el paquete con la cabeza del pescado. “Por qué no hacemos un caldo

con esto”, dice.

“Sí, no sé por qué la envolví”.

Timme tira el papel.

Los camiones que van hacia el puerto hacen vibrar las paredes. Como si allí se

derrumbasen pequeñas piedras. Timme mantiene en la mano el envoltorio. La cabeza

del pez deja escapar con mansedumbre su olor congestivo.

Los peces no descansan nunca. Y si no son capaces de ver la luna, de todos

modos saben que ella está en su camino. Saltan haciadelante sin necesidad de pensar.

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Estiran el agua fruncida y desaparecen. El mar es inmenso y está oculto en el agua,

mientras los caminos de los peces son angostos. Y sin quererlo aceptan a la luna

recóndita.

El aire delante de la boca de Timme es el aire perezoso del pescado. Revolotea

en torno a su cara. Nadia pone la segunda fuente de papas en el horno.

Timme de pronto arde de furia. La silla le quema el culo. La luna enloquece a los

peces, sin embargo, los que se apartan de ella y de su camino mueren jóvenes. La

cabeza triangular que sostiene en las manos sigue con un ojo los ojos de Timme. Timme

hunde con el dedo el ojo del pez contra el fondo de la cavidad. La boca de la cabeza se

entreabre. Son tan delicados los dientes que el aire no los percibe y sigue de largo. Las

agallas parecen el interior de otros labios. Timme pasa el mismo dedo por adentro de

ellas.

Cuando unos días atrás se despertó por la mañana Timme tenía dos deseos en la

cabeza, uno era negro, pesado, el otro apático. Aún lleno de agua debajo de los

párpados. Su mujer estaba dormida con los talones juntos. La noche se le había vaciado

en la boca durante horas. El aliento áspero de ella lo excitaba y la carne de la boca

disimulada debajo del pelo inundó centímetro a centímetro su miembro. Pero su mujer

era un ovillo de fría tierra radicular. Olía a zapatos húmedos. Olía acre y dulzón, a

banda de palomas.

Primero había olido a leche.

La cabeza del pescado está sentada observando desde la almohada. Mira tuerto.

Debajo, la tela se ha humedecido enseguida oscureciéndose.

Timme dejó el papel de diario sobre el cubrecama. Timme tiene los ojos

desordenados.

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La cabeza impertérrita del pez, no se puede concentrar en ningún objeto. Timme

se queda dentro de sus ropas flojas. La piel le quema y querría estar desnudo. También

desligado de su cabeza.

Sale del dormitorio. Nadia cocina. Él da un portazo y deja la casa.

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Miedo a las alturas

En las cimas de las torres de la destilería el viento ejerce el lugar del silencio.

Los días en los cuales el sol se adhiere a la superficie del río los ojos son fáciles de

resquebrajar. En las torres, tanto el viento como el silencio de los operarios ajustan la

piel contra los malares. En las plataformas de las torres, los rellanos y los puentes,

cuando el aire también deja de ser claro y ardiente, los hombres extrañan la tierra firme.

Y un poco antes de que haya entrado el invierno, los operarios ya han empezado a

trabajar deprisa y con desconfianza. No se fían de lo que ellos mismos hacen. Demoran

la maniobra, se componen el mentón con la mano. Pero en realidad esperan que su

compañero los examine con la mirada. Los días de lluvia azotan. Enceguecen y nada los

fatiga más. El agua se va negra de los impermeables debido al tizne. Unas medias lunas

bituminosas marcan las planchas de metal y señalan donde estuvieron parados hace un

momento. El hollín es pesado, graso y pegajoso, y está lleno de reflejos. Sin embargo la

gota más gorda de hollín es miserable. Desmenuza el acto de respirar y flota en el agua

reciente. Los charcos viejos, en cambio, están dados vuelta, su fondo sobrenada reseco

la superficie de tizne. Una vez que el agua se va el hollín no se evapora. Se queda con

los hombres, con los poros, en las conjuntivas. El hollín no tiene alturas ni

profundidades. Es un único llamado diario a las uvas, las ciruelas, a las hojas de carne

lechosa. Se aboca a corroer la vegetación de la ribera. Pero la vegetación del sur es tan

lujuriosa que cuelga su obscenidad por toda la margen del río.

Los operarios ascienden las escalerillas con las piernas como hilitos porque el

viento les envuelve los pantalones. Los hombres no oyen siquiera sus propios pasos. Y

aquellos que añoran demasiado ese ruido se marean. Nadie se lo explica jamás al nuevo

que subirá por primera vez. Los nuevos miran haciabajo como si allí estuviese la justi-

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ficación de su jornal. Y también como si el vacío fuera un gran desperdicio de dinero.

Entonces sus compañeros le golpean el casco. Y con la boca pegada a la oreja del nuevo

hablan. “Todo bien”, preguntan —y sin esperar la respuesta dicen, “ya lo sabía”. Pues

aunque las alturas también sean un escondite, no quieren estar arriba más tiempo del

necesario. Ya que tampoco los operarios más viejos aceptan sus mareos. No los

mencionan porque aún no saben cómo encubrirlos.

Desde la guardia la viuda le había señalado a Timme el humo fruncido sobre el

catalítico, “acá todos son tan fuertes como el desayuno que llevan en la panza”, dijo. Era

uno de los primeros días de Timme y él pensaba que si alguien cayese al vacío nadie

oiría nada. Hace unos días atrás la viuda se acercó a Timme bajo una de las torres, “acá

todos son tan fuertes como el desayuno que llevan en la panza, pero a vos desayunar

cerveza te está poniendo cada vez más descuidado.” Arriba, cada nombre es un silbido.

Los trabajadores poseen señas y cuatro colores para todas las tareas. Sólo los ingenieros

tienen derecho a intercomunicadores. Pero todos alguna vez, por un reflejo inútil,

hablan por fuerza de la costumbre. Por esto también, y sin ningún disimulo, conocen las

bocas de los otros como las palmas de sus manos.

Desde lo alto se ve más río que tierra. La ribera plana, nada oscurecida, va como

un fuego viejo desmadejado por la fuerza del viento. Y el viento recto, que se desliza y

adhiere al humo lanoso de las chimeneas. Dicen también que durante los días más claros

aparecen la otra orilla y el otro país iguales que manchas provocadas por los parpadeos.

Si fuera posible fumar tal vez entonces los hombres se quedarían a observar ese

horizonte. Esos días el cielo amanece color fuego, el agua, vil, y el río, barro amarillo.

Después crece el día y el río le parece a los trabajadores una vasta superficie desecada.

Los techados monocromos están ahí para todos. Pero las casas, al oeste del

puerto, atraviesan los ojos de los trabajadores sin ser advertidas. No tienen idea de que

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las casas los acompañan, de que el pueblo circundante no está diseminado, no es rojo ni

verde, no hay gente sino cajas gigantescas —porque tampoco se dan cuenta de que no

las retienen en la memoria. Allá arriba los pensamientos de Timme no se detienen. A

cada paso se entregan al peligro, pues todo, como la respiración, está amarrado al vacío

del aire.

Arriba el peso del trabajo termina cayendo en las piernas de los hombres. Las

vuelve placas contraídas ya a mitad de altura. Los muslos les tiemblan disfrazados por

el esfuerzo —y después andan tanteando con los pies. Igual que aves zancudas, a lo

largo de las barandillas. Las aferran para darse un respiro. Las manos mugrientas y los

dedos enroscados sudan dentro de los guantes. Timme cuando está arriba piensa que sus

deseos van a cumplirse. Como siempre suben de a dos él se siente más confiado. Así

puede pensar tanto en el peligro como en sus anhelos. Rara vez recuerda el asta.

Una mañana, en las alturas, vio una avispa dorada volando sobre su cabeza.

Hacia el sur descendían las arboledas verde fuego. Timme se sacó los guantes de trabajo

y los arrojó al vacío.

“Un día me voy a matar para que no se me resbale”, dice Juan. Cada uno, con

Timme, se mete un diente de ajo en la boca y beben ginebra de una petaca. Juan la lleva

escondida debajo de los calzoncillos, ajustada por el elástico y apoyada en la ingle. Se

ríen y se miran debajo de las viseras de los cascos.

“Los ratones entierran al gato y en la oscuridad toman vodka, no”, dice Timme.

“Sí, así era el cuento”, Juan escupe haciabajo. “Falta el ciervo que no encuentra

comida”, dice.

El miedo a las alturas roe a los hombres como un ratón cómplice, porque les da

respiros. Un corazón es igual a un ratón. Y siempre hay una cuadrilla de ratones

preparada. Con sus herramientas, sus premisas y el horario regular de cada subida. El

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ratón está ahí. Siempre está ahí. Mientras los hombres organizan el trabajo ellos retozan

entre las costillas. Pero cuando se ponen en marcha ellos mandan y los hombres son

sumisos. Y aunque éstos no trabajen en las alturas el ratón no desaparece. Ya tiene su

espacio ovalado, o apretado, liso o esbelto. Un habitáculo propio sobre el estómago, y

en especial un nombre. Todos los trabajadores saben cuándo decir “apurate” sin que

signifique otra cosa. Es la genuina palabra del ratón de cada uno.

Cuando los operarios practican sus roles en los zafarranchos de incendio todos

los ratones se ríen a carcajadas. Cagan sus pequeñas risas. Dejan de roer por un

momento. Y entonces la risa los enfrasca. La risa es el miedo más férreo en cada roedor.

La risa de los ratones se alimenta de los recuerdos imborrables y debilita los recientes.

Si un compañero los observa demasiado, los hombres se molestan. Conocen que no

hacen cosas de gran valor. Por dentro son humillantes y duros con ellos mismos, en

cambio por fuera son cobardes y serviles, pero parecen toro lo contrario. Mientras los

ratones corroen ellos engrasan, conectan tuberías o hacen muescas en las herramientas.

Piensan. Ajustan calces angulosos, cierran los pasos. Aterrajan. Son para todo las camas

de sus ratones y tratan de engañarlos con el tictac de la noche. Pero los ratones roen el

tictac, la oscuridad y la acidez nocturna de los estómagos. Por la mañana el ratón de

Timme bebe su leche amarillenta —y recuerda, de pronto, el influjo de lo que ha roído

en sueños. Vino al mundo años más tarde que el asta del patio de la escuela. Después,

todavía, de que Timme hubiera vuelto de su servicio militar. Una noche, en la

tranquilidad de la hierba luego de un último disparo solitario, cuando cerca de la

madrugada Timme se quedó dormido, nació el ratón en su corazón. Alguna vez fue

pequeño, blanquecino. Nació enfermo de hambre, lleno de tirones y calambres. Los

labios eran cabellos rosados. Y cuando emitía sonidos chillaba. La mayoría de los

121
trabajadores también sabe que lo mejor es callar y conservar lo que ya se tiene en el

corazón.

Juan y Timme han trepado la escala sin mirar haciabajo y todavía sudan con

mayor profusión. Cuando se les seque el sudor los invadirá el viento frío. El trago de

Timme suelta gusto a miedo en la boca y a euforia en la frente. Un sorbo más quitará el

sabor del primero. El trago del frío puede esperar.

El día aún es pequeño, va siguiendo a unas nubes callosas y apenas se queda en

los techos más altos del pueblo. Falta aún para que puedan verlo andar por las calles. El

humo de las chimeneas todavía lo empequeñece más. Juan y Timme han controlado una

junta de tubería en la torre, a la altura del refinado de las gasolinas. Después realizan

todas las rutinas automáticas. El día no tiene ímpetu suficiente para meterse debajo de

sus viseras. El sol vive en las barbillas. Antes de bajar vuelven a tomar otro trago. “Así

la escala es más segura”, dice Timme.

Abajo continúan andando con los pasos emplomados por un buen rato.

Los camiones cisterna entran vacíos y resuenan por las primeras estructuras.

En los terrenos de la planta hay césped sembrado como en ningún otro lugar del

pueblo del puerto. Un tractor lo empareja regularmente. Apenas termina el otoño el frío

agrietado sube por las nervaduras de los pastos y las deja marrones. Las cuchillas pasan

y el pasto amarillento se endereza. Muy temprano, antes de amanecer, el pasto es gris

pálido.

El tractor sube y baja los taludes de seguridad hechos de tierra y también

sembrados. Rodea los gigantescos depósitos y comienza por el lado más lejano, dónde

los hombres no tienen trabajo qué hacer. Más allá los cuíces vigilan sus crías ciegas

entre los juncos y cañas.

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Cuando no hay nadie en las torres ni en los puentes sólo el humo se enarbola.

Muchos obreros llevan los cascos en la mano porque recién acaban de hablar entre ellos.

Cuando discuten en grupos se descubren, pues la seguridad de los cascos estorba. Soste-

niendo los cascos sienten las manos vacías, tienen los cigarrillos en los pantalones y

rascan el piso de cemento con las suelas. El capataz quiere que regresen al trabajo. En

cambio los hombres esperan que el capataz se calle para terminar su reunión. El

tractorista gira el vehículo y arrastra haciarriba otra vez la cuesta segada. Y el pasto

obedece sin interrupciones. Se eleva y aleja de los ojos. Al capataz lo atasca la soledad

entre los obreros. Parte y regresa con uno de los delegados.

En las ventanas de las oficinas todos los administrativos observan. Sólo el

tractorista trabaja, llega hasta el último talud y frena delante del río agazapado.

“La asamblea de ayer no es legítima, así que el paro no va a salir”, dice Medina.

“Se quedaron dormidos los matones“, dice uno de los hombres.

“No, porque no la convocó el gremio.”

“Medina, hacé tu asamblea, que convoque el gremio, convocá vos, ya que

disolvieron hasta la verdadera comisión interna, nosotros no tenemos ningún problema

en ir.” La nicotina en los dientes de los hombres se vuelve vellosa entre los labios. Los

que llevan correaje de seguridad lo pisotean sin ver que cuelga y tironea. No se pueden

mover. Entonces alzan los pies sin mirar y liberan un extremo. Todos quieren fumar.

“No van a tener asamblea así”, dice Medina.

“Por qué, la empresa del Estado nos va a regalar un auto a nosotros también.”

Nadie se ríe, en cambio todos comprimen los labios como conejos con ceños de perros.

“El gremio no avala a gorilas ni a paros gorilas, acá, en la planta Dock Sud, no

se va a hacer paro.”

123
“Si serás bien hijo de puta Medina, acá los trabajadores sabemos de quién sos

hembra y buchón, andá a decirle al jefe de planta que el lunes arranca un paro nomás.”

El capataz dice que arranquen el paro el lunes pero ahora vuelvan a trabajar.

“Gorilas y troskos juntos”, dice Medina.

“Medina vos sos una oreja que tenemos metida en los bolsillos, vos y los diez o

doce que en el gremio nos cagan en la cabeza a los trabajadores.”

“Porque son cagones”, dice Medina, pero enseguida se da cuenta.

Los hombres han rodeado a Medina, lo separan del capataz. Éste sale andando

apresurado. En el césped aún sin cortar andaba como encima de tacones. Las ropas

entrechocan las correas y los equipos. Las puntas de los zapatones apenas pueden

moverse sin dejar de rozarse. El frufrú de los paños bastos es áspero. El delegado abrió

los ojos para llevarse todas las caras y medios rostros apiñados alrededor de él. Pero no

pudo girar hacia sus espaldas, varias manos lo tomaron firmemente de los hombros. Le

empujaron la nuca haciabajo. Resistió, pero no era más fuerte que un pedazo de pan

duro. Uno de los que lo tenían tomado le sacó la pistola que llevaba en la cintura, debajo

del chaquetón.

“Igual que el cagón del turco, Medina, no. Cuando todo esto se pudra ya

sabemos que te vas a calentar el dedo en el gatillo. Ustedes van de noche y siempre por

la puerta de atrás. Aprovechá el paro para seguir haciendo el listado de tus propios

compañeros peronistas”, dice Timme.

Alguien soltó una llave de acero en el asfalto. El estrépito relajó a todos.

Entonces rieron carcajadas. Medina se había dejado caer de rodillas en el asfalto. Entre

varios lo pusieron de pie. Enseguida empujaron al delegado hacia afuera del círculo.

Dos hombres le patearon el culo. Tan fuerte que lo hicieron caer de nuevo haciadelante.

124
Apartado, el tractorista se enjuga la frente, mira el río. Y aunque el invierno le

queme la frente, los poros traspiran alcohol. Ahora la noche anterior le empapa el

pañuelo. Se lo mete en el bolsillo de atrás. Tiene el casco en el regazo y acaba de

ponerse el cigarrillo que jamás enciende en la boca. Lo hace rodar entre los labios. El

motor desprende bocanadas regulares, las ruedas giran, el hombre tuerce el volante a la

derecha. Allá, todo sucede en silencio.

Por la calle de entrada llega el capataz con la guardia de la planta. Han elegido

no venir a través del camino más corto, cruzando los taludes contra derrames y los

cortafuegos. Detrás de ellos un camión vacío se aplasta haciadelante, luego se estira. El

conductor abre la puerta y observa desde de pie en el estribo. Dos bomberos también

observan desde una toma de agua, sus siluetas son tan endebles que desde su sitio todos

los hombres deben ser una gruesa nube sigilosa.

El delegado está de pie, tiene el rostro desfigurado por el resentimiento.

Los policías no se acercan del todo.

El que tenía el arma de Medina la tira al piso, entre los dos grupos. La pistola

gira y se detiene cerca de la llave. Todos miran los dos objetos. La llave es flaca. La

viuda da unos pasos hacia el arma. “Se parece a la de ustedes, no, viuda”, dice alguien.

El grupo se abrió. Todos querían ver mejor. La voz detuvo a la viuda que miró al grupo.

Otro policía adelantó a la viuda para tomar el arma. “Sacale la llave a ése botón

que se va a lastimar.” El operario que soltó la llave la recoge. Levanta el cráneo

pequeño, tiene las orejas muy extendidas. Observa al policía que se dirige a recoger el

arma. La carne le ha desaparecido del cuerpo, el uniforme le queda grande. Mira la llave

sujetada a media altura. El operario levanta la llave sobre la cabeza y golpea la pistola.

Con el segundo golpe parte la empuñadura, salta la corredera. La bala de la recámara

rueda. Es dorada y gris. Se ven los dos ojos del cañón.

125
El operario se pone la llave en el cinturón.

El capataz pasa por un lado del delegado y llega hasta los trabajadores, “el que

hace paro, ya sabe, se queda sin trabajo”, dice.

Ninguno responde. Juan mira a Timme.

El vasco Basterreche se remueve en sus zapatos y dice “ya sabemos”. “Bien, no

sean pelotudos entonces, los delegados se van a ir algún día”, dice el capataz.

Juan se ríe. Donde los dientes superiores e inferiores se juntan en la boca

persiste la crema picante del ajo. “Y los que gobiernan y los que van a venir a gobernar

después, cuándo se van a ir, querés que los esperemos también”, dice Juan.

“Ah, el aumento era broma, ucraniano, no”, dice el capataz. La sorna es

inexpresiva en el rostro del capataz. Ni el rostro ni la voz tienen la culpa piensa Timme.

“Y a vos qué te parece”, dice Juan.

El capataz junta los hombros.

126
Las dalias

La mañana del viernes, dos veces al mes, el policía pasea con una mujer. La

calle siempre es la misma. Ancha, Belgrano, en Avellaneda. Sobre ella el cielo es chato

y los árboles esferas bajas. Apenas antes de las diez en las copas de los árboles se

extinguen unos tañidos. Algunas pocas mujeres hacen compras ya el viernes para el

mediodía del domingo. Durante varios días un joven ha estado siguiendo al

subcomisario. El día anterior cambiaron, ahora son dos jóvenes. El subcomisario de

civil y la mujer se encontraron anoche. Bajo las luces de un bar. Las luces parecían

pinochas de abeto. Flotaban, jamás caían. Y todo el interior el bar bajaba trémulo desde

ellas. La mujer ha recibido esta mañana unas dalias frescas. Las lleva enganchadas en

un antebrazo. Las dalias y la mujer llevan la misma sonrisa, el viento levanta a ambas

desde los bordes. Los tallos son largos y sobresalen. Se enzarzan con la tela de la pollera

y el viento. El dedo amarillo de las dalias señala los frentes de las casas. Esos viernes el

policía y la mujer pasean hasta el almuerzo. Pero este viernes el subcomisario vio las

dalias y las compró. No lo hacía habitualmente. Contra las fachadas en sombras las

dalias flotan como la boca de la mujer. El rumbo de las nubes también va en la misma

dirección. Y entre las dalias y las nubes se visitan los pájaros. Los pájaros se miran de

perfil y vuelven a impulsare con las alas. Detrás de las nubes está el cielo azul. La mujer

habla sin detenerse. Las dalias la acompañan, y adelante las copas de los árboles y las

casas descienden en diagonal. Un joven camina detrás de ellos. Tiene un segundero en

sus oídos que el viento acentúa aún más. Genera una oquedad alrededor de la cadena de

latidos. El tránsito cesa por un momento y desde la mitad de la cuadra de enfrente cruza

un hombre joven. La avenida alterna sombras y empedrado. El cielo, en tiras, corre y

127
corre. El hombre que acaba de cruzar se acerca en sentido contrario a la pareja. La

mujer, por fin, logra que la risa del policía sea grande. Entonces las risas de ambos los

hacen detener y con los ojos acuosos vuelven a andar. Después de reír así se titubea. El

joven, que va detrás de ellos, se aparta un poco hacia el costado de la línea de pasos. El

joven que viene de frente le dice al subcomisario “buen día”, la mujer no ha escuchado

y pregunta qué. El joven le sonríe a la mujer. La distancia es larga para un saludo. El

subcomisario también quiere escuchar. A dos pasos el joven saca un arma y le dispara al

policía en el rostro. El fogonazo chisporrotea sobre la piel. El rostro da un aletazo y

dispersa pelusilla. El viento toma todo en ese mismo instante. Y el disparo arranca la

nuca entera y placas de cabellos desde la coronilla. Los retazos de huesos unidos por

cuero cabelludo quedan colgando de la piel superior del cuello. El policía se desploma

adentro de su cuerpo. El joven sigue caminando calle abajo. Guarda el arma. Ya no

vuelve a mirar. El otro que viene detrás se hinca y como un rayo extrae el arma de las

ropas del policía. La mujer grita de pie aferrada a las dalias. El joven arroja sobre el

cuerpo unos panfletos. Enseguida vuelan. La impresión y el papel son malos. Se

asemejan a manchas. Después de un par de pasos el joven regresa y observa al cadáver.

Observa a la mujer. Le lanza un grito estridente en la cara. Gira y camina deprisa, con el

mismo rumbo que traía, calle arriba. Luego se echa a correr.

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II. Persona

129
130
El orinal

Para que Ana pudiese orinar como los demás niños, de pie, en el borde del

muelle, ellos la sostienen de los hombros y por lo general evitan tocar la joroba.

Cualquiera que toca la joroba se convence de que es de madera. Y por tanto que

las costillas y la cadera alta de Ana también son de madera. Y que la madera crece por

obra de bultos resbaladizos bajo la carne. Tocar la joroba los pasma y les anquilosa los

brazos. O bien, los hace alejarse y reír. El día anterior a la risa quien no había reído

nunca al tocar la joroba, le temía. Tampoco saben si tocarla trae buena o mala suerte.

Cuando ríen Ana dice, “pelotudo.” Y el cachetazo se agarra también de los mechones de

pelo.

Para mear de pie Ana se deja hacer. Y arquea el torso haciatrás. Levanta la

pelvis para apuntar mejor, y lo más lejos posible su reguero. Tiene las piernas hasta los

hombros. La sonrisa pastosa, las pestañas espesas, Ana pierde entonces las mejillas

entre ambas líneas de dientes. Corre la bombacha con dos dedos. Es lo que todos los

demás aguardan. La piel de los muslos es del color de la carne de la pera.

Ana tuvo una muñeca que extendía todos los dedos de una mano y en la otra

mantenía dos dedos juntos. Los tres dedos plegados formaban un nido rígido. La

muñeca no tenía calzones. Sino apenas un ombligo liso y sosegado. Cuando era pequeña

Ana había pintado los calzones con el esmalte rojo de su madre. “Una bombacha roja es

lo mismo que andar desnuda, Anya”, había dicho su madre. Y aquello que las mujeres

usaban en el pueblo para resaltarse siempre era rojo. Más tarde tachó el ombligo de la

muñeca con tinta azul de birome.

Todos los niños, sobre el bordillo de hierro del muelle, anticipan que escupir no

hace ningún ruido sobre el agua del dique. Producir estiletazos o impulsar el escupitajo

131
en parábolas no produce diferencia alguna. Los salivazos se quedan allí abajo, verdes o

blancos. Todos plumosos. Adheridos a la superficie irisada por la película de

hidrocarburos. Los chorros de orina son bebidos por esa nata oscura. Gelatina, que

produce burbujas estáticas de gas o costras. Nunca revientan, sino vuelven después a

replegarse sobre su densidad anterior.

El pelo caído con los ojos, la nariz orgullosa. Ana mira con la cabeza inclinada

que la espuma de su chorro sea tan poderosa como la de los otros.

A veces el primer goteo chorrea por el interior de los muslos. Cae en los pies

separados y sacude el vientre por la risa.

La vejiga de Ana entonces espera.

Otras veces su chorro no es un dedo arqueado sino un abanico. Saltador y

abierto. Los otros lo llaman escoba de vieja porque Ana lo abanica en el aire. Arriba la

risa de Ana es de gallinas y es, también, contaminante. Todos los demás van a rastras de

la risa. La risa circula por su cuerpo como una efusión autónoma —respira, parpadea,

enrojece y lo abandona. Ana se llena de lagrimitas saladas.

Muchas veces se roza con los dedos al orinar la protuberancia esférica. Que

también le provoca risa. Una risa ahogada que no puede dirigir con la cabeza. Y como

esa risa para Ana es una risa íntima, siempre terminaba haciéndola reír de más delante

de los otros chicos. “Qué risa”, dicen todos, mientras todos ríen sin poder contenerse.

Durante la risa Ana junta las gotas en su conducto para que formen un surtidor. Uno que

no sea necesario ni esperar mucho ni que haya que atraer con siseos. Aunque no siempre

lo logra. Y los demás niños entonces soplan aire entre los dientes torcidos, sin suerte,

“tu animal no quiere”, le dicen.

Cuando al fin el animal desea rociar, las piernas de Ana, infiltradas de venas

azuladas, empalidecen y los huesos se vuelven más prominentes. Pero a los niños nada

132
les llama más la atención que el mear casi sin conducción de Ana. “Te falta un caño

así”, le decían. Los que orientaban los hombros de Ana no tenían buena visión. Y el

resto, como la cornisa del muelle era el límite, no podían ver más que el costado

empinado de la cadera de Ana. Pero, desde que Ana los había visto, los tubitos le

resultaban graciosos. Hundidos con sus picos en las cabezas de polluelos. Algunos

chicos sueñan dormidos que con su chorro alcanzaban el otro lado del puerto. Narran el

sueño con la cabeza en alto. Ana, en cambio, soñó una vez que no podía detenerse. Las

calles se inundaban y las gallinas navegaban paradas sobre las tablas del gallinero. Ella

no quería tener que nadar en su propia orina. Pero la crecida la asediaba.

El padre de Ana trabaja desde adolescente en las grúas de los muelles.

Las grúas se remolcan sobre ruedas altas, con los bordes bruñidos por el

desgaste. Giran sobre rieles de trocha especial. Mucho más ancha que la más ancha del

ferrocarril.

Las grúas inglesas, de hierro inglés tienen costumbres inglesas. Las cabinas de

madera de los operadores alzan sólo dos ventanucos de vidrios repartidos, sin que en

ellos quepa más que un rostro. El mirador de carga es más amplio, está delante de las

palancas de comando. Todas las caras de los operarios de grúa están obligadas a ser la

primera alma antes del amanecer. La primera alma en el muelle de cereales. La primera

alma de un día al que no le importa en absoluto ninguna primera alma.

Ana evita encontrarlo, pues el padre no quiere que Ana suba y baje por el puerto.

Haga equilibrio con los niños en las molduras de hierro de los muelles —que también es

rojo hierro inglés. El padre dice, “deambular.” Y por esa palabra Ana imagina gallinas

rojas. Nubes rojas y pastizales de color oxido. Las colas de las gallinas huyen siempre

hacia la espesura. En todos los rincones de la laguna hay una gallina roja. El eneldo

silvestre, en otoño, las perfuma al anochecer.

133
Después, de noche, en la laguna, las ratas se aparean flotando sin el menor

esfuerzo, y cruzan el agua impulsándose con la vibración de las cañas. Paras las gallinas

las ratas están volcadas como lechuzas. Entonces las ratas nunca vuelan solas. Y las

gallinas no salen de sus escondites.

Cuando las gallinas rojas regresan de la espesura a la cabeza de Ana, ya es

noche. La tierra bajo los vientres plumosos es negra. Las gallinas ven la luna avanzar a

través del cielo, y la tierra permanece inmóvil. Ahora los ojos de las aves son rojos. Y

ya no abandonan ese color. Al caminar se han separado unas de otras. Han trastabillado.

Han deambulado tanto que están espetadas e hirsutas como el maíz. La brisa nocturna

les balancea los cuellos.

Ana percibe el sabor crespo de las plumas. Es una sensación atragantada.

Muchas veces la cabeza de Ana se duerme incluso adentro de sus ojos abiertos.

134
La verdad tiene patas cortas

El alumno ha escrito en el cuaderno. “nadie vio morir al caballo, pero nadie le

hace compañía.” Recorridos por cicatrices serosas, los dedos del alumno se desplazan

sobre el papel. Provocan un susurro disperso. Aunque la muñeca entorpece a la mano,

escribe deprisa. Las uñas mordisqueadas, los bordes irregulares y mugrientos, la

suciedad está cinco veces en cada mano. Detrás del escritorio Nadia lee. Las hojas

salpicadas del cuaderno terminan con la última palabra. Las que continúan en blanco ya

fueron rozadas por dedos, los cantos del papel están negros.

El alumno ha desenterrado palabra por palabra. Durante muchos días. Solo. No

hay naturalidad en escribir como sí en escarbar. Escribir está invadido por actos

invisibles. Escarbar, en cambio, deja hoyos y tierra revuelta. Deja, también, las manos

rasgadas, arriba y abajo. Gusanos, orugas, caracoles, larvas. Y el polvo cae de nuevo

sobre la tierra. Los perros se acercaron a olfatear en los agujeros que el chico había

hecho con las manos. Delante de sus ojos el tarro de lombrices aumentó. Hirvió. Los

pensamientos pasaban el tiempo charlando con las lombrices. Cuando el chico tapa a los

pensamientos las lombrices le erizan la nuca.

Las letras sucias tiran siempre su trazo haciarriba. Entonces las letras sacan de

abajo, humean. El humo es lento y aireado. Y cuando el humo viene hacia los ojos no se

puede ver. Nadia cierra los ojos. Los aprieta más fuerte. Allí está Timme, de pie. Bajo

una lluvia inespecífica.

El día, de vacío, también la aburre.

De nuevo, la cabeza del alumno ya no está ahí. Se muerde los dedos, y hace a los

bordes remordidos aún más escarpados. Apenas la incredulidad puede crecer más ro-

busta que las uñas.

135
Nadia lee.

Mientras escriben todos los alumnos están cabizbajos. Hoy no, pero mañana

Nadia, tal vez, tenga más ganas de hablar. Todos son dueños de hablar, pero en la

escuela todos hablan a la buena de dios. En el día entero crece el musgo del

aburrimiento.

Nadia lee.

Piensa en Timme bajo la lluvia, una lluvia donde las ramas se revuelcan. Y la

lluvia sube también a los tallos desnudos. La lluvia que se precipita envejece diez años y

sostiene frutas marchitas —en las mismas ramas y en los mismos tallos. Nadia es

incapaz de arrancar nada. Envidia la mentira de Timme. Quiere una mentira también

para ella. Una mentira que ponga en marcha al tiempo. Las gotas golpeando las mejillas

y los pabellones de las orejas. Los alumnos también mienten con su garrapateo, su papel

y su silencio. La lluvia tiene un nombre falso.

Nadia lee.

Llueve, incontables moscas que ascienden del barro. Llueve arena reseca y

fluida que araña a Timme. Llueve y aparecen caras de dos días, dientes de dos días,

barbas de dos días. La lluvia puede ser cualquier cosas menos lluvia, lluvia verdadera.

Hollín, cascos, o crines —Timme envuelto por su propia mentira. Nadia sabe

que la mentira es otra verdad, que si arranca también una fruta fresca de la lluvia pierde

entonces el rostro que imagina. Sabe que la imaginación posee un poder que aquel que

imagina no tiene. Y sabe que el niño guarda un secreto con el caballo. Y Timme uno

con él mismo.

Los pómulos del chico son elevados, los ojos hundidos aguantan la frente

apretada encima de la escritura. El caballo, la frente, la caligrafía, se tornan inaguan-

tables para Nadia. Ella misma es, tal vez en realidad, el mayor secreto para Timme.

136
Pues los secretos de Timme jamás la involucran. Nadia deja la tarea del chico sobre el

escritorio. El caballo muerto envejece como si fuera algo al otro lado de las paredes del

aula. Y como si la muerte fuera madera o algodón. El humo, el soplo de la materia

atrapada. Pero Timme no aparece en ninguna de las diez líneas escritas por el alumno.

La lluvia se olvida durante semanas del puerto. Donde quisieron arrastrar al caballo

también mueren los días. La calle cuenta los pasos de cada uno de aquellos que pasan

por el muro desolador de la usina. El montículo de basura ha ido aumentando y

disminuyendo sin perder su nitidez. Allá, cerca de la esquina. Hombres, mujeres y niños

se detienen ahí a lo largo del día. De a uno, a veces en parejas. Y los niños en grupos, y

los perros que los siguen, revuelven entre los desperdicios —temprano, por la mañana,

todo es azul o a veces descolorido. Y ese color reducido se torna huesos y harapos entre

la basura. Eso lo sabe bien la vida. En verano el sol azoga los cuellos. Y los hambrientos

se alzan desde el empedrado como un espejismo de plomo. Hurgar en la basura es un

hecho más valioso que las existencias de las personas que buscan en ella. Las personas y

la basura, también al amanecer, apenas parecen hechas de gas seráfico y luz vidriosa.

Apoyados en las ruedas, los carros arrastrados por caballos cabecean como botes. La

sombra del pescante sacude las riendas y en la profundidad desleída los perros se

orientan por el ruido de las ruedas. La basura se transforma en carga.

137
El agua es terca y triste

El agua es terca y triste. Y se inclina invertida hacia los ojos. No es líquida, es

maleable. Todo lo que Ana, José Maneiro, el chico o los demás arrojan, el agua lo traga

con serenidad. Pero también de muchas formas distintas.

Si alguien se ahoga debajo de esas aguas, ya nunca llegará a saber que está

muerto. Un muerto así está libre de objeciones. Pero luego, por ellos, las lanchas de

Prefectura arrastran garfios de hierro, cabos y siembran pequeñas boyas anaranjadas.

Después, satisfechos por el momento, los prefectos yerguen los bicheros por encima de

las gorras. Rayan el fondo del dique de una punta a la otra. Si sacan a flote un cuerpo, la

proa se empina cuando los hombres lo izan. El bote es un ataúd trapezoidal, donde a

medida que pasan las horas los cigarrillos se vuelven una fortuna.

En cubierta los muertos pesan más que los vivos y siguen todavía ignorantes de

su destino. Pues la mayoría de los cuerpos lleva aún en los bolsillos objetos sin perder.

Pequeños bienes que esperan utilizar de nuevo. Cortauñas, fósforos, lápices

incompletos, cigarrillos como tallos empapados. Las monedas de perfiles irreconocibles

los prefectos las devuelven al agua. Porque las monedas sin cara son del agua. Sólo

apartan los billetes para secarlos.

Nadie reprocha a los relojes pulsera que no den ya la hora. Aunque sean los

relojes lo que más aprecien los tripulantes. Ya que todos ellos también tienen un reloj en

la frente. Debajo de las viseras. Y es gris como la cal húmeda.

Después de subirlos, a los muertos aún les queda río en los ojos. La muerte del

dique siempre se toma su tiempo para escurrir. Viene con cuajos de óleo y barro. Y

siempre a primera vista es engañosa. Sinuosa por arriba y tensa por debajo. Los

prefectos ven enseguida a la muerte aglutinada debajo del cabello revuelto. Sienten que

138
sus sienes rapadas los alejan de ahogarse. Tapan al muerto con un paño grismarrón,

híspido, enmarañado por todas las veces que lo usaron. Pero los prefectos cubren al

muerto por ellos, no por el muerto. Muchas veces los muertos no tienen nube alguna,

sólo los cubre el cielo despejado.

Luego la lancha de Prefectura inunda el puerto con su sirena abultada. Sin

embargo, al principio la sirena demora en crecer dentro de las cabezas a lo largo del

dique. Primero debe dejar de hacer círculos en los estómagos de los hombres de la

embarcación. Entonces los prefectos se vuelven hacia la borda para poder fumar.

La muerte es puntual.

Ropa, sacos cortos tejidos con lana violeta, lana marrón, lana verde. Pañuelos

sobre las cabezas para las mujeres más viejas en la fila, ante la carne de los exhibidores.

Los pies van metidos en zapatos bajos. La gran mala suerte está de pronto delante de los

espejos vacíos. Y entonces recién las mujeres oyen la sirena y mueven los pies sin que

la fila avance. Cuando se encuentran así con la muerte sacuden sus cabezas de pájaro y

el corazón se les pone blando.

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Las peras

Para Ana estar fuera, merodear, preguntar más que responder, es estar alegre —

entonces ella se sustrae de su joroba. Los días lluviosos, en cambio, sin poder salir, la

soledad la cala. Ana es una nena a medias. Su otra mitad balancea los pies sentada en

una rama baja. El próximo año abandonará la primaria. Está demasiado aburrida por no

ser toda una muchacha. En el aula recién desinfectada del cuarto grado, Ana anheló el

primer día de ser novia, ya desde el primer día de clases de ese año.

Hasta el límite de los árboles al sur del puerto, y sobre la ribera, los pobladores

no saben que el lino silvestre crece destejido. Ana arranca manojos y se sienta para que

sus pies no lleguen al suelo. Así, puede pasar horas. Así, cuando tenía trenzas se

olvidaba de su trenza, de su joroba. Si lleva el cabello suelto éste se le llena de briznas y

cabitos secos. Los vecinos del pueblo no saben nada del lino. Tampoco cómo las

semillas salvajes, enseguida que las percibe la lengua, se pegan al paladar. Las mismas

hojas lampiñas, pero más estrechas, de la espinaca sin cultivar, brotan azules y radiales.

Hasta que el invierno las pega y desmenuza. A principios de otoño Ana mastica las

hojas enteras que le sobresalen de la boca. Parece que está devorando a un pájaro.

Cuando el padre la obliga a dormir por las tarde, Ana se acuesta con ganas de

que todas las partes de su cuerpo vayan muriendo. Entonces cierra el puño y se duerme

con el puño en la boca. Esa tarde odia su futuro. Aunque ella piensa que la culpa de la

ira y el odio la tiene la siesta forzosa.

“Todavía no somos personas del todo”, dice Ana. El chico la escucha como oye

al viento del río.

De costado el chico estudia los acentuados capilares rojos en el blanco de los

ojos de Ana. Ana no llora, odia. Odia amar. Sus sentimientos no tienen ubicación, “es

140
como ser un ángel”, dice Ana, “adentro o afuera de mí lo que siento es lo mismo.” Cree

que se va a volver loca antes de haber vivido. Una puede enloquecer bailando.

Enamorada. En un lugar lejano. Sin embargo nunca sucede así. Se enloquece yendo a

comprar velas al almacén. O masticando un cartílago de pollo.

“La gente que quiere que algo nunca termine porque es feliz no sabe cómo

vivir”, dice Ana.

“Es como no saber dónde estás, no”, dice el chico.

“No, es como no tener que sentir sola todo lo que siento.”

Tres almohadas y un cojín apolillado —una joroba. Las rodillas desnudas, dos

pies torcidos. Al lado de la cama, de pie frente a sus almohadas, Ana imagina, sin decir

palabra, cómo se quemarían el colchón, las sábanas y las almohadas. A veces el cuello

se le hincha, otras veces se le pone rígido, esas almohadas están en su vida desde que

tiene memoria. Algunas noches son duras y planas, otras veces parecen ser demasiado

suaves. Del mismo modo las personas no saben cómo tratarla. O son crueles o

compasivas, “todos son débiles o estúpidos, comer carne de vaca les hace los

pensamientos bosta de abono”, dice Ana.

En invierno Ana se quita el olor del puerto con el agua caliente de una palangana

enlosada. El ambiente se vicia de querosén y Ana se enjabona los sobacos y el cuello. El

agua regresa rápido al cacharro. Ahí, la vida se aguanta los olores con los panes de

jabón más baratos.

El hermano menor, después de Ana, vuelve a usar el agua y el jabón. Tibios.

Repite en su cuerpo los lugares de aseo, aunque tarda más tiempo porque los ojos

fluctúan sin voluntad por el cuarto. No le gusta el agua en invierno. Hasta donde las

escamas blancuzcas del agua llegan, se trazan también sobre la piel del cuello unos

filamentos cenizos. Su hermano retira el resto de mugre pilosa con la misma toalla. Se

141
seca con fuerza, excoriando la piel. “Siempre me dejás el agua más jorobada de todas“,

dice y se aparta del alcance de Ana.

Una lechuza de madera observa el baño de Ana y de su hermano desde la repisa.

La lechuza tiene los ojos y el perfil zurcido de arañazos. Está en la familia de su padre

desde antes de que emigraron desde Europa. “El amor no tiene ley”, oye decir Ana a las

mujeres. Ana siente no obstante, sentada en la rama más baja, que los pies no llegan al

suelo, porque el amor sigue vacío para sus pasos. El chico oye al pasto resistir la brisa, a

las avispas solitarias y deja a Ana para el final. “El siriolibanés que vende géneros en la

feria le dice a las mujeres jóvenes que se quejan de los precios, «ojalá te enamores»,

creo que las maldice, las fulmina, como dicen las gallegas.”

En la calle detrás de la usina, ayer, un viejo que anda siempre con Bambuda le

chistó a Ana dos veces. El hombre tenía en su mano abierta algo que se asemejaba a un

puño. El sol le arrancó un brillo rosáceo. Los pasos del hombre, más lentos que sus

manos, pisaban la sombra de las ruedas. La sombra de la bicicleta es una cuerda floja y

fina. Él musita una canción. La canción se le queda en la barba. Encima del manubrio

de la bicicleta llevaba una caja de madera. Los listones desplegaban fibras despeinadas

en los bordes. La caja estaba llena de peras, pero todas las peras estaban verdes. Menos

una. No tenían perfume. Olían a hojas ácidas y eran pétreas como puños. La única pera

que no estaba verde el hombre la balanceaba en la mano.

Ana dijo que no. Sólo con la cabeza y los ojos muy grandes.

“Ponelas en la ventana para que maduren, así yo las veo”, dijo el hombre. Ana

salió corriendo. Bajó hacia la calle del puente, su cabeza se desdibujó adentro de sí

misma. El hombre le gritó que olía a galletita caliente.

Toda la calle vacía oyó. El sol atrapó a los árboles con polvo. Pero Ana no lo

oyó, sino recordó las palabras después.

142
Ana no pudo correr más rápido que el miedo. Nadie jamás corre más rápido que

el miedo. Además, pensó con asco que su olor de galletita delataría por donde había

abandonado la calle del puente.

“Cómo hacés para matar a alguien con la mirada”, pegunta entonces el chico.

“No sé, pero entonces lo voy a matar con otra cosa”, dice Ana.

La tarde se rompe y se rehace sin que Ana y el chico la vean. La tarde está a sus

espaldas.

El árbol continúa desplomándose hasta el suelo. Ana piensa. A su lado el chico

escupe semillas de mandarina. Entre el pasto los pedazos de cáscara son espléndidos.

Rotos también, como recién la tarde.

143
La calabaza negra

Timme ha intentado pensar sin ayuda. Ha estado esforzándose. Pero sin

embargo, pensar sin ayuda es una tortura. Una de sus manos descansa sobre la

superficie de la mesa. No hay sol para calentar las introspecciones de Timme y la mano

plana. El maxilar le cuelga. A Timme, el ventanuco que la pared negra arrastra, le ondea

en los ojos. No le ayuda a pensar pues es una nube. Mejor es no tener amigos porque los

amigos poseen nombres. Tienen amores, hijos, tienen qué hacer durante el día, también

tienen otros amigos que Timme no conoce. Un pormenor que proteger es demasiado

costoso pues jamás implica menos que un vos y yo, un ellos, nosotros, y los enemigos.

Llegar a soportar no es ser insensible, se decía Timme desde hace años, desde que

esperaba el día. Es como enloquecer. Pues aquellos que se vuelven locos no son

insensibles.

La sangre caliente sopla de un solo lado a Timme. La mucosa de la garganta

también se le mete en la nariz. No es gran cosa. Si las preguntas son muchas y no tienen

respuesta, entonces el río, en cada hombre y por algún motivo fútil, puede volver atrás.

Hasta la oscuridad. Hasta donde la tierra comienza con apariencia inocente a cubrirse de

vegetación y racimos. Ahí la tierra no traga al río. Tampoco a su propia apariencia ni al

hombre que arrojan allí. Corre henchida por cojines de hojas podridas. Cuando así se

descubre la intención de la tierra, hay que mantenerse muy vivo. Alerta. Abrir las

paredes, limpiarse la espalda, pasar de largo como si allí no hubiera por qué detenerse.

Decir bajo la luz eléctrica, mi tijera, mi bombilla, mi vergüenza. Memorizar un camino

de hormigas. Un hombre asustado es muy normal. Timme baja entonces la mano. Lisa,

el muslo la recibe. El muslo sube combado hasta la corteza contraída de los testículos.

144
Bajo la mesa los testículos de Timme están erizados. Timme los aprieta tan fuerte como

párpados.

Sobre la mesa hay un termo, una calabaza negra con la bombilla clavada. La

calabaza se apoya contra un cenicero de latón desbordado y la bombilla levanta un dedo

de sombra corta. El comisario fuma, pasea sus ojos de niño. La luz calcárea baja del

cielorraso desde la única lámpara. Las paredes están recorridas por ramilletes de salitre

espumoso. El policía que está de pie descansa con una pierna flexionada. Apoya un

botín en la parte iluminada de la pared. Haciarriba encubre a la pared una sombra

circular de filamentos grises. El policía apoyado, sin saber qué más hacer, con la mano

deshace una de las líneas espumosas. Después se refriega ambas manos. Unas escamas

se hunden en tirabuzones. Los dorsos de las manos son lampiños. Pero no es así. Es sólo

debido a la solitaria luz eléctrica.

Los ojos de niño ensoñado del comisario miran fijo la lamparita amarilla. Luego

el comisario sonríe. Sus pestañas se estancan en los filamentos. Las pestañas le

recuerdan a Timme un pequeño gamo europeo de los documentales televisivos. El arma

reglamentaria del comisario también se encuentra sobre la mesa. Igual que la sal o el

azúcar. Nadie la echa de menos al arma en otro lado como tal vez a la sal y el azúcar.

Timme ni siquiera le ha prestado atención adrede cuando el comisario soltó el arma re-

cién, hace unos momentos. Desde unos centímetros encima del desportillado enchapado

de fórmica. El ruido del golpe quiso ser entonces la satisfacción más vulgar. “Ya

pasaron tres que entendieron que la huelga se les va bien al carajo”, dice el comisario,

“afuera tengo nueve más esperando.”

145
Timme ha apretado los muslos porque la vejiga llena presiona todas sus paredes.

Timme no puede llenar los ojos con la habitación. Nada más le han pegado unas

bofetadas y una cuantas trompadas. Uno de los policías lo ha escupido. Todavía el

escupitajo está en su cabello. Faltan cosas en el cuarto, no hay sol, el ventanuco se va

haciatrás, faltan pies donde meter los huesos, la noche exterior todavía se salva —

adentro la vida completa consiste ahora en muy poco. Y el silencio, después de cada

pausa del comisario, se hace más pobre, peor que las pobres ideas que Timme siente en

el cráneo. Las palabras del comisario no toleran que el silencio termine formando

anillos completos sólo porque alguien fuma en el cuarto.

“Tus compañeros son todos peronistas, menos esos ucranianos rojos y roñosos,

pero vos no sos ni radical, rubio, vos qué sos, también sos ucraniano.” El humo sube y

siempre se retuerce y enrosca. Timme mira al comisario y mueve la cabeza

haciadelante, el respaldo de la silla está muy cerca de la mesa. “Usted es de la gerencia

de planta o del SUPE. Las huelgas son un dolor de cabeza, no”, pregunta Timme. “Vos

no sos otro ucraniano, rubio. Andás con ellos nomás” Tanto el comisario como el

policía se echan a reír, éste último cambia el pie de apoyo. Los pantalones sobre las

piernas le quedan sueltos. La suela rechina igual que sobre arena. “Trajiste el cepillo de

dientes, rubio”, pregunta el comisario.

“O es el nuevo delegado del sindicato”, dice Timme. El silencio no piensa tanto,

da vueltas hasta que se alcanza a sí mismo. Y se le cae la baba por un costado. Timme la

empuja con la lengua. Los labios de Timme están fríos. Negros, como un mechón de la

lámpara. La luz cuelga encima de la coronilla de Timme. Pero no se conforma. Y recién

la mesa la detiene. “Yo soy tu mejor consejero, rubio.”

146
El comisario hace venir a otro agente con una máquina de escribir. Es pesada, y

al policía la máquina le sobra a ambos lados. La acomoda con dificultad sobre una me-

sita de metal gris. Ahora entre ellos se pasan un papel plegado. A una de las patas le

falta el regatón plástico. La máquina aguarda con las letras erizada. El comisario le dice

a Timme que ponga las manos arriba de la mesa. Pero Timme permanece inmóvil

porque le cuesta cavilar. Ahora los golpes duelen y, a pesar de lo contrario, percibe los

moretones inflamados como carne reseca. No sabe si es mejor para él obedecer o bien

desobedecer. Ambas acciones son simples. Las manos de Timme están frías. Los

muslos tampoco las pueden abrigar como es debido. El empuje de la vejiga aumento

hasta ser inaguantable. Cuando Timme es él mismo y entonces habla con sus

compañeros de trabajo o Nadia, lo que es mejor para él no resulta difícil de ver.

También mira sin ver. La mirada le sopla en los ojos otra escena —una corriente de aire

levanta la punta de una hoja de su libreta de enrolamiento y la deja caer. La mesa podría

contenerlo a él también. Timme parpadea. Ha visto por un instante un verano polvo-

riento, destacado por las hojas nuevas, ya resecas antes de tiempo. No sabe de dónde

proviene el recuerdo.

Hace unos minutos la libreta estaba en su bolsillo. El bolsillo estaba húmedo. “A

ver, vigilante, yo vuelvo en un rato para hablar con el rubio, usted me le hace completo

el cuestionario de las novias que tiene”, dice el comisario. La silla frente a Timme

queda vacía. Timme tragó y arrastró las mucosidades y coágulos. La garganta también

le quedó vacía. El respaldo proyecta sombras, que en el suelo de cemento poseen la

apariencia de herramientas para cultivo. El policía que se mantuvo recostado contra la

pared se acerca hasta el flanco de Timme. El otro pasa tres hojas con carbónicos por el

rodillo de la máquina. Las extremidades de las sombras detrás de la silla están de pie

dentro de la luz eléctrica. El policía parado al lado de Timme le pega con los nudillos en

147
la sien. Timme ve en un abrir y cerrar de ojos un blanco brillante, luego oscuro. El suelo

se ha caído en los huesos de la cara de Timme. En los ojos bien apretados la luz

eléctrica continúa del lado de sus enemigos. Los enemigos son argentinos.

La bolsa de huesos. Unas monedas de los bolsillos saltaron al piso. El ventanuco

es una pala opaca, la línea de luz, el mango. Timme suelta un pedo. Nadia tiene pocos

vestidos. En el ropero hay panfletos e instructivos.

El policía levanta la silla disgustado. Timme se ha incorporado demasiado

rápido para el tope de su vejiga. Sentado de nuevo encima de la silla, se orina en los

pantalones. La luz es tan intensa que los dientes de los policías se encogen como granos

de choclo haciadentro de las carcajadas. En el máximo de apertura de las bocas la

humillación de Timme no cabe. Siente que las vainas de la mazorca rodean todos los

márgenes. Las risas y sus sienes. La orina entibió las piernas. No obstante la gran luz de

la lámpara sigue moldeando al frío.

“La gente se caga de miedo, vos rubio, hacés todo al revés”, dice el policía

sentado frente a la máquina de escribir.

“No les tengo miedo, nomás quiero ir al baño.”

El policía golpea de nuevo contra la misma sien. El puñetazo va de arriba

haciabajo, raspa e inflama. Y Timme se va de bruces sobre la sombra de la mesa. La

mesa también tiene la culpa, como las letras de la máquina de escribir, el regatón

perdido y las migas de una galleta seca. “Levantalo”, le dice un policía al otro, “ser

rubio es una mierda, no”

“Nombre del padre y de la madre.”

“Quiero ir al baño, después me siguen pegando.”

148
El mismo policía repite el mismo puñetazo en el mismo lugar. El golpe no

termina del todo. Y acompaña a la cabeza. El policía pisa arenoso. Los hilos que atan a

Timme a la piel de la sien se estiran. Timme entra en un pozo más frío que el suelo, Allí

no puede hundir el pómulo sin cerrar los ojos. “Ya me duele”, dice el policía. Sacude la

mano. Los policías se ríen. Los hilos de la sien no se desprenden. El hombre habla sin la

rabia de los golpes que da. La puerta se abre y otro policía asoma la cabeza. No tiene

gorra y es calvo. El ceño aturdido es rojo. Pregunta quién está y vuelve a cerrar la

puerta. La luz, los hilos de la piel, el papel, se mecen, las migajas ya no están allí.

Timme se pregunta si las monedas fueron reales.

“Y estos pendejos arman huelgas”, pregunta el policía sentado. “Cualquiera con

más palos en el lomo hoy no le declara a un vigi que no tiene miedo”, dice.

“Despertalo y que se siente.”

“Nombre del padre y de la madre.”

Hasta dentro de la úvula de Timme la sien derecha late tan gruesa que puede

sentir el peso en la lengua. La lengua sólo traga la saliva mantecosa que se acumula sin

bajar. Timme cree que escupe. Pero la saliva le cuelga del labio inferior. Ninguna

creencia es más explícita en ese momento. El policía le hace volar la saliva de una

bofetada.

“Nombre del padre y de la madre”. El ojo derecho ve la luz de la habitación

como una cascada, el izquierdo ve que ha escupido negro. Pero también todo el suelo es

negro. Busca dónde escupió. Sólo quiere saber si hay sangre, pero hasta el aire le

resuena en la cabeza. Tal vez los sonidos de las monedas han sido sólo los golpes.

Además ya ha visto la sangre. La quiere ver de nuevo. Pero la sangre lo abandona a su

suerte. La hoja de la libreta se eleva sola. Esta vez vibra y tapa a otra. La corriente de

aire es fría, la sangre es caliente. Timme pensó que debió ocurrírsele antes.

149
“Padre desconocido, madre, la más puta”, dice el policía de pie. El otro escribe

con fluidez. Los tipos de la máquina sacuden la telilla de la tinta con resoplidos. El

policía desplaza dos veces el carro.

“Nombre de la esposa”.

Timme calla. “Cómo van las cosas con tu esposa”, pregunta el policía que está

de pie.

“Bien, gracias”, dice. Pero Timme le habla a su cabeza. Sin embargo su cabeza

no entiende lo que la lengua hace. “Bien, gracias”, dice de nuevo, porque si encuentra

su voz, la cabeza no le gritará cagón antes de apretar los ojos. No sabe si habló en voz

alta la primera vez. Él es la misma carne a la que quiere engañar. A Timme le gustaría

reconocer al policía que lo ha golpeado. No recuerda su cara, no lo ha visto antes por las

calles. La uretra de Timme apenas resiste. El mercurio lineal la colma. “El que me

pega”, piensa Timme, “el que me pega.” Y el policía piensa también por él. Vuelve a

pegarle en el mismo lugar. Un gelatinoso huevo rojoazul. Cada vez más compacto. Ese

huevo nunca falla. En el núcleo del huevo Timme pierde la voz antes de volver a

respirar. El huevo se balancea sobre el aliento. Hace equilibrio. Se desploma con

Timme. Caída, entonces, la vejiga no tiene ya más que una dirección. Termina de

orinarse por completo. Y en sentido contrario la respiración sube hasta la barbilla, y no

sale. La respiración no puede saltar a la boca. El aire bondadoso espera de puntillas.

“Esto es un asco, este trosko puto se meó todo”, dice el policía, de pie se guarda

la mano hinchada en un bolsillo. Le pesa y late. Y sale de inmediato del cuarto. El otro

enciende un cigarrillo. Se quita la gorra y mete los dedos de la otra mano entre los

cabellos apretados. Rastrilla los mechones, sube caspa y vuela. El humo agrisado le

150
brota de la nariz. El humo sin fumar es azulado y es lo único que atrae la atención del

policía.

Timme aspirar con un gemido. La apnea sin embargo no lo despierta. El policía

oye el ruido y observa el cuerpo tirado. Estira el cuello para observar mejor. El cuarto

está sereno. De nuevo se concentra en el extremo del cigarrillo que divide el tiempo de

espera. No obstante, luego de un momento, mira otra vez. Tedio y cansancio atiborran el

contorno de los ojos del policía. Por encima de su cabeza la fina corriente de aire activa

al humo azul dentro de la luz de la lámpara. El cuarto es de pronto más pequeño. Los

cuerpos comprimidos se contagian los olores. El policía se pone de pie de un salto. Los

ojos de oveja se le pierden en el humo. Entonces se siente complacido y vuelve a

sentarse. El otro policía regresa, no puede cerrar la puerta tras de sí. Camina con los pies

separados, bamboleándose. El agua reanima a Timme. El latigazo reverbera. Después el

dolor le vuelve a nadar en la cabeza.

“No es indigno mearse encima troskito, peor es no poder limpiarse”, dice el

policía. Y levanta a Timme. “Ya fuiste al baño y volviste, sentate.”

Entra el mismo policía calvo, “el comisario quiere que mande a dos a visitar la

casa de éste, a quiénes mandamos mi principal.”

“Quiénes están de calle.”

“Salerno, Torres, Sanguinetti, el viejo, Lusevic y Pautasso.”

“Salerno y el viejo. Nombre de la esposa.”

“Pero sos pelotudo”, le pregunta el policía sentado ante la máquina de escribir a

Timme, “no te das cuenta que no son más que nombres, que si completamos tus datos el

comisario te manda a casa. Tu mujer ni debe saber ahora adónde carajo estás.”

151
Silencio. Timme piensa que ha negado con la cabeza. “No tienen que hacer nada

con mi mujer.” Permanece tan encogido que el sonido cortante de una sirena de niebla

en el puerto lo hace protegerse sin pensarlo. Cubre la sien castigada. El policía le baja el

brazo, Timme resiste, y vuelve a recibir allí una trompada menos fuerte. Luego el

policía lo abofetea tantas veces que la mano se le calienta. Es una piedra de sangre.

Cierra el puño porque tiene una bola de fuego encerrada y la hace explotar contra la

cabeza Timme. Tantas ganas repentinas no se aguantan. “Vamos para avisarle a tu

mujer que te estamos cuidando, que estás acá tomando unos mates.”

“Podemos volver a empezar por comprobar los datos personales”, pregunta el

policía delante de la máquina. Timme apoya la frente en la mesa porque ya no sabe

tener la cabeza erguida. El aire que Timme traga posee tan poca fuerza que su estómago

se colma de gases. El policía le habla sobre la oreja sin que Timme oiga otro ruido más

que un zumbido. Continúa hablando y rodea la mesa. El zumbido de su oído no lo

atemoriza. Lo aterran el aplomo objetivo con que acontecen los golpes y las preguntas.

La cabeza de Timme vuelve a la oscuridad. El policía lo agarra de los pelos de la nuca,

levanta el cráneo y lo deja caer.

“Si tocan a mi mujer los mato.” Creyó decir Timme.

“A estos no hay que matarlos, hay que cortarles las piernas en las rodillas y

clavarlos a calesitas”, dice el otro policía. Pasa una mano sobre las teclas. Expulsa el

humo.

La calabaza ociosa es igual que un guante vacío. Negro también, sobre la mesa.

La cabeza de Timme se mece solitaria. La esfera negra del mate es melodiosa, se

acompaña con un vaivén sobre su propio ombligo. El policía toma la calabaza con la

mano que no golpea y la vacía con la bombilla en un cesto. Sale del cuarto y regresa.

152
Ahora la calabaza susurra. Es para Timme, durante una vislumbre, una cebolla azul.

“Morada”, lo corrigió Nadia. El policía abre el termo y vierte agua. Hace una pausa. La

pausa transcurre insulsa. Cada uno mira delante de sus ojos. Luego el policía entierra la

bombilla torcida en la yerba mojada. Sorbe y mira. Es indiferente a la maraña de

cabellos de Timme. El ventanuco es un espejo poblado de cielorraso negro. Convencido

de que el agua está bien le da la calabaza al otro policía. El otro pone la gorra en los

muslos porque en la mesita de la máquina de escribir no hay lugar. Chupa con la mirada

hueca bajo las cejas. Después ambos encienden sendos cigarrillos. Uno toma por el res-

paldo la silla donde estuvo el comisario y se sienta cerca del otro, así se quedan

pasándose la calabaza. Las frentes y las órbitas de los ojos les emborronan las caras. De

las palabras sueltas les cuelga un cansancio pertinaz. El mate les vacía los labios. El

humo se los llena. Las palabras hacen nudos que ellos no saben desatar. Hablan en voz

baja. Si Timme despertase deberían volver al trabajo. Bajo los cigarrillos tiembla otra

mancha en los labios. Se estiran en las sillas. El desmayo de Timme los solaza.

Es el caballo negro. Un árbol rígido. Podrá darse cuenta de que cae haciadelante

después del disparo en la nuca, se pregunta. Timme abre un ojo. No puede levantar la

cabeza de la fórmica. Acaso su muerte será una chapuza. Le pregunta entonces a su

abuelo, “seré valiente.”

Timme no oye a su abuelo acercarse, escucha que le dice “Som kommer att gästa

vid Klarälvens strand han finner blott bröder och systrar.”

Le pregunta a su abuelo si klåpare o klantiga es chapuza para su muerte. Pero no

hay respuesta. Timme oye la voz del comisario. Elige klåpare para el trabajo de su

muerte.

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El comisario ha comido un sándwich por la mitad. Lo sostiene con la mano.

Bajo la boca. Igual que un vaso. Las mandíbulas se le mueven en círculos y también es-

tá cansado. El cuello le cuelga tras cada exhalación. A su espalda, en la puerta abierta, la

hoja ovalada de un árbol corre por el pasillo. Desliza su cascabel del otro lado de la

pared. El policía se levanta de la silla, la deja libre. El comisario dice que no con la

cabeza. Y se aproxima a Timme, mastica y muerde otra vez. Golpea con la palma de la

mano la tabla. El cenicero y la frente de Timme se despegan de la superficie. Timme

retrepa en la silla y se limpia la saliva con la mano. También estira su sombra. Escapa

desde su cara hacia la pared. Sobre la pared se pegan también, por los hombros, los

uniformes de los policías. Las sillas que han perdido su propio relleno dan unas sombras

como eles. La cabeza hocicuda de la máquina de escribir. Los tamaños de las res-

piraciones después de una fumada. Todo se pega. La pared rasante aprieta las sombras.

Los cabellos alzan plumas de aves de corral.

“Y Nadia, rubio, qué va a hacer con vos ahora cuando te echen de destilería”,

dice el comisario. Traga un mordisco. Ninguno cierra la puerta. El comisario también

toma la calabaza.

“El hijo del tano, uno de los torneros de planta, de años ya, seguro lo conocen

todos porque es un tipo muy simpático, pero eso vos ya lo sabés, fue el segundo que

dijo que los troskos lo obligaron a votar la huelga en la asamblea, porque si no, dijo, le

iba pasar cualquier cosa en la máquinas, una mano, una oreja, un ojo, no sé, yo no

conozco cómo es allá adentro, hay unos ucranianos troskos, no, bueno. Igual es medio

cagón, pero simpático, quién no se hizo caquita, quién soy yo para juzgar, porque sólo

hay tres troskos en todos los turnos de destilería, no. Pero bien, el hijo del tano hoy se

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tomó unos mates con nosotros y nos contaba que todos ustedes con el mate de la

mañana se chupan las pijas, y las conchas y los culos de las novias y las mujeres, todo

con el gusto de la noche anterior que dejan en la bombilla, y todo por el mismo precio

de la yerba, un tipo ocurrente, no, así empezamos el día y yo creí que iba a ser igual con

todos, buena gente, habladora, hasta que llegamos acá.” El comisario mira el último

bocado que sostiene entre los dedos. Los ojos se le han atorado. El cuello sube la nuez

para bajar el mentón. Regurgita. Y vuelve a tragar. Devuelve la calabaza Y con la mano

libre saca un pañuelo. Se pone el último pedazo en la boca. El pañuelo ya tiene lunares

de grasa anteriores. Se limpia los dedos. “Encontraste un novio tornero”, dice Timme.

“Nadia vive de la escuela de curas y de putañear en la villa, en vez de dar clases

particulares a chicos atrasados, se va con unas negras mugrientas a amasar un pan

roñoso, y vos crees que no sabemos nada”, dice el comisario.

El policía pegado a la máquina de escribir le recuerda a Timme que ya le

mandaron una visita a su mujer.

“Todo el barrio sabe quién es tu mujer, quienes son los dos zurdos que se la

garchan para que vaya a la villa con una sonrisa, que el cornudo encima la va a buscar a

la salida de la villa, y que el cornudo ahora es huelguista”. Los policías dejan surcos en

los borrones de sus bocas. A los surcos también los atrae la luz eléctrica —se ríen con

auténticas ganas.

“Tenés suerte”, dice el comisario.

Nadie pasa por la puerta abierta. La claridad va sola con ranuras por el pasillo.

El comisario pone delante de Timme un papel. Y una lapicera que tanto puede escribir

en rojo y en verde, como en negro y azul. El policía de la máquina de escribir le dice

“firmá.” Sin moverse, la lapicera indica que su punta es la azul. “Firmale, vamos a

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dejarlo contento con su conciencia troska, le va a durar unas semanas, me aburro, no es

mío”, dice el comisario. El policía de pie deja la calabaza. La calabaza negra hace

equilibrio en el borde de la mesa y se queda quieta. Su nota es consonante con el

zumbido del oído. Las hebras de calor ascienden desde la yerba. La luz no la penetra.

Durante un rato el policía estudia la libreta de enrolamiento de Timme. Después el

policía firma. Los otros dos se acercan y observan el garabato. Timme piensa que es su

nombre el que va a matar a los ucranianos.

“Tenés suerte, voy a hacer que no te quedes sin trabajo, pero te vas a quedar sin

los documentos, el anillo de casamiento, el reloj y el dinero que te robaron, creeme te

cuesta poco, pero la deuda es grande, che. Es la deuda de ponerte en una camioneta que

no va donde te espera la triple a. Igual ya ni te tienen que buscar para encontrarte,

ustedes se hacen encontrar solitos. Tenés suerte, porque, como ustedes hace rato que son

ilegales, yo estoy obligado a dormirte para que visites a tu antigua familia en el

calabozo.” Mira a los otros policías. “Hoy conmigo todos tienen suerte, no. Menos

ustedes milicos.” Los tres se ríen.

El pasillo vuelve a quedar detrás de la puerta. Sin voces el cuarto se aprieta de

nuevo contra las paredes. Otra vez el policía golpea a Timme en la cabeza. Timme no

sabe que se cayó. Y arrastró también la calabaza.

Al lado del cuerpo tirado los policías se turnan. Nada más patean en el mismo

lugar. En la espalda. Algo más arriba de la cadera. Timme aún no sabe que se ha caído

pero siente los golpes secos y cortos. No se resiste. “Negro. Afuera. Klåpare. La hoja

que gira y raspa. Hermanas.”, musita Timme pero de la boca no sale nada. Silencio.

Timme se desarma.

“No es trabajo nuestro, la boleta de éste ya tiene dueños”, dice el comisario.

Suspira. Pero es por el último bocado que le quedo sobre el estómago. Levanta la pistola

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y la guarda en la funda. Sale. El principal pone, con dos dedos, las medias empapadas

de orina dentro de los zapatos de Timme. El otro policía saca una hoja de afeitar de su

envoltorio. Está usada y patinada de sangre seca. Al borde de los dedos de los pies

comienza unas líneas que corren por toda la planta de Timme. La carne se abre. Tiene

una capa blanca y gruesa. Dura, y algo de grasa blacoamarillenta. Es seca y con un flujo

oscilante se inunda de lentamente de rojo. Hace lo mismo en las plantas de los dos pies.

Cuando el policía deja caer los pies, la sangre que se derrama en el piso es negra.

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Los pasos

Nadia yace en la cama con las piernas abiertas. Las puntas de la mano encima

del clítoris. Está sola. Las mantas la cubren hasta la cintura. La sábana superior se había

enrollado a sus pies y el pelambre de una cobija le provoca calor y escalofríos.

Aunque nada más fuese y viniese el tiempo sólo es capaz de pasar volando por el

dormitorio. La luz es un hilo negro que se interna entre los párpados —la respiración de

Nadia se propaga con la sangre pausada, y regresa cada vez más empañada a su boca.

El cuello y las sienes le arden.

Golpearon tantas veces la puerta que el corazón se le puso pesado. Sintió frío y

la mano cargada. Caminó limpiándose los dedos viscosos en la piel del vientre. Los

golpes se desploman como si les sobrase fuerza. Nadia se desliza. En la cocina toma la

cuchilla. El metal gotea y circunda a Nadia con un eco. Las paredes habían enmudecido

bajo los golpes. Lleva la cuchilla escondida detrás de un muslo. Nadia sabe que si se

calza los zuecos todos los vecinos oirán sus pasos. Los policías aporreaban otra vez la

puerta. Todos ellos conocen sólo un modo de llamar —llevan el cansancio hasta los

puños, así le dan reposo a su respiración. Tienen las nucas mordidas y rojas de frío. Los

pelos detrás cuello nacen en círculos violáceos y turgentes.

La ropa se le pega a Nadia en el vientre. Los zuecos también están cómodos con

sus propios golpes. Nadia los acentúa.

Los dos policías están reclinados en la tarde. La tarde los mantiene izados de las

orejas. Las orejas se destacan de las gorras. Por encima del pueblo, detrás de las cabezas

de los policías el cielo es de barro. Y las hojas que ya no son saludables vuelan. Todas

las ventanas que miran al patio interno permanecen estrechas. Los policías empujan las

viseras hasta la frente de Nadia. Picotean raudos el vidrio, luego vacilan. Nadia vis-

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lumbra las señales de las caras. En las ventanas las divisa como imperfecciones

geométricas. Nadia inspira. Y quiere así poder ahuyentar su corazón de los oídos. No

sabe qué sentir en primer lugar y qué en segundo. En los dedos apretados en torno de la

cuchilla se enrolla la sangre.

“Policía”, dijo al fin el más viejo. Nadia no contesta. Mira unas ropas colgadas

de la soga. Un gorrión saltó. Nadia le dijo a su mirada que vagaba que todas las hojas

sueltas debían pertenecer a un solo árbol. El árbol tenue del final del terreno. El árbol

debe estar cargado de vacío y también de ramas vacías. Y seguro, abajo a la derecha, ha

arrojado el viento todo el tapiz de follaje. Detrás de los policías las blusas, como locas,

sacuden los brazos. Nadia teme también que su voz salte sin que ella pueda asirla. Y

tampoco después logre llevarla de vuelta a casa. Pero sin embargo no se aparta del

umbral. Adentro huele a manzana y canela. Los ojos de los policías desbordan los

triángulos de las cejas. Las gorras dejan tan poco espacio a las frentes que el afán les

recorre toda la cara varias veces.

Abre.

El más joven tiene migas sobre una de las solapas. La nuez le tiraba de la piel

del cuello y los bordes de las mangas le llegaban al dorso de las manos.

“Parece uno de mis alumnos”, dice Nadia.

Pero el policía más viejo no le responde. Bajo el labio superior le falta un diente.

Mira haciadentro de la casa que está en penumbras. “Necesitamos pasar”, dice. Luego

da un paso pero Nadia se interpone. El policía más viejo iba a apartarla cuando ve la

cuchilla. El más joven retrocede después de tropezar con su compañero. No había

notado nada y ahora la solapa perdió las migas.

“Qué vas a hacer con eso”, dice el más viejo.

“Acá no entran”, dice Nadia.

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“Nos vas a matar”, pregunta.

“Acá no entra nadie.”

“Entendé, sólo entramos y salimos, después nos vamos, no queremos nada, no

vamos a tocar nada.”

El otro policía se rio, “estas putas nunca aprenden por qué les pica el culo”, dice.

El más viejo lo calla. Nadia levanta la cuchilla hasta los rostros. El frío les ardía a todos

en las orejas. La mano temblaba y en la punta de las uñas de Nadia entraba la carne más

blanda. Abajo en el patio alguien dio un sonoro portazo. Luego abrieron la puerta para

azotarla de nuevo. Alguien gritó, “ni se les ocurra”. Y en el patio se oyeron pasos

andados a la rastra. Pero el piso de baldosas rojas y blancas continuó desolado. Nadie

apareció delante de sus miradas.

Nadia tiembla. Tiembla con los cabellos sueltos. Con el ornato del cuchillo.

Tembló el olor frutado. Encuentra con asombro su aliento en la hoja. Es opaco y velloso

y serpentea con una energía intangible. Ve como los hombres tragan saliva de policías.

Pero no pueden tragar el empeño de sus pensamientos. Antes de llevarlo en el uniforme,

llevan al país como sombras en los pómulos. Los acentos de sus tierras ahora son frutas

más nuevas. Éstas les dicen cómo deben decir, hablar y escuchar.

El árbol del fondo dejó de ser el paradero de los gorriones. Nadia piensa en que

la gente dice que los policías sólo utilizan las sirenas de las patrullas cuando quieren que

los perros aúllen de noche. Los cuellos de las camisas están plagados de hebras,

arañados por la grasa y sin contornos. Mientras, los mismos pasos tironeados regresan

—forman volutas vacías. “Qué mierda”, dice el más joven. Nadia sostiene la punta de la

hoja debajo de un párpado. En las espaldas de los hombres aparece una llovizna. Es

helada y polvorienta. Las blusas colgadas y los pantalones se detienen. En esa duración

se alargan los segundos. Acariciantes, cada segundo forma la llovizna de distinto modo.

160
Los pasos dan vuelta y se alejan. Resuenan como los pies de un niño en los zapatos de

un adulto.

“Hoy no entramos”, dice el policía más viejo. Es inexpresivo. La voz no vacila

por el diente que falta. La bocanada es agria y vieja, y se fija también a la otra cara de la

cuchilla.

Nadia descubre que el odio tiembla por repugnancia y después por voluntad. El

odio de Nadia ve al miedo como una tumba. Caliente, después fría, pero no sólo fría.

Nadia está segura de que buscan a Timme por la huelga.

Hierba puntiaguda le crece a Nadia debajo del cuerpo. “Es la llovizna que hace

todo al revés”, piensa. Como la pala y la arena en los días secos. Rodea y ciñe el tórax

de quien respire apresurado. La arena puntiaguda brilla en cada gota de la llovizna. La

tarde palea la llovizna con la forma que los segundos quieren. Hasta aquí han llegado

los pies. Antes de ir más lejos, lo que tenga que pasar pasará acá. No hay más pasos. No

se ha vuelto a oír la puerta. Nadia no quiere llenar la tumba. Pero el miedo está lleno y

ahora odia con un deseo profundo.

“Mañana tampoco”, dice Nadia.

“Hay muchos días…” El policía sin un diente le da la espalda. Arranca una

ramita de ruda. El aire se enmaraña alrededor de los tallos. Atraviesa la llovizna. Ésta

crece en las caras.

“Quién necesita las ventanas cerradas cuando llega el verano, mejor ya no estar

en verano”, dice el policía más viejo.

161
Hilartejercortar

“Estás loca”, dice el hermano de Ana.

“No podés ser distintas personas con esa cosa en la espalda.”

El grito del hermano había atravesado el aire burbujeante de un par de gorriones

delante de ellos. Atrás, entre los pastos, queda el gato. Con los ojos alejados de todas las

alas. El gato no sabe que los gorriones no han estado en su imaginación. Los gorriones

vuelan igual que ratones pero distinto.

El vestido estampado de Ana le da campanadas encima de las rodillas huesudas.

Ana sigue su juego. Remienda su voz con un tono extraño. Las flores y las canastillas

estampadas giran encima de las piernas. El saco de lana está estirado y deformado, y no

tapa a todos los pétalos que debería abrigar. Las flores de verano del vestido siempre

van muy lejos. También el invierno a través de ellas.

Si su hermano vuelve a gritar, Ana espera.

Ella mantiene en las manos más paciencia que en la sangre —hasta que su

hermano se acerque mirándose los pies. Pues él, como siempre, ya habrá olvidado lo

que ha dicho. Entonces Ana lo toma de los pelos. Lleva los mechones asidos en mano-

jos. El hermano clava los talones en la tierra. Entre el castaño y la hierba pajiza. Donde

el gato se esconde.

Ana odia tanto a su joroba que se queda con mechones de su hermano entre los

dedos. El hermano aúlla, insulta, patalea. Donde los mechones le faltan, el cuero

cabelludo escuece. Y amenaza con crecer y vengarse. De ningún modo llora. Las

gruesas lágrimas que brotan sólo detestan su propia falta de control.

Luego Ana regresa bajo el cobijo hirsuto del castaño. Su hermano se pone de

pie. Mide la distancia entre ambos. Recoge los juguetes que ha estado utilizando. Es

162
decir, palos y ramas desbastadas. Hay ristras de hierba arrancada que se dividen aquí y

allá en el polvo grueso. Adentro del polvo gira el aire y las expectativas de ambos.

“Papá va a cepillarme como nunca”, dice el hermano de Ana. Con la punta de la lengua

apoya saliva sobre la yema de los dedos, que enseguida se vuelve una esfera. La aplica

encima de los raspones. Quiere sacar la tierra que se ha vuelto una placa de sangre seca.

Sabe que más tarde el padre le refregará el cuerpo con un cepillo de paja.

Ana reprueba a unos cuantos hijos invisibles. Cuando no sabe qué más decirles,

entonces, les susurra detrás de la oreja, “si poco te hace bien mucho te hará mejor.” Pero

ninguno de esos hijos es cepillado a fondo. Ana puede ver a través de las paredes lo que

ellos hacen. Por eso es capaz de ocuparse de más quehaceres mientras los cuida. Huevos

de tierra y sopa de pasto y verdurones quemados. Los niños comen toda su comida.

“El invierno no va a hacer que deje de usar vestido”, le dijo Ana a su padre.

Las flores lilas del vestido poseen botones amarillos. Y fondo pálido, sin calidez.

Las canastillas no guardan flores, unos centímetros más allá, las esperan. Bajo la sombra

del árbol Ana parece estar desnuda, y algunas flores apenas prendidas a la piel, y otras

sólo atraídas. Con cada vuelta se desprenden del cuerpo. Pero no se precipitan. Porque

la mente y el ojo no están unidos para ver. Entonces las flores se oponen a eso que los

ojos aguardan. En verano cruzan junto con José Maneiro y el chico las vías de la

Administración General de Puertos. Afuera de la trocha los pastos crecen y fulguran a

su antojo. La falda del vestido de Ana se llena allí de nomeolvides.

Después de que la sirena de las dieciséis ya hubo sonado en todos los playones

de las petroleras, los troncos apilados en el aserradero encajonan el camino al puerto y,

delante de la mirada de Ana, despiden unos tenues penachos odoríferos. Notorios en las

tardes de estío. Los troncos forman nichos y grutas azarosas. Muchas veces aquellos que

trabajan en el puerto se contentan con la libertad de esos escondites cambiantes.

163
Adentro ocultan las mercaderías robadas. Las hurtan de los depósitos. O las bajan de los

barcos de noche y a escondidas. Los camarotes de los barcos falsifican olor a almacén y

a perfumería. Pero los hombres también les compran cigarrillos, ropa masculina y

alcohol extranjeros a las putas de los locales del puerto. El contrabando y el tráfico, en

verano, son más desenfrenados que el sexo.

Las cuevas suelen usar el tiempo para tapizarse de fragmentos de cortezas

quebradizas y astillas esponjadas. Debajo amanecen los hongos que Ana siempre evita

pisotear. Otros carnosos y color fuego explotan en la superficie de la madera. Salen

como dientes asimétricos y después se tornan anaranjados y frescos. Con el paso de los

días se ponen gomosos. Luego destiñen hasta un blanco sucio. No huelen a nada, esos

refugios hastían todo lo demás con el perfume de las especias robadas.

Allí los tragos de vino o sangría, que los hombres se dan, son más grandes y

refrescantes. Van unidos a unos minutos de siesta ordinaria o a la sirena final del

aserradero. Que también en verano toca a las dieciséis. Cuando el aire todavía está

bañado de vidrio.

En la calma de los recovecos, con la falda extendida en semicírculo, Ana

desprende entonces las flores y las astillas. Dice mientras lo hace, que los padres de

todos ellos llevan el puerto en el aliento, igual que arena entre los dientes. Mira las

flores que se arrancó de la tela, estiradas en la palma de la mano. Las saca con los

dientes como si las tuviera cosidas a la carne. “Nos besan y nos dejan el puerto en la

cara”, dice.

Ni ella ni el chico, tampoco José Maneiro, tocan nada de lo que, con frecuencia,

descubren oculto. Los mismos clavos, alambres y terrajas traía también el padre de Ana

cuando los controles miraban hacia otro lado.

164
“No hace falta fingir ser otra persona, nomás hay que hablar hacia donde no se

está mirando y así ya no somos más los mismos”, dice Ana.

“Así nada más”, pregunta José Maneiro. Luego deja que Ana lo repita sin

molestarla. Pues cuando él quiere esconderse y no ser molestado va hasta el puente que

cruza riachuelo. Camina con los puños apretados. Y con algo negro en el interior de

cada uno de estos. En lo negro clava las yemas de los dedos. Sin saber que eso que lleva

dentro es la más fina y delicada rabia. Entonces permanece de pie contra la baranda del

tramo levadizo del puente. Siempre sacudido por los vehículos. El tiempo da sus vueltas

por abajo, no allá arriba. Las ruedas abrazan sus giros chirriantes encima de las cabezas

que circulan por el largo del tramo levadizo. Luego, él se sienta y saca las piernas entre

los barrotes.

Si Ana lo acompañaba ella sólo observaba el horizonte, y la franja donde el cielo

empieza a decolorarse pegado al río. El viento oblicuo les dejaba los cabellos como

espigas de zaranda. Y ella baja al cabo de un rato por las escaleras mecánicas.

Si José Maneiro se queda con el chico, fuman. No logran proteger los cigarrillos

por completo del viento. Por eso cruzan enseguida hacia el otro lado del puente. La

madre del chico le decía que no hacía falta. Que sabía donde había pasado el tiempo,

también él, con los pies colgando. “De tanto mirar la distancia y romper el viento con la

nariz vas a ser como tu padre.”

“Ahí arriba no hay otra cosa para ver.”

“Todos los edificios de la capital.”

“No los sé ver.”

La grúa a vapor del aserradero tose, escupe, y se desinfla. Siempre se detiene

sobre los rieles después de varios pedos arrugados. Los pájaros salen volando. Ellos tres

están tumbados por el calor. Ana mira al cielo, tiene las manos abiertas, los dedos aún

165
más abiertos. La cara se le llenó de pecas. Sobre la frente de Ana la maleza más larga se

dobla y la fastidia. Los colas de tijera pasan como un rayo, bajo y huidizo. El cielo de

verano no les trae paz a los pájaros. Vuelan uno encima del otro a los gritos pelados.

“Nunca podemos ocultarnos del destino.”

El chico tuvo que decirle a Ana tres veces que el destino siempre nos encuentra.

Ana insiste por su parte también tres veces. Hasta que ella deja de mirar unas monteritas

y vuelve a recostarse. Las monteritas volaban enloquecidas al ras de los juncos de la

laguna. Porque no saben qué hacer hasta más tarde o no tienen otra cosa para hacer

ahora, más que vibrar como flechas sobre los sapos. Los sapos se han tornado estúpidos

porque nunca faltan insectos. Por eso se dejan patear por el camino.

Desde el escondite, a ninguno el cielo le llega hasta las cejas. “Cuál será el

destino de las monteritas”, dice Ana. Encima de los juncos ven un cielo abreviado por

las puntas de las cañas.

“No sé, ir y venir”, pregunta el chico.

“A mí ya me encontró”, dice. Ana se incorpora a medias y señala la espalda.

Extiende un índice hacia el cielo. Apoya la misma mano sobre el hombro comprimido

por la joroba. El codo del brazo que baja de la joroba está clavado en la hierba.

“Es como volver a encontrar algo que olvidamos pero no se perdió”, dice Ana.

166
El espejo de afeitar

A las ocho, las diez y las once el sacerdote comienza las misas. En éstas siempre

alguien bosteza, alguien murmura y alguien se pierde en sus cavilaciones. Así suelen

llamar al aburrimiento. Alguien siempre come un bocado con el mentón pegado al pe-

cho. El domingo es el día más callado, los feligreses se oyen los estómagos crujientes

unos a otros. El que durmió bañado en sudor tiene ahora la boca seca y los ojos rojos.

Por la mañana el día más callado mira a todos a los ojos, pero ellos bajan la vista. El que

anoche golpeó a su mujer hoy no verá el mismo plato de comida en la mesa. Y eso le

preocupa. Quizás deje por un tiempo los golpes. Sin embargo, el día más callado dura

apenas hasta el mediodía, después el cielo lo empuja afuera del puerto.

El sacerdote cruza las manos sobre el vientre.

Al entrar a la iglesia, vestidos con sus ropas color papa, los feligreses se

santiguan. Es un trance más de los codos y la articulación de la muñeca que de sus

cabezas. Y con los feligreses también atraviesan la puerta el brebaje de puerto, la flor de

puerto y la lascivia de puerto.

Tanto puerto bajo las camisas y pantalones, tan metido en los vestidos y los

pañuelos. Tanto remiendo disimulado con apuro y tanta modorra estirada en los cuellos.

Tanta mitad de manzana aprovechada hasta las semillas. Tantas lunas encogidas, sin

contar, e igual que líneas encima del pueblo. Tanto sueño oloroso que se come a sus

propios sueños. Tanto de todo un poco. Es tanto de tanto, que al final del día, los

pobladores se quitan las ropas, y se quedan con sus inclinaciones y más modestas

apetencias de diario, a las que sin embargo sienten como tanto. Luego deben quitarse

también las otras mudas que no desaparecen para poder pasar la noche. Cuando las

piernas se encuentran relajadas la cubierta de ropa es de pellejo penoso y flácido. Se la

167
pliega y deja hasta el día siguiente. La cubierta siguiente es otra capa de tegumento frío,

encubridor. Es la membrana del deseo callejero que todos han vuelto propio. Y va

debajo de la piel gruesa. Hay otra película más de frío, ésta está en los huesos de los

hombres. Es la envoltura que los hace caminar de regreso a casa. Es una envoltura de las

altas horas, donde nunca hay un alma en las calles. Y todavía está esa corteza del alma

—que es una gran carga para vivir la vida. Pese a que su tela es la ropa más fácil de

zurcir.

Cuando era alumno Timme anhelaba desnudarse en el pasillo central de la

iglesia. Hacerlo y cerrar los ojos a causa del placer. Sacar las piernas de los pantalones

de franela gris. E ir perdiendo el equilibrio ante los ojos de dios. Y después, tan desnudo

como en un baño de río escondido, no necesitar más ropas, dejarlas encima de los

zapatos. Era tanto para soportar y soñar que él, Timme, o cualquiera en la misma

situación y con las mismas emociones, no observa ya el lugar donde pisa. Se descuida

de arribabajo qué se piensa. Qué se tiene y, también, se ha perdido. Descuidar lo que se

ha perdido es la memoria queriendo descansar. Timme no deseaba desnudarse, algo así

como, ante los ojos de dios, sino sentir respeto. Pero respeto se le hizo de pronto como

la noche que ilimitada que cruza. Timme estaba dentro de ella con los ojos abiertos. El

respeto obliga a mantener los ojos abiertos porque detrás está lo ilimitado.

El sacerdote sigue semidormido en la espera. El sol filtrado por los vitrales

tiembla sobre los dedos enlazados. Entre tanto siempre hay niñas para ver tan aburridas,

tan pasivas, que son capaces de aceptar el pecado del sexo en la duermevela del

sacerdote. Niñas sacadas de la cama, vestidas y ajustadas con una hebilla, con costras en

los párpados y sin haberse aseado las caras. Niñas tan quietas como el cascote. Hay

tanto para limpiarse de la nariz, carraspear, y pedir limosna al sol ahora que ingresa

aplacado por los vidrios. Es tanto

168
encerradosumergidosofocadoypuestoenpreciorápidamente. Tanto decir sí y sí. Y desear

comer. Comer tres veces seguidas sin parar. Y después de abandonar las ropas sobre los

zapatos, y tan desnudo Timme, entonces, arrastrar el sexo furibundo sobre el

embaldosado del altar. Luego el de la sacristía, revestida de ojos de madera. Y,

cruzando el patio lindero de la escuela primaria del sagrado corazón, subir la escalera

hasta los dormitorios sulfurosos de los sacerdotes alemanes. Envolver, enteramente, a la

severa, rubia, jugosa santa Úrsula de yeso. Que el cura más viejo trajo en una valija de

cartón. Desde la natal Regensburg. Llegar a esas habitaciones con el gollete del pene

inflamado. En el espejo redondo para afeitar mirarse. Ver a Timme. Luego salir, titubear

y hallar enseguida la puerta abierta, y adentro, entonces, golpear con seca sonoridad su

miembro sobre la mesa de la cocina —y mientras tanto la empleada doméstica, con el

cabello negro como la tinta, el cutis blanco, el cuello encarnado, ha esperado sentada

con su vaho a fruta ablandada y agria. Y del mismo modo que el mal llama al mal,

entonces la fruta llama a la fruta sin necesitar una boca. Ni oídos. En el atrio el cura

dice, “Timme, los suecos no son católicos.”

Timme entrecierra los párpados, la limosna del sol es una cáscara tibia sobre los

ojos “Por eso cuando sea grande voy a ser anarquista.”

El cura más viejo se reía, “estoy seguro.”

El cura más joven repetía las preguntas del más viejo. “Quién te enseñó alemán

Timme.”

“Mi abuela materna”, decía y era su respuesta más alegre, “la abuela anarquista.”

Timme era apenas una peladura de caña endeble y de diez años.

“Los anarquistas no son católicos Timme.”

“Por eso, como dice mi abuela, cuando crezca vamos a expropiarlo, padre.”

El cura más joven prefiere un lado del altar a esperar en el atrio.

169
Los pensamientos del cura más joven también vuelan. Vuelan como papel

quemado. Sus venas se queman con pulsos de parpadeos brillantes. Cuando su amor a

dios se transforma en terrenal, entonces la lascivia guía al sacerdote más joven.

La hora de la misa es sagrada. El reloj lo dice.

Las manos sobre el vientre sacerdotal más viejo que se alimenta de todo. De la

bella Regensburg. La latina, la germana. Y de los guisos insuflados de chorizos

colorados y porotos rojos aderezados por la empleada doméstica. Morcillas, de hermoso

color del diablo. Sangre del diablo en el aire de los tomates que la empleada alinea

sobre la tabla de madera. Porotos negros, bellos a granel pero no de forma individual.

Agua salpimentada de remolachas. Nabos y pepinos frescos en crema. En leche agria

para crema agria. Crema de medio punto para las tartas de las tardes. Crema del diablo

blanco, blanca, que hiende el interior del miembro, del completo paquete genital

lampiño, igual de terso que un zócalo celestial. La piel blanquísima de santa Úrsula, sus

tobillos como coronas de agua fresca.

Una vez Timme dibujó alrededor del ombligo de Nadia un círculo. “Qué es”,

dijo ella. Timme se quedó estupefacto. “No sé”, dijo.

El cura más joven ve el comienzo de la misa en su reloj.

La empleada puede, durante esa hora, cocinar el almuerzo y no asistir a misa. Un

domingo por mes el cura más joven no almuerza con ella. Es el domingo más callado de

todos.

El cura sabe que su iglesia no huele más que a ranas, pescados de barro y bodega

de vinería. Y que los carboncillos de incienso sólo brillan tres veces al año. La virgen no

puede levantar las manos por encima de la cabeza del niño. Ni al comenzar la misa ni al

dar la paz final el sacerdote. Pues el niño que está en sus brazos jamás duerme. Sonríe

como si recién lo hubieran alimentado y levanta los dedos regordetes. Las uñas duran

170
cortas todo el año. La gente acude a misa sin que los bucles castaños del niño le

importen mucho. El niño es como un faisán desplumado. Los labios son pequeños, de

forma de corazón. Los dientes son del esmalte más blanco, con una gota de azul para

volverse blanquísimos. Las plantas de los pies están tan limpias que jamás tocaron el

suelo. Las rayas del gancho artesano continúan allí, porque él, el niño, sólo se sienta en

brazos de la virgen.

Los pies de la virgen son demasiado menudos. Parecen aquellos que las niñas

aburridas balancean muy por debajo de las rodillas flacas. Pero son parte de su dulzura

virginal. Los pies de la virgen jamás podrían caminar rápido. Menos aún correr o bajar

de la delgada medialuna que pisa. Tampoco podría atrapar a un niño travieso que

escapa.

“A la virgen le pusieron pies de geisha”, dijo Nadia y la otra maestra se rió. “O

virgen o tintorera de José”, dijo la otra.

El yeso asoma aquí y allá. Y los pequeños huecos en su superficie caliza son

esferas vacías. La virgen y el niño tienen los ojos pintados, y los huesos constituidos de

organizadas burbujas. Ellos también, aunque sin pasar hambre, son miserables y están

degradados. El verano anterior, cuando refaccionaron las paredes de la iglesia y

blanquearon los nichos de las imágenes, pusieron todas las figuras en el patio. Bajo el

cielo corto, entre la sacristía y la escuela. El cura más viejo se hacía llamar Arnoldo y

oficiaba las misas, mientras el más joven llevaba días sin afeitarse. Un día se soltó la

camisa y se sentó a fumar y observar a la madre y el niño.

Regresaba todas las tardes. Desprendía su camisa y miraba crecer la noche. Los

labios del niño no podían besar el cielo y los dedos voluminosos señalaban el este seco

y despejado. El cura extrañaba los tilos umbrosos y las flores más persistentes de la

mañana. Su espejo de afeitar se había roto en las manos de la empleada. Y su nuevo

171
espejo poseía una ondulación que deformaba el tercio inferior sobre los labios. No sabía

afeitar a otro, sólo a sí mismo. Cuando se crece entre bosques las lágrimas brotan de

pronto cuando los días son más oscuros.

Arnoldo le repetía durante esos días, “Sobre todo siempre es mejor ser hombre.”

Como se lo decía en alemán, sobre todo quería decir antes de ser sacerdote. Arnoldo

sabía más de la piedad que del sacerdocio. Pues a él le brotaban las lágrimas ante los

lechones asados. Bebía con un nudo en la garganta. Y al final tomaba las servilletas de

papel. “Así no se resecan las ostias”, decía. Sonreía y saludaba a los presentes.

Las imágenes de yeso no parpadearon siquiera ante las lágrimas del cura más

joven. La barba crecida comenzó a oler a aguardiente de cerezas alemana. Entonces una

tarde después del llanto Arnoldo le enjabonó la cara. Ni uno ni el otro dijeron palabra

alguna. El más viejo usó su propia navaja. Lo afeitó hasta la comisura de los labios. La

piel crepitó hasta las patillas. Luego hasta los ojos y la base del cuello. Debajo de la

nariz, el cura más viejo, le dejó un prolijo bigote. Las lágrimas cargadas de ideas no se

llevan bien con los bigotes abocados sólo a brotar. No llovió ni un día hasta que los

pintores guardaron nuevamente las representaciones de yeso y alambre.

Sobre el techo de la iglesia las palomas anidan en pandillas hambrientas. En lo

alto de la nave hay tragaluces donde las sombras de las palomas no tienen forma de

palomas. Sin embargo los aleteos chasquean. Los labios acuosos de los asistentes se

mueven y la luz oblicua transita por el embaldosado y las peanas. A causa de los gorjeos

y chasquidos los feligreses saben por fortuna que ellos no son las palomas.

En misa, debajo de los pensamientos, se respira a hurtadillas. Y esos

pensamientos son tan ajenos a las cabezas que ya están, veloces y de nuevo, en casa. Sin

creerlo, el cura llama creyentes a los asistentes sentados en los bancos de madera. Y allí

sentados, la misa los reconcilia con su mal privado, porque no pueden ser distintos de lo

172
que son. Sentados o de pie, están a medias. Una parte lucha tanto, y la otra es tan débil,

que no quieren permanecer unidas. Los hombres sufren por ello y porque no pueden

dominarlo. Las mujeres lo aceptan con el corazón que es el segundo bazo, sin necesidad

de emborracharse. La parte débil de los hombres las golpea, la fuerte se emborracha

porque debe soportar el sufrimiento de su culpa. Cuando sufren tanto se vuelven

débiles. Sin embargo las mujeres se dan cuenta que las personas y acciones no son

blancas o negras. A este tipo de hombres débiles en el pueblo se los llama infames. Pero

nada más porque existe un tango que todos conocen y se llama infamia.

173
El pago

Al mediodía el cura cierra las puertas.

Deja a las palomas. Luego parte. Con cada paso la sotana se balancea como la

corteza de un árbol. La mirada astuta y llena de petequias, por las tres misas

adormecedoras, está enterrada en la frente. La mañana ha entrado por completo en los

ojos de todos. El día más callado está a punto de acabar. En las fachadas de las casas la

vida parece no tener un final estrecho para la vida estrecha. Sino sólo encerrado.

Quienes lo cruzan por la calle le dicen padre. Y vuelven a saludarlo a lo largo del

recorrido. Lo saludan aún después de haber comulgado más temprano, entonces

tuvieron la lengua rígida y la boca enjuagada de pasta dental. Pero él no camina más allá

de seis cuadras hasta su destino. En algún momento de la caminata siempre lo ataca un

acceso de tos de fumador. Los gatos se apartan de su sotana. Pero en especial de la pun-

ta redondeada de los zapatones clericales.

La mujer del capitalista de quinielas es baja y locuaz. La carne le cuelga atrás de

los brazos y crea un gran hoyuelo justo encima de cada codo. Cuando pasa los brazos

sobre las cacerolas atrapa el vapor en las axilas. El pellejo pende entonces como un

buche de ave de gallinero. Sin embargo en ese lugar los poros no muestran demasiada

vida. Exhibe manchas pardas y menudas. Enrolladas como flores tela.

El capitalista de apuestas, el comisario y el cura desembocan en mitad de la

borrachera antes de que la mujer les sirva la comida. El hambre los expulsa a medias

antes de dormirse del todo. Y mientras aguardan sostienen los vasos con los fondos

teñidos de rojoazul. Una vez por mes los tres hombres se sientan a comer juntos. La mu-

jer siempre se eleva sobre unos zapatos altos. “Estoy más suelta acá arriba”, dice.

174
“Quedate ahí entonces”, dice el marido. “Mis ojos no son altos.” Los armarios de la

cocina se le acercan a la mujer gracias a los tacos.

El capitalista provee los alimentos para todas las reuniones. Cada comida es

motivo de conversación acerca de alguna otra comida. Las comidas anteriores y las

futuras se confunden en las cabezas de los tres hombres. La mitad de la culpa de esto

está en la borrachera. La otra mitad, proviene, aburrida, de la memoria. Los corderos

caen como sonámbulos dentro de los lechones, los lechones dentro de los chivos, los

fibrosos chivos en las fofas terneras y las terneras necias no saben más que caerse

dentro de sí mismas con ubres rellenas de farsa fría conservada en la heladera. Las

liebres jamás llegan al otro lado. Sin piel, grisvioláceas, mecen sus cuartos traseros. El

alambre les atraviesa las mandíbulas. El capitalista de quinielas no sabe qué hacer con

las pieles. Por tanto, el cura las toma. Las acaricia con suavidad, igual que a estolas.

Alguna piel tapiza el pesebre de navidad. Y el recién nacido y los padres transpiran en

verano. Los animales comparten pelaje con la liebre. La empleada del cura arma con

hilos encerados unos felpudos de pieles de liebres para el baño o para bajar de la cama.

A todas, con esmero, les corta las patas.

Cuando la borrachera los abate, no se miran. Tampoco distinguen cómo seguir la

conversación sin el apoyo de la mujer. “Habría que tapar a las liebre como a los

muertos, así no se asientan las moscas”, dice sin abandonar sus ollas. La memoria de

todos en el almuerzo cose con errores, pero sus puntadas son todas verdaderas.

Nadie en el barrio conoce de qué hablan los tres hombres. Por eso todos se

convencen de lo que oyen de boca de los otros. El último en emborracharse es el cura.

El alcohol le decolora la terminación del bigote. La grasa de los embutidos es más

espesa que el humo de los cigarrillos, y todos tienen, en los maxilares, el final de los

dientes pastosos. Los buches de alcohol les ponen los ojos cristalinos. Les deja las bocas

175
correosas por dentro. “Con tanta comida y tanto hambre en este país ningún policía

puede inspirar respeto”, dice el cura. El comisario sonríe. La mujer se ríe. Carraspea y

pide un cigarrillo. El comisario le lleva uno y prueba la comida. Sus labios eran tan

cortos que no le cubrían los dientes. Mastica con boca de caballo.

La hija del capitalista y Nadia cuando eran unas niñas hacían tortas con la tierra

de los maceteros. Colgaban mantas en el patio para separar la cocina del dormitorio.

Valentina cocinaba arena mezclada con los caparazones desmenuzados de caracoles de

jardín. Les echaba agua caliente y las tapaba con hojas de plantas de rabanitos. “Así no

sé hace Valya”, decía Nadia de cualquiera de las comidas. Valya amasaba de nuevos los

mazacotes. Nadia les agregaba flores hasta el inicio del invierno. También lombrices y

la caca ovoide de los perros pequeños. Con barro hacían una cruz por año para Cristo y

para decorar la pared. Como Cristo permanecía en un lugar vacío le agregaban dos

lentejas como ojos. No encontraron ojos más claros. En la escuela se sentaban en el

mismo banco, y las misas cantadas en latín las alelaban.

Valya tenía ojos celestes con el exterior del iris incoloro que le hubiesen ido

muy bien a Cristo. Cuando crecieron uno centímetros, ningún objeto al caer lograba que

ellas se inclinasen a recogerlo. Mantenían la espalda tirante y las piernas enganchadas a

los hombros cuando caminaban. No pasaban los trece años y siempre, estaban

enamoradas. Valya miraba a Nadia y decía “sos hermosa”, Nadia miraba a Valya y

repetía “sos hermosa“. Shura las miraba como si el idilio fuese una gran estupidez y

sentaba a su muñeca negra con las piernas abiertas en alguna maceta y bufaba. La cruz

había perdido un ojo verde después de la última tormenta. Como no había cuerpo de

Cristo a Shura la cruz le resultaba un utensilio de lo más inútil. Y desde que había

perdido una lenteja la llamaba la cerradura. “Mi negra al menos tiene ombligo”, decía

Shura.

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El amor, a Nadia y Valentina, las abrumaba con cebollas, en la médula de las

zanahorias agrias, o en el muñón reseco que quedaba en la base de los tubos de lápiz

labial. Después de almorzar querían dormir para soñar y no tener que esperar hasta la

noche. El amor las carcomió sólo porque ellas deseaban que el amor las oyera hasta el

fondo. Y lo primero que les enseñó el amor es que la vida no es la búsqueda de un punto

de inicio para el amor. Sin embargo Nadia temía que la muñeca gitana de su madre la

privase de conocer el verdadero amor. Que la mansedumbre diurna de la muñeca gitana

le quitase el amor nocturno para toda la vida. La muñeca gitana era más poderosa que la

virgen. También más colorida y bonita. Nadia no podía tocarla. Shura la tomaba de su

lugar y la observaba de cerca. Valentina se ponía en puntas de pie. Desde arriba de los

hombros de alguna de las dos hermanas observaba a la muñeca y desconfiaba. “Qué

gusto tiene en los labios” preguntaban Valya y Nadia. Los ojos negros de la muñeca

miraban a las tres al mismo tiempo. “Es como una piedrita de sal, así”, dijo Shura.

Todavía hoy, en las macetas del patio del capitalista de quinielas, pasada la

claridad verdosa de inicios de primavera, florecen con violencia los demás colores. Y

aún también unos enanos esmaltados se agolpan encima de las baldosas. El aire del

puerto los impregna, y les ha corroído los gorros rojos y azules desde hace años. Los

ojos han vuelto a ser herraduras igual que antes de que los colorearan. Los enanos llevan

sus manos al pecho o sobre los hombros. No brillan en la oscuridad y las risas barbudas

suenan sin los revestimientos. El comisario y el cura los atraviesan con las glándulas

salivales saltándoles en la boca. Allí el olor a comida ya es tan grueso que se puede

masticar.

A la mujer del capitalista jamás le gustaron los enanos que están parados en su

patio. Los abandonó enseguida. A ella sólo le preocupa el interior de la casa. Para el

capitalista ya hace tiempo que los enanos sólo importunan el paso. Y la madre de los

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enanos ha venido a llenar los insultos de la boca de la pareja. Aunque los enanos

siempre lleven la risa abierta como el capitalista. No obstante, es su mujer quien

permanece de invariable buen humor.

La hija del capitalista y Nadia jugaban a celebrar misas, unos enanos de yeso

eran la virgen y el niño, y un dúo, santos intermediarios. El resto, feligreses. Shura era

el monaguillo, la confesada, el sacristán, y además una que no tenía el menor miedo a

las muñecas embrujadas. Los enanos eran de fiar como no lo era el fervor oculto de la

muñeca gitana. Cuando los enanos empezaban con flores blancas y menudas en sus

macetas, durante la misa se derramaba tierra. Sin proponérselo se llevaban entonces la

tierra en los zapatos. La tierra entraba en las casas y se trasformaba en una bofetada.

Shura sólo recibía una buena sacudida por los hombros. Por un rato le quedaba el

ombligo desnudo hasta que alguien se daba cuenta y se lo cubría.

Al comisario el cabello castaño oscuro le arranca demasiado rápido sobre la

frente. Y luego se le retuerce hasta la coronilla. La gorra no se lo aplasta, marca un

borde alrededor de las sienes. El cura, más joven y rubio ha encanecido y, después de

los primeros vasos, su pelo corre cada vez más áspero por el cráneo. Lo colma de dedos

y del marronrojizo de la morcilla fría con pimentón. El capitalista también es rubio, y se

estira el cabello haciatrás con fijador. Sus cabellos son más finos que hebras de hilo. Y

la piel encima de los ojos también se le estira. Pero cuando terminan de comer, a

ninguno les caben ya los ojos en las frentes, pues sudan y regurgitan. Echados en los

sillones apoyan los ojos arratonados sobre la cúspide de los estómagos. Han guardado

con descuido poco lugar para sus corazones. Éstos martillean aprisa. Entonces los tres

hombres se quedan plagados de lentitud. “La merluza susurra, el salmón salta, la

corvina tropieza”, dice el cura, “así aprendí a hablar español y me gusta la palabra

laburar.”

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“Castellano, alemán bruto”, le dice la mujer del capitalista de quiniela.

La mujer del capitalista apoya la cabeza en una de las manos durante la

sobremesa. Su marido se ha abstraído. Después de alimentarse y beber los hombres se

vuelven abstrusos para sí mismos. Al cura su acento se le cierra aún más contra el

paladar. Y sólo él habla. Por momentos canturrea. El comisario se encuentra feliz de

tener compañía y se le enredan los dientes de la sonrisa en el cabello. Pero siempre ese

domingo del mes abate al capitalista. Sentado en la cabecera. Permanece melancólico

como si hubiera comido pura cenizas. Sus ojos se asemejan cada vez más a los ojos

diluidos de sus enanos. “Qué suerte tengo, sos otro que quiere hacer de mí marido”, dice

la mujer. La voz se le queda alrededor. Nadie la escucha. “Ahora nada más te falta ir a

misa con ése”, le dice su mujer. En invierno, la noche ya baja en el puerto cuando se

sirve el café. Ella siempre supo qué le pasaba por la cabeza a su esposo. Mientras los

otros dos hombres se conformaban, cada uno, con no saber qué quedaba enterrado en las

suyas. El cura por causa del bigote, el comisario por oficio. No obstante, los pocillos de

café siempre se les quedaban cortos para pensar. Al rato los tres pedían más.

Cuando los días son más pequeños la calle del puerto pierde los contornos. Y las

esquinas pierden enseguida los extremos de las calles. Antes de irse a cenar el comisario

todavía visita el prostíbulo que está pegado a la casa del capitalista. También cuida de

que prospere. Y bebe ahí la última copa. Un hombre se la sirve y se queda con los ojos

entornados y la botella en la mano. El vidrio es grueso.

La mujer del capitalista fuma apoyada en la mesa mientras los hombres

cabecean. Pese a que ellos están atiborrados aún los rodea el lugar del hambre sobrante.

Ella levanta los platos. “Y ahora los señores van a cagar como hipopótamos, no”, dice.

“Mejor deberían llorar tanto como hablan antes de comer.” La mujer se responde sola y

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se ríe mientras lava en la cocina. “Tenés suerte” le dice el comisario al capitalista. Los

tres tienen los pelos empapados hasta las raíces.

Detrás de la melodía que lleva el cura anda el vacío. “La suerte tiene la lengua

roja”, dice el capitalista, murmura transido como un hombre santo.

Con la bandeja del café la mujer del capitalista ha traído unas copas de licor que

su esposo llena. El líquido se acomoda pesado, es de color nogal. Después el hombre

pone unos fajos de billetes al lado de las cucharitas de los invitados.

Desde que los argentinos han cambiado el valor de su moneda el fajo es más

pequeño. En uno de los lados de los billetes del policía un óvalo blanco está escrito. “La

gente tiene que aprender a comer de todo”, y se guarda el fajo.

“Me gusta lo que hago”, dice el capitalista. Pero sus ojos no pueden ser más

sombríos. Ni su mujer sabe ahora a qué se refiere. “No hace un año que murió Perón y

ahora todos son peronistas de juguete”, dice el cura. Se baja los cabellos. Pero se erizan

de nuevo. “Qué se puede ser para ser una persona decente en este país si no radical, yo

siempre fui radical”, dice el capitalista —las paredes los oyen mientras parpadean con

las luces del techo.

Los dos hombres se palpan los billetes en el bolsillo. Y siguen revisando sus

pensamientos con café y humo. “Los argentinos son unas personas extrañas, pese al

tango hacen lo contrario, sólo viven para olvidar”, dice el cura.

Una vez que los billetes realzan su lugar en los bolsillos las horas han dejado de

entrechocarse con las tasas y se separan. Los hombres inspiran hondo y aguardan

sentados en sus sillas. Afuera, el viento toca a su propio fin entre las ramas.

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El camino ondulado y la rana

Después del arroyo el sur se torna alto, y prolifera encerrado.

Allá, en verano, bajo los árboles, los niños son pocos. Crecen desnudos. Juegan

en claros de tierra color canela y se mantienen cerca de sus madres. Ellas lavan todas las

prendas con la misma agua enjabonada. Al terminar arrojan el agua sobre la tierra.

Alzan polvo. Porque aún no alcanzan las vides con las manos, los niños comen los

racimos que caen al suelo. Comen los que bajan con palos. O los que simplemente les

dan otras manos. Las uvas son más pequeñas que las uñas pequeñas. Y que los tábanos.

Los niños quieren gozar en la ribera de una libertad de la que nadie se dé cuenta. Por e-

so andan a escondidas en la espesura.

Luego de comer los racimos, a las tripas no les gusta guardar silencio.

Cuando les llega el momento de tornarse transparentes los viejos amanecen

muertos.

Los encuentran tirados encima del último paso. En la línea de la maleza. O se

desploman entre las gallinas. Si caen en la huerta de tomates tardan en verlos. El día les

ha pasado por arriba y ha llegado la hora de comer. Pero siguen sin encontrarlos. Los

tomates maduran. Como a los niños, a los muertos hay que buscarlos para que coman.

Temprano, después de verlos sobre la cama, los niños se van rumbo a la escuela.

Alguien hierve menta y eucalipto. Los niños piensan que es el té para la visita de la

muerte. Si es verano se quedan sentados donde los mayores les ordenan. Pero se cansan

rápido y se levantan.

La vejez hunde la cara alrededor de la nariz, antes de que la muerte sople el

vapor de menta. Saca los mentones, lustra los temporales hasta dibujar las venas más

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internas y tenues. Los niños observan las orejas del muerto y se preguntan si ahora

puede oír cómo afuera las uvas se hinchan bajo sus pieles.

El agua pudre los granos de maíz en invierno. El hedor dulce se forma en la

boca. Y sin darse cuenta las personas empiezan a salivar o a sonarse la nariz. Sin

embargo en las gallinas no mengua el hambre.

Timme tiene los ojos cerrados.

En los ojos todo está en negativo. Lo recóndito brilla iridiscente, pero sin ser

asequible de ningún modo. Es mejor oír la brisa.

Los sarmientos desprovistos de frutos crujen. Las hojas negras se aplastan contra

la tierra invernal. El resto de la vegetación se oprime y sofoca sin parar hasta la ribera.

Todo el año se estrangula con sus tentáculos verdes. Y no se detiene ahí donde el agua

chapotea. El sol de invierno tiene cuerdas y raíces blancas, y siempre está quieto. Se ha

enfriado delante de Timme

Las casas ribereñas se levantaron distantes unas de otras. Hay pocas entre ellas

que llegan a aproximarse en desorden. Son ranchos de chapa y madera gris. Elevados.

Cuando el viento arranca al río de su borde, el agua fluye bajo ellos. Los pilotes negros

nadan como animales.

Timme piensa que no hay nada más pobre que ese agua y el maíz podrido.

Está sentado delante de la puerta. Los ojos cerrados tienen caracoles de mar en

las orejas. El viento con manchas verdes susurra.

Una casilla con espacio para la cama, una mesa pequeña y la silla. Encima se

fustigan las ramas. El cielo es mínimo y bordado. Y no crece con la luna. Timme tiene

una radio dentro de una funda de cuero marrón y una linterna sacada de destilería.

Anoche durmió en una bolsa de campamento que le trajo Teo. Se iluminaron las caras

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con la linterna. El viento por la noche estuvo invadido de paredes. Sin embargo Teo y él

murmuraron.

Apagaron la linterna y se mantuvieron callados un rato. Después prendieron

cigarrillos. “Te traigo algo”, preguntó Teo. Timme movió la cabeza en la oscuridad. Teo

siguió fumando. “En la cochería del turco que se quemó había dos muertos en

depósito”, dijo.

“Y qué pasó.”

“Los enterraron quemados.”

“Y el turco”, preguntó Timme.

“Lo cuidan, lo guarda la policía. No duerme en su casa.”

Timme se echó aliento en las manos. La linterna fulminó dos paredes de la

casilla.

“Encontramos al policía que mató a Catalina”, dijo Teo.

“Hace un mes vi a la madre.” Después del cigarrillo Timme se quedó solo.

Alrededor de la luna unos círculos flotaban como nenúfares. Él estuvo muy quieto,

oyendo el viento. Mantuvo las manos entre los muslos apretados. Las cicatrices de la

planta de los pies eran más pesadas de noche. Y los riñones se le colgaban de la co-

lumna. Arriba de la bolsa para dormir se echó una manta de ferrocarriles y se quedó

aletargado adentro de las ropas. Olía a moho. El sueño llegó veloz, como una cornisa

negra.

Las noches siguientes las pasó con las pulgas.

Entonces el invierno le pegó a Timme las costras de las picaduras —y la orina

perdida encima de la piel. Muchas veces orinó hilachas de sangre en la tierra. A veces

vellos de sangre, sangre de púas. Marrón, interrumpida. Amarillenta.

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Detrás de Timme hozan dos cerdos. A los tres el sol matinal los empolva con su

almidón. El viento todavía anda en círculos con los árboles. La tierra va y viene

entretejida de delgadas raíces. “Para el cerdo el hocico es su tesoro”, dice el dueño de

los animales. Del otro lado del camino está su casa. Cuando el abuelo de los ucranianos

dejó de viajar hasta allí él siguió bebiendo solo y criando sus cerdos. Ahora se ven

cuando él viaja hasta la casa del amigo en verano. Entonces ata a los cerdos como a

perros. Pues los cerdos cuando ellos quieren llegan hasta el río. “Qué puede tener para

los ojos de los cerdos ese lugar”, dice.

Timme tampoco lo sabe.

Timme creyó que, después de despertar, en el primer pensamiento estaría Nadia.

En cambio, no supo qué pensar. La tierra le congelaba el aliento y una mejilla, había

unas bayas marronrojizas y pasto —pero no era un pensamiento. Durmió casi rozando el

agua. Como si el agua fuera tierra. Un madero de durmiente apoyó la frente en su

mejilla. Era tan semejante al vidrio de una ventanilla que Timme se esforzó por

despertar. No quería pasar de largo su parada. La llovizna lo metía en el sueño. Se

restregó los pies. Crepitaron como pajas de escobas.

Todas las camas de la sala se zarandean con los giros de los internados. Cuando

se emborracha a veces Timme percibe los pies redondos antes de dormirse. Ahora no

sabe si están flojos como luego de un baño caliente. No puede encoger las piernas. La

cintura se lo impide. Encima de su cabeza la luz pesa. Es una cortina mojada. Una mano

descorre la cortina. Metidos en el sol los dedos son negros. Timme olvida unas pocas

habas en un plato. La mesa es cada vez más grande detrás de él. Abajo está su miembro

helado y sin oscilaciones. Una sonda le sale de la uretra hacía un costado de la cama. Su

cabeza está callosa, verde y ácida. Oye caer un haba. Por encima pende, haciabajo

oscila, el peso verde. Oye rebotar voces minúsculas y abatidas. Dormitó varias veces.

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Nadia dijo que el amor no tiene ley. Un delgado torrente arenoso, más tarde, escapó por

el tubo que vacía la vejiga. En otros momentos Timme pasea los ojos por el cielorraso.

Le castañetean los dientes. Timme se encoge dentro del sueño. Cuando es bastante gris,

una lluvia de semillas de amapolas lo duerme. Nada le carga demasiado los

pensamientos.

La enfermera puso una mano helada en la frente. Timme dijo sí con los ojos

cerrados. La enfermera dijo “no te voy a besar.”

“Tuviste suerte de que no te arrancaran los riñones, pero la cabeza la tenés bien

dura.” Entonces apretó la vejiga de goma y el brazo de Timme se rodeó de incontables

picotazos.

“No te van a dializar. Sabés qué es”, pregunta, “vas a orinar sangre todavía”.

Timme ve recién que la mujer es muy negra y azul. Los ramos de venas surgen encima

del dorso de las manos más oscuros que la tinta. Timme siempre se sintió inseguro cerca

de alguien negro.

“Tenés la presión arterial de una rana”, dice la enfermera. Timme no responde,

no quiere hablarle. Recién nacida, la rana flamante es apenas una bolsa acuosa.

“En la planta de los pies te hicieron dos cruces dobles. Como las de jugar tatetí,

así que no te arranqués las vendas, los cortes estuvieron llenos de tierra.”

“Y no marcaron las jugadas”, peguntó Timme.

“No sé.”

La sala brilla porque el sol aún no se ha empinado.

Timme siente a la rana andar dentro de su vientre. Una rana fría, de ojos grandes.

Ha crecido raposa. Afuera todo es más blando de lo que él ahora puede soportar.

“Te encontraron unos trabajadores de ferrocarriles, alguien te robó y te tiró

medio desnudo cerca del empalme de O’Gorman. El día que llovió. Eso dijo la policía.”

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“O’Gorman”, dice Timme.

“Sí conozco el lugar porque por ahí jugábamos de chica hasta que nos mudamos

por Entrevías.”

“Sé donde es”, dice.

“Ayer vinieron unos amigos tuyos, ellos avisaron en tu trabajo, y también a un

doctor de afuera del hospital. Un doctor que no parecía doctor.”

“Vino mi mujer”, preguntó.

“No, no vino ninguna mujer.”

La rana se escurría también por el contorno salpicado del corazón. Y con la

lengua se llenaba de insectos hasta volcar los ojos. Iba atenta a su existencia. Pues podía

ser aplastada en cualquier instante. La rana de un hombre es cobarde si sólo consigue la

protección de los juncos.

En el hospital, la piel gruesa de la leche hace que Timme eructe la respiración

ácida de su rana. Ella erra hasta el agotamiento y se duerme. Los ojos verdes brillante se

opacan. La rana despierta en la oscuridad y bebe de un pozo que gira. En el pozo no hay

luna. La rana de Timme bebe sangre. El padre de Timme deja el plato de habas delante

de la silla y Timme las come todas. “Nunca escupas a una persona, sólo los judíos

escupen”, dice su padre. El otro plato con habas arrugadas ha quedado en el mismo

lugar. Pero la mesa ha cambiado. No tiene cuatro esquinas. Sólo tres. El padre está en el

patio. Dice “no escupas”, la boca es como el pozo, pero la rana del padre es diferente. El

sonido que emite es hollín. Hay más polvo negro que aire. Timme está encaramado en

la punta del asta. La enfermera negra levanta una pata laxa de la rana de Timme. De

inmediato la suelta. Timme no quiere que la enfermera toque a su rana. Quiere que

llegue su abuelo para que su padre no diga más frases católicas. La rana abre los ojos y

escupe a la enfermera negra. Dentro del marco del cielo gira el pozo. La rana resbala

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haciabajo. Intenta tomarse con los pies. Llega hasta el agujero del culo, pero no sale, da

la vuelta y encuentra un recodo donde dormir. Entonces duerme.

Todos los días, las mañanas se hacen más desoladoras. Hasta después de que las

luces son apagadas la sala despide olor a gallina o sopa hervida. Al despertar el sexto

día Timme se viste enseguida. Siente las piernas como láminas de algodón y escapa

andando. Nadie advierte que es un paciente porque todos ahí dentro andan con lo

puesto. El exterior del hospital Fiorito se liga con unas nubes veloces. Timme se marea.

Debe sentarse por un rato. Timme ya sabía que debía que ir a la costa del río. Juan y

Teo le habían dejado una nota y dinero entre la almohada y la funda. En la mesa de

noche de metal guardaron una radio con unas pilas de repuesto.

Bajo las nubes de la calle pensó la pregunta que la rana le había hecho durante

esos días al despertar y al dormirse, “será el futuro la mayor de las soledades.” Recuerda

que el abuelo de los ucranianos es amigo de un italiano. La nota no dice el nombre del

italiano. Sólo está reseñado, el tano rojo.

El hombre deja todos los días dos pantalones sobre el respaldo de una silla.

Están delgados por tanto uso. El de arriba es el de trabajo, el otro, es el del atardecer.

Nadie está enterado de que, en el fondo del pueblo, la selva jamás comienza en

una enramada. Lo hace de repente. Como un fuego verde que detiene el río. La orilla

hiede de forma más penetrante que cualquier colgajo acidulado de tomate en las huertas

ribereñas. En las cañas de sus tomates el italiano anuda ribetes rojos. “Rojo con rojo,

como jugar a las cartas con la tierra.” Se ríe con pocos dientes.

Camino al escondite del italiano Timme recoge unas botellas de vidrio vacías.

Desde la maleza ellas le saltaron a los ojos. También había arrancado manojos de hierba

de entre los rieles sin uso del fin del puerto y se los pasaba bajo la nariz. Era la misma

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maña que los bebedores de la fábrica de jabón llevan como un botón rojo cosido a la

palma de la mano.

Nadie sabe tampoco en Dock Sud que cuando los pájaros desaparecen del

boscaje y la selva, un halcón peregrino flota encima del follaje y las copas. Para los

hombres es un trapo en las franjas de aire caliente. El mismo halcón va de los silos del

puerto a las copas de los árboles de la costa. Y se alimenta sin pestañar, con sequedad.

Del mismo modo que la muerte, termina a tiempo su tarea. También los cerdos han

aprendido a comer las serpientes terrosas. Los cerdos las esperan afuera de la casa a la

que entran. Y se envuelven en los charcos o los cestos de papas. En primavera duermen

bajo las hojas de los tomates más bajos. Y cuando pasan de la maleza a la hierba las

serpientes suenan como el viento. Y de la hierba a la tierra como las alas de palomas.

Los cerdos reconocen el rastro arcilloso que dejan en la madera de los pisos. El italiano

dueño de los chanchos dice que las víboras ya no son más víboras, “van a las casas

porque les gusta la corteza salada del pan.” Timme revisa la casilla con asco y temor

cada vez que despierta o entra. Pero ellas nunca están —y si se duerme sin revisar

quizás un día entonces ellas encuentren a su rana. Por eso la rana se habituó a no

dormir. A permanecer alerta. Sentada sobre el vientre blanco mira a Timme dormido.

Durante la noche el dueño de los chanchos deja una luz encendida hasta la

mañana siguiente. El dueño de los chanchos es viudo, vive solo con sus animales.

Extraña a su amigo ucraniano. Por eso se dedica a hablar de pájaros que no le importan.

“Este año los zorzales se fueron más tarde, el invierno se va a alargar”, dice.

Timme se hace visera con la mano.

El hombre lleva una pala y un azadón y se interna en una arboleda. El follaje tira

hojas hasta que la espalda del hombre desaparece. Una hora más tarde regresa con el

cuello y la cara encarnados. Timme sigue sentado. Ahora el sol no le impide ver. La

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fronda criba el cielo. La mañana está desbordada por la palabrería de los pájaros de

todos los días.

Las gallinas andan sueltas. Sus caminos y los de las víboras no coinciden,

porque estás buscan sólo los huevos. Con su ojo más imbécil las gallinas miran de perfil

desde la maraña a Timme. Quieren acercarse y picotear todo y Timme las deja llegar

hasta sus zapatos. Espera y las patea. Las gallinas brincan. Tremolan las alas, sus ojos

tienen un miedo llano y vacío. El sol después adormece a Timme.

Detrás de las gallinas y los chanchos que regresan del arenal, un sauce se

desmorona encima de un galpón. El italiano fabrica allí su vino espeso. Bajo el techo el

aire es áspero y dulce. Un vino de estío que los hombres se lo echan helado en la

garganta. Porque todos tienen que apagar su infierno antes de llegar a pensarlo dos

veces. Beben y se miran las gotas robustas en las barbillas. Con su vaso lleno codician

el vaso del otro. Sin embargo nunca ven bien la cara de los demás. No quieren recordar

más rostros, voces o risas. Nada de lo que podría gritar o volar dentro de ellos debe

tener recuerdo. Beben apurados, como en un matadero.

Cuando Timme termina de emborracharse, piensa que ya es un viejo en lo mejor

de la juventud. Y se queda sin comprender por qué se mira las manos. Piensa de pronto

en la enfermera negra descendiente de caboverdianos. “Los hombres sólo son buenos

para la confusión”, le decía Nadia.

Los cerdos devoran las uvas caídas a principios de otoño —y se relamen las

comisuras azucaradas, después las gallinas picotean en la mierda de los cerdos. Pero son

los cerdos los que se emborrachan y se desentienden de la vida también con los ojos

azucarados. Los demás racimos los recogen los niños.

Cuando el río desborda las víboras derivan en la superficie gris del agua. Son tan

semejantes a ramas que pasan por muertas, y las gallinas suben a la casa del italiano.

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Los ribetes rojos atrapados por la crecida llegan a las ramas de los árboles. La rana de

Timme ambiciona los tomates sanguinolentos que flotan a la ventura con las

proporciones de los témpanos.

Una casuarina se eleva hablando sola. Bajo ella, en el borde del camino, fuman.

El italiano tiene arena gris en la punta de los dedos. Timme mueve los pies fríos. Las

cicatrices ya son cuerdas duras. La tarde le sube hasta el cuello. “Nunca tengo apuro por

volver a casa”, dice el italiano. “Sé que llegué porque me cambio el pantalón sin

pensarlo.” Por el camino ondulado otro hombre encorvado camina hacia el final

aplastado de árboles. Se saludan. El saludo, también ondulado, se aleja como una

bufanda, y ellos quedan solos de nuevo. Timme y el italiano la pasan callados. Después

de mucho rato el tano rojo dice, “la última vez que vino ese ucraniano de piedra me hizo

tomar tanta grapa que casi se nos caen todos los dientes.”

Timme quiso apoyarle la mano en el hombro. El italiano mantenía el cigarrillo

con el meñique y el anular a un palmo de los labios. Un anillo verdecido se patinaba de

humo. “Si llegan”, dice el italiano, “por la picadita al sur te vas seguro, porque no sale

al río. Estos argentinitos se pierden ahí.”

Las ranas del entorno, desde sus covachas trenzadas de agua, hablan a la rana de

Timme. La rana de Timme se ha llenado la barriga de agua plomiza de laguna y

renacuajos ciegos. Pero regresa por sangre.

“Ponete un gorro, sos un girasol”, dice el hombre.

Siguen fumando.

El italiano levantó la mano con el cigarrillo. Tiembla. “Cuando mate al chancho

tostado yo seré el único que sepa dónde están enterrados mi hermano y mi mujer.”

Timme inspeccionó el cráneo del cerdo.

En los pantalones, el viento les rociaba arena y limo.

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“Y quién te va enterrar a vos”, preguntó Timme.

Apagan los cigarrillos. Los cerdos holgazanean toda la tarde al lado de una

acequia invadida de maleza. La noche sube desde allí. Y antes de tomarse de la espalda

del italiano, éste la abandona y carga su cesto de mimbre y se va del huerto.

La oscuridad es más poderosa que el tiempo.

El italiano deja cocinarse el guiso mientras zurce una media de invierno. Entre

Timme y la radio encendida hay un paquete de velas. La cocina es estrecha y se debe

andar de costado. La gasa brillante de la lámpara de gas cruza el vidrio de los vasos y se

moja en el vino. La incandescencia resopla. La aguja también cose el vapor que escapa

de la olla pero no logra fijarlo.

Timme lleva los ojos hundidos, sabe que olvidó la linterna y tendrá que entrar a

la casilla a oscuras. Piensa también qué más se necesita para vivir en el pueblo entre

delatores y mandaderos. Pues él posee su rana, sus razones y las de ella también. Pronto

Timme, si permanece escondido en la costa el tiempo suficiente y sobrevive, será un

topo. Mitad tierra, mitad audición alerta.

“Con el italiano vas a estar seguro, fue anarquista de dar y soñar, y amigo de mi

abuelo”, había dicho Teo.

A Timme lo recorre el antojo de Nadia cada noche, cada mañana, pero Nadia no

se quita las razones como su rana. Nadia está llena de rastros, pero igual se escurre.

El comité central tampoco se desnuda de sus razones. Las inaccesibles, las

triunfales, las más groseras, las estériles, las hermosas, las de panfleto, las académicas.

Están además las razones de Juan y Teo, colectivas e individuales. Y las razones de los

riñones de Timme, del parietal y las cruces serosas de los pies. Y las razones

provechosas de la apatía —conformidad y repetición, y todas las cosas hermosas que no

sirven para nada. Timme se engaña con que anda con los pies perdidos. El camino

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ondulado no llega a ser, para él, tanto un país como apenas una rápida rutina de casas

dispersas y paisaje.

Ahora los buenos habitantes en Dock Sud invernan. Juntos. Alrededor de las

cenas y los televisores. Con los ojos, las bocas y los oídos disimulados adentro de las

latas de harina y los vasos. Creen entonces que la harina guardada es insondable como

el destino. Pues el mundo es un poco triste y sólido, y la superstición lo transforma para

los hombres en tradición. Si hacen lo que corresponde y nada más para vivir, entonces

es la usanza correcta. El destino impalpable se inclina por los panes sinuosos y los

alimentos vibrantes de los pobladores. El destino es la ley del hambre más obstinada y

más temida. El hambre les compra el silencio y la sobremesa. Entonces, muy rápido, se

pasan una uña entre los dientes por el almidón que echan a la sopa. Los pobladores se

jactan por comer cualquier cosa. Pero sólo se comen su dignidad humana. Regresan de

delatar y preguntan qué hay para comer.

En la ribera vegetal, durante agosto, las mujeres descuelgan las camisas antes de

que oscurezca. La ropa ya está firme, se le ha metido el invierno en las hebras. Y el

querosén para la calefacción deja los dedos lustrosos. Para vivir el invierno las ciudades

argentinas fingen que la muerte está del otro lado de las paredes. Pertenece a los patios

de faena y carneo. A los terrenos de los cementerios y los depósitos de los hospitales.

Los nuevos muertos no tienen nuevas fiestas —y los viejos, que usaban otros

días de fiesta, ya no los festejan. Pronto cada palabra no valdrá ya gran cosa. Será como

todo lo que atesoran y, guardado, pierde su valor. Pues cuando vuelven a usarlo lo

recuerdan distinto. Sólo lo que los hombres sacan con disimulo del puerto y esconden se

vuelve valioso para ellos. Gracias a esto no temen decir que también ellos tienen mano

dura.

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Cuando piensa a solas Timme no recuerda muchos detalles de su infancia. El

asta, la gran mesa con habas viejas. Donde guarda el pasaporte hay fotos de sus padres.

El reloj pulsera que le robaron los policías antes había pertenecido a su padre.

Ahora tiene en ese lugar la piel más clara. Apenas él entraba a la casa Nadia le decía

siempre que no llevase el reloj al trabajo. Si piensa a solas en la paliza de los policías

tampoco recuerda muchos detalles. No sabe si la rana andaba escapando de la paliza y la

enfermera caboverdiana la encontró. O nada más creció por culpa de la mujer. Los

muertos son los únicos que pueden pronunciar sin miedo palabras impronunciables.

El italiano sirvió la comida perfumada de albahaca que guardó y secó a finales

del otoño.

El plato de guiso, suavizado con crema de leche, le apagó a Timme la memoria.

El vino indignado por su propia aspereza siguió a Timme hasta que Timme dejó de

fumar.

El italiano oye dormir a sus animales.

“Yo te voy a enterrar”, dice Timme.

“Yo también”, dice el italiano.

“Cada mañana cuando me peino hay más de mí frente en el espejo”, dice el

italiano.

“Cada día ves menos”, dice Timme.

El camino ondulado está a oscuras. Como también la vegetación ondulada.

Adentro de sus tubos rudimentarios y pasadizos ondulados, y las cuerdas que apenas

palpitan, la rana de Timme mira a Timme y mira al tano. Permanece muda.

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El perro redondo

La boca de la hermana de Nadia es ancha. Ulula detrás de las perchas. Un viejo

perfume frutado brota. Se ríe frente a los vestidos viejos. “No, no”, dice Alejandra.

Nadia deambula entre el sol de los muebles. Anda con dos nueces en la mano.

Ha mirado tanto por la ventana que, cuando ésta se vuelve un rectángulo absorto, se le

queda en los ojos. La deslumbra.

“Al final no hicieron el paro, la policía no va a volver ahora a tu casa”, dice

Alejandra. Ha amontonado las ropas apiladas sobre un lado de la cama y las perchas a

los pies. Aparta los ganchos con un lado del zapato. Nadia no quiere estar a solas con

Shura. Se ha mantenido cerca de la ventana. Apartada del montón de perchas y medias

tiradas. Golpea las nueces con el mango del cuchillo más grande que encontró. “Me

buscan a mí porque saben que así seguro agarran a Timme”, dice. Esa era la causa, en

realidad, por la que había reído Shura hace un momento.

“Pueden venir acá, es más fácil, no”, dice la hermana.

“No entendés.”

“Yo no soy la inteligente, pero el farolito rojo sos vos, no Timme, él es como yo,

además sabemos que fue la policía, ellos lo dejaron tirado.”

“No es la policía a la que espero.”

Desde arriba, en la parte inferior de la ventana, Nadia había visto a la gente

suspendida de sus abrigos. Moverse sin piernas. Encima de las baldosas, y sobre las

líneas estrictas se desviaban sin darse cuenta. El sol es más débil que las manchas que

ostentan los abrigos. Y si Nadia no tiene cuidado con la lengua, las nueces siempre se le

pegan al interior de los dientes. “O al menos no van a venir de uniforme, Shura,” dice.

Alejandra sostiene una percha al lado del muslo. “No me mirés así”, dice ella.

194
Hacía un año alguien había destrozado el horno de pan. Llovió tanto esa noche

que nadie oyó más que el imperioso aguacero. Los techos de cartón se rompieron.

Una grieta dividió al horno, después hundieron un lado a golpes. Hubo que

reconstruirlo. Pero sólo un hombre se encargó del trabajo. Dos mujeres mojaban el

barro. Otras trajeron la comida y el vino para el hombre. Llevó un día completo. Nadie

hablaba. Luego, una vez terminado, tampoco hablaron.

Había un chico de ojos atentos. Tenía las mejillas machacadas y no perdía

movimiento del albañil. Cuando una mujer le tendió comida la tomó, pero salteó las

manos del alimento con los ojos. Sólo veía los extremos del pan. Abría muy poco la

boca para morder. Roía. La mujer le dijo a Nadia, “los dientes se les caen al piso cuando

se ríen.” A Nadia, la mirada del niño le recordó a Timme.

Al día siguiente Nadia vio a los más pequeños de la escuela correr esferas en los

alambres torcidos de los contadores. Todos estaban desgastados. Las bolas de madera

amarillas, rojas, verdes, azules, los ábacos multicolores habían perdido gran parte del

esmalte. Las manos de los niños, después de deslizar las bolas en el alambre

herrumbrado, quedaban rojizas. Y ponían los ojos y las bocas muy abiertas para contar.

Las maestras del jardín de infantes contaban con ellos. Nadia se encerró entonces en el

baño de la escuela y se echó a llorar.

Al poco tiempo de reconstruido, alguien metió un perro muerto dentro del horno.

Reventaba de sólo mirarlo y cuando intentaron tirar de él para sacarlo Nadia se quedó

con una pata en la mano. Casi por completo habían serruchado las cuatro. Entonces

pareció una bolsa de arpillera devorada aquí y allá por las ratas. Una de las mujeres

arrastró el hocico y a la vez alejaba su cara. Después quiso hacer rodar el cuerpo, pero al

primer tumbo se rajó el pelaje y se le salió todo el interior. El gas que expulsó les

levantó el cabello de las frentes. Ahí donde confluyen los capilares, se les enrojecieron

195
los ojos. Nadie habló y las lenguas apestaban. Una mujer se puso a vomitar con los ojos

apretados.

Nadia pudo asirlo del nacimiento de la cola y otra mujer del montón del cráneo.

Nada más el peso del pelaje y los huesos despegados arqueaban la columna

vertebral. No obstante, a ellas se les empaparon los sobacos y las espaldas de trans-

piración. Los órganos podridos eran color caramelo. Dos hombres miraban la escena

con los ojos corridos bajo las cejas. La sombra de las narices les tocaba el mentón.

Hacia el interior todavía hay más hombres sin trabajo que son invisibles. Si no hablan

las mujeres o los niños las casillas parecen desiertas. Y cuando alguien se quita las

medias siempre encuentra que tiene los tobillos azules por el frío. Las medias perdidas

son iguales al barro en las suelas.

Hay hombres que también dentro de su jornal tienen incluido manipular perros

muertos. Matar perros. Otorgar el nombre de perros a personas. Quitarles la comida a

los perros. Y coserle todos los agujeros para que se hinchen y fermenten como una masa

madre.

En la cabeza de Nadia un orillo de sol contiene a dos mujeres —a ambos lados

de ellas las casas son pequeñas, grises e indefensas. Las dos mujeres fuman. Una ha

terminado de vomitar. Creen que el humo les quitará el asco. Otras acarrean agua. Las

entrañas del perro saltaron una sola vez y se licuaron en la tierra. Pero la tierra no se las

acepta. Y el aire tampoco respira.

La hermana de Nadia agrega naftalina. “Pero si ya pasó más de medio invierno”,

dice Nadia.

Algunas remeras conservan las aureolas de sudor del verano. En cambio las

faldas de Alejandra parecen recién compradas. Las esferas blancas se deslizan entre los

pliegues. La siguiente nuez suelta gusto a naftalina en la boca.

196
Alejandra vuelve a reírse. Su nuevo novio no le gusta mucho porque le crecen

pelos en la espalda, “es como una polilla.” Cuando acaba llega hasta la cabecera de la

cama. Nadia mira las manchas y se ríe. “No me va a durar mucho, no me convencen

esos pelos”, dice Shura. Las mujeres sabían que su horno era importante, que era quizás

más importante que los rollos de alambre oxidados, los calvos y los camiones que

descargaban chapas en la entrada de la villa. Ellas se quedaron limpiando hasta la

noche.

Timme nunca se decidió a entrar a buscar a su mujer esa noche. Giró durante dos

horas bajo el farol del terraplén. Nadia vio a Timme desde lejos. La noche abrevaba

sombras. Las sacaba de las luminarias y las arreglaba altísimas. Preparaba la primavera.

La noche apretaba al puerto hacía el interior del rio. Un pájaro se movió en la oscuridad

de un árbol. Y Nadia se dio cuenta de que Timme también era un pájaro sin el asilo de

la negrura. Hubo un sonoro aletazo en la oscuridad.

Por la calle se cruzaron a la niña jorobada. Ella iba con prisa, alejada de los

frentes de las casas.

La oscuridad abría bocas en las paredes. Timme iba tan callado que Nadia lo

escuchaba pensar. Esa noche no tenía ganas de oírlo. Timme nunca entra a la villa

porque esa gente le provocaba rechazo. “No se puede sentir dos cosas a la vez y cumplir

las dos”, le dice Nadia.

Al día siguiente, después de la clase de educación física, los alumnos miraban a

Nadia con ojos raudos. Trajeron las caras desorbitadas. Apenas los contenían. Los

pantalones de gimnasia olían a tierra aguada y el aula a pajonal. Cuando el cura alemán

no podía dar la clase de religión las maestras se encargaban. Y religión, para los

menores de diez años, iba después de educación física. “Es mejor para la circulación. El

catecismo no deja que las sangre se vuelva agua de sandía”, decía el cura más joven.

197
“Simple, no quiere dar la clase,” decían las maestras. Después de la noche que

aplastaron el horno los alumnos esperaron que Nadia abriese el cuadernillo de

catecismo. El cansancio les completaba la altura que les faltaba de los hombros. Los

niños creen que dios los observa desde los pedazos de nube, los rincones de las paredes

y las ilustraciones del libro de catecismo. Nadia no puso el catecismo sobre su

escritorio. Eligió hablar con los ojos disueltos en la ventana. La maestra tiene los dientes

blancos y fríos. Las burbujas del vidrio volaban por el aire.

“Hubo una vez, en una tierra abrasadora, una gata color gris ratón. Era una gata

perezosa y de ojos rasgados. Le gustaban las estrellas, las puntas de sus pies y los higos

remojados en leche. El calor del país era obra del señor, y el este y el oeste siempre

estaban bajo el sol. La gata era tan feliz como pueden ser los gatos. Jugaba, comía y

dormía. Un día seis ratones grises se perdieron. Eran tan pequeños que siguieron

buscando a su madre, sin detenerse, hasta el otro margen del país. El gran sol, a lo largo

del camino, fue dejando ciegos a los pequeños ratones. El sol no veía lo que hacía y los

ratones no sabían hacia dónde se dirigían. Habían dejado de ver. Se agarraban con las

bocas de la cola del otro hermano para no separarse. Entonces, después de andar mucho

tiempo sin agua ni comida rebotaron contra una panza recostada. La gata vio que eran

grises y preciosos. Pero que estaban sucios de polvo y flacos como paja. Y cegados

buscaban amamantarse en su panza. Cerró los ojos y los dejó alimentarse. Así los

ratones se alimentaron y todos los días dormían entre el cuello y la panza de la gata.

Aprendieron a comer higos, pero nunca vieron una estrella. Después de haberlos dejado

sanar y crecer la gata gris ratón los devoró uno tras otro. Dónde están mis hermanos, le

preguntó el último de los ratones. Te los has bebido de mi leche, dijo la gata.”

La hija del farmacéutico lloró ahogada y sacudida por eslabones de hipo,

mientras unos niños se rieron por el destino de los ratones más boludos que conocían.

198
Los que permanecían pensativos hacían ruidos con los lápices y al frotarse el

pelo.

Una niña quiso saber qué significaba perezosa.

El hijo del sastre preguntó cuál era el nombre de la gata.

199
Blindekuh

Antes del amanecer la casa está turbia.

Las primeras piezas del día no descargan intensidad. A través de la

luminiscencia vuela el tizne de una mosca —estirado como un junco de humo. Nadia

cierra la puerta. Ya se ha dado cuenta de que Timme no ha vuelto. La leche está vieja y

grisácea. El cacharro, equivocado, Nadia lo dejó en el asiento de la silla.

Sobre el techo de enfrente los pájaros viven solitarios. La vigilan. Las plumas

resbalan calientes por dentro y heladas por fuera. Una rama apartada aletea, mientras

ellos se mantienen ensimismados.

Juan había ido hasta la casa de Alejandra y le dijo a Nadia que Timme estaba

bien y ya había salido del hospital. Alejandra tenía hígado y unas papas frías en la

heladera. Juan no cenó, sólo se quedó hablando con ellas. Cuando se fue, era tarde, los

pasos resonaban muy alto. Otro día fue Teo pero no se aguantó. La boca dudaba, los

ojos no. Le contó a Nadia donde estaba Timme. Abrió la mano y le entregó un par de

violetas y unas susanas lacias, aplastadas adentro de un papel de cuaderno. “Pero no

vayas”, dijo.

Nadia sacó a Teo de la casa “Encontraron al policía que mató a Catalina”,

preguntó.

“Sí”, dijo Teo. La miró a los ojos.

Nadia se quedó contemplando la sombra de las flores en la hoja. El papel de las

flores estaba perfumado de tierra cuando lo recibió. Ahora en la cartera era igual que

lana apolillada.

200
La madre y la abuela de Nadia hacían yogur. A ella sólo le estaba permitido

agregar la vainilla. Shura apretaba el borde de la pollera sobre la barriga. Observaba

vigilante. Sin hablar. Shura tenía una voz infantil ronca, de varón.

Nadia piensa que hará yogur cuando vuelva después de clases. No sabe cómo

hará para no sentirse sola. En la oscuridad se cambia la ropa y se va a la escuela.

A la noche vuelven a cortar la electricidad. Nadia fuma un rato en la oscuridad

hasta que enciende el farol de gas. Afuera los pájaros siguen vigilándola. Dos o tres es-

trellas imprimen distancias tan grandes en los ojos de Nadia que prefiere mirarse las

uñas. En la luz de gas todo lo rojo es negro y la leche vieja continúa gris. La leche agria

está sentada todavía. Al lado de ella. Ha puesto el papel con las flores abierto sobre la

mesa.

El farol de gas arroja contra las paredes a todo lo que se mueve. Es un gallo

ciego. Las paredes permiten a los pájaros obstinados espiar a Nadia sin necesidad de

ver. El movimiento de la sombra de Nadia aplaza lo que es de los oídos. Pues los

pájaros se ensimisman detrás de los ojos. Las ventanas ponen marco al temor de quien

está dentro. La mirada del gallo ciego no está cegada por la luz de gas brillante, sólo es

fija. Mira un punto mucho más ardiente.

En el patio de tierra Shura juega con los niños vecinos. Uno del grupo tiene los

ojos vendados. Nadia se ha escurrido del sol. Se agacha. Desata los zapatos. El amigo

de su madre le mira los muslos a su madre. Sin nubes cae un trueno y el cristal de la

ventana vibra detrás de ellos. Los cubos de hielo se golpean en los vasos. El aire choca

con Nadia. Le eriza los cabellos. Todas las palabras saltan de golpe para todos lados. Y

los vasos, después de ese momento, vuelven a las bocas. “Wie kommt es, daβ eine

Blindekuh zu schnell rennen kann, ohne zu fallen“, dice el amigo de la madre. La voz

del hombre nos es para la madre ni para Nadia. Es para sí mismo. La voz está escondida

201
afuera. Nadia sólo distingue el golpe de Blindekuh. Dice tres veces “Blin de kuh.” En la

palabra nada es ruso. “Por qué yo no tengo nombre corto como Shura”, pregunta.

“Nadia ya es lo más corto,” dice la madre. Y la acaricia. Los pelos erizados se

aflojan. Donde el niño vendado corre, el polvo sube. El suelo va a taparlo en un

momento.

El farol vuelve a todas las sombras escarpadas. Y la silueta dentro de la casa no

deja ver qué tiene delante de los ojos. Qué hace con las manos. Si acaso habla sola.

Porque delante es detrás. Y las paredes, para el que observa, están afuera.

Del mismo modo tuvo Timme delante de los ojos las violetas invernales. Aún

antojadas de sol y, a medio camino de los timbós. El recortado contorno de los árboles

iba prendido de los pastos largos. Un pastizal negro, extraño. Al pasar se cargaba de

pelusas lechosas. Los pasos enmudecían aunque los pastos se agitaban. Timme formaba

ondas entre los cardos secos y abrojos consumidos. Éstos seguían hasta el río. Y hasta el

río no existe siquiera más que un par de senderos. Abiertos por los cerdos. Los lechones,

en cambio, se escabullen todavía por debajo de cualquier matorral.

Nadia idea a Timme —está agotado de insomnio. Igual que ella estos días.

“Cómo habrá pensado en mí, cuando pensar al lado del río es negro como la noche.”

El río abierto y un matorral arenoso, en donde Timme se guardó las flores. Esa

tarde el agua parecía tener el cuello grácil. Tomó las flores, pero pensaba en los labios

pálidos de Nadia cuando ella sale de la villa por la noche. Como no pega un ojo hace

días Timme ve el violeta rojo y el amarillo gris. Entonces mete la mano en un bolsillo.

Suelta las flores. No se da cuenta qué piensa. El aire lo visita tembloroso.

202
La luna verde

Sobre la silla está el jarro de hojalata. La leche vieja se inclina en dirección al

asa. Nadia juega con su propia tristeza. Organiza la noche de Timme. Saca en torno de

él las casas. Luego lo deja sin caminos. Quita las pulgas, los gritos de los pájaros

nocturnos y lo deja dormir. Timme de pronto no puede respirar y despierta sobresaltado.

Nadia no sabe que al privarlo de respirar obliga a Timme a recordar el tecleo de la

máquina de escribir de la comisaría. Timme tiene, a todas horas, muchas cosas a la vez

dentro de la cabeza. Cuando él encuentra de nuevo las flores en el fondo del bolsillo se

sorprende. Las flores quedaron con los bordes doblados, así como se los dejó el viento.

El viento en los pétalos, la margen del río en el viento y el viento en la frente de Timme.

Timme está enviciado de noches abiertas como los pájaros del techo.

Nadia prende un cigarrillo.

Se deja el cigarrillo por un buen rato en los labios. Los ojos se le enrojecen. La

luz de gas es muy blanca. Las lágrimas ruedan por la cara de Nadia igual que encima de

la cal. Sobre los labios la lágrima le quema.

Cada orilla arqueada de los pétalos para el farol es una uña negra. Y una congoja

inexplicable para Nadia. Su misma tristeza la hace reír. Pero los ojos de los pájaros sólo

observan una sombra sin modificar. La cabeza casi toca el techo. El cabello es la copa

de un árbol. En los nidos urbanos a los pájaros los ojos se les cierran porque el cielo no

posee estrellas. Sólo tiene una luna que aumenta hasta desaparecer.

Nadia se limpia las mejillas. La nariz. Ríe. La tristeza da media vuelta. Tiene

odio. El odio da media vuelta. La tristeza no está. El vals siente furia.

La sombra de Nadia está de pie en el mismo aire enrollado de invierno. Ese aire,

afuera, curva la vegetación y enfría las casas.

203
Nadia hace el yogur despreocupada por la falta de energía eléctrica. Abre la

ventana de la cocina. Deja los potes en el vano. Los ha tapado con una delgada tela

blanca. Ve que los pájaros son más oscuros que la noche. Y que la noche está muy alta y

la vainilla huele a bazo y buche de gallina.

Cuando Nadia era una niña, y hasta que supo hacerlo ella misma, la peinaban

con una trenza larga. La trenza era rubísima y de tres espigas. Timme entonces tenía el

cuello blanco y tierno. Esperaba ver pasar a Nadia después de la escuela. Todos los

chicos andaban con su pelota, su coche, su gomera o su perro hocicudo. Timme estaba

impasible con las manos vacías. “Hoy es lunes,” le dijo a Nadia cuando pasaba.

“Y la luna es verde”, dijo ella.

Martes, miércoles, jueves. Viernes. Dos días más. Nadia tuvo unas pantuflas

rojas. Un gorro de lana rojo y cintas rojas para la trenzas como su abuela.

Todos en la familia de Timme también creían en el valor de las trenzas bien

hechas. Timme creció confiando en la belleza instituida por las trenzas rubias y las

frentes rojas que el sol abre en la piel blanca. Eran unas niñas, y en el mes marzo, la

abuela les cruzaba una guirnalda de flores a Nadia y Shura encima de las trenzas.

Las flores eran más audaces que el otoño, pero se marchitaban muy rápido.

Duraban un día en las cabezas de las nenas. La abuela las sacaba de sus macetas

abonadas con bosta de caballo y tapadas con nailon o yerba requemada. Las flores que

le cruzaban la cabeza le provocaban risa a Shura. Nadia no podía dejar de sonreír, y se

sentía radiante. A cada rato iba hasta el espejo. “Acá no simbolizan nada, sólo son

bonitas”, decía la abuela.

La trenza de su abuela era blanca y más larga que la de ella. En el extremo la

ataba también con dos orejas rojas.

204
La abuela se levantaba muy temprano y Nadia jamás la vio sin el cabello

trenzado. La abuela olvidó muchas cosas durante los años, pero nunca cómo pasar los

dedos unos sobre otros. Al pasar los dedos así, ella trabajaba la tierra, y volvía a ser otra

niña.

“Abuela es hermosa”, decía siempre Nadia. Decirlo era algo que formaba parte

del día. Decirlo la alegraba. Todas esas palabras juntas eran hermosas para ella.

“Pero la abuela Masha ya ha olvidado cómo bañarse”, decía su madre.

Unos pocos años antes de morir la abuela había tenido otro derrame. Dejó de ser

mamá y abuela y había vuelto a ser Masha. Dejó de hablar. Pero no de hacer masas,

cuajadas y conservas. Mientras hacía las tareas tarareaba canciones que Nadia y Shura

no encontraban en sus cabezas. Su madre tampoco las conocía. “Qué es eso, Masha”,

preguntaba la madre de Nadia. La abuela se encogía de hombros.

Los únicos sonidos que emitió con la boca fueron esas melodías. Ninguna amiga

de su abuela reconocía tampoco las melodías. “Las patrias también son mortales”, dijo

un día la madre Nadia. Sentía los oídos cansado. Las amigas de la abuela llenaban los

frascos de conservas y los cerraban. Olían con suavidad a alcohol. Después de separar

cada una su parte se sentaban todas juntas. Hablaban en su idioma aun cuando callaban.

Entonces Masha era igual que todas ellas. El fin del verano siempre las empujaba al

lugar más fresco de la casa. El verano había aguantado ya muchos días entre las

maderas. Crujía todas las noches. Pero el viento apenas había hecho ruido esos meses.

“Los viejos nos perseguimos la cola como los perros”, decían las mujeres. Todas olían

del mismo modo resistente. El invierno las maltrataba.

Cuando la abuela se lavaba con agua fría y jabón amarillo las axilas, los pájaros

daban vueltas. No se decidían por ningún techo. Unos pelos húmedos se le pegaban en

205
la frente. La trenza le caía entre los pechos y los tres colgaban sobre el agua borrosa.

Parecía lechada de cal.

Durante el principio de la noche los pájaros habían permanecido invisibles. El

aire los sustentaba. La vida daba entonces pequeños chasquidos que Nadia escuchaba

desde la cama. Su hermana dormía. La respiración sonaba arriba de ella, incorpórea. De

vez en cuando las patas dormidas de los pájaros rechinaban en las chapas y las maderas.

La abuela roncaba y arrancaba a la atención de Nadia de las minúsculas oscuridades del

cuarto. Luego de un rato la gran oscuridad la engullía. Pero su lugar en ella era pequeño.

No entendía cómo los pájaros podían aletear de modo tan fuerte para amortiguar

los ronquidos de la abuela. Entonces Nadia no se hundía en la oscuridad sino la

oscuridad en ella. Era negra y no podía moverse. Los pájaros aleteaban en el dormitorio

de su madre. Y tenía miedo de que viniesen por ella, su hermana y su abuela. El miedo

era tan grande que le sacaba el aire de la boca. Su cuerpo no le llegaba a los pies. Ni

siquiera a las piernas. Ya no podría correr nunca más.

De tanto flotar contra el viento antes de que Timme las arranque, las flores han

quedado vacías. Nadia las envuelve en el papel. Podría tirar los pétalos dentro del

yogur. No sabe por qué, pero tampoco sabe por qué no lo hace. Ella podía ser entonces

como su abuela Masha que estiraba su saco tejido sobre la mesa. Lo retiraba, apretaba

los puntos con los dedos y volvía a tensarlo arriba del borde. Ponía encima del tejido un

platito, una tasa y vertía té. Luego se quedaba con el vapor en la boca abierta. Ya nadie

le decía nada.

Los anillos concéntricos de luz de una linterna oscilan en el patio. Trepa y se

arrepiente, sin embargo no se queda quieto. Luego desaparece. Escaleras abajo la noche

llega más rápido que el crepúsculo. Éste viene por los rieles plomizos del puerto hasta

206
las ramas y las cortezas. Entra por los fondos de las calles y los depósitos. Pero llega

tarde. Porque en los patios de las casas y los conventillos la noche se lo traga.

Arriba todavía vuelan los pájaros, pero ya llevan las patas colgando porque el

día cambia de lugar bajo ellos. Y ellos deben elegir. Después se sientan y sumergen la

cabeza en los cuerpos de plumas. Se tornan gibosos y oscuros. Así aguardan que el

norte venga.

Por la mañana Nadia escrutaba el cuello y los brazos de su madre. Quería

asegurarse. Los pájaros no la picoteaban de ningún modo. En las habitaciones no había

una sola pluma perdida. Su madre mataba a los pájaros y aseaba la casa antes de que

ella se levantase. Los ojos azules de la abuela eran cómplices. También la trenza blanca

y las cintas rojas. Los ojos azules de su hermana tenían aún el vestidito arremangado

arriba de la bombacha. Además nadie le decía que se lo baje. Alejandra no terminaba de

vestirse jamás. Doblaba la falda para no verse los pies descalzos. Los ojos azules de la

madre todavía no eran duros como sus pómulos. Los ojos azules son ingenuos.

Y la madre decía “qué es un hombre comparado con las aves que migran.”

Roncar tanto por la noche a la abuela no la cansaba nunca. Se despertaba fresca.

Aunque tuviese ya los muslos muy duros siempre se levantaba fresca.

“Tu Timme migra por dentro”, le dice siempre Shura a Nadia.

“Mamá ya no quería retener a ningún hombre”, decía Nadia.

De noche, en cama, Timme encoge las piernas y patea. La luna de la ventana es

de grafito en las líneas de la oreja. Pone un parche sobre un ojo de Timme. Y en la boca

rechina. Los talones muelen como piedras. Nadia se levanta con las pantorrillas

doloridas.

“Tenés los talones más duros que la pija”, dice Nadia.

“No siento nada con los talones”, dice Timme.

207
La playa es larga y plana. La quietud no se tuerce por ningún lado. Allí, el borde

del agua parece muerto.

El bote tiene la quilla partida.

Nadia sabe que en su escondite Timme también se oculta de sí mismo. Timme

no tiene miedo, sólo no sabe qué hacer por ahora. No sabe hacer otra cosa más que irse.

Nada más quiere irse con su cabeza llena de piedras. Y que además éstas no lo

molesten.

Juan contó que lo habían molido a golpes y que el hospital fue una cárcel para

Timme. Nadia está segura de que no han podido ablandarle la cabeza ni los talones.

Sin embargo la ira que Nadia siente está por todas las paredes de la casa.

Asciende y florece. Y las paredes se la arrojan a Nadia de vuelta a la cara. Las lágrimas

se caen solas, sin hacer nada. La risa no le pertenece.

Nadia ya no cabe en la casa.

Allá donde está Timme sólo se puede contemplar una luna verde. Una luna sin

perfumes ni compañía. Pero es Nadia la que se siente sola y vigilada.

A veces pasaban muchos días hasta que, en mitad de la noche, los pájaros

despertaban a Nadia de nuevo. La abuela y Shura dormían. La muñeca gitana mantenía

los ojos abiertos y se quedaba quieta como Nadia. En el oeste nacía la noche. Pero en

los ojos de la muñeca nacía la oscuridad.

Había mañanas en las cuales su madre, mientras vestía a su hermana, decía que

la belleza no dura para siempre.

Nunca parcelaron cementerio alguno en Dock Sud. Cuando Nadia era muy chica

creyó que ahí la gente no moría. Se avejentaba copiando tareas que ya había hecho toda

la vida. Pero algún día, por algún motivo, salían y perdían el motivo, y también el

208
camino de regreso. Y si salían del pueblo sin dudas acabarían allí donde hubiese un

cementerio. A su hermana todo eso le sonaba antojado e invisible. Y respiraba hondo.

La abuela entonces le decía a Nadia que su madre no hablaba de la belleza sino

de la juventud. Más adelante, cuando la madre repetía la frase, la abuela tenía la cabeza

hueca para todas las palabras y sólo tarareaba.

Sin energía eléctrica la heladera se descongela y la carne guardada se infiltra.

Las gotas de hielo licuado cosen el medio silencio del aire, pues las paredes hablan.

Nadia se oprime las manos.

Algunos de los que viven en Dock Sud han empezado a morir sin cementerios. Y

una vez muertos siguen avejentándose. Pasan gran parte del tiempo obnubilados por la

mayor de las soledades.

Timme no tiene nada con qué defenderse. Y Nadia no quiere permanecer más en

la casa.

Timme sólo sabe los días de la semana y arrancar flores empañadas.

Hay una belleza que no sobrevive a todo. No resiste a la humillación, la

violencia y la docilidad.

209
Los huevos

El hijo del sastre es un niño que juega con los demás niños. Los mismos juegos.

Pero mantiene una postura pasiva. A veces estira la mano y busca rozarlos. Como si

estuviera sentado entre corderos. Tal vez reflexiona sobre sus intereses. Los demás

apenas puedan ya pensar por el cansancio. Cuando pueden, les gusta chupar huesos de

pollos. Los mismos juegos contumaces juntan las cabezas. Entonces los niños piensan

según las reglas. Cuando ellos mismos cambian las reglas no queda silencio. Es cuando

más disputas se provocan. Pero también esas nuevas reglas son las que ellos mejor

conocen a pesar de las discusiones.

En la calle donde vive el hijo del sastre pensaban que éste, ya de muy chico,

estaba perturbado. Volverse loco, borracho, ser cornudo. Es lo más fácil para la gente.

No requiere de gran esfuerzo, sólo de complicidad.

El sastre nació en el este de Austria. En el Burgenland. Entre montañas

estropeadas, y oteros de dos colores. Hacia el final de un valle muy usado, y muy cerca

de Hungría. En cambio, el horizonte húngaro del otro lado era llano y muy verde. Allá

nadie profesa nostalgia de las montañas. Porque el gobierno húngaro también había

mudado a los campesinos húngaros de la región del Vas. Los trajo hacia llanos menos

abrigados. Cada mañana en la frontera, todos los húngaros recién desplazados, escupían

un salivazo patriótico en dirección a la bandera rojablancayroja. Pero los que anhelaban

escapar hacia Austria escupían de día y cruzaban de noche. Estaban también aquellos

que se fugaban desde del interior del país. Y pasaban días ocultos pues creían en la

oportunidad. Llegaban a escondidas porque no existen boletos que los depositen en la

frontera. No viajaba tren ni vehículo autorizado. Las raíces silvestres les decían

“quédate acá, cómeme.” El cielo les hacía crecer los ojos. Pensaban angustiados que sus

210
pies no sabían vivir entre montañas. Creían también que los pies libres jamás pasarían

inadvertidos en las planicies de su país. Pero tampoco conocían un par de pies libre. Esa

gente partía de sus casas sin cerrar la puerta con llave. Por la noche, los disparos lejanos

sonaban en el valle como una vuelta de llave. La quietud posterior perduraba en la oscu-

ridad, ensimismada igual que una casa vacía. A la mañana siguiente la muerte miraba

tendida desde el pasto y no hacía falta vigilarla.

El sastre y sus hermanos se acostumbraron a que las cerraduras sonaran todas la

noche.

Nadie pasa.

Uno pasó.

Un muchacho llegó al pueblo. Al otro día de la fiesta del primero de mayo en

Hungría. No sólo habían crecido sus ojos. La nariz, los pómulos, las rodillas, los picos

del manubrio, se habían desarrollado también. Antes de que llegasen los policías dos

mujeres le dieron una jarra de leche y morcilla. El muchacho olía igual que todos los

habitantes del valle.

Las dos mujeres volvieron a llorar otra vez después de la guerra. Pero no

lloraban por el muchacho, lloraban por lo que se quedó la guerra.

Cuando al sastre le toco marcharse cruzó el país y el norte de Italia. En Italia

aprendió a no contener el aliento. Pero no a sacarse una zapatilla con la punta de la otra.

El mar fue gris y sin espuma. No fue, tampoco, más que la prolongación de los pueblos

y los caminos italianos abandonados a la miseria de la posguerra. Ya en el barco él no

sabía dónde estaba Argentina.

A veces, en invierno, el hijo del sastre pasa los días sin medias, los zapatos le

nadan en los tobillos. Y durante horas completas de la tarde necesita estar en baldíos o

al final del puerto. Lo ven mirando los árboles. Erguido donde terminan las calles o

211
comienza la tierra. Está tan lejos que no pueden divisarle los ojos. No saben qué mira.

Desde los zapatos huecos los tobillos le suben hasta las nalgas. El chico es descarando y

frío como el color amarillo.

Nadia observa al hijo del sastre. Él mantiene el compás muy firme. La

concentración le vetea la piel de la frente. Las ahogadas cejas, circunspectas, sin ojos.

Las circunferencias que hace en las hojas son las más exactas.

Al final de las clases de dibujo debían quitarle el compás. Se le enrojecían los

dedos de apretar. “Eso es un geranio”, decía. Pero todos observaban una circunferencia.

Él no cabía en sí mismo de la alegría.

Alrededor de una circunferencia le gustaba apoyar otras ocho, graciosas, de

menor tamaño. Y dibujaba arañas rígidas, con vellos paralizados y de cuerpos tan pla-

nos como la hoja. No hacía líneas si no utilizaba el compás. El lápiz en la mano lo

dejaba atónito. El marrón de los ojos se ponía recto y somnoliento. Cuando medita algo

la cara se le vuelve tirante. El reloj del aula se contrae. Tanto que no puede encontrar

más tiempo. Entonces ningún dibujo fluye de la mano del hijo del sastre. Es cuando

tiene también una mano roja y la otra destemplada.

Por un tiempo sólo hizo muñecos con retales de diferentes colores. Todos venían

de los desechos que el padre juntaba en un cesto de mimbre tejido. Rellenaba los

muñecos con papel de diario y arena del puerto. Algunos guardaban pedregullo en la

panza. A medida que los fue confeccionando se fue hundiendo más y más en el flujo de

hacerlos. En torno del cuello se colgaba un pedazo roto de una cinta métrica vieja.

En la cabeza de los muñecos aparecieron orejas de ratones. Picos de pájaros

pegados. Elegía cual de las telas sería la cabeza y, antes de cargarla con el relleno,

trazaba ojos perfectamente redondos.

212
No había niño o niña que se aterrara sólo por darles gusto a los mayores. En el

pueblo y el puerto a los niños nada más los asustaba aquello que tenía vida. Sólo a los

adultos los atemorizaba lo que no existía. “La superstición es de los adultos,” había

dicho el cura más joven durante una misa de todos los muertos. “Si pudiera quemarla

como un árbol la quemaría.” Todos mantuvieron silencio y rieron de repente. Sabían

que el cura debería quemarlos a todos.

“No te juntes con el hijo del sastre”, decían las madres. Los niños abrían las

puertas de sus casas e iban a buscarlo. Bordeando los baldíos o en las lagunas detrás de

las areneras. “Hace eso porque así es cómo piensa del padre”, dijo Ana.

Después de que agujereó uno de los tres maniquíes de sastre del padre y sacó

estopa, lienzos desmenuzados y pupas desecadas de polillas, se puso a juntarlos debajo

de su cama. El padre descubrió el hoyo y la tijera para cuatro dedos con que lo había

hecho. El sastre era tan delgado como sus agujas. Por eso sus manotazos tardaron en

colorear el rostro del hijo. Eran bofetadas de ceniza. Incitadas, detrás, por un corazón

surcado de costillas.

“Du weinst schweigend, wie deine Mutter”, dijo el sastre. Siguió golpeándolo.

Pero de pronto se detuvo.

El maniquí era gris. La estopa, liviana. El rostro del niño, duro.

“Du sollst nicht die Arbeit der anderen zerstören, Du musst auch nicht die

Arbeitswerkzeuge des anderen zerstören, und du sollst aber niemals alleine dasein.“,

dijo el padre. Hizo que el hijo cosiera el agujero. Cuando éste terminó le dio otro

bofetón de palma y dorso. Más tarde, ese mismo día, abrió un agujero en la tierra del

pequeño jardín. La tierra estaba pálida. El padre sacó los tallos negros de unas dalias y

arrojó dentro a los muñecos que pudo encontrar.

213
Arrinconó la tierra con la pala y se la entregó al hijo. “Fülle es doch mit Erde,

um zu wissen, daβ man nicht tot bist ”, dijo.Y le acarició la cabeza.

Cada vez que el hijo del sastre armaba una frase para decir qué se disponía a

hacer empezaba con por ejemplo.

En los nuevos muñecos el chico pegó, ahora además, palabras, que recortaba del

diario escrito en alemán que el padre leía. Había veces que adosaba frases completas. Y

las cortaba con las mejores tijeras de trabajo. Por eso las palabras eran limpias y se

amoldaban con pulcritud. Las tijeras que más le gustaban al hijo del sastre decían

Solingen sobre el metal. El metal brillaba, pero la palabra era opaca. El niño alteraba la

posición de la cara de corte para ver más claro a más tenue el nombre.

“Usted lee el mismo diario en alemán que lee mi papá”, preguntó el hijo del

sastre.

“Sí”, dijo el cura. El sí del cura más joven llevaba mucho soplido. El hijo del

sastre parpadeó.

Uno de los gatos del cura desapareció un fin de semana. Venteó toda la tarde del

sábado y las ramas permanecieron llena de vallas y chasquidos. El viento trajo su

rutinaria felpa de hollín, demasiado parecida a la piel del gato desaparecido. El domingo

amaneció soleado. Esos días de sol el gato bajaba de sus observatorios. Frecuentaba la

calle. Y cuando más brillaba la luz, más se asemejaba al color del cemento mojado. Sólo

algunos niños decían que veían por ahí al gato, después de que éste hubo desaparecido.

“Los ratones lo engañan y lo hacen girar. Nomás se mira la cola”, le decían al cura. Los

niños volvían entonces a sus casas con las manos vacías. El cura se metía puñados de

esferas de caramelo en la boca a causa de su incredulidad. Y si percibía el forro del

bolsillo vacío se ponía a caminar en espirales.

El cura mencionó a su gato durante una misa.

214
El hijo del sastre tenía la boca abierta. Las palomas reposaban, a su modo, unas

encimas de otras. Allá arriba, contra los ventanales. Abajo las baldosas estaban frías

hasta dentro de los zapatos. Los globos oculares de los alumnos querían parecer

sorprendidos. Balanceaban los pies. El deseo no era una necesidad.

El animal era una criatura a la que dios columpiaba en sus ojos. Dios miraba

también a las acacias y el interior de las frentes de los alumnos en la cama. Los alumnos

miraban la frente de dios en las nubes. Pero descubrían otras formas escondidas y se

olvidaban de dios. El gato era como una pelota, un coche, una flor para el cura.

Los alumnos comulgaron esa mañana de viernes con las lenguas calientes como

siempre. A algunas de ellas les faltaba la raya longitudinal del medio. Con particular

desconfianza el cura dejaba un pedazo de hostia en esas lenguas.

Todos los niños habían respondido en el confesionario que no vieron al gato.

Los que lo habían visto lo vislumbraron a lo lejos. Los ratones saltaban a su alrededor,

como pichones negros. “Eso significa la muerte del gato, padre, no”, dijo un alumno.

El cura sin embargo soltó las penitencias estivales más gruesas en mitad del

invierno. Los padregatos y las gatamarías les pelaban las rodillas en los bancos de la i-

glesia. Las cabezas estaban inclinadas y no emitían ningún resplandor. Sólo los piojos

armaban auras cerúleas a los saltos. Ahora la suerte no dependía de los pies más ligeros.

Pues las penitencias llovían y traían oraciones, para todos los alumnos, como el fin del

invierno traerá, además, pulgas nuevas.

El hijo del sastre se sentó en el banco de los confesados. La mandíbula del cura

estaba rastrillada por una hoja de afeitar casi sin filo. “Cómo hacen ustedes los huevos

pasados por agua”, dijo el cura. “De varías formas”, respondió. “Cómo.”

215
“Mi papá le había hecho una lista a mí madre para que los haga.” El agua

bendita de los pilares desprendía olor a flores agotadas. El sacerdote esperaba. El hijo

del sastre revoloteaba con los ojos.

“Cuatro minutos y medio”, preguntó el cura.

El chico pensaba, allá estaban las palomas cubriendo de humo oscuro los

ventanales.

“No, no nada más”, dijo.

“Ajá, y cómo es eso”

“Los huevos son complejos dice mi papá. Tres minutos si le gustan cremosos,

con hervor suave, cuatro minutos si le gustan cocidos y cuatroymedio si le gustan muy

hechos.”

“Aja, y los duros”, preguntó el cura.

“Los duros con unas gotas de vinagre en el agua durante diez minutos y

enseguida al agua fría, se descascaran mejor.”

El cura movía la lengua dentro de la boca abierta. Donde se había afeitado tenía

la cara fervorosa y rojoazul. De inmediato el cuello blanco le pausaba la nuez movediza.

“Algo habrás hecho mal, no”, dice el cura.

“Nada, padre.”

“Nada, es una palabra que no dice nada.”

Las palomas estaban distraídas en ese momento.

“Para usted todos son malos, padre”, dijo.

“Sí, como los huevos viejos”

“Sí, mi papá dice que la edad de los huevos es muy importante.”

“Un sastre que sabe de huevos, y qué le enseñó a tu mamá para reconocer los

huevos frescos.”

216
“Fácil, cuando es del día es áspero, como si estuviese cubierto de cal.” El cura se

sorprendió y pareció de pronto un hombre honrado. Su vientre respiraba débilmente

bajo la sotana. “Si no, la cáscara se empieza a poner lisa”, dijo el hijo del sastre.

“Cómo cal,” dijo el cura. Los ojos se le estiran como al gato. El chico asiente.

“El huevo de cal es el huevo de oro”, dice, “todas las gallinas ponen huevos de oro, dice

mi papá.”

217
218
III. Blindekuh

219
Noche y niebla

Durante el recreo Nadia revisa la cartera.

Cuando inspecciona es la mano de otra mujer la que hurga. Muy madura, casi

vieja, a la que se le cae la mandíbula. Toda el aula es un edén de animales muertos.

Nadia se avergüenza, pero de todos modos la otra mujer revisa a fondo. Cree tanto que

es su deber hacerlo como que no lo es en modo alguno. Por dentro, el cuero de los

compartimentos exteriores, es áspero. Lame con hilos la mano. Las correas de los

bolsillos rectangulares apenas se pueden mantener en sus broches. Están demasiado

desgastadas. En donde el cuero se cuartea afloran hilachas crudas y sin teñir. La cartera

escolar del hijo del sastre es de falso cuero marrón, tan tosco que el marrón también es

anaranjado.

El hijo del sastre se viste deprisa por la mañana y sale apurado. El sueño va con

él. Es largo y arraigado. Y lo persigue desde todas las paredes hasta llegar a la escuela.

El hijo del sastre, algunas veces, guarda sus muñecos en los bolsillos de la cartera. Pasa

el extremo de las tiras de los bolsillos por dentro de sí mismas. El ojal que queda se

puede soltar muy rápido metiendo un sólo dedo y tirando. Es más fácil anudar las tiras

harapientas por fuera de las hebillas.

“Ya no son nada más que monigotes, son criaturas, son otra cosa”, dice Nadia.

El sastre hace rodar un imán.

La gente pasa frente al local. Tiene un gran exhibidor de vidrio, luminoso, allí

están ordenados los maniquíes. El sol no toca todavía a ninguno en lo más mínimo.

Dentro de la trastienda traquetea el réquiem de Verdi en un tocadiscos. Los maniquíes

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de sastre se sostienen en una sola pata. No poseen cabeza, pero sí el comienzo de los

cuellos henchidos y el pecho acolchado.

Los muñecos del hijo del sastre usan alas de pájaros en las solapas.

El sastre aparta su tasa. “Sólo tengo té y agua caliente.” Nadia dice, “está bien.”

Adheridos al imán unos alfileres se clavan en la hoja de un diario. Todas las

letras del papel se alinean rígidas. En cualquier momento pueden echarse a repicar.

Argentinisches Tageblatt, así se llama la publicación que todos los sábados compra el

sastre. La hoja está rota en parte, Nadia alcanza a leer el año,

milnovecientossetentaicuatro.

Pasan al cuarto donde zumba el tocadiscos debajo de la música. Todo el trabajo

que el sastre no ha terminado está esparcido allí. Aunque hace frío la puerta que da al

patio queda abierta. El humo blanco se corrige y asciende. Los lapsos de viento lo

desvían otra vez. La estufa está ahogada y apesta a querosén. Está puesta de pie al lado

de la tierra apisonada de un cantero. La tierra mira por la ventana y la puerta. Más allá

hay dos rosales vacíos.

“El olor impregna las telas”, dice el sastre.

Aunque el sastre había nacido en Austria preferían llamarlo judío antes que

austríaco. La palabra judío es más corta que austríaco. Puede decirse más rápido. Decían

además que sus padres eran judíos. Y no obstante leía el periódico alemán que

compraba en Buenos Aires. Nunca se casó con su mujer argentina. Y su hijo asiste,

hecho que no comprenden, al colegio del sagrado corazón. El sastre, además, utiliza un

apellido italiano para llamar a la sastrería. “Un italiano falso”, decían los italianos. “Un

tedesco falso también”, dicen siempre los italianos. “Los sastres son judíos pobres.”

“Pero eso sí, sin dudas, un excelente sastre.”

221
Las rosas se habían metido dentro de sí mismas. El color que tenían ya no puede

verse. Han caído y Nadia descubre que todas se mueven en torno a los pies del frutal.

Un ciruelo amarillo, en el fondo del patio, que tantea con las ramas la ventana superior

de la vivienda.

“No sé qué pensar del nene, tal vez usted me pueda explicar algo”, dice Nadia.

“Los muñecos de siempre”, dice el sastre.

“Sí y no.”

“Todavía no sabe qué hacer con la muerte de su madre. Por eso arma los

muñecos.”

“Pero los arma con partes de cuerpos de animales.”

“Sí, y la gente también se castiga a sí misma como puede, no.”

“Si me dijese cómo puedo ayudar.”

“No sé. Él no mata a los animales. Es decir, creo que no los mata. Utiliza las

partes. Me asombra imaginar que se las arranque a los cuerpos, o nada más las corte.

Usted ve algo morboso en lo que él hace. Yo veo las letras que mi hijo no puede juntar.”

Nadia bebe el té y ve entrar un gato por la puerta abierta del patio. Fue tan veloz

que la luz casi no logra tocarlo. Dos veces entró el gato, dos sorbos toma Nadia de la

tasa. El té es polvoriento en la garganta.

El patio invernal empieza a caberle a Nadia en toda la cara y la imagen aprisiona

sus facciones. Se ríe del imán y de sí misma. El sastre la observa. Nadia no sabe si

disculparse, porque no sabe qué le ha pasado. Por qué se ha reído. Desde lo alto de la

tarde desciende el frío.

El sastre tiene las rodillas de los pantalones raídas. Nadia se queda sentada sin

hablar. Le mira la bragueta y se da cuenta enseguida de lo que hace. La tasa ya está

vacía, entonces saca un cigarrillo.

222
“Escuché que le habían robado a Timme”, dice el sastre.

“Sí, hace más de una semana.”

“Antes de que suspendan el paro, no.”

“Sí.”

“Entró y salió mucha gente de la comisaría esos dos días y los vigilantes

anduvieron de arriba para abajo.”

“Y cómo sabe eso.”

“Como lo sabe todo el mundo. Hasta el más callado lo dice.”

El hijo del sastre viene de la calle. Asoma la cabeza. El cabello está ribeteado de

telas de arañas. Después entra. Nadia cree que debió haber estado escuchando. El niño

le da un beso, aunque jamás antes la saludó con un beso. “Dónde estuviste“, dice el

sastre. “Unter den Kaninchen, du weiβt schon, wie weit ich gehen soll”, dice el niño.

“Sagen die Türen dir Nichts”, dice el sastre.

“Doch, ein Kartenspiel, die roten zu den roten und die schwarzen zu den

schwarzen.”

“Dennoch das Spiel ganz bestimmte Regeln hat, oder.”

“Nicht daβ ich die Regeln gewahren unfähig bin, aber die Achter sind die

Wände, die Vierer sind die Stühle, die Asse sind Kaninchen, die Könige vier Alte Damen

und auch vierzig Luftballons, und die Regeln des Kartenspiels sind eine Mühl,

deswegen sind sie ja auch so schwer.”

“Alle deine Schwierigkeiten sind das Puzzle einer halbierten Nuβ,und ich mache

mir Nichts daraus.”

La nariz, las sienes del chico, persisten rayadas de polvo. Aprieta la boca como

un puño. No se ríe. Los ojos brillan tanto que se queman en su propia mirada. Se comen

lo que ven. Unos segundos más y el hijo del sastre ya no tiene atención para dar.

223
“Andá a bañarte ya”, dice el padre. El niño sale. Enseguida arrastra un brazo de

humo blanco alrededor del cuello. Salta la estufa con las dos piernas abiertas. Después

de unos pasos tose.

“Timme me pidió algo que todavía estoy esperando saber y que además sea muy

seguro.”

Nadia nunca le creyó a Timme que fuese cierto lo de la sobrina del Sastre.

Tampoco sabe si debe decirle al sastre que estuvo en la comisaría aquélla noche.

“Está bien”, dice Nadia. Tampoco se pusieron de acuerdo con Timme sobre

algún lugar de encuentro confiable —Nadia se había dado cuenta desde hace unos días

de que son tan necios como girasoles. Timme no puede regresar a la casa. Ella no puede

ir hasta el escondite. Los ucranianos están marcados como naipes viejos. Y cualquiera

puede ver delante de qué puerta o a quién se le cae la carta. Los caminos y los mensajes

de los hermanos nunca están a salvo. Mira al sastre a los ojos. “Muchas gracias por

eso”, dice Nadia.

El sastre toma el imán erizado y atrae la hoja de papel de diario. Ahora está más

cerca de los ojos de Nadia.

“Mire, Juan Alemann escribió esto, lo conoce, no, sí, noche y niebla, ve, y acá lo

más importante de todo es que se pregunta qué pasaría si los dirigentes sindicales

desaparecieran”, dice el sastre. Nadia observa el título en alemán. La tinta estirada ha

deformado las letras más allá de las columnas. Los agujeros que levantaron los alfileres

parecen patas de insectos. El papel, basto, envolvió algo con pocos pliegues.

“Los delegados de planta fueron los que boicotearon la huelga de destilería”,

dice Nadia, “incluso hicieron echar trabajadores.” “Y unos cuantos matones y toda la

policía de la tercera la frenaron también. Pero están haciendo lo que planearon hacer”,

dice el sastre.

224
“Por qué no guardó algo tan importante”, dice Nadia.

“Porque a veces mi hijo rellena muñecos con el papel de diario, y lo que no tiene

espacio en los cuerpos lo deja abollado o despedazado.”

Los pliegues del papel le mostraban otra cosa a Nadia.

El sobrante de té se ha apagado en el fondo de la tasa. La lengua de Nadia se

queda detrás del cigarrillo. Los pensamientos no llegan hasta ella.

El sastre puede ver en las letras el molde de muchos pasos. Siempre detrás de la

misma dirección.

Nadia, sin embargo, vuelve a sentir que a cada paso hay un desvío. Y que cada

variante luego es imborrable. Mira al sastre y enseguida encuentra que el hombre pende

dentro de sus ropas. Y se puede todavía ser tan delgado como él para que entonces una

persona sólo posea el espesor de lo que dice. El sastre susurra y el humo de la estufa

enmudece. El cigarrillo también se apaga. Pero la boca a Nadia le parece llena de agua.

“No hay noche que pueda tragarse todo esto”, dice Nadia.

“En la misma calle en que está la entrada de la villa y la fábrica de jabón está

también el cotolengo, no. Bien, siempre es más fácil ayudar a los que no tienen manos

que a los que tienen”, dice el sastre.

“Sí, quizás por eso el nene tenga que hacer sus muñecos,” dice Nadia.

El sastre se ríe. “Sí, él llama a todos los muñecos conejos”, dice.

“Antes de dejar de hablar, antes del ataque, mi abuela me decía que dentro de

una minoría siempre hay otra minoría, que ella también era una minoría, así hasta llegar

al último hombre, y el último hombre también es otra minoría, pero también esto es una

gran mentira.”

El sastre dice, “sí.”

225
La canción

Durante el himno nacional todos se sostienen erguidos. El interior de las mejillas

despegado de las dentaduras. La lengua salta, levanta hálitos. La punta de la nariz se

calienta y enfría. Los ojos al final acaban cansados por seguir las espirales del sol. Y

porque, para los ojos, además, el día persevera demasiado tiempo arriba. Abierto al

medio por el invierno. A medida que rueda sobre las hileras de cabezas, el sol,

desperdicia sombras. Las ramas, las hojas y los cabellos despiden chispas resinosas. La

bandera se encoge sobre sí misma. Los recovecos que generan los paños son frágiles y

huyen detrás del aire. Los pájaros quieren atraparlos. Pero los rincones desaparecen

delante de sus ojos.

Nadie puede oír su propia voz si no grita a medias, y al mismo tiempo canta a

medias sobre las estrofas. Las voces de los demás tampoco entonan. No obstante todas

digan lo mismo, las bocas están solas con sus lenguas. Pero todas juntas sí entonan. Y

los niños fingen registros de voz sin ninguna mesura. Por eso no son capaces de

descansar sobre la planta completa de sus pies. Pues los acordes los impulsan haciarriba

y hacia esos recovecos del aire que la bandera pierde. Imitan caras circunspectas.

Para Ana la sombra de los recovecos son las costillas de la bandera. Los días que

la bandera está en los huesos las ramas se oyen en todas partes del puerto.

Para cantar el himno todos ponen, como siempre, los rostros muy severos

delante de las frentes. Juran morir. Tres veces. Después de ellos jura el viento.

“Había uno en la biblia que juró tres veces, no”, dijo Ana a su abuela. Ésta se

miró el ruedo del camisón. Las puntillas eran margaritas vacías.

Pero esto no llega a nada. El canto sólo les calienta el corazón un poco. Mientras

el dedo pequeño de los pies se les adormece por el frio del pavimento. El sol no alcanza

226
el cenit. Pero igual ajusta la cuerda de los sobrecejos de forma progresiva. Nadie tiene la

palabra gloria escrita allí, en la frente. Entonces los mejores y los peores hombres

pueden acomodarse uno al lado del otro a modo de espigas candeales.

Donde se alinean los árboles el cielo está cargado de toneles. El aliento de la

canción ha salido de los dientes al frío apretado por el sol. No puede instalarse bajos los

toneles. Parece que recién todos hubieran chupado salmuera de la punta de los dedos.

Un dedo extraído de los labios es blanco y opaco. La lengua chasquea aunque no haya

palabras que entonar. La mañana sopla adentro de las bocas las hebras de un sol blanco.

Blanco y que camina pequeño. En los que se hallan bien alimentados las mejillas elevan

su vello solar. En cambio, las mejillas azules no tienen pelusilla.

“Los himnos son muy importantes, pero hay canciones más valiosas para la

gente”, decía el abuelo de Ana, “un himno no tienes ovejas, piojos de ovejas ni patas de

ovejas.”

La abuela encendía una hornalla. “El himno no se deja comer.”

Cada uno de los que entona el himno cree saber qué canta. La mañana es más

ligera que el canto. Porque es más fina que el aire. Sin embargo los hombres no pueden

cantar nada más vacío de significado y saturado de personificaciones. Los días que los

alumnos cantan la canción en la plaza de la catedral los barrenderos no barren las calles.

Ana tiene a la patria por un escondido margen palustre invadido de flores de

duraznillo —no hay casas con muros de cal estriada allí. El fruto amarillopúrpura del

mataojo se llena, en ese lugar, de lodo. El lodo es arenoso. Drenado en las crestas,

oscuro en las cavidades. Ana mira sus pies capturados por la tierra licuada sin in-

mutarse. Está hundida en las dos últimas improntas. No hay nostalgia por otra patria,

Piojos, pulgas, perros rosados de sarna, viejos que hablan solos y dicen más cosas de las

que están acostumbrados a pensar. Dentro de Ana, lo más blando es la miga de pan

227
remojada en leche. Todo lo demás forma parte de su plan. Y en él está también

esconderse de la patria. Cuando hablan que la patria es tangible hablan de otras cosas.

La patria no puede tomarse como el asa del tazón. O las puntas del lazo de los zapatos.

“La mala suerte es más real que esas dos palabras,” dijo la abuela al abuelo.

“Cuáles”, dijo Ana. Las tijeras siempre le dejaban a Ana los pliegues de los dedos

lívidos. Debía hacer tanta fuerza con la abuela, que luego perdía la fuerza cuando

cortaba las uñas del abuelo. La fuerza se le escapaba antes de llegar a las últimas

falanges. Era caliente y precipitada. Luego la fuerza de Ana llegaba a pesar tanto que

perdía también la voluntad. “Las palabras patria y amor esclavizan la boca de las

personas”, dijo el abuelo de Ana. Hasta que sus abuelos murieron Ana les cortó una las

uñas de los pies vez por mes. Para darles forma sacaba la punta de la lengua entre los

labios.

“Ahora crecen más despacio”, decía el abuelo, “pronto crecerán sin que nadie las

corte de nuevo.” Abría los dedos y dejaba los ojos quietos sobre la nariz. Los ojos no

querían pero se juntaban y sólo la nariz los detenía. Antes ponían las uñas a ablandar en

una palangana con agua tibia. Sin embargo las uñas, marrones y moldeadas haciabajo,

siempre resistían más duras que la prisa de Ana. Su hermano menor la observaba. La luz

en el agua flotaba contra la pared. Cuando las uñas más grandes saltaban, el hermano de

Ana las atrapaba. Les daba un profundo mordisco. Sonaban como un bizcocho viejo.

Quebrado. Quedaba vibrando. Los abuelos rejuvenecían con la risa y movían los dedos

de los pies arrugados dentro del agua. La pared nadaba hacia el techo.

Hay mañanas en las que Ana no quiere levantarse enseguida. El hermano recién

ha aprendido a contarse los dedos de la mano y juega en el suelo desde que despuntaba

la luz. Siente el silencio más que la soledad. Va en punta de pies hasta donde duerme

228
Ana. Aguarda. Para la respiración. Detrás de las cortinas el sol es un muñeco derretido.

De pronto sacude a Ana. La llama a gritos.

Ana entonces también contenía la respiración. Imaginaba, detrás de los

párpados, cómo debía lucir muerta. El hermano permanecía un rato más. El silencio

observaba las mejillas de Ana. Y el hermano se iba como había entrado. Se sentaba en

el piso y seguía jugando.

Cuando los abuelos murieron les enfundaron los pies a ambos en zapatos negros.

Las cuatro suelas estaban rayadas. Y se combaron contra el interior. Pegadas a los

huesos plantares igual que cartón. Los tobillos creaban gargantas a punto de deglutir. A

los zapatos del abuelo les enhebraron cordones nuevos. Los tobillos no calzaron medias.

Por eso las gargantas se les pusieron secas. Cada uno de ambos abuelos, a su modo,

tuvo la barbilla verdosa y azulgrís. El padre de Ana lustró los zapatos con la cabeza

metida en sus propios recuerdos. Ana no descubrió si él quería recordar mejor u olvidar

de prisa. Por eso los zapatos brillaron tersos después de tantos años. Los muertos se

calzaron con las uñas largas. Los tacos claveteados eran cincuenta años menor que los

abuelos.

En el país, el himno es elegante sobre el pavimento. Afuera del pavimento sólo

las sociedades rurales lo cantan entonado. Y los cantores usan ropas de maniquíes. El

ardor súbito, las representaciones y la evocación apremiante de la patria, están ya tan

atestados de palabras en todos los rincones, que en éstos ya no cabe nada verdadero. Los

recovecos de la canción salen de las bocas igual que las mentiras de todos los días. Los

recovecos de la bandera en cambio poseen motivos para alterarse.

Cuando la banda deja de soplar y golpear y se marcha, la mañana se queda sin

desfiles. El acto patrio finaliza en el centro del parque y los alumnos se desprenden de

sus huesos. Vuelan y se desarman como castillos de naipes. Los árboles ya comienzan a

229
irse adentro de sus sombras. La catedral está rodeada de callejones. Y el día empolla los

toneles de los árboles.

Los hombres se desconcentran, sienten que han caldeado sus voces más viriles al

sol. Maestros y niños vuelven a subirse a los vehículos. El esfuerzo para resistir quietos

ha sido tan intenso que todos los niños han sudado. “Sudar pálidos los santifica”, dice el

cura más joven. Pero no cree en la santidad sino en las imágenes. Los alumnos andan

pegados a sus camisas. Los forros de los sacos se han evaporado primero. Todos tienen

frío y hambre patrios. El interior y los asientos del colectivo abruman a cebollas

perfumadas con colonia. Y los vehículos se van tambaleando por la avenida de toneles.

Tardan tanto en regresar a la escuela que al llegar deben despertar a los alumnos. El

motor provoca entresueños y sopor. Otra vez se ponen a correr. Han estado demasiado

tiempo apretujados unos con los otros.

Almuerzan en sus casas con la sensación de estar cayendo. Pues los pies llevan

alas impacientes debajo de cada mesa. Un día de la patria es, después de cruzar su

mitad, como otro día cualquiera. Ellos terminan su plato y se escabullen. Afuera el día

de fiesta está amarillo. Echan a correr. La dirección surge sola de los pies.

230
El agua

Entre el depósito de troncos del aserradero y la calle empedrada del dique hay

una arenera. Los hombres trabajan allí con las sienes contraídas. La arenilla encascara

los párpados. Y se desprende de los montículos de arena y pedregullo. Los camiones

llenan, vacían. Luego parten. El casquijo brinca detrás del giro de las ruedas.

Las barcazas que se pegan al amarradero de la segunda sección del puerto, duran

ahí tanto como sus bodegas a cielo abierto demoran en completarse. Las sacan

arrastrando. El agua es tan densa que se quita del camino arqueando el lomo. Los

marineros, al mediodía, nunca tienen rostros. Juncos y tacuaras tupen el fondo de la

arenera. El caraguatá, verde brillante, crece en el exterior más insolado. El agua es

invisible. Se oye su torpeza al fundirse con el barro. El barro es tibio y frío y helado.

Tres veces el agua desapareció de su propio fondo. El silencio quedó suelto

hasta bien encima de las cañas. Y las cañas cimbraron amarillas y descubiertas por tajos

la misma cantidad de veces. Tres veces perdieron sus penachos. Y los pájaros llegaron y

se sostuvieron del aire sin descender. Cada pájaro que tenía tijeras en la cola cortaba un

paño de cielo para el otro. Y luego se perseguían. No se dejaban engañar por el sol que

retumbaba entre las varas resecas.

A la derecha rueda un terreno desordenado. La luz es chapucera y los suben

árboles turbios. Cerrado con una malla de alambre medio desmoronada. Sobre el

alambre las trepadoras vuelcan una y otra vez sus tejidos verdes. Salpicados de ojos de

avispas y abejorros vaporosos. Las ramas se enredan con su propia vegetación inferior.

Y el final reemplaza al comienzo. Cuando éste ya es color rojo canela. Adentro, debajo

de las patas de las ratas crecen los ruidos y las hojas. El último otoño no deshojó con

tantas ganas. El viento se asentó bajo las hojas podridas. Y todo lo construido en la

231
noche y transformado en los sueños del sereno de la arenera pertenece a las ratas del

lugar. Cuando no llega una lechuza ellas vigilan desde la oscuridad.

A la izquierda la hormigonera Argentina levanta pirámides de granito y cantos

pulidos. Nada salta al agua por gusto, todo se arroja en camiones. Los camiones giran

haciadelante y sobre sí mismos. Y por dentro se muerden copiosos. Apilar, tomar

medidas de volumen, transportar, mezclar, el ruido de la piedra es como granizo. Y

además es constante, sólo cesa a partir de la tarde de los sábados. Ese atronar se mete

tanto en la cabeza que el silencio atemoriza a los trabajadores. Por la noche no les

permite dormir.

Siempre bajan corriendo con José Maneiro. Él chico va detrás. Las piedras los

mantienen concentrados. Mientras la arena cambia de lugar como agua. Para los dos

chicos los cantos pulidos son los mejores. Y cuando se llenan los bolsillos, a cada paso,

suenan relojes sin compás.

Hay que enterrar un clavo en una madera y las tiras de goma se trenzan bien

ajustadas. Con toda la fuerza posible se atan a ambos extremos de la horqueta. Se

refuerzan las ligaduras con cuero clavado. “Hay una rata entre los pastos, abajo del

mburucuyá”, o “ése pajarito va a volver al nido”, todo se anuncia agazapado. Entonces a

los dos se les entornan los ojos. La luz se escorza, tiene un embudo muy estrecho. Al

final de ese cono la muerte camina por su alambre. La luz ahora no hace chapuzas.

Cada vez que alguno derriba a su pájaro el arrepentimiento arde bajo la nariz y

en los costados del cuello. Si el viento lo hace rodar como un trapo o un perro se lo

coloca en la boca, entonces de repente la arena y el agua vibran vacías. Sólo cuando

alguna rata se lleva al pájaro José Maneiro y el chico sienten asco. Pero los pen-

samientos también se cansan. El arrepentimiento también es así de breve. Y el

232
chasquido de la gomera a lado del pómulo es casi tan fuerte como el corazón. Por eso no

podían admitir perder la puntería.

Detrás de la arenera las cañas se desgajan. Las flores descompuestas y los palos

de agua podridos, flotan crepusculares. La quietud huele. Y el olor fluye más lento que

los días y las noches. Allí la arena jamás envejece. La laguna y las piletas formadas en

la arena suben y bajan. El agua dulce es amarga.

El agua entra a grandes chorros fangosos en los piletones de la arenera. Las

mangas que los arrojan están oxidadas. Las cuadernas de hierro se han combado y los

remaches las tironean haciadentro. En esas piletas, decían por todo el puerto, que a

veces aparecían cadáveres. Aparecer es para los habitantes, más o menos, como

encontrar, descubrir y, muy pocas veces, buscar.

José Maneiro y el chico sólo vieron sacar de allí un par de cuerpos. Desde arriba

de las ramas apenas divisaron los pies. No tenían zapatos y tampoco la piel arrugada.

“Acá le roban las medias hasta los muertos”, dijo José Maneiro.

En el pueblo del puerto todos saben que a esos hombres los matan policías.

Porque ya no vale la pena encerrarlos en la cárcel o, porque, dicen, “no les ha quedado

más remedio.” Los civiles que están de acuerdo con esos homicidios ni siquiera tienen

que decir estoy de acuerdo. ”Porque vivir no es igual que conocer el destino de las

cosas”, decían en los bares, antes de pagar e irse satisfechos.

Las vidas se viven rellenas de paja húmeda.

Los hombres y las mujeres tienen la misma costumbre de vivir así. Dicen que es

mejor. Con las camisas abiertas o cerradas. La paja en el pecho es liviana. Pues los

hombres saben que cuidan sus trabajos para poder sentarse en el bar y a la mesa de la

cena. La paja del pecho es holgada. Sin embargo, igual cuentan varias veces el dinero

como la paja se los aconseja. Y se miran los billetes unos a otros como la bebida. Un

233
muerto en la arenera, para ellos, no vale la paja que paga la costilla de vaca que chupan.

Un muerto de la arenera ya no cuenta billetes. No tiene más opinión. No hace huelga.

No cambia cigarrillos de contrabando. No le pesan los bolsillos. Y se lleva los do-

cumentos a la muerte. El agua arenada borra mejor la tinta y las fotos. Los dos chicos

han escuchado decir, a unos jugadores de cartas en el bar, que los hijos deben pagar por

los pecados de sus padres. “Porque si no, en este país, no paga nadie.”

Los muertos de la arenera son muertos blandos. No permanecen a flote. A veces

aparecen cuando desecan las bodegas a cielo abierto. Y los conoce todo el mundo.

Quizás no saben el nombre del muerto pero sí la casa donde vivió y cuál era su

ocupación. Cada casa se llama la casa del. Pero no es un nombre, después hay un apodo.

Los trabajadores de la arenera drenan el agua de los depósitos con la aprehensión

bailándole en los ojos. El último cadáver es el primero que nombran. Los hombres

enumeran cuántos agujeros tenía el cadáver o si la cabeza colgaba y se mecía abierta

como una medusa. Pero después conversan de cualquier otra cosa que no sea la

maniobra que realizan. Eso ahuyenta el temor, pero la espera está llena de las flores

lechosas que sobreviven hasta el principio del invierno. Los pétalos, calados por caries

oscuras, aguardan en la superficie. Los ojos de los operaros tienen lunas de brillo mate.

Los ojos de los dos chicos tienen cabezas de alfiler. En los negocios las mujeres pueden

hablar de sus hijos pequeños con otras mujeres mientras compran. También charlan de

la comida del día y las enfermedades familiares. Luego callan. Esas mujeres no se dan

cuenta de que su silencio es sangriento. Las monedas se deslizan. Los agujeros en los

forros de los monederos dejan que cada moneda haga lo que quiera. Las mujeres

empuñan sus bolsas multicolores y salen con los víveres. Dejan el fondo para las papas.

En cambio la calle corre incolora. Sólo las bicicletas pueden ser totalmente rojas.

Adentro, en las casas, cada radio encendida se entretiene sola.

234
José Maneiro y el chico se sientan en los bordes herrumbrosos de las piletas de

la arenera. “La gomera en el cuello es de puto,” dicen. El agua les mira las suelas. Tanto

el cabello de la frente entre las rodillas como también la circunferencia de la boca

encogida. Cuando el escupitajo pega en el agua, el agua cierra los ojos y se estruja hacia

los bordes. Los muertos sumergidos allí son los más baratos de todos. No han tenido su

viaje al río ni a la boca del dique. Y para los ojos de los chicos cualquier burbuja sobre

la superficie es la voz de alguien que jamás mató a nadie. Entonces se quedan espiando.

Creen que cuando los gorriones se detienen por mucho tiempo en las paredes de hierro

es porque saben algo. Como los gatos y las ranas azules de ojos separados. Ana se

asoma de vez en cuando y baja enseguida. La escalerilla trepida con sus saltos. Dice

“ahí no hay una mierda”.

“Pero seguro hubo cuerpos que las barcazas se llevaron sin saber que estaban en

la arena”, dice José Maneiro.

“O también trajeron”, dice Ana, “no saben que en Dock Sud no hay cementerio.”

Para Ana en los piletones no hay más que agua podrida. Ni las ratas quieren beberla. Si

los niños vagan con discreción durante la pausa de la comida, los trabajadores los

toleran sin mirar.

El viento en los árboles.

Las ratas que encorvan el terreno vecino.

El susurro de los pasos en los declives de arena tendida.

Gruesa del río Uruguay. Empastada del Paraná, con medallas de limo oloroso.

Una arena extraña, finísima y seca —que se hidrata entre los dientes. Y la arena

abultada de la costa del océano, dos veces por semana. Su vaho de pez marino, ligero,

como fécula de maíz. Y las pirámides facetadas de lentejuelas y lanilla. Y la arenisca de

235
espejismos. La cinta sin fin y la pala mecánica levantan las nubes que no llegan a

ascender al cielo.

Todo es gris. El sol dorado, blanco.

Los agujeros se buscan y se encuentran. Están ahí. Los cuerpos los guardan

cuando ya no les queda nada por qué avergonzarse. Cada agujero grande cuesta ochenta

centavos de peso. Nunca falla, siempre los descubren en la nuca o la espalda.

Los médicos policiales meten los dedos en los agujeros y dicen el calibre de las

municiones en la misma arenera. Fanfarronean. El cigarrillo en los labios le hace

compañía a los ojos. Los números eran siempre los mismos, onceveinticinco y

nuevemilímetros. Nadie les presta atención. El policía que anota es el mismo todas las

veces. Los trabajadores de la arenera lo llaman el marica. “El único que sabe escribir”,

dice Ana. “No sé, por ahí otro ya le dio el papel escrito y él nomás mueve el lápiz”, dice

José Maneiro. Durante el verano los chicos se meten al agua en cualquier lugar. Sin

embargo evitan siempre bañarse en los piletones de la arenera.

Se sientan. Dejan los pies colgando. Comen las moras clientes y escupen flores

violeta en el agua. No vieron cómo se aprieta con indolencia un gatillo. Aunque saben

lo que sabe toda la gente. Por eso temen que las piernas se les enreden en las cabelleras

hundidas o las mangas sueltas de las camisas.

El chico imaginaba que un simple roce lo hundiría como a una piedra.

Durante la semana un correntino trabaja con la pala ancha entre las mangas y las

cintas de elevación. Desde el sábado a las dos de la tarde hasta el lunes a las seis de la

mañana vela de sereno. El hombre es soltero pero había tenido mujer. Ahora ya no.

Empuja los fines de semana con vino tinto o sangría. Él les permite a los chicos el

acceso sin la restricción de los días laborales. Entonces puede dormirse tranquilo.

Sentado en la casilla de control. Pone los pies afuera de la cobija. Roncar, pedorrear y

236
despertarse con un acceso de tos. Luego de todo el día borracho, en el blanco del ojo el

sol de la tarde es muy rojo.

Después del último muerto, contrataron al hombre. Los dueños no toleran ya las

pérdidas de tiempo y dinero por muerte. Sin embargo fuera del puerto dicen que la

policía compensa a los dueños. “Al fin de cuentas todo lo pagan las putas del puerto,”

afirmación que valía entre las favoritas de hombres y mujeres. Eran dos hermanos

viejos, que primero fueron yugoslavos y más tarde italianos. Aunque sin moverse jamás

de Trieste. También decían que más adelante eran los mismos hermanos los que

ofrecían la noche de las instalaciones a la policía. Los del puerto reconocían que los

hermanos lo proponían por la crisis.

“Desde que está el manzana negra acá no pasa nada”, dice Ana. Ella lo bautizó

así por la cara china, redonda y oscura. José Maneiro había querido llamarlo chicharrón.

“Nadie mata a chorros y los deja así”, les decía manzana negra. Ellos raspaban la

arena con los pies. El calor les desprendía las cabezas del cuello. Él escuchaba una tras

otra unas canciones estridentes. En ellas las mujeres eran mentirosas porque cambiaban

de hombre. La desgracia y la desdicha siempre aparecían de súbito en esas canciones.

Ana imitaba a los cantantes con sorna. El manzana negra tenía las carcajadas tan negras

que caía dentro de ellas como en un espejo. Se quedaba atorado. Entonces volvía a

toser.

La joroba de Ana era su mascota. A ella le repugnaba que él se la tocase, pero se

quedaba cerca de él.

El domingo entre la media mañana y el horario de los partidos de fútbol es el día

más tranquilo.

José Maneiro y el chico se deshacen de los cantos rodados de los bolsillos.

Arrojan manotazos que ampollan el agua marrón. El chico trata de imaginar la estela de

237
pequeñas burbujas hundiéndose dentro del líquido. El dedo de luz hace lo contrario y

asciende desde el sedimento. La superficie partida, izada por los piedrazos, se calma.

Debajo, la lentitud irreal del sueño que nadie vence, no mide el tiempo. Y las piedras

continúan su caída. Entran tan lento en la noche que el chico se duerme sin que aún

hayan tocado fondo. Los muertos tienen la boca abierta, los dientes fosforescentes.

Los chicos se van.

Vuelven corriendo para comer.

238
Los jugadores de dados

“Merda negra”, dice el hombre. Un ojo nuboso permanece enjuagado en el

párpado inferior.

Los otros sentados a la mesa, como él, llevan el botón del cuello de la camisa

abrochado.

“Homes como feno, eles quéimanse rápido, son cinzas sen ósos nen ollos”, dice

el que está sentado enfrente. El ojo azul vacío del hombre se mueve como si tuviese la

mirada imbuida de toda la ceja, “eles virán pronto a ser donos da vivendas”, dice. Pasa

la lengua por el labio superior, es demasiado viejo para que haya color en la carne. El

tercero de los hombres mantiene el cigarrillo cerrándole los labios. Aguza los ojos hasta

que las arrugas corren por las mejillas como gotas secas. El cuarto hombre se pone de

pie y deja un billete sobre la mesa. Su voz huele a vino y a la madera del tabaco,

“lémbrase, do mesmo xeito que os nacionalistas que entraron no pobo. Os arxentinos

terán que vivir fóra da súa casa”, dijo. El hombre del ojo grisáceo asiente. Entonces,

por algún motivo, el cuarto jugador sale del local.

Han observado la mesa y la ventana. El lugar vacío. Un minuto después se han

puesto a jugar de nuevo.

Los jugadores de dados pierden el ritmo del tango. El parlante de la radio

chisporrotea. Ellos mordisquean maníes rosados y marrones. Son viejos jugadores, pero

a veces sus propias jugadas los dejan perplejos. El golpe del cubilete sigue de repente

otro camino, pues el tango viaja sobre sí mismo. La ventana achata al sol y a unas pocas

ramas. La mesa se sostiene sobre una pata más corta.

Los pantalones de los hombres son de la misma calidad que los pantalones de los

demás hombres. Los codos y las rodillas han perdido también su color. Los tres juga-

239
dores tienen los codos pegados unos contra otros sobre la mesa. Tres. Es un número que

para ellos no tiene ni buena ni mala suerte. Obedece sólo a la necesidad del momento.

Terminan el partido y sacan cuentas. Comienzan otro juego. Piden más vino. El

dueño del bar sale de atrás de la barra con una botella. El tango lleva un nombre que a

ninguno de ellos le gusta. Cuando los vasos se llenan aparece una ventana en ellos. El

vino a esa hora es marrón como el cubilete.

A los jugadores de dados les encanta contar historias. Alzan el cubilete, lo

voltean como una campana. Son tres. Los tres peinados con la raya del mismo lado.

Tres rayas sinuosas recortadas por escamas de caspa. El vidrio de los vasos es grueso.

Adentro el vino permanece indolente y rollizo. Cada vino está detrás de una ventana.

Cuando los jugadores se ríen también quieren perder la decencia.

“Pronto vamos a tener que usar tus dientes en lugar de los dados”, le dice uno a

otro. Pues a éste los dados le han caído mal varias veces y no sirven para nada. El dinero

de las apuestas continúa debajo del cenicero y tiene cenizas encima. Nadie se preocupa

por el dinero. Saben que su dinero, sus apuestas y sus historias no tienen futuro. Pero

son útiles. Y se lo saben tanto y tan bien como la risa.

Dependen del sol y la ventana para observar sus cuentas en el papel.

Un último dado da vueltas sobre uno de los vértices. El tiro es tan importante

que el jugador ha limpiado un espacio de la mesa con la mano. Cada ápice que gira no

arrastra a la suerte. Sino al tiempo. Una gota de tiempo, otra la sigue. Ninguna es una

esfera. El dado se detiene. La jugada está perdida. Suman sus números y uno de los

jugadores sopla las cenizas que cayeron fuera. Los billetes están mugrientos. “No hace

falta que sumes”, dice el jugador del ojo gastado.

La puerta del bar se abre, pero no entra nadie. Los jugadores vuelven a mirar sus

vasos.

240
Las historias que cuentan los jugadores se cuentan entre ellos hablan de mujeres.

Para llegar al fin nunca los apura que estén desnudas, al contrario. Sus historias los

devoran sin que ellos las hayan vivido. Pero siguen como perros a sus historias. “No

importa si oyen detrás de las puertas o desde los umbrales. Se van a morir con la boca

abierta”, dice uno de ellos. Los otros callan. Detrás de las frentes los cuentos se repiten.

El que ha hablado se levanta, cierra la puerta abierta. Han entrado hojas de fresno secas.

Las empuja porque nada más arrastra los pies al andar.

“No importa que cocinen bien, es mejor que sepan desenvolverse en la cama.”

“Por eso te fuiste de Galicia.”

“Por eso te echaron a ti.”

“Que tu mujer no tiene ojos más que para la cocina.”

“Sí, y lo bien que hace.”

Una mujer sale de la farmacia. El vidrio está tan sucio a la altura de los ojos que

no la reconocen. Camina sin detalles y lleva un abrigo verde. Puede ser cualquiera. “Sí.”

“Es la mujer del peluquero. Sus hijos se fueron de casa y se ganan la vida en el sur.” “El

peluquero es romántico con los hombres, eso es lo único que debe importar.” “Porque

su mujer también lo sabe.” “Pero si esa no era su mujer.” “Se fue por otro camino.” “No

tiene por qué ir a su casa. A esa mujer no le gusta cocinar.” “No, no sabe.” “No debe

tener ganas, ya cocinó para tres hombres.” “Bueno, ahora nada más tendría que

cocinarle a dos y comer afuera.” “Tampoco, porque el peluquero respeta su casa.” “No

sé, dicen otras cosas.” “Qué.” “Qué los hijos se fueron porque el menor encontró al

padre con uno del taller naval.” “Cuál.” “El de acá, de la otra cuadra.” “Y la mujer con

quién se calienta los pies.” “Qué se yo.”

“Pero si todos vamos al mismo peluquero y pasamos por los mismos dedos una

vez por mes.”

241
“Ajá, cinco dedos para cada oreja.”

“Tu oreja es muy suave aunque no oiga bien.”

“Hombre, no es para oír que la tengo, sino para que hablés.”

“Bueno, dios nos ama a todos pero no quiere que hagamos todo lo que

queremos”, dice el ganador.

“Por eso yo duermo con mi mujer.”

“Todavía espero que la hija del carnicero me diga, ven.”

“Una muchacha así de hermosa no se apoya en el viento de un culo viejo.”

“Ha visto más animales sacrificados que cualquier otra, bien me la puede ver.”

“Empieza.”

Los jugadores juegan con golpes secos. Tres veces por turno buscan algún

esquema. Éste es el buen camino. Conocen desde hace tiempo que sin ellos no se va

muy lejos —perder los deja indiferentes, sólo la falta de suerte los asusta. Les come los

talones, las escamas de piel que pierden de los tobillos. Sin suerte terminarán jugando

para vivir otro día ya sin siquiera hablarse. Sin suerte la vejez les cobra todas las

apuestas por mano. “Eso es mucho para cualquier hombre”, dicen.

Para su desgracia ahora ninguno de los tres deja de pensar en las piernas abiertas

de la hija del carnicero. La suerte es algo que piensa en volverse real a través de los

hombres. El hechizo de la juventud juega con la evocación dentro de las cabezas. Es la

única forma de juventud que les queda. El recuerdo fresco y acumulado.

“Cuando era joven durante años no tuve suerte”, dice uno de los jugadores. “Los

dados no me querían, ni hembra ni tierra, ni Santiago parado en su campanario de

Compostela pateando a las palomas.”

242
El dueño del bar oyó a los jugadores hasta que se cansó de los tangos de la radio.

Cambia de emisora. Todas pasan tango. Entonces el cansancio se vuelve una

normalidad de ser para los hombres.

“Tuve tan poca suerte que se me ocurrió tragarme los dados”, dice. Los otros dos

lo observan pues no pueden dejar pasar las palabras. “Pues si me los tragaba

desaparecían.”

“No había nada la primera vez que cagué, pero después salieron los cinco, los

lavé, los usé y mi suerte cambió, pero ahora ya sólo puedo tragarme uno.”

“Todo te resulta poco”, dice otro.

243
La mancha

A todas las mujeres les acometió la risa. Algunas estaban tan cerca entre ellas

que sintieron el aliento de la otra lamiéndole los dientes.

Cuando las mujeres del horno están así de juntas, en los cuellos, los pómulos y

las orejas, se abren de un golpe otras bocas. Cada cráneo se ubica con sus párpados níti-

dos sobre una carcajada ajena. Una caja de fósforos se ríe en una mano, sobre la punta

de los dedos. El ruido de la caja de fósforos les hace creer que sus risas tienen

consecuencias.

Nadia no puede mantener los ojos abiertos. La risa llega hasta la frente. Encima

está la oscuridad. Tanto la risa como la oscuridad son manchas. Una entra dentro de la

otra como una pareja. Pesada se deslizan entre los demás rostros. La risa, las manos, los

rostros, bajo la luz eléctrica son amarillo tiza. En el horno los panes forman sus costras

orladas de rojo oscuro. “El fermento inventa el pan”, dice una de las mujeres durante

cada amasado.

El horno es el único lugar caliente entre las paredes de chapa ondulada. La mujer

más apartada tiene un chal verde, dice que si se acerca más al horno echará a su marido.

“Yo también aguanto el olor a culo, pero no el frío”, dice otra.

Las demás se frotan las manos. Como si pensase en las risas una muchacha dice

“qué rápido olvida uno todo”.

Nadia mueve los pies. La campera abriga y los guantes son calientes. Timme

debe estar frío y húmedo como un cuis miserable. Nadia ahora no siente pena por él

mientras está con las mujeres. Las venas de su cuello serpentean inflamadas. En cambio

las de las demás mujeres se aplastan. Esas venas plegadas debajo de la piel llevan

sangre fría y chirle. El hambre mancha los ojos. El frío mancha los pómulos. La caja de

244
fósforos desprende una mancha de polvo de la risa. La mujer que aparta el cigarrillo

sonríe. La oscuridad es tan ágil detrás de los dientes que sólo con mucha atención se la

ve pasar.

Cuando discuten de política Nadia habla sola. “Con decirle sí a estos

explotadores ya no se puede tener control sobre la vida.” Aplasta un cigarrillo contra el

piso.

Sin la pena, la rabia se descarga contra el cigarrillo, el cigarrillo es Timme.

Timme duerme empapado. Los ojos cerrados se manchan de una curva débil. Cada uno

sueña.

Muchas veces Nadia no sabe, si las mujeres que le acarician la mejilla la quieren

o la respetan. La tocan con las palmas cargadas de rayas y mugre. En ese momento se

esfuerza por no cerrar los ojos para no encontrarse a Timme. “Mi orgullosa

superioridad, tu orgullosa superioridad, nuestra orgullosa superioridad”, le dice Timme.

Pero él habla de sí mismo en plural. En ese momento Nadia sonríe a las mujeres.

La sonrisa de Nadia es dulcísima. Cuando era niña e iba con sus sonrisas a su

madre ésta le sacaba el pelo de la cara. Y la mandaba a hacerse una trenza. “Podés salir

de debajo de la tierra sonriendo pero no vas a salir limpia”, decía la madre.

El horno, por fuera, es sombrío y rojo en el interior. El resplandor se detiene en

las manchas de las caras. Las mujeres a veces continúan absortas hasta parpadear y con

la punta de los dedos se tocan la piel debajo de los ojos. El humo les ha inyectado

pétalos. Y son una belleza contraria a la vida.

Hoy las mujeres no hablan, como siempre, de que donde no hay justicia todavía

no ha llegado lo peor. Nada más es Nadia quien lo repite.

Después de las risas un gato verdegrís las observa, cómodo, debajo del horno.

Pero no las mira, piensa. Más allá, en un rincón, dos hombres se pasan un cigarrillo. Son

245
jóvenes. En cambio, las pistolas que tienen entre el cinturón y el abdomen son viejas.

Las empuñaduras son pesadas y se tuercen. Tiran de las presillas de las cinturas. El gato

regurgita una bola de pelos con máculas blancas. La olisquea. Su nariz es débil. De un

instante a otro lo que ha salido de él ya no es suyo. Luego se aleja un poco. El pelaje de

la cabeza se afloja, le crece la cara debajo de los ojos cerrados. El lugar es demasiado

bueno para él.

La libreta de cuentas, detrás de los cálculos, se ha ido llenando de frases. Nadia

no sabe cómo las palabras han hablado de tantas cosas que ella no recuerda.

Apartó palabras del lunfardo. Otras palabras del pueblo de Belarús donde nació

su abuela. Se parecen tanto a las rusas como si saliesen del mismo bolsillo. Palabras

más pequeñas —que con la respiración se le habían ido volando. Durante este tiempo

hizo listas mientras hornearon panes. Las revisa cuando no sabe qué hacer. Quizás la

lista no sea revolucionaria, sino apenas lo que en realidad piensa a través de lo que

siente. Y el horno de pan es su escenario.

“Skura i kosci i mova.”

“Z kamenien dlia kožnaj ruky vy atrymlivaiecie ǔ raj biez pamiaci.”

“Budzilnika…”

“Šersč.”

La libreta de Nadia está, ya por poco, completa. Casi en su totalidad suben y

bajan columnas y cálculos.

Los labios de los dos jóvenes están cerrados. Sus bocas deberían caber en rostros

de niños. Las oprimen tanto que Nadia siente lástima por ellos. El gato es más astuto

que los jóvenes. Anduvo en la risa de las mujeres como otra mancha —el horno lo

salpicaba de rojo. Y él entonces fue rojo. Daba unos pasos y la lamparita destejida lo

cubría de amarillo. Enseguida era un gato amarillo de ojos grises. Los jóvenes no saben

246
que después del séptimo gato siempre viene un tercero. Sucumben a la fuerza de su

altivez. Continúan idénticos a sí mismos desde que entraron a la reunión. También en la

primera a la que asistieron las bocas tersas no pudieron quedarse en los rostros. Chapas

corrugadas, cartones, bolsas, trozos de plástico, desgarros plásticos, lonas. Entre todas

estas cosas a veces en la villa los niños no viven lo suficiente como para tener un rostro.

Un rostro duradero necesita de una boca que pueda crecer más allá de la pielyhuesos. La

boca es un ave sin alas. Debería serlo en todos los rincones.

“Y si estuviera embarazada”, Nadia cree que entonces Timme estaría en dos

lugares al mismo tiempo.

“Nunca estás en ningún lugar”, le dice. “Nunca cuando te necesito.”

Hay dos mujeres nuevas. Una es casi una nena, y ella sí tiene la panza ocupada.

Lleva apenas un vestido de verano y orillos con barro viejo. Arriba una campera de jean

y una bufanda. La bufanda tiene más agujeros que lana. La muchacha embarazada la ha

aflojado. Entre los dedos y los agujeros las hebras se estiran. Las piernas desnudas son

en extremo flacas. Clavadas en un par de zapatillas que le rodean los tobillos de una par

de medias verde. “Siempre tengo calor y siempre quiero comer melón, pero ahora no

hay”, dice.

Los muchachos salen. Queda la mancha oscura por donde entraron a la noche.

Debajo de las mesas y las sillas andan las mismas manchas. El gato las aplasta

con su vientre. Nadia y las demás mujeres verifican las cuentas y los resultados. Deben

decidir si estancarse o modificar la forma de producir su pan y para qué. Las mujeres

pueden reírse y hablar serias al mismo tiempo. Para escribir, el lápiz raspa el papel, y la

mujer que escribe cede la palabra. A veces no hay orden y lo contrario al orden es el

silencio. Entonces la que escribe hace dibujos que no pueden irse volando. Y los dibujos

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se van conformando con la rasposa fricción de las típicas pisadas de insectos sobre

papel.

Algunas mujeres quieren vender facturas y pan a los obreros de la fábrica de

jabón y del astillero de Dodero que rodean la villa. Otras prefieren seguir como están,

pero aumentar la producción y repartirla entre los pobladores de la villa. “Hay que hacer

otro horno.” Nadia quiere atraer a los hombres, pues es cierto que se necesita otro

horno, pero también hay que construir un local más seguro.

“Las chapas agujereadas de bala son una diversión”, dice una de las mujeres. “Si

quieren nos prenden fuego y listo.”

“Eso ya lo hubieran hecho hace tiempo con la nafta de bienestar social.”

“Hay que irse de acá.”

“No”, dice Nadia. “De acá no hay ni que pensar en irnos.”

“Acá, acá.”

“Acá hay un orden para hablar, y vos Nadia también tenés que esperar tu turno.”

“Mirá, a mi la derecha, la derecha peronista, los pequeñoburgueses o los que

sean… no me dirigen en ninguna fábrica, yo no tengo director de fábrica, no tengo

capataz, no tengo sindicato, no tengo trabajo y algunos días tengo un marido, todas, acá

dentro, podemos decir que tuvimos más hombres que pares de zapatos en la vida, yo

con eso me puedo poner a empollar los huevos más calentitos y sin un sólo pelo, pero si

nos quedamos en este lugar perdemos, nos van a cagar a tiros, o van a ir a tirarnos de

nuevo los ranchos abajo, o los van a prender fuego con nosotras adentro, y yo prefiero

darle mazazos al horno que hicimos y levantarlo en otro lado, hacer dos hornos y pensar

que podemos hacer la tan famosa cooperativa, y que después venga más gente.”

“Yo pienso igual, si nos quedamos acá no vamos a ningún lado, no somos una

sala de primeros auxilios.”

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“Igual. Igual, si no nos vamos sabiendo bien qué vamos a hacer, da lo mismo

hacer pan y charlar después de haber limpiado todo el día casas en Avellaneda o Ca-

pital, cada vez tengo menos ganas, yo tengo que volver y todavía cocinar en casa, la

piba más grande no me ayuda, se cansa con mirar las ollas vacías, pero al menos cuida a

los demás hermanos, vámonos, la última vez que le corrí la piel de la pija a mi marido

creí que estaba viendo el cordón de una zapatilla que busqué toda la tarde, yo estoy de

acuerdo.”

“No sé, pero yo haría las dos cosas, podemos ir a un local, buscar alquilar un

local, vender delante de esta fábrica, otra fábrica, el astillero, o buscar un local que

también nos sirva para vender al público.”

“No nos van a alquilar un local para dejar que hagamos dos hornos. Tenemos

que comprar o conseguir hornos como los industriales, encender el de barro es como

mirar sábados circulares, tomar la temperatura, arreglarlo, mantenerlo, si nos vamos

tenemos que decidir eso.”

“Yo también pienso que está bien salir de acá. No se me ocurre cómo, pero estoy

segura que si vamos a vender algún tiempito delante de la fábrica, mejor pongamos a la

nena embarazada en el puesto antes de que tenga.”

Los dos jóvenes entran. Las bocas oscilan. Los cigarrillos se queman ofuscados.

Aire gris y párpados tensos, y el cansancio que juega con los cabellos de la frente.

Ninguna palabra propicia los encuentra dispuestos. Las mujeres hablan. Sus lenguas

tienen gajos invisibles bajo la luz cenital de la bombita. Los muchachos oyen con las

bocas torcidas. El humo asciende a través de un embudo enlosado.

La joven embarazada está de pie y camina. No puede mecer las caderas. Las

paredes se le acercan a los hombros. Un botón de la campera cuelga de los hilos.

249
“Mierda”, dice. “Me conseguís un melón o una sandía.” Se ríe de lo que dijo. Las manos

atrás de las caderas enarbolan el torso. Es una mujer arriba y otra abajo.

El joven más alto la observa. No dice nada. “Ya tenés una entera en la panza”,

dice el otro. “Sí, pero no me refresca.” Muestra el sudor de la palma de la mano. “Pero

no es de acá”, dice ella.

Nadia no sabe si decir lo que piensa o callarse con todas las palabras de su

libreta delante de los ojos, pues quiere hablar hasta por los codos. Pero quiere armar

frases con las palabras que ha ido acumulando. No encuentra un lugar físico de donde

sacar las palabras políticas para este momento. Timme está escondido pero va a trabajar

a destilería. No va a casa. Pero va a destilería para que lo maten por el camino. No

piensa en ella. Esa noche no va a estar parado bajo el farol del terraplén. Tampoco tiene

ya reloj en la muñeca para poder mirar. Él no sabe esperar de ese modo. Estaría perdido.

Y además ya no tiene un anillo con el nombre de ella.

“Creo que no hace falta votar, hagamos política, no me refiero a la profesión que

tenía Perón o la de Balbín, o a una elección para gobernador de provincia, entiendo que

el grupo ya decidió cómo tenemos que actuar, ahora deberíamos ver cómo encontramos

un lugar y decidir sobre el tipo de horno u hornos y, también, como mejorar lo que

hacemos, quiero decir, para qué nos sirve venderles facturas a trabajadores que salen de

una fábrica, o qué sentido tiene irnos de la villa si sólo nos vamos por temor o por el

olor, a pesar de que ustedes viven acá y todo lo que hicimos se hizo desde acá y por el

trabajo de ustedes”, dice Nadia.

Cuando terminó la reunión el gato dormía como un rey. Un par de mujeres lo

miran y ríen. Tienen los rostros ajados por el gran tamaño del día. Algunos panes se han

sobrecocido.

“A mí me gustan así, con flecos negros”, dice la embarazada.

250
Cuando todas las mujeres se van los jóvenes echan a andar con Nadia por la

calle del terraplén.

“Cómo van a venir así”, dice Nadia.

“Es más seguro, la triple a se lleva o mata gente en cualquier esquina, no seas

ingenua”, dice el más alto.

“Vos no seas pelotudo.”

“El comité miliar regional decidió ejecutar al turco en el momento y lugar donde

se lo encuentre, textual, por lo del nene que mató y el muchacho que hirió, además del

matonaje que usa en el SUPE”, dice de nuevo el más alto.

“Y quiénes lo van a matar”, dice Nadia.

“Ya hay un comando.”

“Me imagino”, dice Nadia.

La luz del alumbrado camina despacio en los pies de las sombras. “Encontramos

al subcomisario”, dice el más alto.

Nadia se detiene. El aliento sube.

“Seguro te enteraste, ya está”, dice el más alto.

El muchacho más bajo enciende otro cigarrillo. La ropa le apesta a tabaco

rancio. Airea la humedad como el pelaje de un perro.

“Sí, aunque me gustaría saber quiénes fueron realmente, sé que me van a

mentir.”

“No es mentir, es seguridad.”

“Y además, qué es esto de irse de la villa”, dice. “Hubieran intervenido”, dice de

inmediato Nadia.

251
“No nos podemos ir de la villa”, dice el más alto. Es también el más flaco.

Siempre parece enojado o triste y camina con los hombros como la muchacha

embarazada.

“Son ellas las que hicieron todo y las que viven sus vidas en la villa y están

expuesta de la mañana a la noche. Y voy a seguir trabajando con ellas, pero ellas ya

decidieron”, dice Nadia.

“Vos también estás expuesta, y mucho, y precisamente por eso deberías liderar.

Es necesario que tu trabajo también cuente y valga el peligro.”

“Todas las veces que no están acá, está mi trabajo contando, contando los días

sin apoyo y los que ustedes también no están.”

Después del terraplén, frente a la entrada cerrada del club de regatas, se separan.

La luz del alumbrado queda atrás de los árboles.

Nadia se sienta delante de un plato que le llega hasta la cara. El vapor de las

papas y la carne recalentada no la conducen hacia el hambre. La libreta está sobre la

mesa. La libreta aprieta su mancha debajo. A Nadia le gustaría saber los pensamientos

que nunca pensó y que, sin embargo, lleva en su cerebro.

Ahora cada vez que vuelve a casa anda en puntas de pie. Se enrosca el cabello

alrededor del dedo y permanece apoyada en la mesa. La mano, el brazo. Si no está

atenta, en esa misma posición, se pone triste.

La carne se enfría, suelta sus gotas obesas y, enseguida, por donde el calor

escapó de las papas se forman ramos grisáceos. Las papas empujan sus manchas —el

plato pisa la suya y las manos de Nadia están ardientes. Aunque todas las paredes de su

cabeza giran huecas, su cabeza está llena de fuego. El mechón de cabello estruja al

dedo. “Al fin y al cabo me pondrán en tierra y a los pensamientos que no pensé también

los enterrarán conmigo.”

252
Los rostros de agua

Para crecer el pasto no tiene otro remedio que volverse maleza y reunirse en

difusiones circulares.

La plaza es un triángulo.

La tierra, adentro de él, no se reaviva. Apenas se repite.

Encima de la tierra, el polvo rueda. Se deposita en la nervadura axial del los

pastos. Y los pastos y la tierra son tan inservibles que después vagan durante el día

entero. La noche no les trae suerte. Cada persona que atraviesa la plaza no pasa por

ningún lado, está yendo a y viniendo de. Luego del amanecer los juegos montados en la

tierra se mojan. Están entre el invierno y la primavera. Durante el amanecer ya huye el

día. Da poco tiempo para saberlo.

La plaza de polvo es un desolador reloj solar.

El chico no utiliza los juegos. Ana se aburre de observar el talante alegre y

predispuesto de su hermano. El hermano se trepa a los juegos. Hace equilibrio, grita y

no se deja alcanzar. “Me despertaron”, dijo José Maneiro en la puerta de su casa. Detrás

de él sueño es apático. El cabello se le vuelca espumoso. Arriba un profundo remolino,

el cabello y el aire. La primavera zumba y tiene espuma en las orillas del cielo.

Entonces la apatía lo impulsa.

El verano anterior fue tan largo y ancho que los días jamás se completaron.

Afuera, en el río, los hombres se lanzaban de los botes al agua bronceada. Subían y

volvían a arrojarse. En el pueblo del puerto las chapas refulgieron. El calor ardiente

estaba compuesto por bolitas y espigas sin laya, que buscaban el aliento de las personas.

En la plaza, de primavera a estío, los niños andan con sus penachos de polvo gris. Bajo

la pelusa del sol en los cráneos.

253
El hermano de Ana ha aprendido a trenzar hacia un lado las cadenas de la

hamaca y luego a soltarse hincado sobre el asiento. Al principio caía. Se despellejaba las

manos y las rodillas. “Sos un boludo, tenés que poner las rodillas dobladas haciadentro”,

le decía Ana.

“Pero yo no lloro nunca.” Si alguna vez no sabía cómo detenerse, él mismo se

lanzaba a tierra. “No quiero tener la piel finita como la tuya”, decía. Y volvía corriendo

a subirse. A lo largo de la calle de la plaza, unos arbolitos desgraciados duran incoloros.

Los han sembrado bajo el sol más absorbente. Y el segundo verano los espera. Los

arbolitos son livianos. Los niños los doblan y sueltan. Los arbolitos silban. Las nubes de

primavera son trapos amarillos. Los días todavía crecen mitad invierno y mitad tibios.

Parado sobre la plataforma del tobogán José Maneiro es más alto que las

chimeneas de la fábrica de jabón. Desde las chimeneas, la altura del día, siempre se

viene abajo encima del cañaveral. José Maneiro se arroja por el tobogán con las manos

haciadelante. Las manos lo detienen. El suelo se vuelve un ovillo en su nuca. Todo el

cielo ámbar se le sube a los hombros, y resbala por el abdomen. En la punta de los

zapatos la punta del cielo no tiene nubes. José Maneiro saca los pies del cielo. El

arenero es un polígono de humo que ya conoce. El hermano de Ana que va detrás de

José Maneiro, para llamarlo por el diminutivo del nombre, sólo cambia el acento de

vocal.

En la maleza del terraplén hay dos trabajadores municipales. Por detrás sus

siluetas son iridiscentes. El sol boga en espiral encima de los sombreros de paja. La paja

después de mediodía es brisa reseca. Un perro gruñe y las patas le tiemblan. El ladrido

es ronco. El chico le tira una piedra. El perro ladra aún con más fuerza. Todos lo

ahuyentan. El perro, arremolinándose porque se aleja, avanza y retrocede. Anda de

costado. Le ladra a las guadañas o a las piedras.

254
Los trabajadores han estado cortando la maleza. Se prestan una piedra para

afilar. En la mano la piedra late. Y late también la empuñadura de madera de la gua-

daña. Esos latidos significan todo el día. El chico los observa. Parecen jugadores de

villar. Toman la tiza. Toman la piedra. Repasan. Afilan. En el final de los movimientos

agitan semicírculos. Los hombres salen de adentro de un mameluco azul empapado de

sudor. El primer calor de primavera no necesita de tanto sol.

El sol declina hacia la fábrica de jabón. Ésta tiñe el día. El día tenido tiene

colores diferentes para todos. Los jornaleros beben cerveza mientras trabajan. Ponen

los labios brillantes en el pico. Antes los limpiaron con el dorso de la mano. Y tragan

con los ojos cerrados. Luego vuelven a aferrar las guadañas. Las alas de metal rodean

las piernas de los hombres. Suben y regresan. Son hostiles. Los labios se secan

enseguida. Entonces otra vez toman la botella, pues el cansancio brota de nuevo por la

garganta. Pueden pararlo ahí, en la boca. Uno de ellos se quita el sombrero de paja, se

enjuaga la frente y escurre el aro interior con un pañuelo. Los dos tienen los cuellos

hinchados. A uno le descienden orejas muy planas. La calle del final está desierta.

Antes de que la calle corte al terraplén otros dos hombres pasan. Arrastran sus

sombras, son dos palos largos y flacos. Uno se apoya en una sombra más corta. El fuego

del sol da sobre los pasos. Ana reconoce al más alto. Algunos lo llaman Bambuda.

Adentro de la boca de Bambuda las mejillas se tocan entre sí. La barba blanca es

huesuda y leporina. Ahí la sombra tiene la forma de la copa de los naipes. Luego

descubre que el otro es quien le ofreció peras. El otro hombre empuja de costado el

manubrio de la bicicleta. El manubrio no posee sombra. En el cajón de la bicicleta hay

frutas. Las moscas tienen lágrimas de luz en las espaldas. Y no las dejan deslizar sobre

las frutas que ansían.

255
Un grupo de muchachos pasa tan lento en bicicleta que el día se va deteniendo.

Entonces machaca carbonilla dentro de cada sombra. El perro los sigue con la cabeza

sin ladrar. Balancea las patas. Los muchachos le gritan a Ana que se ponga un corpiño

en la espalda.

Entonces los trabajadores municipales ven al chico y a Ana. Luego bajan la

cabeza, la botella y toman las guadañas. Pasan la otra mano por la boca para sacarse el

sol caliente de los labios. Los sombreros de los hombres también están agarrados del

sol. Debajo de las alas de los sombreros los mentones y las bocas discurren desde el

humo de los cigarrillos. “Cuando la tierra está tan dura son más fáciles de cortar”, le

dice un trabajador al otro. Arrastran los pies como el peluquero alrededor de las

cabezas. Los pasos quedan muy cortos como para apurarse. El pasto rueda hasta abajo

del terraplén. Uno de los hombres deja la guadaña y va hasta la araña de azadones y

rastrillos. Levanta la botella y se la empina. Ya está tibia. Pero antes, en los labios,

mantiene una hebra de pasto y un silbido velado.

Arriba el otro hombre se quita el sombrero, lo seca una vez más. Abajo, el disco

negro entra en la tierra iluminada. Ana se recuesta en el suelo. Las moscas suben.

Recién segada, la hierba huele a calor. Con la mano dentro del sombrero el hombre

observa hacía el otro lado del terraplén. De aquel lado la tierra húmeda y el barro nutren

al cañaveral. Por todos lados prosperan las cañas, juncos y plumerillos. Todo se difunde

de golpe y a simple vista. Por tramos oscilan los restos del arroyo. El botero del dique

dice que todo tiene una madre y si no se la adjudica —Ana le dice al caucecito

enroscado la madremugre de las tripas. El pañuelo del jornalero salta desde el interior

del sombrero a la mano. Eclipse, pájaro y humo negro. Ana aprieta los párpados. El

hombre se encoge de hombros y baja silbando entre dientes. Silbar varias veces también

le debe provocar una sed profunda. Deja el rastrillo a los pies del otro trabajador y va a

256
buscar más cerveza. De los hombros para abajo la guadaña los ha convertido en

autómatas.

Ana sube al terraplén de inmediato. Y camina por el borde superior. El cielo ya

se ha inclinado más de la mitad hacia la fábrica de jabón. Los yuyos cabecean, la

sombra de Ana no posee joroba y es igual de delgada que las herramientas. La guadaña

susurra. Los yerbajos necios se hunden. Los tobillos de los pantalones del jornalero

bisbisean. Cada alpargata espera a la otra. El olor caliente, otra vez, sube arqueado tras

la hoja afilada. El otro trabajador retorna con la cerveza. Ahora no puede silbar. Se

guarda varios tragos y también el borde del ala del sombrero en el labio superior.

El atardecer se ocupa siempre de tener los brazos hasta las rodillas. Con nada por

delante el chico también sube. La silueta agazapada de Ana, extiende una raya negra

anudada. Hace que la otra, de pie, también se achique. Bajo los ojos, el sol arde como

hielo. El chico se siente borroso ante la luz frontal —no ve lo que mira. Otro tirón de

Ana le acomoda la cabeza. En el alto cañar hay un espacio despejado. Un piso de juncos

verdes enlazado con otros ennegrecidos por la podredumbre y penachos apisonados. Las

cañas rodean a Bambuda y su amigo. Continúan, extendidas hasta la fábrica de jabón, y

levantan riadas de varas. Sobre el piso tramado de juncos la bicicleta se ha mantenido

sobre su muletilla. En el cajón, las frutas, donde están picadas, abren los ojos. Una

botella de líquido claro permanece recostada sobre un ramo de bananas negras. El hueco

se mece fresco y silencioso. Ambos hombres están erguidos. Bambuda de espaldas y

con la cadera haciadelante. El otro hombre de costado, la gorra inclinada traspasa una

oreja negra. Debajo del ojo le arranca la barba. En la nuca y los hombros de los dos

saltan chispas negras. El sol que atraviesa las cañas les alambra las cabezas sin ir más

allá. Un par de peras ruedan hasta el suelo acolchado. Una de ellas se detiene contra un

257
pie. La carne dulce y fofa de la fruta es castaña. Desde arriba una nube de moscas se

estira gentil.

Bambuda abre aún más las piernas y los pies se sumen más profundos. Todo el

cuerpo se le estremece. Las cañas se sostienen amortiguadas a las sacudidas. Las piernas

de los pantalones sólo le alcanzan para arriba de los tobillos. Los tobillos de Bambuda

tienen rollos huecos de sarna.

Ana y el chico ven entre las piernas del pantalón a otra persona sentada sobre los

talones. Su peso apenas abolla al agua. Usa una pollera corta y levantada para

mantenerla seca. En el espacio entre las rodillas hay un rostro de agua marchita. El

rostro de agua posee sólo un ojo. Las fibras de junco del piso se esponjan. Y los rostros

de agua surgen aquí y allá y se desvanecen. Las frentes son oscuras. Sobre el espacio de

los ojos no hay cejas.

A las rodillas en el suelo se han arrimado peras y una manzana que también

rodó. El chico se pasa al otro lado de Ana. Quiere ver mejor. De rodillas había otra niña

de la edad de Ana. Con ojos de costados redondos y altos. La frente estaba desatenta. La

gorra cubre la oreja del hombre y se desliza hasta el piso vegetal. Al hombre se le viene

el ceño hacia los labios apretados. La rabia, la urgencia, el aumentar, son lo mismo para

la boca. Entre ceja y ceja el hombre tiene a Bambuda y a la niña.

A Bambuda la cabeza se le desploma una y otra vez. Cierra los ojos para volver

a subirla. Las moscas también han ido a ver. La niña aparta a una que se detuvo en su

pómulo. El ademán despertó a Bambuda que aprieta la cabeza de la niña y la oculta en

su cadera. Aprieta la cabeza y las piernas de la niña tiemblan, entonces ella sacude el

abdomen plano. Allí se bombean náuseas.

Al momento siguiente todo se detiene. El cañaveral dorado libera el vapor

monótono del final de la tarde. Bambuda da un paso atrás. La niña sigue de rodillas.

258
Pestañea muchas veces pero no transcurre siquiera un segundo. Del malar poroso y la

boca le cuelga un moco blancogrís. El desorden del cabello parece que va a caer como

un nido a causa de la respiración desequilibrada.

“Qué gusto tendrá eso”, pregunta Ana. Cuando ella corta la cebolla en su casa, la

cebolla gotea leche. Es ácida y se le pega en la punta de los dedos. A Ana le gusta

mucho la cebolla. Abre pan y hunde las rodajas, las sala y les gotea vinagre y se va a la

calle comiendo.

“Qué se yo”, dice el chico, “por ahí al agua de la arenera.”

De la cintura para arriba la niña está desnuda. Tiene dos diminutos pezones

aceitunados y dormidos. El blanco de los ojos es del mismo color del moco. Ha estirado

el cuello para no manchar la pollera. Las gotas escurren sobre los muslos desnudos y los

rostros acostados en el agua. Los rostros del agua enseguida se hunden. Con los ojos

cerrados, como si hubiera oscurecido. Sin embargo sólo pasa una nube.

El otro hombre sigue enojado.

La niña permanece inmóvil. Encoge los labios. Deja restos del moco afuera.

Sobre las costillas la piel está ondeada igual que papel mojado. El hombre se indigna

aún más. Sostiene afuera de la bragueta un trozo de carne parca. Negra. Muy dócil. Se

ve en la cara que la docilidad lo enfurece. En un dedo lleva un anillo oxidado.

Retrae la piel del extremo y suelta un chorro sobre la boca de la niña. Entre los

muslos de la niña se forma el comienzo de otro rostro de agua. Detiene el chorro y

extiende el brazo y un dedo como un gancho. Nada cambia. Vuelve a orinarla en los

labios y la mejilla. Le limpia la cara. Y la cara se escurre con el moco lechoso hasta el

suelo. El rostro de agua se acomoda y se hunde. Ana y el chico no pueden oír su propia

respiración.

259
El hombre continúa enojado. Se acerca a la niña, le abre la boca y orina dentro.

La niña sólo cierra los ojos hasta que el hombre termina. La niña tiene la lengua rosada.

Deja correr al líquido por la comisura de los labios. La piel de la cara le devora las

cejas. Y sobre la piel la orina se adhiere como gotas de grasa.

La niña tironea con fuerza de unos juncos fibrosos. Ningún junco la ayuda. Al

final los rompe. Los empaqueta y soba. Con eso se limpia la cara, la boca y el pecho.

Mete el toroso dentro de una blusa descolorida. Toma una bolsa tejida del asiento de la

bicicleta y la llena con las frutas del cajón. Toma las mejores de las caídas y encima

acomoda deprisa la botella. Mete como un rayo la mano en el bolsillo de Bambuda y la

saca apretada. Corre entre las cañas.

Las cañas suenan como cajas de metal de galletitas del almacén sacudidas.

Los dos hombres se alejan empujándose uno a otro la espalda.

El niño ve los rostros de agua mirar haciarriba. Los rostros están vacíos. El

ámbar del cielo es translúcido. Los cuellos de las cañas se suceden dorados. Cortan el

aire gris. Un turno va a reemplazar a otro en la fábrica de jabón.

Al pie del terraplén el calor todavía es engañado con la cerveza. Los trabajadores

sentados fuman con los hombros encogidos. Han colgado los sombreros de paja en las

astas de las herramientas.

José Maneiro ha encontrado a otro niño con una pelota. Ana bajó el terraplén y

tomó a su hermano del brazo. No lo soltó hasta llegar a su casa. Durante semanas le

pidió a su padre que matase a Bambuda.

Bambuda sacude los mocasines raídos. Sueltan agua. En la calle su sombra

ahora es más larga, toca la sombra de una chimenea.

José Maneiro persigue un vellón de lana polvoriento. Adentro hay una pelota

gris.

260
El césped invernal revolotea amarillo

El césped invernal revolotea amarillo. A los tallos quemados los soles oblicuos

los enamoran con sitios húmedos y de vida tenue.

En pleno horario de trabajo la viuda sorprendió a Timme —sentado solo, detrás

de una de las torres de fraccionamiento. Era como uno de esos desconocidos que surgen

de pronto en los sueños. Y no se sabe por qué se habla con él. Sino sólo se lo interpreta

como algo aciago. Los operarios a veces dormitan con la boca abierta y un hilo

desprendido bajo los párpados. No obstante, la destilería, arriba, atruena. El fragor los

da por muertos. Se les puede sacar cualquier cosa de la boca. Bordeando el cielo las

estructuras navegan como tormentas.

“El sueño no habla”, dice Timme. La viuda muerde semillas de girasol. Escupe y

dice que sí con mucha convicción.

Timme siempre se había sentido orgulloso de mantener los ojos bien abiertos. A

un costado había dejado el casco. Sobre el asfalto. “Siempre me pica la cabeza.” La voz

tintinea en sus propios oídos. Y nada es más extraño, porque la oye como si nunca

hubiese llevado esa voz consigo. Es el atronar de la torre fraccionadora. En la destilería

los hombres creen que siempre hay viento aunque no corra aire.

Las láminas de las cáscaras de girasol salen por donde el diente de la viuda no

está. La viuda traba entre las tiras de cuero del interior del casco un papel doblado. Ante

los ojos fijos de Timme sacude la otra mano cerrada. Las semillas son mudas. Timme se

calza el casco. A su espalda el pasto cortado hostiga al viento ralo.

En el último turno los operarios juegan a las cartas con los vigilantes nocturnos.

Los guantes de trabajo amarillos y los naipes caen al suelo, bajo las mesas. Alumbradas

por la luz reglamentaria las trampas no atribulan a nadie. Juegan tan vacíos que se puede

261
ver el juego tanto dentro de cada cabeza como en los gestos de la cara. Cuando por la

noche se quedan aislados o escondidos en el comedor, los hombres que no juegan cartas

fuman absortos —cada cigarrillo tiene tantos pensamientos que se levantan y encienden

de inmediato otro cigarrillo. Antes de salir lo apagan en los recipientes con agua de las

paredes.

Afuera todas las luces amarillas llevan medias lunas blancas de sombrero. El

destello rojo sistemático de las torres y chimeneas llega al río antes que al suelo. Al

norte, la dársena de propaneros flota cegada por dos barcos holandeses de Shell. Timme

se siente tranquilo sólo cuando está solo. En cada compañero de trabajo que visitó la

comisaría ve a un traidor y una amenaza. “Todos juntos se agacharon a cagar en la

misma zanja”, dijo en el hospital los ucranianos. Alguien más permanecía sentado a su

lado. También pudo ser la voz de ese alguien creada en su cabeza, Y su cabeza entonces

estaba dormida.

Todavía la orina de Timme sale de su miembro con soplidos estrechos. Débiles.

Usa la mano para apoyarse mientras orina. Al principio se sentaba en el inodoro para

orinar. Así no veía el chorro. No obstante luego observase la taza antes de vaciarla. El

blanco del ojo izquierdo aún cruza media cara con un exaltado grumo rojonegro.

“Acá los delegados hacen las asambleas de huelga en de la comisaría”, dijo

Timme en el comedor. Lo dijo bien alto para que nadie deje de oírlo. Después se llenó

un plato y tomo una pieza de pan. Los dos delegados siguieron comiendo. El turco

observó a Timme con una sonrisa marrón. Algún trabajador soltó un sonoro sh. Timme

quiso descubrirlo, pero cada uno de ellos estaba a solas con su plato. A Timme se le

llenaba la frente de calor pegajoso y frío. El frío no regresaba. Antes de nada oía las

cuerdas de los latidos en las sienes. “Sentate acá”, dijo el vasco. En ese lugar no cabía la

rabia ciega de Timme. Gritaron “vos no estuviste en la asamblea por la huelga” y

262
muchos rieron. Olía a zapallo hervido y en todos los platos, encima de las papas, había

un pedazo de carne negra pegoteado con un reguero de la cocción.

“Van a la asamblea a cobardear detrás del nombre de Perón y votan por los

mismos que los van a dejar sin trabajo”, dijo Timme, “tienen la boca del mismo color

que el ojete. Ustedes, los cagones y traidores no tienen un final, tienen dos, la boca y el

culo.

El turco dejó su lugar a la mesa. Del otro lado del comedor el contraluz

embozaba las manos. Todos los cráneos corrían delante del cuerpo. “Gorila hijo de puta,

trosko hijo de milputas, te voy a matar, gorila.”

“Gorila y matón y bien cagón que sos, vos turco, estás acá para hacer echar

trabajadores. Vos no sos más que una novia de milicos.”

Timme permaneció sentado. Asió el cuchillo.

Nadie más se puso de pie. El hombre se detuvo en el camino. Fue como si le

hubiesen sacado el aire del pecho. Desde varios lugares le hablaron en voz baja.

“Te prometo que no va a quedar ni un zurdo como vos trabajando acá”, dijo el

turco.

“Yo te prometo tu hora, turco. La hora de un perro.”

Timme tuvo dos cuerpos, adentro uno se sacudía de furor, afuera, el otro,

mientras más se enfriaba más enrojecía. Aquellos que imaginaron y soñaron y

vislumbraron despiertos cómo matar al turco desde hacía años, sabían que el comedor

no era el lugar. Pero los que apoyaban a la huelga habían votado en contra. El miedo los

agota más que el trabajo. Las asambleas dejan a los hombres sin fuerzas y llenos de

temor. Regresan a las casas hechos pellejos gordos o flacos. Todos miran a los

paramilitares como al futuro de lluvias, viajes, ventanas de café, álbumes de jugadores

de fútbol para sus propios hijos, consultas con el médico, sexo.

263
El vasco mantuvo las manos debajo de la mesa. Apretaba una sevillana.

Engrasaba la hoja de noche antes de cenar. “La manoseás mejor que a mí”, dice la mujer

del vasco mientras prepara la comida. “Pero la uso menos”, dice él.

Los demás hombres aguardaron con los cubiertos en la mano. El vapor del

zapallo y las papas tanteó los filos y las puntas. Después se disolvió contra los poros las

caras. Los comensales ya se habían acostumbrado tanto al miedo que la cobardía andaba

a sus anchas. El miedo hacía que comer se fuese convirtiendo en un riesgo para los

hombres. Podían atragantarse en cualquier momento. Un salero, Las llaves de la casa.

La manga con dos botones de un uniforme. Entonces la voz los abandonaba y los

hombres clavaban los ojos en la mesa. El hambre y el miedo los amaestra. Pero desde

hacía tiempo también estaban los que habían elegido el camino hacia este abismo. Y

ahora volaban satisfechos.

264
La acechanza tiene costras

El final del terreno está apartado de la luz natural. Ahí la noche antecede al río.

Vacila. Genera manchones y ofrece a los ojos riberas falsas. Los roedores saltan dentro

de torbellinos. Chillan ante el lustre lívido de las linternas. Los pelajes se visten de

efervescencia o polvo. Así es como huyen. La acechanza tiene costras. Y éstas ya

anuncian el clima caliente.

Timme apunta el haz de luz hacia el papel que le ha dejado la viuda. Sólo hay

números escritos en él. Fechas y horarios. Vuelve a doblarlo y lo guarda. Apaga la

linterna. Los ojos retornan a la oscuridad. Eso que así observan jamás está allí. Y todo,

además, se envagina. Engañoso o alterado. El aire del río dulce, día tras día, por la

noche, ya sabe a sal.

Timme duerme de día, luego de su turno. Y desde hace varios ya, también, se

despierta en mitad del descanso. Pone a un lado los brazos. Y se queda inmóvil. Los

pensamientos parcos y garabatos lo adormecen. Flores secas. Disparos trazados por

risas, tropiezos y limo. Limo generoso. Pisoteado. Las flores pútridas del limo poseen

tantas mejillas que sin poder evitarlo Timme cae sobre ellas. Timme duerme un rato

más y olvida. Despierta con la idea de haber hablado en sueños. Pero los sueños no lo

protegen de lo prohibido, le van permitiendo ser indiferente.

La primera hora de la tarde trae vapores amoniacales desde el puerto. Siguen la

línea de los árboles costeros. El primer mate es polvillo. La primera palabra

pronunciada es yo.

Los cerdos del italiano se disputan los lugares del día. Con las plantas de los pies

Timme pisa un corazón muerto. Cada trocito de corazón está pegado a una brizna de

pasto. El pasto no espera a nadie. El invierno marchito y espinoso está surcado de

265
agujeros de dientes de león. La primavera se asemeja a un corazón de tréboles.

Tampoco espera a nadie para que la pise.

Timme da pasos en los franjas de sol. “Allá estuvo el verano”, dice el vecino.

Levanta el brazo. El dedo ya es muy fácil para las arrugas. Allá se levantan dos falsas

caobas, con algunas hojas invernales. En ese lugar mentiroso hozan los cerdos, a través

de unos duraznillos orejeados por sus pasadas. La luz no puede estancarse debajo de las

hojas donde los cerdos gruñen y resoplan.

Timme se detiene por vínculos que nunca piensa. Al fin y al cabo los las

ballenas y los cerdos son mamíferos. En el final de esto Timme encuentra la razón de

los soplidos de ambos. Echa de nuevo a caminar y sabe que está equivocado.

Entre la hierba y las hormigas, el armazón de un cráneo de pájaro ha pasado el

invierno infiltrándose de barro. Timme lo empuja con la punta del zapato. El lodo gris

es por dentro azul. A la tarde las lombrices se enroscan brillantes, aunque el fango ha

crecido negro dentro de la cabeza. Algunas suturas de los huesos están entreabiertas. El

barro los ha separado y a la vez soldado con su materia. Timme junta los dedos de los

pies. Los contrae pues no los siente por el frío. Las punteras de los zapatos se mojaron y

algunos pastos se han adherido a ellas. El vecino observa a Timme. Pero lo olvida

mirándolo. Debajo de la casa elevada un lechón grita entre alambres y estacas. Timme

se guarda el cráneo del pájaro en el bolsillo.

La mujer está en los cuarenta. Desciende y observa hacia todos lados. Recién

después apaga el motor.

Timme oyó el motor del automóvil acercándose y perdió el cómputo del tiempo

que había mantenido durante ese día. Esto lo desconcertó. Miró el sitio del sol. Le quitó

el tenue velo al recelo. Arriba el aire estaba surcado de briznas color cobre y

amarillentas alzadas desde la vegetación. Arriba, también, los tordos colorados. Timme

266
no alcanzó a ver el final de la senda donde el auto se detuvo. Ha caminado todo el

tiempo con el río a la izquierda. El río estuvo todo el tiempo muy aplastado y cerca de

Timme. Invisible, porque el agua no terminaba de trazar ninguna línea sobre el limo. Y

el mismo espacio de légamo incoloro avanza hasta los zapatos. Por las piernas sube el

calor de estar vivo. Y es extraño porque sus pies siguen helados. Vivir aprieta el co-

razón más que los zapatos. Mueve los dedos adentro de estos. Afuera vivir es

revolotear, también es pajoso, y deshilachado para los tordos. Vivir eriza aguijones, ace-

cha, es enzarzado, y sigue con suerte.

Allí, alrededor de Timme, el limo arenoso, sin burbujas, con cada racha de

viento vaga. Las pisadas vacías en los oídos tranquilizan a Timme. Arrastra tras cada

paso esa seda gris hasta el pasto. Al pie de los árboles. El viento ha comido con las

manos, antes del amanecer, todo el color de los primeros frutos de fresno.

Timme oye que dos puertas se abren.

Las ramas caedizas se vuelven de pronto espontáneas adentro del viento. Timme

se esconde entre los árboles de la orilla, pero allí no se siente seguro. Entra un poco más

en una arboleda de canelones colorados. Y se tira de boca al suelo. A pasos de un tronco

hendido. Después oye que las puertas se van cerrando. Se arrima al árbol. Cruje el

viento. Nunca imaginó que llegarían a buscarlo en un auto. Esperaba silencio. Los

automóviles errabundos por el lugar son descarados.

En su cabeza siempre ocurría como una emboscada. En el camino o entre los

pastizales techados de árboles. Y cuando Timme iba o volvía del trabajo también era

sorprendido. Siempre además, en ese momento, el cielo era desteñido. Despejado.

Entonces todo lo que no había previsto se tornaba peligroso. Porque todavía no se había

dado cuenta de que si los pájaros movían las ramas, las ramas desencadenaban una

espera opresiva. La corteza sospechosa se erguía entre otras sombras difíciles de

267
clasificar. Si la mirada se le extraviaba enseguida él se sentía perdido. Sus ojos se

habían vuelto encubridores y él mismo no lo sospechaba. Las cortezas de los árboles se

ajustaban como telas a siluetas.

La mujer pasa. Carga un trípode en un hombro. Los pantalones están manchados

de polvo de ladrillo. El cabello es un bulto anudado en mazorcas alrededor de la

coronilla. Incluso durante el invierno el verde es igual de heterogéneo. Nadie más viene

detrás. Timme yace entre los pastos delgados. Las puntas surgen en madejas pegadas

por rocío. De un lado muestran caras opacas y los bordes afilados. Huelen a peces

muertos cada vez que el viento se levanta más robusto que la hierba. La mujer carga

también un bolso de cuero. Un nudo y la cola azul de una bufanda.

Ella se ha detenido varias veces y apoyado el trípode. Es suspicaz con la luz que

la rodea. También con los rincones arbolados. Entorna los ojos. Elige un rumbo y

marcha a través de maleza y palos de leche. Las espiguillas secas le llegan hasta los

muslos. Da pasos sinuosos y las agujas de las espigas se prenden del gabán. Allá donde

termina la visión de la mujer el río es una ventana alta. Deja atrás unos árboles

desollados por los cerdos. Fuera de los senderos, alta y manchada de ramas, una casa de

ribera abandonada. No aparece, apenas alinea su silueta al rumbo de la mujer. La mujer

tal vez no recordaba el camino.

Corre un tramo de empalizada desorganizado a medias. Resalta sólo ahora por

los tallos leñosos de las clemátides que se habían subido a los postes. Un pilote de la

construcción se ha enterrado más que los otros. Y la vivienda ha perdido las escuadras.

Entonces adentro la brisa es desigual por todos lados. Las trepadoras son escabrosas. Se

pegan ahí donde las maderas todavía pueden ascender. El voladizo de la galería está

podrido. No hay techo. Por el vacío la mujer mira el cielo que viaja. Puertas, armarios,

mesas, alfombras, no hay nadie para recordar.

268
La mujer está de pie, aún con el trípode al hombro. La escalera sube a la casa

delante de ella. Quiebra la cintura y busca en un bolsillo con la mano libre. Prende un

cigarrillo y apunta con el dedo. Levanta la barbilla —la pasa de hombro a hombro.

Después fuma el cigarrillo hasta el final sin hacer nada más.

Al lado del bolso abierto arma el trípode. La mujer ajusta la máquina. Busca con

los ojos. Y lo que busca con los ojos está en su cabeza. Tiene otro cigarrillo en los

labios agrietados por el frío. Moja el papel del filtro para que no se los despelleje. El

tornillo ha llegado a su tope y una vieja Leica ahora está firme. Ha descartado otras dos

cámaras réflex dentro del bolso.

El cielo y los restos del techo bajan en cordones hasta el objetivo. La mujer

retira el ojo del visor. La casa se arrastraba en el cielo. Nada más sostenida por los

golpes de un postigo desprendido a medias. La mujer sustituye la lente de la cámara.

Algún fruto viejo se ha despeluchado y vuelan sus filamentos. Dentro de la vivienda

cruje el aire que amarra a las maderas. La escalera sube todavía completa. Y en la

cagarruta de los pájaros brotan hongos. La mujer conecta la tripa a la cámara. En este

momento permanece inmóvil. Hasta que el cigarrillo se le apaga en la boca. Habla. La

voz no se completa. Llega. Suena como la madera rota o igual que la casa

El visor de la cámara no contiene todo lo que el ojo observa. La mujer tarda un

poco en incorporarse. Antes aprieta el obturador de la tripa un par de veces. Erguida

vuelve a hacerlo, pero sin mirar a través del visor.

Carne blanca. Nalgas grises y tirantes. Brazos arrancados de las costillas. Está

aplastada en sus huesos. Desde el bolso ha crecido una mujer desnuda. Ha ido dejando

sus ropas mientras observaba la casa. Se suelta el cabello.

Cada árbol teje un estambre de luz igual que la casa.

269
Las nubes caen en cascada, pero están muy lejos, donde no hay horizonte. El

visor también se contempla a sí mismo en un rectángulo desierto. La mujer entra des-

nuda y de espaldas al retículo. El cuerpo se le vuelve dorado por la luz que lo golpea.

Encima de las epífisis sólo hay giros negros. Corren hacia el fondo del rectángulo junto

con las nubes. Pero antes entra la escalera. Las nalgas tirantes extienden su claridad

haciarriba. Sube. El visor aún mira. El cabello suelto es tan largo que excede la mitad de

la espalda. La madera apolillada de los restos del voladizo llueve. Es malta lerda. La

mujer se fija bajo la llovizna de polvo. Igual que bajo la luz, las ramas y un paño de

cielo.

En la espalda cada vello es el pellejo ajustado. Las costillas, una tras otra quedan

expuestas. Los tobillos son macizos. La madera se torna grisdorada en el sol. Hacia

donde ella se adentra no hay voces, zapatos ni vestidos, y falta más de la mitad de lo

edificado. Todas las hojas que se ven están escondidas. El visor nada en luz.

Las rendijas de las maderas rechinan, mueven los espolones en su lugar, se

sacuden y cantan —como un gallo ciego también reciben golpes. A espaldas de la casa

el río es el rectángulo que fluye sin que nadie lo vea.

Detrás de toda la vegetación vertical, es un río sin prominencias. Los codos de la

mujer se parecen a la madera. Ha puesto una pierna sobre el segundo escalón superior.

En esa pantorrilla hay una gota de agua que sacó a alguna planta.

La escalera reseca, en la imagen, no será gris más profundo que el cielo abierto

del techo. El frío es más duradero que la mirada final.

Entonces, la cámara saca sola la foto.

270
Las moras

Los amigos se rodean de la flojedad del verano. En las manos huecas sostienen

moras. Las pestañas ya se les han humedecido. A cada bocado las moras nacen delante

de los ojos. Pero no caben en su propio color. Una burbuja copia a la otra. Los amigos

relajan los codos y los brazos cuelgan afuera de las hamacas y las reposeras. Las palmas

de las manos se han tornado violetas. Los pliegues ahora son nuevas líneas y surcos

nacáreos. Todos los amigos se van apagando somnolientos. Las moscas beben azúcar.

Las botellas se han tragado hasta la última de sus gotas. El día es blanco. Las moras

entonces no pertenecen al día.

Adentro de los ojos la hierba es blanca sobre suelo blanco. El sueño blanco,

dentro de la alegría blanca es una maldición del maldito placer. Un río blanco. Un

animal loco que engendra al tiempo. Y a las sienes adormecidas de los amigos. Las

moras encierran la noche en los granos. En sueños, los amigos continúan alimentándose

de moras chispeantes. El sordo palpitar del corazón es un personaje de esos sueños Y se

toma tanto tiempo para desaparecer que los árboles de moras ya se han agotado. Y nadie

vuelve a comer.

Las bebidas frescas y el costillar y los menudos habían estado esperando toda la

mañana por Timme. El fuego duró, dio curvas, rodeado de puños y zapatos, hasta

cicatrizarse —blanco, sin grandes ranuras.

Timme se calzó la mañana antes de nada. Otra cosa después hubiera sido

apresurada para él. Con la mañana ya puesta le apareció el estómago vacío. El cuerpo

desnudo. Los pies sin grandes espacio para deambular. En la mañana echó café y

encima un jean y una camiseta blanca. La mañana llevaba sandalias. También quería ser

atardecer o noche, o de nuevo actos ocultos, aunque fuese una mañana de sol. Timme,

271
en el primer patio, tuvo cuidado de las sombras que proyectaban las paredes y en el

segundo de una cañería de agua rota. Esquivó a ambas. La mañana sólo podía arder y

quemarse haciarriba —había esperado por él cuando ninguna mañana espera demasiado.

Entonces Timme sintió temor por eso. Dentro de la mañana su autonomía no era azar,

era su culpa. Su culpa se desliza más despacio que el tiempo. La mañana es una línea de

lejanía dentro de Timme. La línea del horizonte, la más tenaz, la más asesina de

hombres después del hombre, tampoco necesita suerte.

Nadia había colgado su bolso tejido de una silla. La silla colgó de la mañana. La

niña que saltó delante de ella desde el follaje, luego desapareció detrás de la voz de la

madre. El río flota refulgente. Las ilusiones ópticas más blancas son breves. Nadia las

observa y espera un rato sentada. En otro, suelta al agua puños de hojas. Al siguiente, la

nostalgia. Las moras oscilan, musitan, y las hojas las cubren. Las moras altas alzan

cuellos verdes. En el río vacío aparece un bote solitario. Entonces sí el río es un

desierto.

Adentro del bolso de Nadia no hay más que papeles y un delineador, un lápiz,

dos cintas elásticas y una vincha para el cabello, un peine y también un cepillo, una

toalla higiénica, no obstante esa mañana promediase su ciclo, la foto de Alejandra y ella

con los pies en el agua del río, dos cartas de Timme leídas muchas veces, chicles, un

lápiz de labios que compartían con Shura, envoltorios de caramelos vacíos. Esa mañana

Nadia ya sabía que iba a ser maestra. Estaba radiante e impávida. El sol le cruzó muy

despacio por toda la frente. El interior de la mañana estaba lleno de vestidos y camisas

colgados unos al lado del otro. Andaba con los tobillos desnudos y los hombros

tostados.

La mañana que tiene puesta Timme a veces está retirada y desprendida de las

orejas. En otro momento la mañana se viene encima de los amigos. Nadia ríe, tiene la

272
mañana en la punta de la lengua. Y si está mucho tiempo sentada le cosquillea detrás de

las rodillas. La mañana que usa Timme es mitad melancólica y mitad remota. Cuando se

hincaba cerca de las brasas a Nadia le parecía un Paul Newman abrumado. La camiseta

blanca se había puesto blancoamarillo debajo de los sobacos. Para cuando la mañana

estuvo madura Timme no sabía cómo despegársela. Tampoco sabía ya cómo no quedar

así desnudo sin la mañana puesta. Tanto había esperado por él que podía haberse

cansado. Nadia ríe feliz. Las moras son dichosas, el árbol no se alimenta de sus frutos.

Por eso la vida se expande. Pues el árbol de moras puede soportar niños tomando sus

frutos. Timme recién había salido de su servicio militar, había llegado de Mendoza

donde subió montañas y bajó esquiando con el fusil en la espalda. El Mauser fue su

segundo espinazo. El Mauser y la mañana se le ajustaron siempre muy bien al cuerpo.

Cuando le entregaron un FAL a cada nuevo conscripto ya debían escalar más alto para

poder lanzarse en picada por la nieve. Aunque Timme prefería la marcha sobre los

esquíes largos. La marcha le vaciaba la cabeza. Sin embargo ahora que ha vuelto piensa

que este es su lugar. Que la alegría es fácil y va de casa en casa. Nadia no posee más

que un cuerpo para su risa. Hoy la alegría está acá, le ajusta a Timme en los tobillos la

tira de la sandalia. La risa de Nadia es un chorro de agua.

Timme no supuso que el río también lo esperó. Las ventanas a oscuras de las

casas pudieron verlo pasar. Sin embargo fue Nadia, que se apoyaba en los árboles, la

que izó el mediodía por encima de todos los amigos. “Es mi día más blanco”, le dijo a

Timme. Entonces Timme se quitó su mañana. La brisa blanca quemaba a un río de cal.

El sol se le desprendió de la frente, Nadia tembló. Bebía y la bebida no la saciaba. Se

ponía cubos de hielo blanco en la nuca y sonreía como si un año y medio, ahora, esa

tarde, hubiese sido un lapso escaso.

273
Mira a todos y dice, “me tomé un año y medio.” Sonríe. Apoya la nuca. Deja

luego que el hielo gastado le inunde la boca abierta.

Nadia iba a capital y se sentaba sola en el fondo de los cines. La oscuridad era

fresca, subía y luego bajaba inflamada por los muslos. Timme escribía muy rara vez. No

encabezaba con mi amor, Timme escribe hola. Timme ama a la nieve y a Nadia y

extraña mucho ir al cine. Escribe que las montañas se te suben a la frente.

La mano de Nadia recorre su otra mano. No sabe por qué le cuesta respirar y

llora como si las lágrimas no fuesen de ella. El aire delante de su boca pertenece de

nuevo a otra muchacha. Una que baila sentada. Abre la palma de una mano y cierra el

puño de la otra. Ésta golpea a aquélla. Tres, cuatro veces. Allí hay un ritmo que, por la

noche en la cama, Nadia piensa es el ritmo de la muñeca gitana. Sale del cine con el

sentimiento de que la oscuridad debió habérsela quedado.

Mandame una foto, por favor, escribe Timme. La letra oscilante también está

manchada de oscuridad.

En la pantalla la actriz camina junto a un hombre. Un hombre es allí una

urgencia. Un puñado de almendras, que baja como nudo por la garganta. Ella es hermo-

sa. Y la ciudad detrás de ellos aferra tanta historia sublime como sordidez. Timme es

más bello que el actor y el viento suave resalta los pómulos de la actriz. Tersos y a la

vez frenéticos. “Di que quieres abrazar mi sombra en las paredes”, dice Mónica Vitti.

Nadia supo enseguida que Mónica Vitti le hablaba a Timme. Puso la foto en un sobre y

detrás escribió la frase como si fuese suya.

Junto a los amigos dormidos se habían echado los animales mimados. Todos los

paladares despellejados y rosáceos vibran abiertos y resecos.

Las moras aplastadas ya no pueden elegir una suerte. Nadia ha devorado moras

agrias, dulces. Una torna más abrasadora a la otra. Pero una mora no le importar a otra

274
mora. Cada una de ellas escarbó la garganta hasta asirse por dentro. El calor de las

flores silvestres subió a los muslos. Y son ahora la tierra. Tierra caliente y baja. Los

botones del vestido le marcan la carne cubierta. Sofocada. Nadia se dejaría llevar de la

mano. El amor es de pronto tan corriente que sólo desea que Timme la aplaste contra la

corteza de los árboles hasta desollarle la espalda. Es más cerca que querer estar cerca.

Quiere ser partida. Y más cerca aún, ser comida.

“El antojo es antes y después, entonces qué es el amor”, preguntaba Nadia.

“Otro antojo”. Un día tras otro de antojos. Caminar sin consentir andar, hasta notar de

pronto que los pasos siempre fueron libres. “Como comprar pan y tenerlo de un día para

el otro”, pensó. “Estúpida.” “Cuando una novia joven muere todas las flores se vuelven

de papel”, decía la abuela, “estúpida”, se dice Nadia.

Antes de darle la baja de servicio a Timme le habían cortado de nuevo el pelo

rubio. El cráneo sigue a Timme como un pichón blanco. Los ojos celestes nadan en

sangre. Nadia besa a Timme el largo de muchas cartas que quiso leer. Tan largo y más

lejos aún que el miedo de no verlo. Su lengua soltó en la boca de Timme el sabor ácido

de las moras.

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El violín

El día aún no estaba del todo desordenado. Las nubes descoloridas se precipitan,

y el cielo asciende desde las ventanas hasta los techos. El día sin color en los ojos del

gato es del color de la piel de las ciruelas verdeamarillas. Nadia ha juntado el pelo

detrás de la cabeza. El gorro de lana, la humedad grasa. Nada posee un tacto mas crespo

que la lana. La carbonilla rauda del vuelo de los pájaros pasa. La mañana no llega hasta

que el otro lado del dique le trae a Nadia el trasfondo de chapas onduladas del pueblo

del puerto. Desde allí surgen los hombres. Van al trabajo con los cuellos abrochados por

el frío de primavera. Las cabezas les cuelgan de los fijos cordeles de la vida. Todavía,

por fuera, las llevan enfundadas en silencio. Las nubes soplan las nucas. Levantan

láminas de las cabelleras. El silencio y las respiraciones. Cada paso que apoyan,

provoca un ruido espinoso más allá, en la vegetación de siempre.

Nadia continúa camino arriba. Atraviesa la línea trasera de los sitios veintitrés,

veintidós, veintiuno. Ahora espera cerca de la entrada de la destilería de YPF.

No sabe si Timme llegará caminando o en el colectivo que va recogiendo a los

trabajadores del otro lado del dique. Ella no quiere usar la bicicleta de Timme pues

todos la conocen. “No vayas, dejá que voy yo”, había dicho Shura. “No, y por un

tiempo tampoco voy a ir a tu casa”, dijo Nadia. Alejandra guardó un par de zapatos y

unas medias sin brillo en el bolso. Luego mantuvo los hombros encogidos. Más tarde

ambas cenaron disgustadas, pero rieron hasta verse el alto final de las lenguas. El día,

después, se fue dentro de otro día para cada una.

Nadia no reconoce a nadie por entero. Los mentones son idénticos, las líneas que

orientan los ojos son todas las mismas. Los hombres no poseen cualidades propias. Los

uniformes de trabajo de destilería no se dislocan ni por las risas ni con los pasos. La

276
obligación de trabajar se asusta de caminar para ir a trabajar. Por eso los hombres se

engañan y creen que el trabajo es lo único que tienen. Sin embargo, no lo llevan a todos

lados con ellos. Timme a veces le decía que ella y él sobreviven porque son

inconscientes. Entonces había bebido cerveza apenas llegado de la destilería. El cambio

de turno completo de destilería está cansado y habla sólo para reír o quejarse. “Los de la

fábrica de jabón salen destruidos”, decían las mujeres del horno.

Nadia brota. Más corriente que los cardos. Ninguno de los hombres ve en ella

los lóbulos rojos de las orejas.

Timme también podía ser cualquier operario. Nadia no lo encuentra. Tiene los

ojos secos y las lágrimas en la garganta. Llorando o sin llorar Nadia no puede protegerse

de lo que siente. La luz alisada en las paredes expulsa, de repente, a los hombres que

permanecían apoyados. La fila del turno entra al playón —se arrastran hojas donde

nunca hubo árboles, sólo granito partido.

Un hombre alto se acerca hasta Nadia desde la entrada. El suelo tembló bajo dos

camiones de combustible. Enseguida Nadia oyó su propio nombre.

“Timme está en el turno noche”, dice el vasco. Ella mueve la cabeza.

“Le digo algo”, pregunta. “No”, dice ella. El vasco se vuelve y de nuevo gira

hacia Nadia. “El que te mira desde la entrada, con la campera marrón, es el turco,

recordalos bien. El otro más bajo es Medina.” El vasco se aleja. Después de unos pasos

la mira de nuevo. El peso del aire bajo las nubes lo empuja. Las nubes también barren el

río. Otro camión espera mientras el vasco cruza. El turco entra, Medina se queda viendo

como Nadia y el vasco se separan. El camión arranca y se tambalea con el suelo

adherido en los neumáticos. Detrás de las ruedas la luz llana se curva. Nadia permanece

de pie. Transpira bajo la lana hirsuta. No siente calor. Su cuerpo ondula como un cardo

cualquiera. Bajo la piel percibe la sangre apelotonada y ácida como una fruta —que

277
quiere prenderse de la vida antes de que la primavera lo obligue a hacer cualquier cosa.

Vivir, antojarse, arrancar el miedo de las calles o el humo como si fuera un fémur.

Arrojarlo lejos. Bajo la piel de Nadia el miedo y el amor corren a la par como sangre de

matadero.

Los hombres que no habían ido a la huelga saben que el comisario guarda dos

listas. Y que las columnas de nombres de cada una la completaban los delegados en la

misma cantina de los operarios de destilería. Allí los trabajadores no son trabajadores,

sólo son comensales. El último camión tanque de la fila que ingresa atrae ramos

sinuosos de tallos. Nadia se va en la otra dirección.

Después de la escuela Nadia se queda dormida. Del mismo modo se duermen los

que piensan en el martillar de su corazón. Sorprendidos sueñan. Grumos y hechizo, así

los cruza el sueño. Las caras se disipan del mismo modo en que comienzan, de repente y

sin mundo.

Nadia pensó que los trabajadores de destilería no podían hacer huelga porque

creían demasiado que la libertad no era una palabra. Enfermedad, nervios, noche, tos,

esas son palabras comprensibles. Y sin embargo no les gustaban las cosas claras,

preferían lo soterrado. El chisme, el final de la televisión nocturna, y las justificaciones

masculinas eran sus emociones más rotundas.

Timme dijo estirado en la cama que el aumento salarial era para ellos el triunfo

más desfavorable. Al lado de su cabeza la almohada tenía las orejas hundidas. “Cómo

no vamos perder así” había escrito Nadia en un recorte. La mañana siguiente puso el

papel en las cerdas del cepillo de dientes de Timme. Pegado con pasta de dientes.

Enseguida el año setentaitrés se derrumbó como las paredes de un dominó. Y la tierra

debajo de los pies ya no pareció inocente nunca más.

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“Tenés el corazón terco para todo”, le dijo su madre. Nadia se había arrancado

un diente flojo y se lo había arrojado a su hermana que lloraba del otro lado de la mesa.

Shura había querido mover el diente de su hermana con la punta del dedo desde que

despertó ese día. Cuando la sangre manchó la blusa de Nadia la madre le soltó el dorso

de la mano contra la boca. “Ahora te toca llorar a vos”, dijo. Nadia ya tenía las lágrimas

en el borde los labios. Shura se había puesto a jugar con el diente. Los ojos se le

cruzaban, lo sostenía debajo de la nariz y había dejado de llorar.

Pensó en el corazón.

Nadia no supo cuando se durmió. Despertó creyendo que recién había dejado la

nota para Timme. El cuello le latía tan fuerte que los ojos le ardían aun bajo los

párpados. Se levantó para hacer desaparecer la nota. Nadie debía leerla. El sueño tardó

para deshacerse en la vigilia. La tarde se resquebrajó enseguida.

Un viejo toca el violín. Todas las tardes. Hasta caer la noche anda por un

cuartucho diminuto. Las paredes lucen tres colores despellejados. Si todavía la bebida

no le ha vaciado la noche en la frente, él se aferra al instrumento para dar cada vuelta. El

cuello y los pasos laterales del hombre trabajan como un reloj. Pero las melodías surgen

sin un mecanismo. Como si no las produjese nadie. Tener un recuerdo entonces no es

tener un pasado, allá, entre su propia gente. O retornar a un hogar, estar otra vez en

aquellas calles nocturnas y andar a lo largo de las tapias bajas. Olorosas y tan veloces

como la primavera que se acerca. Y sin embargo, cuanto más tarde el estío se escondía

adentro de las frutas, delante de sus platos de comida, ellos pensaban ya en el invierno.

No se recuerda por sí solo. Sin compañía. El violín baila con él. Así el violín es

entonces el violinista.

A la ventana la música se le escapa. Desde el terreno lindero, se infiltra entre los

tabiques de madera. La tierra que vibra en las cuerdas, su acento singular y propio, ya

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no posee un nombre. Para nadie más que el viejo conserva valor. Lo desparecido no

puede eludir al tiempo, envejece con él. El violín tampoco tiene ya un estuche, desde

hace años sólo lo ampara su propio fondo.

“Cómo puede tocar así”, dice Nadia en voz alta. No quiere oír a su corazón. Y se

queda sentada sobre el borde de la cama. Llora. La garganta se llena de tierra sin aire.

Los cables eléctricos se enganchan a las nubes. La ventana le cae en el rostro. Nadia

cierra los ojos.

Toma la linterna, su libreta y un pomo de hierro. Los guarda en el bolso. Afuera

Nadia oye el desterrado estridor del violín. La ventana está cerrada. La tarde se vuelve

de hojalata.

Desencadena la bicicleta de Timme. Uno de los hermanos ucranianos la había

traído cuando terminó su turno. “Timme está en la comisaría del Docke”, le dijo

entonces. Se apartó de la bicicleta y se la acercó a ella. A Nadia se le desordenó la

sangre. No es verdad que el terror paraliza.

“Llevaron a un montón, es para asustarnos y darnos un poco de palos.”

“Y ustedes”, preguntó Nadia.

“A nosotros siempre nos dejan para lo último, pero con Teo ya sabemos qué

hacer para no ser boleta. A Timme no le va a pasar nada.”

“Acá también vinieron dos vigilantes hace una hora”, dijo ella.

Nadia empujó la bicicleta. El violín enloquece a los pájaros. El violín suelta

pájaros que los pájaros del río no conocen. Los círculos de las ruedas discurren hilando

un polvo fino. Es la llovizna que se mece. Detrás de Nadia la ruda tiene por primera vez

miedo de su propio perfume.

280
El botón

Bajo la llovizna el corazón mueve su primitivo buche de sapo. Por abajo el

corazón es pálido. Saltador. Con botones. Los alumnos más chicos juegan con el último

botón. El guardapolvo se quiere desprender de los ojales. Aletear. Tiran y apoyan la

cabeza en el vientre de Nadia. Aún son pequeños y cariñosos, y el cabello les huele a la

fruta sintética del champú. El olor es fugaz y barato. El cabello se ahorra latir.

Nadia trata de recordar la cara de su madre. En cambio su madre sólo puede

regresarle el sonido a palabras. “El corazón terco.”

La madre de Nadia mira al fotógrafo con sus ojos de lechuza. Con ellos vio su

corazón. A las verrugas del buche, a los ojos de sapo del corazón. La lechuza no posee

un rostro, sino un profundo anhelo que es su máscara. La foto no está en ningún cajón

de Nadia. El recuerdo y la foto son para Nadia siempre la sorpresiva carga de olvidar.

Pero cuando abrocha la ropa lavada en la soga, a veces, cuelga también copias de aquel

anhelo materno. Entonces el corazón abre y cierra su bolsa llena de botones perdidos.

Cuando era una nena Shura le dijo a Nadia, “los botones son anillos, pero no tienen el

lugar para meter los dedos, por eso me los escarbo puestos.”

La llovizna huidiza sube, vuelve a mojarle el rostro a Nadia. En los labios el

peso de la respiración es agua o plomo. Nadia sabe que hoy no puede permitirse tener

frio y sudar al mismo tiempo.

La palma de la mano derecha de Nadia palpita. Las medialunas que sus uñas

imprimieron llegaron a sangrar. Después de que se fueron los policías permaneció en un

rincón de la cocina. La empuñadura de la cuchilla se había pegado con la sangre.

La sangre y la lengua, mantuvieron sus bocas abiertas. Nadia siguió absorta por

un rato lamiendo la mano. El sabor mineral de la sangre se le hundió. Nadia se guarda la

281
mano en el bolsillo antes de llegar a la comisaría tercera. El policía que hace guardia

junto a la garita de hormigón es más frágil que la garúa retorcida. Parece perdido. Sucio

y húmedo como un perro y lejos de su hogar provinciano. El infeliz está de pie donde

ninguno de sus iguales quiere estar. La oscuridad nada en el agua chirle de los ojos del

policía. Nadia experimenta una compasión efímera. Sólo es porque siente sola. La vida

se hizo tan real de pronto que todo lo vivido tuvo enseguida otro orden azaroso. El

trabajo, las mujeres manchadas por el horno, la infancia y su hermana, el idioma que

ordenaba y desordenaba una y otra vez, Timme, ya no eran familiares para ella.

Encima de la comisaría la lluvia construye su trasfondo enclenque. Los silos y el

elevador de granos de la segunda sección del puerto se derrumban en la perspectiva. La

llovizna es demasiado estrecha, los transeúntes apenas son angostos y el policía de

consigna ya no tiene hombros. Los humanos son cintas. La lluvia mira desde arriba y

desde abajo. Adentro de la comisaria los espacios también se apoyan enjutos. Van unos

hacia dentro de los otros. Cada vez más interiores. Pasadizos, puertas de sótanos.

Atormentar siempre es pensado de antemano.

Una gotera fría engorda. Dos mujeres esperan sentadas en un banco de madera.

Están descarnadas, son maduras. Los ojos endebles como espigas mojadas atienden al

vacío. Con un movimiento ambas miran a Nadia. Pero ella no les presta atención. En la

antesala de la comisaría hay también tres policías detrás de un mostrador. Uno des-

aparece, pero deja el cigarrillo consumiéndose en el cenicero.

Un policía se quita la gorra, su pelo es vertical. Se rasca. Oyen las uñas. Los

dedos sisean al abrir los cabellos. El humo asciende sin dueño, enhiesto. Nadia se acerca

al mostrador. Es un cajón empinado, forrado de avisos y afiches. En un cartel un policía

abre una puerta, una leyenda dice comunidad y nación y servicio. La puerta es alta y la

282
sombra del policía es ajustada. Como la de un atleta. Nadia dice que busca a su esposo.

Esperan para mirar a Nadia. Incluso aguantan más para hablar. “Y su esposo quién es.”

La gotera se expande. La gota estira el filamento del tiempo. La gota estalla y el

tiempo es tan banal como los remolinos de los cabellos de cada uno de los presentes.

Nadia responde, luego le preguntan su nombre. Uno de los policías toma una

lapicera. Junto a unos anteojos hay una lista de números de quiniela. Nadia debe repetir

los apellidos. El policía no los puede escribir. Ella se los deletrea. El otro policía toma el

cigarrillo del cenicero y chupa. Lo suelta sin apoyarlo, el cigarrillo se balancea en el

hueco. El rostro afilado del policía aspira, entonces se estruja aún más. “Por qué lo

busca acá.”

“Porque otros dos policías me lo han dicho.” Los policías se sorprenden. Hasta

ese momento la gotera no les había impuesto ningún plazo. Enseguida, como gallos, los

cuellos se les llenaron de vida empinada. “Quiénes.”

“A uno le falta un diente y parece que se va a jubilar pronto, el otro es joven y se

mancha las solapas cada vez que come.” Nadia observa los pechos de los dos policías.

Ellos vacilan. “Me deja ver sus documentos señora.” El policía vuelve a sacar una

bocanada del cigarrillo. Su boca disuelta sube hasta la visera. La luz eléctrica endurece

las pátinas de humedad. Y sin importancia, gotea.

“Ya les dije mi apellido y el de mi marido, vaya adentro y tráigalo, porque lo

trajeron acá, lo sacaron del trabajo y todo el barrio sabe para qué lo trajeron a él y a

otros más, quiero irme con mi marido.”

“Dónde trabaja su marido.”

“En destilería YPF.”

“Acá no traemos a trabajadores porque sí, señora.” “No mienta, está acá y si mi

esposo no robó y no mató a nadie me quiero ir con él a casa.”

283
El policía se apoya sobre la fórmica color téconleche. Nadia no puede estar

quieta. Sacude las monedas del bolsillo. Nadia se acerca al rostro del policía pues no

soporta la voz del hombre. “No miento señora, nosotros no mentimos y está muy

equivocada.”

“Quién miente, usted o los otros dos policías que me avisaron que mi marido

está detenido. Por qué no los trae también con mi esposo. Miente en este momento,

cuando respira.”

“No hay ningún demorado con ese apellido”, dice el otro policía.

“No”, pregunta Nadia. Las letras le pinchan la lengua. Sonríe.

“Estoy segura que no lo tienen anotado en esa columna. Como tampoco veo

escritos ahí los nombres de los otros que trabajan con él y también trajeron.”

El policía sin gorra deja la lapicera entre las hojas abiertas. Aprietan tanto la

punta para escribir que las hojas se tornan más pesadas. Y se contraen alrededor de los

trazos. Nadia toma con un manotazo el cigarrillo del cenicero y lo apaga. “Tienen

secuestrado a mi marido”, les grita.

El policía que había sacado una fumada la toma de la muñeca. Nadia se suelta de

un tirón y el bolso se le cae. El sol de las monedas de veinticinco centavos queda varias

veces boca arriba. El embaldosado está mojado. Las huellas de agua y barro monótono

se confunden. Cualquiera de esos manchones puede ser de Timme. Las baldosas están

pisoteadas, sin espacios y por todos lados. A Timme le entregaron botines nuevos hace

dos semanas, rígidos, que le aprietan todavía. Los primeros y los últimos pasos no se

diferencian. Solos, sucios, infiltrados en briznas de pasto.

El bolso es un enchastre. Nadia lo limpia con la mano. Junta las monedas. Les

clava las uñas para despegarlas. Pero no se da cuenta. Después se limpia la mano con un

pañuelo.

284
“Voy a esperar a mi esposo.”

“Es su tiempo, señora, cada uno lo pierde como quiere.”

“Como puede diría yo, porque ustedes lo detuvieron sin motivo y lo tienen

secuestrado.”

Nadia se sienta en el banco pegajoso y frío. Se pone de pie. Los policías dejan de

verla, deslizan papeles sobre el mostrador. Un radio operador, detrás de una puerta,

habla de un móvil y un cruce de calles Dock Sud abajo. Una de las mujeres sentadas

está empapada y tirita. La otra le aparta el cabello mojado de la cara. El mechón vuelve

a caer. Es la madre de una alumna que Nadia tuvo el año anterior. Nadia saluda, la

mujer le dice “señorita.” La mujer tiene la sonrisa amarilla. La sonrisa sin carne. Un

policía apenas mueve la cabeza. Presta atención. Nadia salta hasta el mostrador. Grita.

No siente frío, no siente calor. Sólo su voz que sale sin su consentimiento.

“Quiero ver a mi esposo, quiero ver al comisario, quiero ver a los policías que

fueron a mi casa.” Corre hacia el pasillo que sale haciatrás de la comisaría. Uno de los

policías la detiene. Tira al mismo tiempo del cuello y de la correa del bolso. Ella no

consiguió liberarse. El policía la empuja. Nadia cae sentada. El agua del piso le moja los

pantalones y la bombacha. Las otras mujeres protestan. Nadia se pone de pie y

comienza a gritar de nuevo. Dos policías más llegan desde atrás. Uno era el joven que

había ido a su casa. Sonrió con desprecio. El otro era el que había dejado el cigarrillo

quemándose.

“A ver, loca de mierda si te callás la boca”, dice el que la empujó. Nadia se

acerca hasta él. Porque de pronto tampoco soportaba el aire que respiran los policías, y

el olor de los uniformes húmedos. Deseaba apagarlos con su propio aliento. Bajó el tono

de voz, “quiero hablar con el comisario y no me voy a callar hasta que suelten a mi

esposo, porque ese pendejito es el que vino a mi casa.”

285
El policía que dejó el cigarrillo la separa. “Señora soy el oficial principal

Francescato, tranquilícese, su esposo no está acá, el comisario tampoco está en estos

momentos, y estoy seguro que le informaron mal, con malicia. Estoy de guardia y desde

hace doce horas es mi responsabilidad lo que sucede en la comisaría.”

“Ese policía me dijo que mi esposo estaba acá.”

“Por qué miente.”

“Él, este pendejo cagón, con otro al que le falta un diente, fue a mi casa para

avisarme que mi esposo estaba acá. Y que si yo no venía a buscarlo no lo iban a soltar,

así que ya mismo me dice usted Francescato por qué está acá mi esposo, por qué no lo

puedo ver, por qué lo sacaron del trabajo y por qué nadie tiene los huevos de decirle al

comisario que lo llamo. Ése escribió mi nombre, dígaselo al comisario”

“Nunca estuve en su casa. “

“Sí estuvieron, y esta misma tarde, y usted, Francescato, traiga a mi esposo, y lo

quiero sin un golpe, sin un rasguño, como se fue hoy de casa, y dígale ya al comisario

Macucci, que se le va a atorar toda la comida y los rollos de billetes que le dan en la

casa del capitalista de juego y que todo el Docke sabe que no son para la cooperativa de

policía, y cuando le diga mi nombre vamos a ver si habla o no habla conmigo.”

Nadia se sentó en el banco. Estaba sucia como una bracera de papas. De pronto

sintió frío. El policía que había estado en su casa se fue detrás del oficial principal por el

pasillo.

“Quién es la del robo”, dijo un policía que se asomó al vano de la puerta.

Hicieron entrar a las dos mujeres. Estaban extenuadas y a una le chorreaba agua verde

de la campera.

Nadia busca el paquete de cigarrillos en el bolso. No los encuentra. Detrás, en

una pared, una pequeña virgen de yeso larga olor rancio. Hay unas flores resinosas que

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se han vuelto marrones y exangües. Los pétalos se aplanan en la punta de los pies

esmaltados. El pie más adelantado pisa una serpiente, es rosado como una nube. Las

flores se lamen unas a otras. Nadie las quitó y manchan la saliente de yeso del nicho. El

policía que está de guardia en la calle entra a fumar un cigarrillo. Escurre una acuarela

mugrienta.

Nadia descubre que se ha mordido el labio inferior. Hay un nudo ardiente. Y se

pasa la lengua por el reborde deshilachado de pellejos. En la cara le pesan los pómulos

de su abuela, de su madre. La gota del techo pone una y otra vez en marcha el tiempo.

Todo está en silencio alrededor de ella.

El policía que fuma no tiene olor a tabaco sino a ropa envejecida. Nadia se

levanta del banco y sale a la calle. Observa el portón de la calle Huergo que, a una

decena de metros, da al patio de la comisaria. Está cerrado. Dos patrullas están

estacionadas sobre la vereda. En la calle vacía las trizas de la llovizna azotan a Nadia.

Regresa al interior. Las líneas rectas se inclinan hacia los ojos. Ahora sólo el policía que

fuma está en la sala de espera. A pesar del frío Nadia se acomoda al lado de la puerta.

Sentada y a través de los vidrios vigila el exterior. Pero tiembla y la boca torcida no se

le detiene.

El policía que estaba en la garita le pregunta si quiere fumar, ella dice que no. Le

da las gracias. Entonces regresa al puesto que nadie quiere. Queda sola. Nadia se pone

de pie y se desprende el botón del jean. El pañuelo que usó para las manos está gris,

tiene impresas hormas de barro. Se saca la bufanda y la mete por detrás para secarse.

Friega con fuerza. La carne entumecida de las nalgas resbala. Es vehemente para frotar.

Nadia piensa que el nombre de una persona es tan común como respirar, pero en este

país llega un momento que ninguna de las dos cosas, el nombre y el seguir respirando,

lo son. Uno y otro representan un peligro y un error para la propia vida. No se da cuenta

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de que cuando extrae la bufanda la huele. Las piernas de los jean y la bombacha heladas

se le pegan de nuevo a la piel. Está parada al lado de la puerta de entrada y se enrosca la

bufanda del lado menos mojado encima de la cintura y debajo de la ropa. Al lado de

Nadia hay otro lado de Nadia que ella siente, pero no puede entender. Una vida pegada

a las vidas que está viviendo. Una vida que no es para los que quieran vivir de este

modo. Tal vez sea un error. Porque con el pensamiento se aplastan cosas como con la

mano. Busca un cigarrillo de nuevo. Se pone a dar vueltas para quitarse el frío.

Los camiones que van hacia el puente pasan como tachones. Las luces traseras

se agarran a las gotas del vidrio por unos instantes. En el kiosco, enfrente, un hombre

espera bajo el toldo.

Un nuevo policía llega de atrás. Sólo se apoya en el mostrador, con la cabeza en

las manos. También él mira haciafuera. Pero no puede desprenderse del sueño. El

policía de guardia agita un brazo encogido. Nadia abre la puerta de un golpe y la

fachada del kiosco se va y vuelve. Los dos autos de patrulla parten sin luces por Huergo

hacia el dique. En el fondo invisible doblan.

“Adónde van”, dice Nadia.

“No sé.” El policía de guardia tiene ojos humectados. Nadia entra. El policía del

mostrador le mira la entrepierna ajustada del jean. Nadia ya sabe el motivo. Todavía

lleva el botón de pantalón desabrochado. “El comisario la va a atender”, dice el policía

después de un rato.

Atraviesan dos puertas. En el pasillo, sin la gotera, el silencio guarda silencio.

Unas pisadas desdibujadas y migas de pan van al lado de los zapatos de Nadia. El

comisario está en el último despacho. El policía golpea y abre la puerta. El comisario

ordena que la acompañe a buscar a Timme a los calabozos o incluso hasta en los baños.

Ahora él no puede atender a Nadia porque está ocupado. Pide también que le traigan un

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té. Nada de azúcar. El policía toma del brazo a Nadia y la deja de pie dos pasos más

atrás. Abre otra puerta y pide el té. De adentro brotan voces y olor a fritura rancia.

El policía le aprieta el brazo de nuevo y Nadia se suelta. Él la empuja

haciadelante. Nadia se da vuelta y grita que no la toque. El policía abre la segunda

puerta que ya habían dejado atrás. Otro pasillo con un ceñido ventanuco de vidrios rotos

por donde entra lluvia. Va hasta una puerta de chapa de hierro. Una lámpara impregnada

de grasa y pelusa deja goterones de luz eléctrica. El embaldosado está mojado, sin

marcas de zapatos. Sólo una orla sinuosa de tierra señala hasta donde la ha empujado la

persistencia de la lluvia.

El policía se detiene detrás de Nadia. Las paredes están empapeladas de hombres

buscados. Dibujados y fotografiados. Las caras no muestran otra perspectiva que la

inventariada por los propios ojos de los fotografiados. Hay impresiones con cuatro fotos

por línea por cuatro de alto. Y los ojos brillan como botones negros. No son ladrones ni

asesinos, pero están buscados. El flash dejó un punto destellante en cada uno. Pero no es

el brillo del ojo. Nadia reconoce a algunos de los hombres y mujeres de las fotografías.

Oye las llaves. Más pesadas que sonoras. El ventanuco destapado está oscuro. A Nadia

se le trepa un miedo sin ojos y sin boca. La puerta y la noche se tocan en los cilindros de

los barrotes y el candado. El policía le acaricia un muslo, sube la mano y empuja a

Nadia, con suavidad. El primer contacto pareció tierno y Nadia se desprecia por no

haberlo previsto. Giró y le arrojó un manotazo, pero el policía atrapó el brazo y con un

giro y flexión del antebrazo lo trabó en la espalda de Nadia. Puso a Nadia contra la

pared. Ella escondió la cara en la ventana rota.

“No querés llevarte ya mismo a tu marido”, pregunta el policía.

Nadia golpea con los talones. E intenta de zafarse. Se retuerce, patea haciatrás.

La mano del policía la recorre. Ella grita. Mete entre las piernas de Nadia unas vueltas

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apresuradas y hurga con los dedos. Nadia grita tan fuerte que la noche se le mete en la

boca. El ventanuco dice no. El agua entra en la garganta de Nadia como arena negra. No

la deja respirar. La lluvia la enronquece hasta que le desprende cortezas en la tráquea y

las vuelve a tragar. La mano del policía se mete debajo del pulóver y las remeras. Le

toca los pechos. Los aprieta con aspereza. No parecen tener importancia para él. Pellizca

los pezones. La mano está fría. Lejano, en la calle, un único farol se enciende y apaga.

Y un muro encalado desaparece y surge. La cal iluminada perdura en los ojos. Los

árboles se enfrían. Es tan fugaz la silueta del caballo en la oscuridad que Nadia no

entiende a su cabeza. “No estoy loca, es asco.” La cabeza olvida pensar. Pues el caballo

se desploma en una noche llena de estrellas desconocidas. Nadia se retuerce. El policía

se aparta y se ríe. “Tenés una concha asquerosa”, dice. Las baldosas se marcaron por los

pies. Son cajas de zapatos. La bufanda tirada es un conejo durmiendo en una de las cajas

negras. Nadia no tuvo siquiera ganas de llorar, sino sintió que por dentro no tenía nada

prendido. Está colgada de los huesos para siempre. Y se resiste a mirar por la ventana

hacía el exterior sombrío. Ahí están la fosforescencia numinosa del caballo, el fulgor

balanceado por un farol. Sin que nadie le eche un vistazo a su interior.

Ahora la lluvia chasquea como hierba seca.

Toma la bufanda y se abrocha el botón de los pantalones, se ordena el corpiño y

el resto de la ropa. El policía espera con la puerta abierta.

Nadia entra y el policía se queda del otro lado, entonces cierra la puerta. Toda la

luz es una lámpara de veinticinco vatios que desciende entre los dos calabozos. Las

paredes dan una vuelta completa sin color. Huele a orina y pedos.

“Timme” dice Nadia. Pero nunca ha dicho y nunca ha oído antes el nombre de

Timme así. Ninguno responde. No hay más que cinco hombres sentados con cabezas

redondas. En uno de los calabozos sólo hay un hombre. La luz no puede ir más abajo de

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las coronillas. El aire frota los movimientos con su olor. Todos están envueltos por el

frío. Un par de hombres se incorporan de su sitio.

El más alto tiene orejas muy grandes y desplegadas. Debajo, la luz alcanza el

cuello del abrigo y la vuelta que da es de oreja a oreja. El otro se queda de pie, detrás,

con los brazos cruzados. La observan. Nadia vuelve a llamar a Timme. Las paredes

hacen su ronda. Y el preso solo parece aún más solitario.

“No está acá, señora”, dice uno de los que se quedaron sentados.

“No hubo nadie con ese nombre, y yo estoy desde hace una semana”, dice otro.

El orejón se acerca hasta las rejas. Ahora no es más que una silueta de hombros

húmedos. “Ayer y hoy acá hubo mucho movimiento, entró y salió mucha gente, mucho

ruido, mucho botón cansado, estos hijos de puta nunca hacen nada, pero estos días los

tuvieron zumbando.”

El policía abre la puerta. La puerta golpea contra la pared. Empuña el bastón,

exige que se callen todos. Los presos le dicen que escucharon todo. Empiezan a decir

sus nombres a Nadia, si ella lo denuncia ellos también van a hablar. Gritan varias veces,

“este milico se llama Abel Marturano y vive en Lanús este, no se olvide señora.” El

policía saca a Nadia de un brazo. Se ha dado cuenta de que ha sido un estúpido y se ríe.

Con la punta del bastón acicatea a Nadia en la espalda. Nadia esquiva el palo y lanza la

cartera contra la cabeza del policía. La cartera regresa a su mano sin haberle pegado. La

correa se retorció en el antebrazo de Nadia. El policía le da una bofetada en la oreja.

Nadia va al piso y riega las monedas contra los zócalos. El policía ríe. La risa tiene

vapor y un ventanuco sobre un costado. El policía le empuja la mano entre las piernas y

aprieta muy fuerte. La tira haciadelante. Después la levanta del suelo de los fundillos.

La sacude para que salga del corredor. Nadia va dando tumbos. Todavía tiene las

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baldosas en el labio que se ha mordido. El policía la introduce en el baño. “Vamos a ver

si Timmecito está escondido acá.”

En la mejilla helada Nadia siente el invierno maduro. En la oreja ardiente el odio

crece y zumba. Por abajo su cuerpo sigue encogido. Al pubis manoseado querría

sacárselo del cuerpo y tirarlo donde nadie pueda encontrarlo.

El baño es el de los policías. Un hombre esposado a las rejas de la ventana

abierta no para de temblar. Los dientes tampoco se detienen para respirar. Sólo le habían

dejado puesta una camiseta. La camiseta es una bolsa de semillas. “Timme, Timme”,

dice el policía. El hombre tiene la piel de la cara rojoazul de frío, los brazos están

plegados sobre los codos. “Timme”, pregunta. Los mira azorado. El policía dice “puta.”

El comisario entra y se abre la bragueta delante de un mingitorio. “Sacalo de

acá”, dice. Nadia sólo ve el chorro y la mano del comisario.

Cuando se quedan solos el comisario escupe donde orina. Nadia dice que quiere

saber qué hicieron con Timme. El comisario dice que nunca había tratado con una

pendeja tan pelotuda, que busque a Timme en casa de los ucranianos. Nadia siente

terror, pero sin creer. Palpó el pomo de hierro en el bolso. El comisario seguía orinando.

“No pude venir en todo el día, disculpá”, dice. Nadia quiere hundirle el pomo de hierro

en un ojo.

Nadia le dice lo que el policía le hizo y lo que dijeron los presos. El comisario

termina de orinar y suspira. Sacude con exageración. Ríe. Sube los ojos. Las pestañas

flotan. El anillo de matrimonio está clavado en la carne del dedo.

“Es raro que te haya hecho eso nada más, a ese lo que más le gusta es que le

chupen la pija y a esos negros no les creas nada, medio barco holandés se agarró a

trompadas en el gato negro y ya sabés, ir, venir, prefectura en el medio, explicarle al

capitán, declaraciones, putas que la ligaron de rebote, bah, chicas de acá, no, bueno, tu

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Timme en definitiva nunca vino a visitarnos como vos, y Nadia te digo que lo mejor

para vos y para Timme es que dejés la villa y a esos troskos con los que andás, yo no sé

si te encamás o no con ellos, no me importa, podés ser tan puta como quieras, pero en

este país los zurdos van a desaparecer, los vamos a borrar, sólo va a quedar la gente.” El

comisario deja correr agua sobre las manos sin refregárselas. Las sacude —observa

también a Nadia.

“Nadia, si otra vez llegás a estar acá, te voy a tener que mandar regalada al

negocio de la triple a, si te volvemos a ver en la villa, también, y si alguien agarra a los

dos de tu grupo, también, si no te gusta el mate amargo, también, y si te gusta también.”

293
Las hormigas

Los hombres y las mujeres se apresuran a tomar el colectivo rojo para ir al

trabajo. Todavía cuando llegan a la parada están agitados. El colectivo treintaitrés no

siempre se detiene. Por eso mantienen los cigarrillos encendidos hasta último momento.

El último momento lo dicta el conductor.

Ana cruza esa calle para ir a la escuela. Los colectivos nunca esperan que ella

haya dejado la calzada para arrancar. Siempre debe correr. Los bocinazos le suenan

entre las pantorrillas o el estómago. En primavera, a esa hora, el cielo aún balancea

estómagos y cucharadas nocturnas —para fin de año el cielo ya no está tirante

haciafuera ni dado vuelta.

A las cuatro de la mañana su padre ya se ha afeitado y marchado al trabajo en el

puerto. Ana despierta más tarde a su hermano. “Cuando era bebe y mamá me daba la

teta yo le soplaba por la que comía y le crecía más la otra, y cuando me pasaba a la otra

la soplaba y crecía la otra también. A mamá le crecieron mucho las tetas para siempre, y

yo ya me mantenía solo”, dijo el hermano de Ana enojado porque quiere masas dulces

en el desayuno. Ana se ríe. Le sirve el desayuno. Pan con manteca y mate cocido.

En primavera las hormigas ya aspiran a vivir siempre en el azúcar. El hermano

dice entonces que ellas le zumbaban en los oídos.

“Las hormigas no zumban”, dice Ana.

“Es mi oído”, dice él.

El hermano echó montículos de azúcar encima de la manteca. Ana se los sacude

sobre el plato y vuelve a depositar el sobrante en la azucarera. Los girasoles en el pote

no poseen color. Apenas unos trazos entallados y fríos.

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El verano anterior las hormigas invadieron la alacena. Inundaron todo lo que no

estuviese bien cerrado. “Vamos a comer conserva nada más”, le preguntó a su padre. “Y

sólo hay pepinos”, dijo él. Ana no río. Desde la muerte de su madre, su tía y su padre se

dividieron las tareas para encargarse de las invasiones de hormigas. El padre las

envenenaba. La tía aseaba todos los escondites. Las hormigas resbalaban sobre la

hojalata y las escamas de talco. El hermano las aplastaba con la pulpa del pulgar. Una

vez, quizás después ya de varias, Ana lo vio comerlas a escondidas le metió los dedos

en la garganta para sacársela. Hizo regurgitar a su hermano y el líquido le calentó los

dedos. Los sacudió con asco. “Están envenenadas, pelotudo”, dijo. Pero él ya lo sabía, y

caminaba hablando a solas con lágrimas en los ojos. Las hormigas muertas eran hebras

de té, Además el hermano dijo que los gatos se revuelcan en cualquier lugar, y se comen

los pelos sin pensarlo. “También los vomitan”, dijo Ana.

“Qué gusto tienen”, peguntó ella más tarde.

“Son ricas, pero de a muchas es mejor, porque son saladitas”, dijo el hermano.

Las hormigas cargan con todo y se lo llevan. Bullen. Y se siguen unas a otras.

Cuelgan largas filas sobre las paredes y dentro de los contramarcos de puertas, de las

ventanas también. Las cucarachas muertas vuelven a cobrar vida. Patas arriba. Se las

llevaban delante de los ojos. A plena luz del día. Entonces su madre se cambiaba el

camisón por la blusa raída y vaciaba completamente los estantes. Siempre que llegaban

las hormigas Ana notaba en los traslados de su madre las piernas cada vez más

descarnadas. La madre cantaba y mataba hormigas. Su voz también era de huesos

inquietos. No se agotaba fácilmente.

El calor y las hormigas hacían que la madre después se sentase en mimbre

crujiente. La casa, el pasillo, los convólvulos, la hora de la tarde que encerraba a la

madre —todo pasaba delante de los ojos de Ana antes de dormir la siesta.

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Sentada con la caja de zapatos en las rodillas Ana estudia fotos. Antes las

escoge, y va dejando otras en el fondo. Ahí las personas tiene bocas y ojos y orejas, pero

sólo las bocas le traen voces. Aunque no coinciden con sus resonancias. Las orejas y los

ojos no devuelven gestos. Se quedan apagados, quedan en las imágenes.

“Las fotos se deterioran pero no las voces, y eso es lo peor”, dice su tía. “Se

quedan entre la cama y la tumba.” En las fotos las hermanas se parecen tanto que Ana

las deja para lo último. Ha revuelto demasiado en la caja de zapatos y ha cambiado los

años. Y las hormigas sin saberlo han llegado entonces antes y después. Las fotos tanto

como las hormigas se agrupan y van hacia su escondrijo. El escondite de las fotos no

tiene rocío y alquitrán y semillas rotas y pasto. Ana ve, que las piezas de dominó que los

jugadores del club de Dock Sud acopian y después encaminan, hacen lo mismo que las

fotos y las hormigas. La madriguera de las fotos huele a café. Y las fotos tienen

esquinas rectas o festoneadas. La que yace en el fondo de la caja se impregna

débilmente de café. La fila de los que van a subir al colectivo se sientan a esperar que

Ana sepa qué son ellos. El despertador, la azucarera, el grano de café con motas de

polvo, la manteca amarilla, verano y soltura, el bastón de la luz apoyado en la mesa, su

hermano hambriento, las seis y media de la mañana.

En las fotografías hay algunas personas que la conocieron a Ana y le entregaron

algo en la mano. O no es verdad. O sólo se sentaron a su lado en fiestas o reuniones. Le

mostraron un nuevo pecado. O agregaron una palabra nueva debajo de una anterior. Sin

embargo, los niños, miran fijo a la cámara con mucho esfuerzo.

“En algún lugar muy lejos de acá alguien besa a otro en la frente, y así empiezan

todos los besos del mundo de ese día”, decía la madre. Luego le daba a Ana el último

beso del día. Ana entraba entonces al sueño acostada del otro lado de su joroba. La

noche es un cielo de hormigas negras.

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Ana trenza su cabello del mismo modo que su tía. También engancha hilos de

varios colores en la cabeza de los clavos y puede entrelazar pulseras con tres dedos de

una sola mano. Los colores de los hilos son estivales, pero no adelantan el verano. En

cambio su madre se dejaba los mechones sobre los ojos durante todo el año. De lo con-

trario Lucía y su madre se volvían idénticas más allá de las intenciones del fotógrafo.

Del espejo. Y de los ojos. Hasta los nudillos, también, engañaban a las uñas. Cuando su

madre reía, todas las canciones dormidas, se le veían en el fondo de la lengua. La lengua

tenía además una profunda raya a lo largo.

“Si los recuerdos se vuelven reales es porque te ronda la muerte y tenés que

alejarte de ellos”, dice la tía si ve que Ana abre la caja de zapatos. Entonces vuelve a

poner la tapa forrada de verde oscuro. Donde un líquido dejó una mancha. La tía luego

arroja la caja al fondo del ropero. Allí las fotografías se quedan en sombras como las

imágenes del cañaveral. La nena arrodillada lleva muchas cucharas en las manos. Ana

no sabe si las cucharas llenas saciaran a la nena. Pero las cucharas no necesitan a la

nena. Y cuando Ana está en cama cayendo dentro del sueño bajan por su vientre.

El colectivo rojo tiene el número treintaitrés pintado de negro. Y en los días

laborales viaja repleto hasta el mediodía. Todas las mañanas los hombres van colgados

de la puerta. En la calle torcida el vehículo se detiene inclinado para cargarlos. El

colectivo parece una ladronera. Apenas se pone en marcha el conductor les revuelve los

peinados. Para Ana los cabellos turbulentos de esos hombres son bonitos. Parecen

libres.

Cuando murió la madre, el padre de Ana lloró toda la mañana con la cabeza

entre las manos. Pero el aire no podía arrancarle llanto de la boca. Lo que debía llorar ya

se lo había tragado. Los vasos vacíos y los codos sobre la mesa se habían tornado

297
intocables para Ana. Pensaba que debía ponerse a ordenar y limpiar. Pero nada más

espiaba al hombre escondido, que estaba lejos y lleno de vacío y no podía ser padre.

Ana duerme, separada por una cortina con margaritas y girasoles estampados, en

el mismo cuarto donde están la cocina y la mesa. Dos ramos de margaritas valen un

girasol. Aquel día Ana se escurrió hasta donde dormían sus padres y su hermano. El

dormitorio siempre olía a manzanas fermentadas. La cara de su madre había amanecido

arqueada y sin pestañear. Ana se quedó de pie a un lado de la puerta. Estaba enojada

con su hermano que lloró y balbuceó durante horas en la cuna.

“Seguro está cagado. Está cagado”, le gritó a su madre.

Los vestidos colgaban del ropero abierto. Querían caminar de costado. Romper

la fila. Ana sintió aprensión del espacio que había detrás de los vestidos colgados de su

madre. Y de que ese lugar se quedase. Su tía pasó junto a Ana como si hubiese decidido

abandonarla. Y el aire caliente de su respiración hacía ruido a disgusto. El bebé, para

llorar mejor, expulsaba burbujas por la nariz y la boca. Y tenía, además, las manos

arrugadas y enfadadas. Con los mismos nudillos rojos de su madre, crecidos en su

propia mano, la tía de Ana se inclinó y cerró los ojos a su hermana. Entonces su madre

pudo descansar de los llantos del padre y el hermano.

Afuera, sobre la cama de Ana, la ventana vacía arriba de la cocina olía a

cebollas. Los estantes de platos exhalaban cebolla dulce y quemada. Pero ese día tam-

bién había perfume a manzanas.

“Está cagado, no”, dijo Ana.

“Sí.”

Ana dijo enseguida que todos habían matado a su madre. El padre con el vaso

lleno de tristeza transparente, el chupar voraz de su hermano y ella con su joroba. Pero

los hombres eran peores porque sólo sabían llorar.

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Lucía miró al padre de Ana y a Ana. Y al bebé que cargaba en brazos. Después

cerró los ojos. No había demasiada luz aún para que el niño, después de que se le

cambiase el pañal, cerrase los ojos.

La tía le dio el bebé a Ana y le pasó la mano por las mejillas. El hermano hedía y

Ana, que había mantenido las mejillas apretadas, ahora respiraba como si tuviese el

paladar erizado por pelos cortos de gato. En el ropero había un pañuelo de seda rojo,

azul, dorado. El pañuelo de títere lo llamaba la madre de Ana. Lucía le apretó las

mandíbulas a su hermana y trató de enderezar la cara, pero no pudo.

“Ana, poné a calentar agua”, dijo.

Ana apartó los vasos, la botella y puso una toalla sobre la mesa como hacía su

madre. Ahí colocó a su hermano. Luego puso el agua sobre el fuego.

Lucía le dijo al padre de Ana que vaya a bañarse, que no era un día para estar sin

razón en la vida.

Ana cambió el pañal de su hermano. Imitó los movimientos de su madre.

Entonces hacía poco que Ana había aprendido a leer en la escuela sin arrastrar el dedo

debajo de las sílabas. Estaba orgullosa. Había atrapado a un animal importante sólo con

los ojos.

Ahora tenía una mejilla inflamada y la otra fofa.

Nunca había olido nada igual.

Los pelos de gato en la garganta fueron peores. Ana lo limpió con agua fría. No

quiso esperar, aunque no sabía que el agua no era para el culo de su hermano, sino para

tratar de acomodar la cara de su madre. Quiso correr para apartarse de la mierda en el

pañal. Lucía se puso a fumar —tenía un brazo cruzado sobre el estómago.

El hermano no se quejó. Estaba tan paspado que las nalgas eran más lustrosas

que el agua fría.

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“Mamá se cansó de la poca fuerza que tenía su corazón, pero no era algo que ella

quería, y toda la risa y el amor que tenía en el corazón lo repartió un poco entre todos

nosotros, y cuando se nos cansen nuestros corazones vamos a hacer lo mismo, vamos a

hacer nidos en otros corazones para después irnos tranquilos”, dijo la tía. Sostenía su

abdomen como si no quisiera que nadie la tomase de la mano. Ana vio una pareja de

baile vacía. Una pareja de una sola persona.

Aquella tarde vinieron la madre y el padre del chico. Llegaron con él. Ana se

acercó y le preguntó dónde tenía el corazón. Acá, dijo el chico. Apoyó la mano sobre la

boca de su estómago.

Después de lavar a su hermano Ana interrogó a su padre. “No te diste cuenta en

toda la noche que mamá estaba fría.” Lucía la miró. El padre siguió con los ojos

enceguecidos por el cabello que le colgaba. “Mirá cómo le quedó la cara”, gritó Ana.

Durante el velorio Ana estudió el pecho de los asistentes hasta que sus ojos ya

no soportaron en su frente. La cavidad del corazón estaba clausurada, los rostros la

distraían y debió concentrarse. Allí debajo estaba el ciego machacar. Ana no confiaba

en él. Y si su hermano dormido en brazos de su padre era demasiado pequeño, y no

cabía entonces el nido en su cuerpo. El nido caería sin remedio. Ana imaginó un nido de

pájaros. Tibio y laborioso. Esos que después caen al suelo en invierno.

La barbilla, los pómulos de su madre eran tan profundos que dormía como una

coneja. Al día siguiente cuando bajaron el ataúd Ana estuvo de pie sin saber qué hacer.

Se quedó debajo de una voluta del sol que tenía sombra y luz y una mano. Su hermano

se babeó con los ojos redondos. Todo el tiempo en brazos de su padre. Los zapatos de

su hermano mayor muerto brillaban. Su padre los había lustrado. “Parecen unos

pescados mugrientos”, había dicho. Pero ya le apretaron a Ana al instante de ponérselos.

Las ceñidas costuras del empeine no le permitían mover los dedos. El abrigo negro tam-

300
bién era prestado. El cuello ajustaba áspero y ardiente —y le picó bajo la nuca y la

desigualdad de la joroba.

“Tenés hormigas”, le preguntó su tía. El abrigo no dejaba que le llegue el viento

hasta el corazón.

Los árboles flotaron libres.

Los muertos estaban llenos de aristas, todos, sin excepción, iban hasta los

paredones de los fondos. Los paredones despejados de enlucido hilaban ladrillos y otros

ladrillos de corazón más cocido.

La tía tuvo la mano de Ana aprisionada durante todo el entierro. Debajo del

mentón su tía tuvo algo saltarín durante toda la ceremonia. La garganta la incitaba a

mojar el nudo reseco con saliva. En el cuello largo y seco de su tía se anillaba un

movimiento ajeno al polvo que giraba en el aire. Un tubo correoso que se hundía hacia

el estómago.

Era el corazón, era una víbora.

301
La pesadez

El chico tuvo de pronto la impresión de que debía colocar los papeles en otro

orden. No supo cómo el observar torpe no los ordenaba.

Ana toma la anotación del sastre. Sin saber qué transcribe repite todo lo que

estaba escrito en un papel más pequeño. La copia no reconoce el original. Todas sus

letras eran mayúsculas. Ana y el chico oyen el campanario.

“Es una dirección, no”, dice el chico. “Parece”, dice Ana dos veces. Cuida de

reescribir bien todo.

El sol forma una contextura brillante en el piso de madera —tres lados rectos y

uno curvo. Ana ha dejado un pie dentro de ella. Los pies no se asemejan. No son pies.

El piso de madera empuja ajustados remolinos rojo opaco. En verano tienen una

apariencia húmeda. La puerta de la sastrería se abre y los pies de Ana vuelven a ser

iguales. El niño saca la nota de la mano de Ana y la mira a trasluz.

En puntas de pies se acerca a las letras. Y delante del sol el papel se multiplica

de nervaduras.

El sastre empaqueta en papel madera un pantalón. Planchado y doblado. Las

tablas al lado de los bolsillos llaman la atención del chico. El cliente tiene los codos de

la campera desgastados y una gorra rayada gris y roja. La caja registradora hace muchos

ruidos. Resopla, grazna y da un palazo. Es francesa y vieja, “bufa como ellas”, dice el

sastre. El chico desvía la cabeza. Ana enrosca el papel alrededor de un lápiz. “Dale más

finito”, dice el chico.

El sastre no se acerca a la luz espesa. Nunca el sol toca de lleno a las

confecciones hechas. Las puntadas más veloces pertenecen a la penumbra. Hoy los

discos están callados. Sentado hilvana a grandes trazos un retal. Después se inclina

302
sobre la mesa de trabajo. Escoge otra tela ya cosida sobre molde de papel madera. Mide,

no está seguro. Traza una línea punteada. Toma una nueva medida. El jabón de esteatita

se desprende de sus dedos como una burbuja.

Ana y el niño esperan. Las hojas secas raspan las baldosas del patio posterior.

“Por qué no va su hijo”, dice Ana.

“Porque se iría detrás de los animales rengos.”

“Las letras desconfían de los ojos”, dice el chico a Ana. Y muestra los dientes

torcidos. Lanza una carcajada falsa.

Sobre el piso la luz del sol se corre sin moverse. Ana guarda su papel adentro de

una birome de cuatro colores intercambiables. El niño comprueba que su papel se

encuentre enrollado lo bastante delgado. Mantiene un lateral del rostro levantado, y

cierra el ojo del otro lado hasta que se siente conforme.

“En la costa los caminos son una mezcolanza”, dice.

Se mete el papel en una media.

“Los dos tienen que darle el papel cuando lo vean, sí, y cada uno su papel, y sin

que se entere nadie”, había dicho el sastre.

“Los dos papeles dicen lo mismo”, dice Ana.

“Es una carrera”, dice el chico.

El ruido sordo del jardín giraba igual que el silencio final de los discos del

sastre. El jardín yace sobre su vientre agrisado.

Mientras les entregaba lo que debían copiar, el sastre sostuvo un largo rato su

lapicera. Miró entonces a través de la ventana. El sastre había dejado los párpados

caídos. Cuando alguien retrocede y se suelta de una mano hace el mismo gesto. Ana le

encontró al sastre la sangre del cuello. El chico miraba con intensidad los tres papeles

escritos. El sastre absorbía su corazón con los pensamientos. Despacio se inundó el

303
papel de tinta de la lapicera. La punta de metal hendida se había empastado. El sastre la

abandonó del mismo modo que a sus imanes después de usarlos.

El chico sale del local y la puerta se bate. La mancha solar del vidrio se alarga

antes de desaparecer. La curva más desdibujada de la mancha forma un arcoíris. El

chico no le ha prestado atención, sin embargo Ana se queda observándolo unos

momentos.

Afuera él se sube a la bicicleta. El viento está lleno de sol. Repite la palabra que

aprendió, Schneiderpuppe. Cuando la pronuncia, sus labios rebaten al viento que le pega

en la cara. Donde terminan los manillares plásticos del manubrio ha embutido unas

cintas azules y amarillas. Las cintas tironeadas por el viento hacen tictac. El niño sabe

que lleva un secreto en la memoria antes que en el papel. El día tampoco hace remolinos

en el pueblo del puerto, sino que corta camino derecho.

En la calle hay piedras tristes, encorvadas. Las mujeres que cargan canastas de

varillas rígidas pisan con cuidado. Hoy, el día entra a todos los negocios con apuro. La

prisa misma, a veces, trastabilla. Los productos desteñidos de los exhibidores han

perdido su avaricia.

El niño pasa en bicicleta pero el viento a través de las calles le alarga el camino.

Donde Dock Sud está a punto de terminar hay otra iglesia. Flores de cintas de papel,

candelabros abotagados bajo el sebo. Madres del niño mudas como tapias. Ninguna de

las dos iglesias se erigió entre las casas más pobres. En la última iglesia las palomas,

que engordan entre los depósitos de cereal y los camiones con granos del puerto, cuando

las cornisas de los silos se enfrían, cagan en grupos el embaldosado del atrio desierto.

Detrás, el terraplén corta y monta paños de cielo ondulantes.

Para subir el declive el chico debe apearse y cargar la bicicleta. El viento, ahí,

también es empinado.

304
Arriba toma aliento.

Arriba, la primavera les abre la camisa a los hombres, y el invierno se lleva las

gorras.

Arriba, viajan nubes sucias y las galletas duras de los bolsillos pesan poco

menos que el hambre gestándose.

El chico deja la bicicleta en la tierra. Y la tierra endurecida y llena de surcos es

sucia como el interior de las casas. Que vienen, van y se pierden hacia el oeste. Los pies

de los hombres y las ruedas de los carros han quedado inmóviles. Las improntas de los

pasos tienen bordes aserrados. Se abren como flores de lodo seco. Y no se cierran con la

oscuridad. El terraplén no es un camino pero lleva al que quiera ir. El chico se agacha a

un lado de la bicicleta. Por ahí las sombras se estrían de tierra desmigajada y matas.

Saca el papel de la media pues ha transpirado. Aunque el frío no quiera de ningún modo

llamarle la atención. Las letras permanecen iguales, pero bajo el sol parecen más viejas.

Si las observa mucho rato y las deja, el sol se las incrusta como muescas en los ojos.

El niño forma, de nuevo, el cilindro más delgado que le es posible. Demoró

varios intentos. Y dice, “el secreto.” Sin emoción, sólo para oírse. Cuando calla es como

si no tuviese vida y las palabras nunca se hubiesen pronunciado. Abre una boca en la

otra media y mete el papel. Se queda sentado y con los brazos colgando. Las rodillas

pesan. Por eso se le abren las piernas. Las cintas bicolores corroen la tranquilidad. La

tranquilidad también ha subido la pendiente hasta ahí mismo Pero el niño la confunde

con la pesadez —ahora aborrece los picantes chicotazos de las cintas.

Las cintas no tienen la culpa, no saben golpear.

Más allá de las cintas cuelgan las sombras de las cintas. Los ojos del chico están

aferrados a las hendiduras de los matorrales. En las hojas de los matorrales las

hendiduras tienen ventaja sobre sus ojos. Los mechones de cabello se le van de la frente.

305
El viento importante trae detrás al viento arrugado. Que es amigo de la pesadez. El peso

del viento cuenta con las nubes, los cojines de polvo, pero de modo especial con las

ganas. Ana va a perder el tiempo con su papel. Como los ucranianos hace días que no

aparecen por ningún lado él sabe muy bien dónde está Timme. Pero el camino es largo.

El final no está en los ojos, sin embargo tiene el puerto pegado a la mejilla izquierda.

Del otro lado hay viento.

“A veces quiero que mi hermano desaparezca”, dijo Ana. El resto permaneció

callado. Masticaban monedas deslumbrantes de brea. En el vagón abierto cargado de

girasol se desplomaba un día vaporoso. Se sacaban la brea de los dientes y comían

semillas. “Quiero que mis padres se mueran”, dijo el chico. Escupían varias veces en la

dirección más corta. Les gustaban tanto las semillas como escupir. “Yo también”, dijo

José Maneiro. Las semillas pegadas a la brea formaban mazorcas que guardaban en los

bolsillos. El día era tan pesado, resplandeciente, y tan laqueados los metales, que

ninguno de los chicos se podía incorporar. Debajo de las espaldas los granos llegan a

estar frescos. Pero si se movían el girasol de la superficie los expulsaba. Nada más

tenían que ir con la mano haciabajo. Tomados de uno en uno los granos eran

inofensivos. Como yacían alejados unos de otros si alguien sacaba un cigarrillo no lo

compartía. Lo echaba en los labios inflamados y lo dejaba arder más que aspirarlo. La

tarde era la que se lo fumaba entonces. Ellos fumaban porque querían otra cosa. “Mis

padres esperan que yo me muera”, había dicho el orejas, “porque este país es tan rico

que cuando un niño muere nacen dos lechones.” Recién después se habían tirado sobre

el girasol ardiente, dijeron que había que aguantarse, por eso retorcían los hombros y las

piernas y ponían las nalgas duras como piedras. En todas las barrigas ya había crecido el

sol rojo y el calor se rompía en las frentes sin tener principio.

306
El chico se suelta pendiente abajo sobre la bicicleta. No mueve los pies hasta que

pierde el empuje. Las ruedas conocen el camino hacia el puerto. El viento va en

silencio, los que caminan van inclinados. Y son, ya, más viejos que el día. El empedrado

aparta a todo aquello que lo toca. Los autos desvencijados se desplazan con pasos de

ganado. La bicicleta los deja atrás en los cruces. Las cintas azules y amarillas refulgen.

El niño ya no se siente alertado por ellas. La pesadez quedó arriba y las cintas lo llenan

de arrogancia. Todos los árboles son feos.

En el rabo del dique comienza el asfalto y terminan las casas. Las últimas hileras

de techos siempre están cubiertas de pasta de humo. El viento sólo lo alinea en el fondo

de los canales de las chapas.

En el rabo del dique también el sol pasa en diagonal. Y más allá de la curva está

el retén de control de prefectura. Y el niño lo había olvidado. Si no lo dejan pasar

deberá rodear todo el dique y cruzar en bote.

Pedalea más despacio y no sabe si tiene las monedas para pagarle al botero. El

botero había visto tantas cosas en la vida del agua que los ojos se le habían juntado.

Pero sabía si sólo agitaban la lata para hacer ruido sin depositar las monedas.

El niño espera en la curva. El rabo del dique emerge del agua. Llega hasta el otro

lado del asfalto. Un auto que dejó atrás pasa. El que lo maneja tiene manos muy

pequeñas, rojas.

Sabe que si se queda mucho tiempo los prefectos lo verán con ojos desconfiados.

Los prefectos son tan estúpidos que las ranas y los grillos les devoran la tranquilidad en

sus puestos. Y sacan los dedos del gatillo para no volarse un pie. Pues a todos les han

depositado las mismas viejas ametralladoras entre los brazos.

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En el semáforo de la estación de servicio hay un camión de combustible que

espera el paso. El chico aguanta con el mentón sobre el manubrio a que cruce por el

rabo del dique.

Los trabajadores de las destilerías contrabandean menos que los directivos, y los

embarcados menos que los prefectos. “Cuidado con darle a los barcos o a los tanques de

gas”, les dicen los operarios y los camioneros a los prefectos, que andan a pasos cortos

con las ametralladoras atravesadas sobre el ombligo.

El camión salta vacío. Las palomas, donde no hay ninguna calle, salen volando y

vuelan desorbitadas. Gordas y espumosas. El día las solea. “Las palomas de los silos

son como ovejas, yo las cuento para dormirme a la noche”, dice José Maneiro sobre el

vagón de granos. Y eran palomas tan fáciles de matar que ellos no tenían ningún sigilo

al acercarse. Estirar la goma trenzada, apuntar al grupo y luego sonreír. “Le diste, le

diste.” Las otras parecían no haberse dado cuenta de que una de ellas estaba muerta en

el adoquinado. Los pasos acercándose era lo único capaz de espantarlas. Rodaban por el

aire. Y el aire se abrumaba. Todos se acercaban a mirar la muerte, pero no poseía nada

de enigmático. De las plumas grises de la paloma saltaban piojuelos.

El camión tiene en el tanque vacío estruendos y ecos embrollados. El chico mete

la cabeza entre los hombros y pedalea detrás y en un lateral.

El camión lleva el rabo del dique en la sombra. Con la rueda delantera el chico

no deja de pisarla. El conductor aminora la velocidad. La guardia no lo detiene. Se

saludan y sigue.

El chico se ha puesto del otro costado de la caseta y se toma de uno de los

soportes del tanque. El camión lo arrastra. Como del otro lado de la calle los rieles de la

administración de puertos corren con un amplio tramo abierto de durmientes, los

308
prefectos no suelen andar por allí. Temen trastabillar con sus borceguíes claveteados. El

conductor lo ha visto por el espejo.

Pero el camión entra enseguida al sitio veintitrés de UNION CARBIDE. El niño

se debe soltar y seguir a toda prisa. Detrás de los vidrios lo ve la guardia. Un prefecto

sale y grita. El niño le desea la muerte como a las palomas y pedalea con más fuerza. No

mira atrás. Los guardias esperan que salga por el único camino que hay. Por el que ha

pasado.

En el tercer estacionamiento de VDB hay una patrulla de prefectura. Están

charlando con los guardias de seguridad. Aunque se han sacado las viseras para que no

vuelen. Ninguno lo ve pasar. El río y el viento se oyen del mismo modo. Pero el río es

dorado y también veloz. Bajo el sol la bicicleta es plomo que flota y el niño no necesita

nada más para eludir a los prefectos.

Uno de los colectivos de destilería YPF va de salida. Detrás vienen más

trabajadores en bicicleta. El chico está llegando tarde pues otro colectivo los pasa. El

cambio de turno de las catorce ya entró.

Delante de la entrada de destilería se queda sentado en la bicicleta roja. El enojo

acordona las cejas. Los hollejos sueltos de maleza atraviesan el aire. Piensa y mueve

haciadelante y atrás las ruedas. Unos últimos hombres salen del portal y lo observan.

Fingen indiferencia porque es lo único que saben hacer bien. No sabe si Timme entró o

salió. Tampoco va a preguntar. De la guardia lo miran. Comen bizcochos de grasa y

toman mate aún después de haber almorzado. El viento tiene a todos los vigilantes

encerrados.

Uno sale para observarlo. El chico está lejos y bajo el sol cegador. Tomó la gorra

con la mano, pero necesita hacerse visera bajo el pelo encanecido. Le falta un diente. El

chico lo reconoce. Se toma los genitales con una mano y saluda con la otra. Todos saben

309
del policía que duerme desde hace años con la viuda del farmacéutico de Paulo Angulo

y Alem. Además lo llaman la viuda, y él también conoce al chico. Que gira de

inmediato y baja de nuevo por camino.

“Bicicleta de mierda”, dice.

Detrás del elevador de granos de la primera sección del dique dobla. Propulsa la

bicicleta tan rápido que el aire se torna poco abultado —y debe buscarlo con la boca

abierta casi a la altura de las rodillas. El viento le dobla la cara hacia un costado, pero el

viento tampoco tiene aire para dar. El elevador gruñe como si transportara pedregullo.

Las cajas de los camiones están descubiertas. Las lonas verdes plegadas se golpean. Las

toberas bajo los camiones succionan quintales de granos.

En el borde del muelle la escalera desciende hasta una plataforma que a veces

flota y a veces se inunda. El petróleo ha ampollado todas las aristas. El niño carga la

bicicleta y baja. El equilibrio le muestra el agua negra a cada paso. El pasamano es

intocable. El bote golpea las maderas del otro lado del dique. El botero dice no con el

índice y se pone a remar. El bote viene sin pasajeros. El botero de pie es como otro

remo que lucha contra el viento. Cada palada deja una prominencia en el agua. No hay

remolinos, el petróleo repta.

El botero deja de silbar. También ha querido alejar al viento. El bote roza el

embarcadero. “Tampoco tengo monedas”, dice el chico.

“No importa, vamos.”

El chico piensa las letras sch de la palabra que le enseñó el sastre. Expele aire

entre los dientes torcidos. El sonido sordo vuelve a repeler al viento.

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311
IV. La novia

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313
Los girasoles y las grúas

Los perros ven a la noche y la niebla desde el otro lado. Allí el espacio para

ladrar es hueco y protector. Pues donde suenan los ladridos jamás hay un animal. No se

sabe desde dónde los sonidos brotan en círculos. Además nunca se está solo en la

niebla. En todos lados, y en lo profundo de la niebla soslayada, los perros se mueven

con muelles pies de vellones. Los ojos queman fuego negro. La niebla es una hiedra. Y

aquellos ojos, el nacimiento de las hojas. En la madrugada brumosa los trabajadores

sólo necesitan la voz para mentir. Pues nada les recorre sus rostros, sólo el hastío. Éste

se come las facciones desde adentro. Y el hastío de los hombres sabe a nido de pájaro en

la boca de los perros.

La noche divide al país.

La hiedra divide por dentro.

Los girasoles negros se difunden de una llanura a otra del territorio. Sueltan las

semillas allí donde las tinieblas son más profundas. Los girasoles negros de las noches

del pueblo del puerto se desploman desde lo alto de los tallos sin terminar de crecer. Y

corren como animales locos. Porque el aire o los perros los llevan en las fauces. De

pronto los abandonan como a los nidos vacíos. Despacio, cuando llega el día, se secan.

Los trabajadores conocen el camino. Igual tropiezan. La niebla juega con la

memoria que hay fuera de los cuerpos. Les agrega pasillos. Y deja que los hombres

vuelvan. En cambio, los perros la olfatean aún dentro de los poros de los hombres.

Husmean la cama en los cabellos de la nuca. Aspiran la sangre de la mano que ha

permanecido bajo la almohada. Los perros saben lo que los hombres trasladan

habiéndolo olvidado.

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El puerto emite en la niebla resplandores rotos. Donde una calle termina

enseguida se diluye. Hacia ahí se dirigen las siluetas impregnadas de humo de

cigarrillos y loción de afeitar. En el intercambio con la niebla, por casualidad o por

única vez, los que fuman son fantasmas con recuerdos. Los bosquejos de hombres pisan

la niebla. Se rascan las nucas si un perro aúlla. Entonces los demás perros golpean

también con su corazón el espacio. Una y otra vez. El aire se llena de aullidos y

bolsillos. Las cosas hermosas de la noche de un golpe se han ido para siempre. Los

perros presienten lo gravísimo. Los girasoles de brumario. La carrera loca de los

girasoles más negros, más salvajes.

El padre de Ana y el padre de José Maneiro caminan juntos al trabajo. El

zumbido profunda de la usina eléctrica no los suelta en ningún momento del trayecto.

Otros ya han revuelto la niebla con los pasos. Pero no obstante la niebla permanece

vacía. Afloran las riendas colgantes de un sauce. Después el camino solo los vuelve a

llevar. Los encuentra antes en los pies que en las cabezas. La calle lateral de la usina

termina de pronto —el perfil eléctrico de todo el puerto brilla en la niebla con su aurora

industrial.

Los niños duermen más tiempo. Las palabras que tienen para usar temprano se

les quedan en el agua debajo de los ojos. Teñida aún por el sueño. Los girasoles negros

se detienen a beber de esa agua. Aproximan sus hocicos y arriba dejan los hombros

alerta. Cuando los niños despiertan los sábados esas palabras llegan y, después de

utilizadas, se van muy rápido. Pero como el agua, están allí todos los días. Y como ella

también ya no tienen importancia. Repetir y beber es quizás más fácil.

El padre de Ana y José Maneiro dejan atrás a sus hijos dormidos durante todo el

año. Detrás de las ventanas otras madres y otros niños también duermen con las cabezas

acalladas. El padre de Ana da una pitada. Y tiembla. En el bolso lleva el antídoto para el

315
frío. El padre de José Maneiro es algo más bajo y arrastra los pies. Sobre las casas más

humildes no hay luces. Sólo en la bocacalle cuelga un farol. Bajo él la niebla es un

telón.

“Mi mujer me dijo nunca me comprás nada, le pregunté que me vendía”, dice el

padre de José Maneiro.

El padre de Ana se guarda otra pitada en la boca.

Sobre el margen del dique no se ve el otro lado. Cada gota niebla leva su

pedacito de oscuridad. Si en cualquier momento dejan de mirarse la punta de los zapatos

se marean. Y el mareo sin alcohol los sobresalta. El adoquinado es un manantial,

delante de ellos los caparazones.

El padre de Ana suelta madejas de aliento gris, mete las manos en un ovillo y las

frota. Escondida, el agua golpea entre el casco de un barco y las piedras del muelle. El

chapoteo, a cada topetazo, dice dos sílabas. La sombra del barco se traga la última

figura de ayer de las grúas. “No recogiste todo el cabrestante”, dice el padre de José

Maneiro. Encima de sus cabezas chirriaba el guinche. Pero sólo veían un toldo. Dentro

de la sombra del barco se balancean algunas luces con encajes de niebla.

Cuando hay tanta humedad en el ambiente los silbatos se oyen aún más gruesos.

Los que operan las grúas tienen el suyo sobre la oficina donde arman el trabajado diario.

Afuera el piso está envuelto de rieles para las grúas. Cada uno se va con su hoja de

trabajo. Sección del puerto, número de grúa, barcos, tareas, tiempo, observaciones.

Debajo de los rótulos de las columnas las palabras mal escritas son siempre las mismas.

Ninguno se preocupa en corregirlas. Corregir una palabra es como reparar la niebla.

“Qué hace un polaco con una damajuana al hombro”, dice el padre de José

Maneiro que no espera la respuesta, “pues se está mudando.”

“Yo lo conocía con un santiagueño”, Dice el padre de Ana.

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“Polacos, argentinos, es lo mismo. Todos son vagos porque tienen más de un

dedo gordo.” Se ríen de todos los dedos gordos.

Trepan la resbalosa escala de hierro. Doce escalones. El decimotercero es una

placa de acero y el descanso frente a la puerta de la cabina de maderas. El resto es hierro

inglés. Vigas, escuadras, remaches, soportes, ruedas y rieles. Nadie pisa la plataforma

con el pie izquierdo. Si alguien lo hiciese la superstición aparecería delante de sus ojos

como una lechuza inmadura que sus padres han dejado de alimentar. Y entonces las

puntas de los dedos se les pondrían azules y heladas. Debajo de las mantas, ya esa

misma noche. La muerte de los emigrados había dejado que los hombres adaptasen los

apellidos a los sonidos argentinos, pero no había suprimido los caprichos de cada

origen. Si eran tan descuidados para atraer a la muerte, ahora seguro los enterrarían con

las bocas vendadas —y entonces luego serían incapaces de pronunciar el nombre de su

familia. Los hijos de españoles y de italianos dicen que no se puede con el trece. El

trece llega por la espalda. A veces te toma con suavidad de todos los dedos. Como un

pariente.

Para el abuelo del padre de Ana la desgracia estaba en el siete. Para Ana en el

nueve.

El miedo siempre hace sufrir a los hombres. Para no sentir su perpetuo miedo

lampiño, beben. El miedo no los engaña haciéndose pasar por desgana o desdén. Sino

que se hace pasar por la suerte y el destino. Beben y hablan de la suerte. Aunque no

hablan de por qué beben. Saben que beber es como tener otro pie izquierdo.

El sol de la mañana entra en las cabinas antes que en los pisos de las casas. En el

momento más frío del día los operarios de las grúas avivan los braseros. El padre de

Ana lo sacude con un pie. Los braseros están prohibidos y también por tanto no están

prohibidos por la prefectura. Ahí arriba, en los vidrios velludos, en invierno no hay más

317
que orillas de sol para calentarse. Después del último accidente, en el centro del dique,

desde las lanchas de prefectura soltaron y arrastraron los garfios de fondo. Antes de

hallar los cadáveres del día anterior de los tripulantes de un arenero, los ganchos izaron

braseros negros, que tenían las salientes carcomidas por el calor. Entonces se dieron

cuenta que la última requisa había sido ya hacía un año. Antes de las inspecciones los

operadores de las grúas abrían la ventana y arrojaban el brasero al agua. Recién después

subían los prefectos. Ese día en la ferretería bajaba la pila de braseros. Por una virtud

invisible los prefectos aliviaban la vida del ferretero.

Los prefectos viejos miraron caer los braseros orinados detrás de las bolsas de

carbón. El brasero pasaba por la línea del horizonte, y los ojos estaban más letárgicos

que cansados. “Con una baldosa adentro es suficiente para que se sumerja”, dicen.

Entonces los más viejos no trepaban la escalerilla. Aguardaban abajo hasta que otro

revise la cabina de la grúa.

Los prefectos más jóvenes no sabían si odiar más a los braseros o a los

montoneros y a los erpios. Subían de inmediato. La furia en las nueces, encima del

primer botón —y no se daban cuenta de que el uniforme que les daban sólo era útil para

caminar. Adentro de las cabinas no sabían dónde inspeccionar. Sudaban. Algunos veían

por primera vez los comandos y los engranajes. Cuando un prefecto joven entró a la

grúa del padre de José Maneiro éste oía la radio. Le mostró con la mano una carga que

debía reubicar. El prefecto observó la mano como si fuese la batuta para la radio. El

tango, la carga. Miró para todos lados. El padre de José Maneiro sacó un cigarrillo con

la punta de las uñas. “Dónde está el brasero que estaba prendido hace un rato”, dijo el

prefecto.

“Un rato”, dijo el padre de José Maneiro.

“Sí.”

318
“Ah, sí, había una rata sentada en el cordón de la vereda, otra sube por la boca de

tormenta y le pregunta, qué estás haciendo, y la otra le contesta, esperando un rato.”

El aire se entibiaba y los operarios se frotaban las manos. El olor de la grasa y el

aceite dentro de las grúas nunca se pareció al naval. El piso mostraba discos o polígonos

con aureolas negras. “Qué frío, no”, decían los operarios. Los prefectos jóvenes daban

vuelta todo donde no hay mucho para dar vuelta. Se quedaban viendo las tetas de las

imágenes pegadas en las paredes de las cabinas. Apenas si encontraban cigarrillos

arrugados y fósforos. Pero de todos modos se los llevaban.

La niebla se estira. La neblina se disuelve detrás de la dársena de inflamables y

de este lado las palomas bajan al empedrado. Pero la noche no se disgrega en la cabeza

del padre de Ana. A media mañana el frío y el sueño son mayores que durante la

madrugada. Las palomas se van comiendo la noche del piso. Pero mientras más se

alimentan más nocturnas son para el padre de Ana. Tienden y trasplantan su gran manto

de oscuridad por todo el puerto. El calor se fuga enseguida entre las paredes de maderas.

El sol sale dos veces. En la niebla es delgado, plano y quebradizo. Una ostia.

319
La panadería

Durante la noche Ana había oído pasos. La casa hueca, llena de oscuridad. La

rosca de metal desprendiéndose de la boca de vidrio. El vaso grueso arrastrado hasta el

fondo por un remolino de ginebra. Luego Ana oyó el silencio con los ojos cerrados. El

día sin clases le frotaba los pies calientes. Rizó con los dedos. Pero como un trago nunca

llega a ser suficiente Ana tardó un rato más en poder dormirse.

Ana sabe que si el padre no duerme es debido a que él ya no posee pensamientos

propios. El padre se agarra los codos con las manos. Aprieta las soldaduras de las

rodillas. Sentado en el costado de la cama hunde la cara en el pecho. La cara se le lava

ahí —los ojos, la punta de la nariz. Se lava la cara en el aliento agrio que expulsa su

respiración. Los recuerdos de su esposa. Los recuerdos de su hijo mayor muerto. El

recuerdo de transeúntes con rostros vacíos y camisas de verano. Los recuerdos entonces

han irrumpido. Un paño de gamuza, nenúfares nimbados, sin fecha, sin lugar. Atrás, el

silencio, que ya es viejo después de medianoche, suelta todo lo guardado. La existencia

anterior anda así. Descuida los pies. No usa la boca. Sus quehaceres barren detrás de los

ojos del padre.

El padre se quita el reloj pulsera y el anillo de los ojos y, todas las noches, los

deja sobre la mesa de luz. “Moy inventarizatsiya”, dice. Luego, el dinero escondido

piensa cosas escondidas. Pero el dinero piensa sin números en la cabeza —su fría

memoria no erra. Registra.

El decorado.

El mobiliario frío arrimado a las paredes.

La noche que nada en un espejo enmarcado de felpa roja.

El clavo de la pared, desnudo.

320
La suerte súbita de una polilla.

Una noche en que llovió a cántaros.

La cucaracha seca.

Las semillas de tomate, el sumidero oliente.

Un carozo de aceituna abrasado por el polvo, debajo de la cama.

Un beso, otro beso. El hijo varón.

Los ojos cerrados.

Al final el dinero pide ser contado. Y el padre de Ana lo hace. Varias veces. Se

asegura. Enseguida vuelve a guardarlo. Y de inmediato olvida el total. Antes de sentir

su propio perdón, de nuevo, el padre tiene el dinero en las manos. Cuenta una vez más.

Entonces en el fondo del cajón el dinero se quita los números de encima. Y se cubre de

vergüenza. Después las lágrimas, sin formar palabras, chorrean. Toda la boca del vaso

llora junto con la boca del padre. Como la ginebra no desea irse, el padre de Ana deja la

cama. Las manos le cuelgan. Anda de acá para allá. Pero la ginebra es límpida y

obcecada. Como una esposa harta, ahorrativa, ceñuda. Como otra esposa. Mira como

otra esposa. Es paciente como otra esposa y callada, y ríe como otra esposa. Y estalla en

su narizgargantayoído como su propia esposa.

El padre de Ana se pone a barrer durante la madrugada. Pero en el piso de la

casa no hay luna, sino muchos ojos arrugados en algún lugar. En especial sobre las vetas

de la madera que no puede ver. Los pasos laterales en torno de la escoba usan los

tobillos de la ginebra. El espejo sigue al susurro de la paja negra. El padre deja la escoba

de pie. Al padre le habría gustado que su mujer muerta se hubiese quedado un rato más.

El tictac negro, la piedad negra, una vela negra, cargada alrededor de sebo pegado y la

respiración negra de los niños dormidos. Emergen de los más invisibles niveles de la

nada. Casi es un sueño. Los rostros de los billetes están peinados. La ginebra, al cabo de

321
las horas, lleva el cabello enmarañado. Cada trago muerde un grano de pimienta verde.

El padre está obligado a tragar.

Este mes el padre de Ana no durmió bien. Ha habido huelgas por todo el país. Y

para que en todos lados no haya huelgas los prefectos y policías no buscaban braseros,

sino costillas y escrotos.

Ana no despertó temprano. Tampoco vio la niebla. Su hermano ya juega en el

suelo.

Ana oye los chasquidos de la lengua y la fricción de las ruedas. Él la mira con la

cara pálida. El vaso grueso está todavía boca abajo en la mesada blanca. Adentro unas

pocas gotas cuelgan condensadas. El sol apenas une esas gotas con hebras. Ana calienta

el té que su padre ya dejó reposando. El olor del pan tostado saca a su hermano del

juego. Ana separa una rodaja del enrejado. Contrae los labios y la quiebra con los

dientes. Pone dedos largos sobre el vapor del té. Encima de la mesa el hermano se

enrojece los ojos con el calor que despide su jarro. Parpadea y dice que debajo del agua

uno puede verse los pies descalzos. Ana termina de desayunar de pie y hace las camas,

sin rayos de sol las motas no encuentra líneas para deslizarse. Limpiar esta mañana

parece infructuoso. Ana saca la escupidera de debajo de la cama de su hermano. “Ya

deberías bajar y hacer lo tuyo en el baño.”

“Lo mío es no pasar frío de noche”, dice él.

Ana se viste. Estira la melena sobre la joroba. Las puntas nunca se arqueaban. El

cabello del hermano de Ana es profundo y está siempre dislocado. Nadie en la familia

posee esa efervescencia. Vestido y peinado a medias, el hermano protesta porque Ana lo

sacude dentro del abrigo. Debajo, el cuello del pulóver continúa torcido. “Parezco un

ahorcado, me gusta así”, dice.

“No, parecés mi hermano.”

322
“No, porque vos parecés un huevo de pascuas.”

Ana desliza, con la punta de los dedos, unas monedas hacia la otra mano.

Recoge un billete que la radio aplasta. Guarda todo en el bolsillo. Allí, también guarda

un pañuelo con pegote y una cinta roja.

La vida que sale a las calles por la mañana es locuaz y cuenta el tiempo de a

minutos. El apuro es porque no hay mucho para hacer después de que todo ya está

hecho desde temprano.

Ana escucha fragmentos de conversaciones. Edades, reuma, las mascotas

vomitan, los niños pisan el vómito, estreñimientos. Bebedizos, colores todavía sin lana.

Al ingenio la gente lo llama inteligencia, a la inteligencia, habilidad, a reflexionar sobre

un asunto lo llama moral. Las conversaciones las denominan encuentros. En las

conversaciones se cruzan gatos atigrados. Ana está atenta y sin manos. El frío tiene ojos

amarillos, como los gatos, pero sin cejas. La mano que mantiene agarrado a su hermano

se le mete en la boca de la manga. La otra mano desplaza los objetos dentro del bolsillo.

La cinta roja necesita una concentración especial, pues es vieja y tenue y del largo de un

meñique. Pero antes de nada Ana ignora qué hacen sus dedos.

Alrededor de las nueve y media la panadería saca una segunda horneada de pan.

Una empleada muy joven y otra en los treinta largos traen desde atrás los canastos.

Entre el horno y el local los panes descansan, uno sobre otro, a granel. Dentro de los

canastos vacíos cabe una empleada encogida. Ambas dormitan adentro con los brazos

recogidos contra el pecho. En verano las libélulas también se duermen en la costra tibia

un segundo. Pero el calor que escurre del interior de la miga les quema las alas. Las

empleadas siempre deben controla los panes de arriba en el patio interno. Desde otoño,

después de vaciar los canastos y poner los panes en las vitrinas, un perro pastor alemán

espera a las mujeres en el patio. Mira los aleros de la galería. Antes de que los canastos

323
vuelvan al lado de los hornos el perro duerme caliente. Se echa al lado de los canastos

que han puesto uno dentro del otro. Todos los días las empleadas asean los canastos,

pero el mimbre grueso y seco se guarda los pelos del perro. Hay panes que traen pelos

cortos y duros. Aun en pleno invierno las empleadas llevan los antebrazos desnudos.

Ana no puede dejar de mirar los vellos negros que les crecen hasta los codos. Teme que

a ella le pase lo mismo en cualquier momento. Ella tiene un punto rojizo en los mismos

lugares donde a las empleadas le crece cada vello.

El olor del pan caliente es uno de los más lentos del día y que, en cambio, apura

a las mujeres. Sin pensar, dar y tomar con las manos. El pequeño tropel de clientas es

mecido de las narices. El hermano de Ana sacude las puertas batientes de la entrada del

local. Dice, “vidrio y madera”, encadenados como una letanía. El día reciente le deja un

ligero aserrín en las pisadas. Ana desea el dulce de leche y la crema de huevo

intercalados en el hojaldre. Los pliegues del hojaldre se apoderan de los párpados que

observan la escala y el fiel de la balanza. La punta es roja y aguda como un cabello.

“Madera y vidrio, vidrio y madera.”

El hermano de Ana deja entrar exhalaciones frías. Ana toma a su hermano y lo

pone de pie a su lado, en la fila. Los pies de los clientes están en el vidrio de la balanza.

El sol tiene tiras. La escala sólo tiene números en las centenas y en los cuartos de kilo.

El reloj de la pared no tiene otra cosa que horas y rayas en los minutos, pero el sol

nunca llega hasta allárriba.

Cuando Ana era pequeña la propietaria de la panadería le decía que no prestase

demasiado interés a la cara de las clientas. Pues los gestos de desagrado de esas mujeres

se iban a quedar para siempre en las caras. “Encima de lo típico de las caras, lo que

cambia acomoda su máscara”. Entonces la madre de Ana cocinaba y le habló con el

cuchillo en la mano. Pero su muñeca pendía del brazo. Y la hoja del cuchillo centellaba

324
como un triangulo de agua. “Para siempre es hasta la muerte”, dijo también la panadera.

La panadera sabía explicar. Porque a cada cliente podía contarle qué tenía cada uno de

los productos que vendía.

El olor a pan caliente no se mueve.

Los pies se desplazan. Las hojas de otoño poseen más vida al arrastrarse. Las

mujeres están insertadas en el día para oscurecerlo con sus polleras. Las lanas y las

explosiones de risa huelen a repollo y cogote de gallina hervidos. Con la mano en el

bolsillo Ana pone las monedas en orden.

Los rostros de las mujeres también juegan en el bolsillo de Ana sin saberlo. En

la cabeza de Ana el juego tampoco sabe a qué juega, porque Ana ya es grande. Un chico

había querido besarla en la escuela. Aunque Ana supo enseguida que era un juego. Pues

el beso era más curiosidad que sabor. “Nadie puede olvidar mi joroba tan fácil”, le dijo

al chico.

Algunas polleras llevan debajo un pescado de ojos hundidos y añejos. Debería

estar seco pero está untado. “También olerás a pescadería”, se había reído la tía el

verano pasado. En la feria el pescadero acuesta a todas las piezas de lado. Sólo se les ve

un ojo. “Con eso alcanza para saber si es pescado fresco”, dice.

Ana estudia a conciencia el ojo del pescado. El pez no tenía otra cosa con qué

escapar más que su vida. Pero su muerte permanece fresca. Los demás peces del puesto

también tienen sus ojos de muerte flamante.

El hermano de Ana cierra un ojo para perfilar el fiel y la graduación. Tuerce el

cuello. Abre el otro ojo. Los resortes finos de las pestañas encantan a las mujeres. Esa

mañana ellas comerían pan de pestañas. Un ojo del hermano de Ana se deja evaluar sin

que lo toquen. Después se aleja un poco de Ana y la señala. Él está tan apurado que no

puede estirar el dedo. “Te la cambiaste de lugar”, dice. Y todos descubren de inmediato

325
que la voz del chico desafina. Las mujeres enderezaron las cabezas y observaron el pelo

rubio de Ana como si descubrieran un disimulo burdo. El hermano da unos pasos hacia

las puertas, “ayer la tenías allá”, dice. Y corre hacia la calle.

Pero las risas son más veloces. Su aire es más lacónico que los pasos.

Repiquetean —un cacareo es embudo para el siguiente. Unos dedos de sol barren el

piso. Ana mira por un instante las caras de las mujeres. Y en ellas están las puntas de los

zapatos, la suciedad y el descuido. Las mujeres ríen ahora despojadas de su mirada

somera. La hilera de gaviotas se encuentra desprevenida ante los bocados de sus propios

cacareos. No saben cómo quedarse quietas hasta que llegue el momento de acabar de

reír. Como tampoco saben hacerlo las trabajadoras de la fábrica de jabón y las putas del

puerto. Las gaviotas ocultan sus descarnadas patas de ave en los calzados. Pero entre la

lengüeta y el contrafuerte los zapatos se inflaman. Dentro de los zapatos holgados las

patas ríen, raspan y dan chicotazos. Hacen clac dos veces. Como los pies de Ana,

cuando anduvo adentro de los zapatos de su hermano muerto.

Ana no sabe si las risas suben desde las suelas o bajan y aplastan. No sabe, pero

está de pie, como todas ellas. Muy por encima de los cuellos las risas afloran como

maíz. Al final crepitan. Son veloces como picotazos. Las mujeres escupen los dientes

contra la frente. Cierran los picos. Las máscaras regresan y esperan su turno para

comprar pan. Las mujeres cruzan los brazos sobre el pecho y dejan los ojos

desocupados.

Siempre que suena la sirena de los bomberos los vidrios de todas las casas

trepidan. Las vitrinas de la panadería tiemblan a lo largo de las muescas para los vidrios

corredizos. En la calle el hermano de Ana patea el frío que rodea la ochava.

El viejo que entra el local esquiva un pie del chico. “Es en el puerto”, dice.

Detrás de los exhibidores el pan y las bandejas se miran en los espejos.

326
Al doble de distancia las alarmas del puerto son más agudas que la de los

bomberos. Después disminuyen idénticas. Todos se miran. El hombre se adelanta al

resto y pide tres panes.

Cada vez que la gente junta peligro y puerto murmura. Buscan el desastre y el

drama en la cara del vecino, pues si la desgracia tiene la cara del vecino el pánico no les

resulta extraño. Entonces Ana pide pan y sonríe. La empleada también sonríe, y es fea,

pero su sonrisa es bonita. Los dedos de Ana separan las monedas dentro del bolsillo. El

bolsillo está caliente pero las puntas de los dedos pesan rígidas. Cuando saca las

monedas la cinta roja se ha pegado en los dedos sin que Ana lo haya percibido. Las

sirenas ofuscan los dedos, la sonrisa de la empleada no cae. Ana da un sacudón a su

mano. El chico que quiere besarla mantiene los labios húmedos retorcidos. En el

paredón de la escuela el sol tiene ranuras verdes y Ana respira el aliento del otro

alumno. La raya negra del mástil se desploma. Ana dice “no.” Y empuja. Todas las

cabezas de los alumnos son más altas que las nubes. El patio se extiende por el cielo.

Ana cuenta de nuevo las monedas de a pares y lleva su pan.

El hermano de Ana entró en un marco de sol. La sirena se calla y reinicia el

llamado. Ana aprieta la mano a su hermano y lo arrastra. El sol no se mueve de su lugar,

porque hay nubes para doblarse.

Entre los frentes de las casas de esa calle no hay espacios. Los fondos invisibles

y descuidados serpentean por todo el pueblo. Son la misma tierra color papa separada

por alambrados o tabiques de chapas. Algunos dejan que un arbolito grueso como un

brazo se vuelva amarillo dos o tres veces. Lo que crece verde, en su gran mayoría, no

toca el suelo. Cuelga de macetas. En el mismo espacio crecen las plantas, se tiende la

ropa, los gatos apoyan las patas con prodigioso cuidado y, en verano, los viejos escupen

sin levantarse de las sillas.

327
“A dónde vamos”, dice el hermano de Ana. “A casa.” Ana sacude el brazo del

hermano. Un árbol espera detrás de un conscripto que busca una dirección. A todos los

hacen más delgados los uniformes. A este todavía en la cara le bulle la adolescencia.

“Mejor es arrastrar una rama”, dice Ana al hermano.

Cierra con llave y deja a su hermano dentro. El cielo no hace girar nubes

dobladas.

328
Ginebra en la cabeza, vino en el corazón.

“Es de este lado del dique”, dice el verdulero. Ha escrito números en su libreta y

espera con el lápiz entre los dientes y la punta de la lengua.

“Con el frío que hace hoy sólo los bomberos van a estar calientes”, dice la

mujer. Luego pide remolachas. Las hojas flotan en sus tallos hasta que el verdulero las

atrapa en papel de diario.

El humo estira el cuello. Quiere caer y volver al suelo. Una parte de humo, una

parte de tierra y otra parte calor ya frío. Ana se concentra en las volutas. Observa un

limonero, una mora y la boca de un gato. La pila de papas tiene el color del borde del

humo. Ana compra dos kilos. Las papas dejan andrajos de tierra en la balanza. También

compra tres manzanas. El verdulero busca las lisas y se las entrega. “No trabaja tu papá

en los muelles de este lado”, pregunta.

“Sí, en las grúas.”

“Dicen que se incendió una. “

Un plato de la balanza da un golpe. El verdulero retira las pesas. Las pone en

una tabla de madera tan peluda que las moscas se limpian ahí las patas y el vientre.

“Los dos platos vacíos pesan el aire”, dice el verdulero. Mira el dinero que le da

Ana, “el peso del aire no vale nada”, dice Ana. Sonríe.

La calle está sola hacia ambos lados. Ana camina y siente vergüenza de caminar.

Nadie llama a la vergüenza desprecio de sí mismo. Da el primer paso. Ana se echa a

correr. La empuñadura de alambre de la bolsa marca los dedos. Tira hacia el suelo.

Cambia la mano.

329
En casa el hermano había estado empujando bolitas dentro del vaso grueso

acostado en el piso. Ahora, de rodillas, juntaba las manos. “Qué hacés”, dice Ana. “Pido

una pecera y agua limpia”, dice él.

Ana deja la compra, el hermano recoge las bolitas, la sombra del vaso sobre la

madera es aguada. Y sin embargo a la sombra le sobra luz. Ginebra en la cabeza, vino

en el corazón. Por la mañana los hombres caminan con sus regüeldos ácidos hacía el

trabajo. Van andando por fuera, pero por dentro ensayan círculos. Una y otra vez se le

presentan rencores y olvidos. Si la cabeza bebe una cosa y entonces el corazón bebe

otra, hay que mantener la boca muy bien cerrada para hablar. Ana agarra a su hermano

porque no quiere pensar a solas en la calle.

El hermano intenta soltarse con pasos sinuosos. Pregunta “adónde” y Ana se

encoge de hombros. Pero el tira hacia la cocina y se libera, y repite la pregunta. Tiene la

lengua caliente. La casa está sin caldear. Un jirón de aliento se encoge despacio. La casa

está más helada que la calle. “Vamos a ver el incendio”, dice Ana. Y atrapa la mano de

su hermano para no salir corriendo sola. La palabra incendio pone fuego en los pies del

hermano.

Más cerca del puerto las mujeres se han asomado a las puertas. Escrutan los

destejidos mechones que se deshacen en el cielo. Las nubes dobladas dejan al humo el

centro. Sólo caminan jubilados. No sacan las manos de los bolsillos mientras andan. Y

un sólo paso a la redonda implicase entrar a otro mundo.

Ana se apresura. Los adoquines alzan su mota lechosa de luz. Sobre aquellos los

zapatos se ven menos viejos. Pero la mota de luz de los adoquines no posee injerencia

sobre los rasguños de los zapatos. También los elude. En el final rectilíneo de la calle

las fachadas se escorzan. Y allá, la franja de puerto se eleva bajo el lugar donde los silos

de granos se desploman. Los pasos que da Ana hacía las grúas se dirigen también

330
haciatrás. En la mano vacía lleva el miedo de la otra mano. La lengua es más alta que

los ojos. Llega hasta la cabeza. La lengua le habla al cerebro. El cerebro no escucha.

Ana corre y tira de su hermano. En el puerto no hay árboles. Hay pintadas en las

paredes. Llaman a la huelga. Las frases más viejas dicen que Onganía es un verdugo.

Las letras p son más altas que el hermano de Ana. Hay p azules y p rojas. El

hermano sonríe y dice “incendio” para dar pasos más largos. Ana lo retiene. Ella quiere

correr más rápido. En cambio los pies de su hermano la arrastran fuera de su sombra. La

sombra de Ana cae como un vestido y queda atrás. Ella sólo puede correr muy erguida y

rígida. Sacude a su hermano por el brazo, “vamos a ver papá esté bien”, dice. Ana

quiere tener la lengua de todos los días y no esa que ahora se apoya en toda su cabeza.

Del mismo modo quiere también que las palabras vuelvan al tamaño que emplean todos

los días. Esas palabras angostas y livianas, sin demasiado corazón.

En los muelles todo es más amplio. La calle, el gris insignificante de las caras.

La mitad de las cosas también es más ancho. El hermano se suelta y gira varias veces

con los brazos sobre la cabeza. Ana tira una bofetada. Debajo del camión rojo el agua

no tiene color.

En medio del agua del dique un remolcador flota sobre una estela jabonosa. Ha

retrocedido y ahora está en el centro de una espiral. Vira sobre babor. Una boquilla

chorrea una cinta de agua barrosa sobre cubierta. Entre el remolcador y el muelle un

barco de casco anaranjado es atravesado por líneas de óxido. En la borda hay un par de

hombres. Sus cabellos son de humo. La grúa ardió frente al barco. Los tripulantes

llegaron a soltar las amarras de proa para alejar la nave. Pero la maniobra quedó

incompleta, porque el fuego fue más rápido. La plataforma de hierro sobre la que

trabajó la grúa también vierte agua. No hay viento que la rocíe. Nada más el frío

331
primaveral. Los hilos blancos de humo se desprenden de una altísima panza negra. La

panza negra carga el centro del incendio.

La grúa y la panza permanecen unidas por cordeles. Un cordel, fue un paso que

dio el fuego. La cabina de madera desapareció. Quedan unos bordes carbonizados, sin

salientes y roídos. Los comandos de la pluma y las lingas se retorcieron. Y en la pluma

del guinche flotan los cables de acero y un cabo ennegrecido. El tizne y los pelos negros

de las maromas vibran después de tomar aire. Abajo el cielo es amarillento. Ha caído de

golpe del azul. Las nubles dobladas se han enrollado y la panza del fuego está desnuda

en el medio.

El hermano de Ana corre hacia el camión de los bomberos. Empuja con los

brazos en el aire. Como hacía para alcanzar a la calesita. Y como hizo para acercarse al

circo que una vez montaron en un ángulo de la plaza. El circo ajado se observaba desde

el puente. Aún están a una centena de metros. Y Ana también corre.

Ahora ve que el hierro alto escupió remaches. Las planchas de la plataforma se

van curvando ante los ojos de Ana. Y donde estaban los remaches entran monedas de

cielo amarillo. Arriba, el sol de primavera ya no tiene umbral. El grupo de gente observa

a dos bomberos que todavía trabajan, con las piernas muy abiertas, sobre las mamparas

deformadas. Donde el aceite ardió, el fuego no pudo bailar. Sino dejó costras doradas y

vinosas y violetas en el mismo charco.

Dos automóviles negros de la administración de puerto tienen las puertas

abiertas. El frío los atraviesa. Adentro, frente al volante, al hombre no le importa. Fuma.

Los vidrios de la puerta son anaranjados como el casco del buque. El hermano corre

delante de ella cruzando el paredón de la usina. Que siempre zumba sin pájaros.

Inclusive en verano, al sol le cuesta pasar del otro lado del muro. En los ladrillos

rojinegros no hay aberturas. La última hilada más alta es la más roja. De golpe el

332
hermano de Ana se detiene y apoya las manos con fuerza en el muro. Mete la cabeza

entre los hombros y los brazos estirados. El zumbido es tangible.

Entre el grupo que está adelante Ana busca a su padre. Todas las siluetas más

comprimidas por el frío son él. La gente mira haciarriba, la franja amarilla del cielo

acentúa los rollos negros de alambre que hay bajo la grúa quemada. A veces el alambre

parece agua. A veces el agua parece estar enrollada y solitaria.

Por la escalerilla un médico sube hasta donde están los bomberos. Es bajo y

ancho como un estibador. Los brazos de los bomberos parecen hilitos estirados hacia el

suelo, parte de los aparejos de la grúa. El médico siempre está en las areneras con la

policía. Cuenta chistes y les pone la mano en los antebrazos a los oyentes. En las

cornisas de los silos, las palomas se agrupan donde no desean estar. El gentío las

ahuyenta. Sonámbulas bajan pesadas y confusas. Hinchadas, levanta los culos y se

remontan hasta sus miradores.

Vivir es fácil. Enterrar dientes de ajo si duelen las muelas. Curar los dolores de

cabeza con la nube de agua y aceite en un plato. Llevar una cinta roja. Y tener una

moneda vieja escondida para protegerse. Donde sólo uno mismo sepa.

Los pies del médico se quedan inmóviles antes del último peldaño. No es

necesario que suba a la plataforma. Baja de inmediato. Ana y el hermano corren. Han

bajado de nuevo al empedrado. Primero arrojan una cuerda a los dos bomberos, después

izan una camilla. Ana corre con la boca abierta. El aire lleva bolos y le seca la garganta.

La joroba nunca la deja correr todo lo que Ana lleva en los muslos. Cuando traga vacío

la lengua levanta los ojos y el hermano desaparece.

Unos metros antes del grupo el hermano de Ana se detiene de nuevo. Y se

agazapa. Insulta hacia el empedrado. Su boca está oscura como el pico de las palomas.

Se le han caído las bolitas. Mientras las manos buscan aferrar, la cabeza del hermano

333
mira sobre el hombro. Los ojos son de cielo amarillo. Alguien los ha reconocido y la

gente del grupo se pone las caras atrás. Se mueven como girasoles. Arqueados o

apartados, crujen menos que el silencio. Ana encuentra el olor a aceite lubricante que ya

conoce. Detrás, su hermano gira la cabeza hacia los adoquines. Ha dejado de tener

hombros. Un hombre de azul sale del grupo de personas, tiene una mano y el antebrazo

blanquísimos. Como no puede encontrar a todas las esferas de vidrio de una vez, el

hermano se sienta sobre los talones. Las bolitas se han puesto en un lugar que la gente

no las ve. Los zapatos salen de los talones del hermano y las medias quedan a la vista.

Mira hacia el frente y haciatrás. Y nada más tiene dos manos para las ganas y el apuro.

Ana va hacia el hombre porque está en su camino. La mano derecha vendada y la

izquierda marrón y aceitosa van a capturarla. Está arremangado. Pero Ana ve que no es

su padre. Entonces va a atravesar a los girasoles de rostros secos y salientes. No es su

padre. Es el padre de José. Y el hombre la toma y la alza. Es fácil, la fuerza de la carrera

de Ana asciende. Ana siente las costillas aprisionadas. No hay escape. No la aprieta con

las manos porque no puede, aprieta con los antebrazos. “Ana.” Sus pies siguen

corriendo. Ella corre también por adentro. Dicen, “Ana, Ana.” El hermano se ha sentado

en el suelo. Los gritos de su hermana le sacaron los ojos de todos los demás lugares. Su

cuerpo es más y más pequeño. Y el hermano no sabe como volver a él sin perderse de

espanto. Los pies de su hermana corren en el aire. Patean igual que alguien que busca

salir a respirar del agua. Ana quiere tirar de la superficie del hierro con las uñas, tirar de

los remaches, morder los alambres y correr. Volver a correr hasta transformarse en otra

cosa que no pase frío ni calor —y se callen el pecho y la joroba.

También quiere poder tomar, entre el pulgar y el índice, la camilla tapada y atada

que bajan en vilo con una cuerda. Sostenerla como si fuera un diente de león. Y tragar

334
de una vez las ortigas que se irrigan de la carne de su garganta. El hermano llora con las

manos en el empedrado azul. Los ojos desteñidos, los dedos libres.

Ana tira los brazos más allá de los hombros que la inmovilizan. Abajo el agua

tiene una curva débil. Polvorienta y sin horizonte. Las manos de Ana golpean contra el

aire. “Papá, papá.”

335
La bicicleta

La calle cesa. Más allá la tierra prosigue hosca.

Dos huellas profundas se internan en las arboledas oscilantes. En el interior, las

cortezas desprendidas no encuentran tierra libre donde caer. La rueda de la bicicleta

mastica. El chico siente los muslos de piedra, la boca ácida y los cabellos cargados,

también, de sudor ácido. Con los ojos saltea los grises y los verdes. Los demás colores

sólo son esquivos. Los pies también escapan de la superficie de los pedales. Observa de

pie, con recelo. El viento tira de las ramas y las cintas del manubrio. Sopla bajo. Y cose

maleza. El chico se agacha. Un círculo de piedras en el suelo tiene algunas caras

quemadas. Por todos lados hay rastros en el aire, pero él no sabe de qué. No está

perdido, pero desconoce si es prudencia o miedo. El aire por momentos atruena. Y es

severo con los pensamientos. Del mismo modo lo hace con las hojas y la luz laminar

entre las ramas.

Las casas han llegado y se han ido, lo hacen siempre en la franja de costas y

selva. Han cambiado dos veces de lugar al lado del camino. Igual que las sombras. Y

ahora se alejan de la ribera con las ventanas del sur azotadas por el viento.

La misma cantidad de veces, también, los tres hombres se apearon del

automóvil. El más risueño meó encorvado. Escupió sobre el árbol y tiró del cierre. El

sol filtrado entre las hojas volvió a brillar sobre los anteojos oscuros. Tenía dos

cutículas más claras y opacas en cada lente. Los otros hombres entraron en una casa

como si estuviesen acostumbrados a ser extraños siempre. El tercero se quedó de pie al

lado de la puerta del conductor. Sonreía sin sonrisa. Era un carraspeo. Con la mano que

meó se tironeaba el cabello haciatrás. El viento lo traía para delante de nuevo. Ya, sin

ningún asidero, las hojas se precipitaron y rasparon el techo del auto.

336
El chico sabe de antes que los rostros son una distracción, pues las manos y los

cinturones determinan las acciones de los hombres. De allí, de esos lugares, parten los

golpes de su padre.

Cuando los hombres salen de la casa el chico ya ha escupido también varias

veces porque tiene la boca espesa. Y se ha ido pedaleando, sin sentarse, para eludirlos

de prisa. Baja hacia el fondo de las famosas tres casas de los gallegos.

Después de un trecho deja la bicicleta en el suelo, y espía. Sube a las ramas de

un palo blanco. Le desagrada el vaivén de las cabezas dentro del auto. Los pelos

recortados brotan afilados en la nuca. Sobre la frente los mechones de los hombres se

pegan.

Los hombres quieren, sin saberlo, ir por el mismo camino del chico. Él los sigue

con pequeñas curvas entre los árboles. Las placas de corteza también acogen el frío

trasparente. Delante de las casas donde los hombres se detienen, dejan las puertas del

auto abiertas. Nunca llaman golpeando con las palmas como es costumbre, sino

aporrean las puertas de las viviendas. Las gallinas, los perros y los caballos de tiro

viejos les provocan asco antes de ver la cara de los habitantes. Lo que sale de la boca de

los moradores también les trae a los hombres repugnancia a la orilla de las caras. Tener

asco además les entrega profundidad y mayor alcance a sus ideas políticas. Han

inspeccionado todas las casas, corrales y gallineros. Donde hallaron que los hombres del

lugar apilaban sarmientos y preparaban su vino azucarado para el verano, los del auto se

cargaban una damajuana atrás. Cada vez que cerraban el baúl del auto todos encendían

un cigarrillo.

Camino abajo, entre un montículo de chapas desmontadas y polígonos de

tirantes de una casa abandonada, los del auto encuentran un cochinillo atorado. Tiran de

las patas del animal. “Argentinos chorros”, grita el dueño desde el otro lado del camino.

337
Es español. Baja renqueando de la vivienda. Es la cadera. Sostiene una rama salpicada

de nudos en la mano. Uno de los acompañantes del conductor le apunta con una pistola.

El hombre se sienta y también se cae de culo en el pasto. Le han arrancado la boca de

repente, y los ojos tampoco quieren hacer más de lo que pueden ver. En medio de los

escombros las clemátides resecas se apilan. La estación pasada no las devoró. Alzan el

óxido. La cría busca ocultarse debajo de las ramas. Pero enseguida volvieron a sacarla

de las patas traseras. Por el otro lado uno de los hombres le patea la cabeza hasta que el

cochinillo deja de gritar. Y se ríe cuando el conductor dice “gritaba como un zurdo

marrano”. Cuando levantan al animal muerto sólo sangra por una oreja. Tiene pestañas

que no se ven. El cráneo es una bolsa de líquido.

El hombre que bajó la tapa del baúl esta vez no prendió ningún cigarrillo. Esta

vez se acomodó el cinturón contra el vientre blando. Los hilos de la rapacidad atan los

ojos a la piel del rostro. Una máscara de carnaval como el charol rojizo. Suben al auto

entre risas.

El dueño del animal se quedó sentado. Un poco después el chico pasó a unos

metros de él. El hombre mantenía aún la rama apretada. Miró al chico, nada más. En

tierra, al lado del extremo de la rama había dos papas partidas por la mitad.

Transparentes y acuosas. Con la punta hizo roda una mitad.

La bicicleta pasa. El pasto se abre y después vuelve a cerrarse. Guarda los

agujeros. Delante de los ojos del chico el pasto es gris y a veces más oscuro, pero tan

cargado de rayos solares que teme por su secreto. El sol chasquear. Empuja sobre todo

su color gris. “Nunca vas a sentir tanto miedo hasta que mueras”, dijo el padre. Pues

cada golpe era como un sol cegador dentro de la cabeza. La cabeza y tampoco el

corazón hacen caso. Porque el niño no sabe a qué obedecer. A la voz, al golpe. Aunque

se cierren los ojos los golpes jamás se apagan. Un puñetazo blanco, intenso, tan redondo

338
y esbelto está también detrás de los ojos. Resplandece detrás de los ojos. El chico

todavía no sabe cómo morir. Tampoco tiene elección aunque está convencido de todo lo

contrario. Tirado sobre perejil silvestre al niño se le humedecen las ropas. El pantalón

de frisa tiene las rodillas remendadas. Fuera del círculo de las ruedas de la bicicleta, un

río de ranúnculos arrugados como telas baja hasta los neumáticos del auto. Allí, debajo

del chasis, los botones de oro se quedan tensos. Los hombres siguen después hasta un

cruce de dos huellas, bajo unos sauces —detrás el monte se eleva despuntado. Unos

pájaros dan vueltas con colas de trapo.

El chico está seguro de que los hombres del auto ya estuvieron en la casa del

tano. Pero continúan porque hicieron mal algo. O perdidos repiten los sitios que ya han

pasado. Las latas atadas con tanzas seguro van a delatar a Timme. Pero también no lo

han delatado. Todos sus encargos y secretos eran fáciles de recordar. No obstante

recordar abruma, porque no conoce todas las reglas del juego. Quién pondría unas latas

que lo delatarían al avisarle. Él elegiría, esconderse, no respirar.

Porque las latas no sonaron los hombres siguen buscando. Subidos contra el

viento los pájaros abren los picos. El viento los remonta de la punta de las cabezas.

Las palabras secreto, verdad, justicia pasan por todas las bocas del pueblo del

puerto sin que nadie sepa convertirlas en cosas. Pues las cosas son lisas, simples y valen

dinero, y, muchas veces, un precio injusto. Por eso delante de los puestos de las ferias

de los jueves y sábados, donde los precios son más baratos, las mujeres se mueven

despacio. Eso es la atención. Pero la mayoría desconoce de dónde proceden los carozos

de aquellas palabras. Cuando en otros lugares ven la vida bella, saben que las suyas son

feas y bastas. Cuando alguien también habla sin cabales les dicen enseguida, “tenés la

boca empelotada de palabras.” Y todos aprendieron que el carozo de palabra no es una

palabra. Es un fantasma atrás de sus pensamientos. Así nadie puede protegerse hablando

339
o callándose. Los hombres y mujeres saben que los sueños sólo son enigmáticos o

numéricos para la quiniela. Cuando piensan todo lo contrario no dicen por qué, nada

más se dejan durante las conversaciones un rostro mudo e inhibido, pegado a los ojos.

La libertad es sólo la marca de la humillación bajo la que se carga la vida. Entonces

sienten una triste simpatía de ellos mismos. Sólo el cura es capaz de sacar de su biblia

que donde no hay justicia hay que crearla, por eso el auto con los tres hombres vino

hasta la selva de la ribera. Pueden contarse muchas palabras justicia para la palabra

justicia. Para hacer justicia, además, con el vino, los lechones y Timme es una cuestión

de lo más grave. Esos hombres aman tanto a la patria que ahora, el peronista más

peronista, necesita hoy del consentimiento de ellos. El chico los oye detrás del viento.

Las frases se vuelan incompletas de los labios. Cuando hay viento sur, el viento no

viene de ningún otro país.

En el cruce de sendas los hombres sospechan de todos los puntos cardinales.

Han ocultado el auto bajo el follaje más desmoronado que encontraron. Uno de los

sauces. Y ahora están sentados muy distantes entre ellos. Como no pueden hablar tiran

piedritas más allá de los zapatos o les vienen antojos de cigarrillos. Sentados, la hierba

amarilla les llega al pecho.

Un pájaro, después otro, baja al techo del automóvil. Las plumas del cuello son

verde fuego. Uno de los pájaros ladra. Los demás ladran en las ramas. Tres más pasan.

El del medio ladró, porque ese tipo de pájaros ladra en los árboles y también en el aire.

El ladrido surge en todos como una a. Una a ronca de pavo. Igual que una uva verde. El

ladrido del pájaro es una burla.

El chico desprende el inflador del cuadro de la bicicleta y lo oculta debajo de la

ropa. Lo asegura entre la espalda y el elástico del pantalón. El perejil ha quedado

apelmazado y donde ahora apoya los pies brota agua enredada. Desinfla la rueda

340
delantera. El chico ve como los penachos de los cigarrillos escondidos se disuelven de

inmediato. El viento continúa corto y áspero. Entonces él levanta la bicicleta y la

empuja por la senda. El agua es débil. La trama salvaje del pasto la debilita.

Los hombres ven llegar al chico. Hablan entre ellos. Dicen que la muerte del

cochinillo es larga porque el frío le entra más rápido que a ellos. Fuman sin inquietarse,

con los dedos en círculo. El chico pasa por el cruce, las manchas blancas de los ojos,

vuelan arriba. Tizón en los aletazos. Luego los pájaros se vuelven planos como las

hojas. Las ramas más altas los atraen. “Eh, vos”, dice uno de los hombres.

“Hola”, dice el chico.

“Qué hacés por acá.”

“Andaba, la rueda se me pinchó.” Continuó por la huella. El coche es viejo y la

chapa se halla picada sobre el guardabarros trasero. El hombre dirige la cabeza hacia las

copas soleadas. El sol y los anteojos oscuros se quedan solos. El agua de las lentes

también es apagada. Unos metros más allá del auto termina el grupo de sauces. El

conductor está de pie. Las piernas del pantalón se mecen, los pelos ondean. “Te

conozco, tu viejo es embarcado”, dice.

“Sí, yo también lo conozco, hola.”

“Qué haces pibe.“

“Parece que el pibe conoce al padre, qué suerte”, dice el otro hombre. El chico lo

mira. El rostro amarillo del hombre le muestra dos dientes marrones. “Estás caminando

para el lado equivocado”, dice el hombre.

“Tu viejo también conoce a Timme”, dice el conductor.

“Y yo también”, dice el chico. El tercer hombre se acerca a él desde atrás. El

conductor saca la mano de los bolsillos. “Qué hacés por acá.”

341
“Andaba en bicicleta hasta que se pinchó, o no oyó. Ahora voy a la casa del sapo

a ver si la puedo arreglar o que me preste la de él, parecen la policía.”

“Quién es el sapo”, dice el conductor.

“El que vive al final del camino.”

El hombre que tenía detrás le sacude el hombro. El inflador se le desacomoda.

Lo ha puesto al revés y ahora tiene la empuñadura sobre la raya del culo. “Qué apellido

tiene.”

“Eh, no sé, todos le decimos el sapo, tiene la garganta sin color.”

“Cómo sin color.”

“La cara verde y la garganta blanca.”

El hombre le da un manotazo, “pendejo de mierda.” El chico se cayó sobre el

inflador. No se levantó hasta que estuvo seguro de que no iba a salirse por ningún lado.

Pero ahora lo sentía doblado contra una nalga. Donde el hombre le pegó no sentía nada,

pero el resto de la cara la tenía helada. “No estará buscando a Timme el pendejo, no,

dice el otro hombre que permanece apartado.”

El que le pegó alza la bicicleta y saca el pico de la rueda flácida. El gomín está

seco a medias. Lo inspecciona.

“En vez de pegarme me podría ayudar a arreglarla”, dice el chico. “Se ve que

estás acostumbrado a cobrar, no llorás y seguís hablando”, dice. Y no se aguanta dar

otro manotazo más en la cabeza del chico.

La tierra tiene sabor a bosta. Otra vez un golpe luminoso. Después los ojos

disgregan hebras de yerbajos enredadas al flequillo. El chico escupe. “Chorne layno”,

dice el chico.

“Qué dijiste.”

342
“Seguro te puteó, qué esperabas”, dice uno de los otros. Enciende un cigarrillo y

se acerca. El conductor se ríe, ha puesto de nuevo la mano en los bolsillos. En la tierra

hay sangre gris pasto.

El hombre deja caer la bicicleta, tiene la válvula del pico en una mano. Con la

otra saca la pistola y se la pone en la cabeza al chico. Tira el martillo para atrás. Pero el

viento no se calla, sino que golpea y se va. Vuelve y se va de nuevo. Así cuentan el

tiempo los árboles. El chico se caga en las piernas sin haber sentido el calor. La mierda

se le pega enseguida como una placa calientefría en los muslos. Apesta como un animal

arrinconado. “Ya pidu na nebo brudnyy̆”, dice. No cierra los ojos. Los tiene tan abiertos

que el aire de alrededor se los astilla en los bordes. Respira y respira. Las hojas, las

ramas, la vida obcecada no dan ni un paso atrás.

Los hombres se ríen a carcajadas.

“Anda cambiándole el color a esa bicicleta, dice el conductor.”

El otro hombre levanta la pistola y descansa el martillo. El chico no puede cerrar

los ojos. Inhala el aire y la sangre le sube por el fondo de la boca a la nariz. El hombre

tira la válvula de la rueda entre los pastos y le da una patada en el culo. El inflador sube

y estira la mierda hacia un lado. El chico toma la bicicleta y empieza a caminar tieso

como si la patada le doliese más que la rabia —“saludos al sapo”, escucha.

“Y saludos a tu viejo”, dice el conductor.

La bicicleta desgarra lo que el viento ha unido.

Hay unos postes encalados y alambres brillantes, el camino busca torcer o

hundirse antes de que el río lo alcance. Las hojas se cortan entre sí pues los árboles ya

son diferentes. Toda la vida crece en desorden para que no le quiten el lugar. El camino

es en realidad una franja muerta. Mira una y otra vez para ver si lo han seguido.

343
Las líneas de nailon tensas no se veían. El chico busca durante un tiempo con la

mano y las roza. Parecen flojas. Luego las sobrepasa. La casilla está vacía. Como

abandonada desde hace años. No hay olores y se arremolinan grumos de tierra. Algunos

están pisoteados. El chico sale y busca de nuevo las tanzas. Tira y no suenan las latas.

Las líneas sólo se enrollan en su mano.

344
La viuda

La viuda contaba que a la viuda sólo le gustaba abrir las piernas por la mañana,

mientras él siempre quiere que las abra antes de dormir. Porque siempre que terminan a

él lo invaden las ganas de dormir. Aunque a él ya tampoco le crecen tanto las ganas. Y

éstas le tardan mucho. Como ranas secadas al aire.

Timme conocía a la mujer de la viuda desde que era niño. Él todavía hacía

equilibrio en los botes alineados sobre el agua del club de regatas Almirante Brown.

Entonces ella ya era viuda y la orla de las enaguas se agitaba igual que las hojas de los

árboles. Los días que el aire era más pesado que los árboles ella bebía sangría helada

con otras mujeres agrupadas dentro de la sombra. Todas tenían los brazos radiantes por

el sol. Y todas las orlas de puntilla se escapaban de las faldas. El estío las tornaba

anhelantes.

Timme supo remar antes de poder equilibrarse encima de una bicicleta. Las

manos que duraban lozanas para aprender a escribir se le cruzaron vivamente de

cordones terrosos. Remó con los nudillos hinchados o hundidos, con la espalda echada

encima de los huesos helados, hasta que debió incorporarse al servicio militar, entonces

Timme dejó los botes de remo. Si Timme se ensimisma todavía escarba con la uña del

pulgar las callosidades. Después tira con los dientes de las puntas de piel marchita.

Para las mujeres el niño rubio y de ojos claros era cremoso. Pero hosco para los

besuqueos. Cuando se peleaban con otros chicos él podía eludir algunos golpes, a veces

bastantes golpes y evitar que las escupidas se le adhirieran a la cara. Los besos y

pellizcos de las mujeres del club eran más difíciles, pues ellas no sabían jugar limpio.

Aguardaban a que estuviese desprevenido para apresarlo con abrazos. Los besos

345
acolchados en las mejillas aparecían de la nada. Estaban todas tan habituadas a los

hombres que sólo tenían interés en sus hijos, el buen clima y la vida. En especial, en

verano después de las seis de la tarde. Sin embargo la viuda no tuvo ningún hijo. “Sólo

está llena de agua caliente y cálculos en la vejiga”, decían las otras mujeres.

“Antes, a la madrugada, cuando estaba dormido se me trepaba como una cabra”,

dice la viuda. “Nunca viste una cabra en tu vida”, dice Timme.

“No, pero sé que suben montañas, no.”

Latas de conservas usadas. Aquí y allá los tornillos y clavos se erizan, el polvo

se enrosca. La viuda vacía la lata más cercana a su mano derecha. Los tornillos están

sucios de óxido y manchan los objetos que rozan. La mano zarandea un puñado. Timme

toma mate y deja los labios abiertos para respirar sobre la bombilla. La viuda tiene el

arma reglamentaria al lado de los destornilladores y latas. La viuda es descuidado. Por

sus manos las partículas de óxido pasan de los tornillos a la pistola. La corre para

hacerse lugar. Timme nota qué fácil sería matarlo hasta con la embocadura de la

bombilla.

Contra la chapa del techo da con el pico un pájaro. Algo rueda por un canalón.

Las pisadas del pájaro lo siguen a los saltos. Timme deja el mate sobre la mesa. “Esos

tornillos son muy largos”, dice.

La viuda escogió dos tornillos de madera de pulgada y media. Dijo que quizás

podría conseguir los horarios de una semana anticipada de los petroleros extranjeros.

Pues el hermano de la mujer de la viuda era práctico del puerto. “Es por la viuda”, dijo

entonces la viuda. Timme dijo, “nosotros sólo confesamos mentiras.”

A la viuda le gustaba decir que si uno cree mucho se olvida de su propia vida.

Entonces mejor creer unos días sí y otros no. Confiar, para él, ya es otra cosa bien

346
distinta. Por eso la viuda sólo confía en lo que es conveniente para él y cree con fervor

en sus propias debilidades.

Cuando la viuda se trepaba sobre él ella apoyaba todo el vientre doblado sobre el

suyo. “Ya no tenemos bordes”, le decía a la viuda.

“Ni vos filo…”

Timme había elegido un petrolero holandés de Shell, que viajaba a Rotterdam.

“Qué vas a poder decir en ese lugar”, dice la viuda. Timme le llena el mate y se lo deja a

la viuda al lado un de destornillador sacado de destilería. La viuda sorbe y tose polvillo

reseco. Los ojos se le llenan de agua. Golpea la calabaza contra la tabla de trabajo.

“Cualquier país más pequeño que este seguro va a ser mucho más holgado”, dijo

Timme. “Vos fuiste a mi casa,” pregunta.

“Sí, voy a donde me mandan, pero también hago lo que pienso de a ratos. Si no,

se vive poco acá, no. Es mucha mujer, pero igual tenés que cuidarla más.”

“Sos raro viuda, un error.”

El barco era el último de la lista e iba a estar fondeado en el canal de acceso.

Trescientos dólares, y ayudar en la limpieza y en la cocina para él, seiscientos por Nadia

y todo el viaje sin salir de un pañol acondicionado como camarote. El práctico de río

tenía una tarifa de cien dólares para subir dos o uno a la lancha. Cincuenta más para que

el piloto de la motora de prefectura mirase sólo hacia el frente. “Todo se paga en el

momento, menos lo mío que es por adelantado”, había dicho la viuda.

“Una fortuna”, dice Timme.

“Ustedes tienen mejor sueldo que un médico.”

“Y mucha gente enterada.”

“Sí. Pero cuando los boleteen a los dos se va a enterar más gente.”

347
La viuda apretó un tornillo contra la madera. Hizo equilibrio sobre la punta hasta

que lo empujó con el destornillador. En la madera se abrió una ranura con medio

tornillo dentro. “Sí, tienen que llamar por teléfono y confirmar el horario, llegar a la

baliza de propaneros es problema de ustedes, pero eso y lo demás lo arreglan con el

práctico, los negros esos de prefectura son como las gatas que se comen su caca, no les

importa nada más que su culo.”

La viuda saca el tornillo. La hendidura finaliza en una alteración de la madera.

El listón está despeinado, las hebras se levantaban en filas. Timme le acerca unos

tornillos más cortos. La viuda se pone uno en la boca, en el lugar donde falta un diente,

y pincha el otro en la madera.

Después de que el riacho negro, que acodaba el fondo del club de regatas se

atascó, la comisión directiva obtuvo una bajada al agua en el puerto. Los socios

levantaron un galpón y mudaron los botes a la primera sección. Prefectura siempre

quería saber cuándo los del club querían remar, porque casi nunca estaba permitido.

Desde que las FAR sorprendieron a los prefectos del destacamento Dock Sud el día del

trabajador del setentaidós a los tiros y se llevaron armas y uniformes, nada que fuese

más delgado que las chanchas de los boteros era ahora inofensivo. Los prefectos les

temían hasta a las cabezas de los alfileres que sostenían mensajes y avisos en las

planchas de telgopor. Mantenían los vidrios de las ventanas del destacamento limpios a

la perfección.

Nadie baja en los botes de velocidad al agua. Tampoco nadie los roba, pues no

hay quien los compre. Alguien entra a veces en el depósito y mantiene el bote que más

usó. Y luego limpia el que más le gusta. Por lo general es un viejo con el pelo pegado a

las sienes bajo una boina. Las ratas cuando lo oyen no escapan, sólo lo siguen,

inmóviles, con los ojos. Comen las lonas y las tiras cueros, lamen los tarros de grasa y

348
retozan sobre los esparadrapos. El viejo habla hasta que el barniz resbala debajo de los

paños y el carro se desliza libre. Las ratas escuchan sus reflexiones. El hombre cuelga el

delantal de un gancho, el bote reluce, las venas de las sienes aletean. Desliza el portón y

sale.

349
Australia

La plaza no tiene árboles frutales. Los hombres regresan a los hogares y todavía

llevan los diarios de la mañana. Esperan impacientes los colectivos. Los nuevos lápices

labiales duran más y sólo necesitan unos retoques. Las mujeres aguardan con las

carteras apretadas en el pecho. Están manchadas de cansancio. El cansancio resbala

encima del lápiz labial.

Timme tiene los ojos más pequeños. El sol final está desafilado y los árboles,

descornados para pasar el invierno, han perdido el volumen de las cortezas. Timme

siente las placas de cortezas en las plantas de los pies. La ventana del bar refleja las

luces del interior. En el vidrio el pómulo y la frente de Timme están separados por una

fila de gente que espera transporte. Pero como las cortezas, todo lo demás también es

plano. Detrás de la plaza hay una iglesia a la que llaman catedral. Siempre está cerrada.

La gente molesta.

Timme arma sobre los hombros del queso una cabeza negra de aceituna. Dentro

del local sólo hay tres mesas ocupadas. El mozo está aburrido y también mira a través

de las ventanas. Suspira. A lo largo de las venas de las manos lo recorre un temblor

constante. Una manga deja colgar dos hilachas.

Teo entra y se sienta frente a Timme. El vidrio le mira a Teo la nariz y el mentón

—el vidrio arma y encaja también por su parte, luego se oscurece. “Ya viene”, dice Teo.

El mozo se acerca y pregunta. El acento español es tan cerrado que no alcanza el

tamaño de sus propios dientes. “Crudo en pan negro”, dice Teo. “Qué raro, a ver, uno

que no ha pedido pebete de cocido y queso, marche crudo en pan negro, y de beber.”

“Un balón.”

350
Juan cruza la avenida Mitre desde la plaza Alsina. La cara roja le sube hasta el

cuero cabelludo. Se sienta como si quisiera pararse. Tiene los ojos de vidrio, la ventana

no puede verlo.

“Última vez, acá nunca más”, dice.

El abrigo que se quita sin levantarse huele a repollo hervido. En el respaldo de la

silla el forro apolillado se desliza más abajo que el abrigo. “Usted qué va a tomar.” “Un

balón con crudo y pan negro.” El mozo sonríe satisfecho. “Ninguno de vosotros estáis

nunca acá, no”, dice. Pero ninguno de los tres entiende.

“Los argentinos sólo piden jamón cocido en ese pan dulzón o en tostados, el

médico me ha dicho que tengo alta presión y que no debo comerme mis lonjas de crudo,

vamos, que no moriré por la sangre, moriré por mi boca.”

Timme sonríe.

“Entonces”, dice Juan.

“Pues cuál boca va a matarlos a ustedes, porque no va a ser la argentina ni la

española. Marche otro de crudo con negro y un balón”, dice el mozo.

La risa de Juan es sombría. El vidrio hace lo que quiere con los rostros.

Los hermanos comen callados. Terminan y piden otro balón más para cada uno.

“No hay que saber dónde están los otros”, dice Juan.

“Qué hay con el trabajo”, dice Timme.

“Ahí estamos cada uno por nuestra cuenta.”

“No seas pelotudo, si van allá, van por los tres y alguno más”, dice Teo. Juan

prende un cigarrillo. “Es así y no hay nada más, Teo y yo tenemos sumarios y nos van a

echar”, dice.

“Saben algo de Nadia”, pregunta Timme. Los hermanos dicen que no con la

cabeza.

351
“Sí, sí, fue a buscarte a destilería”, dice Teo. “La vio el vasco, pero el vasco no

tuvo turno con vos. La vio bien y va a pasar por tu casa a ver si ella necesita algo.”

Después Teo observó fumar a su hermano.

“A dónde la próxima vez”, dice Timme.

“Hay un pibe que te está buscando”, dice Juan.

“Un pibe”, pregunta Timme.

“Sí, y no sé por qué.”

“Y cómo sabés”, dice Timme. Bajo los pies de la gente hay hojas negras, en las

baldosas. Las personas son tablas de pie.

“Lo vio la viuda frente a la entrada de destilería, como el padre navega en YPF y

todos conocen a todos, y además saben que el viejo es medio amigo tuyo, es fácil

sumar”, dice Juan. “Te encontró”, pregunta.

“No”, dice Timme. “Qué mierda te pasa”, le dice a Juan.

“El que anda siempre con la rusa jorobada”, pregunta Teo.

“Sí”, dice Timme.

“Ah, abuelo conoce al padre del pibe”, dice Teo.

“Por qué te busca.”

“No sé, y no sé si me busca a mí.”

“Y qué podía hacer si no en destilería…”

“Esos pendejos viven entre los muelles y Puerto Piojo”, dice Timme.

Teo sacude los fósforos dentro de la caja. Aprieta con la punta del dedo unas

migas del plato y se las mete en la boca. La fiebre del silencio desgasta las frentes. La

carestía y la terquedad llenan y vacían la plaza con la misma pausa de los colectivos.

Los abrigos son insuficientes para volver singulares a la gente que espera. La forma que

tienen de abismarse en sus pensamientos es tan copiable y fácil de intercambiar que

352
llegan hasta sus casas, y luego de cenar se desvisten en silencio y duermen. Al día

siguiente la madera y el follaje, donde esperan el colectivo para ir al trabajo,

permanecen para los hombres tan culpables como el día anterior.

La cabeza del fósforo ilumina un ojo en el vidrio. Teo sopla. “La viuda está muy

metido en todo”, dice. “Igual seguimos así, recién para noviembre o diciembre puede

pasar algo grande”, dice Juan. El mozo los observa. Las tres cabezas caben en el marco

de la ventana. Detrás las espaldas homogéneas se estiran bajo el neón terso.

“Y ya te lo avisaron…”, dice Timme.

“No, lo escuché suelto.”

“Entonces seguimos cada vez más cagados”, dice Teo.

“Estos pelotudos piensan todavía que del peronismo va a salir un movimiento

marxista, o promarxista o propelotas. Nosotros ya somos los primeros de todas las

lista”, dice Timme o pregunta.

“Si hubieses ido a la universidad te podrías ir a Canadá o Australia, no”, dice

Teo.

“Todos se quieren ir a Australia”, dice Timme.

Juan los observa.

“Australia.”

353
La gringa

El botero tiene una mujer y dos hijas, y los ojos muy juntos, pero no está casado.

El bote usa maderas viejas y al mismo tiempo algunas nuevas. Y el hombre lo calafatea

a principios de otoño. “El agua del dique es tan gorda que llena las juntas ella sola”,

dice. Bajo la pared del muelle, en el fondo del bote duerme siempre un gato. El animal

nunca sabe si está sobre el agua o en un sueño. Ahí la bicicleta del chico no tiene ni

cielo ni sol. Un corto bichero. Una cuerda que ata al bote también anuda los días del

gato.

“Qué tarro tengo, sin monedas y con bicicleta. Te toca remar el viaje”, dijo el

botero. Las dos primeras paladas hicieron cabecear al bote más que avanzar. El botero

aguzó los ojos hasta la punta del cigarrillo. Entonces se sienta al final y raspa con una

uña la madera. La única tabla pintada es el respaldo bajo de popa. Esté no se levanta

más arriba de los riñones y tiene pincelado la gringa con curvas y filetes. Encima, la

capa de barniz, por la estopa con querosén que usaba el botero para limpiar, se había

apagado. El chico clava un remo y endereza el bote. “Es el agua, dijo el botero. El agua

está seca”. Fuma con la boca suelta hacia un lado. Como un tonto.

El chico no sabe quién es la gringa —la mujer, la hija, la hermana, o si el botero

había heredado el bote con el nombre sólo para limpiarlo.

“Acá moja el petróleo y la bosta”, dice.

Para hablar el chico debía dejar de remar, pero no tenía nada qué decir. Después

de que estalló el primer silo de granos sobre el embarcadero los ojos del botero se

volvieron más suspicaces. Escupe sin estar acatarrado. A veces libera por un momento

el pomo del remo y se llevaba la mano al nudo de la nuez. “Acá se siente el gusto de la

354
explosión, en la garganta, no en la lengua”, dice cada vez que escupe. Los pasajeros lo

oyen con las cabezas oscilantes. “Me he tragado y respirado todas las cáscaras de las

semillas, que ya eran de carbón, y esa tarde el gato gritó como un pájaro.”

El agua saca burbujas ciegas. Revientan y, debajo de la piel, el agua muestra el

color de las tablas del bote. El último remolino graso se disuelve. Arriba las nubes

enroscan leones ampulosos. El chico toma aire áspero y defectuoso en mitad del dique.

Hinchar la vida de respiraciones, ojear las miradas ajenas, quemar garrapatas, todos los

demás chicos igual que el país, también quieren investigar a fondo hasta lo que no se

piensa. El botero observa al chico y fuma despacio. En el chico hay tramas, bolsas y

polvo. Adheridos como ángulos y sombras al rostro. Cuantos más maliciosos se tornan,

más se juntan los ojos del botero. Una nube de moscas se acuesta sobre el agua. El

cigarrillo apunta al centro. Pero las moscas no se mueven.

“Si mirás al agua fijo, la madreputa del agua te llama…” El hombre escupe en el

agua y habla sobre el cuello, sólo hacia la derecha. El bote detenido repite ploc bajo el

vientre prensado del gato. Ahí, entre los zapatos y en el fondo curvado de las tablas.

Pero ese eco nunca fue un hecho importante para el botero. Las moscas cantan. El gato

duerme sin vida.

“Y si la madreputa del agua te llama y la escuchás, no podés decir que no.”

“No”, pregunta el chico.

“No.”

Las veces que el sol brilla entre las nubes el agua negra es una piedra. El bote

yace varado, el pueblo y la ribera giran. Cuando hay pasajeros éstos no arrojan los

finales de los cigarrillos al agua para no tener que apagarlos con las suelas.

El chico está apurado por cruzar, pues ya no sabe qué hacer con el secreto. Sin

embargo también el cansancio lo apresura aún más. Cuanto más cansancio siente mayor

355
apuro le sube al estómago. Pero los brazos se le quedan colgando y los remos le señalan

las sienes. El bote pesa. “Es como empujar una vaca”, dice.

El botero se ríe.

Entonces, el chico pregunta.

El botero responde “no te llama una voz, no es como mi voz que podés oír, es

algo que se siente adentro del corazón, y crece tranquilo en el pecho, pero necesita de

los ojos en el agua larga, ese es el comienzo.” El chico saca medio cigarrillo de un

bolsillo. El botero le alcanza fuego para que lo prenda.

Ambos se miraron las rayas donde están los ojos.

El chico pensó hace un instante que el bote era una res. Y que el secreto del

papel que lleva le enseñaba a vivir la vida.

La superficie del agua flota sobre el cielo. Una cucaracha camina en la mitad del

dique. “Eso hay en el agua, roña y mierda”, dice el chico.

“La madreroña y la madremierda”, y toma los remos. Las palmas arden. “La

madremierda nos trajo este mundo”, dice el botero y enseguida se tapa los dientes.

La cucaracha es una mancha en el cielo. Anda al revés. Tiene pegado un cabello

muy largo en el lomo. Y lo arrastra. El flujo de una palada empuja a la cucaracha, un

embudo se traga el pelo. El gato se estira y despierta a la cuerda enroscada con las patas.

“A mi ya no me va a llamar”, dice el botero. Las rayas de los ojos se le llenan de

humo. El bote se empujaba sin ruidos. El chico lleva el cigarrillo en los labios como si

fuese un adulto fatigado. Las cucarachas recogen los pelos, las uñas y las tiras de piel

encogidas.

“Cruzan el agua y arman niños para el futuro, allá, del otro lado”, dice el chico.

356
El botero ve en la otra margen una mujer esperando, y dice, “sí, las cucarachas

son muy inteligentes.” Se yergue. Toma los remos. “Además no les viene la regla ni

sudan ajo durante un mes.”

El chico nota que el cigarrillo perdió unos pelos de papel en sus labios.

“Y quién es la gringa.”

“La madreputa del agua”, dice el botero.

357
El silencio

La joroba nunca arqueó el cuerpo de Ana. Sólo le hacía colgar las piernas

violáceas dentro de los huesos. Tanto en invierno como en verano. A veces Ana ya no

sabía cómo sentir el frío. Entonces todo le picaba en el cuerpo y no soportaba la ropa

gruesa. Como no gritaba ni rompía a llorar se tiraba de la piel con las uñas.

El frío cimbreante y rojizo de los pastos pasa al gris. Ana camina hasta que

vuelve a cruzar su propia sombra. Bajo las nubes el día da saltos. Más veloces que los

dados por los gorriones. Que se asustan de ser libres y saltan ante el menor baile de las

nubes. Más allá, el hijo del sastre aparece y desaparece entre las matas. Un grupo de

manzanillas nuevas se le arroja a los pies. Todos saben que no está buscando nada

completo. Revuelve y escudriña con embrujo.

El vagón de carga reposa vacío. Una de las puertas correderas está abierta y la

noche aún no sale de los rincones por completo. La sombra de Ana y la noche se tocan

—la noche no tiene olor. El olor, a principio de primavera, todavía está enterrado. El

pasto corre por delante y detrás del vagón solitario. Y va tan rápido el pasto que no

puede detenerse para ser sólo gris o amarillo y rojizo —y todas esas cosas al mismo

tiempo.

Frente a la puerta de carga Ana se queda de pie. José Maneiro sube a la bicicleta.

Pedalea hasta donde el día absorbe a las vías del tren. Allí el sol vibra antes que tallos

que aguardan ser veraniegos. Una nube los aplasta. Sobre el vagón el chico ha puesto su

panza caliente. La cabeza le pesa en las manos y el día en los ojos. Las cascarillas suben

al pelo muy rápido. Ana las escupe recién cuando la nariz le raspa hasta la garganta. El

día arrebata la saliva antes de que lleguen al suelo.

“Por qué el sastre nos dio el papel a nosotros”, dice el chico.

358
“Ya me lo preguntaste.”

Ana piensa y el rostro se le despliega como el de un gato. Que también es

borroso y también busca otro lugar donde echarse. El rostro ingrávido se dobla igual

que una máscara arrojada al viento. La cara de Ana está tan cerca de la de él cuando

sube al vagón que apenas dura un instante. Camina. Los restos de salvado flotan, pero

ella los aplasta de nuevo contra los tablones del piso. Entonces tiene zapatos de chispas.

Los cuatro rincones esperan. Mientras, afuera, el día cambia de espejismo. Pero ya no

hay más pasos. La espalda del chico es el quinto rincón. Su panza se enfría encima de

las tablas y siente como su vejiga se entibia. José Maneiro pasa en la bicicleta. La

sombra se detiene de golpe, las ruedas siguen solas. La bicicleta se tira hacia un lado el

pasto se tira hacia el otro.

El chico oye el reguero de Ana que orina en un rincón. Entonces se para en el

borde de la puerta y orina haciafuera. El chorro cae en el pasto. La sombra sube

polvorienta hasta la punta del pene. El chico agita el chorro para sacarse la sombra. El

día salta una vez más. Nada proyecta trazos ni recortes. El silencio es blanco brillante,

con esa opacidad gris que impregna a todo. Y no deja de agregar silencio debajo de los

párpados.

Toda la luz es una caja vacía. José Maneiro la tiene entre las manos mientras las

ruedas de la bicicleta giran acostadas —la deja frente al vagón, en el suelo.

“Cuánto dura un rayo de sol”, dice José Maneiro.

“No sé.”

“Cuánto dura el calor en la piel.”

“Preguntale a la maestra.”

359
Los tres miran ahora, la caja del sol, desde arriba. La caja vacía no entra en el

día, tampoco entran en el día los tres del vagón. Adentro las paredes se resquebrajan.

Ahí la luz tiene cantos groseros.

“Soltaron como siempre un solo vagón para que se roben las bolsas, no”, dice

José Maneiro.

El chico se tira sobre el piso. Cruza los brazos bajo la cara. El día le cierra los

ojos. La silueta del hijo del sastre continúa abocándose aún detrás de los párpados

cerrados.

El empuje de la bicicleta sin ciclista susurra. Apaga el cansancio, y después no

hace nada más. Ana ha saltado. Está de vuelta sobre el pasto seco, echada de lado.

Entreduerme. El chico no ve a nadie más, pero Ana no ve al chico que se despertó. Al

final el día se ha quedado quieto sobre Ana.

“Dormís.”

“No, habló con papa, me paso horas hablando con él, cuando mi tía me despierta

ya empiezo, mientras peino a mi hermano le digo cosas para adentro. Que se tiene que

afeitar, que no come nada y que coma más. Que no está abrigado en el trabajo, que

vuelva a casa y antes no pare a tomar, le digo qué vamos a comer a la noche, o que va a

llover y que en la carnicería ya no se puede comprar, cómo vamos en la escuela mi

hermano y yo, que tía hace las camas como mamá, muchas veces lo reto tanto que me

canso de hablarle.”

“Es como otro hermano”, dice José Maneiro.

“Y hace caso”, pregunta el chico.

El chico saca un cigarrillo. Está aplastado, ha perdido hebras. Y de tenerlo

escondido en el bolsillo, el papel se ha manchado de marrón. Da un medio giro

arrugado. El chico estira el giro del papel. Mete la cabeza dentro del vagón y lo prende.

360
El extremo de papel medio lleno se incendia y se apaga. El día se ha quedado en un

lugar. Pero, de igual modo, corre como se le antoja.

El aliento todavía le lleva sueño hasta la nariz. Por eso el chico dice que adentro

del vagón soñó y que no se acuerda de qué. “Cosas que no son gente, qué se puede

soñar”, dice Ana. Él dice “cómo”, pero ella ya se quedó sin ganas antes de terminar de

hablar.

En el pasto Ana bosteza. Sin embargo no es la piel, sino el día que tironea el

cabello y la ropa lo que lleva su cara para atrás. Ya tampoco está la caja, sólo la luz

apisonada. El cigarrillo chamuscado apesta a papel quemado. Y el chico aspira humo y

cascarilla. Aguanta la garganta que le pega contra los ojos y enrojece. No quiere toser,

pero la garganta es más poderosa. “Yo creo que nos quiere”, dice y escupe al lado de un

pie. La cascarilla se apresuró y formó una tela sobre la saliva.

“Nos quiere y nos manda al muere”, dice Ana.

“Sí, por eso.”

“No podés ser tan pelotudo.”

“Concha triste, no entendés nada, por qué no creés que la gente que te quiere te

manda al muere”, dice el chico. El cigarrillo se terminó enseguida. Ana se reincorpora y

el sol tiene un poco más de lugar. “Confiar no es querer”, dice Ana. Ana está parada

sobre el sol sin quemarse. Cruza los brazos y se apoya sobre un lado de la cadera. “Está

cagado como todos, no ves, no, no ves que todos tienen más que miedo”, dice Ana.

“Pero con miedo y todo ayuda igual, no”, dice él. Sobre todos los rieles se aceleran

relámpagos más níveos y refulgentes que el día.

La primavera no llega del todo. José Maneiro se sube a un pedal de la bicicleta.

Así hace equilibrio. Trae impasible su bicicleta sobre un riel. Sube. Resbala y vuelve a

balancearse arriba. Desde que la caja del día se ha roto los pájaros, para poder existir,

361
rellenan las sombras contraídas y lampiñas en las que flotan. José Maneiro se detiene y

suelta la bicicleta. Camina como sonámbulo. Si el miedo, como a todos, también a él lo

acompaña no puede verse. Porque llega solo hasta el vagón. Si lleva el miedo encima y

flotando, lo conduce oculto como una traición. Si el miedo vive en él, entonces, está

agazapado. Y es tan potente que la luz no lo alcanza. No se baja de los hombros, o se

guarda en el pecho o los dientes mellados. No circula de regreso por las piernas y se

encierra, terco, detrás de los párpados. Los que tienen miedo sólo oyen una sola voz.

Los mechones de pelos, el polvo barrido, los cubiertos sucios, esperan cada día que el

miedo los remueva, levante y asee. Pues nadie se desviste del miedo por las noches.

Tampoco quieren saber si el miedo que sienten es como la bondad o la envidia. Se

conforman con saber que cambiará de lugar en la casa, que picoteará maíz y esto es

recomendable para la vivir.

Ana y José Maneiro buscan cegados dentro de la tarde aburrida.

La caja del sol rota.

Las frentes pensativas.

Una muela que no sirve.

La punta de la luz entra en un grano de arroz.

Algo en la palma abierta de José Maneiro se vuela. El chico es incapaz de verlo.

Ana ha bajado las cejas sobre los ojos y ve dónde ha caído. Cuando habla con el

padre saca del ropero ropas de él. Afina, del mismo modo, los ojos y todavía pega y

ajusta botones. Sin terminar de hablarle vuelve a guardar la ropa. “Hay que regalarlas”,

dice la tía. Pero los días se apilan y sus márgenes se encogen haciarriba.

Ana pone una mano entre sus ojos y el sol. Detrás de la mano viene el pasto,

abriéndose en círculos desde la sombra. Como si lo hubiese golpeado una piedra

incandescente.

362
Ana pregunta si es así cuando nieva.

Ninguno ha visto nieve. Los tres tienen los pensamientos invisibles.

“Lo blanco”, pregunta José Maneiro.

“No”, dice ella, “porque no hay ruidos.”

363
La ciudad

A Nadia le hubiese gustado ir al cine.

El cuerpo se le ha entibiado a partir de los brazos. En el borde del cuero

cabelludo nota el sol más cálido.

Desde el colectivo Nadia ha visto, poco después del puente, las pizcas más viejas

del día depositarse sobre las fachadas. Y subir por las sombras abovedadas de los

edificios públicos. Hasta el día más brillante, entre las construcciones del sur de la

ciudad, es modesto. A quienes no viven en el suburbio éste les embiste los ojos.

Desde los cruces de calles los policías vigilan al mundo civil. Ellos son otra

población circundante. Intrusa. Llegada y repleta de hambre instituida por su

adiestramiento. A través de las calles, cada casco azulgrís busca, temprano en la

primavera, el refugio de la sombra fresca. Tienen para todos los sucesos idénticos ojos

de desprecio y sed de reivindicación.

Los perros de los policías mueven las patas. Sus sombras parecen peces

mugrientos. Hay perros de policías.

Y hay perros de los civiles. Entre ellos algunos perros se asustan del giro de las

ruedas y las corren.

Los transeúntes que llevan los ojos alegres o tristes tampoco abandonan la

avidez. Sin ser vista, muy pronto, debajo de los ojos crecerá la primavera ya completa.

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Hay gente que usa verbos extraños. Dice que ama a la ciudad, como si la ciudad

fuese un hombre o una mujer, un animal o un hijo. Es gente que no sabe qué amar.

Gente que no sabe qué decir cuando se encuentra con el verbo. A ellos la codicia no los

ha tornado voraces. Sino incrédulos. Y a ellos les ha costado más esfuerzo. Pues han

agregado más pasadizos a su alienación. Por esto ya no desean creer que caminan por

una ciudad con los días contados.

Nadia los ve durante el viaje. También se sustraen a su atención.

Una mujer, un hombre, deambulan como locos. Pero no están dementes, sino

que así expresan ser cosas con vida. Pero son tan incomprensibles como quienes limpian

las ventanas. La mujer que está sobre un umbral. El que enciende un cigarrillo al salir

del subterráneo y dobla el diario bajo la axila. Todos, deberían aprovechar a bailar o

cantar por última vez.

Para ellos nada humano debería tener la eficacia de destruirles las sobremesas.

Tampoco el fútbol, las revistas semanales de los puestos de diarios, el lugar del café

habitual para los habitantes de la capital. Nada tampoco tapar el sol que se arrastra sobre

el diario, y la mesa, y las medialunas.

Los árboles sobreviven donde nadie los ha plantado. Y las estaciones de subte

engendran, para cada noche, una balsa de oscuridad. Nadia entreabre la ventanilla y

enciende un cigarrillo. Los espantosos balcones suben en los frentes asfixiados. Los

cuellos de los hombres poseen músculos delgados. Las cabezas crecen como picos. Al

lado de las mercancías de las repisas, delante de las vidrieras.

Nadia desciende del colectivo antes de su parada. Ninguna otra persona baja con

ella. Se siente más segura, pero el recelo tampoco la suelta. El temor es ácido y rojizo, y

365
también lleva los zapatos con barro seco. El temor aumenta o disminuye. Sube con los

pájaros que no evitan a la ciudad. Que entran con las patas extendidas haciadelante en

las cornisas. Allárriba, los pájaros dejan los ojos escondidos en la brisa ladrona. Y

nunca son capaces de soportar su propio apetito.

Dentro de cualquier automóvil que pasa despacio los pasajeros pueden llevar los

cinturones cargados. Los lentes de sol reflejan las nucas de las víctimas antes de

convertirse de pronto en árboles o beberse una botella de coca de pie delante de un

kiosco.

Todo lo que arrastra la brisa da pisadas tan veloces que algunos miran atrás y

luego se siente descubiertos. Pero nadie mira, nadie pasa por allí y nadie oye.

Los argentinos no tienen rostros humanos.

En la esquina del correo central y Sarmiento los mismos policías con los

mentones y los cuellos irritados, están alrededor de una camioneta de la guardia de

infantería. Ríen. Distantes, sin pensarlo, acarician los robustos caños de los lanzagases

mientras charlan. Mantienen los dedos alejados de los gatillos. Los cascos de acero

están pintados, a algunos se les levantan escamas. Éstas, igual que algunas hojas, poseen

el lado interno grisplateado.

Por toda la ciudad, lo que más les gusta a los policías es el vaivén del trasero de

las mujeres que pasan, también sus nuevas ametralladoras entregadas por los militares y

la comida gratis. La patria también es gratis. Entonces se acomodan los correajes

cuarteados y yerguen los hombros.

Las calles parecen acordonadas y acentuadas por los uniformes. Mientras tanto

los que aman a la ciudad huelen hierro y fuman. Y mueven los pies sobre su lugar en

366
alguna parada de colectivos. Todos los años es igual, el paso del invierno les deja las

orejas y los tobillos enrojecidos como ovejas.

Frente al correo central Nadia atraviesa filas de personas en las paradas.

Apoyados contra las barandas de la boca del subte, hay unos adolescentes de nucas

delgadas. Cuentan el dinero que pueden reunir entre todos. Un transeúnte, sin darse

cuenta, patea una piña. Alguien más la golpea, pero sigue. La piña rueda desequilibrada

y compacta hacia Nadia. Ella la recoge. Es una piña de abeto que por entero está fuera

de lugar. No se observa una piña así sin olvidarse por un momento de los pasos y las

palabras que se lleva en la cabeza. Nadia la guarda en la cartera como si alguien se la

hubiese entregado.

Detrás del correo cruza la avenida y luego la calle. En la esquina del Luna Park

entra al bar. Entre los transeúntes un hombre se detiene. Aunque ya el mediodía ha

pasado de largo, todavía adentro hay comensales. Algunos tienen las bocas y las frentes

más afuera que las narices. Y pueden comer dando risotadas sin que se les caiga un

bocado de los labios. En todos los vasos de vino rojo brilla un diente blanquísimo.

Las fotografías satinadas de los boxeadores la observan. Los boxeadores de las

fotos se parecen a los cráneos abultados que encuentra masticando. Nadia mira detrás de

ella y va al baño. El hombre de afuera tiene penachos de sombras grises en la camisa

blanca.

Abre la cartera. La piña entreabierta le vuelve a quitar el hilo de los

pensamientos. Mostrando la base de los alveolos, los ribetes córneos de la piña le llenan

los ojos de lágrimas. La piña es una catástrofe. Una catástrofe siempre se resiste a ser

dicha. Ahí donde uno vive la catástrofe ésta no tiene palabras.

367
Afuera, cada montón de transeúntes apenas puede comprender el grado de

catástrofe que vive.

Nadia saca el pañuelo de la cartera y de nada le sirve para la cara, sino para

limpiar los zapatos. Les quita las costras de barro que se le pegaron en la villa antes de

subir al colectivo. Llora en silencio porque tiene la boca hundida y los oídos atentos.

Las lágrimas, como las copas de vino, tienen un diente cada una. Los zapatos quedan

opacos pero sin rastros fangosos.

Ahora Nadia no soporta verse las tiras del delineador. En el pequeño espejo gris

el rostro de Nadia está tachado. Se lava la cara. Arriba y debajo de los ojos la piel está

hinchada. Saca el delineador de la cartera. Observa los párpados inferiores. Sostiene la

punta delante de las comisuras, pero vuelve a guardarlo. Sentada sobre el borde del

lavabo se prende un cigarrillo. Fuma con los brazos cruzados. Es de día, pero una

lamparita agotada ilumina la pared y el piso. Nadia se mira los zapatos mientras aspira y

suelta el humo. Quiere tanto estar vacía en ese momento que, al momento siguiente, se

asusta. Apaga el cigarrillo por la mitad. Desliza el zapato sobre él y no lo ve. Ha

quedado pegado en el barro de la suela. Pasa un pie por el borde de un inodoro, luego el

otro. En una de las placas secas está el cigarrillo. Todo flota en el agua la tasa.

Duda. Descarga el depósito de agua. También ha pisado una pasa de uva que

quedó meciéndose.

Saca otro cigarrillo y lo pone entre los labios. Duda. Y se aparta del inodoro.

Enciende el cigarrillo y regresa frente al espejo. La mano derecha le entra en la cara. Es

más lenta que el agua. Después se hace un buche. El agua apesta a cloro y rencor. La

duda no tiene olor.

368
Nadia piensa que cuando sus alumnos lleguen a darse cuenta de que sus padres

son incapaces de hacer otra cosa por la vida, ella ya estará muerta. Pues en todos lados

ya hay finales. Uno en el baño. Otro por tarde, a última hora. Un final antes de entrar a

la escuela.

El final tiene también una espalda en la villa, de noche, y otra encogida en su

lado de la cama. Éste se ha hecho más angosto e impregnado de su cuerpo. La casa tiene

un final en la puerta, sobre el lado derecho del picaporte, fuera del contramarco.

Las casas tampoco ya son hogares, sino simples escondites. Los cobardes no

esconden su cobardía, sólo ocultan sus sueños. Pues saben que para participar en

Argentina no hace falta moverse de casa. Y en las casas todos los días se barre, porque

siempre se barre, pero ahora la gente empuña taciturna las escobas. La mugre se ha

vuelto funesta. Y porque piensan que barren los peligros creen que barren a sus

enemigos. Para los argentinos la realidad sólo está promovida por la ficción. La ficción

garantiza su honestidad, mañana estará disponible para todos. Esa es su verdad. Nadia

apaga el cigarrillo de nuevo por la mitad y sale.

Una mujer esbelta y de barriga redonda aguarda debajo del semáforo. El pañuelo

estridente del cuello tiñe el aire. Alguien siempre se ata los cordones.

El mismo hombre que estaba parado en el exterior todavía espera.

Tiene el cuello limpio y la base de la nuca tersa. Recién le han cortado el

cabello. Y recién también le han retirado la pelusa de la nuca. En algún lugar suena un

silbato monocorde, pero los peatones no se distraen —la calle más transitada lleva al

sonido por todo lo largo.

369
Nadia se detiene al lado de una de las columnas revestidas de fulgel. Observa al

hombre de la esquina. Ella espera, el hombre parece indeciso y las mandíbulas le

aprietan las sienes. Nadia va hacia la otra esquina. Vuelve a observar, pero él se ha

quedado en sus cuatro baldosas con las manos en los bolsillos. La observa. Entonces

ella sigue por Huergo y sube hasta Retiro. La parte de atrás del hotel Sheraton está

rodeada de barricadas y hay más policías mezclados con soldados jóvenes y pálidos.

Toda la ciudad está bajo el azar de una bala dirigida hacia la multitud.

Nadia vuelve a detenerse. Observa con atención hacia atrás.

Detrás del hotel Nadia bordea a la tropa sin que la detengan, sólo algunos le

hablan mientras fuman, otros ni siquiera la miran. No sabe por qué lloró encerrada en el

baño. Así, vacía.

Los senderos de la plaza están mejorados con ladrillo molido. El invierno quitó

todo el pasto excepto en las orillas. Luego de unos pasos el polvo de ladrillo trepa a

todos los zapatos. Las sombras de los árboles han perdido los cuernos. Timme está

sentado en un banco, encorvado, con los codos sobre los muslos. El cabello de las sienes

no lo deja mirar a los costados. Tiene los zapatos rojos y estuvo leyendo un diario.

Nadia dice “Timme.” Se besan.

Está flaco, en la mano tiene un manojo de fresias. El año trae otro año más

adentro. Es temprano también para las fresias. Se besan de nuevo. Nadia lo huele y se

queda un rato pegada al cuello de Timme. Él le da las flores y ella las observa. El aire

tibio parece más frío. Timme está muy flaco y tiene los dedos casi sin calor.

“Estás lleno de huesos”, dice Nadia.

370
Nadia no sabe cuántas veces besarlo.

Timme sonríe. Se quedan callados un rato. Entonces miran la torre edificada de

ladrillos. De pronto no saben hacia dónde mirar. Una mujer le toma fotos a un niño que

no quiere subir la boca. La arquea haciabajo. La mujer quiere que la torre también se

meta en la foto. Extiende el brazo y el niño da un paso hacia el costado. La barbilla le

tiembla por la tensión, pues la boca ha dado una vuelta completa sin descansar.

En la sien Timme lleva una moneda más oscura que la piel. Nadia corre el pelo

para verla mejor. “Juan me dijo que un alumno tuyo me anda buscando.”

“Quién.”

“El que anda siempre con Ana.”

“Por qué te busca.”

“No sé, vos.”

“No, tampoco, pero vos conocés al padre.”

“Sí, algo.”

“Será por el sastre.”

“Sí, pensé lo mismo.”

“Sí.”

“El sastre hace que las cosas parezcan raras.”

“Sí, pero las cosas raras van solas”, dice Nadia. “El sastre también me dijo que

iba a conseguir una dirección.” Mira alrededor. La luz se cuela por los árboles y luego

por su pelo. Las manecillas del reloj de la torre ruedan incautas. Entonces el día parece

más sencillo. Pero los bocinazos abruman. A Nadia le gustaría saber cuál fue el motivo

de lo que sucedió en el baño. Toma las manos frías de Timme y las pone entre los

muslos. Siente al mismo tiempo fatiga y una corriente tibia. Se moja entre las piernas y

371
también le vienen ganas de llorar. Pero la torre y el niño de la boca aferrada a su antojo

la ayudan a aguantar.

Dice que le hubiese gustado ir al cine, pero también que hay que sacar los

ahorros que quedan en el banco. Aunque ambos creen que no deben dejar la cuenta del

banco vacía.

Después Timme dice, “no sé.”

Las flores huelen a óxido y alambre. Parecen haber sido arrancadas de noche.

Pero todavía son tan leves como las hojas que hoy nacen en las ramas más altas.

“No hay más oportunidades”, dice Nadia.

“No, y no sé por qué la tuvimos.”

“Porque ellos ya conocen cuál es la medida de nuestro miedo, no sé, ya saben

seguro cuándo van a cosechar, dice Nadia”

“Escuchaste que están preparando algo grande, no.”

“Sí, pero nada más, igual ya me bajaron que sondee a las mujeres más confiables

del horno.”

“Y hay.”

“Sí, hay, pero para qué, para repartir leche en la misma villa o para que

practiquen dentro de la cabeza tiro con los dibujos de un cuadernillo.”

Timme le pide un cigarrillo. Nadia enciende dos juntos.

“No tengo hambre, todo me parece desabrido”, dice Timme. Deja una mano

entre las piernas de Nadia. Ella aprieta los muslos, suelta su primera bocanada, “el

dinero lo saco yo y voy a casa el jueves a la noche”, dice.

“Está bien, pero tengo que saber lo del sastre y el pibe.”

“Yo averiguo.”

“No, no, dejá. Que no te vean del sastre.”

372
“El cura del sagrado corazón dijo en el acto del día del maestro que los mejores

argentinos no son los que ven a dios en una momento extremo, sino los argentinos que

ven a dios todos los domingos en misa, y ya sonás como él.”

“Serás libre o vivirás tranquilo, no”, dice Timme, “pero es gracioso, porque la

nube en que nosotros vivimos no cambia con el aire, está estancada, los ucranianos hace

tres días que no van a trabajar, no me avisaron nada, no sé nada. Mientras estuve en la

costa me fueron a buscar. Me pareció que estaba el turco en el auto, pero no estoy

seguro. No sé cómo supieron que estaba allá, no sé.”

Con la puntas de los dedos Nadia sacó la piña de la cartera. El cigarrillo tiembla

al lado del fruto que se balancea. Timme desliza la mano de los muslos y la observa.

Donde estaban las manos de Timme hay un hueco. Nadia deposita la piña allí. “Yo no

me voy a ir, Timme”, dice. “Retiro el dinero, pero no me voy.”

Timme saca el papel que le había entregado la viuda. Alisa los pliegues. Los

dobleces forman cuatro cruces desgastadas. El papel es pequeño y en la palma de Nadia

ahora es más pesado que la piña. Nadia lee los días y horarios. Fuma para que no se le

vayan los sentimientos por la boca. Comprende que mientras más calla más alivio siente

el llanto guardado. Pero no se da cuenta de qué le sucede. Se mira los zapatos y se siente

estúpida por haber recogido la piña.

“El último día es en dos semanas”, dice Timme. Nadia lo lee en el papel. La

fecha escrita en el papel tiene el tamaño de un coágulo de levadura. Timme le busca los

ojos. Nadia no es dueña de su sonrisa. Timme le acaricia la mejilla. De nuevo se le ha

enfriado la mano en medio de la tarde tibia. Desde niña para Nadia el amor y los

enamorados vivían de los besos. En la carne siempre hay lugar para los besos

373
sorpresivos. Timme aparta los dedos del rostro de Nadia. Para él la sonrisa es mejor que

los besos.

“La piña es el caballo negro”, dice Nadia.

374
La lechuza del campanario

La casilla flota. Las hojas de las ramas han pasado todo el invierno cubiertas de

fumagina. Como si en cada una de ellas un gato negro hubiese estado haciendo

equilibrio.

El italiano está ausente de la casa desde el día anterior, cuando Timme regresó

de la destilería.

El vasco le dijo que en destilería habían armado una comisión interna nueva.

Timme preguntó por los ucranianos.

El vasco no dijo nada.

“Nadie me mira a la cara”, le dijo Timme.

Bajo el sol el cerdo rojo yace entre las hojas de las remolachas. Más allá, del

cielo cuelgan las ventanas de la casa. De las ventanas también se suspenden unas

sombras que bajan hasta la tierra plegada por las pisadas de los animales. Debajo de la

casa corren gallinas y pollos negros. Cuando las gallinas salen del polvo son rojas y

marrones y tienen los ojos menudos y sin vida.

Cada vez que sacrificó un cerdo tuvo que buscar a cuatro vecinos. El italiano

siempre los visitaba una semana antes para fijar el día. También, de cada casa, partía

con una grapa en el estómago. “Porque los argentinos sólo son buenos para las vacas”,

decía. Timme bebía la grapa del italiano mientras lo escuchaba detrás de los ruidos del

exterior. Luego, la grapa se tornaba tanto o más fría que la noche. Y la noche después

penetraba en los cuerpos. Entonces bebían hasta que dejaban de percibir el frío y el

dolor. Después de haberse comido todas las palabras se dormían con la mesa en los

mentones y las mejillas. Así, con los cuellos pesados como bueyes. No soñaba, la

realidad pasaba delante de los ojos de Timme para despertarlo alterado.

375
Timme tampoco sueña para que los ruidos de las latas y las ramas no se

conviertan en otras cosas en el sueño. Está demasiado harto de la mañana a la noche y

dormir tiene ahora un fondo duro. “Si no sueñas te vuelves un desierto”, le dice el

italiano.

Timme cruza el camino y las aves de corral se dispersan por el terreno. El cerdo

gruñe dormido al sol con pestañas azucaradas. Las gallinas se reúnen luego en la

maleza, detrás de la casa. El polvo va haciallá con las mismas ansias que ellas. Debajo

de los pilotes la silueta del gallo recorre la sombra. El cráneo ampuloso no está hecho

para ocultarse. Timme mira por la puerta de la vivienda hacia el interior. Mueve el

picaporte, pero la puerta está cerrada sólo con la llave. Encima de la mesa hay tres

vasos, uno tiene líquido todavía. Timme rodea la vivienda y regresa a la puerta, se sienta

en el descanso y se queda un momento. Todas las ventanas están cerradas. El cerdo ha

desaparecido sin que Timme lo oyese. Las ramas fustigan con estrépito, pero de una

forma que sólo se escuchan dentro de la casa. Como no puede salir fácil, el ruido halla

donde rechinar sobre los vidrios. El italiano nunca deja a los animales sueltos cuando se

va. Y tampoco se va deprisa jamás.

Los triángulos del cielo son parcos alrededor de la casa —debajo de los árboles

la tierra nublada y sin color está en todas las ventanas. Espía de nuevo. Piensa. Timme

es una caricatura entre los vidrios repartidos. La puerta sigue cerrándole el paso, los

vasos, la mesa, la alacena hacen ruido de follaje. El pelo revuelto parte, la nuca

transpirada siente un sol sin rayos. Sobre un poste al que están prendidos los alambres

tejidos del corral hay una lechuza que observa a Timme. Después de no entender qué ve

Timme se sorprende. Se queda inmóvil en los ojos del ave. En torno al pico tiene un

corazón. El corazón es el rostro, el rostro es cóncavo. El plumaje se deforma para

atrapar al viento más silencioso. Timme oye que la casa corre sus muebles en dirección

376
al río. Al momento siguiente la lechuza ya está volando. Pasa sobre él sin saber dónde

posarse de nuevo. La casa no quiere que se detenga en su techo. Timme echa a correr

hacia las líneas de pesca que ató a las latas vacías. De rodillas las corta a todas con los

dientes. Mete la cabeza entre el rastrojal y las hojas que usó para disimularlas. Los

labios se le abultaron igual de rápido que las almohadillas de los dedos. Donde los

labios midieron los cortes la piel empuja de inmediato una ampolla. Esa ampolla se

parte por la respiración seca y afanosa. Entra a la casilla y junta las pocas cosas deprisa.

Esparce hojas y ramas en el interior. Orina en el colchón relleno de estopa y lo enrolla

contra una pared. Se echa el bolso al hombro. Y sale hacia el camino por donde los

cerdos se escurren hacia la playa del río. Regresa y toma el colchón. Lo lleva a la rastra.

Se engancha y desgarra. Timme tira. Lo arranca de los tallos. A una centena de metros

lo abandona entre los árboles. Enseguida el olor del limo le llena el fondo de la boca.

Timme corre, pero está helado como una rana.

377
La muñeca

Los charcos ruedan hacia las lunas.

Detrás, el cielo abierto sopla estrellas hasta que no sobrepasan la altura de los

primeros techos. La luz eléctrica del patio no consigue ser un trapecio. Los filamentos

incandescentes tiemblan dentro de un gusano. Timme observa por un rato que nada se

mueva. Para que todo continúe quieto Timme contiene la respiración. Camina, pero a

los pocos pasos tiene que aspirar el aire concentrado dentro del zaguán. Cruza el patio,

entre las baldosas las hebras de pasto son negras. Sin moverse las lunas oyen al corazón.

Abre la puerta de su casa y siente como si cometiese una ignominia. El lomo del bolso

le queda entre los pies.

La casa está vacía. En la oscuridad Timme se desploma en una silla. Sobre la

mesa hay migas pequeñas. Rígidas, corredizas como granos de arena.

La quietud despide olores viejos.

La luna extiende un forro acuático sobre una mitad de la mesa. El resplandor de

la luna se podría despegar con la punta de los dedos —delante mismo de los ojos,

Timme, no encuentra pensamientos. El borde lunar es espumoso, carece de líneas sobre

la fórmica. Y sigue a la mirada de Timme cuando éste la aparta en dirección a la

oscuridad. Más allá, una tasa con el contorno oscuro de una gota que chorreó desde el

borde, nunca logró acomodarse en el plato. El trozo de pan viejo es un puño.

Junto a la cama Timme permanece de pie. En la mesa de luz está el papel con las

fechas que le entregó a Nadia. El agua de un vaso se aprieta con las pequeñas burbujas

debajo de una película de ceniza. Sobre la cama sin hacer, el libro que Nadia leía está

abierto. Timme lo toma y ve las páginas arrugadas. Lo suelta. Oyó unos golpes muy

suaves y no se mueve. Deja de respirar de nuevo. Escucha las marañas de hambre saltar

378
dentro de su propio estómago, pero nada más. Tenso y con lentitud se sienta en la cama

hasta que el rechinar lo mantiene en vilo. Ha cometido una estupidez. Espera un poco, la

tensión de las piernas le sube hasta el cuello. Luego hunde las nalgas en el colchón.

El ropero tiene las puertas abiertas y el fondo es negro. Asemeja agua. Timme

sólo ve un hombro de las prendas colgadas. El claro de la noche es oblicuo. E inspira

silencio.

Nadia se debió ir rápido. Hay cajones abiertos.

Timme abre el cajón de la mesa de luz. Ahí está su pasaporte. Debajo hay

billetes fajados. Los márgenes son muy tersos por desgastados. Todo el dinero es viejo.

Saca una parte que deja encima de las sábanas con el pasaporte. De pronto piensa que

no sabe la cotización del dólar y va a tener que regatear. Pero va a pagar lo que le pidan

y nada más.

La muñeca que está sobre el ropero es más vieja que él y Nadia. Es más vieja

que las casas y sus muertos más viejos. Antecede a los billetes. Tiene un vestido rojo

que es negro y unos cabellos negros que son invisibles. El rostro perdió sus orillas. El

vestido de gitana flota sin siquiera moverse. Unas cintas ondulan bordadas a la pollera.

Las cintas han flotado, solas o en familias, ya en el pasado dictatorial del país. Son

coloridas como la señal que denuncia un tabú. Los colores en la oscuridad no tienen

contenido. Sólo se percibe el miedo que genera un testimonio dado en silencio.

Timme mete el torso en el ropero y saca un bolso de marinero. El perfume de la

naftalina perdura todavía nuevo. Con los pelos de todo el cuerpo erizados se cambia de

ropas. Da un pisotón para no perder el equilibrio. Los pantalones saltaron más lejos que

sus piernas.

379
Enseguida se da cuenta de que también debe escuchar con atención. Se detiene.

En las casas vecinas, mientras cenan, las voces tremolan llenas. Luego Timme comienza

a cargar el bolso.

Piensa que además es necesario llevar un libro. En la penumbra tantea con la

mano. Elige, entre los libros de Nadia sobre el estante. Uno de los más gruesos. Toma

una navaja estropeada, una libreta de direcciones —de repente no sabe qué tiene que

hacer a continuación. Se acerca a la muñeca. Observa el sitio de los ojos que no puede

distinguir. La punta de la nariz brilla opaca con su pluma de barniz sucio. Timme la

toca, la muñeca tiene la nariz fría.

Cuando Timme abre la heladera la luz tarda en dejarse ver. Una olla tapada

contiene unos porotos cocidos. Nadia los ha cocinado tanto y los ha dejado tan suaves

que las cápsulas se han desprendidos de la carne blanca y cremosa. Los huele, el

perfume del ajo está aplastado por el frío. Saca unas salchichas crudas y come en la

oscuridad. Traga con dificultad. Los bocados son demasiado grandes. Y sólo un bocado

puede empujar al anterior. La comida le enfría los dientes. El hambre no crece. Siente

ganas de hablar solo, no sabe si al instante siguiente explotará en furia o llanto. No

siente el sabor.

Timme oye nuevamente los golpes. Cada vez se vuelven más menudos. La

claridad despintada de las cosas no permite a Timme ver de forma directa. Con el lateral

de los ojos vuelve a encontrar los fajos y el pasaporte. Los guarda en el interior del

gabán. Los golpes cayeron contra la puerta. Buscan el lugar más angosto entre los

demás ruidos que se producen. Timme espía.

La ventana misma por un lado sale al encuentro de la noche y por el otro de los

ojos. La noche se desliza temblorosa sobre la frente de Timme. Afuera la luz eléctrica

del patio falla. Vuelve. En todas las manchas, para los ojos, asoman puntas de zapatos.

380
Pero dentro de los zapatos no hay pies, sino las alas oscuras de las plantas que crecen en

las macetas. Debajo de las plantas la luz tiene ojos de gato. Timme se da cuenta que

piensa en los ojos de búho. En el par de macetas de la madre de Nadia que aún

perduran. El gato ha sacado tierra de una de ellas y metido el trasero en el hueco. Ahora

los golpes son claros y tres. Timme ve que dejó la llave en la cerradura, del lado de

afuera.

La cara de Ana baja de la luna. Eleva la frente. El orillo del gorro circula sobre

el inicio del cabello. El gorro de lana tiene detrás una trenza.

El gato no se turba, tiene la lengua rojo leño y relame los pelos de una pata.

Timme hace pasar a Ana pero ella no quiere, dice que sólo lo vio entrar de

casualidad. Timme se aparta e insiste. Pero Ana no se mueve de su sitio. Saca algo del

bolsillo y se lo pone en la mano a Timme. “Es de parte del sastre, hace días que lo

tengo, ojalá que hoy no sea tarde”, dice Ana.

Timme sacude la caja de fósforos, en el interior un objeto rebota apagado, con

sorbos ásperos. El gato levanta la punta de las orejas. Observa. Un papel plegado

muchas veces junto a una bolita de vidrio cabecean contra los lados. “Para que no se

pierda”, dice Ana.

“Viste a Nadia”, pregunta Timme.

“No, desde el lunes que no va a la escuela.”

“Tu amigo por qué me busca, por los mismo.”

“Sí, el primero te daba el papel.” Ana sonríe. Acuciado por la caja de fósforos el

gato saca las patas delanteras de su escondite. Timme no abandona el umbral.

“Me tengo que ir”, dice Ana. El gato permanece atento, aunque ya ha formado

su próximo movimiento. Sin verlo, Timme, lo oye escurrirse a través de las plantas.

Donde éstas se agitan todavía el gato ya no está. Los pasos de Ana se pierden antes de

381
que la proyección de los hombros desaparezca de la luz del patio. Los pasos de Ana

están al borde de correr.

Timme se apoya contra la luz que entra por la ventana. Es chica y apenas es

suficiente para ambas manos.

Un trazo curvo —sobre un extremo los pétalos penden flácidos del botón. La

flor está abatida. Debajo del dibujo Ana ha escrito que en el atlas de la escuela encontró

ese país. Y que ya en octubre, por las mañanas, nieva. La dirección está dibujada con la

misma letra redonda. Todos los pliegues que el papel tuvo en la caja son más pálidos

que grises.

En el dormitorio Timme se sienta a escribir.

Acerca el papel lo más que puede. Lo tiene tan cerca que su aliento regresa a las

mejillas. Debajo de los horarios anota la dirección que envió el sastre. Él sabe que los

horarios no cuentan para Nadia. Piensa también que ella no verá la dirección. Timme

escribe porque no sabe lo que hace. Se burla. Juzga. Está seguro. O no sabe si Nadia va

a volver casa. Pero se siente ofendido. Luego siente pena de sí mismo. Entonces guarda

ambos papeles en un bolsillo. Por la ventana llega el murmullo de un televisor. Hay

pelea de box.

Timme desliza su mirada por los hombros de la muñeca. No puede ver la boca,

pero sabe que la muñeca sonríe y ella siempre piensa lo mismo. Lo que mantiene oculto.

Timme está recostado en la cama. Las palabras que oye se pronuncian en otras

casas. Llegan sin fuerza. No dicen nada. Le pesan los pies en los zapatos. Empuja un

zapato con la punta del otro. No escucha cuando golpea el piso.

382
El bote

Timme abandonó el bolso que había alistado.

Salió de la casa. Trajo la navaja. El pasaporte. Guardó el dinero. Y una piedra

que había recogido en el camino. Delante del silencio de las areneras.

“No te vas sólo con la vida”, dijo.

El depósito de botes del club de regatas se agita sin base bajo un farol. Al farol,

el resto de la noche no le atañe. La cadena del portón hinca los eslabones en la chapa.

Adelante sobresale la oscuridad. Añade un cono alrededor del reflector.

Timme camina por las rasgaduras de hierba en el empedrado y la vereda. El

silencio es mucho. Y el aire está demasiado quieto y claro. El humo de las destilerías del

otro lado del dique cae, rebota y se cuelga de la torre de refrigeración. La superficie

metálica del dique resbala bajos las lunas. Todas ellas han pasado ya del otro lado del

cielo nocturno. Timme oye su deglutir. Es abrupto. La garganta le ajusta. Los ojos

aguantan el peso de la frente. En media hora comenzará el día con una línea gris.

Timme se ha quedado dormido. Corrió por las calles mientras las luces del alumbrado

se arrastraron por el medio. Por la madrugada era cuando los prefectos estaban más

vigilantes. Temían que cualquier alba trajese un nuevo ataque.

Los ojos de quien corre de noche ven los faroles inmensos.

Ahora, la sangre apurada que no cabe en la punta de los dedos ciñe como

dedales. Frente al depósito, después de una espera, resbalan. Los dedos están otra vez

fríos.

Los ruidos extinguidos regresan para insinuarse desde todas partes. Delante de

los ojos, las ventanas del depósito de botes están tapadas. Las chapas fueron clavadas

con tosquedad. La construcción está rodeada de arbustos sin hojas que raspan la tierra y

383
los canales rectos del zinc. Timme se mantiene alejado del halo de luz. Se reprocha no

haber ido antes para saber si el lugar permanecía igual. La sangre circula en la piel de

cara hasta las orejas. Aprieta los dientes. Nadia hubiese reído con las manos en los

bolsillos traseros del jean. El farol continúa encendido día y noche hasta que la lámpara

se agota y alguien la repone. Entre las ramas desnudas hay columnas de noche que sólo

llegan a la cintura. Las pisadas medidas de Timme crecen sin peso adentro del depósito.

El sonido amortiguado lo persigue. En la parte de atrás las ventanas también habían sido

claveteadas con chapas. Timme quiebra ramitas con las piernas. Adentro resuenan como

latigazos. Adapta las manos en las ondulaciones de la chapa y tira, pero ésta no cede.

Entonces mete la cabeza entre los brazos y vuelve a tirar. Con un pie empuja la pared de

chapa. Y en ese lugar se abolla. Un clavo salta, después otro sale hasta la mitad. Timme

resopla. Ha desprendido un lado y tira con más fuerza. Los clavos salen crepitando de

las chapas. Las espigas oxidadas golpean como monedas la tierra dura. Está iracundo

debido a los clavos de dospulgadasymedia. Con las puntas de los ojos que los

dirigieron. Con las manos que lo clavaron. Los porotos vuelven a la boca de Timme.

Arrastran estambres pastosos. Timme se detiene con el panel de chapa desprendido en

las manos. Lo deja más allá de los arbustos. Ahora la oscuridad se estira más clara. Ya

no importa, Timme rompe uno de los vidrios. Abre la ventana y entra.

Los botes son más grandes de noche. Revisa con las manos los que cuelgan a

media altura de los soportes de estiba. Elige —el cuadrilátero alado de la ventana

espera. Asegura el carro al final de las vías para que no de topetazos. Luego pasa el par

de remos por la ventana y enseguida, por la diagonal más larga, inclinando el bote, los

toletes del single. El cuello y la espalda se le han empapado debajo del gabán.

Corre hacia la explanada de veinticinco grados que desciende hasta el agua con

los remos. El muelle encajona la bajada, el agua grasienta no moja. La línea negra

384
humectada, reluce. Timme deja entonces los remos en la parte inferior, contra la pared.

Las luces del puerto esparcen sus virutas sobre el agua. El cielo vacío avanza sobre

Timme y sobre el depósito. Timme regresa a la carrera. El cielo y el techo del galpón

están ligados.

Oye un motor desunido arriba y abajo. No distingue todavía desde dónde se

acerca. De pie, escondido detrás del depósito de botes, escucha. Las ratas hacen aletear

las esquinas de las lonas. Luego se separan el motor profundo y grumoso de otro más

angosto. Van en distintas direcciones. El suelo se mueve. Timme oye un pedo suyo. Una

locomotora diesel, lenta, pesada, avanza del otro lado de los paredones y bloques de

depósito. Es demasiado temprano para que maniobren en el empalme número cinco. La

suerte es pesada también, el final de la noche, negro. El bote, un féretro lustrado.

Cuando el segundo motor estuvo más próximo Timme vio primero la luz roja

como una paja azul expulsada por las superficies de los ladrillos, las chapas y la madera.

El motor casi regulaba. Los neumáticos mordían cada vez más cerca.

Policía o prefectura. Llevan los ojos más atentos que las orejas. Detrás del

depósito de botes Timme se traga el aliento y el gusto a sangre de los dientes apretados.

Piensa que la piedra que recogió no lo protegerá de la risa de los milicos. Se agazapa.

La luz gira en todos los huecos y salientes. Y baila y a su modo tirita. Con las

ventanillas abiertas los ocupantes hablan en voz baja, llevan la radio apenas encendida.

En un hilo camina la música. En otro el humo de las bocas. El murmullo desventurado

de la melodía es grosero. Lo traen a rastra desde el fin del fondo del dique. Poner los

remos contra el largo de la pared los ha vuelto nada más que sombra. Timme aguarda

hasta que todo se apaga. El calor y las náuseas se le apartan del cuerpo —han dejado la

ropa del torso pegada por el sudor. El sudor es frío por fuera y caliente por dentro.

Apesta a miedo.

385
El contorno del agua está inmóvil. Ambos lados del dique percudidos de

oscuridad. Al pie de la bajada de botes el aire se queda aún más compacto. Todo lo que

lo que se propulsa a través de él llega aumentado hasta Timme. La camioneta sigue

alejándose. Él no pude esperar más. Sin embargo aguarda hasta que desaparecen en la

vuelta del Riachuelo. Las luces de la superestructura de un barco amarrado a centenares

de metros no llegan al agua sino recién en el centro del canal. En uno de los puentes

superiores, un único ojo de buey ambarino parpadea. Todas las puertas de babor

permanecen cerradas. Los tanques grisplateado de los sitios quince y dieciséis se

comprimen contra el cielo. Timme siente que el fresco de la madrugada arde en su cara.

Está parado con el bote equilibrado sobre las caderas. Unos segundos vacíos

asimilan a Timme. Deposita el bote en el agua. Ésta se adhiere de inmediato. Chasqueó

contra el polvo y el barniz del casco —luego devoró sus propias ondas. Nada se

dispersó.

Pone un pie adentro. Timme hace equilibrio y se sienta. Absorto ve a su

alrededor por un instante, todas las líneas vienen a su encuentro. Con la empuñadura de

un remo aleja el bote de la explanada. Adelante queda ahora a su espalda. Ya tiene los

pies en las pedalinas. Timme suspira, el tronco asciende. La opresión del estómago y el

sudor lo comprimen con frialdad. El impulso lo desliza unos metros más allá, mete y

regula los remos en las chumaceras. Da una palada a cada banda. Dos más. Reajusta los

remos. Los hunde de muevo. Tira. No oye ruidos. Y comienza a contar la secuencia de

palada como lo hacía mucho antes. De nuevo se detiene. Observa muy atento hacia la

explanada. Las gotas chorrean de la pala de regreso al agua. Producen el sonido de un

goteo débil. Encajonado. Recto. Como el de la canilla en una pileta. Cada gota aislada

resuena. Llega tan lejos como el apogeo de una inmensa bóveda. Timme levanta los

386
ojos. Teme a la luz. Mantiene el bote cerca de la pared oeste del dique. Y rema sin

golpear. Es una hebra rozando el agua ennegrecida. El rastro se desprende viscoso.

A veces deja de remar para escuchar. La noche ahora le parece pacífica. No ve

más allá de las amuras del petrolero que ha dejado atrás.

Timme avanza más silenciosamente hacia el medio del dique. Hay otro barco

atracado en el lado oeste de la primera sección. Cuando aminora la velocidad sus

paladas corren amplias. Musitan debajo de los largos aletazos. No hay más que el ruido

de su corazón resbalándole por todo el cuerpo. La fuerza rueda cada vez más terca en la

respiración de Timme. Pasa. El barco aleja la claridad. Estira su silueta. Todo es muy

alto y profundo. El agua del dique está llena de cúspides. El ceño de Timme se aleja del

pecho. El bote ya deja manchas, el nuevo día salpica al miedo. Entonces Timme golpea

y golpea. Pues cerca de la entrada del dique el agua es más dura.

Timme sale del dique y el horizonte vira. Levanta pétalos opacos. Unas

eminencias muy tenues. En el canal sur la pared del aire y la correntada aplastan la

espalda de Timme.

El agua es cada vez más dura. Timme la aborrece. Odia al puente que ve en el

fondo. Odia al mamarracho de hierro del antiguo transbordador. Acomoda el bote más

cerca de la ribera para evitar la brisa del río. Hunde los ojos en los nudillos.

No quiere mirar para no ser visto.

Cruza agotado la boca de la dársena de inflamables. Los barcos están pegados a

las mangas de carga y descarga. El principio del día los tuerce hacia el amanecer.

El último pedrusco de empuje contiene huesos y tierra, riñones, orina

sanguinolenta y vacío. Hoy no empieza el día que pueda tragarse al gran país

monstruoso, al animal loco, al carbón y la hierba. Timme se come la saliva de gusto a

río sucio. La dársena de propaneros es tan amplia que la margen este recibe el día de

387
inmediato. Timme sabe que ahora deben verlo los prefectos. A los viejos les gustaría

seguir con sus bizcochos grasientos, a los jóvenes disparar cerrando un ojo.

No mira más que a sus manos. Ha contado todas las paladas y sigue. El río es

una colina.

La baliza de propaneros está a sotavento.

Detrás, un remolcador cabecea con suavidad en el riachuelo. Todas las ventanas

del puente de mando refulgen doradas. En la proa el agua mugrienta no hace espuma,

asciende a cada lado dividida en dos membranas incoloras.

Timme pasa la baliza. No se da cuenta de que debe detenerse. Luego levanta los

remos. La pequeña cuaderna de babor está casi suelta y el tolete entra y sale del agua.

La bañera está llena. El rio lo lleva. Timme deja que lo acerque a barlovento de la

baliza. Con el remo de estribor clavado, espera. No siente los pies.

388
La novia

El peluquero abre las tijeras y el cabello cortado vuelve a su mechón. El peine se

desliza entre las líneas enredando el orden del cabello y el gato, con los ojos apretados,

absorbe un bostezo. Hasta la garganta la lengua es de un verde añoso. El cliente que

acaba de entrar retira su abrigo del perchero y saluda desde la puerta. Todos dormitan

desde la base de los cuellos. Nadie lo oye, él insiste por primera vez. Antes se calla.

Las astillas de pelo punzan los pabellones de las orejas. El peluquero estrangula

al chico con una bata blanca. El sillón del peluquero tiene un gran espejo detrás. Las

nucas valen por dos. En cambio, el sol no tiene número. El chico aún observa las

ilustraciones de la revista de deportes, a su lado duerme el gato. Sube rodando haciabajo

desde el sueño donde cayó. Un hombre se va cuando el tango de la radio comienza.

Lleva puestos los mechones que el peluquero barre. Antes de que haya entrado ya todos

saben que es chueco. Las mangas parecen alas. La calle lleva soplidos aguzados. En el

compás inicial del tango se recluye, enseguida, la voz del cantor. La madera de la radio

está cribada y los orificios, entre todos, forman un círculo mayor. El peluquero se

queda, en medio de la tienda, raspando el piso vacío. Después toma un escobillón para

barrer. Tiene el ceño colgado del cuero cabelludo. El aire silbado vuelve a la punta de

los labios, pero ahora es inaudible, igual que la radio. Delante de la entrada, al hombre

chueco le ha crecido el cabello bajo el sol. El chico dice “salud”. El peluquero estornuda

haciadentro.

Detenidos uno detrás de otro, luego de arrancar dos colectivos expulsan a los

viajeros en hileras. Una vez que ya han pagado el boleto los pasajeros aguardan su turno

de pie. Todas las personas son protegidas y al mismo tiempo aplastadas durante todos

los días por una fuerza superior. Aunque ellos sólo distinguen el sábado y el domingo.

389
El gobierno piensa en las vacaciones de verano con el aguinaldo de invierno —los

transeúntes llevan ojos de uvas porque el día contrae sus colores. La misma paciencia

los rejuvenece unos minutos. Los rostros se difunden en el humo de los vehículos. Un

país de niebla al sol —una maraña chata de fisonomías, como si también fuera vida.

Todo lo que va hacia atrás pierde su memoria. Antes de salir los pobladores cierran la

puerta y lo que sucede después en sus vidas adquiere el carácter arbitrario de lo

artificial. Entonces el verano llega antes de que el invierno promedie. Porque la

memoria, en realidad, va haciadelante. Cuando las novias esperan su casamiento eligen

durante semanas a quién pedirle el auto prestado para la ceremonia. “No querés

llevarme abajo alguna vez”, preguntan antes de volver a vestirse. Pero ellas ya han

huido de la casa a la que cada tarde regresan. “Porque el verano te pone la carne al

revés, sí, lista para el amor”, se dicen unas a otras. Sin embargo, todo está a punto de

venirse abajo.

De ahora en más lo que se construya ya estará destruido. El vidrio que los chicos

rompen a gomerazos se recompone, pero ya nada se puede hacer por su integridad.

El amor, las fiestas, la miel —ninguno todavía ha encontrado donde ponerse a

salvo.

El chico deja la peluquería porque el padre lo ha obligado a cortarse el pelo.

“Está demasiado largo y no te lo lavás todos los días”, dice el padre.

Los billetes que entrega al peluquero, el chico los guarda entre la planta del pie y

la zapatilla para pagarle. Para no gastarlos en golosinas ni perderlos mientras juega en el

puerto. Es glotón. Y también el remolino del cabello se come al cráneo. El peluquero

conoce ambas cosas antes de que el chico ya haya partido cuando entra con los billetes

escondidos. Aún el gato no ha bostezado.

390
El chico todavía no cruza la calle. Allá, en el fondo, Ana lo deja solo, pero sigue

con él desde del puerto. La camiseta de Boca se desprende de la sombra de los pocos

árboles, pero el sol no la recibe, sino que la suelta antes de que llegue hasta él.

“La vamos a pasar mal”, está por decir Ana, ella aprieta los labios, el gusto

rancio no baja. Lo dice dos veces. Donde la calle termina los dos se acercan. Sin

embargo desaparecen apartados por la esquina de la avenida Debenedetti. “Tengo que ir

a la peluquería”, dice el chico. El tránsito les permite retroceder. Están en la estación de

servicios. En la pared posterior una abertura comunica al pueblo del puerto con el

campo de rieles del puerto. Hay varios trenes de granos y mercancías detenidos.

“A nadie. No se lo vamos a decir nada a nadie”, dice el chico. Saca los ojos que

había hundido en los de Ana. “Hay que avisarle a alguien”, dice Ana. El chico tiene la

cabeza hinchada de pelo —él está como arrancado de su propia boca. Ana se ha

acercado tanto como ha ido alejándose. Mientras, el pasto retorna a sus penachos

amarillos, antes de emerger en contra de la gravedad. Entonces levantan las suelas del

calzado con las rodillas. No miran hacia donde han caminado. Cada paso también

regresa hierba a su lugar. Pero a cada paso no hay un origen de la hierba ni de los pasos.

El día es hermoso y tiene un guante de lana negro perdido entre los vagones. La

corriente de espiguillas secas absorbe las ondas que el aire crea. Y el sol les levanta sus

briznas. Pero no sabe si depositarlas delante o detrás. El diente de león regresa a su

tallo. Ana fuma hasta que enciende el cigarrillo y se muerde la boca. Enciende el suyo y

también lo guarda. Pone el cigarrillo en el pantalón.

Ana y el chico ven el otro zapato sin dueño. Un perro, alejado, está de pie

delante del zapato que acaba de olfatear. Ana empuja el zapato que tiene delante de ella

con la punta del pie. El perro los observa un poco apartado. Anhela acercarse. El perro

observa un zapato. Ana y el chico al que yace delante. El zapato da una vuelta. Las

391
puntas de los cordones continúan atadas con prolijidad. Es cuero nuevo y sin rayas.

Brilló hasta hace poco. Las gotas de rocío saltan desde el pasto hacia el cuero. La noche

ha estado dentro del zapato hasta que Ana lo ha pateado. De día la noche huele infeliz,

inhibida. Quizás sea la luz solar. Ana le dice “callate”, el chico se ríe con ganas. Lo que

termina de divertirlo empieza salvaje.

El vagón de mijo más distante también libera fárfara como el más cercano. Los

latigazos del aire son laterales y antes de caer la garúa de cascarillas es intocable. Ellos

ahora siguen sacando los pies desde las rodillas. En la trocha el pasto crece impregnado

de grasa y aceite. Acá, el chico ya había reído también. Y orinado sobre las ruedas de un

vagón. Mirando las nubes en viaje antes de que el reguero pudiese brotar.

Los pájaros están tan ocupados con el mijo que saltan unos sobre otros. El lugar

que abandonan los recibe de nuevo. Las pequeñas lenguas se desprenden de los granos.

Y devuelven las semillas a los embudos que han hecho con el pico. Pese al gran espacio

libre sobre la carga abierta forman racimos hambrientos. En las cabezas los ojos están

sueltos y todos los ojos migran a otra cabeza. Las miradas flotan saciadas porque

incapaces de percibir su avidez. Encorvados y arrastrando las plumas haciatrás entre las

semillas, son como montículos de tarántulas. El aire, junto con ellos, da vueltas carnero.

Los pájaros entonces no saben cómo volar.

“El sábado es el día del peluquero”, dice ella. Ana mira el tubito que el chico

saca de la bragueta. Lo ha visto tantas veces que ya no le parece feo e incómodo.

“Tengo que ir al peluquero”, dice él.

“Hacen cosquillas”, dice Ana.

“Las hormigas voladoras siempre se saltean el invierno, viste”, dice él. Las

hormigas se enredan en los cabellos y rebotan en el borde del conducto auditivo.

392
Algunos lechugones espinosos desprenden temprano la punta de las flores desde

los cogollos. El chico mira la suela, sostiene en la mano el zapato húmedo. Luego el

zapato regresa volando a la maleza. “Es caro”, dice Ana cuando él lo pone al revés.

“Ahí hay uno de los zapatos”, dice ella y él lo toma de los cordones. Todavía están

atados.

La humareda de fárfara asciende mientras cae sobre los rollos de alambre de

acero. Todos los vagones contienen rollos idénticos. Deslumbrantes, tensos. Llevan la

cola entre los dientes.

Ellos dos bajan del vagón abierto. Están sentados en el costado y traen y llevan

los pies con balanceos alternados. Los talones suenan y luego chocan entre sí. El chico

no dice una palabra, piensa y Ana piensa desde hace un rato. “Hay que ir a avisar”, dice

ella. Se reincorpora. Los codos apoyados en la madera, detrás de la espalda, están

maltratados y rojos. Ana se apoya en los codos. Está un rato acostada en el vagón, los

pies que cuelgan fuera le estiran el vientre. Cuando respira le duelen los omóplatos. El

cielo está de costado, con algunas nubes, el sol meduloso se mantiene más alto.

La superficie de la madera se les mete en la ropa. Es arenosa y resbaladiza. En

ella nada tiene centro. Los sentimientos de Ana no pueden dejar de inculparse después

de que empezaron siendo miedo. Ana siente oscura repugnancia por el hombre que han

encontrado.

“No importa, yo todavía me acuerdo de la primera vez que me pegaron”, dice el

chico.

“No nos vamos a olvidar nunca.”

“Parecés una nenita, no ves está más muerto que vivo”, dice el chico.

“Y si él dice algo”, pregunta Ana.

393
Un pliego de diario baja más allá del siguiente riel. El viento lo mantiene alzado

antes de levantarlo. El papel vuela casi enrollado. La curva de la hoja sacude en el aire

la sonaja de una mazorca.

“Es como en Puerto Piojo, en verano, cuando queremos matar a los tábanos se

quedan quietos, y miran a la muerte con los ojos cerrados y de repente salen volando”,

dice el chico.

“No, el agua se lleva a las hormigas”, dice ella.

“Lástima que no va a llover”, dice él.

“No me importa lo que pase”, dice Ana.

Los rollos apilados obnubilan a las hormigas voladoras. El resplandor, si está

muy cerca, les quema las delicadas alas de polvo. Ana y el chico suben a la plataforma

del vagón.

La trenza se prende al pelo del pulóver. Ana quiere sentarse. Hacia donde

caminó hace ademán con la mano de tomar la trenza, pero ésta voló haciadelante. Los

dedos no funcionan. La raíz de la trenza es tan dorada como la punta. Bajo los párpados

entonces la trenza se torna negra. Ana observa con atención los talones cuarteados, las

placas de carne dura, la mugre surcada de líneas costrosas.

Los pies del hombre están desnudos, más allá, las medias tiradas. Donde los

vagones de alambres terminan, está acoplado el primero de los furgones.

El chico hace equilibro con un pie metido en la cadena de enganche suelta. El sol

le entra por los ojos. El granito perdido y regado de alguna carga destella. Siente las

piedras calientes en la tela pegada al muslo. Ana aún sostiene algunas en la mano, pero

las ha dejado caer. Los dedos tropiezan entre ellos.

A horcajadas el chico se sienta encima de un paragolpes. Todavía la empuja con

un pie para que no se detenga, pues abajo la cadena de enganche se balancea más

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despacio. En ese mismo momento, o antes de que Ana recoja las piedras, él sube el otro

pie al gancho de acople. Desde arriba los hálitos de las piedras perdieron lustre, la

hierba les hace lugar.

Allí sentado el chico se observa las manos. El tiempo da una vuelta por día

dentro de su cuerpo. Él es un instrumento. Igual que en los sueños. Y si se deja llevar

por el tiempo, el tiempo lo absorbe. El tiempo no ordena al mundo, lo colecciona. No

tiene ojos para los horrores, nada más los pone uno detrás del otro. Así se hace espacio

y despliega melancolías y trampas. Como en la escuela, cuando él cierra los ojos el aula

flota sin ninguna dirección. Entonces, delante, puede haber un recuerdo. Ahora mismo.

El mundo intangible de los pájaros está en el aula sólo para él. Los pájaros de

terciopelo. Sin rodillas. Los pájaros parduscos y sucios, quietos. Anonadados por

inmensos árboles. Entre los árboles hay frutas ya marchitas. La maestra es joven. Las

pestañas siempre están húmedas y la maestra produce venas violáceas con la frente.

Sólo la pared de la derecha lleva ventanas. La de la izquierda es igual pero más larga.

Viene la voz. Dulce. Los labios pintados, descarnados como los dedos. Ningún alumno

la mira —señala la lámina de un sapo, un renacuajo, unas colas vibrantes. Después,

nada. El agua flota vacía.

El chico mira entonces a Ana.

Todo ha cambiado.

El horror ya es una luna gorda. La luna será el único tesoro. No el sol. Ana por

tanto invierte el largo sendero sin pasto que acompaña a las vías. El pedregullo para

construcción desanda y no se eleva más desde sus golpes polvorientos. Y de pronto

vuelve a darlos. El sol puede alumbrar entonces. Y la sangre no necesita ya volver a la

exhalación y después al aire. El mundo cae encima del mundo sin ser gran cosa.

El chico mira de reojo a Ana, él camina con ella.

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El vuelo de las monteritas esparce estelas de cáscaras y motas desprendidas de

mijo.

Ana sonríe. La boca no tiene sol. En la sombra, la fárfara le pincha los labios

grises. Un gorrión se ha llevado una oruga verde de su empeine. Ha sido más rápido que

los ojos de ellos. Hincada, Ana, se ajusta los lazos mojados de los cordones. Después,

ambos vuelven a arrastrar los pies por las barbas más bajas del pastizal.

Las hojas secas tienen largos filos a los lados de los tallos. La tierra sube

atiborrada de olas de pasto. El aire también está lleno de olas invisibles. Los vagones

desbordantes, los chicos, los pájaros huecos de hambre, centellean al final del pueblo.

Ana pregunta “qué es eso en el suelo”. Un género blanco y hierático se mece tan abierto

como los rieles. Un diario cercano pierde pliegos de papel. El papel ha estado mucho

tiempo enrollado. No pierde su forma cilíndrica. El otro diario, menos sonoro,

permanece exangüe. Los mundos monocromos de ambos diarios pertenecen a un sueño

de la noche pasada. A uno errático, compartido por el gris y la luna. La tierra que pisan

es muda y artificial. El chico desconfía, porque la realidad nunca se parece a las figuras

de los sueños. Los nacimientos de los pelos de la nuca se le ponen turgentes. Entonces

levanta guijarros de granito de alrededor de los pies. Ana ya está sobre la tela blanca.

El rollo estático de diario está mojado. El chico lo levanta. Y de improviso un

peso que le vence los dedos. El viento tuerce los márgenes de las hojas. El chico mira

por un extremo del diario enrollado. Del otro lado se une al ojo del cielo. Sonríe

soltando aliento por la nariz. El chico extiende el papel y saca el tubo de acero. Las

sábanas de papel se arrastran por el suelo y donde permanecen mojadas se desgarran. Al

aire trepan las tiras más secas. La humareda de cascarillas las abrasa sin darles tiempo a

caer. Nadan en el aire sucio hasta los árboles en donde el pueblo comienza. Allí algunas

se vacían y bajan.

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El cuerpo yace boca abajo, flojo. Entre los rieles de las dos formaciones de

carga. Las nalgas desnudas están enjabonadas de excremento. Y una franja de vello

negro y ensortijado recubre las curvas hasta la cintura. Debajo de los pelos hay una gran

mancha negrovioleta tejida en la carne. Las moscas están sentadas sobre la sangre

estancada. Otras van y vienen más alertas. Los pantalones envueltos bajo las rodillas se

han tornado más oscuros por el rocío que se disipó a medias.

“Es el turco”, dice Ana. Los dedos del hombre tienen arrugas tirantes. “Está

muerto”, pregunta el chico.

“No, no ves que respira.”

“Pero no habla y tiene el ojete lleno de hormigas y mierda. Ni el culo es blanco”,

dice el chico.

Por todos lados las hormigas mueven las cabezas y las mandíbulas. Una mano

tiene un guante de lana, mojado como una cría de gato. Las hormigas pelean con las

moscas. Las moscas no luchan, sólo son obcecadas.

El chico se agacha y observa la cara del turco. Los poros dilatados le desagradan.

Levanta un costado de la nariz. Escupe al suelo cerca de una mejilla. El turco no

parpadea. Respira con el gaznate inundado por algo que el chico escucha con atención.

Se yergue. “No sé”, dice.

El velo de novia aletea delante de las caras. La felicidad del velo los sorprende.

El turco abre apenas un ojo inundado de sangre negra. El chico lo observa sin

parpadear. Presta atención al fondo del ojo que lo ve. Luego se va hacia el primer

vagón. Ana no oye lo que el hombre dice. Los últimos pastos altos soplan. Se reclinan

dentro de la boca del turco.

La gasa del velo alza los extremos. Está amarilla y el encaje salpicado de

cagadas de cucarachas. La tela sólo es blanca en medio del paraje.

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Ana ve los pies mugrientos, organizados con artificio. Debajo de la cintura las

piernas son las de un espantajo. “Sí, sí”, dice Ana. Y da un paso con el taco. Se aleja.

Encierra la frente detrás de las líneas de los ojos. El olor a mierda es frío. Moldea

pústulas. La mano enguantada aparece más pequeña y como separada. Toda la hierba

alrededor está pisoteada.

El chico trepa por la escalerilla hasta la carga de mijo. El vagón abierto deja

subir más calor que el día. Los pájaros escapan zumbando como grandes insectos

primitivos. En la garganta ese vapor tiene gusto de leche caliente. El chico excava con

ambas manos las semillas. Estás vuelven a resbalar en el hoyo. Persiste hasta que logra

un equilibrio entre las semillas que saca y las que resbalan. Alcanza una profundidad

que lo satisface. Entierra el tubo de metal que encontró envuelto en el papel bajo las

semillas. Hunde todo el brazo y parte del torso. El cabello se le llena de cadillos. Saca la

mano tibia y llena de polvo ardiente. Se restriega el brazo con una mano. Arde. Luego

compacta con los pies las semillas. Ana lo oye bajar del vagón.

En la campera el turco tiene pegada una hoja de dibujo. Es como la que usan en

la escuela. Está fofa de noche. Han escrito “novia de milicos” con tinta roja. Las letras

fueron engrosadas. Las hormigas llevan pelos y flecos de pasto. Las que regresan del

cartel no traen nada.

Ana llega hasta donde el chico está de pie. Ambos tienen los ojos como los

pájaros. Ella le oprime la mano. Él se suelta pues le duele, Ana es fuerte, tanto por terca

como por flaca. “Los árboles dan frutas, el culo mierda”, dice el chico.

Ana despega los labios inflamados por el polvillo, pero no habla. Tose.

“Dónde está el mal, en el corazón, el cerebro, el hígado, o en las manos”, dice

Ana.

“No sé.”

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Ana lo mira y se ríe. Pero siente enseguida pesar. Observa el velo. La primavera

lo frota. “Novia de milicos”, dice Ana.

“Sí, el turco se casó”, el chico se da vuelta.

El gusto a leche caliente es ácido. Ana toma unas piedras y las hace saltar sobre

las almohadillas de la palma. Caminan hasta el vagón de carga con alambres. El velo

vuelve a ser blanquísimo, Ana no puede apartar los ojos.

El chico piensa que el tiempo es como los torbellinos de pasto del verano.

Levantándose en el fondo del espejismo medio caluroso, las vías sinuosas que

hipnotizan y los tábanos traicioneros. Entonces sube a la cadena de enlace de los

vagones. Estira una pierna en el aire. Ana viene detrás, no sabe qué hacer con su trenza.

Él se sienta en un hongo paragolpes y se llena de grasa los fundillos. “Mierda.”

“Que pelotudo”, dice Ana.

Un gorrión se para en el hierro de un cambio manual de vías.

“Tengo que ir al peluquero”, dice. Mete un dedo en la zapatilla. Todavía el

dinero ahí está.

El chico afloja las piernas, ya tiene mejillas de durazno por el sol. Ana suelta las

piedras.

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